Schuon, Frithjof - Sobre Los Mundos Antiguos
Schuon, Frithjof - Sobre Los Mundos Antiguos
Schuon, Frithjof - Sobre Los Mundos Antiguos
mundos antiguos
Frithjof Schuon
Frithjof Schuon, Sobre los mundos antiguos
ÍNDICE
CAÍDA Y DECADENCIA............................................................................................. 20
CHAMANISMO PIEL-ROJA........................................................................................ 55
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Frithjof Schuon, Sobre los mundos antiguos
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lio César, detentador de este mandato y «hombre divino» (divus)1, tenía conciencia del
alcance providencial de su misión; en su opinión nada tenía el derecho de oponérsele;
Vercingetorix2 era para él una especie de herético. Si los pueblos no romanos eran con-
siderados como «bárbaros», ante todo es porque se colocaban al margen del «orden»;
desde el punto de vista de la pax romana manifestaban el desequilibrio, la inestabilidad,
el caos, la amenaza permanente. En la Cristiandad (corpus mysticus) y en el Islam (d r
el-isl m), la esencia teocrática de la idea imperial aparece con claridad; sin teocracia no
se puede hablar de civilización digna de este nombre. Esto es tan verdadero que los em-
peradores romanos, en plena descomposición pagana y a partir de Diocleciano, sintieron
la necesidad de divinizarse o dejarse divinizar, atribuyéndose de forma abusiva la cuali-
dad del conquistador de los Galos descendiente de Venus. La idea moderna de la «civi-
lización» no carece de relación histórica con la idea tradicional del «imperio»; pero el
«orden» se ha hecho puramente humano y profano por completo, como, por otra parte,
lo demuestra la idea de «progreso», que es la negación misma de cualquier origen celes-
tial; de hecho, la «civilización» no es sino el refinamiento ciudadano en el marco de una
perspectiva mundana y mercantil, lo que explica su hostilidad tanto hacia la naturaleza
virgen como hacia la religión. Según los criterios de «la civilización» el ermitaño con-
templativo —que representa la espiritualidad humana al mismo tiempo que la santidad
de la naturaleza virgen— no puede ser más que una especie de «salvaje», cuando en
realidad es el testigo terrestre del Cielo.
Estas consideraciones nos permiten hacer en este momento algunas precisiones so-
bre la complejidad de la autoridad en la Cristiandad de Occidente. El emperador encarna
frente al papa el poder temporal, pero esto no es todo: representa también, por el hecho
de su origen precristiano y no obstante celeste3, un aspecto de universalidad, mientras
que el papa se identifica por su función únicamente a la religión cristiana. Los musul-
1
«Ese es el hombre, ése es aquel del que tantas veces has oído la llegada prometida, César Augusto,
hijo de un dios, que fundará de nuevo la edad de oro en los campos donde Saturno reinó antaño y que
extenderá su imperio hasta los Garamantes y sobre los Indios» (Eneida VI, 791-795). César preparó un
mundo para el reino de Cristo. Señalemos que Dante coloca a los asesinos de César en lo más profundo
del infierno, en compañía de Judas. Cf. «Divus Julius Caesar», de Adrian PATERSON, en Les Etudes
Traditionnelles, junio de 1940.
2
Vercingetorix, general y jefe galo. Fue proclamado en el año 52 a.C. jefe de la coalición de los pue-
blos galos contra César. (N. del T.)
3
Dante no duda en servirse de este origen sobrehumano para sostener su doctrina de la monarquía
5
Frithjof Schuon, Sobre los mundos antiguos
manes en España no fueron perseguidos más que a partir del momento en que el clero
había llegado a ser demasiado poderoso frente al poder temporal; éste, que es compe-
tencia del emperador, representa en este caso la universalidad o el «realismo» y, por
tanto, la «tolerancia», y en consecuencia también, por la fuerza de las cosas, cierto ele-
mento de sabiduría. Esta ambigüedad de la función imperial —de la que los emperado-
res tuvieron conciencia a uno u otro nivel4— explica en parte lo que podríamos denomi-
nar el tradicional desequilibrio de la Cristiandad; y, podría decirse que el papa reconoció
esta ambigüedad —o este aspecto de superioridad que paradójicamente acompaña a la
inferioridad— al posternarse ante Carlomagno tras su coronación5.
El imperialismo puede venir o del Cielo o simplemente de la tierra, o también del in-
fierno; en cualquier caso, es seguro que la humanidad no puede permanecer dividida en
una polvareda de tribus independientes; los malos se arrojarían inevitablemente sobre
los buenos y el resultado sería una humanidad oprimida por los malos y, por tanto, el
peor de los imperialismos. El imperialismo de los buenos, si esto se puede decir, consti-
tuye, pues, una especie de guerra preventiva inevitable y providencial; sin él no es con-
cebible ninguna gran civilización6. Si se nos hace la observación de que todo esto no
nos hace salir de la imperfección humana lo aceptamos; lejos de preconizar un «ange-
lismo» quimérico, levantamos acta del hecho de que el hombre siempre es el hombre
imperial.
4
Esto no ofrece dudas ni en lo que se refiere a Constantino ni a Carlomagno.
5
Hay una curiosa relación —dicho sea de pasada— entre la función imperial y el papel del loco de la
corte, y esta relación parece manifestarse en el hecho de que la indumentaria de los locos, como la de
algunos emperadores, estaba adornada con campanitas, a semejanza del vestido sagrado del Gran Sacer-
dote: el papel del loco consistía en su origen en decir públicamente lo que nadie podía permitirse expre-
sar, e introducir de este modo un elemento de verdad en un mundo forzosamente obligado a convenciones
inevitables; así pues, esta función, se quiera o no, hace pensar en la sapiencia o en el esoterismo de hecho,
que a su manera rompe las «formas» en nombre del «espíritu que sopla donde quiere». Pero sólo la locura
puede permitirse enunciar verdades crueles e implicar a los ídolos, precisamente porque queda al margen
de un cierto engranaje humano, lo que demuestra que, dentro del mundo de bastidores que es la sociedad,
la verdad pura y simple es demencia. Sin duda por eso, la función del «loco de la corte» sucumbió a fin de
cuentas al mundo del formalismo y de la hipocresía: el loco inteligente acabó por dejar paso al bufón, que
no tardó en aburrir y desapareció. (Hemos preferido traducir literalmente «fou de cour» por de bufón para
permitir la matización que hace el original entre «fou de cour» y «bouffon», que no existe en castellano.
En inglés sí que existen dos términos diferentes: cour jester y buffoon. (N. del T.)
6
Podría parecer que la decadencia espiritual de los romanos se opuso a una misión de imperio, pero
no fue así, puesto que este pueblo poseía las cualidades de fuerza y generosidad —o tolerancia— requeri-
das para este papel providencial. Roma persiguió a los cristianos porque éstos amenazaban todo lo que, a
los ojos de los antiguos, constituía Roma; si Diocleciano hubiese podido prever el edicto de Teodosio
aboliendo la religión romana, no habría actuado de modo diferente como lo hizo.
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Frithjof Schuon, Sobre los mundos antiguos
desde que las colectividades con sus intereses y pasiones entran en juego; los conducto-
res de hombres están absolutamente obligados a tener esto en cuenta, aunque ello dis-
guste a aquellos «idealistas» que estiman que la «pureza» de una religión consiste en
suicidarse. Y esto nos lleva a una verdad que está demasiado perdida de vista por los
propios creyentes: que la religión como hecho colectivo forzosamente se apoya sobre lo
que la sostiene de una manera o de otra, sin por ello perder nada de su contenido doctri-
nal y sacramental ni de la imparcialidad que resulta de ello; pues una cosa es la Iglesia
como organismo social y otra el depósito divino, el cual subsiste por definición más allá
de las intrigas y servidumbres de la naturaleza humana individual y colectiva. Querer
modificar el arraigo terrestre de la Iglesia —arraigo que el fenómeno de la santidad
compensa con creces— lleva a deteriorar la religión en lo que tiene de esencial, confor-
me a la receta «idealista» según la cual el medio más seguro de curación es matar al
paciente. En nuestros días, en defecto de poder elevar la sociedad humana al nivel del
ideal religioso, se rebaja la religión al nivel de lo que es humanamente accesible y ra-
cionalmente realizable y que nada es, tanto desde el punto de vista de nuestra inteligen-
cia integral como de nuestras posibilidades de inmortalidad. Lo exclusivamente huma-
no, lejos de poderse mantener en equilibrio, conduce siempre a lo infrahumano.
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Frithjof Schuon, Sobre los mundos antiguos
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La arquitectura llamada «de vanguardia» de nuestra época tiene la pretensión de ser «funcional»,
pero sólo lo es en parte y de modo completamente exterior y superficial, ya que ignora otras funciones
que las materiales o prácticas; excluye dos elementos esenciales del arte humano: el simbolismo, que es
riguroso como la verdad, y la alegría a la vez contemplativa y creadora, que es gratuita como la gracia. Un
«funcionalismo» puramente utilitarista es perfectamente inhumano en sus premisas y resultados, pues el
hombre no es una criatura exclusivamente ávida y astuta y no podría encontrarse cómodo dentro del me-
canismo de un reloj; esto es tan cierto que el mismo funcionalismo siente la necesidad de venirse con
nuevas fantasías, que justifica paradójicamente alegando sin vergüenza que forman parte del «estilo».
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Babilonia vivía falsamente de esta clase de recuerdo; pero a pesar de todo hubo, en el
mismo seno de los paganismos más crueles, suavizamientos que se explican por el cam-
bio de la atmósfera cíclica. La Ley celestial se dulcifica a medida que nos aproximamos
al final de nuestro ciclo; la Clemencia aumenta en función del debilitamiento del hom-
bre; la absolución por Cristo de la mujer adúltera tiene este significado —aparte de otros
sentidos igualmente posibles— del mismo modo que la intervención del ángel en el sa-
crificio de Abraham.
Nadie pensaría en quejarse del relajamiento de las costumbres, pero, sin embargo,
conviene considerarlo en su contexto y no aisladamente, pues éste revela la intención, el
alcance y el valor de aquél. En realidad, el suavizamiento de las costumbres —en la
medida en que no es ilusorio— no puede constituir una superioridad intrínseca más que
con dos condiciones, en primer lugar, que sea una ventaja concreta para la sociedad y,
en segundo lugar, que su precio no sea lo que da un sentido a la vida; el respeto a la per-
sona humana no debe abrir la puerta a la dictadura del error y la bajeza, al aplastamiento
de la cualidad por la cantidad, a la corrupción general y a la pérdida de los valores cultu-
rales, pues si no, en relación con las tiranías antiguas, no sería sino el exceso contrario y
no la norma. Cuando el humanitarismo no es más que la expresión de una sobreestima-
ción de lo humano a expensas de lo divino, o de los hechos en toda su crudeza a expen-
sas de la verdad, no podría tener el valor de una adquisición positiva; es fácil criticar el
«fanatismo» de nuestros antepasados cuando ya ni siquiera se tiene la noción de una
verdad salvadora, o ser «tolerante» cuando uno se burla de la religión.
Cualesquiera hayan podido ser las costumbres de los babilónicos11, no hay que per-
der de vista que ciertas maneras de actuar dependen en gran parte de las circunstancias y
que el hombre colectivo sigue siendo siempre una especie de fiera, por lo menos en la
«edad de hierro»: los conquistadores de Perú y de México no fueron mejores que los
Nabucodonosor, los Cambises o los Antioco Epifanio12, y ejemplos análogos se podrían
sacar de la historia más reciente. Las religiones pueden reformar al hombre individual si
éste lo consiente —y la religión nunca tiene por función suplir la ausencia de este con-
sentimiento—, pero nadie puede cambiar a fondo esta «hidra de mil cabezas» que es el
hombre colectivo, y por esto semejante idea nunca ha constituido la intención de ningu-
bienaventurados o como la región superior que circunda el universo. (N. del T.)
11
Los citamos a título simbólico, a causa de las asociaciones de ideas que evoca el mismo nombre de
«Babilonia» y no para sostener que hayan sido necesariamente los más malvados de todos los hombres o
los únicos malvados.
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Antioco IV Epifanio (175-164 a.C.), rey seleucida que combatió a los judíos con especial saña. (N.
del T.)
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na religión; todo lo que la Ley revelada puede hacer es poner un dique al egoísmo y a la
ferocidad de la sociedad canalizando mal que bien sus tendencias. El fin de la religión
es transmitir al hombre una imagen simbólica, pero adecuada, de la realidad que le con-
cierne, conforme a sus necesidades reales y a sus intereses últimos y suministrarle los
medios para superarse y realizar su destino más elevado; y éste no podría ser de este
mundo, teniendo en cuenta la naturaleza de nuestro espíritu.
El fin secundario de la religión es realizar, con vistas al fin principal, un equilibrio
suficiente de la vida colectiva, o salvaguardar, dentro del marco de la malicia natural de
los hombres, el máximo de oportunidades espirituales. Si por una parte es preciso prote-
ger a la sociedad contra el individuo, hay que proteger por otra al individuo contra la
sociedad. No se deja de hablar de la «dignidad humana», pero con demasiada frecuencia
se olvida que «nobleza obliga»; se invoca la dignidad en un mundo que hace todo lo
posible por vaciarla de su contenido y por tanto abolirla. En nombre de una «dignidad
humana» indeterminada e incondicionada, se conceden al hombre más vil derechos ili-
mitados, comprendido el de destruir todo lo que forma nuestra dignidad real, lo que en
todos los planos nos vincula de una manera u otra con el Absoluto. Sin duda alguna la
verdad nos obliga a condenar los excesos de la aristocracia, pero no vemos el por qué
nos quitaría el derecho de juzgar los excesos contrarios.
En los tiempos antiguos, tan desacreditados en nuestra época, los rigores de la exis-
tencia terrestre, comprendida la perversidad de los hombres, se aceptaban a fin de cuen-
tas como una fatalidad ineluctable y, por otra parte, se creía con razón que es imposible
abolirlos de hecho; en medio de las pruebas de la vida no se olvidaban las del más allá y
además se admitía que el hombre tiene necesidad aquí abajo tanto del sufrimiento como
del placer y que una colectividad no puede mantenerse en el temor de Dios y en la pie-
dad con sólo el contacto de satisfacciones13; esto es lo que pensaban las élites en todas
las capas de la sociedad. Las miserias, cuya causa profunda es siempre la violación de
una norma celestial lo mismo que la indiferencia respecto al cielo y nuestros fines últi-
mos, están para frenar las ilusiones ávidas de los hombres, un poco como los carnívoros
existen para impedir que los herbívoros degeneren o se multipliquen demasiado, todo
ello en virtud del equilibrio universal y la homogeneidad del mundo; tener conciencia de
ello forma parte del temor de Dios. A la luz de esta sabiduría elemental, un progreso
13
Mencius no vacilaba en decir al hablar de la sociedad: «La pesadumbre y la turbación conducen a
la vida, mientras que la prosperidad y el placer conducen a la muerte.» Esto constituye, expresado en
términos lapidarios, la ley cuasi-biológica de los ritmos, o la de la poda de los árboles y arbustos. Fue
también el gran argumento de los pieles-rojas frente a las tentaciones y coacciones de la civilización blan-
ca.
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Frithjof Schuon, Sobre los mundos antiguos
condicionado por la indiferencia espiritual y la idolatría del bienestar tomado por un fin
en sí mismo, no podría constituir una ventaja real, es decir, proporcionada a nuestra na-
turaleza total y a nuestro núcleo inmortal. Esto es demasiado evidente, pero en los me-
dios más creyentes se llega incluso a pretender que el progreso técnico es un bien indis-
cutible, que es por lo tanto una bendición desde el mismo punto de vista de la fe. En
realidad, la civilización moderna da para quitar; da el mundo pero quita a Dios: y esto es
a lo que compromete su don del mundo14.
En nuestros días se tiene más que nunca la tendencia a reducir la felicidad a la segu-
ridad económica —por lo demás insaciable vista la creación indefinida de necesidades
artificiales y la baja mística de la envidia—, pero lo que se pierde totalmente de vista al
proyectar esta perspectiva en el pasado, es que el oficio tradicional y el contacto con la
naturaleza y las cosas naturales son los factores esenciales de la felicidad humana. Se-
mejantes factores desaparecen en la industria, que exige con demasiada frecuencia, si no
siempre, un ambiente inhumano y manipulaciones casi «abstractas», gestos sin inteligi-
bilidad y sin alma, todo ello dentro de una atmósfera de astucia congelada; se ha llega-
do, sin ninguna duda, a las antípodas de lo que el Evangelio entiende al ordenar el
«hacerse como niños» y no «preocuparse por el porvenir». La máquina transpone la
necesidad de felicidad a un plano puramente cuantitativo, que está sin relación con la
cualidad espiritual del trabajo; quita al mundo su homogeneidad y su transparencia y
substrae al hombre del sentido de la vida. Cada vez más se pretende reducir nuestra inte-
ligencia a lo que la máquina exige y nuestra capacidad de felicidad a lo que ofrece; no
pudiendo humanizar la máquina se está obligado, al menos según una cierta lógica, a
maquinizar al hombre; habiendo perdido el contacto con lo humano se prescribe lo que
es el hombre y la felicidad.
Crítica estéril, dirán algunos; lo que nos brinda la ocasión, a riesgo de comprometer-
nos en otra digresión, de condenar un abuso de lenguaje o de pensamiento que encon-
tramos por todas partes y que es muy típico del «dinamismo» contemporáneo. Una críti-
ca no es «estéril» o «fecunda», es verdadera o falsa; si es verdadera es todo lo que debe
14
Recordemos aquí este pasaje, extrañamente ignorado en nuestros días, del Nuevo Testamento:
«Nunca améis este mundo, ni lo que hay en el mundo. Si alguien ama el mundo, el amor del Padre nunca
estará en él» (1 Jn 2, 15). San Francisco de Sales se dirige al alma humana en estos términos: «Dios no os
ha puesto en este mundo por ninguna necesidad que tuviera de vosotros, que le sois completamente inúti-
les, sino únicamente con el fin de ejercer su bondad sobre vosotros dándoos su gracia y su gloria. Y para
eso os ha dado el entendimiento para conocerle, y la memoria para acordaros de Él… al ser creada y pues-
ta en el mundo con esta intención, todas las acciones contrarias deben ser rechazadas y evitadas, y las que
no sirven de nada para este fin deben ser despreciadas como vanas y superfluas. Considerad la desgracia
del mundo que nunca piensa en esto, pero que vive como si creyese haber sido creado sólo para construir
casas, plantar árboles, acumular riquezas y hacer niñerías». (Introducción a la vida devota, capítulo X.)
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Frithjof Schuon, Sobre los mundos antiguos
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Una verdad puede ser inoportuna en atención a las circunstancias o a la insuficiencia de un sujeto
determinado, o a una concreta categoría de sujetos, o puede situarse en un plano anodino y no tener nin-
gún alcance; pero es obvio que tenemos en cuenta aquí las posibilidades normales y las relaciones lógicas.
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Por lo que se refiere a los incrédulos, no eran bastante peligrosos para los protestantes, ni incluso
para los católicos, para poder causar un acercamiento sentimental entre las dos confesiones.
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Frithjof Schuon, Sobre los mundos antiguos
cunstancias no sólo lo que une predomina por varios motivos sobre lo que divide, sino
que los peligros que presenta una confesión para la otra —o una religión para la otra17—
se hacen menores o desaparecen; apelar de pronto y ruidosamente a una «caridad» que
la Iglesia había perdido de vista desde hace un milenio o más y oponerla a la «estre-
chez» o al «egoísmo» de una «época revuelta» es, por parte de los católicos, una broma
de mal gusto; en cualquier caso es una hipocresía inconsciente, al igual que otros senti-
mentalismos del mismo género, ya que esta sedicente «caridad» se ve facilitada por
cierto desprecio de la teología y por un deseo de aplanar y neutralizar cualquier elemen-
to doctrinal y por tanto intelectual. En otros tiempos un acuerdo era un acuerdo y un
desacuerdo era un desacuerdo; pero hoy se pretende «amar» todo lo que se es incapaz de
suprimir y se finge creer que nuestros padres no eran bastante inteligentes ni bastante
caritativos para poder distinguir entre las ideas y los hombres y para ser capaces de amar
las almas inmortales independientemente de los errores que les afecten. Si se nos repro-
cha que las masas eran, o son, incapaces de captar estos matices, diremos que sucede lo
mismo en el caso contrario: si se les impone demasiados matices resultará la confusión
de ideas y la indiferencia; el hombre común está hecho así y es fácil comprobarlo. En
cualquier caso predicar a un adversario confesional es querer salvar su alma, es amarle
pues de alguna manera; y combatir al adversario es proteger el mensaje salvador de
Dios. Nuestro tiempo, tan imbuido de preocupaciones de «comprensión» y «caridad» —
pero estas palabras enmascaran demasiado a menudo la ininteligencia, la complacencia,
el cálculo—, destaca sin ningún género de duda en no comprender, y en no querer com-
prender, lo que pensaban y hacían los hombres de otro tiempo y, en muchos casos,
hombres cien veces mejores que sus detractores.
Pero volvamos, tras estas digresiones, a consideraciones más retrospectivas y en
ciertos aspectos menos «actuales».
Para el antiguo caballero no había en el fondo más que esta alternativa: el riesgo de
la muerte o la renuncia al mundo; la grandeza de la responsabilidad, del riesgo o del
sacrificio, coincide con la cualidad de la «nobleza»; vivir noblemente es vivir en com-
pañía de la muerte, sea carnal o espiritual. El caballero no tenía derecho a perder de vis-
ta las fisuras de la existencia; obligado a ver las cosas desde lo alto siempre debía rozar
17
Pío XII ha podido decir en buena lógica que las cruzadas eran «querellas de familia». Si la amenaza
musulmana no fue un factor de unión para los cristianos divididos por los cismas y las herejías, fue por-
que esta amenaza no era más que exterior y no interior como en el caso del cientificismo: bajo la domina-
ción árabe o turca, los cristianos seguían siendo cristianos, mientras que el cientificismo vacía las iglesias
incluso en un país cristiano. En el siglo XIX, el primer gobierno laico de la Grecia liberada no encontró
nada mejor que mandar cerrar algunos centenares de conventos, que los musulmanes no habían tocado.
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Frithjof Schuon, Sobre los mundos antiguos
con su nada. Además, para poder dominar a los otros es preciso saber dominarse a sí
mismo; la disciplina interior constituye la cualificación esencial para las funciones de
jefe, juez y guerrero. La nobleza verdadera, que por lo demás no podría ser el monopo-
lio de una función, implica una conciencia penetrante de la naturaleza de las cosas al
mismo tiempo que un generoso don de sí mismo, excluyendo tanto las quimeras como
las bajezas18.
