Un Dia de Gloria de Alexander Kent
Un Dia de Gloria de Alexander Kent
Un Dia de Gloria de Alexander Kent
de 1804.
Inglaterra se enfrenta a las flotas francesa y española tratando de evitar la
invasión. El vicealmirante Richard Bolitho tiene problemas familiares que
resolver, pero su estancia en tierra se acaba bruscamente debido a la
demanda urgente del servicio al Rey. Bolitho iza una vez más su enseña
sobre el Hyperion, un veterano navío de setenta y cuatro cañones, y zarpa
rumbo al Caribe al mando de una nueva escuadra. Sus órdenes son
planificar y realizar una audaz misión en tierras hispanas. Resguardado por
los cañones del puerto de La Guaira se encuentra un fabuloso botín, un
barco con el mayor tesoro conseguido por España.
Mientras tanto en Antigua redescubre una pasión que rompe todos los
convencionalismos y amenaza su reputación.
De nuevo en Europa patrullará por el Mediterráneo para impedir el
agrupamiento de la flota combinada hispano-francesa. Finalmente no podrá
impedir que el grueso de esta flota se reúna en Cádiz y será Lord Nelson, en
las cercanías del Cabo Trafalgar, quien derrotará a la flota enemiga.
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Alexander Kent
Un día de gloria
Richard Bolitho - 17
ePub r1.2
Titivillus 30.12.2014
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Título original: Honour this day
Alexander Kent, 1987
Traducción: Luis Rocha Rosal
Diseño de cubierta: Geofffey Huband
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Llora, Inglaterra, llora y desespera
Pues los valientes hombres de Lord Nelson
Que murieron en ese día
Todos en cubierta…
BROADSHEET BALLAD, 1805
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PRIMERA PARTE
Antigua 1804
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I
RECUERDOS
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de la ciudad. Casi ninguno de los hombres y mujeres que observaban el dos cubiertas
hubiera dudado entregar Antigua a cambio de una simple y fugaz visión de Inglaterra.
Una mujer estaba apartada del resto, con su cuerpo completamente quieto
exceptuando su mano, que movía con economía de esfuerzos un abanico para hacer
correr algo aquel aire cálido.
Se había cansado hacía rato de la desganada conversación de aquellas personas
que había conocido por necesidad. Algunas de las voces denotaban ya ciertas
dificultades al hablar a causa de aquel vino sobrecalentado, y ni siquiera se habían
sentado todavía a comer.
Se volvió para disimular su incomodidad mientras se apartaba el vestido de color
marfil de su piel. Y todo el rato observaba el barco. De Inglaterra.
El buque le podría haber parecido completamente inmóvil si no fuera por una
diminuta brizna de espuma bajo su mascarón de proa dorado lleno de arrojo. Dos
lanchas lo guiaban hacia tierra, una por cada una de sus amuras; no podía distinguir si
estaban unidas a su barco por una estacha o no. Tampoco se movían apenas, y sólo el
elegante subir y bajar de sus remos, claros como alas, daban muestras de sus
esfuerzos y su propósito.
La mujer sabía mucho de barcos; había viajado muchos cientos de leguas por mar,
y tenía buen ojo para captar sus complejos detalles. Una voz del pasado pareció flotar
en su mente, una que había descrito los barcos como la más maravillosa creación del
hombre. Y podía oírle añadir «y tan exigente como cualquier mujer».
Alguien comentó detrás de ella:
—Otra ronda de visitas oficiales, supongo.
Nadie respondió nada. Hacía demasiado calor incluso para hacer suposiciones. Se
oyeron pisadas sobre los escalones de piedra y oyó decir a la misma voz:
—Hágamelo saber cuando tenga más noticias.
El sirviente salió correteando mientras su amo abría un mensaje garabateado de
alguien del arsenal.
—Es el Hyperion, setenta y cuatro cañones. Su comandante es el capitán de navío
Haven.
La mujer observó el barco mientras su nombre se le clavaba en su mente. ¿Por
qué había de alterarle de alguna manera?
Otra voz murmuró:
—Dios mío, Aubrey, pensaba que era un casco desarbolado. Estaba en Plymouth,
¿no es así?
Se oyó un tintineo de copas, pero la mujer no se movió. ¿Capitán de navío
Haven? El nombre no le decía nada.
Vio que el bote de ronda bogaba cansinamente hacia el alto dos cubiertas. Le
encantaba observar los barcos que entraban, ver la actividad en cubierta, con los
aparentemente confusos preparativos hasta que una gran ancla levantaba una buena
salpicadura. Aquellos marineros estarían observando la isla, muchos por primera vez.
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Era bien distinto a los puertos y pueblos de Inglaterra.
La misma voz comentó:
—Sí, así es. Pero con esta guerra extendiéndose cada día que pasa y con nuestra
gente de Whitehall[1] tan desprevenida como siempre, sospecho que incluso los
buques naufragados ante nuestras costas tendrán que entrar en servicio.
Una voz más grave dijo:
—Ahora lo recuerdo. Combatió solo contra un condenado gran tres cubiertas y lo
apresó. No me extraña que el pobre viejo fuera desarmado después de eso, ¿eh?
Ella lo seguía mirando, sin apenas atreverse a parpadear, mientras la silueta del
navío de dos puentes se alargaba y sus velas eran cargadas a la vez que se balanceaba
muy lentamente bajo la exigua brisa que podía encontrar.
—No es un buque cualquiera, Aubrey. —El interés había hecho que el hombre se
fuera hasta la balaustrada—. Por Dios, lleva insignia de almirante.
—De vicealmirante —corrigió su invitado—. Muy interesante. Al parecer está
bajo la insignia de Sir Richard Bolitho, vicealmirante de la bandera roja.
El ancla levantó una columna de espuma al caer desde la serviola. La mujer puso
una mano sobre la balaustrada hasta que el calor de la piedra le sobresaltó.
Su marido debió de verla moverse.
—¿Qué ocurre? ¿Le conoces? Es un verdadero héroe, si la mitad de lo que he
leído de él puede creerse.
Ella asió el abanico con más fuerza y lo apretó contra su pecho. Así que era así
como iba a ser. Él estaba allí, en Antigua. Después de todo aquel tiempo, después de
todo lo que él había pasado.
No era extraño que se hubiese acordado del nombre del barco. Él había hablado
muchas veces afectuosamente de su viejo Hyperion. Era el primer barco que había
tenido bajo su mando como capitán de navío.
Se sorprendió por su súbita emoción y más aún por su capacidad para disimularla.
—Le conocí hace unos años.
—¿Otra copa de vino, caballeros?
Ella se relajó, músculo tras músculo, consciente de la humedad de su vestido y
también de su cuerpo.
A la vez que pensaba en ello se maldijo por su estupidez. No podía ser otra vez
como aquello. «Nunca».
Dio la espalda al barco y sonrió a los demás. Pero incluso la sonrisa era mentira.
* * *
Richard Bolitho estaba de pie con aire vacilante en el centro de la gran cámara de
popa, con la cabeza ladeada ante el repentino ruido sordo de pies descalzos por la
toldilla. Todos aquellos sonidos familiares se agolparon en la cámara; el coro apagado
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de las órdenes, el consiguiente chirriar de los motones al ser braceadas las vergas. Y
aun así, apenas había movimiento. Como un buque fantasma. Sólo los altos y
resplandecientes rayos dorados del sol que se movían a lo largo de un lado de la
cámara daban indicios de que el Hyperion borneaba muy lentamente bajo el viento de
tierra.
Observó como la costa se movía en un panorama verde a través de la mitad de los
ventanales de popa. «Antigua». Hasta el nombre era como una puñalada en el
corazón, un renacer de innumerables recuerdos, de muchas voces y rostros. Fue allí,
en English Harbour donde, como capitán de corbeta recién nombrado, le habían dado
su verdadero primer mando, la pequeña y ágil corbeta Sparrow. Un buque muy
distinto, pero entonces la guerra contra los rebeldes norteamericanos había sido
también diferente. ¡Qué lejano parecía todo aquello! Buques y rostros, dolor y
euforia.
Pensó en el pasaje desde Inglaterra hasta allí. No podía imaginarse uno más
rápido, treinta días, con el viejo Hyperion respondiendo como un pura sangre. Habían
navegado en convoy con unos buques mercantes, varios de los cuales iban repletos de
soldados, refuerzos o reemplazos para la cadena de guarniciones inglesas del Caribe.
Eran más bien lo último, pensó con tristeza. Era del dominio común el hecho de que
los soldados morían allí como moscas por una fiebre o por otra sin tan siquiera llegar
a oír nunca el estallido de un mosquete francés.
Bolitho caminó lentamente hasta los ventanales de popa, cubriéndose los ojos
ante el brumoso resplandor. Fue de nuevo consciente de su propio resentimiento, de
su reticencia a estar allí, sabedor de que la situación requeriría una diplomacia y una
pompa para la cual no estaba de humor. Había empezado ya con las salvas regulares
de saludo, cañón tras cañón con la batería de costa más cercana, en lo alto de la cual
la bandera del Reino Unido no se movía lo más mínimo con aquel aire húmedo.
Vio el bote de ronda sobre su propio reflejo, con sus remos quietos mientras el
oficial al mando esperaba que el dos puentes fondeara. Sin estar arriba en la toldilla o
en el alcázar, Bolitho podía imaginárselo todo perfectamente, con los hombres en las
brazas y drizas y otros a lo largo de las grandes vergas listos para aferrar las velas a
manotazos en ellas, dando la impresión, visto desde tierra, de que todas las velas
desaparecían al unísono.
Tierra. Para un marino era siempre un sueño. Una nueva aventura.
Bolitho lanzó una mirada a la casaca de gala que estaba colgada en el respaldo de
una silla, lista para la llamada a entrar en escena. Cuando le dieron el mando de la
Sparrow tantos años atrás nunca creyó que fuera posible. La muerte por accidente o
al pie del cañón, la ignominia, o la falta de oportunidades para distinguirse o ganarse
el favor de un almirante hacían de cualquier promoción un duro camino.
Ahora, la casaca era una realidad, con sus dos charreteras doradas y sus dos pares
de estrellas plateadas. Y aun así… Levantó la mano para apartar su mechón de
cabello suelto de encima de su ojo derecho. Como la cicatriz que se adentraba en su
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cuero cabelludo, donde un machete casi había terminado con su vida, nada había
cambiado, ni siquiera la incertidumbre.
Había creído que iba a poder ser capaz de acostumbrarse a ella, aunque el paso de
estar al mando de un barco al rango de almirante fuera el más grande de todos. Ahora
era Sir Richard Bolitho, Caballero de la Orden de Bath, vicealmirante de la bandera
roja y, después de Nelson, el más joven del escalafón. Esbozó una ligera sonrisa. El
rey ni siquiera se había acordado de su nombre cuando le nombró caballero. Bolitho
se las había arreglado también para aceptar que ya no formaba parte del
funcionamiento diario del barco, de ninguno de los que enarbolaban su insignia.
Como teniente de navío, siempre acostumbraba a mirar hacia la alejada figura del
comandante en popa, y había sentido admiración, si bien no siempre respeto. Más
tarde, como capitán de corbeta, de fragata y por último de navío, se había quedado
despierto muy a menudo, preocupándose mientras escuchaba el viento y los sonidos
de a bordo, conteniéndose para no salir disparado a cubierta por pensar que el oficial
de guardia no era consciente de los peligros que acechaban. Era duro delegar; pero al
menos, el barco era suyo. Para la dotación de cualquier buque de guerra, su
comandante sólo iba detrás de Dios, y algunos decían con cierta irreverencia que eso
sólo era debido a una cuestión de antigüedad.
Como almirante, uno tenía que quedarse a distancia y dirigir los asuntos de todos
sus comandantes, colocando las fuerzas que controlara donde pudieran dar el mejor
servicio. El poder era mayor, pero también lo era la responsabilidad. Pocos almirantes
se habían permitido olvidar que el almirante Byng había sido ejecutado por cobardía
por un pelotón de fusilamiento en la cubierta de su propio buque insignia.
Quizás se hubiera acomodado a su rango y a su poco familiar título de no haber
sido por su vida familiar. Rehuyó la idea y se llevó los dedos a su ojo izquierdo. Se
masajeó el párpado y miró fijamente la masa verde de tierra. Volvía a ver de nuevo
con claridad y contraste. Pero aquello no iba a durar. El cirujano de Londres le había
avisado. Necesitaba descanso, más tratamiento y cuidados constantes. Eso habría
significado quedarse en tierra, y peor aun, un puesto en el Almirantazgo.
Entonces, ¿por qué había pedido, casi exigido, otro puesto en la flota? En
cualquier parte, o al menos así les había sonado en aquel momento a los lores del
Almirantazgo.
Tres de aquellos sus superiores le habían dicho que se había ganado de sobras un
puesto en Londres incluso antes de su última gran victoria. Aunque al insistir él,
había tenido la sensación de que estaban igualmente contentos de que declinara su
ofrecimiento.
El destino; debía de ser eso. Se dio la vuelta y miró detenidamente la gran
cámara. El techo blanco y bajo, el cuero verde claro de las sillas, las puertas del
mamparo que comunicaban con su camarote o con el abarrotado mundo del resto del
buque y tras el que un centinela protegía su intimidad día y noche.
El Hyperion. Tenía que ser un designio del destino.
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Podía recordar la última vez que lo había visto, tras llevarlo él mismo a Plymouth.
Las multitudes que se apiñaban en el paseo y en el Hoe para ver volver a casa al
vencedor. Todos aquellos muertos, y muchos más lisiados de por vida tras su triunfo
sobre la escuadra de Lequiller en el golfo de Vizcaya, y la captura de su gran buque
insignia de cien cañones, el Tornade, que Bolitho mandaría más tarde como capitán
de bandera de otro almirante.
Pero era este barco el que siempre recordaba. El Hyperion, setenta y cuatro
cañones. Había caminado junto al barco por el muelle de Plymouth en aquel terrible
día y se había despedido de él; o eso había creído entonces. Destrozado y desgarrado
por los cañonazos enemigos, con su aparejo y sus velas hechos trizas y sus cubiertas
astilladas llenas de manchas oscuras de la sangre de los que allí habían luchado.
Dijeron entonces que nunca volvería a una línea de combate. En muchos momentos
de su penosa vuelta a puerto con aquel mal tiempo había pensado que se iba a ir a
pique como algunos de sus adversarios. Mientras lo observaba allá en el muelle, casi
había deseado que encontrara la paz en el fondo del mar. Con la guerra cada vez más
enconada y extendiéndose más, el Hyperion había sido convertido en un almacén de
provisiones. Desarbolado y con sus una vez ajetreadas cubiertas de baterías llenas de
barriles y cajas, había pasado a formar parte del arsenal.
Era el primer navío de línea que Bolitho había tenido a su mando. Entonces,
como ahora, en el fondo de su corazón seguía siendo un hombre de fragata, y la idea
de ser comandante de un dos cubiertas le había consternado. Pero en aquel entonces,
también estaba desesperado, aunque por diferentes razones. Acosado por la fiebre que
casi le había matado en los Mares del Sur, su puesto estaba en tierra, reclutando
hombres en el Nore, cuando la Revolución francesa había azotado el continente como
un fuego forestal. Podía acordarse de cuando se unió a su barco en Gibraltar como si
fuera ayer mismo. Ya entonces era un buque viejo y gastado y aun así le había
cautivado, como si de alguna manera se necesitasen el uno al otro.
Bolitho oyó el trinar de las pitadas y la gran salpicadura del ancla al caer de golpe
en aquellas aguas que tan bien conocía.
Su capitán de bandera vendría a verle enseguida para recibir órdenes. Por mucho
que lo intentara, Bolitho no podía ver al capitán de navío Edmund Haven como un
líder inspirador ni como su consejero personal.
Era un hombre anodino, impersonal, y mientras pensaba en él sabía que estaba
siendo injusto. Bolitho había llegado al barco sólo unos días antes de levar anclas
para su pasaje a las Indias. Y en los treinta siguientes, había permanecido casi
completamente aislado en sus propios aposentos, de manera que hasta Allday, su
patrón, estaba mostrando signos de preocupación.
Probablemente era por algo que Haven había dicho en su primer paseo por el
barco, el día antes de hacerse a la mar.
Haven había creído obviamente que era raro, y quizás excéntrico, que su
almirante quisiera ver otra cosa más allá de su cámara o de la toldilla, y menos aún
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mostrar interés por las cubiertas de baterías y el sollado.
La mirada de Bolitho se posó sobre los dos sables colgados en el mamparo. Su
propio y viejo sable y el regalado por el pueblo de Falmouth, tan resplandeciente.
¿Cómo iba Haven a entenderlo? No era culpa suya. Bolitho se había tomado su
aparente descontento con el mando de aquel barco como una afrenta personal. Le
había espetado:
—Puede que este barco sea viejo, comandante Haven, pero ¡navega más rápido
que muchos más nuevos! Chesapeake, las Saintes, Tolón y el golfo de Vizcaya, ¡sus
honores en combate se leen como una historia de la mismísima Marina!
Era injusto, pero Haven tendría que haberse informado mejor.
Cada metro de aquel paseo había sido un renacer constante de recuerdos. Sólo las
caras y las voces no encajaban. Pero el barco era el mismo. Tenía mástiles nuevos y
la mayor parte de su armamento había sido sustituido por artillería más pesada de la
que tenían cuando se enfrentaron a las andanadas del Tornade de Lequiller; la pintura
se veía reluciente y las costuras de la tablazón bien alquitranadas. Aunque nada de
eso podía cambiar a su Hyperion. Miró alrededor de la cámara, viéndola tal como era
antes. Y tenía treinta y dos años. Cuando fue construido en Deptford obtuvo las
mejores piezas de roble de Kent. La construcción naval de aquellos tiempos había
desaparecido para siempre, y ahora, a la mayor parte de los bosques se les había
extraído la mejor madera para cubrir las necesidades de la flota.
Resultaba irónico que el gran Tornade, siendo un barco nuevo, hubiese sido
convertido en buque prisión hacía unos cuatro años. Se tocó de nuevo su ojo
izquierdo y maldijo con rabia cuando pareció cernirse sobre su visión un velo
brumoso. Pensó en Haven y en los otros que servían en aquel viejo barco día y noche.
¿Sabían o se imaginaban que el hombre cuya insignia ondeaba en el tope del palo
trinquete estaba parcialmente ciego de su ojo izquierdo? Bolitho cerró los puños al
revivir aquel momento en que había caído a cubierta cegado por la arena de un balde
que la bala enemiga había hecho saltar por los aires.
Esperó a recobrar la compostura. No, Haven no parecía darse cuenta de nada que
estuviera más allá de sus deberes.
Bolitho tocó una de las sillas y se imaginó su buque insignia a todo lo largo y
todo lo ancho. Había mucho de él en aquel lugar. Su hermano había muerto en la
cubierta superior, había caído para salvar a su único hijo, Adam, aunque el chico
desconocía entonces que su padre estaba todavía vivo. Y su estimado Inch, que había
llegado a segundo comandante del Hyperion. Podía verle ahora, con su ansiosa
sonrisa en su cara de caballo. Ahora también él estaba muerto, como tantos otros de
los «pocos elegidos»[2].
Y Cheney había también caminado por aquellas cubiertas. Empujó la silla a un
lado y se fue malhumorado hasta los ventanales de popa abiertos.
—¿Me ha llamado, Sir Richard?
Era Ozzard, su criado con aspecto de topo. No sería para nada un barco sin él.
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Bolitho se volvió. Debía de haber pronunciado el nombre de ella en voz alta.
¿Cuántas veces…? ¿Y cuánto tiempo iba a sufrir de esa manera?
—L-lo siento, Ozzard —dijo. Pero no añadió nada más.
Ozzard se cogió las manos como garras sobre su delantal y miró el
resplandeciente fondeadero.
—Como en los viejos tiempos, Sir Richard.
—Sí. —Bolitho suspiró—. Mejor que nos pongamos a ello ¿eh?
Ozzard cogió la pesada casaca con sus brillantes charreteras. Bolitho oyó más
gorjeos de pitadas más allá del mamparo y el chirrido del aparejo al izar los botes
sobre la cubierta para arriarlos por el costado.
«Desembarco». En su día había sido una palabra mágica.
Ozzard se entretuvo con la casaca pero no bajó ninguno de los dos sables de su
sitio. Él y Allday eran muy buenos amigos aunque la mayoría de la gente los viese
como la noche y el día. Y Allday no permitiría a nadie abrochar el sable a Bolitho.
Como el viejo barco, pensó Bolitho, Allday estaba hecho del mejor roble inglés, y
cuando faltara nadie llenaría su hueco.
Se imaginó que Ozzard estaba abatido por el hecho de que él hubiera escogido el
dos cubiertas cuando podía haber elegido cualquiera de los buques de primera clase
disponibles. En el Almirantazgo le habían dado a entender discretamente que aunque
el Hyperion estaba listo para salir a la mar de nuevo, tras ser objeto de reparaciones y
carenados durante tres años, podía ser que nunca se recuperara de aquel último y
salvaje combate.
Curiosamente, había sido Nelson, el héroe al que Bolitho nunca había llegado a
conocer, quien había resuelto la cuestión. Alguien del Almirantazgo debía de haber
escrito al pequeño almirante contándole la solicitud de Bolitho. Nelson había enviado
su propio punto de vista en un despacho dirigido a sus señorías con su típica
brevedad.
«Den a Bolitho el barco que él quiera. Es un marino, no un hombre de tierra».
«Aquello debía de hacer gracia a nuestro Nel», pensó Bolitho. El Hyperion había
sido dejado de lado como casco desarbolado hasta su reasignación de destino sólo
unos meses atrás, y tenía treinta y dos años.
Nelson había izado su propia insignia en el Victory, un primera clase, pero se lo
había encontrado pudriéndose como buque prisión. A su extraña manera había sabido
que tenía que ser su buque insignia. Por lo que Bolitho podía recordar, el Victory era
ocho años más viejo que el Hyperion.
De algún modo, parecía correcto que los dos viejos barcos volvieran a vivir de
nuevo tras ser desechados sin pensarlo mucho después de todo lo que habían hecho.
La puerta del mamparo que daba al pasillo se abrió, y apareció en ella Daniel
Yovell, el secretario de Bolitho, quien se quedó mirándole con tristeza.
Bolitho se ablandó una vez más. No había sido fácil para ninguno de ellos a causa
de su mal humor y sus dudas. Incluso Yovell, de hombros caídos, regordete y tan
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minucioso en su trabajo, había tenido cuidado de mantener la distancia durante los
últimos treinta días en el mar.
—El comandante estará aquí en breve, Sir Richard.
Bolitho metió sus brazos en la casaca y movió los hombros para conseguir la
postura más cómoda sin que su columna vertebral le picara por el sudor.
—¿Dónde está mi ayudante? —preguntó de repente Bolitho sonriendo. Tener un
ayudante oficial había sido también difícil de aceptar al principio. Ahora, tras los dos
ayudantes anteriores, le resultaba fácil afrontarlo.
—Esperando la lancha. Enseguida que esté lista —los gruesos hombros se
elevaron alegremente— irá usted a conocer a los dignatarios locales. —Se había
tomado la sonrisa de Bolitho como una vuelta a la normalidad. La mente ingenua de
Yovell necesitaba que todas las cosas fueran como siempre.
Bolitho permitió que Ozzard se pusiera de puntillas para arreglarle el pañuelo de
cuello. Durante años, había dependido de la palabra del almirante o de su oficial
superior presente donde quisiera que estuvieran.
Todavía le resultaba difícil creer que esta vez no había un cerebro superior al que
preguntar o contentar. Él era el oficial superior. Por supuesto, al final prevalecían las
reglas navales no escritas. Si actuaba correctamente, otros se llevarían el mérito. Si se
equivocaba, cargaría con las culpas.
Bolitho se miró al espejo e hizo una mueca. Su cabello era todavía negro, aparte
de algunas desagradables canas en el rebelde mechón de pelo que cubría la vieja
cicatriz. Las arrugas de las comisuras de sus labios eran más profundas, y su reflejo le
recordó el retrato de su hermano mayor, Hugh, que estaba colgado en Falmouth,
como tantos de aquellos retratos de los Bolitho de la gran casa de piedra gris. Refrenó
su súbita desesperación. Ahora, aparte de su leal mayordomo Ferguson y los criados,
estaba vacía.
Estoy aquí. Es lo que quería. Lanzó otra mirada alrededor de la cámara. El
Hyperion. Casi nos morimos juntos.
Yovell se apartó a un lado, con su cara roja como una manzana llena de cautela.
—El comandante, Sir Richard.
Haven entró con su sombrero bajo el brazo.
—El barco está fondeado, señor.
Bolitho asintió. Le había dicho a Haven que no se dirigiera a él por su título a
menos que la ceremonia dictara lo contrario. La separación entre ambos era ya
bastante grande.
—Ahora subo. —Una sombra entró por la puerta y Bolitho percibió una levísima
expresión de fastidio en el rostro de Haven. Eso era mejor que su acostumbrada total
compostura, pensó Bolitho.
Allday pasó junto al comandante del insignia.
—La lancha está al costado, Sir Richard. —Se fue hasta los sables del mamparo y
echó un vistazo a las dos armas pensativo—. ¿Cuál es el apropiado para hoy?
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Bolitho sonrió. Allday tenía sus propios problemas, pero se los guardaría para sí
mismo hasta que estuviera preparado para contárselos. ¿Su patrón? Un amigo de
verdad era describirlo mejor. A Haven le hacía torcer el gesto ver como un hombre de
cargo tan modesto podía entrar y salir con total libertad de la cámara.
Allday se encorvó para abrocharle el viejo sable a Bolitho en su cinturón. La
vaina de cuero había sido reconstruida varias veces, pero la deslustrada empuñadura
seguía siendo la misma, y la magnífica y anticuada hoja estaba tan afilada como
siempre.
Bolitho dio unos toques al sable a la altura de su cadera.
—Otro buen amigo. —Sus miradas se encontraron. Era algo casi palpable, pensó
Bolitho. Toda la influencia que implicaba su rango no era nada comparada con su
fuerte vínculo.
Haven era de complexión mediana, algo bajo y fornido, pelirrojo y con rizos.
Tenía poco más de treinta años y el aspecto de un abogado formal o un comerciante
de la ciudad, y su expresión en aquellos momentos era de sosegada expectación sin
dejar traslucir nada. Bolitho había visitado su cámara en una ocasión y le había
preguntado por un pequeño retrato de una preciosa chica con cabello ondulado y
rodeada de flores.
—Es mi esposa —había contestado Haven. Su tono había denotado que no iba a
decir nada más de ella, ni siquiera a su almirante. Un ser extraño, pensó Bolitho; pero
el barco lo llevaba bien, aunque con tantos marineros nuevos y con un exceso de
hombres de tierra adentro, daba la impresión de que su segundo tenía que llevarse
buena parte del mérito por ello.
Bolitho salió con grandes pasos por la puerta, pasó junto al rígido centinela de
infantería de marina y subió al deslumbrante alcázar. Era extraño ver la rueda
amarrada en la posición de timón a la vía y abandonada. Todos los días, Bolitho había
hecho sus paseos solitarios en la banda de barlovento del alcázar o la toldilla, había
observado detenidamente al pequeño convoy y la fragata, mientras sus pies le
llevaban arriba y abajo por la gastada tablazón, evitando los aparejos de los cañones y
las argollas de manera inconsciente.
Las miradas que le seguían al pasar eran rápidamente apartadas de su persona si
él miraba hacia allí de donde venían. Era algo que aceptaba. Sabía que aquello nunca
llegaría a agradarle.
Ahora el barco estaba en reposo; se descolchaban cabos y los oficiales de mar se
movían vigilantes entre los marineros de torso desnudo para asegurarse de que el
barco, que ya no era un buque de guerra ordinario sino el buque insignia de un
almirante, estuviera tan ordenado como se esperaba de él.
Bolitho miró a la arboladura, hacia el entramado de obenques y aparejo, las velas
fuertemente aferradas y las figuras acortadas trabajando afanosamente lejos de
cubierta para cerciorarse de que también todo estuviera bien amarrado allí.
Algunos de los oficiales se apartaron cuando se fue hasta la barandilla del alcázar
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para mirar abajo, hacia la fila de baterías de dieciocho libras que habían sustituido a
las originales baterías de doce libras.
Entre las afanosas figuras flotaban rostros, como fantasmas. Penetraron ruidos
entre los gritos de las órdenes y el repiqueteo del aparejo. Las cubiertas destrozadas
por los disparos, como arrancadas por garras gigantes. Los hombres cayendo y
muriendo, pidiendo ayuda cuando no había ninguna posible. Su sobrino Adam,
entonces con catorce años, pálido aunque absolutamente decidido mientras los barcos
en combate se daban su último abrazo, del cual no había escapatoria para ninguno de
los dos.
—El bote de ronda está al costado —dijo Haven.
Bolitho señaló detrás del capitán de bandera.
—No ha aparejado mangueras de ventilación, comandante.
¿Por qué no podía llamar a Haven por su apellido? «¿Qué me está pasando?».
Haven se encogió de hombros.
—No quedan bien vistos desde tierra, señor.
Bolitho le miró.
—Dan algo de aire a la gente de las cubiertas de baterías. Haga aparejarlas.
Trató de contener su enojo consigo mismo y con Haven por no haber pensado en
el horno que debía de ser una cubierta de baterías abarrotada de hombres. El
Hyperion tenía ciento ochenta pies de eslora en su cubierta de baterías y llevaba una
dotación total de unos seiscientos hombres entre oficiales, marineros e infantes de
marina. Con aquel calor debía de parecerles que eran el doble de gente.
Vio a Haven espetando sus órdenes a su segundo, y a este último mirarle a él
como para ver por sí mismo el origen de la orden de aparejar mangueras de
ventilación.
El segundo comandante era otro bicho raro, había decidido Bolitho. Pasaba de los
treinta años, era mayor para el rango de teniente de navío y había estado al mando de
un bergantín. El cargo no había tenido continuidad al ser desarmado el barco y él
había vuelto a su anterior puesto. Era alto y, a diferencia de su comandante, un
hombre que exteriorizaba excitación y entusiasmo. Extrañamente apuesto, su buen
aspecto y su tez morena recordaban a Bolitho un rostro del pasado, pero no podía
acordarse de quién. Tenía una sonrisa fácil y era evidentemente popular entre sus
subordinados, la clase de oficial al que los guardiamarinas deseaban emular.
Bolitho miró hacia proa, debajo del beque delicadamente curvado donde podía
ver los anchos hombros del mascarón de proa. Era lo que siempre había recordado
más tras dejar el barco en Plymouth. El Hyperion estaba tan destrozado y tan dañado
que le había resultado difícil imaginárselo cómo era en su día. Pero el mascarón de
proa contaba otra historia.
Bajo la pintura dorada puede que hubiera cicatrices, pero los penetrantes ojos
azules que miraban fijamente adelante desde debajo de la corona de un sol naciente
eran tan arrogantes como siempre. Un musculoso brazo extendido apuntaba su
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tridente hacia el horizonte. Incluso visto desde popa, Bolitho recobraba fuerzas con la
familiar visión del mismo. Hyperion, uno de los titanes, se había salvado de la
humillación de verse denigrado y convertido en buque desarbolado.
Allday le miró con atención. Había visto la mirada y supuso lo que significaba.
Bolitho estaba molesto. Allday no estaba aún seguro de si estaba de acuerdo con él o
no. Pero quería a Bolitho como a nadie y moriría por él sin dudarlo.
—La lancha está lista, Sir Richard —dijo. Quería añadir que esta no tenía una
gran dotación. Todavía.
Bolitho caminó despacio hasta el portalón de entrada y miró abajo, hacia el bote
que estaba al costado. Jenour, su nuevo ayudante, estaba ya a bordo; y también
Yovell, con una cartera de documentos sobre sus gruesas rodillas. Uno de los
guardiamarinas estaba de pie más tieso que una escoba en la cámara del bote. Bolitho
refrenó su impulso de escudriñar sus rasgos juveniles. Todo era parte del pasado. No
conocía a nadie en aquel barco.
De pronto, miró a su alrededor y vio a los pífanos humedeciendo las bocas de sus
instrumentos en sus labios y a los infantes de marina con sus mosquetes preparados
para acompañar con su saludo su partida.
Allí estaban Haven y su segundo, todos los otros rostros anónimos, los azules y
blancos de los oficiales, el rojo escarlata de los infantes de marina y los cuerpos
bronceados de los marineros que miraban.
Deseaba decirles «¡soy vuestro almirante, pero el Hyperion es todavía “mi”
barco!».
Oyó a Allday saltar a la lancha y supo que estaría atento, listo para cogerle si su
ojo le fallaba y perdía el equilibrio. Bolitho alzó su sombrero y al instante los pífanos
y tambores empezaron un vivo crescendo, y la guardia de infantería de marina
presentó armas cuando el sable de su mayor lanzó un destello en su movimiento de
saludo.
Sonaron pitos y Bolitho bajó por el costado y saltó a la lancha.
Su última mirada hacia Haven le provocó sorpresa. La mirada del comandante era
fría, hostil. Valía la pena recordarlo.
El bote de ronda se movía lentamente esperando para conducir a la lancha a
través de los buques fondeados y las embarcaciones portuarias.
Bolitho se protegió los ojos del sol y miró detenidamente a tierra.
Era otro reto. Pero en aquel momento habría preferido eludirlo.
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II
LA RECEPCIÓN
John Allday entrecerró los ojos bajo el ala de su sombrero y observó como la
corriente de la costa apartaba momentáneamente de su rumbo al bote de ronda.
Movió con cuidado la caña y la lancha verde recién pintada siguió al otro bote sin
interrupción alguna de la boga. La reputación de Allday como patrón personal del
vicealmirante le precedía.
