El Canto Del Viento - Atahualpa Yupanqui PDF
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Ata h u a l pa Y u pa n q u i
INTRODUCCIÓN
C orre sobre las llanuras, selvas y montañas, un infinito viento generoso. En
una inmensa e invisible bolsa va recogiendo todos los sonidos, palabras y
rumores de la tierra nuestra. El grito, el canto, el silbo, el rezo, toda la verdad
cantada o llorada por los hombres, los montes y los pájaros van a parar a la
hechizada bolsa del Viento. Pero a veces la carga es colosal, y termina por
romper los costados de la alforja infinita. Entonces, el Viento deja caer sobre la
tierra, a través de la brecha abierta, la hilacha de una melodía, el ay de una
copla, la breve gracia de un silbido, un refrán, un pedazo de corazón escondido
en la curva de una vidalita, la punta de flecha de un adiós bagualero. Y el
viento pasa, y se va. Y quedan sobre los pastos las «yapitas» caídas en su viaje.
Esas «yapitas», cuentas de un rosario lírico, soportan el tiempo, el olvido, las
tempestades. Según su condición o calidad, se desmenuzan, se quiebran y se
pierden. Otras, permanecen intactas. Otras, se enriquecen, como si el tiempo y
el olvido (la alquimia cósmica) les hicieran alcanzar una condición de joya
milagrosa.
Pero llega un momento en que son halladas estas «yapitas» del alma de los
pueblos. Alguien las encuentra un día. ¿Quién las encuentra? Pues los
muchachos que andan por los campos por el valle soleado, por los senderos de
la selva en la siesta, por los duros caminos de la sierra, o junto a los arroyos, a
junto a los fogones. Las encuentran los hombres del oscuro destino, los brazos
zafreros, los héroes del socavón, el arriero que despedaza su grito en los
abismos, el juglar desvelado y sin sosiego.
Las encuentran las guitarras después de vencido el dolor, meditación y
silencio transformados en dignidad sonora. Las encuentran las flautas indias, las
que esparcieron por el Ande las cenizas de tantos yaravíes.
Y con el tiempo, changos, y hombres, y pájaros, y guitarras, elevan sus
voces en la noche argentina, o en las claras mañanas, o en las tardes pensativas,
devolviéndole al Viento las hilachitas del canto perdido.
Por eso hay que hacerse amigo, muy amigo del Viento. Hay que escucharlo.
Hay que entenderlo. Hay que amarlo. Y seguirlo. Y soñarlo. Aquél que sea
capaz de entender el lenguaje y el rumbo del Viento, de comprender su voz y
su destino, hallará siempre el rumbo, alcanzará la copla, penetrará en el Canto.
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TIEMPO DEL HOMBRE
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I. LA LEYENDA Y EL NIÑO
D e todos los cuentos y leyendas que de niño escuché esta leyenda del
Viento fue la inolvidable. Se metió en mis venas quemándome la sangre,
sumándose a mi vida para siempre.
La narraban los únicos hombres capaces de contar cosas universales: la
peonada de las viejas estancias, los estibadores que volaban sobre los tablones
con su carga de trigo o de maíz, el paisanaje de las esquilas en esos octubres de
nubes redondas como vellones dispersos por el cielo, los gauchos que cruzaban
aquellas pampas abiertas, donde las leguas sólo podían ser vencidas por la
espuela y el galope.
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alegrías, mis sustos, acuciaban mi instinto de muchachito libre, me hacían crear
un idioma para dialogar con los juncos de los arroyos. Cuántas veces evoco
aquellos días de mi infancia, y me veo, con apenas seis años sobre mis chuncas,
montado en un petiso doradillo, «en pelo», un «bocao de soga», y galopando
entre los pastizales, sintiendo en las desnudas pantorrillas el lanzazo de los
cardos azules, oyendo el alerta de los teros en los bajíos, atravesando una
alameda que me hechizaba con sus extraños silbos en la tarde, llegando luego a
mi casa con la bestia sudada y temblorosa de nervios y fatiga, para escuchar
con una falsa actitud de arrepentimiento los reproches de mi madre, y sentirme
premiado en mi «gauchismo» por la mirada seria y serena de mi padre, «tan
paisano y tan sin vicios» como comentaban nuestros escasos vecinos.
Así transcurren las horas de mi infancia, con infinitos, viajes de pocas leguas
en una aventura en la que no faltaban ni el drama ni la pena, porque no todo
era el libre galopar por esas pampas, o el aprendizaje de la «visteada» con
puñales de mimbre, o leer la colección El Parnaso argentino en voz alta, o
escuchar al Tata cuando adornaba las últimas horas de los domingos tañendo
su guitarra y sumergiéndose, en un bosque de vidalas que le traían tantos
recuerdos de su antiguo solar santiagueño. No. También la pena comenzó a
anidar en mi corazón cuando vi a Genuario Bustos, un gaucho que mucho
admiraba, muerto, con tres balazos: en la espalda. Lo balearon cuando
montaba en su redomón, y sólo alcanzó a decir: «¡Así no se mata a un
hombre!». Y se fue deslizando, con el cabestro en la mano, hasta quedar
inmóvil, mientras su sangre teñía los cascos del caballo. Aquello fue un impacto
en mi sensibilidad, pues yo tenía otro sentido de la muerte en los hombres. Vi
degollar cientos de reses, hasta bebía la sangre caliente de los novillos. Pero,
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pensaba que los hombres morían de otro modo, que la muerte no llegaba así,
con tan desnuda violencia. ¡Genuario Bustos! He visto gauchos después. Había
gauchos entonces. Pero para mí Bustos era un arquetipo del gaucho. Tenía el
mismo temple y el mismo pudor de mi padre. Lo veo, llegando a mi casa,
después de manear su caballo y mirarlo un rato; detenerse ante el portón e
inclinarse, quitándose las espuelas y ocultando bajo su corralera el mango
plateado de su daga, y luego llamar con suave golpe, en función de visita. Por
hambre que tuviera, apenas probaba algo de la comida, y bebía agua, y su
discurso era brevísimo, cordial y prudente. Y allá en su casa, en su rancho de
puestero era ejemplo de trabajo en los corrales, en los arreos, en el cuidado de
la familia. Hasta cuando algo gracioso le producía risa, se llevaba la mano a los
bigotes como frenándose para no descomponer su eterna actitud de paisano
entrado en razón. ¡Genuario Bustos! Ahora, a cerca de medio siglo de su
partida de este mundo, lo recuerdo y le agradezco el poncho que me echaba
encima en los atardeceres de agosto, el espectáculo de su caballo tan bien
enseñado, su ejemplo de hombre cabal, y la voz grave y serena que muchas
veces me narraba sucedidos de la Pampa que tanto conoció.
Allá cerca de la pequeñita estación ferroviaria, enclavada en el desierto, con
apenas seis o siete casas y ranchos por vecindario, se levantaban los galpones
donde se almacenaba el cereal que los gringos traían desde las colonias. Trigo,
cebada, maíz… En tiempos de entrega, los canchones se poblaban de carros,
bueyes y caballos de tiro. Entonces aparecían, como las gaviotas sobre los
surcos, los estibadores, la peonada galponera, los hombreadores de bolsas.
Todos eran criollos, en su mayoría pampeanos. Bombachas «batarazas»,
chiripá, o una arpillera cruzada en las caderas. Luego, gruesas camisetas, un
gran pañuelo a cuadros, el eterno y deformado ex sombrero, alpargatas blancas
con bordados rojos o azules. Y aun en plena tarea de hombrear, estibar,
acomodar, la charla apenas se, interrumpía. Miles de refranes, de intencionadas
coplas. Cuentos de carreras, inundaciones, amoríos o duelos criollos que se
hilvanaban en el ir y venir de los paisanos entre los tablones y las estibas.
Algunos volaban con las bolsas sobre sus hombros para no perder el final de un
cuento o una respuesta ingeniosa.
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sus caballos en los potreros cercanos. Otros, «los de ajuera», se amontonaban
por ahí nomás. Y era entonces cuando, con las últimas luces de la tarde,
comenzaban los cuentos más serios. Y allí también, mientras a lo largo de los
campos se extendía la sombra del crepúsculo, las guitarras de la pampa
comenzaban su antigua brujería, tejiendo una red de emociones y recuerdos
con asuntos inolvidables. Eran estilos de serenos compases, de un claro y
nostálgico discurso, en el que cabían todas las palabras que inspirara la llanura
infinita, su trebolar, su monte, el solitario ombú, el galope de los potros, las
cosas del amor ausente. Eran milongas pausadas, en el tono de do mayor o mi
menor, modos utilizados por los paisanos para decir las cosas objetivas, para
narrar con tono lírico los sucesos de la pampa. El canto era la única voz en la
penumbra. Aquellos rústicos estibadores, aquellos carreros que horas antes eran
puro refranes y chanzas, estaban transitando otros caminos. Cada cual iniciaba
un viaje a su recuerdo, a su amor, a su pena, a su esperanza. La vida me enseñó
después que muy pocos públicos serían capaces de superar en atención y
calidad de alma a esos seres crecidos en la soledad pampeana. Apretado junto
a ellos, mirando sus grandes manos, sus rostros curtidos, mi corazón no viajaba.
Allí estaba, frente al cantor, bebiendo sin entender mucho, las cosas que decía.
Me sentía totalmente ganado por la guitarra. Este instrumento se hizo presente
en mi vida desde las primeras horas de mi nacimiento. Con guitarra alcanzaba
el sueño. Con una vidala, o una cifra que entretenían mi padre y mis tíos. Pero
ese fogón breve de los estibadores, ese canto tan serio, tenía una magia
especial. Ellos me ofrecían un mundo recóndito, milagroso, extraño. Yo no los
miraba ya como heroicos proletarios de la pampa. Me olvidaba que ratos antes
se llamaban Alcaraz, Montenegro, Leiva, Páez… Eran, por obra de la música,
como príncipes de un continente en el que sólo yo penetraba como invitado o
como descubridor. Eran seres superiores.
¡Sabían cantar!
Así, en infinitas tardes, fui penetrando en el canto de la llanura, gracias a
esos paisanos. Ellos fueron mis maestros. Ellos, y luego multitud de paisanos
que la vida me fue arrimando con el tiempo. Cada cual tenía «su» estilo. Cada
cual expresaba, tocando o cantando, los asuntos que la pampa le dictaba. Y la
llanura posee una inacabable sabiduría. Eso lo sabían muy bien esos gauchos
de aquel tiempo. Nada inventaban. Sólo transmitían. No eran creadores. Eran
depositarios y mensajeros del canto de la llanura, misterioso, heroico,
melancólico, gracioso o apenado, según el tema.
Es que esos hombres hablan penetrado en la leyenda del Canto del Viento.
Ellos habían trajinado los caminos sobre los que el viento había dejado caer las
hilachitas de muchas melodías, de cantos de coplas, de misterios. Y en las
tardes, luego del trabajo, le devolvían al Viento los cantares perdidos, y aún le
entregaban otros, nuevos y viejos. Y yo, muchachito libre, niño de campo
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abierto, chango arropado de silencios tímidos, era testigo de ese ritual sagrado:
El hombre, carne de pueblo, levantando de los pastos un canto abrigándolo con
su amor y su sueño, lavándolo con su esperanza, y usando como un arco la
guitarra, lo devuelve al viento para que lo lleve lejos, en su vuelo infinito y
misterioso. Sin yo saberlo, en ese instante hechizado de la recuperación del
canto, se estaba delineando en mi corazón el rumbo cabal de mi Destino.
Cuando el largo silbido inconfundible de mi padre ordenábame el retorno a
la casa, yo abandonaba la rueda de paisanos, cruzaba lentamente las muertas
vías que brillaban bajo la luna nueva, y al entrar a mi cuarto me tendía sobre mi
pequeño catre de tientos, sintiendo que el corazón me dolía de tantas
emociones.
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el salpicón de juncos, bajo un revolotear de mariposas que anunciaban
tempranas primaveras. Y llegábamos al rancherío de Benancio. Días antes, el
cacique habla mandado a un hombre a mi casa, para invitar «potranca». Allí
probé por vez primera carne de potranca, asada y en puchero. En lugar de pan,
una lata llena de fariña. Y para beber, caña, vino, y agua. Rodeaban la mesa
hombres y mujeres. Los niños comían aparte, pero yo era invitado especial. Los
pampas comían en silencio. Sólo hablaban mi padre y Benancio. Este sorbía
ruidosamente un enorme hueso caracú, y me producía gracia verlo dar
tremendos golpes con el hueso en la esquina de la mesa para aflojar la médula.
Yo lo observaba con un interés mezclado de temor y admiración. Miraba su
larga melena lacia, peinada al medio, sus ojos pequeños y vivaces en los que
brillaba siempre la autoridad. Su voz no era, en cambio, tonante, como me
había imaginado. Era ligeramente aguda, y el hombre abría mucho la boca para
pronunciar las vocales. De esas visitas al rancherío del cacique Benancio, que
fueron muy pocas en mi infancia, supe que era ofensa para él y su gente
indicarlos como indios. Cuando se hacía menester aludir a su condición racial,
Benancio, o cualquiera de los suyos, decía: Yo ¡Pampa!, y se llevaba la mano al
pecho, sin violencia, como si fuera a jurar. Benancio habla pertenecido a la
tribu mayor confinada en Los Toldos, partido de General Viamonte. Se decía
que por su afición a la carne de potranca, y por su audacia para robar
yeguarizos, le hablan pedido el pueblo. Y el hombre se alzó con cincuenta y
tantos pampas fieles a su mando.
Entre el rancherío, dentro del cual, sobre ramas y viejos lazos extendidos
llameaban ponchos, ropas y carnes charqueadas, los changos y los perros
armaban en la tarde una: gran algarabía que parecía no molestar a nadie. Allí
escuché una vez a alguien que tocaba la guitarra. Y no era un pampa, sino un
paisano, un gaucho que hacía tiempo habla elegido ese lugar, tal vez como
refugio. Como en esos años no se ofendía con la pregunta a nadie, el hombre
estaba tranquilo. ¿De dónde había llegado galopando? ¿Qué cosas lo llevaron
hasta el rancherío del cacique Benancio? Eso era de no averiguar. Y el paisano
cumplía arando, sembrando maíz, amansando potros. Y alguna que otra vez, la
guitarra le arrimaba en la tarde la sombra de alguna querencia. Porque esa
virtud tiene la vihuela: Despierta antiguos duendes, desbarata el olvido, borra
leguas y acerca, idealizado, el recuerdo de seres y momentos que el hombre
cree haber dejado atrás para siempre.
Es enorme el poder evocativo que se esconde en la guitarra. Es la única llave
con que el paisano, puede enfrentar y vencer a los fantasmas de la soledad. Esa
tarde en la toldería, entre pobrísimos ranchos, la vida me regaló otro
espectáculo: el del gaucho andariego, inclinado sobre el instrumento; rezando
su trova, sin molestarse del bullicio de los muchachitos, ni de alguna risa
guaranga de los pampas. Allí estaba el hombre, batiéndose con su propia
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sombra, mientras un La Menor le ofrecía las seis melgas sonoras del encordado,
para que sembrara cualquier semilla, menos la del olvido. Volvimos, camino de
Roca, ya muy entrada la tarde. Galopamos bastante trecho, mientras la luz
auxiliaba la visión. Luego pusimos los caballos al tranco. Había niebla cerca de
los cañadones. Y un cielo embrujado de azul y diamantes se extendía sobre el
gran silencio de la pampa. Yo no percibía cabalmente ese silencio de la llanura.
No tenla edad ni conciencia para contener las cosas del misterio cósmico.
Ahora, al evocar aquellos días, comprendo que pasé por los caminos que llevan
a la hondura, donde brilla la raíz de la vida como un cuarzo milagrero en la
entraña de la tierra. Pero en aquellas horas sólo sentía fatiga física, y un raro
sentimiento de pena y curiosidad no del todo definidas. La música escuchada
me seguía, como trotando junto a mi caballo, como llenando el aire de sones y
consejas, como prendiendo en cada fleco de mi ponchito una saetilla poética,
un desgarrón de trova, algo de esas voces perdidas por el viento legendario. No
fueron muchos los años que viví y trajiné la pampa. Pero esos tiempos de mi
infancia están bañados de magias guitarreras. En ciertas horas de este dédalo
que es la existencia actual, siento la necesidad de evocar el camino andado, de
medir las leguas recorridas en el tiempo, no para quedarme en ellas, sino para
considerar la distancia entre la tierra y mi destino, entre el paisaje y mi corazón.
Y me sumerjo entonces en aquel mundo de gauchos y paisanos y guitarras. Y
regusto la miel de los estilos, la nostalgia de las pausadas milongas sureñas, el
acento machazo de las cifras. Si, muchas veces, cuando ésta era de
profesionalismo sin mensaje expande su insubstancialidad sobre esta romántica
tierra generosa, mi corazón reclama la ayuda de aquellos recuerdos. Y vuelven
a mi las vihuelas traductoras del paisaje, y escucho a los rústicos hombres de la
pampa entregando sus salmos de distancia y pureza. Hombres de vigoroso
brazo y decisión rápida. Hombres de coraje y con pudor. Hombres paridos por
la inmensa llanura. Y sin embargo, niños, en su acercarse al misterio de la
música, como quien se asoma al misterio de un jagüel para rescatar la luna. Por
aquellos días ya me había acercado a la guitarra. En una sola cuerda recorría
parte del diapasón buscando armar la melodía que más me gustaba: La Vidalita.
El instrumento pertenecía a mi padre, y no nos era permitido usarlo. De
manera que sólo de a ratos y a hurtadillas podía yo tocar el sencillo tema de la
vidalita. En esos tiempos llegó a Roca un cura catalán: el padre Rosáenz,
sacerdote, jugador de truco, y violinista.
