Víctimas Del Amor - Hesse

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Víctimas del amor

Herman Hesse

Durante tres años trabajé como ayudante en una librería. Al principio 1


cobraba ochenta marcos al mes, después noventa, más tarde noventa y
cinco, y me sentía contento y orgulloso de ganarme el pan sin necesidad
de aceptar un penique de nadie. Mi máxima ambición era llegar a trabajar
de librero de viejo, de forma que pudiera, como un bibliotecario, vivir
entre viejos libros y datar incunables y grabados en madera. En las
buenas librerías de ocasión había puestos que se remuneraban con
doscientos cincuenta marcos o más. De todos modos, aún me quedaba
mucho camino por recorrer. Era cuestión de trabajar y trabajar...

Entre mis compañeros había tipos raros. Con frecuencia me daba la


impresión de que la librería era un asilo para marginados de toda
condición. A mi lado, en el pupitre, se sentaban pastores que habían
perdido la fe, eternos estudiantes desmoralizados, doctores en filosofía
sin empleo, redactores que ya no eran aptos para su trabajo y oficinistas
que recibían una modesta pensión. Muchos tenían mujer e hijos y
andaban con la ropa hecha jirones; otros vivían con relativa comodidad;
a la mayoría, sin embargo, el sueldo sólo les alcanzaba hasta el primer
tercio del mes, y durante el resto del tiempo se contentaban con cerveza,
queso y fanfarronas soflamas. Sin embargo, todos ellos guardaban, de
tiempos más gloriosos, un asomo de buenas maneras y de cultivada
retórica y estaban convencidos de que sólo una inaudita mala suerte
explicaba su descenso hasta aquellos humildes puestos.

Gente rara, como he dicho. Pero, sin embargo, a un hombre como


Columban HuB todavía no lo había visto nunca. Vino un día a mendigar a
la oficina y casualmente encontró un modesto puesto vacante como
escribiente, que aceptó agradecido y que conservó durante más de un
año. En realidad, no hacía ni decía nada de particular y vivía,
aparentemente, como cualquiera de los otros pobres empleados. Pero se
veía que no siempre había sido así. Debía de tener algo más de cincuenta
años y era de una complexión robusta, como un soldado. Se movía con
nobleza y distinción y su mirada semejaba a la que, según me figuraba
yo entonces, debían de tener los poetas.

Como HuB se olía mi secreta estima y mi aprecio, un día se vino


conmigo a la fonda. En esos casos, se perdía en trascendentales
disquisiciones sobre la vida y permitía que yo le pagara la consumición.
Lo que ahora relataré es lo que él me dijo en el atardecer de un día de
julio. Al ser mi cumpleaños, fuimos juntos a tomar una pequeña cena;
habíamos bebido vino y paseábamos río arriba por la avenida en medio
de la cálida noche. Se estiró en un banco de piedra situado debajo del
último tilo, mientras que yo me tumbé en la hierba. Empezó a hablar:

— Usted no es más que un pipiolo y no sabe todavía nada de la 2


vida. Yo soy un perro viejo; si no fuera así, no le contaría esto. Si es usted
una persona cabal, se lo guardará para sí y no irá con chismes. Pero haga
lo que quiera.

Al mirarme, ve usted a un pobre escribiente de curvos dedos y


raídos pantalones. Y si quisiera usted acabar conmigo, no me opondría a
ello. En mi queda poco por matar. Y si le digo que mi vida ha sido
tempestuosa y ardiente... ¡pues, sí, ríase usted! Pero se le pasarán las
ganas, jovencito, si una noche de verano, escucha la fábula que le cuenta
un viejo.

Ya ha estado enamorado, ¿no? Varias veces, ¿verdad? Sí, sí. Pero


todavía no sabe lo que es el amor. No lo sabe, le digo. ¿Quizás ha estado
llorando durante toda una noche? ¿Y ha pasado un mes entero durmiendo
mal? ¿Tal vez ha llegado a escribir poemas y ha jugado un poco con la
idea del suicidio? Sí, ya conozco todo eso, pero eso no es amor. El amor
es otra cosa.

