Un Dia de Gloria de Alexander Kent

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Septiembre

de 1804.
Inglaterra se enfrenta a las flotas francesa y española tratando de evitar la
invasión. El vicealmirante Richard Bolitho tiene problemas familiares que
resolver, pero su estancia en tierra se acaba bruscamente debido a la
demanda urgente del servicio al Rey. Bolitho iza una vez más su enseña
sobre el Hyperion, un veterano navío de setenta y cuatro cañones, y zarpa
rumbo al Caribe al mando de una nueva escuadra. Sus órdenes son
planificar y realizar una audaz misión en tierras hispanas. Resguardado por
los cañones del puerto de La Guaira se encuentra un fabuloso botín, un
barco con el mayor tesoro conseguido por España.
Mientras tanto en Antigua redescubre una pasión que rompe todos los
convencionalismos y amenaza su reputación.
De nuevo en Europa patrullará por el Mediterráneo para impedir el
agrupamiento de la flota combinada hispano-francesa. Finalmente no podrá
impedir que el grueso de esta flota se reúna en Cádiz y será Lord Nelson, en
las cercanías del Cabo Trafalgar, quien derrotará a la flota enemiga.

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Alexander Kent

Un día de gloria
Richard Bolitho - 17

ePub r1.2
Titivillus 30.12.2014

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Título original: Honour this day
Alexander Kent, 1987
Traducción: Luis Rocha Rosal
Diseño de cubierta: Geofffey Huband

Editor digital: Titivillus


ePub base r1.2

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Llora, Inglaterra, llora y desespera
Pues los valientes hombres de Lord Nelson
Que murieron en ese día
Todos en cubierta…
BROADSHEET BALLAD, 1805

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PRIMERA PARTE

Antigua 1804

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I

RECUERDOS

English Harbour, y de hecho toda la isla de Antigua, parecía estar agazapado e


inmóvil, como clavado en el fondo marino por el sol del mediodía. El aire era
húmedo y el calor sofocante, de manera que los numerosos buques fondeados allí se
veían poco nítidos bajo la bruma, como reflejos en un espejo empañado.
En los primeros días de aquel octubre de 1804 estaban en plena temporada de
huracanes, y era una de las peores que se recordaban. Lejos de la costa se habían
perdido varios barcos o habían embarrancado al verse atrapados en algún canal
peligroso.
English Harbour era el importante, si no vital, cuartel general de la flota que
servía en el Caribe y que abarcaba las islas de Barlovento y de Sotavento. Allí había
un magnífico fondeadero y un arsenal en el que podían llevarse a cabo hasta las
reparaciones y carenados más serios. Pero ya fuera en paz o en guerra, el mar y el
tiempo eran enemigos constantes, y mientras cualquier bandera extranjera se suponía
en principio hostil, los peligros de aquellas aguas nunca se acababan de calibrar
suficientemente.
English Harbour estaba a unas doce millas de la capital, St. John’s, por lo que la
vida social dentro y alrededor del arsenal era escasa. En una terraza con bandera de
una de las mejores casas que flanqueaban la colina que había detrás del puerto, un
grupo de personas, en su mayoría oficiales y sus esposas, languidecían en el aire
inmóvil observando la aproximación de un buque de guerra. Pareció pasar una
eternidad hasta que el recién llegado cobró forma y sustancia a través de la bruma
resplandeciente, pero ahora estaba allí, con la proa hacia tierra y sus velas casi
mustias en sus estays y vergas.
Los buques de guerra eran algo demasiado habitual como para fijarse en ellos.
Tras años de conflicto con Francia y sus aliados, formaban parte de la vida diaria de
aquellas gentes.
Aquel era un navío de línea, un dos cubiertas, con su redondeado casco negro y
beige en marcado contraste con el agua y el cielo blanquecinos y sin apenas color
bajo aquel calor implacable. El sol estaba justo encima de Monk’s Hill y tenía un halo
plateado a su alrededor; en alguna parte de alta mar habría otra tormenta muy pronto.
Aquel barco era diferente en un sentido respecto a otras idas y venidas. Un bote de
ronda había traído la noticia de que venía de Inglaterra. A los que observaban su
esforzado avance, tan sólo el nombre de Inglaterra ya les evocaba multitud de
imágenes; como una carta de casa o la descripción de un marino de paso. Eran
tiempos inciertos, de escasez y miedo diario a una invasión francesa por el canal de la
Mancha. Tan variado como la tierra misma, desde la lozanía del campo a la miseria

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de la ciudad. Casi ninguno de los hombres y mujeres que observaban el dos cubiertas
hubiera dudado entregar Antigua a cambio de una simple y fugaz visión de Inglaterra.
Una mujer estaba apartada del resto, con su cuerpo completamente quieto
exceptuando su mano, que movía con economía de esfuerzos un abanico para hacer
correr algo aquel aire cálido.
Se había cansado hacía rato de la desganada conversación de aquellas personas
que había conocido por necesidad. Algunas de las voces denotaban ya ciertas
dificultades al hablar a causa de aquel vino sobrecalentado, y ni siquiera se habían
sentado todavía a comer.
Se volvió para disimular su incomodidad mientras se apartaba el vestido de color
marfil de su piel. Y todo el rato observaba el barco. De Inglaterra.
El buque le podría haber parecido completamente inmóvil si no fuera por una
diminuta brizna de espuma bajo su mascarón de proa dorado lleno de arrojo. Dos
lanchas lo guiaban hacia tierra, una por cada una de sus amuras; no podía distinguir si
estaban unidas a su barco por una estacha o no. Tampoco se movían apenas, y sólo el
elegante subir y bajar de sus remos, claros como alas, daban muestras de sus
esfuerzos y su propósito.
La mujer sabía mucho de barcos; había viajado muchos cientos de leguas por mar,
y tenía buen ojo para captar sus complejos detalles. Una voz del pasado pareció flotar
en su mente, una que había descrito los barcos como la más maravillosa creación del
hombre. Y podía oírle añadir «y tan exigente como cualquier mujer».
Alguien comentó detrás de ella:
—Otra ronda de visitas oficiales, supongo.
Nadie respondió nada. Hacía demasiado calor incluso para hacer suposiciones. Se
oyeron pisadas sobre los escalones de piedra y oyó decir a la misma voz:
—Hágamelo saber cuando tenga más noticias.
El sirviente salió correteando mientras su amo abría un mensaje garabateado de
alguien del arsenal.
—Es el Hyperion, setenta y cuatro cañones. Su comandante es el capitán de navío
Haven.
La mujer observó el barco mientras su nombre se le clavaba en su mente. ¿Por
qué había de alterarle de alguna manera?
Otra voz murmuró:
—Dios mío, Aubrey, pensaba que era un casco desarbolado. Estaba en Plymouth,
¿no es así?
Se oyó un tintineo de copas, pero la mujer no se movió. ¿Capitán de navío
Haven? El nombre no le decía nada.
Vio que el bote de ronda bogaba cansinamente hacia el alto dos cubiertas. Le
encantaba observar los barcos que entraban, ver la actividad en cubierta, con los
aparentemente confusos preparativos hasta que una gran ancla levantaba una buena
salpicadura. Aquellos marineros estarían observando la isla, muchos por primera vez.

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Era bien distinto a los puertos y pueblos de Inglaterra.
La misma voz comentó:
—Sí, así es. Pero con esta guerra extendiéndose cada día que pasa y con nuestra
gente de Whitehall[1] tan desprevenida como siempre, sospecho que incluso los
buques naufragados ante nuestras costas tendrán que entrar en servicio.
Una voz más grave dijo:
—Ahora lo recuerdo. Combatió solo contra un condenado gran tres cubiertas y lo
apresó. No me extraña que el pobre viejo fuera desarmado después de eso, ¿eh?
Ella lo seguía mirando, sin apenas atreverse a parpadear, mientras la silueta del
navío de dos puentes se alargaba y sus velas eran cargadas a la vez que se balanceaba
muy lentamente bajo la exigua brisa que podía encontrar.
—No es un buque cualquiera, Aubrey. —El interés había hecho que el hombre se
fuera hasta la balaustrada—. Por Dios, lleva insignia de almirante.
—De vicealmirante —corrigió su invitado—. Muy interesante. Al parecer está
bajo la insignia de Sir Richard Bolitho, vicealmirante de la bandera roja.
El ancla levantó una columna de espuma al caer desde la serviola. La mujer puso
una mano sobre la balaustrada hasta que el calor de la piedra le sobresaltó.
Su marido debió de verla moverse.
—¿Qué ocurre? ¿Le conoces? Es un verdadero héroe, si la mitad de lo que he
leído de él puede creerse.
Ella asió el abanico con más fuerza y lo apretó contra su pecho. Así que era así
como iba a ser. Él estaba allí, en Antigua. Después de todo aquel tiempo, después de
todo lo que él había pasado.
No era extraño que se hubiese acordado del nombre del barco. Él había hablado
muchas veces afectuosamente de su viejo Hyperion. Era el primer barco que había
tenido bajo su mando como capitán de navío.
Se sorprendió por su súbita emoción y más aún por su capacidad para disimularla.
—Le conocí hace unos años.
—¿Otra copa de vino, caballeros?
Ella se relajó, músculo tras músculo, consciente de la humedad de su vestido y
también de su cuerpo.
A la vez que pensaba en ello se maldijo por su estupidez. No podía ser otra vez
como aquello. «Nunca».
Dio la espalda al barco y sonrió a los demás. Pero incluso la sonrisa era mentira.

* * *

Richard Bolitho estaba de pie con aire vacilante en el centro de la gran cámara de
popa, con la cabeza ladeada ante el repentino ruido sordo de pies descalzos por la
toldilla. Todos aquellos sonidos familiares se agolparon en la cámara; el coro apagado

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de las órdenes, el consiguiente chirriar de los motones al ser braceadas las vergas. Y
aun así, apenas había movimiento. Como un buque fantasma. Sólo los altos y
resplandecientes rayos dorados del sol que se movían a lo largo de un lado de la
cámara daban indicios de que el Hyperion borneaba muy lentamente bajo el viento de
tierra.
Observó como la costa se movía en un panorama verde a través de la mitad de los
ventanales de popa. «Antigua». Hasta el nombre era como una puñalada en el
corazón, un renacer de innumerables recuerdos, de muchas voces y rostros. Fue allí,
en English Harbour donde, como capitán de corbeta recién nombrado, le habían dado
su verdadero primer mando, la pequeña y ágil corbeta Sparrow. Un buque muy
distinto, pero entonces la guerra contra los rebeldes norteamericanos había sido
también diferente. ¡Qué lejano parecía todo aquello! Buques y rostros, dolor y
euforia.
Pensó en el pasaje desde Inglaterra hasta allí. No podía imaginarse uno más
rápido, treinta días, con el viejo Hyperion respondiendo como un pura sangre. Habían
navegado en convoy con unos buques mercantes, varios de los cuales iban repletos de
soldados, refuerzos o reemplazos para la cadena de guarniciones inglesas del Caribe.
Eran más bien lo último, pensó con tristeza. Era del dominio común el hecho de que
los soldados morían allí como moscas por una fiebre o por otra sin tan siquiera llegar
a oír nunca el estallido de un mosquete francés.
Bolitho caminó lentamente hasta los ventanales de popa, cubriéndose los ojos
ante el brumoso resplandor. Fue de nuevo consciente de su propio resentimiento, de
su reticencia a estar allí, sabedor de que la situación requeriría una diplomacia y una
pompa para la cual no estaba de humor. Había empezado ya con las salvas regulares
de saludo, cañón tras cañón con la batería de costa más cercana, en lo alto de la cual
la bandera del Reino Unido no se movía lo más mínimo con aquel aire húmedo.
Vio el bote de ronda sobre su propio reflejo, con sus remos quietos mientras el
oficial al mando esperaba que el dos puentes fondeara. Sin estar arriba en la toldilla o
en el alcázar, Bolitho podía imaginárselo todo perfectamente, con los hombres en las
brazas y drizas y otros a lo largo de las grandes vergas listos para aferrar las velas a
manotazos en ellas, dando la impresión, visto desde tierra, de que todas las velas
desaparecían al unísono.
Tierra. Para un marino era siempre un sueño. Una nueva aventura.
Bolitho lanzó una mirada a la casaca de gala que estaba colgada en el respaldo de
una silla, lista para la llamada a entrar en escena. Cuando le dieron el mando de la
Sparrow tantos años atrás nunca creyó que fuera posible. La muerte por accidente o
al pie del cañón, la ignominia, o la falta de oportunidades para distinguirse o ganarse
el favor de un almirante hacían de cualquier promoción un duro camino.
Ahora, la casaca era una realidad, con sus dos charreteras doradas y sus dos pares
de estrellas plateadas. Y aun así… Levantó la mano para apartar su mechón de
cabello suelto de encima de su ojo derecho. Como la cicatriz que se adentraba en su

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cuero cabelludo, donde un machete casi había terminado con su vida, nada había
cambiado, ni siquiera la incertidumbre.
Había creído que iba a poder ser capaz de acostumbrarse a ella, aunque el paso de
estar al mando de un barco al rango de almirante fuera el más grande de todos. Ahora
era Sir Richard Bolitho, Caballero de la Orden de Bath, vicealmirante de la bandera
roja y, después de Nelson, el más joven del escalafón. Esbozó una ligera sonrisa. El
rey ni siquiera se había acordado de su nombre cuando le nombró caballero. Bolitho
se las había arreglado también para aceptar que ya no formaba parte del
funcionamiento diario del barco, de ninguno de los que enarbolaban su insignia.
Como teniente de navío, siempre acostumbraba a mirar hacia la alejada figura del
comandante en popa, y había sentido admiración, si bien no siempre respeto. Más
tarde, como capitán de corbeta, de fragata y por último de navío, se había quedado
despierto muy a menudo, preocupándose mientras escuchaba el viento y los sonidos
de a bordo, conteniéndose para no salir disparado a cubierta por pensar que el oficial
de guardia no era consciente de los peligros que acechaban. Era duro delegar; pero al
menos, el barco era suyo. Para la dotación de cualquier buque de guerra, su
comandante sólo iba detrás de Dios, y algunos decían con cierta irreverencia que eso
sólo era debido a una cuestión de antigüedad.
Como almirante, uno tenía que quedarse a distancia y dirigir los asuntos de todos
sus comandantes, colocando las fuerzas que controlara donde pudieran dar el mejor
servicio. El poder era mayor, pero también lo era la responsabilidad. Pocos almirantes
se habían permitido olvidar que el almirante Byng había sido ejecutado por cobardía
por un pelotón de fusilamiento en la cubierta de su propio buque insignia.
Quizás se hubiera acomodado a su rango y a su poco familiar título de no haber
sido por su vida familiar. Rehuyó la idea y se llevó los dedos a su ojo izquierdo. Se
masajeó el párpado y miró fijamente la masa verde de tierra. Volvía a ver de nuevo
con claridad y contraste. Pero aquello no iba a durar. El cirujano de Londres le había
avisado. Necesitaba descanso, más tratamiento y cuidados constantes. Eso habría
significado quedarse en tierra, y peor aun, un puesto en el Almirantazgo.
Entonces, ¿por qué había pedido, casi exigido, otro puesto en la flota? En
cualquier parte, o al menos así les había sonado en aquel momento a los lores del
Almirantazgo.
Tres de aquellos sus superiores le habían dicho que se había ganado de sobras un
puesto en Londres incluso antes de su última gran victoria. Aunque al insistir él,
había tenido la sensación de que estaban igualmente contentos de que declinara su
ofrecimiento.
El destino; debía de ser eso. Se dio la vuelta y miró detenidamente la gran
cámara. El techo blanco y bajo, el cuero verde claro de las sillas, las puertas del
mamparo que comunicaban con su camarote o con el abarrotado mundo del resto del
buque y tras el que un centinela protegía su intimidad día y noche.
El Hyperion. Tenía que ser un designio del destino.

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Podía recordar la última vez que lo había visto, tras llevarlo él mismo a Plymouth.
Las multitudes que se apiñaban en el paseo y en el Hoe para ver volver a casa al
vencedor. Todos aquellos muertos, y muchos más lisiados de por vida tras su triunfo
sobre la escuadra de Lequiller en el golfo de Vizcaya, y la captura de su gran buque
insignia de cien cañones, el Tornade, que Bolitho mandaría más tarde como capitán
de bandera de otro almirante.
Pero era este barco el que siempre recordaba. El Hyperion, setenta y cuatro
cañones. Había caminado junto al barco por el muelle de Plymouth en aquel terrible
día y se había despedido de él; o eso había creído entonces. Destrozado y desgarrado
por los cañonazos enemigos, con su aparejo y sus velas hechos trizas y sus cubiertas
astilladas llenas de manchas oscuras de la sangre de los que allí habían luchado.
Dijeron entonces que nunca volvería a una línea de combate. En muchos momentos
de su penosa vuelta a puerto con aquel mal tiempo había pensado que se iba a ir a
pique como algunos de sus adversarios. Mientras lo observaba allá en el muelle, casi
había deseado que encontrara la paz en el fondo del mar. Con la guerra cada vez más
enconada y extendiéndose más, el Hyperion había sido convertido en un almacén de
provisiones. Desarbolado y con sus una vez ajetreadas cubiertas de baterías llenas de
barriles y cajas, había pasado a formar parte del arsenal.
Era el primer navío de línea que Bolitho había tenido a su mando. Entonces,
como ahora, en el fondo de su corazón seguía siendo un hombre de fragata, y la idea
de ser comandante de un dos cubiertas le había consternado. Pero en aquel entonces,
también estaba desesperado, aunque por diferentes razones. Acosado por la fiebre que
casi le había matado en los Mares del Sur, su puesto estaba en tierra, reclutando
hombres en el Nore, cuando la Revolución francesa había azotado el continente como
un fuego forestal. Podía acordarse de cuando se unió a su barco en Gibraltar como si
fuera ayer mismo. Ya entonces era un buque viejo y gastado y aun así le había
cautivado, como si de alguna manera se necesitasen el uno al otro.
Bolitho oyó el trinar de las pitadas y la gran salpicadura del ancla al caer de golpe
en aquellas aguas que tan bien conocía.
Su capitán de bandera vendría a verle enseguida para recibir órdenes. Por mucho
que lo intentara, Bolitho no podía ver al capitán de navío Edmund Haven como un
líder inspirador ni como su consejero personal.
Era un hombre anodino, impersonal, y mientras pensaba en él sabía que estaba
siendo injusto. Bolitho había llegado al barco sólo unos días antes de levar anclas
para su pasaje a las Indias. Y en los treinta siguientes, había permanecido casi
completamente aislado en sus propios aposentos, de manera que hasta Allday, su
patrón, estaba mostrando signos de preocupación.
Probablemente era por algo que Haven había dicho en su primer paseo por el
barco, el día antes de hacerse a la mar.
Haven había creído obviamente que era raro, y quizás excéntrico, que su
almirante quisiera ver otra cosa más allá de su cámara o de la toldilla, y menos aún

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mostrar interés por las cubiertas de baterías y el sollado.
La mirada de Bolitho se posó sobre los dos sables colgados en el mamparo. Su
propio y viejo sable y el regalado por el pueblo de Falmouth, tan resplandeciente.
¿Cómo iba Haven a entenderlo? No era culpa suya. Bolitho se había tomado su
aparente descontento con el mando de aquel barco como una afrenta personal. Le
había espetado:
—Puede que este barco sea viejo, comandante Haven, pero ¡navega más rápido
que muchos más nuevos! Chesapeake, las Saintes, Tolón y el golfo de Vizcaya, ¡sus
honores en combate se leen como una historia de la mismísima Marina!
Era injusto, pero Haven tendría que haberse informado mejor.
Cada metro de aquel paseo había sido un renacer constante de recuerdos. Sólo las
caras y las voces no encajaban. Pero el barco era el mismo. Tenía mástiles nuevos y
la mayor parte de su armamento había sido sustituido por artillería más pesada de la
que tenían cuando se enfrentaron a las andanadas del Tornade de Lequiller; la pintura
se veía reluciente y las costuras de la tablazón bien alquitranadas. Aunque nada de
eso podía cambiar a su Hyperion. Miró alrededor de la cámara, viéndola tal como era
antes. Y tenía treinta y dos años. Cuando fue construido en Deptford obtuvo las
mejores piezas de roble de Kent. La construcción naval de aquellos tiempos había
desaparecido para siempre, y ahora, a la mayor parte de los bosques se les había
extraído la mejor madera para cubrir las necesidades de la flota.
Resultaba irónico que el gran Tornade, siendo un barco nuevo, hubiese sido
convertido en buque prisión hacía unos cuatro años. Se tocó de nuevo su ojo
izquierdo y maldijo con rabia cuando pareció cernirse sobre su visión un velo
brumoso. Pensó en Haven y en los otros que servían en aquel viejo barco día y noche.
¿Sabían o se imaginaban que el hombre cuya insignia ondeaba en el tope del palo
trinquete estaba parcialmente ciego de su ojo izquierdo? Bolitho cerró los puños al
revivir aquel momento en que había caído a cubierta cegado por la arena de un balde
que la bala enemiga había hecho saltar por los aires.
Esperó a recobrar la compostura. No, Haven no parecía darse cuenta de nada que
estuviera más allá de sus deberes.
Bolitho tocó una de las sillas y se imaginó su buque insignia a todo lo largo y
todo lo ancho. Había mucho de él en aquel lugar. Su hermano había muerto en la
cubierta superior, había caído para salvar a su único hijo, Adam, aunque el chico
desconocía entonces que su padre estaba todavía vivo. Y su estimado Inch, que había
llegado a segundo comandante del Hyperion. Podía verle ahora, con su ansiosa
sonrisa en su cara de caballo. Ahora también él estaba muerto, como tantos otros de
los «pocos elegidos»[2].
Y Cheney había también caminado por aquellas cubiertas. Empujó la silla a un
lado y se fue malhumorado hasta los ventanales de popa abiertos.
—¿Me ha llamado, Sir Richard?
Era Ozzard, su criado con aspecto de topo. No sería para nada un barco sin él.

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Bolitho se volvió. Debía de haber pronunciado el nombre de ella en voz alta.
¿Cuántas veces…? ¿Y cuánto tiempo iba a sufrir de esa manera?
—L-lo siento, Ozzard —dijo. Pero no añadió nada más.
Ozzard se cogió las manos como garras sobre su delantal y miró el
resplandeciente fondeadero.
—Como en los viejos tiempos, Sir Richard.
—Sí. —Bolitho suspiró—. Mejor que nos pongamos a ello ¿eh?
Ozzard cogió la pesada casaca con sus brillantes charreteras. Bolitho oyó más
gorjeos de pitadas más allá del mamparo y el chirrido del aparejo al izar los botes
sobre la cubierta para arriarlos por el costado.
«Desembarco». En su día había sido una palabra mágica.
Ozzard se entretuvo con la casaca pero no bajó ninguno de los dos sables de su
sitio. Él y Allday eran muy buenos amigos aunque la mayoría de la gente los viese
como la noche y el día. Y Allday no permitiría a nadie abrochar el sable a Bolitho.
Como el viejo barco, pensó Bolitho, Allday estaba hecho del mejor roble inglés, y
cuando faltara nadie llenaría su hueco.
Se imaginó que Ozzard estaba abatido por el hecho de que él hubiera escogido el
dos cubiertas cuando podía haber elegido cualquiera de los buques de primera clase
disponibles. En el Almirantazgo le habían dado a entender discretamente que aunque
el Hyperion estaba listo para salir a la mar de nuevo, tras ser objeto de reparaciones y
carenados durante tres años, podía ser que nunca se recuperara de aquel último y
salvaje combate.
Curiosamente, había sido Nelson, el héroe al que Bolitho nunca había llegado a
conocer, quien había resuelto la cuestión. Alguien del Almirantazgo debía de haber
escrito al pequeño almirante contándole la solicitud de Bolitho. Nelson había enviado
su propio punto de vista en un despacho dirigido a sus señorías con su típica
brevedad.
«Den a Bolitho el barco que él quiera. Es un marino, no un hombre de tierra».
«Aquello debía de hacer gracia a nuestro Nel», pensó Bolitho. El Hyperion había
sido dejado de lado como casco desarbolado hasta su reasignación de destino sólo
unos meses atrás, y tenía treinta y dos años.
Nelson había izado su propia insignia en el Victory, un primera clase, pero se lo
había encontrado pudriéndose como buque prisión. A su extraña manera había sabido
que tenía que ser su buque insignia. Por lo que Bolitho podía recordar, el Victory era
ocho años más viejo que el Hyperion.
De algún modo, parecía correcto que los dos viejos barcos volvieran a vivir de
nuevo tras ser desechados sin pensarlo mucho después de todo lo que habían hecho.
La puerta del mamparo que daba al pasillo se abrió, y apareció en ella Daniel
Yovell, el secretario de Bolitho, quien se quedó mirándole con tristeza.
Bolitho se ablandó una vez más. No había sido fácil para ninguno de ellos a causa
de su mal humor y sus dudas. Incluso Yovell, de hombros caídos, regordete y tan

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minucioso en su trabajo, había tenido cuidado de mantener la distancia durante los
últimos treinta días en el mar.
—El comandante estará aquí en breve, Sir Richard.
Bolitho metió sus brazos en la casaca y movió los hombros para conseguir la
postura más cómoda sin que su columna vertebral le picara por el sudor.
—¿Dónde está mi ayudante? —preguntó de repente Bolitho sonriendo. Tener un
ayudante oficial había sido también difícil de aceptar al principio. Ahora, tras los dos
ayudantes anteriores, le resultaba fácil afrontarlo.
—Esperando la lancha. Enseguida que esté lista —los gruesos hombros se
elevaron alegremente— irá usted a conocer a los dignatarios locales. —Se había
tomado la sonrisa de Bolitho como una vuelta a la normalidad. La mente ingenua de
Yovell necesitaba que todas las cosas fueran como siempre.
Bolitho permitió que Ozzard se pusiera de puntillas para arreglarle el pañuelo de
cuello. Durante años, había dependido de la palabra del almirante o de su oficial
superior presente donde quisiera que estuvieran.
Todavía le resultaba difícil creer que esta vez no había un cerebro superior al que
preguntar o contentar. Él era el oficial superior. Por supuesto, al final prevalecían las
reglas navales no escritas. Si actuaba correctamente, otros se llevarían el mérito. Si se
equivocaba, cargaría con las culpas.
Bolitho se miró al espejo e hizo una mueca. Su cabello era todavía negro, aparte
de algunas desagradables canas en el rebelde mechón de pelo que cubría la vieja
cicatriz. Las arrugas de las comisuras de sus labios eran más profundas, y su reflejo le
recordó el retrato de su hermano mayor, Hugh, que estaba colgado en Falmouth,
como tantos de aquellos retratos de los Bolitho de la gran casa de piedra gris. Refrenó
su súbita desesperación. Ahora, aparte de su leal mayordomo Ferguson y los criados,
estaba vacía.
Estoy aquí. Es lo que quería. Lanzó otra mirada alrededor de la cámara. El
Hyperion. Casi nos morimos juntos.
Yovell se apartó a un lado, con su cara roja como una manzana llena de cautela.
—El comandante, Sir Richard.
Haven entró con su sombrero bajo el brazo.
—El barco está fondeado, señor.
Bolitho asintió. Le había dicho a Haven que no se dirigiera a él por su título a
menos que la ceremonia dictara lo contrario. La separación entre ambos era ya
bastante grande.
—Ahora subo. —Una sombra entró por la puerta y Bolitho percibió una levísima
expresión de fastidio en el rostro de Haven. Eso era mejor que su acostumbrada total
compostura, pensó Bolitho.
Allday pasó junto al comandante del insignia.
—La lancha está al costado, Sir Richard. —Se fue hasta los sables del mamparo y
echó un vistazo a las dos armas pensativo—. ¿Cuál es el apropiado para hoy?

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Bolitho sonrió. Allday tenía sus propios problemas, pero se los guardaría para sí
mismo hasta que estuviera preparado para contárselos. ¿Su patrón? Un amigo de
verdad era describirlo mejor. A Haven le hacía torcer el gesto ver como un hombre de
cargo tan modesto podía entrar y salir con total libertad de la cámara.
Allday se encorvó para abrocharle el viejo sable a Bolitho en su cinturón. La
vaina de cuero había sido reconstruida varias veces, pero la deslustrada empuñadura
seguía siendo la misma, y la magnífica y anticuada hoja estaba tan afilada como
siempre.
Bolitho dio unos toques al sable a la altura de su cadera.
—Otro buen amigo. —Sus miradas se encontraron. Era algo casi palpable, pensó
Bolitho. Toda la influencia que implicaba su rango no era nada comparada con su
fuerte vínculo.
Haven era de complexión mediana, algo bajo y fornido, pelirrojo y con rizos.
Tenía poco más de treinta años y el aspecto de un abogado formal o un comerciante
de la ciudad, y su expresión en aquellos momentos era de sosegada expectación sin
dejar traslucir nada. Bolitho había visitado su cámara en una ocasión y le había
preguntado por un pequeño retrato de una preciosa chica con cabello ondulado y
rodeada de flores.
—Es mi esposa —había contestado Haven. Su tono había denotado que no iba a
decir nada más de ella, ni siquiera a su almirante. Un ser extraño, pensó Bolitho; pero
el barco lo llevaba bien, aunque con tantos marineros nuevos y con un exceso de
hombres de tierra adentro, daba la impresión de que su segundo tenía que llevarse
buena parte del mérito por ello.
Bolitho salió con grandes pasos por la puerta, pasó junto al rígido centinela de
infantería de marina y subió al deslumbrante alcázar. Era extraño ver la rueda
amarrada en la posición de timón a la vía y abandonada. Todos los días, Bolitho había
hecho sus paseos solitarios en la banda de barlovento del alcázar o la toldilla, había
observado detenidamente al pequeño convoy y la fragata, mientras sus pies le
llevaban arriba y abajo por la gastada tablazón, evitando los aparejos de los cañones y
las argollas de manera inconsciente.
Las miradas que le seguían al pasar eran rápidamente apartadas de su persona si
él miraba hacia allí de donde venían. Era algo que aceptaba. Sabía que aquello nunca
llegaría a agradarle.
Ahora el barco estaba en reposo; se descolchaban cabos y los oficiales de mar se
movían vigilantes entre los marineros de torso desnudo para asegurarse de que el
barco, que ya no era un buque de guerra ordinario sino el buque insignia de un
almirante, estuviera tan ordenado como se esperaba de él.
Bolitho miró a la arboladura, hacia el entramado de obenques y aparejo, las velas
fuertemente aferradas y las figuras acortadas trabajando afanosamente lejos de
cubierta para cerciorarse de que también todo estuviera bien amarrado allí.
Algunos de los oficiales se apartaron cuando se fue hasta la barandilla del alcázar

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para mirar abajo, hacia la fila de baterías de dieciocho libras que habían sustituido a
las originales baterías de doce libras.
Entre las afanosas figuras flotaban rostros, como fantasmas. Penetraron ruidos
entre los gritos de las órdenes y el repiqueteo del aparejo. Las cubiertas destrozadas
por los disparos, como arrancadas por garras gigantes. Los hombres cayendo y
muriendo, pidiendo ayuda cuando no había ninguna posible. Su sobrino Adam,
entonces con catorce años, pálido aunque absolutamente decidido mientras los barcos
en combate se daban su último abrazo, del cual no había escapatoria para ninguno de
los dos.
—El bote de ronda está al costado —dijo Haven.
Bolitho señaló detrás del capitán de bandera.
—No ha aparejado mangueras de ventilación, comandante.
¿Por qué no podía llamar a Haven por su apellido? «¿Qué me está pasando?».
Haven se encogió de hombros.
—No quedan bien vistos desde tierra, señor.
Bolitho le miró.
—Dan algo de aire a la gente de las cubiertas de baterías. Haga aparejarlas.
Trató de contener su enojo consigo mismo y con Haven por no haber pensado en
el horno que debía de ser una cubierta de baterías abarrotada de hombres. El
Hyperion tenía ciento ochenta pies de eslora en su cubierta de baterías y llevaba una
dotación total de unos seiscientos hombres entre oficiales, marineros e infantes de
marina. Con aquel calor debía de parecerles que eran el doble de gente.
Vio a Haven espetando sus órdenes a su segundo, y a este último mirarle a él
como para ver por sí mismo el origen de la orden de aparejar mangueras de
ventilación.
El segundo comandante era otro bicho raro, había decidido Bolitho. Pasaba de los
treinta años, era mayor para el rango de teniente de navío y había estado al mando de
un bergantín. El cargo no había tenido continuidad al ser desarmado el barco y él
había vuelto a su anterior puesto. Era alto y, a diferencia de su comandante, un
hombre que exteriorizaba excitación y entusiasmo. Extrañamente apuesto, su buen
aspecto y su tez morena recordaban a Bolitho un rostro del pasado, pero no podía
acordarse de quién. Tenía una sonrisa fácil y era evidentemente popular entre sus
subordinados, la clase de oficial al que los guardiamarinas deseaban emular.
Bolitho miró hacia proa, debajo del beque delicadamente curvado donde podía
ver los anchos hombros del mascarón de proa. Era lo que siempre había recordado
más tras dejar el barco en Plymouth. El Hyperion estaba tan destrozado y tan dañado
que le había resultado difícil imaginárselo cómo era en su día. Pero el mascarón de
proa contaba otra historia.
Bajo la pintura dorada puede que hubiera cicatrices, pero los penetrantes ojos
azules que miraban fijamente adelante desde debajo de la corona de un sol naciente
eran tan arrogantes como siempre. Un musculoso brazo extendido apuntaba su

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tridente hacia el horizonte. Incluso visto desde popa, Bolitho recobraba fuerzas con la
familiar visión del mismo. Hyperion, uno de los titanes, se había salvado de la
humillación de verse denigrado y convertido en buque desarbolado.
Allday le miró con atención. Había visto la mirada y supuso lo que significaba.
Bolitho estaba molesto. Allday no estaba aún seguro de si estaba de acuerdo con él o
no. Pero quería a Bolitho como a nadie y moriría por él sin dudarlo.
—La lancha está lista, Sir Richard —dijo. Quería añadir que esta no tenía una
gran dotación. Todavía.
Bolitho caminó despacio hasta el portalón de entrada y miró abajo, hacia el bote
que estaba al costado. Jenour, su nuevo ayudante, estaba ya a bordo; y también
Yovell, con una cartera de documentos sobre sus gruesas rodillas. Uno de los
guardiamarinas estaba de pie más tieso que una escoba en la cámara del bote. Bolitho
refrenó su impulso de escudriñar sus rasgos juveniles. Todo era parte del pasado. No
conocía a nadie en aquel barco.
De pronto, miró a su alrededor y vio a los pífanos humedeciendo las bocas de sus
instrumentos en sus labios y a los infantes de marina con sus mosquetes preparados
para acompañar con su saludo su partida.
Allí estaban Haven y su segundo, todos los otros rostros anónimos, los azules y
blancos de los oficiales, el rojo escarlata de los infantes de marina y los cuerpos
bronceados de los marineros que miraban.
Deseaba decirles «¡soy vuestro almirante, pero el Hyperion es todavía “mi”
barco!».
Oyó a Allday saltar a la lancha y supo que estaría atento, listo para cogerle si su
ojo le fallaba y perdía el equilibrio. Bolitho alzó su sombrero y al instante los pífanos
y tambores empezaron un vivo crescendo, y la guardia de infantería de marina
presentó armas cuando el sable de su mayor lanzó un destello en su movimiento de
saludo.
Sonaron pitos y Bolitho bajó por el costado y saltó a la lancha.
Su última mirada hacia Haven le provocó sorpresa. La mirada del comandante era
fría, hostil. Valía la pena recordarlo.
El bote de ronda se movía lentamente esperando para conducir a la lancha a
través de los buques fondeados y las embarcaciones portuarias.
Bolitho se protegió los ojos del sol y miró detenidamente a tierra.
Era otro reto. Pero en aquel momento habría preferido eludirlo.

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II

LA RECEPCIÓN

John Allday entrecerró los ojos bajo el ala de su sombrero y observó como la
corriente de la costa apartaba momentáneamente de su rumbo al bote de ronda.
Movió con cuidado la caña y la lancha verde recién pintada siguió al otro bote sin
interrupción alguna de la boga. La reputación de Allday como patrón personal del
vicealmirante le precedía.
Miró a la dotación de la lancha sin que su mirada revelara nada. El bote había
sido transbordado desde su último barco, el Argonaute, la presa gabacha, pero
Bolitho había dicho que dejaba en manos de su patrón la formación de una nueva
dotación para él mismo con los hombres del Hyperion. Aquello era extraño, había
pensado en su momento. Cualquiera de los marineros de la vieja dotación se habría
ofrecido voluntario para pasar al Hyperion, puesto que, les gustara o no, igualmente
les habrían enviado de nuevo al mar sin tener la oportunidad de visitar a sus seres
queridos. Dejó caer su mirada sobre las figuras que estaban sentadas en la cámara del
bote. Yovell, que había ascendido de categoría, y a su lado, el nuevo ayudante del
almirante. El joven oficial parecía bastante agradable, pero no venía de una familia de
marinos. La mayor parte de los que aprovechaban la oportunidad de aquel agotador
puesto lo veían como una manera segura para conseguir el ascenso. Aunque eso era
en los viejos tiempos, decidió Allday. En un barco en el que hasta las ratas eran
extrañas, era mejor no hacer juicios precipitados.
Su mirada se posó sobre la ancha espalda de Bolitho, y trató de controlar la
aprensión que le acompañaba desde su vuelta a Falmouth. Tenía que haber sido una
vuelta a casa magnífica a pesar del dolor y los estragos del combate. Incluso la lesión
en el ojo izquierdo de Bolitho había parecido menos terrible cuando se comparaba
con lo que habían afrontado y superado juntos. Hacía más o menos un año. A bordo
del pequeño cúter Supreme. Allday podía recordar cada uno de los días posteriores,
viendo la dolorosa recuperación y la enorme fuerza del hombre al que servía y quería,
en su lucha por ganar aquella batalla adicional, por ocultar su desesperación y
mantener intacta la confianza de los hombres que lideraba. Bolitho nunca dejaba de
sorprenderle a pesar de que llevaban juntos más de veinte años. No parecía posible
que quedaran aún más sorpresas.
Habían ido a casa caminando desde el puerto de Falmouth y se habían detenido
en aquella iglesia que tan importante había llegado a ser para la familia Bolitho.
Varias generaciones de ellos eran recordadas allí, nacimientos y matrimonios,
victorias en la mar y también muertes violentas.
Allday se había quedado junto a las grandes puertas de la silenciosa iglesia en
aquel día de verano y había oído con tristeza y asombro como Bolitho pronunciaba su

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nombre. Cheney. Sólo su nombre; y sin embargo aquello le había dicho mucho.
Allday aún creía entonces que cuando llegaran a la vieja casa de piedra gris bajo el
castillo de Pendennis, todo volvería a ser normal. La encantadora Lady Belinda,
quien se parecía tanto físicamente a la fallecida Cheney, de alguna manera lo iba a
arreglar, consolaría a Bolitho cuando se diera cuenta del alcance de su lesión. Puede
que sanara el dolor de su mente, del cual nunca hablaba pero que Allday percibía. ¿Y
si el otro ojo sufriera una lesión en combate? Era el temor de tantos y tantos marinos
y soldados. Quedarse inútil. Una carga. Ferguson, el mayordomo de la propiedad que
había perdido un brazo en las Saintes, algo que parecía ya muy lejano en el tiempo,
su esposa Grace, de sonrosadas mejillas y ama de llaves de la casa, y todos los demás
criados habían estado esperándoles para recibirles. Risas, alegría y también muchas
lágrimas. Pero Belinda y su hija Elizabeth no habían estado allí. Ferguson dijo que
había enviado una carta para explicar su ausencia. Todo el mundo sabía que era algo
muy común para un marino que volvía a casa el encontrar que su familia desconocía
su paradero, pero aquello no podía haber ocurrido en peor momento ni haber afectado
tanto a Bolitho.
Ni siquiera su joven sobrino Adam, que ahora tenía el mando del bergantín
Firefly, había sido capaz de consolarle. Había recibido órdenes de aprovisionarse y
hacer aguada en Falmouth.
Pero el Hyperion era algo muy real de lo que tenía que ocuparse. Allday fulminó
con la mirada al primer bogador cuando la pala de su remo hendió mal el agua y
levantó espuma por encima de la regala. Maldita dotación. Aprenderían bien poco si
tenía que enseñarles a cada uno por separado.
El viejo Hyperion no era un extraño, pero su gente sí. ¿Era eso lo que quería
Bolitho? ¿O lo que necesitaba? Allday todavía no lo sabía.
Si Keen hubiera sido el capitán de bandera… Su semblante se relajó. O incluso el
pobre Inch. Las cosas parecerían menos extrañas así.
El comandante Haven era un tipo seco; hasta su propio patrón, un valioso galés
llamado Evans, le había confiado tras unos tragos que su amo y señor carecía de
sentido del humor y era muy distante.
Allday miró de nuevo los hombros de Bolitho. Qué diferente a su relación. Barco
tras barco, en distintos mares, pero normalmente con el mismo enemigo. Y Bolitho
siempre le había tratado como un amigo, «uno de la familia», tal como lo había
expresado en una ocasión. Lo había dicho de forma espontánea, aunque Allday había
guardado el comentario como un tesoro.
Era gracioso si se pensaba en ello. Algunos de sus antiguos compañeros de
rancho podrían haberse burlado incluso de él si no hubiese sido por el gran respeto
que infundían sus puños. Puesto que Allday, al igual que el manco Ferguson, había
sido apresado por la patrulla de leva y puesto a la fuerza al servicio del rey en el
barco de Bolitho, la fragata Phalarope, lo que era un mal ingrediente para la amistad.
Allday había permanecido junto a Bolitho siempre desde la Batalla de las Saintes, en

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la que su patrón había muerto.
Allday había sido marino toda su vida, exceptuando un corto periodo de tiempo
en tierra en que había sido pastor. Sabía poco de sus orígenes y su educación, así
como del paradero exacto de su casa. Ahora, a medida que se iba haciendo mayor,
aquello le atribulaba de vez en cuando.
Observó el cabello de Bolitho, con su coleta en la nuca que sobresalía bajo su
mejor sombrero bordado en oro. Era negro azabache y contribuía a darle un aspecto
juvenil; a veces, había sido tomado por hermano del joven Adam. Por lo que Allday
sabía de sí mismo, tenía su misma edad, cuarenta y siete años, pero mientras él había
engordado y su tupido cabello castaño tenía ya canas, Bolitho parecía no cambiar.
En tiempos de paz, podía ser reservado y serio. Pero Allday conocía todas sus
caras. Era un tigre en el combate; un hombre que se conmovía casi hasta el llanto y la
desesperación al ver el caos y el dolor tras un combate en el mar.
El bote de ronda estaba virando otra vez para pasar bajo el afilado botalón de una
magnífica goleta. Allday movió la caña y contuvo la respiración cuando sintió una
punzada de dolor en la herida de su pecho. Aquello tampoco se apartaba casi nunca
de su mente. La hoja española que había salido de la nada. Bolitho de pie delante para
protegerle y arrojando su sable para rendirse y así salvarle la vida.
La herida le molestaba, y a menudo le costaba erguir los hombros sin que el dolor
le atravesara el pecho como un cruel recordatorio.
Bolitho le había sugerido más de una vez que se quedara en tierra, aunque fuera
sólo durante un tiempo. Ya no le proponía la posibilidad de dejar para siempre la
Marina a la que tan bien había servido; sabía que eso le causaría a Allday un dolor
más profundo que el de su herida.
La lancha apuntó su proa hacia el embarcadero más cercano y Allday vio cómo
los dedos de Bolitho se asían con más fuerza a la vaina de su viejo sable entre sus
rodillas. Habían luchado en tantos combates que a menudo se maravillaban de haber
sobrevivido una vez más cuando tantos otros habían caído.
—¡Proa! —Observó con mirada crítica cómo el proel desarmaba su remo y se
levantaba con un bichero preparado para agarrar las cadenas del embarcadero. Tenían
bastante buena pinta, admitió Allday, con sus sombreros embreados y sus camisas
limpias a rayas. Pero se necesitaba algo más que apariencias para que un barco
navegara.
El propio Allday tenía muy buena planta, aunque apenas era consciente de ello. Y
solía tener éxito cuando le echaba el ojo encima a alguna chica, cosa que ocurría más
a menudo de lo que él admitía. Con su magnífica casaca azul, los especiales botones
dorados que Bolitho le había regalado y sus calzones de algodón de nanquín, parecía
de pies a cabeza el Corazón de Roble tan popular en teatro y en las actuaciones de los
parques.
El bote de ronda se apartó y el oficial al mando se levantó para quitarse el
sombrero mientras sus remeros levantaban sus remos como saludo.

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Con un sobresalto, Allday se dio cuenta de que Bolitho se había vuelto para
mirarle, con la mano encima de un ojo para evitar el resplandor. No le dijo nada, pero
había un mensaje en su mirada, como si lo hubiera gritado bien alto. Como una
súplica; algo que excluía a todos los demás durante aquellos pocos segundos.
Allday era un hombre sencillo, pero se acordó de la mirada hasta mucho después
de que Bolitho bajara de la lancha. Le preocupaba y le conmovía a la vez. Como si
hubieran compartido algo muy valioso.
Vio que algunos de los remeros le miraban y bramó:
—¡He visto como echaban de un burdel a marineros más elegantes que vosotros,
pero por Dios que lo haréis mejor la próxima vez! ¡Y sé lo que me digo!
Jenour bajó a tierra y sonrió cuando el solitario guardiamarina se sonrojó ante el
repentino exabrupto del patrón. El ayudante llevaba con Bolitho poco más de un mes,
pero ya estaba empezando a ver muestras del carisma poco común del hombre al que
servía, su héroe desde que era como aquel cohibido guardiamarina. La voz de Bolitho
ahuyentó sus pensamientos.
—Vamos, señor Jenour. La lancha puede esperar; los asuntos de la guerra, no.
Jenour disimuló una sonrisa.
—Sí, Sir Richard. —Pensó en su familia, que estaba en Hampshire, y en cómo
habían movido sus cabezas de un lado a otro cuando les dijo que un día quería ser el
ayudante de Bolitho.
Bolitho había captado la sonrisa y notó como le volvía su sensación de pérdida.
Sabía cómo se sentía el joven teniente de navío, como se había sentido él mismo en
su día. En el particular mundo de la Marina uno buscaba y se agarraba a los amigos
con todas sus fuerzas. Cuando caía alguno, uno perdía algo con ellos. El hecho de
sobrevivir no ahorraba el dolor de su muerte; nunca.
Se detuvo bruscamente en las escaleras del embarcadero y pensó en el segundo
comandante del Hyperion. Aquellas facciones bien parecidas, aquella tez tan
oscura… Claro. Era a Keverne a quien le recordaba su capitán de bandera. Eran muy
parecidos. Charles Keverne, en su día segundo suyo en el Euryalus y que había
muerto en Copenhague como comandante de su propio barco.
—¿Está usted bien, Sir Richard?
—«¡Maldita sea, sí!». —Bolitho se volvió en redondo al instante y le tocó el puño
de la manga—. Perdóneme. El rango brinda muchos privilegios. Ser maleducado no
es uno de ellos.
Subió la escalera mientras Jenour le miraba fijamente desde atrás.
Yovell suspiró por el esfuerzo de subir los elevados escalones de piedra. El pobre
oficial tenía mucho que aprender. Esperaba que tuviera tiempo para hacerlo.

* * *

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La alargada sala parecía increíblemente fresca después de sufrir el calor que hacía
más allá de las ventanas en sombra.
Bolitho estaba sentado en una silla de respaldo recto bebiendo de una copa de
vino blanco fresco, y se sorprendió de que algo pudiera mantenerse tan frío. Jenour y
Yovell estaban sentados a una mesa separada llena de carpetas y pliegos de señales e
informes. Era extraño pensar que había sido en una parte más austera de aquel mismo
edificio donde Bolitho había esperado inquieto la noticia de la obtención del primer
barco bajo su mando.
El vino era bueno y era muy claro. Se dio cuenta de que su copa estaba ya siendo
rellenada por un sirviente negro y pensó que tenía que ser cauto. Bolitho disfrutaba
del vino pero no le había costado nada evitar el típico problema de la Marina de beber
en exceso. Eso podía muchas veces llevar a la deshonra de un consejo de guerra.
Le resultaba muy fácil verse en aquellos primeros días negros en Falmouth,
cuando había vuelto allá esperando… ¿Esperando qué? ¿Cómo podía aducir sentir
consternación y amargura cuando en verdad su corazón se había quedado en la iglesia
con Cheney?
Qué silenciosa había estado la casa mientras se movía inquieto entre la oscuridad
con un candelabro en una mano que iluminaba juguetonamente aquellos retratos con
semblantes serios que había visto desde que tenía la edad de Elizabeth.
Se había despertado con la frente apoyada en la mesa en medio de charcos de
vino vertido, con la boca pastosa y la mente asqueada. Se había quedado mirando
fijamente las botellas vacías, pero ni siquiera podía acordarse de haberlas sacado de
la bodega. El servicio debía de saberlo, y cuando Ferguson había entrado se había
dado cuenta de que llevaba la misma ropa que el día anterior y que debía de haber
estado rondando cerca buscando una manera de ayudarle. Bolitho había tenido que
sonsacarle la verdad a Allday, puesto que no recordaba haberle ordenado que saliera
de la casa y que le dejara solo con su suplicio. Sospechaba que había dicho cosas
mucho más graves; finalmente había sabido que Allday también se había pasado la
noche bebiendo en la posada, donde la hija del dueño siempre le había estado
esperando.
Levantó la mirada y se dio cuenta de que el otro oficial estaba hablándole.
El comodoro Aubrey Glassport, comandante del arsenal de Antigua, y hasta que
el Hyperion fondeó, el oficial de Marina de mayor rango de la isla, estaba
explicándole el paradero y la distribución de las patrullas de la zona.
—Con una zona tan extensa, Sir Richard, nos resulta difícil dar caza y detener los
barcos que rompen el bloqueo u otros sospechosos. Los franceses y sus aliados
españoles, por otra parte…
Bolitho cogió una carta marina. La vieja historia de siempre. Sin suficientes
fragatas y con los navíos de línea enviados a otra parte para reforzar las flotas del
canal de la Mancha y del Mediterráneo.
Durante más de una hora había examinado los diferentes informes, el resultado de

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los cuales tenía que confrontarse a los días y semanas de patrulla de las incontables
islas y ensenadas. De vez en cuando, un comandante osado arriesgaba su vida y sus
extremidades para entrar en un fondeadero enemigo y llevarse una presa o llevar a
cabo un rápido bombardeo. Era una lectura interesante. Contribuía poco a inutilizar a
aquel enemigo superior. Apretó los labios. Superior sólo en número.
Glassport interpretó su silencio como aprobación y siguió divagando. Era un
hombre tranquilo, rechoncho, con escaso pelo y de cara redonda que denotaba estar
más ocupado en vivir bien que en luchar contra los elementos o los franceses.
Tenía que haberse retirado hacía mucho tiempo, según había oído Bolitho, pero
tenía una buena relación con el arsenal, por lo que le habían mantenido en el puesto.
A juzgar por su bodega, evidentemente sus buenas relaciones alcanzaban también a
los oficiales de avituallamiento.
Glassport decía:
—Estoy perfectamente al corriente de sus éxitos, Sir Richard, y soy consciente de
lo que me honra al visitar usted la isla. Tengo entendido que cuando estuvo usted por
primera vez aquí, los norteamericanos luchaban también contra nosotros, y había
muchos corsarios además de la flota francesa.
—El hecho de que ya no estemos en guerra con Estados Unidos no excluye
necesariamente la amenaza de que se involucre ni el peligro creciente que representan
su entrega de provisiones y barcos al enemigo. —Dejó la carta náutica—. En las
próximas semanas quiero que se establezca contacto con cada una de las patrullas.
¿Tiene usted en este momento algún bergantín correo aquí? —Observó la súbita
sorpresa y la expresión vacilante del hombre. Su tranquila y cómoda existencia se
había acabado—. Quiero ver a cada uno de los comandantes personalmente. ¿Puede
arreglarlo?
—Bueno, ehh, ejem… Sí, Sir Richard.
—Bien. —Cogió su copa y se fijó en el sol que se concentraba en el pie de ésta.
Se hizo un silencio y notó la mirada expectante de Yovell y la curiosidad de Jenour. Y
añadió—: Me dijeron que el inspector general de Su Majestad está aún en las Indias,
¿no es así?
Glassport musitó algo desconsolado:
—Mi ayudante sabe exactamente…
Bolitho se puso tenso cuando la forma de la copa se le hizo borrosa. Como una
cortina vaporosa. Esta vez le había venido más rápido, ¿o acaso le estaba
preocupando aquello tanto que se imaginaba aquel deterioro?
Exclamó:
—Es una pregunta bastante simple, diría yo. ¿Está o no está?
Bolitho bajó la mirada hacia la mano que tenía en el regazo y pensó que debía de
estar temblándole. Remordimiento, ira; no era ninguna de las dos cosas. Como en el
embarcadero, cuando había estallado con Jenour.
Dijo con más calma:

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—Ha estado por aquí varios meses, ¿no es así? —Levantó la vista,
desesperándose ante la idea de que su ojo pudiera empañársele del todo una vez más.
Glassport respondió:
—El vizconde de Somervell está aquí, en Antigua. —Y añadió a la defensiva—:
Confío en que el vizconde haya sacado conclusiones satisfactorias.
Bolitho no dijo nada. El inspector general debía de ser una carga más para la ya
dificultosa guerra. Parecía absurdo que alguien con un cargo tan altisonante tuviera
que estar ocupado en un viaje de inspección por las Indias Occidentales cuando
Inglaterra, resistiendo sola ante Francia y las flotas españolas, estaba esperando a
diario una invasión.
Las órdenes que el Almirantazgo había dado a Bolitho dejaban claro que tenía
que verse con el vizconde de Somervell sin dilación, aunque ello implicara tener que
salir inmediatamente hacia otra isla, incluso hacia Jamaica.
Pero estaba allí. Eso era algo.
Bolitho se sentía cansado. Había ido a ver a la mayoría de oficiales y funcionarios
del arsenal, había inspeccionado dos cúters que estaban siendo armados para el
servicio naval y había recorrido las baterías del lugar, con Jenour y Yovell,
encontrando dificultades para mantener su paso.
Sonrió con expresión irónica. Ahora estaba pagando por ello.
Glassport observó cómo bebía de su copa antes de decir:
—Esta noche hay una pequeña recepción en su honor, Sir Richard. —Pareció
titubear cuando los ojos grises de Bolitho le miraron de nuevo—. Sin duda no estará a
la altura de la ocasión, pero sólo la hemos podido preparar después de avistar su, ehh,
buque insignia.
Bolitho percibió la vacilación. Uno más que dudaba de lo acertado de la elección
de aquel barco.
Glassport debía de temerse una posible negativa y añadió rápidamente:
—El vizconde de Somervell está deseando conocerle.
—Entiendo. —Lanzó una mirada hacia Jenour—. Informe al comandante. —
Cuando el oficial hizo ademán de levantarse para salir de la sala, Bolitho dijo—: Que
lleve el mensaje mi patrón. A usted le necesito conmigo.
Jenour se quedó mirándole y asintió. Hoy estaba aprendiendo mucho.
Bolitho esperó a que Yovell le trajera a la mesa la siguiente pila de documentos.
Qué distinto del mando de un buque y de los asuntos de su funcionamiento diario.
Cada barco era como un pequeño pueblo, incluso como una familia. Se preguntó
cómo se las arreglaría Adam con su nuevo barco. La única explicación que encontró a
su pensamiento fue la envidia. Adam era exactamente como él había sido en su día.
Más insensato quizás, pero con la misma actitud de falta de confianza en sus
superiores.
Glassport le observaba mientras hojeaba los papeles con Yovell encorvado
atentamente sobre su hombro derecho.

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Así que aquel era el hombre que había tras la leyenda. Otro Nelson, decían
algunos. Aunque era bien sabido que Nelson no era muy popular en las altas
instancias. Era el hombre adecuado para mandar una flota. Necesario, pero ¿y
después? Escrutó la cabeza agachada de Bolitho y el mechón suelto sobre su ojo. Un
rostro serio y con sensibilidad, pensó, difícil de imaginar en los combates sobre los
que había leído. Sabía que Bolitho había sido malherido varias veces y que casi había
muerto por la fiebre, aunque no sabía demasiado sobre aquello.
Caballero de la Orden de Bath, de una destacada y antigua familia de marinos, era
considerado un héroe por el pueblo de Inglaterra. Todo lo que Glassport le gustaría
ser y tener.
Así pues, ¿por qué había venido a Antigua? Había pocas o nulas perspectivas de
una acción naval, y suponiendo que pudieran obtener refuerzos para las diferentes
flotillas, y un reemplazo para… Se encogió cuando Bolitho hizo alusión a aquel
punto concreto, como si lo hubiera leído en su mente con aquellos persuasivos ojos
grises.
—¿Los Dons[3] tomaron la fragata Consort? —Sonó como una acusación.
—Hace dos meses, Sir Richard. Encalló bajo el fuego enemigo. Una de mis
goletas pudo recoger a la mayor parte de su dotación antes de que el enemigo se les
echara encima. La goleta hizo un buen trabajo, pensaba que…
—¿Y el comandante de la Consort?
—Está en St. John’s, Sir Richard. Está esperando el oportuno consejo de guerra.
—Claro. —Bolitho se puso en pie y se dio la vuelta al entrar Jenour en la sala—.
Nos vamos a St. John’s.
Jenour tragó saliva.
—Si hay algún carruaje, Sir Richard… —Miró a Glassport como esperando
alguna indicación.
Bolitho cogió su sable.
—Dos caballos, amigo mío. —Trató de disimular su repentina excitación. ¿O
estaba simplemente buscando algo para deshacerse de su otra preocupación?—. Es
usted de Hampshire, ¿no es cierto?
Jenour asintió.
—Sí. Es decir…
—Decidido, pues. Necesito inmediatamente dos caballos.
Glassport les miró a los dos.
—Pero ¿y la recepción, Sir Richard? —Parecía horrorizado.
—Esto me abrirá el apetito —dijo Bolitho sonriendo—. Volveré. —Pensó en la
paciencia de Allday, en Ozzard y en los demás—. Volveré inmediatamente.

* * *

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Bolitho se miró de cerca en un ornamentado espejo de una pared y entonces se
apartó el mechón de pelo suelto de la frente. En el espejo pudo ver a Allday y a
Ozzard mirándole inquietos y a su nuevo ayudante Stephen Jenour frotándose la
cadera tras su cabalgada de ida y vuelta a St. John’s.
Habían pasado calor y tragado mucho polvo, pero había sido inesperadamente
estimulante. Y casi había valido la pena sólo por ver las expresiones de los
transeúntes mientras pasaban al galope bajo el sol brumoso.
Ahora estaba oscuro, ya que anochecía rápido en las islas, y Bolitho se miró
detenidamente mientras oía el sonido de unos violines y el murmullo apagado de
voces proveniente del gran salón donde tenía lugar la recepción.
Ozzard le había traído medias limpias del barco, mientras que Allday había
recogido el magnífico sable regalado por Falmouth para sustituir al otro más viejo
que había estado llevando.
Bolitho suspiró. La mayor parte de las velas estaban protegidas por cristales altos
para que los fuertes vientos no las apagaran, por lo que la luz no era muy intensa. Eso
podría disimular las arrugas de su camisa y la mancha dejada por la silla en sus
calzones. No había tenido tiempo de pasar por el Hyperion. «Malditos Glassport y su
recepción». Bolitho habría preferido con diferencia haberse quedado en su cámara
repasando y analizando todo lo que le había contado el comandante de la fragata.
El capitán de fragata Matthew Price era joven para estar al mando de un buque
tan magnífico. La Consort, de treinta y seis cañones, estaba atravesando por una zona
de bajos cuando había recibido disparos desde una batería de costa. Cuando encalló
estaba desafortunadamente muy cerca de tierra. Era tal como Glassport lo había
descrito. Una goleta se había llevado a gran parte de la dotación de la Consort, pero
se había visto forzada a huir sin acabar su tarea cuando entraron en escena unos
buques de guerra españoles.
El comandante Price era tan joven que ni siquiera llevaba tres años en el cargo, y
si un consejo de guerra dictaba sentencia en su contra, lo que era más que probable,
lo perdería todo. En el mejor de los casos podría volver al rango de teniente de navío.
En el peor… Era mejor no pensar en ello.
Mientras pasaba las horas sentado en la pequeña casa del gobierno a la espera de
la citación del consejo de guerra, Price había tenido muchas cosas sobre las que
reflexionar. Y una de ellas era que puede que hubiera sido mejor para él si le hubieran
cogido prisionero o hubiera muerto en combate, puesto que su barco había sido
desencallado y formaba parte de la flota de Su Muy Católica Majestad en La Guaira,
en el dominio continental español. Las fragatas valían su tonelaje en oro y la Marina
estaba siempre desesperadamente necesitada de ellas. Cuando Bolitho estaba en el
Mediterráneo, sólo había seis fragatas disponibles entre Gibraltar y el Levante. El
presidente del consejo de guerra de Price no podría ignorar ese hecho en sus
consideraciones.
En cierto momento de desesperación, el joven capitán de fragata había

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preguntado a Bolitho cuál creía él que sería el resultado final.
Bolitho le había dicho que esperara a que su sable apuntara hacia él en la mesa.
Arriesgar el barco era una cosa y perderlo a manos de un odiado enemigo otra
completamente distinta.
No tenía sentido prometer a Price que él podía hacer algo para influir en las
conclusiones del tribunal. Price había corrido un gran riesgo para descubrir las
intenciones de los españoles. Confrontada con lo que Bolitho ya sabía, su
información podía ser valiosa. Pero eso no ayudaría ahora al comandante de la
Consort.
—Supongo que ya es hora de entrar —dijo Bolitho mirando hacia un gran reloj. Y
añadió—: ¿Están todavía presentes nuestros oficiales?
Jenour asintió, y entonces hizo una mueca ante el dolor que recorría sus muslos y
sus nalgas. Bolitho era un soberbio jinete, pero también él lo era, o al menos eso
había creído. La pequeña broma de Bolitho sobre los excelentes jinetes que eran las
gentes de Hampshire había actuado como acicate, pero Jenour en ningún momento
había sido capaz de mantener su ritmo.
—El segundo comandante ha llegado con los demás mientras se estaba usted
cambiando, Sir Richard —dijo.
Bolitho se miró sus medias inmaculadas y se acordó de cuando era un simple
teniente de navío con un solo par elegante para ocasiones como aquella. El resto
tenían tantos remiendos que había sido un milagro que se aguantaran de una pieza.
Tuvo tiempo para pensar en la solicitud del comandante Haven de quedarse a
bordo del barco. Le había explicado que podía llegar una tormenta sin avisar e
impedir su vuelta de tierra a tiempo para tomar las precauciones necesarias. El aire
era pesado y húmedo y la puesta de sol había sido intensamente rojiza.
El piloto del Hyperion, Isaac Penhaligon, de Cornualles como él al menos de
nacimiento, había insistido en que era muy improbable que hubiera una tormenta. Era
como si Haven hubiera preferido mantenerse aparte, aunque algunos de los que daban
la recepción pudieran tomarse su ausencia como un desaire.
Le habría gustado que Keen siguiera siendo su capitán de bandera. Sólo habría
tenido que preguntárselo para que Keen hubiera venido con él. Lealtad, amistad,
amor; era todo junto.
Pero Bolitho había presionado a Keen para que se quedara en Inglaterra, al menos
hasta que hubiera arreglado los problemas de su preciosa Zenoria. Keen deseaba más
que ninguna otra cosa casarse con su novia de ojos oscuros y cabellos castaños y
largos. Se amaban, y estaban tan evidentemente enamorados que Bolitho no había
querido separarles tan pronto.
¿O estaba comparando su amor con su propia situación en casa?
Detuvo sus pensamientos en aquel punto. No era el momento. Puede que nunca
llegara.
¿Quizás él no le gustaba a Haven? Puede que incluso le temiera. Eso era algo que

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a Bolitho le había costado creer en sus días como comandante. Cuando subía por
primera vez a bordo de un barco nuevo, trataba de disimular su nerviosismo y su
preocupación. Fue mucho más tarde cuando comprendió que era mucho más probable
que la dotación de un barco fuera la que tuviera miedo de él y de lo que podía llegar a
hacer.
—¿Vamos, Sir Richard? —preguntó Jenour educadamente.
Bolitho se quiso tocar el ojo izquierdo pero en vez de eso se quedó mirando la
vela con su cristal protector y el hilo de humo negro que se elevaba recto hacia el
techo. Veía con claridad y contraste. No había sombras ni brumas que entorpecieran
su visión y mermaran sus capacidades.
Bolitho lanzó una mirada a Allday. Tendría que hablar pronto con él acerca de su
hijo. Allday no había dicho nada del mismo desde que el joven marinero dejara el
Argonaute a su vuelta a Inglaterra. «Si yo hubiera tenido un hijo, quizás habría
esperado mucho de él. Puede que hubiese esperado que deseara lo mismo que yo».
Dos lacayos, invisibles en la penumbra hasta ese momento, abrieron la gran
puerta.
La música y el murmullo de las voces penetraron en la sala desde la que entraba
Bolitho con sus acompañantes como la rompiente de un arrecife, y se dio cuenta de
que estaba tensando los músculos como si fuera a recibir una bala de mosquete.
Mientras recorría el pasillo lleno de columnas, pensó sobre las mentes y el trabajo
que habían creado aquel edificio en una isla tan pequeña. Un lugar que en las
diferentes situaciones de guerra se había convertido en varias ocasiones en una pieza
clave para la estrategia naval de Inglaterra.
Oyó los golpes de los talones de Jenour en el suelo, y medio sonrió al acordarse
de la voluntad de su ayudante de cabalgar a su lado. Más como dos señores del lugar
que como oficiales del rey.
Vio los colores entremezclados de los vestidos de las damas, sus hombros
desnudos y las miradas de curiosidad que despertaba a medida que se acercaba. No
habían tenido aviso de su llegada, según había dicho el comodoro Glassport, pero
supuso que cualquier visita oficial o cualquier barco de Inglaterra eran un
acontecimiento bien recibido.
Vio a algunos de los hombres de la cámara de oficiales del Hyperion, con sus
colores azules y blancos contrastando con los rojos y escarlatas de los militares y los
infantes de marina. Una vez más, tuvo que refrenar su impulso de buscar caras
conocidas, de reconocer voces, como si todavía esperara un apretón de manos o un
saludo de alguien que daba muestras de haberle reconocido.
Se oyeron unas pisadas entre dos anchas columnas y vio a Glassport mirándole
desde el otro extremo de la alfombra, aliviado sin duda de que finalmente hubiera
vuelto de St. John’s. Había una figura en el centro, bien plantada y elegante, y vestida
de blanco de pies a cabeza. Bolitho sabía muy poco del hombre que había venido a
conocer. El Honorable vizconde de Somervell, el inspector general de Su Majestad en

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el Caribe, parecía no tener muchas cualidades para el nombramiento. Un rostro
habitual en la Corte y en las grandes recepciones, un jugador temerario según algunos
y espadachín de renombre. Esto último estaba bien fundado, y se sabía que el rey
había intervenido en su favor tras haber matado a un hombre en duelo. Aquel era un
terreno familiar para Bolitho, y lleno de dolor. Eso no era algo que le facultara
precisamente para estar allí.
Un lacayo con un bastón largo dio dos golpes en el suelo y gritó:
—¡Sir Richard Bolitho, vicealmirante de la bandera roja!
El súbito silencio fue algo casi palpable. Bolitho notó cómo las miradas le
seguían mientras avanzaba por la alfombra. Captó pequeñas escenas a su paso. Los
músicos con sus violines y los arcos inmóviles en el aire, un joven oficial de marina
dándole un golpecito con el codo a su compañero y quedándose seguidamente
paralizado al ser alcanzado por la mirada de Bolitho. Una mirada descarada de una
dama con un escote tan bajo en su vestido que ya no le quedaba nada por cubrir, y
otra de una joven que sonreía con timidez y escondía su rostro tras un abanico.
El vizconde de Somervell no se adelantó a saludarle sino que se quedó como
estaba, con una mano apoyada de forma despreocupada en la cintura y la otra al
costado. Su boca esbozaba una pequeña sonrisa que tanto podía ser de regocijo como
de aburrimiento. Sus rasgos eran los de un hombre joven, pero tenía la mirada
indolente de alguien que lo había visto todo.
—Bienvenido a… —Somervell se volvió con un movimiento brusco, perdiendo
su elegante postura para fulminar con la mirada un carrito de candelabros que entraba
rodando en la sala a su espalda.
El repentino resplandor de aquella luz a la altura de los ojos cogió a Bolitho
desprevenido justo cuando levantaba el pie ante el primer escalón. Una dama vestida
de negro que había permanecido inmóvil junto al vizconde alargó su brazo para
ayudarle, mientras a través de la masa de luces veía caras que le miraban, sorpresa y
curiosidad, como espectadores del trabajo de un pintor en su lienzo.
—Le ruego me disculpe, ¡Ma’am! —Bolitho recuperó el equilibrio y trató de no
taparse el ojo cuando se cernió la bruma en el mismo. Era como ahogarse,
hundiéndose en aguas cada vez más profundas. Y añadió—: Estoy bien… Entonces
miró el vestido de la dama. No era negro, sino de una exquisita seda verde
tornasolada que brillaba y parecía cambiar de color en sus pliegues y curvas cuando
la luz que le había cegado la iluminó por primera vez. El vestido tenía un corte
amplio y bajo desde los hombros y aquel cabello que tan claramente recordaba, largo
y tan oscuro como el suyo, lo llevaba recogido con trenzas por encima de sus orejas.
Los rostros y los murmullos que llenaban de nuevo la sala se desvanecieron. La
había conocido en su día como Catherine Pareja. «Kate».
La miró fijamente, dejando de lado su ceguera momentánea, cuando vio su
mirada, cómo su repentina ansiedad daba paso a una calma forzada. Ella sabía que
iba a venir. El único sorprendido era él.

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La voz de Somervell pareció llegar desde una gran distancia. Estaba de nuevo
tranquilo y había recobrado la compostura.
—Por supuesto, lo había olvidado. Ustedes ya se conocían.
Bolitho tomó la mano que ella le ofrecía y bajó la cabeza hacia la misma. Hasta
su perfume era el mismo.
Le oyó contestar a ella:
—Hace algún tiempo.
Cuando Bolitho se irguió de nuevo, ella parecía extrañamente distante y segura de
sí misma. Incluso indiferente.
—Uno nunca puede olvidar a un héroe —añadió ella.
Le ofreció el brazo a su marido y se dio la vuelta hacia las caras que les
observaban.
A Bolitho le dio un vuelco el corazón. Ella llevaba los largos pendientes de
filigrana de oro que él le había regalado en aquel otro mundo irreal de Londres.
Llegaron lacayos con bandejas llenas de relucientes copas y la pequeña orquesta
cobró vida de nuevo.
A través de las copas de vino y más allá de las caras coloradas en sus variadas
expresiones, sus miradas se encontraron, excluyendo a todos los presentes.
Glassport estaba diciéndole algo pero él apenas le escuchaba. Después de todo lo
que había pasado, aquello estaba todavía allí entre ellos. Había que apagarlo antes de
que les destruyera a ambos.

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III

UN DINERAL

Bolitho se recostó en su silla mientras una mano enfundada en guante blanco le


retiraba el plato medio vacío y lo reemplazaba rápidamente por otro. No podía
recordar cuántos platos le habían servido ni cuántas veces habían sido rellenadas las
diversas copas de cristal fino.
En el ambiente ruidoso se entremezclaban las voces de los presentes, unas
cuarenta personas entre oficiales, funcionarios y sus mujeres, además del pequeño
contingente de la cámara de oficiales del Hyperion que se sentaban intercalados entre
los mismos. La gran sala con su alargada mesa estaba intensamente iluminada por
velas, más allá de las cuales, las sombras parecían oscilar en una danza particular
mientras los numerosos lacayos y criados revoloteaban de un lado a otro para
mantener el continuo servicio de comida y vino.
Debían de haber reunido a los criados de varias casas, pensó Bolitho, y por los
feroces comentarios en voz baja que oía de vez en cuando al mayordomo, dedujo que
habían tenido varios desastres en la cocina y en el servicio de la mesa.
Estaba sentado a la derecha de Catherine y, mientras las conversaciones y las risas
giraban a su alrededor, él sentía todo el rato su presencia aunque ella no diera la más
mínima pista sobre sus sentimientos. En el otro extremo de la mesa, Bolitho vio a su
marido, el vizconde de Somervell, sorbiendo de su vino y escuchando con evidente
aburrimiento la voz fuerte y resonante del comodoro Glassport. De vez en cuando,
Somervell parecía lanzar su mirada a lo largo de la mesa, sin fijarse en nadie más que
en su esposa o en Bolitho. ¿Mostraba interés? ¿Sabía algo? Era imposible decirlo.
Cuando las puertas se abrían de vez en cuando para dar paso a una procesión de
sudorosos sirvientes, Bolitho veía titilar las velas en la atmósfera llena de humo.
Exceptuando aquello, había pocos movimientos, y se imaginó a Haven, tranquilo en
su cámara o dándole vueltas a su posible papel en el futuro. Puede que se mostrara
más animado cuando supiera qué se esperaba de él y de su barco.
Ella se volvió de repente y le dijo de forma muy directa:
—Está usted muy callado, Sir Richard.
Él la miró a los ojos y notó cómo le flojeaba la guardia. Era igual de atractiva que
siempre, más hermosa incluso de lo que recordaba. El sol le había dado un
maravilloso tono ligeramente bronceado en su cuello y sus hombros, y pudo ver el
suave latido de su corazón donde el vestido de seda lo cubría.
Tenía una mano como abandonada al lado de su copa, cerca de un abanico
plegado. Quería tocarla, para tranquilizarse o para revelar su propia estupidez.
«¿Qué me he creído? ¿Soy tan engreído, tan superficial que me imaginaba que
ella vendría a mí arrastrándose después de tanto tiempo?».

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En vez de eso, Bolitho dijo:
—Debe de hacer siete años.
La cara de ella permaneció impasible. Para cualquiera que les estuviera
observando bien podría estar ella hablando de Inglaterra o del tiempo.
—Siete años y un mes para ser exactos.
Bolitho se volvió cuando el vizconde se rió de algo que había dicho Glassport.
—Y entonces te casaste con él. —Le salió como una amarga acusación y vio que
sus delicados dedos se movían como si estuvieran escuchándole por su cuenta—.
¿Tan importante era para ti?
—No te engañes a ti mismo, Richard —replicó ella. La simple pronunciación de
su nombre fue como el despertar de una vieja herida—. No fue así. —Ella le sostuvo
la mirada cuando él volvió a mirarle. Desafío, dolor, estaba todo allí en sus ojos
oscuros—. Yo necesito seguridad. Igual que tú necesitas ser amado.
Bolitho apenas se atrevió a respirar cuando las conversaciones cesaron
momentáneamente a su alrededor. Pensó que el segundo comandante estaba
observándoles y que un coronel del ejército se había detenido con su copa en el aire
como para atrapar sus palabras. En su imaginación le pareció incluso como una
confabulación.
—¿Amor?
Ella asintió lentamente, sin apartar sus ojos de los suyos.
—Lo necesitas, como el desierto anhela la lluvia.
Bolitho quiso mirar a lo lejos pero ella parecía que le tuviera hipnotizado.
Ella prosiguió con el mismo tono carente de emoción:
—Entonces yo te quería, y acabé casi odiándote. Casi. He seguido tu vida y tu
carrera, dos cosas muy diferentes, durante los últimos siete años. Yo habría tomado
cualquier cosa que me hubieras ofrecido; eras el único hombre al que habría amado
sin pedirle la seguridad del matrimonio. —Tocó ligeramente el abanico—. En vez de
eso, escogiste a otra, una a la que viste como una sustituta… —Vio que daba en el
blanco—. Lo vi claramente.
—He pensado en ti muchas veces —replicó Bolitho.
Ella sonrió pero eso le hizo parecer triste.
—¿De verdad?
Él volvió más la cabeza para poder verla con claridad. Sabía que otros podían
fijarse puesto que parecía que la miraba de frente, pero a su ojo izquierdo le
molestaba el parpadeo de la luz y las sombras que bailaban detrás.
—Supimos lo del último combate hace un mes —dijo ella.
—¿Sabías que iba a venir aquí?
Ella negó con la cabeza.
—No. Me cuenta poco de los asuntos de gobierno. —Miró rápidamente a lo largo
de la mesa y Bolitho la vio sonreír con cierta complicidad. Se sorprendió al ver que la
pequeña muestra de familiaridad con su marido le pudiera doler tanto.

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Ella volvió a mirarle.
—¿Y tus heridas? ¿Estás…? —Vio cómo Bolitho se sobresaltaba—. Te ayudé en
su día, ¿te acuerdas?
Bolitho bajó la mirada. Pensó que ella habría oído algo o que había notado sus
problemas de vista. Todo pasó rápidamente por su mente como un sueño salvaje. Su
herida, la vuelta de la fiebre que ya casi le había matado una vez. La pálida desnudez
de ella al dejar caer su vestido y el contacto de su piel contra su cuerpo tembloroso y
jadeante mientras le hablaba en voz baja y le estrechaba contra sus pechos para
acabar con el tormento de la fiebre.
—Nunca lo olvidaré.
Ella le miró en silencio unos momentos, observando su cabeza algo bajada y el
mechón suelto de pelo en su frente, su semblante serio y tostado por el sol y las
pestañas que ahora tapaban sus ojos, alegrándose de que no pudiera ver el dolor y el
anhelo en su mirada.
Cerca de ellos, el mayor Sebright Adams, al mando de la infantería de marina del
Hyperion, estaba hablando sobre sus experiencias en Copenhague y las sangrientas
secuelas de la batalla. Parris, el segundo comandante, estaba apoyado sobre un codo
aparentemente escuchando pero inclinado sobre la joven esposa de un funcionario del
arsenal, y con el brazo en su hombro sin que ella hiciera nada por evitarlo. Al igual
que los otros oficiales, estaban momentáneamente libres de responsabilidades y de la
necesidad de mantener las apariencias y la actitud propia del servicio.
Bolitho fue más consciente que nunca de su repentino aislamiento, de la
necesidad de confiar a Catherine sus pensamientos, sus miedos; y al mismo tiempo, le
repugnó su propia debilidad.
—Fue un arduo combate —dijo—. Perdimos muchos hombres de valía.
—¿Y tú, Richard? ¿Qué más perdiste que no hubieras abandonado ya?
—Déjalo estar, Catherine —exclamó con tono feroz—. Aquello se acabó. —Alzó
la mirada y le miró intensamente—. ¡Y así debe seguir!
Se abrió una puerta lateral y aparecieron más lacayos alrededor, pero esa vez sin
nuevos platos. Pronto sería el momento de que las damas se retiraran y de que los
hombres se aliviaran antes de empezar con el oporto y el brandy. Pensó en Allday.
Estaría ahí afuera en la lancha con su dotación, esperándole. Cualquier oficial de mar
habría bastado, pero conocía a Allday. No permitiría que le esperara nadie más que él.
Esta noche habría estado en su elemento, pensó. Bolitho nunca había conocido a
ningún hombre que aguantara tanto bebiendo como su patrón, a diferencia de algunos
de los invitados.
La voz de Somervell llegó desde el otro extremo de la mesa con claridad.
—He oído que hoy ha ido a ver al comandante Price, ¿no, Sir Richard?
Bolitho podía casi sentir como la mujer de su lado contenía la respiración, como
si percibiera como un trampa aquel comentario hecho como de pasada. ¿Era culpable
de forma tan obvia el joven oficial?

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Glassport dijo alzando la voz:
—¡Apostaría a que no será comandante mucho tiempo! —Varios de los invitados
se rieron.
Un lacayo negro entró en la sala y, tras una brevísima mirada a Somervell, se
acercó silenciosamente a la silla de Bolitho con un sobre en una bandeja de plata.
Bolitho lo cogió y rogó para sus adentros que su ojo no le torturara en aquel
momento.
Glassport insistió de nuevo:
—¡Mi única fragata, por Dios! Está muy claro lo que hay que hacer con…
Se calló cuando Somervell le interrumpió bruscamente.
—¿Qué ocurre, Sir Richard? ¿Lo va a compartir con nosotros?
Bolitho dobló el papel y miró al lacayo negro. Vislumbró una extraña compasión
en la cara del hombre, como si lo supiera.
—Se le va a ahorrar el espectáculo de la deshonra de un valiente oficial,
comodoro Glassport. —Su tono de voz fue duro y, aunque iba dirigido a una persona
concreta, se hizo el silencio en la sala.
—El comandante Price ha muerto. —Hubo un coro de gritos ahogados—. Se ha
ahorcado. —No pudo resistirse a añadir—: ¿Está usted satisfecho?
Somervell se recostó hacia atrás.
—Creo que este puede ser el momento adecuado para que las damas se retiren. —
Se puso en pie sin esfuerzo, más como si fuera un deber que una cortesía.
Bolitho miró a Catherine y vio la patente preocupación que mostraban sus ojos,
como si deseara compartirla con él en voz alta.
En vez de eso, dijo:
—Ya nos veremos. —Esperó a que Bolitho levantara la cabeza tras su breve
reverencia—. Pronto. —Entonces, acompañada por el susurro de la seda, se perdió
entre las sombras.
Bolitho se sentó y fijó su mirada perdida en la mano que dejaba una copa limpia
delante de él.
No era culpa de ellos, ni siquiera del estúpido Glassport.
¿Qué podía haber hecho yo? Nada podía interferir en la misión que pretendía
llevar a cabo.
Le podía haber pasado a cualquiera de ellos. Pensó en el joven Adam sentado solo
en lugar del desdichado Price, imaginándose los semblantes adustos del tribunal y el
sable apuntado hacia él sobre la mesa.
Era curioso que el mensaje de la muerte de Price hubiera sido enviado
inmediatamente desde St. John’s al Hyperion, su buque insignia. Haven debía de
haberlo leído y reflexionado sobre él antes de enviarlo a tierra, probablemente
mediante algún guardiamarina que a su vez se lo habría entregado a un lacayo. No le
habría hecho ningún daño traerlo él en persona, pensó.
Se dio cuenta con un sobresalto de que los demás estaban de pie, con las copas

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levantadas y dirigidas hacia él en un brindis.
Glassport dijo con brusquedad:
—Por nuestro almirante, Sir Richard Bolitho, ¡y por que nos proporcione nuevas
victorias! —Ni siquiera la enorme cantidad de vino que había bebido podía disimular
la humillación en su voz.
Bolitho se levantó e hizo una pequeña reverencia, pero no sin antes ver que la
figura vestida de blanco del extremo opuesto de la mesa no había tocado su copa.
Bolitho notó cómo le hervía la sangre, como cuando las gavias de un enemigo
mostraban sus intenciones o en aquellos momentos del alba en que se había visto
frente a otro hombre en un duelo.
Entonces pensó en los ojos de Catherine y en su última palabra. Pronto.
Cogió su copa. «Adelante, pues».

