El Canto Del Viento - Atahualpa Yupanqui PDF

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El

c a n t o d el v i en t o

Ata h u a l pa Y u pa n q u i

INTRODUCCIÓN
C orre sobre las llanuras, selvas y montañas, un infinito viento generoso. En
una inmensa e invisible bolsa va recogiendo todos los sonidos, palabras y
rumores de la tierra nuestra. El grito, el canto, el silbo, el rezo, toda la verdad
cantada o llorada por los hombres, los montes y los pájaros van a parar a la
hechizada bolsa del Viento. Pero a veces la carga es colosal, y termina por
romper los costados de la alforja infinita. Entonces, el Viento deja caer sobre la
tierra, a través de la brecha abierta, la hilacha de una melodía, el ay de una
copla, la breve gracia de un silbido, un refrán, un pedazo de corazón escondido
en la curva de una vidalita, la punta de flecha de un adiós bagualero. Y el
viento pasa, y se va. Y quedan sobre los pastos las «yapitas» caídas en su viaje.
Esas «yapitas», cuentas de un rosario lírico, soportan el tiempo, el olvido, las
tempestades. Según su condición o calidad, se desmenuzan, se quiebran y se
pierden. Otras, permanecen intactas. Otras, se enriquecen, como si el tiempo y
el olvido (la alquimia cósmica) les hicieran alcanzar una condición de joya
milagrosa.
Pero llega un momento en que son halladas estas «yapitas» del alma de los
pueblos. Alguien las encuentra un día. ¿Quién las encuentra? Pues los
muchachos que andan por los campos por el valle soleado, por los senderos de
la selva en la siesta, por los duros caminos de la sierra, o junto a los arroyos, a
junto a los fogones. Las encuentran los hombres del oscuro destino, los brazos
zafreros, los héroes del socavón, el arriero que despedaza su grito en los
abismos, el juglar desvelado y sin sosiego.
Las encuentran las guitarras después de vencido el dolor, meditación y
silencio transformados en dignidad sonora. Las encuentran las flautas indias, las
que esparcieron por el Ande las cenizas de tantos yaravíes.
Y con el tiempo, changos, y hombres, y pájaros, y guitarras, elevan sus
voces en la noche argentina, o en las claras mañanas, o en las tardes pensativas,
devolviéndole al Viento las hilachitas del canto perdido.
Por eso hay que hacerse amigo, muy amigo del Viento. Hay que escucharlo.
Hay que entenderlo. Hay que amarlo. Y seguirlo. Y soñarlo. Aquél que sea
capaz de entender el lenguaje y el rumbo del Viento, de comprender su voz y
su destino, hallará siempre el rumbo, alcanzará la copla, penetrará en el Canto.

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TIEMPO DEL HOMBRE

La partícula cósmica que navega en mi sangre es un mundo infinito de


fuerzas siderales. Vino a mí tras un largo camino de milenios cuando, tal vez,
fui arena para los pies del aire. Luego fui la madera. Raíz desesperada. Hundida
en el silencio de un desierto sin agua. Después fui caracol quién sabe dónde.
Y los mares me dieron su primera palabra.
Después la forma humana desplegó sobre el mundo la universal bandera del
músculo y la lágrima. Y creció la blasfemia sobre la vieja tierra. Y el azafrán, y
el tilo, la copla y la plegaria. Entonces vine a América para nacer en Hombre. Y
en mi junté la pampa, la selva y la montaña. Si un abuelo llanero galopó hasta
mi cuna, otro me dijo historias en su flauta de caña. Yo no estudio las cosas ni
pretendo entenderlas. Las reconozco, es cierto, pues antes viví en ellas.
Converso con las hojas en medio de los montes y me dan sus mensajes las
raíces secretas. Y así voy por el mundo, sin edad ni destino. Al amparo de un
Cosmos que camina conmigo. Amo la luz, y el río, y el silencio, y la estrella. Y
florezco en guitarras porque fui la madera.

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I. LA LEYENDA Y EL NIÑO
D e todos los cuentos y leyendas que de niño escuché esta leyenda del
Viento fue la inolvidable. Se metió en mis venas quemándome la sangre,
sumándose a mi vida para siempre.
La narraban los únicos hombres capaces de contar cosas universales: la
peonada de las viejas estancias, los estibadores que volaban sobre los tablones
con su carga de trigo o de maíz, el paisanaje de las esquilas en esos octubres de
nubes redondas como vellones dispersos por el cielo, los gauchos que cruzaban
aquellas pampas abiertas, donde las leguas sólo podían ser vencidas por la
espuela y el galope.

Los días de mi infancia transcurrían, como la de todos los changos, de


asombro en asombro, de revelación en revelación. Nací en un medio rural, y
crecí frente a un horizonte de balidos y relinchos. Los espectáculos que
exaltaban mi entusiasmo no consistían en mecanos, rompecabezas, volantines
o barriletes. Era un mundo de brillos y sonidos dulces y bárbaros a la vez.
Pialadas, vuelcos, potros chúcaros, yerras, ijares sangrantes, espuelas crueles,
risas abiertas, comentarios de duelos, carreras, domas, supersticiones, mil
modos de entender las luces malas y las cosas del «destino escrito». En
aquellos pagos del Pergamino nací, para sumarme a la parentela de los Chavero
del lejano Loreto santiagueño, de Villa Mercedes de San Luis, de la ruinosa
capilla serrana de Alta Gracia. Me galopaban en la sangre trescientos años de
América, desde que don Diego Abad Martín Chavero llegó para abatir
quebrachos y algarrobos y hacer puertas y columnas para iglesias y capillas, y
de cuyos contratos quedan algunos papeles revisados por el Dr. Lizondo Borda
y transcriptos en sus Documentos coloniales del Tucumán, obra publicada por
la Universidad tucumana hace veinticinco años.
Por el lado materno vengo de Regino Haram, de Guipúzcoa, quien se planta
en medio de la pampa, levanta su casona, y acerca a su vida a los Guevara, a
los Collazo, gentes «muy de antes», cobrizos, primitivos y tenaces, con mujeres
que fumaban en pipas de yeso a la hora crepuscular, cerca de la amplísima
cocina donde se refugiaban algunos corderos «guachos». Todo ese mundo, paz
y combate en mis venas entre indianos, vascos y gauchos, determinaban mis

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alegrías, mis sustos, acuciaban mi instinto de muchachito libre, me hacían crear
un idioma para dialogar con los juncos de los arroyos. Cuántas veces evoco
aquellos días de mi infancia, y me veo, con apenas seis años sobre mis chuncas,
montado en un petiso doradillo, «en pelo», un «bocao de soga», y galopando
entre los pastizales, sintiendo en las desnudas pantorrillas el lanzazo de los
cardos azules, oyendo el alerta de los teros en los bajíos, atravesando una
alameda que me hechizaba con sus extraños silbos en la tarde, llegando luego a
mi casa con la bestia sudada y temblorosa de nervios y fatiga, para escuchar
con una falsa actitud de arrepentimiento los reproches de mi madre, y sentirme
premiado en mi «gauchismo» por la mirada seria y serena de mi padre, «tan
paisano y tan sin vicios» como comentaban nuestros escasos vecinos.

Porque en mi casa paterna el tabaco y el alcohol eran desconocidos. Vivían


mis mayores en una limpia pobreza, donde sólo brillaban los aperos y la
decencia. Mi Tata era un humilde funcionario del ferrocarril, pero nada podía
matar al gaucho nómade que había sido. Es así que siempre, en ocasión de los
traslados que eran numerosos por razones de su labor, se mudaba con su
familia y su tropilla. Jamás dejó de tener buena caballada, y era su placer
quitarles el orgullo a los chúcaros jineteándolos con fiereza que asombraba. De
ahí que nosotros, mi hermano y yo, gustáramos enhorquetarnos en un bagual
al amanecer, momentos antes de partir hacia la escuela, y en un potrero, un
alfalfar, nos teníamos escasos segundos sobre el chúcaro que nos hacía
«mostrar el número de las alpargatas» al segundo corcovo. Y es así que
solíamos llegar a nuestra clase escolar con un costado del guardapolvo teñido
de verde y mojado por el rocío, amén de alguna magulladura nunca demasiado
seria.

Así transcurren las horas de mi infancia, con infinitos, viajes de pocas leguas
en una aventura en la que no faltaban ni el drama ni la pena, porque no todo
era el libre galopar por esas pampas, o el aprendizaje de la «visteada» con
puñales de mimbre, o leer la colección El Parnaso argentino en voz alta, o
escuchar al Tata cuando adornaba las últimas horas de los domingos tañendo
su guitarra y sumergiéndose, en un bosque de vidalas que le traían tantos
recuerdos de su antiguo solar santiagueño. No. También la pena comenzó a
anidar en mi corazón cuando vi a Genuario Bustos, un gaucho que mucho
admiraba, muerto, con tres balazos: en la espalda. Lo balearon cuando
montaba en su redomón, y sólo alcanzó a decir: «¡Así no se mata a un
hombre!». Y se fue deslizando, con el cabestro en la mano, hasta quedar
inmóvil, mientras su sangre teñía los cascos del caballo. Aquello fue un impacto
en mi sensibilidad, pues yo tenía otro sentido de la muerte en los hombres. Vi
degollar cientos de reses, hasta bebía la sangre caliente de los novillos. Pero,

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pensaba que los hombres morían de otro modo, que la muerte no llegaba así,
con tan desnuda violencia. ¡Genuario Bustos! He visto gauchos después. Había
gauchos entonces. Pero para mí Bustos era un arquetipo del gaucho. Tenía el
mismo temple y el mismo pudor de mi padre. Lo veo, llegando a mi casa,
después de manear su caballo y mirarlo un rato; detenerse ante el portón e
inclinarse, quitándose las espuelas y ocultando bajo su corralera el mango
plateado de su daga, y luego llamar con suave golpe, en función de visita. Por
hambre que tuviera, apenas probaba algo de la comida, y bebía agua, y su
discurso era brevísimo, cordial y prudente. Y allá en su casa, en su rancho de
puestero era ejemplo de trabajo en los corrales, en los arreos, en el cuidado de
la familia. Hasta cuando algo gracioso le producía risa, se llevaba la mano a los
bigotes como frenándose para no descomponer su eterna actitud de paisano
entrado en razón. ¡Genuario Bustos! Ahora, a cerca de medio siglo de su
partida de este mundo, lo recuerdo y le agradezco el poncho que me echaba
encima en los atardeceres de agosto, el espectáculo de su caballo tan bien
enseñado, su ejemplo de hombre cabal, y la voz grave y serena que muchas
veces me narraba sucedidos de la Pampa que tanto conoció.
Allá cerca de la pequeñita estación ferroviaria, enclavada en el desierto, con
apenas seis o siete casas y ranchos por vecindario, se levantaban los galpones
donde se almacenaba el cereal que los gringos traían desde las colonias. Trigo,
cebada, maíz… En tiempos de entrega, los canchones se poblaban de carros,
bueyes y caballos de tiro. Entonces aparecían, como las gaviotas sobre los
surcos, los estibadores, la peonada galponera, los hombreadores de bolsas.
Todos eran criollos, en su mayoría pampeanos. Bombachas «batarazas»,
chiripá, o una arpillera cruzada en las caderas. Luego, gruesas camisetas, un
gran pañuelo a cuadros, el eterno y deformado ex sombrero, alpargatas blancas
con bordados rojos o azules. Y aun en plena tarea de hombrear, estibar,
acomodar, la charla apenas se, interrumpía. Miles de refranes, de intencionadas
coplas. Cuentos de carreras, inundaciones, amoríos o duelos criollos que se
hilvanaban en el ir y venir de los paisanos entre los tablones y las estibas.
Algunos volaban con las bolsas sobre sus hombros para no perder el final de un
cuento o una respuesta ingeniosa.

Sin participar en las charlas, controlaba el estado del cereal el enviado de


las compañías agrícolas, el recibidor. Este personaje, «calador» en mano,
enviaba su certera estocada a cada bolsa, y extraía un puñado de maíz, o de
trigo, que luego observaba con mirada de entendido, durante toda la tarea.
Mi placer era subir por el resbaladizo tablón, por supuesto sin bolsa encima
de mi hombro. Y más de una vez probé la dureza del suelo en esas travesuras.
Pero mi mundo alcanzaba su tono de maravilla cuando por la tarde se reunían
los paisanos a la sombra del galpón, cansados pero contentos. Algunos tenían

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sus caballos en los potreros cercanos. Otros, «los de ajuera», se amontonaban
por ahí nomás. Y era entonces cuando, con las últimas luces de la tarde,
comenzaban los cuentos más serios. Y allí también, mientras a lo largo de los
campos se extendía la sombra del crepúsculo, las guitarras de la pampa
comenzaban su antigua brujería, tejiendo una red de emociones y recuerdos
con asuntos inolvidables. Eran estilos de serenos compases, de un claro y
nostálgico discurso, en el que cabían todas las palabras que inspirara la llanura
infinita, su trebolar, su monte, el solitario ombú, el galope de los potros, las
cosas del amor ausente. Eran milongas pausadas, en el tono de do mayor o mi
menor, modos utilizados por los paisanos para decir las cosas objetivas, para
narrar con tono lírico los sucesos de la pampa. El canto era la única voz en la
penumbra. Aquellos rústicos estibadores, aquellos carreros que horas antes eran
puro refranes y chanzas, estaban transitando otros caminos. Cada cual iniciaba
un viaje a su recuerdo, a su amor, a su pena, a su esperanza. La vida me enseñó
después que muy pocos públicos serían capaces de superar en atención y
calidad de alma a esos seres crecidos en la soledad pampeana. Apretado junto
a ellos, mirando sus grandes manos, sus rostros curtidos, mi corazón no viajaba.
Allí estaba, frente al cantor, bebiendo sin entender mucho, las cosas que decía.
Me sentía totalmente ganado por la guitarra. Este instrumento se hizo presente
en mi vida desde las primeras horas de mi nacimiento. Con guitarra alcanzaba
el sueño. Con una vidala, o una cifra que entretenían mi padre y mis tíos. Pero
ese fogón breve de los estibadores, ese canto tan serio, tenía una magia
especial. Ellos me ofrecían un mundo recóndito, milagroso, extraño. Yo no los
miraba ya como heroicos proletarios de la pampa. Me olvidaba que ratos antes
se llamaban Alcaraz, Montenegro, Leiva, Páez… Eran, por obra de la música,
como príncipes de un continente en el que sólo yo penetraba como invitado o
como descubridor. Eran seres superiores.
¡Sabían cantar!
Así, en infinitas tardes, fui penetrando en el canto de la llanura, gracias a
esos paisanos. Ellos fueron mis maestros. Ellos, y luego multitud de paisanos
que la vida me fue arrimando con el tiempo. Cada cual tenía «su» estilo. Cada
cual expresaba, tocando o cantando, los asuntos que la pampa le dictaba. Y la
llanura posee una inacabable sabiduría. Eso lo sabían muy bien esos gauchos
de aquel tiempo. Nada inventaban. Sólo transmitían. No eran creadores. Eran
depositarios y mensajeros del canto de la llanura, misterioso, heroico,
melancólico, gracioso o apenado, según el tema.
Es que esos hombres hablan penetrado en la leyenda del Canto del Viento.
Ellos habían trajinado los caminos sobre los que el viento había dejado caer las
hilachitas de muchas melodías, de cantos de coplas, de misterios. Y en las
tardes, luego del trabajo, le devolvían al Viento los cantares perdidos, y aún le
entregaban otros, nuevos y viejos. Y yo, muchachito libre, niño de campo

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abierto, chango arropado de silencios tímidos, era testigo de ese ritual sagrado:
El hombre, carne de pueblo, levantando de los pastos un canto abrigándolo con
su amor y su sueño, lavándolo con su esperanza, y usando como un arco la
guitarra, lo devuelve al viento para que lo lleve lejos, en su vuelo infinito y
misterioso. Sin yo saberlo, en ese instante hechizado de la recuperación del
canto, se estaba delineando en mi corazón el rumbo cabal de mi Destino.
Cuando el largo silbido inconfundible de mi padre ordenábame el retorno a
la casa, yo abandonaba la rueda de paisanos, cruzaba lentamente las muertas
vías que brillaban bajo la luna nueva, y al entrar a mi cuarto me tendía sobre mi
pequeño catre de tientos, sintiendo que el corazón me dolía de tantas
emociones.

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II. EL CACIQUE BENANCIO


U n rostro de oscura greda, burilado por el viento, tenía el Cacique Benancio.
Hombre grande, en cuyas manos un rebenque parecía una fusta. Vestía como el
más pobre de los paisanos, con su viejo chiripá desteñido, su chaleco gris
ocultando la gruesa camiseta, una ancha faja, tirador de cuero y rastra plateada,
y un enorme facón. Vivía a diez leguas de Roca, entre los Toldos y Junín
(provincia de Buenos Aires), donde mi padre desempeñaba sus tareas
ferroviarias. Y los dos se estimaban y respetaban como buenos amigos.
Alguno que otro fin de semana, galopábamos como si fuéramos a despertar
al sol, hacia la toldería —ranchos amontonados— del cacique Benancio.
Cuando la mañana abría la luz, ya habíamos pasado las chacras, los campos de
Olegui, y la pampa nos ofrecía angostos callejones entre los cardales. 1 Y era
un gusto observar el asustado vuelo de mirlos, pirinchos, cardenales, cabecitas
negras, buscando mejores paraderos bajo un sol tímido que comenzaba a pintar
su paisaje de ombúes y gramillas. Margaritas pequeñas, rojas y azules,
salpicaban el camino, y en las breves etapas de descanso, yo gustaba el dulzor
de los «cabitos» de esas flores guardadoras de mieles pampas.
Mi padre era poco amigo de explicaciones. Pienso que tal vez prefería
enfrentarse al paisaje, a los hombres, a las cosas que pueden ayudar a entender
la vida, para que poco a poco yo sacara mis propias conclusiones. Tenía, sí, el
buen tacto de no ofrecerme espectáculos vulgares. Muchas veces, con una
mirada o una palabra, me ordenaba alejarme de gentes que él no consideraba
oportunas o dignas para mis ojos. Me cuidaba sin que yo me percatara. Jamás
tuve mejor baquiano que mi padre, en la pampa y en la vida.
Para aflojar la cincha del caballo, yo observaba su manera, y lo imitaba
hasta en los menores detalles, aunque con menos eficiencia. Y luego de cinchar
de nuevo, también yo daba la palmada sobre el apero y pasaba la mano
amistosamente sobre el cogote del flete, para en seguida montar y emparejar la
marcha al paso tranquilo.
Y ese era el momento en que mi Tata deshilvanaba algún viejo tema de
estilo que yo escuchaba en silencio, mientras miraba hacia adelante la
inmensidad de la llanura, los teros allá en la orilla del cañadón, el vacaje
ramoneando, los chajaes entropillados, y algunos flamencos somnolientos entre

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el salpicón de juncos, bajo un revolotear de mariposas que anunciaban
tempranas primaveras. Y llegábamos al rancherío de Benancio. Días antes, el
cacique habla mandado a un hombre a mi casa, para invitar «potranca». Allí
probé por vez primera carne de potranca, asada y en puchero. En lugar de pan,
una lata llena de fariña. Y para beber, caña, vino, y agua. Rodeaban la mesa
hombres y mujeres. Los niños comían aparte, pero yo era invitado especial. Los
pampas comían en silencio. Sólo hablaban mi padre y Benancio. Este sorbía
ruidosamente un enorme hueso caracú, y me producía gracia verlo dar
tremendos golpes con el hueso en la esquina de la mesa para aflojar la médula.
Yo lo observaba con un interés mezclado de temor y admiración. Miraba su
larga melena lacia, peinada al medio, sus ojos pequeños y vivaces en los que
brillaba siempre la autoridad. Su voz no era, en cambio, tonante, como me
había imaginado. Era ligeramente aguda, y el hombre abría mucho la boca para
pronunciar las vocales. De esas visitas al rancherío del cacique Benancio, que
fueron muy pocas en mi infancia, supe que era ofensa para él y su gente
indicarlos como indios. Cuando se hacía menester aludir a su condición racial,
Benancio, o cualquiera de los suyos, decía: Yo ¡Pampa!, y se llevaba la mano al
pecho, sin violencia, como si fuera a jurar. Benancio habla pertenecido a la
tribu mayor confinada en Los Toldos, partido de General Viamonte. Se decía
que por su afición a la carne de potranca, y por su audacia para robar
yeguarizos, le hablan pedido el pueblo. Y el hombre se alzó con cincuenta y
tantos pampas fieles a su mando.
Entre el rancherío, dentro del cual, sobre ramas y viejos lazos extendidos
llameaban ponchos, ropas y carnes charqueadas, los changos y los perros
armaban en la tarde una: gran algarabía que parecía no molestar a nadie. Allí
escuché una vez a alguien que tocaba la guitarra. Y no era un pampa, sino un
paisano, un gaucho que hacía tiempo habla elegido ese lugar, tal vez como
refugio. Como en esos años no se ofendía con la pregunta a nadie, el hombre
estaba tranquilo. ¿De dónde había llegado galopando? ¿Qué cosas lo llevaron
hasta el rancherío del cacique Benancio? Eso era de no averiguar. Y el paisano
cumplía arando, sembrando maíz, amansando potros. Y alguna que otra vez, la
guitarra le arrimaba en la tarde la sombra de alguna querencia. Porque esa
virtud tiene la vihuela: Despierta antiguos duendes, desbarata el olvido, borra
leguas y acerca, idealizado, el recuerdo de seres y momentos que el hombre
cree haber dejado atrás para siempre.
Es enorme el poder evocativo que se esconde en la guitarra. Es la única llave
con que el paisano, puede enfrentar y vencer a los fantasmas de la soledad. Esa
tarde en la toldería, entre pobrísimos ranchos, la vida me regaló otro
espectáculo: el del gaucho andariego, inclinado sobre el instrumento; rezando
su trova, sin molestarse del bullicio de los muchachitos, ni de alguna risa
guaranga de los pampas. Allí estaba el hombre, batiéndose con su propia