No hace ni diez años que yo era todavía un hombre respetable que


pertenecía a la mejor sociedad. Era funcionario y oficial de la reserva;
vivía con cierto lujo y era independiente; poseía un caballo de silla y un
sirviente, tenía toda suerte de comodidades y me daba la buena vida:
asientos de palco, viajes en verano, una pequeña colección de arte,
equitación, vela, tertulias nocturnas regadas con burdeos blanco y tinto y
desayunos con champán y sherry.

Me acostumbré durante muchos años a ese tren de vida, pero


también he prescindido de ello con relativa facilidad. ¿Qué hay, en
definitiva, en comer y beber, ir a caballo y viajar? Un poco de filosofía, y
todo se torna superfluo y ridículo. Incluso la sociedad y la buena
reputación y el hecho de que la gente se quite el sombrero delante de
uno, por agradable que sea, resulta a fin de cuentas irrelevante.

Queríamos hablar de amor, ¿no? Pues bien, ¿qué es el amor? Hoy


en día rara vez se está dispuesto a dar la vida por una mujer. Eso sería,
claro está, lo más hermoso. No me interrumpa. No me estoy refiriendo al
amor entre dos personas, a besarse, dormir juntos y contraer matrimonio.
Hablo del amor que se ha convertido en el único sentimiento que rige una
vida. Este amor se vive en solitario, incluso en el caso de que, tal y como
dice la gente, sea «correspondido. Consiste en que toda la voluntad y
capacidad de un hombre se vean impetuosamente arrastradas hacia un
único fin y en el hecho de que cualquier sacrificio se trueque en deleite.
Esta forma de amor no hace feliz; quema, hace sufrir y destruye; es fuego
y no puede morir sin haber consumido todo lo que encuentra a su paso. 3

Sobre la mujer que yo amé no es preciso que sepa nada. Quizá era
extraordinariamente hermosa, quizá simplemente guapa. Tal vez era un
genio, tal vez no. ¡Qué más da, Dios mío! Ella fue el abismo en el que
ineludiblemente me precipité; fue la mano de Dios que se asió un día a
mi humilde existencia. Y a partir de entonces, esta humilde existencia
pasó a ser grande y regia. Entiéndalo, de repente ya no llevé la vida de
un hombre de posición, sino la de un dios y la de un niño, delirante y
disparatada; era fuego y ardor.

Desde entonces todo lo que había sido importante para mí se volvió


baladí y aburrido. Descuidaba cosas que nunca antes había descuidado;
urdía triquiñuelas y emprendía viajes sólo para verla sonreír un instante.
Por ella me convertía en el hombre que podía hacerla feliz: por ella era
yo alegre y serio, locuaz y callado, correcto y alocado, rico y pobre.
Cuando se percató de mi forma de actuar me sometió a innumerables
pruebas. Para mí era un placer servirla; por imposible que fuera su
ocurrencia o inimaginable su deseo, yo lo satisfacía como si de una
nimiedad se tratara.

Entonces se dio cuenta de que la quería más que a nada en el


mundo y vinieron tiempos tranquilos en los que me comprendió y aceptó
mi amor. Nos vimos miles de veces, emprendimos viajes e hicimos lo
imposible para estar juntos y confundir el mundo.

Entonces habría podido ser feliz. Ella me quería. Tal vez durante
algún tiempo fui feliz.

