La Serpiente de Oro
La Serpiente de Oro
La Serpiente de Oro
Ciro Alegría
CONTENIDO:
Por donde el Marañón rompe las cordilleras en un voluntarioso afán de avance, la sierra
peruana tiene una bravura de puma acosado. Con ella en torno, no es cosa de estar al
descuido. Cuando el río carga, brama contra las peñas invadiendo la amplitud de las
playas y cubriendo el pedrerío. Corre burbujeando, rugiendo en las torrenteras y recodos,
ondulando en los espacios llanos, untuoso y ocre de limo fecundo en cuyo acre hedor
descubre el instinto rudas potencialidades germinales. Un rumor profundo que palpita en
todos los ámbitos, denuncia la creciente máxima que ocurre en febrero. Entonces uno
siente respeto hacia la correntada y entiende su rugido como una advertencia personal.
Nosotros, los cholos del Marañón, escuchamos su voz con el oído atento. No sabemos
dónde nace ni dónde muere este río que nos mataría si quisiéramos medirlo con nuestras
balsas, pero ella nos habla claramente de su inmensidad.
Las aguas pasan arrastrando palizadas que llegan de una orilla a la otra. Troncos que se
contorsionan como cuerpos, ramas desnudas, chamiza y hasta piedras navegan en
hacinamientos informes, aprisionando todo lo que hallan a su paso. ¡Ay de la balsa que
sea cogida por una palizada! Se enredará en ella hasta ser estrellada contra un recodo de
peñas o sorbida por un remolino, junto con el revoltijo de palos, como si se tratara de una
cosa inútil.
Cuando los balseros las ven acercarse negreando sobre la corriente, tiran de bajada por el
río, bogando a matarse, para ir a recalar en cualquier playa propicia. A veces no miden
bien la distancia, al sesgar, y son siempre cogidos por uno de los extremos. Sucede
también que las han visto cuando ya están muy cerca, si es que los palos húmedos vienen
a media agua, y entonces se
entregan al acaso... Tiran las palas —esos remos anchos que cogen las aguas como
atragantándose— y se ajustan los calzones de bayeta para luego piruetear cogidos de los
maderos o esquivarlos entre zambullidas hasta salir o perderse para siempre.
Los tremendos cielos invernales desatan broncas tormentas que desploman y muerden las
pendientes de las cordilleras y van a dar, ahondando aún más los pliegues de la tierra, a
nuestro Marañón. El río es un ocre de mundos. Los cholos de esta historia vivimos en
Calemar. Conocemos muchos valles más, formados
allí donde los cerros han huido o han sido comidos por la corriente, pero no sabemos
cuántos son río arriba ni río abajo. Sabemos sí que todos son bellos y nos hablan con su
ancestral voz de querencia, que es fuerte como la voz del río mismo.
El sol rutila en los peñascos rojos que forman la encañada y se alzan hasta dar la
impresión de estar hiriendo el toldo del cielo, pesadamente nublado a veces, a veces azul
y ligero como un percal. Al fondo se extiende el valle de Calemar y el río no lo corta sino
que lo deja a un lado para pasar lamiendo la peñolería del frente. A este rincón amurallado
de rocas llegan dos caminejos que blanquean por ellas haciendo piruetas de bailarín
borracho.
Los caminos son angostos aquí porque los cristianos y las bestias no necesitan más para
salvar las rijosas -montañas familiares cuyos escalones, recodos, abismos y desfiladeros
son reconocidos aún durante la noche por los sentidos baqueanos. Un camino es
solamente una cinta que marca la ruta y hombre y animal la siguen imperturbablemente,
entre un crujir de guijarros, haya sol, lluvia o sombra. El uno nace al lado del río, al pie
de las peñas del frente, aceza un rato por una cuesta amarilla donde crecen frondosos
árboles de pate y se pierde en la oscuridad de un abra de los cerros. Por allí vienen los
forasteros y nosotros vamos a las ferias de Huamachuco y Cajabamba, llevando coca de
venta o a pasear simplemente. Los vallinos somos andariegos, acaso porque el río —
¡nuevo Dios! — nos plasma con el agua y la arcilla del mundo.
El otro baja de la puna de Bambamarca, por el abra de la quebrada, cuya agua canta
espejeando entre los peñascales y tiene tanta prisa como él de juntarse al Marañón. Ambos
se pierden bajo el umbroso follaje del valle, entrando el camino a un callejón sombreado
de ciruelos mientras el agua se reparte en las acequias que riegan las huertas y nos dan de
beber. Por él llegan los indios — que lagrimean con los mosquitos hechos unos zonzos y
toda la noche sienten
reptar víboras como si hubieran tendido sus bayetas sobre un nidal — a cambiamos papas,
ollucos o cualquier cosa de la altura por coca, ají, plátanos y todas las frutas que aquí
abundan.
Ellos no comen mangos porque creen que les dan tercianas y lo mismo pasa con las
ciruelas y guayabas. A pesar de esto y de que no están aquí sino de pasada, los cogen las
fiebres y se mueren tiritando como perros friolentos en sus chocitas que estremece el
bravo viento jalquino. Esta no es tierra de indios y solamente hay unos cuantos
aclimatados. Los indios sienten el valle como un febril jadeo y a los mestizos la soledad
y el silencio de la puna nos duelen en el pecho.
Aquí sí pintamos como el ají en su tiempo. Aquí es bello existir. Hasta la muerte alienta
vida. En el panteón, que se recuesta tras una loma desde la cual una iglesuca mira el valle
con el ojo único de su campanario albo, las cruces no quieren ni extender los brazos en
medio de una voluptuosa laxitud. Están sombreadas de naranjos que producen los frutos
más dulces. Esto es la muerte. Y cuando a uno se lo traga el río, igual. Ya sabemos de la
lucha con él y es antiguo el cantar en el que tomamos sabor al riesgo: Río Marañón,
déjame pasar: eres duro y fuerte, no tienes perdón.
Río Marañón, tengo que pasar: tú tienes tus aguas, yo mi corazón. Pero la vida siempre
triunfa. El hombre es igual al río, profundo y con sus reveses, pero voluntarioso siempre.
La tierra se solaza dando frutos y es una fiesta de color la naturaleza en todas las
gradaciones del verde lozano, contrastando con el rojo vivo délas peñas ariscas y el azul
y blanco lechoso de las piedras y arena de las playas. Cocales, platanares y yucales crecen
a la sombra de paltos, guayabos, naranjos y mangos entre los que canturrea
voluptuosamente el viento haciendo circular el polen fecundo.
Los árboles se abrazan y mecen en una ronda interminable. Centenares de pájaros ebrios
de vida cantan a la sombra de la floresta y más allá, junto a las peñas y bajo el oro del sol,
están los gramalotales donde se engordan los caballos y asnos que han de ir a los pueblos
llevando las cargas. La luz refulge en los lomos lustrosos y las venas pletóricas les dibujan
ramajes en las piernas. Cada relincho es un himno de júbilo. Las casuchas de carrizos
entrelazados y techo de hoja de plátano se amodorran entre los árboles a la vera de las
huertas. Son de líneas rectas como que están armadas sobre tallos de cinamomos esbeltos.
De ellas salen los cholos pala en mano, o lampa en mano, o hacha en mano rumbo al
quehacer, o solamente checo en mano para tenderse a remolonear, mientras el aire hierve
al sol, bajo cualquier mango o cedro amigo.
Porque ha de saberse que los árboles que respetan nuestras hachas son los cedros y ante
su abundancia se quedan los forasteros con la boca abierta. A veces, cuando hay buen
humor, se corta alguno y se hace una pequeña mesa o un banco a golpe de azuela, pero lo
más frecuente es encontrarlos en pie, prodigando su amplia sombra a las casas y las lomas,
los senderos y las acequias y desde luego al cristiano que va en pos de ella.
Y el palo venerado es el de balsa. Cenizo de color, el muy rogado, crece contando los
años y es propiedad del dueño del lugar en que nace. ¿Quién pelearía por un palto o un
naranjo y hasta por un cedro? Nadie. Pero por un palo de balsa es otra cosa. Ha habido
peleas serias en las que ha relucido el cuchillo y ha corrido la sangre. Una vez el cholo
Pablo mató al Martín por cortarle un palo mientras él se hallaba ausente.
Volvió el Pablo del pueblo y echó de menos su palo, y averiguó... Seguidamente fue
donde el Martin. Estaba en la puerta de su choza.
—¿Quién mia cortao el palo?...
Y el cholo Martín, haciéndose el mosca muerta y riendo:
—¿Luán cortao?...
El Pablo se ajusta la faja como para pelear y dice:
—Claro que luán cortao, no se va dir sólito...
Y el Martín, mascando su coca como si tal cosa:
—Estoy por crer quel palo se juyó sólito...
Entonces el Pablo no pudo más y sacó su cuchillo abalanzándose sobre el Martín. Un solo
golpe al pecho y no tuvo tiempo ni de gritar «ay». El Martín es difunto hace cuatro años.
Los palos de balsa escasean cada vez más. Quedan algunos y los dueños los cuidan
amorosamente, pero crecen haciéndose aguardar. ¿Si no fuera por ellos, cómo
cruzaríamos el Marañón? Su unión forma las balsas, esas cuadranglares armazones que
pasan el río hasta podrirse o ser llevadas por él y pueden contar mil historias.
Río arriba, hay un valle que se llama Shicún donde los palos abundan. Los dueños hacen
negocio vendiendo balsas y los compradores se vienen con ellas por el río. Todos los
calemarinos hemos ido a Shicún muchas veces, pero no todos hemos vuelto. ¡Balsa: feble
armazón posada sobre las aguas rugientes como sobre el peligro mismo! En ella va la
vida del hombre de los valles del Marañón, que se la juega como en un simple tiro a cara
o cruz de moneda.