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sombra, mientras un La Menor le ofrecía las seis melgas sonoras del encordado,
para que sembrara cualquier semilla, menos la del olvido. Volvimos, camino de
Roca, ya muy entrada la tarde. Galopamos bastante trecho, mientras la luz
auxiliaba la visión. Luego pusimos los caballos al tranco. Había niebla cerca de
los cañadones. Y un cielo embrujado de azul y diamantes se extendía sobre el
gran silencio de la pampa. Yo no percibía cabalmente ese silencio de la llanura.
No tenla edad ni conciencia para contener las cosas del misterio cósmico.
Ahora, al evocar aquellos días, comprendo que pasé por los caminos que llevan
a la hondura, donde brilla la raíz de la vida como un cuarzo milagrero en la
entraña de la tierra. Pero en aquellas horas sólo sentía fatiga física, y un raro
sentimiento de pena y curiosidad no del todo definidas. La música escuchada
me seguía, como trotando junto a mi caballo, como llenando el aire de sones y
consejas, como prendiendo en cada fleco de mi ponchito una saetilla poética,
un desgarrón de trova, algo de esas voces perdidas por el viento legendario. No
fueron muchos los años que viví y trajiné la pampa. Pero esos tiempos de mi
infancia están bañados de magias guitarreras. En ciertas horas de este dédalo
que es la existencia actual, siento la necesidad de evocar el camino andado, de
medir las leguas recorridas en el tiempo, no para quedarme en ellas, sino para
considerar la distancia entre la tierra y mi destino, entre el paisaje y mi corazón.
Y me sumerjo entonces en aquel mundo de gauchos y paisanos y guitarras. Y
regusto la miel de los estilos, la nostalgia de las pausadas milongas sureñas, el
acento machazo de las cifras. Si, muchas veces, cuando ésta era de
profesionalismo sin mensaje expande su insubstancialidad sobre esta romántica
tierra generosa, mi corazón reclama la ayuda de aquellos recuerdos. Y vuelven
a mi las vihuelas traductoras del paisaje, y escucho a los rústicos hombres de la
pampa entregando sus salmos de distancia y pureza. Hombres de vigoroso
brazo y decisión rápida. Hombres de coraje y con pudor. Hombres paridos por
la inmensa llanura. Y sin embargo, niños, en su acercarse al misterio de la
música, como quien se asoma al misterio de un jagüel para rescatar la luna. Por
aquellos días ya me había acercado a la guitarra. En una sola cuerda recorría
parte del diapasón buscando armar la melodía que más me gustaba: La Vidalita.
El instrumento pertenecía a mi padre, y no nos era permitido usarlo. De
manera que sólo de a ratos y a hurtadillas podía yo tocar el sencillo tema de la
vidalita. En esos tiempos llegó a Roca un cura catalán: el padre Rosáenz,
sacerdote, jugador de truco, y violinista.
Mis padres resolvieron confiarme a la tercera de las virtudes de Rosáenz. Y
mi cuarto comenzó a poblarse de métodos de Eslavas y Fontovas. Mi pequeño
ambiente, en cuyas paredes hablan rebotado siempre los ecos de vidalitas,
estilos y trovas paisanas, conoció entonces un nuevo asunto: Una voz delgada y
desganada que solfeaba Redondas y Blancas y Negras en inacabable tortura.
Así, todo un año, con viajes a la capilla, violín bajo el brazo. Pero una tarde el

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curita me pilló traveseando una vidalita con todo el largo del arco. Como yo no
tenía destreza para sostener el violín en la barbilla, recurrí a la pared en la que
apoyé la perilla, y entonces el tema se me hacía más fácil de tocar. Fue la
primera y última vez. Fue un concierto folklórico de debut y despedida. Porque
mi profesor, olvidando el latín me dijo algunas cosas en su cerrado catalán, y
me dio un bofetón. Corrí a mi casa, y sólo allí pude llorar. Y no quise volver a
las clases de violín. Mi pobre madre me acusaba de ser rencoroso. Pero yo no
odiaba al padre Rosáenz porque me hubiera pegado a mi, sino porque había
herido a la vidalita. Esto no se lo perdonaría jamás. Y nunca volví a estudiar el
violín.
Y las paredes de mi cuarto volvieron a poblarse de timbres criollistas. Los
ecos de la Pampa custodiarían mi sueño, y nunca osaría nadie castigar la tímida
donosura de una vidalita. Al poco tiempo mi tata me llevó a la ciudad para
presentarme a un hombre, a un artista, un maestro: don Bautista Almirón. Ese
instante frente al maestro fue definitivo para mi vida, para mi vocación. Entraba
yo para siempre en el mundo, de la guitarra. Aún no había cumplido ocho
años, y la vida me daba un glorioso regalo: ¡Ser alumno de Bautista Almirón!
Después fui comprendiendo que la guitarra no era sólo para temas gauchescos.
Su panorama musical era infinito, mágico. Muchas mañanas, la guitarra de
Bautista Almirón llenaba la casa y los rosales del patio con los preludios de
Fernando Sors, de Costes, con las acuarelas prodigiosas de Albéniz, Granados,
con Tárrega, maestro de maestros, con las transcripciones de Pujol, con
Schubert, Liszt, Beethoven, Bach, Schumann. Toda la literatura guitarristica
pasaba por la oscura guitarra del maestro Almirón, como derramando
bendiciones sobre el mundo nuevo de un muchacho del campo, que penetraba
en un continente encantado, sintiendo que esa música, en su corazón, se
tornaba tan sagrada que igualaba en virtud al cantar solitario de los gauchos. Ya
en manos de tan colosal conductor fui estudiando a Carulli, Aguado, Costes.
Solía quedarme hasta tres meses en casa de Almirón, y otras veces galopaba tres
leguas hasta la ciudad para cumplir mis clases, y también para asistir a los
cursos de idioma inglés con el profesor Joseph Cónlon. En casa del maestro, una
de sus hijas, Lalyta, avanzaba cada vez más segura, con buenos dedos y claro
entender, en el universo guitarristico. Menor que yo, apenas alcanzaba su pie la
esquina del pequeño banquito. Pero su dedicación había de tener los mejores
frutos. Años han pasado. Muchos años. Pero el maestro Almirón tiene todo el
homenaje de mi espíritu enamorado de la música. Nunca pude terminar cursos
completos con él. Fueron etapas interrumpidas por mi pobreza, por estudios de
otra índole, por traslados de mi gente, y por giras de concierto de don Bautista.
Pero estaba el signo impreso en mi alma, y ya para mí no habría otro mundo
que ese: ¡La guitarra! La guitarra con toda su luz, con todas las penas y los
caminos, y las dudas. ¡La guitarra con su llanto y su aurora, hermana de mi

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sangre y mi desvelo, para siempre!

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III. HACIA EL NORTE

«Empieza el llanto de la guitarra.


Llora. Como llora el viento
sobre la nevada.
Es inútil callarla.
Es imposible callarla…».
Federico García Lorca

R oca era una aldea en aquel tiempo. Tenía como tantos poblados de la
llanura, un par de comercios, una escuela una capilla, una cancha de pelota
(cuyo bar era también sala de conciertos), un curandero y una vieja estación
ferroviaria. Luego, un vasto ranchero —cinturón de paja y adobe— con sus
pequeños corrales. Allí residían los peones, los gauchos, los jornaleros, los
hombres de curtido rostro, de firme mirar, fuertes manos encallecidas, hombres
de mucha pampa galopada. Allí se desvelaban las guitarras. En las abiertas
noches estrelladas, cantaban las Galván, Eran cuatro hermanas, dotadas de
hermosa voz, y noche a noche adornaban su pobreza con los mejores lujos de
una vidalita, o de alguna otra nostálgica canción de la llanura. Y en el silencio
de la aldea, todo parecía más bello cuando las Galván sumaban al misterio de
la noche las coplas del tiempo aquél. Suspendiendo nuestra ronda y juegos de
corridas, los changos, desde el canchón de la estación ferroviaria,
escuchábamos el claro y lejano canto de las Galván. Sabíamos que se
acompañaban con la guitarra, pero la voz del instrumento, más que oírse, se
adivinaba en los intervalos y pausas. Sólo las cuatro voces femeninas, como
emotivas enredaderas, trepaban por los hilos de la luna para devolverle al
Viento los viejos cantares de la pampa.

Caminito largo,
Vidalitá,
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de los sueños míos.
Por él voy andando,
Vidalitá,
Corazón herido …
Estos recuerdos duermen en mi corazón desde hace muchísimo tiempo.
Alguna vez asomaron, como duendes asomados sobre la pirca de mi existencia.
Sobre todo una noche, cuando escuché hombre ya en la plaza de Santa María
de Catamarca, a un grupo de niñas cantando la Zamba de Vargas bajo la luna.
Pero este andar sobre la hermosa tierra catamarqueña ya tenla en mí otro
sentido. La vida me habla soltado todos sus lobos, y yo transitaba por las sendas
de América luciendo desgarrones, atajando alaridos recónditos y entrando a los
montes para ocultar mi llanto. En cambio, aquella vidalita de la infancia
prolongaba la imagen de la inocencia, y todo era música para mí. Hasta el
miedo se hacía música en mi corazón, porque la candidez, los cantos y el
hogar me llenaban de candelas el camino…
Una noche los dioses pusieron en boca de mi padre la frase que habría de
fijar definitivamente mi destino de chango agarrado al hechizo de la guitarra:
¡Nos vamos a Tucumán! Esa noche, la tierra desenredó todos sus caminos para
ofrecérmelos. Florecieron todas las constelaciones de mi fantasía. Mi corazón se
arrodillaba ante el Viento para jurarle amor y lealtad, y sumarse a la grey de
buscadores de cantos perdidos. Desde esa noche comenzaba el llanto de la
guitarra.

Es inútil callarla. Es imposible callarla…


Partimos hacia el norte. No puedo precisar mis sensaciones cuando miré el
potrero donde pastaban mis caballos preferidos. Y la alameda, y el callejón y
los altos galpones y los paisanos trajinando. Los pasajeros hablaban de asuntos
que yo no entendía. La palabra guerra era extraña a mi mundo, aunque algo me
hacía presentir su sentido terrible. Era en agosto de 1917, y un lento tren
envuelto en polvaredas me llevaba hacia el norte de la Patria. Nadie hubiese
sido capaz de disputarme mi lugar junto a la ventanilla, donde se me brindaban
los más cambiantes panoramas.
La luz estaba llena de guitarras. Allí estaba mi academia, mi universidad. Y
esa pequeña vihuela que llevaba junto a mi, parecía vibrar recibiendo quién
sabe qué mensajes de amor y de pena, de gracia y soledad. Anticipándome al
embrujado coro de los coyuyos, penetré en la tierra santiagueña. Era como
cavar profundo hasta hallar la raíz del árbol en cuya savia se nutrió mi sangre.

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Mi Tata, comandando los anhelos de toda la familia, miraba hacia la selva en la
media tarde caliente. Lo ganaba el pago hasta empañar sus ojos, mientras
cruzaba ese país, de algarrobos, pencales y quebrachos. ¡Su país! Allá en el
fondo de los montes, donde el misterio doraba sus mieles, dormían las viejas
vidalas que alimentaron su corazón de quichuista. Las pequeñas estaciones se
escalonaban en la ruta. Real Sayana, Pinto, La Rubia… Multitud de changos
asaltaban las ventanillas ofreciendo empanadas de pollo (al segundo bocado
nos tropezábamos con algún diente de vizcacha), pequeñas «catas», zorzales
enmudecidos de terror, cigarrillos de chala y emplumadas pantallas. La noche
vino al fin, borrando esa pobreza que nos lastimaba, ese durar rodeado de
nada, esa condición de vida que nosotros no podíamos remediar.
Cuando apuntó el alba, la tierra tucumana, como adivinando todo el amor
que habla de despertar en mi, tendió sus praderas verdes, idealizó el azul de sus
montañas, y levantó su mundo de cañaverales, para recibir a un chango de
escasos diez años que llegaba desde la lejana pampa inolvidable, con el
corazón ardiendo como una brasa en el pecho, y una pequeña guitarra en la
que tímidamente florecía una vidalita. Empujado por el destino, protegido por
el viento y su leyenda, la vida me depositó en el reino de las zambas más lindas
de la tierra. Yo llevaba un cuaderno, de apuntes, para anotar mis impresiones
desde que abandoné la pampa en que nací. Pero no sé por cuál extraña razón,
ese cuaderno no registró jamás una nota sobre Tucumán. Quizá fuera porque
todo lo que desde entonces he vivido en esa bendita tierra, había de quedar
escrito en mi corazón.
Así anduve los caminos del Tucumán de aquellos tiempos; un Tucumán que
luego viví durante muchísimos años y que ha cambiado u olvidado muchas
costumbres que fueron tradicionales. Así transité sus arrabales, escalé su
montaña, por la que un día rodé ante los ojos horrorizados de mis padres, por
salvar una naranja que se me escapó de las manos. Lo que hoy es Avenida Mate
de Luna, se llamaba camino del Perú. Era un ancho callejón bordeado de tipas,
yuchanes y moreras, que en aquel entonces contaba con un pequeño trencito
para acercarse hasta donde hoy llaman La Floresta. Allí había una vertiente y
una pequeña feria. Las mujeres vendían empanadas, chancacas, quesillos. Y
había arpas y guitarras, sosteniendo la permanencia lírica de la zamba. El viaje
se hacía en volantas y coches tirados por caballos y mulas, hasta la misma falda
del Aconquija. Y los apeaderos eran el Molino, la Yerba Buena y el arroyo de la
Carreta Volcada. Y en estos lugares siempre se desangraba la copla. Porque a la
sombra generosa de los algarrobos y aguaribayes, las guitarras tucumanas,
incansables, pausadas, endulzaban la tarde. La música parecía agotarse, morir
al final de cada zamba; y de nuevo renacía su manantial de saudades. Los
rasgados eran precisos, suaves y firmes a la vez, quizá más fuertes en los
primeros cuatro compases, que indican la iniciación de la búsqueda simbólica

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del amor, que ordenan el gesto de serena altivez antes de elevar el pañuelo;
luego los rasgados cobraban una especial ternura, mientras el cantor resolvía las
frases que cerraban la copla. Y ese era el momento en que el bailarín extendía
el brazo, como si el ave blanca que su mano aprisionaba buscara un ademán
de planeo y descenso sin prisa; como si el pañuelo quisiera contemplar su
propia sombra en el suelo.
Estos detalles de la danza los escuché muchas veces cuando niño, y Dios
sabe cuánto me han ayudado tiempo después, cuando todos los paisajes
guardados en el alma, comenzaron a liberarse de mí en alas de las zambas que
escribí para pagarle a Tucumán mi enorme deuda de emoción.
¡Aconquija!
He conocido después multitud de montañas, infinitas cumbres, imponentes
sierras. Pero ninguna tan llena de música como la augusta montaña tucumana
de aquellos tiempos. Por momentos creí que todo el Aconquija era una
Salamanca prodigiosa, en cuyas grutas guardaba su tremenda carga de cantares
el Viento aquél, cuya leyenda me lanzó por el camino de las guitarras. Mi gente
estaba relacionada con algunos tucumanos residentes en la ciudad capital, en
Tafí Viejo, en Ranchillos, en Simoca. En las tertulias de los mayores era mi
placer participar. Ellos trataban temas de la tierra, hablaban de hombres, de
caminos, de paisanos y montañas, de antiguos arrieros, sucedidos, cuentos.
Así, hiciéronse familiares los nombres de Oliva, Jaimes Freyre, Ezequiel
Molina, Valdés del Pino, Cañete, Rivas Jordán, Oliver. A ellos escuché por vez
primera la voz «baguala», una tarde en que discutían sobre el canto de los
Kollas… El maestro Cañete, músico de banda militar, autor de la Zamba del 11,
sostenía el nombre de baguala. En cambio, Oliva se inclinaba por la
denominación de arribeña. Pocas zambas y canciones llevaban un nombre
definido. Generalmente se las identificaba por alguna frase ya popularizada de
su letra o estribillo, o de su región de origen, o del lugar donde fueran
escuchadas. De ahí que muchas zambas alcanzaran notoriedad con el nombre
de La del Manantial, La de Vipos, La carreta volcada, La Anta muerta, La
chilena monteriza. Muchas de estas zambas escuché. Y luego, pasados los años
volví a oírlas, aunque ligeramente cambiadas en su línea melódica, y con otros
nombres. Y también supe que a la vejez se les aparecieron los padres.
Durante cien años, las bellas melodías tucumanas habían endulzado los
domingos del surco, sin que a nadie se le hubiera ocurrido apropiárselas. Los
músicos se honraban con tocarlas o cantarlas. No estaban escritas. Se aprendían
sin que nadie las enseñara. Es decir, se aprehendían. Eran canciones del viento,
eran hilachitas halladas porque sí, se acercaban a las guitarras y a las arpas para
adornar la tristeza, la nostalgia, el amor o la esperanza de los hombres.
Cada región tenía una modalidad particular, pero si existían cinco versiones
de una misma zamba, todas ellas ostentaban un mismo carácter tucumano.

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Tenían «el mismo aire». Presentaban igual fisonomía; un corazón tiernamente
dolorido, un discurso fácil y lógico, comprensible; una pequeña historia de
amor y de ausencia, un azul empañado de gris; un espíritu dolido por la
ingratitud, y siempre galano, cantando los asuntos de su juventud con la mejor
pureza.
El hombre tiene un idioma. La tierra tiene un lenguaje. Y en el canto
popular, el hombre habla con el lenguaje de su territorio. En él se expresa el
monte florido, el río ancho, el abismo y la llanura, aunque los versos no traten
en detalle las cosas de la región. La música, la pura melodía, desenvuelve su
canto y traduce «el pago», la región.
El hombre canta lo que la tierra le dicta.
El cantor no elabora. Traduce.

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El c a n t o d el v i en t o

Ata h u a l pa Y u pa n q u i

IV. PASABAN LOS CANTORES


P asaban los cantores… Al final del verano, como los pájaros, pasaban los
cantores buscando anidar en los corazones más cálidos. Llevaban guitarras de
luto, cubiertas por negras fundas. Y se usaban guitarras de tipo español, con
clavijas de palo. Su repertorio era de lo más variado: Tangos, fados, valses,
glosas, cifras y estilos. Sólo en los provincianos del norte jugaban las zambas
sus mejores lujos. No existía la radiotelefonía. No había micrófono, ni
altoparlantes. Todo se cantaba a viva voz, sin más auxilio que las ganas de
cantar. Era un desfile de hombres, y algunas muchachas, que recorrían el país,
de pueblo en pueblo, dejando una canción, un sencillo recuerdo, una emoción
perdurable. Pasaban los cantores… Levantaban su tribuna lírica en las canchas
de pelota, en los bares, en los comedores de las fondas, en el salón de las
sociedades de fomento. O bajo los árboles, cuando había «cuadreras», y en las
canchas de bocha, cuando habla tabeadas. Eran los amigos del Viento, que
salían a cantar por los caminos. Eran pobres, porque siempre cantaban para el
pueblo. Y el pueblo tenía pocas monedas. Su fortuna brillaba de otra manera.
Era un tesoro que no cabía ya en la alcancía del corazón. Y esa riqueza no se
mezquinaba:

«Moneda que está en la mano


quizás se deba guardar.
Pero la que está en el alma
se pierde si no se da…».
(Antonio Machado).