Las cortes de los príncipes deben reflejar una cualidad de centro, de núcleo, de cum-
bre, pero no deben degenerar —como era el caso demasiado frecuente— en falsos pa-
raísos; el sueño deslumbrante de Versalles ya era una traición, un fuego de artificio sin
fin y sin grandeza. Las cortes son normalmente hogares de ciencia, de arte, de magnifi-
cencia; sin duda no deben excluir la austeridad de las costumbres, muy por el contrario,
ya que la ascesis nunca se opone a la elegancia, como la virtud, tampoco se opone a la
belleza o a la inversa. Los fastos reales son legítimos —o tolerables— en virtud de su
simbolismo espiritual, de su resplandor político y cultural y en virtud del «derecho divi-
no» del César; los fastos de las cortes son la «liturgia» de la autoridad recibida por
«mandato del Cielo»: pero todo esto no es nada —insistimos en ello una vez más— si
los príncipes, los nobles en general, no predican con el ejemplo a todos los niveles co-
menzando por el temor de Dios, sin el cual nadie tiene el derecho de exigir respeto y
obediencia. Esta es una de las principales funciones de los que detentan la autoridad y el
poder; que no hayan sido fieles a ella, en demasiados casos, es lo que ha ocasionado su
pérdida; al haber olvidado al Cielo, han sido olvidados por él.
Pero hay otra observación que se impone todavía: todas las manifestaciones de es-
plendor principesco, sea cual sea su simbolismo y su valor artístico —y que sean nece-
sarias o no—, ya llevan en ellas los gérmenes metafísicos de su ruina. Hablando con
rigor, sólo el ermitaño es absolutamente legítimo, pues el hombre fue creado y muere
solo; pensamos en el ermitaño porque representa un principio y constituye de este modo
un símbolo, y sin confundir el aislamiento exterior con la santa soledad que puede y
debe encontrar su lugar dentro de todas las situaciones humanas. Las virtudes sociales
nada son sin esta soledad y no engendran nada duradero por sí solas, pues antes de ac-
tuar es preciso ser; esta cualidad de ser es la que de modo más cruel falta a los hombres
de hoy. Es el olvido de la soledad en Dios —de esta comunión terrestre con las medidas
celestiales— lo que genera todas las decadencias humanas así como todas las calamida-
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Nada es más falso que la oposición convencional entre un «idealismo» y un «realismo» que insinúa
en suma que lo «ideal» no es «real» y a la inversa, como si un ideal situado fuera de la realidad tuviese el
menor valor y como si la realidad se situase siempre sin llegar a lo que podemos llamar un «ideal»; creer-
lo así es pensar de modo cuantitativo, no cualitativo. Consideramos aquí el sentido corriente de los térmi-
nos y no su significado específicamente filosófico.
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Frithjof Schuon, Sobre los mundos antiguos
des terrestres.
Podríamos expresarnos también del modo siguiente: en clima tradicional los hom-
bres vivían como suspendidos de un prototipo ideal e invisible, que buscan alcanzar
conforme a sus situaciones particulares según su sinceridad o vocación. Así pues, en
cuanto a la vocación, cualquier hombre debería ser un contemplativo y vivir entre los
hombres como un ermitaño. Hablando en sentido riguroso, la «mundanidad» es una
anomalía, no ha podido llegar a ser ilusoriamente normal más que a causa de la caída —
o de las sucesivas caídas— del hombre o de un determinado grupo de hombres. Estamos
hechos para el Absoluto, que engloba todo y al que nadie puede escapar, y esto es lo que
expresa de maravilla la alternativa monoteísta de las dos «eternidades» de ultratumba;
sea cual sea la limitación metafísica de este concepto, en cualquier caso provoca en el
alma del creyente un presentimiento adecuado de lo que es la condición humana más
allá de la matriz terrestre y frente al Infinito. La alternativa puede ser insuficiente desde
el punto de vista de la Verdad total, pero es psicológicamente realista y místicamente
eficaz; muchas vidas son dilapidadas y perdidas por la única razón de que falta esta
creencia en el infierno y en el Paraíso.
El monje o el ermitaño, o cualquier contemplativo, aunque fuese rey, vive como en
una antecámara del Cielo19; sobre la misma tierra y en el cuerpo carnal está ligado al
Cielo y encerrado en una prolongación de esas cristalizaciones de Luz que son los esta-
dos celestiales. Desde este momento se comprende que los religiosos puedan ver en la
vida monástica su «Paraíso en la tierra»; en suma, descansan en la Voluntad divina y no
esperan en este mundo de aquí abajo más que la muerte, y de esta manera ya la traspa-
san; viven aquí abajo según la Eternidad. Los días que se suceden no hacen más que
repetir siempre el mismo día de Dios; el tiempo se detiene en un día único y feliz y al-
canza de este modo el Origen, que es igualmente el Centro. Esta simultaneidad elísea es
la que los mundos antiguos tienen siempre en perspectiva, al menos en principio y en
sus nostalgias; una civilización es un «cuerpo místico» y en la medida de lo posible un
contemplativo colectivo.
19
En análogo sentido, pero superior en cuanto al grado de existencia, el Paraíso Sukhavati se repre-
senta como rodeado por un hilo de oro; está como suspendido del Nirvâna; es pues la alegre prisión que
substrae del sufrimiento y que sólo se abre hacia la libertad total.
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Frithjof Schuon, Sobre los mundos antiguos
cia es por sí misma un medio de perfección interior, a condición de que esté enmarcada
enteramente por la religión, como sucede en todos los mundos tradicionales: en este
marco, el hombre siempre debe obedecer de todos modos a alguien o a algo, aun cuando
fuese únicamente a la Ley sagrada y a la conciencia si se trata de un príncipe o un pontí-
fice; nada ni nadie es independiente de Dios. La subordinación de las mujeres, de los
niños, de los inferiores y los servidores se inserta con toda normalidad dentro del siste-
ma de obediencias múltiples con el que está formada la sociedad religiosa; la dependen-
cia del prójimo puede ser un destino penoso, pero siempre tiene un sentido religioso,
como también la pobreza que implica por su naturaleza un significado semejante. Desde
el punto de vista de la religión, los ricos y los independientes nunca son por definición
los felices; no es que la seguridad y la libertad no sean, en una sociedad de este tipo,
elementos de felicidad, sino que no lo son, siempre desde el punto de vista de la reli-
gión, más que en conexión con la piedad y en función de ésta, lo que nos vuelve a llevar
al adagio de que la «nobleza obliga»; cuando la piedad existe al margen del bienestar
material y por el contrario la impiedad se alía con este bienestar, la felicidad verdadera
será atribuida a la pobreza piadosa, no a la riqueza impía; es una pura calumnia preten-
der que la religión como tal o por sus instituciones ha estado siempre al lado de los ri-
cos. Por una parte, la religión está para transformar a los hombres que quieren dejarse
transformar, pero, por otra, debe tomar a los hombres tal como son, con todos sus dere-
chos naturales y sus defectos colectivamente indesarraigables, bajo pena de no poder
subsistir en un medio humano.
En este orden de ideas hay otra reflexión que se impone, guste o no: una sociedad no
presenta ningún valor por sí misma o por el simple hecho de su existencia; de ello resul-
ta que las virtudes sociales nada son por sí mismas fuera del contexto espiritual que las
orienta hacia nuestros fines últimos; pretender lo contrario es falsear la propia definición
del hombre y lo humano. La Ley suprema es el amor perfecto de Dios —amor que debe
comprometer todo nuestro ser, según las Escrituras—, y la segunda Ley, la del amor al
prójimo, es «semejante» a la primera; ahora bien, «semejante» no significa «equivalen-
te» ni sobre todo «superior», sino «del mismo espíritu»: Cristo quiere decir que el amor
de Dios se manifiesta extrínsecamente por el amor al prójimo, allí donde hay un próji-
mo, es decir, que no podemos amar a Dios odiando a nuestros semejantes. Conforme a
nuestra naturaleza humana integral el amor al prójimo no es nada sin el amor de Dios,
saca todo su contenido de este amor y no tiene sentido más que por él; sin duda, amar a
la criatura es igualmente una forma de amar al Creador, pero con la expresa condición
de que su base sea el amor directo de Dios, pues si no, la segunda Ley no sería la segun-
da, sino la primera; no está dicho que la primera Ley es «semejante» o «igual» a la se-
gunda, sino que ésta es igual a aquélla, lo que significa que el amor de Dios es la base
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Frithjof Schuon, Sobre los mundos antiguos
necesaria y la conditio sine qua non de cualquier otra caridad. Esta relación se trasluce
—a veces de manera imperfecta, pero siempre reconocible en cuanto al principio— de-
ntro de todas las civilizaciones tradicionales.
Ningún mundo es perfecto, pero cualquier mundo humano debe poseer medios de
perfección. Un mundo tiene valor y legitimidad por lo que hace por amor de Dios y por
nada más; por «amor de Dios» entendemos en primer lugar la elección de la Verdad y
después la dirección de la voluntad: la Verdad que nos vuelve conscientes de lo Real
absoluto y trascendente —a la vez personal y suprapersonal— y la voluntad que se liga
a ello y reconoce su propia esencia sobrenatural y sus fines últimos.
19
Frithjof Schuon, Sobre los mundos antiguos
CAIDA Y DECADENCIA
20
Frithjof Schuon, Sobre los mundos antiguos
1
En el lenguaje corriente las palabras «objetivo» y «objetividad» tienen a menudo el sentido de im-
parcialidad, pero evidentemente no es este sentido derivado y secundario el que aquí tenemos en cuenta.
21
Frithjof Schuon, Sobre los mundos antiguos
cos españoles, conducta que erróneamente ha sido tomada como una superioridad y una
especie de norma.
Este paso del objetivismo al subjetivismo refleja y renueva a su manera la caída de
Adán y la pérdida del Paraíso: perdiendo la perspectiva simbolista y contemplativa que
se funda a la vez en la inteligencia impersonal y la transparencia metafísica de las cosas,
se ha ganado la riqueza engañosa del ego; el mundo de las imágenes divinas se ha con-
vertido en un mundo de discursos. En todos los casos de ese género, el cielo —o un cie-
lo— se cierra por encima de nosotros sin que nos demos cuenta, y en compensación
descubrimos una tierra que nos parece desconocida durante largo tiempo, una patria que
abre sus brazos para acoger a sus hijos y que querría hacemos olvidar todos los Paraísos
perdidos; es el abrazo de Maya, el canto de las sirenas; Maya, en lugar de conducirnos,
nos encierra. El Renacimiento había creído descubrir al hombre, del que admiraba las
patéticas convulsiones; para el laicismo en todas sus formas, el hombre como tal se
había hecho prácticamente bueno y al mismo tiempo la tierra se había convertido en
buena y como inmensamente rica e inexplorada; en lugar de no vivir más que «a me-
dias», por fin se podía vivir plenamente, ser plenamente hombre y estar plenamente so-
bre la tierra; ya no se era una especie de semiángel caído y exilado; se había llegado a
ser un ser completo, pero por lo bajo. La Reforma, cualesquiera hayan sido algunas de
sus intuiciones, ha tenido por resultado global que se encierre a Dios en el Cielo —en un
Cielo en lo sucesivo lejano y cada vez más neutralizado— con el pretexto de que Dios
se nos «roza» «mediante Cristo» en una especie de atmósfera bíblica y que se nos pare-
ce como nosotros nos parecemos a Él; en este clima hubo un enriquecimiento casi mila-
groso del lado «sujeto» y «tierra», pero un prodigioso empobrecimiento del lado «obje-
to» y «Cielo». Para la Revolución, la tierra se había hecho definitiva y exclusivamente
el fin del hombre; el «Ser supremo» no era más que un paliativo irrisorio; la multitud en
apariencia infinita de las cosas terrestres llamaba a una infinidad de actividades, que
suministraban un pretexto contra la contemplación, es decir, contra el reposo en el
«Ser», en la naturaleza profunda de las cosas; el hombre podía al fin ocuparse libremen-
te, y al margen de cualquier transcendencia, en el descubrimiento del mundo terrestre,
en la explotación de sus riquezas; ya no había símbolos, ni transparencia metafísica; no
había más que cosas agradables o desagradables, útiles o inútiles, y de ahí el desarrollo
anárquico e irresponsable de las ciencias experimentales. La eclosión, en estas épocas o
a partir de ellas, de una «cultura» resplandeciente gracias a la aparición múltiple de
hombres de genio, parece confirmar evidentemente la engañosa impresión de una libe-
ración y un progreso, en pocas palabras de una «gran época», cuando en realidad no hay
más que una compensación en un plano inferior, que nunca puede dejar de producirse
cuando el plano superior se ha abandonado.
22
Frithjof Schuon, Sobre los mundos antiguos
2
Los monarcas europeos del siglo XIX hicieron esfuerzos casi desesperados para encauzar la crecien-
te marca de la democracia, de la que se habían hecho los representantes parcialmente y a su pesar; esfuer-
zos vanos en ausencia del peso opuesto que sólo hubiese podido restablecer la estabilidad y que no es otro
que la religión, única fuente de legitimidad y fuerza de los príncipes. Se luchaba por el mantenimiento de
un orden en principio religioso y se representaba este orden con formas que lo negaban; los mismos vesti-
dos de los reyes y las demás formas en las que vivían proclamaban la duda, el «neutralismo» espiritual, la
disminución (la «puesta a media luz» sería la traducción literal, N. del T.) de la fe, la mundanidad burgue-
sa y prosaica. Esto era ya verdad en un grado menor en el siglo XVIII, donde el arte indumentario, la
arquitectura y el artesanado expresaban si no tendencias democráticas, al menos una mundanidad sin
grandeza y extrañamente empalagosa; en esta época increíble todos los hombres tenían el aspecto de
lacayos —los nobles cuanto más nobles eran— y una lluvia de polvos de arroz parecía haber caído sobre
un mundo de sueño. En este universo de marionetas, mitad gracioso y mitad despreciable, la Revolución,
que no hizo más que aprovecharse de un suicidio previo del espíritu religioso y la grandeza, no podía
dejar de estallar; el mundo de las pelucas era demasiado irreal. Análogas observaciones se pueden aplicar
—con las atenuantes que exigen condiciones todavía eminentemente diferentes— al Renacimiento e in-
cluso al fin de la Edad Media. Las causas del deslizamiento hacia lo bajo siempre son las mismas en rela-
ción con los valores absolutos.
23
Frithjof Schuon, Sobre los mundos antiguos
3
Se hace el psicoanálisis de un escolástico, por ejemplo, o incluso de un Profeta, con el fin de «si-
tuar» su doctrina —es inútil subrayar el monstruoso orgullo que implica semejante actitud—, y se descu-
bre con una lógica completamente maquinal y perfectamente irreal las «influencias» que esta doctrina
habría sufrido. Al hacer esto no se duda en atribuir a los santos toda clase de procedimientos artificiales y
hasta fraudulentos, pero evidentemente se olvida con una satánica inconsecuencia de aplicarse este prin-
cipio a uno mismo y explicar su propia posición —pretendidamente «objetiva»— por consideraciones
psicoanalíticas. En resumen, se trata a los sabios como enfermos y uno se toma por un dios. En el mismo
orden de ideas se afirma sin vergüenza que no hay ideas primeras: que no se deben sino a prejuicios de
orden gramatical —por tanto a la estupidez de los sabios que se han dejado engañar por ellos— y que no
han tenido como efecto más que esterilizar el «pensamiento» durante milenios y así sucesivamente; se
trata de enunciar un máximo de absurdos con una máxima sutilidad. ¡Como sentimiento de plenitud, no
hay nada semejante a la convicción de haber inventado la pólvora o haber puesto en pie el huevo de Co-
lón!
4
No sabemos ya qué autor contemporáneo ha escrito que la muerte es algo un poco «tonto», pero esta
pequeña impertinencia es en cualquier caso un ejemplo característico de la mentalidad de que se trata; del
mismo espíritu —o del mismo gusto— procede la observación, leída hace algún tiempo, de que un indivi-
duo pereció en «un accidente imbécil». Siempre es la naturaleza, la fatalidad, la Voluntad de Dios, la
realidad objetiva, lo que se pone en la picota. La subjetividad es quien se erige como medida de las cosas,
y ¡qué subjetividad!
24
Frithjof Schuon, Sobre los mundos antiguos
25
Frithjof Schuon, Sobre los mundos antiguos
telecto universal o divino en cuanto se adapta a las condiciones de una colectividad inte-
lectual y moral, se trate de un grupo étnico o de un grupo determinado por condiciones
mentales más o menos particulares. Decir que la Revelación es «sobrenatural» no signi-
fica que es contraria a la naturaleza en tanto ésta puede representar por extensión todo lo
que es posible a un nivel cualquiera de la realidad, sino en cuanto no responde al nivel a
que se aplica habitualmente —con razón o sin ella— el epíteto de «natural»; este nivel
«natural» no es otro que el de las causas físicas y por consiguiente el de los fenómenos
sensibles y psíquicos que se relacionan con estas causas.
Si no hay motivo para culpar a la ciencia moderna mientras estudia una esfera con-
creta dentro de los límites de su competencia —la exactitud y la eficacia de sus resulta-
dos dan fe de ello, hay que añadir esta importante reserva: el principio, la extensión y el
desarrollo de una ciencia o de un arte están en función de la Revelación y de las exigen-
cias de la vida espiritual, sin olvidar las del equilibrio social; es absurdo reivindicar de-
rechos ilimitados para algo en sí contingente, como la ciencia o el arte. La ciencia mo-
derna, como ya hemos dicho, al no admitir ninguna posibilidad de conocimiento serio
fuera de su propio feudo, reivindica el conocimiento exclusivo y total, al mismo tiempo
que se quiere empirista y sin dogmas, lo que, repitámoslo igualmente, es una flagrante
contradicción, rechazar todo «dogmatismo» y todo «apriorismo» es sencillamente no
servirse de toda su inteligencia.
Se supone que la ciencia nos informa no sólo sobre lo que está en el espacio, sino
sobre lo que está en el tiempo; en relación con el primer género de saber, nadie discute
que la ciencia occidental ha acumulado una enorme cantidad de comprobaciones, pero
respecto al segundo género, que debería revelarnos lo que contienen los abismos de la
duración, la ciencia es más ignorante que cualquier chamán siberiano, quien al menos
puede referirse a una mitología y, por tanto, a un simbolismo adecuado. Sin duda, hay
distancia entre el saber físico —forzosamente restringido— de un cazador primitivo y el
de un físico moderno, pero en relación con la extensión de las cosas cognoscibles, esta
distancia sólo es de un milímetro.
La misma exactitud de la ciencia moderna, o de alguna de sus ramas, se encuentra
gravemente amenazada —y de manera bastante imprevista— por la intrusión del psi-
coanálisis, incluso del «surrealismo» y otras formas de lo irracional erigido en sistema,
o del existencialismo que no es irracional, sino carente de inteligencia, hablando con
rigor5; lo racional exclusivo no puede dejar de provocar semejantes interferencias, por
lo menos en sus puntos vulnerables tales como la psicología o la interpretación psicoló-
5
Es decir, aplicando los normas intelectuales que en este caso se imponen, puesto que se trata de «fi-
losofía».
26
Frithjof Schuon, Sobre los mundos antiguos
6
Este matiz se impone porque se objetará que la ciencia opera con elementos que escapan a nuestros
sentidos.
7
No decimos que todos los sabios nieguen estas realidades, sino que la ciencia las niega, lo que es
completamente diferente.
8
Quien dice «símbolo», dice «participación» o «aspecto» sean cuales sean las diferencias de nivel.
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Frithjof Schuon, Sobre los mundos antiguos
y a desdecirse cada vez más; sin duda, su doctrina no está herida, pero las falsas opinio-
nes tomadas de sus negadores la corroen solapadamente «desde el interior», como lo
testifica la exégesis moderna, el aplastamiento demagógico de la liturgia, el darwinismo
de Teilhard, los «sacerdotes obreros» y el «arte sagrado» de obediencia surrealista y
abstracta. Por supuesto, los descubrimientos científicos nada prueban en contra de las
posiciones tradicionales de la religión, pero nadie está para demostrarlo; por el contra-
rio, demasiados creyentes estiman que corresponde a la religión «sacudirse el polvo de
los siglos», es decir, «liberarse» de todo lo que forma —o manifiesta— su esencia; la
ausencia de conocimientos metafísicos o esotéricos de una parte y la fuerza sugestiva
que emana de los descubrimientos científicos y también las psicosis colectivas de otra,
hacen de la religión una víctima casi sin defensa, una víctima que incluso en una gran
medida rehusa utilizar los argumentos de que dispone. Sin embargo, sería fácil, en lugar
de deslizarse en los errores del prójimo, demostrar que el mundo fabricado por el cienti-
ficismo tiende por todas partes a hacer del medio un fin y del fin un medio, y que des-
emboca o en una mística del deseo, de la amargura y del odio, o en un materialismo
plácido y nivelador; que la ciencia, aunque neutra en sí misma —pues los hechos son
los hechos—, es, sin embargo, una semilla de corrupción y aniquilamiento en las manos
del hombre que ordinariamente no tiene un conocimiento suficiente de la naturaleza
profunda de la Existencia para poder integrar —y por ello neutralizar— los hechos cien-
tíficos dentro de una perspectiva total del mundo; que las consecuencias filosóficas de la
ciencia implican contradicciones fundamentales; que el hombre nunca ha estado tan mal
conocido y tan mal interpretado como a partir del momento en que se le pasó por los
«rayos X» de una psicología fundada en postulados radicalmente falsos y contrarios a su
naturaleza.
La ciencia moderna se presenta en el mundo como el principal o el único factor de la
verdad; de acuerdo con este estilo de certidumbre, conocer a Carlomagno es saber cuán-
to ha pesado su cráneo y cuál ha sido su talla. Desde el punto de vista de la verdad total
—repitámoslo una vez más—, vale mil veces más creer que Dios ha creado el mundo en
seis días y que el más allá se sitúa bajo el disco terrestre o en el cielo que gira, que co-
nocer la distancia de una nebulosa a otra mientras se ignora que los fenómenos no hacen
sino manifestar una Realidad trascendente que nos determina por todas partes y que da a
nuestra condición humana todo su sentido y contenido. Por ello, las grandes tradiciones,
conscientes de que un saber prometeico llevaría a la pérdida de la verdad esencial y sal-
vadora, nunca han prescrito ni estimulado esta acumulación de conocimientos comple-
tamente exteriores y de hecho mortales para el hombre. Se afirma corrientemente que tal
o cual proeza científica «honra al género humano» y otras necedades de este género,
como si el hombre honrase a su naturaleza de modo diferente que superándose y cómo
28
Frithjof Schuon, Sobre los mundos antiguos
Si el incrédulo se rebela contra la idea de que todos sus actos serán pesados, que será
juzgado y eventualmente condenado por un Dios que no llega a comprender, que deberá
expiar sus faltas e incluso simplemente su pecado de indiferencia, es porque no tiene el
sentido del equilibrio inmanente ni el de la majestad de la Existencia y en particular del
estado humano. Existir no es poca cosa; la prueba es que nadie podría sacar de la nada
un solo grano de polvo; y tampoco la conciencia; no podríamos dar ni una parcela a un
objeto inanimado. El hiato entre la nada y el menor objeto es absoluto y, en el fondo, ahí
está la «absolutidad» de Dios9.