Corría marzo en sus finales y el río estaba mermando. Una tarde pasamos a un forastero
ya sin gran trabajo. Era un joven de botas, pañuelo de seda al pescuezo y alón sombrero
de fieltro. Su elegancia resaltaba ante nuestra elemental indumentaria de vallinos:
sombrero de junco, camisa de tocuyo, pantalón de bayeta, rudos zapatones u ojotas
chocleantes y acaso también un gran pañuelo rojo que envuelve el cuello defendiéndolo
del sinapismo del sol. Su caballo era un zaino grande y bueno, sólo que bisoño en estos
lugares y tuvimos que remolcarlo desde la balsa con una soga. El apero relucía en sus
piezas plateadas, lo mismo que las espuelas del jinete y la cacha de su revólver, metido
en funda que pendía de un cinturón de gran hebilla.
El señor era blanco, alto y miraba vivazmente en un juego chispeante de pupilas. Enteco
como una caña, parecía que su cintura iba a quebrarse de pronto. Su voz suave y delgada
iba acompañada de pulidos gestos de manos. Estaba claro que no era de estas regiones,
donde los hombres son cuadrados como lás rocas y hablan con voz alta y tonante, apta
para los amplios espacios o el diálogo con las peñas.
El forastero se hospedó en la casa del viejo Matías, la más grande de todo el valle,
extendiendo su toldo de dormir en el corredor. El viejo lo miraba disponer su blanca tela
sonriendo y al fin le preguntó: i —¿Comues su gracia y quiá venidusté hacer puacá?
El joven respondió amablemente, aunque con una irónica sonrisa que se diluía en las
comisuras de sus labios finos:
—¿Gracia?
—Sí, cómo se llamasté...
—¡Ah!, Osvaldo Martínez de Calderón, para servirles, y he venido a estudiar la región.
Después aclaró que era de Lima, ingeniero, hijo del señor fulano de tal y de la señora
mengana de cual y que trataba de formar una empresa para explotar las riquezas naturales
de la zona. El viejo se rascó la coronilla ladeando su junco sobre el ojo, frunció el hocico,
torció los ojos, se vio que quiso hacer una broma o una objeción, pero se concretó a decir
únicamente:
—Tienusté su casa, joven, yojalá le vaiga bien...
Don Matías Romero vivía con su mujer, doña Mel-cha, tan vieja como él, y su hijo
Rogelio.
El Arturo Romero tiene su vivienda a irnos cuantos pasos pues sacó mujer con tiempo.
La casa del viejo cuenta con dos habitaciones y un espacioso corredor, como que es una
buena casa. El viento cuchichea entre las secas hojas del techo y bate sus alas a través de
los carrizos de la quincha, refrescando a los moradores del bochorno perenne de estos
valles.
Yo fui esa tarde a la casa del viejo a ver al recién llegado y echar una mano de charla. Al
extremo del corredor estaba el Rogelio tendido en su barbacoa, mientras el forastero, don
Matías
y el Arturo ocupaban toscos bancos de cedro junto a la puerta.
—Pasa, hom... llega, hom... —suena la voz amistosa del viejo.
Él y doña Melcha han hilvanado muchas arrugas en las caras cetrinas pero tienen los
corazones animosos. Una entrecana perilla de chivo da al viejo un aire picaro. El Arturo
es ya mayor y así lo demuestran las renegridas cerdas que se erizan sobre su labio a modo
de bigote.
En la cara del Rogé hay aún una pelusa de melocotón verde, entre la cual una que otra
barbasurge solitaria como maguey en pampa.
Un forastero de tan lejos —¡dónde diablos quedará esa Lima tan mentada!— es un
acontecimiento, y nos ponemos a charlar de todo. Está cayendo la tarde y el calor es
húmedo.
Flota un vaho de tierra removida y chirrían los grillos y cigarras. Desde un naranjo caen
blandamente esferas de oro y en la copa de un arabisco azulea y solloza un coro de
torcaces. La vieja Melcha cocina en un fogón, levantado al pie del mango que crece ante
la puerta y nos llega un olor que dice de su intención de quedar bien con el huésped.
Mascamos coca y fumamos los cigarrillos finos que el recién llegado nos obsequia. Este
señor responde a la ligera nuestras preguntas y en cambio se asombra de cuanto hay.
Tenemos que darle explicaciones hasta de nuestros checos caleros, diciéndole que estos
pequeños calabazos sirven para guardar la cal y se queda mirando el mío que tiene un
cuello labrado en asta de toro y una tapa del mismo material donde se acurruca un monito
con la cara fruncida de risa. Saca la tapa y se punza con el alambre de la cal, probando la
punta en el dorso de la mano. Nos reímos y él se pone colorado como un rocoto.
Se deshace en preguntas el joven éste y don Matías suelta la lengua sin que tenga que
jalársela. El viejo es de los que conversan a gusto cuando hay que contar de su tierra.
—¡Cómo jué la crecida, señor! Se llevó dencuentro to un lao diun yucal y dos balsas
questaban más abajo, en el varadero, sacadas aun sitio onde no llegó lagua, diñó hace
tiempenque... cual contabel finao Julián.
—¿Mucho, entonces? —inquiere el forastero.
—Cual nunca, señor, diñó haciañus...
—Don Julián es finao hace diez años —aclaro.
—Sí, pué —ratifica el viejo. Y prosigue: —No quedó diñó la balsita el Rogelio, deste, —
dice señalando al hijo que coquea impasible— y el cholito le había hecho como jugando,
con palos malos bajaos dentre las peñas e lotra banda. Es tan chiquita, como luabrá visto,
que parece puñao e chamiza en medio lagua. Lo peyor era que la gente venía pa quedarse
enel frente después diaber caminao tantas leguas con lesperanza e pasar. Los más fregaos
son los celendinos. ¡Ah, condenaos cristianos! Esos shilicos po vendele sus sombreros a
tuel mundo siandan más sea con tuel invierno encima. Otras veces eran negociantes e
ganao, o gente e consideración, o inditos tamién. Esa gente ay aguardaba que lo
pasáramos. ¡Ah, cristianos! De noche priendían su candelita enel pie dialguna peña que
juera como cueva pa hacer e comer. Yestaban tuel día gritando: «vengan a
pasamooooooós»... «a pasamooooooós»... Yel río que bramaba haciéndose
espumarajos y creciendo como cosa e brujería.
Nuestras risas son como galgas por la bajada de la ironía. El forastero, complacido, saca
de su alforja una botella de licor fino y nos convida. Luego se admira con-cientemente:
—¡Entonces es tremendo esto!
Y don Matías, que ha soltado la lengua para no parar:
—¡Ah, señor! Una vez se devisó una palizada pero jalamos juerte y salimos conel tiempo
contao. Una señora que venía ya bien panzoncita se puso blanca comuel papeí y llegando
palorilla, ay nomá abortó... ¡Ah, creciente deste añu! Habrá memoria della pa un
tiempenque...
Una vez, ¡qué ni contalo!, se vinua inflar como si trajieral Colluash, el mostró que casi
naides ha visto pero ques común lobo con cien manos y no parece diñó cuanduel río tiene
que tragar por juerza alguno pa dale e comer al maldito. Venía mucha palizada tamién ya
lotro lao bajaron unos señores muy togaos, de sombreros blancos y botas, coloriando los
pañuelos al pescuezo.
Desensillaron sus bestias que pasaron braciando como perros de tan ligero, pero naides
pasaba de miedual Colluash, que dejuro andaba viendo comualimentarse dialgún
cristiano. Ay taban en La Repisa haciendo su candelita po las noches. Cuando llovía o
soplaba viento muy juerte, nieso tenían. Y tuel día lo pasaban escarbando al pie los pates.
—¿Al pie de los pates? —se asombra el extraño.
—Sí pué, señor. Arbolito gracioso esel. De la corteza se saca fibra pa sogas ques tal fibra
colorada o tamién amarilla según el genio el árbol. Yen las raíces tiene bultos como papas
y tal vez más grandes. Esos bultos se llenan diagua enel invierno yesa le sirve pal verano,
pueso vive dentre las meras peñas. Los señores escarbaban pa chupar lagüita e los bultos
el pate.
—¿Y aquí toman el agua turbia dél río?
—Quesqué, señorcito. Se junta e la quebrada que se limpia cuando no llueve y se guarda
pa los días que llueve. Ya se les acabaría la comida onde los señores, tamién. Uno se subió
aun pedrón comua la semana y gritó: «Traigan comidaaaáa»... «les pagamoooós»...
«Idaaaaaáa»... «amooooóos»... «amoooooóos»... contestaban las peñas. Y el señor batía
pedazos como si jueran pañuelitos. ¡Cheques, claro! Nosotros nos ajuntamos a lorilla
mascando nuestra coca yéramos como veinte cholos. Reparábamos al río que blasfemaba
común condenao y naides si animaba.
El cholo Dolores contaba que lotra noche oyó resollar al Colluash. Yo con mis hijos
viéramos pasao pero la balsita no valía pa eso. Yel señor subía pa gritar más toavía:
«comidaaaaáa»... «les pagamoooooóos». Y las peñas que contestaban al tiempo quel
enseñaba los cheques al aire. Tanto oílos y velos, el Rogelio quiso dir. Su mama y toítos
le rogamos que no juera peruel dijo que lo pasaba nadando solito.
—¿Qué Rogelio? —curiosea el huésped.
—Este, pué, mi cholo Rogé —dice el viejo señalando al hijo con entonación que refleja
molestia por no haber tomado nota de ello en su anterior indicación. Y continúa,
pavoneándose, mientras el checo de cal resuena golpeando el nudo del encorvado pulgar
zurdo: —El Rogé hizo quipe con yucas cocinadas y plátanos y luamarró a lespalda calata,
pue se botó la camisa.
Dispués se fajó con muchas güeltas e su faja más ancha el calzoncito e balsero y se jué
metiendual río. Acostumbrao taba a tirarse diun pedrón que dentra hasta parte jonda
peruesa vez taba con quipe, asiés que dentro po lorilla nomá. Cuando le faltó piso,
comenzó braciando. Bíaque velo ondel cristianito nadar echando espuma. Los señores
delotró lao le gritaban: «tira, tira, cholito»... Y nosotros que tamién gritábamos: «¡dale,
dale!»... Y la mama tamién: «¡dale, Rogito, dale pué hijito, tienes que gol ver!»... Yel río
que bramaba yel quipe parecía solún puntito en medio e los tumbos diagua negra. Pero
mi cholo Rogé bracio duro — ¡con veinte añus, como no!