* * *

Los seis días que siguieron a la llegada del Hyperion a English Harbour fueron, al
menos para Bolitho, de una intensa actividad.
Cada mañana, antes de que pasara una hora desde la entrega de mensajes o
señales de tierra por el bote de ronda, Bolitho saltaba a su lancha y, con su
desconcertado ayudante a su lado, se metía de lleno en los asuntos de los barcos y
marineros que tenía a su disposición. A primera vista, éstos no constituían una fuerza
demasiado impresionante. Incluso contando con tres pequeños barcos que estaban
todavía en sus zonas de patrulla, la flotilla, puesto que no era más que eso, parecía
especialmente inapropiada para la tarea que tenían entre manos. Bolitho sabía que las
órdenes de sus señorías del Almirantazgo, redactadas de una manera un tanto general,
que estaban guardadas bajo llave en su caja fuerte, conllevaban todo el riesgo y la
responsabilidad de tener que concretarlas en órdenes directas tanto para un
experimentado capitán de navío como para un simple capitán de fragata como Price.
Se le había informado de que la principal escuadra de Antigua, compuesta por
seis navíos de línea, estaba desperdigada lejos por el noroeste, por las islas Bahamas,
probablemente sondeando las intenciones del enemigo o haciendo una demostración
de fuerza para disuadir a los posibles rompedores de bloqueo del continente
americano. El almirante era un conocido de Bolitho, Sir Peter Folliot, un tranquilo y
circunspecto marino de quien se decía que tenía importantes problemas de salud. No
eran los mejores ingredientes para llevar a cabo una acción agresiva contra los
franceses o su aliado español.
En la sexta mañana, mientras Bolitho era llevado a través del agua apenas
ondulada hacia el último barco bajo su mando que le quedaba por visitar, reflexionó
sobre los resultados de sus inspecciones. Aparte del Obdurate, un viejo setenta y
cuatro cañones que todavía estaba siendo sometido a reparaciones en el arsenal por

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los daños de los temporales, tenía un total de cinco bergantines, una corbeta, y la
Thor, una bombarda que había dejado para el final. Podía haber convocado una
reunión de todos los comandantes en el buque insignia; habría sido lo que esperaban
de cualquier almirante, y más aún de uno con la reputación de Bolitho. Bien pronto se
dieron cuenta de que a Bolitho le gustaba ver las cosas por sí mismo, familiarizarse
con los hombres a los que iba a liderar, si no inspirar.
Pensó en Somervell y en el incumplimiento de su promesa de visitar el Hyperion
que había hecho al acabar la recepción. ¿Estaba haciéndole esperar deliberadamente,
para ponerle en su lugar, o era indiferente al plan final que tendrían que discutir antes
de que Bolitho pudiera llevar a cabo una acción decisiva?
Observó el subir y bajar de los remos, la manera en que los hombres de la lancha
apartaban su mirada cuando él les miraba, la sombra oscura de Allday sobre las
bancadas refregadas y los buques que pasaban, así como los que estaban fondeados.
Puede que Antigua fuera una posesión inglesa, y que estuviera tan bien defendida que
hiciera innecesaria la presencia de más barcos, pero estaba llena de mercantes y
embarcaciones costeras, cuyos patrones, aunque no fueran verdaderos espías, estarían
dispuestos y deseosos de llevar información al enemigo aunque sólo fuera para
ganarse el libre pasaje por aquellas aguas.
Bolitho se protegió los ojos del sol y miró hacia la ladera de la colina más
cercana, a una batería de cañones pesados que solamente se veía gracias a un burdo
parapeto y una bandera mustia en lo alto. La defensa estaba muy bien, pero las
guerras se ganan atacando. Vio una nube de polvo a lo largo del camino de la costa y
gente en movimiento, y pensó de nuevo en Catherine. Ella apenas había dejado de
estar presente en sus pensamientos, y sabía en el fondo de su ser que había estado
trabajando tan duramente para mantener a raya sus sentimientos personales
impidiendo así que interfirieran en nada.
Quizás ella le hubiera contado a Somervell todo lo que había habido entre ellos.
¿Y si él la hubiera forzado a contárselo? Desechó esta última idea inmediatamente.
Catherine era demasiado fuerte como para dejarse tratar así. Recordó a su anterior
marido, un hombre que le doblaba en edad pero de un coraje sorprendente, algo que
había demostrado al intentar ayudar a los hombres de Bolitho defendiendo un buque
mercante del ataque de los corsarios. Catherine le había odiado entonces. Sus
sentimientos mutuos habían nacido de aquella animadversión. Como el acero del
calor al rojo vivo de una fragua. Todavía no estaba seguro de lo que les había pasado,
de a dónde podría haberles llevado aquello.
Había sido un breve pero intenso reencuentro en Londres tras su salida del
Almirantazgo y justo recién ascendido a comodoro de una escuadra propia.
Siete años y un mes. Catherine no había olvidado. Era desconcertante y a la vez
excitante ver cómo se las había arreglado ella para seguir al tanto de su carrera, y de
su vida; dos cosas separadas, tal como lo había expresado.
—Han puesto gente en el costado, Sir Richard —murmuró Allday.

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Bolitho se caló el sombrero y miró hacia la bombarda. El buque de Su Majestad
Británica Thor.
Era pequeña si se la comparaba con una fragata o un navío de línea, pero al
mismo tiempo sólida y poderosa. Estaba diseñada para bombardear instalaciones de
tierra y similares. El armamento principal de la Thor consistía en dos enormes
morteros de trece libras. El buque tenía que estar construido con gran consistencia
para soportar el retroceso hacia abajo de los morteros, que eran disparados en
posición casi vertical. Montaba también diez pesadas carronadas y algunos cañones
más pequeños de seis libras. Pero a diferencia de muchos de sus consortes
anteriormente construidos, que habían sido aparejados como queches, la Thor
arbolaba tres mástiles y un aparejo más equilibrado, el cual podía ofrecer mejor
respuesta con vientos difíciles.
Una sombra planeó sobre los pensamientos de Bolitho. A Francis Inch le habían
dado el mando de una bombarda después de dejar el Hyperion.
Levantó la vista y vio que Allday le estaba mirando. Era asombroso.
Allday dijo sin levantar la voz:
—Como la vieja Hekla, Sir Richard, ¿la recuerda?
Bolitho asintió; no vio la mirada perpleja de Jenour. Era difícil de aceptar que
Inch estuviera muerto. Como tantos otros a esas alturas.
—¡Cubierta! ¡Firmes!
Trinaron los pitos y Bolitho agarró la escala con las dos manos para subir por el
bajo portalón de entrada.
Le había dado la sensación de que las dotaciones de los buques que había ya
visitado en el puerto se habían sobresaltado ante su llegada a bordo. Sus comandantes
eran jóvenes; todos menos uno eran tenientes de navío sólo unos meses atrás.
No se detectaba ese nerviosismo en el comandante de la Thor, pensó Bolitho
mientras se quitaba el sombrero en dirección al pequeño alcázar.
El capitán de corbeta Ludovic Imrie era alto y estrecho de hombros, de modo que
su solitaria charretera dorada parecía que fuera a caérsele en cualquier momento.
Medía más de metro ochenta y cuando uno pensaba en la altura del techo de la Thor,
de casi un metro cuarenta en algunas partes, sabía que debía tener la sensación de
estar enjaulado.
—Le doy la bienvenida, Sir Richard. —La voz de Imrie era sorprendentemente
profunda y pronunciaba unas erres escocesas que a Bolitho le recordaban a su madre.
Le presentaron a dos tenientes de navío y a unos cuantos oficiales de cargo
jóvenes. Una dotación pequeña. En su mente había tomado nota de sus nombres y
notó que su reserva inicial iba dando paso al interés y la curiosidad.
Imrie hizo romper filas a la guardia del costado y, tras un breve titubeo, condujo a
Bolitho abajo, a su pequeña cámara. Al agacharse bajo los enormes baos del techo,
Bolitho se acordó del primer barco que tuvo bajo su mando, una corbeta; y de cómo
su segundo se había disculpado por la falta de espacio para el nuevo comandante.

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Bolitho le había escuchado con regocijo. Comparada con el minúsculo alojamiento de
un teniente de navío en un navío de línea, le había parecido un palacio.
La Thor era aún más pequeña. Se sentaron uno frente a otro mientras un arrugado
marinero traía una botella y unas copas. «Nada que ver con la mesa de Somervell»,
pensó Bolitho.
Imrie hablaba con soltura de su barco, al mando del cual llevaba dos años. Estaba
obviamente muy orgulloso de la Thor, y Bolitho percibió su resentimiento inmediato
cuando comentó que, en su mayor parte, las bombardas habían cosechado hasta el
momento pocos logros en los diferentes escenarios de guerra.
—Si se presenta la oportunidad, Sir Richard… —Sonrió y se encogió de hombros
—. Le ruego me disculpe, Sir Richard, debía haberlo sabido.
Bolitho sorbió de su vino; estaba sorprendentemente frío.
—¿Haber sabido qué?
—Se dice que pone a prueba a sus comandantes hablando de algunas
cuestiones… —dijo Imrie.
Bolitho sonrió.
—Esta vez ha funcionado.
Se acordó de algunos de los hombres que había conocido en Antigua. Había
captado algo cercano a la hostilidad, si es que no se trataba de antipatía. A causa de
Price, ¿quizás? Después de todo, le conocían y habían trabajado mano a mano con su
fragata. Podían pensar que se había suicidado porque él había rehusado intervenir.
Bolitho recordaba varias ocasiones en las que había tenido una sensación muy
similar.
Imrie miró al cielo despejado a través de la lumbrera.
—Si puedo colocarme cerca de un buen blanco, señor, la descarga sería tan
intensa que el enemigo pensaría que se han abierto las puertas del infierno. Los Dons
nunca se han visto bajo… —Vaciló y añadió medio disculpándose—: Quiero decir, si
es que nos tuviéramos que enfrentar a los españoles en algún momento…
Bolitho le miró fijamente. Imrie lo había pensado todo por su cuenta. ¿Por qué si
no iba su vicealmirante a molestarse en visitarle? Las hazañas y el desastre de Price
en el dominio continental español junto con las evidentes ventajas de la Thor en los
bajos donde había encallado la Consort habían hecho que en su mente se formara una
idea de lo que se esperaba de él.
—Bien pensado, comandante Imrie. Tengo plena confianza en que se va a guardar
para sí sus suposiciones.
Era extraño que ninguno de los demás, ni siquiera Haven, le hubiera preguntado
los motivos de su presencia en la isla.
Bolitho se frotó el párpado izquierdo y retiró rápidamente la mano.
—He analizado los informes y releído las notas que mi ayudante tomó cuando
hablé con el comandante Price.
Imrie tenía la cara alargada y una mandíbula marcada, y daba la impresión de ser

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un temible adversario en cualquier situación. Pero sus rasgos se fueron ablandando a
medida que hablaba con Bolitho. Quizás fuera porque este se había referido a su
compañero muerto por su rango completo. Eso le brindaba cierta dignidad, algo muy
alejado de la solitaria tumba que estaba bajo la Batería Este.
Bolitho dijo:
—Los accesos están demasiado bien protegidos. Cualquier artillería bien situada
puede destruir un barco que avanza despacio con facilidad, y con balas rojas el efecto
sería devastador.
Imrie se frotó la barbilla con la mirada perdida. Bolitho ya se había percatado de
que sus ojos no eran del mismo color; uno era oscuro y el otro azul claro.
Imrie dijo:
—Si ambos estamos pensando en el mismo tramo de costa, Sir Richard, cosa que
por supuesto no podemos asegurar…
Jenour les observaba fascinado. Aquellos dos oficiales, cada uno un veterano en
su propio campo, eran capaces de hablar sobre algo que él aún no sabía de qué iba y
reírse entre dientes sobre ello como dos colegiales conspirando. Era increíble.
Bolitho asintió.
—Pero si…
—Incluso la Thor podría verse obligada a situarse demasiado lejos como para
poder usar los morteros, Sir Richard. —Escrutó su rostro como si esperara que se lo
discutiera o que se mostrara decepcionado—. No tenemos mucho menos calado de lo
que tenía la Consort.
Un bote dio un golpe en el costado y Bolitho oyó a Allday gritarle a alguien por
interrumpir su reunión.
Entonces apareció su cara por la lumbrera. Dijo:
—Discúlpeme, Sir Richard. Mensaje del Hyperion. El inspector general viene a
bordo.
Bolitho disimuló un estremecimiento de excitación. Al fin Somervell había
sucumbido ante la curiosidad. ¿O acaso era producto de su imaginación el pensar que
había ya alguna clase de competencia entre ellos?
Bolitho se levantó e hizo una mueca de dolor cuando su cabeza dio un golpe en
uno de los baos.
—¡Maldita sea, Sir Richard, debería haberle avisado! —exclamó Imrie.
Bolitho cogió su sombrero.
—Ha sido un recordatorio. Y menos doloroso que el recuerdo de tantos otros
golpes.
En cubierta estaba formada la guardia del costado y Bolitho vio el chinchorro del
Hyperion bogando ya de vuelta al barco. Allday bajó echando humo a la lancha que
les esperaba. Había mandado a paseo a aquel guardiamarina de cara sonrosada. Un
crío. Fulminó con la mirada a la dotación de la lancha.
—¡Preparados, maldita sea!

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Bolitho se decidió.
—Dígale a su segundo que se haga cargo del barco, Imrie. Quiero que me
acompañe ahora mismo.
La mandíbula inferior de Imrie bajó de golpe dejándole boquiabierto.
—Pero, Sir Richard…
Bolitho vio que el segundo comandante les miraba.
—Está suspirando por estar al mando, aunque sólo sea por un día… ¡Es el sueño
de todo segundo! —Se sorprendió a sí mismo por su buen humor. Era como un dique
aguantando fuera de la vista todas las preocupaciones de allí y de casa.
Se agachó ligeramente como para examinar una de las carronadas de veinticuatro
libras. Le dio tiempo para masajearse de nuevo el ojo, para ahuyentar la bruma que la
intensa luz del sol le había provocado como para quebrar su confianza.
Imrie le susurró a Jenour:
—Qué hombre, ¿eh? ¡Creo que le seguiría hasta el infierno y luego de vuelta!
Jenour miró los hombros de Bolitho.
—Sí, señor. —Era sólo una suposición, pero veía más cosas de Bolitho que otros,
sin contar a Allday ni a los del servicio de su cámara. Era extraño que nunca hablaran
de ello. Pero el tío de Jenour era médico en Southampton. Le había hablado de un
caso parecido. Jenour había visto perder a Bolitho el equilibrio, como en el momento
en que la preciosa esposa del vizconde había tendido su brazo para ayudarle, y
anteriormente en otras ocasiones mientras navegaban.
Pero nunca se comentaba nada al respecto. Debía de estar equivocado.
A lo largo de todo el trayecto por el fondeadero, Bolitho reflexionó sobre su
misión. Si tuviera fragatas a su disposición, al menos una, podría pensar en el único e
imponente obstáculo.
La Guaira, el puerto español de la costa continental y puerta de entrada a la
capital, Caracas, era inexpugnable. Eso era únicamente porque nadie lo había
intentado jamás. Había comprobado el grado de interés de Imrie y se alegraba de
haber visitado la Thor antes de discutir la empresa con Haven y los demás.
Imrie actuaría con seguridad pero no de manera insensata. Price había creído que
podía hacerlo, aunque por razones diferentes. Aunque lo hubiese logrado, parecía
poco probable que ni siquiera un diminuto barco de pesca pudiera después
escabullirse de las defensas de los Dons.
Allday murmuró:
—Tendremos que ir por el otro costado, Sir Richard. —Sonaba irritado, y Bolitho
sabía que estaba todavía dándole vueltas a su recién descubierto y rápidamente
perdido hijo.
Jenour se levantó y se tambaleó en la lancha.
—Las barcazas que hacen aguada están al costado, Sir Richard. ¿Quiere que les
diga que se aparten para dejar paso?
Bolitho tiró de la casaca del oficial.

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—Siéntese, joven impaciente. —Sabía que su joven ayudante estaba sonriendo
ante su pequeña reprimenda—. Necesitamos agua potable, ¡y el Hyperion tiene dos
buenos costados!
Bogaron alrededor de la proa y sobrepasaron el tridente extendido. Bolitho
levantó la vista hacia el mascarón de proa de mirada feroz. Muchos hombres debían
de haber visto aquella figura a través del humo y experimentado miedo por última
vez antes de morir en combate.
Encontró a Haven agitado y probablemente preocupado por que Bolitho pudiera
amonestarle.
—¡Siento lo de las barcazas, señor! ¡No le esperaba!
Bolitho cruzó la cubierta y bajó la mirada. Lo hizo para probar su ojo, para
prepararlo para la tranquila penumbra de entrecubiertas.
—No importa. —Sabía que Haven estaba mirando a Imrie con recelo y dijo—: El
comandante Imrie es mi invitado. —Apoyó las manos sobre la madera tallada y
reseca y miró la barcaza más cercana. Eran unas embarcaciones enormes, de fondo
plano y con sus cascos abiertos repletos de grandes toneles de agua. Ya había sido
izada con aparejos y habían dejado a bordo una fila de toneles; y Bolitho vio a Parris,
el segundo comandante, con un pie apoyado despreocupadamente en la brazola de
una escotilla, observando cómo Sheargold, el contador de cara afilada del buque,
comprobaba cada uno de los toneles de agua antes de enviarlos abajo. Estaba a punto
de darse la vuelta y marcharse y entonces dijo—: La barcaza continúa estable aunque
todos los toneles estén en la parte de fuera.
Haven le miró con cautela, como si pensara que Bolitho hubiera estado
demasiado tiempo bajo el sol.
—Están construidas para eso, señor. Nada puede escorarlas.
Bolitho se irguió y miró a Imrie.
—Ahí lo tiene, Imrie. ¡Una plataforma para sus morteros! —Pasó por alto sus
expresiones de sorpresa.
—¡Ahora tengo que ir a ver al inspector general!

* * *

Bajo las franjas de la intensa luz del sol de mediodía, el Muy Honorable vizconde
de Somervell estaba repantigado en una silla con respaldo de cuero escuchando con
atención. Iba vestido de color verde muy claro y lucía unos brocados y bordados que
dejarían en evidencia a cualquier príncipe. De cerca e iluminado por el fuerte
resplandor del sol, Somervell parecía más joven, de unos treinta y cinco años, la edad
de ella o quizás menos.
Bolitho trató de no pensar más allá del esbozo de su plan, pero Catherine parecía
estar en la cámara como una sombra, como si ella también estuviera comparándoles.

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Bolitho se fue hasta los ventanales de popa y miró hacia unas barcas de pesca que
pasaban. El fondeadero estaba aún plano y en calma, pero la bruma se alejaba hacia el
mar y el gallardete de lo alto de un bergantín fondeado se elevaba de vez en cuando
ante la apagada brisa.
Dijo:
—El comandante Price… —hizo una pausa esperando que Somervell le
interrumpiera o que dejara ir algún comentario mordaz, cosa que no ocurrió—…
tenía la costumbre de patrullar aquella sección del dominio español donde finalmente
fue obligado a abandonar la Consort. Tomaba detalladas notas de todo lo que veía y
dio caza o destruyó a unas veinte embarcaciones enemigas en el proceso. Con
tiempo…
Aquella fue la entrada de Somervell.
—El tiempo se le acabó. —Se inclinó hacia delante, sin pestañear sus ojos claros
a pesar del fuerte resplandor—. Y usted ha hablado de estas cuestiones secretas con,
ehh, un tal comandante Imrie, ¿no es así? —Pronunció el nombre del oficial con
indiferencia, como un terrateniente hablaría de un simple trabajador de su hacienda
—. Eso es un riesgo adicional, ¿no?
Bolitho respondió:
—Imrie es un oficial inteligente, y también sagaz. Cuando hablaba con mis otros
comandantes tuve la impresión de que estaban convencidos de que yo tenía la
intención de atacar a la Consort o Intrépido, tal como ha sido rebautizada.
Somervell juntó las yemas de los dedos de ambas manos.
—¡Ha hecho bien su trabajo, Sir Richard!
Bolitho prosiguió:
—Imrie adivinó inmediatamente que yo tenía algo más en mente. Sabía que su
Thor es demasiado pesada y lenta para una expedición de castigo.
—Me tranquiliza saber que no le ha contado nada más por el momento.
Bolitho bajó la mirada hacia la carta marina, incómodo al comprobar la facilidad
con que Somervell le sacaba de quicio con tanta facilidad.
—Cada año, los convoyes del tesoro español salen del dominio español llevando
en cada barco un dineral. Entre cada convoy, la Iglesia y el ejército expolian el
continente, y ahora el rey de España necesita más que nunca ese oro. Y sus amos
franceses se aseguran una buena parte del mismo.
Somervell se puso en pie y caminó con indiferencia hacia la carta marina. Parecía
hacerlo todo sin prisas y con hastío, aunque su reputación como espadachín lo
desmentía.
Dijo:
—Cuando vine aquí por primera vez por indicación de Su Majestad… —Se dio
unos suaves toques en la boca con un pañuelo de seda y Bolitho pensó que lo hacía
para disimular una leve sonrisa—… pensé que la captura de ese tesoro podía ser sólo
otro sueño más. Sé que Nelson ha tenido alguna suerte, pero aquello fue en el mar,

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donde la posibilidad de encontrar un botín como ese es aún más difícil. —Trazó unas
líneas con un dedo—. La Guaira está bien defendida. Es donde deben de haber
llevado a la Consort.
—Con todo el respeto, milord, lo dudo. La Guaira es la puerta de entrada a la
capital, Caracas, pero no es lugar adecuado para reparar un buque de guerra, y parece
más que probable que haya sufrido daños tras encallar. —Antes de que Somervell
pudiera mostrar desacuerdo alguno, tocó un punto de la costa lejos de La Guaira—.
Aquí, milord, Puerto Cabello, a setenta millas al oeste. Sería un destino mucho más
probable.
—Hmm. —Somervell se inclinó sobre la carta náutica y Bolitho pudo ver una
lívida cicatriz bajo su oreja. Por los pelos, pensó. El vizconde prosiguió—: Está
bastante cerca del objetivo que pretende. No estoy del todo convencido. —Se
incorporó y caminó por la cámara como siguiendo un rectángulo—. Price vio buques
fondeados, y me han llegado informes de que los barcos tesoro están utilizando La
Guaira. La plaza está bien defendida, al menos con tres fortalezas, y tal como
descubrió a su pesar la Consort, algunas otras baterías, probablemente artillería
montada, por si acaso. —Negó con la cabeza—. No me gusta. Si aún tuviéramos la
fragata podría, y sólo digo podría, ser diferente. En caso de que ataque usted y los
Dons le rechacen, echaremos a perder toda posibilidad de sorpresa. El rey de España
perdería una flota antes de renunciar a su oro. No estoy convencido.
Bolitho le miró y se sintió extrañamente tranquilo. En su cabeza, el plan hasta
ahora vago se había hecho de repente real, como la línea de la costa que se va
concretando entre la bruma del amanecer. La guerra en el mar era siempre un riesgo.
Se necesitaba más que habilidad y puro coraje; era necesario lo que su amigo Herrick
describiría como el trabajo de Doña Suerte. ¿Su amigo? ¿Lo era todavía después de lo
que había pasado?
—Estoy preparado para correr ese riesgo, milord.
—¡Bien, puede que yo no! —Somervell se volvió en redondo y le dirigió una fría
mirada—. ¡Aquí hay más cosas en juego que la gloria!
—Nunca lo he dudado, milord.
Se miraron de frente el uno al otro, valorando ambos las intenciones del otro.
Somervell dijo de repente:
—Cuando vine por primera vez a este condenado lugar me imaginé que enviarían
a un comandante bien escogido y valiente para que buscase y capturase uno de los
galeones —casi escupió la palabra—. Se me informó de que finalmente vendría una
escuadra y que cerraría las rutas de escape que esos buques españoles toman en su
pasaje hacia las islas Canarias y sus puertos de la península. —Extendió una mano—.
En vez de eso, es a usted a quien envían, como una vanguardia, para darle
importancia al asunto, para llevarlo a cabo pase lo que pase. Así, si fracasamos, la
victoria enemiga parecerá aún más grandiosa. ¿Qué me dice de esto?
Bolitho se encogió de hombros.

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—Creo que puede hacerse. —Le salió como un grito en la noche. Somervell
necesitaba triunfar más que nadie. ¿Por la desaprobación de la corte o por que estaba
metido en alguna clase de problema que una parte de la prima de presa solventaría de
inmediato? Añadió con tono categórico—: No hay tiempo que perder, milord. Si
esperamos a que lleguen refuerzos desde Inglaterra, y tengo que recalcar que sólo
estoy esperando tres navíos de línea más, el mundo entero se nos echará encima. Una
victoria podría ayudar a nuestras finanzas, pero le puedo asegurar que hará algo más
que perjudicar la alianza franco-española.
Somervell se sentó y se arregló la casaca para dar tiempo a que sus pensamientos
se asentaran.
—El secreto se sabrá de todas maneras —dijo con tono irritado.
Bolitho observó un mohín en sus labios y trató de no imaginárselos en contacto
con el cuello o el pecho de Catherine.
Entonces, Somervell sonrió; por un momento le hizo parecer vulnerable.
—De acuerdo. Se hará tal como usted dice. Estoy autorizado para proporcionarle
cualquier ayuda que necesite. —La sonrisa se desvaneció—. Pero no le podré ayudar
si…
Bolitho asintió, satisfecho.
—Sí, milord, la palabra «si» puede significar mucho para un oficial de marina.
Oyó que alguien saludaba a un bote y el ruido cercano del entrechocar de remos,
y supuso que Somervell había planeado el momento de su marcha, como su visita,
con suma precisión.
—Se lo comunicaré al comandante Haven inmediatamente —dijo Bolitho.
Somervell sólo le escuchaba a medias, pero dijo:
—Que sepa lo menos posible. Cuando dos hombres comparten un secreto, deja de
ser tal. —Miró hacia la puerta del mamparo cuando Ozzard entró con sumo cuidado
con su sombrero.
Somervell dijo bajando la voz:
—Me alegro de haberle conocido. Aunque por más que me esfuerce no consigo
imaginarme la razón de que insistiera usted en llevar a cabo esta misión. —Le escrutó
socarronamente—. ¿Deseos de morir, quizás? Seguro que no tiene necesidad de
acaparar más gloria. —Entonces se dio la vuelta y salió con grandes pasos de la
cámara.
En el portalón de entrada lanzó una mirada indiferente a los rígidos infantes de
marina y a la guardia del costado, luego a la figura larguirucha de Imrie que estaba
junto a una de las escalas de toldilla.
—Me imagino que Lady Belinda estará contrariada ante sus ganas de volver al
servicio tan pronto tras su reciente victoria, ¿no? —Sonrió irónicamente y entonces
bajó por el portalón sin mirar atrás.
Bolitho observó cómo la elegante lancha se abría de la sombra del Hyperion y
reflexionó sobre lo que habían tratado; y más aún, sobre lo que no habían hablado.

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Como la referencia a Belinda, por ejemplo. ¿Qué esperaba provocar Somervell?
¿O era simplemente que no había podido contenerse al ver que ninguno de los dos
había mencionado en ningún momento a Catherine?
Bolitho miró hacia el bergantín que estaba fondeado más cerca, el Upholder. Era
muy parecido al de Adam, pensó.
Haven se le acercó y se llevó la mano al sombrero.
—¿Alguna orden, Sir Richard?
Bolitho se sacó el reloj y abrió la tapa. Era exactamente el mediodía, aunque
parecía no haber pasado nada de tiempo desde que saliera para visitar la Thor.
—Gracias, comandante Haven. —Sus miradas se encontraron y Bolitho pudo
captar la reserva del otro hombre, una cautela que era casi física—. Necesitaré a
todos mis comandantes a bordo al final de la guardia de tarde. Lléveles a mis
aposentos.
Haven tragó saliva.
—El resto de nuestros barcos están todavía navegando, señor.
Bolitho echó un vistazo a su alrededor y vio que la guardia había roto filas y sólo
unos pocos desocupados y el ayudante de piloto de guardia estaban cerca.
Dijo:
—Tengo intención de salir antes de una semana, tan pronto como haya viento
suficiente para llenar nuestras velas. Navegaremos hacia el sudoeste, hacia el dominio
español, y nos situaremos frente a La Guaira.
Haven tenía unas mejillas rubicundas y bronceadas por el sol que hacían juego
con su cabello, pero parecían haber palidecido.
—¡Eso está a seiscientas millas, señor! Con este barco, sin apoyo, no estoy
seguro…
Bolitho bajó la cabeza y dijo:
—¿Es que no se atreve, hombre? ¿O está usted buscando un retiro antes de
tiempo? —Se odió a sí mismo, consciente de que Haven no podía devolver el golpe.
Y añadió sencillamente:
—Le necesito, y este barco también le necesita. Eso tiene que ser suficiente.
—Se volvió, desesperado ante lo que veía en los ojos de Haven.
Vio a Imrie y le gritó:
—Venga conmigo, quiero hacerle unas preguntas.
Bolitho hizo una mueca de dolor cuando un rayo de sol atravesó los obenques de
mesana. Durante aquellos pocos segundos, su ojo se quedó completamente ciego, y
tuvo que contenerse para no gritar.
Deseos de morir, había dicho Somervell. Bolitho entró a tientas en la penumbra
de debajo de la toldilla y sintió cómo la amargura le inundaba por dentro.
Demasiados hombres habían muerto por él, y hasta sus amigos habían resultado
perjudicados por sus actos.
Imrie agachó la cabeza para meterse bajo la toldilla y caminó a su lado hacia la

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oscuridad de entrecubiertas.
—He estado pensando, Sir Richard, y tengo unas cuantas ideas…
No había visto la consternación de la cara de su almirante, ni podía imaginarse
que sus simples comentarios fueran como una tabla de salvación para él.
—Pues saciaremos nuestra sed mientras le escucho —dijo Bolitho.
Haven observó como se perdían bajo la toldilla y llamó al guardiamarina de
señales. Explicó al chico la señal que debía hacer para que los otros comandantes
vinieran a bordo y la hora fijada para ello, y se dio la vuelta cuando su segundo se le
acercó aprisa.
Antes de que el teniente de navío pudiera hablar, Haven bramó:
—¿Tengo que hacer yo lo que le corresponde a usted, maldita sea? —Se alejó con
grandes zancadas a la vez que añadía—: ¡Por Dios, si no puede hacerlo mejor, tendré
que arrojarle a tierra para siempre!
Parris se quedó mirándolo fijamente, dando muestras de su rabia y su rencor
únicamente con sus puños fuertemente apretados.
—«¡Y maldito sea usted también!». —Vio que el guardiamarina le miraba con los
ojos muy abiertos y se preguntó si lo habría dicho en voz alta. Sonrió cansinamente
—. Es una vida de primera, señor Mirrielees, ¡siempre que uno se muerda la lengua!
A las ocho campanadas de aquella tarde, la señal fue izada a la verga. Había
empezado.

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IV

AVISO DE TORMENTA

Bolitho estaba en el centro del cobertizo vacío y esperó a que sus ojos se
acostumbraran a sus formas y sus sombras. Era una construcción grande y
destartalada, y estaba iluminada solamente por unas pocas lámparas titilantes que se
balanceaban en largas cadenas para reducir el riesgo de incendio, dando la impresión
de que el lugar se estaba moviendo como un barco.
Afuera estaba oscuro, pero a diferencia de las noches anteriores, la oscuridad
estaba llena de sonidos, con los crujidos y latigazos de las hojas de las palmeras y las
agitadas ondulaciones de las olillas bajo la rudimentaria grada sobre la que había sido
preparada la barcaza para su pasaje hacia el sur. El cobertizo había bullido de
actividad, con los constructores de barcos y los marineros trabajando contrarreloj
para aparejar bombas de sentina adicionales y poner soportes de hierro a lo largo de
la regala para que pudiera ser manejada por largos remos cuando se necesitara.
Bolitho notó la arena que había en sus zapatos a causa de su larga caminata por la
orilla mientras repasaba sus planes una vez más. Jenour le había acompañado cerca,
pero respetando su necesidad de estar solo, al menos con sus pensamientos.
Bolitho escuchó el chapoteo del agua y el suave gemido del viento a través del
estropeado tejado. Habían suplicado que hubiera viento; ahora podía aumentar y
ponerse en su contra. Si la barcaza se llenaba de agua antes de poder llegar al punto
de encuentro, tendría que tomar una decisión. Tendría que enviar a la Thor a la costa
sin apoyo o suspender el ataque. Pensó en la mirada de Somervell, en la duda que
había percibido en ella. No, no iba a echarse atrás; era inútil pensar en alternativas.
Lanzó una mirada alrededor, hacia la penumbra oscura y silenciosa. Esqueletos de
viejas barcas y cuadernas de otras por terminar. Los olores de la pintura, del alquitrán
y del cordaje. Era extraño que nunca dejara de excitarle incluso después de todos
aquellos años en la mar.
Bolitho recordaba muy bien los cobertizos de Falmouth, donde él y su hermano
Hugh, y a veces sus hermanas, exploraban los sitios secretos e imaginaban ser piratas
y princesas en apuros. Sintió una punzada en el corazón cuando se imaginó a su hija,
Elizabeth. Se acordó de cómo ella le había tirado de sus charreteras y botones la
primera vez que la vio, mientras la cogía con tan poca gracia.
En vez de unirle más a Belinda, la niña había provocado lo contrario. Una de sus
discusiones había versado sobre el anuncio de Belinda de que quería que su hija
tuviera una institutriz y una niñera apropiada para que la cuidaran. Aquello, y la
propuesta de traslado a Londres, lo había desencadenado todo.
En una ocasión, ella había exclamado: «Por el hecho de que tú crecieras en
Falmouth con otros niños del pueblo, no puedes pretender que niegue a Elizabeth la

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posibilidad de mejorar, de sacar mejor partido de tus éxitos».
Mientras Bolitho estaba lejos de allí, ella había tenido un parto difícil. El médico
le había advertido a Belinda que era mejor que no tuviera más hijos, y entre ambos
había nacido una relación de frialdad que a Bolitho le costaba aceptar y comprender.
Ella había dicho con severidad en otra ocasión: «Te lo dije desde un principio, yo
no soy Cheney. ¡Si no nos hubiéramos parecido tanto me temo que no te habrías
fijado en mí!».
Bolitho había querido romper la barrera, abrazarla y revelarle su angustia.
Contarle más cosas de su lesión en el ojo y admitir lo que eso podría suponer.
En lugar de eso, la había visto en Londres; más adelante, ambos iban a lamentar
la irreal y amarga hostilidad que se había vivido allí.
Bolitho se tocó los botones y pensó otra vez en Elizabeth. Tenía sólo dieciséis
meses. Miró a su alrededor con súbita desesperación. ¿No jugaría nunca en cobertizos
como aquel? ¿Ni correría alegremente por la arena para luego irse a casa sucia para
ser regañada y amada? Suspiró, y Jenour dijo inmediatamente:
—La Thor ya debe de estar lejos, Sir Richard.
Bolitho asintió. La bombarda había salido la noche anterior. Sólo el cielo sabía si
los espías se habían enterado ya de su propósito. Bolitho se había asegurado de que
corrieran rumores de que la Thor iba a remolcar la barcaza hasta St. Cristopher’s, e
incluso Glassport había dejado de lado su resentimiento proporcionando carga de
cubierta con el nombre claramente marcado del oficial destinatario y su destino.
De todas maneras, ahora era demasiado tarde. Quizás ya lo era cuando salió al
frente de su nueva escuadra para ocuparse a su manera de la necesidad de oro del rey.
Deseos de morir. Estaba clavado en su mente como una púa.
—Sin duda Imrie se alegrará de estar navegando —dijo.
Jenour observó su figura erguida y vio que se había quitado el sombrero y
aflojado su pañuelo de cuello como si quisiera aprovechar al máximo aquel paseo por
la playa.
Bolitho no se apercibió de la mirada pues estaba pensando en sus otros
comandantes. Haven tenía razón en una cosa. Los tres buques que quedaban de su
pequeña fuerza todavía no habían vuelto a English Harbour. O la goleta de Glassport
no había sido capaz de encontrarlos o habían decidido cada uno por separado alargar
el tiempo de patrulla. Pensó en sus caras cuando estaban reunidos en la gran cámara.
Thynne, del tercera clase Obdurate, que estaba todavía siendo reparado de los daños
causados por un temporal, era el único capitán de navío de todos ellos aparte de
Haven. La impresión principal de Bolitho había sido la de juventud y de correcta
cautela. Todos conocían al fallecido Price, y quizás vieran en la estrategia de Bolitho
como si su almirante quisiera sacar provecho de la desafortunada acción del capitán
de fragata.
Se lo había comentado a Jenour, no porque su joven ayudante tuviera la
experiencia o la sabiduría necesarias, sino porque necesitaba compartirlo con alguien

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en quien pudiera confiar.
Como de costumbre, Jenour había apuntado: «Todos conocen su historial, Sir
Richard. ¡Eso es bastante para cualquiera!».
Bolitho le miró detenidamente. Era un hombre joven y entusiasta que no le
recordaba a nadie. Puede que aquella fuera la razón de su elección. Eso y su
desconcertante conocimiento sobre sus hazañas, sus barcos y sus combates.
Los tres bergantines, el Upholder, el Tetrarch y el Vesta, saldrían al día siguiente
con su buque insignia. Era de esperar que no dieran con fragatas enemigas antes de
llegar al dominio continental español. Los bergantines sólo montaban cuarenta y dos
cañones pequeños entre todos. Ojalá su única corbeta hubiera recibido la orden de
reunirse con ellos. Al menos, la Phaedra parecía una fragata pequeña, y en las manos
adecuadas podía actuar como tal. ¿O estaba pensando de nuevo en el primer barco
bajo su mando y en la suerte que había tenido con él?
Bolitho caminó lentamente hacia el extremo de la grada, donde se hundía casi en
el agua. Esta parecía ébano, con algunas sombras y los reflejos ocasionales de las
luces de fondeo o, como en el caso del Hyperion, de las filas de los cuadrados
iluminados de las portas abiertas. Notó como el viento cálido agitaba los faldones de
su casaca e intentó imaginarse la carta náutica, con las incertidumbres que jalonaban
como faros cada una de las seiscientas millas.
Bolitho trató de no irritarse cuando pensó en Haven. No era cobarde, pero se
había mostrado como un hombre acosado por otras preocupaciones más profundas.
Pensara lo que pensara sobre el hecho de haber recibido el mando de un buque
veterano como el Hyperion, Bolitho sabía que no era del todo justo. Puede que fuera
viejo, pero era de mejor andar que la mayoría. Sonrió con tristeza, recordándolo tal
como era cuando se había puesto a su mando por primera vez como joven capitán de
navío. Había estado tanto tiempo de servicio sin entrar en puerto para un carenado
que era insufriblemente lento. Incluso con su forro de cobre, las algas de su fondo
medían varios metros de largo, de modo que yendo a toda vela sólo conseguía ir a la
mitad de velocidad que sus consortes.
Era inusitado que un comandante suscitara el enfado de su almirante, le odiara o
no. El ascenso ya era bastante difícil como para interponer más obstáculos. Haven
rechazaba cualquier oferta de acercamiento personal, como durante el pasaje desde
Inglaterra. La tradición mandaba que estuviera presente en la mesa en la que Bolitho
invitaba a cenar a algunos de los oficiales más jóvenes, y él había estado muy
reservado. Solo entre tantos. Pensó en el retrato de la hermosa mujer de Haven. ¿Era
ella la causa de su humor? Bolitho hizo una mueca de dolor en la oscuridad. Él podía
entenderlo muy bien.
Una barca de pesca de silueta imprecisa pasó junto al bergantín fondeado más
cerca. Podía estar llevando un mensaje al enemigo. Si los Dons descubrían lo que
ellos se proponían hacer, el almirante de La Habana tendría una escuadra entera en el
mar a las pocas horas de recibir la noticia.

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Era hora de volver al embarcadero, donde su lancha le estaría esperando, pero no
sentía ningún deseo de hacerlo. Allí se respiraba tranquilidad, era una vía de escape
del peligro y de la llamada del deber.
La barca de pesca había desaparecido, ignorante de los pensamientos que había
despertado.
Bolitho se quedó mirando las portas abiertas e iluminadas del Hyperion, como si
estuviera aún reteniendo los últimos rayos del tormentoso atardecer o quemándose
por dentro. Pensó en las seiscientas almas que se abarrotaban en el interior de su
redondeado casco y sintió una vez más el peso de la responsabilidad, que mal dirigida
podía acabar con todos ellos.
No pedían mucho, e incluso las comodidades más simples se les negaban
demasiado a menudo. Podía imaginarse a aquellos hombres sin rostro, a los infantes
de marina en sus «barracones», tal como ellos llamaban a su sección de la cubierta,
limpiando y sacando lustre a sus equipos. En las mesas de otros ranchos, entre los
cañones, algunos marineros estarían trabajando en delicadas manualidades, como
minúsculos modelos de barcos de hueso y de conchas. Marineros con las manos muy
curtidas por los cabos y el alquitrán, y aun así, capaces de hacer aquellas cosas tan
magníficas. Los guardiamarinas, de los cuales el Hyperion llevaba ocho, estarían
estudiando para el deseado ascenso a teniente de navío sin más luz que la poca que
les podía brindar una vela en una vieja concha.
Los oficiales aún no habían aparecido apenas, exceptuando algún breve contacto
en cubierta o en alguna cena en su cámara. Con tiempo, demostrarían lo que podían o
no podían hacer. Bolitho dio un sombrerazo a un insecto que zumbaba en la
oscuridad. Y con un líder que los guiara. Todo dependía de esto. Oyó las pisadas de
Jenour sobre la tierra cuando este se fue hacia la parte de arriba del cobertizo.
Luego oyó las ruedas de un carruaje, los cascos de un caballo inquieto golpeando
el suelo y a un hombre intentando calmarlo.
—Es una dama, Sir Richard —susurró Jenour con voz ronca.
Bolitho se dio la vuelta, siendo su corazón el único que delataba sus sentimientos.
En ningún momento tuvo duda alguna sobre quién podía ser a aquellas horas. Quizás
en su fuero interno la había estado esperando, deseando que ella le encontrara. Se
sintió cogido con la guardia baja, como si estuviera desnudo.
Se encontraron bajo la proa de una vieja barca y Bolitho vio que iba cubierta de
pies a cabeza con una larga capa, con la capucha algo suelta sobre su cabello. Detrás
de ella, en la calle, había un carruaje con un hombre junto a la cabeza del caballo y
dos pequeñas lámparas que arrojaban una luz anaranjada sobre el arnés.
Jenour hizo ademán de marcharse pero ella le hizo una seña con la mano para que
no lo hiciera y dijo:
—No hace falta. He traído conmigo a mi doncella.
Bolitho se le acercó pero ella no fue hacia él. Estaba completamente tapada por la
capa y sólo su cara y una cadena de oro en su garganta destacaban en la oscuridad.

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—Te vas muy pronto —dijo ella. Era una constatación—. He venido a desearte
suerte en lo que sea que vayas… —Su voz se fue apagando. Bolitho le cogió la mano,
pero ella dijo rápidamente—: No. Es injusto. —Hablaba sin mostrar emoción, aunque
su leve temblor de voz parecía desmentirlo—. Has hablado con mi marido, ¿no?
—Sí. —Bolitho trató de verle los ojos pero estos estaban también ocultos en la
penumbra—. Pero yo quiero hablar contigo, saber qué has estado haciendo.
Ella levantó la barbilla.
—¿Desde que me dejaste? —Se volvió ligeramente—. Mi marido me ha hablado
de vuestro encuentro en privado. Le has impresionado. No suele admirar a nadie con
facilidad. El hecho de que supieras el nuevo nombre de la fragata…
Bolitho insistió:
—Necesito hablar contigo, Kate. —Vio cómo ella se estremecía.
—En su día te pedí que me llamaras así —dijo ella en voz baja.
—Lo sé. No lo he olvidado. —Se encogió de hombros y supo que podía decir
poco más, que estaba perdiendo un combate en el que no podía luchar.
—Ni yo. He leído todo lo que he podido, como esperando que con el tiempo
podría olvidarme de lo que sentía. El odio no era suficiente… —Se calló—. Estaba
herida… Sufrí mucho.
—No lo sabía.
Ella no le escuchó.
—¿Te imaginabas que tu vida significaba tan poco para mí que podía ver pasar
los años y no resultar herida? ¿Años que no pude compartir…? ¿Tan poco pensabas
que te amaba?
—Pensaba que te habías alejado de mí.
—Quizás lo hice. Nada se me ofreció. Yo quería más que ninguna otra cosa que
triunfaras, que fueras reconocido por lo que eras. ¿Querías que me miraran
despectivamente al pasar como hacen con la puta de Nelson? ¿Cómo habrías capeado
ese temporal, dime?
Bolitho oyó las pisadas de Jenour que se alejaban, pero ya no le importaba.
—Por favor, dame la oportunidad de explicar…
Ella negó con la cabeza.
—Te casaste con otra y tienes una hija, creo.
Bolitho dejó caer sus brazos a los costados.
—¿Y qué hay de ti? Te casaste con él.
—¿Él? —Sacó una mano de debajo de la capa pero la volvió a meter—. Lacey
me necesitaba. Fui capaz de ayudarle. Como te dije, yo quería seguridad.
Se miraron el uno al otro en silencio y entonces ella dijo:
—Ten cuidado en cualquiera que sea la locura en que te estás embarcando.
Posiblemente no te volveré a ver.
Bolitho dijo:
—Saldremos mañana. Pero sin duda él ya te habrá contado eso también.

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Por primera vez, la voz de Catherine creció en apasionamiento e ira.
—¡No utilices ese tono conmigo! He venido esta noche por un amor en el que
creí. No por dolor o por lástima. Si crees que…
Él extendió el brazo y le asió el suyo por encima de la capa.
—No te vayas enfadada, Kate. —Creyó que iba a retirar su brazo y salir aprisa
hacia el carruaje. Pero algo en su tono de voz le retuvo.
Él insistió:
—Cuando pienso en no volverte a ver nunca más me siento culpable, porque sé
que no podría soportarlo.
Ella dijo en un susurro:
—Fue decisión tuya.
—No del todo.
—¿Le contarías a tu esposa que me has visto? Tengo entendido que es muy
hermosa. ¿Podrías hacerlo?
Ella se apartó un poco.
—Tu silencio es la respuesta a mi pregunta.
—No es así de sencillo —dijo Bolitho con amargura.
Ella miró hacia el carruaje y Bolitho vio cómo se le caía la capucha, reflejándose
el resplandor de las lámparas en sus pendientes. Los que él le había regalado.
—Por favor, márchate —dijo ella. Cuando Bolitho hizo ademán de volverla a
coger, ella dio un paso atrás—. Mañana veré alejarse los barcos de tierra. —Se llevó
la mano a la cara—. No sentiré nada, Richard, porque mi corazón, lo poco que me
queda de él, se irá contigo. «¡Ahora vete!».
Entonces, se volvió y salió corriendo del cobertizo con la capa revoloteando a su
espalda hasta que llegó al carruaje.
Jenour dijo con voz ronca:
—Lo siento mucho, Sir Richard…
Bolitho se volvió hacia él.
—¡Ya es un poco más adulto, señor Jenour!
Jenour le siguió aprisa, con la mente aún confusa por lo que había visto y
compartido involuntariamente.
Bolitho se detuvo junto al embarcadero y miró atrás. Las lámparas del carruaje
todavía estaban inmóviles y supo que ella estaba mirándole incluso en la oscuridad.
Oyó acercarse la lancha al embarcadero y de pronto se sintió agradecido. El mar
le reclamaba de nuevo.

* * *

Al mediodía del tercer día en la mar, Bolitho salió a cubierta y caminó por la
banda de barlovento. Era como los otros días, como si nada hubiera cambiado, ni

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siquiera los hombres que estaban de guardia.
Se cubrió los ojos para poder echar un vistazo al gallardete del tope. El viento era
constante, como los días pasados, y soplaba por la aleta de estribor, causando un largo
y regular mar de fondo que se extendía de forma ininterrumpida hacia el horizonte.
Oyó gritar al timonel:
—¡En viento, señor! ¡Sudoeste cuarta al oeste! —Bolitho sabía que lo decía más
por él que por el oficial de guardia.
Observó las largas olas y la facilidad con que el Hyperion elevaba su aleta y
dejaba que rompieran contra su costado. Unos cuantos hombres estaban trabajando
muy por encima de la cubierta, con sus cuerpos bronceados o despellejados
dependiendo del tiempo que llevaran embarcados. No había descanso. Había que
ayustar y pasar nuevos cabos por los motones, alquitranar y llenar los botes de agua
en cubierta para impedir que se abrieran sus costuras bajo aquel sol implacable.
Bolitho notó que el oficial de guardia le estaba mirando e intentó recordar lo que
sabía de él. En un combate, un hombre podía decantar la victoria o la derrota. Pasó
despacio junto a la batayola repleta de coys apretujados. Vernon Quayle era el cuarto
oficial del Hyperion y, a menos que le pararan los pies o muriera en combate, sería un
tirano si alguna vez llegaba a comandante de un buque. Tenía veintidós años y
procedía de una familia de raigambre naval, y aunque era bien parecido tenía
expresión malhumorada y mal genio. Habían sido azotados tres hombres en su
brigada desde su salida de Inglaterra. Haven debería hablar con el segundo
comandante. Puede que ya lo hubiera hecho, aunque el comandante y su segundo
parecían no hablar más que de asuntos rutinarios y de disciplina.
Bolitho intentó no pensar en el Hyperion tal como había sido en su día. Si pudiera
decirse de algún buque de guerra que era un barco feliz en tiempos como aquellos,
ese era el Hyperion de entonces.
Se fue hasta la barandilla del alcázar y miró a lo largo de la cubierta superior, la
plaza del mercado de cualquier buque de guerra.
El velero y sus ayudantes estaban plegando grandes trozos de velas reparadas y
guardando las agujas y rempujos. Salía un fuerte olor a comida por la chimenea del
fogón de la cocina y se le hacía difícil entender cómo podían comer aquellos hombres
cerdo hervido con aquel calor.
Bolitho podía pensar en el café fuerte de Ozzard sobre su lengua, pero la sola idea
de comer le provocó repugnancia. Apenas había comido desde que salieron de
English Harbour. Preocupación, tensión, ¿o era aún aquel sentimiento de culpabilidad
tras volver a ver a Catherine?
El teniente de navío Quayle se llevó la mano al sombrero.
—El Upholder está en su puesto, Sir Richard. El vigía del tope informa cada
media hora. —Sonó como si estuviera a punto de añadir: ¡o se va a enterar!
El casco del Upholder quedaba oculto tras el horizonte y sería el primero en hacer
la señal de haber avistado a la Thor en el punto de encuentro. O no. Bolitho había

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puesto al bergantín en la vanguardia por su comandante, William Trotter, un joven
serio de Devon que le había impresionado en sus primeros encuentros. Se necesitaba
cerebro además de buenos vigías cuando tantas cosas dependían de aquel primer
avistamiento.
El Tetrarch estaba en alguna parte por barlovento, listo para salir disparado si era
necesario, y el tercer bergantín, el Vesta, estaba lejos por popa, siendo su cometido
principal el de asegurarse de que no estaban siendo seguidos por ningún extraño
curioso. Hasta el momento no habían visto nada. Era como si el mar estuviera vacío,
como si algún aviso terrible hubiese despejado la escena.
Mañana estarían lo bastante cerca de tierra para que el vigía la avistara.
Bolitho había hablado con el piloto del Hyperion, Isaac Penhaligon. Haven tenía
suerte al tener a un piloto con tanta experiencia, pensó. «Y yo también». Penhaligon
también era de Cornualles, pero sólo de nacimiento. Había sido embarcado como
grumete a la tierna edad de siete años y desde entonces había parado muy poco por
tierra. Ahora tenía unos sesenta años, y su cara llena de arrugas era del color del
cuero, con unos ojos tan vivarachos que parecían los de una persona más joven
atrapada en su interior. Había servido en un buque correo, en buques de la carrera de
las Indias Orientales y finalmente, y tal como él explicaba, se había puesto la casaca
del rey como ayudante de piloto. Sus aptitudes y su conocimiento de los océanos y
sus climas eran difíciles de superar, pensó Bolitho. Y era una suerte añadida el hecho
de que en su día hubiera navegado por aquellas mismas aguas rechazando bucaneros
y negreros, y que hubiera hecho tantas cosas que nada parecía arredrarle. Bolitho le
había visto tomando alturas al mediodía, con la mirada puesta en los guardiamarinas
reunidos, cuyos conocimientos marítimos y de navegación estaban en sus manos, y
presto a hacer un áspero comentario si las cosas no salían bien. Nunca era sarcástico
con los jóvenes caballeros, pero era muy severo y ellos se sentían intimidados en su
presencia.
Penhaligon había comparado sus cartas marinas y notas con las observaciones de
Price y había comentado con pocas palabras: «Ese sabía de navegación». Un gran
elogio viniendo de él.
Un oficial de mar se acercó al teniente de navío y se llevó la mano a la frente.
Bolitho agradeció que le dejaran solo al ver marcharse deprisa a Quayle. Había visto
la expresión del oficial de mar. No era sólo de respeto por un oficial. Era más bien de
temor.
Dio un golpe en la gastada barandilla caliente por el sol. Pensó en aquel último
encuentro en el cobertizo, en la voz y el fervor de Catherine. Tenía que volverla a ver,
aunque sólo fuera para explicárselo. «¿Explicarle qué?». No haría más que hacerle
daño. A los dos.
Ella le había parecido inaccesible, con muchas ganas de explicarle el daño que le
había hecho, y aun así…
Recordaba vívidamente la primera vez que se vieron, y el momento en que ella le

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había maldecido por la muerte de su marido. Su segundo marido. Antes había estado
casada con un hombre al que casi nunca mencionaba, un temerario soldado de fortuna
que había muerto en España en una reyerta de borrachos. ¿Quién era ella entonces?
¿De dónde venía? Le costaba verla, tan cautivadora y atractiva como era ahora,
abocada a la miseria, tal como se lo había revelado en un momento de intimidad.
¿Y qué había de Somervell? ¿Era tan frío e indiferente como aparentaba? ¿O era
simplemente despectivo y se divertía quizás mientras observaba el despertar de viejos
recuerdos, los cuales podría utilizar o ignorar a su voluntad?
¿Volvería a verla o se pasaría el resto de su vida recordando cómo fue en su día y
por tan poco tiempo, sabiendo que ella estaba pendiente de él en la distancia,
esperando noticias sobre lo que hacía o si caía en combate?
Quayle se había acercado a la rueda del timón y estaba espetándole algo al
guardiamarina de guardia. Al igual que los demás, iba vestido adecuadamente,
aunque debía de estar sudando de mala manera con aquel calor.
Si Keen hubiera sido su capitán de bandera, habría…
Bolitho gritó:
—¡Avisen a mi criado!
—¡Enseguida, Sir Richard! —respondió Quayle de inmediato.
Ozzard salió de la penumbra de debajo de la toldilla y entrecerró los ojos ante el
resplandor, resultando más parecido que nunca a un topo. Pequeño, fiel y siempre
dispuesto a servir a Bolitho en cualquier cosa. Incluso le había leído cuando él estaba
parcialmente ciego, y anteriormente, cuando había sido alcanzado por una bala de
mosquete. Era sumiso y tímido, pero debajo había otra clase de persona. Tenía una
buena educación y había sido en su día el secretario de un abogado; había huido al
mar para evitar un proceso judicial y, según algunos, la soga del verdugo.
—Tome mi casaca, si es tan amable —dijo Bolitho. Ozzard ni siquiera parpadeó
cuando el vicealmirante le lanzó la casaca sobre el brazo y seguidamente le entregó
su sombrero.
Algunos hombres le miraron con los ojos bien abiertos. Puede que para el día
siguiente Haven les hubiera dicho a sus oficiales que estuvieran en camisa en cubierta
y dejaran así de sufrir en silencio. Si para hacer un oficial se necesitaba un uniforme,
no había esperanza alguna para nadie.
Ozzard esbozó una leve sonrisa y se dirigió deprisa a la penumbra con alivio.
Había conocido muchas facetas de Bolitho, sus estados de excitación y de
desesperación. De esta última había pasado demasiados, pensó.
Pasó junto al centinela de infantería de marina y entró en la gran cámara; el
mundo que compartía con Bolitho, donde el rango era poco importante. Levantó la
casaca y buscó en ella restos de alquitrán o hebras de hilos sueltos. Entonces vio su
propio reflejo en el espejo y se acercó la casaca a su pequeño cuerpo. Esta le llegaba
casi hasta los tobillos, lo que le provocó una pequeña sonrisa.
Agarró con fuerza la casaca cuando se vio a sí mismo en aquel horrible día en que

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el abogado le mandó a casa antes de hora.
Había encontrado a su joven esposa desnuda en los brazos de un hombre al que
conocía y respetaba desde hacía años.
Le estaban engañando, y había sido un suplicio para él verlos allá juntos. Más
tarde, cuando salió de la pequeña casa de Wapping Wall, a orillas del río Támesis, vio
en las casas de enfrente el nombre de un despacho. Tom Ozzard, Escribiente. En aquel
mismo instante había decidido que esa iba a ser su nueva identidad.
No había vuelto atrás la vista ni una sola vez hacia la habitación donde había
acabado con sus mentiras con un hacha, con la que les había destrozado hasta no
dejar nada que pudiera reconocerse como una forma humana.
En Tower Hill había topado con la partida de reclutamiento; nunca andaban lejos,
siempre con la esperanza de encontrar algún voluntario o algún borracho que aceptara
una moneda para encontrarse más tarde en un buque de guerra hasta que fuera
despedido o muriera en la mar.
El teniente al mando le había mirado primero con escepticismo y luego con cierto
regocijo. Lo que el rey necesitaba eran buenos marineros, hombres fuertes y jóvenes.
Ozzard dobló cuidadosamente la casaca. Ahora era distinto. Aceptarían a un
lisiado con muletas si se diera la ocasión.
Tom Ozzard, repostero de un vicealmirante, que sufría no con temor sino con
verdadero terror los combates, en los cuales el barco temblaba y se tambaleaba a su
alrededor, un hombre sin pasado y sin futuro.
Ozzard sabía, en el fondo de su ser, que un día volvería a aquella pequeña casa de
Wapping Wall. Entonces, y sólo entonces, se enfrentaría a lo que había hecho.

* * *

Desde el vigía del tope, enroscado en la cruceta, a Allday, despatarrado en su coy


durmiendo tras unos tragos, y desde Ozzard al hombre que estaba en la gran cámara y
a quien servía, la mayor parte de los pensamientos estaban puestos en el mañana.
El Hyperion, en todos los años que llevaba navegando y a lo largo de las
incontables leguas que había recorrido, había visto irse y venir a mucha gente.
Más allá del tridente del mascarón de proa estaba el horizonte. Tras este, sólo el
destino podía saberlo.

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V

LIDERAZGO

Bolitho subió por la tablazón mojada hacia la banda de barlovento del alcázar y se
agarró a la batayola. Todavía estaba oscuro, y sólo los espectros de los rociones que
saltaban por encima del casco rompían la negrura del mar.
Una sombra más oscura cruzó el alcázar para confundirse con el pequeño grupo
que estaba junto a la barandilla, donde Haven y dos de sus oficiales recibieron las
novedades y dieron nuevas órdenes.
Se oyeron unos murmullos procedentes de la cubierta de baterías y Bolitho pudo
imaginarse a los marineros trabajando alrededor de los invisibles dieciocho libras,
mientras, en la cubierta inferior, la batería más pesada de los treinta y dos libras, aún
con el mismo ajetreo, permanecía en silencio. Allá abajo, bajo los enormes baos del
techo, las dotaciones de los cañones estaban acostumbradas a manejar sus cargas en
una oscuridad permanente.
Los pitos habían dado la orden de desayunar aún más pronto de lo habitual, una
precaución posiblemente innecesaria porque cuando llegara el amanecer todavía se
encontrarían fuera de la vista de tierra, exceptuando, con un poco de suerte, a los
vigías del tope. En la última hora, el Hyperion había cambiado su rumbo y navegaba
derecho al oeste, con sus vergas fuertemente braceadas y como único trapo la vela
trinquete y las gavias. Eso explicaba el movimiento incómodo y turbulento del barco,
aunque Bolitho había notado el cambio de tiempo tan pronto como había puesto sus
pies sobre la alfombra húmeda que estaba junto a su catre.
El viento era constante pero había aumentado; no mucho, pero tras la aparente
calma y el mar de fondo suave que habían tenido, a su lado parecía violento.
Todos los que estaban cerca sabían que él estaba en cubierta, y habían pasado
discretamente a la banda de sotavento para dejarle espacio para caminar, si quería.
Levantó la vista hacia el aparejo y vio las gavias fuertemente braceadas por primera
vez. Estaban flameando ruidosamente, mostrando su desagrado por la gran tensión a
que estaban sometidas.
Había estado despierto la mayor parte de la noche, pero cuando llamaron a los
hombres y empezó el trabajo de preparar el barco para lo que pudieran encontrarse
delante, le habían entrado unas extrañas ganas de dormir.
Allday había entrado sigilosamente en la cámara, y mientras Ozzard sacaba como
por arte de magia su café cargado, el corpulento patrón le había afeitado a la luz de
una lámpara que se movía en espiral.
Allday todavía no se había librado de la pesadumbre que le había provocado su
hijo. Bolitho podía recordar su euforia al descubrir que tenía un hijo de veinte años
del que no había sabido nada y que había decidido ir con él cuando su madre, un

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antiguo amor de Allday, había muerto.
Más tarde, a bordo del cúter Supreme y después de que Bolitho cayera casi
completamente ciego, Allday había abrigado la sospecha de que su hijo, también
llamado John, era un cobarde por haber corrido abajo justo en el momento en que
Bolitho más le necesitaba.
Ahora sabía que no era cierto. Quizás había tenido miedo a los disparos del
combate, pero no era un cobarde. Se necesitaba un corazón valiente para disimular el
miedo cuando el hierro enemigo batía contra las cubiertas.
Pero su hijo había pedido dejar el barco al llegar a Inglaterra. Por Allday y para la
tranquilidad de todos, había hablado con el oficial al mando de los guardacostas de
cerca de Falmouth, y le había pedido que le buscara un puesto para él. Su hijo,
apellidado Bankart como su madre, era un buen marinero y podía tomar rizos, ayustar
cabos y llevar la caña como cualquier marinero experimentado de un buque del rey.
Había ocupado el cargo de segundo patrón en la presa Argonaute ayudando a Allday,
que era demasiado orgulloso para admitir que la terrible herida de su pecho le estaba
poniendo las cosas difíciles. Además, así Allday había podido tenerle vigilado, hasta
el día en que Bolitho fue herido a bordo del pequeño cúter.
A Bolitho no le gustaba pedir favores a nadie, y menos apoyándose en su rango, y
ahora no estaba seguro de haber hecho lo correcto. Allday no dejaba de darle vueltas,
y cuando no estaba de servicio pasaba demasiado tiempo solo o sentado bebiendo ron
en la repostería de Ozzard.
«Los dos estamos pasándolo mal». Como un perro y su amo. Ambos temerosos
de que el otro pudiera morir antes.
Una voz juvenil exclamó:
—¡Amanece, señor!
Haven murmuró algo y entonces cruzó a la banda de barlovento. Se llevó la mano
al sombrero en la oscuridad.
—Los botes están listos para ser arriados, Sir Richard. —Parecía más formal que
nunca—. Si el Upholder está en su puesto, deberíamos hacerlo con tiempo de sobra
por si hay que hacer zafarrancho de combate.
—Estoy de acuerdo. —Bolitho se preguntó qué había detrás de aquella
formalidad. ¿Estaba esperando ver ondear la señal del Upholder anunciando que tenía
a la Thor a la vista? ¿O esperaba que el mar apareciera desierto y que sus esfuerzos y
su preparación fueran una pérdida de tiempo? Y añadió—: Nunca me canso de ver las
primeras luces. —Juntos contemplaron el primer rayo de sol cuando asomó por el
horizonte como un fino hilo de oro. Con el Hyperion en el rumbo actual, el sol saldría
casi justo por popa para teñir una vela tras otra y después iluminar por proa como
para mostrarles el camino hacia tierra.
—Sólo espero que los Dons no sepan que estamos tan cerca —comentó Haven.
Bolitho disimuló una sonrisa. Haven haría que Job pareciera un optimista.
Otra figura cruzó la cubierta y esperó a que Haven le viera. Era el segundo

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comandante.
Haven se alejó unos pasos.
—¿Y bien? ¿Qué ocurre ahora? —Hablaba en voz muy baja, pero la hostilidad
era evidente.
Parris dijo con calma:
—Los dos hombres que han de ser castigados, señor. ¿Puedo decirle al armero
que aplace el castigo hasta…?
—De ninguna manera, señor Parris. La disciplina es la disciplina y no permitiré
que esos hombres dejen de recibir su merecido porque podamos estar cerca de un
combate con el enemigo.
Parris no cedió terreno.
—No fue nada serio, señor.
Haven asintió, satisfecho.
—Uno de ellos es de su brigada, ¿me equivoco? ¿Laker, no? Insolencia hacia un
oficial de mar.
Los ojos de Parris parecieron brillar con luz propia cuando los primeros rayos del
sol alcanzaron la tablazón del barco.
—Los dos perdieron los estribos, señor. El oficial de mar le llamó hijo de puta. —
Pareció relajarse, sabiendo que la batalla ya estaba perdida—. ¡Yo mismo le habría
arrancado su maldita lengua, señor!
Haven dijo entre dientes:
—¡Hablaré con usted más tarde! ¡Esos hombres serán azotados a las seis
campanadas!
Parris se llevó la mano al sombrero y se marchó.
Bolitho oyó decir al comandante:
—¡Maldito cerdo!
No tenía que entrometerse. Bolitho miró la salida del sol, pero el momento se
había estropeado con lo que había oído.
Tendría que hablar con Haven de ello más tarde, cuando estuvieran solos. Lanzó
una mirada al mastelero de mesana cuando un rayo de sol pasó entre los obenques y
la jarcia de labor. Si esperaba a que entraran en acción podría ser demasiado tarde.
Las palabras parecieron retumbarle en su cabeza. Si caigo… Cualquier barco era
únicamente tan fuerte como lo era su comandante. Si algo salía mal… Miró a su
alrededor, apartado ya Haven de sus pensamientos, cuando el vigía del tope aulló:
—¡Vela a la vista al sudoeste!
Bolitho cerró los puños. Debía de ser el Upholder, en su puesto exacto. Había
estado acertado al escogerlo para la vanguardia.
—Prepárese para virar, comandante Haven —dijo.
Haven asintió.
—Pite gente a la brazas, señor Quayle.
Otro rostro apareció en escena; el compañero de Bolitho en la guardia de mañana

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del día anterior. La clase de oficial que no tendría compasión alguna en un castigo de
azotes.
—¿Tiene usted a un buen hombre allí arriba? —preguntó Bolitho.
Haven se quedó mirándole, con la cara aún oculta en la penumbra.
—C-creo que sí, señor.
—Mande a un marinero experimentado. A un ayudante de piloto, por ejemplo.
—A la orden, señor. —Haven sonaba tenso, enfadado consigo mismo por no
haber pensado en algo tan simple. No podía echarle las culpas a Parris por eso.
Bolitho miró a su alrededor cuando las sombras cercanas fueron tomando forma y
personalidad. Dos jóvenes guardiamarinas, ambos en su primer barco, el oficial de
guardia, y bajo el saltillo de popa vio la alta y corpulenta figura de Penhaligon, el
piloto. No daba muestra alguna de si estaba satisfecho con sus progresos, pensó
Bolitho.
—¡Ah de cubierta! ¡Upholder a la vista!
Bolitho supuso que aquella voz era la de Rimer, el ayudante de piloto que estaba
de guardia. Era un hombre pequeño y bronceado, con los rasgos tan arrugados que
parecía un marino de otra época. El otro barco era poco más que un punto borroso
bajo la tenue luz del sol, pero la experiencia de Rimer y su aguda vista le bastaban
para saberlo.
—Señor Jenour, suba a la arboladura con un catalejo —dijo Bolitho. Se apartó a
un lado cuando el joven oficial se apresuró hacia los obenques—. Confío en que trepe
tan rápido como cabalga, ¿eh?
Vio el destello de los dientes de Jenour al volverse y sonreírle. Entonces
desapareció moviendo los brazos y las piernas con la agilidad de un gaviero diestro.
Haven cruzó la cubierta y levantó la mirada hacia los calzones blancos de Jenour.
—Pronto habrá suficiente luz, señor.
Bolitho asintió.
—Entonces sabremos.
Se cogió las manos bajo los faldones de la casaca cuando les llegó la voz de
Jenour.
—¡Señal del Upholder, señor! ¡Han avistado la Thor!
Bolitho trató de no mostrar excitación ni sorpresa. Imrie lo había logrado.
—¡Conteste la señal! —Tuvo que abocinar sus manos para gritar por encima del
ruido del aparejo y las velas. No había más señales del Upholder, lo que significaba
que nada había salido mal hasta el momento y que la torpe barcaza iba aún a
remolque sin problemas.
Dijo:
—Cuando los demás estén a la vista, comandante Haven, hágales una señal para
que procedan según lo previsto. No hay tiempo para otra reunión. Hay que tener
presente que pueden descubrirnos antes de que estemos todos en posición.
Se fue otra vez hasta la batayola. No tenía sentido mostrarle sus dudas a Haven.

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Miró a la arboladura al cobrar vida el aparejo y las vergas bajo la luz del sol. Era
extraño que nunca hubiera conseguido dominar su aversión a las alturas. Como
guardiamarina, había afrontado cada subida a la arboladura para ayudar a acortar o
dar vela como un reto aislado. Por la noche, en particular, con las vergas inclinadas
hacia la espuma revuelta y con la cubierta reducida a poco más que una mancha
difusa y lejana bajo sus pies, había experimentado un terror irreductible.
Vio a unos infantes de marina en la cofa de mesana, con sus casacas de un color
rojo vivo mientras se asomaban por encima del parapeto para observar al bergantín
Upholder. A Bolitho le hubiera encantado trepar y pasar junto a ellos
despreocupadamente, como había hecho Jenour. Se tocó el párpado izquierdo y
pestañeó ante el reflejo del sol. De momento veía con claridad, pero la preocupación
siempre estaba ahí.
Miró a lo largo de la cubierta superior y vio a las dotaciones de los cañones
abandonando sus posiciones para realizar sus tareas habituales tras desvanecerse la
tensión junto con la noche.
Eran tantas millas. Y tantos recuerdos. Durante la noche, mientras yacía despierto
en su catre escuchando el borboteo del agua en el timón y los crujidos del barco,
había recordado aquella vez en que el Hyperion había navegado por allí siendo él su
comandante. Habían pasado rápidamente junto a la isla de Pascua en la oscuridad y
podía acordarse con exactitud de aquel ataque al alba sobre los buques franceses allí
fondeados. Y hacía nueve años de eso. El mismo barco. Pero ¿era él aún el mismo
hombre?
Levantó la mirada hacia la cofa de mesana y de repente se enfadó consigo mismo.
—Deme ese catalejo, si es tan amable. —El sorprendido guardiamarina se lo dio
y Bolitho se dirigió con determinación a los obenques de barlovento. Percibió la
mirada de Haven y vio a Parris intentando no mirar desde el pasamano de babor,
donde estaba hablando con Sam Lintott, el contramaestre; probablemente diciéndole
cuándo tenía que aparejar los enjaretados para que pudieran ejecutarse los castigos tal
como se había ordenado.
Entonces vio a Allday mirándole con los ojos entrecerrados desde la cubierta
principal, con sus mandíbulas atacando un trozo de galleta a la vez que, también él,
mostraba su sorpresa. Bolitho se encaramó a los obenques y notó cómo vibraban los
flechastes con cada paso mientras el gran catalejo de señales rebotaba en su cadera
como un carcaj lleno de flechas.
Era más fácil de lo que recordaba, pero cuando llegó a la cofa decidió que ya era
bastante.
Los infantes de marina se echaron atrás, dándose golpecitos y sonriéndose unos a
otros. Bolitho fue capaz de acordarse del nombre del cabo, un hombre de aspecto
temible que era cazador furtivo en Norfolk antes de alistarse en el cuerpo. Con
muchas prisas, había insinuado misteriosamente el mayor Adams:
—¿Dónde está, cabo Rogate?

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El infante de marina apuntó con la mano.
—¡Allá, señor! ¡Por la amura de babor!
Bolitho apuntó el largo catalejo y observó cómo la estrecha popa y las vergas
braceadas del bergantín aparecían a través de la lente. Unas figuras se movían por el
alcázar del Upholder; que navegaba fuertemente escorado mostrando su brillante
forro de cobre al sol del amanecer.
Bolitho esperó a que el Hyperion recuperara su vertical y que la cofa dejara de
vibrar, y detrás del Upholder vio una pirámide de velas de color algo tostado. La
Thor estaba esperándoles puntualmente.
Bajó el catalejo para concentrarse mejor en sus pensamientos. ¿Había decidido ya
y desde el mismo principio que él iba a liderar el ataque? Si fracasaba, sería hecho
prisionero, o… Mostró una sonrisa lúgubre. No podía pensar en el «o».
El cabo Rogate vio la sonrisa secreta y se preguntó cómo se la iba a describir a los
otros durante la próxima guardia abajo. Y cómo el almirante había hablado con él,
exactamente como otro infante de marina. «Era uno de los nuestros».
Bolitho sabía que si enviaba a otro oficial y el plan fallaba, la culpa se la echarían
a él igualmente.
Tenían que confiar en él. En el fondo, Bolitho sabía que los próximos meses eran
cruciales para Inglaterra, y para la flota en particular. El liderazgo y la confianza iban
de la mano. Para la mayoría de los hombres que estaban bajo su mando era un
extraño, y su confianza tenía que ganársela.
Pensó en su planteamiento con súbito desprecio. Deseos de muerte. ¿Era eso parte
de ello, también?
Se concentró en la sólida silueta del bergantín que se hundía y se elevaba a través
de las grandes olas. En el fondo de su mente podía ver ya la tierra tal como iba a
aparecer cuando se acercaran más. El fondeadero de La Guaira consistía
principalmente en una rada abierta frente a la población. Se sabía que estaba
fuertemente defendida por varias fortalezas, algunas de las cuales habían sido recién
construidas a causa de las idas y venidas de los buques tesoro. Aunque La Guaira
estaba sólo a unas seis millas de la capital, Caracas, solamente podía llegarse a esta
por una carretera tortuosa y montañosa con una longitud de cuatro veces esa
distancia.
Tan pronto como el Hyperion y sus consortes fueran avistados, las autoridades
españolas haría llegar la noticia a la capital con la mayor rapidez posible. Como eso
podía tardar cierto tiempo a causa de esa carretera tan precaria, La Guaira era como
una isla, pensó. Toda la información que habían podido recabar de los mercantes y
los buques que rompían el bloqueo apuntaban a que la fragata apresada Consort
estaba en Puerto Cabello, a ochenta millas más al oeste siguiendo la costa continental.
Pero ¿y si el enemigo no se tragaba la estratagema y no se creía que los buques de
guerra ingleses estaban intentando destruir la nueva incorporación de su flota?
Gran parte dependía de los mapas y observaciones de Price y, sobre todo, de la

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suerte.
Miró a la lejana cubierta y se mordió el labio. Sabía que nunca habría enviado a
un subordinado para llevar a cabo la misión, ni siquiera nueve años antes, cuando
estaba al mando del Hyperion. Lanzó una mirada a los infantes de marina.
—Pronto vais a tener trabajo, muchachos.
Se deslizó hacia las arraigadas de los obenques, más consciente de sus caras
dibujando enormes sonrisas que del viento que sacudía su casaca como si quisiera
lanzarle sobre cubierta. «Era tan fácil». Una palabra, una sonrisa y morirían por uno.
Sintió remordimientos y humildad a la vez.
Para cuando llegó al alcázar su mente se había aclarado.
—Muy bien. Dentro de una hora cambiaremos el rumbo al sudoeste. —Vio como
los otros asentían—. Haga que el Upholder y el Tetrarch se acerquen más a tierra. No
quiero que los Dons se acerquen lo bastante como para ver nuestra fuerza. —Vio que
el piloto esbozaba una sonrisa irónica y añadió—: O nuestra falta de ella. La Thor se
mantendrá a barlovento nuestro junto con el Vesta. Háganme saber cuándo hay luz
suficiente para hacer señales. —Se volvió para dirigirse hacia popa y entonces se
detuvo—. Comandante Haven, venga un momento si es tan amable.
En la gran cámara, la luz del sol cada vez más intensa dibujaba extrañas formas
en la sal endurecida que se había incrustado en los ventanales de popa. La mayor
parte del barco estaba en zafarrancho de combate desde antes del amanecer. Los
aposentos de Bolitho eran como un recordatorio de tiempos mejores hasta que los
mamparos eran derribados y los muebles de la cámara que señalaban su vida allí eran
llevados a la seguridad de la bodega. Echó un vistazo a los tubos negros de los
cañones de nueve libras que miraban a sus portas cerradas a ambos lados de la
cámara. Así aquellas dos beldades tendrían espacio para sí.
Haven esperó a que Ozzard se retirara y cerrara la puerta del mamparo, y se
quedó de pie con los pies algo separados y el sombrero cogido con las dos manos.
Bolitho miró el agua que se veía tras los vidrios manchados.
—Tengo intención de transbordar a la Thor al anochecer. Usted se quedará en el
Hyperion, con el Vesta y el Tetrarch. Mañana al alba deberá estar a la vista de Puerto
Cabello; el enemigo pensará que pretende atacar. No sabrán de qué fuerzas dispone
usted. Hemos tenido suerte de llegar hasta aquí sin que nos detectaran. —Se volvió a
tiempo para ver al comandante agarrando su sombrero con tanta fuerza que lo retorcía
entre sus dedos. Esperaba un arrebato o quizás el esbozo de una estrategia alternativa.
Haven no dijo nada, pero se quedó mirándole como si no le hubiera entendido bien.
Bolitho prosiguió con calma:
—No hay otro camino. Si tenemos que capturar o destruir un buque tesoro tiene
que hacerse estando fondeado. Tenemos muy pocos barcos para una búsqueda amplia
si se nos escabulle.
Haven tragó saliva.
—Pero, el hecho de que vaya usted, señor… En mis años de experiencia nunca he

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visto una cosa así.
—Con la ayuda de Dios y un poco de suerte, comandante Haven, yo estaré en
posición en los bajos del oeste de La Guaira en el mismo momento en que usted haga
su simulacro de ataque. —Le miró de frente—. No arriesgue sus barcos. Si llega una
gran fuerza enemiga, desistirá de la acción y se alejará. El viento sigue soplando
constante del norte cuarta al noroeste. El señor Penhaligon cree que puede rolar
inmediatamente, lo que iría más a nuestro favor.
Haven miró alrededor de la cámara como buscando una escapatoria.
—Puede que se equivoque, señor.
Bolitho se encogió de hombros.
—No me atrevería a discrepar de nuestro piloto.
Pero su intento de aliviar la tensión se reveló inútil cuando Haven espetó:
—Si me veo obligado a retirarme, ¿quién se va a creer…?
Bolitho miró a lo lejos para ocultar su decepción.
—Haré redactar nuevas órdenes para usted. Nadie le hará responsable de ello.
—¡No lo estaba planteando sólo para mi provecho, señor!
Bolitho se sentó en el banco y trató de no pensar en todas aquellas veces en que se
había sentado allí. Esperanzas, planes, preocupaciones.
—Necesitaré treinta marineros de su dotación —dijo—. Al mando de ellos
preferiría un oficial al que conozcan.
Haven respondió inmediatamente:
—¿Puedo proponerle a mi segundo, señor?
Sus miradas se encontraron. «Pensaba que lo haría». Asintió.
—De acuerdo.
Sonaron pitadas desde el alcázar y Haven miró hacia la puerta.
Bolitho dijo bruscamente:
—Aún no he terminado. —Trató de permanecer tranquilo, pero el
comportamiento de Haven era enervante—. Si el enemigo envía una fuerza contra sus
barcos no habrá manera de que pueda usted cubrir mi retirada de La Guaira.
Haven levantó ligeramente el mentón.
—Si usted lo dice, Sir Richard.
—Lo digo. En ese caso asumirá usted el mando de la flotilla.
—¿Puedo preguntarle qué va a hacer usted?
Bolitho se puso en pie.
—Lo que he venido a hacer. —Se apercibió de que Allday estaba esperando cerca
de la puerta. Tendría otra discusión cuando le dijera que no iba a venir con él a la
Thor.
—Antes de que se vaya, comandante Haven… —Intentó no pestañear cuando la
bruma se cernió con insistencia sobre su ojo izquierdo—. No azote a esos hombres.
No puedo inmiscuirme porque todos a bordo sabrían que he tomado partido. Es algo
que ya demostró usted saber cuando discutió con su segundo en mi presencia. —

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Creyó ver ligeramente más pálido el semblante de Haven—. Bien sabe Dios que esta
gente ya tiene bastante, y ver a sus compañeros de rancho azotados antes de recibir la
orden de entrar en combate no puede hacer nada más que daño. La lealtad es de
fundamental importancia, pero recuerde que mientras esté usted bajo mi insignia, la
lealtad funciona en ambos sentidos.
Haven retrocedió unos pasos.
—Espero saber cuál es mi deber, Sir Richard.
—Yo también lo espero. —Observó como se cerraba la puerta y entonces
exclamó—: ¡Maldito sea!
Pero fue Jenour el que entró en lugar de Allday, limpiándose el alquitrán de los
dedos con un pedazo de trapo.
Miró a Bolitho como si intentara calibrar su talante y dijo:
—Una magnífica vista desde allá arriba. He venido a informarle de que se han
hecho sus señales y que han sido contestadas. —Levantó la vista cuando se oyeron
unas pisadas encima y retumbaron voces desde la cubierta principal—. Estamos a
punto de cambiar el rumbo, Sir Richard.
Bolitho apenas le escuchaba.
—¿Qué pasa con ese hombre, eh?
—Le ha dicho usted lo que pretende hacer, ¿no? —replicó Jenour.
Bolitho asintió.
—Creía que cualquier comandante saltaría de alegría ante la oportunidad de
deshacerse de su almirante. Yo lo hice. —Miró alrededor de la cámara con inquietud
—. En vez de eso, no piensa en otra cosa que… —Se refrenó. Era inadecuado hablar
del capitán de bandera con Jenour. ¿Estaba tan aislado que no podía encontrar ningún
otro consuelo?
Jenour dijo con sencillez:
—No soy tan impertinente como para decir lo que pienso, Sir Richard. —Alzó la
mirada y añadió—: Pero yo me atendría a cualquier cosa que usted me ordenara.
Bolitho se relajó y le dio una palmada en el hombro.
—¡Dicen que la fe mueve montañas, Stephen!
Jenour se quedó mirándole fijamente. Bolitho le había llamado por su nombre.
Probablemente era un error.
Bolitho dijo:
—Transbordaremos a la Thor antes del anochecer, Stephen, puesto que tenemos
un largo camino a recorrer.
No era ningún error. Jenour parecía radiante. Titubeó:
—Su patrón está esperando fuera, Sir Richard. —Observó cómo Bolitho cruzaba
con grandes zancadas la cámara y se quedó helado al verle chocar con una silla que
Haven debía de haber movido.
—¿Está usted bien, Sir Richard? —Se apartó cuando Bolitho se volvió hacia él.
Pero esta vez no había ira en sus expresivos rasgos.

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—El ojo me da algunos problemas. No es nada. Haga pasar a mi patrón.
Allday se cruzó con su ayudante y dijo:
—Quiero dar mi opinión, Sir Richard. Cuando vaya a esa bombarda —casi
escupió la palabra—, yo iré a su lado. Como siempre, y el resto me importa un carajo,
con todos los perdones, Sir Richard.
—Ha estado bebiendo, Allday —replicó Bolitho.
—Un poco, señor. Sólo unos cuantos tragos antes de que dejemos el barco. —
Ladeó la cabeza como un perro—. Nos vamos, ¿no es así, señor?
Le salió con sorprendente facilidad:
—Sí, viejo amigo. Juntos. Una vez más.
Allday le miró con semblante serio, notando su desesperación.
—¿Qué pasa, señor?
—Casi se lo he dicho a ese joven, Jenour. Me ha salido casi sin… —Hablaba para
sí en voz alta—. Que tengo terror a quedarme ciego.
Allday se humedeció los labios.
—El joven señor Jenour le mira un poco como a un héroe, señor.
—No como usted, ¿eh? —Pero ninguno de los dos se rió.
Allday no le había visto así desde hacía mucho tiempo, desde…
Se maldijo a sí mismo, se echó la culpa por no estar allí cuando se le necesitaba.
Se enfadaba cuando comparaba a Haven con el comandante Keen o con Herrick.
Miró alrededor de la cámara en la que habían compartido y perdido tanto juntos.
Bolitho no tenía a nadie con quien compartirlo, para aligerar la carga. En los ranchos,
los marineros creían que al almirante no le faltaba nada. Por todos los demonios, eso
era justamente lo que tenía. Nada.
Allday dijo:
—Sé que no soy quien para decirlo, pero…
Bolitho negó con la cabeza.
—¿Desde cuándo le ha impedido eso hacerlo?
—No sé cómo decirlo en el lenguaje de los oficiales —dijo Allday. Inspiró
profundamente—. La esposa del comandante Haven va a tener un hijo, es probable
que haya parido ya. No me extrañaría.
Bolitho se quedó mirándole.
—¿Y hay algo más?
Allday intentó no soltar un gran suspiro de alivio al ver la impaciencia que
mostraban los ojos grises de Bolitho.
—Él cree que el padre puede ser otro, por decirlo así.
Bolitho exclamó:
—Bueno, incluso suponiendo… —Miró a lo lejos, sorprendido, cuando no tenía
por qué estarlo, ante los conocimientos de Allday—. Entiendo. —No era la primera
vez. Un hombre en la mar, una mujer aburrida y un pretendiente. Pero había sido
Allday el que había tenido que contárselo.