Pasaban los cantores con su carga de versos, con sus historias de duelos
criollos, de rebenques fatales, de carrera brava, de malones y cautivas, de
caballos moros y caballos bayos, de tostados y alazanes ligeros como una
flecha; con sus trovas de amor galano, donde campeaba el eco de la literatura
del siglo dieciocho. Pasaban los cantores con sus «versos fuertes», plenos de
rebeldía, fustigadores de toda injusticia, letras que denunciaban el abuso y la
explotación del pobrerío, trovas exaltadas y corajudas, unidas a los nombres de

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Barret, Fernández Ríos, Ghiraldo, Castro, Díaz, Pombo, Acosta García.
Cada paisano se sentía traducido por el ánimo del canto. Cada criollo se
sentía menos solo, porque alguien estaba cantando las cosas que a él le bullían
en el corazón. Pasaban los cantores sumándose al paisaje romántico del
tiempo. Santos Vega no era todavía una leyenda. Y el Martín Fierro se vendía a
veinte centavos, o se daba de «yapa» tras un barril de yerba. El Cacique
Benancio había muerto. Roque Lara tropeaba hacienda cortando alambradas en
la campaña del pampero, cien leguas al Sur, Bairoleto se trenzaba con la
partida, y algunos payadores cantaban sus «hazañas». Y Fabián Montero,
gaucho bravo, se escapaba de los corrales de las comisarías de la pampa con
sólo silbar a un potro bragado, que saltaba cercos y se tendía fingiéndose
muerto cuando así se lo ordenaba su dueño. Pasaban los cantores, sencillos,
limpios, cordiales y austeros, sembrando el cancionero de la Patria por ciudades
y aldeas. Las guitarras no eran heridas por las púas, que sólo se usaban para los
mandolines y bandurrias. Las vihuelas eran sabias en rasgados y punteos, en
arpegios suaves y criollos. Cada cantor tenía su rasguido, su manera de pulsar el
tema gauchesco. Y la intención se ajustaba a la tonalidad. Se vivía el canto con
autenticidad, con fervor. Y la estimación de sí mismo y el respeto al auditorio
hacía que nadie cantara frivolidades. El destino del canto era serio, porque
estaba ligado al destino del hombre. Yo era apenas un adolescente. Y pasaba
mis días entre el trabajo, el estudio y el deporte. Pero todo
esto quedaba postergado cuando en la noche el viento me acercaba la voz
de los cantores.
Ya no tenía a mi padre junto a mí, y era yo el responsable de la familia. Y
era chango, y me gustaba correr por la llanura, y entender la magia y las
linotipos de las imprentas, y preparar mis exámenes, y boxear, y jugar tenis.
Pero la voz de los cantores me daba la luz que mi alma necesitaba para no ser
un muchacho demasiado triste. Desde la vereda, pegado a los ventanales, solía
escuchar a los trovadores que pasaban por mi pueblo. Y no estaba solo. Éramos
un grupo, un racimo de changos anhelosos de gustar el mensaje del canto. Con
la estremecida nostalgia de mi corazón, aún les agradezco a los oscuros
cantores que alimentaron mi sed de saber coplas. Ellos no saben todo el bien
que me hicieron, todo el consuelo que me alcanzaron.
Luego corría a mi casa, y fijaba en la guitarra algo de lo escuchado. Y
procuraba aprender un nuevo rasguido, una modalidad, una pausa, un arpegio.
Tenía ya lo heredado de mi padre, de mis tíos, de aquellos hombres que
cantaban en la tarde junto a los galpones, frente al misterio del campo abierto.
Tenía en mi, resonando como un eco sagrado, las lecciones y consejos del
maestro Almirón, que había partido con toda su familia para instalar su
conservatorio en Rosario de Santa Fe. Estos aconteceres me autorizaban con sus
lógicas limitaciones, para discriminar sobre el cantar que escuchaba. No me

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engañaban fácilmente en materia de tema criollo. Cuando un cantor hablaba y
cantaba su décima, algo dentro mío me indicaba si era una trova aprendida en
la ciudad o tomada del cancionero anónimo de la pampa. Es que yo venía de la
soledad, y habla oído ya a los hombres que conocían el Canto del Viento, a los
paisanos que recitaban la leyenda del Viento y su bolsa de coplas. En algunos
cantores, el lenguaje campero era postizo. Trabajosamente incrustaban un
vocablo «guaso» en su discurso poético. Y yo me sonreía pensando con el
refrán: «Te pisaste, Pancho». Pero cuando el trovero se explayaba tranquilo y
seguro de su mensaje, yo creo que todas las bendiciones de la noche lo
consagraban.
Recuerdo un hombre así: Nazareno Ríos. Alto, delgado y fuerte. Usaba saco
negro, bombacha ancha y lustrosas botas. Una golilla blanca con monograma.
Su guitarra tenía una estrella en la boca. Era un brocal nacarado lleno de
embrujo. Cantaba con gran dignidad, imponiendo silencio y respeto. Recorría
con la mirada el salón lleno de hombres, criollos en su mayoría, y no era
necesario pedir compostura al auditorio. Antes de iniciar el «estilo» o la
«milonga», hacía un acorde pleno y firme. Las cuerdas emparejaban su tropilla
de sonidos, como alistándose a la orden del domador. Y luego de una brevísima
pausa, Nazareno Ríos comenzaba su preludio, expresivo, anunciador de
bellezas. Y alzaba su voz entonces, y nos daba la pampa en cada verso:

«En las caronas tendido


el mundo era puro pasto.
Y ansí, sin haber dormido
me desvelaba en los bastos
pensando en aquel olvido».
Dos noches seguidas cantó Nazareno Ríos en la cancha de los Salamendy. Y
dos noches, aunque no completas, yo alistaba mis antenas junto a la ventana
para escucharlo. Creo que de todos los cantores criollos que pasaron por el
pueblo, fue Ríos quien me produjo la más honda impresión, la más cabal
sensación de estar oyendo a un gaucho, al que se sumaba una rara condición
de artista. Su público lo escuchaba con deleite paisano. En aquel tiempo
parecía un éxito. Pero ahora pienso que el mensaje ardoroso y agreste del
cantor era recibido por media docena de hombres. Eran cosas demasiado
importantes las que cantaba. Y los que escuchaban, tenían un sentido periférico
del campo. Conocían, sí, todo lo referente a la campaña, a la pampa y sus
trabajos, su gramilla, sus heladas, su verano y su cielo. Pero se les escurría el
misterio de la tierra, Esa dimensión la comprenden aquéllos que aplaudían

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poco, y se quedaban pulsando el aire aún después del canto.

«Hay que cuidar lo de adentro,


que lo de ajuera es prestao».
Cada palabra tenía para él un tono, un color, una vibración determinada.
Jamás decía dos versos de la misma manera. Cantaba para todos, pero daba la
impresión de que cantaba para cada uno. Era el auténtico traductor de las cosas
que pasan por la vida del hombre.

«La lejura es buena cura …


Lo dice un refrán mentao.
Pero al final me han topao
sus ojos, su pelo suelto,
como si me hubiera güelto,
o no hubiera galopiao…».
Pasaban los cantores, chingolos de la pampa y de la sierra. En las noches
otoñales nos arropaban con la conversación de las bordonas, enamoradas de su
propio acento. Y la milonga era llana, extendida como un galope en la llanura.
Las cuerdas agudas intentaban apenas travesear con un tema, con una idea sin
mayor desarrollo. Y de pronto las bordonas le salían al encuentro, como
censurando liviandad, como poniendo orden al discurso de la guitarra, como
emparejando la tropa de sonidos hasta retomar la huella profunda, en la que
hombre y guitarra comienzan a entenderse para que nazca la dignidad del
canto. ¡Nazareno Rios! Ignoro en qué rincón de la Patria se apagó la luz de su
guitarra. Pero el Viento de la leyenda recobró, gracias a él, lo mejor de los
cantos perdidos en la pampa. Tiempo después la vida me llevó por los caminos,
junto a los trovadores de aquel tiempo. Los versos y los sueños habían de
amortiguar los golpes y desengaños. Acompañé a los hombres que sabían
cantar. Algunos dioses se empequeñecieron. Otros siguieron la ruta luminosa.
Yo llevaba en mi sangre el silencio del mestizo y la tenacidad del vasco. Había
ya librado infinitas batallas en mi adentro.

«La lejura es buena cura…».


Me llené de lejuras y saudades, aprendiendo los modos del canto, las formas

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del decir de las comarcas.
Mi amor por el periodismo, mi fervor por el trabajo junto a las linotipos y los
componedores, me hacía acercarme a los diarios y a los cronistas. Así, alguna
vez pasé por la ciudad de Rosario, y me acerqué a un diario que dirigía Manolo
Rodríguez Araya. Yo hacia notas de viaje, crónicas del campo, narraba
sucedidos y escribía sonetos. Una noche, Manolo se me acercó y me dijo: "- Tú
que eres medio guitarrero, prepárate para escribir sobre un guitarrero: Ha
muerto el maestro Bautista Almirón». Lo que pasó por mí, no sabría contarlo.
Sentado frente a una máquina de escribir, rodeado de muchachos que
trabajaban cada cual su tema, que gritaban cosas y nombres y deportes, y
telefoneaban afiebradamente, estaba mi corazón desolado. ¡Y tan lejos de ahí!
¡Qué selva de guitarras enlutadas contemplaban mis ojos en la noche! El
destino quiso que fuera yo, aquel chango lleno de pampa y timidez, quien
escribiera una semblanza del maestro.
De un tirón, como si me hubiera abierto las venas, me desangré en la
crónica. Hablé de su capa azul y su chambergo, de su guitarra y de su estampa
de músico romántico, sólo comparable a Agustín Barrios en el sueño y el
impulso. Cité su Albéniz, su Tárrega, su manera de orar en los preludios. Hablé
de sus alumnos, sin incluirme, por supuesto. Y luego caminé, no sé por dónde,
en la ciudad desconocida. Revivía uno a uno los detalles de mi conocimiento
del maestro Almirón. Tenía necesidad de nombrarlo para mí solo en la noche. Y
no me animé a verlo muerto. Quiero creer que sigue por ahí, trajinando mundo
con su capa y su guitarra y su arrogancia.

«La lejura es buena cura…».


Y yo llené mi vida de caminos. Me sumé a los hombres desvelados que
buscaban cantares sembrados por el legendario viento de la Patria.

Yo siempre fui un adiós, un brazo en alto.


Un yaraví quebrándose en las piedras …
Cuando quise quedarme, vino el Viento,
Vino la noche me llevó con ella.

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Ata h u a l pa Y u pa n q u i

V. ENTRE RIOS

Hermosa tierra entrerríana,


símbolo de rebeldía,
vas curando el alma mía
con el sol de tus mañanas.

Te admiro fresca y lozana


en las orillas del río,
amo tu monte bravío,
amo tus campos sembrados
amo tus yuyos mojados
con el vapor del rocío».
R astreando la huella de los cantos perdidos por el viento, llegué al país
entrerriano. Sin calendario, y con la sola brújula de mi corazón, me topé con
un ancho río, con bermejos barrancos gredosos, con restingas bravas y
pequeñas barcas azules. Más allá, las islas, los sarandizales, los aromos, refugio
de matreros y serpientes, solar de haciendas chúcaras Lazo. Puñal. Silencio.
Discreción. Me adentré en ese continente de gauchos, y llegué a Cuchilla
Redonda, desde Concepción del Uruguay. Llevaba un papel para Aniceto
Almada. Y días después hacen ya treintaitantos años, crucé por Escriña,
Urdinarrain, y fui a parar a Rosario Tala. Era una ciudad antigua, de anchas
veredas, con más tapiales que casas. Anduve por los aledaños hasta el
atardecer, sin hablar con nadie, aunque respondiendo al saludo de todos, pues
allá existía la costumbre de saludar a todo el mundo, como lo hace la gente sin
miedo, o sin pecado. Al filo de la noche, penetré en la ciudad. La luz de las
ventanas apuñalaba la calle. Algunos jinetes pasaban al galope.
Busqué el mercado y entré a un puesto de carne. Almada me había indicado

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a un hombre allí: don Cipriano Vila.
Era un gaucho alto, fornido, medio rubión, de bigote entrecano. Había un
grupo de hombres rodeando una pequeña mesa, paisanos y amigos de Vila.
Bebían lucera y charlaban en voz baja. Yo saludé y me arrinconé cerca de la
mesa. Nadie me miró dos veces. Hay un acuerdo tácito. Un entendimiento.
Una voz de adentro que hace callar, y esperar, y prudenciar. Y todo forastero
debe conocer este código. Sobre todo si se es paisano. Ya no había clientes, y
yo no compraba carne. Don Vila cerró su puesto, quitóse el delantal blanco y
se me acercó:
—¿Cómo le va, amigo…?
—Bien, señor —le contesté.
El hombre sirvió un vaso de lucera y me lo ofreció. Bebí un poco y miré al
dueño del puesto con gesto cordial.
Al rato, don Vila sabía quién era yo. Pocas palabras bastaron. Cerca del río
Gualeguay, a dos leguas de Tala, me instalé. Era un rancho típico, torteado de
barro y cueros contra la humedad, en plena selva entrerriana. Tenía un
doradillo orejano, animal nuevo y muy voluntario. Tenía la necesaria soledad.
Y el río tajando el monte. Y todos los pájaros cantores tendiendo en la niebla de
las mañanas sus trinos abiertos.
Un año redondo pasé en ese lugar. Salía a los caminos, recorría leguas,
desde Lucas González hasta la legendaria selva de Montiel. Asistía a las carreras
cuadreras de Sauce Sud, a las yerras de Puente Quemado, dejaba velas
encendidas en el rincón de Lanza Vieja, respetando rituales tradicionales del
paisaje. Y siempre retornaba a mi rancho junto al río. Don Cipriano Vila era de
una sola palabra, como la mayoría de los entrerrianos. Una vuelta, me dijo:
—Aquí le traigo un amigo. Confíe en él.
Y me presentó a don Climaco Acosta, un paisano menudo, vestido de negro,
como recién enlutado.
Conocí mucha gente en el tiempo que anduve por Entre Ríos. Mucha gente
buena, hospitalaria y discreta. Pero estos dos hombres, Vila y Acosta se ganaron
un monumento en mi corazón. Ellos rivalizaban en generosidad y criollismo.
Los vi pialar en los corrales. Los vi correr en el monte. Los vi participar en
festejos paisanos, bailar mazurcas, chamamés y gatos. Los vi componer lazos y
caronas. Los vi guitarrear, tañendo cuidadosamente las vihuelas. Acosta era un
hombre simple y muy sensible a la música. En aquel tiempo sólo muy rara vez
se pronunciaba la palabra Patria, pero la ocasión de decirla alcanzaba un alto
grado de responsabilidad y respeto. Recuerdo el gesto de don Climaco, con los
ojos brillando de emoción y coraje y amor, mientras escuchaba una danza
argentina: La condición. El sólo enterarse de que alguna vez la había bailado el
General Belgrano, lo obligaba a rendir todas las tolderías montieleras que le
gritaban en su alma de gaucho sencillo, libre y montaraz. Creo que desde esa

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vez que en su rancho, en la intimidad, toqué esa danza, recién gané la ancha
amistad inolvidable de Climaco Acosta.
Las guitarras bullían en milongas floridas, en cifras y estilos, en chamamés y
chamarritas …

En el pago enterriano nací


donde alegre florece el ceibal.
Y en mi infancia de gaucho aprendí
a escuchar desde niño la voz del zorzal.
En el andar por tierras montieleras puede comprobar que el cancionero
comarcano no era muy nutrido.
Entre Ríos ostentaba un cantar de tipo objetivo, parecido al que usan los
uruguayos del noroeste. Gustaba también de la música guaraní, y la pampa le
habla acercado sus triunfos, sus cifras, y algunos estilos y trovas. Pero la manera
de tocar la guitarra era florida, «llena'e moños», un poco a la manera orientala.
El aporte folklórico de la zona entrerriana era más cabal en refranes, cuentos y
chascarrillos. Y son los entrerrianos o eran muy hábiles en el trabajo del cuero.
Los aperos caronas, cojinillos de carpinchos y perico-ligero, se hicieron
famosos. Lo mismo pasaba con los sobrepuestos de hilo trenzado, hechos con
todo el lujo campero. Con sólo pasar la mano a contrapelo, quedaban frescos y
listos para aguantar galopes largos entre los montes o a lo largo de los
palmerales. En esos tiempos escuché cien historias sobre el «lobizón». Cada
pocas leguas cambiaba la historia; le quitaban o agregaban modos y
características. Entre Ríos es, quizá, la provincia argentina que más versiones
cuenta de la famosa leyenda de las selvas alemanas sobre el «lupus-homo» el
hombre-lobo, de las narraciones antiguas. Los hombres contaban estas
historias con toda seriedad, entre mate y mate, en esos montes entrerrianos
llenos de rumores nocturnos. Los changos escuchaban con tremendos ojos, y de
vez en cuando miraban hacia la endeble puerta del rancho, que el viento de la
noche batía levemente. Me imagino el insomnio de los muchachitos, ya que
nosotros, galopando las leguas del retorno, creíamos ver también, a los costados
del callejón, la sombra fatídica del mito selvático.
¡Entre Ríos! ¡Cuánto viví en ese año, allá por mil novecientos treinta,
desconocido músico, ignorado coplero, improvisado maestro de escuela,
tipógrafo, cronista, vagabundo y observador, recorriendo pueblos, aldeas,
campañas, donde sembraban y domaban potros los famosos gauchos judíos de
Gerchunoff, donde el matrero entraba a las pulperías y bebía junto a la puerta,
a un tranco de su caballo que lo esperaba con la rienda arriba; donde la palabra

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superaba a todo documento; donde la queja y el ¡ay!, eran patrimonio
exclusivo de las muchachas; donde el alarido era una aguda flecha del regocijo
paisano; donde el alma se poblaba de nuevas fuerzas brotadas de un paisaje sin
mansedumbre: monte de tala y ríos con remansos, haciendas chúcaras, gauchos
baguales, toda la tierra en armas, lanza, vincha, espuela y corazón, bajo una
luna redonda que pasaba sin descubrir el misterio que anidaba en el fondo del
hombre y del paisaje.

Es pobre este verso mío,


pero aunque esté mal trazado
¡quién no se siente inspirado
para cantarle a Entre Ríos!
Si en el ramaje sombrío
canta orgulloso el zorzal.
Si allá sobre el totoral
canta sus penas el viento,
dejen que en este momento
yo cante mi madrigal.
Para tomar el callejón hacia el monte en que vivía, en Tala, pasaba junto a
una ancha casona, de varios balcones. Era un severo edificio color gris, con
jardín interior. El abanico de una palmera señalaba el tope de los techos. Yo
aprendí a quitarme el sombrero junto a la puerta de esa casa, sin haberme
atrevido a entrar jamás.
Cada cual tiene su manera de honrar a la gente que distingue. Y yo no
hallaba otro modo que manotear el barbijo de mi sombrero, rindiendo mi mejor
saludo para el caballero criollo que habitaba esa casa: Don Martiniano
Leguizamón. Tiempo después he tratado a su gente, a sus hijas, damas
emparentadas con los Finocchietto de Buenos Aires. Me ha ligado a ellas una
gratísima amistad. Pero nunca confesé estas cosas que hoy escribo, quizás
porque abrigo la esperanza de que alguien, en mocedad prudente, sienta cómo
reconforta ese minuto en la noche, al pasar frente a la casa de quien nos enseñó
a querer la Patria, la comarca, el pedacito de tierra, cántaro guardador de todas
las ternuras. Flotaban en el aire entrerriano los versos de Fernández Espiro, de
Andrade, de Panizza, de Saraví. Borroneaba su primer cuaderno de estudiante
Martínez Howard. Vibraban las guitarras cultas del coronel Machado, de
Surigue, de, González y Barreiro. Cantaban las vihuelas populares de Bartoli, de

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Badaraco, de Pitín Carlevaro, troveros de la costa del Paraná. Allá, por
Feliciano, el moreno Soto levantaba sus coplas en la noche, entre el gramillal
de los Kennedy. En Diamante se desvelaba el chango Tejedor, la más dulce voz
de esa costa. Pero nada me hacía olvidar el rincón espinoso de las puertas de
Montiel, pasando Lucas González, donde rezaban su entrerrianidad Climaco
Acosta y Cipriano Vila. Ellos también devolvieron al Viento las hilachas del
canto, perdido. Ellos nutrieron de temas ejemplares mi alforja de muchacho
andariego, sin calendario ni fortuna, caminados por los montes bravíos sin más
brújula que un desvelado, corazón paisano.
Alguna vez retorné a las ciudades entrerrianas: Paraná, Concepción,
Concordia…
Pero no he vuelto a pisar la hosquedad montielera, donde viví un año
ejerciendo los más diversos oficios. Evoco ahora sus caminos, el misterio de los
montes emponchados de niebla en las mañanas, el galope de mi caballo sobre
suelos polvorientos o en los anchos callejones barrosos. Me detengo frente al
rancho de los Cuello, viejos hacedores de carunchos, cigarritos de noble tabaco
oscuro; charlo con Aguilar y Pajarito Ayala; oigo el típico grito del gaucho en el
fondo del monte, y lo siento a mi poncho como si me abrazara, con el abrazo
pesado de prenda mojada; como si de nuevo anduviera aprendiendo vida en
ese mundo sagrado y agreste, misterioso y sin olvido, de la selva entrerriana.

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VI. GENUARIO SOSA, UN ENTRERRIANO


G enuario Sosa era un hombre importante: era domador. Moreno, delgado y
fuerte. Cuando caminaba, aflojaba un poco la pierna izquierda, balanceándose,
como si fuera a estribar. Es que a fuerza de trajinar con los potros, años y años,
se habla creado la costumbre de vivir con una mano cerrada, como apretando
imaginarias riendas y cuando andaba de a pie, lo hacía como adivinando la
sombra de un corcovo. Son cosas que da el oficio. Tenía una risa ancha, como
su amistad. Y la usaba seguido, porque amaba la vida, porque era limpio y
honrado, y cuando miraba, fuerte y hacia adelante, lo hacia con la serena
altivez del gaucho entrerriano. Ostentaba en su frente una cicatriz con forma de
luna nueva, recuerdo de un entrevero. Por ahí, cuando alguien hacía alusión al
asunto, Genuario Sosa reía, y girando la cabeza mostraba su nuca mechuda,
mientras decía: «¡Mirá lo que son las cosas! Atrás no tenga ni una. Será que no
he disparao». No era una fanfarronada la suya. Lo había probado muchas
veces, y todo el pago sabía que Genuario no fue nunca gallina ni farol. Era eso,
nada más ni nada menos que eso: un gaucho entrerriano.
La cicatriz era el rastro de un duelo en medio del monte. Había cortado por
derecho con un paisano que se andaba portando mal con una parienta suya, y
este paisano, con otro compinche, lo esperó una tardecita en el paso Colorado,
entre los matorrales de la Costa del Gualeguay. Genuario Sosa iba prevenido
porque había olfateado algo, y cuando a pocos metros le salieron los otros al
medio de la picada, montados, Genuario se agachó y desató el estribo derecho,
mientras detenía la marcha de su caballo. Sus enemigos se le vinieron «al
humo», uno con facón y otro haciendo arma de su rebenque, uno por cada
lado de la huella. Sosa sabía qué animal montaba, y cuando calculó llegado el
instante, hundió su espuela en la bestia y la obligó al salto hacia la derecha. El
rebencazo se perdió en el aire, pero el estribo de Genuario cayó sobre la
cabeza del pais no que ahí nomás quedó sobre la tierra desmayado, tendido
«como lagarto siestero». Puestos los jinetes de frente nuevamente, Genuario
convidó: ¿Se apiemos? El otro, sin contestar, hizo pie a tierra. Se enfrentaron,
esta vez a poncho y facón. Entre finta y rodeo, se estudiaban. No habla más
testigos que los árboles costeros en cuya verde maraña asomaban algunas flores
palidonas y pequeñas. A poca distancia, dos zainos y un moro estaban quietos,

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desentendidos del drama. Cuando al cruzar el paso para evitar el ataque, Sosa
se enredó en una espuela y trastabilló, fue cuando el otro le volcó de revés el
filo del puñal sobre la frente. Fue un golpe limpio, rápido, «legal». Dicen los
antiguos, que «la sangre enardece a los toros y a los gauchos». La primera
impresión de Sosa fue de rabia, de enorme rabia apenas contenida. Pero la
rabia enceguece, y eso es malo. Ya bastante enceguecía el raudal de la sangre
que corría sobre el rostro de Genuario.