— y jué a dar al mero pie e La Repisa. Los señores lecharon una soga y salió luego. La
güelta, ya sin peso, jué más fácil pero con to salió abajen-que... Vino pa nosotros po las
piedras e ¡orilla y llegó acezando y conel pecho ensangrentao diuna rasmilladura que
dejuro jué diun palo e debajo lagua. Unos dijieron quera quel Colluash le bía dao un
zarpazo. Medio asus-tao, medio riéndose, mi Rogé sacó e su boca tres cheques coloraos
dia libra caduno. El río bajó comua los tres días y podimos balsiar onde los señores...
Don Matías calla mientras el Rogé se da vuelta en su barbacoa y ríe, ahora sí
intensamente, sin el contrapeso del susto. La vieja Melcha trae estiércol encendido en una
callana para que el humo espante los zancudos. Todos, a excepción del presumidito
forastero, nos hemos metido grandes bolas y conversamos animadamente. Él no quiso
parlamos de Lima, pero en cambio terminó con su licor fino que, unido a nuestro guarapo,
nos pone patas arriba la mesura.
Alegremente revienta en nuestras bocas la cancha de la risa en tanto que el calor del valle
nos envuelve con el crepúsculo en una morada manta tibia. Comemos de buena gana la
gallina frita con yucas y los camotes que doña Melcha nos sirve, y plátanos que el viejo
arranca de los racimos que hemos visto amarillear toda la tarde tras los carrizos de la
quincha.
Oscureció y el Rogé hizo candela en una delgada vara que atravesaba sucesivos frutos de
higuerilla, blancos y pelados, que ardían crepitando. Los tucos y las pa-capacas
estremecían el follaje con su canto lúgubre. Arriba, el cielo despejado hacía brillar
millares de estrellas. Parecía un tazón de bronce bruñido. Los zancudos comenzaron a
zumbar en gran número y don Osvaldo se metió bajo su toldo.
Dijo el Arturo mirando el cielo refulgente y limpio:
—Con verano y to, balsa nos falta...
—Sí, pué —apuntó el Rogelio—. Aquí nuay palos que digamos y tendremos que dir a
Shicún.
Masticando el proyecto junto con la coca, permanecimos un rato silenciosos. Era cosa de
ir y traerse una buena balsa. Seguro que costaría irnos treinta soles, pero no importaba. El
Arturo se removió en su banco:
—Vamos, pué, con vos —dijo mirándome.
Yo tenía ganas de ir nada más que por tirar un poco de pala y beber el cañazo que sacan
en Shicún, donde hay cañaveral, trapiche y alambique, pero recordé que había plátanos
por cortar y que la siembra nueva necesitaba una mano de ceniza, de modo que sería
necesario encender monte.
—No puedo, pué. Tengo que plantar estos días enel terrenito que limpié y voya quemar
monte. Si me tardo, el gramalotal me va ganar...
El Arturo hizo sonar su checo en el nudo y se volvió hacia el hermano:
—¿Y vos, hom? Vamos contigo, nadadorenque...
EL DESMONTE
La yerba crece invadiendo los plantíos y apenas la lluvia escampa un tanto hay que entrar
a las huertas, lampa en mano, para empeñarse en una lucha silenciosa y tenaz.
La luz fulge en el acero de las herramientas, las caras lustrosas de sudor de los cholos, el
plumaje de los pájaros que abandonan sus refugios y vienen a cantar otra vez, y las hojas
de los árboles, jugosas y limpias.
Se logra al fin hacer que los arbustos de coca, yuca y ají hagan resaltar su verdor y vivan
lozanamente sobre negros mantos de tierra removida, pero ahí no más, siguiendo el
avance de los lamperos, surco a surco, asoma de nuevo la yerba renaciendo con
indeclinable ímpetu cabe la tierra ahíta de agua y caliente por la profundidad de la
encañada y la llama del sol, no por fugaz menos ardiente.
Y en tanto que la espalda se curva y la lampa remueve la tierra, sobre cualquier terrón,
entre un herbal, desde la rama de un arbusto, alguna víbora prepara su salto. Hay que estar
con el ojo alerta para esquivar el ataque y luego requerir una vara larga para terminar con
el bicho. Reptan y se enroscan en los plantíos sierpes verdes, pardas, amarillas. Estas van
saltando de rama en rama, de árbol en árbol y ¡ay del que sea picado por ellas: puede ir
despidiéndose!
Mas la escampada dura poco y la lluvia mete nuevamente a los cristianos a sus chozas. Y
no queda más remedio que estar viéndola caer. El recuerdo del puma azul duró un buen
tiempo, alegrando las bocas coqueras de los cholos. Con la lluvia en tomo, se hizo
memoria de las noches dramáticas, muchas veces, hasta que el tema se agotó.
Estos últimos tiempos no hemos tenido más preocupaciones que las del balseo y la
desyerba, pero ya no es así desde que don Matías volvió del viaje que hizo a Bambamarca
en busca de sal.
Ha traído la nueva de un posible desmonte. Apenas descargó de su asno el costali-to de
sal, este viejo baqueano que está en todas y huele el peligro a leguas, dijo:
—Malespina me danesas laderas e la quebrada. Me cortan el gañote diñó se desmontan
cuando llueva juerte cualesquiera día destos.
Y agregó, ante la concentrada atención de los que oían:
—Tuesas laderas tan toítas flojas, medias rajadas, sentidas comuespuma...
Los desmontes son de temer. He aquí que la lluvia afloja la tierra de las laderas de los
cerros que, de pronto, en algunos trechos, no se tiene ya más y se desploma hacia las
hondonadas y los valles. Su estruendo en medio de la tempestad se confunde con el eco
de truenos lejanos y únicamente los perros distinguen uno de otro. Por allí por Ciónera,
en años pasados, un pastor y su manada quedaron enterrados bajo una gruesa capa de
piedras y lodo en el fondo de una hoyada. Pero las peñas que rodean Calemar no se
derrumbarán jamás y sólo hay el peligro de que el accidente ocurra más arriba, por el lado
de la quebrada y ella, con caudal acrecido por la tormenta, arrastre la avalancha hacia el
valle.
Don Matías, después de anunciar el peligro, se lamentó:
—Lástima quel «Chusquito» murió po apriender a comer grillos que diñó mi lanudito
ladrara oyendo los desmontes.
Pero otros perros son los que han ladrado después. Estos canes nativos de ojos acuosos y
lanas enmarañadas, están siempre junto al hombre —alerta el ojo y el oído— para
anunciarle el peligro ladrando e inquietándose apenas un hecho salga de lo ordinario.
Y ahora, con el anuncio del viejo, los estruendos apagados por la tempestad y la lejanía
hasta ser diferenciados únicamente por los canes amigos, hacen del invierno una jornada
que cruza por nuestros pechos como un estremecimiento agónico.
Otra cosa es el invierno sobre el río. Con las palas en las manos, desde el filo de la balsa
que sabe nuestra fuerza, sobre el agua que no ignora —porque es antigua como el río
mismo—nuestra voluntad de lucha, reímos a la vida porque sabemos también reír de la
muerte. Pero contra los desmontes no hay defensa. ¿Quién va a detener un cerro que cae
con unos cuantos maderos y una pala, por mucho que ellos estén manejados por los recios
vallinos que no saben rendirse?
Con todo, habría que luchar.
Es una mañana como cualquiera otra, después de una noche de tormenta, cuando el viejo
Matías se encuentra conversando con su mujer. Que el precio de la sal aumentó porque
dizqué la deslíe la lluvia en el viaje y la humedad del invierno en el almacén. Que las
yucas van a dar buena cosecha. Que los cinamomos escasean porque los están cortando
sin consideración.
El aguacero no escampa aún, pero cae con atenuada violencia, tendiendo una cortina rala
y chorreando de los árboles al soplo del viento. La quebrada alborota despedazando sus
abundantes aguas en los peñascales de la bajada, pero el Marañón, más crecido todavía,
la recibe como si no se percatara de que llega a agrandarlo. Llenos están los cauces, y los
árboles y cañas de las orillas se estremecen bajo el ímpetu de la corriente, sintiendo que
sus raíces pierden firmeza en una tierra cada vez más húmeda y deleznable.
—¿Yese cristiano don Osvaldo? —recuerda la vieja Melcha oyendo el rumor de la
quebrada en creciente, signo de que en las alturas está lloviendo con violencia.
Muchas veces habíamos recordado a don Osvaldo, de quien nada se supo desde que se
fue, pero ahora el viejo da algunos datos:
—Poray tará metido enalguna casa... En Bamba-marca me dijieron que taba buscando
minas y que siabía rodao su zaino...
Desayunando, doña Melcha repite al viejo el mate de cushal humeante y luego él se
dispone, como todos los días, a sentarse a la puerta de su bohío, masca que te masca la
coca, para torcer una soga o dar charla a cualquier visitante, cuando un ruido convulso y
potente — cercano éste sí — llega a sus oídos simulando el redoble de un tambor húmedo.
Es un largo estruendo que lo hace ponerse de pie y mirar instintivamente las peñas. Ellas
muestran, como siempre, la firmeza inconmovible de sus rocas y el viejo comprende que
se cumplió lo que dijo, y echa a correr entonces y llega a mi choza y pasa a otras, gritando:
—Desmonte po la quebrada... ¡Machetes y hachas!
Los pobladores se van pasando la voz y el valle se llena de gritos:
—Machetes...
—¡Hachas!
—¡Desmonteeé!
—¡Vamos pa la quebrada!
—Vamooóos...
Los hombres corren a la quebrada con las herramientas en las manos, bajo la lluvia, por
sendas lodosas, rozando los ramajes que chorrean agua. Se aglomeran muchos a una y
otra orilla,
rápidamente, y el viejo grita disponiendo las operaciones:
—¡Árboles pal suelo!
Se comienza en el lugar donde la quebrada toma el valle, cayendo de las peñas. Hachas y
machetes producen una repetida crepitación, haciendo saltar en pedazos la base de los
tallos.