Lo que hay de atroz en los que afirman que «Dios ha muerto» o incluso que ha sido
«enterrado»10, es que por ello se colocan forzosamente en el lugar de lo que niegan: lo
quieran o no, llenan psicológicamente el vacío dejado por la noción de Dios, lo que pro-
visionalmente —y paradójicamente— les confiere una falsa superioridad e incluso una
especie de carácter pseudo-absoluto, o una especie de falso realismo de rasgos altivos y
glaciales y, si es preciso, falsamente modestos. De repente, su existencia —y la del
mundo— está terriblemente sola frente al vacío dejado por el «Dios inexistente»11; es el
mundo y ellos mismos —ellos, ¡los cerebros del mundo!— quienes en lo sucesivo so-
portan el peso del Ser universal en lugar de descansar en Él como lo exigen la naturale-
za humana y, antes que nada, la verdad. Su pobre existencia individual —no la Existen-
9
Recordemos que Dios como Sobre-Ser, o Sí mismo suprapersonal, es absoluto en un sentido intrín-
seco, mientras que el Ser o la Persona divina es extrínsecamente absoluto, es decir, que lo es en relación
con su manifestación o con las criaturas, pero no en sí mismo, ni para el Intelecto que «penetra las pro-
fundidades de Dios».
10
Hay católicos que no dudan en pensar otro tanto de los Padres griegos y los escolásticos, sin duda
para compensar un cierto «complejo de inferioridad».
11
En realidad, Dios tampoco es «existente», en el sentido de que no podría reducirse a la existencia
de las cosas. Sería necesario decir, para especificar que esta reserva no indica nada privativo, que Dios es
«no-existente».
29
Frithjof Schuon, Sobre los mundos antiguos
cia como tal en tanto participan en ella y que les parece por lo demás «absurda» en la
medida en que tienen una idea de ella12, su existencia, está condenada a una especie de
divinidad, o más bien a un simulacro de divinidad, y de ahí esta apariencia de superiori-
dad de la que hablábamos, esta seguridad marmórea que se combina de buena gana con
una caridad hinchada de amargura y dirigida en el fondo contra Dios.
El aislamiento engañoso de que se trata explica la mística de la «nada» y la «angus-
tia» como también la receta asombrosa de la acción liberadora, esto es, del «compromi-
so»: privado de la «existenciación» divina o creyendo estarlo, el hombre debe sustituir-
la, so pena de hundirse en su propia nada, por un sucedáneo de «existencia», precisa-
mente la acción «comprometida»13. Pero en el fondo todo esto no es más que una capi-
tulación imaginativa y sentimental ante la máquina: puesto que la máquina sólo tiene
valor por lo que produce, el hombre no existe más que por lo que hace, no por lo que es;
ahora bien, el hombre definido por la acción ya no es un hombre, es un castor o una
hormiga.
En el mismo orden de ideas, es preciso señalar la necesidad de falsos absolutos en
todos los planos, de ahí el tonto dramatismo de los artistas modernos; el hombre anti-
guo, que tenía el sentido de la relatividad de los valores y que ponía cada cosa en su
lugar, aparece entonces como mediocre, «complaciente» e hipócrita. El fervor místico
que está en la naturaleza humana es desviado de sus objetos normales y absurdamente
dilapidado; se le coloca en una naturaleza muerta o en una pieza de teatro, o en las tri-
vialidades que caracterizan el reino de la máquina y de la masa.
Independientemente del ateísmo doctrinal y de las especialidades culturales, el hom-
bre moderno se mueve en el mundo como si la Existencia no fuese nada o como si la
hubiese inventado; para él es una cosa tan banal como el polvo bajo sus pies —tanto
más que ya no tiene conciencia del Principio trascendente e inmanente a la vez—, y
dispone de ella con seguridad y descuido en una vida desacralizada y, por tanto, insigni-
ficante. Todo se concibe a través de un tejido de contingencias, de relaciones, de prejui-
cios: ningún fenómeno se considera ya en sí mismo, en su ser, ni se capta en su raíz; lo
contingente ha usurpado el rango de lo absoluto; el hombre ya casi no razona más que
en función de su imaginación falseada por las ideologías de una parte y el ambiente arti-
ficial de otra. Por esto, las doctrinas escatológicas, con todo lo que tienen de excesivo
para la sensibilidad de los que sólo tienen por evangelio su materialismo y su disipación
12
Esta idea se reduce a la percepción del mundo y de las cosas; es pues completamente indirecta.
13
Se olvida que los sabios o los filósofos que han determinado la vida intelectual de los siglos o los
milenios —no hablamos de los Profetas— no estaban «comprometidos» en absoluto, o más bien, que su
«compromiso» estaba en su obra, lo que es plenamente suficiente; pensar lo contrario es querer reducir la
inteligencia o la contemplación a la acción, lo que está dentro de la línea existencialista.
30
Frithjof Schuon, Sobre los mundos antiguos
y cuya vida no es sino una huida ante Dios, dan la medida de la situación cósmica del
hombre; lo que las Revelaciones quieren de nosotros y lo que el Cielo nos impone o
inflige, es lo que somos en realidad, lo pensemos o no; lo sabemos en el fondo de noso-
tros mismos, por poco que nos descarguemos de la monstruosa acumulación de imáge-
nes falsas que se ha instalado en nuestra mente. Sería preciso volver a ser capaces de
captar el valor de la Existencia y, en la multitud de los fenómenos, el sentido del hom-
bre; sería necesario volver a encontrar las medidas de lo real. Nuestras reacciones hacia
las escatologías tradicionales —o hacia la que nos concierne— dan la medida de nuestra
comprensión del hombre.
Hay en el hombre algo que puede concebir el Absoluto e incluso alcanzarlo y que,
en consecuencia, es absoluto. Partiendo de este dato, se puede medir toda la aberración
de los que encuentran completamente natural tener el derecho o la oportunidad de ser
hombre, pero que quieren serlo al margen de la naturaleza integral del hombre y las acti-
tudes que implica. Por supuesto, la posibilidad paradójica de negarla forma igualmente
parte de esta naturaleza —pues ser hombre, es ser libre en el sentido de lo «relativamen-
te absoluto»—, de la misma manera que es una posibilidad humana el aceptar el error o
arrojarse a un abismo.
Hemos dicho antes que los «descreídos» ya no tienen el sentido de la nada ni de la
existencia, que ya no conocen el precio de ésta y que nunca la miran en relación con la
nada de la que se separa milagrosamente. Los milagros propiamente dichos no son en
suma más que variantes particulares de este milagro inicial —y presente por todas par-
tes— que es el hecho de existir; lo milagroso y lo divino están en todo; la mentalidad
humana es la que está ausente.
En el fondo, no hay más que tres milagros: la existencia, la vida, la inteligencia; con
esta última la curva que brota de Dios se cierra sobre sí misma, al igual que un anillo
que en realidad nunca ha salido del Infinito.
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Frithjof Schuon, Sobre los mundos antiguos
no es un bien total sino por sus elementos invisibles que la determinan positivamente.
Por varios motivos, cualquier sociedad humana es mala; si se le quita todo carácter tras-
cendente —lo que equivale a deshumanizarla, ya que este carácter es esencial al hombre
mientras dependa de un consentimiento libre— se priva al mismo tiempo a la sociedad
de toda su razón de ser, y no queda más que un montón de hormigas, en absoluto supe-
rior a otro montón de hormigas, puesto que las necesidades vitales y, en consecuencia,
el derecho a la vida siguen siendo los mismos en todas partes, se trate de hombres o
insectos. Es un error de lo más pernicioso creer que la colectividad humana, por una
parte, y el bienestar de esta colectividad, por otra, representan un valor absoluto y, por
tanto, un fin en sí mismos.
Las civilizaciones tradicionales, como hechos sociales y aparte de su valor intrínseco
—no hay en ello una rigurosa delimitación—, son, a pesar de sus inevitables imperfec-
ciones, diques levantados contra la marea creciente de la mundanidad, del error, la sub-
versión y la caída renovada sin cesar; esta caída es cada vez más agobiante, pero será
vencida a su vez por la irrupción final del fuego divino, ese fuego del que las tradiciones
eran ya las cristalizaciones terrestres. Rechazar los marcos tradicionales a causa de los
abusos humanos equivale a admitir que los fundadores de las religiones no sabían lo que
hacían y también que los abusos no están en la naturaleza humana, que son, pues, evita-
bles incluso en sociedades que cuentan con millones de hombres, y que se pueden evitar
gracias a medios puramente humanos, lo que constituye la contradicción más flagrante
que se pueda imaginar.
En cierto sentido, el pecado de Adán fue un pecado de curiosidad. A priori, Adán ve-
ía las contingencias con el criterio de su vinculación a Dios y no en sí mismas. Lo que
se considera con este criterio está más allá del mal; por ello desear ver la contingencia
en sí misma es desear ver el mal y también el bien como contraste del mal. Por el hecho
de este pecado de curiosidad —Adán quería ver el «reverso» de la contingencia—, el
propio Adán y el mundo entero cayeron en la contingencia como tal; la ligadura con la
Fuente divina estaba rota, se hacía invisible; el mundo era de repente exterior a Adán,
las cosas se habían hecho opacas y pesadas, eran como fragmentos ininteligibles y hosti-
les. Y este drama se repite siempre de nuevo, tanto en la historia colectiva como en la
vida de los individuos.
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Frithjof Schuon, Sobre los mundos antiguos
14
Un hadit dice: «Me refugio junto a Dios ante una ciencia que no me sirve de nada», y otro: «Uno
de los títulos de nobleza del muslim es no ocuparse de lo que no le concierne.» Hay que permanecer en la
inocencia primordial, no querer conocer el Universo en detalle. Esta sed de saber —Buda lo ha dicho—
retiene al hombre en el samsara.
15
«Estáis dominados por el deseo de poseer siempre más…» (Corán, 102, 1.)
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Frithjof Schuon, Sobre los mundos antiguos
16
Y la luna es el cerebro, que se identifica macrocósmicamente —si el sol es el Ser— con el reflejo
central del Principio en la manifestación, reflejo susceptible de «aumento» y «disminución» en función de
su contingencia y por consiguiente de las contingencias cíclicas. Estas correspondencias son de tal com-
plejidad —al poder tomar un mismo elemento significados diversos— que no podemos señalarlas más
que de pasada. Limitémonos a subrayar que el sol representa también, y forzosamente, al Espíritu divino
manifestado y que por esta razón debe «disminuir» al ponerse y «aumentar» al salir. Da luz y calor porque
es el Principio y se pone porque no es más que la manifestación. La luna en este caso es el reflejo perifé-
rico de esta manifestación. Cristo es el sol y la Iglesia es la luna. «Es ventajoso para vosotros que me
vaya», pero «el Hijo del hombre regresará…»
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Frithjof Schuon, Sobre los mundos antiguos
17
La Substancia o Materia prima.
18
Expresión que René Guenon empleó al hablar de la realización de la «Identidad suprema». Es plau-
sible que la deificación se parezca —en dirección inversa— a su antípoda, la creación.
35
Frithjof Schuon, Sobre los mundos antiguos
19
No se trata exclusivamente de una bhakti, de una vía afectiva y sacrificial, sino simplemente del
hecho de preferir Dios al mundo, sea cual sea el modo de esta preferencia; el «amor» de las Escrituras
engloba en consecuencia también las vías sapienciales.
20
Fenelón ha visto con razón en la indiferencia la más grave de las enfermedades del alma.
21
Los gajililn del Corán.
22
III, 16.
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Frithjof Schuon, Sobre los mundos antiguos
23
Efímera: se dice de la planta que cumple el ciclo de su vida en un período muy corto. (N del T.)
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Frithjof Schuon, Sobre los mundos antiguos
al igual es imposible —desde este solo punto de vista— contemplar y actuar a la vez24.
El hombre caído es el hombre arrastrado por la acción y encerrado en ella, y por esto
también es el hombre del pecado; la alternativa moral viene menos de la acción que del
exclusivismo de ésta, es decir, del individualismo y su ilusoria «extraterritorialidad»
frente a Dios; la acción se hace en cierta manera autónoma y totalitaria, cuando debería
insertarse en un contexto divino, en un estado de inocencia que no podría separar el acto
de la contemplación.
El hombre de la caída está a la vez comprimido y descuartizado por dos pseudo-
absolutos: el «yo» que pesa y la «cosa» que disipa, el sujeto y el objeto, el ego y el
mundo. Desde el despertar por la mañana el hombre se da cuenta que él es y en seguida
piensa en tal o cual cosa; entre el ego y el objeto hay un vínculo, que lo más normal-
mente es la acción y de ahí el ternario que se contiene en esta frase: «Yo hago esto», o
lo que equivale a lo mismo: «Yo quiero esto». El ego, el acto y la cosa son prácticamen-
te tres ídolos, tres pantallas que ocultan el Absoluto; el sabio es el que coloca el Absolu-
to en lugar de estos tres términos: en él es Dios quien es la Personalidad trascendente y
real, el Principio del «yo»25; el acto es la Afirmación de Dios, en el sentido más amplio,
y el objeto es Dios todavía26; es lo que realiza, de la manera más directa posible, la ora-
ción —o la concentración— quintaesencial, que engloba virtual o efectivamente toda la
vida y el mundo por entero; en un sentido más exterior y general cualquier hombre debe
ver los tres elementos «sujeto», «acto» y «objeto» en Dios en la medida en que es capaz
de ello por sus dones y por la gracia.
El hombre de la caída es un ser fragmentario y por ello hay para él un peligro de
desviación; pues quien dice fragmentario dice desequilibrado, propiamente hablando.
En términos hindúes, se dirá que el hombre primordial, Hamsa, estaba todavía sin casta;
24
Esto es lo que expresa la tragedia de Hamlet: había hechos y acciones, y exigencias de acción, pero
el héroe de Shakespeare veía a través de todo esto, no veía más que los principios o las ideas; se hundía en
las cosas como en un pantano; su misma vanidad, o su irrealidad, le impedía actuar, disolvía su acción;
tenía frente a él no un mal determinado, sino el mal como tal, y se estrelló contra la inconsistencia, el
absurdo, la incomprensión del mundo. La contemplación o aleja de la acción haciendo desaparecer los
objetos de ésta, o vuelve la acción perfecta haciendo aparecer a Dios en el agente; la contemplatividad de
Hamlet había desenmascarado al mundo, pero todavía no se había fijado en Dios; estaba como suspendida
entre dos planos de realidad. En cierto sentido el drama de Hamlet es el de la nox profunda; quizás es
también, en un sentido más exterior, el drama del contemplativo que está obligado a la acción, pero que
no tiene vocación para ésta; es ciertamente un drama de la profundidad frente a la ininteligibilidad de la
comedia humana.
25
El «Cristo en mí», como decía San Pablo.
26
Esto se corresponde con el ternario sufí: «el invocante», la invocación, lo Invocado» (Dakir, dikr,
Madkur).
38
Frithjof Schuon, Sobre los mundos antiguos
27
En ciertas disciplinas es el guru quien hace función de Dios, lo que equivale prácticamente a lo
mismo en consideración a los datos —y a los imponderables— del clima espiritual de que se trata.
28
Es obvio que este adjetivo, que aquí es sinónimo de «mortal», no tiene más que una función com-
pletamente provisional e indicativa cuando interviene en el mismo marco de la contingencia.
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Frithjof Schuon, Sobre los mundos antiguos
es exteriormente conforme a una moral, o a todas las morales, pero interiormente opues-
to a la Naturaleza divina, como la hipocresía. Llamamos «pecado» a un acto que prime-
ramente se opone a la Naturaleza divina en una u otra de sus formas o modos —
pensamos aquí en las cualidades divinas y en las virtudes intrínsecas que las reflejan—,
y en segundo lugar, el acto que engendra en principio sufrimientos póstumos; decimos
«en principio», pues de hecho la penitencia y los actos positivos de una parte y la Mise-
ricordia divina de otra borran los pecados, o pueden borrarlos. Llamamos «moral» a una
Legislación sagrada en tanto ordena ciertos actos y prohibe otros, con independencia de
la profundidad y la sutilidad que las definiciones puedan tener según las doctrinas; esta
reserva significa que la India y el Extremo Oriente tienen de la «transgresión» y la
«Ley» concepciones más matizadas que el Occidente semita y europeo, en el sentido de
que en Oriente se tiene ampliamente en cuenta la virtud compensatoria del conocimien-
to, «agua lustral sin parecido a nada», como dicen los hindúes, y que la intención des-
empeña un papel más importante que la mayoría de los occidentales imaginan, de tal
modo que puede ocurrir, por ejemplo, que un guru ordene, provisionalmente, y con vis-
tas a una determinada operación de alquimia espiritual29, actos que, sin perjudicar a na-
die, son contrarios a la Ley30; pero una Legislación implica una moral y el hombre como
tal está hecho de forma que distinga con razón o sin ella entre un «bien» y un «mal», es
decir, que su perspectiva es forzosamente fragmentaria y analítica. Por lo demás, cuando
decimos que unos actos son opuestos a la «Naturaleza divina», lo hacemos con la reser-
va de que metafísicamente nada puede oponerse a esta naturaleza, lo que el Islam expre-
sa al afirmar que nada podría salir de la Voluntad divina, ni siquiera el pecado31; estas
ideas se acercan a las perspectivas no semitas que siempre insisten con fuerza en la rela-
tividad de los fenómenos y la variabilidad de las definiciones según los aspectos.
Esta concepción esencial y casi informal del pecado es la que explica la ausencia, en
una tradición que ha permanecido «arcaica» como el Shinto, y por tanto «inarticulada»
en gran medida, de una doctrina elaborada del pecado; las reglas de pureza son los so-
portes de una virtud primordial sintética, superior a las acciones y obligada a conferirles
una cualidad espiritual. Mientras que las morales semitas parten de la acción —por lo
menos al margen del esoterismo— y parecen captar o incluso definir la virtud a partir de
la acción, la moral sintoísta y las morales análogas32 parten de la virtud interior y global
29
El Islam no ignora este punto de vista como lo atestigua la historia coránica del sabio misterioso
que escandaliza a su discípulo con actos de intención secreta pero exteriormente ilegales.
30
O más precisamente a las «prescripciones» tal y como existen en el hinduismo, y en occidente en el
judaísmo sobre todo; no podrían tratarse de infracciones graves contra el orden público.
31
El cristianismo lo admite igualmente, por la fuerza de las cosas, pero poniendo menos insistencia.
32
Uno se podría preguntar si se trata todavía de «moral» en sentido propio, pero esto es una cuestión
40
Frithjof Schuon, Sobre los mundos antiguos
de terminología que poco nos importa desde el momento en que hemos precisado los modos.
41
Frithjof Schuon, Sobre los mundos antiguos
nar la inocencia y la confianza de los niños con el desapego y la resignación de los an-
cianos; las dos edades se vuelven a encontrar en la contemplación y después en la
proximidad de Dios: la infancia está «todavía» cercana a Él y la vejez lo está «ya». El
niño puede encontrar su felicidad en una flor igual que el anciano; los extremos se tocan
y el círculo espiroidal se vuelve a cerrar en la Misericordia.
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Frithjof Schuon, Sobre los mundos antiguos
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Frithjof Schuon, Sobre los mundos antiguos
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Frithjof Schuon, Sobre los mundos antiguos
de Dios» y que éste se expande, por su aseidad o por su misma esencia, en las formas
del mundo, sería una concepción propiamente «pagana» —que por lo demás no duda-
mos que haya existido por doquier incluso entre los antiguos—, y para evitarla hay que
tener un conocimiento que es intrínsecamente lo que sería, en el plano de las ideas, una
combinación entre la cosmosofía helenista y la teología judeocristiana, al hacer función
estas dos perspectivas recíprocamente de piedra de toque frente a la verdad total. Meta-
físicamente hablando, el «creacionismo» semítico y monoteísta, desde que se coloca
como verdad exclusiva y absoluta, es casi tan falso como el panteísmo; decimos «meta-
físicamente» porque se trata del conocimiento total y no de la única oportunidad de sal-
vación, y decimos «casi» porque una semiverdad que tiende a salvaguardar la trascen-
dencia de Dios en detrimento de la inteligibilidad metafísica del mundo es menos erró-
nea que una semiverdad que tiende a salvaguardar la naturaleza divina del mundo en
detrimento de la inteligibilidad de Dios.
Si los polemistas cristianos no han comprendido que la posición de los sabios grie-
gos no hacía sino completar esotéricamente la noción bíblica de la creación, los pole-
mistas griegos tampoco han comprendido la compatibilidad entre los dos modos de ver;
es verdad que una incomprensión llama en ocasiones a otra, pues es difícil penetrar la
intención profunda de un concepto extraño cuando aquélla queda implícita y cuando,
por añadidura, este concepto se presenta como el que debe reemplazar verdades, quizás
parciales, pero en todo caso evidentes para los que las aceptan tradicionalmente. Una
verdad parcial puede ser insuficiente desde uno u otro punto de vista, pero es una ver-
dad.
Para comprender bien el sentido de este diálogo que por varios motivos no fue más
que la confrontación de dos monólogos, hay que tener en cuenta lo siguiente: para los
cristianos no había conocimiento posible sin amor, es decir, que para ellos la gnosis no
era válida sino a condición de insertarse en una experiencia unitiva; al margen de la rea-
lidad espiritual vivida, el conocimiento intelectual del Universo no tenía para ellos nin-
gún sentido; pero, en definitiva, los cristianos debieron reconocer los derechos del co-
nocimiento teórico, por tanto conceptual y anticipado, lo que hicieron al tomar de los
griegos elementos de esta ciencia, no sin maldecir a veces al helenismo como tal, con
tanta ingratitud como inconsecuencia. Si podemos permitirnos una formulación simple y
algo sumaria, diremos que para los griegos la verdad es lo que es conforme a la natura-
leza de las cosas; para los cristianos la verdad es lo que lleva a Dios. Esta actitud cris-
tiana, en lo que tenía de exclusivo, debía aparecer a los griegos como una «locura»; a
los ojos de los cristianos la actitud de los griegos consistía en ver en el pensamiento un
fin en sí mismo, al margen de cualquier relación personal con Dios; en consecuencia,
45
Frithjof Schuon, Sobre los mundos antiguos
era una «sabiduría según la carne», puesto que no regeneraba por sí sola la voluntad
caída e impotente y, por el contrario, alejaba por su suficiencia de la sed de Dios y la
salvación. Para los griegos las cosas son lo que son, sea cual sea el partido que saque-
mos de ellas; para los cristianos —esquemáticamente hablando y a priori—, sólo nues-
tra relación con Dios tiene sentido. Se podría reprochar a los cristianos un modo de ver
demasiado voluntarista e interesado y a los griegos, por una parte, un pensamiento de-
masiado «juguetón», y por otra, un perfeccionismo demasiado racional y humano; en
ciertos aspectos fue la disputa entre un canto de amor y un teorema de matemáticas.