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Bolitho le miró con tristeza. ¿Cómo podía dejarle allí? ¡Qué pareja! El uno
malherido por la estocada de un sable español y el otro quedándose ciego poco a
poco.
—Voy a escribir unas cartas —dijo.
Se miraron el uno al otro sin decir nada. Cornualles a finales de octubre. El cielo
gris y los variados tonos de las hojas caídas. Los sonidos del campo, donde los
agricultores se dedicaban a reparar los muros y las vallas. La milicia entrada en años
haciendo instrucción en la plaza de la iglesia en la que Bolitho se había casado.
Allday se dirigió hacia la repostería de Ozzard. Le pediría al pequeño criado que
le escribiera por él una carta a la hija del posadero de Falmouth, aunque sólo el cielo
sabía si llegaría algún día.
Pensó en Lady Belinda y en el momento en que la encontraron en el carruaje
volcado. Y en la mujer llamada Catherine, que aún parecía abrigar sentimientos hacia
Bolitho. Una mujer muy guapa, pensó, pero también un montón de problemas.
Sonrió. Era la mujer de un marino, sin que importara los encantos que arbolaban sus
vergas. Y si era buena para Bolitho, eso era todo lo que importaba.
Solo en su mesa, Bolitho se acercó un papel y observó cómo la luz del sol daba en
la pluma como si fuera fuego.
En su cabeza podía ver las palabras tal como las había escrito en otras ocasiones.
«Mi querida Belinda».
A mediodía, salió a cubierta para su paseo, y cuando Ozzard entró en la cámara
para ordenar las cosas, vio el papel con la pluma al lado. Ninguno de los dos había
sido usado.

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VI

«EN GUERRA NO HAY NEUTRALES…»

El transbordo del Hyperion a la bombarda Thor se hizo sin contratiempo alguno


justo antes de la puesta de sol. Los botes que transportaban a los hombres y armas
con pólvora y balas de más saltaban y casi desaparecían de la vista entre las crestas
del fuerte oleaje de mar de fondo.
Desde el alcázar del Hyperion, que estaba en facha con sus velas dando zapatazos
en señal de protesta, Bolitho se maravilló una vez más ante la primitiva belleza de la
puesta de sol. El largo y ondulado mar de fondo, al igual que los botes y sus
esforzadas dotaciones, parecían resplandecer como bronce sin pulir, e incluso los
rostros de su alrededor parecían irreales; como extraños.
Una vez acabado el transbordo de dos de los botes del Hyperion y de treinta de
sus hombres, Bolitho hizo el trayecto final en un chinchorro.
Sin casi haber acabado su recepción a bordo de la Thor, vio como las vergas del
Hyperion se movían con determinación y su silueta envuelta en sombras se acortaba
al virar para seguir a los dos bergantines hacia las últimas luces del ocaso.
Si el capitán de corbeta Ludovic Imrie estaba preocupado por tener a su almirante
a bordo de su modesto barco, no lo demostraba en absoluto. Mostró más sorpresa
cuando Bolitho le comunicó que no tenía intención de llevar sus charreteras, a la vez
que le sugería que, como comandante de la Thor, debía seguir su ejemplo.
Había comentado bajando la voz: «Su gente le conoce muy bien. ¡Confío en que
me conozcan también a mí cuando termine este asunto!».
Bolitho pudo olvidarse del Hyperion y de los demás a medida que iban alejándose
cada vez más en dirección a Puerto Cabello. Pudo notar como crecía la tensión a su
alrededor cuando la Thor dio más vela y, ciñendo al viento, puso rumbo hacia la costa
invisible.
Hora tras hora, fueron oyendo las voces acalladas desde los pescantes, donde dos
sondadores hacían su trabajo para que su información fuera cotejada cuidadosamente
con la de las cartas marinas y la de las notas que Bolitho había tomado en su
entrevista con el comandante Price.
Se oía ruido, aunque era engañoso. A popa, al otro extremo del cabo de remolque,
la torpe barcaza necesitaba la ayuda constante de las bombas en una lucha que, según
Imrie había reconocido, había empezado a las pocas horas de salir de puerto.
Cualquier elevación del mar provocaba un peligro inmediato de inundación, y ahora,
con los pesados morteros de la Thor y sus dotaciones a bordo, la pérdida de la
barcaza resultaría desastrosa.
Bolitho paseaba inquieto por el alcázar de la bombarda imaginándose la costa en
su cabeza, tal como la había visto aquella misma tarde. Se había obligado a sí mismo

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a subir a la arboladura una vez más, esta vez a la cofa de mayor, y a través de la
bruma creciente había visto las reveladoras manchas de La Guaira. También la gran
cordillera de color gris azulado de las Montañas de Caracas, y más al oeste los
impresionantes picos de la Silla de Caracas.
Penhaligon podía estar con toda razón orgulloso de su navegación, pensó. Allday
apenas se apartaba de él tras subir a bordo de la bombarda y podía oír su respiración
irregular y sus dedos tamborileando en la empuñadura de un enorme machete.
Eso hizo que Bolitho se llevara la mano a la poco familiar forma del alfanje que
llevaba atado a la cintura. La perspectiva de acción dentro de territorio enemigo
estaba en la mente de todos, pero Bolitho albergaba dudas sobre si Allday había
malinterpretado su decisión de dejar el viejo sable de la familia en el Hyperion. Casi
lo había perdido en una ocasión. Allday se acordaba de eso y pensaría que lo dejaba
con Ozzard sólo porque pensaba que podía no volver.
Adam llevaría el sable algún día. No volvería a caer otra vez en manos enemigas.
Más tarde, en la pequeña cámara de Imrie, observaron inclinándose sobre la mesa
la carta náutica con los ventanales de popa cerrados. La Thor estaba en zafarrancho
de combate, pero sólo le llegaría la oportunidad si la primera parte del plan tenía
éxito. Bolitho siguió la retorcida línea de los bajos con el compás de puntas, tal como
Price debía de haber hecho antes de que su barco encallara. Notó que los otros se
agolpaban a su alrededor; Imrie y su ayudante de piloto más veterano, el teniente de
navío Parris y el segundo oficial de la Thor, que cubriría el ataque.
Bolitho se preguntó por un momento si Parris estaría pensando en los azotes, que
habían sido anulados por orden de Haven. O en el hecho de que Haven hubiera
insistido en que los dos inculpados fueran incluidos en la partida que iba a llevar a
cabo la incursión. Puede que quisiera a todos los huevos podridos en la misma cesta,
pensó.
Sacó su reloj y lo dejó bajo una lámpara colgada baja.
—La Thor fondeará antes de media hora. Se arriarán todos los botes
inmediatamente, con el chinchorro al frente. Se ha de tomar la profundidad, pero no
de forma innecesaria. El sigilo es fundamental. Tenemos que estar en posición al
amanecer. —Lanzó una mirada a sus semblantes ceñudos—. ¿Preguntas?
Dalmaine, el segundo oficial de la Thor, levantó la mano.
—¿Qué pasa si el Don se ha movido, señor?
Era sorprendente lo fácil que les resultaba decir lo que pensaban, pensó Bolitho.
Sin las intimidantes charreteras de vicealmirante y estando en su propio barco, habían
expresado ya sus ideas y también sus preocupaciones. Era como estar de nuevo en
una fragata o en una corbeta.
—Entonces habremos tenido mala suerte. —Bolitho sonrió y vio que los ojos de
Jenour miraban el compás de puntas de latón con el que golpeteaba sobre la carta
marina—. Pero no ha habido informes de ningún buque grande por aquí.
El teniente de navío insistió:

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—¿Y la batería, señor? Supongamos que no podamos tomarla por sorpresa…
Fue Imrie el que contestó:
—Entonces le diría, señor Dalmaine, ¡que todo lo que le hace enorgullecerse de
sus morteros estaba injustificado!
Los demás se rieron. Era el primer signo de buen humor.
Bolitho dijo:
—Destruiremos la batería y así la Thor podrá seguir su camino entre las barras de
arena. Sus carronadas se encargarán de cualquier bote de ronda que haya allí. —Se
irguió con cuidado para no darse con los baos del techo—. Y entonces atacaremos.
—¿Y si nos rechazan, señor? —preguntó Parris.
Sus miradas se encontraron a través de la pequeña mesa. Bolitho miró
detenidamente sus agradables facciones morenas y pensó en la temeraria franqueza
de su voz. Un hombre del West Country, probablemente de Dorset. Parecieron
entrometerse las contundentes palabras de Allday, y pensó en el pequeño retrato de la
cámara de Haven.
—El buque tesoro deberá ser hundido, si es posible incendiándolo —dijo—.
Puede que eso no impida que lo recuperen, pero ¡supondrá un retraso considerable
para las arcas de los Dons!
—Entiendo, señor. —Parris se frotó la barbilla—. El viento ha rolado. Eso podría
ayudarnos. —Lo dijo sin emoción alguna, no como un oficial que bien podía morir o
acabar chillando bajo la cuchilla de un cirujano español por la mañana, sino como un
hombre acostumbrado a mandar.
Estaba pensando en las alternativas posibles. «Supongamos, y si, quizás».
Bolitho le miró.
—Así, ¿está todo claro, caballeros? —Todos le miraron. ¿Lo sabían? ¿Confiarían
aún en su criterio? Sonrió a pesar de sus pensamientos. ¡Seguro que Haven no
confiaba en nadie!
—¡Y tanto, Sir Richard, seremos todos ricos al mediodía! —dijo Imrie
alegremente.
Salieron de la cámara, agachándose y moviéndose a tientas como lisiados. Bolitho
esperó hasta que sólo quedó Imrie.
—Tengo que decírselo. Si caigo, deben retirarse si lo cree usted adecuado.
Imrie le miró pensativo.
—Si cae usted, Sir Richard, será porque yo le habré fallado. —Miró alrededor de
la exigua cámara—. ¡Le haremos sentirse orgulloso, ya verá, señor!
Bolitho salió hacia la oscuridad y se quedó mirando las estrellas hasta que su
mente se centró de nuevo.
¿Por qué uno nunca se acostumbraba a aquello? La simple lealtad. La honestidad
de unos con otros, cosas que eran desconocidas o ignoradas por tanta gente de su
país.
La Thor fondeó y, mientras borneaba tirando de su cable bajo una viva corriente,

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los botes fueron arriados por el costado con tanta celeridad que Bolitho dedujo que su
comandante había estado preparándose para aquel momento desde que salieran de
English Harbour.
Se sentó en la cámara del chinchorro, el cual incluso en la oscuridad se notaba
pesado y bajo en el agua a causa de la gran carga de hombres y armas que llevaba.
Había dejado su casaca y su sombrero y podía pasar perfectamente por un teniente de
navío como Parris.
Allday y Jenour estaban apretujados contra él, y mientras el primero observaba
con ojo crítico a los remeros, su ayudante dijo excitado:
—¡Nunca se van a creer esto!
Debía de referirse a sus padres, supuso Bolitho.
Aquello parecía ilustrar la realidad de los hombres bajo su mando, pensó. Ya
fueran oficiales o marineros, había más hijos que padres.
Oyó el rechinar de largos remos cuando la barcaza fue desamarrada de la aleta de
la Thor, levantándose espuma de las palas hasta que dos de los botes le echaron los
cabos de remolque.
Aquel plan era una locura, pero podía ser que funcionara. Bolitho se separó la
camisa del cuerpo. No sabía con seguridad si se le pegaba por el sudor o por los
rociones. Se concentró en el tiempo, en los murmullos de los sondadores y las
regulares estrepadas de los remos. Ni siquiera se atrevía a mirar atrás para asegurarse
de que los otros les seguían.
Los botes estaban a merced de las corrientes y mareas que había alrededor de las
barras de arena. La boga se iba viendo alterada de vez en cuando por los intensos
esfuerzos de los remeros que intentaban evitar que el casco se apartara de la dirección
correcta.
Se imaginó a Parris con el grueso principal de los hombres y a Dalmaine en la
barcaza con sus morteros mientras los marineros achicaban agua para mantener la
embarcación a flote. Tan cerca de la costa ya no se atrevía a usar las bombas.
Hubo un grito ahogado de sobresalto en proa y el patrón dijo con voz ronca:
—¡Remos! ¡Despacio, muchachos!
Con las palas inmóviles y goteando por ambos costados, el chinchorro dio una
vuelta en el canal como una desgarbada criatura marina. Un hombre se levantó como
pudo y se quedó mirando a Bolitho unos segundos.
Entrecortadamente dijo:
—¡Barco fondeado a proa, señor! —Vaciló, como si de repente se hubiera dado
cuenta de que se estaba dirigiendo a su almirante—. Pequeño, señor. ¡Puede que una
goleta!
Jenour rezongó en voz baja: «¡Maldita mala suerte! No podremos…».
Bolitho se volvió de golpe.
—¡Cierren la pantalla de la lámpara de popa! —Rezó para que Parris lo viera a
tiempo. Una alarma en aquel momento les cogería indefensos. Estaban demasiado

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lejos para volver y era imposible pasar junto al buque fondeado sin que les dieran el
alto.
Se oyó decir a sí mismo:
—Muy bien, patrón. Avante. Boga regular. —Recordó la voz tranquila de Keen
cuando hablaba con las dotaciones de los cañones antes de un combate. Como un
jinete tranquilizando a una montura inquieta.
Dijo:
—Está en nuestras manos. No hay vuelta atrás. —Recalcó cada una de sus
palabras, pero era hablar en la oscuridad, como si el bote estuviera vacío—. Vire un
poco a babor, patrón. —Oyó un chirrido metálico y a un oficial de mar decir con un
feroz murmullo—: ¡No, no carguéis! ¡El primer hombre que deje ir una bala notará
mi daga en sus tripas!
Y, de repente, allí estaba. Mástiles elevados y velas aferradas, una luz de fondeo
tamizada que se reflejaba en sus obenques y se perdía en las alturas. Bolitho lo miró
fijamente mientras el bote avanzaba hacia su proa y su sobresaliente botalón.
¿Iba a ser allí, de esa manera?
Oyó como los remos eran metidos a bordo con sumo cuidado y un repentino
movimiento rápido en proa, donde el marinero de aguda vista había avistado primero
aquel inesperado extraño.
Allday musitó inquieto:
—¡Vamos, cabrones, vamos a por ellos!
Bolitho se puso de pie y vio pasar el botalón por encima de él mientras la
corriente les arrastraba hacia el casco como a un resto de un naufragio. Jenour estaba
agachado a su lado con su alfanje ya desenvainado y la cabeza hacia atrás como
esperando un disparo.
—¡Arpeo!
Este dio un golpe seco en la amurada mientras el bote se pegaba al costado.
—¡A por ellos, muchachos! —La furia del susurro del hombre fue como un toque
de corneta. Entre empujones y medio levantado por otros, Bolitho se encontró
subiendo por el costado cogiéndose a cabos y buscando a tientas puntos de agarre
hasta que, envueltos en una nube de locura, saltaron a la cubierta del barco.
Una figura salió corriendo de debajo del palo mesana y su grito de alarma fue
cortado al ser derribado por el garrote de un marinero; otras dos siluetas parecieron
levantarse a sus pies y, en aquellas décimas de segundo, Bolitho se dio cuenta de que
la guardia del ancla se había quedado dormida en cubierta.
A su alrededor podía percibir la furia de sus hombres y como las garras de la
tensión dejaban suelto un odio irrefrenable hacia cualquier cosa que hablara o se
moviera.
Resonaron unas voces bajo cubierta y Bolitho gritó:
—¡Alto, muchachos! ¡Esperad! —Escuchó una voz en particular que se elevaba
por encima del resto y se dio cuenta de que hablaba en una lengua que no reconocía.

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—¡Sueco, señor! —dijo Jenour jadeando.
Bolitho observó como el trozo de abordaje espoleaba a la dotación de la goleta a
medida que, uno a uno o en pequeños grupos, iban saliendo por dos escotillas con
cara de asombro ante el cambio de situación.
Bolitho oyó el sigiloso ruido de unos remos cerca y supuso que Parris estaba
acercándose al costado con uno de sus botes. Probablemente había estado esperando
un repentino alto y el disparo mortífero de los cañones giratorios.
Bolitho gritó:
—¡Pregúntenle al señor Parris si tiene a uno de sus marineros suecos a bordo!
—Como la mayoría de buques de guerra, el Hyperion tenía algunos marineros
extranjeros en su dotación. Algunos habían sido apresados y otros eran voluntarios.
Incluso había unos cuantos marineros franceses que se habían enrolado con su viejo
enemigo para no tener que afrontar la sombría perspectiva de un buque prisión en el
río Medway.
Una figura se adelantó con paso decidido hasta que Allday gruñó:
—Ya es suficiente, mesié, ¡o lo que quiera que sea!
El hombre le miró fijamente y espetó:
—No hace falta que busquen un intérprete. Hablo inglés… ¡probablemente mejor
que usted!
Bolitho envainó su alfanje para darse tiempo a pensar. La goleta era algo
inesperado. Era, además, un problema. Gran Bretaña no estaba en guerra con Suecia,
aunque bajo la presión de Rusia les había faltado poco para estarlo. Un incidente
ahora y…
Bolitho dijo de manera cortante:
—Soy un oficial del rey, ¿y usted?
—Soy el capitán, Rolf Aasling. Y puedo asegurarle que vivirá para arrepentirse
de este… ¡este acto de piratería!
Parris pasó una pierna por encima de la amurada y miró alrededor. Ni siquiera
estaba sin aliento.
—Es la goleta Spica, Sir Richard —dijo con calma.
El hombre apellidado Aasling le miró fijamente.
—¿Sir Richard?
Parris le miró detenidamente en la oscuridad.
—Sí. Así que vigile sus modales.
Bolitho dijo:
—Lamento las molestias… capitán. Pero está usted fondeado en aguas enemigas.
No he tenido elección.
El hombre se inclinó hacia delante hasta que su casaca tocó el machete firme de
Allday.
—¡Estoy aquí por motivos pacíficos! ¡No tiene derecho…!
Bolitho le interrumpió:

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—Tengo todo el derecho. —No tenía ninguno, pero los minutos pasaban volando.
Tenían que poner los morteros en posición. El ataque tenía que empezar tan pronto
como hubiera luz suficiente para entrar en el fondeadero.
En cualquier momento, un piquete de tierra podía notar que algo iba mal a bordo
de la pequeña goleta. Podía acercarse un bote de ronda, y aunque los hombres de
Parris se encargaran del mismo, darían la alarma. La desvalida barcaza, y también la
Thor si trataba de inmiscuirse, saltarían en pedazos.
Bolitho se volvió hacia Parris y dijo bajando la voz:
—Coja a algunos hombres y mire abajo. —Sus ojos se iban acostumbrando a la
cubierta de la goleta y el aparejo tenso. Montaba varios cañones y había cañones
giratorios por donde ellos habían subido, y más en popa, cerca de la caña del timón.
Habían tenido suerte No tenía pinta de buque corsario y los suecos acostumbraban a
no mezclarse con las flotas de Francia e Inglaterra. ¿Un mercante, entonces? Pero iba
demasiado armado para ser un barco tan pequeño.
El capitán exclamó:
—¡Abandone mi barco, señor, y ordene a sus hombres que suelten a los míos!
—¿Qué están haciendo aquí?
La repentina pregunta le cogió desprevenido.
—Comerciar. Es todo legal. No pienso seguir tolerando…
Parris volvió y se colocó al lado de Jenour para decir en voz baja:
—Aparte de carga general, Sir Richard, está cargada de plata española. Para los
gabachos, si quiere mi opinión.
Bolitho se puso las manos a la espalda. Tenía sentido. ¡Qué cerca habían estado
de fracasar! Y aún podían hacerlo.
Dijo:
—Me ha mentido. Su barco está listo para zarpar. —Vio que la silueta del hombre
retrocedía un paso—. Está esperando para salir con el convoy del tesoro español, ¿no
es cierto?
El hombre vaciló y entonces masculló:
—Este es un barco neutral. Usted no tiene autoridad…
Bolitho movió la mano en dirección a sus hombres.
—¡Por el momento, capitán, eso es justamente lo que tengo! ¡Ahora contésteme!
El capitán del Spica se encogió de hombros.
—Hay muchos piratas en estas aguas. —Levantó la barbilla enfadado—. ¡Y
también buques de guerra enemigos!
—Así que usted tenía intención de navegar en convoy con los barcos españoles
hasta alta mar, ¿no? —Esperó, notando como la grandilocuencia inicial dejaba paso al
miedo—. Será mejor que me lo diga ahora.
—Pasado mañana —dijo—. Los barcos españoles saldrán cuando…
Bolitho disimuló su súbita excitación. «Más de un barco». La escolta bien podía
venir de La Habana o estar ya en Puerto Cabello. Haven podría echarse encima de

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ellos si él moría. Notó que Parris le miraba. ¿Qué habría hecho él en su lugar?
—Se preparará usted para levar anclas, capitán —dijo Bolitho. Hizo caso omiso
del gesto de protesta del hombre y le dijo a Parris—: Pase la voz al señor Dalmaine y
luego traiga sus botes al costado y póngalos a remolque.
El capitán sueco gritó:
—¡No lo haré! ¡No quiero tomar parte en esta locura! —Un tono de triunfo
embargó su tono de voz—. ¡Los cañones españoles dispararán sobre nosotros si
intento entrar sin órdenes!
—Tiene usted señal de reconocimiento, ¿no es así?
Aasling bajó la mirada.
—Sí.
—Pues úsela, si es tan amable.
Se dio la vuelta cuando Jenour musitó con preocupación:
—Suecia podría ver esto como un acto de guerra, Sir Richard.
Bolitho miró hacia la masa oscura de tierra.
—La neutralidad es un asunto que puede romper el equilibrio, Stephen. Para
cuando Estocolmo reciba noticias de esto, ¡espero que la acción esté más que
olvidada! —Y añadió con severidad—: ¡En la guerra no hay neutrales! Estoy hasta
las narices de hombres de esta clase, así que ponga a un buen marinero para
custodiarle. —Elevó la voz para que el capitán pudiera oírle—: ¡Al mínimo signo de
traición haré que le icen a la verga, donde podrá ver los resultados de su insensatez
desde el extremo de una soga!
Oyó como trepaban por el costado más marineros armados. ¿Qué les importaba a
ellos la neutralidad y aquellos que se escondían tras ella para sacar provecho mientras
pudieran? Para su sencilla lógica, o se era amigo o tan enemigo como los mesiés de
Allday.
—Despliegue a sus hombres, señor Parris. Si nos rechazan al primer intento…
Parris mostró su dentadura en la oscuridad.
—Después de esto, Sir Richard, creo que me creeré cualquier cosa.
Bolitho se frotó el ojo.
—Puede que tenga que hacerlo.
Parris se alejó con grandes zancadas y Bolitho pudo oír como llamaba a cada
hombre por su nombre. Bolitho percibió el tono familiar de sus respuestas. No le
extrañaba que la pequeña dotación de la goleta estuviera tan atemorizada. Los
marineros británicos iban de un lado a otro de la poco familiar cubierta como si lo
hubieran estado haciendo toda su vida.
Bolitho recordó lo que su padre le había dicho una vez con aquel mismo orgullo
solemne con el que siempre se refería a sus marineros: «Ponlos en la cubierta de
cualquier barco en plena oscuridad ¡y estarán trepando a la arboladura en cuestión de
minutos, de tan bien que conocen su oficio!».
¿Qué habría hecho él de estar allí? —se preguntó.

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—¡El cabrestante está preparado, señor!
Aquel era el guardiamarina apellidado Hazlewood, de trece años, y en su primer
destino en el Hyperion.
Bolitho oyó como Parris le decía con severidad que permaneciera en su sitio:
—¡No quiero ningún maldito héroe hoy, señor Hazlewood!
Era igual que Adam en su día.
—¡Virad fuerte, muchachos!
Un bromista gritó desde la oscuridad:
—Nuestro Dick nos dará oro español para un poco de grog, ¿eh? —Un airado
oficial de mar le hizo callar rápidamente.
Bolitho intentó contener la compasión que sentía hacia el capitán sueco. Después
de aquella noche, su vida cambiaría. Una cosa era segura: nunca volvería a tener un
barco a su mando.
—¡Ancla a pique, señor!
—¡A las brazas, muchachos! —Los pies descalzos de los marineros resbalaron
sobre la tablazón húmeda cuando la goleta, liberada del lecho marino, se movió bajo
la fuerza de su vela mayor que tomaba viento encima de las figuras agachadas
haciendo que los estays temblaran y se quejaran por la tensión.
Bolitho se agarró a una burda y se obligó a sí mismo a quedarse pacientemente en
silencio hasta que la goleta cogiera arrancada y, con los botes zigzagueando a popa,
apuntara su bauprés hacia el este.
Parris parecía estar en todas partes. Si el ataque tenía éxito, podría acabar como el
superviviente de mayor rango. Bolitho se sorprendió al ver que podía plantearse la
posibilidad de morir sin alterarse para nada.
Parris cruzó la cubierta para unirse a él.
—¿Da su permiso para cargar, Sir Richard? He pensado que sería mejor poner
doble carga en los cañones de seis libras, y eso lleva su tiempo.
Bolitho asintió. Era una precaución razonable.
—Sí, hágalo. Y, señor Parris, insista a sus hombres en que vigilen a la dotación de
la goleta. Sinceramente, no podría encerrarles abajo en su propio casco por si las
baterías nos disparan antes de que nos hayamos abierto paso, pero ¡no me fiaría en
absoluto de ninguno de ellos!
Parris sonrió.
—Dacie, mi ayudante de contramaestre, es bueno en eso, Sir Richard.
Vio moverse figuras por los cañones y oyó hablar en murmullos a los marineros
al atacar las cargas y las balas en ellos. Estaban haciendo algo que comprendían y que
les habían hecho aprender a fuerza de repetirlo cada uno de los días de trabajo desde
que habían subido o sido arrastrados a bordo de un buque del rey.
Jenour parecía tener alguna noción de sueco y estaba hablando entrecortadamente
con el segundo de la Spica. Finalmente, sacaron dos banderas grandes y el
guardiamarina Hazlewood las envergó rápidamente en las drizas.

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Bolitho caminó sin prisas por la cubierta, reconociendo caras y observando dónde
había sido colocado cada hombre. Encima de él, la amplia gavia de la Spica había
sido ya largada y tomaba viento desde su verga, y Bolitho percibió una creciente
excitación que ni siquiera la cantinela tensa del sondador podía disipar. Podía
imaginarse el estrecho casco de la goleta avanzando tan confiadamente por el canal
entre las amenazantes barras de arena, a veces con sólo unos pocos pies bajo su
quilla. Si estuvieran a plena luz del día podría verse la sombra de la Spica haciendo
compañía a las barras de arena en el fondo.
—¡Todos los cañones cargados, señor!
—Muy bien. —Se preguntó cómo se las estaría arreglando Dalmaine con sus dos
morteros de trece libras. Si el ataque fracasaba y la Thor era incapaz de recoger a los
hombres de la barcaza, Dalmaine tenía órdenes de llegar a la costa y rendirse. Bolitho
hizo una mueca de dolor. Sabía lo que haría él en esas circunstancias; lo que
cualquier marino intentaría. Los marinos desconfiaban de tierra. Mientras otros veían
el mar como un enemigo o una barrera final a la huida, los hombres como Dalmaine
asumían el riesgo, incluso en algo tan precario como una barcaza.
Jenour se le unió junto a la caña y dijo:
—He estado hablando con el segundo sueco, Sir Richard.
Bolitho sonrió. El oficial apenas podía reprimir su entusiasmo.
—Soy todo oídos.
Jenour señaló hacia la oscuridad.
—Dice que hemos pasado la batería. El buque tesoro más grande está fondeado a
la altura de la primera fortaleza. —Y añadió con orgullo—: Es el Ciudad de Sevilla.
Bolitho le tocó el brazo.
—Bien hecho. —Se imaginó las marcas de la carta marina. Era exactamente
como Price lo había descrito, con la fortaleza recién construida elevándose desde el
mar sobre un lecho de rocas.
El sondador gritó de repente:
—¡Dos brazas justas!
—Por todos los santos —musitó Parris.
—Arribe una cuarta —dijo Bolitho. Miró al grupo oscuro de sombras que estaba
junto a la bitácora—. ¿Quién es ese?
—¡Laker, señor!
Bolitho se dio la vuelta. Era el marinero que tenía que haber sido azotado.
Laker gritó:
—¡En viento, señor! ¡Este cuarta al sudeste!
—¡Siete brazas justas!
Bolitho cerró los puños. En el tiempo que el sondador había tardado en recoger la
sonda y volver a lanzarla desde el pescante, la Spica había salido de los bajos y estaba
en aguas más profundas. Pero si la carta marina con su escasa información estaba
equivocada…

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—¡Quince brazas justas! —Hasta la voz del sondador sonaba alborozada. No
estaba equivocada. Habían pasado.
Se fue hasta el coronamiento de popa y atisbó hacia los botes que les seguían con
los remolinos de espuma creando fosforescencias alrededor de las proas.
—El sol saldrá en cualquier momento, Sir Richard —dijo Allday. Sonaba
nervioso—. Me alegraría mucho volver a verlo ponerse, ¡y sé lo que me digo!
Bolitho desató el alfanje de su vaina. Se sentía extraño sin su viejo sable. Se
imaginó a Adam llevándolo como propio y el rostro perfecto de Belinda cuando
recibiera la noticia de que había caído.
Dijo de repente:
—¡Basta de melancolía, viejo amigo! ¡Nos hemos visto en peores situaciones!
Allday le miró, con su cara curtida oculta en la oscuridad.
—Lo sé, Sir Richard. Es sólo que a veces me…
Sus ojos brillaron súbitamente y Bolitho le asió por su grueso antebrazo.
—El sol. Me pregunto si será amigo o enemigo.
—¡Preparados para virar! —Parris sonaba tranquilo—. Dos hombres más en la
braza de trinquete, Keats.
—A la orden, señor.
Bolitho trató de recordar la cara del oficial de mar, pero en su lugar vio otras,
unas del pasado. Los fantasmas del Hyperion volvían a verle. Habían esperado a lo
largo de los años tras su último combate juntos. ¿Para que se les uniera como uno
más, quizás?
La idea hizo que un escalofrío recorriera su espalda. Desenvainó su alfanje y lo
movió para comprobar el equilibrado del arma.
Poco a poco iba llegando más luz a través del agua. Allí estaba la costa, a estribor,
sin formas definidas. El reflejo del sol en una ventana anónima, el gallardete del tope
de un barco levantándose ante los primeros rayos como la punta de la lanza de un
caballero.
La fortaleza estaba casi a la altura de la proa y su figura cuadrada contrastaba
fuertemente con la tierra que tenía detrás.
Bolitho bajó su alfanje y se dio cuenta de que se había metido la otra mano dentro
de su camisa. Pudo notar los latidos de su corazón bajo la piel caliente y húmeda, y
aun así sentía frío en todo su cuerpo; el frío cortante como el acero.
—¡Allí está! —Había visto los topes de los mástiles del gran buque bajo la
fortaleza. No podía ser más que el galeón del que hablaba Somervell. Pero en vez de
a este, vio los ojos de Catherine mirándole. Altivos y cautivadores. Distantes.
Para deshacerse de aquellos pensamientos, alzó lentamente el brazo izquierdo
hasta que el sol temprano tiñó su alfanje como si lo hubiera sumergido en oro
fundido.
Los sonidos del mar se entrometían por todas partes; los del viento y los rociones,
y los del vivo repiqueteo del aparejo y los obenques mientras la cubierta escoraba.

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Bolitho gritó:
—¡Mirad allá, muchachos! ¡Otra vez la hora de la verdad!
Pero nadie dijo nada, puesto que solamente los fantasmas del Hyperion lo
entendieron.

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VII

QUIZÁS LA MAYOR VICTORIA

Bolitho levantó la carta náutica plegada y entrecerró los ojos bajo la tenue luz del
sol. Le hubiera gustado tomarse más tiempo para estudiarla en la seguridad de la
diminuta cámara de la goleta, pero cada segundo era valioso. Estaba pasando todo tan
rápido que, cuando volvió a levantar la mirada de la inclinada bitácora, vio el gran
fondeadero abrirse ante él como un enorme anfiteatro. Había otros barcos fondeados,
haciendo la distancia que parecieran estar apiñados junto a la fortaleza central; luego
estaba la costa en sí, con casas blancas y el principio de la carretera serpenteante que
conducía al interior. Todas las montañas estaban siendo teñidas por el sol, y sus
masas grises azuladas se superponían hacia la lejanía hasta desaparecer entre la niebla
y fundirse con el cielo.
Se quedó mirando unos instantes el gran barco español. De tamaño era como el
Hyperion. Debía de haberles llevado un mes o más cargarlo con el oro y la plata que
había sido traída por tierra con mulas de carga y carros vigilados en todo momento
por soldados.
En cualquier momento a partir de ahora, el teniente de navío Dalmaine abriría
fuego sobre la batería, antes de que la luz del sol alcanzara y delatara a la Thor en su
fondeadero.
Apartó los ojos para mirar a lo largo de la cubierta de la goleta. La mayor parte de
la dotación de la Spica estaba sentada con la espalda apoyada en la amurada de
barlovento, con la mirada clavada en los marineros británicos. No le extrañaba que no
hubieran ofrecido resistencia. Al lado de las camisas arregladas de los suecos, los
hombres del Hyperion parecían piratas. Vio al ayudante de contramaestre Dacie
situado de manera que pudiera ver a sus hombres y al capitán del Spica a la vez.
Dacie llevaba un parche en el ojo para cubrir la cuenca vacía; le daba un aspecto
infame. Parris tenía toda la razón al confiar tanto en él. Junto al timón, Skilton, uno
de los ayudantes de piloto del Hyperion, con su familiar casaca ribeteada de blanco,
era el único que llevaba alguna clase de uniforme.
Hasta Jenour había seguido el ejemplo de su almirante y había dejado su
sombrero y su casaca. Llevaba un sable que le habían regalado sus padres, con una
magnífica hoja azulada de acero alemán.
Bolitho intentó relajarse mientras observaba al gran buque español. Aquello no se
parecía en nada a la silenciosa sala del Almirantazgo en la que se había hablado del
plan con toda la tranquilidad del mundo.
Miró a Parris, que estaba con la camisa abierta hasta la cintura y el cabello oscuro
ondeando por encima de los ojos empujado por el viento de tierra. ¿Tenía razón
Haven al dudar de él? —se preguntó. Desde luego, parecía lógico que cualquier

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mujer le prefiriera antes a él que a su anodino comandante.
Una gaviota pasó volando por encima de la verga de la gavia, mezclándose su
agudo chillido con el lejano sonido de una corneta. En tierra o fondeados, los
hombres se estaban despertando mientras los cocineros cogían medio a tientas sus
cacharros.
Parris le miró a través de la cubierta y sonrió.
—¡Se van a llevar una desagradable sorpresa, Sir Richard!
Cuando llegó el estallido también a ellos les provocó sorpresa. Fue como un
trueno doble que retumbó a través del agua y rebotó luego en tierra como si fuera la
respuesta a una salva de saludo.
Bolitho recordó de repente la imagen de Francis Inch con su primer barco al
mando, una bombarda como la de Imrie. Casi podía oír su voz, mientras con su cara
de caballo y el ceño fruncido paseaba entre sus morteros calculando la demora y la
caída de cada disparo.
«¡Alzar el mortero! ¡Boca a la derecha! ¡Cebar! ¡Fuego!».
Como si respondieran a su recuerdo, los dos morteros dispararon otra vez. Pero
no era Inch. Se había ido con tantos otros.
Las explosiones dobles resonaron hasta la goleta y Bolitho asió con fuerza la
empuñadura de su alfanje cuando se desplegaron unas banderas desde las vergas del
gran buque español. Bien seguro que ahora estaban despiertos.
—¡Conteste a la señal, señor Hazlewood!
Las dos banderas remontaron hacia la arboladura y se desplegaron rígidas al
viento. Lo único que les faltaba en ese momento era que este cayera y les dejara
indefensos y encalmados.
Parris aulló:
—¡Moveos, holgazanes! ¡Moved los brazos y señalad a popa, malditos seáis!
—Se rió como un loco al ver correr y brincar por la cubierta a algunos de los
marineros.
Bolitho dijo:
—¡Buen trabajo! Se supone que huimos del fragor del combate, ¿eh?
Agarró un catalejo y lo apuntó hacia el buque fondeado. Detrás de este, a una
distancia de cerca de un cable, había un segundo buque. Era más pequeño que el
Ciudad de Sevilla, pero probablemente llevaba bastante botín para financiar un
ejército durante meses.
—¡Tiene aparejadas redes de abordaje, Sir Richard! —gritó Parris.
Bolitho asintió.
—¡Cambie el rumbo para cruzar ante su proa! —Parecería que se dirigían hacia la
fortaleza más cercana en busca de protección.
—¡Timón de orza, señor! ¡En viento, rumbo nordeste cuarta al este!
Bolitho se cogió a un estay y miró como las velas flameaban y daban latigazos
cuando la goleta ciñó al viento; pero respondía bien. Se estremeció cuando los

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morteros dispararon una vez más hacia la batería aún silenciosa. Seguramente, los
primeros disparos habían hecho su efecto, cayendo las enormes balas para hacer
explosión en una aspersión mortífera de fragmentos de hierro y pequeñas balas.
Por popa había mucho humo y también bruma, de manera que los bajos por los
que habían entrado en el fondeadero quedaban completamente fuera de la vista.
Puede que aquello retrasara la entrada de la Thor, pero al menos esta quedaría a salvo
de la batería.
—¡Mantenga a esos otros marineros fuera de la vista, señor Parris! —dijo.
Vio que Jenour le observaba atentamente, como grabando en su mente todo lo que
ocurría y quizás sintiendo miedo por primera vez.
—¡Bote de ronda, amura de estribor, señor! —gritó un marinero.
Bolitho apuntó su catalejo y observó como la silueta oscura pasaba junto a la
bovedilla de un buque mercante fondeado.
Justo unos minutos antes, aquellos hombres debían de haber estado pensando en
su cama. Y en un poco de vino al sol antes de que el calor les llevara a todos a su
siesta.
Vio los remos pintados de rojo vivo remando y ciando a la vez para que el largo
casco virara bruscamente.
Y a lo lejos pudo distinguir el perfil de una fragata española, con sus mástiles
como pértigas desnudas mientras se sometía a un carenado o, como el Obdurate, a
reparaciones tras un violento temporal caribeño.
—¡Dos cuartas a estribor, señor Parris! —Bolitho trató de estabilizar el catalejo
mientras la cubierta escoraba una vez más. Pudo oír más toques de corneta,
seguramente provenientes de la fortaleza nueva, y se imaginó a los sobresaltados
artilleros corriendo a sus puestos sin saber aún qué estaba pasando.
Puede que hubiera habido explosiones, pero no había nada claramente adverso a
primera vista, exceptuando la aparición de la goleta sueca que estaba, lógicamente,
buscando protección. No se veía flota enemiga alguna, ni hombres en una incursión,
y, en cualquier caso, las otras fortalezas se habrían encargado de una estupidez tan
osada.
Bolitho vio como el botalón se movía hacia un lado hasta que pareció empalar el
castillo de proa del buque tesoro, que aún estaba a un cable de distancia. El bote de
ronda bogaba hacia ellos sin demasiada prisa, y un oficial se puso en pie en él para
atisbar hacia el humo y la bruma.
Bolitho dijo:
—Pase la voz. El bote de ronda se colocará entre nosotros y el galeón. Hagan ver
que estamos quitando vela.
Jenour le miró fijamente.
—¿Lo haremos, Sir Richard?
Bolitho sonrió.
—Creo que no.

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Una repentina ráfaga de viento llenó la gavia y un cabo se rompió en las alturas
con el ruido de un disparo de pistola.
Dacie, el imponente ayudante de contramaestre, le dio un manotazo a un marinero
y dijo:
—¡Rápido arriba, chico! ¡Arregla eso!
Justo en el momento en que Dacie miraba a la arboladura, el capitán sueco saltó
hacia delante y cogió un mosquete a uno de los marineros que estaban agachados. Lo
apuntó por encima de la amurada y disparó al bote de ronda. Bolitho vio cómo se
disipaba el humo del mosquete mientras el capitán caía en cubierta derribado por uno
de los hombres del trozo de abordaje.
El bote de ronda estaba ciando frenéticamente, con las palas de sus remos
batiendo el agua y convirtiéndola en una masa de espuma. No había tiempo que
perder.
Bolitho gritó:
—¡Abórdelo! ¡Rápido! —Se olvidó de los gritos e incluso de la detonación de un
solitario mosquete cuando la goleta viró bruscamente y se abalanzó sobre el bote de
ronda como una galera troyana.
Fue como colisionar contra una roca, y Bolitho vio elevarse por el costado remos
y pedazos de tablazón y a los hombres luchando por mantenerse a flote mientras sus
gritos se perdían entre el viento en aumento y los zapatazos de las velas.
El buque tesoro parecía estar muy por encima de ellos, con sus figuras, que
momentos antes estaban mirando petrificadas hacia las explosiones, corriendo por los
pasamanos mientras otras señalaban y gesticulaban hacia la goleta que se les echaba
encima.
—¡Preparados para el abordaje! —Bolitho asió con fuerza el alfanje y tensó la
correa de la empuñadura en su muñeca. Se había olvidado del peligro, incluso del
temor a su ojo traicionero mientras recorrían el último medio cable.
—¡Timón de orza! ¡Cargar la gavia!
Unos disparos silbaron por encima de sus cabezas y uno levantó una gran astilla
de la cubierta, del tamaño de la pluma de un escribiente.
—¡Alto el fuego! —Parris se adelantó con los ojos entrecerrados a causa del
resplandor mientras observaba a sus hombres que se agachaban ligeramente cerca del
punto de impacto.
Bolitho vio las redes de abordaje colgando y los rostros que miraban a la goleta a
través de ellas, así como una figura solitaria recargando un mosquete con la pierna
enroscada en uno de los obenques del palo trinquete.
A media altura del costado del buque español se abrió una porta, como un hombre
que se despertaba y abría un ojo.
Entonces vio aparecer lentamente la boca de un cañón y, unos segundos más
tarde, la lengua anaranjada seguida de un salvaje estallido. Era un acto desesperado y
nada más; la bala cayó finalmente sobre el agua, como un delfín enfadado.

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Mientras era recogida la última de las velas, el botalón de la Spica embistió el
aparejo de babor del barco español y saltó hecho astillas. Llovieron jarcia y motones
rotos sobre el castillo de proa antes de que finalmente colisionaran con un tremendo
estrépito. El mastelero del palo trinquete de la Spica cayó como una rama cortada,
pero los hombres pasaron corriendo entre las velas desgarradas y las marañas de
cabos ya inútiles, haciendo caso omiso de todo excepto de la necesidad de abordar al
enemigo.
—¡Cañones giratorios! —Bolitho apartó a un lado al guardiamarina mientras el
giratorio más cercano retrocedía sobre su soporte y disparaba su metralla sobre el
beque del otro barco. Cayeron hombres pataleando al agua, perdiéndose sus gritos
cuando Parris hizo la señal a los seis libras para que sumaran su hierro al ataque.
Allday corrió jadeando al lado de Bolitho cuando este se encaramó a la regala con
su alfanje bailando colgado de su muñeca. Abordarlo por popa habría sido imposible;
su masa de madera tallada y dorada se elevaba sobre su reflejo como un acantilado
ornamentado.
El castillo de proa era distinto. Los hombres saltaban por el beque, venciendo a
base de machetazos toda resistencia, mientras otros se abrían camino a tajos a través
de las redes de abordaje.
Un chuzo asomó a través de la red de abordaje como la lengua de una serpiente y
uno de los hombres de Parris cayó hacia atrás, agarrándose el estómago, y con la
mirada aterrorizada mientras caía al agua.
Otro se volvió para mirarle y dio un grito ahogado cuando le clavaron un chuzo,
para desclavarlo y volvérselo a clavar de nuevo en el cuello atravesándoselo
completamente.
Pero Dacie y algunos de los marineros estaban en su cubierta, deteniéndose para
disparar a los defensores antes de abrir a cuchilladas las redes de abordaje que
quedaban. Bolitho notó que alguien le agarraba la muñeca y le lanzaba a través de un
agujero de la red de abordaje. Otro se cayó encima de él con la mirada vidriosa
cuando una bala le dio en el pecho como si fuera un martillo.
—¡A mí, Hyperions! —Parris agitó en alto su alfanje y Bolitho vio que estaba
ensangrentado—. ¡Al pasamano de estribor!
Las balas impactaban a su alrededor y silbaban por encima de sus cabezas, y dos
hombres más cayeron retorciéndose y gimiendo, dejando su dolor marcado con
sangre sobre la tablazón.
Bolitho miró a su alrededor con ojos desorbitados cuando unos cañones giratorios
dispararon sobre la elevada toldilla de los españoles y, alcanzaron a un puñado de
hombres que habían aparecido allí como por arte de magia. Los había visto apenas
unos segundos, y aun así en su mente se quedó grabada la imagen de sus cuerpos sólo
vestidos en parte o completamente desnudos; probablemente eran algunos de los
oficiales del barco arrancados de su sueño por el repentino ataque.
Los hombres de Parris estaban en el pasamano de estribor, donde tomaron otro

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cañón giratorio y lo apuntaron hacia una escotilla abierta al asomar más rostros por
ella.
El resto de los hombres de Parris estaba ya saltando desde la pequeña goleta, y
Bolitho oyó un ruido sordo de hachas cuando los suecos aprovecharon la oportunidad
para liberar su barco del buque español y se llevaron consigo los botes remolcados
del Hyperion.
Dacie blandió en alto su hacha de abordaje.
—¡A por ellos, cabrones!
Todos los marineros británicos sabían ahora que no había retirada posible. Era
vencer o morir. Después de lo que habían hecho, los españoles no tendrían clemencia
alguna.
Bolitho se detuvo en el pasamano con los ojos llorosos por la humareda flotante
mientras sus hombres se desplegaban con determinación hacia sus diversos objetivos.
Dos a la gran rueda doble, bajo la toldilla, y otros trepando ya a la arboladura para
largar las gavias mientras Dacie corría a proa para cortar el enorme cable del ancla.
Los disparos que salían de las escotillas fueron respondidos al instante por los
cañones giratorios recargados, y sus saquillos de metralla alcanzaron a los hombres
que se amontonaban en las escalas convirtiéndolos en un amasijo de miembros
ensangrentados que se agitaban en sus últimos movimientos. Un español apareció de
la nada y asestó un sablazo a un marinero que había quedado malherido y de cuatro
patas tras los primeros compases de la lucha.
Bolitho vio al pequeño guardiamarina Hazlewood mirando fijamente al marinero
de mirada desorbitada, con su daga en una mano mientras el español cargaba hacia él.
Allday se colocó entre Bolitho y el enemigo y gritó con voz ronca:
—¡Por aquí, amigo! —Podía haber estado llamando a un perro. El español vaciló
y percibió el peligro demasiado tarde.
El pesado machete de Allday le dio en la clavícula con tanta fuerza que parecía
que iba a separarle la cabeza del cuerpo. El hombre giró en redondo, cayendo su sable
sobre la cubierta cuando Allday le asestó otro machetazo.
Allday dijo entre dientes:
—¡Búsquese un arma apropiada, señor Hazlewood! ¡Esta aguja de coser no
mataría ni a una rata!
Bolitho corrió a popa hacia la rueda y observó como la proa parecía moverse
hacia la fortaleza más cercana a la vez que se oía el grito:
—¡Cable cortado!
—¡Largar gavias! ¡Rápido, canallas! —Dacie estaba mirando a la arboladura con
su único ojo brillando como un abalorio bajo el sol.
Parris se enjugó la boca con su manga hecha jirones.
—¡Estamos moviéndonos! ¡Ponga el timón de orza!
Se oyeron unas salpicaduras inesperadas por el costado y Bolitho vio a algunos
marineros españoles alejándose del casco nadando o luchando para mantenerse a flote

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en la corriente como peces exhaustos. Debían de haber saltado desde las portas de los
cañones para escapar; cualquier cosa antes que enfrentarse al ataque que habían oído
desde abajo.
El guardiamarina Hazlewood caminaba tembloroso junto a Bolitho con la mirada
baja y pensando en cuál iba a ser la próxima escena aterradora que iba a presenciar.
Junto a un imbornal se veían varios cadáveres despatarrados que habían sido
alcanzados por las cargas dobles de los cañones de a seis, y otros que habían corrido a
rechazar el abordaje cuando los giratorios habían barrido las cubiertas con sus
mortíferos saquillos de metralla.
Un foque tomó viento ruidosamente y el gran barco empezó a coger arrancada.
Parecía tener los estays tan sueltos que debía de estar completamente cargado con su
valiosa carga, pensó Bolitho. ¿Qué haría el comandante de la batería del fuerte?
¿Disparar sobre el buque o dejar que se escabulleran con él ante sus ojos?
A Bolitho le dio la sensación de que el segundo buque tesoro se deslizaba hacia
ellos. Vio salir pequeños destellos de sus cofas, pero a esa distancia haría falta un
milagro para dar a alguno de los gavieros del Hyperion o a los que estaban alrededor
del timón.
—¡Deme ese catalejo! —espetó Bolitho. Hazlewood se atribuló y se lo dio como
pudo mientras la boca le temblaba del susto al ver las salpicaduras de sangre muy roja
en sus calzones. Se había escapado de la muerte por los pelos cuando el machete de
Allday había acabado con aquel hombre.
Bolitho cogió el catalejo y lo apuntó hacia el otro barco. Este estaba entre ellos y
el fuerte. Una vez se apartaran de él, todos los cañones de la batería les tendrían a
tiro.
Si yo fuera ese comandante dispararía. Perder el barco ya era un daño grave. Pero
no hacer nada para impedir que escaparan con él no merecería la clemencia del
capitán general de Caracas.
Se oyó una ovación irregular y Parris exclamó:
—¡Ahí viene Imrie, por Dios!
La Thor había dado todo el trapo posible, de modo que sus velas parecían formar
una gran pirámide dorada bajo el sol temprano. Todas sus carronadas estaban
asomadas como dientes cortos a lo largo de su casco negro y beige, y Bolitho vio
brillar la pintura con mayor intensidad cuando el timón la puso proa al viento y viró
hacia los dos buques tesoro. Comparado con el lento avance del Ciudad de Sevilla, la
Thor parecía moverse como una fragata.
Aquello debía de haber cogido completamente por sorpresa a todos los del fuerte
y a los que estaban en la costa. Primero, la goleta sueca, y ahora un buque de guerra
que parecía salir de la misma costa, de su territorio tan fuertemente defendido.
Bolitho pensó por unos instantes en el comandante Price. Este habría sido su
momento.
—Haga una señal a la Thor para que ataque al otro buque tesoro. —Habían

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hablado de esa posibilidad, aunque en un principio se pretendía llevar a cabo el
ataque con los botes. Bolitho lanzó una mirada a la cubierta manchada de sangre, a
los cadáveres y a los heridos que gemían. Ahora le parecía poco probable que
hubieran tenido éxito de no haberse topado con la goleta.
Bolitho apuntó el catalejo de nuevo y vio salir en desbandada unas figuras
minúsculas por los pasamanos del otro buque, así como los reflejos del sol en chuzos
y bayonetas. Esperaban que la Thor intentara un segundo abordaje, y esta vez estaban
preparados. Cuando se dieron cuenta de lo que pretendía Imrie, ya era demasiado
tarde. Sonó una corneta y, a través del agua, Bolitho oyó el estruendo de las pitadas y
vio como las figuras corrían y se enzarzaban unas con otras, como en un cambio de
marea.
Casi con delicadeza, teniendo en cuenta sus poderosas maderas, la Thor viró ante
la popa del otro barco y entonces, con el ensordecedor rugido típico de las pesadas
smashers[4], las carronadas dispararon una andanada pausada, cañón tras cañón,
mientras cruzaba ante la desprotegida popa del buque español.
La toldilla y la bovedilla parecieron escupir oro cuando la reluciente talla dorada
fue a parar violentamente al agua o saltó por los aires. Cuando una ráfaga de viento se
llevó el humo, Bolitho vio que la popa entera estaba destrozada mostrando algo
parecido a la boca de una cueva oscura.
La metralla pesada debía de haber arrasado las cubiertas de popa a proa en una
avalancha de hierro, y cualquiera que estuviera aún abajo debía de haber sido barrido
de allí.
La Thor empezó a virar y, aun habiendo logrado alguien cortar el cable del
castigado buque, cuando pudo presentarle su otra batería, le disparó una segunda
andanada.
Había humo por todas partes y, seguramente, los hombres atrapados bajo los pies
de Bolitho debían de haber estado esperando compartir el mismo destino. Los palos
mayor y mesana del otro barco habían caído por el costado en un embrollo de
aparejos y perchas que arrastraban por el agua como si fueran algas.
Bolitho carraspeó. Aquello era como un horno.
—Dé la vela trinquete, señor Parris. —Asió el hombro del guardiamarina y notó
que se sobresaltaba como si le hubiera alcanzado una bala de mosquete—. Haga una
señal a la Thor para que venga hacia nosotros. —Mantuvo la mano en el hombro del
chico unos segundos y añadió—: Lo ha hecho usted bien. —Lanzó una mirada a los
hombres que le observaban atentamente desde la rueda, con los rostros mugrientos
por el humo y descalzos, con los machetes manchados con la sangre aún húmeda del
enemigo—. ¡Todos lo han hecho bien!
La gran vela trinquete tomó viento con gran estrépito e hizo que la cubierta
escorara muy ligeramente, y un cadáver rodó cerca de un imbornal como si solamente
fingiera estar muerto.
Vio a Jenour en la cubierta principal, donde dos marineros armados hacían

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guardia en una escotilla abierta, aunque era imposible saber cuántos enemigos había
todavía a bordo. Jenour pareció darse cuenta de que le estaba mirando y blandió en
alto su magnífico sable. Era como un saludo. Al igual que el guardiamarina de trece
años, seguramente era su primera sangre.
—¡La Thor ha contestado la señal, señor!
Bolitho hizo ademán de envainar su alfanje y se acordó de que había arrojado la
vaina antes de la lucha. Estaba en la pequeña goleta que en aquellos momentos se
desvanecía entre la bruma marina, como un recuerdo.
—¡En viento, señor! ¡Nordeste cuarta al este!
El mar abierto estaba allí, de un color azul claro bajo aquel sol de primeras horas
de la mañana. Los hombres gritaban alborozados y aturdidos, con expresiones de
alegría o de incredulidad.
Bolitho vio a Parris sonriendo abiertamente y estrechando la mano al ayudante de
piloto con tanta fuerza que el hombre hizo una mueca de dolor.
—¡Es nuestro, señor Skilton! ¡Maldita sea, se lo hemos quitado en sus narices!
Skilton hizo otra mueca, esta vez de desconfianza.
—¡Todavía no estamos en puerto, señor!
Bolitho alzó el catalejo una vez más; parecía de plomo. Y eso que había pasado
menos de una hora desde que habían embestido al buque tesoro fondeado.
Vio una hueste de barcas y botes saliendo de tierra y a un bergantín dando vela
para unírseles en su trayecto hacia el castigado buque tesoro. Aquella última
andanada debía de haberlo dejado como un colador, pensó casi con estremecimiento.
Echarían mano de todas las embarcaciones y hombres disponibles para salvar lo que
pudieran antes de que diera con su quilla al sol y se hundiera. Un valioso sacrificio.
Intentar tomar los dos buques habría significado perderlos ambos. El ayudante de
piloto tenía razón en una cosa. Todavía tenían un largo camino por delante.
Dejó caer el alfanje sobre cubierta y lo miró. Estaba sin usar. Como la daga del
guardiamarina; uno nunca sabía realmente lo que era capaz de hacer hasta que
entraba en combate.
Examinó sus sentimientos y sólo levantó la mirada cuando la gavia de mayor dio
un sonoro gualdrapazo.
¿Deseos de morir? No había sentido miedo. No por sí mismo. Miró a los
sudorosos marineros que se deslizaban por las burdas hasta cubierta para correr a las
brazas y drizas que normalmente se manejaban con un centenar de hombres.
Confiaban en él. Esa era quizás la mayor victoria.

* * *

Bolitho cogió la taza de café y la volvió a dejar. Estaba vacía. Algo que Ozzard
nunca dejaría que pasara en aquellas circunstancias. Se frotó cansinamente los ojos y

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miró alrededor de la ornamentada cámara, un palacio comparada con la de un buque
de guerra, incluso para un vicealmirante. Sonrió con gesto irónico.
Era media tarde, y aun así sabía que si quisiera volver a cubierta y trepar a la cofa
todavía podría ver la costa del dominio continental español. Pero en este caso, la
velocidad era tan importante como la distancia, y con el viento aguantando constante
del noroeste, tenía intención de aprovechar hasta el último pedazo de trapo que el
barco pudiera llevar. Había tenido una breve y hostil entrevista con el capitán del
barco, un arrogante hombre con barba con cara de antiguo conquistador. Era difícil
saber qué era lo que había enojado más al español, si el hecho de ver apresado su
barco bajo los cañones de la fortaleza o el de ser interrogado por un hombre que se
declaraba ser un vicealmirante inglés, a pesar de parecer más bien un vagabundo con
aquella camisa arrugada y aquellos calzones ennegrecidos por el humo. Parecía ver
como algo absurdo la intención de Bolitho de navegar hacia aguas más amigables.
Cuando llegara la hora de la verdad, había dicho con su inglés extrañamente
monótono, sería un final sin clemencia alguna. Bolitho había dado por terminada la
entrevista en aquel mismo momento diciendo con tono calmado: «No espero ninguna
de quien trata a su propia gente como animales».
Bolitho oyó a Parris gritarle a alguien que estaba en la cofa del palo mesana.
Parecía incansable, y su orgullo nunca le impedía añadir su fuerza a la de sus
hombres en las brazas o drizas. Había sido una buena elección.
La Thor se había situado entre el pesado buque tesoro y la costa, y probablemente
su dotación estaba tan sorprendida ante su éxito como el resto. Pero por grande que
fuera dicho éxito, no había sido sin coste, y tampoco se escapaba a la tristeza que
seguía a cualquier lucha.
El teniente de navío Dalmaine había muerto justo en el momento en que sus
hombres eran izados a la Thor desde la barcaza inundada. Habían tenido que
abandonar los dos morteros pues su tremendo retroceso casi había destrozado la
quilla de la barcaza. Dalmaine había enviado a sus hombres a seguro y al parecer
había vuelto atrás para recuperar algo. La barcaza se había hundido de golpe y se
había llevado a Dalmaine y a sus queridos morteros al fondo.
En el ataque habían muerto cuatro hombres, y tres más estaban gravemente
heridos. Uno de estos era el marinero llamado Laker, que había perdido un brazo y un
ojo al ser alcanzado por el disparo a bocajarro de un trabuco. Bolitho había visto a
Parris arrodillarse a su lado y decir con voz ronca al hombre: «Mejor que ser azotado,
¿eh, señor?». El marinero había intentado cogerle la mano al oficial. «Nunca me ha
atraído la idea de hacerme una camisa a rayas en el pasamano, ¡y menos por ese!».
Debía de haberse referido a Haven. Si se encontraban pronto con el Hyperion, el
cirujano quizás pudiera salvarle.
Bolitho pensó en las bodegas que tenía bajo sus pies. Cajones y arcones llenos de
oro y plata. Crucifijos con incrustaciones de piedras preciosas y ornamentos; aquello
le había parecido obsceno a la luz de una lámpara sostenida por Allday, que nunca se

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había apartado de su lado.
Demasiada suerte, pensó cansinamente. El capitán español había dejado caer un
poco de información. Una compañía de soldados iba a embarcar aquella mañana para
custodiar el tesoro hasta que lo descargaran en aguas españolas. Una compañía de
soldados disciplinados habría dejado en ridículo su ataque.
Pensó en la pequeña goleta, la Spica, y en su capitán, el cual había intentado dar
la alarma. Odio, rabia por ser abordado, miedo a las represalias; probablemente había
un poco de todo ello. Pero su barco estaba intacto, aunque era poco probable que los
españoles desviaran otros barcos para navegar en convoy con ella hasta aguas más
seguras, tal como se pretendía. Incluso podían echarle las culpas. Una cosa era
segura, que no querrían comerciar con el enemigo otra vez, fueran neutrales o no.
Bolitho bostezó abiertamente y se masajeó la cicatriz que tenía bajo el cabello. El
imponente contramaestre del Hyperion, Samuel Lintott, les dedicaría unas cuantas
maldiciones cuando se enterara de la pérdida del chinchorro y de dos cúters. Puede
que la posibilidad de obtener la prima de presa suavizara su rabia. Bolitho intentó
evitar que se le cayera la cabeza. No podía acordarse de cuándo había dormido
ininterrumpidamente por última vez.
Aquel barco y su rica carga cambiarían las cosas en Londres, y, por supuesto, para
Su Majestad Británica. Bolitho sonrió para sí mismo. El rey ni siquiera se había
acordado de su nombre cuando había bajado la espada para nombrarle caballero.
Quizás significara muy poco para aquellos que tenían tanto.
Sabía que era el puro cansancio lo que hacía que su mente divagara.
Había más maneras de luchar en una guerra que la de derramar sangre ante la
boca de un cañón. Pero aquello le dejó intranquilo. Sólo el orgullo le mantenía en pie.
Orgullo de sus hombres, y de aquellos como Dalmaine, que habían puesto primero a
sus hombres que a él mismo. Como Laker, que había luchado hombro con hombro
con sus amigos, simplemente porque ese orgullo había significado para él y para
todos ellos mucho más que cualquier bandera o causa.
Dejó que su mente arribara a Inglaterra, y se preguntó en qué emplearía el tiempo
Belinda en Londres.
Pero como un catalejo borroso por la sal, su imagen no se formó con claridad en
su mente y sintió remordimiento.
Sus pensamientos derivaron hacia el vizconde de Somervell, aunque sabía que era
una manera cobarde de abrirle la puerta a Catherine. ¿Se irían de las Indias ahora que
el tesoro, o una gran parte del mismo, había sido tomado?
Su cabeza cayó sobre su antebrazo y se sobresaltó, consciente de dos cosas a la
vez: de que se había quedado dormido sobre la mesa y de que el vigía del tope había
gritado hacia cubierta.
Oyó gritar algo a Parris y se encontró de repente de pie con la mirada puesta en la
lumbrera de la cámara cuando el vigía volvió a gritar.
—¡Ah de cubierta! ¡Dos velas al noroeste!

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Bolitho pasó a través de las poco familiares puertas y se quedó mirando los
diferentes camarotes vacíos. Con el resto de los miembros de la tripulación
encerrados abajo, donde no pudieran retomar el barco ni dañar su casco sin arriesgar
sus propias vidas, era como un buque fantasma. Todos los marineros del Hyperion
trabajaban constantemente en cubierta; o en la arboladura entre el laberinto de la
jarcia, como insectos atrapados en una telaraña gigante. Vio el retrato de un noble
español junto a una caja de libros, y supuso que sería el padre del capitán. Como en la
vieja casa gris de Falmouth, quizás tuviera también él muchos retratos que contaran
la historia de su familia.
Encontró a Parris reunido con Jenour y Skilton, el ayudante de piloto, en la banda
de babor, todos con un catalejo apuntado.
Parris le vio y se llevó la mano a la frente.
—Nada todavía, Sir Richard.
Bolitho miró el cielo y después la nítida línea del horizonte. Era como el final de
una presa, tras la cual no había nada.
Tardaría unas horas en hacerse oscuro. Demasiado.
—¿Podría ser el Hyperion, Sir Richard?
Sus miradas se encontraron. Parris tampoco lo creía posible. Bolitho respondió:
—Creo que no. Con el viento a nuestro favor deberíamos haber establecido
contacto al mediodía. —Dejó de pensar en voz alta—. Haga una señal a la Thor.
Puede que Imrie no haya avistado aún a esos barcos. —Aquello le dio tiempo para
pensar. Para dar unos cuantos pasos a un lado y a otro con la barbilla hundida en su
pañuelo de cuello.
«Era el enemigo, entonces». Se obligó a sí mismo a aceptarlo. El Ciudad de
Sevilla no era un buque de guerra, ni tenía la artillería ni las aptitudes de un buque de
la carrera de Indias. Los cañones con sus cureñas ornadas y sus graves caras de
bronce eran impresionantes, pero inútiles ante otros buques exceptuando a los piratas
o a algún corsario temerario.
Lanzó una mirada a algunos de los marineros que estaban cerca. La lucha había
sido agotadora. Aun con amigos muertos o heridos, la supervivencia y el sueño de la
prima de presa les habían levantado los ánimos. Ahora estaba cambiando de nuevo la
cosa. Era increíble que no corrieran a popa para quedarse todos los lingotes para
ellos. Bien poco podían hacer Bolitho y sus dos oficiales para impedirlo.
El vigía aulló desde lo alto:
—¡Dos fragatas, señor! ¡Por su aspecto parecen Dons!
Bolitho controló su respiración cuando le miraron. De alguna manera había
sabido que Haven no acudiría al encuentro. Era una burla más que le recordaba que él
mismo le había dado una salida honorable.
Parris dijo con tono cansino:
—Bueno, dicen que el mar tiene dos millas de profundidad bajo nuestra quilla.
¡Los Dons no volverán a poner sus zarpas sobre este oro a menos que puedan

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sumergirse hasta allí! —Nadie se rió.
Bolitho miró a Parris. «La decisión es mía». ¿Y si hacía una señal a la Thor para
que les acogiera a ellos y a los prisioneros españoles a bordo? Pero con sólo la mitad
de los botes disponibles, les llevaría tiempo. ¿Y hundir el gran buque con todas sus
riquezas y salir corriendo con la esperanza de que la Thor no fuera alcanzada por las
fragatas, al menos hasta el anochecer?
Una victoria amarga.
Jenour se le acercó.
—Laker acaba de morir, señor.
Bolitho se volvió hacia él con la mirada encendida.
—¿Y qué es lo que quiere que haga? ¿Tienen que morir todos ahora a causa de la
arrogancia de su vicealmirante?
Sorprendentemente, Jenour se mantuvo firme.
—Entonces, luchemos, Sir Richard.
Bolitho dejó caer los brazos a los costados.
—Por todos los santos, Stephen, lo dice en serio, ¿no es así? —Sonrió con
expresión grave, extinguida ya su rabia—. Pero no habrá más muertes. —Miró al
horizonte. ¿Era así como sería recordado? Dijo—: Haga una señal a la Thor para que
fachee. Luego reúna a los prisioneros en cubierta.
El vigía gritó:
—¡Ah de cubierta! ¡Dos fragatas españolas y otra vela a popa de ellas!
—Dios santo —musitó Parris. Trató de sonreír—. Así, señor Agitador, ¿todavía
tiene ganas de plantar cara a los Dons?
Jenour se encogió de hombros y asió su magnífico sable. Aquello dijo más que
cualquier palabra.
Allday miró a los oficiales e intentó comprender qué era lo que había ido mal. No
era sólo el fracaso lo que preocupaba a Bolitho, eso estaba tan claro como el agua.
Era el viejo Hyperion. No había venido a ayudarle. Allday apretó los dientes. Si
alguna vez volvía a pisar tierra firme le arreglaría las cuentas a ese maldito Haven de
una vez por todas.
Bolitho debía de haberlo sabido en su interior todo el tiempo. Por eso había
dejado el viejo sable atrás. Debía de haberlo sabido. Allday sintió un escalofrío en la
espalda. Debería de haberlo adivinado. No era el primero al que le pasaba eso.
Todos levantaron la mirada cuando el vigía del palo trinquete, olvidado hasta ese
momento, gritó:
—¡Vela al nordeste, señor!
Bolitho apretó sus manos a la espalda. El recién llegado debía de haberse
acercado mientras todas las miradas estaban en las otras velas desconocidas.
Dijo:
—¡Suba a la arboladura, Stephen! ¡Coja un catalejo!
Jenour se detuvo unos segundos como para constatar la importancia y la urgencia

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del momento. Luego se fue, y al cabo de nada se le vio trepando por los obenques del
palo trinquete para unirse al vigía en su precaria percha de la cruceta.
Pareció una eternidad. Otros marineros habían subido a las cofas o simplemente
se habían encaramado a los flechastes para mirar hacia el deslumbrante horizonte. A
Bolitho se le hizo un nudo en la garganta. No era el Hyperion. Sus mástiles y vergas
serían claramente visibles a esa distancia.
Jenour aulló desde la cruceta, perdiéndose su voz entre el repiqueteo de los
motones y los latigazos de las velas:
—¡Es inglés, señor! ¡Descifrando su número!
Parris subió por una de las escalas de toldilla y apuntó su catalejo hacia los
perseguidores.
—Se están desplegando, Sir Richard. También deben de haberlo visto. —Y
añadió con ferocidad—: ¡No es que importe demasiado ya, maldita sea!
Jenour volvió a gritar:
—¡Es la Phaedra, corbeta!
Bolitho notó como Parris se volvía a mirarle. La corbeta que faltaba había dado al
fin con ellos, aunque sólo fuera para ser espectadora de su final.
Jenour gritó, tartamudeó y lo intentó de nuevo con voz apenas audible. Pero esta
vez no era solamente por los ruidos de a bordo.
—¡La Phaedra ha izado una señal, señor! ¡Enemigo a la vista!
Bolitho miró a la tablazón, a la mancha ennegrecida donde había muerto un
marinero español.
La señal estaría siendo leída y repetida a todos los otros barcos. Podía imaginarse
a su viejo Hyperion, con sus hombres corriendo a sus puestos, volviendo a hacer
zafarrancho de combate al son del batir de los tambores.
Parris exclamó con tranquila incredulidad:
—Los Dons se marchan, Sir Richard. —Se enjugó la cara y quizás los ojos—.
¡Maldita sea, vieja dama, no hiles tan fino la próxima vez!
Pero mientras las gavias españolas se difuminaban entre la bruma y la elegante
corbeta se acercaba al buque tesoro y a su única escolta, pronto se hizo evidente que
estaba completamente sola.
El variopinto trío se balanceó en facha en el mar de fondo mientras el joven
comandante de la Phaedra era llevado al buque español en su canoa. Subió casi de un
salto por el costado y se quitó el sombrero hacia Bolitho sin apenas poder dejar de
sonreír.
—¿No hay más barcos? —Bolitho miró atentamente al joven oficial—. ¿Qué hay
de esa señal?
El capitán de corbeta recobró muy ligeramente su compostura.
—Me llamo Dunstan, Sir Richard.
Bolitho asintió.
—¿Y cómo me ha reconocido?

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La sonrisa volvió como un intenso rayo de sol.
—Tuve el honor de servir en el Euryalus con usted, Sir Richard. —Miró a los
otros con gran orgullo—. Como guardiamarina. Me he acordado de cómo había usted
utilizado esa estratagema para confundir al enemigo. —Su voz se fue apagando—.
Aunque no estaba seguro de que a mí me fuera a funcionar.
Bolitho le estrechó la mano y la retuvo durante varios segundos.
—Ahora sé que venceremos. —Se dio la vuelta y sólo Allday vio la emoción que
inundaba sus ojos.
Allday lanzó una mirada por el costado hacia la corbeta de dieciocho cañones
Phaedra.
Quizás después de aquello Bolitho reconociera lo que había hecho por otros. Pero
lo dudaba.

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VIII

UNA AMARGA PARTIDA

El Muy Honorable vizconde de Somervell levantó la vista de los libros de cuentas


y miró a Bolitho con curiosidad.
—Así que aceptó usted la explicación del comandante Haven, ¿no es así?
Bolitho estaba de pie junto a una ventana, con el hombro apoyado en la pared fría.
La atmósfera estaba cargada y húmeda, aunque el viento que les había acompañado
todo el camino hasta English Harbour seguía soplando con la misma firmeza. Las
pequeñas olas que se veían junto al puerto ya no tenían las crestas blancas, pero bajo
el resplandor del sol resbalaban sobre la arena de la playa como bronce fundido.
Podía ver el gran buque claramente desde allí. Tras la tumultuosa bienvenida
recibida al entrar en puerto, había empezado inmediatamente el importante trabajo de
descargar la valiosa carga. Las barcazas y botes iban de un lado a otro y Bolitho
nunca había visto tantos casacas rojas vigilando el botín en cada metro de su
recorrido hasta, tal como Somervell había explicado, que fuera transbordado y
repartido entre varios barcos más pequeños como precaución adicional.
Bolitho se dio media vuelta y le miró. Somervell se había olvidado ya de su
pregunta sobre Haven. Habían llegado por la mañana del día anterior y, por primera
vez desde que conocía a Somervell, Bolitho se había dado cuenta de que este todavía
llevaba la misma ropa que cuando había salido a recibir al Ciudad de Sevilla. Era
como si no pudiera soportar la idea de dejar aquellos libros de cuentas detalladas ni
tan sólo para dormir.
Se habían encontrado con el Hyperion y dos de los bergantines sólo un día antes
de llegar a Antigua. Bolitho había decidido hacer venir a Haven al buque español en
vez de transbordar él a su buque insignia, donde ya debían de haber hecho un montón
de conjeturas.
Haven se había mostrado extrañamente confiado al hacer su informe. Incluso lo
había presentado por escrito para explicarlo todo profusamente o para excusar su
acción.
El Hyperion y la pequeña flotilla se habían acercado a Puerto Cabello e incluso
habían recibido el fuego de una batería costera cuando parecía que estaban a punto de
conseguir entrar en el puerto. Haven estaba seguro de que la fragata apresada Consort
estaba todavía allá y había enviado al bergantín Vesta a investigar exponiéndose a los
cañones de una batería. Los españoles habían aparejado una larga cadena de puerto
desde una de las fortalezas y el Vesta se había enganchado en ella. En pocos minutos,
una de las baterías había dado con la distancia del Vesta y, como espectadores
impotentes, habían visto como ardía en llamas tras ser alcanzada con balas rojas y
estallaba en una explosión devastadora.

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Haven le había dicho con su voz carente de emoción: «Se acercaban hacia
nosotros otros buques enemigos. Actué según mi criterio», sus ojos habían mirado a
Bolitho sin pestañear, «tal como usted me ordenó, Sir Richard, y me retiré. Creí que,
tras hacer yo la maniobra de diversión que me mandó, arriesgando mi barco, para
entonces usted ya habría tenido éxito o se habría retirado».
Después de lo que habían hecho tomando la valiosa presa, aquello era como una
pérdida personal en vez de una victoria.
A Haven no se le podía culpar. La presencia de una cadena de puerto era algo que
no podía preverse con certeza. Tal como había dicho él, había seguido su propio
criterio.
El Tetrarch, otro de los bergantines, se había arriesgado a correr la misma suerte
al pasar entre el humo y las balas enemigas para rescatar a algunos de los hombres
del Vesta. Uno de los supervivientes era su comandante, el capitán de corbeta Murray.
Estaba en un edificio anexo con los heridos del trozo de abordaje del Hyperion y el
resto de los hombres de la dotación del bergantín que habían sido rescatados del agua
y de las llamas, los dos peores enemigos de un marino.
Respondió a la pregunta planteada:
—Por el momento, milord.
Somervell sonrió mientras pasaba otra página; se estaba deleitando.
—¡Por todos los infiernos, hasta Su Majestad estará satisfecho con esto! —
Levantó la vista, mostrando una mirada impenetrable—. Sé cuál es su pesar por lo del
bergantín, pero comparado con todo esto, su pérdida será vista como un noble
sacrificio.
Bolitho se encogió de hombros.
—Por aquellos que no tienen que arriesgar sus preciosos pellejos. ¡En realidad
tenía que haber ido a destruir la Consort, maldita sea!
Somervell cruzó los brazos con expresión recelosa.
—Ha tenido usted suerte. Pero a menos que contenga su rabia o la dirija a otra
parte, me temo que esa suerte le abandonará. —Ladeó la cabeza. Como un pájaro
acicalado y cuidadoso—. Así que aprovéchela al máximo, ¿eh?
La puerta se abrió unos centímetros y Bolitho vio que Jenour asomaba la cabeza.
Bolitho dijo:
—Discúlpeme, milord. Le he dicho a mi ayudante que me avisara… —Se fue
hacia la puerta. Somervell no le escuchaba; estaba de nuevo en su mundo de oro y
plata.
Jenour musitó:
—Me temo que el comandante Murray está peor, Sir Richard.
Bolitho y su ayudante se dirigieron con grandes zancadas cruzando la amplia
terraza de losas de piedra hacia el pasadizo que llevaba al hospital provisional. Al
menos aquello era de agradecer. Los hombres que sufrían a causa de sus heridas no
debían de compartir espacio con los soldados de las guarniciones que morían de

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fiebre amarilla sin haber oído nunca el fragor del combate.
Miró brevemente hacia el mar antes de entrar en el otro edificio. Al igual que el
cielo, parecía que amenazara tormenta. Tendría que consultárselo al piloto del
Hyperion. Murray estaba echado muy quieto con los ojos cerrados como si estuviera
ya muerto. A pesar de que había estado destinado en las Indias Occidentales durante
dos años, su semblante estaba blanco como un papel.
El cirujano del Hyperion, George Minchin, un hombre menos insensible que la
mayoría de los de su oficio, había comentado: «Es un milagro que haya sobrevivido
hasta el momento, Sir Richard. Cuando lo sacaron del agua le faltaba un brazo y tuve
que amputarle una pierna. Hay alguna posibilidad, pero…».
Aquello había sido el día anterior. Bolitho había visto demasiados rostros
marcados con la muerte para saber que aquello estaba a punto de llegar a su fin.
Minchin se levantó de una silla que había cerca de la cama y se dirigió con
determinación hacia una ventana. Jenour observó el mar a través de otra ventana,
pensando que quizás Murray también habría estado haciendo lo mismo, como
agarrándose a la vida gracias a él.
Bolitho se sentó al lado de la cama.
—Estoy aquí… —Recordó el nombre del joven capitán de corbeta—. No se
mueva si puede evitarlo, James.
Murray abrió los ojos haciendo un esfuerzo.
—Fue la cadena, señor. —Cerró nuevamente los ojos—. Casi le arranca la quilla
al pobre barco. —Trató de sonreír pero el intento empeoró su aspecto—. Aunque no
lo han apresado, no lo han apresado…
Bolitho buscó a tientas la mano que le quedaba y la sostuvo entre las suyas.
—Me ocuparé de que su gente esté bien atendida. —Sus palabras sonaron tan
vacías que le entraron ganas de llorar, de sollozar—. ¿Hay alguien a quien quiera
que…?
Murray volvió a intentarlo, pero sus ojos permanecieron cerrados.
—Yo… Yo… —Se le nublaba la mente—. Mi madre… no hay nadie más… —Su
voz se apagó de nuevo.
Bolitho se obligó a sí mismo a seguir mirándole. Era como una vela que se
apagaba. Oyó a Allday tras la puerta y a Jenour tragando saliva como si fuera a
vomitar.
Con voz sorprendentemente clara, Murray dijo:
—Está oscuro, señor. Ahora podré dormir. —Su mano se cerró entre las de
Bolitho—. Gracias por…
Bolitho se levantó lentamente.
—Sí, duerma. —Tapó la cara del hombre muerto con la sábana y miró hacia la
intensa luz del sol hasta que esta le cegó. «Está oscuro». Para siempre.
Se fue hasta la puerta por la terraza y supo que Jenour iba a decir algo para tratar
de ayudar cuando no había nada que pudiera hacerlo.

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—Déjeme solo. —No le miró—. Por favor.
Entonces, se fue hasta el extremo de la terraza y puso las manos sobre el muro. La
piedra estaba caliente, como el sol en su cara.
Alzó la cabeza y miró de nuevo hacia la luz deslumbrante. Se vio a sí mismo de
niño mirando la divisa de la familia, tallada en piedra encima de la gran chimenea de
Falmouth. La había estado siguiendo con un dedo cuando entró su padre y le cogió en
brazos.
Las palabras que había en su parte inferior destacaron en su mente. Pro Libertate
Patria. «Por la libertad de mi patria».
En eso creían los hombres como Murray, Dunstan y Jenour.
Cerró los puños hasta que el dolor le calmó.
Ni tan sólo habían empezado a vivir.
Se volvió de repente al oír unas pisadas a su izquierda y algo más abajo. Había
estado mirando tan fijamente hacia el resplandor del día que no pudo ver más que una
vaga sombra.
—¿Quién es? ¿Qué quiere? —Volvió más la cabeza, sin darse cuenta de la
brusquedad de su tono ni de la impotencia que dimanaba del mismo.
—Te estaba buscando. —Ella se quedó completamente quieta en el último de los
toscos peldaños que conducían a un pequeño camino—. He oído lo ocurrido. —Hizo
otra pausa, que a Bolitho le pareció interminable y entonces añadió bajando la voz—:
¿Estás bien?
Miró las losas de piedra y vio como sus zapatos se veían mejor a medida que el
dolor y la bruma de su ojo se retiraban poco a poco.
—Sí. Uno de mis oficiales. Apenas le conocía… —No pudo continuar.
Ella se quedó donde estaba como si temiera provocar algo en él.
—Lo sé —dijo ella—. Lo siento profundamente.
Bolitho miró hacia la puerta más cercana.
—¿Cómo pudiste casarte con ese hombre? He conocido a unos cuantos cabrones
llenos de crueldad en mi vida, pero… —Hizo un esfuerzo por recobrar su
compostura. Ella lo había vuelto a hacer. Era como si se quedara desnudo, sin defensa
ni explicación posibles.
Ella no le contestó inmediatamente.
—¿Te ha preguntado por el segundo galeón del tesoro?
Bolitho notó como se desvanecía lentamente su rabia incontenible. Casi había
esperado que Somervell le preguntara justamente eso. Los dos sabían a dónde les
habría podido llevar la simple mención.
—Perdóname —dijo él—. Ha sido algo imperdonable por mi parte. No tenía
derecho a cuestionar tus motivos ni los suyos en este asunto.
Ella le miró con semblante serio mientras con una mano se aguantaba una
mantilla de encaje sobre el cabello al levantarse el viento cálido por encima del muro
de la terraza. Entonces subió el último escalón y le miró a los ojos.

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—Pareces cansado, Richard.
Al final se atrevió a mirarla. Llevaba un vestido verde mar, pero de pronto le
invadió el desaliento cuando se dio cuenta de que no podía ver con claridad sus
hermosos rasgos ni sus ojos cautivadores. Debía de haberse vuelto medio loco de
desesperación al quedarse mirando fijamente la luz del sol. El cirujano de Londres le
había dicho que era su peor enemigo.
—Esperaba verte —dijo Bolitho—. He pensado mucho en ti. Más de lo que
debería y menos de lo que mereces.
Ella abrió su abanico y lo movió como el ala de un pájaro.
—Me marcho de aquí dentro de poco. Quizás no tendríamos que habernos
encontrado nunca más. Tenemos que intentar…
Él alargó la mano y le cogió la muñeca, sin importarle quién pudiera verles, y
solamente consciente de que estaba a punto de perderla también a ella, después de
perder todo lo demás.
—¡No puedo! ¡Es un infierno amar a la mujer de otro hombre, pero esa es la
verdad, por Dios que lo es!
Ella no se apartó de él, pero su muñeca estaba rígida en su mano.
Y dijo sin vacilar:
—¿Un infierno? ¡No se puede saber lo que es eso a menos que seas una mujer
enamorada del marido de otra! —Su voz dejó de lado toda cautela—. Te lo dije,
habría muerto por ti en su día. ¡Ahora, como parece que crees que la vida que has
elegido está en ruinas, vuelves a mí otra vez! ¿No sabes lo que me estás haciendo,
maldita sea? Sí, me casé con Lacey porque nos necesitábamos el uno al otro, ¡pero de
una manera que tú nunca entenderías! No puedo tener hijos, pero eso probablemente
ya lo sabes tú también. Mientras que tengo entendido que tu mujer te ha dado una
hija, así que, ¿dónde está el problema? —Retiró su brazo con ojos centelleantes
mientras unos cabellos sueltos aparecían por fuera de la mantilla—. Nunca te
olvidaré, Richard, pero rezo para que no volvamos a encontrarnos nunca más, ¡no sea
que destruyamos incluso aquellos tiempos de alegría que compartimos y que guardo
como un preciado tesoro!
Se dio la vuelta y salió casi corriendo por la puerta.
Bolitho entró en el edificio anexo y cogió el sombrero que le ofrecía un lacayo sin
casi darse cuenta. Vio que Parris se acercaba y habría pasado a su lado sin decir
palabra de no ser porque el oficial se llevó la mano al sombrero y dijo:
—He estado supervisando el último de los arcones del tesoro, Sir Richard.
¡Apenas puedo creerme aún lo que tuvimos que hacer para conseguirlo!
Bolitho le miró distraídamente.
—Sí. Haré constar su excelente papel en mi informe a sus señorías. —Hasta eso
sonaba vacío al lado de las secuelas que dejaba el episodio. Las cartas a la madre de
Murray y a la viuda de Dalmaine, la disposición de los pagos de las primas de presa a
los familiares de los demás muertos o de los dados de baja del servicio por su heridas.