Fragmentos blancos vuelan por el aire y los árboles gimen y se desploman. Cinamomos,
paltos, gualangos, arabiscos, hasta cedros, amontonan sus troncos y ramajes a cierta
distancia de ambas orillas.
El agua de la quebrada disminuyó un poco, sin duda porque se empozó momentáneamente
frente al derrumbe, pero ya parece que el cerro entero viene hada nosotros por el cauce.
Avanza el agua en turbonadas oleaginosas, cada vez más alta, cada vez más peligrosa,
porque trae lodo y piedras grandes y cascajo que van llenando el lecho.
Una mancha ocre y convulsa se hincha impetuosamente y da la impresión de que todos
los árboles del valle no bastarían para contenerla. Ya arriba, al comienzo, corre hacia este
lado, pues se repletó el cauce y la capa de piedras y lodo se amplía luego rebasando la
valla que hemos tratado de formar con árboles. Y ya la crecida se extiende aún más, ya
las aguas corren más dilatadas por las tierras del valle, sacudiendo los grandes árboles y
doblando y desarraigando los arbustos y cañabravas.
Al avanzar por el centro, el desmonte llena también el cauce entero y lo rebalsa, y cubre
los sembrados. El Silverio Cruz, su mujer y su pequeño hijo corren hacia su bohío y sacan
de él apresuradamente, depositándolos en una loma, envoltorios de bayetas, de ollas, de
herramientas.
Y ya está sobre él la avalancha, y ya derrumba las paredes de carrizo y la armazón de
horcones y varas que sostiene el techo, el que flota un momento, pero después es revuelto
en el lodo. Cada vez más, las aguas toman anchura y los cercos son vencidos y los plantíos
desaparecen quedando los árboles grandes en medio de ellas como si siempre hubieran
crecido así. Es el tiempo de ciruelas y caen millares de frutos rojos que son arrastrados
por un agua lodosa entre la cual se contorsionan algunas serpientes.
Hacia este lado y hacia abajo, porque el otro tuvo mayor altura, el desmonte se desplaza
hasta el Marañón, cubriendo la chacra del Silverio y llenándola de piedras.
El cholo no dice una palabra. Mira a su mujer y a su pequeño y luego a nosotros como
preguntándonos por qué ha tenido la mala suerte de que su huerta y su bohío
desaparecieran así, pero sus labios están mudos.
El desmonte termina de volcarse y, con el correr de las horas, la quebrada va de nuevo
labrando su cauce y juntando sus aguas. Al caer la tarde es ya una faja que pasa por el
centro de la avalancha y mañana o pasado será un canal profundo otra vez. La lluvia va
lavando el lodo y, unas horas después, hemos podido ver que la chacra de Silverio ha
quedado convertida en un conglomerado azuloso de guijas y cascajo. Ya no se podrá
sembrar allí porque remover hacia un lado todo ese pedrerío es tarea imposible.
El cholo, su mujer y el pequeño han sido albergados en la casa de Jacinto Huamán. Cae
una lluvia sosegada. A lo lejos ronca el río y de los campos viene el olor a lodo del
desmonte.
Conversando sobre lo que hará, el Silverio afirma.
—Aura seré balsero nomá.
Su mujer le pregunta por la casa.
—Larmaré ondiun terrenito que núes e naides y queda pa lao arriba e la cequia...
El rumor embravecido del río suena en los oídos del Siverio como una canción de
serenidad y confianza.
Y dice de nuevo, seguramente:
—Seré balsero, ¿pa qué más?
LA BALSA SOLITARIA
«Río Marañón, déjame pasar». El chapoteo terco y vigoroso de las palas nos recuerda el
canto. «Río Marañón, tengo que pasar». Las mangas remangadas dejan ver los cetrinos y
recios antebrazos. Jadean los músculos bajo venas abultadas y las palas se hunden
rumorosamente tirando la balsa —a la ida o la vuelta— hacia adelante... oscilando sobre
tumbos prietos, sorteando tallos matreros que se esconden bajo el agua dejando ver apenas
alguna rama, venciendo rápidos y eludiendo escondidas rocas, crujiendo, tremando...
siempre hacia adelante. «Río Marañón, déjame pasar». El torso elástico se curva un tanto
sobre el agua. Las caras cobrizas se contraen en una mueca de decisión y sobre ellas se
desflecan crenchas negras y lacias, brillantes de sol o retintas de lluvia. «Río Marañón,
tengo que pasar». Y las rodillas dobladas cómo para orar, afirmándose en los intervalos
de los maderos, y los maderos ya pesados, pues se han llenado de agua en el continuo
trajín, y los pasajeros que van al centro mirando temerosamente el río hinchado, convulso,
voraz, parecen decir todos a una: «Río Marañón, déjame pasar».
Como para probamos que aún vivía, don Osvaldo Martínez de Calderón cayó una tarde
al valle, jinete en tordillo peludo al que en vano metió las espuelas para que trotara con
un brío elegante. Venía con la cabeza por el suelo y el jinete con la suya por la de su
bestia. Ten con ten, a tranco calmo y huachano, el tordillo dobló los quengos de la bajada,
midió el callejón y se paró frente a la casa de don Matías.
El costeño tenía ahora un pañuelo modesto sobre el cuello, el vestido hecho basura y las
botas hundidas en el lugar que rozan las correas del estribo. Sólo el revólver brillaba como
antaño, aunque desde una funda fruncida y opaca. Cara y manos estaban desolladas por
la helada y el chicote del viento.
—Llegusté, don Osvaldo, llegusté...
Desmontó lentamente a la vez que el Arturo se hacía cargo del animal y lo libraba de las
riendas. Mientras le aflojaba la cincha el caballejo suspiró largamente y sacudió entero su
cuerpo peludo cuya anca desgreñaba la gran quemazón de la marca.
—Es de don Juan el tordillito —dijo el Arturo viendo las enormes J P, puestas sin duda
cuando el jamelgo era aún potrillo.
—Sí, pues, —contestó don Osvaldo, sentado ya al filo del corredor— él me lo ha prestado.
Felizmente es una buena persona que me dio toda clase de facilidades. De lo contrario,
tiro pata...
—¿Yel zaino? ¿Que se rodó dizqué?
—¡Uf!, es largo de contar. Sí, se me rodó por ahí en uno de esos desfiladeros
endiablados...
—Entón dejuro las novedades son hartas —apunta el viejo Matías guiñando el ojo picaro.
—Claro que son hartas, esto no es para ir sin nuevas. ¿Y por acá?
—Hartas tamién, y dentre dellas quel Rogé no volvió e Shicún.
El ingeniero frunce las cejas.
—Sí, pué, se lo comió lagua ondel cristianito...
El sol ha desaparecido tras los picachos del frente y una oscuridad creciente avanza por
la encañada, a rastras bajo los ramajes. Los pájaros trinan buscando sus nidos y todo es
invadido poco a poco por ese sopor lento que adviene en los valles del Marañón durante
el crepúsculo.
Una manada de cabras pasa por el callejón y dos chivos se detienen para empeñarse
mucho rato en una pelea porfiada y monótona. La Hormecinda hace zumbar piedras cerca
a los animales que quieren entrar a las huertas y el rebaño pasa balando y saltando para
triscar las ramas de los árboles, hasta perderse tomando el sendero que va a su majada.
Don Osvaldo ha estado mirando a la chinita con marcada insistencia. Y hay razón. Quince
años retozan en su cuerpo delgado y macizo, en el cual las caderas ondulan en una curva
que la amplia pollera de lana no logra ya disimular, y los senos palpitan aprisionados por
la blusa de tocuyo como en un entrecortado acezar de ansiedad. La cara alegre tiene un
claro trigueño mate y los ojos son una negra noche con luciérnagas.
—¿Quién es esa chinita?
—La Hormecinda, pué, la sobrinita e ña Mariana...
—Me quedo en las mismas. ¿Y por dónde pastea las cabras? —sigue inquiriendo el
ingeniero.
El viejo Matías tiene una risa zumbona y contesta:
—Ajá, puel campo, ponde más va ser...
Pero don Osvaldo replica muy seriamente:
—Es que por acá no parece que abunda el pasto; y no las veo en los gramalotales, con los
caballos y asnos...
El Arturo entiende que el ingeniero se está haciendo el zonzo y afirma:
—¿Qué? ¿No sabe que comen meras piedras?...
La Lucinda está en días de aumentar la familia y por eso el Arturo se marcha temprano a
su bohío, en el cual se halla doña Melcha quemando quién sabe qué yerbas pues hasta
nosotros llega un humillo sutil de raro aroma. El viejo es quien ha cocinado y ahora sirve
la comida, alegre de hacerlo muy propiamente pues «el cristiano ju-gao debe saber e
todo».
—Ah, don Osvaldo, y qué sia hecho puarriba tanto tiempo. Diabril pabril vienusté...
El ingeniero come ahora nuestras viandas con buen apetito y, después de masticar un gran
bocado, responde:
—Ni yo lo sé. Al principio creí estar uno o dos meses. Después me he ido quedando un
día y otro hasta que, ya ven... ¡cuánto tiempo estoy ya por aquí! Ni yo lo entiendo...
—Sí pué, y nosotros que decíamos ¡qué le pasará que no llega, tal vez haiga muerto!
—Tienen razón, la vida es dura por acá. ¿Y ustedes?
—Pué como siempre. En el verano ya le dije e mi Rogé y dispués pasó sin mucha novedá,
perueste invierno, ¡Juasucristazo! Con decile que vimos tamién puma azul... El cholo
Encarna salió conel cuento y dispués el Arturo también dizqué lo vio. Yentón ya todos lo
vieron, azul, azul...
El viejo relata la historia detalladamente y luego nos echamos a reír cuando el ingeniero
advierte:
—Claro, con el resplandor de los fogonazos al Arturo le azuleaban los ojos...
La charla va de aquí para allá. El viejo recuerda todo lo importante que pasó y los
comentarios y las suposiciones menudean. Las noches del Marañón, con su cálida
oquedad tremante, invitan a la conversación mientras el sueño llega. Por lo demás, es un
gusto acercamos a nuestras peripecias, recordar los duros trajines y agregar retazos
nuevos a la visión de todos los días.