Había que aprovechar como táctica esa herida. Y la aprovechó. En un


momento hizo como que se debilitaba. Aflojó las rodillas y se llevó el poncho a
la cara. El otro, ni lerdo ni perezoso, amagó una finta y se fue de «hacha». Pero
Genuario había desenvuelto en su ademán su poncho, y arrojándolo sobre la
cabeza de su rival, estiró velozmente el brazo armado hasta despertar el primer
quejido. El primero, y el último. Muchos detalles hubo en este duelo. El
«dormilón», golpeado con el estribo, habla estado sentado sobre la tierra, a
poco distancia, dolorido y medio mareado, y mirando a los hombres, sin la
menor intención de intervenir. Genuario tuvo que hacerse cargo de los dos. Los
«cuartió» hasta el pueblo y allí los entregó y se entregó.
Estuvo varios años «adentro». Había sido asaltado, y se había defendido con
todas las reglas del honor gaucho. Su conciencia estaba tranquila. Por eso, en la
cárcel no se envició de matonismo, ni se ensoberbeció. Cuando salió en
libertad, siguió trabajando, en su oficio, y en su pago. Allí lo conocí, en las
costas del Gualeguay. Algunas tardecitas salíamos a caballo. Pasábamos por la
vieja casona de don Martiniano Leguizamón. Recordábamos las obras de este
narrador inteligente. Una vez le pregunté si había leído algo de don Martiniano,
y me contestó: «En casa los gurises saben algo de eso. Yo apenas si puedo
contar los callos de mi mano». Y sonreía, entre abochornado y gracioso. No
había tenido tiempo de ser escuelero. La miseria lo apretó desde niño. Su
ciencia se desarrolló en pastos, caballos, lazos, rebenques y huellas entre el
monte. En esos trajines vivió toda su vida. Se doctoró en jineteadas, y no tuvo
conciencia de su fama de domador. Creía que la cordialidad hacia él era el
natural premio a su honradez de paisano. Ahora, desde hace un tiempo,
descansa bajo los talas, en un perdido rincón de Cuchilla Redonda. Tierra
entrerriana lo cubre. ¿Qué mejor bandera?

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VII. DESTINO DEL CANTO

«Nada resulta superior al destino del canto.


Ninguna fuerza abatirá tus sueños,
porque ellos se nutren con su propia luz.
Se alimentan de su propia pasión.
Renacen cada día, para ser.
Sí, la tierra señala a sus elegidos».
E l alma de la tierra, como una sombra, sigue a los seres indicados para
traducirla en la esperanza, en la pena, en la soledad. Si tu eres el elegido, si
has sentido el reclamo de la tierra, si comprendes su sombra, te espera una
tremenda responsabilidad. Puede perseguirte la adversidad, aquejarte el mal
físico, empobrecerte el medio, desconocerte el mundo, pueden burlarse y
negarte los otros, pero es inútil, nada apagará la lumbre de tu antorcha,
porque no es sólo tuya.
Es de la tierra, que te ha señalado.
Y te ha señalado para tu sacrificio, no para tu vanidad. La luz que alumbra
el corazón del artista es una lámpara milagrosa que el pueblo usa para
encontrar la belleza en el camino, la soledad, el miedo, el amor y la muerte.
Si tú no crees en tu pueblo, si no amas, ni esperas, ni sufres, ni gozas con
tu pueblo, no alcanzarás a traducirlo nunca. Escribirás, acaso, tu drama de
hombre huraño, solo sin soledad… Cantarás tu extravío lejos de la grey, pero
tu grito será un grito solamente tuyo, que nadie podrá ya entender. Sí; la
tierra señala a sus elegidos. Y al llegar el final, tendrán su premio, nadie los
nombrará, serán lo «anónimo», pero ninguna tumba guardará su canto …
Varios años tardó en disiparse la polvareda levantada por los malambos que
trajo Andrés Chazarreta con sus santiagueños, allá por el veintiuno, en aquel
cielo memorable del Politeama, con el espaldarazo formidable de Ricardo
Rojas. Fue un verdadero impacto en plena calle Corrientes. Hombres y mujeres,
cantores, músicos, campesinos, artistas del monte, conmovían noche a noche al

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porteño con sus «remedios», «marotes» y «truncas», y los endiablados
mudanceos del «malambo».
Doña Nachi, en escena, cebaba mates «dendeveras», mientras el ciego
Aguirre tañía su arpa, y Giménez, Colazán y Suárez competían en las danzas
más donosas. Todo era puro, honesto, auténtico. Todo tenía el preciso grado de
misterio que confieren el pudor y la gracia de los seres sencillos
desempeñándose en el arte. Es decir, haciendo arte de «su» hábito de bailar y
cantar, haciendo arte de «su» modo de mirar, coquetear, de vestir y lucir una
floreada pollera. En suma: haciendo arte de «su» folklore.

¡Ay, vidalita,
ramo de azahares,
eres el alma
de estos lugares!
Comenzaba la presidencia de Alvear, y su esposa, con la autoridad que dan
la cultura y el desinterés, movía los hilos de los mejores acontecimientos de la
lírica y el canto popular. Florecía el cancionero de la patria. Traían los
santiagueños las viejas canciones de la selva, las danzas seculares, los ritos
salamanqueros, las coplas del arenal, las telesitas. Nadie cantaba zambas, ni
gatos, ni bailecitos, ni vidalas compuestas «a último momento». No. El temario
era rigurosamente folklórico, general, plural y anónimo.

Aquí está mi rancho, ay,


perdido entre los jumiales.
Las calles porteñas parecían respirar un aire de chañares florecidos, un
aroma de churquis y poleos, un acento de guitarras nostálgicas, un retumbar de
bombos auténticamente legüeros.

Mi pena se hunde en la bruma


que flota en los salitrales …
Patrocinio Díaz, cantora y moza de encendidos ojos norteños, florecía
noche a noche en la vidala. Alzaba la caja luna llena de magia y de copia y con
ella andaba, verso adentro, rastreando la nostalgia.

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Cuando salí de mis pagos
de naides me despedí
Las danzas argentinas, en los teatros y en las salas tradicíonalistas se
bailaban respetando carácter, espíritu y coreografía. Distancia, ademán gentil, y
ausencia total de «divismo». Nadie se desvivía por ser la primera figura. Cada
cual lo era en el preciso momento. Los malambistas antes que zapateadores,
eran bailarines. Nadie era tipo «standard». Cada uno tenla su personalidad, su
prestigio de responsabilidad. Nadie jugaba dentro de las danzas criollas al
«bolero de Ravel» ni al uso españolísimo de girar unidos cadera a cadera, como
notamos hoy, en teatros, salas y peñas, donde la mayoría de evolucionados
artistas criollos luchan por matar lo puro del folklore, para luego luchar por
resucitarlo «a su manera».
En medio de la polvareda de los santiagueños, aparecieron provincianos de
Tucumán, Catamarca, Córdoba, Mendoza. Trajeron ellos el auténtico folklore
de sus pagos, el cantar antiguo, la copla perdida, la trova galana. Amaya y
Marañón, tucumanos, arrimaron sus cañas dulces con las zambas más lindas de
la tierra. Eran guitarras traviesas, nerviosas, prontas al entrevero entre paisanos.
Eran voces lugareñas, que cantaban con amor, con autoridad el cancionero de
su comarca. Igual cosa pasaba con Hilario Cuadros, Morales, Alfredo Pelaia,
con Ruiz y Acuña, con Saúl Salinas y Gregorio Núñez, con Cristino Tapia,
Chavarría y Montenegro, con Carlos y Manuel Acosta Villafañe, con Marambio
Catán, Cornejo, Frías, nombres éstos que representaban cuatro provincias,
cuatro modalidades, distintas formas de expresar el cancionero. Será que cada
uno de ellos poseía una fuerte personalidad artística. Todos se conoclan, eran
amigos, eran criollos, y para nosotros constituían una academia donde
aprendíamos lo puro de cada región argentina. Nadie disparaba en la chaya ni
en la cueca; las danzas eran mesuradas, señoriales, expresadoras de un estado
de gracia que sólo la música podía traducir. Estos cantores eran sensibles al
aplauso del público, pero para obtenerlo no recurrían jamás al «bluff».
Cantaban interpretando, valorando la palabra, la copla, la tradición y la tierra.


Dicen que las golondrinas
pasan la mar de un volído.
Así lo pasaré yo
cuando me echés al olvido…
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Difícil será hallar a alguien que se plante frente a frente a la moza y
comience a desenvolver el misterio de la zamba con mejores recursos que
Ramón Espeche.

«Zapatear no es patear el suelo», decía don Andrés


Chazarreta.
En esos tiempos, una tucumana hacía su segundo viaje a Europa, llevando a
los salones más aristocráticos la canción argentina. Era Ana S. de Cabrera, fina
dama, hábil guitarrista que caminó los más claros senderos del canto popular.
Cantó «bailecitos», «vidalitas», trovas diversas ante los públicos más exigentes.
Una noche, en la primavera de Europa, la rodearon reyes y condes, princesas y
nobles caballeros. Fue en el palacio de la Alhambra, en Granada, donde realizó
su concierto a invitación de Alfonso XIII.
Estoy seguro que esa noche estuvo presente allí una reina que superaba en
linaje y calidad a todo el auditorio: la Zamba, la danza más hermosa de nuestro
país argentino. La Banda Oriental nos envió sus cantores, formados, cabales,
duchos en la guitarra. Muchos estilos, cifras, milongas y coplas del Uruguay
anduvieron por nuestros caminos, como rastreando el milagro del canto que
produjeron tiempo antes los Podestá. Humberto Correa, Miguel Gúrpide, Gravis
y Pascual; cruzaron mucha pampa nuestra cantado y sembrando los lujos de su
tierra. Yo los oí, allá por los montes entrerrianos, cuando el paisanaje galopaba
leguas para escuchar un estilo bien cantado, una cifra heroica, una canción de
esas que el viento ha perdido para que la encuentren los desvelados cantores de
la Patria. Así, tras la polvareda santiagueña, tras el suelo lírico de mendocinos,
cordobeses, catamarqueños y tucumanos, apareció de pronto en Buenos Aires
una voz cálida, entrañablemente criolla. Esa voz entregaba en los salones
nativistas una serie de zambas anónimas, plenas de paisaje traducido con
acento nostálgico; esa voz que daba el tono lírico-popular de la tucumanidad.
Sí, llegaba de Tucumán, y ninguna otra voz de pueblo hubiera representado
mejor ese país de cañaverales y montañas boscosas, de gentes sencillas, toscas
y románticas a la vez, país de la zamba, la vidala, la baguala del alto valle, país
de las guitarras serenas y profundas, país de nubes y pañuelos de sueños y
trabajos.
Era la voz de Martha de los Ríos, que aportaba al caudal folklórico la fuerza
de un
temperamento raramente dotado, la inquietud de un corazón lleno de amor
para el canto de la tierra.

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También eres grandioso cuando la dulce estrella
arroja desde el cielo su luz sobre tu sien.
Cuando la luna blanca su claridad destella,
bajando con su lumbre tan plácida y tan bella
tus bosques de nogales, de cedros y laurel.
¡Qh, Tucumán, yo evoco tu espléndido Aconquija,

evoco tus risueñas colinas Yamaní!


Pero lo grande y bello, de Dios obra prolija,
que de tu cielo diáfano el manto azul cobija,
son tus floridos bosques a orillas del Salí.
(O. Oliver).

Pasaban por Buenos Aires voces de muchachas artistas, voces gratísimas:


Julia Ferro, La Serranita, Margarita Silvestre, Virginia Vera, Zulema Ucelli, Celia
Louzán. El canto argentino lucía bien alto en boca de estas cantoras que
mantuvieron durante años el prestigio del cancionero popular. Cuando asisto al
espectáculo de los nuevos valores o, mejor dicho, de las nuevas figuras del
canto criollo, suele dolerme en algunos la vanidad que ostentan, la suficiencia,
frágil armaque los empavona, el irrefrenable deseo, de brillar pronto y alto
aunque no estén preparados todavía para lo exacto y trascendente del arte. Y
recuerdo a los viejos cantores que aparecieron tras la polvareda de los primeros
artistas santiagueños, los que conmovieron a Buenos Aires con un cancionero
auténtico, anónimo y antiguo. Evoco la trayectoria de aquella muchacha
tucumana, Martha de los Ríos, su sencillez, su cuidado por aprender y decir
cabalmente el tema en estudio, su ausencia de vanidad que la engrandecía, su
ancho sentido de la amistad, su tucumanidad evidenciada en todo momento. Y
no puedo menos que rendir el homenaje del mejor recuerdo para los cantores
de aquel tiempo que pasearon sus cantares por Buenos Aires, donde cabían los
desvelos y la nostalgia de los provincianos.

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VIII. LA CORPACHADA
E usebio Colque detiene la marcha de sus burros en el Angosto de la Vertiente.
El paso es estrecho, y la carga podría chocar con el murallón del cerro,
haciendo perder el equilibrio a las bestias, despegándolas.

Hay que descargar. El hombre desata las riatas, afloja las coyundas, sus
manos hábiles tiran de las puntas «cabalitas», sin nudos, y cuidadosamente
deposita en la tierra los dos barriles de buen vino vallisto, y otras cosas. Luego,
conduce de tiro a sus burros unos cincuenta metros, hasta donde la senda se
ensancha. Transporta después, a brazo, las cargas y se dispone a acomodar de
nuevo. Prepara coyundas y riatas, tira, compara, mide, ajusta al fin,
decididamente. Quita el poncho que hizo venda para los ojos de los cargueros,
y hace chasquear una orden en sus labios resecos, y sigue la marcha, valle
arriba. Eusebio Colque va llevando encargos para su patrón, que lo espera en el
puesto de Falda Azul. Salió de Tilcara cuando el cristal del alba se destrozaba
en el canto de los gallos. Salió con las ushutas húmedas de noche, de sombra,
de bruma, después de corretear por el potrero para pillar sus burros. Su heroico
calzado indio se mojó con el llanto de los pastos. Aun en la media tinta del
alba, como un diamante, una gota de rocío adherida al tiento talonero, hacía
quebrar la luz de la última estrella de abril. Con un trago de aguardiente y un
acuyico bien colmado de buena coca yungueña, punteó hacia el Alfarcito,
cuesta arriba. Y así, hora tras hora, observando la carga, los burros, el cielo, las
peñas y el campo, fue ganando distancia. Cerro Pircado, Corral de los
Huanacos, Piedra Parada, Huyra - Huasi, Falda Larga, Corral de Ventura, La
Puerta, Quirusillal, todos estos nombres son etapas sin descanso, son jornadas
vencidas por el kolla de los valles altos. En todo este trayecto, sólo dos ranchos
levantan apenas sus cumbreras sobre el breñal. Lo demás, piedra, arena
bermeja, viento fuerte y canto de agua, llevando hacia la quebrada mensajes de
soledad …

Eusebio Colque marcha en la tarde fría y fugitiva. Está a dos horas de Falda
Azul. En las lomas, el viento hace estremecer los pajonales, y poco a poco las
sombras roban el paisaje. Algún pájaro silencioso pasa rozando las lomas, hacia
su nido solitario. En el camino, el corazón de Eusebio tiene resonancias

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extrañas. Puede viajar cuesta arriba o cuesta abajo, sumergirse en su mundo
interno, ahondar sus problemas, sin distraerse por eso, sin dejar de arriar sus
bestias, componer su carga y observar el estado de la senda. Eusebio Colque
tiene una edad indefinida. Podría lo mismo tener cincuenta años, y nadie
exageraría adjudicándole más de sesenta.
Nada más difícil que acertar la edad justa de un kolla. El montañés del norte
jujeño desorienta siempre en este sentido. En la montaña, se mantiene la
tradición oral, heredada de padre a hijo; las confidencias tratan lo mismo cosas
del hogar indio, íntimas, sobre la casa, la sangre, el corral o las peñas, como se
extiende también en el relato de viejos sucedidos, moralejas, consejos y
prevenciones, en que intervienen recuerdos de gentes desaparecidas hace
muchos años. De manera entonces, que no es esta memoria del hombre, que
nos hace confundir acerca de su edad. Tampoco lo es su silencio, pues calla
siempre, desde que nace, hasta que el sol lo busca en vano para seguir
alumbrando sus pasos por la vida. Ahora mismo, andando por caminos
angostos donde la muerte se agazapa en amenaza eterna, Eusebio es una vida
envuelta en un silencio grande, en un solo silencio sostenido por la fuerza de
una idea, por la dulzura de un recuerdo, o por el agitarse de un mundo sin
fronteras que bulle, canta, goza y llora dentro del alma humana. Como este
hombre, hay varios miles en el norte jujeño, nacidos en la Quebrada, o en la
Puna, o en la selva que limita la montaña con lo desconocido. Rostro cobrizo,
rasgos definidos, cuerpo pequeño y recio, incansable caminador, observador
inteligente, supersticioso por raza y por tradición, lírico, fiel, como también
huraño, hermosamente salvaje, como el paisaje que lo vio nacer …

Eusebio Colque lleva apuro. Sabe que hoy ha sido día de yerra en los
campos de Mamerto Mamaní. Fue éste quién le encargó los barriles de vino,
«por si la chicha resultara escasa». Por eso, quiere llegar al corral antes de que
termine la faena. Conoce la cantidad de terneros que trajinarán con señal y
marca, los toros que castrarán, y calcula que al caer la tarde se procederá a
botar el ganado del corral, para iniciar la ceremonia ritual de la corpachada,
homenaje de devoción y gratitud a Pachamama. ¡La corpachada! ¡Cómo había
de perderla él, que desde chango asistió a todas las corpachadas del cerro
nativo!… Los burritos han descendido por áspera senda hasta el río de
Quirusillal, y remontan ahora la última cuesta, mansa ya, sin peñascal que
lastime los pasos. En la tarde, donde una claridad extraña y melancólica resiste
a la bruma, marcha el arreo. Tras los burritos, Eusebio, pequeño y silencioso,
con el poncho calado, asomando la cabeza por la ventana de la prenda india
para contemplar el mundo encajado entre las cumbres de su pago nativo.

Por momentos, el huayra aliviana el nublado, desmadejándolo, haciéndolo

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tender el vuelo, asentándolo luego por ahí; a ratos lo vuelve, lo lleva lejos, con
intención de despedazarlo entre las peñas, lo rescata en seguida y lo entretiene
en la media altura sin decidirse a abandonarlo en alguna parte. Ya no tiene
colores el cielo sobre los cerros del Oeste. El frío y la cerrazón han robado a la
luz de la tarde sus mejores matices. Hasta las matas puneñas, duras y amarillas,
tienen ahora el tono pardo y dolorido de la tierra. Es la hora en que comienzan
a animarse los misterios de la montaña, es el minuto largo del ocaso vallisto, de
la luz grisácea, el guijarro que se suicida trazándose en el fondo de los huaycos,
desde donde llega, clara y dulce, la voz de los ríos reclamando la luz de la
primer estrella… Envuelto en su poncho raído y amigo, Eusebio Colque llega al
corral del abra de Falda Azul. Los peones están terminando de botar el ganado
del corral. Todos están emponchados, porque la cerrazón parece «garvia»,
como la llama a la garúa. Sobre los pastos aplastados, aquí y allá, se han
inmovilizado los lazos, y están sucios de tierra, de pelos y de sangre. Han
trajinado mucho estos lazos. En las faenas indocriollas de estos lugares, como
también en otras comarcas, el lazo es la prolongación del brazo humano, y la
presilla parece estar sujeta al corazón del hombre, afirmado en anhelos y coraje
camperos. Al mediodía había comenzado la yerra. El patrón y el puestero, los
primeros en iniciar la pasada, han volteado la pareja de vacunos que serían los
«novios» de la yerra de este año: un torito de año y medio y una ternera de ojos
húmedos y balido clamoroso. Brigidita, la puestera de Molulo, bautizó a las
bestias, haciéndoles beber chicha. «Los novios» pujaban por deshacerse del
lazo que los mantenía contra el suelo, lomo a lomo. Las mujeres coronaron las
huampas con flores de lana teñidas de rojo, amarillo y morado. Todos
palmearon los cuartos de «los novios». Eso da suerte. Luego, no hubo brazo
ocioso. Entre gritos y tropeles, chanzas y caídas, se animó el corral. Lejos
huyeron los pájaros del abra, refugiando su miedo en los bosquecillos de las
quebradas. Cerca de la puerta del corral, están las brasas para calentar las
marcas. Buen fuego reparador, que perfuma el aire con olores de carne asada y
ancos rescoldeados a campo abierto. Allí se prepara el yerbiao con alcohol,
buen fuego sobre estas alturas, atendido por kollas floristas y changos
comedidos.