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Al menos su despacho garantizaría eso.
Parris le miró preocupado.
—No lo decía por eso, Sir Richard. ¿Ocurre algo?
Bolitho negó con la cabeza y notó el viento en su cara, al igual que podía todavía
sentir la muñeca de Catherine bajo sus dedos. Por todos los diablos, ¿qué esperaba?
—No. ¿Por qué había de pasar nada? Será considerado como un noble sacrificio,
según me han dado a entender, así que ¡dé las gracias por servir en lugar de mandar!
Se marchó y Parris se dio la vuelta y vio a Allday saliendo deprisa hacia el sol
inclemente.
—Sir Richard necesitará la lancha, patrón.
Allday negó con la cabeza.
—No, caminará un rato. Cuando esté agotado entonces sí querrá la lancha.
Parris asintió, entendiéndolo quizás por primera vez.
—Les envidio a ambos.
Allday caminó lentamente hasta la balaustrada que daba al fondeadero principal.
El mar estaba embraveciéndose por momentos. Le hincó el diente a la manzana que
le había dado el cocinero del comodoro. Ese sí era un trabajo de narices. Mantenía
fuera de la vista la parte amarga de todo aquello.
Vio su lancha enfrente del embarcadero para evitar rasguños en la pintura, puesto
que las vivas rachas de viento salpicaban ya las escaleras de piedra con los rociones
que levantaban. Bolitho estaba decaído, justo cuando empezaba a creer que las cosas
iban mejor. Malditas mujeres. Le había dicho eso mismo a Ozzard al volver
triunfantes con el buque tesoro. Ozzard había hecho uno de sus comentarios
defensivos y Allday, demasiado cansado y enfadado para aquello, había exclamado:
«¿Qué demonios vas a saber tú? ¡Nunca has estado casado!». Era extraño ver lo mal
que le había sentado al pequeño hombrecillo. Allday había decidido que le regalaría
una de sus preciadas tallas en hueso para arreglarlo. Lanzó el corazón de la manzana
a la hierba reseca por el sol y se dio la vuelta para irse. Entonces la vio, allí de pie en
la terraza, mirándole con aquellos ojos suyos. Aquella mirada podía hacer que un
hombre se volviera abstemio.
Ella le miró a los ojos y dijo:
—¿Se acuerda de mí? Usted es el señor Allday.
Allday respondió con cautela:
—Por supuesto que sí que la recuerdo, Ma’am. Nadie podría olvidar lo que hizo
por el capitán que era entonces.
Ella sabía en qué estaba pensando Allday aun sin expresarlo e hizo caso omiso de
ello.
—Necesito su ayuda. ¿Se va a fiar de mí?
Allday notó como aquello daba al traste con toda resistencia que pudiera
presentar. Le estaba pidiendo que confiara en ella. La esposa del importante y
poderoso inspector general, un hombre de cuidado si la mitad de lo que había oído

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era cierto. Pero ella había movido ficha primero y era la que corría con todo el riesgo.
Sonrió lentamente. Era la mujer de un marino.
—Lo haré.
Ella se le acercó y Allday vio el rápido movimiento de su pecho bajo el precioso
vestido. No estaba tan calmada y fría como quería aparentar, pensó.
—El vicealmirante Bolitho no es el de siempre. —Vaciló; quizás había ido ya
demasiado lejos. Había visto como se desvanecía la sonrisa y la hostilidad embargaba
los ojos de aquel hombre fornido—. Yo… Yo quiero ayudarle, ¿entiende? —Bajó la
mirada—. Por todos los santos, señor Allday, ¿debo suplicárselo?
Allday dijo:
—Lo siento, Ma’am. Hemos tenido muchos enemigos a lo largo de los años, ya
sabe. —Se lo pensó unos instantes. ¿Qué era lo peor que podía pasar? Dijo de pronto
—: Se quedó casi ciego. —Sentía frío a pesar del viento abrasador, pero ya no podía
volverse atrás—. Cree que está perdiendo la vista de su ojo izquierdo.
Ella se quedó mirándole fijamente, acudiendo de golpe y con suma claridad a su
mente la escena de hacía un rato. Bolitho estaba mirando al cielo o al mar cuando le
había encontrado. Le había parecido tan hundido, tan perdido, que había deseado
correr hacia él para abrazarle, dejando de lado su seguridad y su vida misma aunque
sólo fuera para consolarle y tenerle durante unos momentos. Recordó su tono de voz
y la manera en que la miraba pareciendo no verla.
Se oyó susurrar a sí misma:
—¡Oh, Dios mío!
Allday dijo:
—Recuerde, yo no le he contado nada, Ma’am. Ya me meto yo solo en bastantes
líos como para añadir uno más. —Vaciló, conmovido por su aflicción, por su súbita
pérdida de compostura delante de él, un vulgar marinero—. Pero si puede ayudarle…
—Se calló y se llevó la mano al sombrero rápidamente. Susurró con voz ronca—:
Veo a su marido en el horizonte, Ma’am. ¡Me marcho!
Ella observó cómo se alejaba con paso ligero la robusta figura de casaca azul y
calzones de algodón de nanquín. A pesar de las cicatrices y heridas que mostraba, era
tan bondadoso que quiso llorar por él, por todos ellos.
Pero su marido no se acercó a ella; vio que caminaba por la terraza con el oficial
Parris.
Cuando bajó la mirada hacia el camino que bajaba al puerto, vio que Allday se
daba la vuelta y se quitaba el sombrero hacia ella.
Era sólo un pequeño gesto, pero aun así supo que la había aceptado como amiga.

* * *

Las lámparas colgadas del techo de la espaciosa cámara del Hyperion giraban

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alocadas en espiral proyectando sombras descabelladas sobre la lona a cuadros de la
cubierta y los cañones de a nueve firmemente trincados a ambos lados.
Bolitho sorbió de una copa de vino blanco y observó cómo Yovell terminaba otra
carta más y se la pasaba a través de la mesa para que la firmara. Como actores en un
escenario, pensó, mientras Ozzard se afanaba rellenando copas y Allday entraba y
salía de la cámara como un actor sin nada que recitar.
El comandante Haven estaba de pie junto a los ventanales de popa, ahora medio
cerradas puesto que el viento, cuya fuerza se veía acrecentada por la oscuridad,
rompía las crestas de las olas y lanzaba sus rociones sobre los buques fondeados.
Bolitho notó como todo el barco temblaba mientras escoraba tirando de su cable,
y recordó la sensación de incredulidad que experimentó cuando Dacie cortó el cable
del buque español.
Haven concluyó diciendo:
—Esto es todo lo que puedo decirle, Sir Richard. El contador está satisfecho con
sus provisiones y han sido retiradas de tierra todas las partidas de trabajo menos una.
—Hablaba con prudencia, como un alumno repitiendo a su maestro una lección
difícilmente aprendida—. También he podido sustituir los tres botes por otros, aunque
necesitarán algunas reparaciones.
Una observación, un recordatorio de que había sido su almirante el que los había
abandonado. Haven tenía mucho cuidado en no mostrar sus verdaderas opiniones.
—¿Quién está al mando de esa última partida?
Haven miró su lista.
—El segundo comandante, Sir Richard.
Después de su última discusión, siempre se refería a Parris por el rango. Bolitho
movió el vino en su copa. Así estaba la cosa. Haven era un estúpido y tenía que saber
que su almirante, cualquier almirante, podía abrirle camino en su carrera o
destruírsela. ¿O era esa su manera de aprovecharse de la imparcialidad de Bolitho?
Yovell le miró por encima de la montura de acero de sus gafas.
—Disculpe, Sir Richard, pero ¿quiere usted que se lea así este despacho para el
Obdurate?
Bolitho mostró una sonrisa irónica.
—Así es. —No era necesario que le recordaran lo que había escrito.
Se le ordena que esté listo para hacerse a la mar. El comandante del otro setenta
y cuatro cañones, el capitán de navío Robert Thynne, podía pensar lo que quisiera. Al
Obdurate se le necesitaba ahora más que nunca. Los buques que iban a llevar la
mayor parte del tesoro tendrían que ser escoltados fuera de aguas peligrosas hasta que
se encontraran con los barcos de la escuadra de Sir Peter Folliot o hasta que pudieran
arreglárselas por sí mismos en mar abierto. Bolitho habría preferido esperar a que
llegara su propia pequeña escuadra, pero el cambio del tiempo lo había trastocado
todo.
Les dio la espalda a los otros para masajearse el ojo, agradeciendo la tenue luz de

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las lámparas. Todavía le dolía a raíz de su estúpido enfrentamiento con el sol. ¿O era
otro engaño de su imaginación? Se alegraba de estar a bordo de aquel viejo barco otra
vez. Somervell se había dado cuenta de ello cuando se despidió de él.
Somervell le había explicado que él y su esposa se marcharían después de la
salida del convoy del tesoro a bordo de un gran buque de la Compañía de las Indias
Occidentales al que se esperaba desde hacía unos días. La comodidad era muy
importante para Somervell.
Bolitho había visto la otra cara de aquel hombre cuando le dijo: «Me gustaría
despedirme de Lady Somervell».
«Imposible». Somervell le había mirado a los ojos con insolencia. Bolitho podía
imaginarse muy bien aquellos mismos ojos mirando a lo largo del cañón de una
pistola de duelo a la luz del alba, aunque era sabido que prefería el sable para esas
disputas. Había añadido: «No está aquí».
Antigua era una isla pequeña. Si ella deseara verle, podría. A menos que
Somervell se hubiera cansado del juego y lo hubiera evitado. Fuera como fuese, ya no
importaba. Se había acabado.
Se oyó un golpeteo en la puerta y el teniente de navío Lovering, que era el oficial
de guardia, entró en la cámara e informó:
—Le ruego me perdone esta intromisión, Sir Richard —su mirada pasó de
Bolitho a Haven y de nuevo al primero—, pero ha sido avistado un bergantín correo
acercándose a puerto.
Bolitho bajó la mirada. Puede que viniera de Inglaterra, con cartas. Con noticias
de la guerra. Era su único medio de contacto con su país. Pensó en Adam, al mando
de su propio bergantín, probablemente todavía llevando despachos para Nelson. Otro
mundo muy alejado del calor y de la fiebre de las Indias.
Haven dio un paso adelante.
—Si hay correo… —Se calló y Bolitho se acordó de lo que Allday le había dicho
acerca de que su mujer esperaba un hijo.
Bolitho firmó más cartas. Recomendaciones para ascensos por valentía, para
transbordos a otros buques. Cartas para los familiares de los difuntos.
El oficial vaciló.
—¿Tiene alguna carta para llevar a tierra, Sir Richard?
Bolitho le miró. Lovering era el segundo oficial. Esperaba el ascenso, la
oportunidad de probar su valía. Si Parris caía… Apartó la idea de su mente.
—Creo que no. —Lo dijo con soltura. ¿Así de fácil era acabar algo que había sido
tan importante para él?
Haven esperó a que el oficial se retirara.
—Al amanecer, entonces, Sir Richard.
—Sí. Despierte a los hombres cuando quiera y haga una señal con sus intenciones
al Obdurate y al comandante del arsenal.
Cuando el Hyperion volviera a Antigua, el buque de la carrera de Indias se habría

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ido. ¿Volverían a encontrarse alguna vez, aunque fuera por casualidad?
—Nos llevará todo el día salir de puerto y agrupar los barcos con cierto orden.
Este viento decidirá entonces si va a ser nuestro aliado o nuestro enemigo.
Si los buques tesoro y su escolta se veían obligados a seguir en English Harbour
mucho más, los españoles y quizás sus aliados franceses podrían tratar incluso de
contraatacar antes de que llegara la nueva escuadra.
Una vez solo en su cámara, Bolitho bebió un poco más de vino blanco, y aunque
tenía el estómago vacío fue incapaz de dar bocado a la comida de Ozzard. Con el
viejo barco moviéndose y quejándose a su alrededor y la guardia de servicio siendo
llamada cada pocos minutos, o eso le parecía, para amarrar y trincar algún aparejo
suelto, era imposible descansar.
El vino estaba bueno, y Bolitho encontró tiempo para preguntarse cómo se las
arreglaba Ozzard para mantenerlo tan fresco incluso en la sentina.
Jugó con la idea de enviar una nota a Catherine y la descartó inmediatamente. En
manos equivocadas podía arruinarle la vida. Y no pareció importarle ya lo que podría
representar para su propia carrera.
Oyó el repiqueteo de las bombas y recordó lo que le habían dicho de los años de
servicio del Hyperion. Era como una burla más.
Se arrellanó en su silla favorita y se durmió. Después de lo que a él le parecieron
unos segundos, Ozzard le despertó sacudiéndole el brazo.
Bolitho le miró fijamente. El barco estaba todavía a oscuras y los ruidos y
movimientos eran los de antes.
—El segundo comandante desea verle, Sir Richard.
Bolitho se despejó al instante. ¿Por qué no el comandante?
Parris entró empapado por los rociones. Parecía ruborizado a pesar de su tez
bronceada, pero Bolitho sabía que no había estado bebiendo.
—¿Qué ocurre?
Parris se apoyó en una silla cuando el barco dio otro balance.
—He creído que debía saberlo, Sir Richard. El bote de ronda ha informado hace
un rato de que una goleta ha salido de puerto. Uno de los barcos del comodoro, al
parecer.
—¿Y bien? —Bolitho sabía que no eran buenas noticias.
—Lady Somervell estaba a bordo. —Retrocedió ligeramente ante la intensa
mirada gris de Bolitho—. Me he enterado de que pretende ir a St. John’s.
Bolitho se puso en pie y escuchó el viento. Era ya un temporal, y oyó el agua
golpeando contra el casco como en la pleamar.
—¡Con este tiempo! —Se dio la vuelta buscando su casaca—. El vizconde de
Somervell debe ser informado.
Parris le miró con desánimo.
—Lo sabe. Yo mismo se lo he dicho.
Apareció Haven por la puerta del mamparo con su ropa de dormir cubierta por un

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capote.
—¿Qué es esto que he oído? —Fulminó a Parris con la mirada—. ¡Hablaré con
usted más tarde!
Bolitho se sentó. ¿Cómo podía dejarle hacer esto Somervell? Debía de saberlo
cuando le decía que le iba a resultar imposible despedirse de ella. Una pequeña goleta
mal gobernada podía irse a pique fácilmente. Intentó recordar quién estaba al mando
de los barcos de Glassport.
Incluso con el tiempo en calma era peligroso navegar entre las islas.
No había necesidad alguna de mencionar a los omnipresentes piratas. Por cada
uno que se pudría entre cadenas o en la horca, había un centenar más moviéndose por
aquellas aguas.
—No puedo hacer nada hasta que amanezca —dijo.
Haven le miró con calma.
—Si quiere que… —Se quedó en silencio y luego añadió—: Debo ocuparme de
la guardia de cubierta, Sir Richard.
Bolitho se sentó muy lentamente. «Es culpa mía». No sabía si lo había dicho en
voz alta, pero las palabras parecieron retumbar por toda la cámara como un disparo.
—Despierte a mi ayudante, si es tan amable —le dijo a Ozzard.
Le enviaría a tierra con un mensaje para Somervell, estuviera o no en la cama.
Se levantó inquieto y se fue hasta una ventana que no estaba cerrada.
«Si voy yo, uno de los dos morirá seguro».

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IX

LA CORBETA

Bolitho salió al alcázar y notó como el viento le levantaba el capote encerado, y


vio los rociones que se levantaban por la aleta de barlovento como una lluvia tropical.
Se agarró a la batayola y entrecerró los ojos. El viento era fuerte pero húmedo, de
manera que no contribuía en nada a refrescar sus miembros cansados. Habían pasado
dos días desde que salieran barloventeando de English Harbour para formar su
pequeño pero invalorable convoy. En ese tiempo apenas habían recorrido cincuenta
millas.
Por la noche, capeaban el temporal con la gavia de mayor rizada y poco más,
mientras los cuatro transportes y los buques más pequeños lo hacían como podían
bajo aquellas espantosas condiciones.
El secreto era ahora algo secundario y el Hyperion encendía sus faroles de popa y
de cofas para intentar mantener agrupados los barcos. Luego, cuando el amanecer les
encontraba, les llevaba el día entero reunir los barcos desperdigados para ponerse de
nuevo en camino en formación. Todo estaba mojado, y cuando los hombres subían
penosamente a la arboladura para luchar contra las velas enloquecidas por el viento o
sustituían a trompicones a sus compañeros en las bombas, muchos debían preguntarse
qué era lo que les mantenía a flote.
Bolitho miró por el costado y vio el tenue brillo de los juanetes de la corbeta. La
Phaedra estaba aguantando a barlovento escorando pronunciadamente cada vez que
las olas levantaban su pequeño casco como si fuese un juguete. El bergantín
Upholder era invisible, navegando muy lejos a la vanguardia de la formación, y el
otro bergantín, el Tetrarch, estaba a la misma distancia por popa.
Bolitho subió unos cuantos peldaños de una de las escalas de toldilla, con su
capote revoloteando al viento y la camisa ya empapada por los rociones. Ahí estaba el
Obdurate, a media milla por popa, con su proa negra y beige reluciente como el
cristal mientras rompía las olas. Era extraño tener otro tercera clase navegando con
ellos de nuevo, aunque dudaba que Thynne se lo agradeciera. Tras una larga estancia
en puerto reparando los daños causados por el último temporal que había pasado, era
más que probable que la gente del Obdurate estuviera maldiciendo el cambio de
escenario.
Bolitho bajó de un salto a cubierta. Había cuatro marineros en la gran rueda, y
cerca de ellos estaba Penhaligon en plena conversación con uno de sus ayudantes.
El viento había rolado decididamente al sudoeste y se habían apartado muchas
millas de su rumbo original. Pero si el piloto estaba preocupado, no lo demostraba.
A su alrededor, a lo largo y por encima de la cubierta principal, los hombres
trabajaban reparando los daños que causaba el temporal. Tenían que sustituir o

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ayustar cabos y arriar velas para desechar o remendar.
Bolitho lanzó una mirada al pasamano más cercano, donde un ayudante del
contramaestre supervisaba el desaparejado de un enjaretado.
Más azotes. Había sido peor de lo habitual, incluso después de que Ozzard cerrara
la lumbrera de la cámara. No había manera de no oír el salvaje coro del viento a
través de los estays y los obenques, el ocasional gualdrapazo de las gavias con rizos y
todo el rato el redoble de los tambores y el horrible chasquido del látigo sobre la
espalda desnuda de un hombre.
Vio sangre en el pasamano, aunque se iba desvaneciendo y aclarando bajo los
rociones que caían. Tres docenas de azotes. Un hombre al límite en medio del
temporal y un oficial incapaz de manejarlo adecuadamente.
Haven estaba en sus aposentos escribiendo en el diario o releyendo las cartas que
habían venido en la saca del bergantín correo.
Bolitho se alegraba de que no estuviera en cubierta. Aunque persistía su
influencia. Los hombres que se movían por las cubiertas parecían tensos, resentidos.
Incluso Jenour, que no había servido mucho tiempo en el mar, lo había advertido.
Bolitho hizo una seña al guardiamarina de señales.
—El catalejo, si es tan amable, señor Furnival. —Se fijó en las manos del chico,
en carne viva tras trabajar toda la noche en la arboladura e intentando después llevar
el uniforme y la compostura de un oficial del rey durante el día.
Bolitho alzó el catalejo y vio aparecer la corbeta bien enfocada en la lente,
pudiendo ver la espuma que levantaba mientras avanzaba escorando entre el fuerte
oleaje. Se preguntó qué estaría pensando su comandante, Dunstan, mientras luchaba
contra las olas y el viento para mantener su puesto respecto al buque insignia.
Aquello estaba muy lejos del tiempo en que estaba en el rancho de guardiamarinas
del Euryalus.
Movió el catalejo y vio una pincelada verde de tierra lejos por la amura de babor.
Otra isla, Barbuda. Tendrían que haberla dejado a estribor el primer día. Pensó en la
goleta, en Catherine, que había pedido al capitán que la llevara costeando Antigua
hasta St. John’s en vez de ir por el camino.
Un barco pequeño como aquel tendría muy pocas posibilidades con una mar así.
Su capitán podía correr el temporal o intentar encontrar abrigo. Mejores barcos que
aquel sufrirían en la tormenta; algunos podrían incluso irse a pique. Apretó los dedos
con fuerza alrededor del catalejo hasta que le dolieron. ¿Por qué lo hacía ella? Podía
estar ya a unas brazas de profundidad o agarrada a algún resto del naufragio. Incluso
podía haber visto los faroles de cofa del Hyperion sabiendo que era su barco.
Oyó como el piloto gritaba al oficial de guardia:
—Si largara los juanetes me parecería bien, señor Mansforth.
El teniente de navío asintió con la cara roja como un ladrillo por la sal de los
rociones.
—I-informaré al comandante. —Era perfectamente consciente de la presencia de

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la figura de la banda de barlovento con el capote revoloteándole a su alrededor. Sin
sombrero y con su cabello negro pegado a la frente, parecía más un salteador de
caminos que un vicealmirante.
Jenour salió de debajo de la toldilla y se llevó la mano al sombrero.
—¿Alguna orden, Sir Richard?
Bolitho devolvió el catalejo al guardiamarina.
—El viento ha bajado. Por favor, haga una señal a los transportes para que se
mantengan juntos. Todavía no estamos a salvo de problemas.
Los cuatro barcos que llevaban la mayor parte del tesoro estaban a sotavento de
los dos setenta y cuatro cañones. Con un bergantín abriendo camino muy por delante
y el otro siguiendo por detrás como un perro guardián, deberían ser avisados a tiempo
en caso de que apareciera una vela sospechosa. Entonces, el Hyperion y el Obdurate
podrían acercarse más al convoy o irse a barlovento para unirse a la Phaedra.
Las banderas de señales subieron rápidamente a la verga y ondearon rígidas al
viento como metal pintado.
—Han contestado la señal, Sir Richard. —Entonces, en voz baja Jenour añadió—:
Viene el comandante.
Bolitho notó como crecía la tensión en su interior. Parecían más unos
conspiradores que miembros de la misma dotación.
Haven pasó lentamente ante los cañones con la mirada puesta en los bragueros de
los mismos, los cabos medio pelados, las brazas adujadas, en todo.
Estaba aparentemente satisfecho de no tener nada que temer de lo que veía, y
cruzó la cubierta hasta donde se hallaba Bolitho.
Se llevó la mano al sombrero con la cara inexpresiva mientras sus ojos
exploraban la camisa mojada de Bolitho y sus calzones moteados de gotas de agua.
—Me gustaría dar más vela, Sir Richard. Creo que podemos aguantarlo muy bien.
Bolitho asintió.
—Haga una señal al Obdurate para que haga lo mismo. No quiero que nos
separemos. —El comandante Thynne había perdido dos hombres por la borda el día
anterior y había facheado con la sobremesana mientras intentaba enviar el bote de la
aleta. Ninguno de los desafortunados marineros había sido recuperado. O se habían
caído desde demasiada altura y se habían quedado sin sentido a raíz del golpe sobre el
agua o, como la mayoría de los marineros, no sabían nadar. Bolitho no tenía intención
de mencionar el episodio.
Pero Haven dijo con un gruñido:
—Haré la señal inmediatamente, Sir Richard. Thynne quiere entrenar a su gente
lo mejor posible ¡y no tener que entretenerse cuando un idiota se va por la borda por
su propio descuido!
Hizo un gesto al oficial de guardia.
—¡Gente a la arboladura para dar los juanetes, señor Mansforth! —Miró al
guardiamarina—. Señal general: Dar más vela. —Su brazo señaló hacia la barandilla

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del alcázar—. ¡Ese hombre! ¿Qué diablos se cree que está haciendo?
El marinero en cuestión estaba escurriendo su camisa a rayas para que no
estuviera tan empapada.
Se quedó inmóvil mirando fijamente al alcázar mientras los que estaban cerca se
apartaban por si acaso recibían también las iras de Haven.
Un ayudante de contramaestre gritó:
—¡Todo en orden, señor! ¡Yo le he dicho que lo hiciera!
Haven se dio la vuelta con expresión enfurecida.
Pero Bolitho había visto la gratitud de la mirada del marinero y sabía que el
ayudante de contramaestre no le había dicho que hiciera nada parecido. ¿Estaban
todos tan hartos de Haven que incluso los oficiales de mar estaban en su contra?
—¡Comandante Haven! —Bolitho vio que ya no había ira en su cara. Era
desconcertante ver como los accesos de rabia se desvanecían tan rápidamente como
le venían—. Quiero hablar con usted, si es tan amable.
El guardiamarina gritó:
—Todos han contestado la señal, señor.
Bolitho dijo:
—Este barco nunca ha entrado en acción bajo su mando ni bajo mi insignia. Si no
es mucho pedir, me gustaría que lo recordase la próxima vez que amoneste a un
hombre que ha estado corriendo de un lado a otro durante dos días y sus noches. —Le
costaba mantener el tono de voz bajo control—. Cuando llegue el momento de hacer
zafarrancho de combate en serio, usted esperará, mejor dicho, exigirá lealtad
inmediata.
Haven dijo entrecortadamente:
—Hay algunos alborotadores…
—Bien, escúcheme, comandante Haven. Todos estos hombres, buenos y malos,
santos y alborotadores, serán llamados a la lucha, ¿estoy siendo lo bastante claro? La
lealtad se la ha de ganar uno, ¡y para un comandante de su experiencia es algo que no
tendría que hacer falta que se lo recordaran! ¡De la misma manera que no tendría que
ser necesario que le recordara que no voy a tolerar a nadie la brutalidad sin sentido!
Haven le miró fijamente con los ojos echando chispas de indignación.
—¡No tengo apoyo alguno, Sir Richard! ¡Parte de la cámara de oficiales está tan
verde como la hierba, y mi segundo, el señor Parris, está más preocupado por ganarse
el favor de los hombres que por otras cosas! ¡Por Dios, le podría contar unas cuantas
cosas sobre ese!
Bolitho espetó:
—Es suficiente. Usted es mi capitán de bandera y tiene mi apoyo. —Dejó que las
palabras se apagaran—. No sé lo que le ocurre, pero si abusa de mi confianza una vez
más, ¡le pondré en el próximo barco a Inglaterra!
Parris había aparecido en cubierta y mientras las pitadas trinaban para reunir a los
gavieros para que dieran vela una vez más, miró a Bolitho y luego a su comandante.

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Haven se caló el sombrero con fuerza sobre su pelo rojizo y dijo:
—Proceda, señor Parris.
Bolitho vio que Parris se sorprendía. No había amenaza ni advertencia alguna esta
vez.
Mientras los marineros se encaramaban a los flechastes para trepar como monos y
el gallardete del tope daba un latigazo claro por primera vez dando pruebas de que el
viento estaba bajando realmente, Haven dijo con formalidad:
—Yo también tengo principios, Sir Richard.
Bolitho le dijo que se retirara y se dio la vuelta para volver a mirar la lejana isla.
Allday estaba a unos pasos de distancia. Parecía que nunca más fuera a fiarse de
dejarle solo, pensó Bolitho.
—Esas goletas de la isla son embarcaciones recias, Sir Richard —dijo Allday.
Bolitho no se volvió pero le tocó el brazo.
—Gracias, viejo amigo. Siempre sabe en qué estoy pensando. —Observó cómo
dos gaviotas planeaban por encima de las crestas de las olas, con las alas bien
extendidas y reflejando la brillante luz del sol que asomaba entre las nubes. Como el
abanico de Catherine.
Dijo desesperadamente:
—Me siento tan impotente. —Miró el marcado perfil de Allday—. Perdóneme.
No debería pasarle mi carga a usted.
Los ojos de Allday se entrecerraron mientras miraba las olas que saltaban y cuyas
largas crestas se enroscaban ante la fuerza del viento.
Era como calcular la caída de un disparo. Alto. Bajo. El siguiente daría en el
blanco.
El patrón dijo:
—La verdad es que ella habló conmigo antes de que saliéramos de puerto.
—¿Con usted? —preguntó Bolitho mirándole fijamente.
Allday parecía alterado.
—Bueno, a algunas mujeres les resulta más fácil hablar con gente como yo.
Bolitho le tocó el brazo de nuevo.
—Por favor, nada de juegos, viejo amigo.
—Me dijo que estaba muy preocupada por usted. Quería que lo supiera usted.
Bolitho dio un golpe de puño sobre la borda gastada.
—Ni siquiera intenté comprenderla. Ahora la he perdido. —Expresó sus
pensamientos en voz alta, consciente de que sólo Allday era capaz de comprenderle,
aunque no siempre estuviera de acuerdo con él.
Allday tenía la mirada ausente.
—Una vez conocí a una moza del pueblo donde estaba viviendo.
Estaba totalmente enamorada del hijo del señor del lugar, un joven muy gallardo.
Vivía para él, y este ni siquiera sabía de su existencia, el muy cabrón, con perdón, Sir
Richard.

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Bolitho le miró, preguntándose si Allday habría amado a aquella chica.
Allday dijo con sencillez:
—Un día ella se tiró delante del carruaje del señor del lugar. No pudo aguantarlo
más, supongo, y quiso demostrárselo. —Se miró las manos callosas—. Murió.
Bolitho se enjugó las gotas de agua de su cara. Para demostrárselo. ¿Era eso lo
que Catherine había hecho por él?
¿Por qué no lo había visto, aceptando que el amor nunca se conseguía por el
camino fácil? Pensó en Valentine Keen y en la joven que amaba. Había arriesgado
mucho y había ganado a causa de ello.
Oyó que Allday se alejaba, probablemente yéndose abajo para tomarse un trago
con sus amigos o con Ozzard en su despensa.
Se fue hacia popa y vio al señor Penhaligon estudiando la orientación de cada una
de las velas con sus fornidas manos en las caderas. Y a Haven mirando la aguja
haciendo un mohín mientras Parris le observaba, esperando para que le diera permiso
para que la guardia se fuera abajo.
Bolitho escuchó el regular repicar de las bombas; el viejo Hyperion les llevaba a
todos. Había visto truncarse cientos de esperanzas y montones de cuerpos
destrozados en aquellas mismas cubiertas.
Los oídos de Bolitho parecieron concentrarse en una nueva intrusión.
—¡Cañonazos! —exclamó.
Varios hombres se sobresaltaron ante la intensidad de su tono de voz; Allday, que
estaba todavía en la escala, se volvió y le miró.
Entonces, el guardiamarina de señales dijo excitado:
—¡Sí, los oigo, señor!
Haven se acercó con grandes zancadas al alcázar moviendo a un lado y a otro la
cabeza, incapaz aún de oír el ruido.
Jenour salió corriendo de debajo de la toldilla.
—¿A qué distancia? —Vio a Bolitho y se sonrojó—. ¡Discúlpeme, Sir Richard!
Bolitho se puso la mano encima de los ojos cuando el guardiamarina gritó:
—¡De la Phaedra, señor! ¡Vela al noroeste!
Bolitho vio a algunos hombres encaramándose a los obenques, olvidando su
cansancio. Por el momento.
—¿Qué puede ser, Sir Richard? —preguntó Jenour inquieto.
Bolitho dijo:
—Haga una señal a la Phaedra para que investigue. —Poco después, cuando la
brigada de señales del guardiamarina hubo izado las banderas a la verga, Bolitho
respondió—: Cañones pequeños, Stephen. Giratorios o algo parecido.
¿Cómo los había oído cuando otros a su alrededor no lo habían hecho?
—Haga una señal al Tetrarch para que se acerque al insignia —dijo.
Allday dijo con admiración:
—¡Dios, mire cómo se mueve! —Estaba observando cómo viraba la corbeta,

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mostrando su forro de cobre bajo el sol brumoso mientras largaba más velas y seguía
virando hasta navegar de ceñida amurada a babor. Y añadió—: Como su Sparrow,
¿eh, comandante? —Sonrió con cara de circunstancias—. ¡Quiero decir, Sir Richard!
Bolitho cogió un catalejo de su sitio.
—La recuerdo. Espero que el joven Dunstan aprecie el enorme regalo como una
vez hice yo.
Ninguno de los otros comprendió nada y una vez más Allday se conmovió por el
privilegio.
Bolitho bajó el catalejo. Demasiados rociones y bruma arremolinándose al viento
como si fuera humo.
¿Quizás un corsario enfrentándose a un mercante de Barbuda? ¿O sería una de las
patrullas locales haciendo frente al mar y al viento para dar caza a una corbeta
enemiga? La Phaedra pronto lo sabría. También podría ser un señuelo para alejar del
oro y de la plata sus escasas defensas.
Sonrió con amargura. ¿Cómo reaccionaría Haven ante eso? —se preguntó.

* * *

—¡Noroeste cuarta al norte, señor! —El timonel tuvo que gritar para hacerse oír
por encima del rugido del viento a través de las velas y el aparejo que hacía escorar
tanto a la corbeta que resultaba casi imposible mantenerse de pie.
El capitán de corbeta Alfred Dunstan estaba agarrado a la barandilla del alcázar y
se caló el sombrero con más fuerza sobre su despeinado cabello de color castaño
rojizo. Llevaba dieciocho meses como comandante de la Phaedra, el primer barco
bajo su mando, y con la suerte de su lado pronto podría traspasar su solitaria
charretera del hombro izquierdo al hombro derecho, como capitán de fragata y con la
vista puesta en el codiciado puesto de capitán de navío.
Gritó:
—¡Orce dos cuartas, señor Meheux! ¡Maldita sea, no le dejaremos escapar, sea lo
que sea!
Vio que el segundo y el piloto se miraban brevemente. La Phaedra parecía estar
navegando tan ceñida al viento como era capaz, de manera que sus vergas braceadas
casi al filo y sus velas henchidas se veían casi en línea con la crujía del buque, que,
escorando ostensiblemente y con la mar bullendo a la altura de las portas de los
cañones, remojaba a los marineros de torso desnudo hasta que sus cuerpos
bronceados brillaban como toscas estatuas.
Dunstan entrecerró los ojos hacia la arboladura para mirar cada una de las velas y
a sus gavieros desplegados a lo largo de las vergas, algunos sin duda acordándose de
los hombres del Obdurate que habían caído por la borda durante el temporal.
—¡En viento, señor! ¡Noroeste cuarta al oeste!

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La cubierta y el aparejo protestaban violentamente junto a los vibrantes obenques
mientras el barco escoraba aún más.
El segundo comandante, que tenía veintitrés años, un año menos que su superior,
gritó:
—¡No aguantará mucho más, señor!
Dunstan sonrió excitado. Tenía un semblante sensible con facciones puntiagudas
y una boca graciosa, y algunas personas le habían dicho que se parecía a Nelson. A
Dunstan le gustaba la comparación, cosa que él mismo había podido comprobar hacía
tiempo, como guardiamarina en el Euryalus, el primera clase de Bolitho.
—¡Al diablo con sus preocupaciones! ¿Qué es usted, una vieja?
Se rieron como colegiales, puesto que Meheux era el primo de su comandante y
los dos sabían casi a la perfección lo que el otro estaba pensando.
Dunstan apretó los labios cuando se partió un cabo en la verga de velacho con el
estruendo de un disparo de pistola. Pero dos hombres estaban ya metidos en la faena
de repararlo, y replicó:
—¡Tenemos que barloventear al máximo por si los cabrones salen corriendo y se
nos escapan!
Meheux no se lo discutió; le conocía demasiado bien. El agua se elevó por encima
del pasamano y lanzó a dos de los hombres a los imbornales entre maldiciones y
empellones. Uno chocó con un cañón trincado y se quedó inmóvil, sin sentido o con
una o dos costillas rotas. Fue arrastrado hasta una escotilla por varios hombres que se
movían casi como arañas por cubierta mientras calculaban el momento justo para
evitar el siguiente torrente de agua.
Meheux disfrutaba de aquella excitación, de la misma manera que Dunstan nunca
era tan feliz como cuando estaban lejos de las faldas de la flota o de la autoridad de
un almirante. Ni siquiera sabían qué significaban los disparos de cañón ni su fuente;
puede que descubrieran que era otro buque de guerra británico ocupado en impedir
que consiguiera su objetivo un buque enemigo rompedor de bloqueo. Si así era, esta
vez no había posibilidades de compartir la prima de presa. El otro comandante se
encargaría de ello.
Dunstan se encaramó de un salto a los flechastes de los obenques de sotavento,
pareciendo querer saltar las olas hasta sus rodillas mientras se colgaba para apuntar su
catalejo a la espera del siguiente grito desde el tope del mástil.
El vigía aulló:
—Justo por la amura de estribor, señor! —Se calló cuando el buque se levantó y
bajó rápidamente en el seno de una gran ola hasta que su mascarón de proa dorado
estuvo en remojo, como si la Phaedra se estuviera yendo a pique. La sacudida casi
debía de haber arrancado al vigía de su precaria percha.
Entonces gritó:
—¡Dos barcos, señor! ¡Uno desarbolado!
Dunstan saltó de nuevo a cubierta y sonrió mientras su sombrero chorreaba agua.

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—¡Un magnífico vigía, señor Meheux! ¡Dele una guinea!
—Es uno de mis hombres, señor —dijo sonriente el teniente de navío.
Dunstan secó su catalejo.
—Ah, bueno. ¡Pues dele una guinea al tipo!
Hubo más disparos esporádicos, pero a causa del fuerte movimiento y de las
cortinas de los rociones, era imposible establecer la posición de los otros barcos
excepto desde el tope.
La Phaedra recuperó cierta verticalidad y la gavia de mayor retumbó
violentamente cuando perdió el viento que la henchía.
—¡Gente a las brazas! ¡Arribe tres cuartas! —Dunstan soltó su agarre de la
barandilla. El viento estaba bajando considerablemente, de manera que el casco tenía
que navegar del modo más favorable para sacar la máxima ventaja.
—¡Nornoroeste, señor! ¡En viento!
—Dios mío, ahí están —murmuró Meheux.
Dunstan alzó de nuevo su catalejo.
—¡Por todos los infiernos! ¡Es aquella maldita goleta que estábamos buscando!
Meheux observó su perfil, el cabello que ondeaba bajo el estropeado sombrero
que Dunstan llevaba siempre en el mar. En una ocasión, estando bebido, Dunstan le
había confiado: «Me compraré un sombrero nuevo cuando llegue a capitán de navío,
¡no antes!».
—¿La goleta que lleva a bordo a la esposa del inspector general? —preguntó
Meheux.
Dunstan sonrió de oreja a oreja. Meheux era un oficial de confianza y prometedor.
Era un niño en lo que se refería a las mujeres.
—¡Entiendo por qué nuestro vicealmirante estaba tan preocupado!
Un hombre gritó:
—¡Van a la deriva, señor! ¡Nos han visto, Dios mío!
La sonrisa de Dunstan se desvaneció.
—¡Preparados en cubierta! ¡Cargar batería de estribor, pero sin asomarla! —Asió
el brazo del segundo—. ¡Si quieres mi opinión, creo que es un maldito pirata, Josh!
El nombre del teniente de navío era Joshua. Dunstan sólo usaba ese nombre
cuando estaba realmente excitado.
Dunstan dijo con tono de urgencia:
—Lo tomaremos primero. Ponga a algunos buenos tiradores en las cofas. Es una
estupenda pequeña bergantina, y vale alguna que otra guinea, ¿no crees? —Meheux
salió corriendo y vio los reflejos en el acero de un trozo de abordaje que estaba
siendo reunido tras las dotaciones de los cañones.
La goleta estaba desarbolada, aunque alguien había intentado montar un aparejo
de fortuna. En aquel temporal debía de haber sido una pesadilla.
Meheux volvió abrochándose su alfanje favorito.
—¿Qué pasará con los otros, señor?

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Dunstan apuntó su catalejo y luego maldijo cuando una bocanada de humo
seguida de un agudo estallido indicó que el pirata había disparado sobre su barco.
—¡Que Dios les arranque sus malditos ojos! —Dunstan levantó los brazos como
había visto hacer a Bolitho cuando se preparaba para el combate para que su patrón
pudiera abrocharle el sable a la cintura—. ¡Abrir las portas! ¡Asomar!
Se acordó de lo que Meheux acababa de preguntarle.
—Si están vivos, les recogeremos después, si no… —Se encogió de hombros—.
Una cosa es segura, ¡no se van a ir a ninguna parte!
Echó un vistazo a su alrededor e hizo una mueca de dolor cuando el pirata disparó
de nuevo y una bala cayó ruidosamente al costado. Era hora de entrar en escena.
Dunstan sacó su sable y lo sostuvo en alto sobre su cabeza. Notó como un
escalofrío le bajaba por el brazo, como si la hoja fuera de hielo. Recordaba como se
agachaba con otro guardiamarina en el alcázar del Euryalus, muerto de miedo pero
aun así incapaz de apartar la mirada mientras la enorme montaña de velas del
enemigo se elevaba por encima del pasamano. Y a Bolitho de pie en el expuesto
alcázar con su sable en el aire y todos los cabos de cañón mirándole fijamente,
sudando los desesperantes segundos que habían parecido horas. Una eternidad.
Dunstan sonrió y bajó su brazo haciendo una pequeña floritura.
—¡Fuego!
La pequeña bergantina se tambaleó y se puso proa al viento ya sin su palo
trinquete y con sus cubiertas llenas de velas desgarradas y montones de jarcia y
aparejo. Aquella andanada bien apuntada también había alcanzado al timón o matado
a los hombres que estaban junto a la rueda de éste. El buque estaba fuera de control, y
un hombre que corría hacia la toldilla con un mosquete en alto fue derribado al
momento por los tiradores de la Phaedra.
—¡Gente a la arboladura! ¡Acortar vela! ¡Aferrar la mayor! —Dunstan envainó el
sable y observó como el otro barco daba fuertes balances a sotavento de la Phaedra.
La lucha ya se había acabado—. ¡Preparados para el abordaje! —Algunos de los
marineros estaban ya encaramándose a los obenques con sus mosquetes montados y
listos para disparar, mientras otros esperaban como sabuesos impacientes para saltar y
luchar cuerpo a cuerpo. Era raro coger a un pirata. Dunstan miró a su segundo, que
estaba a punto de saltar mientras la corbeta se acercaba con decisión al costado del
enemigo. Sabía que sólo un loco se atrevería a oponer resistencia. Aquello era lo que
sus marineros hacían mejor. Si uno de los suyos caía, no darían cuartel.
Al cabo de poco se oyó una ovación irregular al ser izada la bandera roja al palo
mayor de la bergantina.
Dunstan lanzó una mirada hacia la silueta más baja de la goleta. Debía de estar
llena de agujeros y parecía a punto de irse a pique.
Con aquellas olas, salvarla implicaría arriesgar un bote.
Gritó:
—¡Señor Grant! ¡El chinchorro, y rápido! ¡No se acerque si los cabrones le

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disparan!
El bote se abrió del costado bamboleándose bruscamente, con su otro teniente de
navío intentando mantenerse en pie mientras miraba hacia la goleta. En cierto
momento miró hacia popa y se puso a gesticular alocadamente hacia la Phaedra.
Dunstan levantó la vista hacia la arboladura y se rió en alto, notando como salía
parte de la tensión acumulada.
Bolitho habría tenido algo que decir respecto a eso. Gritó:
—¡Izad la bandera! —Vio a Meheux subiendo de nuevo a bordo—. ¡Hemos
luchado sin bandera alguna, maldita sea!
Vio la cara de su primo y le preguntó:
—¿Cómo ha ido, Josh?
El oficial envainó su alfanje y soltó un largo suspiro.
—Uno de los cabrones nos ha atacado y le ha abierto un tajo en el pecho al pobre
Tom Makin, pero vivirá.
Los dos miraron como un cadáver salpicaba al caer en el agua que quedaba entre
los dos cascos.
—¡Ese no volverá a intentarlo!
Dejando marinada la presa, la Phaedra se separó de la bergantina y, con poca
vela, se dirigió hacia la goleta escorada.
Dunstan observó como el trozo de abordaje saltaba a su cubierta inclinada. Dos
hombres, obviamente piratas a los que había dejado tirados la bergantina, cargaron
contra sus hombres. El teniente de navío Grant derribó a uno con un disparo de
pistola; el otro se agachó y se escabulló hacia la escala de cámara. Un marinero
balanceó su machete y lo arrojó como una lanza. En la lente del catalejo, todo ocurría
en silencio, pero Dunstan juraría haber podido oír el grito cuando el hombre cayó de
cabeza sobre la cubierta con el machete clavado en su espalda.
—No me pondré al costado. ¡Preparados para virar por avante! ¡Preparados en
cubierta!
Dunstan bajó el catalejo, como si lo que veía fuera demasiado íntimo. La mujer,
con su vestido casi arrancado por la espalda y aun así extrañamente orgullosa, dejó
que los marineros la condujeran hacia el chinchorro. Dunstan la vio detenerse sólo
una vez cuando pasaba ante el pirata muerto por el disparo del teniente de navío. La
vio escupir sobre el cadáver y arrancarle el machete de su mano de una patada. Odio,
desprecio y rabia; pero ninguna clase de miedo.
Dunstan miró al segundo comandante.
—Pon gente al costado, Josh. Esto es algo que todos recordaremos.
Más tarde, cuando la Phaedra, con su presa detrás avanzando a duras penas,
avistó al buque insignia, Dunstan vivió otro momento que nunca iba a olvidar.
Ella se había quedado de pie a su lado envuelta en un capote encerado que le
había proporcionado uno de los marineros, con su mentón levantado y los ojos bien
abiertos mientras contemplaba el movimiento de las vergas del Hyperion y las velas

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volviendo a tomar viento en la bordada que les iba a reunir de nuevo.
Dunstan había dicho: «Voy a hacer una señal, milady. ¿Quiere que ordene al
guardiamarina que deletree su nombre?».
Ella había negado con la cabeza lentamente, con la mirada puesta en el viejo dos
cubiertas, perdiéndose casi su respuesta entre el estruendo de las velas y el aparejo.
«No, comandante, pero gracias». Y en voz aún más baja había añadido: «Él me verá.
Lo sé».
Dunstan sólo le había visto bajar la guardia una vez. El ayudante de piloto había
gritado: «¡Allá, muchachos! ¡La señora se va a pique!».
La goleta había levantado su popa y estaba girando en una vorágine de espuma y
burbujas. El casco estaba rodeado de restos flotantes y unos pocos cadáveres, cuando
de repente se hundió, como si estuviera ansioso por separarse de aquellos que lo
habían echado a perder.
Dunstan la había mirado y le había visto llevarse un abanico a su pecho. No podía
estar seguro, pero creyó verle pronunciar una palabra. Gracias.
Más tarde, Dunstan le había dicho a su primo: «Josh, que sean dos guineas. Era
más importante de lo que ninguno de los dos imaginábamos».

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X

EN PUERTO

Dos semanas después de que la Phaedra capturara la bergantina pirata y liberara a


sus prisioneros, el Hyperion y el Obdurate volvieron a Antigua.
La isla fue avistada al amanecer, pero como si quisiera burlarse de sus esfuerzos,
el viento cayó casi completamente y no fue hasta el anochecer que entraron en
English Harbour y fondearon.
Bolitho había estado en el alcázar la mayor parte de la tarde, mirando
ociosamente cómo los marineros orientaban las velas mientras la isla parecía
mantenerse siempre a la misma distancia.
En cualquier otro tiempo, habría sido un momento de orgullo. Se habían
encontrado con los barcos de la escuadra de Sir Peter Folliot, los cuales debían de
estar en esos momentos escoltando al convoy del tesoro en el resto del trayecto hasta
Inglaterra.
Los vigías habían informado finalmente de que había tres navíos de línea en
puerto y Bolitho supuso que eran los otros barcos de su escuadra, con sus
comandantes preguntándose sin duda sobre su futuro inmediato bajo la insignia del
vicealmirante.
Eso también debería de haber sido un tónico después de la tensión de escoltar al
tesoro y librar un combate diario con el tiempo. Ahora, Bolitho agradecía en cierta
manera que la reunión con sus nuevos comandantes no se celebrara hasta el día
siguiente, un encuentro en el que se escrutarían y calibrarían mutuamente.
Cuando, finalmente, ambos dos cubiertas fondearon, Bolitho se dirigió a sus
aposentos, a la gran cámara que tan distinta y llena de vida estaba con aquellas
lámparas encendidas.
Se fue hasta los ventanales de popa y se asomó sobre el agua cada vez más oscura
para contemplar la soberbia puesta de sol, pero su mente estaba todavía aferrada al
momento en que Catherine había subido al barco con el tosco capote encerado.
No le parecía posible que ella hubiera estado allí en aquella misma cámara, a
solas con él.
A solas con él y aun así a una distancia prudente. Caminó por la cámara y miró
hacia su camarote, el cual le había cedido a Catherine durante su breve estancia a
bordo. Debía de haber todavía algún rastro de su presencia. Un leve olor de su
perfume, alguna prenda quizás olvidada al irse al buque insignia del almirante Folliot
cuando las dos formaciones se habían encontrado.
Bolitho se acercó al aparador de vino de magnífica caoba y pasó los dedos sobre
él. Hecho por uno de los mejores artesanos, aquel había sido el regalo de Catherine
tras los avatares que les habían hecho conocerse y que habían culminado llevándola a

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Londres, donde la había visto por última vez hasta su reciente encuentro en Antigua.
Sonrió con tristeza al recordar la desaprobación de su viejo amigo Thomas Herrick de
su relación con Catherine, después de saber que era ella quien se lo había regalado.
Fue cuando le nombraron su capitán de bandera, en el Lysander.
Herrick había sido siempre un amigo fiel, pero había desconfiado de cualquier
persona o asunto que creyera que podía perjudicar el nombre y la carrera de Bolitho.
Incluso el joven Adam se había visto afectado por la relación con esa mujer durante
aquel breve y preciado periodo. Se había batido en duelo con otro exaltado teniente
de navío en Gibraltar en defensa de la reputación de su tío. Parecía como si todas las
personas a quienes Bolitho quería salieran dañadas o heridas por el contacto.
Se dio la vuelta, miró a lo largo de la cámara y vio la sombra del centinela de
infantería de marina a través de una rendija de la puerta del mamparo. Ella había
estado allí de pie, completamente inmóvil, sólo traicionada por su respiración rápida
y sin control mientras miraba a su alrededor con la casaca cerrada hasta el cuello
como si tuviera frío.
Entonces se había fijado en el aparador, y por un momento Bolitho había visto
como le temblaba la boca.
Él había dicho bajando la voz: «Va a todas partes conmigo».
Entonces, ella se le había acercado y le había puesto la mano en la cara. Cuando
él había hecho ademán de rodearla con sus brazos, ella había negado con la cabeza
con algo cercano a la desesperación.
«¡No! Ya es bastante difícil estar aquí en esta situación. No lo empeores. Sólo
quiero mirarte. Decirte cuánto significa para mí estar viva gracias a ti. Dios, el
destino, no sé qué es; una vez nos hizo estar juntos. Y ahora temo lo que pueda
depararnos».
Había visto la gran rasgadura de su vestido y le había preguntado: «¿Quieres que
lo haga coser? Y tu criada, ¿dónde está?».
Ella se había alejado sin apartar la mirada de él. «María está muerta. Han
intentado violarla. Se ha resistido sólo con sus manos y la han matado, la han
ejecutado como a un animal indefenso». Y había añadido despacio: «Tu pequeño
barco ha llegado a tiempo, esto es, para mí. Pero me he asegurado de que algunos de
esos cerdos asquerosos no vuelvan a tener ocasión de hacer daño a nadie». Se había
mirado las manos y el abanico manchado que sostenía en una de ellas. «¡Pido a Dios
poder estar allí cuando hagan danzar en sus sogas a esas alimañas!».
La puerta del mamparo se abrió ligeramente y Jenour se asomó y le miró.
—¡Ha sido avistado el bote del comodoro, Sir Richard! —Sus ojos recorrieron la
cámara. Puede que también él la viera aún allí.
—Muy bien. —Bolitho se sentó y miró la cubierta que quedaba entre sus pies.
Glassport era el último hombre que quería ver ahora.
Pensó en aquel momento final en que la había acompañado al gran tres cubiertas
de Sir Peter Folliot.

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El almirante era un hombre delgado y de aspecto enfermizo, pero seguía teniendo
la cabeza ágil y lúcida. A pesar de las malas comunicaciones, parecía saberlo todo
acerca de los preparativos para la incursión en La Guaira y del montante del botín
casi hasta la última moneda de oro.
«Una buena aventura, ¿eh?». Había saludado a Catherine con gran cortesía y
había anunciado que la pondría bajo el cuidado de uno de sus mejores capitanes de
fragata para que la llevara a Antigua con su marido lo más rápidamente posible.
Puede que también supiera algo de aquello, pensó Bolitho.
Había observado como la potente fragata de cuarenta y cuatro cañones largaba
sus velas para alejarla de él por última vez, y se había quedado en cubierta hasta que
solamente se vieron los juanetes como conchas rosadas por encima del horizonte en
aquel atardecer.
El gran buque de la carrera de Indias se había ido del puerto, y se imaginó a
Catherine con su marido alejándose cada vez más con cada vuelta de ampolleta.
La puerta se volvió a abrir y el comandante Haven entró en la cámara.
—Estoy a punto de recibir al comodoro, Sir Richard. ¿Hago una señal a los
comandantes para que se presenten a bordo mañana por la mañana?
—Sí. —Era todo tan vacío, tan fríamente formal. Como si hubiese un gran muro
entre ellos.
Bolitho volvió a intentarlo.
—He oído que su esposa estaba esperando un hijo, comandante Haven.
—Recordó lo tenso que había estado Haven desde que recibiera las cartas del
bergantín correo. Como un hombre en trance; incluso había permitido que Parris se
encargara de los asuntos del barco en su lugar.
Haven frunció el ceño.
—¿De quién lo ha oído, Sir Richard, si me permite la pregunta?
Bolitho suspiró.
—¿Importa eso?
Haven miró a lo lejos.
—Es un niño.
Bolitho vio como sus dedos se aferraban con fuerza a su sombrero con escarapela.
Haven se estaba poniéndose nervioso.
—Le felicito. Debe de haberle tenido preocupado gran parte del tiempo.
Haven tragó saliva.
—Sí, ehh, gracias, Sir Richard…
Por suerte, se oyeron los gritos de unas órdenes desde el alcázar y Haven casi
salió volando de la cámara para recibir al comodoro Glassport a bordo.
Bolitho se puso en pie cuando Ozzard entró con su casaca de uniforme. ¿Era el
niño en realidad hijo de Parris? —se preguntó. Si así fuera, ¿cómo resolverían el
asunto?
Miró a Ozzard.

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—¿Le he agradecido los buenos cuidados que ha dispensado a nuestra invitada
mientras estaba entre nosotros?
Ozzard cepilló una mota de polvo de la casaca. Había zurcido el vestido rasgado
de Catherine. Sus aptitudes parecían no tener límite.
El pequeño hombre mostró una tímida sonrisa.
—Lo ha hecho, Sir Richard. Ha sido un placer. —Abrió un cajón y sacó el
abanico que había traído con ella al venir de la goleta que estaba a punto de
naufragar.
—Se ha dejado esto. —Se estremeció bajo la mirada de Bolitho—. L-lo he
limpiado. Había un poco de sangre en él, ya sabe.
—«¿Se lo ha dejado?» —Bolitho cogió el abanico y lo miró, recordando la
expresión de ella cuando lo tenía en sus manos. Se apartó de una lámpara cuando su
ojo izquierdo se empañó muy ligeramente. Y repitió—: ¿Se lo ha dejado?
Ozzard le miró con inquietud.
—Con las prisas. Supongo que se lo ha olvidado.
Bolitho aferró con fuerza el abanico. No, no se lo había olvidado.
Se oyeron unas pisadas al otro lado de la puerta y entró en la cámara el comodoro
Glassport seguido del capitán de bandera y Jenour. El semblante de Glassport estaba
de un vivo color rojo, como si hubiera estado corriendo cuesta arriba.
Bolitho dijo:
—Siéntese. ¿Un poco de clarete, quizás?
Glassport pareció revivir al oír la palabra.
—Me encantará una copa, Sir Richard. Maldita sea, demasiada excitación, ¡creo
que tendría que haberme retirado hace mucho!
Ozzard llenó sus copas y Bolitho dijo:
—Por la victoria.
Glassport extendió sus gruesas piernas y se relamió los labios.
—Un excelente clarete, Sir Richard.
Haven comentó:
—Hay algunas cartas, Sir Richard; llegaron en el último buque correo.
—Observó como Jenour dejaba un pequeño paquete de cartas sobre la mesa, junto
al codo de Bolitho.
—Rellene las copas, Ozzard —dijo Bolitho. Y añadió enseguida—: Si me
disculpan, caballeros.
Abrió una carta. Reconoció la letra de Belinda inmediatamente.
Su mirada se movía rápidamente por la carta, de manera que tuvo que parar y
empezar de nuevo.
Mi querido esposo. Era como si la carta fuera para algún otro. Belinda explicaba
brevemente su última visita a Londres y decía que ahora estaba en una casa que había
alquilado esperando su visto bueno. Elizabeth había cogido un resfriado, pero ya
estaba bien y se le notaba que le gustaba la niñera que había contratado. El resto de la

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carta se refería a Nelson y a cómo toda la nación dependía de él como bastión entre
los franceses e Inglaterra.
—¿No hay malas noticias, Sir Richard? —preguntó Jenour en voz baja.
Bolitho se metió la carta en el bolsillo interior de su casaca.
—A decir verdad, Stephen, no sabría decirlo.
No había noticia alguna de Falmouth ni de la gente que él conocía de allí de toda
la vida. Ninguna preocupación, ni siquiera ira ni remordimientos por la manera en
que se habían separado.
Glassport dijo con voz pastosa:
—Aquí está todo un poco más tranquilo ahora que se ha ido el inspector general
del rey. —Se rió entre dientes con ganas—. No me gustaría verme enfrentado a él.
—El suyo es un mundo diferente —dijo Haven con cierto remilgo—. Realmente
no es el mío.
Bolitho dijo:
—Veré a mis comandantes mañana… —Miró a Glassport—. ¿Cuánto tuvo que
esperar el buque de la Compañía de Indias para salir?
Glassport le miró detenidamente, con su mente ya nublada por las diversas y
generosas copas de clarete.
—Se fue cuando amainó el temporal, Sir Richard.
Bolitho se puso en pie sin darse cuenta. Debía de haber oído mal.
—¿Sin esperar a Lady Somervell? ¿En qué barco tomó pasaje tras llegar con la
fragata? —Seguramente incluso Somervell, tan ansioso por entregar en persona el
tesoro a Su Majestad, debía de haber esperado hasta asegurarse de que Catherine
estaba sana y salva.
Glassport percibió su repentina inquietud y dijo:
—Ella no se ha marchado, Sir Richard. Todavía estoy esperando sus
instrucciones. —Parecía confuso—. Lady Somervell está en la casa.
Bolitho volvió a sentarse, y entonces lanzó una mirada hacia el abanico que
estaba en el aparador de vino.
Dijo:
—Una vez más, les ruego me disculpen, caballeros. Hablaré con ustedes mañana.
Mientras escuchaba el estruendo de las pitadas y los golpes de la lancha de
Glassport al costado, se fue hasta los ventanales de popa y se quedó mirando
fijamente hacia tierra. Se veían pequeños puntitos de luz en el puerto y en las casas de
detrás. Había un lento y vitreo mar de fondo que hacía escorar el pesado casco del
Hyperion lo suficiente para hacer que el aparejo y los motones se movieran
agitadamente. También había unas pocas estrellas. Bolitho se entretuvo en contarlas
para contener la repentina comprensión que momentos antes había sido incredulidad.
«¿Lo iba a arriesgar todo?». La voz pareció formular la pregunta en voz alta.
Jenour volvió a entrar silenciosamente y Bolitho vio su reflejo en el grueso vidrio
de al lado.

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—Vaya a buscar a Allday, si es tan amable, Stephen, y reúna a la dotación de mi
lancha. Me voy a tierra inmediatamente.
Jenour vaciló, reacio a contraponer sus opiniones a la súbita determinación de
Bolitho.
Jenour le había observado mientras Glassport hablaba de la mujer que la Phaedra
había arrancado de las garras del mar y de lo cerca que había estado de la violación
brutal y la muerte. Había sido como ver una luz reavivada, como una nube que se
alejaba.
—¿Puedo decir algo, Sir Richard? —preguntó.
—¿Alguna vez le he impedido hacerlo, Stephen? —Se volvió ligeramente,
percibiendo las dudas y la incomodidad del joven oficial—. ¿Es acerca de mi
desembarco?
—No hay un solo hombre bajo su insignia que no diera su vida por usted, Sir
Richard —respondió Jenour con voz ronca.
—Lo dudo —dijo Bolitho. Captó inmediatamente la consternación de Jenour y
añadió—: Por favor, continúe.
—Tiene usted intención de visitar a la dama, Sir Richard —afirmó Jenour. Se
quedó en silencio, esperando una réplica instantánea. Puesto que Bolitho no decía
nada, prosiguió—: Mañana lo sabrá toda la escuadra. Y dentro de un mes, toda
Inglaterra tendrá noticia de ello. —Bajó la mirada y dijo—: S-siento hablar de esta
manera. No tengo derecho. Es solamente que me preocupa mucho.
Bolitho le asió el brazo y lo sacudió suavemente.
—Hace falta coraje para hablar como usted lo ha hecho. Según un viejo enemigo,
John Paul Jones, «el que no arriesga no puede ganar». Cualesquiera que fueran sus
defectos, la falta de coraje no era uno de ellos. —Sonrió con gravedad—. Sé cuál es
el riesgo, Stephen. Ahora tráigame a Allday.
Al otro lado de la puerta de la repostería, Ozzard retiró la oreja de la cerradura y
asintió muy despacio.
Dio gracias por haber encontrado el abanico.

* * *

Bolitho apenas se fijó en nada mientras caminaba con paso decidido en la


penumbra dejando el puerto a su espalda. Sólo una vez se detuvo para recuperar el
aliento y para sondar sus sentimientos y considerar el alcance de sus actos. Miró los
buques fondeados, con sus portas abiertas brillando sobre el suave oleaje, y la silueta
más grande y más oscura del Ciudad de Sevilla. ¿Qué sería de él? ¿Se sumaría a la
flota, se vendería a alguna compañía mercante rica o se ofrecería en intercambio a los
españoles en un intento de recuperar la Consort? Esto último era poco probable. Los
Dons ya se sentirían bastante humillados por la pérdida del buque tesoro y la

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destrucción de otro bajo su fortaleza sin tener que añadir nada más.
Cuando llegó a la tapia blanca de la casa, se volvió a parar, consciente del latir de
su corazón contra sus costillas y de que no tenía ningún plan en mente. Quizás ella ni
siquiera le recibiera.
Subió por la entrada de carruajes y entró por la puerta principal, que estaba
abierta para que entrara algo de brisa en la casa. Un criado dormido, acurrucado en
una silla alta de mimbre junto a la entrada, ni siquiera se movió al pasar Bolitho.
Se detuvo en la entrada llena de columnas, viendo en la penumbra un gran tapiz
iluminado por dos candelabros. Estaba todo en silencio y parecía que no corriera ni
una gota de aire.
Bolitho vio una campanilla sobre un baúl tallado al lado de otra puerta y jugó con
la idea de hacerla sonar. En aquel último combate a bordo del buque tesoro, la muerte
había sido su compañera constante, pero eso no le era extraño. No había sentido
ninguna clase de miedo, ni tan solo después. Asió con fuerza la empuñadura de su
sable. ¿Dónde estaba aquel coraje ahora que lo necesitaba de verdad?
Puede que Glassport se hubiera equivocado y ella se hubiese ido de allí, esta vez
por tierra, a St. John’s. Ella tenía amigos allí. Se acordó de la preocupación de Jenour
y del silencio expectante de Allday mientras la lancha le llevaba al embarcadero.
Unos infantes de marina de servicio se habían esforzado por adoptar la posición más
parecida a la de firmes al comprobar que su vicealmirante había bajado a tierra sin
mediar aviso.
«Le esperaré, Sir Richard», había dicho Allday. A lo que él había respondido:
«No. Puedo llamar a un bote cuando necesite uno».
Allday había observado como se marchaba. Bolitho se preguntó qué pensaría de
aquello. Probablemente lo mismo que Jenour.
—¿Quién es? —Bolitho se volvió y la vio en la escalera curvada, enmarcada por
otro oscuro tapiz. Llevaba un vestido claro y holgado y estaba muy quieta con una
mano en la barandilla y la otra oculta tras el vestido.
Entonces, ella exclamó:
—¡Tú! N-no sabía…
No hizo ademán alguno de bajar y Bolitho subió lentamente por la escalera hacia
ella.
—Acabo de saberlo —dijo Bolitho—. Creía que te habías ido. —Se detuvo con
un pie en el siguiente escalón, temeroso de que ella se diera la vuelta y se fuera—. El
buque de Indias salió sin ti. —Tuvo mucho cuidado de no mencionar a Somervell por
su nombre—. No podía soportar pensar que estabas aquí. Sola.
Ella se movió y Bolitho se dio cuenta de que empuñaba una pistola.
—Dámela —dijo. Se acercó y tendió la mano—. Por favor, Kate.
La cogió de entre sus dedos y vio que el percutor estaba montado, lista para ser
disparada. Dijo bajando la voz:
—Ahora estás a salvo.

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—Ven al salón —dijo Catherine. A Bolitho le pareció ver un leve temblor en ella
—. Hay más luz.
Bolitho le siguió y esperó a que ella cerrara la puerta tras ellos. Era una estancia
bastante agradable, aunque parecía muy poco personal; demasiado a menudo estaba
ocupada por visitas y extraños.
Bolitho dejó la pistola en una mesa y observó como ella cerraba los postigos de
las ventanas, donde algunas mariposas de luz golpeteaban contra el cristal en busca
de luz.
Ella no le miró.
—Siéntate ahí, Richard. —Movió la cabeza ligeramente de un lado a otro—.
Estaba descansando. Tengo que arreglarme el cabello. —Entonces se dio la vuelta
para mirarle larga y detenidamente, como si quisiera encontrar una respuesta a alguna
pregunta.
Ella dijo:
—Sabía que no me esperaría. Se tomó su misión muy seriamente, la puso por
encima de todo lo demás. Fue culpa mía. Sabía lo importante que era el asunto para él
una vez convertiste en realidad el plan. No debería haberme ido en la goleta. —
Repitió lentamente—: Sabía que no me esperaría.
—¿Por qué lo hiciste?
Ella miró a lo lejos y Bolitho vio que su mano tocaba el picaporte de la otra
puerta, que estaba en la penumbra, lejos de las luces.
—Quería irme de allí.
—Podrías haber muerto y entonces…
Ella se volvió de golpe, con los ojos brillantes en la semioscuridad.
—¿Y entonces? —Ella tiró la cabeza hacia atrás con rabia—. ¿Te planteaste tú
eso también cuando te fuiste a por el Ciudad de Sevilla? —El nombre del barco
pareció entrometerse como una tercera persona. Lo había pronunciado con mucha
facilidad, un cruel recordatorio de que había estado casada con un español. Y
prosiguió—: Alguien de tu valía y tu rango, ¡tú sabías muy bien el enorme riesgo que
corrías! Lo sabías, puedo verlo en tu cara, sabías que podías mandar a cualquiera de
tus comandantes. ¡Tú eras capitán de navío cuando apresaste el barco en que iba yo
cuando nos conocimos!
Bolitho se había puesto en pie y durante unos segundos se miraron el uno al otro,
los dos heridos y vulnerables.
Ella dijo de pronto:
—No te vayas. —Entonces desapareció por la otra puerta aunque Bolitho ni
siquiera vio cómo la abría y la cerraba.
«¿Qué se esperaba?». Era un estúpido, y aún lo parecía más. Le había hecho daño
a Catherine, demasiado.
Su voz pareció venir de lejos.
—Me he arreglado un poco el pelo. —Ella esperó a que él mirara hacia la puerta

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—. Todavía no está muy bien. Ayer y hoy he caminado por la playa y el aire salado es
cruel con las mujeres presumidas.
Bolitho miró su vestido claro y largo. En la penumbra parecía estar flotando como
un fantasma.
Ella dijo:
—Un vez me diste una cinta para el pelo, ¿te acuerdas? Me la he puesto. —Movió
la cabeza de manera que uno de sus hombros desapareció de la vista, tapado por su
largo cabello oscuro—. ¿La ves? ¿O ya te has olvidado?
Él respondió en voz baja:
—Nunca. Te gustaba mucho el color verde. Me costó encontrarla… —Se calló
cuando ella extendió los brazos y corrió hacia él. Pareció ocurrir en un segundo. Un
momento antes, ella estaba allí junto a la puerta y al siguiente abrazada a él, con la
voz apagada contra su casaca mientras agarraba sus hombros como queriendo
controlar su súbita desesperación.
Ella exclamó:
—¡Mírame! Por Dios, Richard, te he mentido, ¿no lo ves?
Bolitho la volvió a abrazar y apretó su mejilla contra su cabello. No era la cinta
que le había comprado en Londres a la anciana que las vendía. Esta era de color azul
fuerte.
Ella subió la mano por su cuello y se la puso en la cara. Cuando ella levantó la
vista, sus ojos estaban llenos de emoción y de pena.
Ella susurró:
—No lo sabía, Richard. Entonces, antes de que te fueras con el convoy, oí algo de
ello, de cómo tú… —Tenía su cara entre sus manos—. ¡Oh, querido mío, tenía que
estar segura, saberlo!
Bolitho la abrazó con más fuerza y puso su cabeza sobre el hombro de Catherine.
Debía de haber sido Allday. Sólo él correría el riesgo.
Le oyó susurrar a ella:
—¿Cómo está tu ojo?
—Me he acostumbrado. Me falla sólo a veces. Como cuando estabas ahí en la
penumbra. —Trató de sonreír.
—Veo que disimulaba en vano.
Ella se echó hacia atrás entre sus brazos y le miró.
—Y cuando viniste a la recepción y casi te caíste en el escalón. Debería haberlo
sabido, ¡tendría que haber comprendido!
Bolitho vio los sentimientos que inundaban su cara.
—Me iré si así lo deseas —dijo él.
Ella le soltó un brazo.
—Debe de haber gente que pueda ayudarte —dijo ella pensando en voz alta
mientras caminaban por la sala, como enamorados en un parque tranquilo.
Apretó la muñeca de Catherine contra su costado.

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—Dicen que no hay nada que hacer.
Ella se volvió hacia él.
—Seguiremos intentándolo. Siempre hay esperanza.
—El saber que te preocupa tanto lo significa todo para mí —dijo medio
esperando que ella le interrumpiera, pero se quedó completamente inmóvil, con sus
manos en las suyas, de modo que sus sombras unidas parecieron danzar por las
paredes—. Ahora que estamos juntos, no quiero perderte nunca. Debe sonar a locura,
como el balbuceo de un joven enamorado. —Las palabras fluían de su interior y ella
parecía saber cuánto necesitaba hablar—. Pensaba que mi vida era una ruina, y sabía
que le había hecho un daño terrible a la tuya. —Entonces, ella hizo ademán de hablar
pero él le movió las manos—. No, es todo verdad. Estaba enamorado de un fantasma.
La constatación de ello me desgarró por dentro. Alguien sugirió que tenía deseos de
morir.
Ella asintió lentamente.
—Puedo imaginarme quién lo hizo. —Le miró fijamente a los ojos, sin miedo—.
¿Comprendes de verdad lo que estás diciendo, Richard? ¿Cuánto te estás
arriesgando?
Él asintió.
—Más arriesgas tú, Kate. Me acuerdo de lo que dijiste acerca del
encaprichamiento de Nelson.
Ella sonrió por primera vez.
—Que te llamen puta es una cosa; pero serlo es algo muy diferente.
Él le apretó aún con más fuerza las manos.
—Hay tantas cosas…
Ella se soltó.
—Deben esperar. —Tenía los ojos muy brillantes—. No podemos.
—Llámame como me has llamado hace un momento —dijo él.
—¿Querido mío? —Se desató la cinta de su pelo y lo dejó suelto sobre su hombro
—. Estuviera donde estuviera o hiciera lo que hiciera, Richard, siempre has sido eso
para mí. —Le miró atentamente—. ¿Me quieres? —Él se le acercó para abrazarla
pero ella se echó atrás y dijo—: Ya me has contestado. —Señaló hacia la otra puerta
—. Necesito sólo un momento, sola.
Sin ella, la habitación parecía extraña y hostil. Bolitho se quitó la casaca y el
sable, y como ocurrencia de último momento corrió el pestillo de la puerta. Su mirada
se posó en la pistola y desamartilló el percutor mientras veía la cara de Catherine al
verle en la escalera. Sabía que ella habría disparado a la primera señal de peligro.
Entonces se fue hacia la otra puerta y la abrió, olvidando la penumbra y los
miedos al verla sentada en la cama, con su cabello brillando bajo la luz de las velas.
Ella le sonrió con las rodillas en la barbilla, como una niña.
—Así que el orgulloso vicealmirante se ha ido y mi osado capitán de navío ha
ocupado su lugar.

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Bolitho se sentó a su lado y entonces le empujó suavemente por los hombros
hasta que quedó echada en la cama.
Llevaba un camisón largo de seda color marfil, cerrado por debajo de su garganta
con una fina cinta. Ella le miró a los ojos mientras estos exploraban su cuerpo, quizás
recordando cómo era en su día.
Luego, ella le cogió la mano y se la llevó al pecho, apretando sus dedos, hasta que
él creyó que debía de estar haciéndose daño.
—Tómame, Richard —susurró ella. Movió la cabeza de un lado a otro muy
despacio—. Sé de qué tienes miedo ahora, pero te lo aseguro, no es por lástima, es
por el amor que nunca he entregado a ningún otro hombre.
Ella apoyó sus brazos extendidos por ambos lados y miró cómo él le desataba la
cinta y empezaba a quitarle el camisón.
Bolitho podía notar como la sangre circulaba a toda prisa en su mente; a la vez,
también se sintió momentáneamente como un espectador al descubrir sus pechos y
sus brazos, dejándola desnuda hasta la cintura.
—¿Quién te ha hecho esto? —preguntó entrecortadamente.
Su hombro derecho estaba morado, en una de las peores contusiones que había
visto nunca.
Pero ella alargó su brazo y le bajó la cabeza, acercando su boca a la suya y
respirando desenfrenadamente como él.
—Un Brown Bess[5] tiene un temible retroceso, ¡como la coz de una mula!
Debía de haber disparado con dicho mosquete cuando los piratas atacaron la
goleta. Se acordó también de la pistola.
El beso fue interminable. Fue como compartirlo todo en un momento, aferrándose
al mismo sin querer que terminara nunca pero incapaces de aguantarse ni un segundo
más.
Oyó como ella daba un grito ahogado cuando él tiró el camisón al suelo y vio
como sus puños se cerraban al tocarla prolongando la acuciante necesidad que tenían
el uno del otro.
Ella observó cómo él se desvestía y le tocó la cicatriz del hombro, recordándola
también, así como la fiebre que le había ayudado a contener.
—No me importa lo que pase después, Richard —dijo ella con voz ronca.
Vio que ella le miraba mientras su sombra le cubría como si fuera una capa.
—Ha sido una espera tan larga… —masculló ella resultando casi imperceptibles
las últimas palabras a causa de la pasión desatada de los dos cuerpos.
Algo más tarde, mientras seguían abrazados el uno al otro contemplando el humo
de las velas titilantes, ella dijo en voz baja:
—Necesitabas amor. Mi amor. —Él la estrechó más fuerte cuando ella añadió—:
A quién le importa el mañana.
Él le susurró en sus cabellos:
—Lo haremos nuestro también.

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Abajo en el embarcadero, Allday estaba confortablemente sentado en un noray de
piedra y empezó a llenar con tabaco su nueva pipa. Había enviado la lancha de vuelta
al barco.
Bolitho no la necesitaría todavía, pensó. El tabaco era aromático y estaba
empapado de ron para darle más cuerpo. Allday se había deshecho de la lancha pero
decidió que él también quería quedarse en tierra. Por si acaso.
Dejó en el suelo del embarcadero una botella de ron y dio una chupada con
satisfacción a su nueva pipa de barro.
Quizás hubiera un Dios en el cielo, después de todo. Lanzó una mirada hacia la
casa de tapias blancas que estaba a oscuras.
Sólo el cielo sabía cómo acabaría aquel pequeño grupo de personas, pero en el
momento presente, que era lo único que podía hacer abrigar alguna esperanza a
cualquier pobre marinero, las cosas parecían estar mejorando para Nuestro Dick.
Sonrió y alargó la mano hacia la botella. «Y sé lo que me digo».

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SEGUNDA PARTE

Gibraltar 1805

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XI

LA CARTA

El buque de Su Majestad Británica Hyperion escoró muy ligeramente al hacer


otro bordo más, quedando su afilado botalón casi derecho al este.
Bolitho, que estaba en la batayola del alcázar, observaba la gran masa de
Gibraltar que se alzaba por la amura de babor con un color azul difuso bajo el
resplandor de la tarde. Estaban a mediados de abril.
Los hombres se movían con afán por las cubiertas mientras los oficiales
comprobaban la orientación de cada una de las velas, quizás conscientes de aquella
impresionante visión. No habían tocado tierra en seis semanas, desde que la escuadra
saliera de English Harbour.
Bolitho cogió un catalejo y lo apuntó hacia el Peñón. Si los españoles conseguían
alguna vez recuperar aquella fortaleza natural, podrían cerrar el Mediterráneo con la
facilidad con que se da un portazo.
Dirigió el catalejo hacia los numerosos barcos que parecían descansar al pie del
Peñón mismo. Parecían más pequeños insectos que buques de guerra. Era entonces
cuando un recién llegado podía percibir el tamaño del Peñón y la distancia a la que
todavía estaba aquella escuadra que avanzaba lentamente.
Miró por el través. Navegaban tan cerca de la costa de España como la prudencia
les permitía. La luz del sol creaba intensos reflejos a través de la bruma. Podía
imaginarse cuántos catalejos debían de estar observando la pequeña procesión de
barcos como ojos invisibles. «¿A dónde iban? ¿Con qué propósito?». Los jinetes
llevarían la información a los mandos y puestos de observación. Los Dons podían
estudiar las idas y venidas con facilidad en aquella parte del Estrecho.
Como recalcando sus pensamientos, oyó que Parris le decía a uno de los
guardiamarinas del alcázar:
—Fíjese bien, señor Blessed. Allí está el enemigo.
Bolitho se puso las manos a la espalda y pensó en los últimos cuatro meses, desde
que su nueva escuadra se reuniera finalmente en Antigua. Desde que Catherine
tomara pasaje para Inglaterra. La despedida había sido más difícil de lo que pensaba,
y todavía le dolía como una herida abierta.
En ese tiempo, ella le había enviado una carta. Una cálida y apasionada carta,
parte de sí misma. No tenía que preocuparse. Volverían a encontrarse pronto. No
tenía que haber escándalo alguno. Como siempre, ella estaba pensando en él.
Bolitho le había escrito a su vez, y también le había enviado una carta a Belinda.
El secreto pronto se sabría, si es que no se sabía ya; aunque no fuera un asunto
honroso, lo correcto era que ella se enterara por él.
Se fue hacia popa y vio que el timonel bajaba la vista al mirarle. Subió por una de

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las escalas de la toldilla y alzó de nuevo el catalejo para observar los barcos que les
seguían por popa. Se habían enfrascado en la tarea de lograr que los barcos de la
escuadra se acostumbraran a la manera de hacer y las peculiaridades de su almirante.
Había cuatro navíos de línea, todos de tercera clase y, para un ignorante de tierra
adentro, todos exactos al Hyperion. Aparte del Obdurate, los demás no conocían las
normas de conducta de Bolitho, pero al verlos ahora, podía sentir orgullo en vez de
impaciencia.
Por barlovento y bajo el ligero viento del noroeste, vio a la pequeña corbeta
Phaedra, que navegaba tan cerca como osaba de la costa española, posiblemente
esperando Dunstan que un mercante enemigo se descuidara y estuviera al alcance de
sus cañones.
Quizás la incorporación mejor recibida fuera la fragata de treinta y seis cañones
Tybalt, que había llegado de Inglaterra justo a tiempo para unirse a la escuadra. Al
mando de la misma estaba un fogoso escocés llamado Andrew McKee, que estaba
acostumbrado a moverse con cierta independencia. Bolitho comprendía aquella
sensación aunque no pudiera aprobarla. La vida de cualquier capitán de fragata era
quizás la más alejada y monacal de todas. En un barco abarrotado de gente,
permanecía solo tras el mamparo de su cámara, cenando sólo ocasionalmente con sus
oficiales y completamente aislado de otros barcos e incluso de los hombres que
mandaba. Bolitho sonrió. Por el momento no gozaba de demasiada independencia.
No habían hecho gran cosa más en el Caribe. Habían llevado a cabo unos cuantos
ataques poco decisivos contra embarcaciones y puertos enemigos, pero tras la
temeraria incursión y captura del buque tesoro en La Guaira, todo lo demás parecía
poca cosa. Tal como había dicho Glassport cuando la escuadra se disponía a salir
hacia Gibraltar, «después de esto, la vida nunca será igual».
En más de un sentido, pensó Bolitho.
Marcharse de Antigua le había causado una extraña sensación, la de que nunca
volvería a ver las islas otra vez. Las islas de la Muerte, tal como las llamaban las
desafortunadas guarniciones del ejército allí asentadas. Ni siquiera el Hyperion había
sido inmune a la fiebre. Tres marineros que trabajaban en tierra habían caído
enfermos y habían muerto con la incredulidad del animal que va a ser sacrificado.
Bajó la escala de toldilla cuando Haven cruzó la cubierta para hablar con el piloto
Penhaligon.
Este último comentó con seguridad:
—El viento sigue soplando a favor, señor. Fondearemos a las ocho campanadas.
Haven seguía muy encerrado en sí mismo y, aparte de algunos arrebatos de
intensa ira, parecía satisfecho dejando las cosas en manos de Parris. Era una relación
tensa y llena de recelo que debía de afectar a toda la cámara de oficiales. Y aun así,
cuando llegaron las órdenes con el bergantín correo fueron bien recibidas. La
tormenta seguía acechando sobre Europa, con las partes enfrentadas pendientes y a la
espera de una campaña de guerra, aunque fuera solamente una única batalla que

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pudiera inclinar la balanza.
La fragata capturada, la Consort, rebautizada como Intrépido, se había escapado
de puerto sin ser vista y sin obstáculos. Se decía que también había ido a España para
sumar su fuerza a la importante flota de Su Majestad Católica. Y también sería una
inyección de moral para sus gentes. Era una presa arrebatada a los ingleses, los cuales
estaban tan necesitados de fragatas como siempre.
Bolitho miró fijamente el imponente Peñón. A Gibraltar para recibir órdenes.
¿Cuántas veces había leído aquellas palabras? Miró a lo largo de la concurrida
cubierta principal, donde los hombres orientaban las vergas o miraban con ojos
entrecerrados las velas inquietas. Había sido en Gibraltar donde había visto al
Hyperion por primera vez, cuando apenas había empezado aquella guerra
interminable. ¿Se preguntaban los barcos sobre sus destinos? Junto a los botes
apilados, vio a Allday, que estaba sin hacer nada con el sombrero bajado para
proteger sus ojos del fuerte resplandor. Estaría también recordando. Bolitho vio como
su patrón se ponía una mano en el pecho y hacía una mueca de dolor, echando un
vistazo luego a su alrededor para asegurarse de que nadie le había visto. Siempre le
dolía, pero eso no le impedía seguir con la vida de siempre. Debía de estar pensando
en su hijo, en la chica de la posada de Falmouth; en el último combate, o en el
próximo.
Allday se volvió y levantó la vista hacia el alcázar. Fue sólo una breve mirada
pero significaba más, como si supiera qué estaba pensando Bolitho.
Como aquel amanecer en que había bajado al embarcadero tras dejar a Catherine.
Allday estaba allí y se había llevado los dedos a la boca para hacer sonar su
penetrante silbido, que dejaba al pito de cualquier contramaestre en ridículo, para que
viniera un bote.
La última vez que había visto a Catherine había discutido con ella, en un intento
de convencerla para que se quedara lejos de Londres al llegar a Inglaterra, hasta que
pudieran afrontar la tormenta juntos. Ella se había mantenido inflexible. Tenía
intención de ver a Somervell, de contarle la verdad. «Nuestro amor debe triunfar».
Cuando Bolitho expresó sus temores por su seguridad, ella se había reído de
aquella forma tan sonora y desinhibida que tan bien recordaba. «No ha habido amor
entre mi esposo y yo, Richard. No de la manera que tú crees. Yo quería un
matrimonio por seguridad, Lacey necesitaba mi fuerza, mi apoyo».
Todavía le causaba dolor oírle pronunciar su nombre.
Podía verla como si fuera ahora en aquella última noche antes de que ella se
fuera. Con aquellos ojos cautivadores y sus marcados pómulos, con aquella increíble
confianza.
Oyó los pasos de Jenour sobre la tablazón gastada. Estaba listo para transmitir sus
órdenes a los otros comandantes.
Bolitho vio un bergantín navegando descuidadamente en el agua azul, con sus
vergas llenas de banderas transmitiendo información de la escuadra a la fortaleza del

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Peñón. Puede que incluso hubiera noticias de Catherine. Había releído su única carta
hasta saberse perfectamente línea por línea.
Qué mujer tan impresionante y tan vibrante. Somervell debía de estar loco al no
luchar por su amor.
Una noche, mientras estaban echados en la cama mirando por la ventana a la luz
de la luna, ella le había contado algo de su pasado. Él ya sabía lo de su primer
matrimonio con un soldado de fortuna inglés que había muerto en una reyerta en
España antes de la alianza franco-española. Ella era entonces una chica joven que
había crecido en Londres, ¡una parte de mi vida que no te creerías si te la contara,
querido Richard! Ella se había reído y le había acariciado el hombro, pero él había
entrevisto también cierta tristeza. Antes de aquello, había estado en los escenarios
con catorce años. Un largo y duro viaje hasta convertirse en la esposa del inspector
general. Luego había venido Luis Pareja, que había muerto defendiendo de los piratas
berberiscos el barco en que iban después de que Bolitho lo hubiera tomado como
presa.
Pareja doblaba en edad a Catherine, pero ella le quería mucho; por encima de
todo por su dulce amabilidad, algo que hasta entonces le había sido negado.
Pareja le había dejado en una buena situación pecuniaria, aunque ella desconocía
que él tuviera más bienes que las joyas que llevaba ella a bordo de aquel barco
cuando Bolitho había irrumpido en su vida.
Su primer encuentro había echado chispas. Ella le había mostrado su amarga
desesperación y su odio. Todavía le resultaba difícil pensar como todo aquello se
había tornado en un igualmente ardiente amor.
Volvió a coger el catalejo y lo apuntó hacia el bergantín.
Catherine se había perdido la visión que había jurado ver. Casi lo último que
había visto Bolitho cuando el Hyperion salió de English Harbour había sido una
hilera de truculentas horcas con sus restos calcinados por el sol y dejados allí como
recordatorio y aviso a los aspirantes a pirata.
Vio a Parris en el pasamano de estribor, lugar desde donde se aseguraría de que,
cuando fondearan, nadie de tierra viera el más mínimo fallo en la maniobra.
En Antigua, Parris se había llevado una partida de marineros a tierra para cargar
los baúles de Catherine a bordo del buque correo.
Catherine le había puesto la mano en el brazo a Bolitho mientras observaban
como los marineros llevaban el equipaje al embarcadero.
«No me gusta ese hombre», había dicho ella.
Bolitho se había sorprendido. «Es un buen oficial, y también valiente. ¿Qué es lo
que no te gusta de él?», le había preguntado.
Ella se había encogido de hombros, ansiosa por cambiar de tema. «Me da
escalofríos».
Bolitho lanzó otra mirada hacia el segundo comandante. Con qué facilidad
arrancaba una sonrisa a un marinero o la admiración de un guardiamarina. ¿Puede

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que le recordara a alguien del pasado? Era fácil imaginarse a Parris como soldado de
fortuna.
—Es la primera vez que vengo aquí, Sir Richard —comentó Jenour.
Bolitho asintió.
—Más de una vez me he alegrado al ver el Peñón tras un pasaje difícil.
—¡Preparados para cambiar el rumbo dos cuartas a babor! —gritó el comandante
Haven.
Bolitho le miró y se preguntó si Catherine había visto en Parris lo que Haven
pensaba de él.
Bolitho sacó su reloj cuando los hombres corrieron a las brazas y drizas.
—Señal general. Hacer bordo consecutivamente.
Los expectantes guardiamarinas trajinaron entre el montón de banderitas mientras
sus hombres envergaban cada una de ellas a la velocidad del rayo.
—¡Todos han contestado, señor!
—Ya era hora, maldita sea —dijo Haven con el ceño fruncido.
Jenour dijo con mucha cautela:
—Me preguntaba por las órdenes, Sir Richard…
—No es usted el único. ¿Iremos al norte, hacia el golfo de Vizcaya y el
condenado bloqueo de Brest y Lorient, o nos uniremos a Lord Nelson? El dado puede
caer de cualquiera de las maneras.
Bolitho se protegió los ojos del sol para ver como los otros barcos acortaban vela
preparándose para el último tramo hasta el fondeadero.
A popa del Obdurate estaba otro veterano, el Crusader. Tenía veinticinco años y,
como la mayoría de buques de tercera clase, había sufrido muchas veces en sus
maderas el encarnizamiento del combate. Bolitho lo había visto en Tolón y en las
Indias Occidentales, intentando descubrir desembarcos franceses en Irlanda y
aguantando en la infernal línea de combate en el Nilo. El Redoubtable y el
Capricious completaban la escuadra, este último al mando del capitán de navío
William Merrye, cuyo abuelo había sido en su día un infame contrabandista; o eso se
decía. Los setenta y cuatro cañones eran la columna vertebral de la flota, de cualquier
flota.
Levantó la mirada hacia su insignia del palo trinquete y se preparó para la
interminable ceremonia de salvas de saludo al Peñón, repetida y contestada hasta que
el fondeadero quedó parcialmente oculto por el humo, llegando el retumbar de los
cañonazos hasta Algeciras, como un insulto más.
Bolitho vio el bote de ronda con su enorme bandera y sus remos inmóviles
marcando dónde debían fondear. Pensó de repente en el bote español de La Guaira,
partido en pedazos bajo la proa de la goleta sueca.
—¡Preparados con el ancla!
Debían de ser una magnífica y familiar estampa para la gente de tierra, pensó
Bolitho.