Podríamos quizás decir también que los helenistas tenían razón más bien en principio y
los cristianos más bien de hecho, al menos en cierto aspecto que se adivinará sin trabajo.
Los gnósticos cristianos admitían forzosamente las anticipaciones doctrinales de los
misterios divinos, pero con la condición —no se podría dejar de insistir demasiado en
ello— de que se encuentren en conexión casi orgánica con la experiencia espiritual de la
gnosis-amor; conocer a Dios es amarle o más bien, puesto que el punto de partida escri-
tural es el amor, amar a Dios perfectamente es conocerlo. Conocer era a priori concebir
verdades sobrenaturales, pero haciendo participar todo nuestro ser en esta comprensión;
era, pues, amar la divina quintaesencia de toda gnosis, esta quintaesencia que es «amor»
porque es a la vez unión y beatitud. La escuela de Alejandría era tan cristiana como la
de Antioquía, en el sentido de que veía en la aceptación de Cristo la condición sine qua
non de la salvación; sus bases eran perfectamente paulinas. Para San Pablo la gnosis
conceptual y expresable es «algo parcial» (ex parte) y «toma fin» cuando «llegará lo
que es perfecto»1, es decir, la totalidad de la gnosis que por el mismo hecho de su totali-
dad es el «amor» (caritas), el prototipo divino de la gnosis humana; para el hombre hay
una distinción —o un complementarismo— entre el amor y el conocimiento, mientras
que en Dios esta polaridad está superada y unificada. En la perspectiva cristiana se lla-
mará «amor» a este grado supremo, pero en otra perspectiva —particularmente la védi-
ca— también se podría llamar «conocimiento» y afirmar no que el conocimiento en-
cuentra su totalización o su exaltación en el amor, sino, por el contrario, que el amor
(bhakti), cosa individual, encuentra su sublimación en el conocimiento puro (jnana),
cosa universal; esta segunda manera de expresarse está en conformidad directamente
con la perspectiva sapiencial.
La protesta cristiana se justifica sin discusión posible en cuanto tiene como perspec-
tiva el lado «humanista» del helenismo «clásico» y la ineficacia mística de la filosofía
como tal; en cambio, no es lógico reprochar a los griegos una divinización del cosmos
1
1 Cor 13,8.
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Frithjof Schuon, Sobre los mundos antiguos
2
El Islam, conforme a su carácter «paraclético», refleja esta perspectiva que por otra parte es la del
Vedanta y cualquier otra forma de gnosis— de modo semítico y religioso y la realiza con más facilidad
dentro de su esoterismo; el musulmán, como el helenista, ante todo pregunta: ¿Qué debo conocer y admi-
tir, teniendo en cuenta que tengo una inteligencia capaz de objetividad y totalidad? y no a priori. ¿Qué
debo querer, puesto que tengo una voluntad libre pero caída?
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Frithjof Schuon, Sobre los mundos antiguos
3
Pitágoras es todavía el Oriente ario; Sócrates-Platón no son ya completamente este Oriente —en
realidad ni «oriental» ni «occidental» al no tener sentido esta diferenciación para la Europa arcaica—,
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Frithjof Schuon, Sobre los mundos antiguos
pero tampoco son aún el Occidente, mientras que con Aristóteles Europa comienza a hacerse específica-
mente «occidental» en el sentido corriente y cultural del término. El Oriente —o un cierto Oriente—
irrumpe con el Cristianismo, pero el Occidente aristotélico y cesáreo acabó por prevalecer, para escapar a
fin de cuentas tanto a Aristóteles como a César, pero por lo bajo. Subrayemos en este momento que todas
las modernas tentativas teológicas de «superar» el aristotelismo no pueden tender más que hacia lo bajo,
habida cuenta de la falsedad de sus motivos implícitos o explícitos; lo que en el fondo se persigue es una
capitulación elegante ante el cientificismo evolucionista, la máquina, el socialismo activista y demagógi-
co, el psicologismo destructor, el arte abstracto y el surrealismo, en suma el modernismo en todas sus
formas —este modernismo que es cada vez menos un «humanismo», puesto que se deshumaniza, o este
individualismo que es cada vez más infra-individual. Los modernos, que no son pitagóricos ni védicos,
son seguramente los últimos en poder quejarse de Aristóteles.
4
Vaishêshika y Sânkhya: dos de los criterios doctrinales (darshanas) del conocimiento tradicional
hindú. El Vaishêshika está constituido por el conocimiento de las cosas individuales como tales, contem-
pladas de modo distintivo, dentro de su existencia contingente. El Sânkhya se relaciona con la manifesta-
ción universal considerada sintéticamente a partir de los principios que determinan su producción y de los
que extrae toda su realidad. (Vid. René GUENON, Introduction générale à l’étude des doctrines
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Frithjof Schuon, Sobre los mundos antiguos
Se ha dicho y repetido que los helenistas y los orientales —los espíritus «platónicos»
en el sentido más amplio— se hacen culpables de rechazar «orgullosamente» a Cristo, o
que intentan escapar a sus «responsabilidades» —¡una vez más y como siempre!— de
criatura hacia el Creador encerrándose en su propio centro, donde pretenden encontrar,
en su puro ser, la esencia de las cosas y la Realidad divina; de este modo diluyen, según
parece, la cualidad de criatura y al mismo tiempo la del Creador en una especie de im-
50
Frithjof Schuon, Sobre los mundos antiguos
personalismo panteísta, lo que equivale a decir que arruinan la relación «que comprome-
te» entre el Creador y la criatura. En realidad, las «responsabilidades» son relativas al
igual que nosotros mismos somos relativos dentro de nuestra particularidad existencial;
pero no podrían ser menos relativas —o «más absolutas»— que el sujeto con el que se
relacionan. Aquel que, por la gracia del Cielo, llega a escapar de la tiranía del ego está
desligado por ese mismo motivo de las responsabilidades que el ego implica; Dios se
muestra como Personalidad creadora en la medida —o desde el punto de vista— en que
somos «criatura» e individuo, pero esto es precisamente una reciprocidad que está lejos
de agotar toda nuestra naturaleza ontológica e intelectual, es decir, que esta naturaleza
no se deja definir exhaustivamente por las nociones del «deber», del «derecho», o por
otros encadenamientos de este género. Se ha dicho que el «rechazo» por parte de los
espíritus «platónicos» del don crístico constituye la perversidad más sutil y luciferina de
la inteligencia; este argumento, nacido de un instinto de conservación mal inspirado,
pero comprensible a su nivel, se vuelve fácilmente contra los que lo utilizan y con mu-
cha más pertinencia: en efecto, si a cualquier precio se quiere obligarnos a comprobar
algo de la perversión mental, lo veremos en los que entienden sustituir el Absoluto por
un Dios personal y por tanto relativo, y los principios metafísicos por fenómenos tempo-
rales, y ello no en función de una fe ingenua que no pide nada a nadie, sino en el marco
de la erudición más exigente y de la pretensión intelectual más totalitaria. Si hay un
abuso de la inteligencia es en el hecho de sustituir lo Absoluto por lo relativo, o la Subs-
tancia por el accidente, con el pretexto de poner lo «concreto» por encima de lo «abs-
tracto»6; no es en el rechazo —en nombre de los principios trascendentes e inmuta-
bles— de una relatividad presentada como «absolutidad».
El malentendido entre cristianos y helenistas se reduce en amplia medida a una falsa
alternativa: en efecto, el hecho de que Dios resida en nuestro «ser» más profundo —o en
el fondo transpersonal de nuestra conciencia—, y que en principio podamos realizarlo
con ayuda del intelecto puro y teomorfo no excluye en absoluto que esta Divinidad in-
manente e impersonal se afirme igual y simultáneamente como objetiva y personal, y
que nada podamos sin su gracia, a pesar del carácter esencialmente «divino» del Intelec-
to en el que participamos natural y sobrenaturalmente.
Es perfectamente verdadero que el individuo humano es una persona concreta y de-
terminada y responsable ante un Creador, un Legislador personal y omnisciente; pero
también es completamente verdad —por decir lo menos— que el hombre es sólo una
modalidad, como si dijéramos, exterior y coagulada de la Divinidad impersonal y per-
6
En realidad es un abuso de lenguaje calificar de «abstracto» todo lo que está por encima del orden
fenoménico.
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Frithjof Schuon, Sobre los mundos antiguos
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7
En otras palabras: si los unos no pueden negar lógicamente que hay hombres que se salvan nadando,
los otros no pueden negar que hay hombres que no se salvan si no se les tiende una vara.
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Frithjof Schuon, Sobre los mundos antiguos
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Frithjof Schuon, Sobre los mundos antiguos
CHAMANISMO PIEL-ROJA
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Frithjof Schuon, Sobre los mundos antiguos
1
Con excepción de los mexicanos y los peruanos, que representan filiaciones tradicionales más tardí-
as —«atlantinas», según cierta terminología— y que por este hecho ya no dependen del aire del «Pájaro-
Trueno».
2
No confundir con los Tao-Shi, que son monjes contemplativos.
3
La demarcación entre el Mön-Po y el Lamaismo no siempre está clara, al haberse influido recípro-
camente estas tradiciones.
56
Frithjof Schuon, Sobre los mundos antiguos
años; que tenía con frecuencia charlas con ellos y fumaba con ellos, dándoles leyes que
debían observar y les enseñaba cómo cazar y cómo plantar el maíz; pero que, como con-
secuencia de su desobediencia, se alejó de ellos y les abandonó a las vejaciones del Mal
Espíritu, que desde entonces ha sido la causa de toda su decadencia y todas sus desgra-
cias. Creen que el Gran Espíritu tiene un carácter demasiado sublime para ser el autor
directo del mal y que continúa enviando a sus hijos rojos —a pesar de sus ofensas—
todas las bendiciones de las que gozan; en respuesta a esta solicitud paternal, son real-
mente filiales y sinceros en sus devociones y ruegan por lo que tienen necesidad y dan
gracias por lo que han recibido. En todas las tribus que he visitado, he encontrado la
creencia en una vida futura con recompensas y castigos… Esta convicción de deber
cuentas al Gran Espíritu hace que los indios sean generalmente escrupulosos y fervien-
tes en sus creencias y observancias tradicionales, y es un hecho digno de señalar que no
se encuentra entre ellos ni frialdad o indiferencia, ni hipocresía respecto a las cosas sa-
gradas…»4.
Otro testimonio, que proviene esta vez de una fuente cristiana, es el siguiente: «La
creencia en un Ser supremo está firmemente arraigada en la cultura de los chippewas.
Este Ser, llamado Kîchê Manitô o Gran Espíritu, estaba muy alejado de ellos. Raramen-
te se le dirigían plegarias directas a él solo y no se le ofrecían sacrificios más que en la
fiesta de los iniciados Midewiwin. Mis informadores hablaban de él con un tono de su-
misión y extrema reverencia. «Él ha colocado todo sobre la tierra y cuida de todo», aña-
dió un anciano, el hombre-medicina más poderoso de la Reserva del lago de la Oreja
Corta. Una anciana mujer de la Reserva afirmó que al rezar, los antiguos indios se diri-
gían primero a Kîchê Manitô y en seguida «a los otros grandes espíritus, los kîchî ma-
nitô, que habitan en los vientos, la nieve, el trueno, la tempestad, los árboles y en cada
cosa». Un viejo chamán, Vermilion, estaba seguro de que «todos los indios en este país
conocían a Dios mucho tiempo antes de la llegada de los blancos, pero no le pedían co-
sas particulares como lo hacen desde que son cristianos. Esperaban los favores de sus
protectores particulares». Las divinidades menos poderosas que Kîchê Manitô eran las
que habitaban en la naturaleza y los espíritus guardianes… La creencia de los chippewas
en la vida después de la muerte se ha hecho evidente en sus vestidos de sepultura y due-
lo, pero entre ellos hay una tradición según la cual los espíritus van hacia el Oeste des-
pués de la muerte, «hacia el lugar en que el sol se pone» o «hacia las praderas de los
campamentos de la bendición y la felicidad eternas»5.
4
John D. HUNTER, Manners and Customs of Indian Tribes (reedición, Minneápolis, 1957).
5
Sister M. Inez HIGER, Chippewa Child Lije and its Cultural Backround, Washington, 1951. «La re-
ligión era la verdadera vida de las tribus, penetraba todas sus actividades e instituciones… El hecho más
sorprendente, en lo que concierne a los indios de América del Norte, y del que se han dado cuenta dema-
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Frithjof Schuon, Sobre los mundos antiguos
Al no ser nuestro punto de vista el del evolucionismo, para decir lo menos, no po-
dríamos creer en un origen grosero y pluralista de las religiones y no tenemos ninguna
razón para poner en duda el aspecto «monoteísta» de la tradición de los indios6, ya que
siempre el «politeísmo» puro y simple no es más que una degeneración y por tanto un
fenómeno relativamente tardío y en cualquier caso mucho menos extendido de lo que
ordinariamente se cree. El monoteísmo primordial —que no tiene nada de específica-
mente semita y que más bien es un «pan-monoteísmo», pues si no el politeísmo no
habría podido derivar de ello—, este monoteísmo subsiste, o deja huellas en las tribus
más diversas, los pigmeos de Africa entre otras; es lo que los teólogos llaman la «reli-
gión primitiva». En las Américas, los naturales de la Tierra del Fuego, por ejemplo, no
conocen más que un solo Dios que habita más allá de las estrellas, que no tiene cuerpo y
no duerme y las estrellas son sus ojos; siempre ha sido y nunca morirá; ha creado al
mundo y ha dado a los hombres reglas de acción. En los indios del Norte —los de las
Praderas y los Bosques— la Unidad divina sin duda aparece de manera menos exclusiva
y en algunos casos parece incluso velarse, pero no hay en ellos nada comparable con el
politeísmo antropomorfista de los europeos antiguos: ciertamente hay varios «Grandes
Poderes»7, pero estos Poderes están o subordinados a un Poder supremo que se asemeja
siado tarde, es que vivían habitualmente dentro y por la religión, en un grado comparable a la piedad de
los antiguos israelitas en la teocracia.» (Garrick MALLERY, Picture Writing of the American Indians,
10th Annual Report of the Bureau of Ethnography, 1893.) Un autor que vivió sesenta años entre los Choc-
taw escribía: «Reivindico para el indio de América del Norte la religión más pura y las concepciones más
elevadas del Gran Creador…» (John JAMES, My Experience with Indians, 1925). «Llamar simplemente
religiosos a todas estas gentes no da más que una débil idea de la profunda actitud de piedad y devoción
que penetra toda su conducta. Su honestidad es inmaculada y su pureza de intención, así como su obser-
vancia de los ritos de su religión, no sufren ninguna excepción y son extremadamente relevantes. Cierta-
mente están más cerca de una nación de santos que de una horda de salvajes. (Washington IRVING, The
Adventures of Captain Bonneville, 1837.) «Tirawa es un Espíritu intangible, omnipotente y benéfico.
Penetra el universo y es el supremo soberano. De su voluntad depende todo lo que sucede. Puede traer el
bien o el mal; puede dar el éxito o el fracaso. Cualquier cosa se hace con él… nada se emprende sin una
oración al Padre en petición de ayuda.» (George Bird GRINNELL, «Pawnee Mythology», Journal of
American Folklore, vol. VI.) «Los pies-negros creen firmemente en lo Sobrenatural y en el control de los
asuntos humanos por Poderes buenos o malos del mundo invisible. El Gran Espíritu, o Gran Misterio, o
Buen-Poder, está por todas partes y en toda cosa…» (Walter McCLINTOCK, The Old North Trail,
Londres, 1910).
6
En 1770, una mujer visionaria anunció a los sioux oglala que el Gran Espíritu estaba encolerizado
con ellos; en los relatos pictográfícos (winter counts) de los oglala, ese año recibió el nombre de Wakan
Tanka knashkiyan («Gran Espíritu en cólera»); esto sucedió en una época en la que estos sioux no podían
haber sufrido la influencia del monoteísmo blanco.
7
El nombre Wakan-Tanka —literalmente «Gran Sagrado» (wakan = Sagrado) y habitualmente tradu-
cido como «Gran Espíritu» o «Gran Misterio»— también lo ha sido por «Grandes Poderes», plural que es
58
Frithjof Schuon, Sobre los mundos antiguos
mucho más a Brahma que a Júpiter, o son considerados como un conjunto, o una Subs-
tancia sobrenatural, de la que nosotros mismos somos partes, de acuerdo con lo que un
sioux nos ha explicado. Para comprender este último punto, que sería panteísmo si todo
el concepto sólo se redujese a eso, es preciso saber que las ideas sobre el Gran Espíritu
se vinculan o con la realidad «discontinua» de la Esencia y entonces hay trascendenta-
lismo8, o con la realidad «continua» de la Substancia, y en ese caso hay panteísmo; en la
conciencia de los pieles-rojas el aspecto de Substancia predomina no obstante sobre el
de Esencia. A veces se habla de un Poder mágico que anima todas las cosas, compren-
didos los hombres, llamado Manito (algonquino), Orenda (iroques) y coagulándose —o
personificándose según los casos— en las cosas y los seres, comprendidos los del mun-
do invisible y anímico, y cristalizándose igualmente en función de un determinado suje-
to humano, como totem o «ángel guardián» (el orayon de los iroqueses)9 esto es exacto
con la reserva sin embargo de que el calificativo de «mágico» es completamente insufi-
ciente e incluso erróneo en el sentido de que define una causa por un efecto parcial. En
cualquier caso lo que importa retener es que el teísmo indio, al mismo tiempo que no es
un pluralismo de tipo mediterráneo y «pagano», tampoco coincide exactamente con el
monoteísmo abrahamánico, sino que más bien representa una teosofía un tanto «en mo-
vimiento» —en ausencia de una Escritura sagrada— y entroncada con las concepciones
védicas y extremo-orientales; es importante precisar igualmente la insistencia, en esta
perspectiva, sobre los aspectos «vida» y «potencia», que es muy característico de una
mentalidad guerrera más o menos nómada.
Algunas tribus —los algonquinos y los iroqueses sobre todo— distinguen entre el
demiurgo y el Espíritu supremo: este demiurgo tiene con frecuencia un papel algo bur-
lesco, incluso luciferino. Semejante concepción del poder creador y del dispensador
primordial de las artes no es particular de los pieles-rojas, como lo prueban las mitologí-
as del Viejo Mundo, donde las acciones de los titanes estaban al lado de las de los dio-
ses; en lenguaje bíblico diremos que no hay Paraíso terrestre sin serpiente y sin esta úl-
tima no hay caída ni drama humano, ni ninguna reconciliación con el Cielo. Como a
pesar de todo la creación es algo que se aleja de Dios, es preciso que haya en ella una
tendencia deífica, de tal modo que se puede considerar la creación en dos aspectos, uno
divino y otro demiúrgico o luciferino; pero los pieles-rojas mezclan los dos aspectos y
legítimo teniendo en cuenta el sentido polisintético del concepto. En todo caso no es sin razón que los
sioux han sido llamados the Unitarians of the American Indian.
8
Es obvio que entendemos este término según su sentido propio y sin pensar en la filosofía emerso-
niana que lleva este nombre. Por lo demás uno se puede preguntar —dicho sea de paso— si no hay en
Emerson, además del idealismo alemán, una cierta influencia proveniente de los indios.
9
A fin de cuentas es el equivalente del kami del Sintoísmo.
59
Frithjof Schuon, Sobre los mundos antiguos
60
Frithjof Schuon, Sobre los mundos antiguos
Las manifestaciones más eminentes del Gran Espíritu son los puntos cardinales con
el Cénit y el Nadir, o con el Cielo y la Tierra, y después formas tales como el Sol, el
Lucero del Alba, la Roca, el Aguila, el Bisonte; todas estas manifestaciones se encuen-
tran en nosotros mismos y tienen sus raíces en la Divinidad: aunque el Gran Espíritu sea
Uno, implica en Sí-mismo estas cualidades de las que vemos las huellas —y sufrimos
los efectos— en el mundo de las apariencias10.
El Este es la Luz y el Conocimiento y también la Paz; el Sur es el Calor y la Vida y
por tanto el Crecimiento y la Felicidad; el Oeste es el Agua fertilizante, así como la Re-
velación que habla en el relámpago y el trueno; el Norte es el Frío y la Pureza, o la
Fuerza. Así es como el Universo, a cualquier nivel que se le considere —Tierra, Hom-
bre o Cielo—, depende de cuatro determinaciones primordiales: Luz, Calor, Agua y
Frío. Lo que hay de sorprendente en esta calificación de los puntos cardinales es que no
simbolizan claramente ni el cuaternario de los elementos —aire, fuego, agua, tierra— ni
el de los estados físicos correspondientes —sequedad, calor, humedad, frío—, sino que
mezclan o combinan los dos cuaternarios de manera desigual: el Norte y el Sur están
caracterizados respectivamente por el frío y el calor sin representar los elementos tierra
y fuego, mientras que el Oeste corresponde a la vez a la humedad y al agua; el Este re-
presenta la sequedad y ante todo la luz, pero no el aire. Esta asimetría se explica del
siguiente modo: los elementos aire y tierra se identifican, respectivamente, en el simbo-
lismo espacial del universo, con el Cielo y la Tierra y por consiguiente con las extremi-
dades del eje vertical, mientras que el fuego —como fuego sacrificial y transmutador—
es el Centro de todo; si se tiene en cuenta el hecho de que el Cielo sintetiza todos los
aspectos activos de los dos cuaternarios —el de los elementos11 y el de los estados12— y
de que la Tierra sintetiza sus aspectos pasivos, se observará que las definiciones simbó-
10
Los sabios entre los indios nunca ignoran el carácter contingente e ilusorio del cosmos: «He visto
más de lo que puedo decir y he comprendido más de lo que no he visto; pues he visto de una manera sa-
grada las sombras de todas las cosas en el Espíritu y la forma de las formas tal y como deben vivir simul-
táneamente, parecidas a un solo Ser.» «Crazy Horse fue al Mundo donde nada es, salvo los Espíritus (las
Ideas eternas) de todas las cosas. Este es el Mundo real que se encuentra (escondido) tras éste (el nuestro),
y cada cosa que vemos es como una sombra de aquel Mundo.» «Sabía que lo Real estaba lejos (de nuestro
mundo) y que el sueño obscurecido de lo Real estaba aquí abajo.» (HEHAKA SAPA, en Black Elk
Speaks, Lincoln, 1961: traducción española: Los últimos sioux. Ed. Noguer, Barcelona. (N. del T.) Según
Hartley Burr ALEXANDER, «la idea fundamental (del mito mexicano de Quetzalcoatl) es la misma (que
en la mitología de los pieles rojas): la de una fuerza o una potencia casi panteísta que se encarna en los
fenómenos del mundo actual y de la que este mundo no es más que la imagen y la ilusión». (L’art et la
phitosophie des Indiens de l’Amérique du Nord, París, 1926.)
11
Aire, fuego, agua y tierra.
12
Sequedad, calor, humedad y frío.