Mis padres resolvieron confiarme a la tercera de las virtudes de Rosáenz. Y
mi cuarto comenzó a poblarse de métodos de Eslavas y Fontovas. Mi pequeño
ambiente, en cuyas paredes hablan rebotado siempre los ecos de vidalitas,
estilos y trovas paisanas, conoció entonces un nuevo asunto: Una voz delgada y
desganada que solfeaba Redondas y Blancas y Negras en inacabable tortura.
Así, todo un año, con viajes a la capilla, violín bajo el brazo. Pero una tarde el
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curita me pilló traveseando una vidalita con todo el largo del arco. Como yo no
tenía destreza para sostener el violín en la barbilla, recurrí a la pared en la que
apoyé la perilla, y entonces el tema se me hacía más fácil de tocar. Fue la
primera y última vez. Fue un concierto folklórico de debut y despedida. Porque
mi profesor, olvidando el latín me dijo algunas cosas en su cerrado catalán, y
me dio un bofetón. Corrí a mi casa, y sólo allí pude llorar. Y no quise volver a
las clases de violín. Mi pobre madre me acusaba de ser rencoroso. Pero yo no
odiaba al padre Rosáenz porque me hubiera pegado a mi, sino porque había
herido a la vidalita. Esto no se lo perdonaría jamás. Y nunca volví a estudiar el
violín.
Y las paredes de mi cuarto volvieron a poblarse de timbres criollistas. Los
ecos de la Pampa custodiarían mi sueño, y nunca osaría nadie castigar la tímida
donosura de una vidalita. Al poco tiempo mi tata me llevó a la ciudad para
presentarme a un hombre, a un artista, un maestro: don Bautista Almirón. Ese
instante frente al maestro fue definitivo para mi vida, para mi vocación. Entraba
yo para siempre en el mundo, de la guitarra. Aún no había cumplido ocho
años, y la vida me daba un glorioso regalo: ¡Ser alumno de Bautista Almirón!
Después fui comprendiendo que la guitarra no era sólo para temas gauchescos.
Su panorama musical era infinito, mágico. Muchas mañanas, la guitarra de
Bautista Almirón llenaba la casa y los rosales del patio con los preludios de
Fernando Sors, de Costes, con las acuarelas prodigiosas de Albéniz, Granados,
con Tárrega, maestro de maestros, con las transcripciones de Pujol, con
Schubert, Liszt, Beethoven, Bach, Schumann. Toda la literatura guitarristica
pasaba por la oscura guitarra del maestro Almirón, como derramando
bendiciones sobre el mundo nuevo de un muchacho del campo, que penetraba
en un continente encantado, sintiendo que esa música, en su corazón, se
tornaba tan sagrada que igualaba en virtud al cantar solitario de los gauchos. Ya
en manos de tan colosal conductor fui estudiando a Carulli, Aguado, Costes.
Solía quedarme hasta tres meses en casa de Almirón, y otras veces galopaba tres
leguas hasta la ciudad para cumplir mis clases, y también para asistir a los
cursos de idioma inglés con el profesor Joseph Cónlon. En casa del maestro, una
de sus hijas, Lalyta, avanzaba cada vez más segura, con buenos dedos y claro
entender, en el universo guitarristico. Menor que yo, apenas alcanzaba su pie la
esquina del pequeño banquito. Pero su dedicación había de tener los mejores
frutos. Años han pasado. Muchos años. Pero el maestro Almirón tiene todo el
homenaje de mi espíritu enamorado de la música. Nunca pude terminar cursos
completos con él. Fueron etapas interrumpidas por mi pobreza, por estudios de
otra índole, por traslados de mi gente, y por giras de concierto de don Bautista.
Pero estaba el signo impreso en mi alma, y ya para mí no habría otro mundo
que ese: ¡La guitarra! La guitarra con toda su luz, con todas las penas y los
caminos, y las dudas. ¡La guitarra con su llanto y su aurora, hermana de mi
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sangre y mi desvelo, para siempre!
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R oca era una aldea en aquel tiempo. Tenía como tantos poblados de la
llanura, un par de comercios, una escuela una capilla, una cancha de pelota
(cuyo bar era también sala de conciertos), un curandero y una vieja estación
ferroviaria. Luego, un vasto ranchero —cinturón de paja y adobe— con sus
pequeños corrales. Allí residían los peones, los gauchos, los jornaleros, los
hombres de curtido rostro, de firme mirar, fuertes manos encallecidas, hombres
de mucha pampa galopada. Allí se desvelaban las guitarras. En las abiertas
noches estrelladas, cantaban las Galván, Eran cuatro hermanas, dotadas de
hermosa voz, y noche a noche adornaban su pobreza con los mejores lujos de
una vidalita, o de alguna otra nostálgica canción de la llanura. Y en el silencio
de la aldea, todo parecía más bello cuando las Galván sumaban al misterio de
la noche las coplas del tiempo aquél. Suspendiendo nuestra ronda y juegos de
corridas, los changos, desde el canchón de la estación ferroviaria,
escuchábamos el claro y lejano canto de las Galván. Sabíamos que se
acompañaban con la guitarra, pero la voz del instrumento, más que oírse, se
adivinaba en los intervalos y pausas. Sólo las cuatro voces femeninas, como
emotivas enredaderas, trepaban por los hilos de la luna para devolverle al
Viento los viejos cantares de la pampa.
Caminito largo,
Vidalitá,
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de los sueños míos.
Por él voy andando,
Vidalitá,
Corazón herido …
Estos recuerdos duermen en mi corazón desde hace muchísimo tiempo.
Alguna vez asomaron, como duendes asomados sobre la pirca de mi existencia.
Sobre todo una noche, cuando escuché hombre ya en la plaza de Santa María
de Catamarca, a un grupo de niñas cantando la Zamba de Vargas bajo la luna.
Pero este andar sobre la hermosa tierra catamarqueña ya tenla en mí otro
sentido. La vida me habla soltado todos sus lobos, y yo transitaba por las sendas
de América luciendo desgarrones, atajando alaridos recónditos y entrando a los
montes para ocultar mi llanto. En cambio, aquella vidalita de la infancia
prolongaba la imagen de la inocencia, y todo era música para mí. Hasta el
miedo se hacía música en mi corazón, porque la candidez, los cantos y el
hogar me llenaban de candelas el camino…
Una noche los dioses pusieron en boca de mi padre la frase que habría de
fijar definitivamente mi destino de chango agarrado al hechizo de la guitarra:
¡Nos vamos a Tucumán! Esa noche, la tierra desenredó todos sus caminos para
ofrecérmelos. Florecieron todas las constelaciones de mi fantasía. Mi corazón se
arrodillaba ante el Viento para jurarle amor y lealtad, y sumarse a la grey de
buscadores de cantos perdidos. Desde esa noche comenzaba el llanto de la
guitarra.
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Mi Tata, comandando los anhelos de toda la familia, miraba hacia la selva en la
media tarde caliente. Lo ganaba el pago hasta empañar sus ojos, mientras
cruzaba ese país, de algarrobos, pencales y quebrachos. ¡Su país! Allá en el
fondo de los montes, donde el misterio doraba sus mieles, dormían las viejas
vidalas que alimentaron su corazón de quichuista. Las pequeñas estaciones se
escalonaban en la ruta. Real Sayana, Pinto, La Rubia… Multitud de changos
asaltaban las ventanillas ofreciendo empanadas de pollo (al segundo bocado
nos tropezábamos con algún diente de vizcacha), pequeñas «catas», zorzales
enmudecidos de terror, cigarrillos de chala y emplumadas pantallas. La noche
vino al fin, borrando esa pobreza que nos lastimaba, ese durar rodeado de
nada, esa condición de vida que nosotros no podíamos remediar.
Cuando apuntó el alba, la tierra tucumana, como adivinando todo el amor
que habla de despertar en mi, tendió sus praderas verdes, idealizó el azul de sus
montañas, y levantó su mundo de cañaverales, para recibir a un chango de
escasos diez años que llegaba desde la lejana pampa inolvidable, con el
corazón ardiendo como una brasa en el pecho, y una pequeña guitarra en la
que tímidamente florecía una vidalita. Empujado por el destino, protegido por
el viento y su leyenda, la vida me depositó en el reino de las zambas más lindas
de la tierra. Yo llevaba un cuaderno, de apuntes, para anotar mis impresiones
desde que abandoné la pampa en que nací. Pero no sé por cuál extraña razón,
ese cuaderno no registró jamás una nota sobre Tucumán. Quizá fuera porque
todo lo que desde entonces he vivido en esa bendita tierra, había de quedar
escrito en mi corazón.
Así anduve los caminos del Tucumán de aquellos tiempos; un Tucumán que
luego viví durante muchísimos años y que ha cambiado u olvidado muchas
costumbres que fueron tradicionales. Así transité sus arrabales, escalé su
montaña, por la que un día rodé ante los ojos horrorizados de mis padres, por
salvar una naranja que se me escapó de las manos. Lo que hoy es Avenida Mate
de Luna, se llamaba camino del Perú. Era un ancho callejón bordeado de tipas,
yuchanes y moreras, que en aquel entonces contaba con un pequeño trencito
para acercarse hasta donde hoy llaman La Floresta. Allí había una vertiente y
una pequeña feria. Las mujeres vendían empanadas, chancacas, quesillos. Y
había arpas y guitarras, sosteniendo la permanencia lírica de la zamba. El viaje
se hacía en volantas y coches tirados por caballos y mulas, hasta la misma falda
del Aconquija. Y los apeaderos eran el Molino, la Yerba Buena y el arroyo de la
Carreta Volcada. Y en estos lugares siempre se desangraba la copla. Porque a la
sombra generosa de los algarrobos y aguaribayes, las guitarras tucumanas,
incansables, pausadas, endulzaban la tarde. La música parecía agotarse, morir
al final de cada zamba; y de nuevo renacía su manantial de saudades. Los
rasgados eran precisos, suaves y firmes a la vez, quizá más fuertes en los
primeros cuatro compases, que indican la iniciación de la búsqueda simbólica
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del amor, que ordenan el gesto de serena altivez antes de elevar el pañuelo;
luego los rasgados cobraban una especial ternura, mientras el cantor resolvía las
frases que cerraban la copla. Y ese era el momento en que el bailarín extendía
el brazo, como si el ave blanca que su mano aprisionaba buscara un ademán
de planeo y descenso sin prisa; como si el pañuelo quisiera contemplar su
propia sombra en el suelo.
Estos detalles de la danza los escuché muchas veces cuando niño, y Dios
sabe cuánto me han ayudado tiempo después, cuando todos los paisajes
guardados en el alma, comenzaron a liberarse de mí en alas de las zambas que
escribí para pagarle a Tucumán mi enorme deuda de emoción.
¡Aconquija!
He conocido después multitud de montañas, infinitas cumbres, imponentes
sierras. Pero ninguna tan llena de música como la augusta montaña tucumana
de aquellos tiempos. Por momentos creí que todo el Aconquija era una
Salamanca prodigiosa, en cuyas grutas guardaba su tremenda carga de cantares
el Viento aquél, cuya leyenda me lanzó por el camino de las guitarras. Mi gente
estaba relacionada con algunos tucumanos residentes en la ciudad capital, en
Tafí Viejo, en Ranchillos, en Simoca. En las tertulias de los mayores era mi
placer participar. Ellos trataban temas de la tierra, hablaban de hombres, de
caminos, de paisanos y montañas, de antiguos arrieros, sucedidos, cuentos.
Así, hiciéronse familiares los nombres de Oliva, Jaimes Freyre, Ezequiel
Molina, Valdés del Pino, Cañete, Rivas Jordán, Oliver. A ellos escuché por vez
primera la voz «baguala», una tarde en que discutían sobre el canto de los
Kollas… El maestro Cañete, músico de banda militar, autor de la Zamba del 11,
sostenía el nombre de baguala. En cambio, Oliva se inclinaba por la
denominación de arribeña. Pocas zambas y canciones llevaban un nombre
definido. Generalmente se las identificaba por alguna frase ya popularizada de
su letra o estribillo, o de su región de origen, o del lugar donde fueran
escuchadas. De ahí que muchas zambas alcanzaran notoriedad con el nombre
de La del Manantial, La de Vipos, La carreta volcada, La Anta muerta, La
chilena monteriza. Muchas de estas zambas escuché. Y luego, pasados los años
volví a oírlas, aunque ligeramente cambiadas en su línea melódica, y con otros
nombres. Y también supe que a la vejez se les aparecieron los padres.
Durante cien años, las bellas melodías tucumanas habían endulzado los
domingos del surco, sin que a nadie se le hubiera ocurrido apropiárselas. Los
músicos se honraban con tocarlas o cantarlas. No estaban escritas. Se aprendían
sin que nadie las enseñara. Es decir, se aprehendían. Eran canciones del viento,
eran hilachitas halladas porque sí, se acercaban a las guitarras y a las arpas para
adornar la tristeza, la nostalgia, el amor o la esperanza de los hombres.
Cada región tenía una modalidad particular, pero si existían cinco versiones
de una misma zamba, todas ellas ostentaban un mismo carácter tucumano.
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Tenían «el mismo aire». Presentaban igual fisonomía; un corazón tiernamente
dolorido, un discurso fácil y lógico, comprensible; una pequeña historia de
amor y de ausencia, un azul empañado de gris; un espíritu dolido por la
ingratitud, y siempre galano, cantando los asuntos de su juventud con la mejor
pureza.
El hombre tiene un idioma. La tierra tiene un lenguaje. Y en el canto
popular, el hombre habla con el lenguaje de su territorio. En él se expresa el
monte florido, el río ancho, el abismo y la llanura, aunque los versos no traten
en detalle las cosas de la región. La música, la pura melodía, desenvuelve su
canto y traduce «el pago», la región.
El hombre canta lo que la tierra le dicta.
El cantor no elabora. Traduce.
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Pasaban los cantores con su carga de versos, con sus historias de duelos
criollos, de rebenques fatales, de carrera brava, de malones y cautivas, de
caballos moros y caballos bayos, de tostados y alazanes ligeros como una
flecha; con sus trovas de amor galano, donde campeaba el eco de la literatura
del siglo dieciocho. Pasaban los cantores con sus «versos fuertes», plenos de
rebeldía, fustigadores de toda injusticia, letras que denunciaban el abuso y la
explotación del pobrerío, trovas exaltadas y corajudas, unidas a los nombres de
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Barret, Fernández Ríos, Ghiraldo, Castro, Díaz, Pombo, Acosta García.
Cada paisano se sentía traducido por el ánimo del canto. Cada criollo se
sentía menos solo, porque alguien estaba cantando las cosas que a él le bullían
en el corazón. Pasaban los cantores sumándose al paisaje romántico del
tiempo. Santos Vega no era todavía una leyenda. Y el Martín Fierro se vendía a
veinte centavos, o se daba de «yapa» tras un barril de yerba. El Cacique
Benancio había muerto. Roque Lara tropeaba hacienda cortando alambradas en
la campaña del pampero, cien leguas al Sur, Bairoleto se trenzaba con la
partida, y algunos payadores cantaban sus «hazañas». Y Fabián Montero,
gaucho bravo, se escapaba de los corrales de las comisarías de la pampa con
sólo silbar a un potro bragado, que saltaba cercos y se tendía fingiéndose
muerto cuando así se lo ordenaba su dueño. Pasaban los cantores, sencillos,
limpios, cordiales y austeros, sembrando el cancionero de la Patria por ciudades
y aldeas. Las guitarras no eran heridas por las púas, que sólo se usaban para los
mandolines y bandurrias. Las vihuelas eran sabias en rasgados y punteos, en
arpegios suaves y criollos. Cada cantor tenía su rasguido, su manera de pulsar el
tema gauchesco. Y la intención se ajustaba a la tonalidad. Se vivía el canto con
autenticidad, con fervor. Y la estimación de sí mismo y el respeto al auditorio
hacía que nadie cantara frivolidades. El destino del canto era serio, porque
estaba ligado al destino del hombre. Yo era apenas un adolescente. Y pasaba
mis días entre el trabajo, el estudio y el deporte. Pero todo
esto quedaba postergado cuando en la noche el viento me acercaba la voz
de los cantores.
Ya no tenía a mi padre junto a mí, y era yo el responsable de la familia. Y
era chango, y me gustaba correr por la llanura, y entender la magia y las
linotipos de las imprentas, y preparar mis exámenes, y boxear, y jugar tenis.
Pero la voz de los cantores me daba la luz que mi alma necesitaba para no ser
un muchacho demasiado triste. Desde la vereda, pegado a los ventanales, solía
escuchar a los trovadores que pasaban por mi pueblo. Y no estaba solo. Éramos
un grupo, un racimo de changos anhelosos de gustar el mensaje del canto. Con
la estremecida nostalgia de mi corazón, aún les agradezco a los oscuros
cantores que alimentaron mi sed de saber coplas. Ellos no saben todo el bien
que me hicieron, todo el consuelo que me alcanzaron.
Luego corría a mi casa, y fijaba en la guitarra algo de lo escuchado. Y
procuraba aprender un nuevo rasguido, una modalidad, una pausa, un arpegio.
Tenía ya lo heredado de mi padre, de mis tíos, de aquellos hombres que
cantaban en la tarde junto a los galpones, frente al misterio del campo abierto.
Tenía en mi, resonando como un eco sagrado, las lecciones y consejos del
maestro Almirón, que había partido con toda su familia para instalar su
conservatorio en Rosario de Santa Fe. Estos aconteceres me autorizaban con sus
lógicas limitaciones, para discriminar sobre el cantar que escuchaba. No me
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engañaban fácilmente en materia de tema criollo. Cuando un cantor hablaba y
cantaba su décima, algo dentro mío me indicaba si era una trova aprendida en
la ciudad o tomada del cancionero anónimo de la pampa. Es que yo venía de la
soledad, y habla oído ya a los hombres que conocían el Canto del Viento, a los
paisanos que recitaban la leyenda del Viento y su bolsa de coplas. En algunos
cantores, el lenguaje campero era postizo. Trabajosamente incrustaban un
vocablo «guaso» en su discurso poético. Y yo me sonreía pensando con el
refrán: «Te pisaste, Pancho». Pero cuando el trovero se explayaba tranquilo y
seguro de su mensaje, yo creo que todas las bendiciones de la noche lo
consagraban.