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Leviatanes poniéndose proa al viento suave, con todas las velas cargadas excepto
las gavias y los foques.
—¡Chafaldetes de gavia! ¡Dele con el rebenque a ese hombre! ¡Rápido ahí!
—¡Orza todo!
Bolitho cerró los puños cuando Parris bajó su brazo.
—¡Fondo!
La gran ancla levantó una fina y blanca columna de agua mientras en lo alto las
gavias desaparecían en sus vergas al unísono.
Bolitho miró rápidamente los otros barcos, que tiraban ya de sus anclas en un
intento de sus comandantes de mantenerse a la distancia perfecta de su vicealmirante.
Los botes estaban ya siendo arriados mientras los ayudantes de contramaestre y
los oficiales de mar refrenaban y reprimían con sus rebenques la excitación de ver el
gran puerto tras varias semanas en la mar.
—¡Se acerca una canoa, señor!
Bolitho vio el pequeño bote moviéndose con viveza en el escaso oleaje. Su primer
encuentro.
—Me voy a popa, señor Jenour —dijo con formalidad delante de Haven—. Tan
pronto como…
Se dio la vuelta cuando un ayudante de piloto gritó el tradicional alto:
—¡Ah del bote!
—¡Firefly! —Fue la respuesta que llegó de la canoa.
—Un capitán de corbeta viene a vernos, Sir Richard —dijo Jenour. Entonces vio
la mirada de Bolitho, llena de alivio y de más cosas.
—Yo mismo recibiré al comandante del Firefly —dijo Bolitho.
El joven capitán de corbeta subió casi de un salto por el costado del Hyperion.
Los que no le conocían se quedaron mirando con asombro como su almirante recibía
con los brazos abiertos al joven oficial que a primera vista podía ser su hermano.
Bolitho le cogió por los hombros y le zarandeó suavemente.
—Adam. Nada menos que tú.
El capitán de corbeta Adam Bolitho, comandante del bergantín Firefly, sonreía
con gozo, con los dientes muy blancos en su tez tostada por el sol.
—¡Tío! —Fue lo único que pudo decir.

* * *

Bolitho estaba de pie en el centro de su cámara mientras Yovell y Jenour


revisaban la bolsa de despachos y cartas que Adam había traído de tierra.
Adam dijo:
—Fue una increíble mala suerte, tío. Los gabachos se hicieron a la mar bajo el
mando del almirante Villeneuve y nuestro Nel salió tras ellos. Pero mientras el

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pequeño almirante estaba buscando por Malta y Alejandría, Villeneuve se escabulló
por el Estrecho y salió al Atlántico. ¡Por todos los diablos, tío, si hubieras recibido
antes tus órdenes, puede que te los hubieses encontrado! ¡Gracias al cielo que no fue
así!
Bolitho sonrió discretamente. Adam hablaba con la facilidad y la seguridad de un
experimentado veterano, y tenía veinticuatro años; cumpliría veinticinco dentro de
dos meses.
—El viejo Hyperion, ¿eh, tío? Cómo ha pasado el tiempo.
Bolitho asintió mientras Yovell dejaba delante de él un sobre oficial del
Almirantazgo. El Hyperion había sido el primer barco de Adam, entonces un delgado
y pálido jovencito, si bien con la determinación y la insensatez de un joven potro.
Desde luego, pensó. Cómo ha pasado el tiempo.
Así que los franceses habían salido al fin. Habían pasado ante Gibraltar hacia el
Atlántico y finalmente Nelson había corrido tras ellos. Villeneuve había navegado
aparentemente hacia el oeste, aunque nadie parecía estar demasiado seguro de su
propósito. Bolitho leía rápidamente, consciente de que Adam le estaba mirando.
Deseando hablar con él por encima de todo, pero también con la necesidad de saber
qué estaba pasando; les afectaría a todos ellos.
Bolitho le entregó la carta a Yovell y dijo:
—Así que los franceses se han puesto en movimiento, ¿eh? ¿Es una estratagema o
han salido para dividir nuestras fuerzas?
Adam tenía razón. Si le hubiesen ordenado salir de Antigua antes bien podían
haber topado con el enemigo. Cinco buques de tercera clase contra una de las mejores
flotas del mundo. El resultado habría sido claro. Pero al menos habrían retrasado a
Villeneuve y dado más posibilidades a que Nelson diera con él. Sonrió. Nuestro Nel,
cómo no.
Bolitho cogió la otra carta, que ya había sido abierta por Jenour, el cual apenas le
había quitado la vista de encima al joven capitán de corbeta desde que subiera a
bordo. Adam era una parte de la historia de Bolitho que todavía no conocía.
Bolitho dijo bajando la voz:
—Por todos los infiernos, tengo que relevar a Thomas Herrick en Malta.
—Examinó sus sentimientos. Debería estar feliz por ver al que era su mejor
amigo. Tras el tribunal de investigación sobre el comportamiento de Valentine Keen,
en el que sólo la palabra de Bolitho le salvó de un consejo de guerra, no estaba tan
seguro de eso. En el fondo, Bolitho sabía que Herrick había hecho lo correcto.
«¿Habría obviado yo las reglas si hubiera estado en su lugar?». Nunca se había
contestado a aquella pregunta.
Adam le miró seriamente.
—Pero primero vas a Inglaterra, tío. —Forzó una sonrisa—. Conmigo.
Bolitho cogió el sobre que le ofrecía su sobrino y lo abrió. De las personas que él
quería, sólo el pobre Inch y Adam se habían encontrado en persona con Nelson.

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La nueva escuadra se quedaría en Gibraltar y se aprovisionaría. Nelson lo había
escrito con su extraña escritura inclinada. «Sin duda, la asistencia y los cuidados
recibidos en English Harbour ¡deben de haber dejado mucho que desear!». ¿Había
algo que no supiera Nelson?
Bolitho debía dejar temporalmente el mando de su escuadra para hacer una breve
visita a sus señorías del Almirantazgo. La carta terminaba con una de las diatribas
que tanto le gustaban a Nelson. «Allí podrá comprobar qué bien batallan sus guerras
con palabras y papel en lugar de artillería y buen acero…».
Era cierto que a la escuadra le vendrían bien las provisiones frescas y algunos
repuestos. Seguramente, el bloqueo sería prolongado. Los franceses tenían que volver
a puerto, aunque sólo fuera para esperar refuerzos de su aliado español; uno de los
cuales sería probablemente la Intrépido.
Bolitho echó un vistazo al montón de cartas náuticas de una mesa contigua. La
inmensidad de un gran océano podía esconder o tragarse una flota con facilidad.
Gracias a Dios que Catherine había escrito su carta desde Inglaterra, de lo contrario
se habría preocupado de su posible captura por el enemigo.
Miró a Adam y vio la súbita preocupación que embargaba su mirada.
Bolitho les dijo a los demás:
—Por favor, déjennos un rato a solas. —Le tocó el brazo a Jenour—. Hurgue en
el resto de la pila de cartas, Stephen. Me temo que mi dependencia de usted sólo hace
que aumentar.
La puerta se cerró tras ellos y Adam dijo bajando la voz:
—Tienes buena mano, tío. El ayudante ha sido atrapado también por tus
encantamientos.
—¿Qué es lo que te preocupa? —preguntó Bolitho.
Adam se levantó y se fue hasta los ventanales de popa. ¡Cómo se parecía a su
padre!, pensó Bolitho. Hugh habría estado orgulloso de él viéndole al mando de su
propio barco.
—Sé que detestas el engaño, tío.
—¿Y bien?
—Una vez me batí en un estúpido duelo por eso.
—No lo he olvidado, Adam.
Movió los pies sobre la moqueta a cuadros de la cubierta.
—¿Es verdad lo que dicen?
—Supongo. O al menos parte de ello.
Adam se dio la vuelta, brillándole el pelo bajo la luz del sol.
—¿Es lo que quieres?
Bolitho asintió.
—Me encargaré de que nada de esto te afecte, Adam. Ya te han hecho suficiente
daño, si no tu propia familia, sí a causa de ella.
Adam alzó su mentón.

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—No me pasará nada, tío. Lord Nelson me dijo que Inglaterra necesita ahora a
todos sus hijos…
Bolitho le miró fijamente. Su padre había dicho esas mismas palabras cuando le
dio el viejo sable de la familia, el cual tenía que haber sido para Hugh si no hubiera
sido por su deshonra. Era increíble.
Adam prosiguió:
—Si es que un hombre puede amar a otro, entonces tú tienes mi amor, tío. Esto ya
lo sabes, pero me gustaría que lo recordases cuando otros se vuelvan contra ti, cosa
que harán. No conozco a esa dama, pero la verdad es que tampoco conozco realmente
a Lady Belinda. —Bajó la mirada, avergonzado—. ¡Por todos los santos, estoy muy
perdido!
Bolitho se fue hasta los ventanales de popa y miró fijamente el reflejo inmóvil del
barco que estaba más cerca.
—La quiero, Adam. Con ella, soy un hombre otra vez. Sin ella, soy como un
barco al que se le priva de velas.
Adam le miró de frente.
—Creo que esta llamada a Londres es para que arregles las cosas, para aclararlas.
—¿Negando la verdad?
—Es lo que pienso yo, tío.
Bolitho sonrió con tristeza.
—¡Qué cabeza tan sensata para unos hombros tan jóvenes!
Adam se encogió de hombros y de repente pareció vulnerable. Como el
guardiamarina de catorce años que en su día recorrió todo el camino desde su casa de
Penzance para enrolarse en el Hyperion de su tío tras la muerte de su madre. Puede
que ella hubiera sido una prostituta, pero había intentado cuidar del niño. Y Hugh no
había sabido nada de ello, no hasta que fue demasiado tarde.
Adam dijo:
—Al menos nos haremos compañía. Tengo más despachos de Lord Nelson. —Le
miró fijamente—. Tengo que llevarte de vuelta a la escuadra cuando arregles los
asuntos de Londres.
¿Quién había decidido aquello? —se preguntó Bolitho. ¿El mismo Nelson, dando
la espalda a aquellos que despreciaban su encaprichamiento de Emma Hamilton y
mostrándoles que tenía un alma gemela? ¿O alguien de cargo más elevado, que se
valía de la unidad de la familia para hacerle cambiar de idea? Todavía le costaba
aceptar el hecho de que fuera a ver a Catherine tan pronto. Incluso las noticias de la
ruptura temporal del bloqueo por los franceses parecían no tener importancia en
comparación.
Llamó a los demás para que volvieran a la cámara y les dijo:
—Necesito que se quede aquí durante mi ausencia, Stephen. —Negó con la
cabeza para aplacar las protestas y añadió—: Le necesito en el Hyperion, ¿sabe lo que
quiero decir?

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Vio como la comprensión sustituía a la decepción en los ojos del teniente de
navío.
Bolitho dijo:
—Como un aliado, si lo prefiere, alguien que me pueda enviar un mensaje si
ocurre algo adverso. —Miró a Yovell—. Ayúdele en todo lo que pueda. —Forzó una
sonrisa—. Como una roca en medio de un mar tempestuoso, ¿eh?
Yovell no sonrió.
—Estoy preocupado por usted, Sir Richard.
Bolitho les miró a todos.
—Son buenos amigos, todos ustedes. Pero de vez en cuando tengo que actuar
solo.
Pensó de repente en la lívida cicatriz del cuello de Somervell. ¿Era eso lo que
quería decir aclarar los asuntos? ¿Un duelo?
Descartó la idea de inmediato. Somervell estaba demasiado ansioso por agradar al
rey. No, tenía que ser una maniobra diferente.
—Me llevaré a Allday conmigo —dijo.
Adam se llevó una mano a la cabeza y exclamó:
—¡Qué idiota! ¡Me he olvidado completamente de ello! —Señaló vagamente a
través de los ventanales de popa—. ¡Me he traído al joven Bankart como mi patrón!
Vino al Firefly en Plymouth, cuando recalé allí en busca de órdenes.
—Eso estuvo muy bien por tu parte, Adam.
Sonrió, pero la sonrisa no alcanzó a sus ojos.
—¡Está bien que un pobre desgraciado ayude a otro pobre desgraciado!

* * *

El pequeño bergantín Firefly levó el ancla y se hizo a la mar al día siguiente. Todo
habían sido prisas desde el momento en que Bolitho acabó de leer los despachos,
teniendo apenas tiempo para reunir a sus comandantes y decirles que aprovecharan
las próximas semanas para aprovisionarse y arreglar sus barcos.
Haven había escuchado sus instrucciones sin muestra alguna de sorpresa ni
excitación. Bolitho le había recalcado que como capitán de bandera era su obligación
velar por la escuadra y no ocuparse solamente de los asuntos del buque insignia.
Había dejado también muy claro que, sin importar lo impresionante que fuera el plan
que el comandante McKee, de la fragata Tybalt, presentara como excusa para largarse
y recobrar su independencia, tenía que serle denegada su solicitud. «Necesito a esa
fragata tanto o más que a él».
Al lado de la cámara del Hyperion, los aposentos del bergantín parecían un
armario. Bolitho sólo podía estar erguido debajo de la lumbrera, y sabía muy bien que
la dotación del barco tenía que vivir en algunas zonas donde el techo sólo tenía un

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metro cuarenta centímetros de altura.
Pero el buque parecía tan vivo por dentro como por fuera, y Bolitho pronto se dio
cuenta de que se respiraba buen ambiente de arriba abajo, lo cual le hizo sentirse
secretamente orgulloso de lo que había conseguido su sobrino.
Estaba inquieto por el hecho de no haber tenido más noticias de Catherine y se
había dicho a sí mismo que ella debía estar tratando de mantener las apariencias hasta
que acabaran las habladurías o hasta que versaran sobre otra persona. Pero
igualmente le preocupaba, especialmente después de leer la única carta que le había
enviado Belinda.
Era una carta fría y, tal como la habría calificado su madre, razonable. Hacía sólo
una breve referencia a su encaprichamiento de esta mujer, algo que podía perdonarse
aunque no se entendiera. No iba a dejar que nada se interpusiera entre los dos. «No
voy a tolerarlo». Si ella hubiera escrito enfadada, él se habría sentido menos
atribulado. Quizás hubiera conocido ya a Catherine en una de aquellas recepciones
que tanto atraían a Belinda. Pero eso también le parecía poco probable.
Una vez en el océano Atlántico, el Firefly empezó a hacer honor a su nombre[6].
Tras sobrepasar la costa sur de Portugal, pusieron proa al golfo de Vizcaya navegando
bien lejos de tierra. Cuando le preguntó a Adam por qué iba tan lejos de la costa, este
le explicó con una sonrisa algo apurada que era para evitar a los castigados barcos de
las escuadras de bloqueo. «Si uno de esos comandantes ve al Firefly, ¡hará una señal
para que fachee para pasarme correo para Inglaterra! ¡Esta vez no tengo ni un minuto
que perder!».
Bolitho encontró tiempo para compadecer a los hombres de las escuadras de
bloqueo. Semana tras semana, iban de un lado a otro haciendo bordos con toda clase
de tiempo mientras el enemigo descansaba a salvo en puerto y observaba cada uno de
sus movimientos. Era el servicio más odiado de todos, algo que los marineros más
novatos podrían comprobar pronto.
Aquel pasaje de mil doscientas millas de Gibraltar hasta Portsmouth era uno de
los más rápidos que Bolitho podía recordar. Había pasado la mayor parte del tiempo
en cubierta con Adam, hablándose a gritos por encima del rugido del viento y los
rociones mientras el bergantín largaba sus lonas hasta el extremo que Bolitho se
preguntó cómo era que los palos no eran arrancados de cuajo.
Era estimulante estar de nuevo con él, ver como había pasado de ser un teniente
de navío ansioso a todo un hombre al mando de un barco. Un hombre que conocía la
resistencia de cada uno de los cabos y velas del buque y que podía infundir seguridad
a los que no la tenían. A veces le gustaba citar a Nelson, el héroe que tanto admiraba.
Su segundo, un teniente de navío al que Bolitho no conocía, le había preguntado
nervioso si tomaban rizos cuando llegaron súbitamente los temporales del golfo de
Vizcaya.
Adam le había dicho gritando por encima del estruendo: «¡Es hora de tomar rizos
cuando tienes ganas de hacerlo!».

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En otro momento había citado a su tío, cuando un ayudante de piloto le había
preguntado si daba de comer a los hombres antes o después de hacer una bordada.
Adam había mirado a Bolitho y había sonreído. «Esta vez la gente va primero».
Habían llegado a los Western Approaches y subido cruzando el canal de la
Mancha, intercambiando señales con las vigilantes patrullas, y entonces, en una
gloriosa mañana de primavera, habían avistado la isla de Wight. Cinco días y medio
desde Gibraltar. Realmente, habían volado.
En vez de ir a la posada George, Bolitho y Adam fueron a otra más pequeña a
esperar al Portsmouth Flier que les llevaría a Londres. Quizás los dos habían hablado
demasiado sobre la última vez que habían dejado Portsmouth juntos. ¿Les traía
demasiados recuerdos? Era como quedar limpio de algo malo.
Había sido estimulante también ver a Allday con su hijo durante todo el pasaje.
Ahora, ellos también se despedían, puesto que el joven Bankart se quedaba en el
barco y Allday se iba en la diligencia. Bolitho protestó ante el hecho de que Allday
tuviera que ir sentado afuera porque dentro iban llenos.
Allday se había limitado a sonreír y a mirar con desdén a los otros pasajeros, unos
gruesos comerciantes. «¡Quiero ver el paisaje, Sir Richard, no escuchar los balidos o
algo parecido de esos! ¡Estaré estupendamente en la cubierta superior!».
Bolitho se sentó en un extremo del asiento con los ojos cerrados como defensa
ante la conversación. Varias personas se habían dado cuenta del rango que tenía y
estaban probablemente esperando para hacerle preguntas sobre la guerra. Los
comerciantes parecían estar bien a salvo de ella, pensó.
Adam se sentó enfrente de él, con la mirada perdida en los campos de Hampshire
que desfilaban ante sus ojos, recordándole el reflejo del joven en la ventana del
carruaje los retratos familiares de Falmouth.
De vez en cuando paraban para cambiar los caballos y beberse las jarras de
cerveza de las descaradas mozas de las diferentes posadas de postas. Y también
tenían comidas abundantes cuando paraban para que los pasajeros pudieran estirar sus
doloridos músculos y poner a prueba su apetito con cualquier cosa, desde pastel de
conejo a la mejor carne de ternera. Cuanto más se alejaban del mar, menos indicios se
veían de la guerra, pensó Bolitho.
La diligencia hizo un alto en la última posada, en Ripley, condado de Surrey.
Bolitho caminó a lo largo de la estrecha calle con la capa puesta para ocultar su
uniforme aun con aquel aire cálido y cargado del perfume de las flores.
Inglaterra. «Mi Inglaterra».
Miró como los caballos humeantes eran conducidos a sus establos y suspiró. Al
día siguiente se apearían en la posada George de Southwark. Londres.
Entonces, ella le devolvería la confianza en sí mismo. Estando allí de pie, sin un
uniforme a la vista y con el sonido de las risas de la posada, se vio capaz de decirlo
en voz alta.
—«Kate. Te amo».

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XII

EL HOMBRE CON UNA SOLA PIERNA

El almirante Sir Owen Godschale observó como su criado llevaba un decantador


de clarete a una pequeña mesa y seguidamente se retiraba. Al otro lado de las altas
ventanas, brillaba el sol y el aire era cálido y estaba lleno de polvo. Todo parecía
lejano, como el ruido apagado de los incontables carruajes que pasaban.
Bolitho se tomó tiempo para sorber del clarete, sorprendido por el hecho de que el
Almirantazgo pudiera todavía hacerle sentir incómodo y a la defensiva. Todo había
cambiado para él; debía de ser evidente, pensó. Él y Adam habían sido conducidos a
una pequeña biblioteca confortablemente amueblada, algo completamente diferente
del gran salón que había visto antes. Estaba abarrotado de oficiales de Marina, en su
mayoría capitanes, o eso le había parecido. Esperando con impaciencia para ver a un
oficial superior o a su lacayo, para pedir favores, para suplicar el mando de un buque,
barcos nuevos, casi cualquier cosa. «Como yo en su día», había pensado. Todavía no
acababa de acostumbrarse al respeto inmediato y a la actitud servil de los sirvientes y
guardas del Almirantazgo.
El almirante era un hombre bien parecido y robusto que se había distinguido en la
Revolución americana. Era de la misma generación que Bolitho, y de hecho habían
ascendido a capitán de navío el mismo día. Poco quedaba ya de aquel joven y osado
capitán de fragata, pensó Bolitho. Godschale tenía un aspecto pulcro, con un
semblante y unas manos pálidas, como si no hubiera estado embarcado desde hacía
años.
No llevaba mucho tiempo en aquel elevado cargo. Lo más probable era que
intentara evitar cualquier situación controvertida que pudiera retrasar o estropear sus
planes de entrar en la Cámara de los Lores.
Godschale estaba diciendo:
—Reconforta leer sus hazañas, Sir Richard. Nosotros, en el Almirantazgo,
demasiado a menudo estamos muy alejados de las acciones reales que sólo podemos
planificar y que, con la ayuda de Dios, pueden concretarse en victorias.
Bolitho se relajó ligeramente. Pensó en el irónico comentario de Nelson sobre las
guerras batalladas con palabras y papel. Al otro lado de la sala y con la mirada alerta,
estaba sentado Adam con una copa intacta a su lado. ¿Era un acto de cortesía o parte
de una trama el hecho de incluirle en aquella reunión?
Godschale prosiguió diciendo:
—El buque tesoro fue algo de incalculable valor, aunque… —Alargó la palabra—
… algunos podrían insinuar que cargó usted con demasiadas responsabilidades al
participar directamente en la acción. Su cometido es liderar y alentar a su gente
basándose en su experiencia, pero todo esto ya es parte del pasado. Tenemos que

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pensar en el futuro.
—¿Por qué me han hecho venir, Sir Owen? —preguntó Bolitho.
El almirante sonrió y jugueteó con su copa vacía.
—Para hacerle saber lo que está ocurriendo en Europa, y para recompensarle por
su valiente acción. Tengo entendido que Su Majestad desea ofrecerle el rango
honorario de teniente coronel de infantería de Marina.
Bolitho se miró las manos. ¿Cuándo iba Godschale a ir al grano? Un cargo
honorario de la infantería de Marina sólo era útil si uno se veía en un conflicto entre
el Ejército y la Marina en alguna campaña complicada. Era un honor, por supuesto,
pero eso no justificaba el apartarle de su escuadra.
Godschale dijo:
—Creemos que los franceses están agrupando su flota en varias zonas diferentes.
Su destino de Malta le permitirá diseminar su escuadra al máximo.
—Se dice que los franceses están en Martinica, Sir Owen. Nelson opina que…
El almirante sonrió como un zorro.
—Nelson no es infalible, Sir Richard. Puede que sea el favorito de la nación, pero
también puede equivocarse.
El almirante incluyó a Adam en la conversación por primera vez.
—Puedo comunicarle a su sobrino, y es para mí un honor hacerlo, que ha sido
ascendido a capitán de fragata, lo que tendrá efectos desde el primero de junio. —
Sonrió satisfecho—. El «Glorioso» Primero de Junio, ¿eh, comandante?
Adam le miró atónito, y luego a Bolitho.
—¡Vaya, se lo agradezco, Sir Owen!
El almirante movió la mano con el dedo índice extendido.
—Se ha ganado de sobra su ascenso. Si continúa así, no veo razón alguna que
impida su promoción, ¿eh?
Bolitho vio las emociones encontradas en los rasgos tostados de Adam.
Promoción. La esperanza y el sueño de todo joven oficial. Tres años más y podría ser
capitán de navío. Pero, ¿era sólo una recompensa o un soborno? Con el nuevo rango
tendría otro barco, puede que incluso una fragata, algo de lo que él siempre hablaba;
al igual que su tío, y también su padre, con la excepción de que Hugh había luchado
en el lado equivocado.
Godschale se volvió hacia Bolitho.
—Me alegro de estar aquí hoy con usted, Sir Richard. Ha pasado mucho, mucho
tiempo desde las Saintes, en el ochenta y dos. Me pregunto si habrá mucha gente que
se dé cuenta de lo difícil que es esto, de lo fácil que resulta caer en desgracia, a veces
sin tener nosotros la culpa, ¿eh?
Debió de captar la frialdad de la mirada de Bolitho y se apresuró a seguir:
—Antes de que se vaya de Londres y vuelva a Gibraltar, tiene que cenar conmigo.
—Lanzó una breve mirada a Adam—. Usted también, por supuesto. Con las esposas,
unos cuantos amigos, una cosa sencilla. No nos vendrá nada mal.

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No era en realidad una invitación, pensó Bolitho. Era una orden.
—No estoy seguro de que Lady Belinda esté todavía en Londres. Aún no he
tenido tiempo de…
Godschale miró significativamente un reloj dorado.
—Claro. Es usted un hombre ocupado. Pero no tema, mi esposa la vio justamente
ayer. ¡Ellas se hacen compañía mientras usted y yo nos ocupamos de los sucios
asuntos de la guerra! —Se rió entre dientes—. Decidido, pues.
Bolitho se puso en pie. Tendría que verla de todas maneras, pero ¿por qué no
tenía noticia alguna de Catherine? Había ido a su casa solo, en contra de la voluntad
de Adam, pero no había pasado de la entrada. Un imponente lacayo le había
asegurado que tomaría nota de su visita pero que el vizconde de Somervell se había
vuelto a marchar del país en otra misión y que su esposa estaría seguramente con él.
Sabía mucho más de lo que le había dicho. Y también Godschale. Lo había
notado en el tono con que había comentado el ascenso de Adam. Este tenía derecho al
mismo; se lo había ganado sin favor alguno, por sus propios méritos.
Fuera del edificio del Almirantazgo el aire parecía más limpio, y Bolitho dijo:
—¿Qué te ha parecido?
Adam se encogió de hombros.
—No soy tan tonto como para no reconocer una amenaza, tío. —Levantó de
nuevo su mentón—. ¿Qué quieres que haga?
—Puedes verte involucrado, Adam.
Sonrió, desapareciendo la tensión de su cara como una máscara no deseada.
—¡Estoy involucrado, señor!
—Muy bien. Iré a la casa que te mencioné. —Sonrió ante el recuerdo—. Browne,
en su día mi ayudante, me dijo que dispusiera de ella siempre que la necesitara. —
Browne, acabado en «e»[7]. Tras la muerte de su padre, había heredado el título y
había ocupado su lugar en la Cámara de los Lores, precediendo en mucho a
Godschale.
Adam asintió.
—Daré las órdenes pertinentes. —Lanzó una mirada a los impresionantes
edificios y a los paseantes vestidos tan elegantemente—. Aunque esto no es un
puerto. Un hombre podría perderse para siempre aquí. —Le miró pensativo—. ¿Estás
totalmente seguro, tío? Puede que ella se haya ido pensando que es lo mejor para ti —
vaciló—, y con toda la razón. Parece una dama honorable.
—Estoy seguro, Adam, y gracias por preguntarlo. No sé dónde está en estos
momentos Valentine Keen y no hay tiempo de contactar con él por carta. Tengo unos
días, no semanas.
Debía de haber dado muestras de su preocupación y Adam dijo:
—Estate tranquilo, tío. Tienes muchos amigos.
Se pusieron en marcha y salieron de la zona de sombra en la que estaban. Había
algunas personas mirando pasar los carruajes y una se volvió cuando aparecieron los

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dos oficiales.
Dijo levantando la voz:
—¡Mirad, muchachos, es él! —Agitó un sombrero estropeado—. ¡Dios te
bendiga, Dick! ¡Dales otra paliza a los gabachos!
Alguien vitoreó y gritó:
—¡No escuches a esos otros bastardos!
Bolitho sonrió, aun con la emoción a punto de desbordársele.
Entonces dijo en voz baja:
—Sí, tengo amigos, después de todo.

* * *

Conforme a la palabra de su antiguo ayudante, Bolitho fue recibido


calurosamente en la casa de Arlington Street. El amo estaba lejos, por el norte de
Inglaterra, según le explicó el ama de llaves, pero ella tenía instrucciones suyas y le
acompañó a las agradables habitaciones del primer piso. Adam se fue casi
inmediatamente a ver a algunos amigos que podían ayudarle a arrojar alguna luz
sobre la desaparición de Catherine, puesto que Bolitho estaba ahora convencido de
que había desaparecido. Temía que Adam estuviera en lo cierto, que ella se hubiera
ido con Somervell para salvar las apariencias y sus reputaciones.
A la mañana siguiente, Bolitho salió de la casa. Tuvo una pequeña discusión con
Allday, que había protestado por tener que quedarse.
Bolitho le había insistido: «¡Esto no es el alcázar con un franchute a punto de
abordarnos, viejo amigo!».
Allday había mirado con rabia hacia la ajetreada calle. «¡Cuanto más tiempo
estoy en Londres, menos me fío del lugar!».
Bolitho había dicho: «Le necesito aquí por si viene alguien. De otra manera,
puede que el ama de llaves haga darse media vuelta al que venga».
O a la que venga, había pensado secretamente Allday.
No había un paseo muy largo hasta la tranquila plaza que Belinda había indicado
en su carta.
Se detuvo para mirar a unos niños que estaban jugando en el centro cubierto de
hierba de la plaza, con sus niñeras cerca; parloteando acerca de sus respectivas casas,
pensó.
Una de las pequeñas podía ser Elizabeth. Le desconcertó completamente el pensar
que ella debía de haber cambiado mucho desde que la vio por última vez. Pronto
cumpliría tres años. Vio que dos de las niñeras le hacían una reverencia, a la que
respondió llevándose la mano al sombrero.
«Otro marino que vuelve a casa». Ahora le parecía irónico. ¿Qué iba a hacer con
su vida?

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La casa era alta y elegante, como muchas de las que habían sido construidas
durante el reinado de Su Majestad. Tenía unas amplias escaleras flanqueadas por
verjas de hierro ornamentadas y tres pisos que la equiparaban en altura a las casas de
ambos lados. Una criada abrió la puerta y se quedó mirándole durante unos segundos.
Luego hizo una gran reverencia y, balbuceando unas disculpas, le cogió el sombrero y
le hizo pasar a una entrada con columnas y techo azul y dorado.
—¡Por aquí, señor!
Abrió una gran puerta de dos hojas y se hizo a un lado mientras él entraba en el
igualmente elegante salón. Los muebles le resultaban extraños, y las cortinas y las
alfombras a juego parecían nuevas. Pensó en la casa gris de Falmouth, llena de
recovecos. Comparado con aquello era como una granja.
Se vio reflejado en un gran espejo con marco dorado y automáticamente irguió
los hombros. Su cara se veía muy bronceada en contraste con sus inmaculados
chaleco y calzones, pero el uniforme le hacía parecer un desconocido para sí mismo.
Bolitho trató de relajarse, de aguzar el oído para captar los sonidos apagados que
se oían en el piso superior. Otro mundo.
Las puertas se abrieron de repente y ella entró rápidamente en el salón. Iba
vestida de color azul marino, casi a juego con su casaca, y su cabello estaba recogido
en alto dejando a la vista sus pequeñas orejas y la joya que llevaba alrededor del
cuello. Parecía muy serena, desafiante.
Bolitho dijo:
—He enviado una nota. Espero que te vaya bien recibirme…
Ella no apartaba los ojos de él; le examinaba como si buscara alguna herida o
desfiguración, o algún cambio en cualquier otro sentido.
—Creo que es absurdo que tengas que alojarte en casa de otra persona.
Bolitho se encogió de hombros.
—Me ha parecido lo mejor hasta…
—Hasta ver cómo reaccionaba contigo, ¿es eso?
Se miraron el uno al otro, más como extraños que como marido y mujer.
Él respondió:
—Intenté explicarte en mi carta…
Ella hizo una seña interrumpiéndole.
—Mi primo está aquí. Me ha rogado que perdone tu insensatez, por el bien de
ambos. Me he sentido muy avergonzada a causa de tu irresponsable aventura. Eres un
oficial superior de renombre, pero ¡te comportas como un marinero malhablado con
su ramera en los muelles!
Bolitho miró alrededor de la estancia; el latir de su corazón, al igual que su tono
de voz, fue algo violento:
—Algunos de esos marineros malhablados están muriendo en este mismo
momento para proteger casas como esta.
Ella mostró una breve sonrisa, como si hubiese encontrado lo que había estado

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buscando.
—¡Vamos, Richard! ¡No eludas la cuestión con estos argumentos!
—No es una aventura —dijo Bolitho con tono cansino.
—Entiendo. —Se fue a una ventana y tocó la larga cortina—. Entonces, ¿dónde
está esta mujer por la que pareces haber perdido la cabeza? —Se volvió de golpe con
mirada airada—. ¡Yo te lo diré! ¡Está con su marido, el vizconde de Somervell, que
por lo que parece tiene más deseos de perdonar y olvidar que yo!
—¿Le has visto?
Ella tiró la cabeza hacia atrás, acariciando la cortina más rápidamente delatando
su agitación.
—Por supuesto. Los dos estábamos muy preocupados. Fue humillante y
degradante.
—Lo lamento.
—Pero no lo que hiciste, ¿no?
—Eso es injusto. —La miró, sorprendido por que su tono de voz fuera tranquilo
cuando todo su ser estaba tan fuera de sí—. Pero no inesperado.
Ella miró tras él, a la estancia en general.
—Esta casa pertenecía al duque de Richmond. Es una casa estupenda, apropiada
para nosotros. Para ti.
Bolitho oyó un ruido y vio pasar acompañada a una niña pequeña ante la puerta.
Era Elizabeth, e iba vestida con encajes y seda de color azul claro.
Ella se volvió una vez, cogida de la mano de su niñera. Le miró atentamente sin
reconocerle y siguió andando.
—No me ha conocido —dijo Bolitho.
—¿Qué esperabas? —Luego, su tono de voz se suavizó—. Eso puede y debe
cambiar. Con tiempo…
Él la miró, disimulando su desesperación.
—¿Vivir aquí? ¿Dejar el mar cuando nuestro país está en peligro? ¿Qué locura
nos invade que hace que la gente no puede ver el peligro?
—También aquí puedes ser útil, Richard. Sir Owen Godschale goza de un gran
respeto tanto en la Corte como en el Parlamento.
Bolitho apoyó las manos en la fría repisa de mármol de la chimenea.
—No puedo hacerlo.
Ella le miró a través del espejo.
—Pues al menos acompáñame a la cena de Sir Owen. Tengo entendido que hoy
recibiremos la invitación. —Vaciló por primera vez—. Para que la gente pueda ver lo
infundadas que son estas habladurías. Ella se ha ido, Richard. No tengas ninguna
duda de eso. Puede que haya sido una reacción honesta o quizás ha visto qué es lo
que más le conviene. —Sonrió cuando él se volvió con expresión airada hacia ella—.
Piensa lo que quieras. Estoy pensando en ti. Después de todo, ¡tengo todo el derecho
a hacerlo!

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Bolitho dijo con tono calmado:
—Me quedaré en la otra casa hasta mañana. Tengo que pensar.
Ella asintió, con la mirada muy tranquila.
—Lo entiendo. Sé cómo te sientes. Mañana empezaremos de nuevo. Yo
perdonaré y tú debes intentar olvidar. No dañes el buen nombre de la familia por un
encaprichamiento pasajero. La última vez nos despedimos de mala manera, así que
debo acarrear parte de la culpa.
Le acompañó hasta el recibidor. En ningún momento se habían tocado, y menos
abrazado.
Ella le preguntó:
—¿Estás bien? Oí que habías estado mal.
Cogió su sombrero de manos de la criada.
—Estoy bastante bien, gracias.
Entonces se volvió y salió a la plaza mientras la puerta se cerraba tras él.
¿Cómo podía ir a la cena y actuar como si nada hubiera pasado? Si nunca volvía a
ver a Catherine, jamás la olvidaría, ni a ella ni a lo que había hecho por él.
Casi en voz alta, dijo:
—¡No puedo creerme que huyera! —Las palabras brotaron casi sin darse cuenta
de su boca y ni siquiera vio cómo dos personas se volvían para mirarle.
Allday le recibió con cautela.
—No hay noticias, Sir Richard.
Bolitho se dejó caer en un sillón.
—Tráigame una copa de algo, ¿quiere?
—¿Un poco de vino blanco fresco?
Allday le miró preocupado cuando Bolitho le respondió:
—No. Brandy esta vez.
Se bebió dos copas antes de que el calor del brandy calmara su mente.
—¡Dios Santo, esto es un infierno!
Allday rellenó la copa. Probablemente era lo mejor para hacerle olvidar.
Miró alrededor de la estancia. Deseó volver al mar. Ahí sí entendía las cosas.
Bolitho dio una cabezada y la copa vacía se cayó sobre la alfombra.
El sueño fue repentino y violento. Catherine intentando cogerle con el torso
desnudo mientras la alejaban de él a la fuerza, metiéndose sus gritos en su cerebro
como hierros candentes.
Se despertó sobresaltado y vio que Allday le soltaba el brazo con cara
preocupada.
Bolitho dijo entrecortadamente:
—¡L-lo siento! Era una pesadilla… —Miró a su alrededor; la sala estaba más
oscura—. ¿Cuánto tiempo he estado dormido?
Allday le miró con semblante adusto.
—Eso no importa ahora, si me permite decirlo. —Señaló con el pulgar hacia la

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puerta—. Hay alguien que quiere verle. Dice que no hablará con nadie más.
La dolorida cabeza de Bolitho se despejó.
—¿De qué? —Negó con la cabeza—. No importa, hágale pasar.
Se puso en pie y miró su propio reflejo en la ventana. «Estoy perdiendo la
cordura».
Allday dijo haciendo un mohín:
—Puede que sea un mendigo.
—Tráigale.
Oyó las familiares pisadas de Allday y unas extrañas pisadas fuertes que le
recordaron a un viejo amigo con el que había perdido el contacto. Pero no reconoció
al hombre que entró acompañado por Allday ni le sonaba el tosco uniforme que
llevaba.
El visitante se quitó su anticuado tricornio dejando a la vista el pelo canoso y
desaliñado. Estaba muy encorvado, y Bolitho dedujo que era a causa de su burda pata
de palo.
Le preguntó:
—¿Puedo ayudarle en algo? Soy…
El hombre le escrutó y asintió con firmeza.
—Sé quién es usted, señor.
Tenía un ligero acento del West Country y la manera en que se llevó la mano a la
frente delató su pasado de marinero.
Pero aquel uniforme con sencillos botones de latón no lo había visto nunca.
—¿Quiere sentarse? —preguntó Bolitho. Hizo una seña a Allday—. Una copa
para… ¿cómo se llama?
El hombre se acomodó dificultosamente en una silla y volvió a asentir muy
lentamente.
—No se acordará de mí, señor. Me llamo Vanzell…
—¡Por Dios, sí lo es! —exclamó Allday. Miró detenidamente a aquel hombre
cojo y añadió—: Cabo de cañón en la Phalarope.
Bolitho agarró el respaldo de una silla para contener todo lo que le pasaba por la
cabeza. Todos aquellos años, y aun así no podía entender por qué no había
reconocido a aquel hombre. Era de Devon, como Yovell. Habían pasado más de
veinte años, cuando era un joven capitán de fragata como pronto lo sería Adam.
La batalla de las Saintes, que Godschale había dejado de lado como un recuerdo
sentimental. No era eso para Bolitho. La castigada línea de combate, el rugir de los
cañones mientras los hombres caían y morían, incluido su primer patrón, Stockdale,
que había muerto protegiéndole.
Lanzó una mirada a Allday, viendo los mismos recuerdos en sus curtidas
facciones. Él también había estado allí tras ser capturado por la patrulla de leva, pero
había permanecido a su lado como un amigo fiel.
Vanzell vio con satisfacción que ambos le reconocían. Entonces dijo:

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—Yo nunca lo he olvidado. Cómo nos ayudó a mí y a mi mujer cuando me
dejaron en tierra tras perder la pata por una bala franchute. Usted nos salvó, y eso es
un hecho, señor. —Dejó la copa y le miró con súbita determinación—. Oí que estaba
en Londres, señor. Así que decidí venir yo mismo para intentar pagarle lo que hizo
por mí y mi mujer, que descanse en paz. Sólo quedo yo ahora, pero no olvidaré lo que
pasó después de que aquellos cabrones cañonearan nuestras cubiertas aquel día.
Bolitho se sentó y le miró.
—¿Qué hace ahora? —Intentó disimular la ansiedad y la urgencia que le
invadían. Aquel hombre, aquel harapiento recuerdo del pasado, estaba asustado. Por
alguna razón le había costado mucho venir.
—Me va a costar el trabajo, señor —dijo Vanzell. Estaba pensando en voz alta—.
Todos saben que una vez serví a sus órdenes. No me lo perdonarán. Nunca.
Se decidió y escudriñó a Bolitho detenidamente.
—Soy guarda, señor, fue lo único que encontré. Ya no tienen nada para marineros
con un palo por pierna. —Su mano tembló cuando cogió otra copa de manos de
Allday. Entonces añadió con voz ronca—: Estoy en Waites, señor.
—¿Qué es eso?
—Es una prisión —dijo Allday rápidamente.
Vanzell se tomó la copa de un trago.
—La tienen allí. Lo sé porque la he visto, y he oído lo que los otros decían de
ustedes dos.
Bolitho notaba cómo la sangre bullía en su cerebro.
«En una prisión». Era imposible. Pero sabía que era cierto.
El hombre le decía a Allday:
—Es un lugar asqueroso lleno de escoria. Deudores y locos, un auténtico
manicomio.
Allday lanzó una intensa mirada a Bolitho.
Bolitho dijo:
—Dígale al ama de llaves que necesitaré un carruaje inmediatamente. ¿Sabe
dónde está este lugar? —Allday negó con la cabeza.
—Y-yo le llevaré, señor —dijo Vanzell.
—Bien. —A Bolitho se le despejó la mente de repente, como si la hubiera tenido
metida en agua helada.
—¿Querría trabajar para mí en Falmouth? —le preguntó Bolitho—. Allí tendrá
una casita. —Miró a otro lado, incapaz de seguir viendo su gratitud—. Hay un par de
viejos Phalaropes trabajando allí. Se sentirá como en casa.
Allday volvió y le dio su capa. Bolitho vio que se había puesto su mejor casaca
azul con los botones dorados y que llevaba un par de pistolas en la otra mano.
Allday le observó mientras le abrochaba el sable.
—Puede que se trate de un error, Sir Richard.
—Esta vez no, viejo amigo. —Le miró durante unos instantes—. ¿Listo?

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Allday esperó a que el otro hombre saliera hacia el elegante carruaje que esperaba
fuera.
Las palabras se repetían en su cabeza una y otra vez.
«Ella no ha huido. No le había dejado».
La prisión de Waites se encontraba justo al norte de Londres y estaba casi oscuro
cuando llegaron allí.
Era un lugar lúgubre con muros altos y seguramente pareciera diez veces peor a la
luz del día.
Bolitho bajó de un salto del carruaje y le dijo a Vanzell:
—Espere aquí. Usted ya ha hecho su parte. —Hacia Allday, añadió—: Vayamos a
ello.
Golpeó la pesada puerta, y tras un largo silencio, se abrió sólo unos centímetros.
Un hombre sin afeitar que llevaba el mismo uniforme que Vanzell asomó la cabeza
para mirarles.
—¿Sí? ¿Quién llama a estas horas? —Alzó una lámpara y en ese momento
Bolitho dejó caer la capa de los hombros para que la luz iluminara sus charreteras.
—Dígale al director o a quienquiera que esté al mando que Sir Richard Bolitho
desea verle. —Vio la confusión de aquel hombre y añadió bruscamente—: ¡Ahora!
Siguieron al guarda por un largo camino ascendente que conducía al edificio
principal y Bolitho se dio cuenta de que cojeaba. Evidentemente, les resultaba más
barato emplear a soldados o marineros inútiles para el servicio, pensó con amargura.
Pasaron otra puerta y se oyó hablar en susurros mientras Bolitho esperaba en una
habitación fría y húmeda, con la mano en la empuñadura de su sable y consciente de
la dificultosa respiración de Allday detrás de él.
Allday dio un grito ahogado cuando resonó por todo el edificio un penetrante
chillido seguido de gritos y golpes secos. Otras voces se sumaron hasta que el lugar
pareció encogerse ante el estruendo. Se oyeron más gritos airados y que alguien
golpeaba en una puerta con algo pesado; luego, se hizo de nuevo el silencio.
La puerta se abrió y el guarda esperó a que Bolitho entrara. El contraste era
extraordinario. Buenos muebles, un gran escritorio lleno de libros de cuentas y
papeles, y una alfombra que estaba allí tan fuera de lugar como el hombre que se
levantó para saludarle.
Bajo y con aspecto jovial, con una peluca de pelo rizado para ocultar su calvicie,
tenía la apariencia de un cura de pueblo.
—Sir Richard Bolitho, esto es un verdadero honor. —Lanzó una mirada hacia un
reloj y sonrió como un niño descarado—. Y una sorpresa a estas horas.
Bolitho ignoró la mano que le tendía.
—He venido a buscar a Lady Somervell. No admitiré discusión alguna por su
parte. ¿Dónde está?
El hombre le miró fijamente.
—Desde luego, Sir Richard, haría cualquier cosa antes que ofender a un caballero

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tan valeroso, pero me temo que alguien ha estado jugando cruelmente con usted.
Bolitho se acordó del terrible chillido.
—¿A quién tiene aquí?
El pequeño hombre se relajó ligeramente.
—A locos y a los que aducen locura para eludir sus deudas con la sociedad…
Bolitho rodeó la mesa y dijo bajando la voz:
—Ella está aquí y usted lo sabe. ¿Cómo podría tener a una dama en este lugar
asqueroso y no saberlo? No me importa qué nombre le hayan dado o bajo qué
acusación. ¡Si no me la entrega, me ocuparé de que le arresten y le juzguen por
complicidad en la ocultación de un crimen y por falsificación de documentos
oficiales! —Tocó la empuñadura de su sable—. ¡No estoy de humor para más
mentiras!
El hombre suplicó:
—Mañana quizás pueda saber…
Bolitho notó como le invadía una extraña calma. «Ella está aquí». Por un breve
momento, la seguridad del hombre le había hecho dudar.
Negó con la cabeza.
—Ahora. —Si esperaba al día siguiente se la podían llevar a cualquier otra parte.
Le podía pasar cualquier cosa. Dijo de manera cortante—: Llévenos con ella.
El pequeño hombre abrió un cajón y chilló asustado al ver que Allday
reaccionaba al instante sacando y montando el percutor de su pistola en un solo
movimiento. Cogió una llave y la mostró con manos temblorosas.
—¡Por favor, tenga cuidado! —Estaba casi llorando.
Bolitho contuvo la respiración cuando entraron en un pasillo poco iluminado.
Había paja tirada sobre las losas de piedra y una de las paredes supuraba agua. El
hedor era tremendo. Suciedad, pobreza y desesperación. Se pararon delante de la
última puerta y el pequeño director dijo con un susurro:
—¡Por Dios, yo no he tenido nada que ver con esto! La pusieron bajo mi custodia
hasta que fuera pagada una deuda. Pero si está usted seguro de que…
Bolitho no le escuchaba. Miró a través de una pequeña ventana con recios
barrotes ya gastados a lo largo del tiempo por cientos de dedos desesperados.
Una lámpara iluminó la celda a través de una portezuela con un grueso cristal,
como los del pañol de pólvora de un barco. Era una escena del infierno.
Una vieja estaba apoyada en una pared balanceándose a un lado y a otro con un
hilo de baba colgando de su boca mientras cantaba para sí alguna canción olvidada.
Estaba cubierta de mugre y sus ropas hechas jirones estaban muy sucias.
En el lado opuesto estaba Catherine sentada en un pequeño banco de madera, con
las manos entre las rodillas. Su vestido estaba desgarrado, como el día que había
subido a bordo del Hyperion, y vio que estaba descalza. Su largo cabello, despeinado,
colgaba por sus hombros desnudos en parte ocultando completamente su rostro.
Ella no se movió ni levantó la vista cuando la llave chirrió en la cerradura y

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Bolitho entró abriendo la puerta de golpe.
Entonces ella susurró con voz muy baja:
—Si te acercas, te mataré.
Él tendió los brazos y dijo:
—Kate. No tengas miedo, ven conmigo.
Ella alzó la cabeza y se apartó el pelo de los ojos con el dorso de la mano.
No se movió, y al parecer tampoco le reconoció, y por un momento Bolitho pensó
que había enloquecido a causa de aquellas terribles circunstancias.
Luego, se puso en pie y dio unos pasos vacilantes hacia él.
—¿Eres tú? ¿Eres de verdad tú? —Negó con la cabeza y exclamó—: ¡No me
toques! Estoy sucia…
Bolitho la cogió por los hombros y la abrazó contra él, viendo como su protesta
dejaba paso al sollozo. Notó su piel bajo la parte de atrás del vestido; no llevaba nada
debajo. Su cuerpo estaba helado a pesar del aire viciado e inmóvil. La cubrió con su
capa, de manera que sólo su cara y sus pies se veían bajo las titilantes lámparas.
Ella vio al director en la puerta y Bolitho notó como todo su cuerpo se ponía
tenso de repente.
—¡Quítese el sombrero en presencia de mi mujer, señor! —dijo Bolitho. No le
complació ver el miedo del hombre—. ¡O por Dios que le mataré aquí y ahora! El
hombre se apartó, tocando casi con su sombrero el asqueroso suelo al hacer una
reverencia.
Bolitho la llevó por el pasillo, mientras algunos de los presos miraban a través de
las puertas de sus celdas cogidos a los barrotes con sus manos como si fueran garras.
Pero nadie gritó esta vez.
—¿Y tus zapatos, Kate?
Ella se apretujó contra su costado como buscando más protección.
—He vendido todo lo que tenía por comida. —Alzó la cabeza y le miró
detenidamente—. He caminado descalza antes. —Su inesperado coraje le hizo
parecer frágil—. ¿Nos vamos de verdad?
Llegaron a la pesada puerta y ella vio el carruaje con los dos caballos moviéndose
inquietos.
Dijo:
—Seré fuerte. Por ti, querido Richard, yo… —Vio la figura imprecisa del interior
del carruaje y preguntó en voz baja—: ¿Quién es ese? Bolitho la abrazó hasta que ella
se calmó otra vez.
—Sólo es un amigo que ha sabido cuándo se le necesitaba —dijo.

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XIII

CONSPIRACIÓN

Belinda cerró las puertas del salón y apoyó los hombros en ellas.
—¡Baja la voz, Richard! —Miró cómo su sombra iba de un lado a otro de la
elegante sala con grandes pasos mientras su pecho se movía rápidamente delatando
su miedo—. ¡Los criados te oirán!
Bolitho se volvió en redondo.
—¡Malditos sean, y tú también por lo que has hecho!
—¿Qué ocurre, Richard? ¿Estás enfermo o has bebido?
—¡Es una suerte para los dos que no sea lo segundo! ¡Si no, no sé lo que sería
capaz de hacer!
La miró fijamente y la vio pálida. Luego dijo con tono más controlado:
—Lo sabías todo el tiempo. ¡Actuaste en connivencia con Somervell para hacerla
arrojar a un lugar que no es adecuado ni siquiera para los cerdos!
Una vez más pasaron por su mente las imágenes. Catherine sentada en la celda
asquerosa y, más tarde, cuando la había llevado a casa de Browne, en Arlington
Street, y ella había intentado impedir que la dejara allí y se fuera. «¡No te vayas,
Richard! ¡No vale la pena! ¡Estamos juntos, es lo único que importa!». Él se había
dado la vuelta ya junto al carruaje y le había respondido: «¡Pero esos mentirosos no
querían permitirlo!».
Bolitho prosiguió:
—Ella no es más deudora de nada que tú, y tú lo sabías cuando hablaste con
Somervell. Ruego al cielo que esté tan dispuesto con un sable como lo está con una
pistola, porque cuando le vea…
—¡Nunca te había visto así! —exclamó Belinda.
—¡Ni lo volverás a hacer!
—Lo hice por nosotros, por lo que éramos y podíamos ser otra vez —dijo ella.
Bolitho le miró con rabia contenida, mientras el corazón le latía a toda prisa,
consciente de lo cerca que había estado de pegarle. Catherine se lo había contado
todo con frases entrecortadas mientras el carruaje iba hacia la otra casa bajo una
inesperada lluvia golpeteando en las ventanillas.
Le había prestado a Somervell la mayor parte de su dinero cuando se casaron.
Somervell temía por su propia vida a causa de sus muchas deudas de juego. Pero
tenía amigos en los tribunales, incluso tenía el favor del rey, y el nombramiento del
gobierno le había salvado.
Somervell había invertido deliberadamente parte del dinero de Catherine en
nombre de ella y luego había dejado que afrontara las consecuencias tras hacer que
esas inversiones se fueran al traste. Todo eso se lo había explicado Somervell a

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Belinda. A Bolitho casi se le fue la cabeza al pensar lo cerca que había estado el plan
de tener éxito. Si se hubiera venido a vivir a aquella casa y hubiera sido visto en la
recepción del almirante Godschale, a Catherine le habrían dicho que se habían
reconciliado. Un último y brutal rechazo.
Somervell se había ido del país; eso era lo único que se sabía. A su vuelta, habría
esperado encontrar a Catherine medio loca o incluso muerta. Como un ave marina,
Catherine no podía estar enjaulada.
Dijo:
—Eso también lo has matado. ¿Recuerdas lo que me echaste en cara en más de
una ocasión después de casarnos? ¿Que aunque te parecieras físicamente a Cheney,
eso no quería decir que tuvieras nada en común con ella? Por Dios, aquella fue la
cosa más cierta que has dicho nunca. —Miró alrededor del salón y se dio cuenta por
vez primera de que su uniforme estaba empapado del agua de la lluvia.
—Quédate esta casa, por supuesto, Belinda, pero dedica de vez en cuando un
pensamiento a aquellos que luchan y mueren para que tú puedas disfrutar lo que ellos
nunca llegarán a ver.
Ella se hizo a un lado, sin apartar la mirada de él, cuando abrió las puertas de
golpe. Creyó ver una sombra que se alejaba de la escalera, seguramente la de algún
sirviente que pronto les contaría a los demás lo que hubiera podido oír.
—¡Será tu perdición! —dijo ella con voz entrecortada como esperando un golpe
al ver que Bolitho se dirigía hacia ella.
—Eso es problema mío. —Cogió su sombrero—. Algún día hablaré con mi hija.
—La miró durante varios segundos—. Envía a buscar todo lo que necesites de
Falmouth. Incluso eso rechazaste. Así que disfruta de tu nueva vida con tus
arrogantes amigos. —Abrió la puerta principal—. ¡Y que Dios te ayude!
Caminó por la calle oscura ignorando la lluvia que le caía en la cara y le calmaba
como un buen amigo. Necesitaba caminar, poner en orden sus pensamientos, como si
formara una línea de combate. Se iba a ganar enemigos, pero eso no era nada nuevo.
Algunos habían intentado atacarle con lo de Hugh, incluso lo habían intentado a
través de Adam.
Pensó en Catherine y en dónde podría dejarla. No en Falmouth, no hasta que
pudiera llevarla él mismo. Si es que ella quería ir allí. ¿Daría ella crédito a sus
palabras después de lo que había pasado tantos años atrás? ¿Esperaría otra traición?
Descartó la idea inmediatamente. Ella era como el sable que llevaba en su cintura,
casi irrompible. Casi.
Una cosa era segura. Godschale tendría pronto noticia de lo ocurrido, aunque
nadie hablaría abiertamente de ello sin parecer un conspirador.
Esbozó una sonrisa lúgubre. Pronto estaría en Gibraltar con nuevas órdenes.
Su ajetreada mente captó una sombra y un sonido metálico. Desenvainó su viejo
sable en una fracción de segundo y gritó:
—¡¿Quién va?!

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—Venía a ver qué… —Adam sonó aliviado. Observó como su tío envainaba su
sable—. ¿Lo has hecho, entonces?
—Sí. Está hecho.
Adam caminó a su lado, se quitó el sombrero y levantó la cara hacia la lluvia.
Entonces, dijo:
—Allday me ha contado la mayor parte. Parece que no puedo dejarte solo ni un
momento.
—Aún apenas puedo creérmelo —dijo Bolitho.
—Las personas cambian, tío.
—No lo creo. —Bolitho lanzó una mirada a dos tenientes del ejército que
caminaban de modo vacilante hacia el Palacio de St. James—. Las circunstancias
puede, pero no las personas.
Discretamente, Adam cambió de tema:
—He descubierto el paradero del comandante Keen. Está en Cornualles. Se había
ido allá para solucionar algunos asuntos relativos al difunto padre de la señorita
Carwithen.
Bolitho asintió. Había estado preocupado ante la posibilidad de que Keen se
hubiera casado sin estar él presente. Qué extraño era que una cosa tan simple todavía
fuera tan importante después de todo lo que había pasado.
—Le mandé una carta, tío. Ya debería saberlo.
Se quedaron en silencio, escuchando solamente sus propias pisadas sobre la calle
adoquinada.
Probablemente ya lo sabría todo. A estas alturas, la flota entera lo sabría. Sería
criticado por muchos, pero para los abarrotados ranchos de los buques se trataría de
un chisme entretenido.
Llegaron a la casa, donde encontraron a Allday tomándose una jarra de cerveza
con la señora Robbins, el ama de llaves. Era del mismo Londres y se había criado en
Bow, y a pesar del refinado ambiente en que se movía, tenía una voz que sonaba
como la de una vendedora ambulante. La señora Robbins fue directa al grano.
—Ahora está en la cama, Sir Richard. —Le miró con calma—. Está en una
pequeña habitación de invitados.
Bolitho asintió. Había captado el sentido de la frase. No habría escándalo alguno
en aquella casa sin importar lo que aparentara haber.
Y prosiguió diciendo:
—La he desnudado como a una niña pequeña y la he bañado.
Pobrecita lo que ha aguantado. He quemado su ropa. Estaba plagada de bichos. —
Abrió su mano enrojecida—. Encontré esto cosido en su vestido.
Eran los pendientes que él le había regalado la única vez que habían estado juntos
en Londres.
Bolitho notó como se le hacía un nudo en la garganta.
—Gracias, señora Robbins.

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Sorprendentemente, los rasgos severos de la mujer se suavizaron.
—No es nada, Sir Richard. ¡El joven Lord Oliver me contó algunas historias de
cuando usted le salvó el trasero a él! —Se marchó riéndose entre dientes para sí.
Entraron Allday y Adam, y Bolitho les preguntó:
—¿Habéis oído todo eso?
Allday asintió.
—Qué mujer. Ma Robbins nos avisará si pasa algo durante la noche.
Bolitho se sentó y estiró las piernas. No había comido ni una miga desde el
desayuno, pero tampoco podía hacerlo ahora.
Había ido por muy poco, pensó. Pero quizás el combate ni siquiera había
empezado aún.

* * *

Catherine estaba de pie junto a una ventana alta mirando abajo hacia la calle. El
sol brillaba con fuerza, aunque aquel lado de la calle estaba todavía en sombra. Unas
cuantas personas paseaban por allí y se podía oír la tenue voz de una florista
intentando vender su mercancía.
—Esto no puede durar mucho —dijo con voz baja ella.
Bolitho estaba sentado en un sillón con las piernas cruzadas y la observaba, sin
apenas poder creer todavía que hubiera pasado todo aquello, que era la misma mujer
que había sacado de la miseria y la humillación. Ni que él era el hombre que lo había
arriesgado todo, incluido un consejo de guerra, al amenazar al director de la prisión
de Waites.
Él respondió:
—No podemos quedarnos aquí. Quiero estar a solas contigo. Para volverte a
abrazar, para contarte cosas.
Ella volvió la cabeza de manera que su cara quedó también en sombras.
—Todavía estás preocupado, Richard. No tienes por qué, en lo que se refiere a mi
amor hacia ti. Nunca dejó de existir, así que, ¿cómo puedo perderlo ahora? Pasó
lentamente por detrás de su sillón y le puso las manos sobre los hombros. Iba vestida
con una sencilla bata verde que la imponente señora Robbins le había comprado el
día anterior.
Bolitho dijo:
—Ahora estás protegida. Cualquier cosa que necesites, todo lo que yo pueda darte
es tuyo. —Prosiguió al notar que sus dedos se tensaban en sus hombros, alegrándose
de que ella no pudiera verle la cara—. Puede que lleve muchos meses recuperar lo
que te ha robado. Se lo diste todo y le salvaste.
—A cambio, él me ofreció seguridad y un puesto en la sociedad para vivir como
yo deseara. ¿Fui estúpida? Quizás sí. Pero fue un trato entre los dos. No había amor.

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—Acercó su cabeza a la de él y añadió en voz baja—: He hecho cosas de las que a
menudo me avergüenzo. Pero nunca he vendido mi cuerpo a nadie.
Él alargó la mano y le cogió la suya.
—Eso lo sé.
Pasó un carruaje haciendo ruido sus ruedas sobre los adoquines de piedra. Por la
noche, en aquella casa, igual que en otras cercanas, mandaban a los sirvientes que
echaran paja sobre la calle para amortiguar el ruido. Londres parecía no dormir
nunca. En los días anteriores, Bolitho se había quedado despierto, pensando en
Catherine y en el código de conducta de la casa que les tenía separados como tímidos
pretendientes.
—Quiero estar donde pueda saber cosas de ti, lo que estás haciendo —dijo ella—.
Habrá más peligros. A mi manera, los compartiré contigo.
Bolitho se puso en pie y le miró a los ojos.
—Probablemente, muy pronto recibiré órdenes de volver con la escuadra.
Después de esto, seguramente querrán verme lejos de Londres lo antes posible.
—Sonrió y la cogió por la cintura, notando su cuerpo ágil bajo la ropa, sintiendo
la necesidad que les acuciaba a ambos. Sus mejillas tenían ahora cierto rubor, y su
cabello, que le caía suelto por la espalda, había recobrado su brillo.
Ella vio su mirada y dijo:
—La señora Robbins me ha estado cuidando.
—Está mi casa de Falmouth —dijo él. Al instante vio su reticencia, su protesta no
expresada, y añadió—: Lo sé, mi encantadora Catherine. Esperarás a que…
Ella asintió.
—¡Hasta que me lleves allí como tu querida! —Trató de sonreír y añadió con voz
ronca—: Porque eso es lo que dirán.
Siguieron cogidos de las manos y mirándose el uno al otro durante un minuto
entero.
Entonces, ella dijo:
—Y no soy encantadora. Sólo a tus ojos, querido mío.
—Te quiero —dijo él. Se fueron hasta la ventana y Bolitho se dio cuenta de que
no había salido de la casa desde aquella noche—. Si no puedo casarme contigo…
Ella le puso los dedos sobre la boca.
—No hables más de esto. ¿Te piensas que me importa? Seré lo que tú quieras que
sea. Pero siempre te amaré, y seré una fiera si otros intentan hacerte daño.
Un criado llamó a la puerta y entró con una pequeña bandeja de plata. En ella
había un sobre lacrado con el familiar emblema del Almirantazgo. Bolitho lo cogió y
notó como ella le miraba mientras lo abría.
—Tengo que ver a Sir Owen Godschale mañana.
Ella asintió.
—Te dará órdenes, pues.
—Eso espero. —La estrechó entre sus brazos—. Es inevitable.

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—Lo sé. La idea de perderte…
Bolitho pensó en qué haría ella cuando él se marchara. Tenía que hacer algo.
Catherine dijo:
—Estoy pensando que tenemos otro día, una noche más. —Recorrió con sus
manos sus brazos hasta sus hombros y su cara—. Ahora es lo único que me importa.
—Antes de irme…
Ella volvió a taparle la boca.
—Sé lo que intentas decirme. Y sí, querido Richard, quiero que me ames como lo
hiciste en Antigua, y como hace tanto tiempo aquí en Londres. Te dije una vez que
necesitabas amor. Yo soy la que te lo va a dar.
La señora Robbins se asomó por la puerta.
—Disculpe, Sir Richard. —Sus ojos parecieron medir la distancia a la que
estaban el uno del otro—. Pero su sobrino está aquí. —Se ablandó ligeramente—.
¡Está usted hermosa y radiante, milady!
Catherine sonrió con aire serio.
—Por favor, señora Robbins, no utilice ese tratamiento. —Miró fijamente a
Bolitho—. Ya no quiero utilizarlo.
La señora Robbins, o Ma, como Allday la llamaba, bajó despacio por la escalera y
vio a Adam arreglándose su rebelde cabello negro ante un espejo.
Qué cosa más rara, pensó. Dios, toda la cocina hablaba de ello. La cuestión se
había puesto difícil para Elsie, una de las doncellas, cuando su querido novio se había
quedado con una negrita de las Indias Occidentales. Aquello no le parecía serio para
la gente de su rango; aunque el viejo Lord Browne también había sido una buena
pieza con las mujeres antes de morir. Entonces pensó en la expresión de Bolitho
cuando le dio los pendientes que había rescatado de aquel vestido asqueroso. Había
mucho más allí de lo que la gente se pensaba.
Saludó a Adam con un movimiento de cabeza.
—Bajará enseguida, señor.
Adam sonrió. Era extraño, pensó. Siempre había querido a su tío más que a
ningún otro hombre. Pero hasta ese momento nunca le había envidiado.

* * *

El almirante Sir Owen Godschale recibió a Bolitho inmediatamente tras su


llegada al Almirantazgo. Bolitho tuvo la impresión de que había dado por terminada
anticipadamente otra reunión, quizás para sacarse de encima y zanjar aquella sin más
dilación.
—He recibido información de que la flota francesa dejó atrás a los barcos de Lord
Nelson. Es dudoso que pueda aún conseguir entablar combate con ellos. Parece poco
probable que Villeneuve esté deseoso de luchar hasta que se le unan los barcos

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españoles.
Bolitho miró atentamente el enorme mapa del almirante. Así que los franceses
estaban todavía en el mar; pero no podían seguir ahí demasiado tiempo. Nelson debía
de haber pensado que el enemigo quería atacar las posesiones y bases británicas del
Caribe. ¿O era simplemente un gran ejercicio en bloque? Los franceses tenían
magníficos barcos, pero habían estado encerrados en puerto a consecuencia del eficaz
bloqueo inglés. Villeneuve tenía demasiada experiencia como para llevar a cabo un
ataque cruzando el canal de la Mancha y allanar así el camino a los ejércitos de
Napoleón, con unos barcos y unos hombres cuyas habilidades y fuerzas habían
resultado socavadas por la inactividad.
Godschale dijo sin rodeos:
—Así pues, quiero que vuelva a izar su insignia y se reúna con la escuadra de
Malta.
—Pero tenía entendido que tenía que relevar al contralmirante Herrick.
Godschale miró su mapa.
—Necesitamos cada uno de los barcos donde puedan hacer el mayor bien. Hoy he
enviado órdenes por bergantín correo al puesto de mando de Herrick. —Le miró
impasible—. Le conoce usted, claro.
—Muy bien.
—Parece ser que la cena que había planeado deberá ser pospuesta por ahora, Sir
Richard. Hasta que las cosas se calmen, ¿eh?
Sus miradas se encontraron.
—¿Habría sido invitado yo solo, Sir Owen? —Lo dijo con tono calmado, pero
incisivo.
—Dadas las circunstancias, creo que eso habría sido preferible, sí.
Bolitho sonrió.
—Pues bajo esas mismas circunstancias me alegro de que se haya pospuesto.
—¡Me molesta su condenada actitud, señor!
Bolitho no se pudo contener.
—Un día, Sir Owen, puede que tenga usted motivos para acordarse de esta
vergonzosa conspiración. La última vez que hablamos me dijo que Nelson no era
infalible. ¡Ni tampoco lo es usted, señor! Y si cayera usted también en desgracia,
¡casi con toda seguridad descubriría quiénes son sus amigos de verdad! —Salió con
grandes zancadas de la sala y oyó como el almirante cerraba la puerta tras él con un
sonoro portazo.
Bolitho estaba todavía enfadado cuando llegó a casa de Browne; hasta que vio a
Catherine hablando con Adam y oyó una voz familiar en el estudio contiguo.
Entonces, Allday apareció por el pasillo que venía de la cocina masticando aún
algo de comida. Todos miraron a Bolitho.
—Tengo que volver con la escuadra tan pronto como pueda —dijo este.
Vio una sombra en el pasillo y tras ella apareció el capitán de navío Valentine

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Keen.
Bolitho le asió por los antebrazos.
—¡Val! ¡Esto es un milagro!
Detrás de su amigo vio a la joven Zenoria, exactamente como la recordaba.
Tenían aspecto de haber llegado de viaje y Keen dijo:
—Hemos estado de camino durante dos días. Estábamos ya de vuelta de
Cornualles y por casualidades del destino nos encontramos con el correo en una
pequeña posada en la que estaba cambiando de montura.
El destino. Aquella palabra.
—No lo entiendo —dijo Bolitho. Vio la cara de la joven que se acercó a él para
abrazarle y darle un beso en la mejilla. Algo más había pasado.
—Voy a ser su capitán de bandera, Sir Richard —dijo Keen. Dirigió una mirada
de desesperación a Zenoria—. Me lo pidieron y me pareció bien. —Le entregó una
carta a Bolitho—. El comandante Haven está bajo arresto. Al día siguiente de su
marcha en el Firefly atacó a otro oficial e intentó matarle. —Observó la cara de
Bolitho—. El comodoro de Gibraltar espera sus órdenes.
Bolitho se sentó y Catherine se puso a su lado, de pie y con una mano sobre su
hombro.
Bolitho levantó la mirada hacia ella. «Mi fiera». Aquel pobre y desgraciado
hombre no había aguantado la tensión. La carta no decía mucho más, pero Bolitho
sabía que el otro oficial debía de ser Parris. Este al menos estaba vivo.
Keen les miró a los dos.
—Estaba a punto de preguntar si a su dama no le importaría compartir mi casa
con Zenoria y mi hermana hasta que volvamos.
Bolitho le cogió la mano a Catherine; por la manera en que la joven de Cornualles
de cabello oscuro la miraba, dedujo que era una idea inmejorable. Ambas tenían
mucho en común.
Keen había rescatado a Zenoria del buque transporte Orontes después de que
fuera acusada erróneamente y condenada por intento de asesinato. Ella había
intentado defenderse para no ser violada y la habían deportado a la colonia penal de
Nueva Gales del Sur; y era inocente. Keen había ido al transporte y la había liberado
cuando estaban empezando a azotarla siguiendo las órdenes del capitán del barco.
Había recibido un azote en su espalda desnuda antes de que Keen detuviera aquella
tortura. Bolitho sabía que llevaría la cicatriz de por vida. Sintió un escalofrío al
pensar que Catherine podría haber compartido el mismo destino, pero por razones
diferentes. Los celos y la codicia eran enemigos despiadados.
—¿Qué dices tú, Kate? —preguntó. Los otros parecieron desaparecer de su visión
un tanto mermada—. ¿Lo harás?
Ella no dijo nada pero asintió muy lentamente. Sólo un ciego habría podido no
ver la complicidad que se respiraba entre ambas.
—Hecho, pues. —Bolitho miró sus caras—. Juntos otra vez.

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Pareció que les incluía a todos.

* * *

El teniente de navío Vicary Parris estaba sentado en su cámara escuchando sólo a


medias los ruidos del barco. Comparada con la cubierta superior, la cámara, con su
porta abierta, parecía casi fresca.
El quinto oficial, el más joven del Hyperion, estaba de pie junto a la mesa
pequeña y miró con atención el libro de castigos abierto.
—Bien, ¿cree que es justo, señor Priddie? —volvió a preguntarle Parris.
Era escalofriante, pensó Parris. El vicealmirante apenas acababa de salir del
Peñón en el Firefly cuando Haven empezó con sus estragos. En la mar, luchando
contra los elementos y haciendo navegar el barco, los hombres estaban casi siempre
demasiado ocupados o desesperados para poner en cuestión las exigencias de la
disciplina. Pero el Hyperion estaba en puerto, y bajo el sol abrasador, los trabajos del
barco y de conseguir provisiones frescas conllevaba una rutina más cómoda y más
lenta, en la que los hombres tenían tiempo para observar y abrigar rencores.
—N-no estoy seguro.
Parris maldijo entre dientes y dijo:
—Usted quería pasar a ser teniente de navío, y ahora que está en la cámara de
oficiales, ¿parece dispuesto a aceptar cualquier pretexto sin más para aplicar unos
azotes?
Priddie bajó la cabeza.
—El comandante ha insistido…
—Sí, claro. —Parris se recostó en su asiento y contó unos segundos para recobrar
la calma. En cualquier otro momento habría solicitado, incluso exigido, un traslado a
otro barco y al infierno con las consecuencias. Pero había perdido su último barco;
quería, mejor dicho, necesitaba cualquier recomendación posible que pudiera
brindarle una oportunidad para otro ascenso.
Había servido a las órdenes de varios comandantes. Algunos valientes, algunos
demasiado cautos. Otros llevaban sus barcos con las ordenanzas en la mano y nunca
corrían riesgos que pudieran provocar que el almirante arqueara una ceja. Incluso
había servido bajo la peor clase de comandante posible, un sádico que castigaba a sus
hombres sin motivo y que miraba cada espeluznante golpe del gato de nueve colas
hasta que la espalda de la víctima quedaba en carne viva.
No había defensa posible de Haven. Este sencillamente le odiaba. Usaba el arma
de su autoridad para castigar a los marineros sin pensarlo dos veces, como buscando
que su primer oficial le desafiara.
Tocó el libro.
—Mire esto, hombre. Dos docenas de azotes por pelearse. Estaban haciendo el

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idiota en la guardia de cuartillo, nada más; usted debió de haberlo visto, ¿no?
Priddie se ruborizó.
—El comandante ha dicho que la disciplina en cubierta era laxa. Que estarían
observándoles desde tierra. Ha dicho que no iba a tolerar más dejadez.
Parris se mordió la lengua para no replicarle con dureza. Priddie todavía no había
olvidado lo que era ser guardiamarina. Como primer oficial tenía que hacer algo. No
podía recurrir a nadie; los otros comandantes verían su comportamiento como una
traición, como algo que podía socavar a su vez su respectiva autoridad. Se equivocara
o no, el comandante era como un dios. Sólo un hombre tenía la importancia suficiente
para pararlo y estaba de pasaje a Inglaterra con bastantes problemas propios. Parecía
poco probable que Bolitho fuera a postrarse ante nadie si creía que lo que estaba
haciendo estaba bien.
Parris pensó en el cirujano del barco, George Minchin. Pero lo había intentado
antes en vano. Minchin era un borracho, como muchos de los cirujanos que servían
en otros buques. Eran unos carniceros en cuyas manos morían más hombres de lo que
lo harían por sus heridas o lesiones.
Se suponía que el Hyperion iba a tener un cirujano con experiencia, uno de los
varios que eran enviados a las diferentes escuadras para observar e informar de lo que
vieran. Pero eso sería más adelante. Era ahora cuando lo necesitaban.
—Ya me ocupo yo —dijo Parris. Vio como se iluminaban los ojos del oficial,
agradecido por no verse involucrado. Parris añadió enojado—: Nunca tendrá usted un
barco a su mando, señor Priddie, a menos que afronte las responsabilidades que
conlleva su rango.
Subió al alcázar y observó a los hombres que izaban aparejos nuevos a la cofa del
mesana. Había un fuerte olor a alquitrán y se oían los ruidos de los martillos y de una
azuela de Horrocks, el carpintero, y sus ayudantes, que estaban acabando de construir
un nuevo cúter con los materiales que tenían a mano. Trabajaban bien, pensó, e
incluso parecían felices aun a pesar del nubarrón que había permanentemente en la
popa.
Con un suspiro, se metió bajo la toldilla y esperó a que el centinela de infantería
de marina le anunciara.
El comandante Haven estaba sentado en su escritorio con varios papeles delante y
con la casaca colgada en el respaldo de la silla mientras se abanicaba la cara con un
pañuelo.
—¿Y bien, señor Parris? Tengo mucho que hacer.
Parris se obligó a sí mismo a ignorar su evidente indicación para que se fuera. Se
dio cuenta de que las plumas que había en el escritorio estaban todas limpias y secas.
Haven no había escrito nada. Era como si estuviera preparado para aquello, como si
hubiera estado esperando su visita a pesar del rechazo expresado.
Parris dijo con cautela:
—Los dos hombres que han de ser castigados, señor…

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—¡Oh!, ¿cuáles? Estaba empezando a creer que la gente hacía lo que le parecía.
—Trotter y Dixon, señor. Nunca se habían metido en problemas. Si el quinto
oficial me lo hubiera dicho… —No fue más allá.
Haven espetó:
—Pero usted no estaba a bordo, señor. No, usted estaba en otra parte, creo, ¿no?
—Cumpliendo sus órdenes, señor.
—¡No sea impertinente! —Haven se movió en su silla. A Parris le recordó a un
pescador al que un pez le toca el cebo de su anzuelo. Y dijo—: ¡Estaban
comportándose de manera vergonzosa y alborotada! Yo les vi. Como es normal tenía
que acabar con aquellas tonterías.
—Pero dos docenas de azotes, señor. Yo podría castigarles con una semana de
trabajo extra. Se mantendría la disciplina y creo que el señor Priddie aprendería de
ello.
—Ya entiendo, ahora está usted echando la culpa al joven teniente. —Sonrió.
Parris pudo sentir como la tensión le atenazaba—. Los hombres serán azotados, y el
señor Priddie será el culpable. ¡Maldita sea su sombra, señor! ¿Cree que me va a
importar algo lo que ellos piensen? Aquí mando yo y ellos harán lo que yo quiera,
¿estoy siendo lo bastante claro? —Estaba gritando.
—Sí, señor.
—Me alegra oírlo. —Haven le miró con los ojos entrecerrados ante la luz del sol
que se filtraba en la cámara—. Su participación en la incursión se sabrá en el
Almirantazgo, no me cabe duda. Pero puede arrastrarse usted tras los faldones de la
casaca de nuestro almirante tanto como quiera. ¡Me ocuparé de que haya plena
constancia de su deslealtad y su maldita arrogancia cuando vuelva a plantearse el
asunto de su ascenso!
Parris sintió como la cámara se tambaleaba.
—¿Me ha llamado desleal, señor?
Haven casi se lo dijo gritando:
—¡Sí, cerdo lascivo, y tanto que lo he hecho!
Parris se quedó mirándola fijamente. Era peor que cualquier otra cosa que hubiera
pasado antes. Vio que la rendija de luz que entraba por debajo de la puerta de la
cámara tenía muchas sombras; eran de los pies de los hombres que estaban allí fuera
escuchando. Dios mío, pensó desesperado, ¿qué posibilidades vamos a tener si
tenemos que entrar en combate?
—Creo que puede que los dos hayamos hecho algún comentario fuera de lugar,
señor.
—¡No se atreva nunca a reprenderme, maldito sea! Me imagino que cuando está
echado en su catre, piensa en mí, aquí abajo, y se ríe acordándose del vil acto que
cometió; bueno, contésteme ahora, ¡maldito perro!
Parris sabía que debía llamar a otro oficial, de la misma manera que sabía que iba
a golpear a Haven en los segundos siguientes. Algo, como el aviso de un sueño,

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pareció contener su ira y su resentimiento. «Quiere pegarte. Quiere que tú seas su
próxima víctima».
Haven se echó hacia atrás en su silla, como si la fuerza y la rabia le hubieran
abandonado. Pero cuando volvió a levantar la mirada, Parris vio que esta última
todavía estaba allí, en sus ojos, como dos fuegos llenos de odio.
En un tono casi de conversación, Haven le preguntó:
—¿De verdad pensaba que no me iba a enterar? ¿Cómo puede haber sido tan
estúpido?
Parris contuvo la respiración mientras su corazón latía con fuerza; había creído
que nada podría sacarle de sus cabales.
Haven prosiguió:
—Conozco sus métodos, su enorme amor propio. Ah sí, claro, usted cree que no
me entero de nada. —Señaló el retrato de su esposa sin apartar la mirada de Parris. Y
añadió con un susurro ronco—: ¡Veo la culpa en su cara tan clara como el agua!
Parris creyó haberlo oído mal.
—Vi a la dama una vez, pero…
—¡No ose hablar de ella en mi presencia! —Haven se puso en pie de un brinco—.
Usted, con su manera de hablar y sus modales suaves, ¡justamente la clase de persona
a la que ella escucharía con agrado!
—Señor. Le ruego que no diga nada más. Puede que ambos lo lamentemos.
Haven no parecía estar escuchándole.
—¡Usted la sedujo cuando yo estaba ocupado en este barco! Me maté a trabajar
convirtiendo a esta chusma en una dotación. Entonces, izaron la insignia de un
hombre que sospecho se parece mucho a usted ¡y que se piensa que puede tener a
cualquier mujer que elija!
—No puedo seguir escuchándole, señor. No es cierto. Yo vi… —Vaciló y terminó
la frase—: ¡Yo no la toqué, se lo juro por lo más sagrado!
—Después de todo lo que le di —dijo Haven bajando la voz con la mirada puesta
en el retrato de su mujer.
—Está usted equivocado, señor. —Parris miró hacia la puerta. Seguro que alguien
vendría. Toda la popa debía de estar oyendo despotricar a Haven.
Haven gritó de repente:
—¡El niño es hijo suyo, maldito cabrón!
Parris cerró los puños. Así que era eso. Dijo:
—Me marcho, señor. No voy a escuchar sus insultos ni sus insinuaciones. Y por
lo que se refiere a su mujer, ¡lo único que puedo decir es que lo siento por ella! —Se
dio la vuelta para irse mientras Haven gritaba:
—¡No irá a ninguna parte, maldito sea!
La detonación de la pistola dentro del espacio cerrado de la cámara fue
ensordecedor. Fue como un golpe con una barra de hierro. Entonces, Parris sintió el
dolor y el calor y la humedad de la sangre mientras caía sobre cubierta.