Miró a la dotación de la lancha sin que su mirada revelara nada. El bote había
sido transbordado desde su último barco, el Argonaute, la presa gabacha, pero
Bolitho había dicho que dejaba en manos de su patrón la formación de una nueva
dotación para él mismo con los hombres del Hyperion. Aquello era extraño, había
pensado en su momento. Cualquiera de los marineros de la vieja dotación se habría
ofrecido voluntario para pasar al Hyperion, puesto que, les gustara o no, igualmente
les habrían enviado de nuevo al mar sin tener la oportunidad de visitar a sus seres
queridos. Dejó caer su mirada sobre las figuras que estaban sentadas en la cámara del
bote. Yovell, que había ascendido de categoría, y a su lado, el nuevo ayudante del
almirante. El joven oficial parecía bastante agradable, pero no venía de una familia de
marinos. La mayor parte de los que aprovechaban la oportunidad de aquel agotador
puesto lo veían como una manera segura para conseguir el ascenso. Aunque eso era
en los viejos tiempos, decidió Allday. En un barco en el que hasta las ratas eran
extrañas, era mejor no hacer juicios precipitados.
Su mirada se posó sobre la ancha espalda de Bolitho, y trató de controlar la
aprensión que le acompañaba desde su vuelta a Falmouth. Tenía que haber sido una
vuelta a casa magnífica a pesar del dolor y los estragos del combate. Incluso la lesión
en el ojo izquierdo de Bolitho había parecido menos terrible cuando se comparaba
con lo que habían afrontado y superado juntos. Hacía más o menos un año. A bordo
del pequeño cúter Supreme. Allday podía recordar cada uno de los días posteriores,
viendo la dolorosa recuperación y la enorme fuerza del hombre al que servía y quería,
en su lucha por ganar aquella batalla adicional, por ocultar su desesperación y
mantener intacta la confianza de los hombres que lideraba. Bolitho nunca dejaba de
sorprenderle a pesar de que llevaban juntos más de veinte años. No parecía posible
que quedaran aún más sorpresas.
Habían ido a casa caminando desde el puerto de Falmouth y se habían detenido
en aquella iglesia que tan importante había llegado a ser para la familia Bolitho.
Varias generaciones de ellos eran recordadas allí, nacimientos y matrimonios,
victorias en la mar y también muertes violentas.
Allday se había quedado junto a las grandes puertas de la silenciosa iglesia en
aquel día de verano y había oído con tristeza y asombro como Bolitho pronunciaba su
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nombre. Cheney. Sólo su nombre; y sin embargo aquello le había dicho mucho.
Allday aún creía entonces que cuando llegaran a la vieja casa de piedra gris bajo el
castillo de Pendennis, todo volvería a ser normal. La encantadora Lady Belinda,
quien se parecía tanto físicamente a la fallecida Cheney, de alguna manera lo iba a
arreglar, consolaría a Bolitho cuando se diera cuenta del alcance de su lesión. Puede
que sanara el dolor de su mente, del cual nunca hablaba pero que Allday percibía. ¿Y
si el otro ojo sufriera una lesión en combate? Era el temor de tantos y tantos marinos
y soldados. Quedarse inútil. Una carga. Ferguson, el mayordomo de la propiedad que
había perdido un brazo en las Saintes, algo que parecía ya muy lejano en el tiempo,
su esposa Grace, de sonrosadas mejillas y ama de llaves de la casa, y todos los demás
criados habían estado esperándoles para recibirles. Risas, alegría y también muchas
lágrimas. Pero Belinda y su hija Elizabeth no habían estado allí. Ferguson dijo que
había enviado una carta para explicar su ausencia. Todo el mundo sabía que era algo
muy común para un marino que volvía a casa el encontrar que su familia desconocía
su paradero, pero aquello no podía haber ocurrido en peor momento ni haber afectado
tanto a Bolitho.
Ni siquiera su joven sobrino Adam, que ahora tenía el mando del bergantín
Firefly, había sido capaz de consolarle. Había recibido órdenes de aprovisionarse y
hacer aguada en Falmouth.
Pero el Hyperion era algo muy real de lo que tenía que ocuparse. Allday fulminó
con la mirada al primer bogador cuando la pala de su remo hendió mal el agua y
levantó espuma por encima de la regala. Maldita dotación. Aprenderían bien poco si
tenía que enseñarles a cada uno por separado.
El viejo Hyperion no era un extraño, pero su gente sí. ¿Era eso lo que quería
Bolitho? ¿O lo que necesitaba? Allday todavía no lo sabía.
Si Keen hubiera sido el capitán de bandera… Su semblante se relajó. O incluso el
pobre Inch. Las cosas parecerían menos extrañas así.
El comandante Haven era un tipo seco; hasta su propio patrón, un valioso galés
llamado Evans, le había confiado tras unos tragos que su amo y señor carecía de
sentido del humor y era muy distante.
Allday miró de nuevo los hombros de Bolitho. Qué diferente a su relación. Barco
tras barco, en distintos mares, pero normalmente con el mismo enemigo. Y Bolitho
siempre le había tratado como un amigo, «uno de la familia», tal como lo había
expresado en una ocasión. Lo había dicho de forma espontánea, aunque Allday había
guardado el comentario como un tesoro.
Era gracioso si se pensaba en ello. Algunos de sus antiguos compañeros de
rancho podrían haberse burlado incluso de él si no hubiese sido por el gran respeto
que infundían sus puños. Puesto que Allday, al igual que el manco Ferguson, había
sido apresado por la patrulla de leva y puesto a la fuerza al servicio del rey en el
barco de Bolitho, la fragata Phalarope, lo que era un mal ingrediente para la amistad.
Allday había permanecido junto a Bolitho siempre desde la Batalla de las Saintes, en
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la que su patrón había muerto.
Allday había sido marino toda su vida, exceptuando un corto periodo de tiempo
en tierra en que había sido pastor. Sabía poco de sus orígenes y su educación, así
como del paradero exacto de su casa. Ahora, a medida que se iba haciendo mayor,
aquello le atribulaba de vez en cuando.
Observó el cabello de Bolitho, con su coleta en la nuca que sobresalía bajo su
mejor sombrero bordado en oro. Era negro azabache y contribuía a darle un aspecto
juvenil; a veces, había sido tomado por hermano del joven Adam. Por lo que Allday
sabía de sí mismo, tenía su misma edad, cuarenta y siete años, pero mientras él había
engordado y su tupido cabello castaño tenía ya canas, Bolitho parecía no cambiar.
En tiempos de paz, podía ser reservado y serio. Pero Allday conocía todas sus
caras. Era un tigre en el combate; un hombre que se conmovía casi hasta el llanto y la
desesperación al ver el caos y el dolor tras un combate en el mar.
El bote de ronda estaba virando otra vez para pasar bajo el afilado botalón de una
magnífica goleta. Allday movió la caña y contuvo la respiración cuando sintió una
punzada de dolor en la herida de su pecho. Aquello tampoco se apartaba casi nunca
de su mente. La hoja española que había salido de la nada. Bolitho de pie delante para
protegerle y arrojando su sable para rendirse y así salvarle la vida.
La herida le molestaba, y a menudo le costaba erguir los hombros sin que el dolor
le atravesara el pecho como un cruel recordatorio.
Bolitho le había sugerido más de una vez que se quedara en tierra, aunque fuera
sólo durante un tiempo. Ya no le proponía la posibilidad de dejar para siempre la
Marina a la que tan bien había servido; sabía que eso le causaría a Allday un dolor
más profundo que el de su herida.
La lancha apuntó su proa hacia el embarcadero más cercano y Allday vio cómo
los dedos de Bolitho se asían con más fuerza a la vaina de su viejo sable entre sus
rodillas. Habían luchado en tantos combates que a menudo se maravillaban de haber
sobrevivido una vez más cuando tantos otros habían caído.
—¡Proa! —Observó con mirada crítica cómo el proel desarmaba su remo y se
levantaba con un bichero preparado para agarrar las cadenas del embarcadero. Tenían
bastante buena pinta, admitió Allday, con sus sombreros embreados y sus camisas
limpias a rayas. Pero se necesitaba algo más que apariencias para que un barco
navegara.
El propio Allday tenía muy buena planta, aunque apenas era consciente de ello. Y
solía tener éxito cuando le echaba el ojo encima a alguna chica, cosa que ocurría más
a menudo de lo que él admitía. Con su magnífica casaca azul, los especiales botones
dorados que Bolitho le había regalado y sus calzones de algodón de nanquín, parecía
de pies a cabeza el Corazón de Roble tan popular en teatro y en las actuaciones de los
parques.
El bote de ronda se apartó y el oficial al mando se levantó para quitarse el
sombrero mientras sus remeros levantaban sus remos como saludo.
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Con un sobresalto, Allday se dio cuenta de que Bolitho se había vuelto para
mirarle, con la mano encima de un ojo para evitar el resplandor. No le dijo nada, pero
había un mensaje en su mirada, como si lo hubiera gritado bien alto. Como una
súplica; algo que excluía a todos los demás durante aquellos pocos segundos.
Allday era un hombre sencillo, pero se acordó de la mirada hasta mucho después
de que Bolitho bajara de la lancha. Le preocupaba y le conmovía a la vez. Como si
hubieran compartido algo muy valioso.
Vio que algunos de los remeros le miraban y bramó:
—¡He visto como echaban de un burdel a marineros más elegantes que vosotros,
pero por Dios que lo haréis mejor la próxima vez! ¡Y sé lo que me digo!
Jenour bajó a tierra y sonrió cuando el solitario guardiamarina se sonrojó ante el
repentino exabrupto del patrón. El ayudante llevaba con Bolitho poco más de un mes,
pero ya estaba empezando a ver muestras del carisma poco común del hombre al que
servía, su héroe desde que era como aquel cohibido guardiamarina. La voz de Bolitho
ahuyentó sus pensamientos.
—Vamos, señor Jenour. La lancha puede esperar; los asuntos de la guerra, no.
Jenour disimuló una sonrisa.
—Sí, Sir Richard. —Pensó en su familia, que estaba en Hampshire, y en cómo
habían movido sus cabezas de un lado a otro cuando les dijo que un día quería ser el
ayudante de Bolitho.
Bolitho había captado la sonrisa y notó como le volvía su sensación de pérdida.
Sabía cómo se sentía el joven teniente de navío, como se había sentido él mismo en
su día. En el particular mundo de la Marina uno buscaba y se agarraba a los amigos
con todas sus fuerzas. Cuando caía alguno, uno perdía algo con ellos. El hecho de
sobrevivir no ahorraba el dolor de su muerte; nunca.
Se detuvo bruscamente en las escaleras del embarcadero y pensó en el segundo
comandante del Hyperion. Aquellas facciones bien parecidas, aquella tez tan
oscura… Claro. Era a Keverne a quien le recordaba su capitán de bandera. Eran muy
parecidos. Charles Keverne, en su día segundo suyo en el Euryalus y que había
muerto en Copenhague como comandante de su propio barco.
—¿Está usted bien, Sir Richard?
—«¡Maldita sea, sí!». —Bolitho se volvió en redondo al instante y le tocó el puño
de la manga—. Perdóneme. El rango brinda muchos privilegios. Ser maleducado no
es uno de ellos.
Subió la escalera mientras Jenour le miraba fijamente desde atrás.
Yovell suspiró por el esfuerzo de subir los elevados escalones de piedra. El pobre
oficial tenía mucho que aprender. Esperaba que tuviera tiempo para hacerlo.
* * *
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La alargada sala parecía increíblemente fresca después de sufrir el calor que hacía
más allá de las ventanas en sombra.
Bolitho estaba sentado en una silla de respaldo recto bebiendo de una copa de
vino blanco fresco, y se sorprendió de que algo pudiera mantenerse tan frío. Jenour y
Yovell estaban sentados a una mesa separada llena de carpetas y pliegos de señales e
informes. Era extraño pensar que había sido en una parte más austera de aquel mismo
edificio donde Bolitho había esperado inquieto la noticia de la obtención del primer
barco bajo su mando.
El vino era bueno y era muy claro. Se dio cuenta de que su copa estaba ya siendo
rellenada por un sirviente negro y pensó que tenía que ser cauto. Bolitho disfrutaba
del vino pero no le había costado nada evitar el típico problema de la Marina de beber
en exceso. Eso podía muchas veces llevar a la deshonra de un consejo de guerra.
Le resultaba muy fácil verse en aquellos primeros días negros en Falmouth,
cuando había vuelto allá esperando… ¿Esperando qué? ¿Cómo podía aducir sentir
consternación y amargura cuando en verdad su corazón se había quedado en la iglesia
con Cheney?
Qué silenciosa había estado la casa mientras se movía inquieto entre la oscuridad
con un candelabro en una mano que iluminaba juguetonamente aquellos retratos con
semblantes serios que había visto desde que tenía la edad de Elizabeth.
Se había despertado con la frente apoyada en la mesa en medio de charcos de
vino vertido, con la boca pastosa y la mente asqueada. Se había quedado mirando
fijamente las botellas vacías, pero ni siquiera podía acordarse de haberlas sacado de
la bodega. El servicio debía de saberlo, y cuando Ferguson había entrado se había
dado cuenta de que llevaba la misma ropa que el día anterior y que debía de haber
estado rondando cerca buscando una manera de ayudarle. Bolitho había tenido que
sonsacarle la verdad a Allday, puesto que no recordaba haberle ordenado que saliera
de la casa y que le dejara solo con su suplicio. Sospechaba que había dicho cosas
mucho más graves; finalmente había sabido que Allday también se había pasado la
noche bebiendo en la posada, donde la hija del dueño siempre le había estado
esperando.
Levantó la mirada y se dio cuenta de que el otro oficial estaba hablándole.
El comodoro Aubrey Glassport, comandante del arsenal de Antigua, y hasta que
el Hyperion fondeó, el oficial de Marina de mayor rango de la isla, estaba
explicándole el paradero y la distribución de las patrullas de la zona.
—Con una zona tan extensa, Sir Richard, nos resulta difícil dar caza y detener los
barcos que rompen el bloqueo u otros sospechosos. Los franceses y sus aliados
españoles, por otra parte…
Bolitho cogió una carta marina. La vieja historia de siempre. Sin suficientes
fragatas y con los navíos de línea enviados a otra parte para reforzar las flotas del
canal de la Mancha y del Mediterráneo.
Durante más de una hora había examinado los diferentes informes, el resultado de
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los cuales tenía que confrontarse a los días y semanas de patrulla de las incontables
islas y ensenadas. De vez en cuando, un comandante osado arriesgaba su vida y sus
extremidades para entrar en un fondeadero enemigo y llevarse una presa o llevar a
cabo un rápido bombardeo. Era una lectura interesante. Contribuía poco a inutilizar a
aquel enemigo superior. Apretó los labios. Superior sólo en número.
Glassport interpretó su silencio como aprobación y siguió divagando. Era un
hombre tranquilo, rechoncho, con escaso pelo y de cara redonda que denotaba estar
más ocupado en vivir bien que en luchar contra los elementos o los franceses.
Tenía que haberse retirado hacía mucho tiempo, según había oído Bolitho, pero
tenía una buena relación con el arsenal, por lo que le habían mantenido en el puesto.
A juzgar por su bodega, evidentemente sus buenas relaciones alcanzaban también a
los oficiales de avituallamiento.
Glassport decía:
—Estoy perfectamente al corriente de sus éxitos, Sir Richard, y soy consciente de
lo que me honra al visitar usted la isla. Tengo entendido que cuando estuvo usted por
primera vez aquí, los norteamericanos luchaban también contra nosotros, y había
muchos corsarios además de la flota francesa.
—El hecho de que ya no estemos en guerra con Estados Unidos no excluye
necesariamente la amenaza de que se involucre ni el peligro creciente que representan
su entrega de provisiones y barcos al enemigo. —Dejó la carta náutica—. En las
próximas semanas quiero que se establezca contacto con cada una de las patrullas.
¿Tiene usted en este momento algún bergantín correo aquí? —Observó la súbita
sorpresa y la expresión vacilante del hombre. Su tranquila y cómoda existencia se
había acabado—. Quiero ver a cada uno de los comandantes personalmente. ¿Puede
arreglarlo?
—Bueno, ehh, ejem… Sí, Sir Richard.
—Bien. —Cogió su copa y se fijó en el sol que se concentraba en el pie de ésta.
Se hizo un silencio y notó la mirada expectante de Yovell y la curiosidad de Jenour. Y
añadió—: Me dijeron que el inspector general de Su Majestad está aún en las Indias,
¿no es así?
Glassport musitó algo desconsolado:
—Mi ayudante sabe exactamente…
Bolitho se puso tenso cuando la forma de la copa se le hizo borrosa. Como una
cortina vaporosa. Esta vez le había venido más rápido, ¿o acaso le estaba
preocupando aquello tanto que se imaginaba aquel deterioro?
Exclamó:
—Es una pregunta bastante simple, diría yo. ¿Está o no está?
Bolitho bajó la mirada hacia la mano que tenía en el regazo y pensó que debía de
estar temblándole. Remordimiento, ira; no era ninguna de las dos cosas. Como en el
embarcadero, cuando había estallado con Jenour.
Dijo con más calma:
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—Ha estado por aquí varios meses, ¿no es así? —Levantó la vista,
desesperándose ante la idea de que su ojo pudiera empañársele del todo una vez más.
Glassport respondió:
—El vizconde de Somervell está aquí, en Antigua. —Y añadió a la defensiva—:
Confío en que el vizconde haya sacado conclusiones satisfactorias.
Bolitho no dijo nada. El inspector general debía de ser una carga más para la ya
dificultosa guerra. Parecía absurdo que alguien con un cargo tan altisonante tuviera
que estar ocupado en un viaje de inspección por las Indias Occidentales cuando
Inglaterra, resistiendo sola ante Francia y las flotas españolas, estaba esperando a
diario una invasión.
Las órdenes que el Almirantazgo había dado a Bolitho dejaban claro que tenía
que verse con el vizconde de Somervell sin dilación, aunque ello implicara tener que
salir inmediatamente hacia otra isla, incluso hacia Jamaica.
Pero estaba allí. Eso era algo.
Bolitho se sentía cansado. Había ido a ver a la mayoría de oficiales y funcionarios
del arsenal, había inspeccionado dos cúters que estaban siendo armados para el
servicio naval y había recorrido las baterías del lugar, con Jenour y Yovell,
encontrando dificultades para mantener su paso.
Sonrió con expresión irónica. Ahora estaba pagando por ello.
Glassport observó cómo bebía de su copa antes de decir:
—Esta noche hay una pequeña recepción en su honor, Sir Richard. —Pareció
titubear cuando los ojos grises de Bolitho le miraron de nuevo—. Sin duda no estará a
la altura de la ocasión, pero sólo la hemos podido preparar después de avistar su, ehh,
buque insignia.
Bolitho percibió la vacilación. Uno más que dudaba de lo acertado de la elección
de aquel barco.
Glassport debía de temerse una posible negativa y añadió rápidamente:
—El vizconde de Somervell está deseando conocerle.
—Entiendo. —Lanzó una mirada hacia Jenour—. Informe al comandante. —
Cuando el oficial hizo ademán de levantarse para salir de la sala, Bolitho dijo—: Que
lleve el mensaje mi patrón. A usted le necesito conmigo.
Jenour se quedó mirándole y asintió. Hoy estaba aprendiendo mucho.
Bolitho esperó a que Yovell le trajera a la mesa la siguiente pila de documentos.
Qué distinto del mando de un buque y de los asuntos de su funcionamiento diario.
Cada barco era como un pequeño pueblo, incluso como una familia. Se preguntó
cómo se las arreglaría Adam con su nuevo barco. La única explicación que encontró a
su pensamiento fue la envidia. Adam era exactamente como él había sido en su día.
Más insensato quizás, pero con la misma actitud de falta de confianza en sus
superiores.
Glassport le observaba mientras hojeaba los papeles con Yovell encorvado
atentamente sobre su hombro derecho.
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Así que aquel era el hombre que había tras la leyenda. Otro Nelson, decían
algunos. Aunque era bien sabido que Nelson no era muy popular en las altas
instancias. Era el hombre adecuado para mandar una flota. Necesario, pero ¿y
después? Escrutó la cabeza agachada de Bolitho y el mechón suelto sobre su ojo. Un
rostro serio y con sensibilidad, pensó, difícil de imaginar en los combates sobre los
que había leído. Sabía que Bolitho había sido malherido varias veces y que casi había
muerto por la fiebre, aunque no sabía demasiado sobre aquello.
Caballero de la Orden de Bath, de una destacada y antigua familia de marinos, era
considerado un héroe por el pueblo de Inglaterra. Todo lo que Glassport le gustaría
ser y tener.
Así pues, ¿por qué había venido a Antigua? Había pocas o nulas perspectivas de
una acción naval, y suponiendo que pudieran obtener refuerzos para las diferentes
flotillas, y un reemplazo para… Se encogió cuando Bolitho hizo alusión a aquel
punto concreto, como si lo hubiera leído en su mente con aquellos persuasivos ojos
grises.
—¿Los Dons[3] tomaron la fragata Consort? —Sonó como una acusación.
—Hace dos meses, Sir Richard. Encalló bajo el fuego enemigo. Una de mis
goletas pudo recoger a la mayor parte de su dotación antes de que el enemigo se les
echara encima. La goleta hizo un buen trabajo, pensaba que…
—¿Y el comandante de la Consort?
—Está en St. John’s, Sir Richard. Está esperando el oportuno consejo de guerra.
—Claro. —Bolitho se puso en pie y se dio la vuelta al entrar Jenour en la sala—.
Nos vamos a St. John’s.
Jenour tragó saliva.
—Si hay algún carruaje, Sir Richard… —Miró a Glassport como esperando
alguna indicación.
Bolitho cogió su sable.
—Dos caballos, amigo mío. —Trató de disimular su repentina excitación. ¿O
estaba simplemente buscando algo para deshacerse de su otra preocupación?—. Es
usted de Hampshire, ¿no es cierto?
Jenour asintió.
—Sí. Es decir…
—Decidido, pues. Necesito inmediatamente dos caballos.
Glassport les miró a los dos.
—Pero ¿y la recepción, Sir Richard? —Parecía horrorizado.
—Esto me abrirá el apetito —dijo Bolitho sonriendo—. Volveré. —Pensó en la
paciencia de Allday, en Ozzard y en los demás—. Volveré inmediatamente.
* * *
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Bolitho se miró de cerca en un ornamentado espejo de una pared y entonces se
apartó el mechón de pelo suelto de la frente. En el espejo pudo ver a Allday y a
Ozzard mirándole inquietos y a su nuevo ayudante Stephen Jenour frotándose la
cadera tras su cabalgada de ida y vuelta a St. John’s.
Habían pasado calor y tragado mucho polvo, pero había sido inesperadamente
estimulante. Y casi había valido la pena sólo por ver las expresiones de los
transeúntes mientras pasaban al galope bajo el sol brumoso.
Ahora estaba oscuro, ya que anochecía rápido en las islas, y Bolitho se miró
detenidamente mientras oía el sonido de unos violines y el murmullo apagado de
voces proveniente del gran salón donde tenía lugar la recepción.
Ozzard le había traído medias limpias del barco, mientras que Allday había
recogido el magnífico sable regalado por Falmouth para sustituir al otro más viejo
que había estado llevando.
Bolitho suspiró. La mayor parte de las velas estaban protegidas por cristales altos
para que los fuertes vientos no las apagaran, por lo que la luz no era muy intensa. Eso
podría disimular las arrugas de su camisa y la mancha dejada por la silla en sus
calzones. No había tenido tiempo de pasar por el Hyperion. «Malditos Glassport y su
recepción». Bolitho habría preferido con diferencia haberse quedado en su cámara
repasando y analizando todo lo que le había contado el comandante de la fragata.
El capitán de fragata Matthew Price era joven para estar al mando de un buque
tan magnífico. La Consort, de treinta y seis cañones, estaba atravesando por una zona
de bajos cuando había recibido disparos desde una batería de costa. Cuando encalló
estaba desafortunadamente muy cerca de tierra. Era tal como Glassport lo había
descrito. Una goleta se había llevado a gran parte de la dotación de la Consort, pero
se había visto forzada a huir sin acabar su tarea cuando entraron en escena unos
buques de guerra españoles.
El comandante Price era tan joven que ni siquiera llevaba tres años en el cargo, y
si un consejo de guerra dictaba sentencia en su contra, lo que era más que probable,
lo perdería todo. En el mejor de los casos podría volver al rango de teniente de navío.
En el peor… Era mejor no pensar en ello.
Mientras pasaba las horas sentado en la pequeña casa del gobierno a la espera de
la citación del consejo de guerra, Price había tenido muchas cosas sobre las que
reflexionar. Y una de ellas era que puede que hubiera sido mejor para él si le hubieran
cogido prisionero o hubiera muerto en combate, puesto que su barco había sido
desencallado y formaba parte de la flota de Su Muy Católica Majestad en La Guaira,
en el dominio continental español. Las fragatas valían su tonelaje en oro y la Marina
estaba siempre desesperadamente necesitada de ellas. Cuando Bolitho estaba en el
Mediterráneo, sólo había seis fragatas disponibles entre Gibraltar y el Levante. El
presidente del consejo de guerra de Price no podría ignorar ese hecho en sus
consideraciones.
En cierto momento de desesperación, el joven capitán de fragata había
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preguntado a Bolitho cuál creía él que sería el resultado final.
Bolitho le había dicho que esperara a que su sable apuntara hacia él en la mesa.
Arriesgar el barco era una cosa y perderlo a manos de un odiado enemigo otra
completamente distinta.
No tenía sentido prometer a Price que él podía hacer algo para influir en las
conclusiones del tribunal. Price había corrido un gran riesgo para descubrir las
intenciones de los españoles. Confrontada con lo que Bolitho ya sabía, su
información podía ser valiosa. Pero eso no ayudaría ahora al comandante de la
Consort.
—Supongo que ya es hora de entrar —dijo Bolitho mirando hacia un gran reloj. Y
añadió—: ¿Están todavía presentes nuestros oficiales?
Jenour asintió, y entonces hizo una mueca ante el dolor que recorría sus muslos y
sus nalgas. Bolitho era un soberbio jinete, pero también él lo era, o al menos eso
había creído. La pequeña broma de Bolitho sobre los excelentes jinetes que eran las
gentes de Hampshire había actuado como acicate, pero Jenour en ningún momento
había sido capaz de mantener su ritmo.
—El segundo comandante ha llegado con los demás mientras se estaba usted
cambiando, Sir Richard —dijo.
Bolitho se miró sus medias inmaculadas y se acordó de cuando era un simple
teniente de navío con un solo par elegante para ocasiones como aquella. El resto
tenían tantos remiendos que había sido un milagro que se aguantaran de una pieza.
Tuvo tiempo para pensar en la solicitud del comandante Haven de quedarse a
bordo del barco. Le había explicado que podía llegar una tormenta sin avisar e
impedir su vuelta de tierra a tiempo para tomar las precauciones necesarias. El aire
era pesado y húmedo y la puesta de sol había sido intensamente rojiza.
El piloto del Hyperion, Isaac Penhaligon, de Cornualles como él al menos de
nacimiento, había insistido en que era muy improbable que hubiera una tormenta. Era
como si Haven hubiera preferido mantenerse aparte, aunque algunos de los que daban
la recepción pudieran tomarse su ausencia como un desaire.
Le habría gustado que Keen siguiera siendo su capitán de bandera. Sólo habría
tenido que preguntárselo para que Keen hubiera venido con él. Lealtad, amistad,
amor; era todo junto.
Pero Bolitho había presionado a Keen para que se quedara en Inglaterra, al menos
hasta que hubiera arreglado los problemas de su preciosa Zenoria. Keen deseaba más
que ninguna otra cosa casarse con su novia de ojos oscuros y cabellos castaños y
largos. Se amaban, y estaban tan evidentemente enamorados que Bolitho no había
querido separarles tan pronto.
¿O estaba comparando su amor con su propia situación en casa?
Detuvo sus pensamientos en aquel punto. No era el momento. Puede que nunca
llegara.
¿Quizás él no le gustaba a Haven? Puede que incluso le temiera. Eso era algo que
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a Bolitho le había costado creer en sus días como comandante. Cuando subía por
primera vez a bordo de un barco nuevo, trataba de disimular su nerviosismo y su
preocupación. Fue mucho más tarde cuando comprendió que era mucho más probable
que la dotación de un barco fuera la que tuviera miedo de él y de lo que podía llegar a
hacer.
—¿Vamos, Sir Richard? —preguntó Jenour educadamente.
Bolitho se quiso tocar el ojo izquierdo pero en vez de eso se quedó mirando la
vela con su cristal protector y el hilo de humo negro que se elevaba recto hacia el
techo. Veía con claridad y contraste. No había sombras ni brumas que entorpecieran
su visión y mermaran sus capacidades.
Bolitho lanzó una mirada a Allday. Tendría que hablar pronto con él acerca de su
hijo. Allday no había dicho nada del mismo desde que el joven marinero dejara el
Argonaute a su vuelta a Inglaterra. «Si yo hubiera tenido un hijo, quizás habría
esperado mucho de él. Puede que hubiese esperado que deseara lo mismo que yo».
Dos lacayos, invisibles en la penumbra hasta ese momento, abrieron la gran
puerta.
La música y el murmullo de las voces penetraron en la sala desde la que entraba
Bolitho con sus acompañantes como la rompiente de un arrecife, y se dio cuenta de
que estaba tensando los músculos como si fuera a recibir una bala de mosquete.
Mientras recorría el pasillo lleno de columnas, pensó sobre las mentes y el trabajo
que habían creado aquel edificio en una isla tan pequeña. Un lugar que en las
diferentes situaciones de guerra se había convertido en varias ocasiones en una pieza
clave para la estrategia naval de Inglaterra.
Oyó los golpes de los talones de Jenour en el suelo, y medio sonrió al acordarse
de la voluntad de su ayudante de cabalgar a su lado. Más como dos señores del lugar
que como oficiales del rey.
Vio los colores entremezclados de los vestidos de las damas, sus hombros
desnudos y las miradas de curiosidad que despertaba a medida que se acercaba. No
habían tenido aviso de su llegada, según había dicho el comodoro Glassport, pero
supuso que cualquier visita oficial o cualquier barco de Inglaterra eran un
acontecimiento bien recibido.
Vio a algunos de los hombres de la cámara de oficiales del Hyperion, con sus
colores azules y blancos contrastando con los rojos y escarlatas de los militares y los
infantes de marina. Una vez más, tuvo que refrenar su impulso de buscar caras
conocidas, de reconocer voces, como si todavía esperara un apretón de manos o un
saludo de alguien que daba muestras de haberle reconocido.
Se oyeron unas pisadas entre dos anchas columnas y vio a Glassport mirándole
desde el otro extremo de la alfombra, aliviado sin duda de que finalmente hubiera
vuelto de St. John’s. Había una figura en el centro, bien plantada y elegante, y vestida
de blanco de pies a cabeza. Bolitho sabía muy poco del hombre que había venido a
conocer. El Honorable vizconde de Somervell, el inspector general de Su Majestad en
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el Caribe, parecía no tener muchas cualidades para el nombramiento. Un rostro
habitual en la Corte y en las grandes recepciones, un jugador temerario según algunos
y espadachín de renombre. Esto último estaba bien fundado, y se sabía que el rey
había intervenido en su favor tras haber matado a un hombre en duelo. Aquel era un
terreno familiar para Bolitho, y lleno de dolor. Eso no era algo que le facultara
precisamente para estar allí.
Un lacayo con un bastón largo dio dos golpes en el suelo y gritó:
—¡Sir Richard Bolitho, vicealmirante de la bandera roja!
El súbito silencio fue algo casi palpable. Bolitho notó cómo las miradas le
seguían mientras avanzaba por la alfombra. Captó pequeñas escenas a su paso. Los
músicos con sus violines y los arcos inmóviles en el aire, un joven oficial de marina
dándole un golpecito con el codo a su compañero y quedándose seguidamente
paralizado al ser alcanzado por la mirada de Bolitho. Una mirada descarada de una
dama con un escote tan bajo en su vestido que ya no le quedaba nada por cubrir, y
otra de una joven que sonreía con timidez y escondía su rostro tras un abanico.
El vizconde de Somervell no se adelantó a saludarle sino que se quedó como
estaba, con una mano apoyada de forma despreocupada en la cintura y la otra al
costado. Su boca esbozaba una pequeña sonrisa que tanto podía ser de regocijo como
de aburrimiento. Sus rasgos eran los de un hombre joven, pero tenía la mirada
indolente de alguien que lo había visto todo.
—Bienvenido a… —Somervell se volvió con un movimiento brusco, perdiendo
su elegante postura para fulminar con la mirada un carrito de candelabros que entraba
rodando en la sala a su espalda.
El repentino resplandor de aquella luz a la altura de los ojos cogió a Bolitho
desprevenido justo cuando levantaba el pie ante el primer escalón. Una dama vestida
de negro que había permanecido inmóvil junto al vizconde alargó su brazo para
ayudarle, mientras a través de la masa de luces veía caras que le miraban, sorpresa y
curiosidad, como espectadores del trabajo de un pintor en su lienzo.
—Le ruego me disculpe, ¡Ma’am! —Bolitho recuperó el equilibrio y trató de no
taparse el ojo cuando se cernió la bruma en el mismo. Era como ahogarse,
hundiéndose en aguas cada vez más profundas. Y añadió—: Estoy bien… Entonces
miró el vestido de la dama. No era negro, sino de una exquisita seda verde
tornasolada que brillaba y parecía cambiar de color en sus pliegues y curvas cuando
la luz que le había cegado la iluminó por primera vez. El vestido tenía un corte
amplio y bajo desde los hombros y aquel cabello que tan claramente recordaba, largo
y tan oscuro como el suyo, lo llevaba recogido con trenzas por encima de sus orejas.
Los rostros y los murmullos que llenaban de nuevo la sala se desvanecieron. La
había conocido en su día como Catherine Pareja. «Kate».