Recuerdo un hombre así: Nazareno Ríos. Alto, delgado y fuerte. Usaba saco
negro, bombacha ancha y lustrosas botas. Una golilla blanca con monograma.
Su guitarra tenía una estrella en la boca. Era un brocal nacarado lleno de
embrujo. Cantaba con gran dignidad, imponiendo silencio y respeto. Recorría
con la mirada el salón lleno de hombres, criollos en su mayoría, y no era
necesario pedir compostura al auditorio. Antes de iniciar el «estilo» o la
«milonga», hacía un acorde pleno y firme. Las cuerdas emparejaban su tropilla
de sonidos, como alistándose a la orden del domador. Y luego de una brevísima
pausa, Nazareno Ríos comenzaba su preludio, expresivo, anunciador de
bellezas. Y alzaba su voz entonces, y nos daba la pampa en cada verso:
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poco, y se quedaban pulsando el aire aún después del canto.
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del decir de las comarcas.
Mi amor por el periodismo, mi fervor por el trabajo junto a las linotipos y los
componedores, me hacía acercarme a los diarios y a los cronistas. Así, alguna
vez pasé por la ciudad de Rosario, y me acerqué a un diario que dirigía Manolo
Rodríguez Araya. Yo hacia notas de viaje, crónicas del campo, narraba
sucedidos y escribía sonetos. Una noche, Manolo se me acercó y me dijo: "- Tú
que eres medio guitarrero, prepárate para escribir sobre un guitarrero: Ha
muerto el maestro Bautista Almirón». Lo que pasó por mí, no sabría contarlo.
Sentado frente a una máquina de escribir, rodeado de muchachos que
trabajaban cada cual su tema, que gritaban cosas y nombres y deportes, y
telefoneaban afiebradamente, estaba mi corazón desolado. ¡Y tan lejos de ahí!
¡Qué selva de guitarras enlutadas contemplaban mis ojos en la noche! El
destino quiso que fuera yo, aquel chango lleno de pampa y timidez, quien
escribiera una semblanza del maestro.
De un tirón, como si me hubiera abierto las venas, me desangré en la
crónica. Hablé de su capa azul y su chambergo, de su guitarra y de su estampa
de músico romántico, sólo comparable a Agustín Barrios en el sueño y el
impulso. Cité su Albéniz, su Tárrega, su manera de orar en los preludios. Hablé
de sus alumnos, sin incluirme, por supuesto. Y luego caminé, no sé por dónde,
en la ciudad desconocida. Revivía uno a uno los detalles de mi conocimiento
del maestro Almirón. Tenía necesidad de nombrarlo para mí solo en la noche. Y
no me animé a verlo muerto. Quiero creer que sigue por ahí, trajinando mundo
con su capa y su guitarra y su arrogancia.
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V. ENTRE RIOS
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a un hombre allí: don Cipriano Vila.
Era un gaucho alto, fornido, medio rubión, de bigote entrecano. Había un
grupo de hombres rodeando una pequeña mesa, paisanos y amigos de Vila.
Bebían lucera y charlaban en voz baja. Yo saludé y me arrinconé cerca de la
mesa. Nadie me miró dos veces. Hay un acuerdo tácito. Un entendimiento.
Una voz de adentro que hace callar, y esperar, y prudenciar. Y todo forastero
debe conocer este código. Sobre todo si se es paisano. Ya no había clientes, y
yo no compraba carne. Don Vila cerró su puesto, quitóse el delantal blanco y
se me acercó:
—¿Cómo le va, amigo…?
—Bien, señor —le contesté.
El hombre sirvió un vaso de lucera y me lo ofreció. Bebí un poco y miré al
dueño del puesto con gesto cordial.
Al rato, don Vila sabía quién era yo. Pocas palabras bastaron. Cerca del río
Gualeguay, a dos leguas de Tala, me instalé. Era un rancho típico, torteado de
barro y cueros contra la humedad, en plena selva entrerriana. Tenía un
doradillo orejano, animal nuevo y muy voluntario. Tenía la necesaria soledad.
Y el río tajando el monte. Y todos los pájaros cantores tendiendo en la niebla de
las mañanas sus trinos abiertos.
Un año redondo pasé en ese lugar. Salía a los caminos, recorría leguas,
desde Lucas González hasta la legendaria selva de Montiel. Asistía a las carreras
cuadreras de Sauce Sud, a las yerras de Puente Quemado, dejaba velas
encendidas en el rincón de Lanza Vieja, respetando rituales tradicionales del
paisaje. Y siempre retornaba a mi rancho junto al río. Don Cipriano Vila era de
una sola palabra, como la mayoría de los entrerrianos. Una vuelta, me dijo:
—Aquí le traigo un amigo. Confíe en él.
Y me presentó a don Climaco Acosta, un paisano menudo, vestido de negro,
como recién enlutado.
Conocí mucha gente en el tiempo que anduve por Entre Ríos. Mucha gente
buena, hospitalaria y discreta. Pero estos dos hombres, Vila y Acosta se ganaron
un monumento en mi corazón. Ellos rivalizaban en generosidad y criollismo.
Los vi pialar en los corrales. Los vi correr en el monte. Los vi participar en
festejos paisanos, bailar mazurcas, chamamés y gatos. Los vi componer lazos y
caronas. Los vi guitarrear, tañendo cuidadosamente las vihuelas. Acosta era un
hombre simple y muy sensible a la música. En aquel tiempo sólo muy rara vez
se pronunciaba la palabra Patria, pero la ocasión de decirla alcanzaba un alto
grado de responsabilidad y respeto. Recuerdo el gesto de don Climaco, con los
ojos brillando de emoción y coraje y amor, mientras escuchaba una danza
argentina: La condición. El sólo enterarse de que alguna vez la había bailado el
General Belgrano, lo obligaba a rendir todas las tolderías montieleras que le
gritaban en su alma de gaucho sencillo, libre y montaraz. Creo que desde esa
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vez que en su rancho, en la intimidad, toqué esa danza, recién gané la ancha
amistad inolvidable de Climaco Acosta.
Las guitarras bullían en milongas floridas, en cifras y estilos, en chamamés y
chamarritas …
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superaba a todo documento; donde la queja y el ¡ay!, eran patrimonio
exclusivo de las muchachas; donde el alarido era una aguda flecha del regocijo
paisano; donde el alma se poblaba de nuevas fuerzas brotadas de un paisaje sin
mansedumbre: monte de tala y ríos con remansos, haciendas chúcaras, gauchos
baguales, toda la tierra en armas, lanza, vincha, espuela y corazón, bajo una
luna redonda que pasaba sin descubrir el misterio que anidaba en el fondo del
hombre y del paisaje.
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Badaraco, de Pitín Carlevaro, troveros de la costa del Paraná. Allá, por
Feliciano, el moreno Soto levantaba sus coplas en la noche, entre el gramillal
de los Kennedy. En Diamante se desvelaba el chango Tejedor, la más dulce voz
de esa costa. Pero nada me hacía olvidar el rincón espinoso de las puertas de
Montiel, pasando Lucas González, donde rezaban su entrerrianidad Climaco
Acosta y Cipriano Vila. Ellos también devolvieron al Viento las hilachas del
canto, perdido. Ellos nutrieron de temas ejemplares mi alforja de muchacho
andariego, sin calendario ni fortuna, caminados por los montes bravíos sin más
brújula que un desvelado, corazón paisano.
Alguna vez retorné a las ciudades entrerrianas: Paraná, Concepción,
Concordia…
Pero no he vuelto a pisar la hosquedad montielera, donde viví un año
ejerciendo los más diversos oficios. Evoco ahora sus caminos, el misterio de los
montes emponchados de niebla en las mañanas, el galope de mi caballo sobre
suelos polvorientos o en los anchos callejones barrosos. Me detengo frente al
rancho de los Cuello, viejos hacedores de carunchos, cigarritos de noble tabaco
oscuro; charlo con Aguilar y Pajarito Ayala; oigo el típico grito del gaucho en el
fondo del monte, y lo siento a mi poncho como si me abrazara, con el abrazo
pesado de prenda mojada; como si de nuevo anduviera aprendiendo vida en
ese mundo sagrado y agreste, misterioso y sin olvido, de la selva entrerriana.
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desentendidos del drama. Cuando al cruzar el paso para evitar el ataque, Sosa
se enredó en una espuela y trastabilló, fue cuando el otro le volcó de revés el
filo del puñal sobre la frente. Fue un golpe limpio, rápido, «legal». Dicen los
antiguos, que «la sangre enardece a los toros y a los gauchos». La primera
impresión de Sosa fue de rabia, de enorme rabia apenas contenida. Pero la
rabia enceguece, y eso es malo. Ya bastante enceguecía el raudal de la sangre
que corría sobre el rostro de Genuario.
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porteño con sus «remedios», «marotes» y «truncas», y los endiablados
mudanceos del «malambo».
Doña Nachi, en escena, cebaba mates «dendeveras», mientras el ciego
Aguirre tañía su arpa, y Giménez, Colazán y Suárez competían en las danzas
más donosas. Todo era puro, honesto, auténtico. Todo tenía el preciso grado de
misterio que confieren el pudor y la gracia de los seres sencillos
desempeñándose en el arte. Es decir, haciendo arte de «su» hábito de bailar y
cantar, haciendo arte de «su» modo de mirar, coquetear, de vestir y lucir una
floreada pollera. En suma: haciendo arte de «su» folklore.
¡Ay, vidalita,
ramo de azahares,
eres el alma
de estos lugares!
Comenzaba la presidencia de Alvear, y su esposa, con la autoridad que dan
la cultura y el desinterés, movía los hilos de los mejores acontecimientos de la
lírica y el canto popular. Florecía el cancionero de la patria. Traían los
santiagueños las viejas canciones de la selva, las danzas seculares, los ritos
salamanqueros, las coplas del arenal, las telesitas. Nadie cantaba zambas, ni
gatos, ni bailecitos, ni vidalas compuestas «a último momento». No. El temario
era rigurosamente folklórico, general, plural y anónimo.
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Cuando salí de mis pagos
de naides me despedí
Las danzas argentinas, en los teatros y en las salas tradicíonalistas se
bailaban respetando carácter, espíritu y coreografía. Distancia, ademán gentil, y
ausencia total de «divismo». Nadie se desvivía por ser la primera figura. Cada
cual lo era en el preciso momento. Los malambistas antes que zapateadores,
eran bailarines. Nadie era tipo «standard». Cada uno tenla su personalidad, su
prestigio de responsabilidad. Nadie jugaba dentro de las danzas criollas al
«bolero de Ravel» ni al uso españolísimo de girar unidos cadera a cadera, como
notamos hoy, en teatros, salas y peñas, donde la mayoría de evolucionados
artistas criollos luchan por matar lo puro del folklore, para luego luchar por
resucitarlo «a su manera».
En medio de la polvareda de los santiagueños, aparecieron provincianos de
Tucumán, Catamarca, Córdoba, Mendoza. Trajeron ellos el auténtico folklore
de sus pagos, el cantar antiguo, la copla perdida, la trova galana. Amaya y
Marañón, tucumanos, arrimaron sus cañas dulces con las zambas más lindas de
la tierra. Eran guitarras traviesas, nerviosas, prontas al entrevero entre paisanos.
Eran voces lugareñas, que cantaban con amor, con autoridad el cancionero de
su comarca. Igual cosa pasaba con Hilario Cuadros, Morales, Alfredo Pelaia,
con Ruiz y Acuña, con Saúl Salinas y Gregorio Núñez, con Cristino Tapia,
Chavarría y Montenegro, con Carlos y Manuel Acosta Villafañe, con Marambio
Catán, Cornejo, Frías, nombres éstos que representaban cuatro provincias,
cuatro modalidades, distintas formas de expresar el cancionero. Será que cada
uno de ellos poseía una fuerte personalidad artística. Todos se conoclan, eran
amigos, eran criollos, y para nosotros constituían una academia donde
aprendíamos lo puro de cada región argentina. Nadie disparaba en la chaya ni
en la cueca; las danzas eran mesuradas, señoriales, expresadoras de un estado
de gracia que sólo la música podía traducir. Estos cantores eran sensibles al
aplauso del público, pero para obtenerlo no recurrían jamás al «bluff».
Cantaban interpretando, valorando la palabra, la copla, la tradición y la tierra.
…
Dicen que las golondrinas
pasan la mar de un volído.
Así lo pasaré yo
cuando me echés al olvido…
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Difícil será hallar a alguien que se plante frente a frente a la moza y
comience a desenvolver el misterio de la zamba con mejores recursos que
Ramón Espeche.
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También eres grandioso cuando la dulce estrella
arroja desde el cielo su luz sobre tu sien.
Cuando la luna blanca su claridad destella,
bajando con su lumbre tan plácida y tan bella
tus bosques de nogales, de cedros y laurel.
¡Qh, Tucumán, yo evoco tu espléndido Aconquija,
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VIII. LA CORPACHADA
E usebio Colque detiene la marcha de sus burros en el Angosto de la Vertiente.
El paso es estrecho, y la carga podría chocar con el murallón del cerro,
haciendo perder el equilibrio a las bestias, despegándolas.
Hay que descargar. El hombre desata las riatas, afloja las coyundas, sus
manos hábiles tiran de las puntas «cabalitas», sin nudos, y cuidadosamente
deposita en la tierra los dos barriles de buen vino vallisto, y otras cosas. Luego,
conduce de tiro a sus burros unos cincuenta metros, hasta donde la senda se
ensancha. Transporta después, a brazo, las cargas y se dispone a acomodar de
nuevo. Prepara coyundas y riatas, tira, compara, mide, ajusta al fin,
decididamente. Quita el poncho que hizo venda para los ojos de los cargueros,
y hace chasquear una orden en sus labios resecos, y sigue la marcha, valle
arriba. Eusebio Colque va llevando encargos para su patrón, que lo espera en el
puesto de Falda Azul. Salió de Tilcara cuando el cristal del alba se destrozaba
en el canto de los gallos. Salió con las ushutas húmedas de noche, de sombra,
de bruma, después de corretear por el potrero para pillar sus burros. Su heroico
calzado indio se mojó con el llanto de los pastos. Aun en la media tinta del
alba, como un diamante, una gota de rocío adherida al tiento talonero, hacía
quebrar la luz de la última estrella de abril. Con un trago de aguardiente y un
acuyico bien colmado de buena coca yungueña, punteó hacia el Alfarcito,
cuesta arriba. Y así, hora tras hora, observando la carga, los burros, el cielo, las
peñas y el campo, fue ganando distancia. Cerro Pircado, Corral de los
Huanacos, Piedra Parada, Huyra - Huasi, Falda Larga, Corral de Ventura, La
Puerta, Quirusillal, todos estos nombres son etapas sin descanso, son jornadas
vencidas por el kolla de los valles altos. En todo este trayecto, sólo dos ranchos
levantan apenas sus cumbreras sobre el breñal. Lo demás, piedra, arena
bermeja, viento fuerte y canto de agua, llevando hacia la quebrada mensajes de
soledad …
Eusebio Colque marcha en la tarde fría y fugitiva. Está a dos horas de Falda
Azul. En las lomas, el viento hace estremecer los pajonales, y poco a poco las
sombras roban el paisaje. Algún pájaro silencioso pasa rozando las lomas, hacia
su nido solitario. En el camino, el corazón de Eusebio tiene resonancias
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extrañas. Puede viajar cuesta arriba o cuesta abajo, sumergirse en su mundo
interno, ahondar sus problemas, sin distraerse por eso, sin dejar de arriar sus
bestias, componer su carga y observar el estado de la senda. Eusebio Colque
tiene una edad indefinida. Podría lo mismo tener cincuenta años, y nadie
exageraría adjudicándole más de sesenta.
Nada más difícil que acertar la edad justa de un kolla. El montañés del norte
jujeño desorienta siempre en este sentido. En la montaña, se mantiene la
tradición oral, heredada de padre a hijo; las confidencias tratan lo mismo cosas
del hogar indio, íntimas, sobre la casa, la sangre, el corral o las peñas, como se
extiende también en el relato de viejos sucedidos, moralejas, consejos y
prevenciones, en que intervienen recuerdos de gentes desaparecidas hace
muchos años. De manera entonces, que no es esta memoria del hombre, que
nos hace confundir acerca de su edad. Tampoco lo es su silencio, pues calla
siempre, desde que nace, hasta que el sol lo busca en vano para seguir
alumbrando sus pasos por la vida. Ahora mismo, andando por caminos
angostos donde la muerte se agazapa en amenaza eterna, Eusebio es una vida
envuelta en un silencio grande, en un solo silencio sostenido por la fuerza de
una idea, por la dulzura de un recuerdo, o por el agitarse de un mundo sin
fronteras que bulle, canta, goza y llora dentro del alma humana. Como este
hombre, hay varios miles en el norte jujeño, nacidos en la Quebrada, o en la
Puna, o en la selva que limita la montaña con lo desconocido. Rostro cobrizo,
rasgos definidos, cuerpo pequeño y recio, incansable caminador, observador
inteligente, supersticioso por raza y por tradición, lírico, fiel, como también
huraño, hermosamente salvaje, como el paisaje que lo vio nacer …
Eusebio Colque lleva apuro. Sabe que hoy ha sido día de yerra en los
campos de Mamerto Mamaní. Fue éste quién le encargó los barriles de vino,
«por si la chicha resultara escasa». Por eso, quiere llegar al corral antes de que
termine la faena. Conoce la cantidad de terneros que trajinarán con señal y
marca, los toros que castrarán, y calcula que al caer la tarde se procederá a
botar el ganado del corral, para iniciar la ceremonia ritual de la corpachada,
homenaje de devoción y gratitud a Pachamama. ¡La corpachada! ¡Cómo había
de perderla él, que desde chango asistió a todas las corpachadas del cerro
nativo!… Los burritos han descendido por áspera senda hasta el río de
Quirusillal, y remontan ahora la última cuesta, mansa ya, sin peñascal que
lastime los pasos. En la tarde, donde una claridad extraña y melancólica resiste
a la bruma, marcha el arreo. Tras los burritos, Eusebio, pequeño y silencioso,
con el poncho calado, asomando la cabeza por la ventana de la prenda india
para contemplar el mundo encajado entre las cumbres de su pago nativo.