61
Frithjof Schuon, Sobre los mundos antiguos
licas de las cuatro partes quieren ser una síntesis de los dos polos, uno celestial y otro
terrestre13: el Eje Norte-Sur es terrestre y el Eje Este-Oeste es celeste.
Lo que es común a todos los pieles-rojas es el esquema de la polaridad cuaternaria
de las cualidades cósmicas; pero el simbolismo descriptivo puede variar de un grupo a
otro, sobre todo entre grupos tan diferentes como los sioux y los iroqueses. Para los che-
roquis por ejemplo, que pertenecen a la familia iroquesa, el Este, el Sur, el Oeste y el
Norte, significan respectivamente el éxito, la felicidad, la muerte y la adversidad y están
representados por, el rojo, el blanco, el negro y el azul; para los sioux todos los puntos
cardinales tienen un sentido positivo, siendo los colores —en el mismo orden de suce-
sión— el rojo, el amarillo, el negro y el blanco; pero evidentemente hay una relación
entre el Negro-adversidad y el Negro-purificación, ya que la prueba purifica y fortifica,
o entre Oeste-muerte y el Oeste-revelación al referirse las dos ideas al más allá. Entre
los odjibway, que pertenecen al grupo algonquino, el Este es blanco como la luz, el Sur
verde como la vegetación, el Oeste rojo o amarillo como el sol poniéndose y el Norte
negro como la noche; las asignaciones difieren según las perspectivas, pero el simbo-
lismo fundamental, con su cuaternario y sus polaridades no se ve afectado.
El papel crucial que desempeñan las direcciones del espacio en el rito del Calumet es
bien conocido. Este rito es la oración del indio, en la que el indio habla no sólo por sí
mismo, sino por todas las demás criaturas; el Universo entero reza con el hombre que
ofrece la Pipa a los Poderes, o al Poder.
Mencionemos también los otros grandes ritos del Chamanismo piel-roja, al menos
los principales: la Cabaña para sudar, la Invocación solitaria y la Danza del Sol14; esco-
gemos el número cuatro, no porque marque un límite absoluto, sino porque es sagrado
entre los pieles-rojas y de hecho permite establecer una síntesis que no tiene nada de
arbitrario.
La Cabaña para sudar es el rito purificatorio por excelencia: por él el hombre se pu-
rifica y se hace un ser nuevo. Este rito y el precedente son absolutamente fundamenta-
les; el siguiente también lo es, pero en un sentido algo diferente.
La Invocación solitaria —la «lamentación» o el «envío de una voz»— es la forma
más elevada de la oración; puede ser silenciosa15, según los casos. Es un verdadero reti-
13
Esto significa —si se considera todo este simbolismo a la luz de la alquimia— que en esta polariza-
ción las fuerzas complementarias del «azufre» que «dilata», y del «mercurio», que «disuelve» y «con-
trae», se encuentran en equilibrio; el fuego del centro equivale entonces al fuego hermético en el fondo
del atanor.
14
Los otros ritos tienen un alcance más bien social.
15
Cf. René GUENON, «Silence et solitude», en Etudes Traditionnelles, París, marzo de 1949.
62
Frithjof Schuon, Sobre los mundos antiguos
ro espiritual por el que cada indio debe pasar una vez en su juventud —pero en ese caso
la intención es particular— y que puede renovar en cada momento según la inspiración
de las circunstancias.
La Danza del Sol es en cierto modo la oración de la comunidad entera: para los que
la llevan a cabo significa —al menos esotérica-mente— una unión virtual con el Espíri-
tu solar y por tanto con el Gran Espíritu. Esta danza simboliza la vinculación del alma
con la Divinidad: del mismo modo que el danzante está atado al árbol central —por tiras
de cuero que simbolizan los rayos del sol— el hombre se encuentra unido al Cielo por
un lazo misterioso que el indio antaño sellaba con su sangre, mientras que en nuestros
días se contenta con un ayuno ininterrumpido de tres o cuatro días. El danzante es en
este rito como un águila que vuela hacia el sol: con el silbato hecho con hueso de águila
produce un sonido estridente y lastimero mientras imita en cierta manera el vuelo del
águila con las plumas que lleva en las manos. Esta relación, en cierto modo sacramental,
con el sol deja en el alma una huella indeleble16.
Dentro de las prácticas mágicas de los chamanes hay que distinguir la magia ordina-
ria de lo que podríamos denominar la magia cósmica: esta magia opera mediante las
analogías entre los símbolos y sus prototipos. Por todas partes en la naturaleza, com-
prendido el mismo hombre, encontramos sin duda posibilidades semejantes, substan-
cias, formas, movimientos que se corresponden cualitativa o tipológicamente; por esto
el chamán espera subyugar los fenómenos, que por su naturaleza o por accidente esca-
pan a su influencia, por medio de fenómenos análogos —metafísicamente «idénticos»—
que él mismo crea y que por este hecho se sitúan en su esfera de actividad; quiere obte-
ner la lluvia, la detención de una tempestad de nieve, la llegada de los bisontes, la cura-
ción de una enfermedad, con la ayuda de formas, colores, ritmos, encantaciones, melo-
días sin palabras. Pero todo esto sería insuficiente sin el extraordinario poder de concen-
tración del chamán, poder que no puede obtenerse sino por un largo entrenamiento en la
soledad, el silencio y el contacto con la naturaleza virgen17; también puede obtenerse
gracias a un don particular y por intervención de una influencia celestial18. Detrás de
cada fenómeno sensible hay una realidad de orden anímico que es independiente de las
16
Todos estos ritos han sido descritos por HEHARA SAPA en La Pipa sagrada. Los siete ritos secre-
tos de los indios sioux, Madrid, Taurus, 1980. S. S. el Jagadguro de Conjeevaram, habiendo leído este
libro (La Pipa sagrada), señaló a uno de nuestros amigos que los ritos de los pieles rojas presentan sor-
prendentes analogías con algunos ritos védicos.
17
Desde que los hombres-medicina habitan en casas —nos ha dicho un Shoshoni— se han vuelto im-
puros y han perdido mucho de su poder.
18
Como en el caso de Héhaka Sapa.
63
Frithjof Schuon, Sobre los mundos antiguos
limitaciones del espacio y del tiempo; al ponerse en contacto con esas realidades, o con
esas raíces sutiles o suprasensibles de las cosas, es como el chamán puede influir en los
fenómenos naturales o predecir el porvenir. Todo esto parecerá extraño, por decir lo
menos, al lector moderno, cuya imaginación lleva otras impresiones y obedece a otros
reflejos que la del hombre medieval o arcaico y cuyo subconsciente, es preciso decirlo
con claridad, está viciado por una multitud de prejuicios con pretensión intelectual o
científica; sin poder entrar aquí en los detalles, recordemos simplemente con Shakespea-
re que «hay más cosas en el cielo y la tierra que todo lo que pueda soñar vuestra filoso-
fía».
Pero los chamanes son también, e incluso a fortiori, expertos mágicos en el sentido
ordinario de la palabra; su ciencia opera con fuerzas de orden psíquico o anímico, indi-
vidualizadas o no; no hace intervenir, como la magia cósmica, a las analogías entre el
microcosmos y el macrocosmos, o entre las diferentes reverberaciones naturales de una
misma «idea». En la magia «blanca», que es normalmente la de los chamanes, las fuer-
zas puestas en acción, lo mismo que el fin de la operación, son benéficas o simplemente
neutras; cuando por el contrario los espíritus son maléficos y el fin lo es igualmente, se
tratará de la magia «negra» o la brujería; en este caso, nada se hace «en el nombre de
Dios» y el lazo con los poderes superiores está roto. Es obvio que prácticas tan peligro-
sas socialmente, y tan nefastas en sí mismas, estuvieran severamente prohibidas entre
los pieles-rojas como entre todos los pueblos19, lo que no significa que nunca hayan
conocido en algunas tribus de los bosques —como en Europa al final de la Edad Me-
dia— una extensión en cierto modo epidémica, conforme a su naturaleza siniestra y
contagiosa20.
Un problema que preocupa a todos los que se interesan en la espiritualidad de los
pieles-rojas es el de la «Danza de los Espíritus» (Ghost Dance), que jugó un papel tan
trágico cuando la derrota final de esta raza. Contrariamente a la opinión habitual esta
danza no era un hecho totalmente nuevo; varios movimientos del mismo género habían
visto la luz mucho antes de Wovoka —el promotor de la Ghost Dance—, es decir, que
se producía con bastante frecuencia en las tribus del Oeste el siguiente fenómeno: un
visionario que no era necesariamente un chamán hace la experiencia de la muerte y re-
gresando a la vida trae consigo un mensaje del más allá: profecías que afectan al fin del
mundo, al regreso de los muertos y a la creación de una nueva tierra —se ha llegado a
hablar de la «lluvia de las estrellas» —y después una llamada a la paz y por último una
19
Quizás con la excepción de las tribus melanesias muy degeneradas.
20
Estas prácticas se han hecho infrecuentes —se nos ha dicho— por el hecho de que los efectos malé-
ficos se volvían con demasiada frecuencia contra los culpables, gracias a la protección de la que gozan las
presuntas víctimas.
64
Frithjof Schuon, Sobre los mundos antiguos
danza que debía acelerar los acontecimientos y proteger a los creyentes, en este caso a
los indios; en una palabra, estos mensajes de ultratumba contenían las concepciones
escatológicas y «milenaristas» que volvemos a encontrar en una u otra forma en todas
las mitologías y en todas las religiones21.
Lo que había de particular y también de trágico en la Ghost Dance se debía a las cir-
cunstancias físicas y psicológicas del momento: la desesperación de los indios transpo-
nía estas profecías a un porvenir inmediato y les confería además un aire combativo
completamente opuesto al carácter pacífico del mensaje primitivo; no obstante no fue-
ron los indios quienes provocaron el combate. En cuanto a los prodigios experimentados
por algunos creyentes —particularmente los sioux— parecen haber sido menos fenóme-
nos de sugestión que alucinaciones debidas a una psicosis colectiva y determinadas en
parte por influencias cristianas; Wovoka siempre ha negado que pretendiera ser Cristo,
mientras que nunca negó haber encontrado al Ser divino —lo que puede entenderse de
muchos modos— y haber recibido un mensaje; sin embargo no tenía ningún motivo
para negar lo primero más que lo segundo22. Nos parece que no hay base para acusar a
Wovoka de impostura, especialmente cuando ha sido descrito como un hombre sincero
por los blancos que sin embargo no tenían ningún prejuicio favorable; sin duda la ver-
dad es que Wovoka fue también una víctima de las circunstancias. Para reducir todo este
movimiento a sus justas proporciones hay que observarlo en su contexto tradicional, el
«poliprofetismo» indio y el «apocaliptismo» propio a cualquier religión, y también en su
contexto contingente y temporal, el derrumbamiento de las bases vitales de la civiliza-
ción de las Praderas.
65
Frithjof Schuon, Sobre los mundos antiguos
tación personal: además de que su vida era un juego perpetuo con el sufrimiento y la
muerte24 y por esto una especie de karma-yoga caballeresco25, sabía dar a este estilo
espiritual un revestimiento estético de una expresividad insuperable.
Un elemento que ha podido dar la impresión de que el indio es un individualista —
por principio y no sólo de facto— es la crucial importancia que reviste para él el valor
moral del hombre, el carácter si se quiere, y el consecuente culto del acto26. El acto
heroico y silencioso se opone a la palabra vana y prolija del cobarde; el amor del secre-
to, la reticencia en entregar lo sagrado por discursos fáciles que lo debilitan y dilapidan,
se explican por el mismo motivo. Todo el carácter del indio se deja definir en resumen
por estas dos palabras, si semejantes elipses son permitidas: acto y secreto; acto fulgu-
rante si es preciso y secreto impasible. Como una roca el indio de antaño descansa en sí
mismo, en su personalidad, para en seguida traducirla en acto con la impetuosidad del
relámpago; pero al mismo tiempo permanecía humilde ante el Gran Misterio cuya natu-
raleza envolvente era para él el mensaje permanente.
La naturaleza es solidaria de la santa pobreza y también de la infancia espiritual; es
un libro abierto cuya enseñanza de verdad y de belleza nunca se agota. Es en medio de
sus propios artificios como el hombre se corrompe más fácilmente, son ellos los que le
vuelven ávido e impío; cerca de la naturaleza virgen, que no conoce ni agitación ni men-
tira, el hombre tiene oportunidades de permanecer contemplativo como la misma
naturaleza lo es. Y es la Naturaleza total y casi divina quien, más allá de todos los
extravíos humanos, guardará la última palabra.
Para comprender plenamente el destino abrupto de la raza india hay que tener en
cuenta el hecho de que esta raza ha vivido durante milenios en una especie de paraíso
prácticamente ilimitado; los indios del Oeste todavía se encontraban en él a principios
del siglo XIX. Sin duda fue un paraíso rudo pero que ofrecía un ambiente grandioso de
carácter sagrado y comparable en muchos aspectos con lo que fue la Europa nórdica
24
Una «ordalía», según la expresión de Hartley Burr Alexander.
25
El hijo de Héhaka Sapa nos contó que había, entre los guerreros indios, hombres que hacían la
promesa de morir en la guerra; se les llamaba «los que no regresaban» y llevaban insignias particulares,
en especial un bastón adornado con plumas cuya punta estaba encorvada. Hemos oído hablar de ello
igualmente entre los indios cuervos.
26
«Lo que nunca se puede quitar a un hombre —nos dijo un sioux— es su educación; no se le puede
quitar como tampoco comprar. Cada uno debe formarse el carácter y la personalidad; el que se deje ir
caerá y llevará la responsabilidad de ello.» También es absolutamente típica la siguiente reflexión del
mismo interlocutor: «Cuando el indio fuma el Calumet, lo dirige hacia las cuatro direcciones y hacia el
cielo y la tierra y en seguida debe vigilar su lengua, sus acciones y su carácter.»
66
Frithjof Schuon, Sobre los mundos antiguos
27
Los germanos habitaban en pequeñas aldeas y los galos en ciudades, pero todas las edificaciones
eran de madera, lo que indica una diferencia fundamental respecto a las ciudades de piedra de los medite-
rráneos.
28
Last Buil —el antiguo guardián de las flechas sagradas de los cheyenes— nos relató una vieja pro-
fecía de éstos: Un hombre llegaría del Este con una hoja —o una piel— cubierta con signos gráficos;
enseñaría esta hoja declarando que procede del Creador del mundo; y destruiría hombres, árboles y hier-
bas para sustituirlos por otros hombres, otros árboles y otras hierbas.
67
Frithjof Schuon, Sobre los mundos antiguos
se acepta, pues lo trágico entra necesariamente en el juego divino, aunque sólo fuera
porque el mundo no es Dios. Uno no acepta el error, pero se resigna a su existencia.
Pero más allá de las destrucciones terrestres hay lo Indestructible: «Cada forma que ves
—canta Rumi— posee su arquetipo en el mundo divino, más allá del espacio; si la for-
ma perece, qué importa, puesto que su modelo celestial es indestructible. Cada bella
forma que has visto, cada palabra profunda que has escuchado, no estés entristecido,
porque todo eso se pierde; pues no es de otro modo. La Fuente divina es inmortal y su
cauce da agua sin descanso; como ni la una ni la otra pueden detenerse, ¿de qué te la-
mentas?… A partir del momento en que tú has entrado en este mundo de la existencia,
una escalera ha sido colocada ante ti…»
68
Frithjof Schuon, Sobre los mundos antiguos
69
Frithjof Schuon, Sobre los mundos antiguos
3
Pues en realidad nada está fuera de lo Infinito.
4
O «Yo he querido conocer», es decir, de modo distintivo y dentro de la relatividad.
5
Hadif qudsi.
6
Semejante manera de expresarse puede parecer lógicamente absurda, pero su función intelectual y
su alcance metafísico —análogos a la noción también contradictoria del punto geométrico— no dejará de
ser percibida por nuestros lectores habituales.
7
Pero no las cualidades simples o no complementarias, como la «unidad», la «santidad», la «sabidu-
ría», la «beatitud». Estas cualidades pertenecen a la Esencia y es nuestra manera de disociarlas —y no su
naturaleza intrínseca— lo que es del dominio de Mâyâ. La «sabiduría» está en la «santidad» e inversa-
mente, mientras que las cualidades opuestas como el «rigor» y la «clemencia» son irreductibles e irrever-
sibles.
70
Frithjof Schuon, Sobre los mundos antiguos
8
En lenguaje cristiano —no decimos «teológico»— se podría decir que el Padre se ha engendrado
como Hijo a fin de que el Hijo pueda hacerse hombre, o de que Dios pueda hacerse mundo.
71
Frithjof Schuon, Sobre los mundos antiguos
9
No decimos que estas dos nociones sean sinónimas; nuestra yuxtaposición significa que Prakriti, la
«Substancia» ontológica, es la «femineidad» divina de Mâyâ. El aspecto «masculino» se manifiesta por
los Nombres divinos que, como Purusha, determinan y «fertilizan» la Substancia, en colaboración con las
tres tendencias fundamentales incluidas en ella (los gunas: sattwa, rajas, tamas).
10
En este caso el adjetivo «puro» no constituye un pleonasmo, teniendo en cuenta la noción de lo «re-
lativamente absoluto» que para nosotros es de la mayor importancia metafísica e incluso simplemente
lógica.
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Frithjof Schuon, Sobre los mundos antiguos
ne al Dios creador como tal, y distinguido de la Divinidad suprema por efecto de Maya,
que comienza aquí su expansión. Añadamos que la oposición de los nombres divinos
desaparece en sus raíces inefables: al nivel del Ser hay por cierto oposición entre el
«perdón» y la «venganza», pero más allá de este nivel estos mismos Nombres se unen
en su Esencia común; hay «dilatación» como si dijéramos, pero no «abolición».
Hemos mencionado al «Dios creador» añadiendo «como tal»: esta precisión preven-
tiva está lejos de ser superflua, pues quien dice «Ser» —si no es con una intención de
definición distintiva— dice implícitamente «NoSer» o «Sobre-Ser»; hay en esto matices
muy graves a observar, pues no se puede hablar de Dios de cualquier manera. El Ser
definido como tal no es el Sobre-Ser o el supremo Sí mismo, pero «Dios» es siempre
«Dios» —salvo reserva metafísica expresa—, es decir, que hay en Él aspectos, pero no
compartimentos, y que estos aspectos permanecen siempre solidarios de toda la Divini-
dad.
La distinción en Dios de una Esencia transontológica y transpersonal por una parte,
y de una «autodeterminación» ya relativa por otra —siendo esta última el Ser o la Per-
sona11—, marca toda la diferencia entre la perspectiva estrictamente metafísica o sa-
piencial y las teologías catafáticas y ontologistas, en la medida en que son explícitas.
Recordemos aquí que el Intelecto —que precisamente nos hace evidente la «absoluti-
dad» del Sí mismo y la relatividad de las «objetivaciones»— sólo es «humano» en tanto
que nos es accesible, pero no en sí mismo; esencialmente es increatus et increabile (Ec-
khart), aunque «accidentalmente» creado en virtud de su reverberación en el macrocos-
mos y en los microcosmos; geométricamente hablando, el Intelecto es un radio más bien
que un círculo, «emana» de Dios antes de «reflejarlo». «Allah no es conocido más que
por Él mismo», dicen los sufíes, lo que, al mismo tiempo que parece excluir al hombre
del conocimiento directo y total, en realidad enuncia la divinidad esencial y misteriosa
del Intelecto puro; semejantes fórmulas sólo son plenamente comprensibles a la luz de
este hadit citado con frecuencia: «Quien conoce su alma, conoce a su Señor.»
El sol, al no ser Dios, debe prosternarse todas las tardes ante el trono de Allah; es lo
que se dice en el Islam. Del mismo modo: Maya al no ser el Atma, no puede afirmarse
más que de una manera intermitente; los mundos brotan de la Palabra divina y regresan
a ella. La inestabilidad es el tributo de la contingencia; plantear la pregunta de saber por
qué habrá un fin del mundo y una resurrección, equivale a preguntar por qué una fase
respiratoria se detiene en un momento preciso para ser seguida por la fase inversa, o por
11
Se encuentra en Eckhart, Silesius, Omar Jayyain y en otros autores expresiones que parecen hacer
depender la existencia de Dios de la del hombre y que en realidad significan que el Intelecto penetra hasta
en las «profundidades» de Dios, y que, por consiguiente, puede sobrepasar el nivel de realidad del Princi-
pio ontológico.
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Frithjof Schuon, Sobre los mundos antiguos
qué una ola se retira de la orilla después de haberla sumergido o también por qué las
gotas de un chorro de agua vuelven a caer a tierra. Somos posibilidades divinas proyec-
tadas en la noche de la existencia, y diversificadas a causa de esta misma proyección,
como el agua se dispersa en gotas cuando se lanza en el vacío y también como se crista-
liza cuando es cogida por el frío.
Quien dice «manifestación», dice «reintegración»; el error de los materialistas —su
falta de imaginación si se quiere— es partir de la materia como de un dato invariable12
cuando no es más que un movimiento que nuestra experiencia de seres efímeros no pue-
de abarcar, una especie de contracción transitoria de una substancia en sí inaccesible a
nuestros sentidos; es como si comprobásemos la dureza del hielo sin saber que el hielo
antes ha sido agua y que este agua ha sido nube. Nuestra materia empírica, con todo lo
que implica, se deriva de una protomateria suprasensible y eminentemente plástica bajo
la acción del «Soplo creador»13; en ella se ha reflejado y «encarnado» el ser terrestre, lo
que a su manera expresa el mito del sacrificio de Purusha. Por efecto de la virtud seg-
mentadora de esta protomateria, la imagen divina se ha diversificado; pero las criaturas
aún eran «estados de conciencia»; estados contemplativos vueltos hacia el interior e
iluminados en sí mismos y en este sentido se ha podido decir que en el Paraíso vivían
juntos los lobos y los corderos. Es en esta substancia protomaterial donde tuvo lugar la
creación de las especies; después de la bipolarización del andrógino primordial, tuvo
lugar su «exteriorización», a saber, «la caída de Adán», que acarreó en consecuencia —
ya que en la protomateria sutil y luminosa todo estaba aún ligado en cierto modo— la
«materialización» de todas las criaturas terrestres, por tanto su «cristalización» y las
oposiciones que necesariamente resultaban de ello. No es posible que no existan conflic-
tos y calamidades en un mundo material, y querer abolirlos —en lugar de escoger el mal
menor— es la más perniciosa de las ilusiones.
El hombre es como una imagen reducida del desarrollo cosmogónico: estamos
hechos de materia, pero en el centro de nuestro ser se encuentra lo suprasensible y lo
trascendente, el «reino de los Cielos», el «ojo del corazón», el pasaje al Infinito. Supo-
ner que la materia —que en realidad no es más que un instante— está «en el comienzo»
del Universo, equivale a afirmar que la carne puede producir la inteligencia, o que la
piedra puede producir la carne. Si Dios es el «omega», es también el «alfa»: el Verbo
está «al comienzo» y no solamente «al fin» como querría un evolucionismo pseudoreli-
gioso cuya nulidad metafísica salta a la vista. La «emanación» es estrictamente discon-
12
Cualesquiera que sean las sutilidades mediante las que se pretende «superar» la noción de materia y
que no hacen más que desplazarla sin cambio de nivel.