Después de la comida fue inútil pretender quedarse en el bohío. Una nube de zancudos
viene a zumbar frente a nosotros y a hundirnos sus aguijones ardientes. El humo no basta
para detener el asalto, y a don Osvaldo le puede dar terciana. Él ya no tiene toldo, pues se
le fue al abismo con el zaino, y manotea sin cansancio tratando de aplastar los bichos. No
podrá dormir tampoco porque el zumbido pertinaz quita el sueño aun a los nativos. Bajo
el toldo no importa oír la trompetilla llorona pero cuando no se lo tiene molesta hasta la
exasperación.
—Nos diremos al río más bien... —aconseja el viejo.
—¿Al río? —exclama don Osvaldo.
—Sí —tercio— en la playa el viento se los lleva.
Cada uno carga un poncho y una frazada. Mientras caminamos seguidos del terco
zumbido, el viejo explica al ingeniero:
—Estes su tiempo e los zancudos. En los agúales que dejel invierno, ay tan criándose po
montones que no se puede ni emaginar. Cuando pasen unos días, estos bichos quiay aura
morirán y los agúales se secarán, yenton quedarán los zancuditos e siempre como pa que
no se diga que nuay...
Al poco rato quedamos instalados sobre la arena de la playa, cuyo calor nos llega a través
de las bayetas pues todo el día ha ardido bajo un sol abrasador. Luna menguante brilla
arriba entre ligeras nubes de algodón y el río murmura blandamente, invitándonos al
sueño con su arrullo.
Corre una brisa fresca que amortigua el bochorno y habla en secreto a las ramas de los
árboles.
Nosotros mascamos nuestra coca y el ingeniero, después de escuchar un momento el
golpe de nuestros checos, reclama:
—Pásenme coquita a mí también...
—¿Ya apriendió?
—¡Bah!, claro, si no es por ella me muero en la punta del Campana.
Sacamos nuestras talegas y coge de una y otra, llenándose la boca. Después de ensalivarla
con unas cuantas vueltas, la abulta a un lado del carrillo. Ahora toma nuestros checos
también, nuestros mismos alambres caleros y parla a nuestra manera, haciendo sonar la
bola húmeda entre las palabras.
—Ba, don Oshva —se entusiasma el viejo Matías— quien apriende a coquiar puacá se
queda. La coca lo güelve onde uno cristiano destos valles y destas punas...
La mano del viejo señala los peñascales que suben hacia la altura. La luna débil sólo
puede hacer de ellos gigantescos bloques de sombra. Al pie, el río que corre frente a
nosotros, es una faja de plata junto a la cual las piedras toman a ratos la forma de siluetas
humanas.
—¡Quién sabe! Al principio me ha dolido duro, pero ya me estoy acostumbrando...
Estamos íntimamente contentos de que el costeñito chacche ya como un mero vallino,
pues así lo sentimos más cerca y hecho un hombre cabal para batirse con la fiereza de
nuestra tierra.
Al poco rato, se revuelve en su lugar poseído de una agitación que le parece rara. Son los
efectos de la coca en los novatos. No cesa de hablar y mira al río con ojos que tienen un
recién nacido asombro. Está viendo de nuevo este valle al conjuro de la hoja sabia.
—¡El río! ¡sí el río! —exclama.
El río está allí, a la luz incierta de la luna, haciendo tumbos bajos. Su espuma blanca es
un encaje a lo largo de la orilla. El ingeniero vuelve los ojos al valle, a la floresta apretada
y rumorosa. El susurro de las hojas es acompañado por el canto de los tucos. Algún búho
distante lo inicia y los otros contestan llenando la noche de una ululación ¿olorosa.
—¡El río!, sí, ¡el río! —dice el ingeniero mirándolo nuevamente—. El río, ¡yo no lo
pensé!
Es enorme y tenaz y él es quien ha hecho todo esto, ¿verdad? Él quien ha formado estos
valles con su rugir furioso que ha espantado hasta a las moles tremendas de los cerros.
¡Él ha cortado los picachos y ha abierto los pongos! ¡Qué de centurias jugueteando por
un lado y otro hasta hacerse un cauce y dejar a un lado los valles, para salir después por
donde le da la gana y arrasar a los valles mismos! Si no fuera por ese peñón de arriba,
¿ustedes estarían aquí? ¡No, no estarían! Pero creo que algún día lo comerá también o una
crecida gigantesca rebasará su altura y Calemar quedará convertido en una playa de
guijarros. Con el correr del tiempo, crecerán gualangos y será como una de tantas playas,
sin rastros de plantíos, sin rastros de hombres... Nosotros pensamos que es así, que el río
puede hacer eso y mucho más, pero no se resuelve a corto plazo el combate del agua y la
piedra, y aquel peñón hasta el cual baja una falda del cerro es fuerte también y la pugna
ha de durar una eternidad.
El ingeniero prosigue chacchando estrepitosamente:
—¡Todo esto es tremendo! He pasado muchas casas y he buscado por un lado y otro.
Compañías, y compañías grandes son necesarias para dominar esta naturaleza brava. Hay
de todo pero falta todo. Ya he visto bien. La hoya del Huayabamba, tradicional por su
riqueza, requeriría un ferrocarril o una carretera que habría de bajar y subir por toda esta
peñolería de infierno y costaría una barbaridad de plata. ¿Se imaginan? Hay minas
también en la altura, ¿y las maquinarias? ¡Lo que he pasado buscando las tales minas, lo
que he visto y lo que he oído!...
—Cuente, don Oshva, a ver cuentiusté —reclama el viejo.
—Nada o todo... Bueno: pica y pica los cerros escarpados, comiendo mal, durmiendo mal.
Un día se me rueda el caballo y me quedo sin toldo y la helada me cocina. Otro día el
cielo está claro y el indio me dice: «va llovere, taita». Me río y ordeno la marcha cuando,
en plena cordillera, el cielo se pone negro de pronto y estalla una tormenta furiosa, con
truenos y relámpagos, que nos impide avanzar y nos cala hasta los huesos. ¡No sé por qué
no he muerto!
Otro día estoy en Bambamarca y quiero salir de noche. «No, señorcito —me aconseja el
indio Aristóbulo, que era el Gobernador— hoy es la noche que la quemada pena po tuel
pueblo». Le replico que cómo un licenciado de ejército —porque el tal Aristóbulo es
licenciado y tiene su poco de educación y más que todo cundería— que ha estado en la
costa y ha corrido mundo, puede creer en tales tonterías. Él se cierra en la afirmación:
«Asiés, señor, asiés, señor». ¿Saben ustedes? La quemada fue una mujer a la que hicieron
morir en la hoguera...
—Sí, sí sabemos —respondemos a la vez.
Pero al ingeniero le pesa el recuerdo. Los tucos cantan lúgubremente y él siente un
desasosiego que le recorre todo el cuerpo. Sus manos se mueven como buscando un
asidero. Al fin rompe a hablar:
—Bueno, en el pueblo estaba de cura un tal Ruiz...
Este cura tenía una mujer y un hijo ya mayorcito. Otra india de por allí, muy agraciada y
con fama de bruja, se enredó con el cura también. ¿Se figuran? ¡Un cura haciendo todo
esto!
—Puacá los curas sacan siempre mujer...
—Sí, sí, claro que por acá no les importa hacer todo esto y sin ningún recato. Así las
cosas, un día la bueña-moza mata un cerdo y el hijo del cura va a pedirle chicharrones.
«Demiustéunito», ruega con esa manera que tienen y que a mí me da en los nervios.
«Nuay, nuay», contesta ella, pero el chico insiste y al fin se los da. Se los come y luego
va por allí y toma agua y se harta de purpuros verdes. El resultado es un cólico del que
muere rápidamente. Entonces la madre ajocha al cura, dale y dale, y lo convence... Y el
cura, en día domingo y después de misa, dice al pueblo que hay que quemar a la bruja a
la que ya había hecho apresar con el Gobernador. Todo el pueblo va al campo y trae leña
y en la misma plaza se arma una gran pira. Están allí hasta las mujeres y los niños y es
sacada la pobre mujer, que se desespera llorando y jurando que no lo hizo con mala
intención, y amarrada de pies y manos sobre el montón gigantesco de leña. Fuego por los
cuatro costados y ya tienen ustedes las llamas voraces avanzando hacia la infeliz, que se
retuerce en medio como una culebra, gritando que la saquen por el amor de Dios. Pero
los indios, en lugar de sacarla, se arman de garrotes para acabar con ella si es que logra
soltarse y salir. Y las llamas y la humareda ya la achicharran y la asfixian.
El gemido de la víctima se silencia, pero los indios siguen echando leña pues se les
despierta un furor salvaje, incitados por la mujer del cura quien, pálida y desgreñada,
clama diciendo que hay que acabar con la socia del Diablo. El cura, de pie a un lado de
la hoguera, reza en voz baja y sus manos trémulas apenas logran pasar las cuentas del
rosario...
El ingeniero se yapa coca y prosigue:
—Una hora después no quedaban sino cenizas. Desde entonces hay en la plaza un círculo
árido. La arcilla quemada ha impedido el desarrollo de toda planta, de la más pequeña
yerba. Es como la cicatriz de una llaga... Yo lo he visto...
—Tamién luemos visto...
—Bien: ¿creerán ustedes que yo no salí esa noche?
—Todo lo que les digo me lo contó Aristóbulo, mientras una noche muy negra se
enduraba afuera entre grandes ráfagas de viento. Avancé a dos pasos de la puerta y me
volví. Me dio
—Mucho, ya ni miacuerdo cuánto... Más e veinte...
—¿Años?
—Sí...
Luego saca un atado hecho con un pañuelo rojo y, al abrirlo, muchas balas de revólver
muestran su plomo oscuro y su amarillo opaco.
—¿Tiene grasita? —le dice a la china.
Después revuelve las balas, una a una, en el bollo de grasa.
—Son mi defensa, diñó ¿cómo? El pobres rispetao único cuando puede matar...
Realiza su tarea prolijamente, pese al gran tamaño y la rudeza de sus manos.