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tender el vuelo, asentándolo luego por ahí; a ratos lo vuelve, lo lleva lejos, con
intención de despedazarlo entre las peñas, lo rescata en seguida y lo entretiene
en la media altura sin decidirse a abandonarlo en alguna parte. Ya no tiene
colores el cielo sobre los cerros del Oeste. El frío y la cerrazón han robado a la
luz de la tarde sus mejores matices. Hasta las matas puneñas, duras y amarillas,
tienen ahora el tono pardo y dolorido de la tierra. Es la hora en que comienzan
a animarse los misterios de la montaña, es el minuto largo del ocaso vallisto, de
la luz grisácea, el guijarro que se suicida trazándose en el fondo de los huaycos,
desde donde llega, clara y dulce, la voz de los ríos reclamando la luz de la
primer estrella… Envuelto en su poncho raído y amigo, Eusebio Colque llega al
corral del abra de Falda Azul. Los peones están terminando de botar el ganado
del corral. Todos están emponchados, porque la cerrazón parece «garvia»,
como la llama a la garúa. Sobre los pastos aplastados, aquí y allá, se han
inmovilizado los lazos, y están sucios de tierra, de pelos y de sangre. Han
trajinado mucho estos lazos. En las faenas indocriollas de estos lugares, como
también en otras comarcas, el lazo es la prolongación del brazo humano, y la
presilla parece estar sujeta al corazón del hombre, afirmado en anhelos y coraje
camperos. Al mediodía había comenzado la yerra. El patrón y el puestero, los
primeros en iniciar la pasada, han volteado la pareja de vacunos que serían los
«novios» de la yerra de este año: un torito de año y medio y una ternera de ojos
húmedos y balido clamoroso. Brigidita, la puestera de Molulo, bautizó a las
bestias, haciéndoles beber chicha. «Los novios» pujaban por deshacerse del
lazo que los mantenía contra el suelo, lomo a lomo. Las mujeres coronaron las
huampas con flores de lana teñidas de rojo, amarillo y morado. Todos
palmearon los cuartos de «los novios». Eso da suerte. Luego, no hubo brazo
ocioso. Entre gritos y tropeles, chanzas y caídas, se animó el corral. Lejos
huyeron los pájaros del abra, refugiando su miedo en los bosquecillos de las
quebradas. Cerca de la puerta del corral, están las brasas para calentar las
marcas. Buen fuego reparador, que perfuma el aire con olores de carne asada y
ancos rescoldeados a campo abierto. Allí se prepara el yerbiao con alcohol,
buen fuego sobre estas alturas, atendido por kollas floristas y changos
comedidos.
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montaña, para Pachamama, misterio creador de la fuerza que anima la vida
andina, que auspicia el viaje, que ayuda a vivir y a morir, a amar y a olvidar;
para Pachamama, deidad desconocida y bien amada, que tiene su refugio en
las grutas ignotas de la sierra, entre música de quenas invisibles, arpas
encantadas y tibiezas inefables; para Pachamama, dueña y señora de los
picachos y de los pastos, de las bestias y de los hombres, la que se enoja en los
temblores, la que protesta en el rodar de los truenos, la que extravía al hurgador
que ofende la tierra buscando oro, estaño y plomo; para Pachamama, la que
sueña cuando la luna es grande, la que suspira cuando el aire es suave, la que
llora con el lloro fresco y mudo de los pedregales, la que busca en el silencio de
las chozas las frentes entristecidas y los ojos pequeños, cerrados más que por el
sueño, por la fatiga de andar, de sufrir, de esperar… Están corpachando los
kollas en el abra de Falda Azul. En el hoyo del corral, todos depositan sus
ofrendas: coca, tabaco, flecos, crines, señales, flores humildes, hechas por las
puesteritas. Si esas gentes pudieran vivir sin corazón, los hombres lo enterrarían,
cofre de angustias, de cantares y de goces, en ese rincón simbólico. Mamá
Rosa, solemne, canta. En las coplas corpacheras se piden venturas y beneficios,
se suplican perdones. Mamá Rosa canta y conversa con la tierra, arrodillada
frente al hoyo: «Para que vuelva a los potreros el novillo perdido. Para que la
nieve y las heladas no perjudiquen los pastos… Para que los changos sean
grandes y buenos. Para que el tigre y la víbora no mermen el ganado en los
montes. Para que ella, Mamá Rosa, vieja, enferma y casi ciega, pueda dirigir
futuras corpachadas …
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regalitos de la tierra …
Que la Pacha nos ampare,
que multiplique la hacienda …
Aunque se agrande el corral,
que se güelva cielo y tierra…».
El aire se pone más helado. El nublado se asienta, sobre el abra. Está
cerrando la noche y el alma de las piedras está dolorida de murmullos. Por los
listones de los ponchos, ruedan hasta temblar en la punta de los flecos, las
lágrimas del ocaso. Los kollas han concluido la corpachada. Han trajinado, han
cantado, han bebido, han cumplido con la tierra. Ahora, se dirigen al puesto,
como sombras afiladas en medio de la cerrazón. La fila india porta bultos de
leña, asados, yuros lazos, marcas. Sólo hay dos o tres jinetes. Los demás, como
siempre, como toda la vida, haciendo sobre la tierra una huella breve con la
suela heroica de las ushutas. Mamá Rosa cuelga su copla en la niebla: Que la
Pacha nos ampare, que multiplique la hacienda Eusebio Colque ha dicho todo
lo enorme e importante que tenla que decir. Camina ahora, mudo, más liviano
de alma, con una sensación parecida a la serenidad. ¡Cómo no lo ha de
escuchar a él, la Pacha! Alta noche.
Mientras el nublado se asienta lejos, una media luna triste y fría, vela los
campos dormidos.
Por momentos, de lo hondo de las quebradas parte el ahogado mugido de
algún toro que en la tarde sufriera la humillación de su poderío. La bestia huele
y siente su derrota y queda como embramada en el bosque enmarañado de los
huaycos. Dentro y fuera del rancho del puesto, duermen los kollas bajo sus
ponchos húmedos. En la cocina, un fogón muriente apenas rompe las sombras.
Algún perro ahuyenta con una queja los fantasmas de su pesadilla. Allá, en el
corral del abra, sobre los pastos humedecidos, el aire comienza a mismir la lana
de su silbo, y en la puiska invisible del remolino rueda lejos un madejón de
silencio. A veces, cuando la luna vence las brumas errantes, el murallón de
cumbres parece animarse, y el pajonal se puebla de músicas extrañas, de voces
de vertientes, de voces altas, afinadas de luna, de voces de guijarros y
despeñados. En la meseta, con la cabeza gacha y las orejas hacia atrás,
meditando más que durmiendo, los cinco burritos de Eusebio Colque parecen
anudarse con el aliento cálido, en un ansiado descanso. Blanqueando sobre el
campo quebrado, bordeando los barrancos, se estira, angosta y anhelante, la
senda que une ese mundo sufrido con la vida inquieta y más amable, de la
Quebrada de Humahuaca. Agradeciendo las ofrendas de los hijos del cerro,
desde su gruta ignorada, PACHAMAMA, fuerza misteriosa de la vida en la
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montaña, contempla su dominio de piedra, pastizal y soledad …
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El c a n t o d el v i en t o
Ata h u a l pa Y u pa n q u i
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Mariano Melgar, los huaynos de Alomías Robles, los temas aymarás de Cava y
Benavente. Algunas veces, por ahí, norte adentro, nos enfrentábamos con gente
que tenía algo que decirle al mundo, a nuestro mundo. Y es así que en una
aldea pequeña, o en un sencillo salón de provincia, escuchamos charlas y
conferencias de Torres López sobre el Amazonas, el Acre y Matto Grosso, y
asistimos a los trabajos y desvelos de un joven musicólogo que caminaba paso
a paso el valle y la sierra inmensa anotando melodías, frases, gritos y antiguas
danzas. Se llamaba Carlos Vega, Y hoy representa con autoridad y talento a los
hombres sabedores del canto de América.
Nos habíamos formado una idea de nuestra tierra. Una idea romántica, llena
de sueños heroicos, sin calendario y sin fruto económico alguno. Queríamos
conocer nuestra Argentina, metro a metro, cantar junto a los arroyos, dormir en
las grutas o bajo los árboles, pasar las tardes leyendo los libros que llenaban las
alforjas, y andar, sin otro propósito que conocer, cantar, bailar una zamba,
conquistar un amigo, enjoyar de paisajes la nostalgia para que nada nos
pareciera demasiado triste. Ansiábamos resucitar el gaucho que los abuelos
depositaron en nuestra sangre, queríamos atesorar el canto del Viento, y este
anhelo nos entregaba dificultades y desvelos. Pero todo lo vencíamos. Hambre
y sed, fatiga y soledad, eran para nosotros motivo de experiencia, pero jamás
los sentimos enemigos capaces de doblegarnos. Queríamos merecer la honra de
haber nacido sudamericanos, y cada viaje al Valle Calchaquí era como un
curso en una infinita universidad telúrica. Esquivábamos las «farras» en lo
posible. Buscábamos las «reuniones», las escenas con danzas, con vidalas, con
versos, con cuentos del campo, con referencias históricas. Es decir, cada uno de
nosotros, quería aprender cosas que nos ayudaran a crecer por dentro.
Hacíamos chistes sobre la tercera dimensión, sobre el sentido de
profundidad, o de conciencia del ser. Pero ahora pienso que no era por gracia
la referencia. Mis compañeros de viaje fueron diversos, según las provincias y
los años, y siempre me han tocado en suerte excelentes personas, jóvenes o
maduros, todos buenos camperos, paisanos prudentes y sufridos, y gente con
espíritu. Gastábamos con frecuencia un dicho de mi tío Gabriel: «Pa ser alto y
ancho, basta con puchero y mazamorra». Y como entendíamos que sólo con
eso no se llegaba a Hombre, leíamos con gran dedicación cuanto libro llegaba
a nuestras manos, y caminábamos, sin apuro, libres como el viento, por todas
las huellas del Valle Calchaquí. Rara vez acampábamos en algún puesto, o en
una aldea. Nos placía desensillar al aire libre, bañar las bestias, atarlas a lazo
largo, luego lavar nuestras ropas, preparar alguna vianda sencilla.
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meditaba, o rezaba. Uno de los viajes más felices, lo realicé hace veinticinco
años, con Ruiz de Huidobro y Felipe Chocobar. Los dos, criollos y jinetes, los
dos, capaces del más grande esfuerzo; los dos, siendo uno culto y de tradicional
familia tucumana y el otro indio de la comunidad amaicheña, probaron ser
aptos para entrar en el misterio de las salamancas, para penetrar en el mundo
de los símbolos, para callar cuando era menester oírlo al silencio. Esta
excursión, que duró más de cuarenta días, la iniciamos en Raco (Tucumán) y
abarcó tierras de Catamarca, Salta y Jujuy. Fuimos por las montañas y todo el
Valle Calchaquí y volvimos por el camino nacional, por el carril que ahora
denominan Ruta 9. Sólo que en Lumbreras (Salta) abandonamos el ancho y fácil
camino para penetrar a las boscosas serranías de Anta, donde pasamos varios
días cazando monos y tapires americanos y rastreando pumas entre el Río
Espinillo, Cerro Pelao y Río Las Víboras, cerro adentro, más allá de la vieja finca
de los Matorras.
Llevamos, además de las mulas de montar, dos mulas chaznas con los avíos,
ropas, libros, un charango, una flauta de caña y una vieja caja vidalera. Con
estos elementos y un firme corazón esperanzado, cualquier criollo puede
recorrer el mundo contando tradiciones de su patria, y aprendiendo el canto de
otras tierras. Siempre he pensado que nada es mejor que viajar a caballo, pues
el camino se compone de infinitas llegadas. Se llega a un cruce, a una flor, a un
árbol, a la sombra de la nube sobre la arena del camino; se llega al arroyo, al
tope de la sierra, a la piedra extraña. Pareciera que el camino va inventando
sorpresas para goce del alma del viajero. Además, el hombre tiene la facultad
del canto, y como no es necesario cantar hacia afuera, haciéndose oír, el
viajero «de a caballo» puede sentir todas las coplas vibrando en su garganta sin
que sea menester emitir un solo sonido. Y puede lograrse un estado de gracia o
de emoción intensa. Yo lo he experimentado en largos viajes y durante años.
Muchas veces me han señalado como si fuera una sombra callada que pasa,
cuando en realidad mi corazón flotaba como la espuma en el tope de una ola, y
todo el canto del mundo, desde el más olvidado yaraví hasta un coral de Bach,
pasaban ayudando a mi vida, estremeciéndome de dicha, de pena o de
emoción. Más de una vez estos recónditos conciertos me han dejado rendido
de fatiga, luego de tanta exaltación. Y así he vencido muchas leguas, y así he
aprendido a descubrir las mil llegadas de un largo viaje, mientras la bestia
ajusta su marcha a un rítmico tranco, y los caminos se pueblan de hechicerías
en su afán de merecer el Canto del Viento.
Penetrar en el Valle Calchaquí, atravesarlo, vivir en él, significa una
deliciosa experiencia.
Algunas veces, un viejo dominico, el padre Robles, solía decir que si Dios
hubiera elegido lugar para su paz, se hubiera decidido por la zona
comprendida entre Colalao del Valle y Tolombón.
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—Ahí todo está sereno —decía—. Hay una paz bíblica, alcanzada,
madurada. Yo creo que tenía mucha razón en su apreciación. He atravesado
esos valles a distintas horas, en tiempo diverso. He bajado de las nieves, en
descensos peligrosos, en que la mula resbala sobre barro nevado juntando sus
patas, mientras abajo y lejos brama el río. He pasado bajo el plomo de la siesta
en los veranos, observando en las aldeas las viñas maduras, el membrillar
repleto, las ciruelas coloreando en los patios, las acequias claras y frescas; he
caminado leguas bajo la luna grande de los valles, como atravesando una senda
de plata. Muchas veces, en las orillas de los pueblos, cuando se busca el rumbo
hacia la noche abierta, hacia el desierto, el valle nos regalaba su pedazo de
copla bagualera. Un gaucho, un vallisto, nos cruzaba en la senda con ruidaje
de cueros, guardamontes y espuelas. La voz, áspera, más alarido que música,
coleaba notas agrias en el aire. Pero en pocos segundos, cuando la distancia
comenzaba a idealizar las cosas, la «baguala» alzaba su clarínde saudades, y
no creo que se pueda oír nada más bello, ni más criollo. El fuerte crujir de
cueros se habla esfumado. Y la espuela era un tierno tintinear lleno de encanto,
mientras la voz del paisano era como una flecha salida del corazón de la tierra:
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de bravura, coraje y sentido de la soberanía. Quizá mucho de él alienta en la
baguala, en esa infinita poesía sin palabras que es el canto de la inolvidable
tierra calchaquí. Al cerrar este breve capitulo, quiero fijar los versos de una
canción escrita hace treinta años, y que ningún cantor de fama ha cantado
nunca. Es un hermoso tema de baguala dramática, que pertenece a la colección
de un pianista que viajó mucho por ese norte luminoso: Arturo Schianca.
Hace muchos años, en Salta, Schianca me dio estas coplas, con su texto
musical correspondiente. Solíamos cantarlas por las noches más allá de Rosario
de Lerma, cerca de Los Laureles, a la orilla del río Blanco, donde pasé largas
temporadas. Y en la vieja ciudad salteña, caminando entre plática y poema, con
Díaz Villalba, Barbarán Alvarado y Julio Luzzatto, solíamos entonar esta
baguala tan seria y cabal. Luego, cerca de 1943, la estrené oficialmente en el
teatro Rivera. Indarte de Córdoba. La cantaba un coro formado por estudiantes
norteños de la universidad cordobesa. Desde entonces, no he vuelto a
escucharla. Un día la encontrará alguien, hermosa y olvidada en un camino. La
limpiará de arenas y nevadas y pensará que se ha topado con una joya. Y será
verdad.
Calchaque
Soy de raza Calchaque
Raza que adora al sol
Sol que nos dio la vida
Vida que fue de amor.
De la raza Calchaque
De los hijos del sol.
Ya no existe mi raza
Ya no alumbra mi sol
No han quedao mas que piedras
¡Piedra es mi corazón…!
Ata h u a l pa Y u pa n q u i
Ata h u a l pa Y u pa n q u i
En mi campito riojano
madura el maíz…».
Juan de Dios Flores la cantaba, aprendida de un anciano pariente. Y una
mujer madura, escasa de leña para su fogón, repicaba en su tambor mientras
cantaba con aguda voz:
¡Verdad! Sin calendario, ni reloj, era otro universo en que vivía, otras las
Ata h u a l pa Y u pa n q u i
Los mismos «marchantitos» que hallamos junto a las cercas de las estaciones
ferroviarias, desde Yala hasta La Quiaca. Las mismas imillas de cara redonda
como manzanitas de Huacalera, son las manos que sostienen la zamba de
Febrero, el bailecito del verano, el tambor bagualero que rueda su quejumbre el
año redondo, de ventana a ventana, de corral a corral, de soledad a soledad. La
rueda del canto, con la cantora al medio, viene de las lejuras del tiempo,
eternizando los ritos agrarios del Ande. Esos pueblos jujeños, de angostas
callejuelas de piedra, asoman la vida quebradeña cargados de años, con algo
de las viejas aldeas españolas. Sólo el silencio, el altivo silencio es el sello
definidor de esos caseríos. Hay pueblos que alcanzan el prestigio por la
palabra, por la anécdota, o por el héroe. En Jujuy, las villas, las aldeas alcanzan
su notoriedad por el silencio, que es su historia, su pasado, su dignidad, siempre
actual, su sello más elocuente y cabal. De ese silencio salió Domingo Zerpa, el
poeta indio de Abra Pampa, caminando cien leguas con sus versos:
«Versos chiquitos
tamaño un dedal,
para los bolsillos
de tu delantal».