13
Repetimos aquí una breve exposición ya dada en el capítulo Caída y Decadencia y cuya importan-
cia es capital.
74
Frithjof Schuon, Sobre los mundos antiguos
14
La Mâyâ no-manifestada, ya lo hemos dicho, es el Ser, Ishwara.
15
Black Elk (HEHAKA SAPA), en Black Elk speaks (op. cit.).
16
Hay que tener siempre en cuenta la diferencia entre el «Absoluto relativo» que es el Ser creador y
el «Absoluto puro» que es el No-Ser, la Esencia, el Sí mismo; ésta es toda la diferencia entre el «Fin del
mundo» y la apocástasis, o entre el Pralaya y el Mahapralaya.
17
Lo que se corresponde exactamente con los diagramas budistas del «círculo de la Existencia» o la
«rueda de las cosas». El samsara es un círculo al mismo tiempo que una rotación.
75
Frithjof Schuon, Sobre los mundos antiguos
gún su grado de conformidad con su Origen, la criatura será aceptada o rechazada por el
Creador; y la Existencia total regresará finalmente, con el propio Ser, a la infinitud del
Sí mismo. Maya vuelve a Atma, aunque en rigor nada puede salir de Atma ni en conse-
cuencia regresar a él.
La misión del hombre es introducir lo Absoluto en lo relativo, si se puede usar una
expresión tan elíptica; ésta es igualmente por vía de consecuencia —puesto que el hom-
bre ha faltado a su misión con demasiada frecuencia— la función de la Revelación y del
Avatara, así como del milagro. En el milagro, como en otras teofanías, el velo de Maya
se desgarra simbólicamente; el milagro, el Profeta, la sabiduría son metafísicamente
necesarios, es inconcebible que no aparezcan en el mundo humano; y el propio hombre
implica todos estos aspectos en relación con el mundo terrestre, del que es el centro y la
abertura hacia el Cielo, o el pontifex. El sentido de la vida humana es —para parafrasear
una fórmula cristiana que enuncia la reciprocidad entre el hombre y Dios— realizar que
Atma se ha hecho Maya a fin de que Maya se haga Atma18.
18
En un sentido análogo los budistas dicen que Shûnya (el «Vacío», el mundo) es Nirwâna (la «Ex-
tinción», el Absoluto) y que el Nirwâna es Shûnya.
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77
Frithjof Schuon, Sobre los mundos antiguos
La atribución de un espíritu ingenuo a todos los que nos han precedido es el medio
más sencillo de realzarse uno mismo, y es tanto más fácil y seductor cuanto que se fun-
da en parte sobre comprobaciones exactas, aunque fragmentarias, y explotadas a fondo
—con ayuda de generalizaciones abusivas e interpretaciones arbitrarias— en función
del evolucionismo progresista. En primer lugar sería necesario entenderse acerca de la
noción misma de ingenuidad: si ser ingenuo es ser directo y espontáneo e ignorar el di-
simulo y los subterfugios, y también sin duda ciertas experiencias, los pueblos no mo-
dernos efectivamente poseen —o poseían— una cierta ingenuidad; pero si ser ingenuo
es simplemente estar desprovisto de inteligencia y sentido crítico y ser accesible a todos
los engaños, ciertamente no hay razón alguna para admitir que nuestros contemporáneos
sean menos ingenuos que lo eran nuestros antepasados.
En cualquier caso hay pocas cosas que este ser «insularizado» que es «el hombre de
nuestro tiempo» soporte menos que el riesgo de parecer ingenuo; que perezca todo el
resto con tal de que el sentimiento de no dejarse engañar por nada quede a salvo. En
realidad, la más grande de las ingenuidades es creer que el hombre pueda escapar a
cualquier ingenuidad en todos los planos y que le sea posible ser integralmente inteli-
gente por sus propios medios; queriendo ganar todo por la astucia se acaba por perder
todo en la ceguera y la impotencia. Los que reprochan a nuestros antepasados haber sido
tontamente crédulos olvidan en primer lugar que igualmente se puede ser tontamente
incrédulos y después que en materia de credulidad no hay nada como las ilusiones de las
que viven los sedicentes destructores de ilusiones; pues se puede reemplazar una credu-
lidad simple por una credulidad complicada, y adornada de meandros con una duda in-
dispensable que forma parte del estilo, pero que es siempre credulidad; la complicación
no hace al error menos falso, ni a la tontería menos tonta.
Contra las estampas de Epinal1 de una Edad Media desesperadamente ingenua y un
siglo XX perdidamente inteligente, haremos valer que la historia no abole la sencillez de
espíritu, sino que la va desplazando, y que la ingenuidad más flagrante es no darse cuen-
ta de ello; no hay nada más simplista que esta pretensión de «volver a partir de cero» en
todos los planos, o este autodesarraigo sistemático —e indeciblemente insolente— con
que se caracterizan algunas tendencias del mundo contemporáneo. Se quieren atribuir
no sólo a las gentes de la Edad Media, sino incluso a las generaciones precedentes todos
los engaños posibles y se tendría vergüenza en parecérseles; el siglo XIX parece casi tan
lejano como la época merovingia. Las opiniones corrientes prueban que uno se cree in-
1
Ciudad de Francia donde se imprimen desde el siglo XVIII estampas de historia sagrada y profana
de carácter muy popular.
78
Frithjof Schuon, Sobre los mundos antiguos
Un hecho que puede inducir a error, y que no se deja de explotar, es la analogía entre
la infancia de los individuos y la de los pueblos; pero esta analogía no es más que par-
cial, y en cierto aspecto incluso inversa, al ser la colectividad en este aspecto lo contra-
rio —o la imagen invertida— del individuo. En efecto, mientras que en el individuo es
la vejez la que representa normalmente la sabiduría, ésta coincide en la colectividad
tradicional —y también en la humanidad tomada en su conjunto— con el origen, es de-
cir, con los «tiempos apostólicos» respecto a una civilización y con la «edad de oro» en
relación con toda la humanidad; pero lo mismo que cada civilización decae a semejanza
del género humano, al alejarse de los orígenes y aproximarse a los «últimos tiempos», al
igual el individuo decae, al menos físicamente, con la edad; y del mismo modo que la
época de la Revelación o la «edad de oro» es un período en que el Cielo y la Tierra se
tocan y donde los Angeles conversan con los hombres, la infancia del individuo desde
cierto punto de vista es un tiempo de inocencia, de felicidad y cercanía del Cielo; hay,
pues, una analogía directa con los ciclos de la colectividad de modo paralelo a una ana-
79
Frithjof Schuon, Sobre los mundos antiguos
logía inversa que sitúa la sabiduría en el origen de la vida colectiva y al final de la vida
individual. Sin embargo, es innegable que una sociedad envejecida ha atesorado expe-
riencia y ha desarrollado artes —pero esto no es sino una exteriorización— y ello es
precisamente lo que induce a error cuando a priori se aceptan los postulados del evolu-
cionismo.
Evidentemente hay que distinguir entre una ingenuidad que es intrínseca y otra ex-
trínseca; esta última no existe más que accidentalmente y en relación con un mundo que
procede de ciertas experiencias, pero lleno de hipocresía, de habilidad vana y de disimu-
lo; ¿cómo un hombre que ignora la existencia de la mentira, o que no la conoce más que
a título de pecado capital y excepcional, no sería ingenuo al contacto de una sociedad
ruin y cobarde? Para una persona patológicamente sin principios cualquier hombre nor-
mal es ingenuo; para los estafadores, las gentes honestas son los ingenuos. Incluso un
cierto sentido crítico, lejos de ser una superioridad en sí mismo, no es sino una excre-
cencia producida por un ambiente donde todo está falsificado: es de este modo como la
naturaleza produce reflejos de autodefensa y adaptaciones que no se explican más que
por un ambiente determinado o por unas circunstancias crónicas; se admitirá sin trabajo
que las cualidades físicas particulares del esquimal o del bosquimano no constituyen en
sí mismas superioridades.
Si las gentes de antaño parecen cándidas es con frecuencia en función de la perspec-
tiva deformadora debida a una corrupción más o menos generalizada; acusarles de inge-
nuos es en suma aplicarles una ley retroactiva, jurídicamente hablando. Del mismo mo-
do, si determinado autor antiguo puede dar una impresión de simplicidad de espíritu se
debe en gran parte a que no tenía que tener en cuenta mil errores todavía desconocidos
ni mil posibilidades de mala interpretación, y también porque su dialéctica no tenía que
parecerse a una danza escocesa entre huevos, teniendo en cuenta que podía prescindir
ampliamente de matices; las palabras tenían todavía un frescor y una plenitud —o una
magia— que nos es difícil imaginar en el clima de inflación verbal en que vivimos.
La ingenuidad como simple falta de experiencia es algo forzosamente muy relativo:
los hombres —las colectividades en cualquier caso— no pueden dejar de ser ingenuos
en relación con las experiencias que no han hecho —y que manifiestan posibilidades
que no han podido prever— y a los que las han realizado les es fácil juzgar la inexpe-
riencia de los demás y creerse superiores a ellos; lo que decide el valor de los hombres
no es la acumulación de experiencias, sino la capacidad de sacar partido de ellas. Pode-
mos ser más perspicaces que otros respecto a las experiencias que hemos hecho, mien-
tras somos más ingenuos frente a las experiencias que nos quedan por hacer, o que so-
mos incapaces de hacer y otros habrían hecho en nuestro lugar; pues una cosa es vivir
un acontecimiento y otra sacar sus consecuencias. Jugar con fuego porque se ignora que
80
Frithjof Schuon, Sobre los mundos antiguos
quema es sin duda una ingenuidad; pero arrojarse al agua porque uno se ha quemado un
dedo no es mejor, pues ignorar que el fuego quema no es más ingenuo que no saber que
uno puede escapar de otro modo que ahogándose. El gran y clásico error es remediar los
abusos por otros abusos —eventualmente menores en apariencia, pero más fundamenta-
les porque ponen en tela de juicio los principios— o, dicho de otro modo, eliminar la
enfermedad matando al paciente.
81
Frithjof Schuon, Sobre los mundos antiguos
82
Frithjof Schuon, Sobre los mundos antiguos
Si es «ingenuo» creer —porque se ve así— que la tierra es plana y que el cielo con
los astros gira a su alrededor, no es menos «ingenuo» tomar al mundo sensible por el
único mundo, o por el mundo total, y creer que la materia —o la energía si se prefiere—
es la Existencia como tal; estos errores son incluso infinitamente más grandes que el del
sistema geocéntrico. Además, el error materialista y evolucionista, ya lo hemos dicho,
es infinitamente nocivo —la cosmología primitiva y «natural» no lo es en ningún gra-
do—, lo que muestra claramente que no hay ninguna medida común entre la insuficien-
cia de la antigua cosmografía y la falsedad global —no decimos «parcial»— de esta
ciencia prometeica y titánica cuyo principio nos ha sido legado por la decadencia griega.
Y esto sí que es característico de los estragos del cientificismo y de su psicología
particular: si se hace ver a un progresista convencido que el hombre no podría soportar
psicológicamente el ambiente de otro planeta —se habla de crear en ellos colonias en
caso de superpoblación terrestre—, responderá sin pestañear que se va a fabricar un
hombre nuevo que tenga las cualidades requeridas; esta inconsciencia y esta insensibili-
dad son señal ya de lo inhumano y lo monstruoso, pues al negar lo que hay en el hombre
de total e inalienable, se ridiculiza la intención divina que nos hace ser lo que somos y
que ha consagrado nuestra naturaleza por el «Verbo hecho carne». Tácito se burlaba de
los germanos que intentaban detener un torrente con sus escudos; sin embargo, ello no
es más ingenuo que creer en la emigración planetaria, o en la instalación con medios
puramente humanos de una sociedad humana definitivamente satisfecha y perfectamen-
te inofensiva continuando indefinidamente en progreso. Todo esto prueba que el hom-
bre, si ha llegado a ser forzosamente menos ingenuo para algunas cosas, no ha aprendi-
do nada en cuanto a lo esencial, por decir lo menos; la única cosa de la que es capaz el
hombre abandonado a sí mismo es de «hacer los pecados más antiguos de la manera
más nueva», como diría Shakespeare2. Y al ser el mundo lo que es, sin duda no se co-
mete una perogrullada por añadir que vale más ir ingenuamente al Cielo que ir
inteligentemente al infierno.
2
Enrique IV, parte II, acto IV, escena 5. (N. del T.)
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Frithjof Schuon, Sobre los mundos antiguos
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Frithjof Schuon, Sobre los mundos antiguos
duda sería demasiado ingenuo reconocer en dos palabras que un león es un carnívoro y
que no es completamente inofensivo.
De cualquier modo, por todas partes hay ingenuidad y siempre la ha habido; al hom-
bre le es imposible salir de ella si no es más allá de lo humano; y en esta verdad se sitúa
la clave y la solución del problema. Pues lo que importa no es la pregunta de saber si la
dialéctica o los comportamientos de un Platón son o no ingenuos, o si lo son en uno u
otro grado —y uno querría saber exactamente dónde se encuentran las medidas absolu-
tas de todo esto—, sino únicamente el hecho de que el sabio o el santo tienen interior-
mente acceso a la Verdad concreta; la formulación más sencilla —sin duda la más «in-
genua» para el gusto de algunos— puede constituir el umbral del Conocimiento más
total y profundo3.
Si la Biblia es ingenua, es un honor ser ingenuo; si los filosofismos negadores del
Espíritu son inteligentes, no hay inteligencia. Detrás de la humilde creencia en un Paraí-
so situado en las nubes hay al menos un fondo de verdad inalienable y, sobre todo —y
esto no tiene precio—, una realidad misericordiosa que nunca defrauda.
3
«Bienaventurados los pobres de espíritu, pues de ellos es el Reino de los cielos» (Mt 5,3). «Que
vuestra palabra sea: sí, sí; no, no; todo lo que pase de esto procede del mal» (Ibid. 5,37). «Si no cambiáis
y os hacéis como niños, nunca entraréis en el Reino de los cielos» (Ibid., 18,3). «Bienaventurados los que
sin ver creyeron» (Jn 20,29).
85
Frithjof Schuon, Sobre los mundos antiguos
EL HOMBRE EN EL UNIVERSO
86
Frithjof Schuon, Sobre los mundos antiguos
1
Nombres divinos coránicos: Ez-Zâhir y El-Batin, El-Awwal y El Ajir.
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Frithjof Schuon, Sobre los mundos antiguos
Un hombre caído en un cenagal, sabiendo que puede salir de una u otra manera y
con algún esfuerzo, no pensará en rebelarse contra las leyes naturales ni maldecir la
existencia; encuentra evidente que pueda haber barro y pesadez y no piensa más que en
salir del lodazal. Así pues, estamos en el cenagal de la existencia terrestre y sabemos
que podemos escapar de él cualesquiera que sean nuestras pruebas: la Revelación nos lo
asegura y el Intelecto puede darse cuenta de ello a posteriori. Es pues absurdo negar a
Dios e injuriar al mundo por la única razón de que la existencia presente fisuras que no
puede dejar de presentar so pena de no existir y no poder «existenciar».
2
La filosofía moderna es la liquidación de las evidencias y, por tanto, de la inteligencia en el fondo;
en algún grado ya no es una sophia, sino más bien una «misosofía».
88
Frithjof Schuon, Sobre los mundos antiguos
Nos encontramos como bajo una capa de hielo que ni nuestros cinco sentidos ni
nuestra razón permiten perforar, pero que el Intelecto —espejo de lo suprasensible y
rayo sobrenatural de luz a la vez— atraviesa sin trabajo desde que la Revelación le ha
permitido tomar consciencia de su propia naturaleza; la creencia religiosa atraviesa
igualmente este caparazón cósmico, de un modo menos directo y más afectivo sin duda,
pero sin embargo intuitivo en muchos casos; la divina Misericordia, que está compren-
dida en la Realidad universal y que prueba el carácter fundamentalmente «benéfico»3 de
ésta, quiere además que la Revelación intervenga allí donde está esta capa de hielo o
esta cáscara, de tal modo que nunca estamos totalmente encerrados, si no es en nuestro
rechazo de la Misericordia. Tomando el hielo que nos aprisiona por la Realidad, no ad-
mitimos lo que excluye y no experimentamos ningún deseo de liberación; queremos
obligar al hielo a ser la felicidad. En el orden de las leyes físicas nadie sueña en rehusar
la Misericordia que reside indirectamente en la naturaleza de las cosas: ningún hombre
que está a punto de ahogarse rechaza el cable que se le tiende; pero demasiados hombres
rechazan la Misericordia en el orden total, porque supera el estrecho marco de su exis-
tencia cotidiana y los límites no menos estrechos de su entendimiento. En general el
hombre no quiere salvarse más que con la condición de no tener que superarse.
El hecho de que estemos aprisionados en nuestros cinco sentidos implica además e
igualmente un aspecto de Misericordia, tan paradójico como esto pueda parecer después
de lo que acaba de ser dicho. Si nuestros sentidos fuesen múltiples —y teóricamente no
hay ningún límite de principio— la realidad objetiva nos atravesaría como un huracán;
nos descuartizaría y aplastaría a la vez. Nuestro «espacio vital» sería transparente, esta-
ríamos como suspendidos por encima de un abismo o como precipitados a través de un
macrocosmos inconmensurable, con las entrañas visibles como si dijéramos y llenos de
espanto; en lugar de vivir en una parcela maternal y caritativamente opaca e impermea-
ble del universo —pues un mundo es una matriz y la muerte un cruel nacimiento—, nos
encontraríamos sin cesar frente a una totalidad de espacios o abismos —y enfrente de
miriadas de criaturas y fenómenos— de los que ningún ser individual podría soportar la
percepción. El hombre está hecho para el Absoluto o el Infinito, no para lo contingente
indefinido.
El hombre, ya lo hemos dicho, está como sepultado bajo una capa de hielo. Se en-
cuentra de diversas maneras, unas veces bajo este hielo cósmico que es la materia en su
consistencia actual y postedénica y otras bajo el hielo de la ignorancia.
La bondad está en la substancia misma del Universo y en consecuencia traspasa has-
ta llegar a nuestra materia sin embargo «maldita»; los frutos de la tierra y la lluvia del
3
Aunque la naturaleza divina esté más allá de las determinaciones morales.
89
Frithjof Schuon, Sobre los mundos antiguos
cielo que nos permiten vivir no son otra cosa que manifestaciones de la Bondad que
todo lo penetra y que reanima al mundo, y que llevamos en nosotros mismos en el fondo
de nuestros enfriados corazones.
El simbolismo del chorro del agua nos recuerda que todo es por definición una exte-
riorización proyectada en un vacío en sí inexistente, pero sin embargo perceptible en los
fenómenos; el agua en esta imagen es esa «substancia de sueño» (Shakespeare) que pro-
duce los mundos y los seres. La distancia de las gotas de agua respecto a su fuente se
traduce, en la escala macrocósmica, en un principio de coagulación y endurecimiento,
en cierto plano también de individuación; la gravedad que hace volver a caer las gotas
es entonces la atracción sobrenatural del Centro divino. Esta imagen del chorro del agua
no da cuenta sin embargo de los grados de realidad ni sobre todo de la trascendencia
absoluta del Centro o del Principio: da cuenta de la unidad de la «substancia» o de la
«no-irrealidad»4, pero no de la separación existencial que sustrae lo relativo de lo Abso-
luto; el primer aspecto va del Principio a la manifestación y el segundo de la manifesta-
ción al Principio, es decir, que hay unidad desde el «punto de vista» del Principio y di-
versidad o separatividad desde el punto de vista de los seres en cuanto que no son más
que ellos mismos.
En cierto sentido, los mundos son como los cuerpos vivientes y los seres son como
la sangre o el aire que los atraviesa; los continentes como los contenidos son proyeccio-
nes «ilusorias» fuera del Principio —ilusorias porque en realidad nada podría salir de
él—, pero los contenidos son dinámicos y los continentes estáticos; esta distinción no
aparece en el simbolismo del chorro del agua, pero sí en el de la respiración o la circula-
ción sanguínea.
El sabio mira las cosas desde el aspecto de su exteriorización necesariamente imper-
fecta y efímera, pero también las mira desde el de sus contenidos perfectos y eternos. En
un contexto moral y, por tanto, estrictamente humano y volitivo, esta exteriorización
coincide indirectamente con la noción del «pecado»5, y éste es un aspecto que el hombre
como criatura pasional y que actúa nunca debe perder de vista.
4
Es decir, que nada podría situarse fuera de la única Realidad.
5
«Todo lo que deviene, merece perecer», dijo Goethe en Fausto, otorgando abusivamente esta fun-
ción destructiva al diablo, cuyo papel se limita en realidad a la perversión y a la subversión.
6
Siempre empleamos esta palabra en el sentido etimológico, sin tener en cuenta todo lo que puede
llamarse «gnosticismo» históricamente. La Gnosis es lo que tenemos presente y no sus desviaciones
90
Frithjof Schuon, Sobre los mundos antiguos
se han privado de emitir las teorías más fantásticas sobre la «clarividencia» y el «tercer
ojo»; en realidad, la diferencia entre la visión ordinaria y aquella de la que goza el sabio
o el gnóstico sin duda alguna no es de orden sensorial. El sabio ve las cosas en su con-
texto total, y por tanto en su relatividad y en su transparencia metafísica a la vez; no las
percibe como si fuesen físicamente diáfanas o dotadas de sonidos místicos o con un aura
visible, aunque a veces se pueda describir su visión por medio de imágenes semejantes.
Si vemos ante nosotros un paisaje y sabemos que es un espejismo —incluso si el ojo no
lo percibe—, lo miramos de otro modo que si fuese un paisaje real; una estrella nos hace
otra impresión que una luciérnaga, aun cuando las circunstancias ópticas sean tales que
la sensación sea la misma para el ojo; el sol nos llenaría de espanto si no se pusiese7; de
este modo es como la visión espiritual de las cosas se distingue mediante la percepción
concreta de las relaciones universales y no por un carácter sensorial particular. El «ter-
cer ojo» es la facultad de ver los fenómenos sub specie aeternitatis y por ello en una
especie de simultaneidad; a ello se añaden a menudo por la fuerza de las cosas intuicio-
nes sobre las modalidades prácticamente imperceptibles.