Eusebio Colque está ahí, junto al fogón, saboreando el yerbiao. Alguien se


hace cargo de su arreo. Alguien le informa sobre el desarrollo de la yerra. Bajo
el anochecer brumoso, con las alas de los sombreros cayendo sobre las caras
como capotas, los hombres y las mujeres de Falda Azul se disponen a
corpachar. Junto al bramadero, en el centro del corral, han practicado un hoyo,
en el que enterrarán las señales, los pedazos de colas, las hojas de coca, la
chicha. Mamá Rosa, vieja puestera, dirigirá la ceremonia de la corpachada, rito
de la gratitud india para la Madre de los Cerros, para la máxima divinidad de la

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montaña, para Pachamama, misterio creador de la fuerza que anima la vida
andina, que auspicia el viaje, que ayuda a vivir y a morir, a amar y a olvidar;
para Pachamama, deidad desconocida y bien amada, que tiene su refugio en
las grutas ignotas de la sierra, entre música de quenas invisibles, arpas
encantadas y tibiezas inefables; para Pachamama, dueña y señora de los
picachos y de los pastos, de las bestias y de los hombres, la que se enoja en los
temblores, la que protesta en el rodar de los truenos, la que extravía al hurgador
que ofende la tierra buscando oro, estaño y plomo; para Pachamama, la que
sueña cuando la luna es grande, la que suspira cuando el aire es suave, la que
llora con el lloro fresco y mudo de los pedregales, la que busca en el silencio de
las chozas las frentes entristecidas y los ojos pequeños, cerrados más que por el
sueño, por la fatiga de andar, de sufrir, de esperar… Están corpachando los
kollas en el abra de Falda Azul. En el hoyo del corral, todos depositan sus
ofrendas: coca, tabaco, flecos, crines, señales, flores humildes, hechas por las
puesteritas. Si esas gentes pudieran vivir sin corazón, los hombres lo enterrarían,
cofre de angustias, de cantares y de goces, en ese rincón simbólico. Mamá
Rosa, solemne, canta. En las coplas corpacheras se piden venturas y beneficios,
se suplican perdones. Mamá Rosa canta y conversa con la tierra, arrodillada
frente al hoyo: «Para que vuelva a los potreros el novillo perdido. Para que la
nieve y las heladas no perjudiquen los pastos… Para que los changos sean
grandes y buenos. Para que el tigre y la víbora no mermen el ganado en los
montes. Para que ella, Mamá Rosa, vieja, enferma y casi ciega, pueda dirigir
futuras corpachadas …

Eusebio Colque también tiene algo que decir a la tierra. Se arrodilla. Y


mientras habla, va depositando en el hoyo, lentamente, hoja tras hoja, la
coquita de su chuspa, y algún fleco de su poncho. Por el tajo breve de sus ojos
penetra, el crepúsculo montañés con su frío, su niebla y su misterio, y alimenta
el espíritu de ese hombre de los caminos. Y Eusebio murmura apenas: «Para
que mis burritos no se me lo mueran. Para que mis pieses no se cansen aunque
yo esté viejo. Para que mi mujer se sane de ese mal que no la deja respirar. Para
que mi hijo que está en Yavi, no sea ingrato, y me lo traiga a mi nieto, así lo
puedo ver, y acariciar, y contarle muchas cosas que él debe saber…». Y el hoyo
simbólico sigue recibiendo las ofrendas de Mamá Rosa, de Eusebio Colque, de
Mamerto Mamaní, de todos, hasta de las puesteritas y de los changos del fogón,
hasta del maestro de la escuelita de Molulo, abajeño que asiste, entre curioso y
conmovido, a la ceremonia de la corpachada.
Dirigidos por Mamá Rosa, todos cantan la copla ritual:

«Que la Pachamama los reciba,

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regalitos de la tierra …
Que la Pacha nos ampare,
que multiplique la hacienda …
Aunque se agrande el corral,
que se güelva cielo y tierra…».
El aire se pone más helado. El nublado se asienta, sobre el abra. Está
cerrando la noche y el alma de las piedras está dolorida de murmullos. Por los
listones de los ponchos, ruedan hasta temblar en la punta de los flecos, las
lágrimas del ocaso. Los kollas han concluido la corpachada. Han trajinado, han
cantado, han bebido, han cumplido con la tierra. Ahora, se dirigen al puesto,
como sombras afiladas en medio de la cerrazón. La fila india porta bultos de
leña, asados, yuros lazos, marcas. Sólo hay dos o tres jinetes. Los demás, como
siempre, como toda la vida, haciendo sobre la tierra una huella breve con la
suela heroica de las ushutas. Mamá Rosa cuelga su copla en la niebla: Que la
Pacha nos ampare, que multiplique la hacienda Eusebio Colque ha dicho todo
lo enorme e importante que tenla que decir. Camina ahora, mudo, más liviano
de alma, con una sensación parecida a la serenidad. ¡Cómo no lo ha de
escuchar a él, la Pacha! Alta noche.
Mientras el nublado se asienta lejos, una media luna triste y fría, vela los
campos dormidos.
Por momentos, de lo hondo de las quebradas parte el ahogado mugido de
algún toro que en la tarde sufriera la humillación de su poderío. La bestia huele
y siente su derrota y queda como embramada en el bosque enmarañado de los
huaycos. Dentro y fuera del rancho del puesto, duermen los kollas bajo sus
ponchos húmedos. En la cocina, un fogón muriente apenas rompe las sombras.
Algún perro ahuyenta con una queja los fantasmas de su pesadilla. Allá, en el
corral del abra, sobre los pastos humedecidos, el aire comienza a mismir la lana
de su silbo, y en la puiska invisible del remolino rueda lejos un madejón de
silencio. A veces, cuando la luna vence las brumas errantes, el murallón de
cumbres parece animarse, y el pajonal se puebla de músicas extrañas, de voces
de vertientes, de voces altas, afinadas de luna, de voces de guijarros y
despeñados. En la meseta, con la cabeza gacha y las orejas hacia atrás,
meditando más que durmiendo, los cinco burritos de Eusebio Colque parecen
anudarse con el aliento cálido, en un ansiado descanso. Blanqueando sobre el
campo quebrado, bordeando los barrancos, se estira, angosta y anhelante, la
senda que une ese mundo sufrido con la vida inquieta y más amable, de la
Quebrada de Humahuaca. Agradeciendo las ofrendas de los hijos del cerro,
desde su gruta ignorada, PACHAMAMA, fuerza misteriosa de la vida en la

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montaña, contempla su dominio de piedra, pastizal y soledad …

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Ata h u a l pa Y u pa n q u i

IX. EL VALLE CALCHAQUI


M uchos han sido los viajes, giras y travesías que realicé a lo largo de los
llamados Valles Calchaquíes.
Los he topado desde diversos sitios. En ocasiones, llegaba a ellos desde la
Quebrada del Portugués, en el Sur tucumano. Otras, me asomaban al misterio
de esa alta tierra desde Amaicha del Valle, o bajando del Alto de Ancaste, en
Catamarca, o pasando por «Las Criollas», al fondo de San Pedro del Colalao,
como quien busca los rumbos de Cafayate. O desde Pampa Blanca, en Salta, o
desde los Laureles, Río Blanco, Quebrada del Toro. Otras veces, luego de una
larga excursión por el Chañi Chico de Jujuy, he topado Cerro Moreno, punta de
los Salares, camino de Atacama, y torciendo al Sur luego de padecer los vientos
de Acay y Cachi, llegando en una semana de trajines a la huella histórica del
Valle. Todos estos viajes los hice a lomo de mula. Jamás anduve por esas
regiones en automóvil. En aquellos tiempos, era imposible usar otro medio que
no fuera el caballo o el mular, pues no habla sino caminos de herradura. Luego
se habilitaron caminos entre las montañas. Pero estando cerca y con algunos
días disponibles, no he querido llegarme al valle calchaquí en automóvil.
Prefiero mirar este aspecto de mi vida, esta etapa de mi juventud, como cosa
cumplida, como ejercitación o disciplina de la paciencia y del amor a América.
Lo siento como una manera de respetar a Pachamama.
Además, en aquellos días nos acompañaban los libros de la conquista y
asuntos de nuestro continente. Sabíamos casi de memoria la tarea de Diego de
Rojas, de Villacorta, Alvarado, Jerónimo de Cabrera, Gaspar de Medina,
Montesinos. Conocíamos las aventuras de aquel andaluz travieso, el falso inca
Bohórquez, su reinado en alto valle, su enjuiciamiento en Lima, su fuga, su
desaparición. Nos apasionaban Rojas y Arguedas, Chocano y Darío, Palma y
Freyre. Leíamos con muchísimo interés a Echeverría, a Alberdi, a Juan Carlos
Dávalos, a Canal Feijóo, a Fausto Burgos, a Jaime Mollins, Hernández, Javier de
Viana, Herrera, nos eran familiares, como también la seria obra de don Adán
Quiroga, su «Calchaquí», y las incursiones etnológicas de Lafone Quevedo, de
Ambrosetti y Debenedetti, de Ricci y Podnasky. Los Comentarios del Inca
Garcilaso eran nuestra Biblia folklórica, nuestro radar en la bruma del mundo
incásico. Y nos consolaban en la soledad de los caminos los yaravíes de

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Mariano Melgar, los huaynos de Alomías Robles, los temas aymarás de Cava y
Benavente. Algunas veces, por ahí, norte adentro, nos enfrentábamos con gente
que tenía algo que decirle al mundo, a nuestro mundo. Y es así que en una
aldea pequeña, o en un sencillo salón de provincia, escuchamos charlas y
conferencias de Torres López sobre el Amazonas, el Acre y Matto Grosso, y
asistimos a los trabajos y desvelos de un joven musicólogo que caminaba paso
a paso el valle y la sierra inmensa anotando melodías, frases, gritos y antiguas
danzas. Se llamaba Carlos Vega, Y hoy representa con autoridad y talento a los
hombres sabedores del canto de América.

Nos habíamos formado una idea de nuestra tierra. Una idea romántica, llena
de sueños heroicos, sin calendario y sin fruto económico alguno. Queríamos
conocer nuestra Argentina, metro a metro, cantar junto a los arroyos, dormir en
las grutas o bajo los árboles, pasar las tardes leyendo los libros que llenaban las
alforjas, y andar, sin otro propósito que conocer, cantar, bailar una zamba,
conquistar un amigo, enjoyar de paisajes la nostalgia para que nada nos
pareciera demasiado triste. Ansiábamos resucitar el gaucho que los abuelos
depositaron en nuestra sangre, queríamos atesorar el canto del Viento, y este
anhelo nos entregaba dificultades y desvelos. Pero todo lo vencíamos. Hambre
y sed, fatiga y soledad, eran para nosotros motivo de experiencia, pero jamás
los sentimos enemigos capaces de doblegarnos. Queríamos merecer la honra de
haber nacido sudamericanos, y cada viaje al Valle Calchaquí era como un
curso en una infinita universidad telúrica. Esquivábamos las «farras» en lo
posible. Buscábamos las «reuniones», las escenas con danzas, con vidalas, con
versos, con cuentos del campo, con referencias históricas. Es decir, cada uno de
nosotros, quería aprender cosas que nos ayudaran a crecer por dentro.
Hacíamos chistes sobre la tercera dimensión, sobre el sentido de
profundidad, o de conciencia del ser. Pero ahora pienso que no era por gracia
la referencia. Mis compañeros de viaje fueron diversos, según las provincias y
los años, y siempre me han tocado en suerte excelentes personas, jóvenes o
maduros, todos buenos camperos, paisanos prudentes y sufridos, y gente con
espíritu. Gastábamos con frecuencia un dicho de mi tío Gabriel: «Pa ser alto y
ancho, basta con puchero y mazamorra». Y como entendíamos que sólo con
eso no se llegaba a Hombre, leíamos con gran dedicación cuanto libro llegaba
a nuestras manos, y caminábamos, sin apuro, libres como el viento, por todas
las huellas del Valle Calchaquí. Rara vez acampábamos en algún puesto, o en
una aldea. Nos placía desensillar al aire libre, bañar las bestias, atarlas a lazo
largo, luego lavar nuestras ropas, preparar alguna vianda sencilla.

Uno anotaba cosas del viaje, otro «tinquiaba» el sombrero como


acompañando con ritmo una copla de baguala. Otro, allá, sobre el bordo,

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meditaba, o rezaba. Uno de los viajes más felices, lo realicé hace veinticinco
años, con Ruiz de Huidobro y Felipe Chocobar. Los dos, criollos y jinetes, los
dos, capaces del más grande esfuerzo; los dos, siendo uno culto y de tradicional
familia tucumana y el otro indio de la comunidad amaicheña, probaron ser
aptos para entrar en el misterio de las salamancas, para penetrar en el mundo
de los símbolos, para callar cuando era menester oírlo al silencio. Esta
excursión, que duró más de cuarenta días, la iniciamos en Raco (Tucumán) y
abarcó tierras de Catamarca, Salta y Jujuy. Fuimos por las montañas y todo el
Valle Calchaquí y volvimos por el camino nacional, por el carril que ahora
denominan Ruta 9. Sólo que en Lumbreras (Salta) abandonamos el ancho y fácil
camino para penetrar a las boscosas serranías de Anta, donde pasamos varios
días cazando monos y tapires americanos y rastreando pumas entre el Río
Espinillo, Cerro Pelao y Río Las Víboras, cerro adentro, más allá de la vieja finca
de los Matorras.
Llevamos, además de las mulas de montar, dos mulas chaznas con los avíos,
ropas, libros, un charango, una flauta de caña y una vieja caja vidalera. Con
estos elementos y un firme corazón esperanzado, cualquier criollo puede
recorrer el mundo contando tradiciones de su patria, y aprendiendo el canto de
otras tierras. Siempre he pensado que nada es mejor que viajar a caballo, pues
el camino se compone de infinitas llegadas. Se llega a un cruce, a una flor, a un
árbol, a la sombra de la nube sobre la arena del camino; se llega al arroyo, al
tope de la sierra, a la piedra extraña. Pareciera que el camino va inventando
sorpresas para goce del alma del viajero. Además, el hombre tiene la facultad
del canto, y como no es necesario cantar hacia afuera, haciéndose oír, el
viajero «de a caballo» puede sentir todas las coplas vibrando en su garganta sin
que sea menester emitir un solo sonido. Y puede lograrse un estado de gracia o
de emoción intensa. Yo lo he experimentado en largos viajes y durante años.
Muchas veces me han señalado como si fuera una sombra callada que pasa,
cuando en realidad mi corazón flotaba como la espuma en el tope de una ola, y
todo el canto del mundo, desde el más olvidado yaraví hasta un coral de Bach,
pasaban ayudando a mi vida, estremeciéndome de dicha, de pena o de
emoción. Más de una vez estos recónditos conciertos me han dejado rendido
de fatiga, luego de tanta exaltación. Y así he vencido muchas leguas, y así he
aprendido a descubrir las mil llegadas de un largo viaje, mientras la bestia
ajusta su marcha a un rítmico tranco, y los caminos se pueblan de hechicerías
en su afán de merecer el Canto del Viento.
Penetrar en el Valle Calchaquí, atravesarlo, vivir en él, significa una
deliciosa experiencia.
Algunas veces, un viejo dominico, el padre Robles, solía decir que si Dios
hubiera elegido lugar para su paz, se hubiera decidido por la zona
comprendida entre Colalao del Valle y Tolombón.

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—Ahí todo está sereno —decía—. Hay una paz bíblica, alcanzada,
madurada. Yo creo que tenía mucha razón en su apreciación. He atravesado
esos valles a distintas horas, en tiempo diverso. He bajado de las nieves, en
descensos peligrosos, en que la mula resbala sobre barro nevado juntando sus
patas, mientras abajo y lejos brama el río. He pasado bajo el plomo de la siesta
en los veranos, observando en las aldeas las viñas maduras, el membrillar
repleto, las ciruelas coloreando en los patios, las acequias claras y frescas; he
caminado leguas bajo la luna grande de los valles, como atravesando una senda
de plata. Muchas veces, en las orillas de los pueblos, cuando se busca el rumbo
hacia la noche abierta, hacia el desierto, el valle nos regalaba su pedazo de
copla bagualera. Un gaucho, un vallisto, nos cruzaba en la senda con ruidaje
de cueros, guardamontes y espuelas. La voz, áspera, más alarido que música,
coleaba notas agrias en el aire. Pero en pocos segundos, cuando la distancia
comenzaba a idealizar las cosas, la «baguala» alzaba su clarínde saudades, y
no creo que se pueda oír nada más bello, ni más criollo. El fuerte crujir de
cueros se habla esfumado. Y la espuela era un tierno tintinear lleno de encanto,
mientras la voz del paisano era como una flecha salida del corazón de la tierra:

«Yo soy Jacinto Cordero


la lima que corta el fierro…».
El Canto del Viento ha buscado las arenas del Valle Calchaquí, para
sembrarlas de coplas y tonadas, y refranes y sentencias. En cada rancho se
cobijan los hombres bagualeros que el Carnaval reclama, en esas tardes en que
la chaya suelta sus palomas de harina y la albahaca comienza su reinado con
repecho en las trincheras, zamba cajoneada y luna cómplice. Es una
incomparable emoción cruzar por esos valles soleados, mirando allá lejos
algunas cumbres nevadas, tratar con el paisanaje lleno de tradición y
cordialidad, contemplar esas rutas que ganan las cumbres, por donde
transitaron los conquistadores, ver el amplio escenario donde los Calchaquíes
ofrecieron durante más de cien años tenaz resistencia. Como sombras de la
epopeya de América parecen escalar los altos montes y desde allí contemplar,
como estatuas de greda y soledad al mundo entero, los ojos de Chelemín,
Chumbita y Juan Calchaquí.

¡Juan Calchaquí! Fue libertado para ir y ordenar la rendición de su gran


pueblo indio, y caminó hacia el oeste, pasando de cumbre a cumbre, y una
mañana, en lo alto de un peñasco, gritó su grito último y se lanzó al abismo.
Por esos valles, y en la oscura mirada del paisanaje vallisto, anda el alma de
Juan Calchaquí, libre y señor del valle, armado cacique de todas las tradiciones

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de bravura, coraje y sentido de la soberanía. Quizá mucho de él alienta en la
baguala, en esa infinita poesía sin palabras que es el canto de la inolvidable
tierra calchaquí. Al cerrar este breve capitulo, quiero fijar los versos de una
canción escrita hace treinta años, y que ningún cantor de fama ha cantado
nunca. Es un hermoso tema de baguala dramática, que pertenece a la colección
de un pianista que viajó mucho por ese norte luminoso: Arturo Schianca.
Hace muchos años, en Salta, Schianca me dio estas coplas, con su texto
musical correspondiente. Solíamos cantarlas por las noches más allá de Rosario
de Lerma, cerca de Los Laureles, a la orilla del río Blanco, donde pasé largas
temporadas. Y en la vieja ciudad salteña, caminando entre plática y poema, con
Díaz Villalba, Barbarán Alvarado y Julio Luzzatto, solíamos entonar esta
baguala tan seria y cabal. Luego, cerca de 1943, la estrené oficialmente en el
teatro Rivera. Indarte de Córdoba. La cantaba un coro formado por estudiantes
norteños de la universidad cordobesa. Desde entonces, no he vuelto a
escucharla. Un día la encontrará alguien, hermosa y olvidada en un camino. La
limpiará de arenas y nevadas y pensará que se ha topado con una joya. Y será
verdad.

Calchaque
Soy de raza Calchaque
Raza que adora al sol
Sol que nos dio la vida
Vida que fue de amor.

No han quedao mas que piedras


Pa’ recuerdo y dolor

De la raza Calchaque
De los hijos del sol.

Ya no existe mi raza
Ya no alumbra mi sol
No han quedao mas que piedras
¡Piedra es mi corazón…!

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Romance del entierro kolla

Quemaba el sol en la blanca


calleja de Maimará.
El añil del duro cielo
lucía su eternidad.
Alfombra tierna de flores
iba tendiendo el tuscal
mientras enero dormía
su siesta en el pedregal.

De pronto, mientras bullía


la abeja sobre el maizal,
el rojo sobre la alforja,
y bajo el cielo la paz,
por la calle larga, larga,
en un apretado haz
pasó la muerte callada.
Pasó la vida a la par.

Delante, la cruz de palo


sin nombre para nombrar.
Detrás los indios de bronce,
alcohol, silencio y pesar.
Cholas de viejas polleras,
manos de fogón y erial.
La vida llevando muerte
en un mismo caminar.

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Rosas de papel y engrudo
jamás han de perfumar.
Para ayudarlas lloraron
las tuscas de Maimará.
Rumos de comadres kollas
falsificando un rezar
pasó por la calle larga.
Vida con muerte a la par.

Fuera la novia del hombre,


o la madre, ¿qué más da? …
Fuera un changuito de ensueño,
buscador del Más Allá.
Fuera un hombre de los surcos
hermano del pedregal …
Pasó la vida y la muerte,
quien se fue, y el que se irá.

Muerte que pasas callada


por la siesta de cristal
con rezos de ojotas indias
sin pompas ni funeral.
¡Llévate esta flor siquiera,
mi copla y mi soledad,
y este cántaro de sueños
rotos en el pedregal!

Quien lleva la muerte adentro

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tiene una fuerza vital.
Si el hombre busca lo inmenso,
la muerte es inmensidad.
Desdicha del pensamiento
que poco puede volar
y busca simples razones
para poderse explicar…

Por la calle larga, larga,


un día me han de llevar
con cruz de madera indiana
sin nombre para nombrar.
Quiero un cortejo de coplas,
y por tumba, el pedregal.
¡Después… déjenme con ella,
con mi novia soledad!

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El c a n t o d el v i en t o

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X. LOS MISTERIOS DEL CERRO COLORADO


D Seguramente cuando Lugones, en sus magníficos Poemas Solariegos, hizo
referencia a las «grutas pintadas del Cerro Colorado», no imaginó jamás la
repercusión que su cita, habría de tener en el enjambre de estudiantes y
estudiosos de arqueología, folklore y etnología, apasionados buscadores del
ayer artístico de las colectividades. Nuestra Córdoba, en el corazón geográfico
del ayer argentino, presenta yacimientos arqueológicos ya famosos en el'
mundo. Nuestra gente, Imbelloni, Aníbal Montes, Lozano, Márquez Miranda.
Rex González han trabajado tenazmente en los distintos Inti-Huasi cordobeses.
En Ongamira, en Pampa de Olaen, en Achala, en Cuchi-Corral y en Cerro
Colorado, este último frontera de los departamentos Río Seco, Tulumba-
Sobremonte. Nuestros aguerridos investigadores han hurgado todas las piedras,
toscas y areniscas hasta dejar al descubierto todos los signos de la cultura
indígena, la labor de los artistas sanavirones y comechingones, la influencia de
Tihuanacu y Cuzco en los cultos del enterratorio en huacas y tinajones, los ritos
del viaje y de la muerte, y las diversas manifestaciones del entendimiento sobre
la medicina, la siembra, la lucha en la selva, etc. Casi sin ayuda oficial en la
mayoría de los casos, costeando de su propio peculio las excursiones,
excavaciones, traslados, etc., «hurgadores» de cerros han probado la
importancia de los yacimientos arqueológicos y etnográficos de Cerro
Colorado. Así fue que se produjo, hace treinta años, la llegada de los señores
Gatner desde Londres. Estos ingleses estuvieron meses enteros entre chañares,
picachos y vertientes, anotando, copiando, oteando constelaciones en las
noches. Fue de ello el primer libro importante, nutrido, sobre Cerro Colorado.
¡Pero se llevaron el Sol de Inti-Huasi, descuajado de la mole pétrea, y ahora se
exhibe en un museo de Londres!