—¿Y poqués tanto tiempo quianda corrido?
—Es largo e contar... Yo soy diaquí, calemarino, an-que quiensabe único los viejos sepan
de yo... Lo primero jué enun pueblo, pa una fiesta. Yo juí pa vender mi coquita y velay
quel día grande e fiesta miabía metido mis copas... Y poray taba, dando güeltas en
caballos e paso, una tropa e togaos... Uno taba pasiando enun caballo de vicio briyoso y
sin niuna consideración palos transiun-tes, y velay que miatropella... Yo me paro
diciéndole lo quera, yel senoja y me güelve a meter su bestia pisotián-dome e nuevo...
Entón me paro y ya no digo nada diñó que le doy tal corte que liabro la panza... Su
mondondo cayó primero yel dispués... Resultó quera hacendao y las autoridas me
perseguieron e tal modo que tuve que juír-me... Me juí diaquí... Si biera sido dentre
pobres, hiéranse trasacordao y to biera quedao en nada, pero comuera un señorel muerto
velay que no se dieron sosiego... Y velay que pasó tiempos y yo taba juído cuando vino
pa pescarme una comisión y yo questoy corriendo po una cuesta pue miabían rodiao y un
cristiano que dizque juel teniente me quiere pescar y ta pa apuntar cuando yo le doy mas
luegún tiro y lo dejo tirao ay... Desde esa viz, jué pa peyor... Aura vengo de Jecumbuy
pue mía parecido quiandan po mi rastro...
Ha terminado su tarea y devuelve la grasa restante.
—Nua faltao dispués que me quieran pescar... Nuey tenido suerte... Ya mei sosegao,
yastoy cultivando mi campito, cuando velay que asoman pa pescarme y otra vez tengo
quiandar diaquí pallá... Yenesos líos han muerto pue otros... Asíes que biendo prescrito
lo del hacen-dao, queda lo el teniente y losotros... Aura quianque no seya yo, mechan la
culpa e muertes que no las hago...
Cuando muere e repente cualesquier cristiano que lo maten poray, la polecía dice: «eses
el Riero». Pa ellos, no sé cuantos bré matao... Pacencia...
Se sirve la comida con buen deseo.
—¡Ah, cristianito!, güeno pal corrido esun matecito dialgo caliente. Días e días ta uno
único con cancha... Tuve yo mi tiempo e comer chirimoyas nomá, puesas quebradas
remontao...
—¿Y cuándo le prescriben toítos los juicios?
—Quién sabe, pue... Con la mortandá que mechan la culpa, no sé cuándo podrá ser...
Dejuro tal vez nunca... Si dicen que soy un gran matadorazo pero pa mi concencia ta que
no maté diñó ondese hacendao, yal teniente ya dos polecías más que jueron pa pescarme,
en defensa...
—Sí, el «Riero» es muy mentao...
—¿No ves?... aura resulta que ni yo sé cuantos endi-vidos hey matao...
Su boca tiene una amarga sonrisa.
—¿Yaura onde se va?
—Puarriba... pero más bien no lo digas... Hei andao mucho... Y toy enel río como güen
vallino... Ya te dije que soy di aquí y tengo quiaclararte que con tu taita juí amigo e los
güenos...
Hastel puerto e Balsas conozco po lao abajo y po lado arriba casi hastel mero Huánuco...
Biera hallao mi sitio po un lao, pero nuestao con suerte... Dis-pués de toíto, este caño ta
güeno pandar juído... Si vienen po un lao, me paso pal otro con caballo y to... O diñó tiro
po los peñales...
Güenues el río siempre... Después de comer, el corrido tendió su cama en el corredor, con
sus frazadas y las caronas de su bestia. Para permitirle descansar, cortamos la charla
entrando al bohío. Al poco rato lo oímos dormir respirando profunda y lentamente.
Al amanecer, muy oscuro aún, nos llamó para despedirse.
—Güeno, muchacho —me dijo dura y cordialmente— yo me llamo Inacio Ramos y ya
sabes que me dicen el «Riero». Mas mejor es que no digas questao aquí poque no faltan
deslenguaos...
Ya no sirvo diñó pa dirme, dir-me siempre y no parar... Sialguna vez andas corrido ta-
mién, puede que te valga dialgo... Y, ya desde el caballo, recomendó:
—Si viene puacá un tal Ramón Jara, que le dicen «Peje», le das posadita... Yo le via
recomendar que venga puacá...
Y metió las espuelas a su potro, el que inició la carrera dando un salto. Era el amanecer
pero me pareció que para ese cristiano no llegaría el día. Que estaría siempre en la sombra,
en una continuada noche de huida y zozobra... Pero, con todo, sería noche sin muros y sin
hierros, noche con libertad: noche de estrellas.
Como ayer, como hoy y como mañana, el río brama contra el peñón que defiende a
Calemar arriba, al comienzo del valle. El peñón resiste y nuestra tierra permanece. Pero
los cholos somos de la corriente más que de la tierra pues «no le juímos poque sernos
hombres y tenemos que vivir comues la vida».
Llegaron negociantes de ganado, esos cristianos que abundan cada vez más y se han
arreado ya a la costa todas las reses de la banda del frente de manera que han pasado a la
nuestra. Ningún rincón, aun el más escondido y fiero, escapará a la búsqueda. Ninguna
res, aun la más endeble y enteca, se librará de la requisa. Don Poli-carpio Núñez y su hijo
estuvieron aquí, wínchesters a la cabezada de la montura, de paso a Marcapata, a la
comunidad de Bambamarca, a Shomenate, a El Olivo, a Cióne-ra. Iban a juntar todo el
ganado de por allí.
—Don Juan Plaza les vende, apuntó el viejo Matías.
—Y los inditos tamién —replicó don Policarpio haciendo sonar los soles en el bolsillo
del chaleco. Ese don Policarpio tenía plata y seguramente la alforja estaba llena de
cheques. Pasando un ojal del chaleco, brillaba a todo lo ancho de su vientre una gruesa
cadena de oro. Las wínchesters respondían por todo, aunque don Policarpio debía usar su
carabina en cosas que notenían que ver nada con su propia defensa.
—Lo pasarán ustedes el ganadito, pue —siguió diciendo el negociante, mirándonos a
todos con sus ojitos zamarros y sonriendo zalameramente con sus gruesas jetas y sus
sopones carrillos trigueños.
—Dejuro sí, lo pasamos..
Pero la balsa que trajo el Arturo no bastaba y fuimos por otra. En La Escalera, con el agua
baja hasta dejar ver un erizamiento de picos filudos, nos acordamos del pobre Rogé y
jalamos las palas con rabia. El Arturo ajustaba las quijadas abultando la piel cetrina sobre
tendones encrespados. Su cara era como el pongo mismo, torva y furiosa. Llegamos a
mediodía, pues salimos temprano, de modo que el sol alumbraba bien el paso. Había que
vencer. La Escalera no debía jugarse con nosotros, balse-razos de ley. El río dio vértigo
a sus rápidos y chorreras poniéndonos sus rocas como un puñal al pecho, pero nuestros
ojos vieron claramente sus lomos practicables y nuestros brazos fueron como nunca
fuertes para blandir las palas en el agua voraz.
Éramos solamente brazos y ojos. Ni oíamos siquiera el gran clamor del pongo y fue sólo
al voltear el recodo, cuando la balsa iba ya sobre aguas aplacadas, que lo sentimos a
nuestras espaldas mascullando interjecciones. Nos amenazaba para la próxima vez, que
acaso sería la última. «Cuantas veces quieras» respondían a un tiempo, jubilosos, nuestros
corazones retumbantes.
Nos pusimos de acuerdo con el viejo Matías sobre la llegada y él nos había esperado tres
horas a la orilla. Al vemos tembló de alegría y nos recibió riendo con toda la cara.
—Güeña, homs... ya, ya... El río núes pa meter mie-dua los varones... Güeña, homs,
güeña...
Y en la noche la reunión fue como nunca emocionada y discurrió en medio un calor que
no era de valle sino de entrañas.
Estábamos ante un mantel lleno de coca, haciendo rueda, don Matías y su hijo, el Silverio
y el Encama, los compañeros de balsa Jacinto y Santos y algunos cholos más que vinieron
a celebrar el feliz arribo.
Un poro del «juerte» recorría lentamente el círculo, de una mano a otra mano, y un fogón
nos coloreaba los rostros en medio de una noche lóbrega.
El cañazo nos hizo pronto arder la sangre y entonces fue el reír de las peripecias del viaje
y las nuevas donosas de Shicún, pero después la coca nos llegó al corazón como para que
sintiera,
una vez más, la tristeza que dormita en lo hondo de nuestra vida, pronta a despertar y
mostrarse. Sólo el rumor del río y el canto de los tucos nos conectaba a la naturaleza. Por
lo demás, hubiérase creído a primera vista que ese grupo de hombres vivía a favor de un
retazo de luz entre un apretado y tétrico mundo de sombras.
El Arturo contó que en Shicún, un cholito que acostumbraba poner nasas en un brazo de
río, fue una tarde a revisarlas y no volvió más. Sus parientes lo buscaron varios días río
abajo. En las playas anchas donde varan los cadáveres, nada hallaron. Por otra parte, no
sabían fijamente si se había ahogado o no, pero de su muerte no dudaba nadie.
—Tal vez se juyó pa otro sitio —apuntó un cholo.
—No, si dejó to sus cosas... ay taban. Y dijo como siempre que luego regresaba y no
luizo...
Se jué hasta sin poncho... Dejuro que murió.
El viejo Matías habló entonces, pausadamente, como tomándoles sabor y peso a sus
palabras:
—¡Ah, río tan variao! No diremos que deja e ser güe-no pero la bondá pura núes deste
mundo... Y velay que nos tiene puacá pa hacer su gusto... Bien dijo don Oshva, anquel
miraba diotra laya la cosa, peruesto río es mesmo una serpiente dioro... Güenostá:
serpiente dioro es.