Pero mi objetivo no era conquistar a esa mujer. Empecé a


inquietarme después de haber disfrutado durante una temporada de
aquella felicidad y ver que mis sacrificios no eran ya necesarios, al
constatar que sin esfuerzo alguno obtenía de ella una sonrisa, un beso y
una noche de amor. No sabía lo que echaba en falta; había llegado más
lejos de lo que nunca me habría atrevido a soñar. Pero estaba inquieto.
Como he dicho, mi objetivo no era conquistar a esa mujer. Fue una
casualidad que eso sucediera. Mi objetivo era sufrir de amor y, cuando la
posesión de la amada empezó a aliviar y enfriar mis tormentos, fui presa
de la inquietud. Lo resistí durante cierto tiempo; después me sentí
espoleado de repente a ir más allá. Abandoné a la mujer. Me tomé unas
vacaciones e hice un largo viaje. Por aquel entonces mi fortuna ya había
mermado considerablemente, pero ¿qué importaba? Viajé y no volví hasta
al cabo de un año. ¡Extraño viaje! Apenas me había alejado y ya ardía de
nuevo el fuego de otros tiempos. Cuanto más lejos me iba y más
prolongaba mi ausencia, tanto más acuciante me resultaba la pasión. Me 4
dediqué a observar, a
divertirme, y continúe viajando a lo largo de un año, sin pausa ni
descanso, hasta que la llama se me hizo insoportable y necesité de nuevo
la proximidad de mi amada.

Resolví volver a casa y la encontré furiosa y profundamente


humillada. ¡Qué duda cabe de que ella se había entregado a mí, me había
hecho feliz, y que era yo quien la había abandonado! Tenía otro amante,
pero vi que no le quería. Lo había aceptado por despecho.

No le podía decir o escribir qué era lo que en su momento me había


impulsado a apartarme de ella y que a mi regreso me impelía asimismo a
correr a su lado. Quizá no lo sabía ni yo. Así que empecé otra vez a
cortejarla y a batallar por su conquista. De nuevo recorrí largos trechos,
descuidé importantes asuntos y gasté un considerable dineral para oír una
palabra suya o para verla sonreír. Abandonó al amante, pero pronto
aceptó otro, puesto que ya no confiaba en mí. A pesar de ello, a ratos le
complacía verme. Algunas veces en una velada o en el teatro se
desentendía de repente de las personas que había a su alrededor y me
echaba una mirada extrañamente dulce e interrogativa.

Siempre me tuvo por una persona extraordinariamente rica. Yo


había despertado en ella esa creencia y la mantenía viva, solo para poder
ofrecerle en todo momento aquellas cosas que ella no habría aceptado de
un pobre. En otros tiempos le habría hecho regalos; pero eso estaba ya
superado y me hallaba en la tesitura de encontrar nuevos sacrificios y
nuevas formas de hacerla feliz. Organizaba conciertos en los que los
músicos que ella más apreciaba tocaban y cantaban sus fragmentos
favoritos. Hacía acopio de entradas de palco para poder ofrecérselas en
los estrenos. De nuevo tomó por costumbre que fuera yo quien se ocupase
de todo.

Por ella, me metí en una frenética vorágine de transacciones. Mi


fortuna se había disipado y empezaron las deudas y los malabarismos
financieros. Vendí mis cuadros, mi antigua porcelana, mi caballo de silla
y compré a cambio un automóvil que debía quedar a su disposición.
Había llegado tan lejos, que veía el final ante mí. Mi esperanza de
conseguirla de nuevo corría pareja con el agotamiento de mis últimos
recursos. Pero no quería parar. Todavía conservaba mi empleo, mi
influencia, mi distinguida posición. ¿Para qué, si no me servía de nada?
Eso explica que mintiera, malversara fondos y dejara de temer la acción
de la justicia, pues había algo mucho más temible para mí. Pero mi
desgracia no fue en balde. Ella había roto también con su segundo amante 5
y yo sabía que ya no tomaría a ningún otro que no fuera yo.

Me tomó a mí, sí. Eso significa que se fue a Suiza y que permitió
que la siguiera. A la mañana siguiente solicite un período de vacaciones.
En vez de una respuesta, obtuve mi detención. Falsificación de
documentos, malversación de dinero público. No diga nada, no hace falta.
Ya lo sé. Pero ¿sabe usted que también en mi deshonra y en mi condena
y en el hecho de quedarme sin camisa por amor, en todo eso, ardía
todavía la pasión? ¿Qué todo eso no era sino el precio del amor? ¿Entiende
usted eso, como joven enamorado que es?

Le he explicado una fábula, jovencito. No soy yo el hombre que lo


ha vivido. Yo soy un pobre librero que se deja invitar a una botella de
vino. Pero ahora quiero volver a casa. No, quédese todavía un rato, iré
solo ¡Quédese!

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