La miró fijamente, dejando de lado su ceguera momentánea, cuando vio su
mirada, cómo su repentina ansiedad daba paso a una calma forzada. Ella sabía que
iba a venir. El único sorprendido era él.
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La voz de Somervell pareció llegar desde una gran distancia. Estaba de nuevo
tranquilo y había recobrado la compostura.
—Por supuesto, lo había olvidado. Ustedes ya se conocían.
Bolitho tomó la mano que ella le ofrecía y bajó la cabeza hacia la misma. Hasta
su perfume era el mismo.
Le oyó contestar a ella:
—Hace algún tiempo.
Cuando Bolitho se irguió de nuevo, ella parecía extrañamente distante y segura de
sí misma. Incluso indiferente.
—Uno nunca puede olvidar a un héroe —añadió ella.
Le ofreció el brazo a su marido y se dio la vuelta hacia las caras que les
observaban.
A Bolitho le dio un vuelco el corazón. Ella llevaba los largos pendientes de
filigrana de oro que él le había regalado en aquel otro mundo irreal de Londres.
Llegaron lacayos con bandejas llenas de relucientes copas y la pequeña orquesta
cobró vida de nuevo.
A través de las copas de vino y más allá de las caras coloradas en sus variadas
expresiones, sus miradas se encontraron, excluyendo a todos los presentes.
Glassport estaba diciéndole algo pero él apenas le escuchaba. Después de todo lo
que había pasado, aquello estaba todavía allí entre ellos. Había que apagarlo antes de
que les destruyera a ambos.
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III
UN DINERAL
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En vez de eso, Bolitho dijo:
—Debe de hacer siete años.
La cara de ella permaneció impasible. Para cualquiera que les estuviera
observando bien podría estar ella hablando de Inglaterra o del tiempo.
—Siete años y un mes para ser exactos.
Bolitho se volvió cuando el vizconde se rió de algo que había dicho Glassport.
—Y entonces te casaste con él. —Le salió como una amarga acusación y vio que
sus delicados dedos se movían como si estuvieran escuchándole por su cuenta—.
¿Tan importante era para ti?
—No te engañes a ti mismo, Richard —replicó ella. La simple pronunciación de
su nombre fue como el despertar de una vieja herida—. No fue así. —Ella le sostuvo
la mirada cuando él volvió a mirarle. Desafío, dolor, estaba todo allí en sus ojos
oscuros—. Yo necesito seguridad. Igual que tú necesitas ser amado.
Bolitho apenas se atrevió a respirar cuando las conversaciones cesaron
momentáneamente a su alrededor. Pensó que el segundo comandante estaba
observándoles y que un coronel del ejército se había detenido con su copa en el aire
como para atrapar sus palabras. En su imaginación le pareció incluso como una
confabulación.
—¿Amor?
Ella asintió lentamente, sin apartar sus ojos de los suyos.
—Lo necesitas, como el desierto anhela la lluvia.
Bolitho quiso mirar a lo lejos pero ella parecía que le tuviera hipnotizado.
Ella prosiguió con el mismo tono carente de emoción:
—Entonces yo te quería, y acabé casi odiándote. Casi. He seguido tu vida y tu
carrera, dos cosas muy diferentes, durante los últimos siete años. Yo habría tomado
cualquier cosa que me hubieras ofrecido; eras el único hombre al que habría amado
sin pedirle la seguridad del matrimonio. —Tocó ligeramente el abanico—. En vez de
eso, escogiste a otra, una a la que viste como una sustituta… —Vio que daba en el
blanco—. Lo vi claramente.
—He pensado en ti muchas veces —replicó Bolitho.
Ella sonrió pero eso le hizo parecer triste.
—¿De verdad?
Él volvió más la cabeza para poder verla con claridad. Sabía que otros podían
fijarse puesto que parecía que la miraba de frente, pero a su ojo izquierdo le
molestaba el parpadeo de la luz y las sombras que bailaban detrás.
—Supimos lo del último combate hace un mes —dijo ella.
—¿Sabías que iba a venir aquí?
Ella negó con la cabeza.
—No. Me cuenta poco de los asuntos de gobierno. —Miró rápidamente a lo largo
de la mesa y Bolitho la vio sonreír con cierta complicidad. Se sorprendió al ver que la
pequeña muestra de familiaridad con su marido le pudiera doler tanto.
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Ella volvió a mirarle.
—¿Y tus heridas? ¿Estás…? —Vio cómo Bolitho se sobresaltaba—. Te ayudé en
su día, ¿te acuerdas?
Bolitho bajó la mirada. Pensó que ella habría oído algo o que había notado sus
problemas de vista. Todo pasó rápidamente por su mente como un sueño salvaje. Su
herida, la vuelta de la fiebre que ya casi le había matado una vez. La pálida desnudez
de ella al dejar caer su vestido y el contacto de su piel contra su cuerpo tembloroso y
jadeante mientras le hablaba en voz baja y le estrechaba contra sus pechos para
acabar con el tormento de la fiebre.
—Nunca lo olvidaré.
Ella le miró en silencio unos momentos, observando su cabeza algo bajada y el
mechón suelto de pelo en su frente, su semblante serio y tostado por el sol y las
pestañas que ahora tapaban sus ojos, alegrándose de que no pudiera ver el dolor y el
anhelo en su mirada.
Cerca de ellos, el mayor Sebright Adams, al mando de la infantería de marina del
Hyperion, estaba hablando sobre sus experiencias en Copenhague y las sangrientas
secuelas de la batalla. Parris, el segundo comandante, estaba apoyado sobre un codo
aparentemente escuchando pero inclinado sobre la joven esposa de un funcionario del
arsenal, y con el brazo en su hombro sin que ella hiciera nada por evitarlo. Al igual
que los otros oficiales, estaban momentáneamente libres de responsabilidades y de la
necesidad de mantener las apariencias y la actitud propia del servicio.
Bolitho fue más consciente que nunca de su repentino aislamiento, de la
necesidad de confiar a Catherine sus pensamientos, sus miedos; y al mismo tiempo, le
repugnó su propia debilidad.
—Fue un arduo combate —dijo—. Perdimos muchos hombres de valía.
—¿Y tú, Richard? ¿Qué más perdiste que no hubieras abandonado ya?
—Déjalo estar, Catherine —exclamó con tono feroz—. Aquello se acabó. —Alzó
la mirada y le miró intensamente—. ¡Y así debe seguir!
Se abrió una puerta lateral y aparecieron más lacayos alrededor, pero esa vez sin
nuevos platos. Pronto sería el momento de que las damas se retiraran y de que los
hombres se aliviaran antes de empezar con el oporto y el brandy. Pensó en Allday.
Estaría ahí afuera en la lancha con su dotación, esperándole. Cualquier oficial de mar
habría bastado, pero conocía a Allday. No permitiría que le esperara nadie más que él.
Esta noche habría estado en su elemento, pensó. Bolitho nunca había conocido a
ningún hombre que aguantara tanto bebiendo como su patrón, a diferencia de algunos
de los invitados.
La voz de Somervell llegó desde el otro extremo de la mesa con claridad.
—He oído que hoy ha ido a ver al comandante Price, ¿no, Sir Richard?
Bolitho podía casi sentir como la mujer de su lado contenía la respiración, como
si percibiera como un trampa aquel comentario hecho como de pasada. ¿Era culpable
de forma tan obvia el joven oficial?
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Glassport dijo alzando la voz:
—¡Apostaría a que no será comandante mucho tiempo! —Varios de los invitados
se rieron.
Un lacayo negro entró en la sala y, tras una brevísima mirada a Somervell, se
acercó silenciosamente a la silla de Bolitho con un sobre en una bandeja de plata.
Bolitho lo cogió y rogó para sus adentros que su ojo no le torturara en aquel
momento.
Glassport insistió de nuevo:
—¡Mi única fragata, por Dios! Está muy claro lo que hay que hacer con…
Se calló cuando Somervell le interrumpió bruscamente.
—¿Qué ocurre, Sir Richard? ¿Lo va a compartir con nosotros?
Bolitho dobló el papel y miró al lacayo negro. Vislumbró una extraña compasión
en la cara del hombre, como si lo supiera.
—Se le va a ahorrar el espectáculo de la deshonra de un valiente oficial,
comodoro Glassport. —Su tono de voz fue duro y, aunque iba dirigido a una persona
concreta, se hizo el silencio en la sala.
—El comandante Price ha muerto. —Hubo un coro de gritos ahogados—. Se ha
ahorcado. —No pudo resistirse a añadir—: ¿Está usted satisfecho?
Somervell se recostó hacia atrás.
—Creo que este puede ser el momento adecuado para que las damas se retiren. —
Se puso en pie sin esfuerzo, más como si fuera un deber que una cortesía.
Bolitho miró a Catherine y vio la patente preocupación que mostraban sus ojos,
como si deseara compartirla con él en voz alta.
En vez de eso, dijo:
—Ya nos veremos. —Esperó a que Bolitho levantara la cabeza tras su breve
reverencia—. Pronto. —Entonces, acompañada por el susurro de la seda, se perdió
entre las sombras.
Bolitho se sentó y fijó su mirada perdida en la mano que dejaba una copa limpia
delante de él.
No era culpa de ellos, ni siquiera del estúpido Glassport.
¿Qué podía haber hecho yo? Nada podía interferir en la misión que pretendía
llevar a cabo.
Le podía haber pasado a cualquiera de ellos. Pensó en el joven Adam sentado solo
en lugar del desdichado Price, imaginándose los semblantes adustos del tribunal y el
sable apuntado hacia él sobre la mesa.
Era curioso que el mensaje de la muerte de Price hubiera sido enviado
inmediatamente desde St. John’s al Hyperion, su buque insignia. Haven debía de
haberlo leído y reflexionado sobre él antes de enviarlo a tierra, probablemente
mediante algún guardiamarina que a su vez se lo habría entregado a un lacayo. No le
habría hecho ningún daño traerlo él en persona, pensó.
Se dio cuenta con un sobresalto de que los demás estaban de pie, con las copas
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levantadas y dirigidas hacia él en un brindis.
Glassport dijo con brusquedad:
—Por nuestro almirante, Sir Richard Bolitho, ¡y por que nos proporcione nuevas
victorias! —Ni siquiera la enorme cantidad de vino que había bebido podía disimular
la humillación en su voz.
Bolitho se levantó e hizo una pequeña reverencia, pero no sin antes ver que la
figura vestida de blanco del extremo opuesto de la mesa no había tocado su copa.
Bolitho notó cómo le hervía la sangre, como cuando las gavias de un enemigo
mostraban sus intenciones o en aquellos momentos del alba en que se había visto
frente a otro hombre en un duelo.
Entonces pensó en los ojos de Catherine y en su última palabra. Pronto.
Cogió su copa. «Adelante, pues».
* * *
Los seis días que siguieron a la llegada del Hyperion a English Harbour fueron, al
menos para Bolitho, de una intensa actividad.
Cada mañana, antes de que pasara una hora desde la entrega de mensajes o
señales de tierra por el bote de ronda, Bolitho saltaba a su lancha y, con su
desconcertado ayudante a su lado, se metía de lleno en los asuntos de los barcos y
marineros que tenía a su disposición. A primera vista, éstos no constituían una fuerza
demasiado impresionante. Incluso contando con tres pequeños barcos que estaban
todavía en sus zonas de patrulla, la flotilla, puesto que no era más que eso, parecía
especialmente inapropiada para la tarea que tenían entre manos. Bolitho sabía que las
órdenes de sus señorías del Almirantazgo, redactadas de una manera un tanto general,
que estaban guardadas bajo llave en su caja fuerte, conllevaban todo el riesgo y la
responsabilidad de tener que concretarlas en órdenes directas tanto para un
experimentado capitán de navío como para un simple capitán de fragata como Price.
Se le había informado de que la principal escuadra de Antigua, compuesta por
seis navíos de línea, estaba desperdigada lejos por el noroeste, por las islas Bahamas,
probablemente sondeando las intenciones del enemigo o haciendo una demostración
de fuerza para disuadir a los posibles rompedores de bloqueo del continente
americano. El almirante era un conocido de Bolitho, Sir Peter Folliot, un tranquilo y
circunspecto marino de quien se decía que tenía importantes problemas de salud. No
eran los mejores ingredientes para llevar a cabo una acción agresiva contra los
franceses o su aliado español.
En la sexta mañana, mientras Bolitho era llevado a través del agua apenas
ondulada hacia el último barco bajo su mando que le quedaba por visitar, reflexionó
sobre los resultados de sus inspecciones. Aparte del Obdurate, un viejo setenta y
cuatro cañones que todavía estaba siendo sometido a reparaciones en el arsenal por
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los daños de los temporales, tenía un total de cinco bergantines, una corbeta, y la
Thor, una bombarda que había dejado para el final. Podía haber convocado una
reunión de todos los comandantes en el buque insignia; habría sido lo que esperaban
de cualquier almirante, y más aún de uno con la reputación de Bolitho. Bien pronto se
dieron cuenta de que a Bolitho le gustaba ver las cosas por sí mismo, familiarizarse
con los hombres a los que iba a liderar, si no inspirar.
Pensó en Somervell y en el incumplimiento de su promesa de visitar el Hyperion
que había hecho al acabar la recepción. ¿Estaba haciéndole esperar deliberadamente,
para ponerle en su lugar, o era indiferente al plan final que tendrían que discutir antes
de que Bolitho pudiera llevar a cabo una acción decisiva?
Observó el subir y bajar de los remos, la manera en que los hombres de la lancha
apartaban su mirada cuando él les miraba, la sombra oscura de Allday sobre las
bancadas refregadas y los buques que pasaban, así como los que estaban fondeados.
Puede que Antigua fuera una posesión inglesa, y que estuviera tan bien defendida que
hiciera innecesaria la presencia de más barcos, pero estaba llena de mercantes y
embarcaciones costeras, cuyos patrones, aunque no fueran verdaderos espías, estarían
dispuestos y deseosos de llevar información al enemigo aunque sólo fuera para
ganarse el libre pasaje por aquellas aguas.
Bolitho se protegió los ojos del sol y miró hacia la ladera de la colina más
cercana, a una batería de cañones pesados que solamente se veía gracias a un burdo
parapeto y una bandera mustia en lo alto. La defensa estaba muy bien, pero las
guerras se ganan atacando. Vio una nube de polvo a lo largo del camino de la costa y
gente en movimiento, y pensó de nuevo en Catherine. Ella apenas había dejado de
estar presente en sus pensamientos, y sabía en el fondo de su ser que había estado
trabajando tan duramente para mantener a raya sus sentimientos personales
impidiendo así que interfirieran en nada.
Quizás ella le hubiera contado a Somervell todo lo que había habido entre ellos.
¿Y si él la hubiera forzado a contárselo? Desechó esta última idea inmediatamente.
Catherine era demasiado fuerte como para dejarse tratar así. Recordó a su anterior
marido, un hombre que le doblaba en edad pero de un coraje sorprendente, algo que
había demostrado al intentar ayudar a los hombres de Bolitho defendiendo un buque
mercante del ataque de los corsarios. Catherine le había odiado entonces. Sus
sentimientos mutuos habían nacido de aquella animadversión. Como el acero del
calor al rojo vivo de una fragua. Todavía no estaba seguro de lo que les había pasado,
de a dónde podría haberles llevado aquello.
Había sido un breve pero intenso reencuentro en Londres tras su salida del
Almirantazgo y justo recién ascendido a comodoro de una escuadra propia.
Siete años y un mes. Catherine no había olvidado. Era desconcertante y a la vez
excitante ver cómo se las había arreglado ella para seguir al tanto de su carrera, y de
su vida; dos cosas separadas, tal como lo había expresado.
—Han puesto gente en el costado, Sir Richard —murmuró Allday.
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Bolitho se caló el sombrero y miró hacia la bombarda. El buque de Su Majestad
Británica Thor.
Era pequeña si se la comparaba con una fragata o un navío de línea, pero al
mismo tiempo sólida y poderosa. Estaba diseñada para bombardear instalaciones de
tierra y similares. El armamento principal de la Thor consistía en dos enormes
morteros de trece libras. El buque tenía que estar construido con gran consistencia
para soportar el retroceso hacia abajo de los morteros, que eran disparados en
posición casi vertical. Montaba también diez pesadas carronadas y algunos cañones
más pequeños de seis libras. Pero a diferencia de muchos de sus consortes
anteriormente construidos, que habían sido aparejados como queches, la Thor
arbolaba tres mástiles y un aparejo más equilibrado, el cual podía ofrecer mejor
respuesta con vientos difíciles.
Una sombra planeó sobre los pensamientos de Bolitho. A Francis Inch le habían
dado el mando de una bombarda después de dejar el Hyperion.
Levantó la vista y vio que Allday le estaba mirando. Era asombroso.
Allday dijo sin levantar la voz:
—Como la vieja Hekla, Sir Richard, ¿la recuerda?
Bolitho asintió; no vio la mirada perpleja de Jenour. Era difícil de aceptar que
Inch estuviera muerto. Como tantos otros a esas alturas.
—¡Cubierta! ¡Firmes!
Trinaron los pitos y Bolitho agarró la escala con las dos manos para subir por el
bajo portalón de entrada.
Le había dado la sensación de que las dotaciones de los buques que había ya
visitado en el puerto se habían sobresaltado ante su llegada a bordo. Sus comandantes
eran jóvenes; todos menos uno eran tenientes de navío sólo unos meses atrás.
No se detectaba ese nerviosismo en el comandante de la Thor, pensó Bolitho
mientras se quitaba el sombrero en dirección al pequeño alcázar.
El capitán de corbeta Ludovic Imrie era alto y estrecho de hombros, de modo que
su solitaria charretera dorada parecía que fuera a caérsele en cualquier momento.
Medía más de metro ochenta y cuando uno pensaba en la altura del techo de la Thor,
de casi un metro cuarenta en algunas partes, sabía que debía tener la sensación de
estar enjaulado.
—Le doy la bienvenida, Sir Richard. —La voz de Imrie era sorprendentemente
profunda y pronunciaba unas erres escocesas que a Bolitho le recordaban a su madre.
Le presentaron a dos tenientes de navío y a unos cuantos oficiales de cargo
jóvenes. Una dotación pequeña. En su mente había tomado nota de sus nombres y
notó que su reserva inicial iba dando paso al interés y la curiosidad.
Imrie hizo romper filas a la guardia del costado y, tras un breve titubeo, condujo a
Bolitho abajo, a su pequeña cámara. Al agacharse bajo los enormes baos del techo,
Bolitho se acordó del primer barco que tuvo bajo su mando, una corbeta; y de cómo
su segundo se había disculpado por la falta de espacio para el nuevo comandante.
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Bolitho le había escuchado con regocijo. Comparada con el minúsculo alojamiento de
un teniente de navío en un navío de línea, le había parecido un palacio.
La Thor era aún más pequeña. Se sentaron uno frente a otro mientras un arrugado
marinero traía una botella y unas copas. «Nada que ver con la mesa de Somervell»,
pensó Bolitho.
Imrie hablaba con soltura de su barco, al mando del cual llevaba dos años. Estaba
obviamente muy orgulloso de la Thor, y Bolitho percibió su resentimiento inmediato
cuando comentó que, en su mayor parte, las bombardas habían cosechado hasta el
momento pocos logros en los diferentes escenarios de guerra.
—Si se presenta la oportunidad, Sir Richard… —Sonrió y se encogió de hombros
—. Le ruego me disculpe, Sir Richard, debía haberlo sabido.
Bolitho sorbió de su vino; estaba sorprendentemente frío.
—¿Haber sabido qué?
—Se dice que pone a prueba a sus comandantes hablando de algunas
cuestiones… —dijo Imrie.
Bolitho sonrió.
—Esta vez ha funcionado.
Se acordó de algunos de los hombres que había conocido en Antigua. Había
captado algo cercano a la hostilidad, si es que no se trataba de antipatía. A causa de
Price, ¿quizás? Después de todo, le conocían y habían trabajado mano a mano con su
fragata. Podían pensar que se había suicidado porque él había rehusado intervenir.
Bolitho recordaba varias ocasiones en las que había tenido una sensación muy
similar.
Imrie miró al cielo despejado a través de la lumbrera.
—Si puedo colocarme cerca de un buen blanco, señor, la descarga sería tan
intensa que el enemigo pensaría que se han abierto las puertas del infierno. Los Dons
nunca se han visto bajo… —Vaciló y añadió medio disculpándose—: Quiero decir, si
es que nos tuviéramos que enfrentar a los españoles en algún momento…
Bolitho le miró fijamente. Imrie lo había pensado todo por su cuenta. ¿Por qué si
no iba su vicealmirante a molestarse en visitarle? Las hazañas y el desastre de Price
en el dominio continental español junto con las evidentes ventajas de la Thor en los
bajos donde había encallado la Consort habían hecho que en su mente se formara una
idea de lo que se esperaba de él.
—Bien pensado, comandante Imrie. Tengo plena confianza en que se va a guardar
para sí sus suposiciones.
Era extraño que ninguno de los demás, ni siquiera Haven, le hubiera preguntado
los motivos de su presencia en la isla.
Bolitho se frotó el párpado izquierdo y retiró rápidamente la mano.
—He analizado los informes y releído las notas que mi ayudante tomó cuando
hablé con el comandante Price.
Imrie tenía la cara alargada y una mandíbula marcada, y daba la impresión de ser
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un temible adversario en cualquier situación. Pero sus rasgos se fueron ablandando a
medida que hablaba con Bolitho. Quizás fuera porque este se había referido a su
compañero muerto por su rango completo. Eso le brindaba cierta dignidad, algo muy
alejado de la solitaria tumba que estaba bajo la Batería Este.
Bolitho dijo:
—Los accesos están demasiado bien protegidos. Cualquier artillería bien situada
puede destruir un barco que avanza despacio con facilidad, y con balas rojas el efecto
sería devastador.
Imrie se frotó la barbilla con la mirada perdida. Bolitho ya se había percatado de
que sus ojos no eran del mismo color; uno era oscuro y el otro azul claro.
Imrie dijo:
—Si ambos estamos pensando en el mismo tramo de costa, Sir Richard, cosa que
por supuesto no podemos asegurar…
Jenour les observaba fascinado. Aquellos dos oficiales, cada uno un veterano en
su propio campo, eran capaces de hablar sobre algo que él aún no sabía de qué iba y
reírse entre dientes sobre ello como dos colegiales conspirando. Era increíble.
Bolitho asintió.
—Pero si…
—Incluso la Thor podría verse obligada a situarse demasiado lejos como para
poder usar los morteros, Sir Richard. —Escrutó su rostro como si esperara que se lo
discutiera o que se mostrara decepcionado—. No tenemos mucho menos calado de lo
que tenía la Consort.
Un bote dio un golpe en el costado y Bolitho oyó a Allday gritarle a alguien por
interrumpir su reunión.
Entonces apareció su cara por la lumbrera. Dijo:
—Discúlpeme, Sir Richard. Mensaje del Hyperion. El inspector general viene a
bordo.
Bolitho disimuló un estremecimiento de excitación. Al fin Somervell había
sucumbido ante la curiosidad. ¿O acaso era producto de su imaginación el pensar que
había ya alguna clase de competencia entre ellos?
Bolitho se levantó e hizo una mueca de dolor cuando su cabeza dio un golpe en
uno de los baos.
—¡Maldita sea, Sir Richard, debería haberle avisado! —exclamó Imrie.
Bolitho cogió su sombrero.
—Ha sido un recordatorio. Y menos doloroso que el recuerdo de tantos otros
golpes.
En cubierta estaba formada la guardia del costado y Bolitho vio el chinchorro del
Hyperion bogando ya de vuelta al barco. Allday bajó echando humo a la lancha que
les esperaba. Había mandado a paseo a aquel guardiamarina de cara sonrosada. Un
crío. Fulminó con la mirada a la dotación de la lancha.
—¡Preparados, maldita sea!
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Bolitho se decidió.
—Dígale a su segundo que se haga cargo del barco, Imrie. Quiero que me
acompañe ahora mismo.
La mandíbula inferior de Imrie bajó de golpe dejándole boquiabierto.
—Pero, Sir Richard…
Bolitho vio que el segundo comandante les miraba.
—Está suspirando por estar al mando, aunque sólo sea por un día… ¡Es el sueño
de todo segundo! —Se sorprendió a sí mismo por su buen humor. Era como un dique
aguantando fuera de la vista todas las preocupaciones de allí y de casa.
Se agachó ligeramente como para examinar una de las carronadas de veinticuatro
libras. Le dio tiempo para masajearse de nuevo el ojo, para ahuyentar la bruma que la
intensa luz del sol le había provocado como para quebrar su confianza.
Imrie le susurró a Jenour:
—Qué hombre, ¿eh? ¡Creo que le seguiría hasta el infierno y luego de vuelta!
Jenour miró los hombros de Bolitho.
—Sí, señor. —Era sólo una suposición, pero veía más cosas de Bolitho que otros,
sin contar a Allday ni a los del servicio de su cámara. Era extraño que nunca hablaran
de ello. Pero el tío de Jenour era médico en Southampton. Le había hablado de un
caso parecido. Jenour había visto perder a Bolitho el equilibrio, como en el momento
en que la preciosa esposa del vizconde había tendido su brazo para ayudarle, y
anteriormente en otras ocasiones mientras navegaban.
Pero nunca se comentaba nada al respecto. Debía de estar equivocado.
A lo largo de todo el trayecto por el fondeadero, Bolitho reflexionó sobre su
misión. Si tuviera fragatas a su disposición, al menos una, podría pensar en el único e
imponente obstáculo.
La Guaira, el puerto español de la costa continental y puerta de entrada a la
capital, Caracas, era inexpugnable. Eso era únicamente porque nadie lo había
intentado jamás. Había comprobado el grado de interés de Imrie y se alegraba de
haber visitado la Thor antes de discutir la empresa con Haven y los demás.
Imrie actuaría con seguridad pero no de manera insensata. Price había creído que
podía hacerlo, aunque por razones diferentes. Aunque lo hubiese logrado, parecía
poco probable que ni siquiera un diminuto barco de pesca pudiera después
escabullirse de las defensas de los Dons.
Allday murmuró:
—Tendremos que ir por el otro costado, Sir Richard. —Sonaba irritado, y Bolitho
sabía que estaba todavía dándole vueltas a su recién descubierto y rápidamente
perdido hijo.
Jenour se levantó y se tambaleó en la lancha.
—Las barcazas que hacen aguada están al costado, Sir Richard. ¿Quiere que les
diga que se aparten para dejar paso?
Bolitho tiró de la casaca del oficial.
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—Siéntese, joven impaciente. —Sabía que su joven ayudante estaba sonriendo
ante su pequeña reprimenda—. Necesitamos agua potable, ¡y el Hyperion tiene dos
buenos costados!
Bogaron alrededor de la proa y sobrepasaron el tridente extendido. Bolitho
levantó la vista hacia el mascarón de proa de mirada feroz. Muchos hombres debían
de haber visto aquella figura a través del humo y experimentado miedo por última
vez antes de morir en combate.
Encontró a Haven agitado y probablemente preocupado por que Bolitho pudiera
amonestarle.
—¡Siento lo de las barcazas, señor! ¡No le esperaba!
Bolitho cruzó la cubierta y bajó la mirada. Lo hizo para probar su ojo, para
prepararlo para la tranquila penumbra de entrecubiertas.
—No importa. —Sabía que Haven estaba mirando a Imrie con recelo y dijo—: El
comandante Imrie es mi invitado. —Apoyó las manos sobre la madera tallada y
reseca y miró la barcaza más cercana. Eran unas embarcaciones enormes, de fondo
plano y con sus cascos abiertos repletos de grandes toneles de agua. Ya había sido
izada con aparejos y habían dejado a bordo una fila de toneles; y Bolitho vio a Parris,
el segundo comandante, con un pie apoyado despreocupadamente en la brazola de
una escotilla, observando cómo Sheargold, el contador de cara afilada del buque,
comprobaba cada uno de los toneles de agua antes de enviarlos abajo. Estaba a punto
de darse la vuelta y marcharse y entonces dijo—: La barcaza continúa estable aunque
todos los toneles estén en la parte de fuera.
Haven le miró con cautela, como si pensara que Bolitho hubiera estado
demasiado tiempo bajo el sol.
—Están construidas para eso, señor. Nada puede escorarlas.
Bolitho se irguió y miró a Imrie.
—Ahí lo tiene, Imrie. ¡Una plataforma para sus morteros! —Pasó por alto sus
expresiones de sorpresa.
—¡Ahora tengo que ir a ver al inspector general!
* * *
Bajo las franjas de la intensa luz del sol de mediodía, el Muy Honorable vizconde
de Somervell estaba repantigado en una silla con respaldo de cuero escuchando con
atención. Iba vestido de color verde muy claro y lucía unos brocados y bordados que
dejarían en evidencia a cualquier príncipe. De cerca e iluminado por el fuerte
resplandor del sol, Somervell parecía más joven, de unos treinta y cinco años, la edad
de ella o quizás menos.
Bolitho trató de no pensar más allá del esbozo de su plan, pero Catherine parecía
estar en la cámara como una sombra, como si ella también estuviera comparándoles.
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Bolitho se fue hasta los ventanales de popa y miró hacia unas barcas de pesca que
pasaban. El fondeadero estaba aún plano y en calma, pero la bruma se alejaba hacia el
mar y el gallardete de lo alto de un bergantín fondeado se elevaba de vez en cuando
ante la apagada brisa.
Dijo:
—El comandante Price… —hizo una pausa esperando que Somervell le
interrumpiera o que dejara ir algún comentario mordaz, cosa que no ocurrió—…
tenía la costumbre de patrullar aquella sección del dominio español donde finalmente
fue obligado a abandonar la Consort. Tomaba detalladas notas de todo lo que veía y
dio caza o destruyó a unas veinte embarcaciones enemigas en el proceso. Con
tiempo…
Aquella fue la entrada de Somervell.
—El tiempo se le acabó. —Se inclinó hacia delante, sin pestañear sus ojos claros
a pesar del fuerte resplandor—. Y usted ha hablado de estas cuestiones secretas con,
ehh, un tal comandante Imrie, ¿no es así? —Pronunció el nombre del oficial con
indiferencia, como un terrateniente hablaría de un simple trabajador de su hacienda
—. Eso es un riesgo adicional, ¿no?
Bolitho respondió:
—Imrie es un oficial inteligente, y también sagaz. Cuando hablaba con mis otros
comandantes tuve la impresión de que estaban convencidos de que yo tenía la
intención de atacar a la Consort o Intrépido, tal como ha sido rebautizada.
Somervell juntó las yemas de los dedos de ambas manos.
—¡Ha hecho bien su trabajo, Sir Richard!
Bolitho prosiguió:
—Imrie adivinó inmediatamente que yo tenía algo más en mente. Sabía que su
Thor es demasiado pesada y lenta para una expedición de castigo.
—Me tranquiliza saber que no le ha contado nada más por el momento.
Bolitho bajó la mirada hacia la carta marina, incómodo al comprobar la facilidad
con que Somervell le sacaba de quicio con tanta facilidad.
—Cada año, los convoyes del tesoro español salen del dominio español llevando
en cada barco un dineral. Entre cada convoy, la Iglesia y el ejército expolian el
continente, y ahora el rey de España necesita más que nunca ese oro. Y sus amos
franceses se aseguran una buena parte del mismo.
Somervell se puso en pie y caminó con indiferencia hacia la carta marina. Parecía
hacerlo todo sin prisas y con hastío, aunque su reputación como espadachín lo
desmentía.
Dijo:
—Cuando vine aquí por primera vez por indicación de Su Majestad… —Se dio
unos suaves toques en la boca con un pañuelo de seda y Bolitho pensó que lo hacía
para disimular una leve sonrisa—… pensé que la captura de ese tesoro podía ser sólo
otro sueño más. Sé que Nelson ha tenido alguna suerte, pero aquello fue en el mar,
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donde la posibilidad de encontrar un botín como ese es aún más difícil. —Trazó unas
líneas con un dedo—. La Guaira está bien defendida. Es donde deben de haber
llevado a la Consort.
—Con todo el respeto, milord, lo dudo. La Guaira es la puerta de entrada a la
capital, Caracas, pero no es lugar adecuado para reparar un buque de guerra, y parece
más que probable que haya sufrido daños tras encallar. —Antes de que Somervell
pudiera mostrar desacuerdo alguno, tocó un punto de la costa lejos de La Guaira—.
Aquí, milord, Puerto Cabello, a setenta millas al oeste. Sería un destino mucho más
probable.
—Hmm. —Somervell se inclinó sobre la carta náutica y Bolitho pudo ver una
lívida cicatriz bajo su oreja. Por los pelos, pensó. El vizconde prosiguió—: Está
bastante cerca del objetivo que pretende. No estoy del todo convencido. —Se
incorporó y caminó por la cámara como siguiendo un rectángulo—. Price vio buques
fondeados, y me han llegado informes de que los barcos tesoro están utilizando La
Guaira. La plaza está bien defendida, al menos con tres fortalezas, y tal como
descubrió a su pesar la Consort, algunas otras baterías, probablemente artillería
montada, por si acaso. —Negó con la cabeza—. No me gusta. Si aún tuviéramos la
fragata podría, y sólo digo podría, ser diferente. En caso de que ataque usted y los
Dons le rechacen, echaremos a perder toda posibilidad de sorpresa. El rey de España
perdería una flota antes de renunciar a su oro. No estoy convencido.
Bolitho le miró y se sintió extrañamente tranquilo. En su cabeza, el plan hasta
ahora vago se había hecho de repente real, como la línea de la costa que se va
concretando entre la bruma del amanecer. La guerra en el mar era siempre un riesgo.
Se necesitaba más que habilidad y puro coraje; era necesario lo que su amigo Herrick
describiría como el trabajo de Doña Suerte. ¿Su amigo? ¿Lo era todavía después de lo
que había pasado?
—Estoy preparado para correr ese riesgo, milord.