El viejo callóse y de sus oyentes nadie dijo una palabra. Quizá sintió que no llegábamos
al fondo de su pensamiento, y explicó:
—Catay quiuno vive aquí e güen modo. Nada falta y to es puel río. Este valle del es, lagua
que balsiamos es del. Yel nunca deja e correr y los cristianos tienen po contra único al
riesgo...
pero cuando menos piensan, ya los mató su río lindo dentre su valle lindo, ya los mató e
repente mesmo una serpiente dioro.
—Muy verdá, don Matish...
—Muy verdá...
El viejo siguió hablando. Sus ojillos brillaban intensamente bajo el ala agachada de su
sombrero. A pesar de que los fijaba en nosotros, no parecía advertimos. Su mirada iba
más lejos.
—Me contun señor quen tiempos antiguos los peruanos adoraban comua meros dioses al
río tamién y ta-mién a la serpiente. Y yo digo que tal vez jué poque la iferiencia es poca
yal no saber cual era más ni menos, ve-lay que pa los dos tuvieron adoración...
Nos yapamos coca silenciosamente. Ni golpeábamos los checos a fin de no hacer ruido.
—Güeno, ¿idiay? —prosiguió el viejo— aquí corre pa siempre nuestro río, yaveces
blasfemamos contra del peruel parece que más bien se carcajiara... pero ya ta que no le
juímos: sernos hombres ya la vida hay que vivila comues y pa nosotros la vida esel río...
A pelialo, pué...
Y que nunca nos pesquel fiero mal ques el desaliento... ¿Saben como jué quel Diablo echó
los males?
—Yo sí —dijo el Arturo—, pero los otros tal vez no...
—Cuente, cuente, don Matish —pidieron varias voces.
Y el viejo repuso:
—Enton voya contales y no lolviden po ques cosa quiun cristiano debe tenela presente...
Y relató la historia que nosotros no olvidaremos jamás y que diremos a nuestros hijos con
el encargo de que la repitan a los suyos, y así continúe trasmitiéndose, y nunca se pierda.
—Yera po un tiempo quel Diablo salió pa vender males po la tierra. El hombre ya bía
pecao y taba conde-nao pero nuabía variedá e males yentón el Diablo, costal enel hombro,
iba po to los caminos e la tierra vendiendo los males questaban enel costal empaquetaos
pue los bía hecho polvo. Yabía polvos e to los colores queran to los males: ai taban la
miseria y lenfermedá, y lavaricia yel odio, y la opuliencia que tamién es mal y lambicia,
ques mal tamién cuando núes debida, y velay que nuabía mal que faltara... Y dentresos
paquetes bía uno chiquito y con polvito blanco quera puel desaliento...
Y asies que la gente iba pa cómprale y toítos compraban enfermedá, miseria yavaricia, y
los que pensaban más compraban opuliencia y tamién ambicia... Y to era pa hacerse mal
dentre cristianos... Yel Diablo les vendía cobrándoles güen precio, yal paquetito con
polvito blanco lo reparaban y naides liacía caso... «Ques pueso», preguntaban po mera
curiosidá.
Y el Diablo respondía: «el desaliento», yellos decían: «ese núes gran mal» y no lo
compraban. Yel Diablo senojaba pue la gente le parecía demasiao cerrada pa la idea. Y
cuando e casualidá o po mero capricho alguno lo quería comprar, preguntaba:
«¿Cuánto?», yel Diablo respondía: «tanto». Y era pue un precio muy caro, más precio
quel de toítos, y velay que la gente se reía diciendo que puese paquetito tan chico y que
nuera tan gran mal nostaba güeno que cobrara tanto, insultándolo tamién al Diablo quera
muy Diablo po quere-los engañar toavía... Yel Diablo tenía cólera y también se reía
viendo como no pensaba la gente...
Yasies que vendió to los males y naides le quiso comprarel paquetito po quera chiquito y
el desaliento nuera gran mal. Yel Diablo decía: «coneste, todos; sineste, niuno». Y la
gente más se reía pensando quel Diablo siabía güelto zonzo. Y velay qué sólo quedó puel
paquetito y no daban porel ni un cobre... Entón el Diablo con más cólera toavía y riéndose
con mera risa a Diablo,
dijo: «estes la mía» yechó pal viento tuel polvo pa que vaya po tuel mundo...
Yentón to los males jueron poquese mal es toítos. Sólo pue hay que reparar nomá pa darse
cuenta... Si es afortunao y poderoso y cae desalentao pa la vida, nada le vale yel vicio
luempuña... Si es humilde y pobre, entón el desaliento lo pierde más luego toavía... Asies
comuel Diablo hizo mal a to la tierra pue sinel desaliento niun mal podía péscalo a niun
hombre...
Yaitá enel mundo, y onde algunos más, onde otros menos siempre les llega y naides puede
ser güeno e ver-dá pue no puede resistir comues debió la lucha juerte e lalma yel cuerpo
ques la vida...
Cristianos e Calemar: quel desaliento nuempuñe nunca to nuestro corazón...
Y una tarde la bajada se llenó de gritos y colores.
Don Policarpio Núñez y su hijo, con tres indios repunteros que habían contratado, bajaban
arreando una punta de cien reses ariscas. El ganado abandonaba el camino buscando
refugio en los chamizales, los cactos y el monte de la quebrada con la intención de
esquivarse al arreo y volver luego a la querencia pero los repunteros lo seguían hasta sus
escondrijos o, desde las lomas y las rocas, dibujando en el aire oscuros círculos con las
hondas, le disparaban piedras que lo hacían doblegarse y volver al camino nuevamente,
aunque ya con los costillares tumefactos.
Entrando al callejón, picaron para tratar de que esas pobres vaquitas de altura pasaran el
río a nado. Don Po-licarpio y su hijo las chicoteaban desde sus caballos y los repunteros
tiraban piedras a las delanteras haciendo estallar sonoramente la cabuya de las hondas.
Hay que tratar de que no tomen agua pues si las vacas llegan al río y la beben es seguro
que ya no pasarán.
El ganado tomó el galope apretándose hasta formar una mancha variopinta entre la
polvareda.
La que iba adelante, desprevenida y empujada por las otras, no pudo hacer otra cosa que
tirarse al río y unas veinte la siguieron. Animales que nunca supieron lo que es un río
braceaban como el difunto Rogé.
Las otras se quedaron hundiendo ávidamente los hocicos en la corriente, entre una lluvia
de chicotazos, pedradas y gritos. La resistían a pie firme, bebe y bebe; o saltando entre
las piedras para esquivar los rebencazos que les partían las ancas, sin renunciar por eso a
dar un sorbo aquí y allá.
De las que nadaban, sólo se distinguía la cabeza y los cuernos a modo de paréntesis sobre
la ondulada superficie del río. La mancha se fue angostando hasta hacerse una fila, a la
que contemplábamos los vallinos que fuimos a curiosear y los dueños y los repunteros,
que ya no insistían en ajochar a las rezagadas.
Se veía que la pobre vacada luchaba desesperadamente. Junto a sus cuerpos asomaba una
blanca espuma que se fue expandiendo hacia abajo. A una el río comenzó a arrastrarla.
Iba más lenta, más sin fuerzas, haciendo sobresalir el hocico apenas. Parecía, a ratos, que
el río la iba a tragar ya. Separóse de la fila. El río vencía...
Don Policarpio se iba encolerizando con el pobre animal y su cara abotagada tomaba un
color morado.
—¡Vaca muerma! —blasfemaba el cristiano—, ¿pa, qué se aventó si no podía? Y a su
hijo:
—Ya te dije que no valía ni veinte soles ese adefesio...
La vacada continuaba desesperándose. Los cuernos se veían más delgados, y su esfuerzo
se notaba menos, pero lo suponíamos mayor con el cansancio. Al fin la que iba adelante
tocó la orilla y resbaló muchas veces antes de subir. Ya arriba, se sacudió entera y volteó
hacia las que nadaban, mugiendo larga y angustiadamente...
Al oírla, las que estaban por salir o todavía lejos se apuraron. Inclusive la que perdía
fuerzas y estaba muy atrás y hacia abajo, cobró ímpetu y nadaba haciendo sobresalir la
cabeza en un esfuerzo supremo por no rendirse, pero luego aflojó y el río la hacía cada
vez más suya, la corriente se ensañaba con su debilidad y su abatimiento.
Las vacas de este lado comenzaron a mugir y a poco todas las que salieron al frente lo
hicieron también, mirando a la que se perdía, en un coro doloroso y salvaje que fue
prolongado hasta el infinito por las peñas.
Entonces don Policarpio —¡quién lo hubiera creído!— se baja de su bestia y echa rodilla
en tierra haciendo sonar el cierre de su Winchester. Cuatro tiros, uno tras otro, le disparó
a la pobre res. En el cañón retumbaron tristemente y el mugido de las vacas parecía una
queja de la naturaleza. El río corría imperturbable, haciendo tumbos, parlando en la voz
baja que usa en verano.
La vaca débil desapareció en la lejanía...
Don Policarpio apuntó:
—¡Diablo!, esto sí ques echar plata a lagua...
Y dio orden a los repunteros de cuidar bien a las de esta orilla que las del frente, rendidas,
no tendrían ganas de alejarse mucho.
Toda la noche, entre los carrizales de la playa, hubo mugidos, gritos y retumbar de hondas.
Las vacas pretendían volverse. Se enfurecían y peleaban de modo que la mañana las
encontró acezando y con los ijares ensangrentados. Los murciélagos, por su parte, habían
abierto brecha en los lomos y dos franjas rojas descendían a un lado y otro de los cuerpos
chupados. Sus miradas tristes y acuosas se estrellaban contra las peñas abruptas y apenas
lograban distinguir el caminejo blancuzco, quebrado, misérrimo, que sube dando saltos a
su bienamada meseta puneña.
Contemplaban también el río, con un recogimiento lleno de pavor.
Entrando el día comenzamos a pasarlas.
Nos dividimos en una cuadrilla para cada balsa y otra, que era ayudada por los repunteros
y los dueños, para enlazarlas y soltarlas. Reses matreras, no desmintiendo su crianza en
la puna o en esos tupidos móntales de Ciónera, daban que hacer en grande. Había que
lacearlas desde lejos y muchas veces, pues se defendían bajando las astas apenas se les
tiraba las cuerdas.