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Vio como se cernía sobre él la oscuridad. Era como una humareda o como la
niebla, con un único hueco en ella en el cual veía al comandante intentando cargar de
nuevo su pistola.
Antes de que el dolor le dejara inconsciente, la angustiada mente de Parris fue
capaz de grabar el hecho de que Haven estaba riéndose. Riéndose como si no pudiera
parar.

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XIV

A FAVOR O EN CONTRA

Eran las primeras horas de la mañana de un magnífico día de junio cuando


Bolitho izó de nuevo su insignia en la arboladura del Hyperion y se preparó para salir
del Peñón con su escuadra.
Durante el rápido pasaje del Firefly hasta Gibraltar, Bolitho y Keen habían tenido
muchas cosas de las que hablar. Keen estaba inquieto por haber sido nombrado
capitán de bandera de una escuadra de la que no sabía nada, aunque apenas lo
exteriorizaba, mientras que para Bolitho era el retorno de un amigo; como volver a
estar entero otra vez.
A petición del comodoro, había visitado a Haven en el lugar donde estaba
encerrado en tierra. Había esperado encontrarle impresionado, o al menos dispuesto a
hacer algo para defenderse de haber disparado a Parris a sangre fría.
Un médico de la guarnición le había dicho a Bolitho que o Haven no se acordaba
o no le importaba lo que había ocurrido.
Se había puesto de pie al entrar Bolitho en su pequeña habitación y había dicho:
«El barco está listo, Sir Richard. He dado los pasos necesarios para asegurarme de
que, sea viejo o no, ¡el Hyperion dé buena cuenta de su artillería ante cualquier buque
de guerra francés cuando llegue el momento!».
Bolitho le había dicho: «Queda usted relevado del mando. Le voy a mandar a
Inglaterra».
Haven se había quedado mirándole fijamente. «¿Relevado? ¿Se ha publicado mi
ascenso?».
De vuelta al barco, a Bolitho le habían entregado una carta dirigida a Haven y que
acababa de llegar en una goleta correo proveniente de Spithead. Dadas las
circunstancias, Bolitho había decidido abrirla; al menos, él podría ahorrarle a alguien
de Inglaterra la amarga verdad acerca de Haven hasta que los hechos fueran juzgados
en el inevitable consejo de guerra.
Después de hacerlo, Bolitho tuvo dudas sobre si debiera haberla leído. La carta
era de la esposa de Haven. Decía con toda naturalidad que le había dejado para vivir
con el propietario de una fábrica de tejidos que hacía uniformes para el ejército, con
quien ella y su hijo estarían bien atendidos.
Parecía que dicho propietario era el padre del niño y que, desde luego, no era de
Parris. Cuando finalmente Haven recobrara el juicio, si es que lo hacía algún día,
aquello sería lo más difícil de afrontar.
El primer oficial debía de haber nacido con suerte, pensó Bolitho. La bala de la
pistola había salido muy alta y se había alojado en el hombro, y le había astillado el
hueso. Debía de haber sufrido un dolor terrible mientras Minchin intentaba

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extraérsela. La bala iba apuntada a su corazón.
Keen le había preguntado a Bolitho: «¿Desea que se quede a bordo? La herida
tardará semanas en curarse y me temo que no está demasiado bien tratada».
Probablemente se habría acordado de cómo una gran astilla se le había clavado a él
en la ingle; antes que dejar que se viera bajo la cuchilla de un cirujano bebido, Allday
mismo le había sacado el trozo de madera recortada.
«Es un oficial con experiencia. Tengo esperanzas en su ascenso. Creo que
podemos confiar en los otros oficiales para el mando».
Keen había mostrado su acuerdo con él. «¡Seguro que los otros oficiales dan lo
mejor de sí mismos!».
La escuadra había salido hacia el este, y se había adentrado en el Mediterráneo, el
mar que tantas batallas había visto y en el que Bolitho estuvo a punto de morir.
Con el Hyperion a la cabeza y la insignia de Bolitho en su palo trinquete, y los
otros tercera clase siguiéndole detrás escorando pronunciadamente bajo el viento vivo
del noroeste, probablemente su salida había provocado tantas especulaciones como su
llegada. Bolitho observó la famosa silueta del Peñón hasta que se perdió entre la
bruma. La extraña nube de vapor que se elevaba bajo aquel cielo tan despejado era
una imagen permanente cuando el viento enfriaba las piedras sobrecalentadas, de
forma que desde cierta distancia parecía un volcán humeante.
La mayor parte de la dotación del Hyperion se había ido amoldando poco a poco
desde su partida de Inglaterra, y Keen era prácticamente el único desconocido en ella.
A medida que iban pasando los días y los barcos hacían ejercicios de vela y de
artillería, Bolitho daba cada vez más gracias al destino que había traído a Keen de
vuelta con él.
A diferencia de Haven, conocía la manera de hacer de Bolitho y lo que este
esperaba de la dotación, pues había servido bajo su mando como guardiamarina y
como teniente de navío antes de hacerlo finalmente como su capitán de bandera. La
dotación del barco parecía notar el vínculo que había entre su comandante y su
almirante, y los marineros más viejos veían y apreciaban también que si Keen no
sabía algo acerca de su barco no le dolía en el orgullo preguntarlo. A Bolitho nunca se
le había ocurrido pensar que quizás Keen hubiera aprendido aquella actitud de él.
Tener que separarse del Firefly había sido triste, pero este tenía que ir de un lado a
otro repartiendo más despachos a los comandantes y almirantes que esperaban con
ansia las últimas informaciones sobre los franceses. Entre la montaña de despachos
del Firefly debía de haber sin duda unos cuantos como el que Haven aún no había
leído. La guerra era tan cruel en casa como en alta mar, pensó.
La próxima vez que se encontrara con Adam se habría confirmado su ascenso. Le
resultaba extraño pensar en ello. Podía imaginarse lo que pensarían y dirían en
Falmouth cuando llegara a casa el último capitán Bolitho. A menos que Adam
conociera y se casara finalmente con una chica de su elección, sería el último capitán
que volviera a la casa de Cornualles.

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Pensaba a menudo en Catherine y en su despedida. Habían compartido su pasión
y su amor, y ella había insistido en hacer con él el camino hasta Portsmouth, donde él
subiría bordo del pequeño Firefly. Keen se había despedido de los suyos antes y se
había adelantado a Portsmouth con Adam en otro carruaje.
Con los caballos moviéndose inquietos y humeando bajo el sol, Catherine le había
abrazado, escrutándole la cara y acariciándole con ternura y después consternación al
oír de boca de Allday que el bote estaba esperando en el embarcadero.
El le había pedido que se quedara junto al carruaje, pero ella le había seguido
hasta las escaleras de madera donde tantos oficiales de Marina se habían alejado de
tierra. Una pequeña multitud se había congregado para mirar los barcos y ver a los
oficiales irse hacia ellos.
Bolitho se había percatado de que había muy pocos hombres de edad apta para el
servicio. Sería un estúpido quien se arriesgara a caer en manos de la patrulla de leva
si no tenía estómago para el combate.
Los presentes habían vitoreado, y algunos de ellos habían reconocido a Bolitho
con facilidad.
Uno había gritado: «¡Buena suerte, Dick Igualdad, y también para tu dama!».
Él la había mirado y había visto sus lágrimas por primera vez.
Ella había susurrado: «¡Me consideran parte de ti!».
Mientras el bote se alejaba de las escaleras bogando, Bolitho había vuelto la vista
atrás, pero ella había desaparecido. Y aún así, cuando empezaron a dar tumbos en
aquella mar picada del Solent en la que el Firefly tiraba con fuerza de su cable, había
sentido que ella estaba todavía allí. Mirándole hasta el último segundo. Él le había
escrito para preguntarle justamente eso, y para decirle lo que para él significaba su
amor.
Se acordó de lo que Belinda le había dicho acerca de su encaprichamiento. Allday
había descrito a Catherine como la mujer de un marino, y sé lo que me digo. Cuando
lo dijo, sonó como el mayor halago de todos.
Mientras la fragata Tybalt y la corbeta Phaedra daban caza e interrogaban a
cualquier barca de cabotaje o mercante lo bastante insensato como para ponerse al
alcance de sus cañones, Bolitho y Keen estudiaban sus escasas informaciones y, día
tras día, se adentraban cada vez más en el Mediterráneo.
Se decía que Nelson estaba todavía en el Atlántico y que se había reunido con su
amigo y segundo en la cadena de mando, el vicealmirante Collingwood.
Probablemente, Nelson había pensado que el enemigo estaba intentando dividir las
escuadras británicas con estratagemas y repentinas salidas desde puertos seguros.
Napoleón sólo emprendería su invasión cruzando el Canal cuando se consiguiera eso.
Como había sugerido Yovell, «Si esto es así, Sir Richard, entonces es usted el
oficial superior en el Mediterráneo».
Bolitho apenas se lo había planteado. Pero si era cierto, sólo significaba una cosa
para él. Cuando el enemigo se cruzara en su camino no tendría que preguntarle a

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nadie qué debía hacer. Eso hacía más atractivo el peso del mando.
Una mañana, mientras daba su paseo por el alcázar, vio a Parris caminando por un
pasamano con el brazo vendado e inmovilizado contra su costado y con paso inseguro
calculando las subidas y las bajadas del casco. Parecía haberse cerrado más en sí
mismo desde que Haven intentara matarle. Keen había dicho que estaba muy
contento de tenerle como su segundo, aunque sin haberle conocido anteriormente no
podía hacer ninguna comparación.
Parris se fue lentamente hacia la banda de sotavento del alcázar y se agarró a un
estay para observar a unas gaviotas que se lanzaban ante el costado del barco sobre su
posible alimento.
Bolitho cruzó hasta él desde la banda de barlovento.
—¿Cómo se encuentra?
Parris trató de erguir su espalda pero hizo una mueca de dolor y se disculpó:
—Mejora lentamente, Sir Richard. —Miró hacia las velas llenas y las diminutas
figuras que trabajaban entre ellas en lo alto—. Me encontraré un poco mejor cuando
sepa que puedo volver a subir ahí arriba.
Bolitho estudió su marcado perfil. ¿Un mujeriego? ¿Un hombre misterioso?
Parris percibió la mirada escrutadora y dijo con poca fluidez:
—Quisiera darle las gracias por haber permitido que me quedara a bordo, Sir
Richard. En estos momentos soy una carga inútil.
—El comandante Keen fue quien tomó la decisión final.
Parris asintió, con la mirada perdida entre los recuerdos.
—Él ha hecho que este barco cobre vida. —Vaciló, inseguro por el posible exceso
de confianza de lo que iba a decir—: Lamento lo de sus problemas en Londres, Sir
Richard.
Bolitho miró el agua azul y se puso tenso cuando su ojo malo se empañó
ligeramente con el aire húmedo.
—Nelson tiene un dicho, creo. —Era uno de los favoritos de Adam—. Las
medidas más audaces son normalmente las más seguras.
Parris dio un paso atrás al ver la figura de Keen saliendo de debajo de la toldilla,
pero añadió:
—Le deseo mucha felicidad, Sir Richard. A los dos.
Keen se le unió junto a la batayola.
—Avistaremos Malta mañana, en la guardia de mañana. —Lanzó una mirada
hacia la gruesa figura del piloto—. El señor Penhaligon me lo ha asegurado.
Bolitho sonrió.
—Estaba hablando con el segundo comandante. Un tipo extraño.
Keen se rió.
—Está mal bromear con esto, lo sé, pero he conocido comandantes a los que me
hubiera encantado pegarles un tiro. ¡Pero nunca lo había visto al revés!
Algo más abajo, junto a los botes del combés, Allday se volvió al oír sus risas. El

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viejo patrón de Keen había muerto a bordo de su último barco, el Argonaute. Allday
había escogido uno nuevo para él, pero en el fondo le hubiera gustado que fuese su
hijo.
El patrón de Keen se llamaba Tojohns y había sido cabo gaviero en el palo
trinquete. Miró también hacia popa y dijo:
—Desde que él subió a bordo es un barco nuevo. —Miró a Allday con curiosidad
—. ¿Le conoces desde hace mucho tiempo, pues?
Allday sonrió.
—Unos cuantos años. Me gusta y es bueno para Sir Richard, eso es lo que cuenta.
Allday pensó en su partida de Portsmouth Point. La gente vitoreando y agitando
sus sombreros, las mujeres con una sonrisa de oreja a oreja. Esta vez tenía que
funcionar. Frunció el ceño cuando el otro patrón interrumpió sus pensamientos.
—¿Por qué me escogiste a mí? —preguntó Tojohns.
Allday mostró una pequeña sonrisa. Tojohns era un magnífico marinero y sabía
qué hacer en un combate cuerpo a cuerpo. No se parecía en nada al viejo Hogg, el
anterior y primer patrón de Keen. El día y la noche. «Lo mismo que decían de mí y
de Stockdale».
—¡Porque hablas demasiado! —le respondió Allday.
Tojohns se rió pero se calló enseguida al ser fulminado con la mirada por un
guardiamarina que pasaba cerca. Era difícil aceptar su nuevo papel. Ya no tendría que
estar allá arriba al sonar la pitada luchando con las lonas enloquecidas con sus
gavieros del palo trinquete. Como Allday, él estaba aparte de todo eso. Por primera
vez, era alguien.
—Y recuerda —Allday le miró con expresión seria—, veas lo que veas allá abajo
en popa, te lo guardas para ti, ¿entendido, amigo?
Tojohns asintió. Allá abajo en popa. Sí, era alguien.

* * *

La campana del castillo de proa del Hyperion picó las seis campanadas y el
comandante Valentine Keen se llevó la mano al sombrero ante Bolitho sin apenas
poder esconder su sonrisa.
—El piloto tenía razón acerca de nuestra llegada, Sir Richard.
Bolitho alzó su catalejo para otear las familiares murallas y baterías de La Valetta.
—Por poco.
Había sido un largo pasaje desde Gibraltar, más de ocho días para recorrer las
inacabables mil doscientas millas. Le había dado tiempo a Keen para inculcar sus
métodos a la dotación, pero había llenado de recelo a Bolitho ante el próximo
encuentro con Herrick.
Dijo lentamente:

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—Sólo tres navíos de línea, Val. —Había reconocido el Benbow, el buque
insignia de Herrick, casi al mismo tiempo que los vigías del tope. En su día había
sido su propio buque insignia, y, como el Hyperion, estaba lleno de recuerdos. Keen
lo recordaría por muy diferentes motivos. En él se había visto frente a un tribunal de
investigación presidido por Herrick. Podía haberle arruinado la carrera si no hubiese
sido por la intervención de Bolitho. ¿Era agua pasada? Parecía poco probable que
alguna vez lo olvidara.
Bolitho dijo:
—Puedo ver también la fragata, fondeada detrás del Benbow. —Había estado
preocupado por que pudiera haber sido enviada a cualquier otra parte. Se llamaba La
Mouette y era una presa francesa tomada frente a Tolón cuando Bolitho estaba en
Antigua. Era un pequeño buque de sólo veintiséis cañones, pero no se podía tener
todo. Cualquier fragata era bienvenida en esa fase de la guerra para contrarrestar el
nuevo método del gato y el ratón utilizado por los franceses.
—Los tres navíos elevan nuestra línea de combate a ocho buques —dijo Keen
sonriendo—. Nos las hemos arreglado con mucho menos en el pasado.
Jenour se mantenía ligeramente apartado, supervisando a los guardiamarinas de
señales, que estaban con sus coloridas banderas desparramadas en aparente desorden.
Bolitho se fue a la banda opuesta para observar como el buque que iba a su popa,
el Obdurate de Thynne, recogía algunas de sus velas y viraba lentamente tras su
almirante.
Se imaginó a Herrick en el Benbow, quizás observando como los cinco barcos
más grandes de la escuadra de Bolitho avanzaban lenta y pesadamente en un rumbo
convergente listos para fondear. Hacía mucho calor, y Bolitho había visto el reflejo
del sol en muchos catalejos entre los buques fondeados. ¿Estaría Herrick
lamentándose de aquel encuentro? —se preguntó. ¿O estaría pensando en cómo se
había forjado su amistad, partiendo de aquella situación cercana al motín en la ya
lejana guerra contra los rebeldes americanos, y haciéndose más firme combate tras
combate?
—Muy bien, señor Jenour, ya puede hacer la señal —dijo. Echó una mirada al
perfil de Keen—. Fondearemos a punto de dar las ocho campanadas, Val, ¡salvando
así la reputación del señor Penhaligon!
—Todos han contestado la señal, señor.
Mientras la señal era rápidamente arriada a cubierta, los barcos se pusieron proa
al suave viento y fondearon.
—Tengo que irme a mi cámara —dijo Bolitho—. Necesitaré inmediatamente mi
lancha.
Keen le miró de frente.
—¿No va a esperar a que el contralmirante venga a bordo, Sir Richard?
Keen debía de haber adivinado que iba a ir al Benbow principalmente para evitar
tener que saludar a Herrick con las formalidades habituales. Su último encuentro

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había sido alrededor de la mesa de un tribunal. Esta vez tenían que verse cara a cara,
a solas. Por el bien de ambos.
—Los viejos amigos no necesitan apoyarse en las tradiciones, Val. —Bolitho
confiaba en que aquello sonara más convincente que lo que sentía en su interior.
Trató de apartar aquello de su mente. Herrick había estado allí mucho tiempo;
bien pudiera ser que tuviera noticias del enemigo. La información lo era todo. Sin los
pequeños retazos de información reunidos por las patrullas y los encuentros casuales
estaban indefensos.
Oyó a Allday llamar a gritos a la dotación de la lancha y el chirrido de los
aparejos al izar sobre cubierta la lancha para arriarla por el costado, ejemplo que
seguirían seguidamente otros botes.
Unas pocas embarcaciones locales estaban ya acercándose a los barcos, con sus
cascos abarrotados de mercancías baratas para tentar a los marineros a compartir su
dinero. Como en Portsmouth y cualquier otro puerto, habría mujeres también para los
hombres privados de pisar tierra firme si los comandantes hacían la vista gorda. Para
cualquier hombre debía de ser difícil de aceptar el hecho de no poder desembarcar,
pensó Bolitho. Los oficiales iban y venían según les permitían sus obligaciones, pero
sólo a los marineros de confianza y a los de las patrullas de leva se les dejaba bajar a
tierra. Mes tras mes y año tras año, era un milagro que no hubiera habido más brotes
de rebelión en la flota.
Pensó en Catherine tal como la vio por última vez. Keen estaría pensando
también en su Zenoria. Sería descorazonador no poder verlas hasta que la guerra
terminara o fueran arrojados a la playa como tullidos desechados, como el cojo que le
había ayudado en Londres.
Se fue a su cámara y cogió unas cartas que habían llegado a bordo del Firefly en
el último momento. Eran para Herrick. Esbozó una sonrisa triste. Como si se tratara
de un obsequio.
Ozzard se movía a su alrededor mirándolo todo para cerciorarse de que Bolitho
no se olvidara de nada.
A Bolitho le hizo pensar en la cara de Catherine cuando le dio el abanico que
Ozzard había limpiado cuidadosamente.
Ella había dicho: «Guárdalo. Es lo único que tengo para darte. Llévalo contigo.
Así estaré cerca cuando me necesites».
Suspiró y salió pasando junto al centinela y ante la puerta abierta de la cámara de
Keen, donde la pintura blanca reciente disimulaba el lugar en que Haven había
alcanzado con su disparo a Parris. Haven tenía suerte de que este estuviera todavía
vivo. ¿O era justo lo contrario? Su carrera había terminado y nadie le estaría
esperando cuando volviera finalmente a su casa.
Salió al sol brillante del alcázar y vio a los infantes de marina formados en el
portalón de entrada, a los ayudantes del contramaestre con sus pitos de plata y a Keen
y Jenour listos para presentarle sus respetos.

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El mayor Adams, de la infantería de marina, alzó su sable y gritó:
—¡Guardia formada, señor!
Keen miró a Bolitho.
—Lancha al costado, Sir Richard.
Bolitho se sacó el sombrero en dirección al alcázar y vio a los marineros de torso
desnudo que trabajaban en lo alto del palo mesana y que le estaban mirando con los
pies colgando en el aire.
Un barco. Una dotación.
Bolitho se apresuró a bajar hacia la lancha. Los recuerdos tendrían que esperar.

* * *

El contralmirante Thomas Herrick estaba de pie con las manos a la espalda


mirando como fondeaban los otros barcos, mientras el viento caía dejando sus velas
casi vacías. El humo de las salvas de saludo que habían intercambiado flotaba hacia
tierra, y Herrick se puso tenso al ver arriar por el costado del Hyperion la lancha
verde tan pronto como fue izada en proa la bandera británica.
El comandante Hector Gossage comentó:
—Parece que el vicealmirante viene aquí directamente, señor.
Herrick gruñó. Había muchas caras nuevas en su barco y su capitán de bandera
sólo llevaba con él unos pocos meses. Su predecesor, Dewar, había vuelto a casa por
mala salud y Herrick todavía le echaba de menos.
Herrick dijo:
—Prepárese para recibirle. Guardia completa. Ya sabe qué ha de hacer.
Quería que le dejaran solo, quería pensar. Tras recibir sus nuevas órdenes de
manos de Sir Owen Godschale en el Almirantazgo, Herrick apenas había pensado en
otra cosa. La última vez que había visto a Bolitho había sido allí mismo, en el
Mediterráneo, cuando el Benbow fue atacado seriamente por la escuadra de Jobert.
Vueltos a unir en el combate, como dos amigos juntos contra las crueles situaciones a
que les enfrentaba la guerra. Pero después, tras la partida de Bolitho hacia Inglaterra,
Herrick había estado pensando mucho sobre el tribunal de investigación y en cómo
Bolitho les había maldecido a todos ellos tras enterarse del descalabro sufrido por
Inch. Herrick seguía pensando que la rabia de Bolitho iba dirigida hacia él, no hacia
el anónimo tribunal.
Pensó en la carta personal de Godschale que acompañaba a las nuevas órdenes.
Herrick ya se había enterado de la relación entre Bolitho y la dama que había
conocido como Catherine Pareja. Siempre se había sentido incómodo con ella, algo
perdido. Era una mujer orgullosa y desinhibida. Su mirada reflejaba falta de modestia
y de humildad. Pensó en su amada y cariñosa Dulcie, que estaba en su nueva casa de
Kent. No se parecía en nada a ella.

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Qué valiente había sido Dulcie cuando finalmente le habían dicho que no iba a
poder darle ningún hijo. Ella le había dicho en voz baja: «Si nos hubiéramos
conocido antes, Thomas, puede que hubiésemos tenido un precioso niño para seguir
tus pasos en la Marina».
Pensó en la vida de Bolitho en Falmouth, en la vieja casa gris donde había estado
invitado cuando Bolitho estaba al mando de la Phalarope y él se había convertido en
su primer oficial. Parecía haber pasado un siglo.
Herrick siempre había sido un hombre fornido, pero había engordado desde que
se casara con Dulcie, y había alcanzado además el grado de contralmirante, algo que
nunca había soñado conseguir. Llevaba en aquel lugar tanto tiempo que su cara
redondeada y honesta tenía casi un tono caoba, lo que resaltaba sus ojos azul claro y
los mechones canos de su cabello.
¿En qué podía estar pensando Richard Bolitho? Tenía una encantadora mujer y
una hija de las que podía estar orgulloso. Cualquier oficial de Marina envidiaría su
historial, sus combates tan costosamente ganados sin dejar nunca de lado a sus
hombres. Sus marineros le llamaban Dick Igualdad, un apodo recogido por los
boletines de noticias del país. Pero algunas personas opinaban ahora de manera muy
diferente. Hablaban del vicealmirante al que le importaba más cierta dama que su
propia reputación.
Godschale había aludido a ello hábilmente en su carta. «Sé que son buenos
amigos, pero puede que le resulte difícil ahora servir bajo su mando cuando esperaba
con toda la razón ser relevado por él».
Sin expresarlo directamente, Godschale lo decía todo. ¿Era un aviso o una
amenaza? Se podía interpretar de las dos maneras.
Oyó formar a los infantes de marina en el portalón de entrada entre las órdenes
severas de su oficial que les pasaba revista.
El comandante Gossage se acercó de nuevo y observó los buques ordenadamente
fondeados.
—Tienen un magnífico aspecto, señor —dijo.
Herrick asintió. Sus propios barcos necesitaban ser relevados, aunque sólo fuera
para unas reparaciones rápidas y un repaso general. Sólo había podido dejar que los
barcos hicieran aguada o cogieran provisiones de uno en uno, y el súbito cambio de
órdenes que le colocaban bajo la insignia de Bolitho había dejado a todos
sorprendidos o resentidos.
Gossage estaba diciendo:
—Serví con Edmund Haven hace pocos años, señor.
—¿Haven? —Herrick volvió a la realidad—. El capitán de bandera de Bolitho.
Gossage asintió.
—Me pareció un tipo aburrido. Le dieron el Hyperion sólo porque es poco más
que un casco desarbolado.
Herrick hundió la barbilla en su pañuelo de cuello.

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—Haría bien en no decir esto delante de Sir Richard. Es una opinión que él no
compartiría.
El oficial de guardia gritó:
—¡La lancha se está abriendo del costado, señor!
—Muy bien. Envíe gente al costado.
En su última carta, Dulcie había explicado pocas cosas sobre Belinda. Habían
estado en contacto, pero era más que probable que cualquier confidencia que esta le
hubiera hecho quedara en secreto. Sonrió con tristeza. Incluso para él.
Herrick pensó también en la joven a quien Bolitho había amado en su día y con la
que se había casado primero, Cheney Seton. Herrick había estado en la boda. Había
recibido el espantoso cometido de llevar a Bolitho la noticia de su trágica muerte.
Sabía que Belinda no era como ella. Pero Bolitho parecía tranquilo, especialmente
tras darle esta una hija. Herrick intentó poner las cosas en su sitio. No tenía nada que
ver con el hecho cruel de que Dulcie fuera demasiado mayor para tener hijos.
Mientras lo pensaba, reconoció la mentira. Casi pudo oír la comparación. «¿Por qué
ellos sí y nosotros no?».
Y ahora estaba Catherine. Los rumores siempre tendían a exagerarse
desmesuradamente. Como la tan cacareada relación de Nelson. Más adelante, Nelson
lo lamentaría. Cuando colgara su sable por última vez, habría muchos enemigos
ansiosos por olvidar sus triunfos y su valía. Herrick venía de una familia pobre y
sabía lo difícil que era superar la desaprobación de cualquier superior, por no hablar
de la hostilidad manifiesta. Bolitho se lo había evitado, le había dado una oportunidad
que de otra manera nunca habría tenido. Aquello era innegable. Y aun así…
Gossage se colocó bien el sombrero.
—¡La lancha se aproxima, señor!
—¡Despejen la cubierta superior! —gritó una voz.
No daría buena impresión tener la cubierta de baterías y el castillo de proa lleno
de desocupados cuando Bolitho subiera a bordo. Pero estaban allí igualmente, a pesar
de los tentadores aromas procedentes de la chimenea del fogón de la cocina.
Herrick asió su sable y lo apretó contra su costado. Eran buenos amigos. Íntimos.
¿Cómo podían estar así las cosas?
Sonaron los pitos y los pífanos de infantería de marina arrancaron con Heart of
Oak[8] mientras la guardia daba un manotazo en las culatas de sus mosquetes
presentando armas entre una pequeña nube de polvo blanqueador de correajes.
Bolitho, de pie y enmarcado en el azul claro del mar, se quitó el sombrero.
No había cambiado, pensó Herrick. Y por lo que podía ver no tenía canas aunque
era un año mayor que él.
Bolitho saludó con un movimiento de cabeza a los infantes de marina y dijo:
—Una guardia ejemplar, mayor. —Luego, se fue con grandes pasos hacia Herrick
y le tendió la mano.
Herrick se la estrechó, consciente de lo importante que era aquel momento, quizás

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también para Bolitho.
—¡Bienvenido, Sir Richard!
Bolitho sonrió, contrastando sus dientes blancos en su rostro tostado por el sol.
—Me alegro de verle, Thomas. Aunque me temo que este cambio de planes no ha
sido de su gusto.
Caminaron juntos hacia popa, hasta la gran cámara, mientras la guardia rompía
filas y Allday se abría del costado con la lancha para quedarse cómodamente sin
hacer nada en la gran sombra del Benbow.
Después del calor del alcázar, en la cámara parecía estarse fresco, y Herrick
observó como Bolitho se sentaba junto a los ventanales de popa y vio que sus ojos
miraban a su alrededor recordando cómo era en su día. Su propio buque insignia.
También había habido otros cambios. Aquel último combate se había asegurado de
ello.
El criado trajo un poco de vino, y Bolitho dijo:
—Parece que Nuestro Nel está todavía en el Atlántico.
Herrick se tragó el vino casi sin darse cuenta.
—Eso dicen. He oído que puede que vuelva a Inglaterra y arríe su insignia, dado
que parece poco probable que los franceses se aventuren a salir en bloque. Al menos
no este año.
—¿Es esto lo que piensas? —Bolitho miró detenidamente la copa. Herrick estaba
nervioso. Más de lo que pensaba que estaría—. Es posible, claro, que el enemigo
pueda cruzar otra vez por el Estrecho y se vaya a Tolón.
Herrick frunció el ceño.
—Si es así, les tendremos. Quedarán atrapados entre nosotros y la flota principal.
—Pero supongamos que Villeneuve tenga intención de salir desde otro punto…
Para cuando sus señorías nos hicieran llegar la información, estaría subiendo por el
canal de la Mancha mientras nosotros nos quedamos aquí esperando sin enterarnos.
Herrick se movió intranquilo.
—Yo sigo manteniendo mis patrullas…
—Sabía que lo harías. Veo que te falta un barco, ¿no?
Herrick se sorprendió.
—El Absolute, sí. Lo envié a Gibraltar. Está tan podrido que me sorprende que se
mantenga a flote. —Pareció ponerse tenso—. Era responsabilidad mía. Entonces no
sabía que tú ibas a asumir el mando general.
Bolitho sonrió.
—Tranquilo, Thomas. No era una crítica. Seguramente yo habría hecho lo mismo.
Herrick miró la cubierta. «Seguramente». Dijo:
—Me encantará conocer tus intenciones.
—Enseguida, Thomas. ¿Quizás podríamos cenar juntos?
Herrick levantó la mirada y vio los ojos grises que le miraban. ¿Suplicándole?
—Con mucho gusto —respondió. Vaciló y añadió—: Puede venir con el

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comandante Haven si lo desea, aunque comprendo que…
Bolitho le miró fijamente. Claro. Todavía no debía de haberse enterado.
—Haven está bajo arresto, Thomas. A su debido tiempo espero que sea juzgado
por intentar matar a su segundo. —Casi sonrió ante la sorpresa de Herrick.
Probablemente, sonaba completamente descabellado. Y añadió—: Haven se pensaba
que el oficial estaba teniendo una aventura con su esposa, que había tenido un hijo.
Estaba equivocado, como se vio posteriormente. Pero el daño estaba hecho.
Herrick rellenó su copa y derramó algo de vino sobre la mesa sin apenas
inmutarse por ello.
—Tengo que decir lo que pienso, Sir Richard.
Bolitho le miró con expresión seria.
—Que no se interponga ningún rango ni título entre nosotros, Thomas… A menos
que necesites una barricada para tu propósito.
Herrick exclamó:
—Esta mujer. ¿Qué puede significar para ti sino…?
Bolitho dijo con calma:
—Tú y yo somos amigos, Thomas. Continuemos como tales. —Miró a lo lejos y
se imaginó a Catherine en la penumbra. Dijo—: Estoy enamorado de ella. ¿Es eso tan
difícil de entender? —Trató de disimular la amargura de su tono—. ¿Cómo te
sentirías, Thomas, si un extraño se refiriera a tu Dulcie como esta mujer, eh?
Herrick asió los brazos de su silla.
—Maldita sea, Richard, ¿por qué tergiversas la verdad? Tú sabes, has de saber lo
que la gente dice, que estás obsesionado con ella y que has abandonado a tu mujer y a
tu hija pensando solamente en ti ¡y al diablo con todos los que te quieren!
Bolitho pensó durante unos momentos en la gran casa de Londres.
—No he abandonado a nadie. He encontrado a alguien a quien puedo amar. La
razón no tiene nada que ver con ello. —Se puso en pie y se acercó a los ventanales de
popa—. Tú tienes que saber que yo no actúo a la ligera en estos asuntos. —Se volvió
en redondo—. ¿Estás juzgándome tú también? ¿Quién eres tú…? ¿Dios?
Se miraron el uno al otro como dos enemigos. Luego, Bolitho dijo:
—La necesito, y rezo para que ella me necesite siempre. Mejor dejemos esto aquí,
¡caramba!
Herrick inspiró profundamente varias veces y rellenó las dos copas.
—No estoy nada de acuerdo. —Miró fijamente a Bolitho con los ojos azules que
este recordaba de siempre—. Y no dejaré que esto ponga en peligro mi cometido.
Bolitho se volvió a sentar.
—¿Tu cometido, Thomas? No me hables de eso. Últimamente estoy hasta la
coronilla de ello. Esta escuadra combinada es responsabilidad nuestra. No estoy
usurpando tu liderazgo y eso lo tienes que tener claro. No comparto la actitud de sus
señorías hacia los franceses, eso si es que tienen alguna. Pierre Villeneuve es un
hombre de gran inteligencia; no es de los que sigue el libro de instrucciones de

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combate. Por una parte, tiene que ser cauto, puesto que si fracasa en su última misión
de despejar el canal de la Mancha para la invasión, tendrá que morir bajo la
guillotina.
—¡Bárbaros! —musitó Herrick.
Bolitho sonrió. Tenemos que examinar todas las posibilidades y mantener
nuestros barcos juntos, exceptuando las patrullas. Cuando llegue el momento nos
costará encontrar a Nelson y al valiente Collingwood para ayudarles. —Dejó la copa
muy despacio—. Ya ves, no creo que los franceses esperen hasta el año que viene. No
tienen demasiadas opciones ya. —Miró hacia los barcos fondeados bajo el resplandor
del sol—. Ni nosotros tampoco.
Herrick se sintió más seguro en aquel terreno.
—¿A quién tienes como capitán de bandera?
Bolitho le miró y dijo con sequedad:
—Al comandante Keen. No hay otro mejor ahora que has ascendido y estás fuera
de mi alcance, Thomas.
Herrick no ocultó su consternación.
—¿Así que estamos de nuevo todos juntos?
Bolitho asintió.
—¿Recuerdas a mi ayudante, Browne, y cómo nos describió con el Nosotros,
unos pocos elegidos?
Herrick frunció el ceño.
—No lo he olvidado.
—Bien, piensa en ello, Thomas, amigo mío, ¡ahora somos aún menos! —Bolitho
se levantó y cogió su sombrero—. Tengo que volver al Hyperion. Quizás más tarde…
—Dejó inacabada la frase. Entonces dejó el paquete de cartas para Herrick sobre
la mesa.
—De Inglaterra, Thomas. Habrá ahí más noticias, supongo. —Sus miradas se
encontraron y Bolitho añadió con calma para terminar—: Quería que lo oyeras de mí,
como amigo, antes de que llegaran a tus oídos más habladurías de las cloacas.
Herrick protestó:
—No pretendía herirte. Me preocupo por ti.
Bolitho se encogió de hombros.
—Lucharemos la guerra juntos, Thomas. Parece que eso tendrá que bastar.
Ya cerca del portalón de entrada, se quedaron uno al lado del otro mientras Allday
maniobraba la lancha para acercarse de nuevo al costado. Allday nunca había sido
cogido desprevenido antes y estaría echando humo por ello.
Como todos los demás, debía de haber pensado que Bolitho se quedaría más
tiempo con su mejor amigo.
Bolitho se fue hacia el portalón mientras la guardia de infantería de marina
presentaba armas con sus bayonetas brillantes como el hielo bajo el sol.
Su zapato tropezó con una argolla y se habría caído de no ser por un teniente de

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navío que alargó el brazo para evitarlo.
—¡Gracias, señor!
Vio que Herrick le miraba con súbita preocupación y al mayor de infantería de
marina balanceándose ligeramente junto a la guardia con su sable aún en alto en su
mano enguantada.
—¿Está bien, Sir Richard? —preguntó Herrick alterado.
Bolitho miró hacia el buque más cercano y apretó los dientes al ver que aquella
niebla cubría de nuevo en parte su ojo malo. Había faltado poco. Había estado tan
tenso por la emoción y la decepción de aquella visita que había bajado la guardia.
Como en un combate con sables, sólo se necesitaba un segundo.
—Bastante bien, gracias —respondió.
Se miraron el uno al otro.
—No volverá a ocurrir.
Unos cuantos marineros se habían encaramado a los obenques y empezaron a
vitorear cuando la lancha salió con boga firme de la sombra y recibió la luz del sol.
Allday movió la caña y lanzó una rápida mirada a los fornidos hombros de Bolitho y
a la familiar cinta de la coleta que le caía por la nuca. Allday no podía recordarlo de
otra manera.
Escuchó los vítores, que fueron coreados por otro de los setenta y cuatro cañones
que estaba cerca.
Estúpidos, pensó con rabia. ¿Qué demonios sabían ellos? No habían visto nada y
sabían aún menos.
Pero les había observado y lo había notado incluso desde la lancha. Dos amigos
sin nada que decirse, nada que ayudara a cubrir el agujero que se había abierto entre
ellos, como el foso de un castillo.
Vio que el primer bogador estaba mirando a Bolitho en vez de al guión de su
remo y le fulminó con la mirada hasta que palideció bajo ella.
Allday juró que nunca volvería a coger a nadie por las apariencias. «A favor o en
contra mía, esta será mi medida para juzgar a un hombre».
Bolitho se volvió de repente y se puso la mano encima de los ojos para protegerse
del sol y poder mirarle.
—Está todo bien, Allday. —Vio que sus palabras daban en el blanco—. Así que
esté tranquilo.
Allday se olvidó de sus hombres, que les observaban, y sonrió. Bolitho había
leído sus pensamientos incluso estando de espaldas.
—Estaba recordando, Sir Richard —dijo Allday.
—Lo sé. Pero de momento estoy demasiado harto para hablar de ello.
La lancha se deslizó hasta los cadenotes del palo mayor y Bolitho lanzó una
mirada a la guardia del costado que le esperaba.
—A veces creo que puede que esperemos demasiado, viejo amigo —dijo con tono
dubitativo.

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Entonces, subió por el portalón de entrada mientras el estruendo de las pitadas
anunciaba su llegada a cubierta.
Allday movió la cabeza de un lado a otro y murmuró:
—Nunca le había visto así.
—¿Qué dice, patrón?
Allday se volvió en redondo con la mirada encendida.
—¡Y tú qué! ¡Estate atento a tu boga en el futuro o te arrancaré el pellejo!
Se olvidó de los hombres de la lancha y miró detenidamente hacia la imponente
entrada en la obra muerta del costado del barco. De cerca, se podían ver las marcas
del combate debajo de la pintura negra y beige.
Como nosotros, pensó, atribulándose de repente. Esperando el último combate.
Cuando llegara, se necesitaría a todos los amigos que pudiera uno encontrar.

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XV

HORA DE ACTUAR

Bolitho se apoyó en un codo y estampó su firma en otro despacho más para el


Almirantazgo. En la gran cámara, el aire era húmedo y estaba cargado, e incluso con
las portas y la lumbrera abiertas, notaba como el sudor le caía por la espalda. Se había
sacado la casaca y tenía la camisa abierta casi hasta la cintura, lo cual aligeraba un
poco la sensación de calor.
Miró la fecha del siguiente despacho que Yovell puso discretamente delante de él.
Septiembre; más de tres meses desde que se había despedido de Catherine y había
vuelto a Gibraltar. Miró hacia los ventanales de popa abiertos. A aquello. No se veía
apenas una ondulación en el agua, que brillaba como un espejo, algo casi doloroso de
mirar.
Parecía haber pasado mucho más tiempo. Los días se habían hecho interminables,
yendo de un lado a otro con un fuerte viento de levante o quedándose encalmados sin
un solo suspiro que llenara las velas.
Aquello no podía seguir así. Era como estar sentado sobre un barril de pólvora o
peor. ¿O era todo producto de su mente, una tensión nacida a raíz de sus propias
incertidumbres? Estaban otra vez bajos de reservas de agua potable y eso podía
causar pronto problemas en los atestados ranchos.
Del enemigo no había rastro alguno. El Hyperion y sus consortes estaban al oeste
de Cerdeña, mientras Herrick y su reducida escuadra seguían con su inacabable
patrulla desde el estrecho de Sicilia hasta tan al norte como la bahía de Nápoles.
El otro ocupante de la cámara carraspeó discretamente. Bolitho levantó la vista y
sonrió.
—Es la rutina, Sir Piers, pero no tardaré en acabar.
Sir Piers Blachford se arrellanó en su silla y estiró sus largas piernas. Para los
oficiales de la escuadra, su llegada en el último bergantín correo se veía como una
carga más, un civil enviado para investigar, un intruso molesto.
Aquel desconocido no había tardado en cambiar aquella primera impresión. Si
eran honestos, la mayor parte de los que se habían sentido ofendidos a su llegada
lamentarían verle marcharse.
Blachford era un miembro destacado del Colegio de Cirujanos y uno de los pocos
que se habían ofrecido voluntarios para visitar las escuadras de la Marina, sin
importar las incomodidades que les pudiera suponer, para examinar las heridas y su
tratamiento en las espartanas y a veces espantosas condiciones de un buque de guerra.
Era un hombre de energía inagotable y nunca parecía cansarse de ser llevado de un
barco a otro para verse y hablar con sus cirujanos, y para instruir a sus comandantes
en el mejor uso de sus escasos medios para cuidar a los enfermos y heridos.

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Era unos veinte años mayor que Bolitho, tan delgado como el palo de una escoba,
y tenía la nariz más larga y puntiaguda que Bolitho había visto jamás. Era como una
pieza más de su instrumental más que parte de su cara. Además, era muy alto, y el
moverse por las diferentes cubiertas inspeccionando los pañoles y la enfermería debía
de haber puesto a prueba su fuerza y su paciencia, aunque nunca se quejaba. Bolitho
le iba a echar de menos. Era un placer poco frecuente el poder conversar al final del
día con un hombre cuyo mundo era curar y no tener que destruir a un escurridizo
enemigo.
Bolitho había recibido dos cartas de Catherine, y las dos habían llegado en el
mismo paquete con una goleta.
Estaba a salvo y bien en la casa de Hampshire propiedad del padre de Keen. Era
un hombre poderoso en Londres y mantenía la casa de campo como refugio. Había
recibido allí a Catherine, tal como había hecho con Zenoria. El favor iba en ambos
sentidos, porque una de las hermanas de Keen estaba también allí tras perder a su
marido, un teniente de navío de la flota del Canal que había caído por la borda. Era
un consuelo, y también una advertencia.
Hizo un breve movimiento de cabeza hacia Yovell, que recogió los papeles y se
retiró.
—Espero que su barco nos encuentre pronto —dijo Bolitho—. Y que le hayamos
sido de ayuda en su investigación.
Blachford le miró pensativo.
—Siempre me sorprende que no haya más bajas viendo los horribles antros en los
que los hombres soportan su sufrimiento. Llevará tiempo valorar nuestras
conclusiones en el Colegio de Cirujanos, aunque será un tiempo bien empleado. El
reconocimiento de las heridas, las respuestas de las víctimas a sus diferentes causas,
ya sean balas de cañón y de mosquete o tajos de armas de filo. El reconocimiento
inmediato puede ahorrar tiempo y, finalmente, vidas. El sufrimiento, la gangrena y el
terror que traen consigo, todos deben ser tratados de forma diferente.
Bolitho trató de imaginarse a aquel mismo hombre de voz suave y cabello ralo y
blanco en medio de un combate. Sorprendentemente, no le resultó difícil.
—Es algo a lo que todos tememos —dijo.
Blachford mostró una leve sonrisa.
—Eso es muy honesto por su parte. Me temo que tendemos a pensar en los
oficiales superiores como hombres sin corazón que buscan la gloria.
Bolitho sonrió a su vez.
—Nuestros respectivos mundos aparentan ser diferentes desde fuera. Cuando subí
a mi primer barco era un chico. Tuve que aprender que el abarrotado y espantoso
mundo de entrecubiertas no era solamente una masa, un cuerpo sin alma. Me llevó
mucho tiempo. —Se quedó mirando los reflejos brillantes que despidió uno de los
cañones con los que compartía el espacio de la cámara cuando el Hyperion respondió
a una racha de viento—. Todavía lo estoy aprendiendo.

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A través de la lumbrera abierta oyó el sonido de un pito y fuertes pisadas de pies
descalzos al responder la guardia de cubierta a la orden de ir de nuevo a las brazas
para reorientar una vez más las grandes vergas y así aprovechar aquel soplo de
viento. Oyó también a Parris y se acordó de un extraño incidente ocurrido cuando se
levantó uno de los poco frecuentes temporales de levante sumiendo al barco en la
confusión.
Un hombre había caído por la borda, probablemente como el marido de la
hermana de Keen, y mientras el buque seguía adelante corriendo el temporal, el
marinero se había quedado a flote, esperando a morir, puesto que ningún barco podía
virar con aquella ventada sin arriesgarse a quedar desarbolado; algunos comandantes
ni tan solo se lo llegarían a plantear.
Keen estaba entonces en cubierta y había dado la orden de arriar el bote de la
aleta. El hombre caído sabía nadar y había alguna posibilidad de que pudiera alcanzar
el bote. Otros comandantes habrían descartado incluso esa oportunidad arguyendo
que cualquier bote valía más que un marinero y que iba a morir de todos modos.
Pero Parris había bajado al bote con un puñado de voluntarios. A la mañana
siguiente, el viento había rolado y amainado en lo que parecía una tregua. Habían
recuperado el bote con el marinero medio ahogado.
A Parris su hombro herido le había hecho padecer un tremendo dolor tras el
episodio y Blachford se lo había examinado al llegar y había hecho todo lo que había
podido. Bolitho había visto el respeto que mostraba la expresión de Keen y a él se le
había quedado grabada la ciega determinación de Parris para probarse a sí mismo.
Gracias a él, había una familia de Portsmouth que no tendría aún que llorar una
muerte. Blachford debía de haber estado pensando en ello, así como en todos los
demás pequeños incidentes que conformaban un buque de guerra.
—Fue un acto valiente el que hizo su oficial —comentó—. Muchos ni siquiera lo
habrían intentado. Debe de ser espantoso ver como tu barco se aleja cada vez más
hasta que te quedas completamente solo.
Bolitho llamó a Ozzard.
—¿Un poco de vino? —Sonrió—. ¡Uno sólo consigue hacerse odiar en este barco
si pide agua!
La broma escondía la cruda verdad. Tendrían que dividir pronto la escuadra. Si no
hacían aguada, los barcos… Lo apartó de su mente cuando Ozzard entró en la
cámara.
Y notaba como Blachford le observaba todo el rato. Solamente había tocado en
una ocasión la cuestión de su ojo, pero había dejado caer la cosa cuando Bolitho le
quitó importancia a su lesión.
Blachford dijo de repente:
—Tiene usted que hacer algo con su ojo. Tengo un magnífico colega que estará
encantado de examinárselo si se lo pido.
Bolitho observó a Ozzard mientras este servía el vino. No había nada en el

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semblante del pequeño hombre que mostrara que estaba escuchando todas y cada una
de las palabras que se decían.
Bolitho extendió sus manos con las palmas hacia arriba.
—¿Qué puedo hacer? ¿Dejar la escuadra cuando en cualquier momento el
enemigo puede salir?
Blachford no se inmutó.
—Usted tiene un segundo en la cadena de mando. ¿Teme delegar? Oí que apresó
el galeón del tesoro usted mismo porque no quería arriesgarse a que lo hiciera otro en
su lugar.
Bolitho sonrió.
—Quizás no me importaba el peligro.
Blachford sorbió de su vino pero su mirada siguió fija en Bolitho. Le recordó a
una garza vigilante entre los juncos de Falmouth. Esperando para atacar.
—¿Y eso ha cambiado? —La garza le escrutó con interés.
—Está usted jugando conmigo.
—No exactamente. Curar a los enfermos es una cosa y comprender a los líderes
que deciden si un hombre ha de vivir o morir es otra parte esencial de mis estudios.
Bolitho se puso en pie y se movió inquieto por la cámara.
—Soy el gato que está en el lado incorrecto de todas las puertas. Cuando estoy en
casa me preocupo por mis barcos y mis marineros. Una vez aquí y anhelo ver
Inglaterra, la sensación de la hierba bajo los pies, el olor de la tierra.
Blachford dijo con tono sosegado:
—Piense en ello. Un temporal desatado como el que hemos pasado, el escozor de
la sal y las constantes exigencias del servicio no son apropiadas para lo que usted
necesita. —Y añadió para acabar—: Se lo digo en serio. Si hace caso omiso de mi
advertencia, perderá totalmente la visión en ese ojo.
Bolitho le miró y sonrió con tristeza.
—Y si cedo el mando de la escuadra, ¿puede asegurarme que salvaré el ojo?
Blachford se encogió de hombros.
—No estoy seguro de nada, pero…
Bolitho le tocó el hombro.
—Sí, pero: siempre está ahí. No, no puedo marcharme. Califíqueme como quiera,
pero se me necesita aquí. —Señaló con una mano hacia el agua—. Cientos de
hombres dependen de mí, igual que los hijos de estos posiblemente dependerán al
final de sus conclusiones finales, ¿eh?
—Es usted obstinado.
—No estoy aún para que me tiendan en la mesa de la enfermería con la tina para
miembros amputados al lado, y no ansío la gloria como algunos proclamarán —dijo
Bolitho.
—Al menos, piense en ello. —Blachford esperó unos segundos y añadió con tacto
—: Ahora tiene a alguien que puede sustituirle.

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Bolitho levantó la mirada cuando una voz lejana gritó:
—¡Ah de cubierta! ¡Vela por la amura de sotavento!
Bolitho sonrió.
—Con suerte, ese será su pasaje a Inglaterra. Me temo que no estoy a la altura de
sus estratagemas.
Blachford se levantó y agachó su cabeza bajo los enorme baos del techo.
—Nunca lo hubiera pensado, pero sentiré marcharme. —Miró a Bolitho con
curiosidad—. ¿Cómo puede saberlo sólo por el grito del vigía?
Bolitho volvió a sonreír.
—¡Ningún otro barco se atrevería a acercarse a nosotros!
Más tarde, mientras el recién llegado se acercaba, el oficial de guardia informó a
Keen de que era el bergantín Firefly. El barco que, como el viejo Superb de la famosa
escuadra de Nelson, navegaba cuando otros dormían.
Bolitho observó como los baúles usados y los libros de Blachford eran llevados a
cubierta y dijo:
—Conocerá a mi sobrino. Será una compañía grata.
Pero Adam Bolitho ya no estaba al mando del Firefly, fue otro capitán de corbeta
el que se apresuró a ir al buque insignia para dar novedades.
Bolitho le recibió en la cámara de popa y le preguntó:
—¿Qué ha sido de mi sobrino?
El capitán de corbeta, que parecía un guardiamarina imitando a sus superiores, le
explicó que Adam había recibido la notificación de su ascenso. Era lo único que
sabía, y estaba casi cohibido por el hecho de verse cara a cara con un vicealmirante.
Especialmente con uno que ahora era bien conocido por razones ajenas a la mar,
pensó Bolitho con cierto desánimo.
Se alegraba por Adam. Pero había deseado con toda su alma verle.
Keen estaba a su lado mientras el Firefly largaba más velas y hacía una bordada
en un esfuerzo por atrapar el débil viento.
—No es el mismo sin él al mando.
Bolitho levantó la vista hacia las braceadas vergas del Hyperion y el gallardete
del tope que colgaba y se enroscaba sin fuerza bajo el resplandor del sol.
—Sí, Val, le deseo toda la suerte… —Vaciló y se acordó de Herrick y su Doña
Suerte—. Con hombres como Sir Piers Blachford tomándose interés al fin, puede que
la Marina de Adam sea más segura para los que sirven en ella.
Se quedó mirando el bergantín hasta que estuvo de popa y con casi todas las velas
dadas, que ya se veían teñidas con un tono dorado. En el plazo de dos semanas, el
Firefly estaría en Inglaterra.
Keen se alejó y Bolitho se puso a pasear arriba y abajo por la banda de barlovento
del alcázar.
Con su camisa blanca suelta y su mechón de cabello revoloteando bajo aquella
brisa, no tenía mucha pinta de vicealmirante.

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Keen sonrió. Era un hombre.

* * *

Una semana después, la goleta Lady Jane, que navegaba bajo órdenes del
Almirantazgo, fue avistada por la fragata Tybalt, cuyo comandante hizo la señal
pertinente a su buque insignia.
El viento había aumentado un poco pero también había rolado de forma
considerable, de manera que la goleta tuvo que repiquetear durante varias horas antes
de poder intercambiar señales.
En el alcázar del Hyperion, Bolitho estaba con Keen mirando como las velas
blancas de la goleta tomaban viento en el bordo contrario mientras la brigada de
señales de Jenour contestaba otra señal.
Jenour dijo con excitación:
—Viene de Gibraltar con despachos, Sir Richard.
—Deben de ser urgentes —comentó Keen—. La goleta se lo toma a pecho. —
Hizo un gesto hacia Parris—. Prepárese para fachear, si es tan amable.
Sonaron pitadas entre cubiertas y los hombres salieron por las escotillas y se
repartieron por la cubierta superior para agruparse a las órdenes de sus oficiales de
mar.
Bolitho se tocó el párpado y se lo apretó con suavidad. El ojo apenas le había
molestado desde que Sir Piers Blachford dejara el barco. ¿Era posible que hubiera
mejorado a pesar de lo que este le había dicho?
—La Lady Jane está en facha, Sir Richard. Están arriando un bote.
Alguien dijo riéndose entre dientes:
—¡Por Dios, su comandante parece que tenga doce años!
Bolitho observó el pequeño bote elevándose y hundiéndose en el suave oleaje del
mar de fondo.
Él estaba en su cámara cuando le había llegado desde el tope el aviso de la señal
de la Tybalt. En esos momentos redactaba nuevas órdenes para Herrick y sus
comandantes. Divida la escuadra. Sin dilación.
Bolitho lanzó una mirada hacia el pasamano más cercano y los marineros de torso
desnudo que se agarraban de la batayola para observar el bote que se acercaba.
¿Estaba bien maldecir el aburrimiento cuando la alternativa podía ser la muerte?
—¡Fachee, si es tan amable!
Parris alzó su bocina.
—¡Brazas de gavia de mayor! —Hasta él parecía haberse olvidado de su herida.
El Hyperion se puso lentamente proa al viento mientras Bolitho mantenía su
mirada en el bote que se aproximaba.
¿Y si fuera sólo un despacho más que al final no implicara nada? Se dio la vuelta

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para ocultar lo enfadado que estaba consigo mismo. Por todos los infiernos, a esas
alturas debía de estar ya acostumbrado a eso.
El comandante de la Lady Jane, un teniente de navío de mejillas sonrosadas
apellidado Edwardes, trepó por el portalón de entrada y miró a su alrededor como si
se viera atrapado.
Keen se adelantó hacia él.
—Venga a popa, señor. Mi almirante hablará con usted.
Pero Bolitho se quedó mirando a la segunda figura que estaban izando con pocos
miramientos a cubierta con sonrisas y pequeños codazos de complicidad entre los
marineros.
—¡Así que no ha podido resistir estar lejos de nosotros! —exclamó Bolitho.
Sir Piers Blachford levantó una mano en un gesto de aviso cuando a un marinero
pareció que se le iba a caer sobre cubierta su maletín de instrumentos. Entonces dijo
simplemente:
—Llegué a Gibraltar. Allí me dijeron que los franceses estaban concentrados en
Cádiz con sus aliados españoles. No encontré manera de unirme a la flota, por lo que
decidí volver aquí con la goleta. —Sonrió ligeramente—. Tengo la aprobación de la
autoridad para ello, Sir Richard.
Keen sonrió irónicamente.
—¡Lo más probable es que se queme por el sol o se pudra si se queda con
nosotros, Sir Piers! —Pero su mirada estaba puesta en Bolitho, observando el cambio
de su semblante. Nunca dejaba de emocionarle la referencia al «nosotros», y se
notaba en el brillo de sus ojos grises oscuros.
En la cámara, Bolitho abrió él mismo el pesado sobre de lona. Los ruidos del
barco sonaban apagados, como si el Hyperion estuviera también conteniendo la
respiración.
Los demás se quedaron alrededor de él como actores improvisados. Keen con los
pies un poco separados y su cabello rubio y su rostro iluminados por un rayo de sol.
Yovell, junto a la mesa, con una pluma aún en la mano. Sir Piers Blachford, sentado a
causa de su altura, pero anormalmente apagado, como si supiera que aquel era un
momento que debía recordar. Jenour, al lado de la mesa y lo bastante cerca de Bolitho
como para oír su respiración acelerada. Y el teniente de navío Edwardes, que había
llevado los despachos a toda vela desde el Peñón, bebiéndose una jarra que Ozzard le
había puesto en la mano.
Y, por supuesto, Allday. ¿Era por casualidad o había adoptado aquella postura de
siempre junto a los dos sables colgados para remarcar el momento?
Bolitho dijo con tono calmado:
—El mes pasado, Lord Nelson arrió su insignia y volvió a Inglaterra tras no
conseguir llevar a combate a los franceses. —Lanzó una mirada a Blachford—. La
flota francesa está en Cádiz, así como las escuadras españolas. El vicealmirante
Collingwood está bloqueando al enemigo en esa ciudad.

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—¿Y Lord Nelson? —preguntó Jenour con un murmullo.
Bolitho le miró.
—Nelson ha vuelto a embarcarse en el Victory y ahora estará sin duda con la
flota.
Durante unos instantes nadie dijo nada. Entonces, Keen preguntó:
—¿Saldrán? Tienen que hacerlo.
Bolitho se puso las manos a la espalda.
—Estoy de acuerdo. Villeneuve está preparado. No tiene elección. ¿Hacia dónde
irá? ¿Hacia el norte, al golfo de Vizcaya, o hacía aquí, quizás a Tolón? —Escrutó sus
caras concentradas—. Estaremos preparados. Se nos ha ordenado que nos preparemos
para unirnos a Lord Nelson, para hacer bloqueo o para luchar; sólo Villeneuve sabe
cuál de las dos opciones será.
Sintió como se relajaban todos sus músculos, como si le hubieran quitado un peso
de encima. Miró al oficial de mejillas sonrosadas.
—Así que está usted de camino, ¿no?
—Sí, Sir Richard. —Señaló vagamente con la mano—. Primero a Malta y
después…
Bolitho vio una chispa en sus ojos; estaba pensando cómo se lo iba a contar a sus
amigos, cómo había llevado el mensaje al resto de la flota.
—Le deseo buena suerte.
Keen se fue para ver desde el costado cómo se marchaba el joven oficial, y
Bolitho dijo:
—Haga una señal a la Tybalt para que la repita a la Phaedra. Que se acerque al
insignia y su comandante se presente a bordo sin dilación.
Jenour lo apuntó en su libro y dijo:
—Inmediatamente, Sir Richard. —Casi salió corriendo de la cámara.
Bolitho miró a Blachford.
—Enviaré a la Phaedra para que reúna al resto de la escuadra. Cuando Herrick se
una a mí, tengo la intención de ir hacia el oeste. Si tiene que haber lucha,
participaremos en ella. —Sonrió y añadió—: Será usted más que bien recibido aquí si
eso ocurre.
Keen volvió y preguntó:
—¿Va a enviar a la Phaedra, Sir Richard?
—Sí.
«Val piensa como yo —pensó Bolitho».
Está pensando que es una pena que no pueda ser Adam el que vaya a dar las
nuevas a Herrick.
—Pero eso puede acabar en otro bloqueo, ¿no? —preguntó Blachford.
Keen negó con la cabeza.
—No lo creo, Sir Piers. Hay demasiadas cosas en juego.
Bolitho asintió.

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—Como mínimo, el honor de Villeneuve.
Se fue hasta los ventanales de popa y se preguntó cuánto tiempo le llevaría a
Dunstan volver a la escuadra con su corbeta tras cumplir su misión.
Así que Nelson había abandonado Inglaterra para volver con su Victory…
También debía presentirlo. Bolitho pasó las palmas de las manos por el gastado
alféizar de los ventanales de popa y contempló como la mar se levantaba y bajaba
bajo la bovedilla. Dos barcos viejos. Pensó en el puerto donde había dejado a
Catherine aquella última vez. Nelson debía de haber bajado por aquella misma
escalera. Un día se encontrarían, era inevitable. El querido Inch le había conocido y
Adam había hablado con él más de una vez. Sonrió para sí mismo. Nuestro Nel.
Se oyeron susurros en la puerta del mamparo y Keen dijo:
—La Phaedra está a la vista, Sir Richard.
—Bien. Con suerte se pondrá en camino antes del anochecer. —Bolitho se sacó la
casaca con bordados dorados y se sentó a la mesa—. Voy a escribir mis órdenes,
señor Yovell. Diga a su ayudante que prepare copias para todos los comandantes.
Se quedó mirando el reflejo del sol en la tinta húmeda.
A la recepción de estas órdenes, deberá proceder con toda rapidez… Se
equivocara o no, era la hora de actuar.

* * *

Herrick, que estaba sentado en la cámara del Hyperion, cogió una jarra de cerveza
de jengibre con las dos manos.
—Resulta extraño. —Bajó la vista—. ¿Por qué ha de ser así?
Bolitho se movía por la cámara, recordando sus propios sentimientos cuando los
vigías habían avistado al Benbow y sus dos consortes a la luz del amanecer.
Podía comprender los sentimientos de Herrick. Eran dos hombres que se reunían
como dos barcos que se cruzaban en un océano. Ahora estaba allí y ni siquiera la
frialdad que Bolitho había percibido entre Herrick y Keen al saludarle este a su
llegada a bordo podía disipar la sensación de alivio.
—He decidido dirigirme al oeste ahora que estamos todos juntos, Thomas —dijo
Bolitho.
Herrick alzó la mirada, pero sus ojos parecían no poder apartarse del elegante
aparador de vino de la esquina de la cámara. Probablemente, veía también ahí la
mano de Catherine.
—No estoy seguro de que sea acertado —dijo haciendo un mohín. Luego se
encogió de hombros—. Pero si tenemos que apoyar a Nelson, entonces, cuanto más
cerca estemos del Estrecho, mejor, supongo. —No parecía muy seguro de lo que
decía—. Al menos, podremos enfrentarnos al enemigo si nos lo encontramos cerca
del Estrecho.

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Bolitho escuchó los pisotones de la guardia de popa que iba a las brazas de
mesana para volver a cambiar el rumbo. Ocho navíos de línea, una fragata y una
pequeña corbeta. No era una flota, pero estaba tan orgulloso de ellos como un hombre
podía estarlo.
Sólo faltaba uno, la pequeña fragata apresada La Mouette, que Herrick había
enviado más al norte para investigar a cualquier embarcación costera de la que
pudiera extraer alguna información.
Herrick dijo:
—Si los gabachos deciden no aventurarse a salir, seguiremos sin conocer su
siguiente plan de ataque. ¿Y entonces, qué? —Hizo una seña a Ozzard para que no
trajera la bandeja en que llevaba un poco de clarete—. No, me gustaría tomar un poco
más de cerveza de jengibre.
Bolitho se dio la vuelta. ¿Era cierto eso o acaso Herrick se había vuelto tan rígido
en sus prejuicios contra Catherine que no quería beber nada procedente de su
aparador? Trató de descartar la idea como algo indigno de él, como algo sin
importancia, pero no se lo pudo quitar de la cabeza.
Dijo:
—Avanzaremos en formaciones separadas, Thomas. Si el tiempo sigue siendo
nuestro aliado, la separación será de dos millas o algo más. Eso les dará a nuestros
vigías un mayor campo de visión. Si el enemigo se cruza en nuestro camino, hemos
de saberlo como sea, ¿eh? —Hizo ademán de sonreír—. ¡No es nada sensato ponerse
delante de un toro que embiste!
Herrick dijo de repente:
—Cuando volvamos a casa, ¿qué vas a hacer? —Movió sus zapatos sobre
cubierta—. ¿Compartir tu vida con otra?
Bolitho apuntaló sus piernas cuando el barco escoró ligeramente bajo una racha
más fuerte en su velamen.
—No comparto nada —replicó—. Catherine es mi vida.
—Dulcie dijo que… —Los ojos azules se elevaron y le miraron con obstinación
—. Ella cree que te arrepentirás.
Bolitho lanzó una mirada hacia el aparador de vino y el abanico plegado que
estaba encima de él.
—Puedes dejarte llevar por la corriente, Thomas, o luchar contra ella.
—Nuestra amistad significa mucho para mí. —Herrick frunció el ceño cuando
Ozzard entró sigilosamente con otra jarra—. Pero me da el derecho a hablar claro.
Nunca podré aceptar a esta… —Se humedeció los labios—… a esta dama.
Bolitho le miró con tristeza.
—Así que has tomado tu decisión, Thomas. —Se sentó y esperó a que Ozzard le
rellenara la copa—. ¿O la han tomado otros por ti? —Observó la reacción airada de
Herrick y añadió—: Quizás el enemigo decida nuestro futuro. —Alzó la copa—. Eso
es lo que pienso, Thomas. ¡Que gane el mejor!

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Herrick se puso en pie.
—¿¡Cómo puedes bromear con esto!?
La puerta se abrió y se asomó Keen.
—La lancha del contralmirante está al costado, Sir Richard. —No miró a Herrick
—. Está empezando a levantarse un poco de oleaje y he pensado…
Herrick miró alrededor en busca de su sombrero. Luego, esperó a que Keen se
retirara y dijo con cierto desánimo:
—Cuando volvamos a vernos…
Bolitho le tendió la mano.
—¿Por amistad?
Herrick se la estrechó con la misma fuerza de siempre y respondió:
—Sí. Nada puede romper eso.
Bolitho escuchó las pitadas que acompañaron el descenso de Herrick por el
costado para dirigirse con boga movida hacia su buque insignia.
Allday estaba entretenido al otro lado de la cámara pasando un trapo por el viejo
sable.
Bolitho dijo con tono cansino:
—Dicen que el amor es ciego, amigo mío. A mí ya me parece que sólo son ciegos
los que nunca lo han conocido.
Allday sonrió y volvió a colocar el sable en su sitio.
Si hacía falta la guerra y el peligro de un condenado combate para que los ojos de
Bolitho brillaran de nuevo, pues que así fuera.
Dijo:
—Una vez conocí a una moza…
Bolitho sonrió y se acordó de los sentimientos que había experimentado mientras
escribía sus órdenes.
La hora de actuar. Era como un epitafio.

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XVI

LAS ORDENANZAS

La fragata de veintiséis cañones La Mouette estaba completamente envuelta en


una densa bruma. Los vigías apenas podían ver más que unos pocos metros por
ambos traveses, y desde cubierta, la parte más alta de los obenques y de las velas
desinfladas eran invisibles.
Había una brisa húmeda y muy floja, pero la bruma se movía al paso del barco
acentuando la sensación de inmovilidad.
De vez en cuando, la voz incorpórea de un sondador llegaba flotando a popa,
informando de la sobrada profundidad que había, aunque si la bruma se levantaba del
barco podían verse de repente cerca de la costa o completamente solos en un mar
desierto.
Junto a la barandilla del alcázar, el segundo comandante, el teniente de navío
John Wright miró con atención la vela mayor que goteaba hasta que le escocieron los
ojos. Era inquietante, como embestir algo sólido. Podía imaginarse el botalón
tanteando el camino como el bastón de un ciego. No había nada más allá de la
mancha clara del mascarón de proa, una gaviota de mirada fiera con su pico abierto
en postura airada.
A su alrededor y detrás de él, los otros que estaban de guardia estaban quietos
como estatuas. Como el timonel, con el piloto cerca de él. También el guardiamarina
de guardia y un ayudante de contramaestre, con sus caras relucientes por la humedad,
como si hubieran estado bajo la lluvia.
Nadie hablaba. Pero eso no era nada nuevo, pensó Wright. Anhelaba tener la
oportunidad de estar al mando de un barco propio. Cualquier cosa. Ser el primer
oficial había supuesto subir un peldaño más. No había contado con tener a un
comandante como Bruce Sinclair. El comandante era joven, probablemente tendría
unos veintisiete años, pensó Wright. Un hombre de pómulos marcados y con la
barbilla siempre alta, en una pose altiva, y siempre raudo a la hora de detectar la falta
de actividad y la ineficacia en su barco.
Un almirante de visita había elogiado una vez a Sinclair por el buen aspecto de su
barco. Nadie caminaba por la cubierta superior. Las órdenes se ejecutaban a paso
ligero, y cualquier guardiamarina u oficial de mar que dejara de amonestar a un
hombre que no lo hiciera así, se enfrentaría también a un castigo.
Con aquel barco habían estado en varias acciones individuales contra corsarios y
buques rompedores del bloqueo, y la implacable disciplina de Sinclair a primera vista
había funcionado lo bastante bien como para satisfacer a cualquier almirante.
El piloto se le acercó y dijo bajando la voz:
—Esta bruma no puede durar mucho más, señor Wright. —Sonaba inquieto—. En

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estos momentos podríamos estar varias millas fuera de nuestro rumbo. No me gusta
nada.
Los dos miraron hacia la cubierta de baterías cuando un gemido débil hizo que los
hombres de guardia se miraran unos a otros con inquietud.
Como todos los demás barcos de la escuadra, La Mouette andaba escasa de agua
potable. El comandante Sinclair había ordenado racionarla severamente para todos
los rangos, y dos días atrás había reducido la ración diaria aún más. Wright le había
sugerido la posibilidad de recalar en alguna isla dado que no había rastro del
enemigo, aunque sólo fuera para reponer una parte del agua. Sinclair le había mirado
fríamente. «Se me ha ordenado buscar información sobre los franceses, señor Wright.
¡No puedo perder tiempo llevándoles la cuchara a la boca a la gente simplemente
porque su suerte no es de su agrado!».
Wright miró fijamente al hombre que estaba en el pasamano de babor. Estaba
completamente desnudo, con las piernas engrilletadas y separadas y los brazos atados
por detrás a un cañón, de manera que parecía como si le hubieran crucificado. El
hombre movía de vez en cuando la cabeza un lado a otro, pero su lengua estaba
demasiado inflamada en su boca llagada como para poder entender sus súplicas.
A bordo de cualquier buque del rey se despreciaba profundamente a los ladrones.
La justicia que aplicaba la cubierta inferior a estos infractores era, a menudo, mucho
más dura que la de la autoridad del barco propiamente dicha.
Una noche, el marinero McNamara había robado un galón de agua potable
cuando el centinela de infantería de marina que la custodiaba había sido llamado por
el oficial de guardia.
Un ayudante de contramaestre le había sorprendido bebiendo el agua rancia en
secreto mientras sus compañeros de rancho dormían en sus coys. Todos esperaban
que el castigo fuera severo, especialmente por el hecho de que McNamara era un
rebelde habitual, pero la reacción de Sinclair había dejado desconcertados hasta a los
marineros más veteranos. Durante cinco días había estado engrilletado en la cubierta
superior, bajo el sol abrasador y el frío de la noche. Desnudo y haciéndose encima sus
necesidades, otros marineros se habían arriesgado a ser castigados al tirarle encima
agua de mar, más para limpiar la cubierta que para proporcionarle algún alivio para
su tormento.
Sinclair había reunido a la dotación para leer las secciones correspondientes de
las ordenanzas y había concluido diciendo que McNamara recibiría tres docenas de
azotes cuando acabara aquel escarmiento previo por la fechoría cometida.
Wright se estremeció. Parecía poco probable que McNamara viviera lo suficiente
para afrontar los azotes.
El piloto dijo entre dientes:
—El comandante está subiendo, señor Wright.
Todo era así. Susurros. Miedo. Consumiéndose por el odio hacia el hombre que
dictaba su existencia día tras día.

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Sinclair, bien arreglado y con la mano apoyada en la empuñadura de su sable, se
fue con paso decidido hasta la aguja y luego hasta la barandilla del alcázar para
observar la orientación de las velas visibles.
—¡Noroeste cuarta al oeste, señor!
Sinclair esperó a que Wright le diera novedades y entonces dijo:
—Envíe a un paje a buscar su sombrero, señor Wright. —Sonrió levemente—.
¡Esto es un buque del rey, no un mercante de Bombay!
Wright se puso rojo.
—Lo siento, señor. Este calor…
—Ya es suficiente. —Sinclair esperó a que el paje fuera enviado a por el
sombrero y comentó—: Que me condene si sé cuánto tiempo he de seguir
malgastando en estas cosas.
El desdichado que estaba atado al cañón gimió otra vez. Sonaba como si se
estuviera ahogando con su lengua.
Sinclair espetó:
—¡Hagan callar a ese hombre! ¡Maldita sea su sombra, le haré azotar ahora
mismo si oigo otro quejido suyo! —Miró hacia popa—. ¡Ayudante de contramaestre!
¡Ocúpese de ello! ¡No pienso aguantar los gimoteos de ese maldito ladrón!
Wright se enjugó los labios con la muñeca. Estaban secos y cortados.
—Lleva cinco días, señor.
—Yo también llevo un diario, señor Wright. —Se fue a la banda y atisbó hacia el
agua que quedaba atrás a su paso—. ¡Esto ayudará a los demás a pensárselo dos
veces antes de seguir su lamentable ejemplo!
Sinclair añadió de repente:
—Mis órdenes son reunirnos con la escuadra. —Se encogió de hombros, olvidado
ya al parecer el marinero agonizante—. Vamos con retraso gracias a este deplorable
tiempo. Sin duda, el contralmirante Herrick mandará a alguien a buscarnos.
Wright vio como el ayudante de contramaestre se desvanecía entre la bruma en
dirección al hombre desnudo. Se ponía enfermo sólo de pensar en cómo debía de ser
tener que pasar por aquello. Sinclair se equivocaba en una cosa. El enfado de la
dotación del buque con el ladrón se había convertido ya en compasión. El tormento
era más que suficiente. Pero Sinclair había despojado a McNamara de la poca
dignidad que pudiera quedarle. Le había dejado con sus propios excrementos como
un animal encadenado, humillado ante sus propios compañeros de rancho.
El comandante iba diciendo:
—No estoy seguro del todo de que nuestro valiente almirante sepa lo que está
haciendo. —Se movió inquieto a lo largo de la barandilla—. Se pasa de cauto, si
quiere mi opinión.
—Sir Richard Bolitho tendrá sus propias ideas, señor.
—Tengo mis dudas —dijo Sinclair con aire ausente—. Reunirá las dos escuadras,
es lo que creo, y entonces… —Levantó la vista, frunciendo el ceño ante la

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interrupción cuando una voz gritó:
—¡La bruma está aclarando, señor!
—¡Maldita sea, informe como es debido! —Sinclair se volvió hacia su segundo
—. Si el viento aumenta, quiero que dé todo el trapo posible. Llame a los hombres.
¡Esos haraganes necesitan trabajo para tener sus manos ocupadas!
Sinclair no pudo contener su impaciencia y se fue con grandes zancadas al
pasamano de estribor, el pasillo que pasaba por encima de una batería de cañones y
unía el alcázar con el castillo de proa. Se detuvo en medio del buque y miró al
hombre desnudo del otro pasamano. La cabeza de McNamara colgaba inmóvil. Puede
que estuviera muerto.
Sinclair gritó:
—¡Despierte a esa escoria! ¡Usted, use su rebenque, hombre!
El ayudante de contramaestre miró consternado a Wright, consternado ante la
brutalidad del comandante.
Sinclair se puso las manos en las caderas y le miró con desprecio.
—¡Hágalo o le juro que le va a cambiar el sitio!
Wright dio gracias al ver salir corriendo a los hombres en dirección a las drizas y
brazas. El ruido apagado de las pisadas disimuló al menos el sonido del trozo de cabo
sobre el torso de McNamara. El segundo oficial se acercó corriendo a popa y le dijo
al piloto:
—Rápido, al cuarto de derrota. ¡Se nos pedirá que calculemos nuestra situación
tan pronto como avistemos tierra!
Wright frunció los labios cuando el ayudante de piloto de guardia informó de que
los hombres estaban preparados para dar más vela.
Si no avistaban tierra, que Dios les ayudara a todos, pensó con desesperación.
A través de la bruma vio un tenue rayo de sol que alcanzaba las vergas de las
gavias y llegaba al agua algo más lejos por el costado.
El sondador volvió a gritar:
—¡Sin fondo, señor!
Wright se dio cuenta de que tenía los puños cerrados con tanta fuerza que tenía un
calambre en ambas manos. Observó al comandante, que estaba en la parte de más a
proa del pasamano con una mano apoyada sobre la batayola llena de coys embutidos.
Un hombre al que nada le preocupaba, podría pensar cualquiera.
—¡Ah de cubierta! ¡Vela por la amura de barlovento!
Sinclair volvió hacia popa con grandes pasos con la boca dibujando una fina
línea.
Wright se pasó un dedo por detrás de su pañuelo de cuello.
—Pronto lo sabremos, señor. —Por supuesto, el vigía ya debía de ver ahora al
otro barco, aunque sólo fueran sus vergas de juanete por encima de la bruma que se
movía lentamente.
El vigía gritó de nuevo:

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—¡Es inglés, señor! ¡Un buque de guerra!
—¿Quién es ese estúpido de ahí arriba? —Sinclair lanzó una mirada fulminante
hacia la bruma que cubría la arboladura.
—Tully, señor, un marinero de fiar —respondió Wright.
—Hmm. Más le vale.
La luz del sol dejó al descubierto las dos baterías de cañones, los cabos
ordenadamente adujados y los chuzos en su sitio alrededor del mástil, perfectamente
dispuestos como soldados en posición de revista. No era de extrañar que el almirante
se hubiera quedado impresionado, pensó Wright.
Sinclair dijo con brusquedad:
—Asegúrese de que envergan nuestro número y de que esté listo para ser izado,
señor Wright. No quiero que un estirado capitán de navío encuentre fallo alguno en
mis señales.
Pero el guardiamarina de señales, un chico de aspecto inquieto, ya estaba allí con
sus hombres. No se quedaba uno por debajo de las expectativas de su comandante
más de una vez.
El velacho fue largado de su verga y el piloto exclamó:
—¡Ahí está al fin!
—¡Gente a las brazas! —Sinclair señaló por encima de la barandilla—. ¡Tome el
nombre de ese hombre, señor Cox! ¡Maldita sea, hoy parecen tullidos!
El viento hizo escorar el barco y Wright vio levantarse un roción por encima del
beque. La bruma estaba ya a proa, enroscándose en los obenques y estays y dejando
despejada el agua por ambos costados.
El hombre desnudo del cañón levantó un poco la cabeza y miró como cegado
hacia las velas, con sus muñecas y tobillos en carne viva a causa de los grilletes.
—¡Preparados en el alcázar! —Sinclair fulminó con la mirada a los de la brigada
de señales—. Preparado nuestro número. ¡No quiero que me tomen por un franchute!
Wright tenía que admitir que era una precaución justificada. Otro barco que fuera
nuevo en la zona podía reconocer fácilmente a La Mouette como un buque de
construcción francesa. El comandante del buque avistado seguramente seguiría una
de las reglas de oro de la guerra naval: actuar primero y pensar después.
El vigía gritó:
—¡Es una fragata, señor! ¡Va con el viento a favor!
—Rumbo convergente —gruñó Sinclair. Miró hacia arriba para observar el
gallardete del tope, pero todavía estaba oculto tras una última capa de bruma.
Entonces, como una cortina que se descorría, el mar quedó despejado y Sinclair hizo
un gesto cuando el otro barco pareció surgir del fondo del mar.
Era una fragata grande, y Sinclair volvió a mirar hacia el pico de la cangreja para
cerciorarse de que su bandera estuviera claramente visible.
—¡Está izando una señal, señor!
Sinclair observó como el número de La Mouette se desplegaba también desde la

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verga.
—Ya ve, señor Wright, si se entrena a la gente para que responda como debe…
Sus palabras se perdieron entre la exclamación de un hombre que gritó:
—¡Dios! ¡Está asomando los cañones!
A lo largo de todo el costado de la otra fragata, las portas se habían abierto al
unísono, y en aquel momento, relucientes bajo el sol brillante, toda su batería de
babor quedó a la vista.
Wright corrió hacia la barandilla y gritó:
—¡Fuera esa orden! ¡Zafarrancho de combate!
Entonces, el mundo hizo explosión en un desgarrador estruendo de hierro y
astillas voladoras. Hombres y pedazos de hombres tiñeron la cubierta con manchas de
color rojo vivo. Wright estaba de rodillas, y sabía que algunos de los gritos que oía
eran los suyos propios.
La terrible escena se fijó en su mente tambaleante durante unos cuantos segundos.
El hombre desnudo atado al cañón que ya no se quejaba. No tenía cabeza. El palo
trinquete cayendo por el costado, el guardiamarina de señales rodando y gimoteando
como un perro enfermo.
La imagen se congeló y se desvaneció. Estaba muerto.

* * *

El capitán de corbeta Alfred Dunstan estaba sentado con las piernas cruzadas en
la mesa de la abarrotada cámara de la Phaedra estudiando la carta náutica en silencio.
En frente de él, su segundo, el teniente de navío Joshua Meheux, esperaba una
decisión con el oído atento al crujido y al repiqueteo del aparejo. Por popa, a través
de los ventanales abiertos, pudo ver la espesa bruma que seguía a la corbeta y oír al
segundo oficial ordenando otro relevo de los vigías del tope. En cualquier niebla o
bruma, hasta el mejor vigía estaba expuesto a los falsos avistamientos. Después de
cerca de una hora sólo vería lo que esperase ver. Una zona más oscura de niebla se
convertiría en una costa demasiado cercana o en la gavia de otro buque a punto de
colisionar. Miró a su primo. Era increíble ver como Dunstan era capaz de hacer que la
dotación de su barco entendiera exactamente lo que necesitaba de ellos.
Miró alrededor de la pequeña cámara, donde tanto habían deliberado y hecho
planes, celebrado combates y cumpleaños con igual entusiasmo. Miró las grandes
tinas de naranjas y limones que ocupaban la mayor parte del espacio disponible. La
Phaedra había abordado un mercante genovés justo antes de que la bruma les
envolviera.
Andaban cortos de agua, sumamente cortos, pero la gran cantidad de fruta fresca
que Dunstan había requisado, tal como él lo había descrito, había equilibrado la
balanza por el momento.