Un día caminó las sendas abajeñas, con su primer libro: Puyapuyas. Nos
Ata h u a l pa Y u pa n q u i
Ata h u a l pa Y u pa n q u i
«Soy de la tierra
de los calores
donde florecen,
hermosas flores.
Soy santiagueño,
bésame, sol».
Reza el hombre su vidala. La selva es su templo. La selva, el arenal, la
sombra del algarrobo, o el desierto. Pero ahí está el hombre santiagueño
durante cuatro siglos golpeando el parche de su tamboril, cuatro siglos
esperando la hora azul de la tarde para colgar el fantasma de su soledad en lo
alto de una copla:
«Tierrita salavinera
donde nací.
Si he de perderte, mi pago,
quiero morir…».
El tum-tum de la caja no es la resonancia de un mero, golpe, dado con el
sólo objeto de fijar un ritmo. Quizá lo sea para el forastero, para el que oye
«desde afuera», para el que no tiene miel de palo y un hondo grito
desesperados diluidos en la sangre. El son de la caja contiene el jadeo
sublimado de la tierra. Respira la selva, fatigada y antigua, y su quejumbre
queda guardada entre los parches del tamboril. Ruedan las lunas sobre los
desiertos. Pasan sobre los montes callados, como extraños tamboriles en busca
de un corazón necesitado de coplas. Las salamancas del monte encienden las
fraguas de su hechicería, y el hombre halla el camino de su consuelo, la puerta
de su dicha, el rincón donde su soledad se convierte en esperanza. Es
precisamente ahí, en el tope de ese minuto sagrado, cuando en el corazón del
santiagueño comienza a nacer el misterio de la vidala. Nace el salmo, ungido
por los fervores más puros del alma humana. El hombre está rodeado de todas
las lejanías necesarias para el advenimiento del canto. Al levantar la «caja»
hasta su sien, al casi reclinar su cabeza para escuchar el primer sonido que ha
de orientar el tono cabal de su melodía; al sentir que se anudan en su alma
todos los caminos, al tener conciencia de que la selva está junto a él, como un
«¡Ay, Vidalita,
miel de pesares.
Eres el alma
de estos lugares!».
La guitarra —jagüel de soledades— se abrazó con el hombre en la magia de
la vidala. Y muchos viejos quichuistas, algunos ciegos, ofrecían en la sobretarde
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XVII. LA GUITARRA
Ata h u a l pa Y u pa n q u i
«Cosas me pasan …
No puedo decir.
No hay más remedio
que andar y sufrir».
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XIX. EL PUMA
Desprecio la caridad
por la vergüenza que encierra.
Soy como el león de la sierra:
Vivo y muero en soledad.
Hace muchos años, en lo que hoy es tapera y antes era un rancho con libros
y músicas en las cumbres de Raco, en Tucumán, don Manuel Arce, poblador de
esos pagos, me supo regalar un hermoso morral de cuero de puma. «Pa que se
hagan alvertidos del olor del «daño»», me dijo, aconsejándome que a los
caballos que usara para los viajes largos por entre los montes, les diera su
ración en ese morral. Era costumbre de las gentes de esas lomadas. Una especie
de «gualicho preventivo». En el siglo pasado, en tiempos de las guerrillas, los
centinelas gauchos del litoral vigilaban los pasos del río, las picadas de la selva.
Y en las noches frías, llenas de humedad y cerrazones, solían cubrir sus cabezas
con un cuero de puma, como si fuera un poncho salvaje, curtido de apuro,
apenas sobado, oloroso a grasa amarilla. Las garras caían a los costados del
hombre, como si la «uña caladora» pulsara el nidal de la daga, golpeando a
veces los patacones de la rastra, despertando en el gaucho montaraz quién sabe
qué instintos recónditos que le encendían la mirada, escrutadora de toda
sombra, y encendían en la sangre candelas de coraje que escapaban de pronto
cielo arriba, apuntalando el alarido, manera de bramar que el hombre
encuentra antes de atropellar con todo, para la vida, para la libertad, para la
muerte. ¡El puma! Hay un viejo duelo, un parejo rencor entre el puma y el
hombre, en nuestros campos. Allá, entre los chañares, en la bravura del
garabatal, la yeguada pare sus potrillos, les lame suavemente la pelambre recién
amanecida. La yegua no se aleja de su cría. Hasta pasa hambre y sed. El potrillo
apenas se sostiene sobre sus largas patitas. Intenta pasos, ensaya coces, mueve
su breve rabo alegremente, comenzando a gustar de la vida, olfateando la
gramilla que un día probará; dando cabezazos con dulce torpeza en las ubres
de su madre, provocando el manantial de su alimento. Cada pequeña corrida le
revela el mundo. Su mundo. Así, llega hasta el barranco, y se queda
estremecido frente al abismo, en cuyo borde los árboles pierden su verticalidad,
porque tras cada tormenta la tierra se les va. Así busca en la siesta la sombra de
los molles, hasta que la yegua, con nervioso relincho, se le acerca y lo quita de
la mala sombra. Dicen que el molle «tiene un aire llorador que hincha los ojos
y la fiebre». Y algo de esto es cierto, ya que hay muchos hacheros que se
niegan a derribar molles, y otros se han enfermado, hinchados y doloridos. Así,
el potrillo aprende a esquivar los hormigueros, las pencas, el falso romerillo, el
agua quieta. Apenas siente el galope de los puesteros ,comienza a ponerse
serio, y da vueltas alrededor de la yegua como si todo fuera poco para
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Abre entonces su mágico arcón y expone todos los colores frente al espejo
de las lejanías. Y se queda pensativa largo rato, ya sin pájaros. Su rostro ostenta
el cobrizo tono indiano, y medita sin resolverse a usar color alguno. Sólo el
suyo, el de siempre, el marcado color de su raíz, de su tiempo, de su hondura.
El viento, sabedor y andariego, entiende ,estos estados de conciencia de la
pampa, y lentamente cubre el inmenso espejo de la tarde con un viejo poncho
oscuro. Y por ahí quebrando los cristales de la noche, uno que otro cencerro
El artista que busca los caminos del canto nativo, aprenderá la melodía y los
versos de la canción. Pero el carácter, el «aire», el misterio y la gracia del canto
no los podrá dar sino después del desvelo. El desvelo que supone el andar, el
conocer, el meditar, el hacer antes de cada asunto musical un acto de
conciencia. El lucimiento, el espectáculo, el deslumbramiento, son cosas
secundarias y hasta peligrosas. Peligrosas, porque se corre el albur de fijar en
primer plano la figura y la forma habilidosa del artista, sin que estén presentes,
antes, y siempre, el paisaje, la comarca, el pueblo que amasó el canto con su
esperanza, su silencio, su color y su lágrima. Todo temperamento sin cultura,
muere. Tenemos institutos especializados. Tenemos academias y bibliotecas.
Tenemos gabinetes de investigación para el folklore, para la etnología, para la
arqueología, la lingüística y la música. Sólo hace falta, además del amor al
asunto y las oportunidades, voluntad y conciencia. Profundo anhelo de hacer
las cosas bien y con verdad. Después vendrá el premio al esfuerzo. O no
vendrá nunca. Pero la consagración está fuera de nosotros. No nos pertenece,
ni la debemos esperar. El gran dictado indica desde adentro. Afuera están sólo
El boyerito
¡Boyerito !¡Paisanito!
En el trajín de los campos
entre penas y alegrías
vas aprendiendo a ser gaucho.
¡Boyeritol ¡Paisanito!
Hermanito de los sauces
dónde vas a soñar sueños
que no los conoce naide.
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XXI. ONGAMIRA
Q uebrada de Luna. Rincón de Ochoba. Puerta del Cielo Nombres que los
paisanos pronunciaban como si mordieran frutas dulcísimas de una comarca de
ensueño: Ongamira. Aparecía de golpe, en el camino, este pago de ranchos
apretados entre rojizos terrones que copiaban las, formas de una extraña fauna.
Todo quedaba cuesta arriba: la soledad del campo, con, un aire fresco que
ondulaba las gramillas; las vertientes que bajaban de la parte oriental del
Colchiquín, hasta formar, detrás de los Supaga, una aguada de encantamiento
custodiada por cauces y chañares, llamada Yacochay. Los paisanos ocupaban
los domingos conversando, gustando vinos lugareños, entre «agora» y «velay»;
luciendo arreadores y rebenques de buena trenza, con yapas flecudas. Sobre los
fletes, la tarde curioseaba las cacharpas del apero, los mandiles azules o
bermejos, los estribos-caspi, el chapeao de las cabezadas, el lazo arrollado
sobre las ancas. En los patios el aire barría con suavidad la nievecita de los
jazmines, y de las cocinas se evadían aromas de membrillos asados, de maíz de
mazamorra, de azúcar caída sobre las brasas.
A veces, del fondo de las lomas venían los mugidos de la hacienda, de la
torada en celo. Las
horas pasaban lentas y claras, mientras allá en occidente, los dioses, sin
apuro, comenzaban a
encender las fraguas del ocaso para despuntar las estrellas gastadas de tanto
largo viaje.
Llegaba así la hora azul de las vidalas, en la última luz de Ongamira.
Ata h u a l pa Y u pa n q u i
Ata h u a l pa Y u pa n q u i
XXIII. OTOÑO
H a llegado el otoño, pintor de la Pampa. Y sobre la Pampa va pasando el
Viento, desnudando los montes, emponchando a los gauchos. Los potreros
ostentan un lujo de oro viejo en los chalares, donde la mañana aprende nuevos
tonos para su canción amanecida. El cielo está más alto, y los cañadones, en los
que el verano solía reflejar sus grandes nubes blancas, están aprendiendo a
conocer la soledad. Los caminos se pueblan de balidos, porque los hombres
están cambiando de potrero a la novillada. Trajinan un poco los reseros y
luego, al emparejarse la marcha de la tropa ya pueden líar un cigarrillo y pitarlo
lentamente, mientras los chuzos se aburren al tranquilo, sin tener una mosca
que espantar. Han de llegar los días de la yerra, después de la segunda helada
grande. Los capadores gauchos han de operar los potros y el toraje. Todo ha de
salir bien, si lo hacen con luna en menguante.
En esos días las estancias estarán muy visitadas. Sulkys, caballada,
camionetas, automóviles de lujo, paisanos y curiosos. Antes era otra cosa.
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XXIV. NOSTALGIA
T enía necesidad, verdaderas ansias de escuchar una canción tradicional, de
reencontrarme con el alma de mi Patria, de contemplar su rostro espiritual, de
oír el latido de su corazón sensible. Esto me ocurría noche a noche, en Buenos
Aires, en la primavera del cincuenta y uno, a mi regreso de Europa.
Aunque en dos años de vagar por el viejo continente me habla colmado de
asombro, de admiración, de luz y caminos, comprendí que también habla
acumulado demasiada nostalgia, y precisaba sacudirme de ella. Siempre he
sido un tanto gustador del estado nostálgico, ese movimiento del alma, caracol
de rara bruma donde se aprieta un recuerdo, regusto de un estado meditativo,
íntimo estar, como tan lindamente dicen los quichuistas: Són- kop-ujúmpi, «En
el corazón, más adentro». Pero de ninguna manera complace a nadie ser un
esclavo de la nostalgia. Por eso, al pisar la tierra bienamada, me dije con
decisión: Bueno. ¡A saludar a los abuelos! Y como mis abuelos, el de rostro
blanco y el de tez bronceada, ya han cubierto sus cenizas con sus árboles
preferidos, uno, el ombú, y otro, el algarrobo, salí a encontrarme con el alma de
ellos que siempre está en las guitarras argentinas. Buscaba en las noches de
Buenos Aires la guitarra que hablara el idioma de mi sangre, que dijera el
indiano decir de los salitrales, que me acercara al reclamo del cacuy. Una
guitarra que dijera con sagrado acento la palabra Pampa. Una guitarra con
caminos y leyendas, tibia de arenas infinitas, temblorosa de constelaciones. Una
guitarra cantadora de penas superadas. Una guitarra serenada y honda,
guardadora de coplas. Una guitarra simple como el lenguaje de las madres,
prudente como un paisano del sur, llena de miedos cósmicos, como el alma del
indio. La había soñado ya bajo los árboles del paseo del Luxemburgo, en ese
otoño de París, cuando las piquetas de la nostalgia comenzaban a cavar 'un
socavón de saudades. Y allá en las aldeas del Norte de Francia, por Lens, por
Arranz, oyendo a los muchachos de la zona carbonífera con sus acordeones
graciosos, pensaba en las danzas de mi tierra, en los claros payadores que en mi
infancia escuché.
Ata h u a l pa Y u pa n q u i
Ata h u a l pa Y u pa n q u i
«¡Joy… joy…
«Charanguito …
Huáccan hermano
La melodía, conservando el modo clásico pentatónico, jugaba a frases como
desprendidasde algún antiguo yaraví. Otras veces, la voz de Chocobar era
baguala pura:
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XXVII. EL RIOJANO Z. Z.
«Pasa el tiempo …
Los años se inscriben en la carne
del árbol que envejece.
¡Sólo tú no pasas, música inmortal!».
(Romain Rolland).
E stos riojanos, con su larga fama de «pobres», tienen una riqueza folklórica
como para prestar leyendas y prestar coplas a más de alguna presumida
comarca. El doctor Zacarías Agüero Vera, riojano profundo y escritor de nota,
solía decir: «Si uno no fuera tan ocioso, podría escribir diez libros sobre historia
y tradiciones, abarcando, sólo la región comprendida entre Mazán y Olta». El
autor de «Los ojos de Quiroga» tenía tercera dimensión y gastaba su riqueza de
imágenes en cuentos y leyendas, poemas y vidalas. Era un verdadero deleite
escucharlo en aquellos años inmediatos a 1930, cuando todavía la gente se
reunía para practicar un hábito que venía de lejos con jerarquía de rito: para
conversar. ¡Qué bien soportábamos los jóvenes de ese tiempo el ritmo bravo de
Buenos Aires, la lucha despareja, el largo esperar, el fogón escaso, la promesa
incumplida, el engaño, inútil! Es que teníamos lo que Ortega llama «la ventana
abierta». Y nuestra ventana estaba orientada hacia el paisaje de ésos, hombres
que nos recibían con generosidad y comprensión, en sus casas sencillas, en sus
patios de barrio, o en sus salas repletas de libros y recuerdos. Así conocimos
algunos grupos de «seres pensantes», de hombres con ideas y caminos,
madurados en el pensamiento y la cultura, que mucho nos ayudaban con sólo
dejarnos en un rincón, escuchándolos en diálogos a veces apasionados sobre
problemas ,del mundo y de la vida. Lugones, Burghi, Martín Gil, Gerchunoff,
Saldías, Deodoro Roca, Julio González,
Ata h u a l pa Y u pa n q u i
Ata h u a l pa Y u pa n q u i
El día señalado para «la bajada», toda la aldea ganaba los costados del
callejón por donde pasarían luego los vallistos y cumbreños, jinetes en sus
mejores caballos y mulas andinas, luciendo platería en los aperos, y
produciendo la algazara de chicos y grandes con la polirritmia de espuelas y
lloronas, única música que acompañaba esa procesión de sedientos señores de
largas barbas y lujosos atavíos gauchescos. Ya la avanzada de peones y
mandaderos había arreado las vaquillonas de mejor marca y peso para ser
sacrificadas en la quincena. Lo que sobraba en carnes, pasteles Y vinos, se
«desparramaba» entre el pobrerío, que asistía desde afuera al desarrollo de la
fiesta, atraído, más que por las conversaciones, chistes o dudosos discursos de
los vallistas, por la armonía de las canciones y la quejumbre de los tamboriles
cumbreños que tañían los melancólicos tonos de la música lugareña. Las trovas
y tonadas de coplas amatorias, endulzaban la noche limpia de esa Rioja lejana,
y ponían a la fiesta báquica, sensual y desenfrenada, la nota de pureza
necesaria para que pareciera menos bárbara la ceremonia «del tiempo de la
sed». Parte del ritual era la consigna de no alterar la alegría con asuntos de
rivalidad y enojo. Se dormía cuando el lucero abochornaba con su belleza a
todas las estrellas que fugaban en la media claridad de la naciente aurora.
Era por las mañanas, cuando reinaba el silencio en el caserón. Y era en esas
horas, cuando una multitud de mujeres y changuitos descalzos, con canastas,
alforjas y cazuelas de alfarería diaguita, asomaba por el portón de los corrales
para recibir «lo que sobró anoche». Así, día tras día, y noche tras noche, se
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Y aparece en seguida la María Juana, vestida de rojo intenso. Sólo sus ojos,
almendrados y brillantes, y sus trenzas magníficas, son el matiz de su figura,
crisol de todos los soles y todas las auroras de un año de silencio y centinela. La
saludan los hombres, y le alaban su belleza y donosura. La viuda sonríe,
mesurada y gentil, con una sonrisa un poco asustada. Una sonrisa que guardó
un año redondo para ofrendarla a los hombres recién en su fiesta de «salida».