Llegaban a la orilla a arrastrones y ya en el agua, después de un empujón que las hacía
caer en ella, nos era fácil manejarlas. Pierden el peso y el remolque es cuestión de juego.
Algunas no querían nadar, tirándose de costado pero entonces las acercábamos hasta
cogerles los cuernos y hundirles los hocicos en el agua, con lo que en seguida braceaban
y salían nadando, muchas veces hasta ayudando el avance de la balsa.
El asunto era desenlazarlas. Los cholos del otro lado las conducían hasta un árbol y,
parapetados tras él, extendían lentamente la mano hacia el anillo del lazo pero las vacas
movían bruscamente los cuernos o saltaban hacia atrás al sentir el menor roce o bien,
dando vuelta rápidamente, se les iban encima. Una de ellas logró comear al Encarna en
el pecho y lo hubiera muerto si él no la tiende de una pedrada en la frente. Ahí estuvo
mucho rato pataleando. Cuando se levantó, hecha una zonza, meneaba la cabeza y andaba
trenzándose.
Al Encarna lo pasamos a este lado y lo reemplazó el Pablo. El cholo malherido fue tiñendo
con su sangre la balsa y el camino de su chocita. ¡Ojalá don Policarpio les hubiera metido
bala a todas!
Pero siempre dan pena los animalitos. Uno, que también tiene su querencia, se figura lo
que será dejarla al otro lado de un río que a menudo quita la esperanza. Las pobres vacas,
que primero se resisten a que el lazo aprisione sus cuernos y después a que los libre,
pierden en seguida toda su bravura. Están por allí, mirando tristemente el camino por el
que han de continuar la marcha mientras toman sombra al pie de los pates y ramonean
cualquier chamiza, a la vez que su cola chicotea los mosquitos enrojecidos en las ubres.
Parece que sienten que la lucha con el hombre es inútil y más inútil aún la lucha con el
río. Esa faja encrespada y rugiente,
cuyo fondo no alcanzan los miembros angustiados, tiende entre ellas y la querencia una
desolación sin orillas.
Dos días estuvimos en el trajín. Don Policarpio nos pagó los cincuenta soles convenidos
y nos volvimos mientras él siguió, con su hijo y los repunteros, cuesta arriba, arreando un
largo y ya ordenado cordón negro, colorado, blanco, amarillo...
No faltan reses que pasar y, en todo caso, cristianos: dueños de las haciendas de estos
lados,
comerciantes ce-lendinos, indios comuneros o colonos. El hecho es que siempre tenemos
las palas en las manos y las balsas bajo las rodillas sobre los tumbos que el Marañón
levanta inacabablemente.
Han pasado ya cinco inviernos. ¿Contar? Bueno: contar... Pero el que hace y no cuenta es
nuestro Marañón. Dicen que, cincuenta leguas más arriba, el río mordió la ladera
fronteriza a un valle para derrumbarla, empozarse frente al derrumbe, cambiar de curso y
llevarse el valle entero. Así sería porque pasaron plantas de coca entre las palizadas y un
muerto ya desnudo, pues la corriente quita la ropa a los cristianos. Las aguas estaban más
lodosas que nunca, prietas, del color de la noche. Más muertos no vimos. Lo que sí
sabemos es que el Chusgón, un afluente que desemboca tres leguas más abajo de nuestra
tierra, se llevó casi todo el valle de Shimbuy metiendo al río los plantíos de coca. ¿Qué
no hará el Marañón?
Han pasado ya cinco inviernos y pasarán muchos más. Moriremos sin recordar, acaso,
cuántos fueron. Jimio al río la vida es como él: siempre la misma y siempre distinta. Y
entre un ritmo de creciente y vaciante, los balseros estamos tercamente sobre las aguas,
apuntalando las regiones que separan, anudando la vida.
Don Matías está ya muy anciano y se ve que pronto morirá, lo mismo que los otros
balseros veteranos: el viejo Cunshe, don Crisanto, el propio Encama que ya se dobla como
cuando uno se cansa con la pala en las manos. Los años son un remolino lento que se
ahonda en la tierra sorbiendo a los cristianos...
Pero aquí estamos nosotros y cuando llegue nuestra hora postrera —en tierra o agua da
lo mismo— ahí están el Adán y todos los cholitos que ya empuñan pala a fin de continuar
la tarea.
No faltarán balseros: la Lucinda y la Florinda y todas las chinas del valle tienen siempre
tamaños vientres por nuestra causa. La Hormecinda cuida un hijito rubio que no puede
llamar al taita, pero a quien llaman ya las balsas.
Además del Rogé y don Osvaldo, han muerto muchos. Durante la fiesta, entre copa y
copa y danza y danza, se reza por ellos. Después, se acabó. Nadie va a estar recordando
y llorando todo el tiempo a un difunto. En la lucha con el río, la vida es el peligro y la
muerte nos duele en la medida justa. No en balde resuena en nuestras bocas el antiguo
cantar:
Río Marañón, déjame pasar: eres duro y fuerte, no tienes perdón.
Río Marañón, tengo que pasar: tú tienes tus aguas, yo mi corazón.
Y el río nos oye y rezonga como siempre, calmo en verano y bravo y omnipotente en
invierno. Entonces una balsa es nuestro mismo corazón lleno de coraje. Si morimos, ¿qué
más da? Hemos nacido aquí y sentimos en nuestras venas el violento y magnífico impulso
de la tierra.
En la floresta canta el viento un himno a la existencia ubérrima. El río ruge contra nuestro
afirmativo destino. Los platanares hacen pendular apretados racimos, los paltos y la
lúcumas hinchan frutos como senos, los naranjos ruedan por el suelo esferas de oro y la
coca es amarga y dulce como nuestra historia.
Los peñascales —hitos de la tierra— trepan hasta el cielo para señalar a los hombres estos
valles en donde la vida es realmente tal.
VOCABULARIO
Acau.— Interjección que expresa lástima.
Andar corrido.— Perseguido por la justicia.
Andara.— Antara.
Antara.— Flauta de Pan.
Amadrinada.— Que va con madrina: ganado que sirve de guía
Ardilosa.— Enredadora, donairosa.
Array.— Interjección que expresa miedo.
Avellana.— Cohete.
Bolsada.— Precio de un viaje en balsa.
Balsear.— Bogar en balsa. Hacer pasar en ella.
Barbacoa.— Tarima de cañas.
Buitrón.— Lugar plano y soleado para secar la coca.
Bola.— Bollo de coca.
Cabuya.— Fibra de penca.
Caisha.— Débil o muy joven.
Cajero.— Que toca la caja: bombo.
Callana.— Recipiente de barro. Trozo de olla.
Cancha.— Maíz tostado.
Cañazo.— Aguardiente de caña.
Cashua.— Baile indígena.
Castillo.— Armazón alta de fuegos artificiales.
Corazonada.— Presentimiento.
Cristiano.— Persona civilizada.
Cundería.— Viveza. Resabio.
Cushal.— Sopa.
Cuy.— Conejillo de Indias.
Cuye.— Cuy.
Chacchar.— Masticar coca.
Checo.— Calabazo. (Nombre dado especialmente al usado para guardar cal).
China.— Mujer.
Chiquita.— Variación de la cashua.
Chirapa.— Garúa. Lluvia con sol.
Cholada.— Conjunto de cholos.
Cholo.— Mestizo. Indio civilizado.
Despejar.— Entrar en razón.
Echar el guante.— Atrapar.
Galga.— Pedrón que rueda.
Guacho.— Huérfano.
Guando (en).— Sostenido en alto.
Guapear.— Envalentonarse.
Guapi.— Interjección contra las aves de rapiña.
Guarapo.— Licor de jugó de caña fermentado.
Guazamaco.— Holgazán, paniaguado.
Huachano.— Zamaqueado.
Huaino.— Danza indígena.
Ichu.— Pasto muy duro propio de la puna.
Indiada.— Conjunto de indios.
Jalea.— Puna.
Jarana.— Parranda.
Juerte.— Fuerte. Dícese del cañazo.
Laja.— Roca plana y resbaladiza.
Lapa.— Mitad de un calabazo grande y achatado.
Machorra.— Hembra estéril.
Mama.— Madre.
Mate.— Mitad de un calabazo pequeño y achatado.
Mero.— Mismo, propio.
Milca.— Depósito formado al remangar la falda.
Moro.— Sin bautizo.
Número.— Ayudante de una autoridad.
Oroya.— Sistema de cuerdas para cruzar un río.
Pacapaca.— Especie de lechuza, más pequeña.
Pala.— Remo ancho y corto.
Palear.— Bogar con pala.
Pallas.— Danzantes que figuran en las ferias.
Pata de perro.— Andariego, trotamundos.
Picar.— Apurar el paso.
Pirca.— Pared de piedra.
Piruro.— Rodaja para hacer girar el huso.
Pongo.— Angostura por la que pasa un río. Sirviente indio gratuito.
Poro.— Calabazo que se usa para guardar líquidos.
Poto.— Calabazo cercenado circularmente que se usa para beber.
Pugo.— Paloma silvestre de gran tamaño.
Punta.— Grupo de animales.
Punta (a).— A fuerza.
Puntear.— Danzar con paso menudo.
Purpuro.— Fruta silvestre.
Quengo.— Curva, zig-zag.
Quipe.— Envoltorio que se lleva a cuestas. Quiño.— Golpe fuerte.
Raumar.— Acto de deshojar las plantas de coca. Redrojo.— Pequeño y grueso.
Reparar.— Mirar.
Repuntero.— Que hace el repunte: rodeo.
Rocoto.— Ají redondo y rojo.
Shilico.— Natural de la provincia de Celendín.
Tamaño.— Abultado, grande.
Taita.— Padre.
Templino.— Propio del temple: región cálida. Tuco.— Búho.
Velay.— Toma, helo aquí.
NOTA.— Casi todos los americanismos usados en este libro figuran en los diccionarios
más
comunes. El autor —amén de los no conocidos— anota los que en la zona del Marañón
tienen
significado distinto que el reconocido y los que están incluidos en obras de difícil
consulta.