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Dunstan levantó la mirada de la carta náutica y sonrió.
—Huele como Bridport en día de mercado, ¿no te parece?
Su camisa estaba arrugada y manchada, pero mejor era eso que hacer creer a la
dotación del barco que el racionamiento de agua no se aplicaba también a los
oficiales.
Dunstan dio unos golpecitos sobre la carta náutica con su compás de puntas.
—Otro día más y tendré que dar media vuelta. Se nos necesita urgentemente en la
escuadra. Además, el comandante Sinclair tiene un punto de encuentro alternativo. Si
no fuera por esta bruma, apostaría a que habríamos avistado su barco hace días.
—¿Le conoces? —preguntó Meheux.
Dunstan bajó la cabeza para ver más de cerca sus cálculos.
—Sólo de oídas.
El teniente de navío sonrió para sí mismo. Dunstan estaba al mando. No llegaría
más lejos hablando de otro comandante. Ni siquiera con su primo.
Dunstan se recostó en la silla y se rascó su ya despeinado cabello castaño rojizo.
—¡Cuerno, me pica como si fuera una puta con sarna! —Sonrió—. Creo que Sir
Richard tiene intención de unirse a la flota de Nelson; aunque cargará con toda la
culpa si los franceses le esquivan y se vuelven a puerto en estas aguas.
Buscó debajo de la mesa y sacó una licorera llena de clarete.
—Al menos es mejor que el agua. —Llenó dos copas casi hasta arriba—.
¡Apuesto a que nuestro vicealmirante se va a meter en una buena! Maldita sea,
cualquier hombre capaz de aguantar las iras del Almirantazgo y las del estirado
inspector general ha de estar hecho de acero.
—¿Cómo era como comandante?
Dunstan le miró con mirada perdida.
—Valiente, cortés. Nada engreído.
—¿Te gustaba?
Dunstan se bebió el clarete; la pregunta informal le había cogido desprevenido.
—Yo veneraba la tablazón por la que él pasaba. Todos los de la santabárbara lo
hacíamos, creo. —Movió la cabeza de lado a lado—. Le seguiría a donde fuera sin
pensarlo dos veces.
Llamaron a la puerta y asomó la cabeza un guardiamarina con la camisa aún más
mugrienta que la de su comandante.
—Con los respetos del segundo oficial, señor, él cree que la bruma puede estar
despejando.
Levantaron la mirada cuando la cubierta se estremeció muy ligeramente y el
casco murmuraba una suave protesta por ser molestado de nuevo.
—Dios mío, vuelve el viento. —Los ojos de Dunstan brillaron—. Mis saludos al
segundo oficial, señor Valliant[9]. Subiré inmediatamente. —Cuando el chico se
marchó, le guiñó el ojo a Meheux—. ¡Con un apellido como este debería llegar lejos
en la Marina!

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Dunstan alzó la licorera e hizo una mueca de disgusto. Estaba casi vacía.
—Será un barco más seco de lo habitual, me temo —comentó. Luego, se puso
serio de nuevo—. Mira, esto es lo que pretendo hacer…
Meheux se quedó mirando la licorera al ver vibrar unos segundos el tapón de
cristal.
Sus miradas se encontraron.
—¿Truenos? —preguntó Meheux.
Dunstan estaba ya cogiendo su sombrero raído.
—Esta vez no, Dios santo. ¡Eso ha salido de cañones de hierro, amigo mío!
Se puso la casaca y subió la escala de cámara que llevaba a cubierta.
Miró a través de la bruma flotante y vio a sus marineros de pie aguzando el oído.
Un barco tan pequeño y aun así tantos hombres, pensó vagamente. Se puso tenso
cuando el rugido retumbante susurró a través de la bruma y creyó notar la
desagradable vibración en el casco. Las caras se habían vuelto hacia él. Al instante se
acordó de Bolitho, cuando todos le miraban como esperando la salvación y la
comprensión porque era su comandante.
Dunstan se metió una mano dentro de la vieja casaca de diario con botones
deslustrados. «Estoy preparado. Ahora me están mirando».
Meheux fue el primero en hablar:
—¿Nos quedaremos a cierta distancia hasta estar seguros de lo que está pasando,
señor?
No le contestó enseguida.
—Llame a todos los hombres. Que vengan a popa.
Vinieron corriendo tras la pitada, y cuando estuvieron todos apretujados de una
banda a otra, con algunos de ellos encaramados a los obenques de mesana y al cúter
que estaba boca abajo, Meheux se llevó la mano al sombrero con expresión de
curiosidad.
—Cubierta inferior despejada, señor.
Dunstan dijo:
—Dentro de un momento haremos zafarrancho de combate. Sin alboroto, sin el
batir del tambor. Esta vez no. Irán a sus puestos de la manera que tan bien han
aprendido. —Miró a los que estaban más cerca, a los jóvenes de la misma edad que
los oficiales y a los veteranos ya con algunas canas como el contramaestre y el
carpintero; rostros que había grabado en su mente y que reconocía, pudiendo llamar a
cada uno de ellos por su apellido incluso en plena oscuridad. En otro momento, la
idea le habría hecho sonreír, puesto que se solía decir que su héroe Nelson tenía la
misma habilidad de conocer a su gente, incluso ahora que había alcanzado el rango de
almirante.
Pero no sonrió.
—¡Escuchen! —El rugido retumbó entre la niebla. Cada hombre lo oiría de
manera diferente. Buques en combate o el sonido de la airada rompiente contra un

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arrecife. O como los truenos en las montañas de la tierra natal de la que habían salido
la mayoría de aquellos hombres.
—Tengo intención de continuar en este rumbo. —Sus ojos recorrieron la masa de
hombres reunidos—. Uno de esos barcos debe de ser amigo. Llevaremos la noticia de
nuestro hallazgo a Sir Richard Bolitho y la escuadra.
Una voz solitaria profirió un hurra y Dunstan esbozó una gran sonrisa.
—¡Así que estad alerta, muchachos, y que Dios os acompañe!
Se alejó para observar como se iban a sus diferentes puestos mientras el
contramaestre y su brigada colocaban las bozas de cadena en las vergas y extendían
las redes de combate para ofrecer cierta protección a las dotaciones de los cañones en
caso de que pasara lo peor.
Dunstan dijo bajando la voz:
—Creo que podríamos haber encontrado a la Mouette. —Se guardó para sí mismo
el resto de lo que pensaba. Que esperaba que Sinclair estuviera tan dispuesto para el
combate como para los azotes.
Los golpes secos de los mamparos derribados y del traslado de los pertrechos y
pertenencias personales al sollado ayudaban a apagar el ocasional ruido de los
cañonazos lejanos.
El teniente de navío Meheux se llevó la mano al sombrero e informó:
—El buque está en zafarrancho de combate, señor.
Dunstan asintió y volvió a acordarse de Bolitho.
—Diez minutos, esta vez. Han tardado bastante. —Pero su talante pudo con él y
sonrió—. ¡Bien hecho, Josh!
Las velas se hincharon ruidosamente, la cubierta escoró y Dunstan dijo:
—¡Orce una cuarta! ¡Rumbo nornoroeste!
Vio a Meheux abrocharse su alfanje y dijo:
—La gente trabaja con ganas. —Miró a las dotaciones de los cañones agachadas,
los pajes con los baldes de arena y a otros en las brazas o con sus dedos ya en los
flechastes, listos para trepar aprisa a la arboladura cuando se pitara la orden de dar
más vela.
Dunstan se decidió:
—Cargue si es tan amable, yo…
Se elevó un gran coro de gritos y Dunstan miró atentamente hacia la bruma que se
levantaba y se arremolinaba bajo una violenta explosión.
Dijo rápidamente:
—¡Cargue, señor Meheux! ¡Mantenga sus mentes aferradas a sus órdenes!
Los cabos de cañón fueron mirando hacia popa y levantando el puño.
—¡Todos cargados, señor!
Miraron a la arboladura al desvanecerse con mayor rapidez la bruma y dejar a la
vista la bandera ondeando desde el pico de la cangreja.
Dunstan se tocó la barbilla.

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—Esta vez estamos preparados.
Todas las miradas se dirigieron a proa cuando la bruma perdió su color grisáceo
uniforme. Llegó una explosión a través de ella, retumbando el ruido hasta que
finalmente se superpuso con el de los latigazos de las velas y el del agua que corría
por los costados.
—¡Barco por la amura de estribor, señor!
Dunstan agarró un catalejo.
—Sube a la arboladura, Josh. Hoy necesito tus ojos allá arriba.
Mientras el segundo comandante trepaba por los obenques del palo mayor, llegó
un grito de aviso desde el castillo de proa.
—¡Restos a proa!
El ayudante de piloto de guardia añadió su peso sobre la rueda junto con el de los
dos timoneles, pero Dunstan gritó:
—¡No! ¡A rumbo! —Se obligó a sí mismo a ir hasta el costado cuando lo que
parecía ser un colmillo gigante apareció frente a la amura. Siempre era mejor cogerlo
de frente, pensó sombríamente. La Phaedra no tenía las maderas de un navío de
línea, ni siquiera de una fragata. Aquella percha podía darles en la parte baja del
casco y abrirlo como si fuera un ariete.
Observó como pasaba por su costado el mástil roto con los obenques desgarrados
y velas chamuscadas detrás como algas. Había cadáveres también. Hombres
atrapados entre el aparejo, con sus caras de mirada fija a flor de agua, algunos
rodeados por la nube de tono rojizo de su propia sangre.
Dunstan oyó como un ayudante de contramaestre trataba de contener su
impresión al ver uno de los cadáveres flotantes. Llevaba la misma chaqueta azul con
ribetes blancos que él.
Ya no había dudas acerca de quién había perdido el combate.
Algunas de las pequeñas olas se rizaron cuando el creciente viento se abrió paso
por la superficie.
Dunstan vio como la bruma se iba desvaneciendo rápidamente, dejando el mar
vacío otra vez. Se puso tenso cuando llegaron más gritos desde proa.
Había algo alargado y oscuro que apenas sobresalía del agua agitada. Tenía
muchas algas. Era uno de los barcos que tenían que haberse ido para ser sometidos a
unas reparaciones muy necesarias. Rodeada de burbujas gigantes y un montón de
restos flotando, algunos carbonizados, vio que era la quilla de un barco.
Dunstan dijo:
—Orce otra cuarta. ¡Gente a la arboladura, señor Faulkner! ¡Tan rápido como
pueda!
En lo alto de la arboladura, Meheux estaba aferrado a la cruceta del palo mayor al
lado del vigía observando como la bruma se iba despejando delante de él. Vio los
mastelerillos y las vergas muy braceadas del otro barco, y después, cuando la bruma
superó en velocidad a la del viento en sus velas, vio también la parte de proa del

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casco con su mascarón de proa dorado.
Bajó deslizándose por una burda y se plantó donde estaba Dunstan en unos
segundos.
Dunstan asintió muy lentamente.
—Los dos nos acordamos de ese barco, Josh. Es la Consort, ¡por todos los
infiernos, la reconocería en cualquier parte!
Alzó su catalejo y estudió detenidamente el otro barco al largar este más velas; su
casco reluciente pareció acortarse al escorar tras tomar un nuevo rumbo. Hacia la
Phaedra.
El guardiamarina señaló y gritó desaforado:
—¡Señor! ¡Hay hombres en el agua! —Estaba casi sollozando—. ¡Los nuestros!
Dunstan movió el catalejo hasta que vio las figuras que se movían, algunas
agarradas a pedazos de madera y otras intentando mantener a flote a sus compañeros.
Dunstan se encaramó a los obenques y enroscó una pierna en la jarcia
alquitranada para mantenerse quieto.
—¡Barcos al nordeste! —aulló el vigía del tope.
Pero Dunstan ya los había visto. Desaparecida la bruma, el horizonte se veía claro
y contrastado; le recordó la hoja de un sable.
Alguien gritó:
—¡Será la escuadra! ¡Vamos, muchachos! ¡Matemos a esos cabrones!
Otros empezaron a vitorear, enmudeciendo sus gritos al ver a los supervivientes
de La Mouette. Eran hombres como ellos. Los mismos dialectos, los mismos
uniformes.
Dunstan miró hacia los barcos del horizonte hasta que su ojo le escoció. Había
visto los parapetos rojos y amarillos de las cofas de sus mástiles en la potente lente,
algo que el vigía aún no había visto.
Bajó el catalejo y miró con tristeza al guardiamarina.
—Hemos de dejar a esa pobre gente ahí, señor Valliant. —Ignoró la expresión
horrorizada del chico—. Josh, viraremos y nos daremos la máxima prisa en encontrar
a Sir Richard.
Meheux no se movió, aturdido por la rapidez del desastre.
Su comandante señaló hacia el horizonte.
—Vienen los Dons. Una maldita escuadra entera.
El aire se encogió cuando un disparo retumbó a través del agua. La fragata había
disparado una bala de alcance con uno de sus cazadores de proa. La siguiente…
Dunstan abocinó sus manos.
—¡Gente a la arboladura! ¡Hombres a las brazas! ¡Preparados para virar por
avante! —Se mordió el labio cuando cayó otra bala levantando una columna de agua
hasta la altura de la verga de la gavia. Los hombres corrieron a obedecer, y cuando las
vergas se movieron al otro lado, la amurada de sotavento de la Phaedra pareció
hundirse bajo el agua.

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Otra bala cayó cerca a la vez que la fragata daba más vela con sus vergas llenas
de hombres.
Meheux agitaba su bocina hacia los gavieros. Gritó jadeando:
—¡Si alcanzan a nuestra escuadra antes de que podamos avisarles…!
Dunstan cruzó los brazos y esperó a que cayera el siguiente disparo. Cualquiera
de aquellos cañones de nueve libras podía inutilizar su barco o hacerle perder
velocidad hasta recibir una andanada completa como Sinclair.
—Creo que está en juego más que una escuadra, Josh.
Una bala atravesó el coronamiento de popa y cayó sobre cubierta. Dos hombres
cayeron muertos sin ni siquiera proferir un grito. Dunstan vio como otros dos
ocupaban sus puestos.
—¡Corre, bonita, corre! —Levantó la vista hacia las velas bien henchidas y los
mástiles que se curvaban como el látigo de un cochero—. ¡Sólo por esta vez, eres el
barco más importante de la flota!

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XVII

¡PREPARADOS PARA EL COMBATE!

El capitán de navío Valentine Keen subió por la cubierta inclinada y encorvó sus
hombros contra el viento. Con qué rapidez podía el Mediterráneo cambiar de cara en
esa época del año, pensó. El cielo estaba tapado con nubes gruesas y el mar ya no
tenía el mismo tono azul.
Miró hacia el horizonte nublado y las interminables, cortas y encrespadas
cabrillas de la superficie del mar. Parecía hostil, nada acogedor. Había caído un buen
chaparrón durante la noche y habían despertado a los hombres necesarios para que
recogieran el agua de la lluvia con velas e incluso con modestos baldes. Un vaso
entero con un chorrito de ron para todos los hombres pareció levantarles el ánimo.
La cubierta se movió bruscamente de nuevo, puesto que el Hyperion estaba
navegando tan ceñido al viento como podía con sus gavias arrizadas relucientes por
los rociones mientras avanzaba a la cabeza de los otros barcos.
Tal como había comentado Isaac Penhaligon, el piloto, habiendo rolado de nuevo
el viento para soplar desde el nordeste, era bastante complicado quedarse esperando
allí hasta que los barcos de Herrick se les unieran sin tener que contar con el
problema adicional de navegar de ceñida una guardia tras otra, puesto que si eran
arrastrados demasiado lejos hacia el oeste, les resultaría casi imposible dirigirse hacia
Tolón en caso de que el enemigo intentara reentrar en ese puerto.
Keen visualizó la carta náutica en su cabeza. En el punto en que estaban, tomarían
las alturas del mediodía y un nuevo conjunto de demoras para marcar otra cruz en la
carta náutica. Con una visibilidad tan pobre como aquella, podían estar a millas de
distancia del rumbo estimado.
Keen se fue hasta la barandilla del alcázar y miró a lo largo de la cubierta
principal. Como de costumbre, estaba llena de actividad a pesar del tiempo. Trigge, el
velero, y sus ayudantes estaban de cuclillas en cubierta moviendo sus agujas y
rempujos como en una fábrica de tejidos mientras reparaban las velas de mal tiempo
que habían subido de abajo.
Trigge tenía la experiencia suficiente para saber que si entraban en el Atlántico en
busca del enemigo, se necesitaría hasta la última vela sobrante.
Sheargold, el contador, con sus facciones adustas en una expresión permanente de
suspicacia, estaba mirando cómo sacaban unos barriles de salazón de buey por una
escotilla. Keen no envidiaba nada a los de ese oficio. Sheargold tenía que planificar
para cada legua recorrida, y cada retraso o cambio repentino de órdenes podía enviar
al buque en dirección opuesta a la que llevaban sin tiempo para reaprovisionarse.
Casi nadie mostraba jamás gratitud hacia Sheargold. En general, entre cubiertas
se creía que la mayor parte de los contadores se retiraban ricos habiendo amasado sus

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fortunas a base de escatimar en las escasas raciones de los marineros.
El mayor Adams estaba en el castillo de proa, inclinado en ángulo respecto a
cubierta mientras observaba a un pelotón de infantes de marina haciendo instrucción.
Qué vivos parecían el rojo de las casacas y el blanco de los correajes cruzados bajo
aquella luz apagada, pensó Keen.
Oyó al contramaestre, Sam Lintott, hablando sobre el nuevo cúter con uno de sus
ayudantes. Este era Dacie, el hombre de aspecto infame que había tenido un papel
importante en la incursión para capturar el buque tesoro español. Daba crédito a todo
lo que había oído de él. Con su parche en el ojo y su espalda encorvada, Dacie podía
amedrentar a cualquiera.
El teniente de navío Parris se acercó a la barandilla y se llevó la mano al
sombrero.
—¿Da su permiso para hacer ejercicios de tiro esta tarde con los cañones del
alcázar, señor?
Keen asintió.
—No se lo van a agradecer, señor Parris, pero creo que es una buena idea.
Parris miró hacia la extensión del mar.
—¿Encontraremos a los franceses, señor?
Keen le miró. Aparentemente indulgente y en buena sintonía con los marineros,
había algo más en aquel hombre, algo con lo que luchaba incluso en una
conversación informal. ¿Pensaba en cómo conseguir un barco? Keen no sabía por qué
no lo había conseguido tras el arresto de su superior. Había oído hablar de la
animadversión de Haven hacia él. Puede que hubiera otro oficial superior con el que
se hubiera batido en duelo.
—Sir Richard se debate entre la necesidad de vigilar las proximidades de Tolón y
la gran posibilidad de que nos llamen para apoyar a la flota —respondió. Pensó en
Bolitho en su cámara dictando cartas a Yovell o al ayudante de este y explicándole a
Jenour qué se esperaba de él si se encontraban con el enemigo. Keen había hablado
ya de la posibilidad con Bolitho.
Le había parecido ver a Bolitho preocupado. «No dispongo de tiempo para reunir
a todos mis comandantes a bordo. Rezo por que me conozcan lo bastante bien para
responder cuando así lo ordene».
«No dispongo de tiempo». Era asombroso. Bolitho parecía resignarse a un
combate como si fuera algo inevitable.
—Me pregunto si volveremos a ver al vizconde de Somervell —dijo Parris.
Keen le miró fijamente.
—¿Y eso en qué le concierne? —Suavizó su tono y añadió—: Yo diría que está
mejor lejos de nosotros.
—Sí, s-siento haberlo mencionado, señor —dijo Parris asintiendo. Vio la duda de
la mirada de Keen—. Esto no tiene nada que ver con la relación de Sir Richard.
Keen miró a la lejanía.

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—Espero que no. —Estaba molesto por el interés de Parris. Y más consigo
mismo por su instantáneo acceso de ira protectora. Relación. Probablemente, era
como todo el mundo lo llamaba.
Keen se fue a la banda de barlovento y trató de despejar su mente. Cogió un
catalejo de manos del guardiamarina de guardia y lo apuntó hacia los barcos de popa.
Los tres setenta y cuatro cañones estaban de alguna manera consiguiendo
mantener sus posiciones. El cuarto, el Capricious de Merrye, era casi invisible entre
las minúsculas partículas de agua en suspensión que levantaban los rociones de los
que le precedían. Estaba lejos de los primeros mientras seguían trabajando en la
sustitución del mastelerillo de mayor que se había roto durante un repentino temporal
antes de que pudieran acortar vela.
Sonrió. La responsabilidad de un comandante nunca se acababa. El hombre al que
los demás veían como una especie de dios daba, no obstante, vueltas en su cámara y
se preocupaba por todo.
Un vigía aulló:
—¡Ah de cubierta! ¡La Tybalt está haciendo una señal!
Keen miró al guardiamarina.
—Arriba, señor Furnival. La Tybalt debe de tener noticias para nosotros.
Al cabo de un rato, Keen bajó a la cámara e informó a Bolitho:
—La Tybalt tiene a la vista al resto de la escuadra por el este, Sir Richard.
Bolitho levantó la vista de los papeles repartidos por la mesa y sonrió. Parecía
cansado, lo que se hizo patente cuando dijo:
—Ya es algo, Val. —Señaló hacia una silla—. Te pediría que te unieses a
nosotros, pero tendrás que estar en cubierta hasta que los barcos estén más cerca.
Cuando se fue, Sir Piers Blachford dijo:
—Un buen hombre. Me gusta. —Estaba repantigado en una de las sillas de
Bolitho. La garza descansando.
Yovell recogió sus cartas y las notas que añadiría a las diferentes copias.
Ozzard entró a recoger las tazas vacías de café, mientras Allday, de pie y junto a
la puerta de al lado, sacaba brillo al magnífico sable regalado por el pueblo de
Falmouth. Se lo habían entregado por sus logros en aquellas mismas aguas y por los
hechos que desembocaron en la batalla del Nilo.
—Gracias, Ozzard —dijo Bolitho.
Blachford estampó su puño huesudo en la palma de la otra mano.
—Claro, ahora me acuerdo. Ozzard es un nombre poco común, ¿no es así?
El trapo abrillantador de Allday se quedó detenido en la hoja.
Blachford asintió, recordando.
—Su secretario y las cartas que tiene que copiar debe de habérmelo recordado. En
el Colegio de Cirujanos utilizábamos en su día los servicios de un escribiente que
estaba junto al Támesis. Es raro.
Bolitho miró la carta que podría acabar cuando los otros se marcharan.

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Compartiría sus sentimientos con Catherine. Le explicaría su incertidumbre acerca de
lo que se avecinaba. Era como hablar directamente con ella. Como los momentos en
que estaban juntos en el lecho y ella le animaba a hablar para compartir aquellas
partes de su vida que eran aún un misterio para ella.
—Nunca le he preguntado acerca de ello —comentó.
Pero Blachford no le escuchaba.
—No sé cómo podía haberlo olvidado. Estuve directamente involucrado. Allí
hubo un terrible asesinato, casi enfrente del despacho del escribiente. ¿Cómo puede
olvidarse uno de eso?
Se oyó un ruido de vajilla rompiéndose en la repostería y Bolitho se medio
levantó de la silla.
Pero Allday dijo rápidamente:
—Iré yo. Debe de haber tropezado.
Blachford cogió un libro que estaba leyendo y comentó.
—No me sorprende con este tremendo movimiento.
Bolitho le miró, pero no vio nada en su rostro puntiagudo que indicara nada más
que un interés pasajero.
Bolitho había visto la expresión de Allday, había casi oído su alarma no
pronunciada.
¿Una coincidencia? Habían tenido demasiadas. Bolitho examinó sus sentimientos.
«¿Quiero saber más?».
Se puso en pie. Voy a dar mi paseo.
Notó la mirada de Blachford que le seguía hasta que salió de la cámara.

* * *

No fue hasta el día siguiente que los tres barcos de Herrick estuvieron lo bastante
cerca para intercambiar señales.
Bolitho observó como las señales remontaban el vuelo hacia la arboladura y se
fijó en la brusquedad poco habitual del tono de Jenour con los guardiamarinas de
señales, como si comprendiera las preocupaciones que atenazaban a su vicealmirante.
Bolitho se cogió a un estay y observó a los recién llegados y la manera en que
estos y sus propios setenta y cuatro cañones facheaban desordenadamente con poco
trapo, como si ellos y no sus comandantes estuvieran esperando recibir órdenes.
El tiempo no había mejorado, y durante la noche el oleaje había aumentado para
terminar con las grandes olas que tenían en ese momento. Bolitho se tapó el ojo malo
con una mano. Tenía la piel húmeda y caliente, prácticamente igual que cuando pasó
la fiebre que tanto le unió a Catherine.
Keen se acercó por la tablazón resbaladiza y se puso a su lado, con su catalejo
escondido bajo el brazo para evitar que las lentes se mojaran con el agua salada de los

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rociones.
—El viento sigue soplando del nordeste, Sir Richard.
—Lo sé —Bolitho trató de excluir de su mente el traqueteo de las bombas. El
viejo barco notaba la mala mar, y las bombas habían seguido funcionando durante las
guardias nocturnas. Menos mal que Keen conocía su oficio y el alcance de su
autoridad total. Haven estaría a esas alturas haciendo azotar a sus desafortunados
marineros, pensó amargamente. Apenas había pasado una hora sin que los hombres
fueran llamados con una pitada para subir a la arboladura para dar o acortar vela.
Poner gente en las bombas, trincar cualquier bártulo suelto con aquel incómodo
movimiento, todo necesitaba de paciencia y disciplina para evitar que los unos se
echaran a la garganta de los otros. Los oficiales no eran inmunes a ello. Los ánimos
se caldeaban desmesuradamente si un oficial llegaba tarde unos minutos a relevar a
su igual; había oído a Keen hablando con uno de ellos para convencerle de que tenía
que intentar y conseguir actuar tal como se esperaba de la casaca que llevaba. No era
fácil para nadie.
—Si empeora, no podremos arriar ningún bote —dijo Bolitho. Observó sus
barcos desperdigados. Esperaban su liderazgo. Vio al Benbow dando fuertes balances
mientras facheaba, con las velas tomando viento y dando gualdrapazos, brillando
como corazas bajo el resplandor que se filtraba entre el agua en suspensión.
Herrick estaba viniendo a verle. Cara a cara. Era típico de él.
La lancha de Herrick tuvo que hacer tres intentos antes de que el proel pudiera
engancharse en los cadenotes del palo mayor.
En la cámara, los ruidos se desvanecieron, y sólo el horizonte inclinado, borroso a
través del grueso vidrio de los ventanales de popa, parecía moverse, como si quisiera
echar al vacío a los castigados barcos.
Herrick fue directo al grano.
—Deseo saber qué intenciones tienes. —Miró hacia Ozzard, que se acercaba con
una bandeja, y negó con la cabeza—. No, pero gracias. —Hacia Bolitho, añadió—:
No quiero quedarme aquí aislado, lejos de mi buque insignia. —Lanzó una mirada
hacia el agua de los rociones que bajaba por los vidrios—. Esto no me gusta nada.
—¿No hay rastro de La Mouette, Thomas? —preguntó Bolitho. Vio que Herrick
negaba con la cabeza—. Envié a la Phaedra a buscarla.
Herrick se inclinó hacia delante en su silla.
—El comandante Sinclair sabe lo que se hace. Encontrará la escuadra.
—Haré uso de todos los barcos que puedan explorar para nosotros. No era una
crítica.
Herrick se recostó de nuevo.
—Creo que deberíamos ir hacia Tolón. Allí sabremos qué ocurre, sea una cosa u
otra.
Bolitho puso las manos sobre la mesa. Podía notar como el buque entero vibraba
a través de ella y el timón daba sacudidas ante los embates de las olas y el viento.

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—Si el enemigo pretendiera volver a entrar en el Mediterráneo, Thomas,
podríamos perderle con la misma facilidad con que Nelson les perdió de vista cuando
huyeron hacia el oeste. —Se decidió—. Tengo intención de dirigirme a Gibraltar. Si
seguimos sin tener noticias, pasaremos por el Estrecho y nos uniremos a la flota. No
veo otra alternativa.
Herrick le miró con obstinación.
—O podemos quedarnos aquí y esperar. Nadie podrá culparnos. Sí nos echarán de
verdad las culpas si dejamos que el enemigo pase y entre en Tolón.
—Yo mismo me echaría la culpa de ello, Thomas. Mi cabeza me dice una cosa y
el instinto otra.
Herrick ladeó la cabeza para escuchar las bombas.
—¿Tan mal está?
—Puede seguir aguantando más de esto.
—Envié al Absolute a puerto porque estaba demasiado podrido.
—También podría haberme servido, podrido o no —replicó Bolitho.
Herrick se puso en pie y se fue hacia los ventanales de popa.
—Debo irme. No te lo tomes a mal, pero mi lancha va a tener una boga difícil tal
como está ahora.
Bolitho le miró de frente.
—Escúchame, Thomas. No me importa lo que pienses acerca de mi vida privada,
puesto que al parecer no tiene nada de privada. Necesito tu apoyo, porque vamos a
luchar. —Se dio una palmada en el corazón—. Lo sé.
Herrick le miró como buscando una trampa.
—Como tu segundo en la cadena de mando, estaré preparado si tenemos que
entrar en combate. Pero sigo creyendo que te equivocas.
Bolitho dijo con desesperación:
—¡No me estás escuchando, hombre! ¡No te estoy dando órdenes, te estoy
pidiendo ayuda! —Vio la expresión de sorpresa de Herrick cuando exclamó—: Por
todos los santos, Thomas, ¿tengo que suplicarte? Me estoy quedando ciego, ¿o esta
clase de habladurías no ha despertado interés entre vosotros?
—No tenía ni idea… —contestó Herrick entrecortadamente.
Bolitho miró a lo lejos y se encogió de hombros.
—Te pediría que te lo guardes para ti. —Se volvió de pronto y añadió con tono
severo—: Pero si caigo, tú tendrás que ponerte al frente de estos hombres, les harás
hacer milagros si hace falta… ¿Me escuchas ahora?
Llamaron a la puerta y Bolitho dijo:
—¿Sí? —Su angustia hizo que levantara la voz más de lo esperado.
Entró Keen y miró a Bolitho.
—Señal de la Phaedra, señor, repetida por la Tybalt.
—¿Qué hay de La Mouette? —preguntó rápidamente Herrick.
Keen miraba sólo a Bolitho. Se imaginaba qué había pasado y quería compartirlo

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con él.
—Ha sido destruida —respondió con sequedad.
Bolitho le miró a los ojos, agradecido por la interrupción. Esta vez casi se había
derrumbado.
—¿Hay alguna información más, Val?
—Hay una escuadra enemiga en movimiento, Sir Richard. Rumbo al oeste.
—¿Cuántos? —preguntó Herrick.
Keen siguió sin mirarle.
—La Phaedra todavía no ha informado de ello. Está dañada tras sufrir una caza
por popa. —Dio un paso hacia Bolitho y dejó caer los brazos a los costados—. Son
españoles, Sir Richard. Navíos de línea, eso sí lo sabemos.
Bolitho se mesó el cabello y preguntó:
—¿Cuántos buques tiene Nelson?
Keen le miró y su mirada se iluminó al comprender.
—El último informe hablaba de dos docenas de navíos de línea, Sir Richard. Se
dice que los franceses y su aliado español tienen más de treinta, incluyendo a algunos
de los primeras clases más grandes que hay a flote.
Bolitho escuchó el gemido del viento. «Divide y vencerás». Qué bien lo había
planeado Villeneuve. Y ahora, con aquella nueva formación de buques descubierta
sólo de forma accidental por la Phaedra, la flota de Nelson sería completamente
superada en número y arrollada.
Dijo simplemente:
—Si se escabullen por el Estrecho puede que nunca les cojamos a tiempo. —Miró
a Keen—. Haz una señal a la Phaedra para que se acerque al insignia. —Le asió del
brazo cuando su comandante hizo ademán de marcharse—. Cuando ese pequeño y
valiente barco esté lo bastante cerca, deletrea con señales «bien hecho».
Cuando Keen se fue, Herrick dijo con súbita determinación:
—Estoy listo. Dime qué he de hacer.
Bolitho miró a través de los ventanales manchados.
—El mínimo de señales, Thomas. Tal como dijimos.
—¿Y tu vista? —Herrick parecía compungido.
—Ah, no, ya no importa, Thomas. La pequeña Phaedra me ha quitado la ceguera.
Pero escúchame bien. Si cae mi insignia, el Benbow se pondrá a la cabeza.
Herrick asintió.
—Entendido.
—¡Así que, deja de lado tu conciencia, amigo mío, y juntos podremos aún salir
airosos!
Se dio la vuelta para mirar las crestas de las olas que rompían y no se movió hasta
que oyó cerrarse la puerta.

* * *

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Bolitho puso su firma en la última carta y la miró fijamente durante un rato.
El oleaje era tan fuerte como antes, pero el viento había disminuido su fuerza, de
manera que el casco parecía subir y bajar con lenta y pesada majestuosidad. Lanzó
una mirada a los ventanales de la aleta cuando un pálido rayo de sol atravesó la
bruma y resaltó las manchas de sal del vidrio como si fuera escarcha. Mantuvo la
esperanza de que el sol saliera del todo antes de que acabara el día. El aire estaba
cargado de humedad; los coys, la ropa, todo.
Releyó la parte final de la carta que la Phaedra iba a llevar a la flota. Trató de
imaginarse a Nelson leyéndola finalmente, comprendiendo como marino, mejor que
nadie, lo que los barcos y los hombres de Bolitho estaban intentando hacer.
Había terminado con un «Y le doy las gracias, milord, por ofrecer a mi sobrino,
que en tanta estima tengo, la misma inspiración que ha infundido en toda la flota».
La puso a un lado para que Yovell la lacrara y le dio la vuelta a la otra carta a la
vez que se imaginaba los ojos oscuros de Catherine leyendo sus palabras, su
declaración de amor, un amor que ya nunca puede morir. Irían muchas cartas a la
Phaedra. ¿Qué le diría Herrick a su Dulcie? —se preguntó. Su marcha del día
anterior le había dejado mal sabor de boca. En tiempos ya lejanos, una cosa así habría
parecido imposible. Puede que la gente cambiara realmente y él fuera el que estaba
equivocado.
Keen habría escrito a su Zenoria. Era un gran consuelo el hecho de que estuviera
con Catherine. Se puso en pie, de repente helado hasta la médula a pesar de la
humedad del aire. Nada debe ocurrirle a Val. No después de lo que habían
compartido. El dolor y la alegría, la realización de un sueño que la vida en su día le
había arrebatado a Keen y le había dejado tan abatido. Hasta Zenoria. La joven de
preciosos ojos; otra persona cuyo amor se había forjado en el sufrimiento.
Keen se asomó.
—El comandante de la Phaedra está a bordo, Sir Richard.
Bolitho miró hacia la puerta cuando Dunstan entró casi de un salto en la cámara.
Un hombre joven de energía inagotable y, con toda seguridad, uno de los
comandantes más desaliñados que Bolitho había visto jamás.
—Me alegro de que haya venido. —Bolitho le tendió la mano—. Creo que se
pretendía que pasáramos los despachos a su barco con un aparejo.
Dunstan sonrió y miró alrededor de la cámara.
—He pensado, al diablo con la mala mar, Sir Richard, iré yo mismo.
Bolitho señaló hacia las cartas.
—Las pongo en sus manos. Hay una para Lord Nelson. Desearía que, cuando
consiga dar con él, se la entregue personalmente. —Mostró una breve sonrisa—.
¡Parece que esté escrito que no he de conocerle en persona!
Dunstan cogió la carta y la miró como si esperara que fuera diferente de las
demás.

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—Me han dicho que tuvo usted algunas bajas —dijo Bolitho.
—Sí, Sir Richard. Dos muertos y otros dos heridos por astillas.
Por un momento, Bolitho vio al joven que había tras el disfraz de comandante.
Los recuerdos y los peligros, el momento de la verdad cuando la muerte canta en el
aire.
Dunstan añadió:
—Siento no haberme podido quedar para estimar el número de barcos españoles.
—Se encogió de hombros—. Pero aquella maldita fragata estaba pisándome los
talones y la bruma dejaba ocultos a muchos de los barcos enemigos.
Bolitho no insistió. Keen habría anotado todos sus hallazgos y estimaciones en las
cartas náuticas del Hyperion.
Dunstan dijo:
—He podido comprobar que la guerra es un juego extraño, Sir Richard. Sólo ha
sido un pequeño combate desde el punto de vista de nuestros días, pero los
contendientes eran bien extraños.
Bolitho sonrió.
—Lo sé. ¡Una fragata británica apresada luchando bajo bandera española contra
una presa francesa bajo nuestra bandera!
Dunstan le miró a los ojos.
—Quisiera pedirle que enviara a otro a buscar a Lord Nelson. Mi sitio está aquí
con usted.
Bolitho le asió el brazo.
—Es necesario que la flota sepa lo que está pasando y mis intenciones para
impedir que esos barcos que usted ha visto se unan a Villeneuve. Es vital. En
cualquier caso, no puedo prescindir de ningún otro barco. —Le movió el brazo—. La
Phaedra ya ha hecho bastante. Por mí y por todos nosotros. Recuerde bien eso y
dígaselo a su gente.
Dunstan asintió escrutando el semblante de Bolitho como si quisiera recordar el
momento.
—Entonces, me marcho, Sir Richard —dijo. Tendió impetuosamente la mano—.
Vaya usted con Dios.
Tras su marcha, Bolitho se quedó un largo rato solo en la cámara, observando
como la corbeta viraba con sus portas a flor de agua mientras tomaban viento sus
mayores y gavias.
Oyó unos vítores lejanos, sin poder distinguir si provenían de la Phaedra o de
otros barcos.
Se sentó y se masajeó el ojo a la vez que deploraba su engañosa visión.
Allday entró algo atropelladamente en la cámara y le miró con cierto recelo.
—Entonces, se ha ido, ¿no, Sir Richard?
—Sí. —Bolitho sabía que debía salir a cubierta. La escuadra estaba esperando.
Tenían que adoptar la formación adecuada bastante antes del anochecer. Pensó en sus

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comandantes. ¿Cómo iban a reaccionar? Quizás dudaran de su aptitud, o
compartieran la misma oposición que Herrick a sus intenciones.
—Así pues, ¿es importante? —inquirió Allday.
—Bien pudiera serlo, viejo amigo. —Bolitho le miró con afecto—. Si les
cortamos el paso, tendrán que luchar. Si ya han pasado, entonces les daremos caza.
Allday asintió con la mirada puesta en la lejanía.
—Nada nuevo entonces.
Bolitho sonrió, liberándose la tensión que acumulaba como la arena fina de un
reloj.
—¡No, nada nuevo! ¡Por Dios, Allday, no les iría usted mal a los del Parlamento!

* * *

A la mañana siguiente, el tiempo había cambiado una vez más. El viento había
rolado y soplaba directamente del este. Eso al menos echaba por tierra cualquier
esperanza de barloventear hacia Tolón.
La escuadra, que navegaba cómodamente amurada a estribor, se dirigía al
noroeste dejando las islas Baleares por alguna parte más allá de la amura de estribor.
Yendo el sexto de la línea y a la cabeza de sus propios barcos, el contralmirante
Herrick estaba despierto desde el alba, incapaz de dormir y poco dispuesto a
compartir sus dudas con el comandante Gossage.
Estaba en un extremo del amplio alcázar del Benbow observando a los buques que
le precedían. Formaban una bonita estampa bajo aquel cielo casi despejado,
interrumpido sólo por algunas pequeñas nubes blancas y algodonosas. Su expresión
se suavizó cuando se acordó de su madre en la pequeña casa de Kent donde él había
nacido.
«¡Vigila la oveja grande, Tommy!». Siempre decía eso.
Herrick miró a los atareados hombres de su alrededor y al segundo comandante
hablando con varios oficiales de cargo sobre el trabajo del día.
¿Qué pensaría ahora de su Tommy aquella querida mujer anciana y cansada?
El comandante Gossage cruzó la cubierta con su sombrero ladeado en aquel
ángulo desenfadado que parecía gustarle.
Herrick no quería pasar el rato con conversaciones inútiles. Cada vuelta de la
corredera llevaba a sus barcos más lejos hacia el oeste. Se sentía intranquilo, como si
de repente le hubieran despojado de su autoridad. Se protegió del sol con la mano
para mirar a través de la batayola de estribor. La única fragata que les quedaba estaba
lejos de la escuadra. La Tybalt sería la primera en avistar cualquier buque enemigo.
Se mordió el labio hasta que le dolió. Si es que el enemigo no se había escabullido ya
de ellos. Sería como cerrar bien la puerta de la cuadra después de que el caballo se
hubiese escapado.

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Gossage comentó:
—Es de suponer que el comandante de la Phaedra no se equivocó, ¿no, señor?
Herrick le fulminó con la mirada.
—Bueno, alguien hundió a La Mouette, ¡y eso no se lo imaginó!
Gossage resopló y dijo:
—Si hubiéramos sido relevados del puesto de Malta, nos habríamos ido a
Gibraltar de todas maneras, señor. Entonces nuestros barcos habrían tenido el
honor…
—¡Al infierno con el honor! —replicó bruscamente Herrick—. ¡Sir Richard
Bolitho no es la clase de hombre que busque la gloria para sí!
Gossage arqueó las cejas.
—Oh, entiendo, señor.
Herrick se dio la vuelta, echando humo en silencio. «No, no lo entiende». Por
mucho que lo intentara, no podía apartar sus pensamientos de los veintitantos años
que hacía que conocía a Bolitho.
Ni de todos los combates, algunos ganados arduamente, otros sorprendentemente
favorables a ellos. Las heridas graves, los viejos amigos fallecidos o lisiados, los
pasajes y desembarcos en que se preguntaban si volverían alguna vez a pisar tierra
firme. Ahora todo se había echado a perder, se había ido al traste por…
Gossage volvió a intentarlo.
—Mi mujer me ha escrito y dice que corre la voz de que Sir Richard va a ser
relevado.
Herrick le miró fijamente. Dulcie no le había dicho nada parecido.
—¿Cuándo?
Gossage sonrió. Al fin había captado la atención de su almirante.
—El año que viene, señor. La flota será reformada, las escuadras asignadas de
manera diferente. En ese artículo, ella leyó…
Herrick mostró una fría sonrisa.
—¡Auténtica basura, hombre! Sir Richard y yo hemos estado escuchando los
balidos que llegan de tierra a lo largo de nuestras vidas. Maldita sea, el día que les…
El vigía gritó:
—¡Ah de cubierta! ¡Señal del insignia!
Una docena de catalejos se alzaron a la vez y el guardiamarina de señales gritó:
—¡Señal general, señor! ¡Tienen a la Tybalt a la vista por el norte!
Gossage dijo entre dientes al oficial de guardia:
—¿Por qué demonios la han avistado ellos primero?
Herrick sonrió irónicamente.
—Conteste la señal. —Hacia el segundo comandante, gritó—: ¡Envíe a un buen
ayudante de piloto a la arboladura, señor O’Shea!
El teniente de navío se volvió como buscando la confirmación de la orden por
Gossage, pero Herrick le espetó:

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—¡Hágalo de una vez!
Herrick se alejó con las manos a la espalda. No se había acostumbrado al rango
de almirante, algo que ni siquiera había esperado, por muchos halagos que le hubiera
hecho Dulcie en ese sentido.
Sabía que estaba siendo algo injusto, pero se sentía mejor así. En el fondo,
siempre seguiría siendo un comandante y no permitiría que otros llevaran a cabo sus
planes.
A todo lo largo de la línea de ocho buques, las cubiertas serían un hervidero de
conjeturas. Herrick pensó en el tercera clase que faltaba, el Absolute. Había hecho lo
correcto. Un gran temporal como aquel último y el pobre barco podrido se habría ido
sin duda a pique.
La falta de aprobación de Bolitho de su decisión todavía le dolía profundamente.
Cogió su propio catalejo, el más moderno y más caro que Dulcie había podido
encontrar, y lo apuntó hacia los barcos de popa. Iban en perfecta formación, con sus
gallardetes de tope ondeando como lenguas de serpiente y la refulgente luz del sol
iluminando las portas de sus costados.
Una voz distinta llegó desde el tope:
—¡Tybalt a la vista, señor!
Herrick se encaramó a la escala de toldilla de estribor y apuntó su magnífico
catalejo. Podía distinguir con dificultades los juanetes de la fragata que, como las
nubes algodonosas, se veían con el contorno rosado contra el horizonte despejado.
Los confines del mar, pensó. Tenía un color azul intenso, oscuro. Todavía no había
señales de lluvia. Quizás Bolitho decidiera, después de todo, enviar a varios barcos a
buscar agua potable.
Vio los diminutos puntitos de colores de las señales que se elevaban hacia la
pirámide de velas de la fragata. Herrick parpadeó. Su vista no era tan buena como
antes, aunque nunca lo iba a admitir. Pensó en la expresión de Bolitho, en su angustia
al revelarle el estado de su ojo lesionado.
Aquello atribulaba a Herrick por varias razones, sobre todo por haberle fallado
cuando más le necesitaba.
El ayudante de Herrick, un joven esbelto llamado De Broux, gritó:
—¡De la Tybalt, señor!
Herrick esperó impaciente. En realidad, nunca le había gustado su ayudante. Era
estúpido. Incluso tenía un apellido que sonaba franchute.
Sin ser consciente del desagrado de Herrick, De Broux dijo:
—¡Vela desconocida en la demora nordeste!
Varios de los oficiales que estaban cerca se rieron entre dientes mirándose entre
ellos, y Herrick notó que tenía la cara roja de ira y también de bochorno por Bolitho.
Gossage dijo alegremente:
—Una vela desconocida, ¿eh? Maldita sea mi estampa si nuestros ocho navíos de
línea no pueden ocuparse de eso, ¿no cree? —Se volvió hacia sus oficiales—.

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¡Podemos dejar a la Tybalt fuera para que actúe como árbitro!
Herrick dijo con brusquedad:
—¡Basta de esa maldita cháchara! —Miró a los oficiales pero aquello iba dirigido
a Gossage.
—Del insignia, señor. Señal general. «Dar más vela».
Herrick observó como se elevaba la contestación a la señal.
Gossage, ligeramente enfurruñado, gritó:
—¡Gente a la arboladura, señor O’Shea! ¡Largar todos los rizos! —Su tono
insinuaba que la orden de Bolitho era simplemente para disimular su confusión.
Herrick alzó el catalejo y subió dos peldaños más de la escala.
Ella se había sentido tan satisfecha cuando se lo compró a uno de los mejores
fabricantes de instrumentos de Londres. Se le cayó el alma a los pies. Había ido a
comprarlo con Belinda.
De Broux gritó de pronto:
—¡Tybalt a insignia, señor! —Por una vez pareció inseguro de sí mismo. Luego
dijo con voz entrecortada—: ¡Unos doce navíos de línea!
Herrick volvió a bajar al alcázar. No sabía muy bien cómo se sentía, si resignado
o aturdido por la última señal.
Gossage estaba mirándole fijamente e hizo ademán de decir algo cuando De
Broux gritó con urgencia:
—Señal general, señor. «¡Preparados para el combate!».
Herrick afrontó la incredulidad de Gossage con algo muy cercano a la más
completa calma. Sentirse así bajo aquellas circunstancias era casi desconcertante.
—Bien, comandante Gossage, ¿cómo le parece que están las cosas ahora? —
inquirió Herrick con serenidad.

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XVIII

TIEMPO DE ARRIESGAR

Bolitho extendió los brazos y trató de contener su impaciencia mientras Ozzard le


abrochaba con destreza los botones de su chaleco blanco. Después de todos los
racionamientos sufridos resultaba extraño vestirse de pies a cabeza con ropa limpia.
Por encima del hombro de Ozzard observó a Keen, que estaba de pie junto a la puerta
para poder seguir oyendo los gritos de las órdenes y las respuestas del alcázar.
El Hyperion aún no había hecho zafarrancho de combate; dejaría que Herrick y
cada uno de sus comandantes lo hicieran cuando estuvieran preparados y a su tiempo.
La dotación del Hyperion estaba comiendo precipitadamente, aunque entender
cómo la mayoría de los marineros conseguían poder comer algo antes de un combate
era algo que quedaba lejos del alcance de Bolitho.
Keen dijo:
—Si los Dons continúan aproximándose así, Sir Richard, ninguno de nosotros
tendrá el barlovento. Parece que el enemigo lleve un rumbo convergente. —Sus ojos
traslucían concentración mientras intentaba imaginarse a los barcos aún lejanos. Un
día más y el enemigo habría pasado ante ellos para acercarse a la costa española antes
de pasar rápidamente el Estrecho.
—Tengo que coger el barlovento —dijo Bolitho—. De otra manera, barco contra
barco, nos aplastarán. —Podía notar como Keen le observaba mientras el plan iba
tomando forma por sí solo, como algo que los dos podían ver. Como si ocurriera allí
y en ese mismo momento—. Mantendremos nuestras fuerzas unidas hasta el último
momento. Pretendo cambiar el rumbo a estribor y formar dos columnas. Herrick sabe
qué ha de hacer. La suya será la línea más corta, pero eso no importa. Una vez
entremos en combate, intentaremos sembrar la confusión entre los Dons. —Miró a
Ozzard mientras este cogía su casaca y su sombrero.
—Debo protestar, Sir Richard —dijo Keen. Miró el cordón dorado con la medalla
del Nilo que Bolitho se iba a colgar al cuello—. Conozco su costumbre. He
compartido la tensión del estar en vilo demasiadas veces como para olvidarla.
Allday entró por la otra puerta y levantó los brazos para coger del mamparo el
viejo sable. Por encima del hombro, comentó:
—Está perdiendo el tiempo, con todo el respeto, comandante Keen.
Keen y Allday se miraron el uno al otro. Allday se acordaba mejor que nadie de
cómo había visto a Bolitho a bordo de la Phalarope en plena batalla de las Saintes.
Con su mejor uniforme, un blanco propicio para cualquier tirador con vista aguda,
para que su gente le viera. Ah, sí, Allday sabía que era imposible convencerle de que
no lo hiciera.
Bolitho metió los brazos en las mangas de la casaca y esperó a que Ozzard se

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pusiera de puntillas para retocarle las relucientes charreteras con las dos estrellas de
plata.
—Esto no va a ser un combate para poner a prueba nuestros respectivos temples,
Val. Ni siquiera hemos de plantearnos el perderlo. Es vital; has de reconocerlo.
Keen sonrió con tristeza.
—Lo sé.
Se oyó un grito apagado desde el tope y un teniente de navío llegó corriendo
desde el alcázar.
Miró fijamente a Bolitho y dijo:
—Con los respetos del segundo comandante, señor. —Apartó la mirada de su
vicealmirante y la dirigió hacia Keen—. El vigía del palo mayor acaba de informar de
que el enemigo está a la vista. Gobierna al sudoeste.
Keen lanzó una mirada a Bolitho, que asintió, y dijo:
—Señal general. Enemigo a la vista.
Cuando el oficial se hubo marchado a toda prisa, Keen dijo:
—Breve y al grano. Como a usted le gusta, Sir Richard.
Bolitho sonrió e hizo una seña a Ozzard.
—Puede despejar la cámara. La brigada del contramaestre está esperando para
llevar las cosas a la bodega. —Puso la mano sobre el hombro huesudo de Ozzard—.
Vaya con ellos. Nada de actos heroicos hoy. —Vio su mirada tristona y añadió—: No
sé lo que le pasa, pero me ocuparé de ello. Recuérdelo, ¿eh?
Cuando Ozzard fue a coger algunos objetos pequeños, Bolitho le gritó:
—¡No! ¡Eso no! —Cogió el abanico de la mano de Ozzard y lo miró.
Recordando.
Keen observó como Bolitho se metía el abanico en el bolsillo de su casaca.
Bolitho cogió su sombrero.
—Es poca cosa, lo sé, Val. Pero es lo único que tengo de ella.
Allday salió de la cámara tras ellos con el viejo sable en un brazo y se detuvo para
mirar atrás, hacia el lugar que tan bien conocía. ¿Por qué tendría que ser diferente
esta vez? Estaban en inferioridad numérica, pero eso no era nada nuevo. Tenía un mal
recuerdo de los Dons. Echó una mirada a su alrededor y se tocó el pecho, donde la
hoja española había penetrado.
La cámara estaba desierta. Se dio la vuelta, disgustado por el pensamiento, puesto
que parecía como si fuera a quedarse vacía para siempre.
En cubierta, Bolitho se fue al centro de la barandilla del alcázar y cogió un
catalejo de manos del guardiamarina que estaba allí. Le miró atentamente y luego a
los otros oficiales y a los ayudantes de piloto que estaban junto a la rueda. Todos
parecían llevar sus mejores uniformes.
Bolitho sonrió al guardiamarina.
—Bien hecho, señor Furnival.
Alzó el catalejo y encontró las velas de la Tybalt casi inmediatamente. Lo movió

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un poco y vio las pequeñas manchas oscuras del horizonte, como la cresta rompiente
de un maremoto lejano.
Bolitho devolvió el catalejo y miró hacia el cielo. El gallardete estaba apuntando
todavía hacia la amura de babor. El viento se mantenía firme, aunque no demasiado
fuerte. Se acordó de algo que su padre decía. «Un buen viento para la lucha». Pero
allí eso podía cambiar fácilmente en cualquier momento.
Keen estaba mirándole, con el cabello rubio alborotado bajo el ala del sombrero,
aun habiéndoselo cortado a la moda. Bolitho asió la barandilla con las dos manos.
«Como el de Adam».
Palpó la madera vieja, caliente bajo el sol. Tan llena de marcas de tantos años y
aun así tan gastada y suave por las manos que se habían apoyado allí.
Miró al mayor Adams y a su teniente, Veales, de pie bajo el alcázar. El mayor
estaba con el ceño fruncido por la concentración mientras se ponía un par de guantes
blancos limpios.
—Es la hora —dijo Bolitho. Vio asentir a Keen, y a los oficiales mirarse unos a
otros, preguntándose probablemente quién seguiría allí cuando se despejara el humo.
—El viento aguanta, Sir Richard —dijo Keen—. Nos encontraremos con ellos
antes del mediodía.
Penhaligon comentó con indiferencia:
—Un magnífico día para ello en cualquier caso.
Bolitho hizo un aparte con Keen.
—Tengo que decirte algo, Val. Tenemos que hacer zafarrancho de combate
inmediatamente; después, cada uno desempeñará su papel. Has llegado a ser muy
importante para mí, y creo que debes saberlo.
Keen respondió bajando la voz:
—Comprendo lo que está intentando decirme, Sir Richard. Pero eso no pasará.
Bolitho le asió el brazo con fuerza.
—Val, Val, ¿cómo podemos saberlo? Será un duro combate, puede que el peor de
todos los que hemos afrontado. —Señaló hacia los barcos de popa—. Todos esos
hombres nos siguen como animales indefensos sin pensar en el infierno que les
espera, confiando en que el buque insignia les haga sobrevivir.
—Estarán mirándole a usted —replicó Keen con tono serio.
Bolitho mostró una breve sonrisa.
—Eso lo hace menos fácil de soportar. Y tú, Val, ¿qué estarás pensando mientras
los Dons se acercan para el abrazo final? Que si no fuera por mí estarías en casa con
tu encantadora Zenoria.
Keen esperó a que Allday se acercara con el sable.
Entonces dijo sencillamente:
—Aunque no viva más allá de este día, habré conocido la verdadera felicidad.
Nada puede quitármelo ya.
Allday le abrochó el viejo sable y liberó el cierre de su vaina.

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Dijo con tono áspero:
—Amén a eso, comandante.
Bolitho les miró a los dos.
—Muy bien. Que los infantes de marina vayan a sus puestos. —Se tocó el bolsillo
y notó el abanico dentro. Su presencia—. ¡Puede usted hacer zafarrancho de combate,
comandante Keen!
Se miraron el uno al otro y Keen se llevó la mano al sombrero con formalidad.
Esbozó una sonrisa que no llegó a sus ojos.
—A por ellos.
El batir de los tambores y el ruido de pisadas de los hombres que salían por todas
las escotillas y corrían a lo largo de los pasamanos hicieron imposible seguir
hablando. Bolitho observó como las dotaciones de los cañones se reunían alrededor
de las piezas y los gavieros trepaban a la arboladura para aparejar las bozas de cadena
y las redes de combate, prestos a arreglar y reforzar los daños causados incluso en
medio de la carnicería de una andanada.
Jenour apareció en cubierta con el sombrero bien calado sobre la frente y con su
magnífico sable dándole golpes en la cadera. Estaba serio, y de alguna manera
parecía mayor de lo que era.
Cuando el barco se quedó otra vez en silencio, Parris se fue con grandes zancadas
hacia popa y levantó la mirada hacia el comandante. Llevaba unas estupendas botas
de arpillera.
—Barco en zafarrancho de combate, señor. Fogón de la cocina apagado. Bombas
a punto.
Keen no sacó su reloj pero dijo:
—Nueve minutos, señor Parris. El mejor tiempo hasta ahora.
Bolitho sonrió. Fuera verdad o no, aquellos que hubieran oído el elogio de Keen
lo pasarían a las otras cubiertas. Era poca cosa, pero todo ayudaba.
Keen se fue a popa.
—Todo a punto, Sir Richard.
Bolitho le vio dudar y le preguntó:
—¿Qué ocurre, Val?
—Me preguntaba, Sir Richard, si podríamos hacer que los pífanos empezaran a
tocar, como hicimos en la Tempest.
Bolitho miró hacia el mar y pensó que el recuerdo les unía una vez más.
—Sí, hazlo.
Y mientras el viejo Hyperion escoraba todavía amurado a estribor, y en la línea
del horizonte se iban dibujando más siluetas y más topes de mástiles enemigos, los
pífanos de infantería de marina empezaron a tocar una animada marcha.
Acompañados por los tambores de la toldilla y los golpes de los pies descalzos de los
marineros sobre la tablazón enarenada, iban arriba y abajo como si estuvieran
desfilando en su cuartel.

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Bolitho vio la mirada de Keen y asintió con complicidad. Portsmouth Lass[10].
Incluso era la misma pieza.

* * *

Bolitho alzó su catalejo y examinó lentamente la línea española de principio a fin.


Los dos barcos de cola estaban notablemente fuera de la formación y Bolitho supuso
que el buque cola de línea estaba apartado para que el otro pudiera terminar algunas
reparaciones, tal como había hecho el Olympus.
Su mirada reparó en la única fragata del enemigo. Era fácil ver por qué el
comandante de La Mouette había sido engañado. Hacía falta mucho más que una
bandera extranjera para disfrazar una fragata de construcción inglesa.
Sabía que la Consort había sido botada en el río Medway, cerca de donde vivía
Herrick. ¿Estaría él pensando en eso ahora? —se preguntó.
Doce navíos de línea. El buque insignia de cabeza había sido ya identificado por
Parris, que se lo había encontrado anteriormente. Era el noventa cañones San Mateo,
buque insignia del almirante don Alberto Casares, que había estado al mando de las
escuadras españolas en La Habana.
Casares lo sabría todo acerca de la participación del Hyperion en el ataque a
Puerto Cabello. Algunos de aquellos mismos barcos probablemente tenían que haber
escoltado a los galeones del tesoro hasta España.
Bolitho observó a la Intrépido. Al menos, las dos escuadras tenían algo en común,
con una fragata cada una en sus respectivas fuerzas. Oyó a Parris decir a los
guardiamarinas de señales:
—Todavía falta un buen rato.
Bolitho lanzó una mirada a los dos jóvenes, que apenas podían apartar sus ojos
del enemigo. Era mucho peor para quienes nunca se hubieran enfrentado a una línea
de combate, pensó. Podía llevarles horas acercarse. En las Saintes, les había llevado
todo el día. Primero, unos pocos topes de mástiles coronando el horizonte para luego
aumentar en tamaño y número hasta que los buques enemigos parecieron cubrir la
superficie del mar.
Un teniente de navío que había escrito a casa tras la batalla de las Saintes había
descrito la flota francesa «elevándose en el horizonte como los caballeros con
armaduras en Agincourt[11]». Había sido una descripción acertada.
Bolitho se fue hasta la barandilla del alcázar y miró a lo largo de la cubierta
principal. Los hombres estaban preparados; los cabos de cañón habían elegido las
balas mejor formadas y los mejores saquillos de metralla para la primera andanada
con carga doble. Esta vez tendrían que luchar por los dos costados del barco a la vez,
por lo que no habría marineros de más para ayudar. Tenían que cortar la línea
enemiga y, después de eso, cada barco tendría que valerse por sí mismo.

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En las cofas, el mayor Adams había colocado a los mejores tiradores que había
podido encontrar entre sus infantes de marina, además de a los encargados de los
sanguinarios cañones giratorios. El grueso de la tropa de infantería de marina estaba
en la toldilla formado en filas que se balanceaban ligeramente esperando la orden de
colocarse junto a las batayolas rellenas de coys embutidos para identificar y disparar
a sus blancos, mientras el sargento Embree y sus cabos hablaban entre ellos sin que
se les viera mover los labios.
Penhaligon y sus ayudantes estaban junto a la rueda con dos hombres más de lo
habitual por si había bajas.
Aparte de los sonidos del mar y del ocasional latigazo de la gran vela mesana por
encima de la toldilla, todo parecía en calma después de que los pífanos dejaran de
tocar. Bolitho alzó su catalejo una vez más y vio como se volvía para mirarle un
marinero de uno de los cañones de a dieciocho de la cubierta principal.
El buque insignia enemigo estaba mucho más cerca. Pudo ver los destellos del sol
en los sables y las bayonetas caladas, unos hombres que trepaban por los flechastes
del palo trinquete y otros que se incorporaban desde su puesto en los cañones para ver
la escuadra que se acercaba.
Puede que el almirante español esperara que su homólogo enemigo luchara barco
contra barco. Su noventa cañones contra aquel viejo tercera clase. Bolitho esbozó una
sonrisa triste. Incluso sería poco sensato cruzar la ornamentada popa del San Mateo
en la primera fase del combate. Ser inutilizado al romper la línea abocaría a sus otros
barcos al desorden y haría que Herrick tuviera que atacar por su cuenta con tres
barcos solamente.
—Haga una señal a la Tybalt para que se sitúe a popa del Olympus. Puede que
añada algo de peso a la línea de Herrick —dijo Bolitho. Oyó como las banderas
subían a toda prisa a la arboladura pero siguió observando al gran buque insignia
español.
Keen debió de leerle los pensamientos.
—¿Puedo sugerirle que cortemos la línea por la popa del tercer o cuarto barco,
según se presente la ocasión?
Bolitho sonrió.
—Cuanto más lejos de esa beldad, mejor. Al menos hasta que hayamos
equilibrado la balanza.
Jenour estaba junto a la brigada de señales y oyó el comentario de Bolitho. ¿Era
todo aquello un farol o creía realmente que podía vencer contra tantos barcos? Jenour
trató de concentrarse en sus padres, en cómo iba a redactar su próxima carta. Su
mente se tambaleó cuando se dio cuenta de que las palabras le eran esquivas. Quizás
no habría más cartas. Sintió un súbito terror y miró las nubes desdibujadas que había
encima de la insignia de Bolitho que ondeaba en el tope del palo trinquete. Iba a
morir.
El guardiamarina Springett, que era el más joven del barco, apareció en cubierta.

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Su puesto estaba en la cubierta inferior, transmitiendo los mensajes del alcázar a esta
y viceversa. Tras la penumbra de la cubierta de baterías completamente cerrada tuvo
que parpadear varias veces ante la intensa luz del sol.
Bolitho vio como el chico se daba la vuelta y observó su expresión al ver los
buques enemigos, probablemente por primera vez.
En aquellos breves segundos, su uniforme y la soberbia y reluciente daga de su
cinturón no significaron nada. Se metió los nudillos en la boca como para contener un
grito de miedo. Era de nuevo un niño.
Jenour debió de verle y se le acercó con grandes zancadas.
—Señor Springett, ¿no es así? Me vendría bien que me ayudara usted hoy. —
Señaló hacia los dos guardiamarinas de señales, Furnival, el mayor, y Mirrielees, que
era pelirrojo y tenía la cara llena de pecas—. ¡Me temo que a estos veteranos no les
interesa demasiado! —Los dos aludidos sonrieron y se dieron golpecitos con el codo
como si todo formara parte de una gran broma.
El chico se quedó mirándoles pasmado. Susurró:
—Gracias, señor. —Le tendió un papel—. Con los respetos del señor Mansforth,
señor. —Dio media vuelta y se fue trotando hacia la escala sin mirar ni una sola vez
el imponente grupo de velas enemigas.
Keen dijo bajando la voz:
—Su ayudante acaba de evitar que ese muchacho rompiera a llorar.
Bolitho observó las nuevas banderas de señales que se elevaban y bajaban de la
arboladura del San Mateo. Dijo para sí:
—Y sospecho que eso también ha evitado que el mismo Stephen Jenour se viniera
abajo.
Incluso a través del resplandeciente oleaje de mar de fondo se pudo oír el lento
ruido sordo de las cureñas de los cañones y el suspiro de los marineros al ver el
elevado costado del San Mateo teñirse de sombras. Había asomado toda su batería de
babor.
Bolitho oyó el sonido de una corneta y se imaginó las dotaciones de los cañones
del enemigo en sus puestos; atisbando por encima de sus piezas con las próximas
balas y cargas bien a mano.
—Ice el número del Benbow. —Bolitho hizo un aparte con Keen cuando las
banderas fueron rápidamente envergadas en las drizas—. No voy a esperar mucho
más, Val. —Los dos se quedaron mirando las líneas de barcos convergentes, que
dibujaban como una gran cuña que no tardaría mucho en coincidir en algún punto
invisible al oeste.
Se oyó un estallido apagado y Bolitho vio una bocanada de humo que salía
flotando del costado del San Mateo. La bala cayó en el agua, rebotó y finalmente
levantó una irregular columna de agua a medio cable de distancia. ¿Era un disparo de
alcance? ¿O era simplemente para elevar la moral de los marineros españoles que
habían estado compartiendo el mismo suplicio de la espera que los del Hyperion?

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—¡El Benbow ha contestado la señal, señor!
«Hacer el menor número de señales posible». Bolitho siempre había creído que,
en principio, era una buena idea. No era difícil para el enemigo imaginarse o adivinar
el próximo movimiento a la vista de señales. Era muy posible también que la presa, la
fragata Intrépido, hubiera sido capturada con algunas señales secretas aún intactas.
Cuando el pobre comandante Price encalló su barco, en ningún momento debió de
pensar en eso.
Bolitho miró a Keen y a su segundo.
—Cambiaremos el rumbo consecutivamente. El Hyperion y el Benbow irán a la
cabeza de las dos divisiones. —Vio como los dos asentían; Parris le miraba los labios
como si quisiera leer lo que no había dicho.
—Navegaremos lo más ceñidos al viento posible, lo que frenará nuestro avance.
—Se hizo patente en los ojos de ambos la comprensión de que eso podía significar
además que el enemigo tendría más tiempo para atravesar sus cañones hacia ellos.
Bolitho se fue a la banda de estribor y se subió a la cureña de un cañón de a nueve del
alcázar apoyándose en el hombro de uno de los sirvientes de este.
Pudo ver los mástiles del Benbow detrás de los buques que les seguían, con la
insignia de Herrick ondeando en el palo mesana. El Benbow todavía enarbolaba la
contestación a su señal, al igual que el Hyperion mantenía también izado su número.
Como una corneta dando la señal para una carga de caballería hacia las puertas del
infierno. Una carga que no puede pararse una vez se ha lanzado al ataque. Bolitho
notó como se tensaba el hombro del hombre cuando este volvió la cabeza para
mirarle. Bolitho le miró. Tendría unos dieciocho años y la cara típica que uno veía
por las granjas y caminos de Cornualles. Pero no en tiempos de guerra.
—Naylor, ¿no es así? —dijo Bolitho.
El joven sonrió mientras sus compañeros se guiñaban el ojo entre ellos.
—¡Sí, Sir Richard!
Bolitho siguió mirándole, pensando en el aterrorizado guardiamarina y en Jenour,
que temía más mostrar su miedo que al miedo en sí mismo.
—Bien, Naylor, ahí está nuestro enemigo. ¿Qué le parece?
Naylor miró los barcos más cercanos con sus grandes estandartes y sus
gallardetes ondeantes, algunos de los cuales tocaban casi el agua.
—Creo que podremos con ellos… —asintió satisfecho—. ¡Podemos despejar el
camino para los otros, Sir Richard!
Algunas de las dotaciones de los cañones vitorearon y Bolitho bajó de un salto,
preocupado por que su ojo pudiera elegir aquel momento para traicionarle.
Era sólo un marinero ordinario que, si hoy sobrevivía, lo más probable es que
acabara sus días en otro combate antes de que fuera un año mayor.
Pensó de repente en la gran casa de Londres y en los mordaces comentarios que
Belinda le había hecho.
Asintió hacia el marinero llamado Naylor.

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—¡Así lo haremos! —Se dio rápidamente la vuelta—. ¡Comandante Keen! —De
nuevo, el tiempo pareció detenerse para ambos. Entonces, Bolitho dijo bajando el
tono de voz—: ¡Cambie el rumbo tres cuartas a estribor, rumbo norte cuarta al
noroeste! —Hizo una señal con el brazo a Jenour—. ¡Ahora! ¡Ejecute la señal!
Hasta el último hombre del barco de Herrick debía de haber estado esperando el
momento, puesto que, cuando arriaron las banderas de señales, se vio como el
Benbow se salía inmediatamente de la línea, como si él y sólo él estuviera iniciando
un ataque en solitario contra el enemigo.
Keen observaba de cerca como los marineros de su barco halaban rápidamente de
las brazas como perseguidos por la bocina de Parris, mientras otros largaban la gran
vela mayor a la vez que crujían las vergas.
Penhaligon separó sus piernas mientras la cubierta escoraba a babor al explorar el
viento las velas en sus vergas bien braceadas.
Keen estaba ya en la aguja, aunque Bolitho no le había visto moverse hacia allí.
—¡Así! ¡Aguante ese rumbo!
Las velas protestaron ruidosamente y la vela mesana se tensó de golpe como si
estuviera a punto de rifarse. No podía navegar más ceñido al viento, y desde la línea
española debía de verse con las velas superpuestas unas con otras.
Bolitho agarró con fuerza la barandilla y miró al enemigo. Alguien estaba
disparando, pero las redes de combate aparejadas sobre los artilleros de la cubierta
principal y la enorme vela mayor henchida de viento escondieron los fogonazos.
Bolitho vio como el Benbow estaba a su altura por el través a apenas tres cables
de distancia. Los que le seguían detrás estaban ya siguiendo su ejemplo, con la Tybalt
virando desbocada para ocupar su puesto como cola de línea.
—¡Por Dios, los Dons están desconcertados! —exclamó Keen.
Bolitho miró hacia el buque insignia español. Parecía alejarse de la amura de
babor del Hyperion con dos barcos siguiéndole a popa como antes.
—¡Cargar y asomar, comandante Keen! —gritó Bolitho.
La orden fue repetida a la cubierta inferior y pareció que apenas había pasado un
minuto cuando los cabos de cañón miraron hacia popa con el puño por encima de la
cabeza.
—¡Todos cargados, señor!
—¡Abrir las portas! ¡Asomar!
Chirriando ruidosamente, los palanquines llevaron los cañones a sus portas
abiertas. Por sotavento, sus oscuras bocas parecían querer tocar las olas.
La cubierta del Hyperion se estremeció violentamente cuando los barcos
enemigos que estaban más cerca abrieron fuego. Pero las dos pequeñas divisiones
habían cogido por sorpresa al almirante español, y la mayor parte de sus cañones no
habían podido apuntarles bien. Se elevaron varias columnas de agua por encima de
los pasamanos y Bolitho notó el revelador impacto de una bala que alcanzó la parte
baja del casco del Hyperion.

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—¡Cargar las velas mayores!
Varias balas gimotearon por encima de sus cabezas y las dotaciones de los
cañones se agacharon aún más con las caras llenas de sudor mientras miraban a través
de sus respectivas portas esperando un blanco.
Cuando cargaron la vela trinquete, se abrió la escena por ambas amuras como si
se hubiese descorrido un telón gigante.
Bolitho oyó a uno de los guardiamarinas dar un grito ahogado de alarma cuando
la popa del buque español más cercano surgió de la nada, como si emergiera de las
profundidades, con su alta y ornamentada galería y su nombre, Castor, reflejando la
espuma que salía bajo su bovedilla mientras en su coronamiento de popa se veían los
punzantes fogonazos de los mosquetes.
—¡Preparados a babor! —Lovering, el segundo oficial, se fue con grandes pasos
hacia el centro del barco desde el primer trozo de cañones—. ¡Al enfilar el blanco!
Keen alzó su sable y luego lo bajó de golpe.
—¡Fuego!
La carronada de babor del castillo de proa lanzó su enorme bala contra la popa del
Castor con un efecto devastador. Bolitho oyó el rugido de su explosión en el interior
del casco del otro buque y pudo imaginarse el horror de la siega indiscriminada de la
metralla empaquetada al barrer las cubiertas. En zafarrancho de combate era cuando
cualquier buque de guerra resultaba más vulnerable ante un enemigo que cruzaba por
su popa.
El barco del otro costado apareció entre la humareda con sus cañones escupiendo
sus lenguas de color naranja muy vivo.
—¡Fuego!
El rugido de los cañones dejó sordo a Bolitho cuando ambos costados
desaparecieron entre el humo que se arremolinaba y los fragmentos carbonizados de
las cargas. El barco de estribor estaba ya siendo atacado por el Obdurate, y Bolitho
pudo ver vagamente los topes de sus palos elevándose por encima de la densa
humareda como lanzas. Notó como la cubierta daba sacudidas una y otra vez
mientras Parris aullaba:
—¡En el balance alto, muchachos!
Entonces, el siguiente trozo disparó al unísono y Bolitho vio como se inclinaba el
palo mesana del Castor, quedando colgado momentáneamente del aparejo y los
estays antes de caer por el costado con el sonido de un trueno.
—¡Fuego!
Keen cruzó el alcázar con grandes pasos y con los ojos llorándole mientras la
batería superior retrocedía pieza por pieza o de dos en dos sobre sus bragueros, para
enseguida saltar sus sirvientes hacia delante con lanadas y atacadores, listos para
atacar la próxima bala en sus ánimas, para hacer lo que se les había enseñado, seguir
disparando pasara lo que pasara a su alrededor.
Jenour tosió entre el humo y gritó:

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—¡El Obdurate ha colisionado con un español, Sir Richard! —Se estremeció
cuando una bala de mosquete impactó en la cubierta bastante cerca y añadió—:
¡Solicita ayuda!
Bolitho negó con la cabeza.
Keen dijo con sequedad:
—¡No podemos!
Las banderas que llevaban la breve señal de Keen se elevaron y desaparecieron
entre la densa humareda que provocó el rugido de la batería inferior de estribor.
Parris gritó:
—¡Hemos pasado, hemos pasado! —Agitaba su sombrero como un loco—.
¡Bravo, muchachos! ¡Hemos roto la línea!
Aparecieron por popa más velas, como fantasmas gigantes. Eran el Crusader y el
Redoubtable, este último casi colisionando con otro español que había perdido el
gobierno de su nave o cuyos timoneles habían caído.
—¡Preparados para cambiar el rumbo a babor! —Bolitho lanzó su catalejo a uno
de los guardiamarinas—. ¡Ya no necesito esto! —Notó como sus labios esbozaban
una sonrisa.
—¡Ah de cubierta! —Alguien de allí arriba, de entre el humo y el hierro que
gemía, no había perdido la cabeza—. ¡El Benbow ha cortado la línea!
Se oyeron más vítores y toses cuando la batería de babor disparó una andanada
completa a través del humo alcanzando algunas de sus balas el costado del Castor
mientras el resto caía encima y alrededor del segundo barco de la columna enemiga.
—¡Póngalo amurado a babor, señor Penhaligon! ¡Guardia de popa, a las brazas de
mesana! Los infantes de marina encargados de la maniobra dejaron sobre la cubierta
sus mosquetes y corrieron a ayudar, mientras algunos de sus compañeros aguzaban la
vista por encima de los coys embutidos con sus armas pegadas a la mejilla en busca
de un blanco.
Bolitho alzó la vista y vio trozos de cordaje roto danzando encima de las redes de
combate y el mismo cielo tranquilo de antes.
Una bala dio en el costado de babor y alcanzó a los hombres que estaban en uno
de los cañones de a dieciocho de más a proa. Bolitho apretó los dientes al ver a dos de
ellos reducidos a jirones sangrientos y a otro que rodaba por la cubierta con la pierna
unida al resto de su cuerpo sólo por un hilo de piel.
Trató de concentrarse. Todos sus barcos debían de estar ahora enzarzados en
combate. El rugido superpuesto del mismo parecía envolverles totalmente, como si
hubiera barcos por todas partes, camuflados los unos de los otros por su propio humo.
Unos disparos de cañón más agudos retumbaron a través del agua como un redoble
sincopado de tambores.
Bolitho gritó:
—¡Señal general! ¡«Acercarse al insignia»! ¡«Rehacer línea de combate»!
Era un milagro el hecho de que pudieran arreglárselas con las banderas de señales

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en aquella situación, pensó Bolitho.
—¡Todos han contestado, Sir Richard! —Jenour trató de sonreír—. ¡Creo!
—¡No importa! —Bolitho se fue con grandes zancadas hasta la barandilla del
alcázar al ver a un dos cubiertas español destacándose de los otros al dar más vela. Su
comandante quería acercarse de nuevo a su buque insignia o había largado más velas
para evitar colisionar con el inutilizado Castor.
Bolitho señaló:
—¡Allí, Val! ¡Entabla combate con él!
—¡Preparados a estribor! —aulló Keen.
El recién llegado parecía ganar velocidad a medida que se reducía la distancia
entre ambos, pero Bolitho sabía que daba esa impresión gracias al humo. Vio como el
español cambiaba el rumbo para así cruzar ante el bauprés del Hyperion; podía ver la
bandera roja y gualda de España y la enorme cruz de su vela trinquete.
El sable de Keen se elevó en el aire.
—¡Al enfilar el blanco!
El otro barco disparó casi al mismo tiempo. Volaron hierro y astillas de madera
por la cubierta principal mientras arriba las velas daban latigazos y se rebelaban,
agujereadas por tantos sitios que ni siquiera podían retener un soplo de viento.
Bolitho se enjugó la cara y vio desplomarse entre el humo el palo trinquete del otro
buque, desapareciendo su aparejo y los pedazos de las velas entre la espuma de su
costado.
Pero podía incluso dejar de lado aquello. El Hyperion había sido dañado
gravemente. Había notado el brutal impacto de parte de la andanada enemiga en la
parte baja del casco con la fuerza de un acantilado al desmoronarse.
Hizo ademán de cruzar la cubierta pero algo retuvo su zapato. Bajó la mirada y
vio que era el joven marinero Naylor. Estaba tendido en cubierta, medio apoyado en
su cañón patas arriba e intentaba hablar con la cara arrugada por el dolor y el esfuerzo
de encontrar las palabras.
Keen gritó:
—¡Aquí, Sir Richard! ¡Creo que deberíamos…! —Se calló, resbalando sus pies
en la sangre de cubierta mientras veía a Bolitho agacharse de rodillas junto al
marinero moribundo.
Bolitho cogió la mano del joven. Los españoles debían de haber utilizado metralla
además de balas en su última andanada. Naylor había perdido media pierna y en su
costado tenía un agujero grande como un puño.
—Tranquilo, Naylor. —Bolitho le aferró la mano con fuerza cuando la cubierta
pareció saltar bajo sus rodillas. Se le necesitaba, probablemente con urgencia. A su
alrededor, el combate se enconaba cada vez más. Siguiendo sus órdenes. Pasara lo
que pasara.
El marinero dijo entrecortadamente:
—¡C-creo que me estoy muriendo, señor! —Había lágrimas en sus ojos. Parecía

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ajeno a su sangre, que corría a raudales hacia el imbornal más cercano. Era como si
estuviera perplejo ante lo que estaba ocurriendo. Casi logró apartar su cuerpo herido
del cañón y Bolitho notó como le apretaba de repente con fuerza su mano.
—¿Por qué yo, señor? —preguntó el joven. Se dejó caer de nuevo, dibujando la
sangre que salía por la comisura de sus labios una fina línea en su mejilla—. ¿Por qué
yo?
Keen esperó a que Bolitho soltara su mano y la dejara sobre cubierta.
Entonces dijo:
—¡El Capricious nos apoya, Sir Richard! ¡Pero hay otro Don allá! —Se miró el
brazo tras elevarlo para señalar. Había una tira desgarrada en su manga aunque no se
había dado cuenta de que ninguna bala pasara silbando tan cerca.
Bolitho se acercó deprisa a la banda y vio al segundo barco sobrepasando al que
había disparado la última andanada.
—Está intentando reunirse con su almirante —dijo asintiendo Bolitho.
Keen hizo señas con la mano.
—¡Señor Quayle! ¡Pase la voz a la batería inferior! ¡Entablaremos combate con
ese de inmediato!
El cuarto oficial ya no hacía ninguna clase de mohín desdeñoso. Estaba casi a su
lado lleno de terror.
Keen se volvió.
—¡Señor Furnival! —Pero el guardiamarina había caído también, mientras su
compañero estaba rígido al lado de Jenour, con su vista puesta en las banderas donde
su amigo muerto yacía como si estuviera descansando del intenso combate.
Bolitho espetó:
—¡Vaya abajo, señor Quayle! ¡Es una orden!
Keen se apartó el cabello de la frente y se dio cuenta de que le habían arrancado
el sombrero de la cabeza.
—Maldita sea —dijo.
—¡Listos, señor!
Keen bajó su sable.
—¡Fuego!
Cañón tras cañón, la andanada tiñó el agua agitada que había entre los dos barcos
de los colores del arco iris. Pudieron oírse los impactos de las balas del Hyperion en
el costado del otro buque, destrozando hombres y cañones en un bombardeo
despiadado.
El humo se apartó arremolinándose bajo el viento en aumento y Keen exclamó:
—¡Se nos echa encima! ¡Se han quedado sin timón!
Bolitho oyó una salpicadura y cuando volvió la cabeza vio a algunos de los
hombres de la brigada del contramaestre salir corriendo de donde estaba el cañón
volcado. El cadáver de Naylor lo habían echado por el costado. Sólo quedaba su
sangre para señalar dónde había luchado y muerto.

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Bolitho podía oír aún su voz. ¿Por qué yo? Muchos más iban a hacer esa misma
pregunta.
Vio a Allday con un machete en la mano observando con una fría mirada al
español que se acercaba.
—¡Preparados para rechazar el abordaje! —aulló Parris.
El mayor Adams se fue apresuradamente a proa cuando el afilado botalón de
foque del otro barco apareció entre la humareda y se quedó trabado con el bauprés del
Hyperion con una sacudida que hizo incluso detenerse un momento en su trabajo a
las dotaciones de los cañones.
—¡Continuar disparando! —gritó Keen.
La batería inferior de cañones de a treinta y dos del Hyperion disparó a través de
la cuña de agua humeante llena de restos. De nuevo, una vez más, antes de que el
botalón de foque del enemigo saltara en pedazos, con una gran sacudida empezó a
acercar su costado al del otro buque hasta que las bocas de sus respectivos cañones
entrechocaron.
Sonaron disparos de mosquetes desde la cofa y desde una docena de sitios
diferentes. Los hombres caían junto a sus cañones o se desplomaban mientras corrían
a cortar a hachazos la jarcia y los motones caídos de la arboladura.
Los cañones giratorios abrieron fuego desde la cofa de mayor del Hyperion y
Bolitho vio caer acribillada una masa de marineros españoles que intentaban
atravesar las redes de abordaje.
Keen gritó:
—¡Hemos perdido arrancada, Sir Richard! ¡Tenemos que librarnos de este, creo
que el otro dos cubiertas está enganchado a él!
—Desaloje la batería inferior, Val. ¡Cierre las portas! ¡Quiero a todos los hombres
disponibles aquí arriba!
Ya no se atrevían a disparar al barco que tenían al costado. Estaban juntos. Sólo
con un taco encendido de un cañón los dos barcos se convertirían en un infierno.
Los marineros de la cubierta inferior, con sus torsos desnudos ennegrecidos por el
humo allí encerrado, salieron por la escotilla para unirse a los hombres del mayor
Adams que cargaban para rechazar el ataque.
Keen lanzó su vaina a un lado y comprobó el equilibrado de su sable en su mano.
Miró a su alrededor a través del humo intentando distinguir a sus oficiales entre las
figuras en movimiento.
—¿Dónde está mi maldito patrón? —Entonces mostró una rápida sonrisa al ver a
Tojohns acercarse corriendo a él con su machete en alto para evitar dañar a los
marineros que corrían por allí.
—¡Aquí, señor! —Lanzó una mirada a Allday—. ¡Cuando quiera, señor!
Los ojos de Keen se posaron en Parris, que estaba junto a la barandilla del alcázar.
—Quédese aquí. Retenga el alcázar. —Lanzó una breve mirada a Bolitho. Era
como darse un buen apretón de manos.