El sabio ve las causas en los efectos y los efectos en las causas; ve a Dios en todo y
todo en Dios. Una ciencia que penetra en las profundidades de lo «infinitamente gran-
de» y lo «infinitamente pequeño» en el plano físico, pero que niega los otros planos que
sin embargo revelan la razón suficiente de la naturaleza sensible y suministran su clave,
es un mal más grande que la ignorancia pura y simple; a fin de cuentas es una «contra-
ciencia» cuyos últimos efectos no pueden dejar de ser mortales. En otros términos, la
ciencia moderna es a la vez un racionalismo totalitario que elimina tanto la Revelación
como el Intelecto, y un materialismo totalitario que ignora la relatividad metafísica —y
por consiguiente la impermanencia— de la materia y del mundo; ignora que lo supra-
sensible —que está más allá del espacio y del tiempo— es el principio concreto del
mundo y en consecuencia también está en el origen de esta coagulación contingente y
cambiante que llamamos «materia»8. La llamada ciencia «exacta»9 es de hecho una «in-
teligencia sin sabiduría» como a la inversa la filosofía post-escolástica es una «sabiduría
sin inteligencia».
El principio de individuación produce visiones espirituales cada vez más restringi-
das. Hay, primero, más allá de este principio, la visión intrínseca de la Divinidad: es no
pseudorreligiosas.
7
No es sin razón que los védicos llaman a la ignorancia «tomar una cuerda por una serpiente».
8
Las interpretaciones recientes quizás «afinan» la noción de materia, pero no superan su nivel.
9
No es realmente «exacta», puesto que niega las cosas que no puede probar en su terreno y con sus
métodos, como si la imposibilidad de las pruebas materiales o matemáticas fuese una prueba de inexisten-
cia.
91
Frithjof Schuon, Sobre los mundos antiguos
ver más que a Dios. La próxima etapa, en orden descendente es ver todo en Él; y la si-
guiente es ver a Dios en todo; en cierto sentido, estos dos modos de ver son equivalentes
o casi equivalentes. Viene después la «visión» completamente indirecta del hombre or-
dinario: las cosas «y» Dios; y finalmente, la ignorancia que no ve más que las cosas y
que excluye a Dios, lo que equivale a decir que reduce prácticamente el Principio a la
manifestación o la Causa al efecto. Pero en realidad sólo Dios se ve; ver a Dios es ver
por Él.
Es preciso conocer el continente y no dispersarse en los contenidos. El continente es,
en primer lugar, el milagro permanente de la existencia; luego, el de la conciencia o la
inteligencia, y a continuación, el de la alegría, que, como un poder expansivo y creador,
llena como si dijéramos los «espacios» existencial e intelectual. Será quemado todo lo
que no es capaz de inmortalidad; los accidentes perecen, sólo la Realidad permanece.
Hay en cada hombre una estrella incorruptible, una substancia llamada a cristalizarse
en la Inmortalidad y eternamente prefigurada en la luminosa proximidad del Sí mismo.
Esta estrella el hombre no la libera más que en la verdad, en la oración y en la virtud.
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Frithjof Schuon, Sobre los mundos antiguos
UNIVERSALIDAD Y ACTUALIDAD
DEL MONAQUISMO1
1
Este capítulo ha sido escrito a petición de un religioso —esto es lo que explica su carácter un poco
particular—, pero no ha aparecido en ninguna revista.
93
Frithjof Schuon, Sobre los mundos antiguos
Encontrar un denominador común para fenómenos tan variados como los diferentes
monaquismos de Occidente y Oriente no parece tarea fácil a primera vista, pues para
poder definir es preciso haber encontrado un criterio que nos lo permita; ahora bien, nos
parece que este criterio resulta sin dificultad de la naturaleza de las cosas, teniendo en
cuenta que es imposible hablar de la naturaleza humana sin vincularla con su condicio-
namiento divino, o de un fenómeno humano sin ligarlo positiva o negativamente con
Dios; pues sin Dios no hay hombre. Podríamos, pues, decir que el esfuerzo por reducir
la complejidad de la vida a una fórmula sencilla, pero esencial y liberadora, se deriva de
la condición humana en lo que tiene de más completa y profunda y este esfuerzo ha da-
do lugar en los climas espirituales más diversos a esa especie de santidad institucional
que es el monaquismo.
El hombre ha sido creado solo y muere solo; el monaquismo quiere salvar esta sole-
dad en lo que tiene de metafísicamente insustituible; entiende restituir al hombre su so-
ledad primordial frente a Dios; es más, quiere conducir al hombre a su integridad espiri-
tual y a su totalidad. Una sociedad perfecta sería una sociedad de ermitaños, si se permi-
te esta paradoja; esto es lo que tiende a realizar la comunidad monástica, que en un cier-
to sentido es el eremitismo organizado.
Algunas reflexiones que van a seguir parecerán quizá perogrulladas para algunos,
pero se refieren a costumbres mentales de tal modo indesarraigables que es difícil subes-
timar su importancia cuando se va al fondo de las cosas. Lo que queremos decir es que
según la opinión corriente el monaquismo es un asunto de «vocación», pero no en el
sentido propio de este término; cuando un hombre es lo bastante simple como para to-
mar la religión al pie de la letra y comete la imprudencia de dejar traslucir opiniones o
actitudes demasiado espirituales no se pierde la ocasión de hacerle notar que su sitio
está en el «convento», como si fuese un cuerpo extraño que no tuviera ningún derecho a
la existencia fuera de los muros de un instituto apropiado. La noción de «vocación» en
sí misma positiva se convierte entonces en negativa: es «llamado», no el que está en la
verdad y a causa de estar en ella, sino el que molesta a la sociedad haciéndola sentir
involuntariamente lo que es. Según este modo de ver más o menos convencional la au-
sencia de vocación —o la mundanidad— existe de jure y no de facto solamente, lo que
significa que la perfección aparece como una especialidad facultativa y por tanto como
un lujo; se la reserva a los religiosos, pero se olvida plantearse la pregunta de saber por
qué no lo es para todo el mundo.
En verdad el religioso no censurará a ningún hombre por el único hecho de vivir en
el siglo; es la evidencia misma, en atención al clero secular y a los santos laicos; lo que
es censurable no es vivir «en el mundo», sino vivir mal en él y de este modo crearlo en
94
Frithjof Schuon, Sobre los mundos antiguos
cierta manera. Cuando se reprocha al ermitaño o al monje «huir» del mundo se comete
un error doble: en primer lugar, se pierde de vista que el aislamiento contemplativo tiene
un valor intrínseco, que es independiente de la existencia de un «mundo» ambiente; en
segundo lugar, se finge olvidar que hay huidas que son perfectamente honorables y que
si no es absurdo ni vergonzoso huir ante una avalancha si uno puede, tampoco lo es el
huir de las tentaciones o siquiera sencillamente de las distracciones del mundo, o de
nuestro propio ego en cuanto se encuentra arraigado en este círculo vicioso: no olvide-
mos que al deshacernos del mundo le liberamos de nuestra propia miseria. En nuestros
días se declara con gusto que huir del mundo es desertar de las «responsabilidades»,
eufemismo perfectamente hipócrita que disimula detrás de una noción «altruista» o «so-
cial» la pereza espiritual y el odio del absoluto; se quiere ignorar que el don de uno
mismo a Dios es siempre un don de uno mismo para todos. Metafísicamente es imposi-
ble darse a Dios sin que de ello resulte un bien para el ambiente; darse a Dios aunque
fuera a espaldas de todos, es darse a los hombres, pues hay en este don de sí mismo un
valor sacrificial cuya irradiación es incalculable.
Por otro lado hacer uno su salvación es como respirar, comer, dormir; no se puede
hacer por otros ni ayudarles absteniéndose. El egoísmo es quitar a los otros aquello de lo
que tienen necesidad; no es tomar para uno lo que ignoran o no quieren.
El monaquismo no es quien se sitúa al margen del mundo, es el mundo quien se co-
loca fuera del monaquismo: si cada hombre viviese en el amor de Dios, el monasterio
estaría por todas partes y en este sentido se puede decir que cada santo es implícitamen-
te monje o ermitaño. Del mismo modo que es posible introducir al «mundo» en el mar-
co monástico, pues cada monje no es un santo, al igual es posible transferir el mona-
quismo, o la actitud que representa, al mundo, pues puede haber contemplativos en
cualquier lugar.
95
Frithjof Schuon, Sobre los mundos antiguos
este marco llega a realizar unas condiciones de estructura y comportamiento que permi-
ten el aislamiento contemplativo en medio mismo de las actividades del mundo. Hay
que añadir que el convento para el musulmán es ante todo la vinculación iniciática con
una cofradía y la sumisión —perinde ac cadaver— al maestro espiritual y después la
práctica de oraciones superrogatorias con vigilias y ayunos; el elemento aislador respec-
to a los mundanos es el rigor en la observación de la sunna, este rigor —al que la socie-
dad ambiente no podría oponerse en país musulmán— es el que equivale prácticamente
a los muros del monasterio. Es verdad que los derviches se reúnen en las zawiyas para
sus prácticas comunes y en ellas hacen retiros que a veces duran varios meses; algunos
habitan en ellas consagrando toda su vida a la oración y al servicio del sayj; pero de ello
no se deriva un monaquismo propiamente dicho comparable con el de los cristianos y
los budistas. En cualquier caso, el famoso «no hay monaquismo en el Islam» (niyya ji-l-
islam) en el fondo significa, no que los contemplativos no deban retraerse del mundo,
sino, por el contrario, que el mundo no debe resguardarse de los contemplativos; el ideal
intrínseco del monaquismo o de lo eremítico, la ascesis y la vida mística, no se pone en
tela de juicio. Y no olvidemos que la «guerra santa» da lugar en el Islam a la misma
valoración mística que en la caballería cristiana, particularmente la de los templarios;
hay ahí una vía del sacrificio y del martirio que ha unido —en el tiempo de las cruza-
das— a cristianos y musulmanes en un mismo amor sacrificial a Dios.
En el caso del Budismo, la dificultad consiste en que esta religión, al mismo tiempo
que es esencialmente monástica —pues lo es en un grado insuperable—, parece ignorar
la noción de Dios; pero es obvio que una «espiritualidad atea» es una contradicción en
los términos y de hecho el Budismo posee perfectamente la noción de un Absoluto tras-
cendente, lo mismo que posee la noción de un contacto entre este Absoluto y el hombre.
Si el Budismo no tiene la idea de un «Dios» en el sentido semítico o ario del término,
tiene sin embargo conciencia a su manera de la Realidad divina, pues está lejos de igno-
rar las nociones cruciales de la «absolutidad» de la trascendencia y de la perfección y
del lado humano, del sacrificio y de la santidad; sin duda es «no-teísta», pero ciertamen-
te no es «ateo». El aspecto «Dios personal» aparece particularmente en el culto maha-
yánico del Buda Amitâhba —el amidismo japonés— donde se combina con una perspec-
tiva de Misericordia redentora; se ha hablado de influencias cristianas, lo cual no sólo es
falso, sino incluso inverosímil en más de un aspecto; es olvidar que la naturaleza pro-
funda de las cosas puede suscitar en todas partes, dentro de los marcos apropiados, fe-
nómenos que son al menos formalmente análogos.
Este prejuicio de las «influencias» o de las «imitaciones» nos hace pensar en aquel
etnógrafo que al encontrar en los pieles-rojas el mito del diluvio sacaba ingenuamente la
conclusión de que los misioneros habían pasado por allí, cuando este mito —o más bien
96
Frithjof Schuon, Sobre los mundos antiguos
97
Frithjof Schuon, Sobre los mundos antiguos
mos. Se comprueba por ejemplo que tal práctica litúrgica o ceremonial ofende los gus-
tos cientificistas o demagógicos de nuestra época y se está muy feliz recordando que el
uso en cuestión data de la Edad Media, incluso de «Bizancio», lo que permite concluir
sin otra forma de proceso que no tiene derecho a la existencia; se olvida totalmente la
única pregunta que se debería plantear, el por qué los bizantinos lo practicaron; ocurre
que este por qué se sitúa con bastante frecuencia fuera del tiempo, que tiene una razón
de ser que revela factores intemporales. Identificarse a sí mismo con un «tiempo» y qui-
tar por ello a las cosas cualquier valor intrínseco o casi, es una actitud muy nueva, que
se proyecta arbitrariamente en lo que llamamos retrospectivamente el «pasado»; en rea-
lidad, nuestros antepasados no vivían en un tiempo, subjetiva e intelectualmente hablan-
do, sino en un «espacio», es decir, en un mundo de valores estables donde el flujo de la
duración no era por decirlo así más que accidental; tenían un maravilloso sentido de lo
absoluto en las cosas y del arraigo de las cosas en lo absoluto.
Nuestra época tiende cada vez más a cortar al hombre de sus raíces; pero al querer
«volver a partir de cero» y reducir al hombre a lo puramente humano, no se llega más
que a deshumanizarlo, lo que prueba que lo «puramente humano» no es más que una
ficción; el hombre no es plenamente hombre más que manteniéndose por encima de sí
mismo y no puede hacerlo sino por la religión. El monaquismo está ahí para recordar
que el hombre no es más que por su conciencia permanente del Absoluto y de los valo-
res absolutos y que las obras humanas nada son en sí mismas; los Padres del desierto,
los Casio, los San Benito han mostrado que antes de actuar es preciso ser y que las ac-
ciones son preciosas en la medida en que el amor de Dios las anima o se refleja en ellas
y que son tolerables en la medida en que no se oponen a este amor. La plenitud del ser,
que depende del espíritu, puede en principio prescindir de la acción; ésta no tiene su fin
en sí misma; Marta no es ciertamente superior a María. El hombre se distingue del ani-
mal en dos aspectos esenciales, primero por su inteligencia capaz de lo absoluto, y en
consecuencia de objetividad y del sentido de lo relativo, y en segundo lugar, por su vo-
luntad libre, capaz de escoger a Dios y vincularse a Él: el resto no es más que contin-
gencia, particularmente esta «cultura» profana y cuantitativa de la que la Iglesia primiti-
va no tenía ninguna idea y a la que ahora se hace un fundamento del valor humano en
contra de la experiencia corriente y de la evidencia.
En nuestra época, el hombre se define en función no de su naturaleza específica —la
cual no es definible sino en un contexto divino—, sino de las consecuencias inextrica-
bles de un prometeísmo ya secular: son las obras humanas, o incluso las consecuencias
lejanas de estas obras, lo que en el espíritu de nuestros contemporáneos determina y
define al hombre. Vivimos en un mundo de bastidores donde se ha hecho casi imposible
tocar las realidades primordiales de las cosas; a cada paso se interponen los prejuicios y
98
Frithjof Schuon, Sobre los mundos antiguos
los reflejos que trae consigo un deslizamiento irreversible; es como si antes del Renaci-
miento o antes de los Enciclopedistas el hombre no hubiese sido enteramente hombre o
como si para ser hombre hubiese sido necesario haber pasado por Descartes, Voltaire,
Rousseau, Kant, Marx, Darwin y Freud, sin olvidar —a última hora— al fatal Teilhard
de Chardin. Es triste ver cómo las convicciones religiosas se arropan con demasiada
frecuencia con una sensibilidad irreligiosa, o cómo estas convicciones se acompañan de
reflejos que le son completamente opuestos; la apologética tiende cada vez más a colo-
carse en un falso terreno, en el que su victoria por lo demás es imposible y a adoptar un
lenguaje que suena a falso y no puede convencer a nadie, haciendo abstracción de cierto
éxito de propaganda que de ningún modo sirve a la religión como tal; cuando la apolo-
gética roza con la demagogia se compromete en la vía del suicidio. En lugar de mante-
nerse en la verdad pura y simple —una verdad que evidentemente no puede gustar a
todo el mundo—, se deja fascinar por los postulados del adversario y después por su
seguridad, su dinamismo, su éxito fácil y su eficaz vulgaridad; con el pretexto de no
querer «confiscar» el mensaje religioso, se le «falsifica» extrínseca e imperceptiblemen-
te, pero se guarda bien de creer en este peligro y pronunciar esta palabra; todo lo más se
habla de un peligro de «atenuación del mensaje», eufemismo cuya parcialidad es evi-
dente.
«Someted la tierra», dice la Biblia, y los progresistas no han dejado de explotar esta
frase para justificar el industrialismo cada vez más totalitario de nuestra época y preco-
nizar una «espiritualidad» correspondiente; en realidad, hace mucho tiempo que el
hombre ha obedecido esta exhortación del Creador; para captar su intención verdadera y
sus límites hay que acordarse de la orden divina de «no preocuparse del día siguiente» y
conminaciones análogas2. Es pura hipocresía valerse de la sentencia bíblica citada sin
situarla en su contexto total, pues con esta lógica se debería igualmente dar un alcance
absoluto al «sed fecundos y multiplicaos»3 y abolir toda castidad en el cristianismo e
incluso volver a la poligamia de los hebreos. Este curioso apresuramiento en seguir las
«órdenes de Dios» nos parece que podría desembocar en muchos otros descubrimientos
escriturarios además del pasaje que se refiere a la agricultura, la pesca, la caza y la ga-
nadería y en muchas otras preocupaciones espirituales que la industrialización de la re-
ligión4.
2
«¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma?» (Mt 16, 26).
3
«Sed fecundos, multiplicaos, llenad la tierra y sometedla y dominad sobre los peces del mar, los pá-
jaros del cielo, los animales que se mueven sobre la tierra» (Gen 1, 28).
4
A los partidarios de esta «marcha acelerada» hay que responder con la Escritura: «Quien quiera ser
amigo del mundo se hace enemigo de Dios» (Sant 4,4). «Y no os conformeis al presente siglo, sino que
transformaos por la renovación de vuestro espíritu, a fin de que experimenteis cuál es la voluntad de Dios,
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Frithjof Schuon, Sobre los mundos antiguos
lo que es bueno, lo que le agrada, lo que es perfecto» (Rom 12, 2). En nuestros días es al revés: es el cien-
tificismo ateo, la demagogia, la máquina quienes deciden lo que es bueno, lo que debe gustar a Dios, lo
que es perfecto. «¡Desgraciados cuando todos los hombres hablen bien de vosotros, pues así es como sus
padres trataban a los falsos profetas!» (Lc 6, 26).
100
Frithjof Schuon, Sobre los mundos antiguos
5
A este respecto añadamos que una Iglesia que no es «triunfalista» no es una Iglesia, como tampoco
un dogma que no «retumba» no es un dogma.
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Frithjof Schuon, Sobre los mundos antiguos
Pero volvamos por un instante al cientificismo, puesto que juega un papel tan decisi-
vo en la mentalidad contemporánea; no vemos por qué es necesario extasiarse ante los
vuelos espaciales; los santos en sus éxtasis subían infinitamente más alto, y esto lo de-
cimos no de modo alegórico, sino en un sentido completamente concreto que podríamos
calificar de «científico» o «exacto». La ciencia moderna por más que explore lo infini-
tamente lejano como lo infinitamente pequeño, podrá alcanzar a su manera el mundo de
las galaxias y el de las moléculas, pero ignora —ya que no cree ni en la Revelación ni
en la intelección pura— todos los mundos inmateriales y suprasensoriales que, por de-
cirlo así, envuelven nuestra dimensión sensible y en relación con los que ésta no es más
que un modo de frágil coagulación, llamada a desaparecer a su hora bajo el efecto fulgu-
rante de la Realidad divina. Así pues, postular una ciencia sin metafísica es una flagran-
te contradicción, pues sin metafísica no hay medidas ni criterios, no hay inteligencia que
penetre, contemple y coordine. El psicologismo relativista e ignorante de lo absoluto, al
igual que el evolucionismo —absurdo por contradictorio, pues lo más no puede venir de
lo menos—, no se explican sino por esta exclusión de la inteligencia en lo que tiene de
esencial y total.
En otro tiempo se dudaba a veces del objeto, comprendido el que puede encontrarse
en nosotros mismos —es «objeto» todo aquello de lo que el sujeto puede tener concien-
cia distintiva y separadamente, aunque fuese un defecto moral del mismo—, pero en
nuestros días no se teme la contradicción de dudar del sujeto que conoce en lo que tiene
de intrínseco e irreemplazable: se pone en tela de juicio la inteligencia como tal, incluso
se la «critica», sin preguntarse «quién» la critica —¿no se habla de fabricar un hombre
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Frithjof Schuon, Sobre los mundos antiguos
más perfecto?— y sin darse cuenta de que la duda filosófica está comprendida en esta
desvalorización, que cae con la inteligencia y que al mismo tiempo toda ciencia y toda
filosofía se derrumban. Pues si nuestra inteligencia es por definición ineficaz, si somos
irresponsables o montículos de tierra, inútil filosofar.
Lo que se quiere hacernos admitir es que nuestro espíritu es relativo en su propia
esencia, que ésta no implica ninguna medida estable —¡como si la razón suficiente del
intelecto humano no fuese precisamente el implicar semejantes medidas!— y que, en
consecuencia, las nociones de lo verdadero y lo falso son intrínsecamente relativas y,
por tanto, siempre flotantes; y como algunas consecuencias de errores acumulados se
enfrentan con nuestras medidas innatas y son desenmascaradas y condenadas por éstas,
se nos dice que esto es cuestión de costumbre y que es necesario cambiar nuestra natura-
leza, es decir, que es preciso crear una inteligencia nueva que encuentre hermoso lo que
es feo y acepte como verdadero lo que es falso. El diablo es esencialmente incapaz de
reconocer que se ha equivocado, a menos que semejante confesión sea por interés suyo;
es pues el error hecho habitual el que debe tener razón a cualquier precio, incluso al
precio de nuestra inteligencia y, en el fondo, de nuestra existencia; la naturaleza de las
cosas y nuestra facultad de adecuación es el «prejuicio».
Se ha dicho y repetido que el monaquismo en todas sus formas, sea cristiano o bu-
dista, es una manifestación de «pesimismo»: se elude así por comodidad o aturdimiento
el aspecto intelectual y realista del problema y se reducen las comprobaciones objetivas,
las ideas metafísicas y las conclusiones lógicas a disposiciones puramente sentimenta-
les. Se acusa de «pesimismo» al que sabe que una avalancha es una avalancha y es «op-
timista» el que la toma por una niebla; pensar serenamente en la muerte despreciando
las distracciones es ver el mundo con colores sombríos, pero pensar en la muerte con
repugnancia o evitar pensar en ella, mientras se encuentra toda la felicidad de la que se
es capaz en las cosas pasajeras, es, según parece, el «valor» y el «sentido de las respon-
sabilidades». Nunca hemos comprendido por qué los que ponen su esperanza en Dios,
teniendo discernimiento suficiente para poder leer los «signos de los tiempos», son acu-
sados de amargura, mientras otros pasan por naturalezas fuertes y felices porque toman
los espejismos por realidades; es apenas creíble que este falso optimismo, que se en-
cuentra en perfecta oposición con las Escrituras, por una parte, y con los criterios más
tangibles, por otra, pueda cuajar en hombres que hacen profesión de creer en Dios y en
la vida futura.