—¡Bien, puede que yo no! —Somervell se volvió en redondo y le dirigió una fría
mirada—. ¡Aquí hay más cosas en juego que la gloria!
—Nunca lo he dudado, milord.
Se miraron de frente el uno al otro, valorando ambos las intenciones del otro.
Somervell dijo de repente:
—Cuando vine por primera vez a este condenado lugar me imaginé que enviarían
a un comandante bien escogido y valiente para que buscase y capturase uno de los
galeones —casi escupió la palabra—. Se me informó de que finalmente vendría una
escuadra y que cerraría las rutas de escape que esos buques españoles toman en su
pasaje hacia las islas Canarias y sus puertos de la península. —Extendió una mano—.
En vez de eso, es a usted a quien envían, como una vanguardia, para darle
importancia al asunto, para llevarlo a cabo pase lo que pase. Así, si fracasamos, la
victoria enemiga parecerá aún más grandiosa. ¿Qué me dice de esto?
Bolitho se encogió de hombros.
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—Creo que puede hacerse. —Le salió como un grito en la noche. Somervell
necesitaba triunfar más que nadie. ¿Por la desaprobación de la corte o por que estaba
metido en alguna clase de problema que una parte de la prima de presa solventaría de
inmediato? Añadió con tono categórico—: No hay tiempo que perder, milord. Si
esperamos a que lleguen refuerzos desde Inglaterra, y tengo que recalcar que sólo
estoy esperando tres navíos de línea más, el mundo entero se nos echará encima. Una
victoria podría ayudar a nuestras finanzas, pero le puedo asegurar que hará algo más
que perjudicar la alianza franco-española.
Somervell se sentó y se arregló la casaca para dar tiempo a que sus pensamientos
se asentaran.
—El secreto se sabrá de todas maneras —dijo con tono irritado.
Bolitho observó un mohín en sus labios y trató de no imaginárselos en contacto
con el cuello o el pecho de Catherine.
Entonces, Somervell sonrió; por un momento le hizo parecer vulnerable.
—De acuerdo. Se hará tal como usted dice. Estoy autorizado para proporcionarle
cualquier ayuda que necesite. —La sonrisa se desvaneció—. Pero no le podré ayudar
si…
Bolitho asintió, satisfecho.
—Sí, milord, la palabra «si» puede significar mucho para un oficial de marina.
Oyó que alguien saludaba a un bote y el ruido cercano del entrechocar de remos,
y supuso que Somervell había planeado el momento de su marcha, como su visita,
con suma precisión.
—Se lo comunicaré al comandante Haven inmediatamente —dijo Bolitho.
Somervell sólo le escuchaba a medias, pero dijo:
—Que sepa lo menos posible. Cuando dos hombres comparten un secreto, deja de
ser tal. —Miró hacia la puerta del mamparo cuando Ozzard entró con sumo cuidado
con su sombrero.
Somervell dijo bajando la voz:
—Me alegro de haberle conocido. Aunque por más que me esfuerce no consigo
imaginarme la razón de que insistiera usted en llevar a cabo esta misión. —Le escrutó
socarronamente—. ¿Deseos de morir, quizás? Seguro que no tiene necesidad de
acaparar más gloria. —Entonces se dio la vuelta y salió con grandes pasos de la
cámara.
En el portalón de entrada lanzó una mirada indiferente a los rígidos infantes de
marina y a la guardia del costado, luego a la figura larguirucha de Imrie que estaba
junto a una de las escalas de toldilla.
—Me imagino que Lady Belinda estará contrariada ante sus ganas de volver al
servicio tan pronto tras su reciente victoria, ¿no? —Sonrió irónicamente y entonces
bajó por el portalón sin mirar atrás.
Bolitho observó cómo la elegante lancha se abría de la sombra del Hyperion y
reflexionó sobre lo que habían tratado; y más aún, sobre lo que no habían hablado.
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Como la referencia a Belinda, por ejemplo. ¿Qué esperaba provocar Somervell?
¿O era simplemente que no había podido contenerse al ver que ninguno de los dos
había mencionado en ningún momento a Catherine?
Bolitho miró hacia el bergantín que estaba fondeado más cerca, el Upholder. Era
muy parecido al de Adam, pensó.
Haven se le acercó y se llevó la mano al sombrero.
—¿Alguna orden, Sir Richard?
Bolitho se sacó el reloj y abrió la tapa. Era exactamente el mediodía, aunque
parecía no haber pasado nada de tiempo desde que saliera para visitar la Thor.
—Gracias, comandante Haven. —Sus miradas se encontraron y Bolitho pudo
captar la reserva del otro hombre, una cautela que era casi física—. Necesitaré a
todos mis comandantes a bordo al final de la guardia de tarde. Lléveles a mis
aposentos.
Haven tragó saliva.
—El resto de nuestros barcos están todavía navegando, señor.
Bolitho echó un vistazo a su alrededor y vio que la guardia había roto filas y sólo
unos pocos desocupados y el ayudante de piloto de guardia estaban cerca.
Dijo:
—Tengo intención de salir antes de una semana, tan pronto como haya viento
suficiente para llenar nuestras velas. Navegaremos hacia el sudoeste, hacia el dominio
español, y nos situaremos frente a La Guaira.
Haven tenía unas mejillas rubicundas y bronceadas por el sol que hacían juego
con su cabello, pero parecían haber palidecido.
—¡Eso está a seiscientas millas, señor! Con este barco, sin apoyo, no estoy
seguro…
Bolitho bajó la cabeza y dijo:
—¿Es que no se atreve, hombre? ¿O está usted buscando un retiro antes de
tiempo? —Se odió a sí mismo, consciente de que Haven no podía devolver el golpe.
Y añadió sencillamente:
—Le necesito, y este barco también le necesita. Eso tiene que ser suficiente.
—Se volvió, desesperado ante lo que veía en los ojos de Haven.
Vio a Imrie y le gritó:
—Venga conmigo, quiero hacerle unas preguntas.
Bolitho hizo una mueca de dolor cuando un rayo de sol atravesó los obenques de
mesana. Durante aquellos pocos segundos, su ojo se quedó completamente ciego, y
tuvo que contenerse para no gritar.
Deseos de morir, había dicho Somervell. Bolitho entró a tientas en la penumbra
de debajo de la toldilla y sintió cómo la amargura le inundaba por dentro.
Demasiados hombres habían muerto por él, y hasta sus amigos habían resultado
perjudicados por sus actos.
Imrie agachó la cabeza para meterse bajo la toldilla y caminó a su lado hacia la
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oscuridad de entrecubiertas.
—He estado pensando, Sir Richard, y tengo unas cuantas ideas…
No había visto la consternación de la cara de su almirante, ni podía imaginarse
que sus simples comentarios fueran como una tabla de salvación para él.
—Pues saciaremos nuestra sed mientras le escucho —dijo Bolitho.
Haven observó como se perdían bajo la toldilla y llamó al guardiamarina de
señales. Explicó al chico la señal que debía hacer para que los otros comandantes
vinieran a bordo y la hora fijada para ello, y se dio la vuelta cuando su segundo se le
acercó aprisa.
Antes de que el teniente de navío pudiera hablar, Haven bramó:
—¿Tengo que hacer yo lo que le corresponde a usted, maldita sea? —Se alejó con
grandes zancadas a la vez que añadía—: ¡Por Dios, si no puede hacerlo mejor, tendré
que arrojarle a tierra para siempre!
Parris se quedó mirándolo fijamente, dando muestras de su rabia y su rencor
únicamente con sus puños fuertemente apretados.
—«¡Y maldito sea usted también!». —Vio que el guardiamarina le miraba con los
ojos muy abiertos y se preguntó si lo habría dicho en voz alta. Sonrió cansinamente
—. Es una vida de primera, señor Mirrielees, ¡siempre que uno se muerda la lengua!
A las ocho campanadas de aquella tarde, la señal fue izada a la verga. Había
empezado.
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IV
AVISO DE TORMENTA
Bolitho estaba en el centro del cobertizo vacío y esperó a que sus ojos se
acostumbraran a sus formas y sus sombras. Era una construcción grande y
destartalada, y estaba iluminada solamente por unas pocas lámparas titilantes que se
balanceaban en largas cadenas para reducir el riesgo de incendio, dando la impresión
de que el lugar se estaba moviendo como un barco.
Afuera estaba oscuro, pero a diferencia de las noches anteriores, la oscuridad
estaba llena de sonidos, con los crujidos y latigazos de las hojas de las palmeras y las
agitadas ondulaciones de las olillas bajo la rudimentaria grada sobre la que había sido
preparada la barcaza para su pasaje hacia el sur. El cobertizo había bullido de
actividad, con los constructores de barcos y los marineros trabajando contrarreloj
para aparejar bombas de sentina adicionales y poner soportes de hierro a lo largo de
la regala para que pudiera ser manejada por largos remos cuando se necesitara.
Bolitho notó la arena que había en sus zapatos a causa de su larga caminata por la
orilla mientras repasaba sus planes una vez más. Jenour le había acompañado cerca,
pero respetando su necesidad de estar solo, al menos con sus pensamientos.
Bolitho escuchó el chapoteo del agua y el suave gemido del viento a través del
estropeado tejado. Habían suplicado que hubiera viento; ahora podía aumentar y
ponerse en su contra. Si la barcaza se llenaba de agua antes de poder llegar al punto
de encuentro, tendría que tomar una decisión. Tendría que enviar a la Thor a la costa
sin apoyo o suspender el ataque. Pensó en la mirada de Somervell, en la duda que
había percibido en ella. No, no iba a echarse atrás; era inútil pensar en alternativas.
Lanzó una mirada alrededor, hacia la penumbra oscura y silenciosa. Esqueletos de
viejas barcas y cuadernas de otras por terminar. Los olores de la pintura, del alquitrán
y del cordaje. Era extraño que nunca dejara de excitarle incluso después de todos
aquellos años en la mar.
Bolitho recordaba muy bien los cobertizos de Falmouth, donde él y su hermano
Hugh, y a veces sus hermanas, exploraban los sitios secretos e imaginaban ser piratas
y princesas en apuros. Sintió una punzada en el corazón cuando se imaginó a su hija,
Elizabeth. Se acordó de cómo ella le había tirado de sus charreteras y botones la
primera vez que la vio, mientras la cogía con tan poca gracia.
En vez de unirle más a Belinda, la niña había provocado lo contrario. Una de sus
discusiones había versado sobre el anuncio de Belinda de que quería que su hija
tuviera una institutriz y una niñera apropiada para que la cuidaran. Aquello, y la
propuesta de traslado a Londres, lo había desencadenado todo.
En una ocasión, ella había exclamado: «Por el hecho de que tú crecieras en
Falmouth con otros niños del pueblo, no puedes pretender que niegue a Elizabeth la
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posibilidad de mejorar, de sacar mejor partido de tus éxitos».
Mientras Bolitho estaba lejos de allí, ella había tenido un parto difícil. El médico
le había advertido a Belinda que era mejor que no tuviera más hijos, y entre ambos
había nacido una relación de frialdad que a Bolitho le costaba aceptar y comprender.
Ella había dicho con severidad en otra ocasión: «Te lo dije desde un principio, yo
no soy Cheney. ¡Si no nos hubiéramos parecido tanto me temo que no te habrías
fijado en mí!».
Bolitho había querido romper la barrera, abrazarla y revelarle su angustia.
Contarle más cosas de su lesión en el ojo y admitir lo que eso podría suponer.
En lugar de eso, la había visto en Londres; más adelante, ambos iban a lamentar
la irreal y amarga hostilidad que se había vivido allí.
Bolitho se tocó los botones y pensó otra vez en Elizabeth. Tenía sólo dieciséis
meses. Miró a su alrededor con súbita desesperación. ¿No jugaría nunca en cobertizos
como aquel? ¿Ni correría alegremente por la arena para luego irse a casa sucia para
ser regañada y amada? Suspiró, y Jenour dijo inmediatamente:
—La Thor ya debe de estar lejos, Sir Richard.
Bolitho asintió. La bombarda había salido la noche anterior. Sólo el cielo sabía si
los espías se habían enterado ya de su propósito. Bolitho se había asegurado de que
corrieran rumores de que la Thor iba a remolcar la barcaza hasta St. Cristopher’s, e
incluso Glassport había dejado de lado su resentimiento proporcionando carga de
cubierta con el nombre claramente marcado del oficial destinatario y su destino.
De todas maneras, ahora era demasiado tarde. Quizás ya lo era cuando salió al
frente de su nueva escuadra para ocuparse a su manera de la necesidad de oro del rey.
Deseos de morir. Estaba clavado en su mente como una púa.
—Sin duda Imrie se alegrará de estar navegando —dijo.
Jenour observó su figura erguida y vio que se había quitado el sombrero y
aflojado su pañuelo de cuello como si quisiera aprovechar al máximo aquel paseo por
la playa.
Bolitho no se apercibió de la mirada pues estaba pensando en sus otros
comandantes. Haven tenía razón en una cosa. Los tres buques que quedaban de su
pequeña fuerza todavía no habían vuelto a English Harbour. O la goleta de Glassport
no había sido capaz de encontrarlos o habían decidido cada uno por separado alargar
el tiempo de patrulla. Pensó en sus caras cuando estaban reunidos en la gran cámara.
Thynne, del tercera clase Obdurate, que estaba todavía siendo reparado de los daños
causados por un temporal, era el único capitán de navío de todos ellos aparte de
Haven. La impresión principal de Bolitho había sido la de juventud y de correcta
cautela. Todos conocían al fallecido Price, y quizás vieran en la estrategia de Bolitho
como si su almirante quisiera sacar provecho de la desafortunada acción del capitán
de fragata.
Se lo había comentado a Jenour, no porque su joven ayudante tuviera la
experiencia o la sabiduría necesarias, sino porque necesitaba compartirlo con alguien
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en quien pudiera confiar.
Como de costumbre, Jenour había apuntado: «Todos conocen su historial, Sir
Richard. ¡Eso es bastante para cualquiera!».
Bolitho le miró detenidamente. Era un hombre joven y entusiasta que no le
recordaba a nadie. Puede que aquella fuera la razón de su elección. Eso y su
desconcertante conocimiento sobre sus hazañas, sus barcos y sus combates.
Los tres bergantines, el Upholder, el Tetrarch y el Vesta, saldrían al día siguiente
con su buque insignia. Era de esperar que no dieran con fragatas enemigas antes de
llegar al dominio continental español. Los bergantines sólo montaban cuarenta y dos
cañones pequeños entre todos. Ojalá su única corbeta hubiera recibido la orden de
reunirse con ellos. Al menos, la Phaedra parecía una fragata pequeña, y en las manos
adecuadas podía actuar como tal. ¿O estaba pensando de nuevo en el primer barco
bajo su mando y en la suerte que había tenido con él?
Bolitho caminó lentamente hacia el extremo de la grada, donde se hundía casi en
el agua. Esta parecía ébano, con algunas sombras y los reflejos ocasionales de las
luces de fondeo o, como en el caso del Hyperion, de las filas de los cuadrados
iluminados de las portas abiertas. Notó como el viento cálido agitaba los faldones de
su casaca e intentó imaginarse la carta náutica, con las incertidumbres que jalonaban
como faros cada una de las seiscientas millas.
Bolitho trató de no irritarse cuando pensó en Haven. No era cobarde, pero se
había mostrado como un hombre acosado por otras preocupaciones más profundas.
Pensara lo que pensara sobre el hecho de haber recibido el mando de un buque
veterano como el Hyperion, Bolitho sabía que no era del todo justo. Puede que fuera
viejo, pero era de mejor andar que la mayoría. Sonrió con tristeza, recordándolo tal
como era cuando se había puesto a su mando por primera vez como joven capitán de
navío. Había estado tanto tiempo de servicio sin entrar en puerto para un carenado
que era insufriblemente lento. Incluso con su forro de cobre, las algas de su fondo
medían varios metros de largo, de modo que yendo a toda vela sólo conseguía ir a la
mitad de velocidad que sus consortes.
Era inusitado que un comandante suscitara el enfado de su almirante, le odiara o
no. El ascenso ya era bastante difícil como para interponer más obstáculos. Haven
rechazaba cualquier oferta de acercamiento personal, como durante el pasaje desde
Inglaterra. La tradición mandaba que estuviera presente en la mesa en la que Bolitho
invitaba a cenar a algunos de los oficiales más jóvenes, y él había estado muy
reservado. Solo entre tantos. Pensó en el retrato de la hermosa mujer de Haven. ¿Era
ella la causa de su humor? Bolitho hizo una mueca de dolor en la oscuridad. Él podía
entenderlo muy bien.
Una barca de pesca de silueta imprecisa pasó junto al bergantín fondeado más
cerca. Podía estar llevando un mensaje al enemigo. Si los Dons descubrían lo que
ellos se proponían hacer, el almirante de La Habana tendría una escuadra entera en el
mar a las pocas horas de recibir la noticia.
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Era hora de volver al embarcadero, donde su lancha le estaría esperando, pero no
sentía ningún deseo de hacerlo. Allí se respiraba tranquilidad, era una vía de escape
del peligro y de la llamada del deber.
La barca de pesca había desaparecido, ignorante de los pensamientos que había
despertado.
Bolitho se quedó mirando las portas abiertas e iluminadas del Hyperion, como si
estuviera aún reteniendo los últimos rayos del tormentoso atardecer o quemándose
por dentro. Pensó en las seiscientas almas que se abarrotaban en el interior de su
redondeado casco y sintió una vez más el peso de la responsabilidad, que mal dirigida
podía acabar con todos ellos.
No pedían mucho, e incluso las comodidades más simples se les negaban
demasiado a menudo. Podía imaginarse a aquellos hombres sin rostro, a los infantes
de marina en sus «barracones», tal como ellos llamaban a su sección de la cubierta,
limpiando y sacando lustre a sus equipos. En las mesas de otros ranchos, entre los
cañones, algunos marineros estarían trabajando en delicadas manualidades, como
minúsculos modelos de barcos de hueso y de conchas. Marineros con las manos muy
curtidas por los cabos y el alquitrán, y aun así, capaces de hacer aquellas cosas tan
magníficas. Los guardiamarinas, de los cuales el Hyperion llevaba ocho, estarían
estudiando para el deseado ascenso a teniente de navío sin más luz que la poca que
les podía brindar una vela en una vieja concha.
Los oficiales aún no habían aparecido apenas, exceptuando algún breve contacto
en cubierta o en alguna cena en su cámara. Con tiempo, demostrarían lo que podían o
no podían hacer. Bolitho dio un sombrerazo a un insecto que zumbaba en la
oscuridad. Y con un líder que los guiara. Todo dependía de esto. Oyó las pisadas de
Jenour sobre la tierra cuando este se fue hacia la parte de arriba del cobertizo.
Luego oyó las ruedas de un carruaje, los cascos de un caballo inquieto golpeando
el suelo y a un hombre intentando calmarlo.
—Es una dama, Sir Richard —susurró Jenour con voz ronca.
Bolitho se dio la vuelta, siendo su corazón el único que delataba sus sentimientos.
En ningún momento tuvo duda alguna sobre quién podía ser a aquellas horas. Quizás
en su fuero interno la había estado esperando, deseando que ella le encontrara. Se
sintió cogido con la guardia baja, como si estuviera desnudo.
Se encontraron bajo la proa de una vieja barca y Bolitho vio que iba cubierta de
pies a cabeza con una larga capa, con la capucha algo suelta sobre su cabello. Detrás
de ella, en la calle, había un carruaje con un hombre junto a la cabeza del caballo y
dos pequeñas lámparas que arrojaban una luz anaranjada sobre el arnés.
Jenour hizo ademán de marcharse pero ella le hizo una seña con la mano para que
no lo hiciera y dijo:
—No hace falta. He traído conmigo a mi doncella.
Bolitho se le acercó pero ella no fue hacia él. Estaba completamente tapada por la
capa y sólo su cara y una cadena de oro en su garganta destacaban en la oscuridad.
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—Te vas muy pronto —dijo ella. Era una constatación—. He venido a desearte
suerte en lo que sea que vayas… —Su voz se fue apagando. Bolitho le cogió la mano,
pero ella dijo rápidamente—: No. Es injusto. —Hablaba sin mostrar emoción, aunque
su leve temblor de voz parecía desmentirlo—. Has hablado con mi marido, ¿no?
—Sí. —Bolitho trató de verle los ojos pero estos estaban también ocultos en la
penumbra—. Pero yo quiero hablar contigo, saber qué has estado haciendo.
Ella levantó la barbilla.
—¿Desde que me dejaste? —Se volvió ligeramente—. Mi marido me ha hablado
de vuestro encuentro en privado. Le has impresionado. No suele admirar a nadie con
facilidad. El hecho de que supieras el nuevo nombre de la fragata…
Bolitho insistió:
—Necesito hablar contigo, Kate. —Vio cómo ella se estremecía.
—En su día te pedí que me llamaras así —dijo ella en voz baja.
—Lo sé. No lo he olvidado. —Se encogió de hombros y supo que podía decir
poco más, que estaba perdiendo un combate en el que no podía luchar.
—Ni yo. He leído todo lo que he podido, como esperando que con el tiempo
podría olvidarme de lo que sentía. El odio no era suficiente… —Se calló—. Estaba
herida… Sufrí mucho.
—No lo sabía.
Ella no le escuchó.
—¿Te imaginabas que tu vida significaba tan poco para mí que podía ver pasar
los años y no resultar herida? ¿Años que no pude compartir…? ¿Tan poco pensabas
que te amaba?
—Pensaba que te habías alejado de mí.
—Quizás lo hice. Nada se me ofreció. Yo quería más que ninguna otra cosa que
triunfaras, que fueras reconocido por lo que eras. ¿Querías que me miraran
despectivamente al pasar como hacen con la puta de Nelson? ¿Cómo habrías capeado
ese temporal, dime?
Bolitho oyó las pisadas de Jenour que se alejaban, pero ya no le importaba.
—Por favor, dame la oportunidad de explicar…
Ella negó con la cabeza.
—Te casaste con otra y tienes una hija, creo.
Bolitho dejó caer sus brazos a los costados.
—¿Y qué hay de ti? Te casaste con él.
—¿Él? —Sacó una mano de debajo de la capa pero la volvió a meter—. Lacey
me necesitaba. Fui capaz de ayudarle. Como te dije, yo quería seguridad.
Se miraron el uno al otro en silencio y entonces ella dijo:
—Ten cuidado en cualquiera que sea la locura en que te estás embarcando.
Posiblemente no te volveré a ver.
Bolitho dijo:
—Saldremos mañana. Pero sin duda él ya te habrá contado eso también.
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Por primera vez, la voz de Catherine creció en apasionamiento e ira.
—¡No utilices ese tono conmigo! He venido esta noche por un amor en el que
creí. No por dolor o por lástima. Si crees que…
Él extendió el brazo y le asió el suyo por encima de la capa.
—No te vayas enfadada, Kate. —Creyó que iba a retirar su brazo y salir aprisa
hacia el carruaje. Pero algo en su tono de voz le retuvo.
Él insistió:
—Cuando pienso en no volverte a ver nunca más me siento culpable, porque sé
que no podría soportarlo.
Ella dijo en un susurro:
—Fue decisión tuya.
—No del todo.
—¿Le contarías a tu esposa que me has visto? Tengo entendido que es muy
hermosa. ¿Podrías hacerlo?
Ella se apartó un poco.
—Tu silencio es la respuesta a mi pregunta.
—No es así de sencillo —dijo Bolitho con amargura.
Ella miró hacia el carruaje y Bolitho vio cómo se le caía la capucha, reflejándose
el resplandor de las lámparas en sus pendientes. Los que él le había regalado.
—Por favor, márchate —dijo ella. Cuando Bolitho hizo ademán de volverla a
coger, ella dio un paso atrás—. Mañana veré alejarse los barcos de tierra. —Se llevó
la mano a la cara—. No sentiré nada, Richard, porque mi corazón, lo poco que me
queda de él, se irá contigo. «¡Ahora vete!».
Entonces, se volvió y salió corriendo del cobertizo con la capa revoloteando a su
espalda hasta que llegó al carruaje.
Jenour dijo con voz ronca:
—Lo siento mucho, Sir Richard…
Bolitho se volvió hacia él.
—¡Ya es un poco más adulto, señor Jenour!
Jenour le siguió aprisa, con la mente aún confusa por lo que había visto y
compartido involuntariamente.
Bolitho se detuvo junto al embarcadero y miró atrás. Las lámparas del carruaje
todavía estaban inmóviles y supo que ella estaba mirándole incluso en la oscuridad.
Oyó acercarse la lancha al embarcadero y de pronto se sintió agradecido. El mar
le reclamaba de nuevo.
* * *
Al mediodía del tercer día en la mar, Bolitho salió a cubierta y caminó por la
banda de barlovento. Era como los otros días, como si nada hubiera cambiado, ni
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siquiera los hombres que estaban de guardia.
Se cubrió los ojos para poder echar un vistazo al gallardete del tope. El viento era
constante, como los días pasados, y soplaba por la aleta de estribor, causando un largo
y regular mar de fondo que se extendía de forma ininterrumpida hacia el horizonte.
Oyó gritar al timonel:
—¡En viento, señor! ¡Sudoeste cuarta al oeste! —Bolitho sabía que lo decía más
por él que por el oficial de guardia.
Observó las largas olas y la facilidad con que el Hyperion elevaba su aleta y
dejaba que rompieran contra su costado. Unos cuantos hombres estaban trabajando
muy por encima de la cubierta, con sus cuerpos bronceados o despellejados
dependiendo del tiempo que llevaran embarcados. No había descanso. Había que
ayustar y pasar nuevos cabos por los motones, alquitranar y llenar los botes de agua
en cubierta para impedir que se abrieran sus costuras bajo aquel sol implacable.
Bolitho notó que el oficial de guardia le estaba mirando e intentó recordar lo que
sabía de él. En un combate, un hombre podía decantar la victoria o la derrota. Pasó
despacio junto a la batayola repleta de coys apretujados. Vernon Quayle era el cuarto
oficial del Hyperion y, a menos que le pararan los pies o muriera en combate, sería un
tirano si alguna vez llegaba a comandante de un buque. Tenía veintidós años y
procedía de una familia de raigambre naval, y aunque era bien parecido tenía
expresión malhumorada y mal genio. Habían sido azotados tres hombres en su
brigada desde su salida de Inglaterra. Haven debería hablar con el segundo
comandante. Puede que ya lo hubiera hecho, aunque el comandante y su segundo
parecían no hablar más que de asuntos rutinarios y de disciplina.
Bolitho intentó no pensar en el Hyperion tal como había sido en su día. Si pudiera
decirse de algún buque de guerra que era un barco feliz en tiempos como aquellos,
ese era el Hyperion de entonces.
Se fue hasta la barandilla del alcázar y miró a lo largo de la cubierta superior, la
plaza del mercado de cualquier buque de guerra.
El velero y sus ayudantes estaban plegando grandes trozos de velas reparadas y
guardando las agujas y rempujos. Salía un fuerte olor a comida por la chimenea del
fogón de la cocina y se le hacía difícil entender cómo podían comer aquellos hombres
cerdo hervido con aquel calor.
Bolitho podía pensar en el café fuerte de Ozzard sobre su lengua, pero la sola idea
de comer le provocó repugnancia. Apenas había comido desde que salieron de
English Harbour. Preocupación, tensión, ¿o era aún aquel sentimiento de culpabilidad
tras volver a ver a Catherine?
El teniente de navío Quayle se llevó la mano al sombrero.
—El Upholder está en su puesto, Sir Richard. El vigía del tope informa cada
media hora. —Sonó como si estuviera a punto de añadir: ¡o se va a enterar!
El casco del Upholder quedaba oculto tras el horizonte y sería el primero en hacer
la señal de haber avistado a la Thor en el punto de encuentro. O no. Bolitho había
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puesto al bergantín en la vanguardia por su comandante, William Trotter, un joven
serio de Devon que le había impresionado en sus primeros encuentros. Se necesitaba
cerebro además de buenos vigías cuando tantas cosas dependían de aquel primer
avistamiento.
El Tetrarch estaba en alguna parte por barlovento, listo para salir disparado si era
necesario, y el tercer bergantín, el Vesta, estaba lejos por popa, siendo su cometido
principal el de asegurarse de que no estaban siendo seguidos por ningún extraño
curioso. Hasta el momento no habían visto nada. Era como si el mar estuviera vacío,
como si algún aviso terrible hubiese despejado la escena.
Mañana estarían lo bastante cerca de tierra para que el vigía la avistara.
Bolitho había hablado con el piloto del Hyperion, Isaac Penhaligon. Haven tenía
suerte al tener a un piloto con tanta experiencia, pensó. «Y yo también». Penhaligon
también era de Cornualles, pero sólo de nacimiento. Había sido embarcado como
grumete a la tierna edad de siete años y desde entonces había parado muy poco por
tierra. Ahora tenía unos sesenta años, y su cara llena de arrugas era del color del
cuero, con unos ojos tan vivarachos que parecían los de una persona más joven
atrapada en su interior. Había servido en un buque correo, en buques de la carrera de
las Indias Orientales y finalmente, y tal como él explicaba, se había puesto la casaca
del rey como ayudante de piloto. Sus aptitudes y su conocimiento de los océanos y
sus climas eran difíciles de superar, pensó Bolitho. Y era una suerte añadida el hecho
de que en su día hubiera navegado por aquellas mismas aguas rechazando bucaneros
y negreros, y que hubiera hecho tantas cosas que nada parecía arredrarle. Bolitho le
había visto tomando alturas al mediodía, con la mirada puesta en los guardiamarinas
reunidos, cuyos conocimientos marítimos y de navegación estaban en sus manos, y
presto a hacer un áspero comentario si las cosas no salían bien. Nunca era sarcástico
con los jóvenes caballeros, pero era muy severo y ellos se sentían intimidados en su
presencia.
Penhaligon había comparado sus cartas marinas y notas con las observaciones de
Price y había comentado con pocas palabras: «Ese sabía de navegación». Un gran
elogio viniendo de él.
Un oficial de mar se acercó al teniente de navío y se llevó la mano a la frente.
Bolitho agradeció que le dejaran solo al ver marcharse deprisa a Quayle. Había visto
la expresión del oficial de mar. No era sólo de respeto por un oficial. Era más bien de
temor.
Dio un golpe en la gastada barandilla caliente por el sol. Pensó en aquel último
encuentro en el cobertizo, en la voz y el fervor de Catherine. Tenía que volverla a ver,
aunque sólo fuera para explicárselo. «¿Explicarle qué?». No haría más que hacerle
daño. A los dos.
Ella le había parecido inaccesible, con muchas ganas de explicarle el daño que le
había hecho, y aun así…
Recordaba vívidamente la primera vez que se vieron, y el momento en que ella le
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había maldecido por la muerte de su marido. Su segundo marido. Antes había estado
casada con un hombre al que casi nunca mencionaba, un temerario soldado de fortuna
que había muerto en España en una reyerta de borrachos. ¿Quién era ella entonces?
¿De dónde venía? Le costaba verla, tan cautivadora y atractiva como era ahora,
abocada a la miseria, tal como se lo había revelado en un momento de intimidad.
¿Y qué había de Somervell? ¿Era tan frío e indiferente como aparentaba? ¿O era
simplemente despectivo y se divertía quizás mientras observaba el despertar de viejos
recuerdos, los cuales podría utilizar o ignorar a su voluntad?
¿Volvería a verla o se pasaría el resto de su vida recordando cómo fue en su día y
por tan poco tiempo, sabiendo que ella estaba pendiente de él en la distancia,
esperando noticias sobre lo que hacía o si caía en combate?
Quayle se había acercado a la rueda del timón y estaba espetándole algo al
guardiamarina de guardia. Al igual que los demás, iba vestido adecuadamente,
aunque debía de estar sudando de mala manera con aquel calor.
Si Keen hubiera sido su capitán de bandera, habría…
Bolitho gritó:
—¡Avisen a mi criado!
—¡Enseguida, Sir Richard! —respondió Quayle de inmediato.
Ozzard salió de la penumbra de debajo de la toldilla y entrecerró los ojos ante el
resplandor, resultando más parecido que nunca a un topo. Pequeño, fiel y siempre
dispuesto a servir a Bolitho en cualquier cosa. Incluso le había leído cuando él estaba
parcialmente ciego, y anteriormente, cuando había sido alcanzado por una bala de
mosquete. Era sumiso y tímido, pero debajo había otra clase de persona. Tenía una
buena educación y había sido en su día el secretario de un abogado; había huido al
mar para evitar un proceso judicial y, según algunos, la soga del verdugo.
—Tome mi casaca, si es tan amable —dijo Bolitho. Ozzard ni siquiera parpadeó
cuando el vicealmirante le lanzó la casaca sobre el brazo y seguidamente le entregó
su sombrero.
Algunos hombres le miraron con los ojos bien abiertos. Puede que para el día
siguiente Haven les hubiera dicho a sus oficiales que estuvieran en camisa en cubierta
y dejaran así de sufrir en silencio. Si para hacer un oficial se necesitaba un uniforme,
no había esperanza alguna para nadie.
Ozzard esbozó una leve sonrisa y se dirigió deprisa a la penumbra con alivio.
Había conocido muchas facetas de Bolitho, sus estados de excitación y de
desesperación. De esta última había pasado demasiados, pensó.
Pasó junto al centinela de infantería de marina y entró en la gran cámara; el
mundo que compartía con Bolitho, donde el rango era poco importante. Levantó la
casaca y buscó en ella restos de alquitrán o hebras de hilos sueltos. Entonces vio su
propio reflejo en el espejo y se acercó la casaca a su pequeño cuerpo. Esta le llegaba
casi hasta los tobillos, lo que le provocó una pequeña sonrisa.
Agarró con fuerza la casaca cuando se vio a sí mismo en aquel horrible día en que
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el abogado le mandó a casa antes de hora.
Había encontrado a su joven esposa desnuda en los brazos de un hombre al que
conocía y respetaba desde hacía años.