Recién ahora, al año de muerto «él», la viuda puede reincorporarse a la vida
social del ranchería. Recién ahora puede recibir una galantería, y considerar
una propuesta amorosa. Recién ahora podrá soltar sus brazos en la danza,
brazos que sólo se abrieron sobre la tierra en el trabajo, y se cerraron sobre su
luto, en el recuerdo. La voz de uno de los músicos anuncia: «¡La zamba de la
viuda!». Es el momento de la danza ritual. Ella deberá bailar la embrujada
zamba después de la cual quedará liberada de cadenas, prejuicios y vigilias.
Ella deberá elegir el paisano para formar la pareja en la danza. Los hombres
están quietos, expectantes. Los mozos se acercan al candil para que ella los
vea. Los otros, permanecen en la sombra del patio. Los músicos han
comenzado los compases de la introducción de la danza. Es una vieja zamba
norteña, pero parece dada en primera audición. Es que ahora tiene un cumplido
destino. La viuda, mira uno a uno, a mozos y paisanos. Y se dirige decidida
hacia un criollo que es su vecino. Le ofrece su brazo, y los dos van hacia el
centro del patio, lentamente, un poco avergonzados, aúnque sonrientes. Los
espectadores exclaman diversas cosas, entusiasmados, y piden alcohol para
regar su alegría. Y el alcohol llega, quema la gruta de las gargantas, y escapan
de los pechos, de los hacheros, endiablados alaridos en los que el instinto,
disfraza sus goces primitivos. La pareja comienza el baile. Nadie mira al
hombre. Todos. miran a la viuda, incendiada en la noche. La sombra del
algarrobo se derrumba sobre las melenas de los músicos, y a los ojos de los
hombres les brota una suerte de candiles misteriosos y tenaces que persiguen la
ronda roja de la María Juana. El violín llora el ay de la zamba lugareña. El
Ata h u a l pa Y u pa n q u i
La sombra de mi caballo
De recuerdos y caminos
un horizonte abarqué.
Lejos se fueron mis ojos
como rastreando el ayer.
Climaco Acosta ya ha muerto.
Cipriano Vila, también.
Dos horcones entrerrianos
de una amistad sin revés.
Sobre cada ceibo hay una guitarra encendida en la espera. Busca en el aire
las manos que desaten las lianas que la ciñen, para darse a su dueño, liberada y
vibrante. La guitarra entrerriana tiene una gran misión: dar el paisaje. Darlo con
un amor sin demagogia. Las cuatro estaciones del año se acusan en la
naturaleza, definitivamente. También las vive el hombre, el corazón del
hombre. La guitarra es baquiana en esos rumbos. Sólo espera que el hombre la
comprenda, y se comprenda. El entrerriano es afecto a la pesca. ¡Cómo no
serlo, con los ríos que tiene! Sabe de playa, barranco, remolino, espinel, canoa
y virazones. Durante años vio trizarse la luna sobre el agua, huyendo del
anzuelo. Durante años escudriñó a la yarará escondida en el adiós del
camalote. Tiene, entonces, atesorada y grata, la virtuosa paciencia. El paisaje lo
espera. El paisaje de su tierra hechizada, y el otro: su mundo, su «porqué».
Prepare su espinel de desvelo y ternura, y arrójelo bien lejos, pecho adentro,
donde moran el artista, y su conciencia. Y todos aplaudiremos al «pescador» de
ese litoral maravilloso.
En la orilla montielera
tuve un rancho alguna vez.
¿Lo habrá voltiao el olvido?
¿Será tapera? No sé…
Por eso pasé de largo.
Ata h u a l pa Y u pa n q u i
Ata h u a l pa Y u pa n q u i
XXXIII. EL MINERO
H ace mucho, quizá treinta años, conocí al minero. Buscaba oro, cordillera
arriba. Su tenacidad era tan grande como su desamparo. Buscaba oro, pero
temía encontrarlo. Un día me dijo: «Sé que he nacido «buscador». Pero nada
más que «buscador». Si mi sueño, mi destino es buscar, seguiré mi estrella, allá
donde se acaban los caminos. Pero sé que nunca disfrutaré del oro. Porque será
como vender mi sueño por un puñado de oro. Y por razones que no sé explicar,
yo no podría vivir sin ese sueño». Hace un tiempo nos volvimos a encontrar, en
el Noroeste. Estaba pobre, con una limpia pobreza. Y la dignidad seguía siendo
la mejor luz de sus ojos. Tenía su amor, su mujer, a la que nombraba con un
sobrenombre extraño y encantador: Nácar.
Ata h u a l pa Y u pa n q u i
Hay mineros que no recuerdan los nombres de sus hermanos; pero sí los
sagrados nombres de estas diferentes soledades andinas. Cuando hay tormentas
de nieve, bravas, las empresas de minería no sufren. Los galpones, las barracas,
tienen reserva de alimentos, bebidas, tabaco, munición. El solitario sufre. Sólo
su alforja, o su costal, tienen víveres para diez días. Después, y siempre, la
coca, el ayuno, el frío en los huesos, el mirar la nada. Hay bandoleros en la
cordillera. Salteadores (chilenos, atamaqueños, bolivianos, argentinos. Algún
gringo también). El minero suele temerlos, pero los enfrenta. La carabina acorta
los caminos. Hay mañanas en que el sol lame un chorro de sangre como una
roja flor entre la nieve. Alguna vez llegaron tres jinetes al boliche de «Mulas
Muertas». Boliche, un rancho entre las piedras de un barranco, a cinco días de
Vinchina, sobre el límite de La Rioja con Chile. En la casa, el bolichero, su
mujer. Y un minero, comiendo sopa con charqui de guanaco. El revólver hizo
más grande el silencio, señalando el pecho, Eran los bandoleros. Encuerados.
Alta bota. Bufandas sobre el cuello y anchos sombreros. Tres sombras. Sólo los
ojos brillaban más que las armas. Al bolichero le quitaron su dinero. El de la
caja y el de las latas escondidas cerca del fogón, en la cocina.
Dos bandoleros revisaron al minero: un poco de tabaco, un puñal, una
Y el minero piensa: esto es; y esto debe ser. Busco el oro, pero no quiero
encontrarlo.
Busco el Muna-munanqui con olor a piel de hembra enamorada, con esa
callada fuerza, y ahí está. Es Nácar. Esto tiene que ser. Esto tiene destino y
verdad. Pero Nácar se va, llevando sus bandoleros en la noche, como un viento
romántico y maldito. Sólo el rastro de cinco caballos queda en la senda nevada.
Un rastro oscuro sobre el camino blanco. Un adiós bárbaro de galope y
repechada, y abismo, y distancia infinita. Un rastro que alivia el pecho de los
bolicheros y de los cobardes. Para el minero, es un latigazo en el rostro. Una
Ata h u a l pa Y u pa n q u i
XXXV. NACAR
E l minero ha llegado al boliche del Alto. Ahí está, maduro y cabal, limpio,
porque se limpió de los dolores que enmugrecen. Sólo dejó dentro suyo la pena
que le camina por .la sangre, ennobleciéndolo. Antes de entrar, queda un
instante entre el salón y el camino, entre la noche y el alba. El trabajo y la
soledad, y el sueño —su gran sueño—, lo han esculpido como un peñasco. El
saludo de los pastores, con ser cordial y rudo, parece ,débil cuando llega al
oído del Minero. Porque el Minero está ahí con todo lo suyo, sintiendo que se
ha parido a sí mismo, de una vez y para siempre. Se adelanta, y casi no sabe
decir el nombre del alcohol que va a pedir. Y entonces hace una seña,
indicando algo del estante. Siente como si la palabra le pesara, como si cada
sílaba le quemara la lengua como una estrella caliente. Saca de la gaveta de
cuero pequeñas chuspas cargadas. Oro. Oro de buena ley. El bolichero,
aburrido de ver cosas y misterios, abre los ojos para que pueda asomarse a ellos
todo el asombro que lo quiere ahogar. ¡Oro de buena ley, y en cantidad! Un
pastor se atreve a preguntar:
—¿Hallaste al fin la veta? Pero la mirada del minero se le clavó en la
garganta, como una lanza.
Bebe. Así, de un trago, como se beben el amor y la muerte, cuando se es un
Hombre. El bolichero pesa el oro. Quiere reflejar interés en la tarea; quiere
trasuntar un profundo aire de honestidad, de leal entendimiento. Pero sus dedos
son gruesos, y uno se acuerda de la garra del cóndor; pero sus ojos tienen un
idioma que quisiera gritar un plan de emborrachar, hacer la fiesta, salir al
camino, pegar en la nuca un solo balazo, y luego acostarse a dormir sin rastro
de pecado. La mirada está quieta; no sigue ni acompaña la tarea frente a la
pequeña balanza, la mirada está dentro de su corazón inmundo. Concluye el
asunto. Los jarros con alcohol se animan a .tintinear en manos de los pastores,
como un desmayado cencerro desprendido del fantasma de la sed.
—¿Lleva algo? —pregunta el bolichero. —Eso.
Y el minero señala un Winchester y un cinturón de cazador. Hasta la mujer
del bolichero asoma su cara en la puerta. El Minero ya tiene el arma con él. La
mira, le calcula el peso, y se sirve luego otro trago de alcohol. El Minero sabe
leer intenciones. Por eso ha sabido descubrir la veta rica en la cordillera. Pero
Hay un hombre que busca los favores de Nácar: el farmacéutico del pueblo.
Un hombre simple, con la necesaria vileza de los ciudadanos apacibles y
prestigiosos. Miente en la farmacia, miente en la política, y se miente a sí
mismo. Su voz nuclea a jóvenes ambiciosos, aúnque algún sueño también los
alienta. Su voz analiza, sentencia, profetiza. Es dirigente de fiestas artísticas, de
festivales pro moral del pueblo. No cree en Dios, pero almuerza con el cura.
No cree en el amor, pero se acuesta con su mujer y la llena de hijos. Va a la
venta de Nácar; tejidos regionales, andinos, pieles de guanaco y de llama,
baratijas diversas, ponchos, casacas de cuero, chalecos de vicuña. En todo
pequeño negocio de estas regiones, en la trastienda, siempre hay una mesa con
una botella de buen vino comarcano, para el rato de plática. Y el boticario
despacha sus teorías y ostenta su «prestigio» en la trastienda. Nácar lo oye, lo
atiende, lo conoce «de memoria», y lo utiliza para que no avance su
contribución por el impuesto a las pieles y otros productos. El boticario lo sabe,
pero también cree que es hombre gustado por la mujer. No puede dejar de
creerlo, porque esto le hace bien. Lo entona. Alguna vez, en un paseo al
campo, los hombres probaban su puntería. Como en broma, le ofrecieron un
revólver a Nácar. Ella vaciló un instante, y observó dos o tres armas, eligiendo
la que le resultó mejor para ella. Y asombró a los circunstantes esa tarde.
Cuando le preguntaron dónde habla aprendido a tirar tan bien, dijo con sencilla
voz: En el fundo de mi padre, allá en el Sur… Y todos le creyeron. Y también les
empezó a hacer un prudente respeto hacia esa moza morena y delgada, de
hermosos ojos criollos, de gesto un tanto lejano y dramático, que su mirada
tornaba casi nostálgico.
Ata h u a l pa Y u pa n q u i
XXXVI. EL ENCUENTRO
Y como tenía que ser, fue. Nácar, día a día, en el trato con ese desconocido,
tan extraño y que parecía conocerla, fue descubriendo el nidal de la ternura.
Los ojos del Minero no eran más bellos que los de los demás. Pero había algo
que los otros ojos, al mirarla, no expresaban. Ternura. Misteriosa y antigua
ternura. Timidez que no amenguaba un cierto sentido de seguridad, de firmeza.
Era el amor tímido, firme, lleno de miedo y de glorias escondidas. El suspiro
largamente contenido. El sueño soñado en la alta cordillera, en soledad. Una
soledad que mordía las manos, estrujaba los ponchos. Una soledad pintora de
esperanzas y de tragedias en un telón de nieve y de ventisca. La mirada del
hombre registra los caminos andados. La distancia tiene una luz para los ojos
del caminador, que no se puede inventar, ni disimular. Es un cuenta-leguas
cuyo mecanismo se origina en las reconditeces del espíritu. Así era la mirada
del Minero. Así sentía Nácar esa mirada. Y como tenla que ser, fue. Resolvieron
irse. Irse lejos, a Tacna, al Perú. O hacia Lipes, hacia San José, en tierra
boliviana. A comenzar, a recomenzar la vida. Una mañana fría los halló frente
a una calle ancha, donde pasaban los vehículos hacía el norte, más allá de
Calama.
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XXXVII. LA CERRAZÓN
D on Cosme vivía allá, entre el Cerro de los Guanacos y la Laguna del
Tesoro. Tiene su rancho paredes de piedra y techo repajado, que se levanta sólo
a un metro y medio del suelo. Para penetrar en la choza de don Cosme hay que
agacharse y para vivir en ella hay que ser un héroe como el dueño de casa.
Tiene mujer y varios changos. Éstos andan por ahí, travesiando en el pequeño
corral de pirkas. Visten ropas viejas del Tata, y cualquier blusa o pantalón tiene
más flecos que un poncho.
La Laguna del Tesoro está sobre los tres mil metros al nivel del mar, al
noroeste tucumano.
Dicen por ahí que en aquellos tiempos del Inca prisionero, cuando el
rescate exigido por Pizarro, pasaron muchas recuas de llamas cargadas de plata
y oro, desde el Famatina y El Leoncito, y que al tenerse noticia de la muerte del
monarca indio las cargas fueron arrojadas al fondo de esa laguna andina. Desde
entonces la llaman Laguna del Tesoro. Cuanto muchacho andariego, estudiante
o aventurero ha llegado a esas alturas, soñó siempre con encontrar el tesoro de
los indios. Botes y canoas se fabricaron. Rastreos en toda la zona. Zambullidas
entre los esteros. Pero nunca sacaron más que un catarro. A don Cosme siempre
le tocó oficiar de baquiano. Como su rancho está en la comarca y lo demás es
pura soledad, infinita soledad, todos los que trajinan esas sendas lo «contratan»
de guía. Mineros, arqueólogos, turistas, cazadores de vicuñas, caminantes del
mundo, llegan al rancho de don Cosme, pernoctan allí y al día siguiente salen a
sus trabajos y aventuras. Don Cosme sabe que han de volverse cansados, rotos,
apunados y sin más que alguna que otra fotografía, pero los acompaña.
A veces, sonriendo, mientras comenta estas cosas, dice: «Me gusta que se
alleguen por aquí, porque así me costian la diversión …». Además, don Cosme
aprovecha esas visitas porque tienen ocasión de comer mejor él y su familia.
Allí la vianda es charquisillo de oveja, anco rescoldeado, mote de maíz y nada
más. El pan es lujo de los abajeños. Allá no llega sino cuando los turistas lo
llevan. Generalmente, los viajeros aprovechan el feriado de Semana Santa para
esas excursiones. Consiguen mulas en una estancia de El Clavillo, o son amigos
de los mozos estancieros. Tienen dos días de viaje hasta la «casa» de don
Cosme. En el Cerro de las Vicuñas y la Cumbre de los Cazadores hay una serie
Ata h u a l pa Y u pa n q u i
Por esas lejuras peligrosas andábamos un día, hacia una vieja estancia
perdida en los montes orientales de Jujuy, donde hace trescientos años reinaban
los indios Okloyas, bravíos rivales de Juríes y Homohuacas. Se había de realizar
en esos campos una «corpachada», es decir, un rito indio, un bautizo de corral
de piedra en el que la mujer más vieja, de la comarca personificarla a
Pachamama, la Madre de los Cerros. De esta ceremonia extraña, indo-criolla,
hablaremos alguna vez. Allí conocimos a toda la peonada, compuesta por
gauchos, criollos, mestizos, kollas y algún viejo, de esos que andan como
sombras tenaces en estos tiempos. Y allí gustamos la amistad de Narciso Katay,
buen pialador y narrador de sucedidos y fantasías comarcanas. Por él supimos
que habla peones que ganaban doce pesos mensuales, había enlazadores que
trabajaban el primer mes gratis, para poder pagar el lazo con que se les proveía
para su labor en los campos. Por él supimos que aquel peón que no
presenciaba la misa en la capilla de la estancia, todos los domingos, era
rápidamente despedido, y otras lindezas. No precisamos decir que no
conocimos el confort de la estancia, a la que fuimos invitados cuando se supo
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XXXIX. ¡SIEMPRE!
V iento de mi tierra. Viento legendario. Cántaro cósmico. Nido del canto, del
dolor trasmutado, de la voz desvelada de los hombres que caminaron la Patria
con una guitarra y una copla brújula y hechizo. Yo era muy niño cuando los
paisanos me revelaron tu leyenda, tu destino, tu mensaje infinito. Era un tiempo
de gramillas y galopes. Un tiempo de purezas, romántico y heroico. Y cuando
pude andar, salí al camino. A juntar hilachitas de cantares, el ¡ay!, de una
Vidala, la punta de un Estilo, el ¡aura!, de una Zamba. Con el solo linaje de mi
sangre mestiza. Un oscuro linaje de Loreto y Guipúzcoa. Y una guitarra que me
acercó la vida. Una guitarra tan indócil para mis manos, como generosa para
mi corazón.
Y hasta aquí he llegado, Viento amigo.
Gasté mi voz en los caminos. Quemé mis años en la lucha Siempre fiel a tu
leyenda y a tu destino.
¡Siempre!
(Zamba).
Noches de Tucumán,
lunas la de Tafí…
¡Quién pudiera volverse
para los cerros, ay, ay de mí!
Zambas para bailar,
arpa, bombo y violín,
recuerdos y esperanzas
en los pañuelos, ¡ay, ay de mí!
¡Suena, guitarra,
fiel compañera!
Repiqueteando zambas
la vida entera, ¡ay, ay de mí!
(Atahualpa Yupanqui).