Ahora querríamos intentar describir de una manera determinada —pero habría mil
modos diferentes de hacerlo— cómo el hombre que se ha vinculado con Dios se sitúa
espiritualmente en la existencia o cómo toma posición frente a ese abismo vertiginoso
103
Frithjof Schuon, Sobre los mundos antiguos
que es el mundo. La condición de monje —pues es el que aquí nos interesa más particu-
larmente, aunque hubiésemos podido hablar del contemplativo en general—, la condi-
ción de monje constituye una victoria sobre el espacio y el tiempo, o sobre el mundo y
la vida, en el sentido de que el monje se sitúa por su actitud en el centro y en el presente:
en el centro en relación con el mundo lleno de fenómenos, y en el presente en relación
con la vida llena de acontecimientos. Concentración de la oración y ritmo de la oración:
en cierto sentido éstas son las dos dimensiones de la existencia espiritual en general y
monástica en particular. El religioso se abstrae del mundo, se fija en un lugar definido
—y el lugar es centro porque está consagrado a Dios—, cierra moralmente los ojos y se
queda en el mismo sitio esperando la muerte, como una estatua colocada en un nicho,
para hablar como San Francisco de Sales; mediante esta «concentración» el monje se
sitúa en el «eje divino», participa ya en el Cielo vinculándose concretamente con Dios.
Al hacer esto el contemplativo se abstrae igualmente de la duración, pues por la oración
—esa actualización permanente de la conciencia del Absoluto— se coloca en un instan-
te intemporal: la oración —o el recuerdo de Dios— es ahora y siempre, es «siempre
ahora» y pertenece ya a la Eternidad. La vida del monje, por la eliminación de los mo-
vimientos desordenados, es un ritmo; ahora bien, el ritmo es la fijación de un instante —
o del presente— en la duración, como la inmovilidad es la fijación de un punto —o del
centro— en la extensión; este simbolismo, fundado en la ley de la analogía, se hace
concreto en virtud de la consagración a Dios. Es de este modo como el monje tiene al
mundo en la mano y domina también la vida: pues no hay nada precioso en la vida que
no poseamos aquí mismo, si este punto en el que estamos pertenece a Dios y si, estando
aquí para Dios, le pertenecemos; y del mismo modo toda nuestra vida está en ese instan-
te en que escogemos a Dios y no las vanidades.
En la dimensión temporal que se extiende ante nosotros no hay más que tres certi-
dumbres: la de la muerte, la del Juicio y la de Vida eterna. No tenemos ningún poder
sobre el pasado e ignoramos el porvenir; para el porvenir no tenemos más que estas tres
certidumbres, pero poseemos una cuarta en este mismo momento y es la que es todo: la
de nuestra actualidad, nuestra libertad actual de escoger a Dios, y así todo nuestro desti-
no. En este instante, en este presente, tenemos toda nuestra vida, toda nuestra existencia:
todo es bueno si este instante es bueno y si sabemos fijar nuestra vida en este instante
bendito; todo el secreto de la fidelidad espiritual es permanecer en este instante, reno-
varlo y perpetuarlo por la oración, retenerlo por el ritmo espiritual, colocar en él todo el
tiempo que se vierte sobre nosotros y que corre el riesgo de arrastrarnos lejos de este
«momento divino». La vocación del religioso es la oración perpetua, no porque la vida
sea larga, sino porque no es más que un momento; la perpetuidad —o el ritmo— de la
oración demuestra que la vida no es más que un instante siempre presente, al igual que
104
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CLAVES DE LA BIBLIA
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sino simplemente que el acceso a las realidades celestiales y divinas se sitúa para noso-
tros en el centro de nuestro ser; y de ese centro es precisamente de donde brota la reve-
lación, cuando hay en el ambiente humano una razón suficiente para que brote y para
que por esto mismo se presente un soporte humano predestinado, es decir, capaz de ser-
vir de vehículo a ese brote que irrumpe. Pero el fundamento más importante de lo que
acabamos de decir es evidentemente la admisión de un mundo de luz inteligible que es a
la vez subyacente y trascendente en relación con nuestras conciencias; el conocimiento
de este mundo, o de esta esfera, trae consigo la negación de cualquier psicologismo y
evolucionismo. Con otras palabras, el psicologismo y el evolucionismo no son otra cosa
que las hipótesis de recambio que han de suplir la ausencia del conocimiento de que se
trata.
Afirmar que la Biblia es simbolista y a la vez revelada equivale, pues, a decir, por
una parte, que expresa verdades complejas en un lenguaje directo y lleno de imágenes,
y, por otra parte, que su fuente no es ni el mundo sensorial, ni el plano psicológico o
racional, sino una esfera de realidad que sobrepasa estos planos y que los envuelve in-
mensamente, siendo en principio accesible al hombre a partir del centro intelectivo y
místico de su ser, o si se prefiere a partir del «corazón», o del «intelecto» puro. El inte-
lecto precisamente implica en su misma substancia la evidencia de la esfera de realidad
de que hablamos y contiene así la prueba de ella, si la palabra prueba puede tener un
sentido en el orden de la percepción directa y participativa. El prejuicio clásico, como si
dijéramos del cientificismo o su falta de método si se quiere, es negar un modo de cono-
cimiento suprasensorial y suprarracional y en consecuencia los planos de realidad a que
estos modos se refieren y de los cuales precisamente provienen tanto la revelación como
la intelección. La intelección es —en principio— para el hombre lo que la revelación es
para la colectividad; decimos en principio pues de hecho el hombre no puede tener ac-
ceso a la intelección directa —o a la gnosis— más que en virtud de la revelación escri-
turaria preexistente. Lo que la Biblia describe como la caída del hombre, o la pérdida
del Paraíso, coincide con nuestra separación de la Inteligencia total; por eso se dice que
«el reino de los cielos está dentro de vosotros», y también «Llamad y se os abrirá». La
propia Biblia es la objetivación múltiple y misteriosa de ese Intelecto universal o de ese
Logos: es así la proyección en imágenes y enigmas de lo que llevamos a una profundi-
dad casi inaccesible en el fondo del corazón; y los hechos de la Historia Sagrada —
donde nada se deja al azar— son proyecciones cósmicas de la insondable Verdad divi-
na.
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Frithjof Schuon, Sobre los mundos antiguos
RELIGIO PERENNIS
110
Frithjof Schuon, Sobre los mundos antiguos
Una de las claves para la comprensión de nuestra verdadera naturaleza y nuestro úl-
timo destino es el hecho de que las cosas terrestres nunca son proporcionadas a la exten-
sión real de nuestra inteligencia. La inteligencia está hecha para lo Absoluto, a falta de
lo cual no existiría; entre las inteligencias de este mundo, el espíritu humano es el único
capaz de objetividad, lo que implica —o prueba— que sólo el Absoluto permite a nues-
tra inteligencia poder por completo lo que ella puede y ser enteramente lo que es1. Si
fuese necesario o útil probar lo Absoluto, el carácter objetivo y transpersonal del inte-
lecto humano bastaría como testimonio, pues este intelecto es la huella irrecusable de
una Causa primera puramente espiritual, de una Unidad infinitamente central pero que
todo lo contiene, de una Esencia inmanente y trascendente a la vez. Se ha dicho más de
una vez que la Verdad total se encuentra escrita, con una escritura eterna, en la propia
substancia de nuestro espíritu; las diversas Revelaciones no hacen otra cosa que «crista-
lizar» y «actualizar», en diferentes grados según los casos, un núcleo de certidumbres
que no sólo está conservado en la Omnisciencia divina, sino que reposa por refracción
tanto en el núcleo «naturalmente sobrenatural» del individuo como el de la colectividad
étnica, o histórica o de la especie humana.
Lo mismo sucede con la voluntad que por lo demás no es sino una prolongación, o
un complemento, de la inteligencia: los objetos que se plantea más habitualmente, o que
la vida le impone, no colman su envergadura total; sólo la «dimensión divina» puede
satisfacer la sed de plenitud de nuestro querer o de nuestro amor. Lo que hace que nues-
tra voluntad sea humana y por tanto libre, es que es proporcionada a Dios; sólo en Dios
está a salvo de toda coacción, o sea de todo lo que limita su naturaleza.
La función esencial de la inteligencia humana es el discernimiento entre lo Real y lo
ilusorio, entre lo Permanente y lo impermanente; la función esencial de la voluntad es el
apego a lo Permanente o lo Real. Este discernimiento y este apego son la quintaesencia
de toda espiritualidad; llevados a su más alto grado, o reducidos a su substancia más
pura, constituyen en cada gran patrimonio espiritual de la humanidad la universalidad
subyacente, o lo que podríamos denominar la religio perennis2; a ella se adhieren los
1
«La tierra y el cielo no pueden contenerme (Allâh), pero el corazón del creyente Me contiene»
(hadit qudsî). Igualmente, DANTE: «Veo que nuestro intelecto nunca se satisface si la Verdad no lo ilu-
mina, fuera de la cual ninguna verdad es posible» («Paraíso», IV, 124-126).
2
Término que evoca la philosophia perennis de Steuchus Eugubin (siglo XVI) y los neoescolásticos;
pero el término philosopbia sugiere con razón o sin ella una elaboración mental más que la sabiduría y no
conviene exactamente a lo que nosotros entendemos. La religio es lo que «vuelve a atar» con el Cielo y
compromete al hombre por completo; en cuanto a la palabra traditio, se refiere a una realidad más exte-
rior, en ocasiones fragmentaria y que, por otra parte, sugiere una retrospectiva: una religión que nace
111
Frithjof Schuon, Sobre los mundos antiguos
«enlaza» con el Cielo desde la primera Revelación, pero no llega a ser una «tradición» —o implicar «tra-
diciones»— sino dos o tres generaciones más tarde.
3
Es lo que sucedió en el caso de los sabios árabes preislámicos que vivían espiritualmente de la
herencia de Abraham e Ismael.
4
Esto es lo que expresa el término árabe furqân, «diferencia cualitativa», de faraqa, «separar», «dis-
cernir», «bifurcar»; ya se sabe que Furqân es uno de los nombres del Corán.
112
Frithjof Schuon, Sobre los mundos antiguos
naturaleza de las cosas nos permite tener en cuenta un aspecto de sencillez, no estaría-
mos más cerca de la verdad siguiendo los meandros de una complejidad que no se im-
pone en el presente caso. El análisis es una función de la inteligencia y la síntesis, otra;
la asociación de ideas que ordinariamente se hace entre la inteligencia y la dificultad, o
entre la facilidad y la presunción, no afecta evidentemente a la verdadera naturaleza del
Intelecto. Con la visión intelectual ocurre lo mismo que en la visión óptica: hay cosas
que es preciso ver en detalle para conocerlas y otras que se perciben mejor con un cierto
distanciamiento y que, pareciendo sencillas, comunican tanto más claramente su verda-
dera naturaleza. La verdad, si bien puede extenderse y diferenciarse indefinidamente,
cabe también en un «punto geométrico», y todo está entonces en captan este punto, sea
cual sea el símbolo —o el simbolismo— que actualice de hecho la intelección.
La verdad es una, y sería en vano quererla buscan en un solo lugar únicamente, pues
al contener el Intelecto en su substancia todo lo que es verdadero, la verdad no puede
dejar de manifestarse allí donde el Intelecto se despliega dentro de la atmósfera de una
Revelación. Se puede representan al espacio por un círculo como por una cruz, una espi-
ral, una estrella, un cuadrado; y del mismo modo que es imposible que no haya más que
una sola figura para indicar la naturaleza del espacio o de la extensión, también es im-
posible que no haya más que una sola doctrina que dé cuenta del Absoluto y de las rela-
ciones entre la contingencia y el Absoluto; en otros términos: creer que no puede haber
más que una sola doctrina verdadera equivale a negar la pluralidad de las figuras
geométricas que miden virtualmente el espacio, y también —para escoger un ejemplo
diferente— la pluralidad de las conciencias individuales y de los puntos de vista
oculares. En cada Revelación Dios dice «Yo» colocándose extrínsecamente en un punto
de vista diferente que en el caso de las Revelaciones precedentes y de ahí la apariencia
de contradicción en el plano de la cristalización formal.
Algunos objetarán quizás que las figuras geométricas no son estrictamente equiva-
lentes como adecuaciones entre el simbolismo gráfico y la extensión espacial y querrán
encontrar en ello un argumento contra la equivalencia de las perspectivas tradicionales,
ya que hemos hecho esta comparación; a ello responderemos que las perspectivas tradi-
cionales quieren ser —por lo menos a priori— caminos de salvación o medios de libe-
ración más que adecuaciones absolutas. Por otra parte, al comprobar que el círculo —sin
hablar ahora del punto— es una adecuación más directa de la forma al espacio que la
cruz u otra figura diferenciada, y que por tanto refleja más perfectamente la naturaleza
de la extensión, no debemos dejar de tener esto en cuenta: la cruz, el cuadrado, la espiral
expresan explícitamente una realidad espacial que el círculo o el punto no expresan más
que implícitamente; las figuras diferenciadas son pues insustituibles —si no, no existirí-
an—, y son algo muy distinto a unas especies de círculos imperfectos; la cruz está infi-
113
Frithjof Schuon, Sobre los mundos antiguos
nitamente más cercana a la perfección del punto o el círculo que el óvalo o el trapecio
por ejemplo. Lo mismo se aplica a las doctrinas tradicionales, en lo que concierne a sus
diferencias de forma y sus valores de ecuación.
Una vez dicho esto volvamos a nuestra religio perennis como discernimiento meta-
físico y concentración unitiva, o como descenso del Principio divino, que se hace mani-
festación a fin de que la manifestación regrese al Principio.
En el Cristianismo —según San Ireneo y otros autores— Dios «se ha hecho hom-
bre» con el fin de que el hombre «se haga Dios»; en términos hindúes se dirá: Atmâ se
ha hecho Mâyâ para que Mâyâ se haga Atmâ. La concentración contemplativa y unitiva
en el Cristianismo es permanecer en lo Real manifestado —el «Verbo hecho carne»— a
fin de que ese Real permanezca en nosotros, que somos ilusorios, de acuerdo con lo que
Cristo declaró en una visión a Santa Catalina de Siena: «Yo soy Quien es, tú eres la que
no es.» El alma permanece en lo Real —en el Reino de Dios que está «dentro de noso-
tros»— mediante la oración permanente del corazón, como enseñan la parábola del juez
inicuo y el comentario de San Pablo.
En el Islam el mismo tema fundamental —por ser universal— se cristaliza según
una perspectiva muy diferente. El discernimiento entre lo Real y lo no-real se enuncia
por el Testimonio unitario (la Sahâda): la concentración correlativa sobre el Símbolo, o
la conciencia permanente de lo Real se lleva a efecto por este mismo Testimonio o por
el Nombre divino que lo sintetiza y que es así la cristalización quintaesencial de la Re-
velación coránica. Este testimonio o este Nombre es igualmente la quintaesencia de la
Revelación abrahámica —pon filiación ismaelita— y se remonta hasta la Revelación
primordial de la rama semita. Lo Real ha «descendido» (nazzala, unzila), ha entrado en
lo no-real o lo ilusorio, lo «perecedero» (fânin)5, haciéndose el Qur’án —o la Sahâda
que lo resume, o el Ism (el «Nombre») que es su esencia sonora y gráfica, o el Dikr (la
«Mención»), que es su síntesis operativa— con el fin de que sobre esta barca divina lo
ilusorio pueda regresar a lo Real, a la «Faz (Wayh) del Señor que es lo único que per-
manece» (wa yahqa wayhu Rabbika)6, sea cual fuere el alcance metafísico que conce-
damos a las nociones de «ilusión» y «Realidad». En esta reciprocidad está todo el miste-
rio de la «Noche del Destino» (Laylat el-Qadr), que es un «descenso», y de «Noche de
la Ascensión» (Laylat el-Mi’ráj), que es la fase complementaria; ahora bien, la realiza-
ción contemplativa —la «unificación» (tawhîd)— concierne a esta ascensión del Profeta
5
La palabra Fanâ, que a veces se traduce por «extinción» en analogía con el sánscrito nirvâna, tiene
la misma raíz y significa exactamente «naturaleza perecedera».
6
Corán, Sura El Misericordioso, 27.
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Frithjof Schuon, Sobre los mundos antiguos
a través de los grados paradisíacos. «En verdad —dice el Corán— la oración impide los
pecados mayores (fahsá) y menores (munkar), peno la mención (ikr) de Allâh es más
grande»7.
La perspectiva budista está más cerca de la perspectiva cristiana en cierto aspecto,
pero mucho más alejada de ella en otro, pues por una parte se funda en un «Verbo hecho
carne», pero, por otra, nunca tiene la noción antropomórfica de un Dios creador. En el
Budismo los dos términos de la alternativa o del discernimiento son el Nirvâna, lo Real,
y el Samsara, lo ilusorio; la vía es en el fondo la conciencia permanente del Nirvâna
como Shûnya, el «Vacío», o también la concentración en la manifestación salvadora del
Nirvâna, el Buda, que es Shûnyamûrti, Manifestación del Vacío. En Buda particular-
mente en su forma Amitâbha— el Nirvâna se ha hecho Samsara para que éste se haga
Nirvâna; y si el Nirvâna es lo Real y el Samsara la ilusión, el Buda será lo Real en lo
ilusorio y el Bodisatva lo ilusorio en lo Real8, lo que nos lleva al simbolismo del Yin-
Yang. Este paso de lo ilusorio a lo Real es lo que la Prajnâ-Pâramitâ-Hridaya-Sûtra
describe con estos términos: «Ha partido, ha partido —ha partido hacia la otra Orilla, ha
llegado a la otra Orilla—, ¡oh Iluminación, bendita seas!
Cada perspectiva espiritual confronta, por la fuerza de las cosas, una concepción del
hombre con una concepción correspondiente de Dios; de ello resultan tres ideas o tres
definiciones que conciernen, una al hombre como tal, otra a Dios tal y como se revela al
hombre definido de este modo y la tercera, al hombre como Dios lo determina y trans-
forma en función de semejante perspectiva.
Desde el punto de vista de la subjetividad humana, el hombre es el que contiene y
Dios es el contenido; desde el punto de vista divino —si uno puede expresarse así—, la
relación es a la inversa, pues todo está contenido en Dios y nada puede contenerle. Decir
que el hombre está hecho a imagen de Dios, significa al mismo tiempo que a posteriori
Dios toma frente al hombre algo de esta imagen; Dios es Espíritu puro y en consecuen-
cia el hombre es inteligencia o consciencia; de modo inverso, si definimos al hombre
como inteligencia, Dios aparecerá como «Verdad». Con otras palabras: queriendo afir-
marse como «Verdad», Dios se dirige al hombre en tanto que está dotado de inteligen-
cia, al igual que se dirige al hombre en desgracia para afirmar Su Misericordia, o al
hombre dotado de libre arbitrio para afirmarse como Ley salvadora.
Las «pruebas» de Dios y de la religión están en el propio hombre: «Al conocer su
7
Sura La Araña, 45.
8
Cf. «Le mystère du Bodisatva», Etudes Traditionneltes, mayo-junio, julio-agosto y septiembre-
octubre de 1962.
115
Frithjof Schuon, Sobre los mundos antiguos
propia naturaleza, conoce también el Cielo», dice Mencius, de acuerdo con otras máxi-
mas análogas y muy conocidas. Es preciso extraer de los elementos de nuestra naturale-
za la certidumbre-clave que abre la vía a la certidumbre de lo Divino y de la Revelación;
quien dice «hombre», dice implícitamente «Dios»; quien dice «relativo», dice «Absolu-
to». La naturaleza humana en general y la inteligencia humana en particular no se podrí-
an comprender sin el fenómeno religioso que las caracteriza de la manera más directa y
completa: al haber captado la naturaleza trascendente —no «psicológica»— del ser
humano, captamos la naturaleza de la revelación, de la religión y de la tradición; com-
prendemos su posibilidad, su necesidad, su verdad. Y comprendiendo la religión no sólo
según una determinada forma o según una determinada letra, sino además en su esencia
informal, comprenderemos igualmente las religiones, es decir, el sentido de su plurali-
dad y diversidad; éste es el plano de la gnosis, de la religio perennis, donde se explican
y resuelven las antinomias extrínsecas de los dogmas.
En el plano exterior y por tanto contingente, pero que tiene su importancia en el or-
den humano, la religio perennis se encuentra en relación con la naturaleza virgen y al
mismo tiempo con la desnudez primordial, la de la creación, el nacimiento y la resurrec-
ción, o la del gran sacerdote en el Sancta Santorum, el ermitaño en el desierto9, el sadhu
o el sanyasi hindú, del piel-roja en oración silenciosa en una montaña10. La naturaleza
inviolada es a la vez un vestigio del Paraíso terrestre y una prefiguración del Paraíso
celestial; los santuarios y los vestidos difieren, pero la naturaleza y el cuerpo humano
permanecen fieles a la unidad primera. El arte sagrado, que parece apartarse de esta uni-
dad, en el fondo no hace más que restituir a los fenómenos naturales sus mensajes divi-
nos, a los que los hombres se han hecho insensibles; en el arte la perspectiva del amor
tiende hacia el desbordamiento, la profusión, mientras que la perspectiva de la gnosis
tiende hacia la naturaleza, la simplicidad y el silencio; es la oposición entre la riqueza
gótica y el despojamiento zen11. Pero esto no debe hacernos perder de vista que los mar-
9
Como María Egipcíaca, en quien el carácter informal y completamente interior de un amor operado
por Dios se acerca a las cualidades de la gnosis, aunque en este caso pudiéramos hablar de «gnosis de
amor» (en el sentido de parabhakti).
10
La sencillez del vestido y su color, blanco sobre todo, sustituye a veces al simbolismo de la desnu-
dez en el marco del arte indumentario; en todos los planos el despojamiento inspirado por la Verdad des-
nuda sirve de contrapeso al «culturalismo» mundano. En otros aspectos el vestido sagrado simboliza la
victoria del Espíritu sobre la carne y su riqueza hierática —que estamos bien lejos de censurar—, expresa
la inagotable profusión del Misterio y la Gloria.
11
Pero resulta demasiado evidente que el arte sagrado más fastuoso está infinitamente más cercano a
la gnosis que el «despojamiento» ignorante y afectado de los «barrenderos» contemporáneos. Sólo la
simplicidad cualitativa y noble, y en conformidad con la esencia de las cosas, refleja y transmite un per-
116
Frithjof Schuon, Sobre los mundos antiguos
cos o modos exteriores son siempre algo contingente y que todas las combinaciones y
todas las compensaciones son posibles, tanto más cuanto que, en la espiritualidad, todas
las posibilidades pueden reflejarse entre sí según las modalidades apropiadas.
Una civilización es íntegra y sana en la medida en que se fundamenta en la «religión
invisible» o «subyacente», la religio perennis; es decir, que lo es en la medida en que
sus expresiones o formas dejan translucir lo Informal y tiende hacia el Origen, comuni-
cando de este modo el recuerdo de un Paraíso perdido, pero también, y con mayor ra-
zón, el presentimiento de una Beatitud intemporal. Pues el Origen está en nosotros mis-
mos y delante de nosotros a la vez; el tiempo no es más que un movimiento en espiral
alrededor de un Centro inmutable.
117