El sabio Pedersen lleva años ya viajando por el mundo, de la isla de Pascua


hasta los Pirineos.
Estuvo, como todo inquieto, meditando en las cuevas de Altamira, copiando
los viejos petroglifos de Transilvania, y en las grutas azules de Starazagora,
cerca de la Macedonia búlgara, donde los Balcanes custodian maravillas
arqueológicas. Pues, este investigador Pedersen, todos los años, desde hace más

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de quince, camina los angostos vallecitos de Cerro Colorado, y lleva estudiados
más de cuatrocientos dibujos indígenas en la región, determinando la edad, la
condición de los pueblos indianos que los produjeron, comparándolos con
otras culturas de América, Europa y Oceanía, haciendo, en fin una enorme
labor de esclarecimiento y análisis. Lástima que tan valorable obra, que abarca
seis grandes tomos, tendrá que publicarse en danés, porque no alcanzó a tocar
la sensibilidad de nuestros editores. ¡Claro! Son obras demasiado caras sobre
asuntos «ya viejos». Mientras tanto, Cerro Colorado, desde el 15 de marzo de
1958, es monumento nacional. Son centinelas de sus reliquias etnográficas
todos los vecinos, que suman ciento cincuenta en la legua cuadrada. No faltan
«turistas» que borroneen piedras, o hurten flechas, o estropeen senderos. Pero
esto se comprende. Hay todavía gente que no ha aprendido a oír la voz de
todos los dioses que le transitan por la sangre a nuestra América deslumbrante y
misteriosa. Cuando se sube a las cuestas del Veladero, del Cerro Mesa, del
Colorado, del Cerro de las Cañas o del Cerro de los Pumas, se va hacia los sitios
exactos de los mangruyos comechingones. Ahí se descubrieron tumbas, algunas
momias. Allí se hallan puntas de flechas, pequeños huaicos en el granito. Y a lo
largo de esta cadena de sierras, centenares de cuevas con dibujos en rojo-
negro, en rojo-blanco, con tinturas indelebles. Figuras de caciques, de
guerreros. Escenas de luchas con pumas. Llamas, multitud de llamas
«enfloradas, de andar suave», como decía Zerpa, pintadas con belleza y
precisión por los artistas aborígenes. Y allá abajo, cerca del río de los Tártagos,
o al pie de la Quebrada Brava, los claros ranchos del paisanaje cerreño, entre
higueras, algarrobos y piquillines. Allí están los Saravia, los Bustos, los
Contreras, los Argañaraz, los Guayanes, los Medina, los Samamé. Cualquiera de
ellos tiene bisabuelos enterrados en la comarca. Al custodiar las reliquias indias,
guardan el eco diez veces sagrado de las coplas que caminaron carnavales y
navidades, encendidas de amor y de amistad, de gracia y de nostalgia. Porque
Cerro Colorado es un país de guitarras y de cantores. Allí nadie aprende a tocar
la guitarra. Los changos observan a los viejos guitarreros lugareños. Los oyen
diariamente, y un día salen rasgueando un «Gato» con un sentido del ritmo y
una seguridad tal que envidiarían sanamente los jóvenes de «Guitarreadas». El
nieto de Tristán Saire, el domador, era buscado como «musiquero» en los bailes
de cumpleaños y bautizos. Y tenía seis años. Y Luis Martínez, maravilloso
chango de ocho años, cuando, en los domingos, bajan de los autos los
«turistas», al ver a algunos de ellos con una guitarra, grita: «¡Ahí llega un
alumno…!». Y canta feliz hasta entrada la tarde, y zapatea, y dice de memoria
mucho del Martín Fierro. Luego están los maduros: el indio Pachi, moreno y
buenazo. Roberto Ramírez, incansable y creador de chacareras; el montaraz
Rodriguez, cuidador del Cerro y «coplero de los caminos». Y luego todos:
porque todos, en alguna medida, rasguean guitarra, sueltan su copla en la tarde,

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mientras los rebaños descienden retozando, y las palomas cruzan de monte a
monte, como un mensaje que va pintando sombras sobre los surcos de las
chacras maiceras.

En el Cerro no hay hoteles, ni electricidad, ni estaciones de servicio. Es


decir: todo es perfecto, como cuadra a una aldea pequeñísima, con gente
sencilla y buena, y profundamente honesta; con caballada flor, con hondas
quebradas y plácidas arenas; con un reino de zorzales, reina-moras, juan-
chiviros y palomas; con higueras y duraznos, y tunas; con aromas de doradilla,
menta y romero; selvas de berros en los arroyos, y viejas trenzadoras de hilos
bermejos y azules junto a primitivos telares. Hace más de veinte años, la vida
me llevó por un camino de chañares florecidos hasta el Cerro Colorado.
Andábamos en un viejo camión, dando exhibiciones de películas mudas. El
«telón» era una sábana cruzada en los caminos, de árbol a árbol. Sabíamos
cobrar cincuenta centavos «del lao que se puede leer», y veinte centavos del
otro lado. Teníamos un público de botas y espuelas, de alpargatas, y casi todos
en sulky o de a caballo. Luego se realizaba el «concierto», y se ofrecía cinco
pesos de premio a la mejor mudanza de malambo. No al mejor bailarín, sino «a
la mejor mudanza». Así recorrimos todo el norte de Córdoba y la región
santiagueña, desde Sol de Julio, Ojo de Agua, Sumampa, hasta los venerables
jumiales de Salavina. Así se nos pobló el corazón de vidalas y saudades. Y
como los poetas no escriben sin brújula, bendigo la sagacidad y el consejo de
Leopoldo Lugones, que señaló, para goce del alma y retozar de mi caballo, las
famosas «grutas pintadas del Cerro Colorado».

Y cantaban las piedras en el río


mientras mi corazón buscaba en vano
las palabras exactas en la tarde.

El Cerro Colorado soltó sus aguiluchos


y se quedó en silencio como un nido vacío.
El agua tiene pájaros; yo siento sus gorjeo,
El agua tiene penas, insomnios y delirios.
El agua es la conseja del abuelo
que midió el mundo con su paso firme
hasta encontrar la arena,

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y envejecer tranquilo.

Y cantaban las piedras en el río.


En el arpa dorada de la tarde
guardé mi copla de guijarro antiguo.
Vino la noche al fin,
distinta en cada uno, para el árbol,
para el aire, la piedra y el caballo.

Yo construyo la noche dentro mío.


Corro de estrella a estrella y las enciendo
Bebo en copa de ocaso los vinos de mi sueño.
Mía es la sombra azul y su misterio.
Veo como retornan los pájaros al monte.
Yo custodié sus nidos.
Los pastores ya bajan la montaña.
Los pastores sembraron en la sierra su silbo.

Ya olvidé la belleza de la tarde.


Triunfó la noche azul sobre mis ojos.
La noche me salió como una estatua.
Para hacer su hermosura me salí de mí mismo.
Yo repartí en pedazos mi noche sobre el mundo.
Y me quedé esperando con la mano tendida.
Contemplando la arena, pura sombra infinita.
Yo, que hice la noche, me quedé sin mi noche.
Me quedé sin mí mismo.
Y el sueño me rondaba sin alcanzarme nunca.
Y cantaban las piedras en el río.

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XI. LA LAGUNA BRAVA


«Y o busco hombres. No paisajes! Así me respondió Juan Alfonso Carrizo, el
folklorista catamarqueño, tenaz buscador de coplas y cantares, autor de los más
nutridos cancioneros provincianos, estudioso, investigador, buen cristiano y leal
amigo. Me lo topé allá por Banda Florida, al otro lado de Villa Unión, en el
oeste riojano, en 1940. El hombre preparaba su hermoso Cancionero de La
Rioja. Los maestros de la zona le tenían preparado coplas y cuadernos con
leyendas, chascarrillos, maldiciones, alabanzas o sentencias recogidas de viejos
lugareños. Luego, Carrizo, en su retiro conventual, haría la selección, ajustando
la clasificación por época y contenido, estableciendo la relación entre lo
autóctono y lo adaptado, desentrañando así los asuntos que llevan a conocer de
verdad el alma de los pueblos, las líneas generales y esenciales de su fisonomía
espiritual y moral, su inclinación a la gracia o al drama, a la esperanza, a la
rebeldía o a la resignación. Yo estaba lejos de esa disciplina. Caminaba por mi
tierra ganado por el misterio irresistible de la leyenda del Canto del Viento. En
La Rioja, alguien me había dicho que en plena cordillera, a dos jornadas
completas al oeste de Jagüé de Arriba, había tres lagunas, muy grandes. Y una
de ellas, con unenorme oleaje como si a través de la mole andina, en cavernas
recónditas se comunicara con el agitado mar Pacífico.
Y quise ver la laguna, y por esa razón una noche hice alto en Banda Florida,
en casa del maestro Roberto de la Vega, donde tuve el placer de hallar a don
Juan Alfonso Carrizo. Mayo preparaba sus nubarrones grises entre los
desfiladeros de la precordillera, y los vecinos echaban un poncho puyo sobre
sus hombros al caer la tarde. Luego de unas horas de amable charla con de la
Vega y Carrizo, con evocaciones del valle calchaquí, de Tucumán, Salta y
Jujuy, con coplas dispersas y nombres ligados a nuestros afectos, invité a
Carrizo a trepar la cordillera y visitar la Laguna Brava. Fue entonces cuando me
respondió sonriendo: «Gracias, amigo. Yo busco hombres. No paisajes». Al día
siguiente, partí solo, condecorado de inspector de soledades. Descansé en Villa
Castelli, bajo los tamarindos, junto a viejas pircas de adobe de una sola calle
larga. Y por la tarde llegué a Vinchina. Don Custodio Astorga, encargado de la
«Aduana», me indicó la casa de Héctor Carreño, a quien yo debía solicitar las
mulas para la aventura. Gentilisimo, don Carreño ordenó encerrar una tropilla,

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y esa noche, luego de cenar, hicimos la lista de las cosas para el avío.
Colaboraron el maestro Alanis y don Moisés González, el anciano guitarrero de
Vinchina, arriero retirado y cantor eterno. González tomó el asunto como
propio, con gran celo, y recomendó especialmente dos kilos de polvo de
carbón, «pa cruzar arroyos escarchaos», evitando que las mulas resbalen y
caigan al abismo.
Me indicaron, como baquiano, a Félix Cruz, un criollo cuarentón, morrudo,
callado. Y el 20 de mayo partimos montados en sendos mulares, llevando dos
bestias de carga. Felizmente no había Zonda cuando nos metimos en la
Quebrada llamada precisamente Del Zonda, un angosto callejón de diez
kilómetros cuesta arriba, al que es imposible cruzar sin tiempo sereno.
Merendamos en la Quebrada de los Loros, admirando paisajes de
encantamiento. Y llegamos a Jagüé con las últimas luces del día, a casa de los
Robledo, donde pernoctamos. Es decir, donde yo dormí, porque Félix Cruz se
había evaporado. Llegó al aclarar del día siguiente, hediendo a grapa vallista.
Pero el hombre se justificó. Había salido a saludar viejos compañeros de arreo,
a averiguar cosas del camino, asuntos del andar. Portaba juegos de herradura,
varios cabos de vela y algunas huascas. A la media mañana abandonamos
Jagüé. Ya no veríamos poblaciones. Entre jarillas y pajonales, por un estrecho
sendero, hicimos un largo trecho. Cruz iba adelante, y de a ratos yo escuchaba
su silbo, desenvolviendo una breve madeja de melodías. Era un compañero
ideal. No hablaba. Por momentos, detenía su bestia y cuando nos apareábamos
me indicaba los nombres del camino: Esto es Piedra Grande. Luego viene la
Barranca de Zabaley Y dando un chistido a la mula, ganaba la senda, cuesta
arriba. Cuando el sol enderezaba hacia las altas cumbres del Cerro Leoncito,
entre el Veladero y el Plateado, vimos que nuestro camino se encontraba con
otro que zigzagueaba entre las laderas y se perdía hacia el noreste.
«Esa senda, si la sigue, lo lleva a Tinogasta de Catamarca», me dijo. «Se
juntan aquí, y en dos horas estaremos en Punta del Agua». Y así fue. Cuando
comenzaba a refrescar de veras, llegamos a una choza apenas levantada,
construida con lajas y puertas de cardón. Estábamos en Punta del Agua. Allí
vivía un verdadero solitario. Un minero, hurgador de socavones. «Las lunas,
cuando se gastan, se vuelven cuarzo», decía el poeta. Y este hombrecito
pequeño, italiano del Piamonte, llegado de niño a nuestra tierra, luego de tareas
diversas en Buenos Aires, topó las cordilleras y hacía diez años que vivía en
Punta del Agua. Sus manos, todos los días, infinitos días de soledad, en un
deslumbramiento de piedras, viento, sol y luna, golpeaban la montaña, trizando
las lunas gastadas que enjoyaban el misterio de los socavones. El minero me
habló en largas horas, y en frases breves, con un particular sentido de los
intervalos, de su vida en la montaña. Me contó historias de vicuñas, de
chinchillas y chinchillones, de berilo y wolfram, de cuarzos y nacaritas. Ya Cruz

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me había advertido que no hiciera preguntas. Yo consideraba inútil la
advertencia, puesto que por respeto y por principio jamás pregunto nada a
nadie. Quien quiera hablar, que hable, que exponga, que se confiese, si es su
gusto, su necesidad, su agrado. Desde chango aprendí, entre paisanos que en la
soledad el diálogo está demás. El monólogo es el lazo de un solo tiento que va
armando sus rollos, encebados de prudencia, de comprensión, y termina por
pialar los más altos sentimientos de la buena amistad, de la altiva y cabal
relación entre los hombres del campo. Se puede dialogar con respecto a la
naturaleza, a potros y pastos. Pero jamás intentar penetrar la sagrada zona del
corazón de un paisano, o descubrir de golpe su íntimo pensamiento. «Allégate
a la gente por camino ancho ande te vean de lejos; así no se enredan las cosas,
y todo será mejor», decía mi Tata. Y estas enseñanzas, agrestes y valederas, me
sirvieron para sentirme muy amigo del minero solitario de Punta del Agua. Al
día siguiente, cuando partí hacia las cumbres, pensaba, quizá por criolla
ocurrencia, que hablamos coincidido con Juan Alfonso Carrizo, que buscaba
hombres para sus asuntos de recopilador, como yo paisajes para la sed de mi
sueño, y comprobando, al fin, que el mejor paisaje es el del Hombre. Pechamos
las soledades, mulas muertas; pastos amarillos. Abra de los Chinchilleros, Corral
de los Cóndores, la Laguna Verde, la Cruz de Lindoro Rios, y al fin, la Laguna
Brava.
Estas etapas nos costaron tres jornadas bien cabales. Alcanzamos un refugio
cordillerano, construido en forma cónica, al que se entraba como a un caracol
hasta dar con una estancia amplia, en la que cabían cómodamente hasta cinco
jinetes con sus cabalgaduras. Allí encendimos un buen fuego con leña de
kéñua, «leña' i toro», y bebimos buen «yerbiao». Afuera, dispusimos manear las
mulas, darles un poco de maíz quebrado en el morral, y dejarlas junto a una
vertiente bordeada de un áspero pastizal oscuro. Estábamos sobre los tres mil
metros, hacía frío, y contemplamos una sucesión de cumbres donde parecían
quebrarse, maravillosos arcoiris en una catedral de espejos. Pero la famosa
Laguna Brava era también un espejo quieto, dormido en la meseta andina, sin
el menor oleaje. A veces un aletazo de viento rizaba a contrapelo el matorral de
juncos de la orilla, y se dibujaban pétalos de una acerada rosa sobre el agua, en
semicírculos que se ampliaban graciosamente hasta perderse en la paz de la
tarde. Pero en los tres días que acampé allí, no vi jamás ni siquiera a la laguna,
«brava».
Es posible que mi informante de La Rioja me haya jugado una broma. Es
posible, también, que alguien, en día de viento fuerte, haya visto la Laguna
Brava con un movimiento como de oleaje. Luego, la fantasía, la imaginación de
los arrieros, la leyenda en fin, quizá hubiera construido una bella historia de esa
plácida laguna andina. De todas maneras, no me arrepiento de haberla
conocido. El andar por el oeste riojano desde Huandacol hasta Jagüé, me regaló

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paisajes y me relacionó con gentes amabilísimas y criollas. En Huandacol
escuché esta vidala, que, llamé «del hombre feliz»:

«En mi campito riojano


madura el maíz …
Buscando felicidades
muchos se ausentan de aquí.
Yo, sin dejar estos pagos
las dichas vienen a mí.
¡Qué lindo poder decir:
Yo vivo feliz!

En mi campito riojano
madura el maíz…».
Juan de Dios Flores la cantaba, aprendida de un anciano pariente. Y una
mujer madura, escasa de leña para su fogón, repicaba en su tambor mientras
cantaba con aguda voz:

«Qué casta será la mía. Mi magre no fue cantora


.
Cuando oigo sonar la caja se me hace el mundo
totora».
Y Moisés González, el legendario trovador de Vinchina, cantaba en largos
versos historias y compuestos sobre acontecimientos ocurridos en la vida de su
región. Contaba de un chileno que apareció un día, trató con los campesinos,
rodeó hacienda y mulares guapos, pagó religiosamente y llevó la tropa a Chile,
por el mismo camino que yo haría cuarenta años después.
El buen chileno repitió la operación al año siguiente, pagando unos pesos
de más por cada res.
Y otro año más llegó, reuniendo una tropa grande, y dijo que esta vez lo
tendrían que esperar unos dos meses por el dinero, «porque habían cambiado
las leyes en su tierra…», y ahora pagaban contra la entrega de la hacienda.
Todos los vecinos le aceptaron. ¡Era tan bueno! Y todavía lo están esperando.

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Nunca más volvió. Nunca más vieron al chileno, jinete en un macho zaino,
animal vivísimo, voluntario, de envidiable «marchao».

«Cayó un chileno a Vinchina.