Le estaban engañando, y había sido un suplicio para él verlos allá juntos. Más
tarde, cuando salió de la pequeña casa de Wapping Wall, a orillas del río Támesis, vio
en las casas de enfrente el nombre de un despacho. Tom Ozzard, Escribiente. En aquel
mismo instante había decidido que esa iba a ser su nueva identidad.
No había vuelto atrás la vista ni una sola vez hacia la habitación donde había
acabado con sus mentiras con un hacha, con la que les había destrozado hasta no
dejar nada que pudiera reconocerse como una forma humana.
En Tower Hill había topado con la partida de reclutamiento; nunca andaban lejos,
siempre con la esperanza de encontrar algún voluntario o algún borracho que aceptara
una moneda para encontrarse más tarde en un buque de guerra hasta que fuera
despedido o muriera en la mar.
El teniente al mando le había mirado primero con escepticismo y luego con cierto
regocijo. Lo que el rey necesitaba eran buenos marineros, hombres fuertes y jóvenes.
Ozzard dobló cuidadosamente la casaca. Ahora era distinto. Aceptarían a un
lisiado con muletas si se diera la ocasión.
Tom Ozzard, repostero de un vicealmirante, que sufría no con temor sino con
verdadero terror los combates, en los cuales el barco temblaba y se tambaleaba a su
alrededor, un hombre sin pasado y sin futuro.
Ozzard sabía, en el fondo de su ser, que un día volvería a aquella pequeña casa de
Wapping Wall. Entonces, y sólo entonces, se enfrentaría a lo que había hecho.
* * *
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V
LIDERAZGO
Bolitho subió por la tablazón mojada hacia la banda de barlovento del alcázar y se
agarró a la batayola. Todavía estaba oscuro, y sólo los espectros de los rociones que
saltaban por encima del casco rompían la negrura del mar.
Una sombra más oscura cruzó el alcázar para confundirse con el pequeño grupo
que estaba junto a la barandilla, donde Haven y dos de sus oficiales recibieron las
novedades y dieron nuevas órdenes.
Se oyeron unos murmullos procedentes de la cubierta de baterías y Bolitho pudo
imaginarse a los marineros trabajando alrededor de los invisibles dieciocho libras,
mientras, en la cubierta inferior, la batería más pesada de los treinta y dos libras, aún
con el mismo ajetreo, permanecía en silencio. Allá abajo, bajo los enormes baos del
techo, las dotaciones de los cañones estaban acostumbradas a manejar sus cargas en
una oscuridad permanente.
Los pitos habían dado la orden de desayunar aún más pronto de lo habitual, una
precaución posiblemente innecesaria porque cuando llegara el amanecer todavía se
encontrarían fuera de la vista de tierra, exceptuando, con un poco de suerte, a los
vigías del tope. En la última hora, el Hyperion había cambiado su rumbo y navegaba
derecho al oeste, con sus vergas fuertemente braceadas y como único trapo la vela
trinquete y las gavias. Eso explicaba el movimiento incómodo y turbulento del barco,
aunque Bolitho había notado el cambio de tiempo tan pronto como había puesto sus
pies sobre la alfombra húmeda que estaba junto a su catre.
El viento era constante pero había aumentado; no mucho, pero tras la aparente
calma y el mar de fondo suave que habían tenido, a su lado parecía violento.
Todos los que estaban cerca sabían que él estaba en cubierta, y habían pasado
discretamente a la banda de sotavento para dejarle espacio para caminar, si quería.
Levantó la vista hacia el aparejo y vio las gavias fuertemente braceadas por primera
vez. Estaban flameando ruidosamente, mostrando su desagrado por la gran tensión a
que estaban sometidas.
Había estado despierto la mayor parte de la noche, pero cuando llamaron a los
hombres y empezó el trabajo de preparar el barco para lo que pudieran encontrarse
delante, le habían entrado unas extrañas ganas de dormir.
Allday había entrado sigilosamente en la cámara, y mientras Ozzard sacaba como
por arte de magia su café cargado, el corpulento patrón le había afeitado a la luz de
una lámpara que se movía en espiral.
Allday todavía no se había librado de la pesadumbre que le había provocado su
hijo. Bolitho podía recordar su euforia al descubrir que tenía un hijo de veinte años
del que no había sabido nada y que había decidido ir con él cuando su madre, un
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antiguo amor de Allday, había muerto.
Más tarde, a bordo del cúter Supreme y después de que Bolitho cayera casi
completamente ciego, Allday había abrigado la sospecha de que su hijo, también
llamado John, era un cobarde por haber corrido abajo justo en el momento en que
Bolitho más le necesitaba.
Ahora sabía que no era cierto. Quizás había tenido miedo a los disparos del
combate, pero no era un cobarde. Se necesitaba un corazón valiente para disimular el
miedo cuando el hierro enemigo batía contra las cubiertas.
Pero su hijo había pedido dejar el barco al llegar a Inglaterra. Por Allday y para la
tranquilidad de todos, había hablado con el oficial al mando de los guardacostas de
cerca de Falmouth, y le había pedido que le buscara un puesto para él. Su hijo,
apellidado Bankart como su madre, era un buen marinero y podía tomar rizos, ayustar
cabos y llevar la caña como cualquier marinero experimentado de un buque del rey.
Había ocupado el cargo de segundo patrón en la presa Argonaute ayudando a Allday,
que era demasiado orgulloso para admitir que la terrible herida de su pecho le estaba
poniendo las cosas difíciles. Además, así Allday había podido tenerle vigilado, hasta
el día en que Bolitho fue herido a bordo del pequeño cúter.
A Bolitho no le gustaba pedir favores a nadie, y menos apoyándose en su rango, y
ahora no estaba seguro de haber hecho lo correcto. Allday no dejaba de darle vueltas,
y cuando no estaba de servicio pasaba demasiado tiempo solo o sentado bebiendo ron
en la repostería de Ozzard.
«Los dos estamos pasándolo mal». Como un perro y su amo. Ambos temerosos
de que el otro pudiera morir antes.
Una voz juvenil exclamó:
—¡Amanece, señor!
Haven murmuró algo y entonces cruzó a la banda de barlovento. Se llevó la mano
al sombrero en la oscuridad.
—Los botes están listos para ser arriados, Sir Richard. —Parecía más formal que
nunca—. Si el Upholder está en su puesto, deberíamos hacerlo con tiempo de sobra
por si hay que hacer zafarrancho de combate.
—Estoy de acuerdo. —Bolitho se preguntó qué había detrás de aquella
formalidad. ¿Estaba esperando ver ondear la señal del Upholder anunciando que tenía
a la Thor a la vista? ¿O esperaba que el mar apareciera desierto y que sus esfuerzos y
su preparación fueran una pérdida de tiempo? Y añadió—: Nunca me canso de ver las
primeras luces. —Juntos contemplaron el primer rayo de sol cuando asomó por el
horizonte como un fino hilo de oro. Con el Hyperion en el rumbo actual, el sol saldría
casi justo por popa para teñir una vela tras otra y después iluminar por proa como
para mostrarles el camino hacia tierra.
—Sólo espero que los Dons no sepan que estamos tan cerca —comentó Haven.
Bolitho disimuló una sonrisa. Haven haría que Job pareciera un optimista.
Otra figura cruzó la cubierta y esperó a que Haven le viera. Era el segundo
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comandante.
Haven se alejó unos pasos.
—¿Y bien? ¿Qué ocurre ahora? —Hablaba en voz muy baja, pero la hostilidad
era evidente.
Parris dijo con calma:
—Los dos hombres que han de ser castigados, señor. ¿Puedo decirle al armero
que aplace el castigo hasta…?
—De ninguna manera, señor Parris. La disciplina es la disciplina y no permitiré
que esos hombres dejen de recibir su merecido porque podamos estar cerca de un
combate con el enemigo.
Parris no cedió terreno.
—No fue nada serio, señor.
Haven asintió, satisfecho.
—Uno de ellos es de su brigada, ¿me equivoco? ¿Laker, no? Insolencia hacia un
oficial de mar.
Los ojos de Parris parecieron brillar con luz propia cuando los primeros rayos del
sol alcanzaron la tablazón del barco.
—Los dos perdieron los estribos, señor. El oficial de mar le llamó hijo de puta. —
Pareció relajarse, sabiendo que la batalla ya estaba perdida—. ¡Yo mismo le habría
arrancado su maldita lengua, señor!
Haven dijo entre dientes:
—¡Hablaré con usted más tarde! ¡Esos hombres serán azotados a las seis
campanadas!
Parris se llevó la mano al sombrero y se marchó.
Bolitho oyó decir al comandante:
—¡Maldito cerdo!
No tenía que entrometerse. Bolitho miró la salida del sol, pero el momento se
había estropeado con lo que había oído.
Tendría que hablar con Haven de ello más tarde, cuando estuvieran solos. Lanzó
una mirada al mastelero de mesana cuando un rayo de sol pasó entre los obenques y
la jarcia de labor. Si esperaba a que entraran en acción podría ser demasiado tarde.
Las palabras parecieron retumbarle en su cabeza. Si caigo… Cualquier barco era
únicamente tan fuerte como lo era su comandante. Si algo salía mal… Miró a su
alrededor, apartado ya Haven de sus pensamientos, cuando el vigía del tope aulló:
—¡Vela a la vista al sudoeste!
Bolitho cerró los puños. Debía de ser el Upholder, en su puesto exacto. Había
estado acertado al escogerlo para la vanguardia.
—Prepárese para virar, comandante Haven —dijo.
Haven asintió.
—Pite gente a la brazas, señor Quayle.
Otro rostro apareció en escena; el compañero de Bolitho en la guardia de mañana
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del día anterior. La clase de oficial que no tendría compasión alguna en un castigo de
azotes.
—¿Tiene usted a un buen hombre allí arriba? —preguntó Bolitho.
Haven se quedó mirándole, con la cara aún oculta en la penumbra.
—C-creo que sí, señor.
—Mande a un marinero experimentado. A un ayudante de piloto, por ejemplo.
—A la orden, señor. —Haven sonaba tenso, enfadado consigo mismo por no
haber pensado en algo tan simple. No podía echarle las culpas a Parris por eso.
Bolitho miró a su alrededor cuando las sombras cercanas fueron tomando forma y
personalidad. Dos jóvenes guardiamarinas, ambos en su primer barco, el oficial de
guardia, y bajo el saltillo de popa vio la alta y corpulenta figura de Penhaligon, el
piloto. No daba muestra alguna de si estaba satisfecho con sus progresos, pensó
Bolitho.
—¡Ah de cubierta! ¡Upholder a la vista!
Bolitho supuso que aquella voz era la de Rimer, el ayudante de piloto que estaba
de guardia. Era un hombre pequeño y bronceado, con los rasgos tan arrugados que
parecía un marino de otra época. El otro barco era poco más que un punto borroso
bajo la tenue luz del sol, pero la experiencia de Rimer y su aguda vista le bastaban
para saberlo.
—Señor Jenour, suba a la arboladura con un catalejo —dijo Bolitho. Se apartó a
un lado cuando el joven oficial se apresuró hacia los obenques—. Confío en que trepe
tan rápido como cabalga, ¿eh?
Vio el destello de los dientes de Jenour al volverse y sonreírle. Entonces
desapareció moviendo los brazos y las piernas con la agilidad de un gaviero diestro.
Haven cruzó la cubierta y levantó la mirada hacia los calzones blancos de Jenour.
—Pronto habrá suficiente luz, señor.
Bolitho asintió.
—Entonces sabremos.
Se cogió las manos bajo los faldones de la casaca cuando les llegó la voz de
Jenour.
—¡Señal del Upholder, señor! ¡Han avistado la Thor!
Bolitho trató de no mostrar excitación ni sorpresa. Imrie lo había logrado.
—¡Conteste la señal! —Tuvo que abocinar sus manos para gritar por encima del
ruido del aparejo y las velas. No había más señales del Upholder, lo que significaba
que nada había salido mal hasta el momento y que la torpe barcaza iba aún a
remolque sin problemas.
Dijo:
—Cuando los demás estén a la vista, comandante Haven, hágales una señal para
que procedan según lo previsto. No hay tiempo para otra reunión. Hay que tener
presente que pueden descubrirnos antes de que estemos todos en posición.
Se fue otra vez hasta la batayola. No tenía sentido mostrarle sus dudas a Haven.
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Miró a la arboladura al cobrar vida el aparejo y las vergas bajo la luz del sol. Era
extraño que nunca hubiera conseguido dominar su aversión a las alturas. Como
guardiamarina, había afrontado cada subida a la arboladura para ayudar a acortar o
dar vela como un reto aislado. Por la noche, en particular, con las vergas inclinadas
hacia la espuma revuelta y con la cubierta reducida a poco más que una mancha
difusa y lejana bajo sus pies, había experimentado un terror irreductible.
Vio a unos infantes de marina en la cofa de mesana, con sus casacas de un color
rojo vivo mientras se asomaban por encima del parapeto para observar al bergantín
Upholder. A Bolitho le hubiera encantado trepar y pasar junto a ellos
despreocupadamente, como había hecho Jenour. Se tocó el párpado izquierdo y
pestañeó ante el reflejo del sol. De momento veía con claridad, pero la preocupación
siempre estaba ahí.
Miró a lo largo de la cubierta superior y vio a las dotaciones de los cañones
abandonando sus posiciones para realizar sus tareas habituales tras desvanecerse la
tensión junto con la noche.
Eran tantas millas. Y tantos recuerdos. Durante la noche, mientras yacía despierto
en su catre escuchando el borboteo del agua en el timón y los crujidos del barco,
había recordado aquella vez en que el Hyperion había navegado por allí siendo él su
comandante. Habían pasado rápidamente junto a la isla de Pascua en la oscuridad y
podía acordarse con exactitud de aquel ataque al alba sobre los buques franceses allí
fondeados. Y hacía nueve años de eso. El mismo barco. Pero ¿era él aún el mismo
hombre?
Levantó la mirada hacia la cofa de mesana y de repente se enfadó consigo mismo.
—Deme ese catalejo, si es tan amable. —El sorprendido guardiamarina se lo dio
y Bolitho se dirigió con determinación a los obenques de barlovento. Percibió la
mirada de Haven y vio a Parris intentando no mirar desde el pasamano de babor,
donde estaba hablando con Sam Lintott, el contramaestre; probablemente diciéndole
cuándo tenía que aparejar los enjaretados para que pudieran ejecutarse los castigos tal
como se había ordenado.
Entonces vio a Allday mirándole con los ojos entrecerrados desde la cubierta
principal, con sus mandíbulas atacando un trozo de galleta a la vez que, también él,
mostraba su sorpresa. Bolitho se encaramó a los obenques y notó cómo vibraban los
flechastes con cada paso mientras el gran catalejo de señales rebotaba en su cadera
como un carcaj lleno de flechas.
Era más fácil de lo que recordaba, pero cuando llegó a la cofa decidió que ya era
bastante.
Los infantes de marina se echaron atrás, dándose golpecitos y sonriéndose unos a
otros. Bolitho fue capaz de acordarse del nombre del cabo, un hombre de aspecto
temible que era cazador furtivo en Norfolk antes de alistarse en el cuerpo. Con
muchas prisas, había insinuado misteriosamente el mayor Adams:
—¿Dónde está, cabo Rogate?
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El infante de marina apuntó con la mano.
—¡Allá, señor! ¡Por la amura de babor!
Bolitho apuntó el largo catalejo y observó cómo la estrecha popa y las vergas
braceadas del bergantín aparecían a través de la lente. Unas figuras se movían por el
alcázar del Upholder; que navegaba fuertemente escorado mostrando su brillante
forro de cobre al sol del amanecer.
Bolitho esperó a que el Hyperion recuperara su vertical y que la cofa dejara de
vibrar, y detrás del Upholder vio una pirámide de velas de color algo tostado. La
Thor estaba esperándoles puntualmente.
Bajó el catalejo para concentrarse mejor en sus pensamientos. ¿Había decidido ya
y desde el mismo principio que él iba a liderar el ataque? Si fracasaba, sería hecho
prisionero, o… Mostró una sonrisa lúgubre. No podía pensar en el «o».
El cabo Rogate vio la sonrisa secreta y se preguntó cómo se la iba a describir a los
otros durante la próxima guardia abajo. Y cómo el almirante había hablado con él,
exactamente como otro infante de marina. «Era uno de los nuestros».
Bolitho sabía que si enviaba a otro oficial y el plan fallaba, la culpa se la echarían
a él igualmente.
Tenían que confiar en él. En el fondo, Bolitho sabía que los próximos meses eran
cruciales para Inglaterra, y para la flota en particular. El liderazgo y la confianza iban
de la mano. Para la mayoría de los hombres que estaban bajo su mando era un
extraño, y su confianza tenía que ganársela.
Pensó en su planteamiento con súbito desprecio. Deseos de muerte. ¿Era eso parte
de ello, también?
Se concentró en la sólida silueta del bergantín que se hundía y se elevaba a través
de las grandes olas. En el fondo de su mente podía ver ya la tierra tal como iba a
aparecer cuando se acercaran más. El fondeadero de La Guaira consistía
principalmente en una rada abierta frente a la población. Se sabía que estaba
fuertemente defendida por varias fortalezas, algunas de las cuales habían sido recién
construidas a causa de las idas y venidas de los buques tesoro. Aunque La Guaira
estaba sólo a unas seis millas de la capital, Caracas, solamente podía llegarse a esta
por una carretera tortuosa y montañosa con una longitud de cuatro veces esa
distancia.
Tan pronto como el Hyperion y sus consortes fueran avistados, las autoridades
españolas haría llegar la noticia a la capital con la mayor rapidez posible. Como eso
podía tardar cierto tiempo a causa de esa carretera tan precaria, La Guaira era como
una isla, pensó. Toda la información que habían podido recabar de los mercantes y
los buques que rompían el bloqueo apuntaban a que la fragata apresada Consort
estaba en Puerto Cabello, a ochenta millas más al oeste siguiendo la costa continental.
Pero ¿y si el enemigo no se tragaba la estratagema y no se creía que los buques de
guerra ingleses estaban intentando destruir la nueva incorporación de su flota?
Gran parte dependía de los mapas y observaciones de Price y, sobre todo, de la
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suerte.
Miró a la lejana cubierta y se mordió el labio. Sabía que nunca habría enviado a
un subordinado para llevar a cabo la misión, ni siquiera nueve años antes, cuando
estaba al mando del Hyperion. Lanzó una mirada a los infantes de marina.
—Pronto vais a tener trabajo, muchachos.
Se deslizó hacia las arraigadas de los obenques, más consciente de sus caras
dibujando enormes sonrisas que del viento que sacudía su casaca como si quisiera
lanzarle sobre cubierta. «Era tan fácil». Una palabra, una sonrisa y morirían por uno.
Sintió remordimientos y humildad a la vez.
Para cuando llegó al alcázar su mente se había aclarado.
—Muy bien. Dentro de una hora cambiaremos el rumbo al sudoeste. —Vio como
los otros asentían—. Haga que el Upholder y el Tetrarch se acerquen más a tierra. No
quiero que los Dons se acerquen lo bastante como para ver nuestra fuerza. —Vio que
el piloto esbozaba una sonrisa irónica y añadió—: O nuestra falta de ella. La Thor se
mantendrá a barlovento nuestro junto con el Vesta. Háganme saber cuándo hay luz
suficiente para hacer señales. —Se volvió para dirigirse hacia popa y entonces se
detuvo—. Comandante Haven, venga un momento si es tan amable.
En la gran cámara, la luz del sol cada vez más intensa dibujaba extrañas formas
en la sal endurecida que se había incrustado en los ventanales de popa. La mayor
parte del barco estaba en zafarrancho de combate desde antes del amanecer. Los
aposentos de Bolitho eran como un recordatorio de tiempos mejores hasta que los
mamparos eran derribados y los muebles de la cámara que señalaban su vida allí eran
llevados a la seguridad de la bodega. Echó un vistazo a los tubos negros de los
cañones de nueve libras que miraban a sus portas cerradas a ambos lados de la
cámara. Así aquellas dos beldades tendrían espacio para sí.
Haven esperó a que Ozzard se retirara y cerrara la puerta del mamparo, y se
quedó de pie con los pies algo separados y el sombrero cogido con las dos manos.
Bolitho miró el agua que se veía tras los vidrios manchados.
—Tengo intención de transbordar a la Thor al anochecer. Usted se quedará en el
Hyperion, con el Vesta y el Tetrarch. Mañana al alba deberá estar a la vista de Puerto
Cabello; el enemigo pensará que pretende atacar. No sabrán de qué fuerzas dispone
usted. Hemos tenido suerte de llegar hasta aquí sin que nos detectaran. —Se volvió a
tiempo para ver al comandante agarrando su sombrero con tanta fuerza que lo retorcía
entre sus dedos. Esperaba un arrebato o quizás el esbozo de una estrategia alternativa.
Haven no dijo nada, pero se quedó mirándole como si no le hubiera entendido bien.
Bolitho prosiguió con calma:
—No hay otro camino. Si tenemos que capturar o destruir un buque tesoro tiene
que hacerse estando fondeado. Tenemos muy pocos barcos para una búsqueda amplia
si se nos escabulle.
Haven tragó saliva.
—Pero, el hecho de que vaya usted, señor… En mis años de experiencia nunca he
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visto una cosa así.
—Con la ayuda de Dios y un poco de suerte, comandante Haven, yo estaré en
posición en los bajos del oeste de La Guaira en el mismo momento en que usted haga
su simulacro de ataque. —Le miró de frente—. No arriesgue sus barcos. Si llega una
gran fuerza enemiga, desistirá de la acción y se alejará. El viento sigue soplando
constante del norte cuarta al noroeste. El señor Penhaligon cree que puede rolar
inmediatamente, lo que iría más a nuestro favor.
Haven miró alrededor de la cámara como buscando una escapatoria.
—Puede que se equivoque, señor.
Bolitho se encogió de hombros.
—No me atrevería a discrepar de nuestro piloto.
Pero su intento de aliviar la tensión se reveló inútil cuando Haven espetó:
—Si me veo obligado a retirarme, ¿quién se va a creer…?
Bolitho miró a lo lejos para ocultar su decepción.
—Haré redactar nuevas órdenes para usted. Nadie le hará responsable de ello.
—¡No lo estaba planteando sólo para mi provecho, señor!
Bolitho se sentó en el banco y trató de no pensar en todas aquellas veces en que se
había sentado allí. Esperanzas, planes, preocupaciones.
—Necesitaré treinta marineros de su dotación —dijo—. Al mando de ellos
preferiría un oficial al que conozcan.
Haven respondió inmediatamente:
—¿Puedo proponerle a mi segundo, señor?
Sus miradas se encontraron. «Pensaba que lo haría». Asintió.
—De acuerdo.
Sonaron pitadas desde el alcázar y Haven miró hacia la puerta.
Bolitho dijo bruscamente:
—Aún no he terminado. —Trató de permanecer tranquilo, pero el
comportamiento de Haven era enervante—. Si el enemigo envía una fuerza contra sus
barcos no habrá manera de que pueda usted cubrir mi retirada de La Guaira.
Haven levantó ligeramente el mentón.
—Si usted lo dice, Sir Richard.
—Lo digo. En ese caso asumirá usted el mando de la flotilla.
—¿Puedo preguntarle qué va a hacer usted?
Bolitho se puso en pie.
—Lo que he venido a hacer. —Se apercibió de que Allday estaba esperando cerca
de la puerta. Tendría otra discusión cuando le dijera que no iba a venir con él a la
Thor.
—Antes de que se vaya, comandante Haven… —Intentó no pestañear cuando la
bruma se cernió con insistencia sobre su ojo izquierdo—. No azote a esos hombres.
No puedo inmiscuirme porque todos a bordo sabrían que he tomado partido. Es algo
que ya demostró usted saber cuando discutió con su segundo en mi presencia. —
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Creyó ver ligeramente más pálido el semblante de Haven—. Bien sabe Dios que esta
gente ya tiene bastante, y ver a sus compañeros de rancho azotados antes de recibir la
orden de entrar en combate no puede hacer nada más que daño. La lealtad es de
fundamental importancia, pero recuerde que mientras esté usted bajo mi insignia, la
lealtad funciona en ambos sentidos.
Haven retrocedió unos pasos.
—Espero saber cuál es mi deber, Sir Richard.
—Yo también lo espero. —Observó como se cerraba la puerta y entonces
exclamó—: ¡Maldito sea!
Pero fue Jenour el que entró en lugar de Allday, limpiándose el alquitrán de los
dedos con un pedazo de trapo.
Miró a Bolitho como si intentara calibrar su talante y dijo:
—Una magnífica vista desde allá arriba. He venido a informarle de que se han
hecho sus señales y que han sido contestadas. —Levantó la vista cuando se oyeron
unas pisadas encima y retumbaron voces desde la cubierta principal—. Estamos a
punto de cambiar el rumbo, Sir Richard.
Bolitho apenas le escuchaba.
—¿Qué pasa con ese hombre, eh?
—Le ha dicho usted lo que pretende hacer, ¿no? —replicó Jenour.
Bolitho asintió.
—Creía que cualquier comandante saltaría de alegría ante la oportunidad de
deshacerse de su almirante. Yo lo hice. —Miró alrededor de la cámara con inquietud
—. En vez de eso, no piensa en otra cosa que… —Se refrenó. Era inadecuado hablar
del capitán de bandera con Jenour. ¿Estaba tan aislado que no podía encontrar ningún
otro consuelo?
Jenour dijo con sencillez:
—No soy tan impertinente como para decir lo que pienso, Sir Richard. —Alzó la
mirada y añadió—: Pero yo me atendría a cualquier cosa que usted me ordenara.
Bolitho se relajó y le dio una palmada en el hombro.
—¡Dicen que la fe mueve montañas, Stephen!
Jenour se quedó mirándole fijamente. Bolitho le había llamado por su nombre.
Probablemente era un error.
Bolitho dijo:
—Transbordaremos a la Thor antes del anochecer, Stephen, puesto que tenemos
un largo camino a recorrer.
No era ningún error. Jenour parecía radiante. Titubeó:
—Su patrón está esperando fuera, Sir Richard. —Observó cómo Bolitho cruzaba
con grandes zancadas la cámara y se quedó helado al verle chocar con una silla que
Haven debía de haber movido.
—¿Está usted bien, Sir Richard? —Se apartó cuando Bolitho se volvió hacia él.
Pero esta vez no había ira en sus expresivos rasgos.
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—El ojo me da algunos problemas. No es nada. Haga pasar a mi patrón.
Allday se cruzó con su ayudante y dijo:
—Quiero dar mi opinión, Sir Richard. Cuando vaya a esa bombarda —casi
escupió la palabra—, yo iré a su lado. Como siempre, y el resto me importa un carajo,
con todos los perdones, Sir Richard.
—Ha estado bebiendo, Allday —replicó Bolitho.
—Un poco, señor. Sólo unos cuantos tragos antes de que dejemos el barco. —
Ladeó la cabeza como un perro—. Nos vamos, ¿no es así, señor?
Le salió con sorprendente facilidad:
—Sí, viejo amigo. Juntos. Una vez más.
Allday le miró con semblante serio, notando su desesperación.
—¿Qué pasa, señor?
—Casi se lo he dicho a ese joven, Jenour. Me ha salido casi sin… —Hablaba para
sí en voz alta—. Que tengo terror a quedarme ciego.
Allday se humedeció los labios.
—El joven señor Jenour le mira un poco como a un héroe, señor.
—No como usted, ¿eh? —Pero ninguno de los dos se rió.
Allday no le había visto así desde hacía mucho tiempo, desde…
Se maldijo a sí mismo, se echó la culpa por no estar allí cuando se le necesitaba.
Se enfadaba cuando comparaba a Haven con el comandante Keen o con Herrick.
Miró alrededor de la cámara en la que habían compartido y perdido tanto juntos.
Bolitho no tenía a nadie con quien compartirlo, para aligerar la carga. En los ranchos,
los marineros creían que al almirante no le faltaba nada. Por todos los demonios, eso
era justamente lo que tenía. Nada.
Allday dijo:
—Sé que no soy quien para decirlo, pero…
Bolitho negó con la cabeza.
—¿Desde cuándo le ha impedido eso hacerlo?
—No sé cómo decirlo en el lenguaje de los oficiales —dijo Allday. Inspiró
profundamente—. La esposa del comandante Haven va a tener un hijo, es probable
que haya parido ya. No me extrañaría.
Bolitho se quedó mirándole.
—¿Y hay algo más?
Allday intentó no soltar un gran suspiro de alivio al ver la impaciencia que
mostraban los ojos grises de Bolitho.
—Él cree que el padre puede ser otro, por decirlo así.
Bolitho exclamó:
—Bueno, incluso suponiendo… —Miró a lo lejos, sorprendido, cuando no tenía
por qué estarlo, ante los conocimientos de Allday—. Entiendo. —No era la primera
vez. Un hombre en la mar, una mujer aburrida y un pretendiente. Pero había sido
Allday el que había tenido que contárselo.
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Bolitho le miró con tristeza. ¿Cómo podía dejarle allí? ¡Qué pareja! El uno
malherido por la estocada de un sable español y el otro quedándose ciego poco a
poco.
—Voy a escribir unas cartas —dijo.
Se miraron el uno al otro sin decir nada. Cornualles a finales de octubre. El cielo
gris y los variados tonos de las hojas caídas. Los sonidos del campo, donde los
agricultores se dedicaban a reparar los muros y las vallas. La milicia entrada en años
haciendo instrucción en la plaza de la iglesia en la que Bolitho se había casado.
Allday se dirigió hacia la repostería de Ozzard. Le pediría al pequeño criado que
le escribiera por él una carta a la hija del posadero de Falmouth, aunque sólo el cielo
sabía si llegaría algún día.
Pensó en Lady Belinda y en el momento en que la encontraron en el carruaje
volcado. Y en la mujer llamada Catherine, que aún parecía abrigar sentimientos hacia
Bolitho. Una mujer muy guapa, pensó, pero también un montón de problemas.
Sonrió. Era la mujer de un marino, sin que importara los encantos que arbolaban sus
vergas. Y si era buena para Bolitho, eso era todo lo que importaba.
Solo en su mesa, Bolitho se acercó un papel y observó cómo la luz del sol daba en
la pluma como si fuera fuego.
En su cabeza podía ver las palabras tal como las había escrito en otras ocasiones.
«Mi querida Belinda».
A mediodía, salió a cubierta para su paseo, y cuando Ozzard entró en la cámara
para ordenar las cosas, vio el papel con la pluma al lado. Ninguno de los dos había
sido usado.
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VI
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a subir a la arboladura una vez más, esta vez a la cofa de mayor, y a través de la
bruma creciente había visto las reveladoras manchas de La Guaira. También la gran
cordillera de color gris azulado de las Montañas de Caracas, y más al oeste los
impresionantes picos de la Silla de Caracas.
Penhaligon podía estar con toda razón orgulloso de su navegación, pensó. Allday
apenas se apartaba de él tras subir a bordo de la bombarda y podía oír su respiración
irregular y sus dedos tamborileando en la empuñadura de un enorme machete.
Eso hizo que Bolitho se llevara la mano a la poco familiar forma del alfanje que
llevaba atado a la cintura. La perspectiva de acción dentro de territorio enemigo
estaba en la mente de todos, pero Bolitho albergaba dudas sobre si Allday había
malinterpretado su decisión de dejar el viejo sable de la familia en el Hyperion. Casi
lo había perdido en una ocasión. Allday se acordaba de eso y pensaría que lo dejaba
con Ozzard sólo porque pensaba que podía no volver.
Adam llevaría el sable algún día. No volvería a caer otra vez en manos enemigas.
Más tarde, en la pequeña cámara de Imrie, observaron inclinándose sobre la mesa
la carta náutica con los ventanales de popa cerrados. La Thor estaba en zafarrancho
de combate, pero sólo le llegaría la oportunidad si la primera parte del plan tenía
éxito. Bolitho siguió la retorcida línea de los bajos con el compás de puntas, tal como
Price debía de haber hecho antes de que su barco encallara. Notó que los otros se
agolpaban a su alrededor; Imrie y su ayudante de piloto más veterano, el teniente de
navío Parris y el segundo oficial de la Thor, que cubriría el ataque.
Bolitho se preguntó por un momento si Parris estaría pensando en los azotes, que
habían sido anulados por orden de Haven. O en el hecho de que Haven hubiera
insistido en que los dos inculpados fueran incluidos en la partida que iba a llevar a
cabo la incursión. Puede que quisiera a todos los huevos podridos en la misma cesta,
pensó.
Sacó su reloj y lo dejó bajo una lámpara colgada baja.
—La Thor fondeará antes de media hora. Se arriarán todos los botes
inmediatamente, con el chinchorro al frente. Se ha de tomar la profundidad, pero no
de forma innecesaria. El sigilo es fundamental. Tenemos que estar en posición al
amanecer. —Lanzó una mirada a sus semblantes ceñudos—. ¿Preguntas?
Dalmaine, el segundo oficial de la Thor, levantó la mano.
—¿Qué pasa si el Don se ha movido, señor?
Era sorprendente lo fácil que les resultaba decir lo que pensaban, pensó Bolitho.
Sin las intimidantes charreteras de vicealmirante y estando en su propio barco, habían
expresado ya sus ideas y también sus preocupaciones. Era como estar de nuevo en
una fragata o en una corbeta.
—Entonces habremos tenido mala suerte. —Bolitho sonrió y vio que los ojos de
Jenour miraban el compás de puntas de latón con el que golpeteaba sobre la carta
marina—. Pero no ha habido informes de ningún buque grande por aquí.
El teniente de navío insistió:
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—¿Y la batería, señor? Supongamos que no podamos tomarla por sorpresa…
Fue Imrie el que contestó:
—Entonces le diría, señor Dalmaine, ¡que todo lo que le hace enorgullecerse de
sus morteros estaba injustificado!
Los demás se rieron. Era el primer signo de buen humor.