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Salió corriendo hacia el pasamano de estribor, mientras el enemigo saltaba a
bordo o disparaba desde su propio barco. El teniente de navío Lovering señaló con su
alfanje y aulló:
—¡Al castillo, muchachos! —Entonces cayó con su alfanje bailando colgado de
la correa en su muñeca cuando un tirador invisible encontró su víctima.
Dacie, el ayudante de contramaestre tuerto, estaba ya allí en el beque,
deshaciéndose con su hacha de abordaje de tres enemigos, antes de que los infantes
de marina de Adams se unieran a él clavando sus bayonetas a través de las redes de
abordaje a los que habían quedado atrapados en ellas como moscas en una telaraña.
Los cañones giratorios de la cofa de mayor dispararon de nuevo, y algunos de los
marineros españoles que estaban a punto de unirse a los primeros que habían saltado
al Hyperion fueron desperdigados con una lluvia mortal de metralla. Los que ya
estaban a bordo del Hyperion retrocedieron, lanzando uno de ellos su machete cuando
los infantes de marina le arrinconaron en el castillo de proa, pero ya era demasiado
tarde para dar cuartel. La cubierta se llenó de humo y cuando fue aclarando sólo se
vieron cadáveres y a los exultantes infantes de marina abriéndose camino hacia la
cubierta del otro barco.
Jenour estaba cerca de Bolitho con su sable desenvainado y la cara como la de un
muerto. Gritó:
—¡Dos de los Dons se han rendido, Sir Richard!
A pesar del entrechocar del acero y de las esporádicas detonaciones de los
mosquetes, se oyó un tenue vitoreo desde otro barco, y Bolitho creyó oír tambores y
pífanos.
Subió por una escala de toldilla y se frotó los ojos antes de atisbar a través del
humo que lo envolvía todo. Apenas podía distinguir al Obdurate, ya completamente
desarbolado y costado contra costado con el dos cubiertas español con el que había
colisionado. Una bandera británica ondeaba sobre la cubierta del otro barco, y
Bolitho supuso que eran los hombres del comandante Thynne los que vitoreaban.
Entonces vio al Benbow, pasando al lado de otro español inutilizado y
disparándole mientras una andanada lenta. Sus mástiles se desplomaron como árboles
cortados y Bolitho vio la insignia de Herrick enroscándose por encima del humo,
muy colorida bajo la luz del sol.
Pensó con rabia en Naylor y en lo que este había dicho que el Hyperion haría.
Despejar el camino para los otros.
—¡Cuidado allí! —gritó Allday.
Bolitho se volvió y vio a un grupo de marineros españoles trepando por el
pasamano de estribor y rompiendo las redes de abordaje antes de que nadie les
detectara. Debían de haber subido por los cadenotes del palo mayor; podían ser
criaturas del mismísimo fondo del mar.
Bolitho desenvainó el sable y vio a algunos de los casacas rojas de Adams
abriéndose paso ya hacia popa en la cubierta del buque enemigo. Aquellos que

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intentaban ahora abordarles no tenían posibilidad alguna de éxito. Su barco tendría
que rendirse a menos que el otro dos cubiertas viniera en su ayuda. Pero otra
andanada lanzó humo y restos bien alto en el aire e incluso sobre la cubierta del
Hyperion cuando un barco de la escuadra de Bolitho, probablemente el Crusader,
cañoneó al español de popa a proa.
Al frente del pequeño grupo que les abordaba iba un teniente de navío que, al ver
a Bolitho, blandió su arma y cargó al ataque.
Jenour se interpuso en su camino pero el español era un magnífico espadachín.
Desvió la hoja azulada de su ayudante a un lado como si fuera un junco, dio un giro
de muñeca con su empuñadura y la lanzó por los aires. Dio un paso atrás para
recuperar el equilibrio y dar una última estocada, pero entonces se quedó mirando
horrorizado el chuzo de abordaje que embestía hacia él por la escala del alcázar. El
marinero que lo empuñaba soltó un grito salvaje y arremetió con fuerza contra el
estómago del oficial español.
Bolitho hizo frente a otro español armado solamente con un gran machete.
—¡Ríndase, maldita sea! —aulló Bolitho.
Pero le entendiera o no, el marinero no dio muestras de rendirse. La gran hoja
dibujó un arco reluciente y Bolitho se apartó a un lado ágilmente, casi cayéndose
cuando un rayo de sol cruzó la humareda y le dio en su ojo lesionado. Fue como en la
ocasión en que recibió la herida. Como si se quedara ciego.
Notó que se tambaleaba con el sable en alto apuntando inútilmente hacia la nada.
—¡Detengan a ese hombre! —aulló Parris. Bolitho solamente podía imaginarse lo
que estaba ocurriendo y esperó el dolor agudo del machete que no podía ver. Alguien
estaba chillando y los gritos ocasionales le revelaron que más hombres de Keen
corrían para derrotar a los últimos atacantes.
Allday alzó su machete al ver al hombre que cargaba hacia Bolitho, quien al
parecer era incapaz de moverse. La cuchilla de su arma le dio de refilón en un lado de
la cabeza, pero llevaba toda la fuerza y el recuerdo de Allday detrás. Al volverse,
entrecerró los ojos ante el resplandor del sol y vio que Allday iba hacia él.
Jenour oyó el siguiente machetazo mientras buscaba su sable cerca de un
imbornal lleno de sangre. Parris, que sollozaba de dolor por un tajo en su hombro
convaleciente, vio como el machete hendía el antebrazo del español; se quedó
mirando fijamente como parte del brazo, con el machete que blandía incluido, caía
sobre la cubierta.
Allday le soltó:
—¡Y esto va por mí, amigo! —Acalló el grito del hombre con un golpe final en el
cuello.
Asió por el brazo a Bolitho.
—¿Está bien, Sir Richard?
Bolitho respiró profundamente varias veces. Parecía que sus pulmones estuvieran
llenos de fuego; apenas podía respirar.

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—Sí, sí, viejo amigo. El sol…
Buscó a Jenour con la mirada.
—¡Tiene usted mucho coraje, Stephen!
Entonces vio como la expresión de Jenour cambiaba una vez más y pensó por un
instante que ya le habían herido. Se oyeron vítores desaforados desde el barco
enganchado al costado por un embrollo de aparejo caído y cuando una inesperada
racha de viento se llevó el humo, Bolitho supo la razón del asombro y la
consternación reflejados en la cara de Jenour.
Se tapó el ojo izquierdo con la mano y notó como su cuerpo se estremecía.
El buque insignia del almirante español, el San Mateo, se había quedado apartado
del combate, o puede que le hubiera llevado todo ese tiempo virar. Parecía brillar
sobre su propio reflejo; no tenía marca ni mancha alguna en su casco, ni tan solo un
agujero de bala en sus elegantes velas. Avanzaba muy despacio, y la mente de
Bolitho se apercibió de que había muchos hombres en sus vergas. Se estaba
preparando para virar de nuevo. Lejos del combate.
Bolitho sintió como sus piernas le temblaban, como si nunca fueran a dejar de
hacerlo. Oyó gritar a Parris:
—¡Por todos los infiernos! ¡Va a disparar!
El San Mateo había asomado todos sus cañones y a aquella distancia de unos
cincuenta metros no podía fallar con ninguno de ellos, aunque dos de sus consortes
estuvieran justo en la trayectoria de su andanada.
Bolitho lo vio claro. Era al Hyperion a quien querían. Al desafiante barco con la
insignia todavía en el palo trinquete que había conseguido cortar su línea y había
inspirado a los otros con su ejemplo. Miró a Allday, pero este estaba con la mirada
clavada en el buque insignia enemigo blandiendo sin fuerza el machete.
«Juntos. Incluso en ese momento».
Entonces el buque insignia disparó. El ruido fue ensordecedor, y cuando el grueso
de la andanada impactó en el Hyperion, Bolitho notó como la cubierta se levantaba
bajo sus pies.
Fue lanzado a la banda del alcázar a la vez que oía el rugido atronador de las
perchas cayendo, y los gritos y sollozos de los hombres antes de que el aparejo
arrancado les arrastrara por la borda como cadáveres atrapados en una gran red.
Bolitho se arrastró hasta donde estaba el guardiamarina Mirrielees y le tiró del
hombro para que se pusiera boca arriba. Sus ojos estaban completamente cerrados y
sus ojeras estaban mojadas como por lágrimas. Estaba muerto. Vio a Allday de
rodillas con la boca muy abierta para aspirar aire. Sus miradas se encontraron y
Allday trató de sonreír.
Bolitho notó que alguien intentaba ponerle de pie y su vista se cegó de nuevo por
la luz del sol que dejó al descubierto la destrucción.
Entonces, el humo se desplazó y ocultó de la vista al San Mateo.

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XIX

EL ÚLTIMO ADIÓS

Sir Piers Blachford estaba apoyado contra la mesa mientras los cañones
retumbaban una vez más y hacían temblar al barco entero. Se enjugó la cara sudorosa
y dijo:
—Llévense a este hombre. Está muerto.
Los ayudantes del cirujano cogieron el cadáver desnudo y lo arrastraron hacia la
penumbra del sollado.
Blachford levantó la cabeza y notó el enorme bao que tenía junto a ella. Si había
de verdad un infierno, pensó, seguro que debía de parecerse a aquello.
Las lámparas oscilantes que colgaban encima de la mesa lo empeoraban, si es que
ello era posible, proyectando sombras por las amuradas curvadas del casco e
iluminando las figuras acurrucadas o inertes de los heridos que estaban llegando al
sollado sin apenas interrupción.
Miró a su compañero, George Minchin, el cirujano titular del Hyperion, un
hombre de cara tosca con algunas canas. Tenía los bordes de los ojos enrojecidos, y
no sólo por la fatiga. Había una gran jarra de ron junto a la mesa para ayudar a
mitigar el dolor o el suplicio de los últimos momentos de los pobres heridos que
llegaban a la mesa, desnudos y agarrados como víctimas bajo tortura hasta que
acabara el trabajo. Minchin parecía beber más de la cuenta.
Blachford había visto heridas espantosas. Hombres sin extremidades, con los
rostros y cuerpos quemados o con grandes astillas de madera clavadas. Todo aquel
espacio, que normalmente era el alojamiento de los guardiamarinas, donde dormían,
comían y estudiaban sus libros a la tenue luz de las velas, rebosaba sufrimiento.
Apestaba a sangre, a vómito y a dolor. Los atronadores estruendos de las andanadas y
los escalofriantes golpes de las balas enemigas al impactar en el barco provocaban
gritos y quejidos de las figuras que esperaban ser atendidas.
Blachford sólo podía hacer conjeturas sobre lo que ocurría allá arriba, donde era
completamente de día. Allí en el sollado no penetraba nunca la luz exterior. Bajo la
línea de flotación era el lugar más seguro para aquel truculento trabajo, pero eso no le
consolaba lo más mínimo.
Señaló hacia las espantosas tinas que había bajo la mesa, parcialmente llenas de
miembros amputados, un descarnado aviso para aquellos que iban a tener que
soportar lo que iba a ser una extensión de su suplicio. Allí, solamente la muerte
parecía un maldito consuelo.
—¡Sáquenlas de aquí!
Escuchó los golpes de los martillos en los estrechos callejones de combate que
daban la vuelta al barco bajo la línea de flotación. Eran como pequeños pasillos entre

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los compartimentos internos y el casco, donde el carpintero y sus ayudantes
reparaban los agujeros de las balas o las vías de agua mientras el hierro golpeaba una
y otra vez contra el costado.
Se oyó un interminable ruido sordo justo encima de sus cabezas y Blachford miró
la madera pintada de rojo como si esperara verla ceder.
Una voz asustada gritó desde la penumbra:
—¿Qué es eso, Toby?
Alguien respondió:
—Están metiendo la batería inferior, ¡eso es lo que hacen!
—¿Por qué habrían de hacerlo? —preguntó rápidamente Blachford.
Minchin cogió una taza de ron y se enjugó la boca con el puño manchado de
sangre.
—Están desalojándola. Estamos al costado de uno de los españoles. ¡Necesitarán
a todos los hombres posibles para derrotarles! —Y gritó con voz ronca—: ¡El
siguiente, Donovan!
Entonces miró a Blachford con cierto aire de desdén.
—No es exactamente a lo que está usted acostumbrado, supongo, ¿no? Nada de
salas de operaciones elegantes con montones de estudiantes ignorantes totalmente
pendientes de sus palabras, ¿eh? —Sus ojos de bordes enrojecidos parpadearon
cuando entró humo a través de la cubierta—. Espero que hoy aprenda algo útil, Sir
Piers. Ahora sabe lo que tenemos que aguantar en nombre de la medicina.
Un ayudante dijo:
—Este es un oficial, señor.
Blachford se inclinó sobre la mesa mientras al teniente de navío le quitaban la
camisa andrajosa y le colocaban echado boca arriba.
Era el segundo oficial, Lovering, que había sido alcanzado por un disparo de
mosquete de un tirador español.
Blachford examinó la terrible herida de su brazo. La sangre parecía negra bajo las
lámparas danzantes y la piel estaba desgarrada donde la bala se había partido al dar
en el hueso.
Lovering le miró fijamente con la mirada vidriosa a causa del dolor.
—Dios mío, ¿es grave?
Minchin le tocó el hombro desnudo. Estaba frío y húmedo.
—Lo siento, Ralph. —Lanzó una mirada a Blachford—. Tenemos que amputarlo.
Lovering cerró los ojos.
—¡Por Dios, mi brazo no!
Blachford esperó a que un ayudante le trajera los instrumentos. Había tenido que
darles la orden de que los limpiaran cada vez que se utilizaban. No le extrañaba que
los hombres murieran por gangrena. Dijo con delicadeza:
—Tiene razón. Es por su bien.
El teniente de navío volvió la cabeza apartándola de la luz de la lámpara más

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cercana. Tenía unos veintidós años, pensó Blachford.
Lovering dijo con un susurro:
—¿Por qué no me matan? Estoy acabado.
Más impactos hicieron temblar el casco y varios instrumentos cayeron a la
cubierta. Blachford se agachó para recoger uno de ellos y vio como una rata se
escabullía hacia la penumbra.
Minchin vio su expresión de disgusto y apretó los dientes. Mira que venir aquí
con esos aires, ¿qué iba a saber él de la guerra?
Por el rabillo del ojo vio el reflejo de la luz de la lámpara en la cuchilla de
Blachford.
—Toma, Ralph. —Le puso una mordaza de cuero entre los dientes antes de que
pudiera protestar—. Te daré un poco de brandy del bueno después de esto.
Una voz gritó a través de la neblina de humo.
—¡Otro oficial, señor!
Un ayudante levantó la lámpara y Blachford vio al teniente de navío Quayle
dejándose caer junto a las enormes maderas de la amurada intentando cubrirse la cara
con la casaca.
—¡Ni siquiera tiene un rasguño! —protestó airado un marinero.
El teniente de navío Lovering se revolvió en la mesa y, si no hubiese sido por el
ayudante que le retuvo por su brazo sano y las manos de Minchin en sus hombros, se
las habría arreglado para ponerse de pie.
—¡Maldito cabrón! ¡Cobarde…! —Su voz se fue apagando al caer hacia atrás
desmayado.
Blachford volvió a mirar a Quayle; estaba lloriqueando como un niño con los
puños cerrados.
—¡Llámenle lo que quieran, pero él es una baja como cualquiera de los demás!
Minchin volvió a poner la mordaza de cuero entre los dientes de Lovering.
Insensibles, crueles; eso se decía que eran los de su oficio. Aguantó los hombros de
Lovering y esperó a la primera incisión de la cuchilla. Con suerte, perdería totalmente
la conciencia antes de que la sierra empezara su tarea.
Minchin dejó de lado lo que Blachford y otros como él pudieran pensar acerca de
los cirujanos de la marina. Incluso pudo ignorar el dolor de Lovering, aunque el joven
oficial siempre le había caído bien.
En vez de eso, se concentró en su hija que estaba en Dover y a la que no veía
desde hacía dos años.
—Siguiente. —Se llevaron a Lovering; su miembro amputado fue a parar a la
tina.
Blachford esperó a que pusieran sobre la mesa a un marinero al que le había
aplastado un pie la cureña de un cañón. A su alrededor, sus ayudantes acercaron las
lámparas titilantes que sostenían en alto. Blachford se miró los brazos, que estaban
rojos hasta los codos, como los de Minchin y los demás. «No me extraña que nos

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llamen carniceros».
El hombre empezó a chillar y a suplicar pero sorbió con gula de una taza de ron
que Minchin se acabó antes de dejar al descubierto el pie destrozado. El casco se
estremeció de nuevo, pero daba la sensación de que el combate hubiera aflojado.
Parecía que había cañonazos desde todas direcciones y se oían gritos ocasionales que
se filtraban a través de las otras cubiertas como si fueran de espíritus.
Puede que los españoles se hubieran lanzado al abordaje del Hyperion, pensó
Blachford, o que se hubieran apartado para volver a formar la línea de combate. Sabía
poco más de la guerra marítima que lo que le habían contado y lo que había leído
sobre ella en la Gazette. Sólo desde que empezó a embarcarse con la flota había
pensado en los hombres que hacían reales las victorias y las derrotas, en aquellos
hombres de carne y hueso como él.
—Siguiente. —Aquello nunca cesaba.
Un infante de marina bajó corriendo por la escala y gritó:
—¡Hemos tomado al Don del costado, muchachos! —Desapareció al momento y
Blachford se quedó sorprendido al ver como algunos de los heridos podían llegar a
proferir un débil vitoreo. No era de extrañar que Bolitho amara a aquellos marineros.
Bajó la mirada hacia el joven guardiamarina que estaba ya en la mesa. Era un
niño.
Minchin abrió y exploró la parte de su costado donde se veía el blanco de las
costillas entre la sangre.
—Dios mío, parece tan joven —dijo Blachford en voz baja.
Minchin se quedó mirándole, queriendo herirle, hacerle sufrir.
—Bueno, el señor Springett ya no se hará mayor, Sir Piers. ¡Tiene un puñado de
hierro español dentro! —Gesticuló enfadado—. Llévenselo.
—¿Cuántos años tenía?
Minchin sabía que el chico tenía trece años, pero alguna cosa captó su atención.
Era el súbito silencio, que ni siquiera los lejanos cañonazos podían romper. La
cubierta daba balances más lentos, como si el barco fuera más pesado. Pero las
bombas todavía seguían funcionando. Dios, pensó, en aquel viejo barco parecía que
nunca dejaban de hacerlo.
Blachford vio su expresión concentrada.
—¿Qué ocurre?
Minchin negó con la cabeza.
—No lo sé. —Lanzó una mirada hacia las figuras oscuras de los heridos que
estaban apoyados a lo largo de la amurada del sollado. Algunos estaban ya muertos,
sin que nadie se diera cuenta o a nadie le importara. Otros esperaban, todavía
esperaban. Pero esta vez… Dijo con aspereza—: Todos ellos son marineros. Saben
que algo va mal.
Blachford miró atentamente hacia la escala llena de humo que subía a la batería
inferior. Era como si ellos fueran los únicos que quedaban a bordo. Sacó su reloj y lo

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miró. Minchin se agachó y rellenó su taza de ron hasta el borde.
Había visto el magnífico reloj de oro con el emblema grabado en su tapa. «¡Que
se pudra!».
Cuando llegó el rugido de la andanada fue algo que Minchin nunca había
experimentado. Debían de haber sido muchos cañones y, aun así, el ruido se había
concentrado en un trueno gigantesco que explotó contra el costado como si el sonido,
y no el tremendo peso del metal, fuera el que golpeara la madera.
La cubierta se inclinó y tembló violentamente al dar contra el barco que tenían al
costado, pero el estruendo no cesó. Se oyó un ruido más fuerte que parecía venir justo
de encima y que fue seguido inmediatamente por otro estruendo de perchas y aparejo
rompiéndose y fuertes golpes que supuso serían de los cañones lanzados hacia atrás
desde sus portas.
Los heridos gritaban y suplicaban, algunos de ellos arrastrándose hacia la escala
marcando sobre cubierta con su sangre la inutilidad de sus esfuerzos. Blachford oyó
como las perchas rotas golpeaban contra el casco, luego unos repentinos gritos desde
el callejón de combate y los hombres abriéndose camino como podían en la oscuridad
al haber saltado por los aires las lámparas.
Minchin se levantó de la cubierta con los oídos pitándole aún por la explosión.
Vio unas ratas que pasaban entre los cuerpos de aquellos que estaban ya más allá de
todo sufrimiento, y movió la cabeza para despejarse.
Al pasar rozando a Blachford este le preguntó:
—¿A dónde va?
—A mi enfermería. Todo lo que tengo en este maldito mundo está allí.
—¡Por todos los infiernos, dígame que pasa, hombre!
Minchin se apoyó para no caerse cuando la cubierta sufrió otra fuerte sacudida.
Las bombas habían dejado de funcionar. Dijo violentamente:
—Nos vamos a pique. ¡Pero no me voy a quedar a verlo!
Blachford miró a su alrededor. «Si sobrevivo a esto…». Entonces intentó poner
orden a las ideas que se agolpaban en su cabeza.
—Preparen a esos hombres para salir a cubierta. —Los ayudantes asintieron, pero
tenían sus ojos puestos en la escala. A pique. El buque era la vida de aquellos
hombres. Su hogar, ya fuera por elección o a la fuerza; no podía ser. Se oyeron unas
fuertes pisadas en la escala, y Dacie, el ayudante de contramaestre tuerto, les miró
desde ella.
—¿Va a subir arriba, Sir Piers? Todo es un caos lleno de sangre en cubierta.
—¿Qué pasa con estos heridos?
Dacie se cogió a la barandilla y se enjugó su ojo bueno. Quería correr, correr y no
parar de correr. Pero toda su vida había sido entrenado para aguantar firme, para
obedecer.
—Pasaré la voz, Sir Piers. —Luego se marchó.
Blachford cogió su bolsa y se fue aprisa hacia la escala. Al subir los primeros

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peldaños se dio cuenta de que aquellos hombres, en cierta manera, eran diferentes.
Sintió el frío gélido del miedo por primera vez.
Pensó en la rabia de Minchin.
A pique.

* * *

El teniente de navío Stephen Jenour mantuvo su agarre en el brazo de Bolitho aun


después de haberle ayudado a levantarse de cubierta. Lleno de alivio y de horror, era
casi incoherente.
—¡Gracias a Dios, oh, gracias a Dios!
—Cálmese, Stephen. —Su mirada recorrió el alcázar y la espantosa destrucción
de la cubierta principal. No le extrañaba que Jenour estuviera cerca de desmoronarse
del todo. Probablemente había creído ser el único que quedaba vivo allí arriba.
Era como si el barco entero hubiera quedado desnudo, de manera que ninguna de
sus heridas quedara oculta. El palo mesana había desaparecido por completo y la
mayor parte del mastelero de mayor había sido cortado como por una hacha gigante y
había caído por el costado, donde se hundía parcialmente en el agua con los demás
restos. Perchas, jarcia, y hombres. Estos flotaban entre el aparejo o intentaban
mantenerse a flote como peces moribundos.
—¡El segundo comandante, Sir Richard! —dijo Jenour con un grito ahogado.
Intentó señalar, pero su cuerpo temblaba con tanta violencia que casi se cayó.
Bolitho se olvidó de su propia desesperación mientras bajaba corriendo a la
cubierta principal por la escala astillada. Había cañones volcados y abandonados, con
sus dotaciones desparramadas a su alrededor o arrastrándose a tientas hacia la
escotilla más próxima para guarecerse. Parris estaba debajo de un cañón de a
dieciocho volcado con los ojos mirando fijamente al cielo hasta que vio a Bolitho.
Bolitho se arrodilló a su lado.
—Mande a alguien a buscar al cirujano —dijo a Jenour. Le cogió por la casaca—.
Y acuérdese de ir caminando, Stephen. Los que han sobrevivido necesitarán mantener
toda su confianza en nosotros.
Parris alzó la mano para tocarle su brazo. Dijo entrecortadamente hablando entre
dientes:
—¡Dios mío, esta ha hecho daño! —Intentó mover los hombros—. ¿Y el San
Mateo? ¿Qué ha sido de él?
Bolitho negó con la cabeza.
—Se ha ido. No tenía sentido continuar la lucha después de esto.
Parris dio un gran suspiro.
—Una victoria. —Entonces miró a Bolitho con mirada suplicante—. Mi cara…
¿está todo bien, señor?

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—No tiene una sola marca —dijo asintiendo Bolitho.
Parris pareció satisfecho.
—Pero no puedo sentir mis piernas.
Bolitho miró el cañón volcado. El tubo estaba todavía caliente de los disparos,
pero Parris no notaba nada. Vio sus botas de arpillera sobresaliendo bajo el otro
extremo de la cureña. Las dos piernas debían de haber resultado aplastadas.
—Esperaré aquí hasta que llegue ayuda. —Miró a lo largo de la cubierta
destrozada. Sólo quedaba en pie el palo trinquete, con su insignia en el tope ondeando
sobre las velas hechas jirones.
Notó como la cubierta se estremecía. Las bombas habían dejado de funcionar,
probablemente atascadas o hechas pedazos. Se obligó a sí mismo a afrontar la verdad.
El Hyperion estaba agonizando en aquellos momentos. Lanzó una mirada hacia el
guardiamarina Mirrielees, cuyo cadáver había sido lanzado abajo desde el alcázar,
donde había muerto. Tenía dieciséis años. «Yo tenía justamente su edad cuando la
quilla del Hyperion probó el agua salada por primera vez».
Oyó voces y pies que corrían y vio a los marineros e infantes de marina que
volvían del dos cubiertas español del costado. Era extraño, pero Bolitho ni siquiera
había echado un vistazo a su maltrecha presa.
Vio a Keen cojeando ansiosamente hacia él con el brazo alrededor de los hombros
de Tojohns y un vendaje ensangrentado en una pierna.
—Las hemos pasado negras allí, Sir Richard. C-creía que había muerto en esa
andanada. —Vio a Parris y dijo—: Tendríamos que sacarle de ahí.
Bolitho le asió del brazo.
—Lo sabes, ¿no es así, Val?
Sus miradas se encontraron. Keen respondió:
—Sí. Se está hundiendo. Poco podemos hacer. —Se quedó mirando fijamente el
cañón abandonado, incapaz de ver el dolor de Bolitho—. Incluso aunque pudiéramos
tirar estos cañones por la borda, el tiempo va en contra nuestra.
Parris dio un gemido de dolor y Bolitho preguntó:
—¿Está aprovechable la presa, Val?
—Sí. Es el Asturias, de ochenta cañones. Está muy castigado a causa de esa
última andanada, igual que el que tiene al otro costado. Pero está apto para repetir
señales.
Bolitho trató de despejar su cabeza; sus oídos todavía le dolían por aquella
terrible andanada.
—Haga una señal al Benbow para que asegure las presas y luego dé caza al resto
con las fuerzas que todavía estén capacitadas para ello. Sin duda, los Dons correrán
hacia el puerto español más cercano. —Miró las cubiertas llenas de sangre—.
¡Dejando a sus amigos así como a sus enemigos para que se las arreglen por sí
mismos!
Keen se agarró con más fuerza a su patrón.

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—¡Vamos, Tojohns! ¡Tenemos que reunir a los hombres!
Bolitho le dijo a Jenour:
—Vaya abajo y hágase cargo de la brigada del contramaestre. ¿Podrá hacerlo?
Jenour miró fijamente a Parris.
—¿Qué será de él, Sir Richard?
—Esperaré al cirujano. —Bolitho bajó la voz—. Me temo que querrá amputarle
las dos piernas.
Parris dijo con dificultad:
—Lo siento, Sir Richard. —Dio un grito ahogado cuando un gran dolor recorrió
su cuerpo—. Y-yo podía haberle ayudado. Tendría que haber hablado con usted antes,
cuando supe de sus problemas en Londres.
Estaba desvariando. Bolitho se inclinó sobre él y le cogió la mano. ¿O quizás no?
Parris siguió hablando con la misma franqueza:
—Debería haberlo sabido. Deseaba tanto un nuevo barco bajo mi mando como
había odiado perder el que tuve. Supongo que no lo deseé lo bastante.
Se veían figuras que saltaban por la borda al Hyperion desde el otro barco y
emergieron voces de mando de entre el caos; vio a Penhaligon, el piloto, viniendo
con uno de sus ayudantes de la toldilla destrozada y llevando el cronómetro del barco
que había servido en él durante todos sus años de servicio. Escuchaba a medias las
vagas frases de Parris puesto que también estaba pensando en aquel barco que había
conocido mejor que ningún otro. El Hyperion había llevado a tres almirantes, y en él
habían servido quince comandantes y muchos miles de marineros. No se había
perdido ninguna campaña importante exceptuando el tiempo que había pasado como
casco desarbolado.
Parris dijo:
—Somervell llegó a significar mucho para mí. Luché contra ello, pero fue inútil.
Bolitho se quedó mirándole atónito, sin comprender por el momento lo que estaba
diciendo.
—Usted y Somervell, ¿estaban…? —Fue como un golpe repentino y se asombró
por su ceguera. La aversión de Catherine hacia Parris no era porque fuera un
mujeriego como Haven había creído, sino a causa de su relación con su marido. «No
había amor entre nosotros». Casi podía oír las palabras de Kate, su voz. Ese debía de
ser el motivo de que Parris hubiera perdido su barco, siguiendo los designios de
alguna autoridad que había exigido que se evitara el escándalo.
Parris le miró con tristeza.
—Estábamos… Quise decírselo, sobre todo a usted. Después de lo que hizo por
mí y por este barco, tuvo usted que pasar por todo aquello a causa de mi insensatez.
Bolitho oyó como Blachford se acercaba corriendo por la cubierta. Debería sentir
rabia o asco, pero estaba en la Marina desde que tenía doce años; lo que no vio en
aquellos tiempos con sus propios ojos pronto lo supo igualmente.
Dijo con tono calmado:

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—Bien, ya me lo ha contado. —Le tocó el hombro—. Voy a hablar con el
cirujano.
La cubierta dio una sacudida y se oyó el ruido de motones rotos y armas
abandonadas cayendo al combés desde uno de los pasamanos, como si fueran
despojos.
Blachford estaba blanco como el papel y Bolitho pudo imaginarse lo que habría
sido para él allá abajo.
—¿Puede hacerlo aquí en cubierta?
Blachford asintió.
—Después de esto, puedo hacer cualquier cosa.
Keen bajó cojeando del alcázar y gritó:
—El Benbow ha contestado la señal, Sir Richard. ¡El contralmirante Herrick
espera que esté bien y le ofrece su ayuda!
Bolitho sonrió con aire triste.
—Dígale que no, pero dele las gracias. —El bueno de Thomas estaba vivo e ileso.
Daba gracias al cielo por ello.
Keen observó como Blachford se agachaba para abrir su bolsa. Sus ojos decían:
«podía habernos pasado a cualquiera de nosotros, o a ambos».
Dijo:
—Seis de los Dons se han rendido, Sir Richard, incluyendo a la Intrépido, que ha
sido la última en arriar la bandera ante la Tybalt. —Se oyó el estallido de un cabo
partiéndose y Keen añadió—: El Hyperion cuelga con fuerza del Asturias, Sir
Richard.
—Lo sé. —Miró a su alrededor—. ¿Dónde está Allday?
Un marinero que pasaba dijo:
—¡Ha ido abajo, Sir Richard!
Bolitho asintió.
—Puedo imaginarme por qué.
—Estoy preparado —dijo Blachford.
Sonó otro fuerte estallido, pero esta vez era el de un disparo de pistola. Bolitho y
los demás miraron a Parris, cuyo brazo cayó sobre la cubierta con la pistola que
siempre llevaba humeando aún en su mano.
Blachford cerró la bolsa y dijo sin elevar la voz:
—Quizás su solución era mejor que la mía. Para un joven tan valeroso, creo que
vivir como un lisiado hubiera resultado insoportable.
Bolitho se quitó el sombrero y se fue hacia la escala del alcázar.
—Déjenle ahí. Estará en buena compañía.
Pensó que había sonado como un epitafio.
Volvieron al barco los casacas rojas con el mayor Adams vociferando órdenes sin
sombrero y aparentemente ileso.
Bolitho dijo:

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—Los heridos primero, mayor. Nos vamos al español. Después… —No acabó la
frase.
En lugar de eso, se dio la vuelta para ver como el Benbow, acompañado por el
Capricious, pasaba por el costado opuesto. No hubo vitoreos esta vez, y Bolitho
supuso cómo debía de verse el Hyperion desde otro barco. ¿Eran imaginaciones suyas
o los musculosos hombros del mascarón de proa estaban ya cerca del agua? Clavó en
él su mirada hasta que el ojo malo le dolió.
No podía pensar en nada más. El Hyperion estaba hundiéndose. Ni siquiera
podían echar el ancla puesto que allí el mar era demasiado profundo, por lo que su
posición exacta nunca podría saberse.
Los hombres se movían rápido a su alrededor, pero al igual que cuando izó su
insignia a bordo, los rostros que veía eran diferentes.
Tocó el abanico de su bolsillo. Compartía todo aquello con ella.
Vio a Rimer, el arrugado ayudante de piloto que le había acompañado en la
incursión del galeón del tesoro. Estaba sentado en cubierta, apoyado en una bita con
la mirada fija e inmóvil, tal como la tenía en el momento en que el disparo le había
derribado. Loggie, cabo de infantería de marina, estaba con los brazos y piernas
extendidos sobre otro compañero al que había ido a ayudar cuando un tirador le había
encontrado también.
Los primeros heridos estaban ya siendo sacados por una de las escotillas. Algunos
gritaban cuando sus heridas tocaban la brazola o los aparejos, pero la mayoría de
ellos sólo tenían la mirada perdida como el fallecido Rimer; no esperaban volver a
ver la luz del día.
Allday reapareció y se acercó; traía a Ozzard con él.
—Estaba todavía en la bodega, Sir Richard —dijo. Forzó una sonrisa—. ¡No
sabía que la lucha había acabado, el muy bendito! —No dijo que había encontrado a
Ozzard sentado en la escala de la bodega, con el sable regalado por Falmouth
aferrado contra su pecho y mirando fijamente los últimos reflejos de la lámpara sobre
el agua oscura que iba subiendo lentamente hacia él. No tenía intención de salir de
allí.
Bolitho tocó el hombro del pequeño sirviente.
—Me alegro mucho de verle.
Ozzard dijo:
—Y todos esos muebles, el aparador de vino de la señora… —Suspiró—. Todo al
fondo del mar.
Keen se acercó renqueando y dijo:
—Detesto molestarle, Sir Richard, pero…
Bolitho le miró.
—Lo sé, Val. Continúa con tu trabajo. Yo me ocupo del barco. —Vio como la
protesta se desvanecía en los labios de Keen cuando añadió—: Lo conozco desde
hace más tiempo que tú.

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Keen dio un paso atrás.
—A la orden, Sir Richard. —Lanzó una mirada hacia las estachas tirantes que les
amarraban al barco del costado—. Puede que no quede mucho.
—Lo sé. Quite algunas amarras. —Y entonces, casi para sí, añadió: «Nunca había
perdido un barco».
Vio salir a cubierta a Minchin con uno de sus ayudantes, con sus ropas
oscurecidas por la sangre y con una bolsa en la mano cada uno.
Minchin se acercó a Bolitho y dijo:
—¿Da su permiso para que nos marchemos con los heridos, Sir Richard?
—Sí, y gracias.
Minchin forzó una sonrisa en su castigado rostro.
—Hasta las ratas se han ido.
Bolitho le dijo a Ozzard:
—Váyase con los demás.
Ozzard agarró con fuerza el sable reluciente.
—No, Sir Richard, me quedo…
Bolitho asintió.
—Entonces quédese aquí, en cubierta.
Miró a Allday.
—¿Viene conmigo?
Allday le miró con desesperación. «¿Tiene usted que bajar ahí abajo?». En voz
alta, dijo:
—¿Alguna vez le he dejado solo?
Se metieron bajo la toldilla y bajaron la primera escala hacia la cubierta inferior
de baterías. Las portas estaban aún cerradas, pero la mayoría de las del costado de
babor habían sido reventadas por los cañones que se habían soltado de sus bragueros.
Había pocos muertos allí. Gracias a Dios, Keen había sacado a los hombres de
aquella cubierta para luchar contra el español del costado. Pero había algunos.
Figuras inertes con los ojos entrecerrados a causa de la luz y el humo y que parecían
observarles a su paso. La mitad de un hombre, partido limpiamente en dos por una
bala mientras corría con su lanada hacia el cañón más cercano. Había sangre por
todas partes; no era extraño que las amuradas estuvieran pintadas de rojo, pero aun
así se veía. El teniente de navío Priddie, segundo oficial al mando de la cubierta
inferior de baterías, yacía boca abajo con su espalda llena de largas astillas clavadas
procedentes de la tablazón. Todavía asía su sable.
Bajaron otra escala, la que llevaba al sollado, donde Bolitho tenía que agacharse
para pasar bajo aquellos baos tan bajos. Allí quedaba aún alguna que otra lámpara
encendida. Los muertos formaban una ordenada fila cubiertos por lonas. Otros
estaban alrededor de la ensangrentada mesa, donde habían muerto esperando su
turno. Por encima de sus cabezas oyeron como un objeto pesado caía sobre la
cubierta principal para empezar al cabo de unos segundos a moverse con estruendo

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por la tablazón destrozada como algo vivo.
—¡Por todos los santos! —susurró Allday.
Bolitho le miró. Debía de ser la bala de un cañón de a treinta y dos que se había
salido de su chillera y estaba ahora rodando con determinación hacia proa.
Se detuvieron junto a la última escotilla y Allday descorrió el cuartel. Era una de
las bodegas, donde Ozzard se refugiaba siempre cuando el buque entraba en acción.
Bolitho se arrodilló y atisbó hacia abajo mientras Allday bajaba una lámpara a su
lado.
Pensaba que iba a haber agua entre los toneles y cajas, los cofres y los muebles,
pero estaba ya inundado de costado a costado. En el agua oscura flotaban barriles
junto al cuerpo de un infante de marina que se agarraba a una escala cuando iba a
morir. Era un centinela que estaba de guardia para evitar que los hombres
aterrorizados bajaran a guarecerse del combate. Puede que le hubiera matado uno de
ellos, o que, como Ozzard, hubiera intentado encontrar refugio del infierno de
cubierta.
La cubierta se estremeció de nuevo y oyó como algunos objetos pesados
golpeaban en el interior del callejón de combate, donde algunos de sus hombres
habían quedado atrapados y se habían ahogado.
El sollado y las bodegas y pañoles que había debajo del primero eran espacios
que habían permanecido en total oscuridad durante los treinta y tres años de vida del
Hyperion. Al devolver el viejo barco al servicio tras unas reparaciones precipitadas,
era más que probable que el arsenal se hubiese dejado algo por hacer. Probablemente,
allí abajo, donde la primera gran andanada había dado, todavía quedaba algo de
podredumbre que había pasado inadvertida con las prisas y que iba estropeando las
cuadernas y maderas hasta alcanzar la sobrequilla. El último bombardeo del San
Mateo había propinado el golpe definitivo.
Bolitho observó como Allday cerraba la escotilla y volvía a la escala.
Con aquel barco se irían infinidad de recuerdos. Adam como guardiamarina;
Cheney, a quien había amado en aquel mismo casco. Tantos nombres y caras.
Algunos estarían ahora allá arriba, en la castigada escuadra, ocupados en amarrar las
presas tras su victoria. Bolitho pensó que estarían mirando al Hyperion, recordándolo
quizás como había sido en su día, mientras los más jóvenes, como el guardiamarina
Springett… Maldijo y se llevó una mano a los ojos. No, también él se había ido,
como tantos otros de los que no podía siquiera acordarse.
—Creo que es mejor que nos demos prisa, señor —murmuró Allday.
El casco tembló una vez más, y Bolitho creyó ver el reflejo de la luz en el agua
que se filtraba entre las costuras de la cubierta; no tardaría en recubrir la sangre que
había alrededor de la mesa de Minchin.
Subieron a la siguiente cubierta y saltaron a un lado cuando un gran cañón de a
treinta y dos cobró vida y chirrió en su cureña por la cubierta inclinada como movido
por una fuerza invisible. ¡Cargar! ¡Asomar! ¡Fuego! Bolitho casi podía oír las

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órdenes de siempre por encima del estruendo del combate.
De nuevo en el alcázar, Bolitho se encontró a Keen y a Jenour esperándole.
—El barco está despejado, Sir Richard —dijo Keen sin levantar la voz. Su mirada
se elevó hacia la insignia, tan nítida bajo el sol de la tarde.
—¿Hago que la arríen?
Bolitho se fue hasta la barandilla del alcázar y apoyó las manos en ella tal como
había hecho tantas veces como comandante y últimamente como su almirante.
—No, no lo hagas, por favor, Val. Ha luchado bajo mi insignia y siempre la
llevará.
Miró al Asturias. Podía ver mejor sus daños en el costado atacado por las
andanadas del Hyperion. Se veía ya mucho más alto en el agua.
Bolitho miró las figuras de cubierta y el brazo extendido de Parris con la pistola
que le había proporcionado su escapatoria final.
Habían conseguido cortar la línea enemiga y desperdigar sus barcos. Viendo los
barcos a la deriva y los cadáveres abandonados, parecía una victoria vacía.
—«Tú eres mi barco» —dijo Bolitho.
Los demás estaban a su lado pero él parecía completamente solo mientras
hablaba.
—Ya no serás nunca más un casco desarbolado. ¡Esta vez será con honor! —Se
dio la vuelta—. Estoy listo.
El Hyperion tardó una hora más en desaparecer. Se hundió lentamente por proa, y
Bolitho, que estaba en la toldilla del buque español, oyó como el mar entraba en
tromba por sus portas, barriendo los restos que hallaba a su paso, impaciente por
acabar con su presa.
Incluso los prisioneros españoles que estaban mirando a lo largo de las amuradas
estaban extrañamente en silencio.
Los coys salieron de las batayolas al entrar en contacto con el agua y se quedaron
flotando, y un cadáver que estaba junto a la rueda rodó como si sólo hubiera estado
simulando su muerte.
Bolitho se dio cuenta de que estaba asiendo el sable y apretándolo contra el
abanico de su bolsillo con todas sus fuerzas.
«Con él se iban todos ellos». Contuvo la respiración cuando el agua avanzó
implacable hacia el alcázar hasta que sólo se vio la toldilla y el extremo del botalón
de foque, con su insignia en lo alto del mástil que ya se estaba hundiendo también.
Se acordó de las palabras del marinero moribundo.
El Hyperion había despejado el camino, como siempre hizo.
Dijo en voz alta:
—¡No habrá ninguno mejor que tú, viejo amigo!
Cuando volvió a mirar había desaparecido, y sólo quedaban las burbujas y los
restos mientras hacía su último viaje hasta el lecho marino.
Keen lanzó una mirada a los afligidos supervivientes de su alrededor y estuvo de

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acuerdo.

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Epílogo

Bolitho se detuvo cerca del borde del acantilado y miró entrecerrando un poco los
ojos a lo largo de la bahía de Falmouth. No había nieve, pero el viento que barría los
acantilados y lanzaba espuma muy por encima de las rocas de abajo era gélido, y las
nubes bajas de bordes oscuros indicaban que caería aguanieve antes del anochecer.
Bolitho notó como su cabello bailaba al viento empapado de lluvia y sal. Había
estado observando a un pequeño bergantín barloventeando desde el río Helford, pero
lo había perdido de vista entre los rociones invernales que se levantaban del mar
como si fuesen humo.
Resultaba difícil creer que el día siguiente iba a ser el primero de otro año, que
incluso después de volver allí estuviera aún atenazado por un sentimiento de pérdida
e incredulidad.
Tras irse a pique el Hyperion, había intentado consolarse pensando que no había
sido un sacrificio en vano, al igual que el de los hombres que habían muerto aquel día
bajo el sol del Mediterráneo.
Si aquella escuadra española hubiera podido unirse a la Flota Combinada de
Cádiz, seguramente Nelson habría sido vencido al cabo de algunas semanas.
Bolitho había transbordado a la fragata Tybalt para hacer el pasaje hasta Gibraltar,
dejando a Herrick al mando de la escuadra, aunque la mayor parte de los barcos iban
a necesitar los cuidados del arsenal sin dilación.
En el Peñón, se había sorprendido ante las noticias. La Flota Combinada había
salido sin esperar más ayuda, y Nelson, superado en número por ella, había obtenido
una rotunda victoria; en un único combate había aplastado al enemigo, había
destruido o apresado dos tercios de sus fuerzas, y con ello había acabado con
cualquier esperanza que pudiera albergar aún Napoleón de invadir Inglaterra.
Pero la batalla, que había tenido lugar en un mar revuelto frente al cabo Trafalgar,
le había costado la vida a Nelson. El dolor se extendió rápidamente por toda la flota,
y a bordo de la Tybalt, donde ninguno de sus hombres le había puesto nunca los ojos
encima, se quedaron completamente consternados, como si le hubiesen conocido
como a un amigo. La batalla en sí quedó totalmente en un segundo plano por la
muerte de Nelson, y cuando Bolitho llegó finalmente a Plymouth, se dio cuenta de
que ocurría lo mismo allá donde fuere.
Bolitho observó como el mar rompía sobre las rocas, y se envolvió bien con el
capote que llevaba.
Pensó en Nelson, el hombre al que tanto había deseado conocer, para hablar largo
y tendido con él de marino a marino. Qué parecidas habían sido sus vidas. Como
líneas paralelas en una carta marina. Se acordó de la vez en que le vio durante el
infortunado ataque a Tolón. Era curioso pensar que sólo había visto a Nelson desde
lejos, cuando este estaba en el buque insignia, desde donde le había saludado con la

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mano. Aquel hombre que iba a cambiarles el mundo era entonces sólo un joven
capitán de navío con el uniforme algo raído. Y aún más extraño, el buque insignia en
el que estaba de visita en busca de órdenes no era otro que el Victory. Pensó también
en las cartas que había recibido de él, todas en los últimos meses a bordo del
Hyperion. Escritas con su peculiar letra inclinada que había tenido que aprender a
hacer tras perder su brazo derecho: «Allí podrá comprobar qué bien batallan sus
guerras con palabras y papel en lugar de artillería y buen acero…». Nunca se había
mordido la lengua a la hora de criticar la autoridad presuntuosa con que dirigían o
intentaban dirigir sus acciones desde el Almirantazgo o el Parlamento.
Y las palabras que tanto habían significado para Bolitho cuando había pedido el
Hyperion como buque insignia, hecho que había provocado no pocas reticencias entre
sus superiores. «Den a Bolitho el barco que él quiera. Es un marino, no un hombre de
tierra». Bolitho se alegraba de que Adam le hubiera conocido y que Nelson le hubiera
conocido a él.
Miró atrás, hacia el sendero lleno de curvas del acantilado que llevaba al castillo
de Pendennis. Las almenas quedaban ocultas en parte por la bruma, que parecía una
nube baja; todo estaba gris y amenazador. No podía recordar cuánto tiempo había
estado caminando o por qué había ido hasta allí. Ni recordaba tampoco haberse
sentido nunca tan solo.
A su llegada a Inglaterra, había hecho una breve visita al Almirantazgo con su
informe. Ningún alto cargo había podido recibirle. Al parecer, estaban todos
ocupados en los preparativos del funeral de Nelson. Bolitho había pasado por alto el
evidente desaire y se había alegrado de partir de Londres en dirección a Falmouth. No
había cartas de Catherine para él. Era como volverla a perder. Pero Keen la vería
cuando se reuniera con Zenoria y con ella en Hampshire.
«Le escribiré una carta». Era asombroso lo nervioso que aquello le hacía sentirse.
Estaba inseguro de sí mismo, como la primera vez. ¿Cómo le vería ella después de
ese tiempo?
Continuó su camino andando contra el viento, chirriando sus botas sobre la hierba
empapada. Nelson sería enterrado en la catedral de San Pablo con toda la pompa y la
ceremonia posibles.
Sintió amargura al pensar que aquellos que más iban a levantar la voz para
alabarle serían los mismos que más le habían envidiado y despreciado.
Pensó en la casa que ahora quedaba oculta por la cima de la colina. Se había
alegrado de que hubiera pasado la Navidad cuando llegó a casa. Su soledad y su
sensación de pérdida hubiera aguado la fiesta durante las celebraciones. No había
visto a nadie, y se imaginó a Allday allá en la casa, contándole a Ferguson historias
sobre el combate, añadiendo retazos no del todo ciertos aquí y allá como siempre
hacía.
Bolitho había pensado a menudo en el combate. Al menos en Falmouth no habían
estado de duelo. Sólo tres hombres de la dotación del Hyperion eran de allí, y todos

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habían sobrevivido.
Había una carta de Adam esperándole al llegar. La única luz encontrada a su
vuelta.
Adam estaba en Chatham. Había sido ascendido a capitán de fragata, obteniendo
el mando de un quinta clase nuevo que se estaba terminando de construir en el arsenal
real de dicho lugar. Había conseguido lo que deseaba. Se lo había ganado.
Se detuvo otra vez, repentinamente cansado y dándose cuenta de que no había
comido nada desde el desayuno. Era por la tarde y pronto la oscuridad haría de aquel
sendero un lugar peligroso para caminar. Se dio la vuelta, revoloteando su capote a su
alrededor como si fuese una vela.
¡Qué bien habían luchado sus hombres aquel día! La Gazette lo había resumido
en unas pocas líneas al quedar la acción eclipsada por el sentimiento de duelo de toda
la nación. «El pasado 15 de octubre, a unas cien millas al este de Cartagena, barcos
de la escuadra del Mediterráneo bajo la insignia del vicealmirante Sir Richard Bolitho
KB[12] se encontraron con una fuerza española superior de doce navíos de línea. Tras
un encarnizado combate, el enemigo se retiró dejando seis presas en manos
británicas. Dios Salve al Rey». El Hyperion no había sido mencionado, ni los
hombres que ahora descansaban en paz con él. Bolitho aceleró su paso y casi tropezó,
no por problema alguno de visión, sino a causa de la emoción que empañaba sus ojos.
Malditos fueran todos, pensó. Aquellos mismos hipócritas alabarían al pequeño
almirante ahora que ya no tenían que temer su franqueza. Pero la gente de fiar
recordaría su nombre, asegurando así que perdurara para siempre. Para la nueva
Marina de Adam y para los que vendrían después.
Por el sendero que pasaba más cerca del borde del acantilado se acercaba una
figura. Aguzó la vista entre la bruma y la lluvia y vio que aquella persona llevaba un
capote azul como el suyo.
Dentro de una hora, puede que antes, aquel lugar sería peligroso. ¿Sería un
desconocido, quizás?
… Ella se acercó hacia él muy despacio, con el cabello, tan oscuro como el de él,
ondeando suelto al helado viento de mar.
Allday debía de habérselo dicho. Era el único de la casa que sabía de aquel paseo.
De aquel paseo en particular que ambos habían dado tras superar su fiebre, mil años
atrás.
Corrió hacia ella, le cogió por los hombros con sus brazos extendidos y miró
cómo se reía y lloraba a la vez. Llevaba el viejo capote encerado que él guardaba en
casa para recorrer los campos con tiempo frío. Le faltaba un botón y tenía un roto
cerca del dobladillo. Cuando se levantó al viento, vio que debajo llevaba un sencillo
vestido rojo intenso. Qué lejos quedaba aquello del magnífico carruaje y de la vida
que había llevado hasta hacía poco.
Bolitho la abrazó contra su cuerpo, notando el cabello mojado en su cara y el
tacto de sus manos. Estaban frías como el hielo, pero ninguno de los dos se dio

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cuenta de ello.
—Iba a escribirte… —No pudo seguir.
Ella le miró detenidamente y le acarició la frente, cerca de su ojo lesionado.
—Val me lo contó todo. —Ella apretó su cara contra la de él mientras el viento
hacía revolotear sus capotes a su alrededor—. Amor mío, qué terrible debe de haber
sido. Tu viejo barco.
Bolitho le pasó el brazo por el hombro y empezaron a caminar. Al llegar a la parte
más alta del sendero que coronaba la colina vio la vieja casa gris, con algunas de las
ventanas ya iluminadas.
—Dicen que soy la mujer de un marino —dijo ella—. ¿Cómo iba a quedarme allá
lejos?
Bolitho la abrazó con fuerza, incapaz de decir nada por la emoción que le
embargaba.
Luego dijo:
—Vamos, te llevaré a casa.
Se detuvo al pie de los familiares escalones que franqueaban el muro para
ayudarle a subir por ellos, allí donde tantas veces había jugado de niño con sus
hermanos.
Ella le miró desde arriba del muro mientras apoyaba las manos en sus hombros.
—Te amo, Richard.
Bolitho hizo que el momento durara, sintiendo como la paz inundaba sus seres
como una recompensa que coronaba los designios del destino.
Dijo sencillamente:
—Ahora es también tu casa.
El ex marinero cojo Vanzell se llevó la mano al sombrero cuando los vio pasar;
pero ellos no le vieron.
El destino.

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Vocabulario

Abatir. Apartarse un barco hacia sotavento del rumbo que debía seguir.
Acuartelar. Presentar al viento la superficie de una vela, llevando su puño de
escota hacia barlovento. La vela se hincha «al revés» y produce un empuje hacia popa
en lugar de hacia proa.
Adujar. Recoger un cabo formando vueltas circulares u oblongas. Cada vuelta
recibe el nombre de «aduja».
Aferrar. Recoger una vela en su verga, botavara o percha por medio de
tomadores para que no reciba viento.
Aguada («hacer aguada»). Abastecerse de agua potable en tierra para llevarla a
bordo.
Aguja magnética. Instrumento que indica el rumbo (la dirección que sigue un
buque). También recibe los nombres de compás, aguja náutica o brújula.
Ala. Pequeña vela que se agrega a la principal por uno o por ambos lados en
tiempos bonancibles con viento largo o de popa para aumentar el andar del buque; las
de las velas mayor y trinquete se denominan «rastreras».
Alcázar. Parte de la cubierta alta comprendida entre el palo mayor y la entrada de
la cámara, o bien, en caso de carecer de ella, hasta la popa. Allí se encuentra el puente
de mando.
Aleta. Parte del costado de un buque comprendida entre la popa y la primera
porta de la batería de cañones.
Alfanje. Sable ancho y curvo con doble filo en el extremo.
Ampolleta. Reloj de arena. Las hay de media hora, de minuto, de medio minuto y
de cuarto de minuto.
Amura. Parte del costado de un buque donde comienza a curvarse para formar la
proa.
Amurada. Parte interior del costado de un buque.
Andana. Línea o hilera de ciertas cosas. Forma de ordenar cosas de manera que
queden en fila. Ej.: «andana de botes».
Aparejo. Conjunto de todos los palos, velas, vergas y jarcias de un buque.
Arboladura. Conjunto de palos, masteleros, vergas y perchas de un buque.
Arpeo. Instrumento de hierro como el llamado «rezón», con la diferencia de que
en lugar de uñas tiene cuatro garfios o ganchos y sirve para aferrar una embarcación a
otra en un abordaje.
Arraigadas. Cabos o cadenas situados en las cofas donde se afirma la obencadura
de los masteleros.
Arribar. Hacer caer la proa de un buque hacia sotavento. Lo contrario de orzar.
Arrizar. Disminuir la superficie de una vela aferrando parte de esta en su verga
para que pueda resistir la fuerza del viento. Dicha maniobra se expresa con la frase

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tomar rizos y la contraria, largarlos. Una vela arrizada es una a la que se le han
tomado rizos.
Arsenal. Lugar donde se construyen o reparan los buques de guerra.
Atacador. Cabo grueso y rígido a cuyo extremo se coloca el zoquete o taco de
madera para introducir hasta su sitio la carga en el cañón. También los hay con
soporte de palo, como en los cañones de tierra.
Azocar. Apretar un nudo o amarre.
Babor. Banda o costado izquierdo de un buque, mirando de popa a proa.
Balance. Movimiento alternativo de un buque hacia uno y otro de sus costados.
Baos. Piezas de madera que, colocadas transversalmente al eje longitudinal del
buque, sostienen las cubiertas. Equivalen a las vigas de una casa.
Barandilla. Estructura de balaustres de madera perpendicular a la línea de crujía,
situada en el alcázar delante del palo mayor y dando al combés, que está un nivel más
bajo. Hay otra similar en la toldilla. En su parte superior puede llevar una batayola.
Barlovento. Parte o dirección de donde viene el viento. Es lo contrario de
«sotavento».
Batayola. Barandilla hecha de doble pared, de madera o de red, en cuyo interior
se colocaban los coyes de los marineros para protegerse al entrar en combate.
Bauprés. Palo que sale de la proa y sigue la dirección longitudinal del buque.
Beque. Obra exterior de proa que se compone de perchas, enjaretado y tajamar y
a la que se accede desde el castillo. También se denomina así al madero agujereado
por su centro y colocado a uno y otro lado del tajamar, en proa, que sirve de retrete a
la dotación del buque.
Bergantín. Buque de dos palos (mayor y trinquete) aparejado con velas cuadras en
ambos y con vela cangreja en el mayor.
Bergantín-goleta. Embarcación que se diferencia del bergantín por ser de
construcción más fina y usar del aparejo de goleta en el palo mayor y también en el
mesana en caso de llevar tres palos.
Bergantina. Embarcación mixta de jabeque y bergantín peculiar del
Mediterráneo. Tenía dos o tres palos y velas redondas y latinas.
Beta. Cualquiera de las cuerdas empleadas en los aparejos.
Bitácora. Especie de armario o pedestal en que se coloca la aguja náutica delante
de la rueda del timón para el gobierno del timonel.
Bita. Pieza sólida que sobresale verticalmente de la cubierta y sirve para amarrar
cabos o cables.
Boca de lobo. El agujero cuadrado que tiene la cofa en el medio.
Bocina. Megáfono o especie de trompeta metálica para aumentar el volumen de
la voz cuando se desea hablar a distancia.
Bolina. Cabo empleado en halar la relinga de barlovento de una vela cuadra hacia
proa al ceñir el viento para que éste entre sin hacerla flamear. («Navegar de bolina»):
navegar de modo que la dirección de la quilla forme con la del viento el menor

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ángulo posible.
Bombarda. Buque de dos palos, que son el mayor y el de mesana, y con dos
morteros colocados desde aquél hasta el lugar que había de ocupar el de trinquete,
para bombardear las plazas marítimas u otros puntos de tierra.
Bordada o bordo. Distancia recorrida por un buque en ceñida entre virada y
virada.
Botalón. Palo largo que sirve como alargo del bauprés o de las vergas.
Bote. Nombre genérico de toda embarcación menor sin cubierta. Su propulsión
podía ser a remo o a vela.
Bovedilla. Parte arqueada de la fachada de popa.
Boza de cadena. Cadena para sujetar las vergas a sus palos durante el combate.
Bracear. Tirar de las brazas para orientar convenientemente las vergas al viento.
Braguero. Pedazo de cabo grueso que, hecho firme por sus extremos en la
amurada, sujeta el cañón en su retroceso al hacer fuego.
Braza. Cabo que, fijo a los extremos de las vergas, sirve para orientarlas. Medida
lineal utilizada antiguamente en la mar. La braza española equivale a 1,67 metros y la
inglesa a 1,83 metros.
Brazola. Reborde o baranda que protege la boca de las escotillas. También se
conoce con este nombre a la barandilla de los buques cuando es de tablones unidos.
Brulote. Embarcación cargada de materias combustibles e inflamables a la que se
prendía fuego y se dirigía contra los buques enemigos para incendiarlos.
Buque insignia. Buque en el que se embarca el jefe de una escuadra o división. A
menudo se hace referencia al mismo como el insignia.
Burda. Cabo o cable que, partiendo de los palos, se afirma en una posición más a
popa que aquéllos. Sirve para soportar el esfuerzo proa-popa.
Cabilla. Trozo de madera torneada que sirve para amarrar o tomar vuelta a los
cabos.
Cabillero. Tabla situada en las amuradas, provista de orificios por donde se pasan
las cabillas.
Cable. Medida de longitud equivalente a la décima parte de una milla (185
metros).
Cabo. Cualquiera de las cuerdas empleadas a bordo.
Cabullería. Conjunto de todos los cabos de un buque.
Cadena. Fila o unión consecutiva de perchas, masteleros o piezas de madera
semejantes, sujetas con cables o calabrotes que se tiende en la boca de un puerto, de
una dársena, etc., flotando en el agua y sirve para cerrarlo e impedir así la entrada de
barcos.
Caer. Equivalente a arribar, girar la proa hacia sotavento. También equivale a
calmar el viento.
Calado. Distancia vertical desde la parte inferior de la quilla hasta la superficie
del agua.

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Calcés. Parte superior de palo o mastelero, comprendida entre la cofa y la cabeza.
Callejón de combate o corredor de combate. Pasillos situados junto a los
costados y que daban servicio a los cañones en las cubiertas que los tenían. También
servían para reconocer el casco y reparar los daños sufridos en combate.
Cámara. Divisiones que se hacen a popa de los buques para el alojamiento de
almirantes, comandante y oficiales embarcados. El término cámara a secas o alta se
refiere a la del comandante del barco o del almirante si lleva uno, en cuyo caso a la
del primero se le llama cámara del comandante; la de los oficiales se llama cámara de
oficiales o baja. En los botes, espacio comprendido entre el escudo y la primera
bancada de popa.
Campanada. Toque de campana que se realizaba cada media hora en el castillo
de proa.
Canoa. Bote muy largo y de poca manga.
Capa («ponerse a la capa»). Disposición del aparejo de forma que el barco
apenas avance. Esta maniobra se hace para aguantar un temporal o para detener el
barco por cualquier motivo.
Capitán de bandera. El comandante del buque donde se embarca el almirante.
También se usa la expresión comandante del insignia.
Cargar. Recoger o cerrar una vela (mayor o trinquete) por el centro del pujamen
dejando colgando en ambos extremos de la verga dos bolsos o calzones.
Cargadera. Cabo empleado para recoger las velas.
Castillo. Estructura de la cubierta comprendida entre el palo trinquete y la proa
del buque.
Cazar. Tirar de un cabo, especialmente de los que orientan las velas.
Ceñir. Navegar contra el viento de forma que el ángulo formado entre la
dirección del viento y la línea proa-popa del buque sea lo menor posible (aprox. entre
80 y 45 grados).
Cinta. En los buques de madera, fila o traca de tablones más gruesos que los
restantes del forro, que, colocada exteriormente de proa a popa, se extiende a lo largo
de los costados a diferentes alturas para asegurar las ligazones.
Cofa. Plataforma colocada en los palos que sirve para afirmar los obenquillos.
Las utilizaba la marinería para maniobrar las velas.
Comandante. El que manda una embarcación de guerra, cualquiera que sea su
rango. Comandante del insignia es el que manda el buque insignia, en el que se
embarca el almirante, utilizándose también la expresión capitán de bandera.
Combés. Espacio que media entre el palo mayor y el trinquete, en la cubierta
principal que está debajo del alcázar y del castillo de proa.
Comodoro. Jefe de escuadra.
Compás. Véase aguja magnética.
Condestable. Jefe de artilleros.
Contrafoque. Vela triangular colocada entre la trinquetilla y el foque.

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Corbeta. Buque de tres palos con velas cuadras excepto la mayor del mesana,
que es cangreja. Tiene unas dimensiones inferiores a la fragata y, al igual que ésta, se
utilizaba principalmente para misiones de explotación y de escolta. Hasta mediados
del siglo XVIII la corbeta tenía unos veinte metros de eslora y llevaba unos doce
cañones; posteriormente tuvo dimensiones mucho mayores y fue equipada con más
de dieciocho cañones.
Coy. Hamaca de lona utilizada por la marinería para dormir.
Cuaderna. Cada una de las piezas simétricas a banda y banda que, partiendo de
la quilla, suben hacia arriba formando el costillar del buque.
Cuadernal. Motón o polea que tiene dos o más roldanas.
Cuarta. Cada una de las 32 partes o rumbos en las que se divide la rosa náutica.
Equivale a un ángulo de 11 grados y 15 minutos.
Cuartillo. Período de dos horas en que se divide la guardia de mar para evitar la
repetición del servicio de noche a las mismas horas.
Cubierta. Cada uno de los pisos en que está dividido horizontalmente un buque.
Cureña. Armazones con ruedas que soportan los cañones.
Cúter. Embarcación menor estrecha y ligera. Aparejaba un solo palo, vela mayor
cangreja y varios foques. Se utilizaba como embarcación de servicio de un buque
mayor, o para pesca, guardacostas, etc.
Chafaldete. Denominación de cada uno de los cabos de labor que en las gavias y
juanetes sirve para cargar los puños de escota de estas velas, llevándolos a la cruz de
la verga.
Chalana. Embarcación menor usada para transporte de personas y carga.
Chinchorro. Bote pequeño usado como embarcación de servicio. Era el más
pequeño de los que se llevaban a bordo.
Chupeta. Camareta situada en la cubierta y pegada a la popa.
Chuzo. Arma que consiste en un asta de madera de unos dos metros de longitud
en cuyo extremo hay una punta de hierro o un cuchillo de dos filos.
Derivar. Desviarse un buque de su rumbo, normalmente por efecto de las
corrientes.
Derrota. Camino que debe seguir el buque para trasladarse de un sitio a otro.
Descarga a proa. Orden de bracear por sotavento un aparejo o vela que se da en
el acto de virar por avante, cuando el viento ha pasado por el fil de roda y abre unas
tres cuartas por la banda que antes era de sotavento, para que se ponga el aparejo de
proa a ceñir por la nueva amura de barlovento.
Dhow. Buque de aparejo latino con roda lanzada y popa alterosa, caracterizado
por su buen andar y que todavía se construye en las costas de Arabia.
Driza. Cabo que se emplea para izar y suspender las velas, vergas o banderas.
Enjaretado. Rejilla formada por listones cruzados que se coloca en el piso para
permitir su aireación.
Escampavía. Embarcación menor muy marinera, empleada a menudo como

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apoyo a un buque mayor.
Escorar. Inclinarse un buque hacia uno de sus costados.
Escota. Cabo sujeto a los puños o extremos bajos de las velas y que sirve para
orientarlas.
Escotín. Escota de las gavias, juanetes y demás velas cuadras altas.
Eslora. Longitud de un buque de proa a popa.
Espejo de popa. Parte exterior de la popa.
Espeque. Palanca de madera utilizada para mover grandes pesos.
Espía. El cabo que sirve para espiarse. Acción de espiarse.
Espiar. Hacer caminar una embarcación tirando desde ella por un cabo (la espía)
que se ha dado de antemano.
Esquife. Embarcación menor de dos proas y líneas muy finas. Se solía utilizar
para el transporte de personas.
Estacha. Cabo grueso empleado normalmente para amarrar un buque.
Estribor. Banda o costado derecho de un buque, mirando de popa a proa.
Estrepada. Conjunto de movimientos que efectúa un remero para completar un
ciclo de boga y volver a su posición inicial.
Facha («ponerse en facha»). Maniobra de colocar las velas orientadas al viento
de forma que unas empujen hacia delante y otras hacia atrás, a fin de que el buque se
detenga.
Falcacear. Dar vueltas muy apretadas o trincar con hilo de velas el chicote de un
cabo para que no se descolche.
Falucho. Embarcación mediterránea de casco ligero y alargado, prácticamente
desaparecida. Arbolaba un palo mayor inclinado hacia proa, una mesana vertical o en
candela y un botalón para dar el foque. Estas embarcaciones izaban en ambos palos
velas latinas y se dedicaban al cabotaje, a guardacostas y a la pesca.
Fil. Hilo, filo, línea de dirección de una cosa. Así lo manifiestan las expresiones
sumamente usuales de «a fil de roda, a fil de viento», etc., con que se da a entender
que la dirección del viento coincide con la de la quilla por la parte de proa.
Flamear. Ondear una vela cuando está al filo del viento.
Flechaste. Travesaño o escalón de cabo delgado que va de un obenque a otro.
Sirven de escala para que suban los marineros a la arboladura.
Flute. Denominación afrancesada de «urca». Buque mercante de origen holandés
con dos palos y popa redondeada, y con capacidad para entre 60 y 200 toneladas de
carga.
Foque. Vela triangular que se larga a proa del palo trinquete.
Fortuna. Término utilizado para referirse a algo improvisado. Aparejo de
fortuna, mástil de fortuna… Son los que se improvisan con los medios disponibles a
bordo, al faltar los elementos de origen.
Fragata. Buque de tres o más palos y velas cuadras en todos ellos. Las primeras
fragatas tenían 24 cañones y una dotación de 160 hombres, posteriormente

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aumentaron sus dimensiones y llegaron a equiparse con más de 40 cañones.
Franquía. Situación en que se coloca un buque para salir de puerto o de otro
lugar en un punto desde donde pueda dar la vela con libertad y continuar su rumbo
libre de todos los bajos, puntas, etc.
Galería. Balcón que se forma en la popa de los navíos sobre la prolongación de la
cubierta del alcázar.
Gallardete. Bandera larga y estrecha de forma triangular.
Gallardetón. Bandera con los lados alto y bajo no paralelos y que remata en dos
puntas. Así es la insignia del capitán de navío que manda la división, o del jefe de
escuadra.
Guarnir. Guarnecer, vestir o proveer cualquier cosa de todo lo que necesita para
su uso o aplicación, como guarnir un aparejo, una vela, el cabrestante y el virador en
este, etc.
Garrear. Desplazamiento de una embarcación fondeada debido a que el ancla no
se aferra bien al fondo.
Gato de nueve colas. Látigo formado por varios chicotes reunidos en un asidor
de cabo grueso, empleado antiguamente para dar azotes.
Gavia. Nombre de las velas que se largan en el primer mastelero.
Gaza. Círculo u óvalo que se hace con un cabo y va sujeto con una costura o
ligada.
Goleta. Embarcación fina y rasa de hasta cien pies con dos o tres palos y velas
cangrejas y foques. Algunas llevan masteleros para largar gavias y juanetes.
Grada. Plano inclinado a la orilla del mar o de un río donde se construyen, se
carenan y se ponen a flote los buques por deslizamiento.
Gualdrapazo. Golpe que dan las velas contra los palos y las jarcias en ocasiones
de marejada y sin viento.
Guardatimón. Cada uno de los cañones que asoman por las portas de popa.
Guardín. Cabo con que se sujeta y maneja la caña del timón, envolviéndolo en el
cubo, tambor o cilindro de la rueda y afirmando sus extremos en dicha caña.
Guardias.
0-4 h Guardia de media
4-8 h Guardia de alba
8-12 h Guardia de mañana
12-16 h Guardia de tarde
16-20 h Guardia de cuartillo
20-24 h Guardia de prima
Ejemplo: tres campanadas de la guardia de alba son las 5.30 h de la madrugada.
Guía. Cabo con que las embarcaciones menores se atracan a bordo cuando están
amarradas al costado. Aparejo o cabo sencillo con que se dirige o sostiene alguna
cosa en la situación conveniente a su objeto.
Guiñada. Giro o variación brusca de la dirección de un barco hacia una u otra

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banda respecto al rumbo que debe seguir.
Imbornal. Agujero practicado en los costados por donde vuelven al mar las aguas
acumuladas en la cubierta por las olas, la lluvia, etc.
Insignia. La bandera, corneta, gallardetón o gallardete con que se distinguen las
graduaciones o dignidades de los oficiales que mandan escuadras, divisiones o
buques sueltos.
Jabeque. Embarcación peculiar del Mediterráneo que arbolaba tres palos e izaba
velas latinas, y en ocasiones de calma de viento también armaba remos.
Jarcia. Conjunto de todos los cabos y cables que sirven para sostener la
arboladura y maniobrar las velas.
Jardín. Obra exterior que se practica a popa en cada costado en forma de garita
con puertas de comunicación a las cámaras y conductos hasta el agua, para retrete del
comandante y oficiales del buque. También se construían otros semejantes en proa,
junto a los beques, para servicio de los oficiales de mar.
Juanete. Denominación del mastelero, la vela y las vergas que van
inmediatamente sobre las gavias.
Lanada. Cilindro de madera montado en su asta cubierto con un trozo de cuero
con su lana y de longitud proporcionada. Sirve para limpiar el ánima antes de cargar
y después del disparo, y también para refrescar por dentro, mojándola en agua o
vinagre.
Lancha. Embarcación menor dotada de espejo de popa y propulsada a remo o a
vela. Solía ser la mayor de las que se llevaban a bordo, y se empleaba para el
transporte de personas o de efectos.
Lantía. Especie de velón con cuatro mechas que se coloca dentro de la bitácora
para ver de noche el rumbo que señala la aguja o a que se dirige la nave.
Lascar. Aflojar o arriar un poco cualquier cabo que está tenso, dándole un salto
suave.
Legua. Equivale a tres millas náuticas.
Levar. Subir el ancla.
Línea de combate. Línea formada por los navíos de una escuadra o división en la
que navegan todos al mismo rumbo y bien cerrados proa con popa. Se adopta cuando
se prevé combate.
Linguetes. Cuñas de hierro que evitan el retroceso de un cabrestante.
Lugre. Embarcación de poco tonelaje equipada con dos o tres palos y velas al
tercio; solía llevar gavias volantes y uno o dos foques.
Machina de arbolar. Cabria o grúa grande utilizada para suspender grandes
pesos en puertos, astilleros y arsenales. También se monta sobre una chata o casco de
buque destinado sólo a este efecto y que sirve para poner y quitar los palos a los
navíos de guerra y demás embarcaciones.
Manga. Anchura de un buque.
Manguera de ventilación. Gran manga de lona sin embrear, cerrada en su

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extremo superior, pero con una abertura en forma de dos puertas algo más debajo de
dicho extremo que se cuelga verticalmente sobre alguna escotilla encarada al interior
del buque para renovar el aire.
Marchapié. Cabo que, asegurado por sus extremos a una verga, sirve de apoyo a
los marinos que han de maniobrar las velas.
Marinar. Poner marineros del buque apresador en el apresado, retirando de éste a
su propia gente en todo o en parte, para encargarse los del primero de su gobierno y
maniobra.
Mastelero. Palos menores colocados verticalmente sobre los palos machos o
principales.
Mastelerillo. Palos menores que van sobre los masteleros en buques de vela y
que sirven para sostener los juanetes y el perico, así como los sobrejuanetes y el
sobreperico.
Mayor. Nombre de la vela del palo mayor; si éste tiene varias velas, es la más
baja y la de mayor superficie.
Mecha («mecha del timón»). Pieza vertical que hace de eje y conecta la pala del
timón con la caña o el mecanismo de la rueda.
Mesana. Palo que está situado más a popa. Vela envergada a este palo.
Milla («milla náutica»). Extensión del arco de un minuto de meridiano,
equivalente a 1852 metros.
Moco del bauprés. Palo que se engancha verticalmente a la cabeza del bauprés y
que sale hacia abajo, y en cuyo extremo inferior se encapillan los barbiquejos de los
botalones de foque y petifoque.
Motón. Denominación náutica de las poleas por donde pasan los cabos. Sirven
para modificar el ángulo de tiro o para desmultiplicar el esfuerzo.
Navío. En el siglo XVIII se utilizó este término para designar a un buque de
guerra equipado con sesenta cañones o más, y de dos cubiertas como mínimo.
Existieron navíos de cuatro cubiertas y de ciento veinte cañones. También se utiliza
como denominación genérica de buque o barco. Navío de línea: el que forma parte de
una línea de combate.
Obencadura. Conjunto de todos los obenques.
Obenque. Cada uno de los cabos con que se sujeta un palo o mastelero a cada
banda de la cubierta, cofa o mesa de guarnición.
Oficial. «Oficial de guerra»: término que designa a todos los oficiales, desde el
capitán general al último alférez de navío. «Oficial mayor»: designa al contador, el
capellán, el piloto, el cirujano y el maestre de víveres. «Oficial de cargo»: los que
llevan a su cargo algunos efectos del buque, como el cirujano, el piloto, el
contramaestre, el condestable, etc. «Oficial de mar»: se denomina así a los
contramaestres, patrones de lancha, maestros de velas, sangradores, carpinteros,
calafates, armeros, toneleros, faroleros, cocineros, etc.
Orla. Friso o bordón que va de proa a popa en el ángulo entre el costado y la

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cubierta.
Orzar. Girar el buque llevando la proa hacia parte de donde viene el viento. Lo
contrario de «arribar».
Pairo. («ponerse al pairo»). Maniobra destinada a detener la marcha del buque.
(Véase Facha.)
Palanqueta. Barra de hierro que remata por ambos extremos en una base circular
del diámetro de la pieza de artillería con que se dispara y que sirve para dañar más
fácilmente los aparejos y palos del enemigo.
Palanquín. Aparejo con que se maneja, se trinca y se sujeta el cañón al costado
por cada lado de la cureña.
Palmejar. Tablones que se disponen sobre el forro interior y sirven para ligar
entre sí las cuadernas, en dirección popa a proa en la bodega.
Paquebote. Embarcación semejante al bergantín, aunque no tan fina. Suele servir
para correo. A menudo se utilizaba para cubrir líneas regulares.
Pasamano. Cada uno de los dos pasillos que comunican las cubiertas del alcázar
y del castillo de proa a su mismo nivel por ambas bandas, dejando en medio el ojo del
combés.
Patentado («oficial patentado»). Oficial que tiene documento acreditativo de
empleo, de teniente de navío para arriba.
Penol. Puntas o extremos de las vergas.
Percha. Denominación general de todo tronco enterizo de un árbol usado para
piezas de arboladura, vergas, botalones, etc.
Perico. Es la vela de juanete del mesana. También reciben este nombre las
respectivas verga y mastelerillo.
Perilla. Tope o extremo superior de un palo. Pieza de madera situada en el tope
del palo equipada con una roldana por donde pasa una driza.
Petifoque. Vela de cuchillo situada delante del foque.
Pinaza. Embarcación menor larga y estrecha con la popa recta.
Pique («a pique»). Modo adverbial para designar que un objeto se encuentra justo
en la vertical que va hasta el fondo del mar.
Popa. Parte posterior de un buque, donde está colocado el timón.
Porta. Aperturas rectangulares abiertas en los costados o en la popa de las
embarcaciones para el disparo de la artillería y para dar luz y aire al interior.
Portalón. Apertura a modo de puerta en el costado del buque frente al palo mayor
para el embarco y desembarco de gente y efectos.
Portar. Se dice de las velas cuando están hinchadas por el viento.
Proa. Parte delantera del buque.
Quilla. Pieza de madera que va colocada longitudinalmente en la parte inferior
del buque y sobre la cual se asienta todo su esqueleto.
Rada. Paraje cercano a la costa donde los barcos pueden fondear quedando más o
menos resguardados.

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Raquero. Persona o embarcación que se dedica a buscar barcos perdidos o sus
restos.
Rastrera. Véase Ala.
Rebenque. Trozo corto de cabo. Lo empleaban los oficiales de la Marina
británica para castigar las faltas leves de disciplina.
Regala. Parte superior de la borda o costado de un buque.
Repostería. Paraje de la cámara del comandante separado con mamparos de lona
o tabla para depósito de los efectos de mesa y cocina del mismo y para alojamiento
de sus criados. La cámara de oficiales también tiene una.
Repostero. Criado o mayordomo del comandante o de los oficiales que se
encargaba de la cocina y de la mesa de los mismos, así como de la ropa.
Rezón. Ancla pequeña de cuatro uñas.
Rifar. Rasgarse una vela.
Rizo. Véase Arrizar.
Rocío. El conjunto de partículas casi imperceptibles del agua del mar que vuela
en forma de vapor según la dirección del viento y se levanta por efecto de la fuerza
del mismo sobre la superficie.
Roción. Aspersión de agua o porción de ella que en forma de grueso rocío entra
en el buque o en una embarcación menor por la fuerza del viento y de los golpes de
mar que chocan en la amura o costados.
Roda. Pieza gruesa que forma la proa de un buque.
Roldana. Rueda de madera o metal colocada en el interior de un motón o
cuadernal sobre la que se desliza un cabo o cable.
Ronzar. Mover un gran peso a cortos trechos mediante palanca, como en el caso
de las cureñas de los cañones, que se mueven con los espeques.
Rumbo. Dirección hacia donde navega un barco. Se mide por el ángulo que
forma la línea proa-popa del barco con el norte.
Saloma. Canción o voz monótona y cadenciosa con que los marineros solían
acompañar sus faenas para aunar los esfuerzos de todos.
Salomador. El que saloma; y el que lleva la voz en la saloma.
Saltillo. Cualquier escalón o cambio de nivel en la cubierta.
Sentina. Parte inferior del interior de un buque donde van a parar todas las aguas
que se filtran al interior y de donde son extraídas por las bombas.
Serviola. Pescante, situado en la amura, dotado de un aparejo empleado para
subir el ancla desde que sale del agua. Marinero de vigía que se colocaba cerca de las
amuras. Por extensión, pasó a ser sinónimo de «vigía».
Sobrejuanetes. Denominación del mastelero, la vela y las vergas que van sobre
los juanetes.
Socaire. Abrigo o defensa que ofrece una cosa por sotavento o el lado opuesto al
viento. Hallarse «al socaire» de la costa también implica quedarse el buque sin viento
cerca de la costa y a causa de ella, dificultando la huida en caso de presencia del

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enemigo.
Sollado. Cubierta inferior donde se encontraban los alojamientos de la marinería.
Sondar. Medir la profundidad del agua.
Sotavento. Parte o dirección hacia donde va el viento. Es el contrario de
«barlovento».
Tajamar. Pieza que se colocaba sobre la roda en su parte exterior.
Tambucho. Pequeña caseta situada en la cubierta de un buque, que protegía una
entrada o paso hacia el interior.
Tirafrictor. Cabo utilizado para disparar un cañón.
Toldilla. Cubierta superpuesta a la del alcázar que servía de techo a la cámara alta
y que se extendía desde el palo mesana hasta el coronamiento de popa.
Tolete. Pieza de metal o madera colocada sobre la borda de un bote y que sirve
para transmitir el esfuerzo de un remo a la embarcación.
Tope. Extremo o remate superior de cualquier palo, mastelero o mastelerillo; o la
punta de este último, donde se coloca la perilla.
Trinquete. Palo situado más a proa. Verga y vela más bajas situadas sobre este
palo.
Trozo de abordaje. Cada una de las divisiones de tropa y marinería que en el
plan de combate y a las órdenes del oficial de guerra respectivo están destinadas por
orden numeral para dar y rechazar los abordajes.
Verga. Perchas colocadas transversalmente sobre los palos y que sirven para
sostener las velas cuadras.
Verga seca. La verga de mesana, que sólo sirve para cazar la sobremesana.
También se le llama verga de gata.
Virar. Cambiar el rumbo de forma que cambie el costado por el que el buque
recibe el viento.
Virar por avante. Virar de forma que, durante la maniobra, la proa del barco
pase por la dirección del viento.
Virar por redondo. Virar de forma que, durante la maniobra, la popa pase por la
dirección del viento.
Virar sobre el ancla. Virar del cable para acercarse a ella.
Vivandero. Nombre común empleado en los puertos para designar al que se
dedica a vender comestibles y otras cosas por los buques con una lanchilla, a la que
también llaman «bote vivandero».
Yarda. Medida inglesa de longitud equivalente a 91 centímetros.
Yawl. Embarcación de dos palos, mayor y mesana.
Yola. Bote ligero que emplea cuatro o seis remos. También puede navegar a vela.
Yugo. Cada uno de los maderos que, colocados en sentido transversal, están
apoyados en el codaste y dan la forma a la bovedilla.

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Notas

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[1] Calle londinense donde están situadas las principales dependencias del gobierno.

[N. del T.]. <<

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[2] Shakespeare, Enrique V. [N. del T.]. <<

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[3] Sobrenombre dado por los británicos a los españoles [N. del T.]. <<

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[4] Sobrenombre de la carronada; to smash significa «romper, destrozar». [N. del T.].

<<

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[5] Sobrenombre dado a un mosquete de la época [N. del T.]. <<

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[6] Luciérnaga [N. del T.]. <<

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[7] Browne, anterior ayudante de Bolitho, solía recalcarlo, ya que en la pronunciación

inglesa se presta a confusión [N. del T.]. <<

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[8] Corazón de roble, himno de la infantería de marina británica [N. del T.]. <<

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[9] Significa valiente [N. del T.]. <<

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[10] Chica de Portsmouth [N. del T.]. <<

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[11] Célebre batalla en que el rey de Inglaterra Enrique V venció a los franceses [N.

del T.]. <<

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[12] Abreviatura de Knight o f the Bath, Caballero de la Orden de Bath [N. del T.]. <<

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