Hombre de linda palabra.
Era una fiesta en el pueblo
cada año que se allegaba…».
González cantaba ésa y otras historias jugosas de Vinchina.
Allá, en el extraño refugio andino, Cruz me contaba despaciosamente las
aventuras de los reseros, los viajes hasta San Antonio, primera aldea chilena del
valle de Vicuña. Desfilaban seres alegres, solemnes, cuentos sobre cóndores,
fábulas de don Nazario Vargas, el drama de Lindoro Rios, la paciencia de los
chinchilleros. Yo escuchaba, como cuando niño, esas historias, y casi todas
estaban vinculadas a los hombres que conocían la leyenda del Viento. Los
cantos, las historias de paisanos, reseros y puesteros, confirmaban la base real
de esa fuerza que hace caminar a los trovadores por todos los caminos,
anhelantes y desvelados. La luna de los Andes, como un tambor hechizado, me
sugirió algún tema: Un preludio que después titulé «Danza de la luna». La vida
de los campesinos me dio los elementos para el «Regreso del pastor», y para la
«Vidala del malquistao», que el crítico Borda Pagola, de Uruguay, denominó
«Vidala dolorosa» años después. No resisto a la tentación de relatar un episodio
de esas tres noches pasadas en un refugio cordillerano.
No quiero cansar al lector con detalles de una «rastreada» de vicuñas en la
meseta, que duró muchas horas; ni el placer de llenar una alforja con la flor de
la «poposa», una especie de hongo cristalino que crece bajo las peñas de esos
parajes, y que usan en el lavado del cabello, y para curar «las vistas irritadas».
Alguna otra vez narraré la vida de las «picadas», mezcla de lechuza y paloma,
anunciadoras del Zonda y de las nevadas grandes. La última noche pasada en el
refugio, a la par de la Laguna Brava, estábamos junto a un débil fuego,
fumando, en silencio, en ese silencio que tanto respetan los paisanos, sabedores
de que la meditación es un rito. Afuera, un silbo creciente de viento libre.
Arriba, una luna llena, que ya habíamos admirado, y un inmenso misterio
callado, de cumbre a cumbre. De pronto, Félix Cruz habló:

—En Vinchina estarán los amigos zambeando lindo…


—¿Alguna fiesta? —le pregunté.
—¡Claro! Y ya me habían apalabrado para ir. Como es 25 de Mayo…

¡Verdad! Sin calendario, ni reloj, era otro universo en que vivía, otras las

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sensaciones. Me resultaban pequeños los ojos para ver las cosas de esa
inmensidad, para conocer piedras, guijarros, cumbres, bichos, vertientes,
pastos, historias, huellas, leyendas… Nos pusimos de pie, y brindamos por la
Patria, bebiendo un aguado café de nuestros jarros de lata.
De repente, tuve una idea, una ocurrencia. Mi alforja se habla descosido
cuando en Vinchina, días antes, cargaba clavos y otros objetos de metal. Y
recordé que en la noche remendé la alforja con una cuerda de guitarra, una
«tercera». Corrí al rincón de los aperos, y hallé la prenda de viaje. Despacio fui
deshaciendo el torpe hilván hasta recuperar completa la cuerda.
Luego, la até, bien tensa, al mango de mi rebenque. Y a manera de puente,
le añadí una caja de fósforos. Don Cruz me miraba con una sonriente
curiosidad, sin entender la razón de mis movimientos. Es que me estaba
fabricando una vihuela de una sola cuerda. Varias veces tuve que asegurar la
tensión de esa «tercera», hasta que, probándola, alcanzó una nota que me
conformó.
—Bueno, don Cruz —le dije.
—Ahora nos vamos a dar un concierto en homenaje al 25 de Mayo.
Y. abordando la mera melodía, ya que pulsaba una sola cuerda, toqué unos
compases del Himno Nacional.
Cruz, de pie, quitóse la gorra andina, y su sonrisa desapareció.
Luego, La Zamba de Vargas, y una Vidala Chayera, y hasta canté en voz
baja algunas coplas. No sé cuánto tiempo estuvimos ganados por una particular
emoción, a raíz de una ocurrencia que más parecía una «sonsera», pero que en
el transcurso de la noche adquirió la importancia que tienen las cosas cuando
sentimos que nos galopa en la sangre un cálido y sagrado fuego. Al día
siguiente emprendimos el regreso. Recuerdo cómo festejé una salida de Cruz,
cuando para vencer la Hollada de los Chinchilleros metíamos espuela a las
mulas. Recordando algo de la noche anterior, gritó: ¡No le afloje, don! ¡Métale
con la guitarra también… Y seguimos, por las largas sendas que descienden
hasta Jagüé. Allá quedaban las cumbres, las mesetas, las vicuñas esbeltas y
ariscas, las flores extrañas de la poposa, las mudas pisadas, la nieve en los
rincones de las peñas. Y enseñoreada en su condición de espejo de soledades,
con su marco de juncos y guijarros, la apacible y legendaria Laguna Brava …

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El c a n t o d el v i en t o

Ata h u a l pa Y u pa n q u i

XII. VOCES EN LA QUEBRADA


C aminando territorio jujeño sabemos que nos internamos en la antesala del
gran silencio americano.
Reino de arcilla y cobre, alto y seco, huraño y sereno a la vez. Duramente
tuvo que combatir la espada del Conquistador frente a la astucia y valentía de
los homahuacas, los ocloyas, los casahuindos, los atacamas, pueblos indios de
enorme tradición labriega, «allpa-runa» (hombres-tierra), hermanos del maíz y
de la quinua, grey de los antiguos ritos del Ande, caminadores de todas las
leguas, alma de yaraví, perfil de cóndor, silencio de agua mansa, espejo de la
Puna. A lo largo del territorio jujeño observamos los viejos pucaráes, los
mangrullos, atalayas, las tamberías, antigales y cementerios indios. De tiempo
en tiempo, los investigadores nos muestran nuevos descubrimientos, acequias
perdidas, ciudades enterradas, armas, huacas, momias, restos de la cultura de
los pueblos, nexos de las civilizaciones de otrora. Y siempre, por encima de
todo lo destruido, lo borrado, lo no averiguado, por sobre todas las dudas de la
lengua extinguida y las poblaciones dispersas, priva la raza del Ande. Sí. Aún
hoy, con todo el avance arrollador de estos tiempos de ciencia y mecánica y
deslumbradora técnica, aún hoy pesa sobre el paisaje jujeño un aire cargado de
silencios viejos, no triturados jamás en la alquimia de la Colonia. No. Aún hoy
vemos, detrás de las palabras españolas y del perfil mestizo, el sello de aquella
edad de greda y sol y cobre y ríos y labrantíos azules más allá de los tolares y
los iros (pasto). Custodiando ojos más grandes y siempre oscuros, un cercode
pestañas chuzas, aindiadas. El arcoiris, quebrándose a cada paso en las alforjas
de los caminantes. El ritmo del andar, siempre igual; boca burilada por la raza,
como el tiempo sobre la arcilla; el cabello lacio, el diálogo casi secreto,
armonía entre hombre, tierra y sol.

Así, también, su canto, su danza, su música. Si el charango tendió su


acerada risa sobre los carnavales kollas, las flautas de caña no perdieron la
grave dignidad de su nocturnidad melancólica. Los erkes y erkenchos traducían
abolidos roles guerreros. La guitarra, incorporada al pueblo con la Colonia,
abría caminos intimistas para el amor y la amistad. Pero en Jujuy, el hombre, la
criatura humana es superior a los medios de expresión musical de que se vale

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para expresarse. Es que el hombre jujeño, el mestizo, no puede aún traducir
sino una voz de las muchas voces que le bullen dentro de su sangre. Por eso,
hurta a veces en el discurso del canto aquello que puede llevarlo a revelar su
verdad, su profunda verdad, y se entretiene entonces tejiendo con hilo de copla
hispana, una trama de amor y de nostalgia que lo presente manso y efectivo, en
lugar de soberbio, luchador, guerrero y orgulloso de su soledad y de su
indianidad.

«Arroja la quena, porque no has sabido


encontrar en ella sino el dolorido
son de tus angustias. ¡Levanta la frente!
Que desde lo alto de la cordillera,
eres poncho al viento como una bandera
que flota en los siglos, misteriosamente.
(R. Chirre Danós).

Los mismos «marchantitos» que hallamos junto a las cercas de las estaciones
ferroviarias, desde Yala hasta La Quiaca. Las mismas imillas de cara redonda
como manzanitas de Huacalera, son las manos que sostienen la zamba de
Febrero, el bailecito del verano, el tambor bagualero que rueda su quejumbre el
año redondo, de ventana a ventana, de corral a corral, de soledad a soledad. La
rueda del canto, con la cantora al medio, viene de las lejuras del tiempo,
eternizando los ritos agrarios del Ande. Esos pueblos jujeños, de angostas
callejuelas de piedra, asoman la vida quebradeña cargados de años, con algo
de las viejas aldeas españolas. Sólo el silencio, el altivo silencio es el sello
definidor de esos caseríos. Hay pueblos que alcanzan el prestigio por la
palabra, por la anécdota, o por el héroe. En Jujuy, las villas, las aldeas alcanzan
su notoriedad por el silencio, que es su historia, su pasado, su dignidad, siempre
actual, su sello más elocuente y cabal. De ese silencio salió Domingo Zerpa, el
poeta indio de Abra Pampa, caminando cien leguas con sus versos:

«Versos chiquitos
tamaño un dedal,
para los bolsillos
de tu delantal».
Un día caminó las sendas abajeñas, con su primer libro: Puyapuyas. Nos

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gritó su rebeldía, su amor, su pesar. Como todo poeta, ya desde niño soportaba
la nostalgia. Y nos pobló el paisaje con rebozos y ponchos, con zambas
bailadas en la Puna, con arreos distantes, con miedos y con sueños.
Y tras él, Jujuy fue despertando al viejo canto indio. Y apareció la copla de
su pariente, Víctor Zerpa; y de su hermano de poncho, Leopoldo Abán. Y
comenzaron los charangos a producir bailecitos; y las guitarras se desvelaron en
los patios interiores, recordando cantares de otros tiempos. Así, actualizaron el
folklore jujeño los Castrillo, los Arroyo, los Jiménez, los Alvarez, los Lerma, los
Aramayo, los Aparicio, los Yerba, los Castañeda, los Gallardo, los Osorio. Sin
hacer profesión de su arte, los jujeños cantaron a su tierra, a sus montañas
coloridas, a sus cerros nevados, a sus caminos altos. Y seguían siendo maestros
de escuela, estudiantes, hacendados, peones, o «marchantitos».
Don Dalmacio Castrillo, por ejemplo, venía de viejas familias de
Humahuaca, y conocía acabadamente el cancionero de su tierra. En charango,
quena o guitarra tocó danzas durante cuarenta años, y enseñó a muchos
cantores y folkloristas los temas de su región. Lermita, el maestro de Juella,
componía coplas quebradeñas. Roberto Yerba, hermosa voz para el canto
jujeño, hacía recordar un poco a aquel gigante del cancionero quebradeño que
fue Dagoberto Osorio, el último gran trovador de la Quebrada de Humahuaca.
Varios bolivianos se sumaron a la difusión del canto jujeño. Felipe Rivera, Félix
Caballero, el cochabambino de Tola Pampa; Nievas, Benavente y Cabezas, el
tarijeño, gran cantor de mecapaqueñas.
Es que el paisaje es el mismo; el color del poncho, el ocaso largo, la voz
antigua del aymará o el quechua, la ushuta, la vicuña, el camino, la esperanza,
el silencio. Un mismo universo sin fronteras amasa las palabras del canto
puneño, más allá o más acá de Inca-Cueva. El mismo candor en las imillas, la
misma honda de huato para los changos menores; el mismo lote de peladores
para la zafra de todos los años. Flauta de caña para la nostalgia; tambor para la
copla; camino largo para el mismo adiós. El camino. Nada puede impulsar al
nacimiento de la copla, al discurso llamador de las quenas, al melancólico
bullicio de charango como el camino. Y nadie es capaz de andar tanta distancia
como el nativo jujeño. El kolla, puneño o montañés, vallisto o quebradeño, es
el gran infante de América. Una vez que uniformó su marcha, nada lo distrae,
nada es capaz de alterarlo. Ya es abundante la anécdota en tal sentido. Ya es
archiconocida aquella respuesta del indio:

—Voy yendo, señor…


Inútil formularle alguna pregunta, rogarle que se detenga, insinuarle algún
interés. La respuesta será la misma, lacónica, obstinada: Voy yendo, señor… Y
es verdad; va yendo… Hacia las salinas, o rumbo al poniente, donde se estiran

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sedientas las huellas que llevan a Santa Catalina, a Rinconada, va yendo… A la
Manca Fiesta, que reúne en noviembre una muchedumbre de seres amasados
con greda, cobre, sol y olvido, va yendo… Hacia Iruya o Santa Victoria, aldeas
semienterradas en la desolación, a las que se llega desde caminos del alto,
entrando por veredones a la altura de los techos, va yendo… Rumbo a la
ciudad, por rutas abajeñas, Maimará, Purmamarca, Tumbaya, Volcán, León,
Lozano, va yendo… En invierno, con su hato de llamas. En verano, con sus
burritos cargueros, portando lanas, o minerales, o azufre, o bloques de sal, o
tinajones, virkes, cántaros, va yendo el kolla; va yendo, señor …
La leyenda del Viento, si alguna vez tuvo raíz de historia cabal, ha nacido
en ese camino de la altipampa, allí, en esa senda parda, entre el iro crepitante y
la luna india. Porque los pueblos jujeños atesoran gran cantidad de cantares;
algunos de indudable raíz española, otros, llegados del Ande késwa, por las
noches del yaraví, por la magia de los huaynos y los serranitos, otros trabajados
en el alma criolla, elaborados en la fragua de los carnavales, en la fuerza de los
misachicos, en la abnegación de las procesiones de cerro a cerro, en la
caravana que baja a los cañaverales, que entra a los bosques, que sube a los
ríos nacientes, que penetra en las cavidades del estaño. Los cantares en la tierra
jujeña no se pueden expresar sin conocer la región donde se originaron. Para
cada asunto, el charango requiere una expresión, un arpegio diferente, un
tiempo pausado o vivo, una intención rítmica. No se satisface la interpretación
imaginándose la comarca, intuyendo la gracia o la pena del hombre jujeño.
Puede llegarse, si, a un torpe remedo, a una forma imitativa del canto. Pero no
se podrá jamás aprehender el misterio de la tierra y su canto, si no se ha
penetrado en el alma de ese pueblo de pocas palabras y muchos caminos,
poblado por hombres ásperos y sencillos, como niños tercos limitados por
esquemas de miedos no superados. La rústica flauta de caña, llamada Quena,
gime en las noches, a lo largo de la histórica Quebrada de Humahuaca. Aun en
estos días mantiene el espíritu de la raza, la dignidad de sus tonos antiguos, el
reclamo del amor, el lamento del largo camino, la adoración de los dioses del
Ande, el misterio de las huacas.
Son los hijos de la raza de bronce. Son los mestizos, los criollos, los mozos
quebradeños y puneños, actualizando la perdurabilidad del rito, lejos de todo
eso que empaña la tradición de la quena, lejos del tema innoble, del cántico
banal y falsamente gracioso que usan muchos profesionales del canto popular.
No debiera ofenderse al espíritu del norte luminoso y tradicional, tocando
«pájaros campana» y «escondidos» en quena, y toda suerte de asuntos exitistas.
Ignoro si esas cosas se hacen por falta de información o por ambición no
controlada. De cualquiera manera, no tiene nada que ver con el mensaje de la
tierra jujeña, ni con la leyenda del Viento, ni con el silencio traducido en el ay
de las flautas, allá, en la noche alta de Jujuy, que en medio del progreso sigue

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teniendo la misma luz antigua, el mismo gesto de cobre, greda y sol, el mismo
misterio que escribe leyendas en cada camino de la montaña maravillosa.

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XIII. DAGOBERTO OSOBIO, EL ÚLTIMO TROVADOR DE LA QUEBRADA


L a Quebrada de Humahuaca es quizá la presencia geográfica más ejemplar
de nuestra tierra. Ejemplar, porque pareciera enseñarle al hombre el camino
para definir su arquitectura espiritual como argentino y como criollo. Tiene
pasado. Pasado indígena, cobrizo, el sonoro silencio del cántaro, tan antiguo y
tan lleno de frescores. Tiene una historia de hechos que cumplieron anhelos de
Patria. Tiene la otra historia: la de todos los días, la de los caminos que llevan al
salar, o a las vicuñas, o a las minas, o al alto valle, o a la Puna, abierta y
estaqueada como la esperanza del indio. De esos pagos era Dagoberto Osorio,
el último trovador de la Quebrada. Me parece verlo, cruzando las calles de
aquélla Maimará de hace veinte años, montado en su oscuro, de sobreaso, con
las alforjas coloreando, y sus breves espuelas de plata ritmando la marcha, en
esas mañanas claras del mayo quebradeño. Pasaba Dagoberto Osorio, cuarenta
años, alto, delgado y fuerte, con un perfil aguileño y una mirada firme y cordial
a la vez. Guitarrista y cantor, dotado de una hermosa voz, Osorio ha recorrido
las aldeas y villas de la Quebrada, desde Yala, Volcán, Tumbaya, Purmamarca,
Malmará, Huichairas, Tilcara, Juella, Huacalera. Las fincas viejas, las estancias
del Cerro Moreno, de Ocloyas y Huaira-Huasi; las lejanías de Coxtaca y Abra
de Cóndores; en todos los ranchos kollas; en todas las ventanas de los pueblos
anidó su voz de cantor criollo, dejando coplas y sueños, sentencias y amores,
palabras para el retorno y para el adiós.
Osorio tenía una modalidad particular: nunca fue hombre de grupo, ni
cantor por «mingao» o por encargo. Era, como se dice allá, un poco
«empacao». Dagoberto Osorio pasaba por Tilcara, o Maimará, o Tumbaya, a
caballo, cubierto con un gran poncho, o una capa azul, debajo de la cual
portaba su guitarra. «De a caballo» se acercaba a la ventana de la gente amiga,
bajo la madrugada que encendía en el cielo las mejores candelas para el rito y
«de a caballo» nomás, golpeaba llamando la atención y soltaba su canto
emocionado, su zamba, su baguala, su trova galana. Y sin esperar la palabra de
gratitud, movía riendas y tocaba espuelas, partiendo al sobrepaso. Cuando las
gentes salían para hablarlo, Osorio estaba lejos, más allá de los álamos y los
molles; estaba ya queriendo arrimarse a las arenas bermejas del Río Grande,
como quien gana los campos para lavar una pena, o esconder una emoción en

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el misterio de los caminos de piedra.
Los quebradeños con años, y con paisaje, lo recuerdan aún. Una criolla, «la
de endeveras», como él decía, mantiene el recuerdo, firme como el airampo fiel
a la montaña. Y nosotros, cada vez que cruzamos esa leyenda multicolor que
dicta tantas cosas y que se llama Quebrada de Humahuaca, creemos ver,
andando a la par de las acequias, con su guitarra y su copla, y su saludo cálido,
a Dagoberto Osorio, el último trovador de la Quebrada …

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XIV. LA COMARCA EMBRUJADA


H ay en mi tierra una comarca embrujada. En el cuerpo de mi país está
enclavada con la anchura, la calidez y el misterio de un corazón. Lerdos pasan
los soles, como si quisieran poner a prueba el estoicismo de los hombres y la
validez de la selva. Lentas resbalan las lunas sobre los quebrachales, pintando
las escenas que sólo en esos montes se han de ver. Cuando la primavera
comienza a entibiar el aire, los poleares regalan su aroma, ampliando las tardes
junto a los caminos. Por las mañanas, las primeras horas se pueblan de balidos.
Son las majadas de cabras, a las que se les dio puerta abierta, y salen con
travieso albedrío a los montes vecinos, junto a los cerros de tala, piquillín y
garabato. En los corrales quedan los cabritillos nuevos, de voces casi humanas e
infantiles, llamando inútilmente. Muchachitos transitan hacia el pueblo, rumbo
a la escuela. Van a pie, o montados sobre un borrico.
Tienen la tez bronceada y el pelo lacio. Las voces remedan susurros en las
ramas, gracias de trino y ala, inflexiones venidas de lejos en el tiempo,
amasadas durante el sueño luego de esos cuentos narrados por los abuelos. Las
siestas abarcan casi la totalidad del día. Calor, resolana, aire inmóvil. Sólo en
los montes restallan los ecos del hachazo que abate los quebrachales. Sólo en
los montes se uniforma, poco a poco, el coro de los coyuyos, cuyo canto
«ayuda a que madure la algarroba».
Esa comarca tiene un río indio y un río castellano. Como las viejas leyendas
de la raza, que duermen bajo la piel del pueblo, o laten en el pulso de los
narradores típicos, el río indio siente bajo la arena el agua sumergida que corre,
o duerme, o se muere cuando el parche de la tierra alcanza a traducir la voz de
los desiertos. Ese es el río Salado. El otro río, en cambio, se amplía, y se hace
pampa de estero, surco y cañadones. Quince leguas cuadradas, sin cercos ni
alambradas, abarca el ensanchamiento del río Dulce. Allí los pastizales
impresionan por su altura, y en los canales, entre yuyos y zanjones, sigue
siendo el río «El Dulce», y ofrece la ocasión de su gran cantidad de pescado, de
flamencos canilludos, de garzas pensativas.
Los pájaros pequeños ponen su canto en las mañanas, antes de que el sol
comience a calentar los pajonales y las hondas huellas barrosas, en las que
acechan la yarará y la cascabel. Las yeguadas galopan al reclamo del garañón,

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libremente, y en la media tarde de los esteros suelen cruzar las sendas las
corzuelas, los zorros y los pumas. La comarca embrujada, allá, por el oeste, por
la ruta de los soles en derrota, se va quedando sin pájaros, sin bosque. La selva
se detiene, se retuerce, se llena de espinas. La sombra del árbol se vuelve cosa
anhelada. La penca, el tunal, el quisca loro, el ucle, toda la gama de la cactácea
desértica inicia su reinado, hasta que la tierra cobra una apariencia de paño
abierto para diamantes trizados. ¡El salitral! Dice la leyenda que las salinas se
formaron con el llanto de todas las vidalas, con el ay de todas las ausencias,
con la pena producidas por todas las ingratitudes. La comarca embrujada alza
muy alto su selva allá por el nordeste, donde la tierra inicia su corcovo hasta
llamarse morro, barranco, bordo alto, ladera y cerro. Allí es brava la selva,
bravo el hombre, chúcara la hacienda, áspero el camino, arisca la canción. ¡La
canción! Lo que pierde de ternura lo gana en verdad corajuda. Allí, donde el
misterio se torna agresivo, la vidala pierde su liturgia, y la bordona se
transforma en látigo. La región toma el nombre de Copos, y los cánticos agrestes
son conocidos con el nombre de «copeñas». Allí anidan el gato ona, el
yaguareté, los monos pequeños, el oso hormiguero; el majao, jabalí salvaje.
Allí el gaucho conoce retobo en su sombrero, mitón para su puño, coleto y
guarda-calzón, guardamonte, y carabina Cuatro rumbos, y cuatro paisajes
totalmente distintos. Cuatro rumbos, como las puntas de una cruz. Cuatro
rumbos que así unidos en el corazón de nuestro país, forman una comarca
hechizada; una provincia antigua y bienamada: Santiago del Estero.

«Soy de la tierra
de los calores
donde florecen,
hermosas flores.
Soy santiagueño,
bésame, sol».
Reza el hombre su vidala. La selva es su templo. La selva, el arenal, la
sombra del algarrobo, o el desierto. Pero ahí está el hombre santiagueño
durante cuatro siglos golpeando el parche de su tamboril, cuatro siglos
esperando la hora azul de la tarde para colgar el fantasma de su soledad en lo
alto de una copla:

«Cuando se calla la tarde

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me pongo a mirar el sol.
Si ella me quiere
pobre no soy».