Bolitho dijo:
—Destruiremos la batería y así la Thor podrá seguir su camino entre las barras de
arena. Sus carronadas se encargarán de cualquier bote de ronda que haya allí. —Se
irguió con cuidado para no darse con los baos del techo—. Y entonces atacaremos.
—¿Y si nos rechazan, señor? —preguntó Parris.
Sus miradas se encontraron a través de la pequeña mesa. Bolitho miró
detenidamente sus agradables facciones morenas y pensó en la temeraria franqueza
de su voz. Un hombre del West Country, probablemente de Dorset. Parecieron
entrometerse las contundentes palabras de Allday, y pensó en el pequeño retrato de la
cámara de Haven.
—El buque tesoro deberá ser hundido, si es posible incendiándolo —dijo—.
Puede que eso no impida que lo recuperen, pero ¡supondrá un retraso considerable
para las arcas de los Dons!
—Entiendo, señor. —Parris se frotó la barbilla—. El viento ha rolado. Eso podría
ayudarnos. —Lo dijo sin emoción alguna, no como un oficial que bien podía morir o
acabar chillando bajo la cuchilla de un cirujano español por la mañana, sino como un
hombre acostumbrado a mandar.
Estaba pensando en las alternativas posibles. «Supongamos, y si, quizás».
Bolitho le miró.
—Así, ¿está todo claro, caballeros? —Todos le miraron. ¿Lo sabían? ¿Confiarían
aún en su criterio? Sonrió a pesar de sus pensamientos. ¡Seguro que Haven no
confiaba en nadie!
—¡Y tanto, Sir Richard, seremos todos ricos al mediodía! —dijo Imrie
alegremente.
Salieron de la cámara, agachándose y moviéndose a tientas como lisiados. Bolitho
esperó hasta que sólo quedó Imrie.
—Tengo que decírselo. Si caigo, deben retirarse si lo cree usted adecuado.
Imrie le miró pensativo.
—Si cae usted, Sir Richard, será porque yo le habré fallado. —Miró alrededor de
la exigua cámara—. ¡Le haremos sentirse orgulloso, ya verá, señor!
Bolitho salió hacia la oscuridad y se quedó mirando las estrellas hasta que su
mente se centró de nuevo.
¿Por qué uno nunca se acostumbraba a aquello? La simple lealtad. La honestidad
de unos con otros, cosas que eran desconocidas o ignoradas por tanta gente de su
país.
La Thor fondeó y, mientras borneaba tirando de su cable bajo una viva corriente,
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los botes fueron arriados por el costado con tanta celeridad que Bolitho dedujo que su
comandante había estado preparándose para aquel momento desde que salieran de
English Harbour.
Se sentó en la cámara del chinchorro, el cual incluso en la oscuridad se notaba
pesado y bajo en el agua a causa de la gran carga de hombres y armas que llevaba.
Había dejado su casaca y su sombrero y podía pasar perfectamente por un teniente de
navío como Parris.
Allday y Jenour estaban apretujados contra él, y mientras el primero observaba
con ojo crítico a los remeros, su ayudante dijo excitado:
—¡Nunca se van a creer esto!
Debía de referirse a sus padres, supuso Bolitho.
Aquello parecía ilustrar la realidad de los hombres bajo su mando, pensó. Ya
fueran oficiales o marineros, había más hijos que padres.
Oyó el rechinar de largos remos cuando la barcaza fue desamarrada de la aleta de
la Thor, levantándose espuma de las palas hasta que dos de los botes le echaron los
cabos de remolque.
Aquel plan era una locura, pero podía ser que funcionara. Bolitho se separó la
camisa del cuerpo. No sabía con seguridad si se le pegaba por el sudor o por los
rociones. Se concentró en el tiempo, en los murmullos de los sondadores y las
regulares estrepadas de los remos. Ni siquiera se atrevía a mirar atrás para asegurarse
de que los otros les seguían.
Los botes estaban a merced de las corrientes y mareas que había alrededor de las
barras de arena. La boga se iba viendo alterada de vez en cuando por los intensos
esfuerzos de los remeros que intentaban evitar que el casco se apartara de la dirección
correcta.
Se imaginó a Parris con el grueso principal de los hombres y a Dalmaine en la
barcaza con sus morteros mientras los marineros achicaban agua para mantener la
embarcación a flote. Tan cerca de la costa ya no se atrevía a usar las bombas.
Hubo un grito ahogado de sobresalto en proa y el patrón dijo con voz ronca:
—¡Remos! ¡Despacio, muchachos!
Con las palas inmóviles y goteando por ambos costados, el chinchorro dio una
vuelta en el canal como una desgarbada criatura marina. Un hombre se levantó como
pudo y se quedó mirando a Bolitho unos segundos.
Entrecortadamente dijo:
—¡Barco fondeado a proa, señor! —Vaciló, como si de repente se hubiera dado
cuenta de que se estaba dirigiendo a su almirante—. Pequeño, señor. ¡Puede que una
goleta!
Jenour rezongó en voz baja: «¡Maldita mala suerte! No podremos…».
Bolitho se volvió de golpe.
—¡Cierren la pantalla de la lámpara de popa! —Rezó para que Parris lo viera a
tiempo. Una alarma en aquel momento les cogería indefensos. Estaban demasiado
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lejos para volver y era imposible pasar junto al buque fondeado sin que les dieran el
alto.
Se oyó decir a sí mismo:
—Muy bien, patrón. Avante. Boga regular. —Recordó la voz tranquila de Keen
cuando hablaba con las dotaciones de los cañones antes de un combate. Como un
jinete tranquilizando a una montura inquieta.
Dijo:
—Está en nuestras manos. No hay vuelta atrás. —Recalcó cada una de sus
palabras, pero era hablar en la oscuridad, como si el bote estuviera vacío—. Vire un
poco a babor, patrón. —Oyó un chirrido metálico y a un oficial de mar decir con un
feroz murmullo—: ¡No, no carguéis! ¡El primer hombre que deje ir una bala notará
mi daga en sus tripas!
Y, de repente, allí estaba. Mástiles elevados y velas aferradas, una luz de fondeo
tamizada que se reflejaba en sus obenques y se perdía en las alturas. Bolitho lo miró
fijamente mientras el bote avanzaba hacia su proa y su sobresaliente botalón.
¿Iba a ser allí, de esa manera?
Oyó como los remos eran metidos a bordo con sumo cuidado y un repentino
movimiento rápido en proa, donde el marinero de aguda vista había avistado primero
aquel inesperado extraño.
Allday musitó inquieto:
—¡Vamos, cabrones, vamos a por ellos!
Bolitho se puso de pie y vio pasar el botalón por encima de él mientras la
corriente les arrastraba hacia el casco como a un resto de un naufragio. Jenour estaba
agachado a su lado con su alfanje ya desenvainado y la cabeza hacia atrás como
esperando un disparo.
—¡Arpeo!
Este dio un golpe seco en la amurada mientras el bote se pegaba al costado.
—¡A por ellos, muchachos! —La furia del susurro del hombre fue como un toque
de corneta. Entre empujones y medio levantado por otros, Bolitho se encontró
subiendo por el costado cogiéndose a cabos y buscando a tientas puntos de agarre
hasta que, envueltos en una nube de locura, saltaron a la cubierta del barco.
Una figura salió corriendo de debajo del palo mesana y su grito de alarma fue
cortado al ser derribado por el garrote de un marinero; otras dos siluetas parecieron
levantarse a sus pies y, en aquellas décimas de segundo, Bolitho se dio cuenta de que
la guardia del ancla se había quedado dormida en cubierta.
A su alrededor podía percibir la furia de sus hombres y como las garras de la
tensión dejaban suelto un odio irrefrenable hacia cualquier cosa que hablara o se
moviera.
Resonaron unas voces bajo cubierta y Bolitho gritó:
—¡Alto, muchachos! ¡Esperad! —Escuchó una voz en particular que se elevaba
por encima del resto y se dio cuenta de que hablaba en una lengua que no reconocía.
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—¡Sueco, señor! —dijo Jenour jadeando.
Bolitho observó como el trozo de abordaje espoleaba a la dotación de la goleta a
medida que, uno a uno o en pequeños grupos, iban saliendo por dos escotillas con
cara de asombro ante el cambio de situación.
Bolitho oyó el sigiloso ruido de unos remos cerca y supuso que Parris estaba
acercándose al costado con uno de sus botes. Probablemente había estado esperando
un repentino alto y el disparo mortífero de los cañones giratorios.
Bolitho gritó:
—¡Pregúntenle al señor Parris si tiene a uno de sus marineros suecos a bordo!
—Como la mayoría de buques de guerra, el Hyperion tenía algunos marineros
extranjeros en su dotación. Algunos habían sido apresados y otros eran voluntarios.
Incluso había unos cuantos marineros franceses que se habían enrolado con su viejo
enemigo para no tener que afrontar la sombría perspectiva de un buque prisión en el
río Medway.
Una figura se adelantó con paso decidido hasta que Allday gruñó:
—Ya es suficiente, mesié, ¡o lo que quiera que sea!
El hombre le miró fijamente y espetó:
—No hace falta que busquen un intérprete. Hablo inglés… ¡probablemente mejor
que usted!
Bolitho envainó su alfanje para darse tiempo a pensar. La goleta era algo
inesperado. Era, además, un problema. Gran Bretaña no estaba en guerra con Suecia,
aunque bajo la presión de Rusia les había faltado poco para estarlo. Un incidente
ahora y…
Bolitho dijo de manera cortante:
—Soy un oficial del rey, ¿y usted?
—Soy el capitán, Rolf Aasling. Y puedo asegurarle que vivirá para arrepentirse
de este… ¡este acto de piratería!
Parris pasó una pierna por encima de la amurada y miró alrededor. Ni siquiera
estaba sin aliento.
—Es la goleta Spica, Sir Richard —dijo con calma.
El hombre apellidado Aasling le miró fijamente.
—¿Sir Richard?
Parris le miró detenidamente en la oscuridad.
—Sí. Así que vigile sus modales.
Bolitho dijo:
—Lamento las molestias… capitán. Pero está usted fondeado en aguas enemigas.
No he tenido elección.
El hombre se inclinó hacia delante hasta que su casaca tocó el machete firme de
Allday.
—¡Estoy aquí por motivos pacíficos! ¡No tiene derecho…!
Bolitho le interrumpió:
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—Tengo todo el derecho. —No tenía ninguno, pero los minutos pasaban volando.
Tenían que poner los morteros en posición. El ataque tenía que empezar tan pronto
como hubiera luz suficiente para entrar en el fondeadero.
En cualquier momento, un piquete de tierra podía notar que algo iba mal a bordo
de la pequeña goleta. Podía acercarse un bote de ronda, y aunque los hombres de
Parris se encargaran del mismo, darían la alarma. La desvalida barcaza, y también la
Thor si trataba de inmiscuirse, saltarían en pedazos.
Bolitho se volvió hacia Parris y dijo bajando la voz:
—Coja a algunos hombres y mire abajo. —Sus ojos se iban acostumbrando a la
cubierta de la goleta y el aparejo tenso. Montaba varios cañones y había cañones
giratorios por donde ellos habían subido, y más en popa, cerca de la caña del timón.
Habían tenido suerte No tenía pinta de buque corsario y los suecos acostumbraban a
no mezclarse con las flotas de Francia e Inglaterra. ¿Un mercante, entonces? Pero iba
demasiado armado para ser un barco tan pequeño.
El capitán exclamó:
—¡Abandone mi barco, señor, y ordene a sus hombres que suelten a los míos!
—¿Qué están haciendo aquí?
La repentina pregunta le cogió desprevenido.
—Comerciar. Es todo legal. No pienso seguir tolerando…
Parris volvió y se colocó al lado de Jenour para decir en voz baja:
—Aparte de carga general, Sir Richard, está cargada de plata española. Para los
gabachos, si quiere mi opinión.
Bolitho se puso las manos a la espalda. Tenía sentido. ¡Qué cerca habían estado
de fracasar! Y aún podían hacerlo.
Dijo:
—Me ha mentido. Su barco está listo para zarpar. —Vio que la silueta del hombre
retrocedía un paso—. Está esperando para salir con el convoy del tesoro español, ¿no
es cierto?
El hombre vaciló y entonces masculló:
—Este es un barco neutral. Usted no tiene autoridad…
Bolitho movió la mano en dirección a sus hombres.
—¡Por el momento, capitán, eso es justamente lo que tengo! ¡Ahora contésteme!
El capitán del Spica se encogió de hombros.
—Hay muchos piratas en estas aguas. —Levantó la barbilla enfadado—. ¡Y
también buques de guerra enemigos!
—Así que usted tenía intención de navegar en convoy con los barcos españoles
hasta alta mar, ¿no? —Esperó, notando como la grandilocuencia inicial dejaba paso al
miedo—. Será mejor que me lo diga ahora.
—Pasado mañana —dijo—. Los barcos españoles saldrán cuando…
Bolitho disimuló su súbita excitación. «Más de un barco». La escolta bien podía
venir de La Habana o estar ya en Puerto Cabello. Haven podría echarse encima de
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ellos si él moría. Notó que Parris le miraba. ¿Qué habría hecho él en su lugar?
—Se preparará usted para levar anclas, capitán —dijo Bolitho. Hizo caso omiso
del gesto de protesta del hombre y le dijo a Parris—: Pase la voz al señor Dalmaine y
luego traiga sus botes al costado y póngalos a remolque.
El capitán sueco gritó:
—¡No lo haré! ¡No quiero tomar parte en esta locura! —Un tono de triunfo
embargó su tono de voz—. ¡Los cañones españoles dispararán sobre nosotros si
intento entrar sin órdenes!
—Tiene usted señal de reconocimiento, ¿no es así?
Aasling bajó la mirada.
—Sí.
—Pues úsela, si es tan amable.
Se dio la vuelta cuando Jenour musitó con preocupación:
—Suecia podría ver esto como un acto de guerra, Sir Richard.
Bolitho miró hacia la masa oscura de tierra.
—La neutralidad es un asunto que puede romper el equilibrio, Stephen. Para
cuando Estocolmo reciba noticias de esto, ¡espero que la acción esté más que
olvidada! —Y añadió con severidad—: ¡En la guerra no hay neutrales! Estoy hasta
las narices de hombres de esta clase, así que ponga a un buen marinero para
custodiarle. —Elevó la voz para que el capitán pudiera oírle—: ¡Al mínimo signo de
traición haré que le icen a la verga, donde podrá ver los resultados de su insensatez
desde el extremo de una soga!
Oyó como trepaban por el costado más marineros armados. ¿Qué les importaba a
ellos la neutralidad y aquellos que se escondían tras ella para sacar provecho mientras
pudieran? Para su sencilla lógica, o se era amigo o tan enemigo como los mesiés de
Allday.
—Despliegue a sus hombres, señor Parris. Si nos rechazan al primer intento…
Parris mostró su dentadura en la oscuridad.
—Después de esto, Sir Richard, creo que me creeré cualquier cosa.
Bolitho se frotó el ojo.
—Puede que tenga que hacerlo.
Parris se alejó con grandes zancadas y Bolitho pudo oír como llamaba a cada
hombre por su nombre. Bolitho percibió el tono familiar de sus respuestas. No le
extrañaba que la pequeña dotación de la goleta estuviera tan atemorizada. Los
marineros británicos iban de un lado a otro de la poco familiar cubierta como si lo
hubieran estado haciendo toda su vida.
Bolitho recordó lo que su padre le había dicho una vez con aquel mismo orgullo
solemne con el que siempre se refería a sus marineros: «Ponlos en la cubierta de
cualquier barco en plena oscuridad ¡y estarán trepando a la arboladura en cuestión de
minutos, de tan bien que conocen su oficio!».
¿Qué habría hecho él de estar allí? —se preguntó.
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—¡El cabrestante está preparado, señor!
Aquel era el guardiamarina apellidado Hazlewood, de trece años, y en su primer
destino en el Hyperion.
Bolitho oyó como Parris le decía con severidad que permaneciera en su sitio:
—¡No quiero ningún maldito héroe hoy, señor Hazlewood!
Era igual que Adam en su día.
—¡Virad fuerte, muchachos!
Un bromista gritó desde la oscuridad:
—Nuestro Dick nos dará oro español para un poco de grog, ¿eh? —Un airado
oficial de mar le hizo callar rápidamente.
Bolitho intentó contener la compasión que sentía hacia el capitán sueco. Después
de aquella noche, su vida cambiaría. Una cosa era segura: nunca volvería a tener un
barco a su mando.
—¡Ancla a pique, señor!
—¡A las brazas, muchachos! —Los pies descalzos de los marineros resbalaron
sobre la tablazón húmeda cuando la goleta, liberada del lecho marino, se movió bajo
la fuerza de su vela mayor que tomaba viento encima de las figuras agachadas
haciendo que los estays temblaran y se quejaran por la tensión.
Bolitho se agarró a una burda y se obligó a sí mismo a quedarse pacientemente en
silencio hasta que la goleta cogiera arrancada y, con los botes zigzagueando a popa,
apuntara su bauprés hacia el este.
Parris parecía estar en todas partes. Si el ataque tenía éxito, podría acabar como el
superviviente de mayor rango. Bolitho se sorprendió al ver que podía plantearse la
posibilidad de morir sin alterarse para nada.
Parris cruzó la cubierta para unirse a él.
—¿Da su permiso para cargar, Sir Richard? He pensado que sería mejor poner
doble carga en los cañones de seis libras, y eso lleva su tiempo.
Bolitho asintió. Era una precaución razonable.
—Sí, hágalo. Y, señor Parris, insista a sus hombres en que vigilen a la dotación de
la goleta. Sinceramente, no podría encerrarles abajo en su propio casco por si las
baterías nos disparan antes de que nos hayamos abierto paso, pero ¡no me fiaría en
absoluto de ninguno de ellos!
Parris sonrió.
—Dacie, mi ayudante de contramaestre, es bueno en eso, Sir Richard.
Vio moverse figuras por los cañones y oyó hablar en murmullos a los marineros
al atacar las cargas y las balas en ellos. Estaban haciendo algo que comprendían y que
les habían hecho aprender a fuerza de repetirlo cada uno de los días de trabajo desde
que habían subido o sido arrastrados a bordo de un buque del rey.
Jenour parecía tener alguna noción de sueco y estaba hablando entrecortadamente
con el segundo de la Spica. Finalmente, sacaron dos banderas grandes y el
guardiamarina Hazlewood las envergó rápidamente en las drizas.
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Bolitho caminó sin prisas por la cubierta, reconociendo caras y observando dónde
había sido colocado cada hombre. Encima de él, la amplia gavia de la Spica había
sido ya largada y tomaba viento desde su verga, y Bolitho percibió una creciente
excitación que ni siquiera la cantinela tensa del sondador podía disipar. Podía
imaginarse el estrecho casco de la goleta avanzando tan confiadamente por el canal
entre las amenazantes barras de arena, a veces con sólo unos pocos pies bajo su
quilla. Si estuvieran a plena luz del día podría verse la sombra de la Spica haciendo
compañía a las barras de arena en el fondo.
—¡Todos los cañones cargados, señor!
—Muy bien. —Se preguntó cómo se las estaría arreglando Dalmaine con sus dos
morteros de trece libras. Si el ataque fracasaba y la Thor era incapaz de recoger a los
hombres de la barcaza, Dalmaine tenía órdenes de llegar a la costa y rendirse. Bolitho
hizo una mueca de dolor. Sabía lo que haría él en esas circunstancias; lo que
cualquier marino intentaría. Los marinos desconfiaban de tierra. Mientras otros veían
el mar como un enemigo o una barrera final a la huida, los hombres como Dalmaine
asumían el riesgo, incluso en algo tan precario como una barcaza.
Jenour se le unió junto a la caña y dijo:
—He estado hablando con el segundo sueco, Sir Richard.
Bolitho sonrió. El oficial apenas podía reprimir su entusiasmo.
—Soy todo oídos.
Jenour señaló hacia la oscuridad.
—Dice que hemos pasado la batería. El buque tesoro más grande está fondeado a
la altura de la primera fortaleza. —Y añadió con orgullo—: Es el Ciudad de Sevilla.
Bolitho le tocó el brazo.
—Bien hecho. —Se imaginó las marcas de la carta marina. Era exactamente
como Price lo había descrito, con la fortaleza recién construida elevándose desde el
mar sobre un lecho de rocas.
El sondador gritó de repente:
—¡Dos brazas justas!
—Por todos los santos —musitó Parris.
—Arribe una cuarta —dijo Bolitho. Miró al grupo oscuro de sombras que estaba
junto a la bitácora—. ¿Quién es ese?
—¡Laker, señor!
Bolitho se dio la vuelta. Era el marinero que tenía que haber sido azotado.
Laker gritó:
—¡En viento, señor! ¡Este cuarta al sudeste!
—¡Siete brazas justas!
Bolitho cerró los puños. En el tiempo que el sondador había tardado en recoger la
sonda y volver a lanzarla desde el pescante, la Spica había salido de los bajos y estaba
en aguas más profundas. Pero si la carta marina con su escasa información estaba
equivocada…
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—¡Quince brazas justas! —Hasta la voz del sondador sonaba alborozada. No
estaba equivocada. Habían pasado.
Se fue hasta el coronamiento de popa y atisbó hacia los botes que les seguían con
los remolinos de espuma creando fosforescencias alrededor de las proas.
—El sol saldrá en cualquier momento, Sir Richard —dijo Allday. Sonaba
nervioso—. Me alegraría mucho volver a verlo ponerse, ¡y sé lo que me digo!
Bolitho desató el alfanje de su vaina. Se sentía extraño sin su viejo sable. Se
imaginó a Adam llevándolo como propio y el rostro perfecto de Belinda cuando
recibiera la noticia de que había caído.
Dijo de repente:
—¡Basta de melancolía, viejo amigo! ¡Nos hemos visto en peores situaciones!
Allday le miró, con su cara curtida oculta en la oscuridad.
—Lo sé, Sir Richard. Es sólo que a veces me…
Sus ojos brillaron súbitamente y Bolitho le asió por su grueso antebrazo.
—El sol. Me pregunto si será amigo o enemigo.
—¡Preparados para virar! —Parris sonaba tranquilo—. Dos hombres más en la
braza de trinquete, Keats.
—A la orden, señor.
Bolitho trató de recordar la cara del oficial de mar, pero en su lugar vio otras,
unas del pasado. Los fantasmas del Hyperion volvían a verle. Habían esperado a lo
largo de los años tras su último combate juntos. ¿Para que se les uniera como uno
más, quizás?
La idea hizo que un escalofrío recorriera su espalda. Desenvainó su alfanje y lo
movió para comprobar el equilibrado del arma.
Poco a poco iba llegando más luz a través del agua. Allí estaba la costa, a estribor,
sin formas definidas. El reflejo del sol en una ventana anónima, el gallardete del tope
de un barco levantándose ante los primeros rayos como la punta de la lanza de un
caballero.
La fortaleza estaba casi a la altura de la proa y su figura cuadrada contrastaba
fuertemente con la tierra que tenía detrás.
Bolitho bajó su alfanje y se dio cuenta de que se había metido la otra mano dentro
de su camisa. Pudo notar los latidos de su corazón bajo la piel caliente y húmeda, y
aun así sentía frío en todo su cuerpo; el frío cortante como el acero.
—¡Allí está! —Había visto los topes de los mástiles del gran buque bajo la
fortaleza. No podía ser más que el galeón del que hablaba Somervell. Pero en vez de
a este, vio los ojos de Catherine mirándole. Altivos y cautivadores. Distantes.
Para deshacerse de aquellos pensamientos, alzó lentamente el brazo izquierdo
hasta que el sol temprano tiñó su alfanje como si lo hubiera sumergido en oro
fundido.
Los sonidos del mar se entrometían por todas partes; los del viento y los rociones,
y los del vivo repiqueteo del aparejo y los obenques mientras la cubierta escoraba.
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Bolitho gritó:
—¡Mirad allá, muchachos! ¡Otra vez la hora de la verdad!
Pero nadie dijo nada, puesto que solamente los fantasmas del Hyperion lo
entendieron.
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VII
Bolitho levantó la carta náutica plegada y entrecerró los ojos bajo la tenue luz del
sol. Le hubiera gustado tomarse más tiempo para estudiarla en la seguridad de la
diminuta cámara de la goleta, pero cada segundo era valioso. Estaba pasando todo tan
rápido que, cuando volvió a levantar la mirada de la inclinada bitácora, vio el gran
fondeadero abrirse ante él como un enorme anfiteatro. Había otros barcos fondeados,
haciendo la distancia que parecieran estar apiñados junto a la fortaleza central; luego
estaba la costa en sí, con casas blancas y el principio de la carretera serpenteante que
conducía al interior. Todas las montañas estaban siendo teñidas por el sol, y sus
masas grises azuladas se superponían hacia la lejanía hasta desaparecer entre la niebla
y fundirse con el cielo.
Se quedó mirando unos instantes el gran barco español. De tamaño era como el
Hyperion. Debía de haberles llevado un mes o más cargarlo con el oro y la plata que
había sido traída por tierra con mulas de carga y carros vigilados en todo momento
por soldados.
En cualquier momento a partir de ahora, el teniente de navío Dalmaine abriría
fuego sobre la batería, antes de que la luz del sol alcanzara y delatara a la Thor en su
fondeadero.
Apartó los ojos para mirar a lo largo de la cubierta de la goleta. La mayor parte de
la dotación de la Spica estaba sentada con la espalda apoyada en la amurada de
barlovento, con la mirada clavada en los marineros británicos. No le extrañaba que no
hubieran ofrecido resistencia. Al lado de las camisas arregladas de los suecos, los
hombres del Hyperion parecían piratas. Vio al ayudante de contramaestre Dacie
situado de manera que pudiera ver a sus hombres y al capitán del Spica a la vez.
Dacie llevaba un parche en el ojo para cubrir la cuenca vacía; le daba un aspecto
infame. Parris tenía toda la razón al confiar tanto en él. Junto al timón, Skilton, uno
de los ayudantes de piloto del Hyperion, con su familiar casaca ribeteada de blanco,
era el único que llevaba alguna clase de uniforme.
Hasta Jenour había seguido el ejemplo de su almirante y había dejado su
sombrero y su casaca. Llevaba un sable que le habían regalado sus padres, con una
magnífica hoja azulada de acero alemán.
Bolitho intentó relajarse mientras observaba al gran buque español. Aquello no se
parecía en nada a la silenciosa sala del Almirantazgo en la que se había hablado del
plan con toda la tranquilidad del mundo.
Miró a Parris, que estaba con la camisa abierta hasta la cintura y el cabello oscuro
ondeando por encima de los ojos empujado por el viento de tierra. ¿Tenía razón
Haven al dudar de él? —se preguntó. Desde luego, parecía lógico que cualquier
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mujer le prefiriera antes a él que a su anodino comandante.
Una gaviota pasó volando por encima de la verga de la gavia, mezclándose su
agudo chillido con el lejano sonido de una corneta. En tierra o fondeados, los
hombres se estaban despertando mientras los cocineros cogían medio a tientas sus
cacharros.
Parris le miró a través de la cubierta y sonrió.
—¡Se van a llevar una desagradable sorpresa, Sir Richard!
Cuando llegó el estallido también a ellos les provocó sorpresa. Fue como un
trueno doble que retumbó a través del agua y rebotó luego en tierra como si fuera la
respuesta a una salva de saludo.
Bolitho recordó de repente la imagen de Francis Inch con su primer barco al
mando, una bombarda como la de Imrie. Casi podía oír su voz, mientras con su cara
de caballo y el ceño fruncido paseaba entre sus morteros calculando la demora y la
caída de cada disparo.
«¡Alzar el mortero! ¡Boca a la derecha! ¡Cebar! ¡Fuego!».
Como si respondieran a su recuerdo, los dos morteros dispararon otra vez. Pero
no era Inch. Se había ido con tantos otros.
Las explosiones dobles resonaron hasta la goleta y Bolitho asió con fuerza la
empuñadura de su alfanje cuando se desplegaron unas banderas desde las vergas del
gran buque español. Bien seguro que ahora estaban despiertos.
—¡Conteste a la señal, señor Hazlewood!
Las dos banderas remontaron hacia la arboladura y se desplegaron rígidas al
viento. Lo único que les faltaba en ese momento era que este cayera y les dejara
indefensos y encalmados.
Parris aulló:
—¡Moveos, holgazanes! ¡Moved los brazos y señalad a popa, malditos seáis!
—Se rió como un loco al ver correr y brincar por la cubierta a algunos de los
marineros.
Bolitho dijo:
—¡Buen trabajo! Se supone que huimos del fragor del combate, ¿eh?
Agarró un catalejo y lo apuntó hacia el buque fondeado. Detrás de este, a una
distancia de cerca de un cable, había un segundo buque. Era más pequeño que el
Ciudad de Sevilla, pero probablemente llevaba bastante botín para financiar un
ejército durante meses.
—¡Tiene aparejadas redes de abordaje, Sir Richard! —gritó Parris.
Bolitho asintió.
—¡Cambie el rumbo para cruzar ante su proa! —Parecería que se dirigían hacia la
fortaleza más cercana en busca de protección.
—¡Timón de orza, señor! ¡En viento, rumbo nordeste cuarta al este!
Bolitho se cogió a un estay y miró como las velas flameaban y daban latigazos
cuando la goleta ciñó al viento; pero respondía bien. Se estremeció cuando los
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morteros dispararon una vez más hacia la batería aún silenciosa. Seguramente, los
primeros disparos habían hecho su efecto, cayendo las enormes balas para hacer
explosión en una aspersión mortífera de fragmentos de hierro y pequeñas balas.
Por popa había mucho humo y también bruma, de manera que los bajos por los
que habían entrado en el fondeadero quedaban completamente fuera de la vista.
Puede que aquello retrasara la entrada de la Thor, pero al menos esta quedaría a salvo
de la batería.
—¡Mantenga a esos otros marineros fuera de la vista, señor Parris! —dijo.
Vio que Jenour le observaba atentamente, como grabando en su mente todo lo que
ocurría y quizás sintiendo miedo por primera vez.
—¡Bote de ronda, amura de estribor, señor! —gritó un marinero.
Bolitho apuntó su catalejo y observó como la silueta oscura pasaba junto a la
bovedilla de un buque mercante fondeado.
Justo unos minutos antes, aquellos hombres debían de haber estado pensando en
su cama. Y en un poco de vino al sol antes de que el calor les llevara a todos a su
siesta.
Vio los remos pintados de rojo vivo remando y ciando a la vez para que el largo
casco virara bruscamente.
Y a lo lejos pudo distinguir el perfil de una fragata española, con sus mástiles
como pértigas desnudas mientras se sometía a un carenado o, como el Obdurate, a
reparaciones tras un violento temporal caribeño.
—¡Dos cuartas a estribor, señor Parris! —Bolitho trató de estabilizar el catalejo
mientras la cubierta escoraba una vez más. Pudo oír más toques de corneta,
seguramente provenientes de la fortaleza nueva, y se imaginó a los sobresaltados
artilleros corriendo a sus puestos sin saber aún qué estaba pasando.
Puede que hubiera habido explosiones, pero no había nada claramente adverso a
primera vista, exceptuando la aparición de la goleta sueca que estaba, lógicamente,
buscando protección. No se veía flota enemiga alguna, ni hombres en una incursión,
y, en cualquier caso, las otras fortalezas se habrían encargado de una estupidez tan
osada.
Bolitho vio como el botalón se movía hacia un lado hasta que pareció empalar el
castillo de proa del buque tesoro, que aún estaba a un cable de distancia. El bote de
ronda bogaba hacia ellos sin demasiada prisa, y un oficial se puso en pie en él para
atisbar hacia el humo y la bruma.
Bolitho dijo:
—Pase la voz. El bote de ronda se colocará entre nosotros y el galeón. Hagan ver
que estamos quitando vela.
Jenour le miró fijamente.
—¿Lo haremos, Sir Richard?
Bolitho sonrió.
—Creo que no.
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Una repentina ráfaga de viento llenó la gavia y un cabo se rompió en las alturas
con el ruido de un disparo de pistola.
Dacie, el imponente ayudante de contramaestre, le dio un manotazo a un marinero
y dijo:
—¡Rápido arriba, chico! ¡Arregla eso!
Justo en el momento en que Dacie miraba a la arboladura, el capitán sueco saltó
hacia delante y cogió un mosquete a uno de los marineros que estaban agachados. Lo
apuntó por encima de la amurada y disparó al bote de ronda. Bolitho vio cómo se
disipaba el humo del mosquete mientras el capitán caía en cubierta derribado por uno
de los hombres del trozo de abordaje.
El bote de ronda estaba ciando frenéticamente, con las palas de sus remos
batiendo el agua y convirtiéndola en una masa de espuma. No había tiempo que
perder.
Bolitho gritó:
—¡Abórdelo! ¡Rápido! —Se olvidó de los gritos e incluso de la detonación de un
solitario mosquete cuando la goleta viró bruscamente y se abalanzó sobre el bote de
ronda como una galera troyana.
Fue como colisionar contra una roca, y Bolitho vio elevarse por el costado remos
y pedazos de tablazón y a los hombres luchando por mantenerse a flote mientras sus
gritos se perdían entre el viento en aumento y los zapatazos de las velas.
El buque tesoro parecía estar muy por encima de ellos, con sus figuras, que
momentos antes estaban mirando petrificadas hacia las explosiones, corriendo por los
pasamanos mientras otras señalaban y gesticulaban hacia la goleta que se les echaba
encima.
—¡Preparados para el abordaje! —Bolitho asió con fuerza el alfanje y tensó la
correa de la empuñadura en su muñeca. Se había olvidado del peligro, incluso del
temor a su ojo traicionero mientras recorrían el último medio cable.
—¡Timón de orza! ¡Cargar la gavia!
Unos disparos silbaron por encima de sus cabezas y uno levantó una gran astilla
de la cubierta, del tamaño de la pluma de un escribiente.