O adivinar un poema
que nunca lo escribió nadie
a la noche la hizo dios
para que el hombre la gane
Si al morir se alcanza
la serenidad,
le juro, a la vida
la voy á extrañar.
(Atahualpa Yupanqui).
(Atahualpa Yupanqui).
(Atahualpa Yupanqui).
Yo de pequeño aprendí
a luchar por esa paz.
De grande lo repetí
y a la cárcel fui a parar.
El alma de la vidala,
florcita salavinera,
llegando los carnavales,
se le ha'i volver chacarera,
(Tarareo…).
llegando los carnavales,
se la ha'i volver chacarera,
Al llegar la tardecita,
corazón estremecido,
anda el Soco tarareando
para el Cachilo dormido.
El sol y la luna,
Y este canto mío,
Besaron tu piedras;
¡camino del indio!
En la noche serrana
llora la que su honda nostalgia.
Y el caminito sabe
cual es la chola que el indio llama.
Se levanta en el cerro
la voz doliente de la Baguala.
Y el camino lamenta
Campesino, Campesino.
¡Por ti canto, Campesino!
Sagrado misión del hombre:
nieve, sol y sacrificio.
Morir sembrando la vida.
Vivir, templando su grito.
Campesino, Campesino,
Campesino, Campesino
(Atahualpa Yupanqui).
El sol ya va coronando
las altas cumbres de mis montañas.
¡Montañas mías !
Yo marcho por el camino
pensando en ella y arreando llamas.
¡Así es mi vida!
(Atahualpa Yupanqui).
(Atahualpa Yupanqui).
(Atahualpa Yupanqui).
En infinitos andares
fui la gramilla pisando.
Raspé mí poncho en los talas.
Me hirieron pinchos de cardo.
Desparejo es el camino.
Hoy ando senderos ásperos.
Humito de mi cigarro
ni que de adentro salieras.
Parece que te llevarás
por los aires mis ideas.
Mi corazón va pitando
fuerte picadura negra.
Y el humito sale blanco
pero el tabaco se quema.
La vida, como el tabaco,
fuerte picadura negra.
y el humito sale blanco
pero el tabaco se quema.
Te va a traer
codornices para ti.
Te va a traer
rica fruta para ti.
Te va a traer
carne de cerdo para ti.
Te va a traer
muchas cosas para ti
Y si el negro no se duerme,
viene el diablo blanco
y ¡zas! Le come la patita,
¡chacapumba!
Duerme, duerme, negrito,
que tu mamá está en el campo,
negrito…
Trabajando,
trabajando duramente,
trabajando sí.
Trabajando y no le pagan,
trabajando sí.
Trabajando y va tosiendo,
El arroyo me ha contado
que el árbol suele decir:
quien se aleja junta quejas
en vez de quedarse aquí.
Arbolito de mi tierra
yo te quisiera decir
que lo que a muchos les pasa
también me ha pasado a mi.
Lo miran a la distancia
árboles y enredaderas,
diciéndose con rencor:
Pa uno solo, cuánta tierra.
(Atahualpa Yupanqui).
La gente me ve pasar
y me dice forastero
solo escuchan mis oídos ,
porque mi alma esta lejos
(Atahualpa Yupanqui).
lo va llevando un vapor…
y el pampino queda solo
entre la pampa y el sol…
(Atahualpa Yupanqui).
No sé si mi canto es lindo
o si saldrá medio triste ;
nunca fui zorzal, ni existe
plumaje más ordinario.
Yo soy pájaro corsario
que no conoce el alpiste.
Buscando de desasnarme
fui pinche de escribanía
la letra chiquita hacía
pa' no malgastar sella'o,
y, era también apreta'o
A la semana de aquello
repechaba cordilleras,
faldas, cuestas y laderas
siempre pa'l la'o del poniente,
bebiendo agua de vertiente
y aguantando las soleras.
La peonada, al descampa'o,
el patrón, en Guenos Aires.
Nosotros, el cu… ello al aire
can las caronas mojadas,
y la hacienda de invernada
más relumbrosa que un fraile.
El estanciero tenía
también sus cañaverales,
y en los tiempos otoñales
juntábamos los andrajos,
y nos íbamos p'abajo
dejando los pedregales.
Riojanos y santiagueños,
salteños y tucumanos,
con el machete en la mano
volteaban cañas maduras,
pasando sus amarguras
y aguantando como hermanos.
Se aflije si se le pierde
un bozal, un maneador,
pero, no siente furor
si al escucharle una trova,
viene un pueblero y le roba
su mejor canto de amor.
De seguro, si uno piensa,
le halla el nudo a la a madeja,
porque la copla más vieja,
coma la raíz de la vida,
tiene el alma par guarida,
que es ande anidan las quejas.
En el trance de elegir
que mire el hombre p'adentro,
ande se hacen los encuentros
de pensares y sentires.
Después… que tire ande tire,
con la conciencia por centro.
El estanciero presume
de gauchismo y arrogancia.
El cree que es extravagancia
que su peón viva mejor.
Mas, no sabe ese señor
que por su peón tiene estancia.
Un hombre se me acercó
y me dijo: —¿Qué hace acá?
Viaje pa la gran ciudad
que allá lo van a entender;
ahí tendrá fama, placer
y plata pa regalar.
Igual me pasaba a mí
en aquellos tiempo idos;
joven, fuerte, presumido,
y cuando se acabó el queso,
volví en un triste regreso
poblada l´alma de olvidos.
Cosas de la juventud…
¡Malhaya, dónde andarás…!
Aura que estoy bataráz
Se aparran a puñetazos
igual que en cualquier parte;
pero es una cencia aparte
usar los modos del pago.
Ahí se pone fiero el trago,
Como dijo don Narvarte.
Cordobés, pa la pegrada.
Riojano, pa'l rebencaso.
Chileno, pa'l caballaso.
Salteño, con daga en mano
Y es un rey el tucumano
Pa peliar a cabezasos.
(Atahualpa Yupanqui).
(Atahualpa Yupanqui).
(Atahualpa Yupanqui).
(Atahualpa Yupanqui).
Ha terminado la zafra,
dura labor de invierno.
La tierra quedó cansada
cansada como el obrero.
Ya no se ven en la huella
pesados carros cañeros.
Ya no se siente el zumbido
de los trapiches moliendo.
Ya no he de mirar la luna
asomando atrás del cerro,
ni el camino de Tafi,
piedra, canción y recuerdos.
Si yo tuviera un amor,
ay, qué zamba cantaría,
con magia de medianoche
con lujos de mediodía.
(Atahualpa Yupanqui).
Si yo le pregunto al mundo
el mundo me ha de engañar
cada cual cree que no cambia
y que cambia los demás
y paso las madrugadas
buscando un rayo de luz
porque la noche es tan larga
guitarra dímelo tu
Así va mi corazón
lleno de sueños y ausencias,
sin encontrar su querencia
perdido en la cerrazón.
Camino de la Cuesta
cantando voy,
golpeando los guardamontes…
¡Hui, jo jo jo…!
Se endereza, se despeja
Levanta su frente al sol
Y lanza al aire su queja
A manera de canción.
Huinca, tregua.
Huinca, pillo.
Me quitaste mi potrillo,
Mi casa, vaca; y ternero.
Huinca, tregua…
Huinca, pillo.
Me quitaste mi potrillo
El verano, y el otoño,
y el invierno… todo igual.
(Atahualpa Yupanqui).
No me dé penas la vida,
Me sobra con la que tengo.
Como el quebracho del monte
Sobre el hachazo florezco.
(Atahualpa Yupanqui).
Corazón tu me engañaste
o es que no te comprendí
pensé que no la quería
y hoy veo que no es así
Quien te a llevado.
(Atahualpa Yupanqui).
Mi negra se me ha ido
pa'l la'o de Chilca Juliana.
Se ha lleva'o caballo, sulki,
El bombo y la damajuana.
(Atahualpa Yupanqui).
Le llaman la Pobrecita
porque esto zamba nació en los campos.
Con una guitarra mal encordada
la cantan siempre los tucumanos.
(Atahualpa Yupanqui).
Yo también sé de pesares,
yo también sé de quebrantes.
Sé de las penas más negras
pero de penas no canto.
Ocasiones me figuro
que soy de veras un árbol,
lo miro al viento y me río,
la raíz crujiendo abajo.
Si me desmiento en lo vida,
¡acuéstenme de un hachazo!
Me galopan en la sangre
dos abuelos, si señor.
Uno lleno de silencios
y el otro, medio cantor.
Me galopan en la sangre
dos abuelos, si señor.
Uno lleno de silencios,
y el otro medio cantor.
E demasiado aburrido
seguir y seguir la huella,
demasiado largo el camino
sin nada que me entretenga.
No necesito silencio.
Yo no tengo en qué pensar.
Tenía, pero hace tiempo,
ahura ya no pienso mas.
(Atahualpa Yupanqui).
Mi chango travieso
Me sale a esperar.
Y entre mate y mate comienzo
A desensillar.
Trajinando sendas
Me gustaba andar.
Yo sé de lo lindo y lo fiero
De la soledad.
Matrereando siempre
Ay, no puede ser.
Es mejor destino ser, árbol
Para florecer.
(Atahualpa Yupanqui).
Si la muerte traicionera
me acogota a su palenque
háganme con dos rebenques
la Cruz pa mi cabecera.
Si muero en mi madriguera
mirando los horizontes
no quiero Cruces, ni aprontes,
ni encargos para el Eterno.
Tal vez pasando el invierno
me de sus flores el monte.
Toda la noche he cantado
con el alma estremecida.
Que el canto es la abierta herida
de un sentimiento sagrado.
A naide, tengo a mi lado
porque no busco piedad.
Desprecio la caridad
por la vergüenza que encierra.
Soy como el león mi sierra:
vivo y muero en soledad.
(Atahualpa Yupanqui).
(Atahualpa Yupanqui).
Naide se ha de imaginar
si pinto como lo veo
Es un nidito e torcazas
entre dos talas y un ceibo
(Atahualpa Yupanqui).
La zamba ya no es la zamba
del provinciano cantor
que se han hecho los estilos
del paisano trovador
He bajado al valle
con una canción,
llena de perfumes,
nieve, viento y sol.
Traje la esperanza.
Traje la emoción.
Y solo desdenes
me llevo de vos.
Vuelvo a la montaña
a pedirle a Dios
pa estas penas mías
nieve, viento y sol.
A llorar a solas
y a pedirle a Dios
Al antigal has de ir
y mi tumba buscarás,
Silencio de la alta sierra,
eso sólo encontrarás.
Pero a mí, nunca jamás
¡Pobrecito soy ¡
Yo nunca lo digo.
Tal vez que por eso
pobrecito soy.
Y a veces se logran,
y a veces se pierden.
¿Y coma será?
¡Ay!, ¡mis cosechitas!
¿Y cómo será ?
¡Pobrecito soy ¡
¿Y cómo será ?
¡Pobrecito soy!
Yo nunca lo digo.
Tal vez que par eso
pobrecito soy.
(Atahualpa Yupanqui).
¡Uruguay!
Un día yo pregunté:
Abuelo, dónde está Dios.
Mi abuelo se puso triste,
y nada me respondió.
Al tiempo yo pregunté:
¿Padre, qué sabes de Dios?
Mi padre se puso serio
y nada me respondió.
Mi padre murió en la mina
sin doctor ni protección.
¡Color de sangre minera
tiene el oro del patrón!
¡Punay! ¡Punay !
¡Devuélveme, devuélveme,
mi pastorcita perdida!
Pastorcita de la Puna,
te extraviaste en noche mala,
mi voz te busca en el viento
y en la Puna te reclama.
Punay! Punay!
¡Punay! ¡Punay! …
(Atahualpa Yupanqui).
(Atahualpa Yupanqui).
Celebro mi destino
de sentir como siento,
de vivir como vivo,
de morir como muero.
Y porque lo celebro
y soy al fin la nada
de la sombra de un verso,
os digo: ¡muchas gracias!
Despacito, paisanito,
Despacito y tenga fe,
Que en la noche del minero
Ya comienza á amanecer.
(Atahualpa Yupanqui).
(Atahualpa Yupanqui).
Ay niña yo no sabia
que nunca mas te iba a ver
que nunca mas te iba a ver
te esperaré, te esperaré
(Atahualpa Yupanqui).
(Atahualpa Yupanqui).
Vidita, ya me voy
de los pagos del Tucumán.
En la Aconquija viene clareando,
vidita,
nunca te he de olvidar.
Vidita, ya me voy
y se me hace que no hei volver.
Malaya mi suerte tanto quererte
vidita,
y tenerte que perder.
(Atahualpa Yupanqui).
(Atahualpa Yupanqui).
El corazón es un arco,
casi no cabe en el pecho,
y vuela quebrada arriba
el grito de los arrieros.
Alegrías pasajeras
sombras que duelen adentro.
angustias de cien caminos
tienen los gritos del cerro.
(Atahualpa Yupanqui).
(Atahualpa Yupanqui).
(Atahualpa Yupanqui).
(Atahualpa Yupanqui).
(Atahualpa Yupanqui).
(Atahualpa Yupanqui).
(Atahualpa Yupanqui).
Livianito en el verano,
abrigado en el invierno,
el poncho es una bandera
para los hombres del cerro.
Livianito en el verano,
abrigado en el invierno,
¡el poncho es una bandera
con un corazón adentro…!
(Atahualpa Yupanqui).
En el silbo de su quena
toda la raza cantó,
desde el coro de la Nustas
hasta la muerte del Sol.
(Atahualpa Yupanqui).
Horizontes, anhelos,
correntadas, ideas.
Las praderas, un canto.
El abismo, una pena…
(Atahualpa Yupanqui).
(Atahualpa Yupanqui).
Caminando, caminando
nos llegamos hasta el río.
¡Cómo saltaba en las piegras
el agua cuando nos vido!
Nadita te dije yo
de todo lo q'hi sentío,
pero el corazón andaba
peliando con un suspiro.
(Atahualpa Yupanqui).
En la güena, manso,
juerte en el rigor,
callao en la pena,
firme en el amor.
(Atahualpa Yupanqui).
(Atahualpa Yupanqui).
(Atahualpa Yupanqui).
Para juntarnos en él
con mi chango y mi serrana,
uniditos como pircas
en mitad de la quebrada…
(Atahualpa Yupanqui).
Y en los guardamontes
haciendo el tambor,
con mis lejanías
y mis esperanzas,
si habré cantao yo…
(Atahualpa Yupanqui).
(Atahualpa Yupanqui).
(Atahualpa Yupanqui).
¡Zamba!
En la palabra blanca de los pañuelos
se esconde la esperanza del criollo que te baila…
Mozas de pie ligero, al conjuro del ritmo,
dibujan en el suelo letras que son espíritu,
líneas que son promesas, frases que son an-helos…
¡Zamba!
Naciste en los albores de la argentinidad
y fuiste el santo y seña para la libertad…
Hermana de la cueca, que en las tierras chilenas
sentó su señorío;
hermana de la inquieta y amada marinera
que quedó en el Perú…
¡Zamba!
(Atahualpa Yupanqui).
(Atahualpa Yupanqui).
Mañanita helada
despertando en Juella,
changos quebradeños
rumbeando a la escuela.
Verdes en las quintas,
brillos en las piedras,
burritos cuesteros,
cantares de acequia…
Caritas cobrizas,
revueltas melenas,
ojotas cansadas
de arenas y piedras.
Ojitos pequeños,
manitos morenas.
¡De changos pastores
se llena la escuela!
Sol de mediodía.
La campana suena,
su voz va rodando,
subiendo las cuestas.
¡Y entre risas, gritos,
silencios y penas,
se van a sus ranchos
los changos de Juella…!
Un día yo pregunté
—Padre, ¿qué sabe de Dios?
Mi padre me miró serio
y nada me respondió.
(Atahualpa Yupanqui).
Lo recibirá un valé
que anda siempre disfrazao.
¡Mas no se asuste, cuñao,
y por mí preguntele!
No se le ocurra explicar
que viene pa'visitarme:
diga que viene a cobrarme
y lo han de dejar pasar…
El hombre le va a indicar
que siga los ucalitos
al final está el ranchito
que he levantao con mis manos:
ésa es su casa, paisano
Si es entendido, verá
un poncho de fina trama
y el retrato de mi mama
en donde rezo pensando,
mientras lo voy adornando
con florcitas de retama…
Yo no le canto a la luna
porque alumbra y nada más,
le canto porque ella sabe
de mi largo caminar.
Indiecito dormido
p'acompañarte se duerme el río
indiecito dormido
junto a tu puerta pasa el camino
pasa el camino, sí, pasa el camino,
cuando por él te vayas
¡chuy!, ¡chuy!, ¡qué frío…!
En la cumbrera'é mi rancho
anidaron dos horneros
y yo parezco un extraño
y el rancho parece de ellos.
Un día yo vi un camino
y me puse a caminar
y anduve, anduve y anduve
mezclando dicha y pesar.
Angustias e ingratitudes,
esas cosas de penar
nunca podrán lastimarme
mientras viva en soledad.
(Atahualpa Yupanqui).
A Cristo lo condenaron
sin escucharlo siquiera
y una corona espinera
sobre su frente fijaron;
al madero lo clavaron
y lo lancearon también,
burlándose del Edén
de virtudes prometidas
por Aquél que dio su vida
para iluminar el bien.
(Atahualpa Yupanqui).