—¡Alto el fuego! —Parris se adelantó con los ojos entrecerrados a causa del
resplandor mientras observaba a sus hombres que se agachaban ligeramente cerca del
punto de impacto.
Bolitho vio las redes de abordaje colgando y los rostros que miraban a la goleta a
través de ellas, así como una figura solitaria recargando un mosquete con la pierna
enroscada en uno de los obenques del palo trinquete.
A media altura del costado del buque español se abrió una porta, como un hombre
que se despertaba y abría un ojo.
Entonces vio aparecer lentamente la boca de un cañón y, unos segundos más
tarde, la lengua anaranjada seguida de un salvaje estallido. Era un acto desesperado y
nada más; la bala cayó finalmente sobre el agua, como un delfín enfadado.
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Mientras era recogida la última de las velas, el botalón de la Spica embistió el
aparejo de babor del barco español y saltó hecho astillas. Llovieron jarcia y motones
rotos sobre el castillo de proa antes de que finalmente colisionaran con un tremendo
estrépito. El mastelero del palo trinquete de la Spica cayó como una rama cortada,
pero los hombres pasaron corriendo entre las velas desgarradas y las marañas de
cabos ya inútiles, haciendo caso omiso de todo excepto de la necesidad de abordar al
enemigo.
—¡Cañones giratorios! —Bolitho apartó a un lado al guardiamarina mientras el
giratorio más cercano retrocedía sobre su soporte y disparaba su metralla sobre el
beque del otro barco. Cayeron hombres pataleando al agua, perdiéndose sus gritos
cuando Parris hizo la señal a los seis libras para que sumaran su hierro al ataque.
Allday corrió jadeando al lado de Bolitho cuando este se encaramó a la regala con
su alfanje bailando colgado de su muñeca. Abordarlo por popa habría sido imposible;
su masa de madera tallada y dorada se elevaba sobre su reflejo como un acantilado
ornamentado.
El castillo de proa era distinto. Los hombres saltaban por el beque, venciendo a
base de machetazos toda resistencia, mientras otros se abrían camino a tajos a través
de las redes de abordaje.
Un chuzo asomó a través de la red de abordaje como la lengua de una serpiente y
uno de los hombres de Parris cayó hacia atrás, agarrándose el estómago, y con la
mirada aterrorizada mientras caía al agua.
Otro se volvió para mirarle y dio un grito ahogado cuando le clavaron un chuzo,
para desclavarlo y volvérselo a clavar de nuevo en el cuello atravesándoselo
completamente.
Pero Dacie y algunos de los marineros estaban en su cubierta, deteniéndose para
disparar a los defensores antes de abrir a cuchilladas las redes de abordaje que
quedaban. Bolitho notó que alguien le agarraba la muñeca y le lanzaba a través de un
agujero de la red de abordaje. Otro se cayó encima de él con la mirada vidriosa
cuando una bala le dio en el pecho como si fuera un martillo.
—¡A mí, Hyperions! —Parris agitó en alto su alfanje y Bolitho vio que estaba
ensangrentado—. ¡Al pasamano de estribor!
Las balas impactaban a su alrededor y silbaban por encima de sus cabezas, y dos
hombres más cayeron retorciéndose y gimiendo, dejando su dolor marcado con
sangre sobre la tablazón.
Bolitho miró a su alrededor con ojos desorbitados cuando unos cañones giratorios
dispararon sobre la elevada toldilla de los españoles y, alcanzaron a un puñado de
hombres que habían aparecido allí como por arte de magia. Los había visto apenas
unos segundos, y aun así en su mente se quedó grabada la imagen de sus cuerpos sólo
vestidos en parte o completamente desnudos; probablemente eran algunos de los
oficiales del barco arrancados de su sueño por el repentino ataque.
Los hombres de Parris estaban en el pasamano de estribor, donde tomaron otro
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cañón giratorio y lo apuntaron hacia una escotilla abierta al asomar más rostros por
ella.
El resto de los hombres de Parris estaba ya saltando desde la pequeña goleta, y
Bolitho oyó un ruido sordo de hachas cuando los suecos aprovecharon la oportunidad
para liberar su barco del buque español y se llevaron consigo los botes remolcados
del Hyperion.
Dacie blandió en alto su hacha de abordaje.
—¡A por ellos, cabrones!
Todos los marineros británicos sabían ahora que no había retirada posible. Era
vencer o morir. Después de lo que habían hecho, los españoles no tendrían clemencia
alguna.
Bolitho se detuvo en el pasamano con los ojos llorosos por la humareda flotante
mientras sus hombres se desplegaban con determinación hacia sus diversos objetivos.
Dos a la gran rueda doble, bajo la toldilla, y otros trepando ya a la arboladura para
largar las gavias mientras Dacie corría a proa para cortar el enorme cable del ancla.
Los disparos que salían de las escotillas fueron respondidos al instante por los
cañones giratorios recargados, y sus saquillos de metralla alcanzaron a los hombres
que se amontonaban en las escalas convirtiéndolos en un amasijo de miembros
ensangrentados que se agitaban en sus últimos movimientos. Un español apareció de
la nada y asestó un sablazo a un marinero que había quedado malherido y de cuatro
patas tras los primeros compases de la lucha.
Bolitho vio al pequeño guardiamarina Hazlewood mirando fijamente al marinero
de mirada desorbitada, con su daga en una mano mientras el español cargaba hacia él.
Allday se colocó entre Bolitho y el enemigo y gritó con voz ronca:
—¡Por aquí, amigo! —Podía haber estado llamando a un perro. El español vaciló
y percibió el peligro demasiado tarde.
El pesado machete de Allday le dio en la clavícula con tanta fuerza que parecía
que iba a separarle la cabeza del cuerpo. El hombre giró en redondo, cayendo su sable
sobre la cubierta cuando Allday le asestó otro machetazo.
Allday dijo entre dientes:
—¡Búsquese un arma apropiada, señor Hazlewood! ¡Esta aguja de coser no
mataría ni a una rata!
Bolitho corrió a popa hacia la rueda y observó como la proa parecía moverse
hacia la fortaleza más cercana a la vez que se oía el grito:
—¡Cable cortado!
—¡Largar gavias! ¡Rápido, canallas! —Dacie estaba mirando a la arboladura con
su único ojo brillando como un abalorio bajo el sol.
Parris se enjugó la boca con su manga hecha jirones.
—¡Estamos moviéndonos! ¡Ponga el timón de orza!
Se oyeron unas salpicaduras inesperadas por el costado y Bolitho vio a algunos
marineros españoles alejándose del casco nadando o luchando para mantenerse a flote
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en la corriente como peces exhaustos. Debían de haber saltado desde las portas de los
cañones para escapar; cualquier cosa antes que enfrentarse al ataque que habían oído
desde abajo.
El guardiamarina Hazlewood caminaba tembloroso junto a Bolitho con la mirada
baja y pensando en cuál iba a ser la próxima escena aterradora que iba a presenciar.
Junto a un imbornal se veían varios cadáveres despatarrados que habían sido
alcanzados por las cargas dobles de los cañones de a seis, y otros que habían corrido a
rechazar el abordaje cuando los giratorios habían barrido las cubiertas con sus
mortíferos saquillos de metralla.
Un foque tomó viento ruidosamente y el gran barco empezó a coger arrancada.
Parecía tener los estays tan sueltos que debía de estar completamente cargado con su
valiosa carga, pensó Bolitho. ¿Qué haría el comandante de la batería del fuerte?
¿Disparar sobre el buque o dejar que se escabulleran con él ante sus ojos?
A Bolitho le dio la sensación de que el segundo buque tesoro se deslizaba hacia
ellos. Vio salir pequeños destellos de sus cofas, pero a esa distancia haría falta un
milagro para dar a alguno de los gavieros del Hyperion o a los que estaban alrededor
del timón.
—¡Deme ese catalejo! —espetó Bolitho. Hazlewood se atribuló y se lo dio como
pudo mientras la boca le temblaba del susto al ver las salpicaduras de sangre muy roja
en sus calzones. Se había escapado de la muerte por los pelos cuando el machete de
Allday había acabado con aquel hombre.
Bolitho cogió el catalejo y lo apuntó hacia el otro barco. Este estaba entre ellos y
el fuerte. Una vez se apartaran de él, todos los cañones de la batería les tendrían a
tiro.
Si yo fuera ese comandante dispararía. Perder el barco ya era un daño grave. Pero
no hacer nada para impedir que escaparan con él no merecería la clemencia del
capitán general de Caracas.
Se oyó una ovación irregular y Parris exclamó:
—¡Ahí viene Imrie, por Dios!
La Thor había dado todo el trapo posible, de modo que sus velas parecían formar
una gran pirámide dorada bajo el sol temprano. Todas sus carronadas estaban
asomadas como dientes cortos a lo largo de su casco negro y beige, y Bolitho vio
brillar la pintura con mayor intensidad cuando el timón la puso proa al viento y viró
hacia los dos buques tesoro. Comparado con el lento avance del Ciudad de Sevilla, la
Thor parecía moverse como una fragata.
Aquello debía de haber cogido completamente por sorpresa a todos los del fuerte
y a los que estaban en la costa. Primero, la goleta sueca, y ahora un buque de guerra
que parecía salir de la misma costa, de su territorio tan fuertemente defendido.
Bolitho pensó por unos instantes en el comandante Price. Este habría sido su
momento.
—Haga una señal a la Thor para que ataque al otro buque tesoro. —Habían
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hablado de esa posibilidad, aunque en un principio se pretendía llevar a cabo el
ataque con los botes. Bolitho lanzó una mirada a la cubierta manchada de sangre, a
los cadáveres y a los heridos que gemían. Ahora le parecía poco probable que
hubieran tenido éxito de no haberse topado con la goleta.
Bolitho apuntó el catalejo de nuevo y vio salir en desbandada unas figuras
minúsculas por los pasamanos del otro buque, así como los reflejos del sol en chuzos
y bayonetas. Esperaban que la Thor intentara un segundo abordaje, y esta vez estaban
preparados. Cuando se dieron cuenta de lo que pretendía Imrie, ya era demasiado
tarde. Sonó una corneta y, a través del agua, Bolitho oyó el estruendo de las pitadas y
vio como las figuras corrían y se enzarzaban unas con otras, como en un cambio de
marea.
Casi con delicadeza, teniendo en cuenta sus poderosas maderas, la Thor viró ante
la popa del otro barco y entonces, con el ensordecedor rugido típico de las pesadas
smashers[4], las carronadas dispararon una andanada pausada, cañón tras cañón,
mientras cruzaba ante la desprotegida popa del buque español.
La toldilla y la bovedilla parecieron escupir oro cuando la reluciente talla dorada
fue a parar violentamente al agua o saltó por los aires. Cuando una ráfaga de viento se
llevó el humo, Bolitho vio que la popa entera estaba destrozada mostrando algo
parecido a la boca de una cueva oscura.
La metralla pesada debía de haber arrasado las cubiertas de popa a proa en una
avalancha de hierro, y cualquiera que estuviera aún abajo debía de haber sido barrido
de allí.
La Thor empezó a virar y, aun habiendo logrado alguien cortar el cable del
castigado buque, cuando pudo presentarle su otra batería, le disparó una segunda
andanada.
Había humo por todas partes y, seguramente, los hombres atrapados bajo los pies
de Bolitho debían de haber estado esperando compartir el mismo destino. Los palos
mayor y mesana del otro barco habían caído por el costado en un embrollo de
aparejos y perchas que arrastraban por el agua como si fueran algas.
Bolitho carraspeó. Aquello era como un horno.
—Dé la vela trinquete, señor Parris. —Asió el hombro del guardiamarina y notó
que se sobresaltaba como si le hubiera alcanzado una bala de mosquete—. Haga una
señal a la Thor para que venga hacia nosotros. —Mantuvo la mano en el hombro del
chico unos segundos y añadió—: Lo ha hecho usted bien. —Lanzó una mirada a los
hombres que le observaban atentamente desde la rueda, con los rostros mugrientos
por el humo y descalzos, con los machetes manchados con la sangre aún húmeda del
enemigo—. ¡Todos lo han hecho bien!
La gran vela trinquete tomó viento con gran estrépito e hizo que la cubierta
escorara muy ligeramente, y un cadáver rodó cerca de un imbornal como si solamente
fingiera estar muerto.
Vio a Jenour en la cubierta principal, donde dos marineros armados hacían
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guardia en una escotilla abierta, aunque era imposible saber cuántos enemigos había
todavía a bordo. Jenour pareció darse cuenta de que le estaba mirando y blandió en
alto su magnífico sable. Era como un saludo. Al igual que el guardiamarina de trece
años, seguramente era su primera sangre.
—¡La Thor ha contestado la señal, señor!
Bolitho hizo ademán de envainar su alfanje y se acordó de que había arrojado la
vaina antes de la lucha. Estaba en la pequeña goleta que en aquellos momentos se
desvanecía entre la bruma marina, como un recuerdo.
—¡En viento, señor! ¡Nordeste cuarta al este!
El mar abierto estaba allí, de un color azul claro bajo aquel sol de primeras horas
de la mañana. Los hombres gritaban alborozados y aturdidos, con expresiones de
alegría o de incredulidad.
Bolitho vio a Parris sonriendo abiertamente y estrechando la mano al ayudante de
piloto con tanta fuerza que el hombre hizo una mueca de dolor.
—¡Es nuestro, señor Skilton! ¡Maldita sea, se lo hemos quitado en sus narices!
Skilton hizo otra mueca, esta vez de desconfianza.
—¡Todavía no estamos en puerto, señor!
Bolitho alzó el catalejo una vez más; parecía de plomo. Y eso que había pasado
menos de una hora desde que habían embestido al buque tesoro fondeado.
Vio una hueste de barcas y botes saliendo de tierra y a un bergantín dando vela
para unírseles en su trayecto hacia el castigado buque tesoro. Aquella última
andanada debía de haberlo dejado como un colador, pensó casi con estremecimiento.
Echarían mano de todas las embarcaciones y hombres disponibles para salvar lo que
pudieran antes de que diera con su quilla al sol y se hundiera. Un valioso sacrificio.
Intentar tomar los dos buques habría significado perderlos ambos. El ayudante de
piloto tenía razón en una cosa. Todavía tenían un largo camino por delante.
Dejó caer el alfanje sobre cubierta y lo miró. Estaba sin usar. Como la daga del
guardiamarina; uno nunca sabía realmente lo que era capaz de hacer hasta que
entraba en combate.
Examinó sus sentimientos y sólo levantó la mirada cuando la gavia de mayor dio
un sonoro gualdrapazo.
¿Deseos de morir? No había sentido miedo. No por sí mismo. Miró a los
sudorosos marineros que se deslizaban por las burdas hasta cubierta para correr a las
brazas y drizas que normalmente se manejaban con un centenar de hombres.
Confiaban en él. Esa era quizás la mayor victoria.
* * *
Bolitho cogió la taza de café y la volvió a dejar. Estaba vacía. Algo que Ozzard
nunca dejaría que pasara en aquellas circunstancias. Se frotó cansinamente los ojos y
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miró alrededor de la ornamentada cámara, un palacio comparada con la de un buque
de guerra, incluso para un vicealmirante. Sonrió con gesto irónico.
Era media tarde, y aun así sabía que si quisiera volver a cubierta y trepar a la cofa
todavía podría ver la costa del dominio continental español. Pero en este caso, la
velocidad era tan importante como la distancia, y con el viento aguantando constante
del noroeste, tenía intención de aprovechar hasta el último pedazo de trapo que el
barco pudiera llevar. Había tenido una breve y hostil entrevista con el capitán del
barco, un arrogante hombre con barba con cara de antiguo conquistador. Era difícil
saber qué era lo que había enojado más al español, si el hecho de ver apresado su
barco bajo los cañones de la fortaleza o el de ser interrogado por un hombre que se
declaraba ser un vicealmirante inglés, a pesar de parecer más bien un vagabundo con
aquella camisa arrugada y aquellos calzones ennegrecidos por el humo. Parecía ver
como algo absurdo la intención de Bolitho de navegar hacia aguas más amigables.
Cuando llegara la hora de la verdad, había dicho con su inglés extrañamente
monótono, sería un final sin clemencia alguna. Bolitho había dado por terminada la
entrevista en aquel mismo momento diciendo con tono calmado: «No espero ninguna
de quien trata a su propia gente como animales».
Bolitho oyó a Parris gritarle a alguien que estaba en la cofa del palo mesana.
Parecía incansable, y su orgullo nunca le impedía añadir su fuerza a la de sus
hombres en las brazas o drizas. Había sido una buena elección.
La Thor se había situado entre el pesado buque tesoro y la costa, y probablemente
su dotación estaba tan sorprendida ante su éxito como el resto. Pero por grande que
fuera dicho éxito, no había sido sin coste, y tampoco se escapaba a la tristeza que
seguía a cualquier lucha.
El teniente de navío Dalmaine había muerto justo en el momento en que sus
hombres eran izados a la Thor desde la barcaza inundada. Habían tenido que
abandonar los dos morteros pues su tremendo retroceso casi había destrozado la
quilla de la barcaza. Dalmaine había enviado a sus hombres a seguro y al parecer
había vuelto atrás para recuperar algo. La barcaza se había hundido de golpe y se
había llevado a Dalmaine y a sus queridos morteros al fondo.
En el ataque habían muerto cuatro hombres, y tres más estaban gravemente
heridos. Uno de estos era el marinero llamado Laker, que había perdido un brazo y un
ojo al ser alcanzado por el disparo a bocajarro de un trabuco. Bolitho había visto a
Parris arrodillarse a su lado y decir con voz ronca al hombre: «Mejor que ser azotado,
¿eh, señor?». El marinero había intentado cogerle la mano al oficial. «Nunca me ha
atraído la idea de hacerme una camisa a rayas en el pasamano, ¡y menos por ese!».
Debía de haberse referido a Haven. Si se encontraban pronto con el Hyperion, el
cirujano quizás pudiera salvarle.
Bolitho pensó en las bodegas que tenía bajo sus pies. Cajones y arcones llenos de
oro y plata. Crucifijos con incrustaciones de piedras preciosas y ornamentos; aquello
le había parecido obsceno a la luz de una lámpara sostenida por Allday, que nunca se
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había apartado de su lado.
Demasiada suerte, pensó cansinamente. El capitán español había dejado caer un
poco de información. Una compañía de soldados iba a embarcar aquella mañana para
custodiar el tesoro hasta que lo descargaran en aguas españolas. Una compañía de
soldados disciplinados habría dejado en ridículo su ataque.
Pensó en la pequeña goleta, la Spica, y en su capitán, el cual había intentado dar
la alarma. Odio, rabia por ser abordado, miedo a las represalias; probablemente había
un poco de todo ello. Pero su barco estaba intacto, aunque era poco probable que los
españoles desviaran otros barcos para navegar en convoy con ella hasta aguas más
seguras, tal como se pretendía. Incluso podían echarle las culpas. Una cosa era
segura, que no querrían comerciar con el enemigo otra vez, fueran neutrales o no.
Bolitho bostezó abiertamente y se masajeó la cicatriz que tenía bajo el cabello. El
imponente contramaestre del Hyperion, Samuel Lintott, les dedicaría unas cuantas
maldiciones cuando se enterara de la pérdida del chinchorro y de dos cúters. Puede
que la posibilidad de obtener la prima de presa suavizara su rabia. Bolitho intentó
evitar que se le cayera la cabeza. No podía acordarse de cuándo había dormido
ininterrumpidamente por última vez.
Aquel barco y su rica carga cambiarían las cosas en Londres, y, por supuesto, para
Su Majestad Británica. Bolitho sonrió para sí mismo. El rey ni siquiera se había
acordado de su nombre cuando había bajado la espada para nombrarle caballero.
Quizás significara muy poco para aquellos que tenían tanto.
Sabía que era el puro cansancio lo que hacía que su mente divagara.
Había más maneras de luchar en una guerra que la de derramar sangre ante la
boca de un cañón. Pero aquello le dejó intranquilo. Sólo el orgullo le mantenía en pie.
Orgullo de sus hombres, y de aquellos como Dalmaine, que habían puesto primero a
sus hombres que a él mismo. Como Laker, que había luchado hombro con hombro
con sus amigos, simplemente porque ese orgullo había significado para él y para
todos ellos mucho más que cualquier bandera o causa.
Dejó que su mente arribara a Inglaterra, y se preguntó en qué emplearía el tiempo
Belinda en Londres.
Pero como un catalejo borroso por la sal, su imagen no se formó con claridad en
su mente y sintió remordimiento.
Sus pensamientos derivaron hacia el vizconde de Somervell, aunque sabía que era
una manera cobarde de abrirle la puerta a Catherine. ¿Se irían de las Indias ahora que
el tesoro, o una gran parte del mismo, había sido tomado?
Su cabeza cayó sobre su antebrazo y se sobresaltó, consciente de dos cosas a la
vez: de que se había quedado dormido sobre la mesa y de que el vigía del tope había
gritado hacia cubierta.
Oyó gritar algo a Parris y se encontró de repente de pie con la mirada puesta en la
lumbrera de la cámara cuando el vigía volvió a gritar.
—¡Ah de cubierta! ¡Dos velas al noroeste!
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Bolitho pasó a través de las poco familiares puertas y se quedó mirando los
diferentes camarotes vacíos. Con el resto de los miembros de la tripulación
encerrados abajo, donde no pudieran retomar el barco ni dañar su casco sin arriesgar
sus propias vidas, era como un buque fantasma. Todos los marineros del Hyperion
trabajaban constantemente en cubierta; o en la arboladura entre el laberinto de la
jarcia, como insectos atrapados en una telaraña gigante. Vio el retrato de un noble
español junto a una caja de libros, y supuso que sería el padre del capitán. Como en la
vieja casa gris de Falmouth, quizás tuviera también él muchos retratos que contaran
la historia de su familia.
Encontró a Parris reunido con Jenour y Skilton, el ayudante de piloto, en la banda
de babor, todos con un catalejo apuntado.
Parris le vio y se llevó la mano a la frente.
—Nada todavía, Sir Richard.
Bolitho miró el cielo y después la nítida línea del horizonte. Era como el final de
una presa, tras la cual no había nada.
Tardaría unas horas en hacerse oscuro. Demasiado.
—¿Podría ser el Hyperion, Sir Richard?
Sus miradas se encontraron. Parris tampoco lo creía posible. Bolitho respondió:
—Creo que no. Con el viento a nuestro favor deberíamos haber establecido
contacto al mediodía. —Dejó de pensar en voz alta—. Haga una señal a la Thor.
Puede que Imrie no haya avistado aún a esos barcos. —Aquello le dio tiempo para
pensar. Para dar unos cuantos pasos a un lado y a otro con la barbilla hundida en su
pañuelo de cuello.
«Era el enemigo, entonces». Se obligó a sí mismo a aceptarlo. El Ciudad de
Sevilla no era un buque de guerra, ni tenía la artillería ni las aptitudes de un buque de
la carrera de Indias. Los cañones con sus cureñas ornadas y sus graves caras de
bronce eran impresionantes, pero inútiles ante otros buques exceptuando a los piratas
o a algún corsario temerario.
Lanzó una mirada a algunos de los marineros que estaban cerca. La lucha había
sido agotadora. Aun con amigos muertos o heridos, la supervivencia y el sueño de la
prima de presa les habían levantado los ánimos. Ahora estaba cambiando de nuevo la
cosa. Era increíble que no corrieran a popa para quedarse todos los lingotes para
ellos. Bien poco podían hacer Bolitho y sus dos oficiales para impedirlo.
El vigía aulló desde lo alto:
—¡Dos fragatas, señor! ¡Por su aspecto parecen Dons!
Bolitho controló su respiración cuando le miraron. De alguna manera había
sabido que Haven no acudiría al encuentro. Era una burla más que le recordaba que él
mismo le había dado una salida honorable.
Parris dijo con tono cansino:
—Bueno, dicen que el mar tiene dos millas de profundidad bajo nuestra quilla.
¡Los Dons no volverán a poner sus zarpas sobre este oro a menos que puedan
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sumergirse hasta allí! —Nadie se rió.
Bolitho miró a Parris. «La decisión es mía». ¿Y si hacía una señal a la Thor para
que les acogiera a ellos y a los prisioneros españoles a bordo? Pero con sólo la mitad
de los botes disponibles, les llevaría tiempo. ¿Y hundir el gran buque con todas sus
riquezas y salir corriendo con la esperanza de que la Thor no fuera alcanzada por las
fragatas, al menos hasta el anochecer?
Una victoria amarga.
Jenour se le acercó.
—Laker acaba de morir, señor.
Bolitho se volvió hacia él con la mirada encendida.
—¿Y qué es lo que quiere que haga? ¿Tienen que morir todos ahora a causa de la
arrogancia de su vicealmirante?
Sorprendentemente, Jenour se mantuvo firme.
—Entonces, luchemos, Sir Richard.
Bolitho dejó caer los brazos a los costados.
—Por todos los santos, Stephen, lo dice en serio, ¿no es así? —Sonrió con
expresión grave, extinguida ya su rabia—. Pero no habrá más muertes. —Miró al
horizonte. ¿Era así como sería recordado? Dijo—: Haga una señal a la Thor para que
fachee. Luego reúna a los prisioneros en cubierta.
El vigía gritó:
—¡Ah de cubierta! ¡Dos fragatas españolas y otra vela a popa de ellas!
—Dios santo —musitó Parris. Trató de sonreír—. Así, señor Agitador, ¿todavía
tiene ganas de plantar cara a los Dons?
Jenour se encogió de hombros y asió su magnífico sable. Aquello dijo más que
cualquier palabra.
Allday miró a los oficiales e intentó comprender qué era lo que había ido mal. No
era sólo el fracaso lo que preocupaba a Bolitho, eso estaba tan claro como el agua.
Era el viejo Hyperion. No había venido a ayudarle. Allday apretó los dientes. Si
alguna vez volvía a pisar tierra firme le arreglaría las cuentas a ese maldito Haven de
una vez por todas.
Bolitho debía de haberlo sabido en su interior todo el tiempo. Por eso había
dejado el viejo sable atrás. Debía de haberlo sabido. Allday sintió un escalofrío en la
espalda. Debería de haberlo adivinado. No era el primero al que le pasaba eso.
Todos levantaron la mirada cuando el vigía del palo trinquete, olvidado hasta ese
momento, gritó:
—¡Vela al nordeste, señor!
Bolitho apretó sus manos a la espalda. El recién llegado debía de haberse
acercado mientras todas las miradas estaban en las otras velas desconocidas.
Dijo:
—¡Suba a la arboladura, Stephen! ¡Coja un catalejo!
Jenour se detuvo unos segundos como para constatar la importancia y la urgencia
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del momento. Luego se fue, y al cabo de nada se le vio trepando por los obenques del
palo trinquete para unirse al vigía en su precaria percha de la cruceta.
Pareció una eternidad. Otros marineros habían subido a las cofas o simplemente
se habían encaramado a los flechastes para mirar hacia el deslumbrante horizonte. A
Bolitho se le hizo un nudo en la garganta. No era el Hyperion. Sus mástiles y vergas
serían claramente visibles a esa distancia.
Jenour aulló desde la cruceta, perdiéndose su voz entre el repiqueteo de los
motones y los latigazos de las velas:
—¡Es inglés, señor! ¡Descifrando su número!
Parris subió por una de las escalas de toldilla y apuntó su catalejo hacia los
perseguidores.
—Se están desplegando, Sir Richard. También deben de haberlo visto. —Y
añadió con ferocidad—: ¡No es que importe demasiado ya, maldita sea!
Jenour volvió a gritar:
—¡Es la Phaedra, corbeta!
Bolitho notó como Parris se volvía a mirarle. La corbeta que faltaba había dado al
fin con ellos, aunque sólo fuera para ser espectadora de su final.
Jenour gritó, tartamudeó y lo intentó de nuevo con voz apenas audible. Pero esta
vez no era solamente por los ruidos de a bordo.
—¡La Phaedra ha izado una señal, señor! ¡Enemigo a la vista!
Bolitho miró a la tablazón, a la mancha ennegrecida donde había muerto un
marinero español.
La señal estaría siendo leída y repetida a todos los otros barcos. Podía imaginarse
a su viejo Hyperion, con sus hombres corriendo a sus puestos, volviendo a hacer
zafarrancho de combate al son del batir de los tambores.
Parris exclamó con tranquila incredulidad:
—Los Dons se marchan, Sir Richard. —Se enjugó la cara y quizás los ojos—.
¡Maldita sea, vieja dama, no hiles tan fino la próxima vez!
Pero mientras las gavias españolas se difuminaban entre la bruma y la elegante
corbeta se acercaba al buque tesoro y a su única escolta, pronto se hizo evidente que
estaba completamente sola.
El variopinto trío se balanceó en facha en el mar de fondo mientras el joven
comandante de la Phaedra era llevado al buque español en su canoa. Subió casi de un
salto por el costado y se quitó el sombrero hacia Bolitho sin apenas poder dejar de
sonreír.
—¿No hay más barcos? —Bolitho miró atentamente al joven oficial—. ¿Qué hay
de esa señal?
El capitán de corbeta recobró muy ligeramente su compostura.
—Me llamo Dunstan, Sir Richard.
Bolitho asintió.
—¿Y cómo me ha reconocido?
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La sonrisa volvió como un intenso rayo de sol.
—Tuve el honor de servir en el Euryalus con usted, Sir Richard. —Miró a los
otros con gran orgullo—. Como guardiamarina. Me he acordado de cómo había usted
utilizado esa estratagema para confundir al enemigo. —Su voz se fue apagando—.
Aunque no estaba seguro de que a mí me fuera a funcionar.
Bolitho le estrechó la mano y la retuvo durante varios segundos.
—Ahora sé que venceremos. —Se dio la vuelta y sólo Allday vio la emoción que
inundaba sus ojos.
Allday lanzó una mirada por el costado hacia la corbeta de dieciocho cañones
Phaedra.
Quizás después de aquello Bolitho reconociera lo que había hecho por otros. Pero
lo dudaba.
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VIII
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Haven le había dicho con su voz carente de emoción: «Se acercaban hacia
nosotros otros buques enemigos. Actué según mi criterio», sus ojos habían mirado a
Bolitho sin pestañear, «tal como usted me ordenó, Sir Richard, y me retiré. Creí que,
tras hacer yo la maniobra de diversión que me mandó, arriesgando mi barco, para
entonces usted ya habría tenido éxito o se habría retirado».
Después de lo que habían hecho tomando la valiosa presa, aquello era como una
pérdida personal en vez de una victoria.
A Haven no se le podía culpar. La presencia de una cadena de puerto era algo que
no podía preverse con certeza. Tal como había dicho él, había seguido su propio
criterio.
El Tetrarch, otro de los bergantines, se había arriesgado a correr la misma suerte
al pasar entre el humo y las balas enemigas para rescatar a algunos de los hombres
del Vesta. Uno de los supervivientes era su comandante, el capitán de corbeta Murray.
Estaba en un edificio anexo con los heridos del trozo de abordaje del Hyperion y el
resto de los hombres de la dotación del bergantín que habían sido rescatados del agua
y de las llamas, los dos peores enemigos de un marino.
Respondió a la pregunta planteada:
—Por el momento, milord.
Somervell sonrió mientras pasaba otra página; se estaba deleitando.
—¡Por todos los infiernos, hasta Su Majestad estará satisfecho con esto! —
Levantó la vista, mostrando una mirada impenetrable—. Sé cuál es su pesar por lo del
bergantín, pero comparado con todo esto, su pérdida será vista como un noble
sacrificio.
Bolitho se encogió de hombros.
—Por aquellos que no tienen que arriesgar sus preciosos pellejos. ¡En realidad
tenía que haber ido a destruir la Consort, maldita sea!
Somervell cruzó los brazos con expresión recelosa.
—Ha tenido usted suerte. Pero a menos que contenga su rabia o la dirija a otra
parte, me temo que esa suerte le abandonará. —Ladeó la cabeza. Como un pájaro
acicalado y cuidadoso—. Así que aprovéchela al máximo, ¿eh?
La puerta se abrió unos centímetros y Bolitho vio que Jenour asomaba la cabeza.
Bolitho dijo:
—Discúlpeme, milord. Le he dicho a mi ayudante que me avisara… —Se fue
hacia la puerta. Somervell no le escuchaba; estaba de nuevo en su mundo de oro y
plata.
Jenour musitó:
—Me temo que el comandante Murray está peor, Sir Richard.
Bolitho y su ayudante se dirigieron con grandes zancadas cruzando la amplia
terraza de losas de piedra hacia el pasadizo que llevaba al hospital provisional. Al
menos aquello era de agradecer. Los hombres que sufrían a causa de sus heridas no
debían de compartir espacio con los soldados de las guarniciones que morían de
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fiebre amarilla sin haber oído nunca el fragor del combate.
Miró brevemente hacia el mar antes de entrar en el otro edificio. Al igual que el
cielo, parecía que amenazara tormenta. Tendría que consultárselo al piloto del
Hyperion. Murray estaba echado muy quieto con los ojos cerrados como si estuviera
ya muerto. A pesar de que había estado destinado en las Indias Occidentales durante
dos años, su semblante estaba blanco como un papel.
El cirujano del Hyperion, George Minchin, un hombre menos insensible que la
mayoría de los de su oficio, había comentado: «Es un milagro que haya sobrevivido
hasta el momento, Sir Richard. Cuando lo sacaron del agua le faltaba un brazo y tuve
que amputarle una pierna. Hay alguna posibilidad, pero…».
Aquello había sido el día anterior. Bolitho había visto demasiados rostros
marcados con la muerte para saber que aquello estaba a punto de llegar a su fin.
Minchin se levantó de una silla que había cerca de la cama y se dirigió con
determinación hacia una ventana. Jenour observó el mar a través de otra ventana,
pensando que quizás Murray también habría estado haciendo lo mismo, como
agarrándose a la vida gracias a él.
Bolitho se sentó al lado de la cama.
—Estoy aquí… —Recordó el nombre del joven capitán de corbeta—. No se
mueva si puede evitarlo, James.
Murray abrió los ojos haciendo un esfuerzo.
—Fue la cadena, señor. —Cerró nuevamente los ojos—. Casi le arranca la quilla
al pobre barco. —Trató de sonreír pero el intento empeoró su aspecto—. Aunque no
lo han apresado, no lo han apresado…
Bolitho buscó a tientas la mano que le quedaba y la sostuvo entre las suyas.
—Me ocuparé de que su gente esté bien atendida. —Sus palabras sonaron tan
vacías que le entraron ganas de llorar, de sollozar—. ¿Hay alguien a quien quiera
que…?
Murray volvió a intentarlo, pero sus ojos permanecieron cerrados.
—Yo… Yo… —Se le nublaba la mente—. Mi madre… no hay nadie más… —Su
voz se apagó de nuevo.
Bolitho se obligó a sí mismo a seguir mirándole. Era como una vela que se
apagaba. Oyó a Allday tras la puerta y a Jenour tragando saliva como si fuera a
vomitar.
Con voz sorprendentemente clara, Murray dijo:
—Está oscuro, señor. Ahora podré dormir. —Su mano se cerró entre las de
Bolitho—. Gracias por…
Bolitho se levantó lentamente.
—Sí, duerma. —Tapó la cara del hombre muerto con la sábana y miró hacia la
intensa luz del sol hasta que esta le cegó. «Está oscuro». Para siempre.
Se fue hasta la puerta por la terraza y supo que Jenour iba a decir algo para tratar
de ayudar cuando no había nada que pudiera hacerlo.
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—Déjeme solo. —No le miró—. Por favor.
Entonces, se fue hasta el extremo de la terraza y puso las manos sobre el muro. La
piedra estaba caliente, como el sol en su cara.
Alzó la cabeza y miró de nuevo hacia la luz deslumbrante. Se vio a sí mismo de
niño mirando la divisa de la familia, tallada en piedra encima de la gran chimenea de
Falmouth. La había estado siguiendo con un dedo cuando entró su padre y le cogió en
brazos.
Las palabras que había en su parte inferior destacaron en su mente. Pro Libertate
Patria. «Por la libertad de mi patria».
En eso creían los hombres como Murray, Dunstan y Jenour.
Cerró los puños hasta que el dolor le calmó.
Ni tan sólo habían empezado a vivir.
Se volvió de repente al oír unas pisadas a su izquierda y algo más abajo. Había
estado mirando tan fijamente hacia el resplandor del día que no pudo ver más que una
vaga sombra.
—¿Quién es? ¿Qué quiere? —Volvió más la cabeza, sin darse cuenta de la
brusquedad de su tono ni de la impotencia que dimanaba del mismo.
—Te estaba buscando. —Ella se quedó completamente quieta en el último de los
toscos peldaños que conducían a un pequeño camino—. He oído lo ocurrido. —Hizo
otra pausa, que a Bolitho le pareció interminable y entonces añadió bajando la voz—:
¿Estás bien?
Miró las losas de piedra y vio como sus zapatos se veían mejor a medida que el
dolor y la bruma de su ojo se retiraban poco a poco.
—Sí. Uno de mis oficiales. Apenas le conocía… —No pudo continuar.
Ella se quedó donde estaba como si temiera provocar algo en él.
—Lo sé —dijo ella—. Lo siento profundamente.
Bolitho miró hacia la puerta más cercana.
—¿Cómo pudiste casarte con ese hombre? He conocido a unos cuantos cabrones
llenos de crueldad en mi vida, pero… —Hizo un esfuerzo por recobrar su
compostura. Ella lo había vuelto a hacer. Era como si se quedara desnudo, sin defensa
ni explicación posibles.
Ella no le contestó inmediatamente.
—¿Te ha preguntado por el segundo galeón del tesoro?
Bolitho notó como se desvanecía lentamente su rabia incontenible. Casi había
esperado que Somervell le preguntara justamente eso. Los dos sabían a dónde les
habría podido llevar la simple mención.
—Perdóname —dijo él—. Ha sido algo imperdonable por mi parte. No tenía
derecho a cuestionar tus motivos ni los suyos en este asunto.
Ella le miró con semblante serio mientras con una mano se aguantaba una
mantilla de encaje sobre el cabello al levantarse el viento cálido por encima del muro
de la terraza. Entonces subió el último escalón y le miró a los ojos.
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—Pareces cansado, Richard.
Al final se atrevió a mirarla. Llevaba un vestido verde mar, pero de pronto le
invadió el desaliento cuando se dio cuenta de que no podía ver con claridad sus
hermosos rasgos ni sus ojos cautivadores. Debía de haberse vuelto medio loco de
desesperación al quedarse mirando fijamente la luz del sol. El cirujano de Londres le
había dicho que era su peor enemigo.
—Esperaba verte —dijo Bolitho—. He pensado mucho en ti. Más de lo que
debería y menos de lo que mereces.
Ella abrió su abanico y lo movió como el ala de un pájaro.
—Me marcho de aquí dentro de poco. Quizás no tendríamos que habernos
encontrado nunca más. Tenemos que intentar…
Él alargó la mano y le cogió la muñeca, sin importarle quién pudiera verles, y
solamente consciente de que estaba a punto de perderla también a ella, después de
perder todo lo demás.
—¡No puedo! ¡Es un infierno amar a la mujer de otro hombre, pero esa es la
verdad, por Dios que lo es!
Ella no se apartó de él, pero su muñeca estaba rígida en su mano.
Y dijo sin vacilar:
—¿Un infierno? ¡No se puede saber lo que es eso a menos que seas una mujer
enamorada del marido de otra! —Su voz dejó de lado toda cautela—. Te lo dije,
habría muerto por ti en su día. ¡Ahora, como parece que crees que la vida que has
elegido está en ruinas, vuelves a mí otra vez! ¿No sabes lo que me estás haciendo,
maldita sea? Sí, me casé con Lacey porque nos necesitábamos el uno al otro, ¡pero de
una manera que tú nunca entenderías! No puedo tener hijos, pero eso probablemente
ya lo sabes tú también. Mientras que tengo entendido que tu mujer te ha dado una
hija, así que, ¿dónde está el problema? —Retiró su brazo con ojos centelleantes
mientras unos cabellos sueltos aparecían por fuera de la mantilla—. Nunca te
olvidaré, Richard, pero rezo para que no volvamos a encontrarnos nunca más, ¡no sea
que destruyamos incluso aquellos tiempos de alegría que compartimos y que guardo
como un preciado tesoro!
Se dio la vuelta y salió casi corriendo por la puerta.
Bolitho entró en el edificio anexo y cogió el sombrero que le ofrecía un lacayo sin
casi darse cuenta. Vio que Parris se acercaba y habría pasado a su lado sin decir
palabra de no ser porque el oficial se llevó la mano al sombrero y dijo:
—He estado supervisando el último de los arcones del tesoro, Sir Richard.
¡Apenas puedo creerme aún lo que tuvimos que hacer para conseguirlo!
Bolitho le miró distraídamente.
—Sí. Haré constar su excelente papel en mi informe a sus señorías. —Hasta eso
sonaba vacío al lado de las secuelas que dejaba el episodio. Las cartas a la madre de
Murray y a la viuda de Dalmaine, la disposición de los pagos de las primas de presa a
los familiares de los demás muertos o de los dados de baja del servicio por su heridas.
* * *
Las lámparas colgadas del techo de la espaciosa cámara del Hyperion giraban
LA CORBETA
* * *
—¡Noroeste cuarta al norte, señor! —El timonel tuvo que gritar para hacerse oír
por encima del rugido del viento a través de las velas y el aparejo que hacía escorar
tanto a la corbeta que resultaba casi imposible mantenerse de pie.
El capitán de corbeta Alfred Dunstan estaba agarrado a la barandilla del alcázar y
se caló el sombrero con más fuerza sobre su despeinado cabello de color castaño
rojizo. Llevaba dieciocho meses como comandante de la Phaedra, el primer barco
bajo su mando, y con la suerte de su lado pronto podría traspasar su solitaria
charretera del hombro izquierdo al hombro derecho, como capitán de fragata y con la
vista puesta en el codiciado puesto de capitán de navío.
Gritó:
—¡Orce dos cuartas, señor Meheux! ¡Maldita sea, no le dejaremos escapar, sea lo
que sea!
Vio que el segundo y el piloto se miraban brevemente. La Phaedra parecía estar
navegando tan ceñida al viento como era capaz, de manera que sus vergas braceadas
casi al filo y sus velas henchidas se veían casi en línea con la crujía del buque, que,
escorando ostensiblemente y con la mar bullendo a la altura de las portas de los
cañones, remojaba a los marineros de torso desnudo hasta que sus cuerpos
bronceados brillaban como toscas estatuas.
Dunstan entrecerró los ojos hacia la arboladura para mirar cada una de las velas y
a sus gavieros desplegados a lo largo de las vergas, algunos sin duda acordándose de
los hombres del Obdurate que habían caído por la borda durante el temporal.
—¡En viento, señor! ¡Noroeste cuarta al oeste!
EN PUERTO
* * *
Gibraltar 1805
LA CARTA
* * *
* * *
El pequeño bergantín Firefly levó el ancla y se hizo a la mar al día siguiente. Todo
habían sido prisas desde el momento en que Bolitho acabó de leer los despachos,
teniendo apenas tiempo para reunir a sus comandantes y decirles que aprovecharan
las próximas semanas para aprovisionarse y arreglar sus barcos.
Haven había escuchado sus instrucciones sin muestra alguna de sorpresa ni
excitación. Bolitho le había recalcado que como capitán de bandera era su obligación
velar por la escuadra y no ocuparse solamente de los asuntos del buque insignia.
Había dejado también muy claro que, sin importar lo impresionante que fuera el plan
que el comandante McKee, de la fragata Tybalt, presentara como excusa para largarse
y recobrar su independencia, tenía que serle denegada su solicitud. «Necesito a esa
fragata tanto o más que a él».
Al lado de la cámara del Hyperion, los aposentos del bergantín parecían un
armario. Bolitho sólo podía estar erguido debajo de la lumbrera, y sabía muy bien que
la dotación del barco tenía que vivir en algunas zonas donde el techo sólo tenía un
* * *
CONSPIRACIÓN
Belinda cerró las puertas del salón y apoyó los hombros en ellas.
—¡Baja la voz, Richard! —Miró cómo su sombra iba de un lado a otro de la
elegante sala con grandes pasos mientras su pecho se movía rápidamente delatando
su miedo—. ¡Los criados te oirán!
Bolitho se volvió en redondo.
—¡Malditos sean, y tú también por lo que has hecho!
—¿Qué ocurre, Richard? ¿Estás enfermo o has bebido?
—¡Es una suerte para los dos que no sea lo segundo! ¡Si no, no sé lo que sería
capaz de hacer!
La miró fijamente y la vio pálida. Luego dijo con tono más controlado:
—Lo sabías todo el tiempo. ¡Actuaste en connivencia con Somervell para hacerla
arrojar a un lugar que no es adecuado ni siquiera para los cerdos!
Una vez más pasaron por su mente las imágenes. Catherine sentada en la celda
asquerosa y, más tarde, cuando la había llevado a casa de Browne, en Arlington
Street, y ella había intentado impedir que la dejara allí y se fuera. «¡No te vayas,
Richard! ¡No vale la pena! ¡Estamos juntos, es lo único que importa!». Él se había
dado la vuelta ya junto al carruaje y le había respondido: «¡Pero esos mentirosos no
querían permitirlo!».
Bolitho prosiguió:
—Ella no es más deudora de nada que tú, y tú lo sabías cuando hablaste con
Somervell. Ruego al cielo que esté tan dispuesto con un sable como lo está con una
pistola, porque cuando le vea…
—¡Nunca te había visto así! —exclamó Belinda.
—¡Ni lo volverás a hacer!
—Lo hice por nosotros, por lo que éramos y podíamos ser otra vez —dijo ella.
Bolitho le miró con rabia contenida, mientras el corazón le latía a toda prisa,
consciente de lo cerca que había estado de pegarle. Catherine se lo había contado
todo con frases entrecortadas mientras el carruaje iba hacia la otra casa bajo una
inesperada lluvia golpeteando en las ventanillas.
Le había prestado a Somervell la mayor parte de su dinero cuando se casaron.
Somervell temía por su propia vida a causa de sus muchas deudas de juego. Pero
tenía amigos en los tribunales, incluso tenía el favor del rey, y el nombramiento del
gobierno le había salvado.
Somervell había invertido deliberadamente parte del dinero de Catherine en
nombre de ella y luego había dejado que afrontara las consecuencias tras hacer que
esas inversiones se fueran al traste. Todo eso se lo había explicado Somervell a
* * *
Catherine estaba de pie junto a una ventana alta mirando abajo hacia la calle. El
sol brillaba con fuerza, aunque aquel lado de la calle estaba todavía en sombra. Unas
cuantas personas paseaban por allí y se podía oír la tenue voz de una florista
intentando vender su mercancía.
—Esto no puede durar mucho —dijo con voz baja ella.
Bolitho estaba sentado en un sillón con las piernas cruzadas y la observaba, sin
apenas poder creer todavía que hubiera pasado todo aquello, que era la misma mujer
que había sacado de la miseria y la humillación. Ni que él era el hombre que lo había
arriesgado todo, incluido un consejo de guerra, al amenazar al director de la prisión
de Waites.
Él respondió:
—No podemos quedarnos aquí. Quiero estar a solas contigo. Para volverte a
abrazar, para contarte cosas.
Ella volvió la cabeza de manera que su cara quedó también en sombras.
—Todavía estás preocupado, Richard. No tienes por qué, en lo que se refiere a mi
amor hacia ti. Nunca dejó de existir, así que, ¿cómo puedo perderlo ahora? Pasó
lentamente por detrás de su sillón y le puso las manos sobre los hombros. Iba vestida
con una sencilla bata verde que la imponente señora Robbins le había comprado el
día anterior.
Bolitho dijo:
—Ahora estás protegida. Cualquier cosa que necesites, todo lo que yo pueda darte
es tuyo. —Prosiguió al notar que sus dedos se tensaban en sus hombros, alegrándose
de que ella no pudiera verle la cara—. Puede que lleve muchos meses recuperar lo
que te ha robado. Se lo diste todo y le salvaste.
—A cambio, él me ofreció seguridad y un puesto en la sociedad para vivir como
yo deseara. ¿Fui estúpida? Quizás sí. Pero fue un trato entre los dos. No había amor.
* * *
* * *
A FAVOR O EN CONTRA
* * *
La campana del castillo de proa del Hyperion picó las seis campanadas y el
comandante Valentine Keen se llevó la mano al sombrero ante Bolitho sin apenas
poder esconder su sonrisa.
—El piloto tenía razón acerca de nuestra llegada, Sir Richard.
Bolitho alzó su catalejo para otear las familiares murallas y baterías de La Valetta.
—Por poco.
Había sido un largo pasaje desde Gibraltar, más de ocho días para recorrer las
inacabables mil doscientas millas. Le había dado tiempo a Keen para inculcar sus
métodos a la dotación, pero había llenado de recelo a Bolitho ante el próximo
encuentro con Herrick.
Dijo lentamente:
* * *
HORA DE ACTUAR
* * *
Una semana después, la goleta Lady Jane, que navegaba bajo órdenes del
Almirantazgo, fue avistada por la fragata Tybalt, cuyo comandante hizo la señal
pertinente a su buque insignia.
El viento había aumentado un poco pero también había rolado de forma
considerable, de manera que la goleta tuvo que repiquetear durante varias horas antes
de poder intercambiar señales.
En el alcázar del Hyperion, Bolitho estaba con Keen mirando como las velas
blancas de la goleta tomaban viento en el bordo contrario mientras la brigada de
señales de Jenour contestaba otra señal.
Jenour dijo con excitación:
—Viene de Gibraltar con despachos, Sir Richard.
—Deben de ser urgentes —comentó Keen—. La goleta se lo toma a pecho. —
Hizo un gesto hacia Parris—. Prepárese para fachear, si es tan amable.
Sonaron pitadas entre cubiertas y los hombres salieron por las escotillas y se
repartieron por la cubierta superior para agruparse a las órdenes de sus oficiales de
mar.
Bolitho se tocó el párpado y se lo apretó con suavidad. El ojo apenas le había
molestado desde que Sir Piers Blachford dejara el barco. ¿Era posible que hubiera
mejorado a pesar de lo que este le había dicho?
—La Lady Jane está en facha, Sir Richard. Están arriando un bote.
Alguien dijo riéndose entre dientes:
—¡Por Dios, su comandante parece que tenga doce años!
Bolitho observó el pequeño bote elevándose y hundiéndose en el suave oleaje del
mar de fondo.
Él estaba en su cámara cuando le había llegado desde el tope el aviso de la señal
de la Tybalt. En esos momentos redactaba nuevas órdenes para Herrick y sus
comandantes. Divida la escuadra. Sin dilación.
Bolitho lanzó una mirada hacia el pasamano más cercano y los marineros de torso
desnudo que se agarraban de la batayola para observar el bote que se acercaba.
¿Estaba bien maldecir el aburrimiento cuando la alternativa podía ser la muerte?
—¡Fachee, si es tan amable!
Parris alzó su bocina.
—¡Brazas de gavia de mayor! —Hasta él parecía haberse olvidado de su herida.
El Hyperion se puso lentamente proa al viento mientras Bolitho mantenía su
mirada en el bote que se aproximaba.
¿Y si fuera sólo un despacho más que al final no implicara nada? Se dio la vuelta
* * *
Herrick, que estaba sentado en la cámara del Hyperion, cogió una jarra de cerveza
de jengibre con las dos manos.
—Resulta extraño. —Bajó la vista—. ¿Por qué ha de ser así?
Bolitho se movía por la cámara, recordando sus propios sentimientos cuando los
vigías habían avistado al Benbow y sus dos consortes a la luz del amanecer.
Podía comprender los sentimientos de Herrick. Eran dos hombres que se reunían
como dos barcos que se cruzaban en un océano. Ahora estaba allí y ni siquiera la
frialdad que Bolitho había percibido entre Herrick y Keen al saludarle este a su
llegada a bordo podía disipar la sensación de alivio.
—He decidido dirigirme al oeste ahora que estamos todos juntos, Thomas —dijo
Bolitho.
Herrick alzó la mirada, pero sus ojos parecían no poder apartarse del elegante
aparador de vino de la esquina de la cámara. Probablemente, veía también ahí la
mano de Catherine.
—No estoy seguro de que sea acertado —dijo haciendo un mohín. Luego se
encogió de hombros—. Pero si tenemos que apoyar a Nelson, entonces, cuanto más
cerca estemos del Estrecho, mejor, supongo. —No parecía muy seguro de lo que
decía—. Al menos, podremos enfrentarnos al enemigo si nos lo encontramos cerca
del Estrecho.
LAS ORDENANZAS
* * *
El capitán de corbeta Alfred Dunstan estaba sentado con las piernas cruzadas en
la mesa de la abarrotada cámara de la Phaedra estudiando la carta náutica en silencio.
En frente de él, su segundo, el teniente de navío Joshua Meheux, esperaba una
decisión con el oído atento al crujido y al repiqueteo del aparejo. Por popa, a través
de los ventanales abiertos, pudo ver la espesa bruma que seguía a la corbeta y oír al
segundo oficial ordenando otro relevo de los vigías del tope. En cualquier niebla o
bruma, hasta el mejor vigía estaba expuesto a los falsos avistamientos. Después de
cerca de una hora sólo vería lo que esperase ver. Una zona más oscura de niebla se
convertiría en una costa demasiado cercana o en la gavia de otro buque a punto de
colisionar. Miró a su primo. Era increíble ver como Dunstan era capaz de hacer que la
dotación de su barco entendiera exactamente lo que necesitaba de ellos.
Miró alrededor de la pequeña cámara, donde tanto habían deliberado y hecho
planes, celebrado combates y cumpleaños con igual entusiasmo. Miró las grandes
tinas de naranjas y limones que ocupaban la mayor parte del espacio disponible. La
Phaedra había abordado un mercante genovés justo antes de que la bruma les
envolviera.
Andaban cortos de agua, sumamente cortos, pero la gran cantidad de fruta fresca
que Dunstan había requisado, tal como él lo había descrito, había equilibrado la
balanza por el momento.
El capitán de navío Valentine Keen subió por la cubierta inclinada y encorvó sus
hombros contra el viento. Con qué rapidez podía el Mediterráneo cambiar de cara en
esa época del año, pensó. El cielo estaba tapado con nubes gruesas y el mar ya no
tenía el mismo tono azul.
Miró hacia el horizonte nublado y las interminables, cortas y encrespadas
cabrillas de la superficie del mar. Parecía hostil, nada acogedor. Había caído un buen
chaparrón durante la noche y habían despertado a los hombres necesarios para que
recogieran el agua de la lluvia con velas e incluso con modestos baldes. Un vaso
entero con un chorrito de ron para todos los hombres pareció levantarles el ánimo.
La cubierta se movió bruscamente de nuevo, puesto que el Hyperion estaba
navegando tan ceñido al viento como podía con sus gavias arrizadas relucientes por
los rociones mientras avanzaba a la cabeza de los otros barcos.
Tal como había comentado Isaac Penhaligon, el piloto, habiendo rolado de nuevo
el viento para soplar desde el nordeste, era bastante complicado quedarse esperando
allí hasta que los barcos de Herrick se les unieran sin tener que contar con el
problema adicional de navegar de ceñida una guardia tras otra, puesto que si eran
arrastrados demasiado lejos hacia el oeste, les resultaría casi imposible dirigirse hacia
Tolón en caso de que el enemigo intentara reentrar en ese puerto.
Keen visualizó la carta náutica en su cabeza. En el punto en que estaban, tomarían
las alturas del mediodía y un nuevo conjunto de demoras para marcar otra cruz en la
carta náutica. Con una visibilidad tan pobre como aquella, podían estar a millas de
distancia del rumbo estimado.
Keen se fue hasta la barandilla del alcázar y miró a lo largo de la cubierta
principal. Como de costumbre, estaba llena de actividad a pesar del tiempo. Trigge, el
velero, y sus ayudantes estaban de cuclillas en cubierta moviendo sus agujas y
rempujos como en una fábrica de tejidos mientras reparaban las velas de mal tiempo
que habían subido de abajo.
Trigge tenía la experiencia suficiente para saber que si entraban en el Atlántico en
busca del enemigo, se necesitaría hasta la última vela sobrante.
Sheargold, el contador, con sus facciones adustas en una expresión permanente de
suspicacia, estaba mirando cómo sacaban unos barriles de salazón de buey por una
escotilla. Keen no envidiaba nada a los de ese oficio. Sheargold tenía que planificar
para cada legua recorrida, y cada retraso o cambio repentino de órdenes podía enviar
al buque en dirección opuesta a la que llevaban sin tiempo para reaprovisionarse.
Casi nadie mostraba jamás gratitud hacia Sheargold. En general, entre cubiertas
se creía que la mayor parte de los contadores se retiraban ricos habiendo amasado sus
* * *
No fue hasta el día siguiente que los tres barcos de Herrick estuvieron lo bastante
cerca para intercambiar señales.
Bolitho observó como las señales remontaban el vuelo hacia la arboladura y se
fijó en la brusquedad poco habitual del tono de Jenour con los guardiamarinas de
señales, como si comprendiera las preocupaciones que atenazaban a su vicealmirante.
Bolitho se cogió a un estay y observó a los recién llegados y la manera en que
estos y sus propios setenta y cuatro cañones facheaban desordenadamente con poco
trapo, como si ellos y no sus comandantes estuvieran esperando recibir órdenes.
El tiempo no había mejorado, y durante la noche el oleaje había aumentado para
terminar con las grandes olas que tenían en ese momento. Bolitho se tapó el ojo malo
con una mano. Tenía la piel húmeda y caliente, prácticamente igual que cuando pasó
la fiebre que tanto le unió a Catherine.
Keen se acercó por la tablazón resbaladiza y se puso a su lado, con su catalejo
escondido bajo el brazo para evitar que las lentes se mojaran con el agua salada de los
* * *
* * *
A la mañana siguiente, el tiempo había cambiado una vez más. El viento había
rolado y soplaba directamente del este. Eso al menos echaba por tierra cualquier
esperanza de barloventear hacia Tolón.
La escuadra, que navegaba cómodamente amurada a estribor, se dirigía al
noroeste dejando las islas Baleares por alguna parte más allá de la amura de estribor.
Yendo el sexto de la línea y a la cabeza de sus propios barcos, el contralmirante
Herrick estaba despierto desde el alba, incapaz de dormir y poco dispuesto a
compartir sus dudas con el comandante Gossage.
Estaba en un extremo del amplio alcázar del Benbow observando a los buques que
le precedían. Formaban una bonita estampa bajo aquel cielo casi despejado,
interrumpido sólo por algunas pequeñas nubes blancas y algodonosas. Su expresión
se suavizó cuando se acordó de su madre en la pequeña casa de Kent donde él había
nacido.
«¡Vigila la oveja grande, Tommy!». Siempre decía eso.
Herrick miró a los atareados hombres de su alrededor y al segundo comandante
hablando con varios oficiales de cargo sobre el trabajo del día.
¿Qué pensaría ahora de su Tommy aquella querida mujer anciana y cansada?
El comandante Gossage cruzó la cubierta con su sombrero ladeado en aquel
ángulo desenfadado que parecía gustarle.
Herrick no quería pasar el rato con conversaciones inútiles. Cada vuelta de la
corredera llevaba a sus barcos más lejos hacia el oeste. Se sentía intranquilo, como si
de repente le hubieran despojado de su autoridad. Se protegió del sol con la mano
para mirar a través de la batayola de estribor. La única fragata que les quedaba estaba
lejos de la escuadra. La Tybalt sería la primera en avistar cualquier buque enemigo.
Se mordió el labio hasta que le dolió. Si es que el enemigo no se había escabullido ya
de ellos. Sería como cerrar bien la puerta de la cuadra después de que el caballo se
hubiese escapado.
TIEMPO DE ARRIESGAR
* * *
EL ÚLTIMO ADIÓS
Sir Piers Blachford estaba apoyado contra la mesa mientras los cañones
retumbaban una vez más y hacían temblar al barco entero. Se enjugó la cara sudorosa
y dijo:
—Llévense a este hombre. Está muerto.
Los ayudantes del cirujano cogieron el cadáver desnudo y lo arrastraron hacia la
penumbra del sollado.
Blachford levantó la cabeza y notó el enorme bao que tenía junto a ella. Si había
de verdad un infierno, pensó, seguro que debía de parecerse a aquello.
Las lámparas oscilantes que colgaban encima de la mesa lo empeoraban, si es que
ello era posible, proyectando sombras por las amuradas curvadas del casco e
iluminando las figuras acurrucadas o inertes de los heridos que estaban llegando al
sollado sin apenas interrupción.
Miró a su compañero, George Minchin, el cirujano titular del Hyperion, un
hombre de cara tosca con algunas canas. Tenía los bordes de los ojos enrojecidos, y
no sólo por la fatiga. Había una gran jarra de ron junto a la mesa para ayudar a
mitigar el dolor o el suplicio de los últimos momentos de los pobres heridos que
llegaban a la mesa, desnudos y agarrados como víctimas bajo tortura hasta que
acabara el trabajo. Minchin parecía beber más de la cuenta.
Blachford había visto heridas espantosas. Hombres sin extremidades, con los
rostros y cuerpos quemados o con grandes astillas de madera clavadas. Todo aquel
espacio, que normalmente era el alojamiento de los guardiamarinas, donde dormían,
comían y estudiaban sus libros a la tenue luz de las velas, rebosaba sufrimiento.
Apestaba a sangre, a vómito y a dolor. Los atronadores estruendos de las andanadas y
los escalofriantes golpes de las balas enemigas al impactar en el barco provocaban
gritos y quejidos de las figuras que esperaban ser atendidas.
Blachford sólo podía hacer conjeturas sobre lo que ocurría allá arriba, donde era
completamente de día. Allí en el sollado no penetraba nunca la luz exterior. Bajo la
línea de flotación era el lugar más seguro para aquel truculento trabajo, pero eso no le
consolaba lo más mínimo.
Señaló hacia las espantosas tinas que había bajo la mesa, parcialmente llenas de
miembros amputados, un descarnado aviso para aquellos que iban a tener que
soportar lo que iba a ser una extensión de su suplicio. Allí, solamente la muerte
parecía un maldito consuelo.
—¡Sáquenlas de aquí!
Escuchó los golpes de los martillos en los estrechos callejones de combate que
daban la vuelta al barco bajo la línea de flotación. Eran como pequeños pasillos entre
* * *
Bolitho se detuvo cerca del borde del acantilado y miró entrecerrando un poco los
ojos a lo largo de la bahía de Falmouth. No había nieve, pero el viento que barría los
acantilados y lanzaba espuma muy por encima de las rocas de abajo era gélido, y las
nubes bajas de bordes oscuros indicaban que caería aguanieve antes del anochecer.
Bolitho notó como su cabello bailaba al viento empapado de lluvia y sal. Había
estado observando a un pequeño bergantín barloventeando desde el río Helford, pero
lo había perdido de vista entre los rociones invernales que se levantaban del mar
como si fuesen humo.
Resultaba difícil creer que el día siguiente iba a ser el primero de otro año, que
incluso después de volver allí estuviera aún atenazado por un sentimiento de pérdida
e incredulidad.
Tras irse a pique el Hyperion, había intentado consolarse pensando que no había
sido un sacrificio en vano, al igual que el de los hombres que habían muerto aquel día
bajo el sol del Mediterráneo.
Si aquella escuadra española hubiera podido unirse a la Flota Combinada de
Cádiz, seguramente Nelson habría sido vencido al cabo de algunas semanas.
Bolitho había transbordado a la fragata Tybalt para hacer el pasaje hasta Gibraltar,
dejando a Herrick al mando de la escuadra, aunque la mayor parte de los barcos iban
a necesitar los cuidados del arsenal sin dilación.
En el Peñón, se había sorprendido ante las noticias. La Flota Combinada había
salido sin esperar más ayuda, y Nelson, superado en número por ella, había obtenido
una rotunda victoria; en un único combate había aplastado al enemigo, había
destruido o apresado dos tercios de sus fuerzas, y con ello había acabado con
cualquier esperanza que pudiera albergar aún Napoleón de invadir Inglaterra.
Pero la batalla, que había tenido lugar en un mar revuelto frente al cabo Trafalgar,
le había costado la vida a Nelson. El dolor se extendió rápidamente por toda la flota,
y a bordo de la Tybalt, donde ninguno de sus hombres le había puesto nunca los ojos
encima, se quedaron completamente consternados, como si le hubiesen conocido
como a un amigo. La batalla en sí quedó totalmente en un segundo plano por la
muerte de Nelson, y cuando Bolitho llegó finalmente a Plymouth, se dio cuenta de
que ocurría lo mismo allá donde fuere.
Bolitho observó como el mar rompía sobre las rocas, y se envolvió bien con el
capote que llevaba.
Pensó en Nelson, el hombre al que tanto había deseado conocer, para hablar largo
y tendido con él de marino a marino. Qué parecidas habían sido sus vidas. Como
líneas paralelas en una carta marina. Se acordó de la vez en que le vio durante el
infortunado ataque a Tolón. Era curioso pensar que sólo había visto a Nelson desde
lejos, cuando este estaba en el buque insignia, desde donde le había saludado con la
Abatir. Apartarse un barco hacia sotavento del rumbo que debía seguir.
Acuartelar. Presentar al viento la superficie de una vela, llevando su puño de
escota hacia barlovento. La vela se hincha «al revés» y produce un empuje hacia popa
en lugar de hacia proa.
Adujar. Recoger un cabo formando vueltas circulares u oblongas. Cada vuelta
recibe el nombre de «aduja».
Aferrar. Recoger una vela en su verga, botavara o percha por medio de
tomadores para que no reciba viento.
Aguada («hacer aguada»). Abastecerse de agua potable en tierra para llevarla a
bordo.
Aguja magnética. Instrumento que indica el rumbo (la dirección que sigue un
buque). También recibe los nombres de compás, aguja náutica o brújula.
Ala. Pequeña vela que se agrega a la principal por uno o por ambos lados en
tiempos bonancibles con viento largo o de popa para aumentar el andar del buque; las
de las velas mayor y trinquete se denominan «rastreras».
Alcázar. Parte de la cubierta alta comprendida entre el palo mayor y la entrada de
la cámara, o bien, en caso de carecer de ella, hasta la popa. Allí se encuentra el puente
de mando.
Aleta. Parte del costado de un buque comprendida entre la popa y la primera
porta de la batería de cañones.
Alfanje. Sable ancho y curvo con doble filo en el extremo.
Ampolleta. Reloj de arena. Las hay de media hora, de minuto, de medio minuto y
de cuarto de minuto.
Amura. Parte del costado de un buque donde comienza a curvarse para formar la
proa.
Amurada. Parte interior del costado de un buque.
Andana. Línea o hilera de ciertas cosas. Forma de ordenar cosas de manera que
queden en fila. Ej.: «andana de botes».
Aparejo. Conjunto de todos los palos, velas, vergas y jarcias de un buque.
Arboladura. Conjunto de palos, masteleros, vergas y perchas de un buque.
Arpeo. Instrumento de hierro como el llamado «rezón», con la diferencia de que
en lugar de uñas tiene cuatro garfios o ganchos y sirve para aferrar una embarcación a
otra en un abordaje.
Arraigadas. Cabos o cadenas situados en las cofas donde se afirma la obencadura
de los masteleros.
Arribar. Hacer caer la proa de un buque hacia sotavento. Lo contrario de orzar.
Arrizar. Disminuir la superficie de una vela aferrando parte de esta en su verga
para que pueda resistir la fuerza del viento. Dicha maniobra se expresa con la frase
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