L A C O C H A M O Y E R A C h a c a r e r a 5 - 3 - 4 1
VIENE CLAREANDO Zamba 5-3-41
HUÍ JO JO JO Jujeña 5-3-41
AHÍ ANDAMOS, SEÑOR Canción 5-3-41
NOCHE EN LOS CERROS Preludio 27-12-44
A O R I L L A S D E L Y I P r e l u d i o 2 7 - 1 2 - 4 4
Z A M B I TA D E L O S P O B R E S Z a m b a 2 7 - 1 2 - 4 4
EL ARRIERO Canción 27-12-44
H U E L L A T R I S T E C a n c i ó n 2 6 - 6 - 4 5
A R E N I TA D E L C A M I N O B a g u a l a 2 6 - 6 - 4 5
C A M P O A B I E RTO E s t i l o 1 8 - 7 - 4 5
Z A M B A D E L G R I L L O D a n z a 1 8 - 7 - 4 5
C H I L C A J U L I A N A C h a c a r e r a 2 6 - 1 2 - 4 5
A N D A N D O Vi d a l a 2 6 - 1 2 - 4 5
PA S T I TO Q U E M A D O Z a m b a 2 6 - 1 2 - 4 5
C A N TO D E L P E Ó N E N V E J E C I D O C a n c i ó n 2 2 - 1 - 4 6
L A A Ñ E R A Z a m b a 2 2 - 1 - 4 6
L A P O B R E C I TA Z a m b a 7 - 11 - 4 6
A D I O S , T U C U M A N Z a m b a 7 - 11 - 4 6
CAMINO DEL INDIO Canción 22-4-47
G R A M I L L A E s t i l o 2 2 - 4 - 4 7
VIENE CLAREANDO Zamba 22-4-47
T U Q U E P U E D E S , V U E LV E T E C a n c i ó n 5 - 1 2 - 4 7
A I R E D E V I D A L I TA R I O J A N A M e l o d í a 5 - 1 2 - 4 7
Z A M B I TA D E L A LTO V E R D E Z a m b a 5 - 1 2 - 4 7
T I E R R A Q U E R I D A Z a m b a 5 - 6 - 5 3
C H A C A R E R A D E L A S P I E D R A S C h a c a r e r a 2 7 - 7 - 5 3
EL VENDEDOR DE YUYOS Canción 27-7-53
R E C U E R D O S D E L P O RT E Z U E L O C a n c i ó n 2 7 - 7 - 5 3
MINERO SOY Baguela 27-7-53
EL BIEN PERDIDO Chacarera 27-1-54
CENCERRO Milonga 27-1-54
L A T U C U M A N I TA Z a m b a 2 7 - 1 - 5 4
LAS CRUCES Milonga 27-1-54
Z A M B A D E L G R I L L O Z a m b a 1 9 - 8 - 5 4
EL ALAZÁN Canción 19-8-54
I N D I E C I TO D O R M I D O C a n c i ó n 1 9 - 8 - 5 4
EL TULUMBANO Galo 28-4-55
L L O R A N L A S R A M A S D E L V I E N TO Vi d a l a 2 8 - 4 - 5 5
H U E L L A , H U E L L I TA C a n c i ó n 2 8 - 4 - 5 5
EL AROMO Milonga 28-4-55
Z A M B A D E M I PA G O Z a m b a 1 0 - 1 0 - 5 5
A Q U E L E L L A M A N D I S TA N C I A M i l o n g a 1 0 - 1 0 - 5 5
A
ABRA. Espacio abierto entre cerros, o en el monte.
AC U Y I C O . B o l o d e h o j a s d e c o c a .
A L G A R R O B A . Va i n a q u e c o n s t i t u y e e l f r u t o d e l a l g a r r o b o .
ALGARROBO. Árbol típico del Norte argentino, muy preciado por su madera y
su fruto. Es llamado, por antonomasia «el árbol».
A L M A ( d e l t e j i d o ) . Tr a m a d e l t e j i d o .
ALOJA. Bebida fermentada que se obtiene del fruto del algarrobo
AMAICHA. Pueblo del valle tucumano. Comunidad indígena.
A N C O . Va r i e d a d d e z a p a l l o , d e t a m a ñ o g r a n d e y c á s c a r a d u r a .
A N TA . Ta p i r a m e r i c a n o . H a b i t a e n m o n t e s d e l N o r t e a r g e n t i n o . N o m b r e d e u n
departamento de la provincia de Salta.
B
B AG UA L . A n i m a l a r i s c o . C a b a l l o i n d ó m i t o o a ú n n o d o m a d o t o t a l m e n t e
B AG UA L A . C a n t o m o n t a ñ é s , s o l i t a r i o . H a b i t u a l m e n t e s e a c o m p a ñ a c o n « C A J A » .
C
C AC U Y. Av e d e l N o r t e a r g e n t i n o , c u y o g r i t o , q u e s e m e j a u n l l a n t o , s e c o n s i d e r a
de mal agüero.
C A J O N E A R . P r o d u c i r u n r i t m o g o l p e a n d o s o b r e u n a m e s a , u n m o s t r a d o r, e t c .
CARONA. Prenda del apero criollo. Habitualmente pieza grande de suela o
cuero, que se coloca entre la jerga o «lomillo» y los bastos.
CARUNCHO. Cigarro liado primitivamente.
CIMBAS o SIMBAS. Del quechua: trenzas del peinado femenino.
C O M E C H I N G O N E S Tr i b u i n d í g e n a d e l N o r t e d e C ó r d o b a , y a e x t i n g u i d a .
C O R PAC H A DA . C e r e m o n i a b a u t i s m a l i n d í g e n a , e n l a c u a l s e m a r c a h a c i e n d a .
C OY U N DA S . Pe q u e ñ o s l a z o s p a r a a t a d u r a s . / / C o r r e a s d e a r r e o .
C R U C E R A . V í b o r a d e l a c r u z .
C UA D R E R A . C a r r e r a d e c a b a l l o s , e n e l c a m p o .
CH
C H A L Á N . A r r e g l a d o r o a d i e s t r a d o r d e c a b a l l o s .
CHALARES. Rastrojos. Lugares donde se encuentran las hojas secas o chalas del
maíz.
C H A N C AC A . D u l c e p r o v i n c i a n o . A l f a j o r p r i m i t i v o .
CHANGO. Muchacho.
CHAÑAR. Árbol del Norte argentino.
C H A Ñ Í . C o r d i l l e r a d e l o s A n d e s j u j e ñ o s , e n e l N o r t e a r g e n t i n o .
CHAZNA. Mula de arreo o carga.
CHINCHILLERO. Cazador de chinchillas andinas, roedores de piel muy
preciada. El que caza o cría este animal.
D
DAG Ü E LTA R . D a r v u e l t a s
DORADILLA. Hierba medicinal, yuyo muy común en las sierras de Córdoba.
E
ERKE. Corneta andina. Instrumento indígena de viento» muy antiguo. Es un
aerófono de larga caña, con embocadura y gran bocina o pabellón.
E R Q U E N C H O . Pe q u e ñ o c u e r n o m u s i c a l d e p a s t o r e s i n d i o s .
ESTRiBOS CASPI. Estribos de madera.
G
G UAC H O O G UA S C H O . D e l q u e c h u a « h u a s c h u » : h u é r f a n o .
G UA L I C H O H i e r b a s u o t r a s s u s t a n c i a s d e l a m á g i c a i n d i a , p a r a h a c e r d a ñ o a u n a
persona u obtener sobre ella influencia o dominio.
GURISA. Muchacha.
H
H UAC A S . Ti n a j a s p a r a e n t e r r a t o r i o s i n d i o s .
H UA H UA . C r i a t u r a .
H UA M PA S . A s t a s o c u e r n o s d e v a c u n o .
H UAT O . H o n d a d e D a v i d . P i e l o c u e r o d e l a h o n d a i n d í g e n a .
H UAY R A . Vi e n t o .
HUYRA. Individuo descendiente de raza blanca.
I
I M I L I A . Pa s t o r a j o v e n . J o v e n c i t a i n d i a .
I N T I - H UA S I . C a s a d e l s o l .
I R O S . Pa s t o p u n a , s e c o y f i l a m e n t o s o .
J
J UA N C H I V I R O . P á j a r o d e l N o r t e a r g e n t i n o , s e m e j a n t e a l c h i n g o l o .
J U M E A r b u s t o r i c o e n p o t a s a , c a r a c t e r í s t i c o d e l a z o n a d e s é r t i c o d e S a n t i a g o d e l
Estero, en el Norte argentino. Se encuentra también en otras zonas del país.
JUMIAL. Lugar donde abunda el jume.
K
K E Ñ UA . A r b u s t o d e l a s a l t u r a s a n d i n a s , e n e l N o r t e a r g e n t i n o y e n l a z o n a d e l a
Puna.
M
M A R U C H O . Pe o n c i t o d e a r r e o , m u c h a c h o q u e c u i d a e l g a n a d o e n e l t r a n s p o r t e
de hacienda.
M E C A PAQ U E Ñ A . D a n z a f o l k l ó r i c o b o l i v i a n a . M ú s i c a c o r r e s p o n d i e n t e .
M i N G AO . C o o p e r a c i ó n g e n t i l e n t r e c a m p e s i n o s , p a r a d e t e r m i n a d o s t r a b a j o s .
M I S AC H I C O . P r o c e s i ó n r e l i g i o s a v e c i n a l , a c o m p a ñ a d a p o r m ú s i c a d e
instrumentos típicos.
M I S M I R . A b r i r l a l a n a c o n a m b a s m a n o s , p r e p a r á n d o l a p a r a s e r h i l a d a .
MUNA-MUNANQUI. Sentimiento amoroso.
M U S H UA . D e l q u e c h u a : g a t o .
P
PA S H U C O . D í c e s e d e l c a b a l l o m a r c h a d o r.
P E N C A . Va r i e d a d d e c a c t u s .
P I C H I . Va r i e d a d d e p e q u e ñ o a r m a d i l l o .
P I Q U I L L I N . A r b u s t o d e c u y o f r u t o r o j o s e h a c e a r r o p e y s e e x t r a e a g u a r d i e n t e .
PIRCADO. Muro de piedras superpuestas, sin cemento.
PUISCA. Rueca indígena.
PROPIOS. Se dice de la gente de servicio.
Q
Q U I S C A L O R O . Va r i e d a d d e c a c t á c e a .
QUIRUSILLAL. Lugar donde abunda la quirusilla, especie de hinojo silvestre del
Norte argentino.
R
RASQUINCHO. Hombre enojadizo, fácilmente irritable.
R E FA L A D E R O . Ve n t i s q u e r o .
REINA MORA. Pájaro del Norte argentino, de notable canto.
R I ATA S . C u e r d a s p a r a a s e g u r a r u n a c a r g a .
S
S AC H A - M ú s i c o s , M ú s i c o s p o p u l a r e s .
S AC H A - U N T O . G r a s a a n i m a l d e l m o n t e , u t i l i z a d a c o m o r e m e d i o i n d i o .
SALAMANCA. Gruta o cueva montañesa del diablo, según la Mitología andina, o
lugar de la selva donde se efectúan igualmente conjuros y ritos.
SARANDIZAL. Lugar donde abunda el sarandí, arbusto rioplatense propio de las
costas de los ríos y lugares húmedos.
S H A L AC O . H a b i t a n t e d e S a n t i a g o d e l E s t e r o e n e l N o r t e a r g e n t i n o , d e l a z o n a
próxima a las salinas, en la región del río Salado.
U
UCLE. Flor del cardón.
U S H U TA S . C a l z a d o i n d i o . S a n d a l i a s .
V
VINCULADO. Fundo adquirido por mayorazgo, en estado de división.
VIRQUE. Gran tinajón para guardar bebida.
Y
YA R AY I . A n t i g u a m e l o d í a q u e c h u a , d e l a r e g i ó n a n d i n a .
Y E R B I AO . I n f u s i ó n d e y e r b a - m a t e . M a t e c o c i d o .
YESQUERO. Utensilio primitivo para encender fuego.
YUCHÁN. Designación, en lengua indígena tonocoté, del árbol comúnmente
llamado «palo borracho».
Y U N G U E Ñ O - A . D e l o s v a l l e s Yu n g a s , e n e l o r i e n t e b o l i v i a n o .
Y U R O . Va s o d e a r c i l l a .
Se le considera el más importante músico argentino de folclore. Sus composiciones han sido cantadas por
reconocidos intérpretes y siguen formando parte del repertorio de innumerables artistas, en Argentina y en
distintas partes del mundo. En 1986 Francia lo condecoró como Caballero de la Orden de las Artes y las
Letras.
Su infancia transcurrió en Agustín Roca, partido de Junín, donde su padre trabajaba en el ferrocarril. Inicialmente
estudió violín con el Padre Rosáenz, el cura del pueblo. Más tarde aprendió a tocar la guitarra en la ciudad de
Junín con el concertista Bautista Almirón, quien sería su único maestro. Inicialmente vivió en Junín en la casa de
Almirón; posteriormente regresó al pueblo de Roca y viajaba 16 kilómetros a caballo para tomar las lecciones en
la ciudad.
Atahualpa Yupanqui descubrió la música de Sor, Albéniz, Granados y Tárrega, y también las transcripciones para
guitarra de obras de Schubert, Liszt, Beethoven, Bach, Schumann. Luego, ya más grande, se trasladaba 16 km a
caballo desde Roca a Junín.
En 1917 con su familia pasó unas vacaciones en Tucumán, y allí conoció un nuevo paisaje y una nueva música,
con sus propios instrumentos, como el bombo y el arpa india, y sus propios ritmos, la zamba, entre ellos. La
temprana muerte de su padre lo hizo prematuramente jefe de familia. Jugó tenis, boxeó y se hizo periodista. Fue
improvisado maestro de escuela, luego tipógrafo, cronista, músico y fundamentalmente, agudo observador del
paisaje y del ser humano. A los 19 años de edad, compuso su canción «Camino del Indio». Emprendió un viaje a
Jujuy, Bolivia y los Valles Calchaquíes. En 1931 recorrió Entre Ríos, afincándose un tiempo en Tala. Participó en
la fracasada sublevación de los hermanos Kennedy, en la cual estuvieron envueltos también el coronel Gregorio
Pomar y Arturo Jauretche, que inmortalizó la patriada en su poema gauchesco El Paso de los Libres. Después de
esta derrota debió exiliarse en Uruguay. Pasó por Montevideo, para luego dirigirse al interior oriental y el sur del
Brasil.
En 1934 reingresó a la Argentina por Entre Ríos y se radicó en Rosario (Santa Fe). En 1935 se estableció en Raco,
provincia de Tucumán. Pasó brevemente por la ciudad de Buenos Aires —donde diversos intérpretes comenzaban
a popularizar sus canciones— para actuar en radio. Recorrió después Santiago del Estero, para retornar por unos
A causa de su afiliación al Partido Comunista su obra sufrió la censura durante la presidencia de Juan Perón, fue
detenido y encarcelado varias veces. Al respecto ha dicho Yupanqui:
«En tiempos de Perón estuve varios años sin poder trabajar en la Argentina… Me acusaban de todo, hasta del
crimen de la semana que viene. Desde esa olvidable época tengo el índice de la mano derecha quebrado. Una vez
más pusieron sobre mi mano una máquina de escribir y luego se sentaban arriba, otros saltaban. Buscaban
deshacerme la mano pero no se percataron de un detalle: me dañaron la mano derecha y yo, para tocar la
guitarra, soy zurdo. Todavía hoy, a varios años de ese hecho, hay tonos como el Si menor que me cuesta hacerlos.
Los puedo ejecutar porque uso el oficio, la maña; pero realmente me cuestan».
Atahualpa se fue a Europa en 1949. Édith Piaf lo invitó a actuar en París el 7 de julio de 1950. Inmediatamente
firmó contrato con «Chant du Monde», la compañía de grabación que publicó su primer LP en Europa, «Minero
soy», que obtuvo el primer premio de Mejor Disco de la Academia Charles Cros, que incluía trescientos cincuenta
participantes de todos los continentes en el Concurso Internacional de Folclore. Posteriormente, viajó
extensamente por Europa.
En 1952, Yupanqui regresó a Buenos Aires, donde rompió su relación con el Partido Comunista, lo que hizo más
fácil para él concertar actuaciones en radio. Mientras que con su esposa Nenette construía su casa de Cerro
Colorado (Córdoba), Yupanqui recorría el país. Musicalizó las películas Horizontes de piedra (1956), basada en su
libro Cerro Bayo y Zafra (1959), actuando también en las mismas.
El reconocimiento del trabajo etnográfico de Yupanqui se generalizó durante la década de 1960, y con artistas
como Mercedes Sosa, Alberto Cortez y Jorge Cafrune grabaron sus composiciones y lo hicieron popular entre los
músicos más jóvenes, que se refieren a él como Don Ata.
Yupanqui alternaba entre sus casas en Buenos Aires y Cerro Colorado, provincia de Córdoba. Durante 1963 y
1964, realizó una gira por Colombia, Japón, Marruecos, Egipto, Israel e Italia. En 1967 realizó una gira por
España estableciéndose finalmente en París. Volvió periódicamente a la Argentina y apareció en Argentinísima II
en 1973, pero estas visitas se hicieron menos frecuentes cuando la dictadura militar de Jorge Videla llegó al poder
en 1976.
En 1985 obtuvo el Premio Konex de Brillante como mayor figura de la historia de la música popular argentina. En
1986 Francia lo condecoró como Caballero de la Orden de las Artes y las Letras. En 1987 volvió al país para
recibir el homenaje de la Universidad Nacional de Tucumán. Debió internarse en Buenos Aires en 1989 para
superar una dolencia cardíaca, pese a lo cual en enero de 1990 participó en el Festival de Cosquín.
Sin embargo, a los pocos días Yupanqui cumplió un compromiso artístico en París. Volvió a Francia en 1992 para
actuar en Nîmes, donde se indispuso y falleció el 23 de mayo. Por su expreso deseo, sus restos fueron repatriados
y descansan en Cerro Colorado.
Un día yo pregunté:
Abuelo, dónde está Dios.
Mi abuelo se puso triste,
y nada me respondió.
Al tiempo yo pregunté:
¿Padre, qué sabes de Dios?
Mi padre se puso serio
y nada me respondió.
Mi padre murió en la mina
sin doctor ni protección.
¡Color de sangre minera
tiene el oro del patrón!