«Y a recordar de una prenda


que andaba queriendo yo.
Si ella me quiere
pobre no soy.
Suena el tamboril, y sus ecos ruedan por los caminos de la selva sin que las
aves se inquieten.
«La caja es la luna llena de la vidala…» dice el poeta…

«Tierrita salavinera
donde nací.
Si he de perderte, mi pago,
quiero morir…».
El tum-tum de la caja no es la resonancia de un mero, golpe, dado con el
sólo objeto de fijar un ritmo. Quizá lo sea para el forastero, para el que oye
«desde afuera», para el que no tiene miel de palo y un hondo grito
desesperados diluidos en la sangre. El son de la caja contiene el jadeo
sublimado de la tierra. Respira la selva, fatigada y antigua, y su quejumbre
queda guardada entre los parches del tamboril. Ruedan las lunas sobre los
desiertos. Pasan sobre los montes callados, como extraños tamboriles en busca
de un corazón necesitado de coplas. Las salamancas del monte encienden las
fraguas de su hechicería, y el hombre halla el camino de su consuelo, la puerta
de su dicha, el rincón donde su soledad se convierte en esperanza. Es
precisamente ahí, en el tope de ese minuto sagrado, cuando en el corazón del
santiagueño comienza a nacer el misterio de la vidala. Nace el salmo, ungido
por los fervores más puros del alma humana. El hombre está rodeado de todas
las lejanías necesarias para el advenimiento del canto. Al levantar la «caja»
hasta su sien, al casi reclinar su cabeza para escuchar el primer sonido que ha
de orientar el tono cabal de su melodía; al sentir que se anudan en su alma
todos los caminos, al tener conciencia de que la selva está junto a él, como un

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altar apretado de nidos, de viejos mensajes, de abuelos en sombra, al ver que
asoma la luz de la primera palabra de la vidala, el hombre sabe ya que está a
punto de cumplir con todos los dioses que manejan el aire, la arena, el árbol, la
luz y la sangre de su tierra.
Entonces, sí, ya puede cantar, abiertamente, su copla. Puede recitar su
salmo. Puede rezar su vidala.

«Todos los que cantan bien


cantan de puertas pa'adentro,
Mi dulce cantar.

Yo como canto tan mal


canto de sereno al viento.
Mi dulce cantar.

Antes que el gusto,


el dolor
siempre viene a perturbar
a mi corazón».
Salavina, Suncho Corral, Campo Gallo o Atamiski, Troncal, Añatuya, Real
Sayana o La Banda, Sumampa, La Cañada, o Monte Redondo… Por los cuatro
rumbos de la comarca embrujada ruedan los ecos del tamboril vidalero. Nada
puede debilitar su sagrada quejumbre, porque ella no es solamente un hombre
y su tambor, sino el Hombre y su Universo, la criatura humana, apretada de
miedos, de anhelos y fervores, de amor y de humildad, ayudándose con la luz
de su canto para contemplar el misterio del mundo. Su propio misterio.

«¡Ay, Vidalita,
miel de pesares.
Eres el alma
de estos lugares!».
La guitarra —jagüel de soledades— se abrazó con el hombre en la magia de
la vidala. Y muchos viejos quichuistas, algunos ciegos, ofrecían en la sobretarde

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del salitral o de la selva el tímido lloro de sus violines, tocando una vidala, una
de esas vidalas sin palabras, sin más palabras que las que musita el alma
arrodillada de quien reza su canto «sonchop-icúmpi», «corazón —adentro».
Vidalas para el amor y la amistad, para el Carnaval y el regocijo abundan en el
cantar popular santiagueño. Pero son como los pájaros vistosos. Ala, color,
gracia y despedida. No quedan, no perduran mucho tiempo en el árbol. Se van.
Siempre se van. Es que les falta la necesaria densidad. El peso de la pena. La
carga del misterio. El solemne temor del hombre-niño. Ese imponderable que,
como la espina de la penca, vuela apenitas y se clava en la arena, y desde ese
momento ya es otra penca. Ya es planta. Y ahí se queda. Hasta la muerte —
cuándo no— tiene sus vidalas. Y son distintas según la hora. Entre alabanzas y
liturgias transcurren las etapas de un velorio en el monte, o allá por Salavina.
Pero cuando la noche está cumplida, cuando hacia el naciente el cielo ya no
tiene estrellas y empiezan a desmayarse los azules de la madrugada, las
ancianas rezadoras organizan el ritual de la Vidala.
Una voz solista llevará la responsabilidad del canto. Y antes de concluir el
primer verso, se le
sumará el pequeño coro, en un «pianíssimo» armónico y perfecto que nadie
estudió pero quetodos conocen, entienden y adaptan:

(Solista). «Ya viene la luz que alumbra».


(Coro). Lo mos de llevar… Lo mos de llevar…
(Solista). Pa que su sombra querida
(Coro). Pueda descansar… Lo mos de llevar…
Quien oye esta vidala allí, en el agreste escenario de la selva, o en un
pequeño rancho entre jumiales cerca de las salinas, no olvidará jamás su
tremendo impacto en la sensibilidad. Amanece, sí. Pero una sombra querida
«ya no hay ‘ver la luz». Y según la región, en español o en quechua, la Vidala
cuelga su misterio en la última esquina de la noche vencida. Aquí, la luz, la
mañana con sus primeros estremecimientos, con pájaros tempraneros, con los
primeros ruidos del trabajo, que a esa hora son siempre musicales. Y ahí, en un
rincón de pobreza y vigilia, un puñado de viejas santiagueñas de cimbas
encenizadas, mimbres envejecidos, rodeando al difunto, rezando la vidala de la
despedida. Quizá, antes de cumplirse el día, cuando la tarde traiga su minuto
azul y lo deje como una flor sobre la nostalgia del hombre, los algarrobales
recogerán otras vidalas, otras coplas, otros salmos de esos que inmortalizan el
alma de los pueblos:

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«Me ciñe invisible lazo
No puedo cantar.
Por eso me voy silbando
por el arenal …».

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Ata h u a l pa Y u pa n q u i

XV. CAMINOS Y LEYENDAS


I gnoro si algún día volverán las leyendas a correr a través del alma de nuestro
pueblo, pero pienso que sería saludable que así ocurriera. La leyenda no es sino
la idealización del sueño de los pueblos, el fruto de su fantasía necesariamente
exaltada, su forma de fugar hacia una irrealidad que compense los dolores de la
existencia. En la leyenda no tienen cabida la mentira ni la mera exageración. En
ella juegan la fantasía, el sueño, la necesidad del espíritu de crearse un mundo
mejor, y así manejarlo, dominarlo, transformarlo. Por eso la leyenda tiene
poesía, y vuela sin dejar la tierra, la pequeña patria, la comarca nativa. Por eso
vuela al ras de la tierra, lame los horcones de los ranchos, gira sobre el
cansancio de los changos en la noche, desvela a los hacheros en la selva y a los
reseros junto a los fogones.
Cada país tiene una suerte de leyenda del más diverso tipo. Y todas ellas
revelan un carácter, una modalidad, una forma de ser y de pensar, una
fisonomía, un pulso de la vida, una particular manera de entenderla, o de
enfrentarla. Nuestra tierra tiene leyendas magníficas, algunas ya universales.
Cada provincia, cada región, cada aldea argentina guarda su sagrada tradición
en la leyenda lugareña. Las generaciones anteriores, con otro ritmo de vida, con
otro sentido de la existencia, con otro orden del tiempo y de la urgencia,
atesoraban leyendas, las reformaban ligeramente. Y la leyenda corría por la
comarca, agitando todos los fantasmas del sueño y del ensueño, según su
destino. En la pampa, al ras de los trebolares, como un chasque indiano. En el
litoral, sobre la niebla que cubría los juncos de la, orilla de los largos ríos
mudos, dejando escrito su nombre y su misterio en la greda bermeja. En la
selva, junto a las hachas dormidas en la sobretarde, trenzando su fantasía como
adorno de la quincha, donde los hombres esconden su fatiga para no entristecer
a las estrellas. En la montaña, con lenguaje de piedra y de camino antiguo. En
la Puna, enredada en los tolares, aprendiendo a expresarse en el lenguaje
perfecto de la soledad: con el silencio.
La innegable facultad poética de nuestros paisanos ha poblado los fogones,
a lo largo del tiempo, de las más bellas leyendas. Asuntos desdichados, en los
que la tragedia jugaba su fuerte rol; historias del amor, de la ausencia, de la
gracia, la aventura. Y en todos los temas, la fatalidad, envolviendo, con su

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manto infalible el espíritu de los hombres, la vida de los árboles y las bestias, el
alma de las piedras y del aire.
EL ISCALLANTI

En la precordillera sanjuanina, hay un cerro hermoso, lleno de majestad: El


Iscallanti. En una parte, la mole está partida en dos, y hace unos años se
aprovechó este accidente para facilitar un camino, una carretera. Pero para los
viejos pobladores, El iscallanti es el monumento del amor desdichado.
Dicen que unos novios huyeron de la aldea, buscando la ruta de Chile.
Huían sin haber cumplido una palabra empeñada a los abuelos. Estos se
llegaron a la Salamanca, adquirieron poderes fabulosos, y maldijeron a los
fugitivos. Y en una parte del camino, los dos novios quedaron convertidos en
piedra, frente a frente, como un cerro partido. Mirándose, si, pero condenados a
no juntarse nunca.
Y los arrieros y caminantes bautizaron esas peñas: Iscallanti. «Iscay», del
quechua: Dos. «Llanti», del huarpe Malditos. «Los dos malditos». Y ahí está el
cerro Iscallanti, hermoso, solitario, mostrando las dos peñas, con un camino al
medio. Y la leyenda le quita y le agrega detalles. Y las viejas sanjuaninas bajan
la voz cuando la cuentan a los changos.
E L PA I S A N O E R R A N T E

Un mozo muy jinete, cantor y guitarrero, andaba en malos pasos con la


vida. Abochornaba a sus padres, causaba disturbios entre sus amigos. Un día,
desdichado día, le arreó un rebencazo a su madre. Y ésta lo maldijo de la
siguiente manera: «Nunca tendrás paz. Cuando quieras alegrarte, algo sucederá
y sólo la amargura será tu compañera. Cuando te dispongas a guitarrear, tu
memoria te fallará. Y cuando quieras cantar, no has de poder. La única milonga
que escucharás no saldrá de tu guitarra, sino del galope de tu caballo en la
noche, sin rumbo, sin amigos, sin paz en tu corazón. Sólo un galope eterno y
desesperado…
Esta leyenda del paisano errante, la escuché de niño, y más de una vez, en
el campo —cuando por leer historias propias de mi edad mantenía mi lámpara
encendida más del tiempo debido—, escuché la voz de mis familiares, o la del
indio Luciano en la estancia Maipú, gritándome: «Oye, oye bien ese galope en
el camino». Yo aguzaba el oído. Y escuchaba o creía escuchar el eco de un
galope en la noche. «¡Ahí pasa el Paisano Errante!» —me decían. Y
rápidamente, de un soplo, yo apagaba la lámpara, y me sumergía en un mar de
frazadas multicolores.
LA LOCA JULIANA

Era en un valle de Catamarca. Juliana, peona de una finca, por un

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desengaño amoroso, enloqueció. Se allegaba a los pueblos, a pedir comida, y
las buenas gentes le obsequiaban ropas, y algún rebozo. Para agradecer, Juliana
cantaba:

«Con una piedra del río


torcí mi destino.
¡Ay, mi Negrito lo hi perdido!
¡Lo hi perdido!».
Se refería a su hombre, a su «Negrito», al causante de su desdicha. La
leyenda de la Juliana dice que una noche, Juliana sintió que iba a ser madre.
Estaba sola, en una cueva del cerro, donde se refugiaba. Había, luna. Una
enorme y desolada luna ambulaba sobre los cerros, dormidos. Entonces la
Juliana le habló a la luna:
«¡Ayúdame, Mama Kuilla! ¡Quiero morir, pero antes quiero parir un hijo
que no muera nunca!».
Y la luna la ayudó. Pero la Juliana no tuvo un chango, ni una huahua. No.
De ella nació un canto. Parió una vidala. Por eso, la Vidala del cerro
catamarqueño, es un canto que no morirá jamás. No pierdo la esperanza de
acercarme una tarde cualquiera a una «Peña» o «Guitarreada» no filmada ni
televisada; en fin, una reunión de jóvenes argentinos en una casa particular, en
un ateneo, en un rincón de criollismo, y oir de boca de ellos la versión de
nuestras leyendas provincianas, la narración de ese infinito y poético rumor que
va de corazón a corazón, manteniendo la supervivencia de ese aspecto de
folklore arqueológico en la generación presente. Aplaudo a las guitarras y a las
coplas, aunque no hacen «folklore» sino que repiten, imitativamente, el
cancionero moderno, sin mensaje antiguo y algunas veces sin paisaje.
Pero está bien el gesto y la intención de cantar. Aunque no estará logrado el
propósito cultural si no se entra en el mundo sugestivo y maravilloso de la
leyenda de la narración de las historias nacidas en nuestros campos, y que
determinan una manera de ser argentino, de sentir la tierra, su pasado, su
carácter, su alma, y su misterio.

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XVI. LOS PAGOS CHARRÚAS


H ace muchos años ya, tal vez treinta, escuché una guitarra pintora de
paisajes y sentires. Y como toda guitarra traductora de la verdad, tenía ya la
trascendencia que la convertía en guitarra inolvidable.
Esa guitarra guardaba en su noble cuenca muchas hilachitas que el viento
había sembrado en su pasar: la sombra de una leyenda, la mitad de una copla,
la trunca historia de un amor en los ceibales, algo que narraba temas de
heroísmo, lucha y muerte, derrota y sacrificio en las cuchillas, donde las divisas
blancas y coloradas fijaban las cribas de sus fervores. Esa guitarra vibraba junto
al corazón de un hombre uruguayo: Telémaco Morales. Llegó a mi tierra, a mi
amado país argentino, en un tiempo de sombras para su pago. Decía que la
libertad era sólo una palabra declamada en boca de caporales. Y cruzó este
ancho río «color de león», al decir de Lugones. Y llegó con buen «naco»,
hojillas de papel de arroz, un yesquero «cola de gato» y una guitarra de oscuro
brillo, vihuela nocturnal y desvelada. El hombre era oriental de tierra adentro.
Devoto de la música, y agradecido de su mensaje, pleno de esencias antiguas
con tratamiento nuevo, me acerqué a Telémaco Morales. Yo era un muchacho
entonces. Un caminador intrépido pero sin madurez. Vagaba por ahí, por los
campos y las aldeas, juntando en las esquinas de la tarde el necesario silencio
para entender los misterios que rodeaban a la vida, al tiempo, a la música, al
hombre, al camin. Por eso me llamó —distante y profunda—, la guitarra de
Morales. Muchos años después conocí sus pagos, su comarca, su terruño.

Pero la música de don Telémaco ya me había mostrado las vegas de su


bienamado Treinta y Tres. Estilos y preludios pintaban las linduras de esos
verdes prados, el roquedal sobre las cuchillas, los nacederos del Olimar, las
lagunas pensativas, el pajonal donde anidan las cruceras, la palma arisca, el
rancho claro junto al ojo de agua, el sarandizal cerca del viejo camino de
carretas; pericones y cifras en cuyo discurso desfilaban los paisanos de los
arrozales, los esquiladores de Peyrano y Nico Pérez, los jinetes que se
allegaban desde Cerro Chato, donde la roja candela del ceibal alumbra la
nacencia del Yi. La guitarra de Morales historiaba las luchas orientales, desde la
diana de Palleja hasta la danza dramática de Perico el Bailarín. La técnica

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auxiliaba a la imaginación y al sentimiento, porque Telémaco Morales era un
estudioso, y sabía aplicar sus conocimientos de manera que la ciencia
guitarrística fuera amparo y no prodigio, conciencia y no espectáculo. Y por
encima de todo, y antes que todo, era paisano. Es decir era su paisaje
manifestándose. Era su tierra rezando su grito del modo más artístico que un
hombre puede expresarle.

Morales era fuerte, con un rostro de campesino intelectual. Generalmente


serio, de gran prudencia. Armaba su cigarrillo con ademán de rito. Y no tenía
prisa para encenderlo. Hablaba, mirando más allá, como buscando el nidal de
sus saudades en un rincón de la noche. Precisamente en la noche, en una
noche de aires otoñales lo conocí. Un patio, en el barrio de Flores, en casa de
un porteño que cantó con gran respeto y fervor las cosas de la Pampa: Don Juan
Más. Este caballero recibió a Morales, en una reunión presidida por la señora
mayor, la abuela. No había niños que lucieran sus precocidades, ni padres que
lo permitieran. Juan Más cantó su famosa canción de entonces: La serenata del
unitario. Su guitarra lucía cintas argentinas. Por ahí, fumando en silencio,
estaban Juan González Márquez, oriental amigo de los versos y de todo lo
bello; Domingo V. Lombardi; Germán García Hamilton, Romildo Risso. Me
tocó el turno. Yo venía con un caudal de soledades no del todo acomodadas.
Fiel a la leyenda del Viento, recogí yaravíes de los Andes, tristes de Arequipa,
huaynos de Puno, bailecitos de Tarija. Algo de eso toqué. Y para ayudar al
clima del artista oriental, arrimé una milonga punteada a la manera de los
entrerrianos. Y luego todos nos quedamos, serenos y expectantes, como los
álamos al alba. Un silencio cordial nos envolvía. Telémaco Morales afinó su
instrumento, en pianisimas armónicas. Y su guitarra desgranó un estilo. Un
antiguo estilo, que parecía tocado en primera audición. Bien armonizado, y el
leitmotiv cantado en las bordonas con naturalidad, con lógica. Era como la
sencilla corriente de un arroyo, atravesando juncos donde las garzas cuelgan su
tímida presencia.
Es que nos estaba pintando el Olimar, el río legendario de su, comarca
nativa, el río al que luego cantaron José Gorosito y Valentín Macedo en
encendidas coplas de su tiempo, allá por Treinta y Tres. La guitarra soledosa de
Morales nos fue dando paisajes, nos fue contando de la mejor manera la
historia de su tierra. Allí aprendimos la milonga abrasilerada del Este uruguayo,
pleno en palmeras y pajonales, con angostos senderos como hechos para la
fuga o el malón, de las costas del Chuí. Los pericones en Sol Mayor y en La
Menor nos decían de las reuniones en las viejas estancias, en aquellos tiempos
de Saravias y Riveras y Muñises, cuando los jinetes de 1904 galopaban las
cuchillas desde Melo a Soriano, desde Tacuarembó hasta las Puntas del Santa
Lucia, dando coraje y sangre para el nacer de la copla:

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«Así se escribe la historia
de nuestra tierra, paisanos.
En los libros, con borrones,
y con cruces en los llanos».
Aprendimos geografía en los discursos guitarrísticos de Morales. Y supimos
su soledad, su intervención en los entreveros, las fuerzas de su sentido moral.
Sentíamos que nos quemaba el sol de las siestas en los caminos de la derrota.
Oíamos el galope de los potros, de los redomones en los pasos de piedra.
Entendíamos la razón de ponerle trapos y pañuelos rotos a las espuelas para no
asustar al silencio de las cuchillas. Hasta refranes y dichos con áspera gracia
paisana:

«No temblés, Negrito, que la muerte es un ratito y


nada más…».
A veces, caminando las rutas orientales —«orientalas» sería mejor—, suelo
escuchar a jóvenes cantores, de hermosa voz y simpática apariencia, que andan
por ahí, ejecutando sus alas de artistas, entonando cantares de Brasil, de
Argentina, de México, de Chile. No está mal, pero está mal. Es que no se han
hecho amigos del Viento. Es que no han aprendido la gran lección de los
desvelados. Es que no han sabido atender los consejos de los que caminaron
como apóstoles de la Leyenda infinita. Y son uruguayos. Y aman a su tierra.
Pero la urgencia de vivir les va acortando la vida. Y han de pasar por la tierra,
sin haberla traducido. Mientras tanto, y felizmente, están los otros, los que
heredaron el mensaje perdido en los caminos, y lo devolvieron al Viento tal
como lo hallaron, o le limpiaron la arena del tiempo y lo entregaron limpio y
renovado, mondo de extranjerías. Quedan y perdurarán los traductores del
paisaje, del hombre y su tiempo. Quedan, como las piedras moras emergiendo
de la tierra, como raíces de ñandubay, como dentada resistencia telúrica capaz
de romper la reja de los arados, como lanza tenaz de guerrilleros de cualquier
divisa, como espuelas sin trabas.

Queda ese imponderable Juan Pueblo, el Anónimo, payador de viejas


estancias, el trovero sin suerte de los Pueblos de Ratas, el narrador de cuentos
que endulzaban los Eneros en Aiguá, el cantor de los anchos caminos entre
Rocha y Lescano, el florido juglar de Valle Edén, el vagabundo vate robador de
mieles en los montes del Yi. Quedan los Morosoli y los Ipuche, los De Viana y

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los Macedo. Quedan los Silva y los Spinola, los Herrera y los Zorrilla, los
García, los Risso. Queda la vieja sombra generosa del Viejo Pancho, con su
angustia no superada, pero con un aporte de cabal gauchería. Ellos si, conocían
y sentían la Leyenda del Viento, y pusieron en sus trovas y poemas, sus cuentos
y décimas el color que ofrecían las montañas de su país, la tarde de sus montes,
la niebla de sus bajíos, el misterio de sus lunas rodando por las cuchillas. Con
maestros de tal calidad, con apóstoles del Viento de tal fervor, con tratadistas
populares dé tanta verdad tradicional, la tierra uruguaya debiera estar plena de
cantores de sus glorias, de su historia, de su paisaje, de sus tristezas, de su
esperanza. La estación de radio, el set de televisión, el tablado ciudadano, son
el resultado del tiempo en su progreso, la facilitación moderna para el
espectáculo de tipo artístico. Los micrófonos amplían el volumen de la voz. No
la ahondan. La hondura está en el hombre, en lo que el hombre es capaz de
contener luego de tanto camino.

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XVII. LA GUITARRA

«Música que meciste mi alma dolorida.


Acurrucado contra tu corazón,
oigo el latido de la vida eterna…».
(Romain Rolland).

L a guitarra es como un extraño nido que suelta sus pájaros crepusculares


cuando el aire se puebla de silencios y nostalgias.
Andrés Segovia, prócer de la vihuela, dijo una vez que «la voz de la guitarra
es escasa, pero llega lejos. Lejos… hacia lo hondo». Esta definición, afirmada en
la autoridad y el talento del maestro, no ha sido aún superada, pues ha fijado en
ella la línea exacta del destino superior del instrumento. «Lejos… hacia lo
hondo». En nuestra tierra, los gauchos y paisanos, en tres siglos, limaron con la
música de la guitarra sus ásperas aristas.
Hombres toscos, hechos a la ruda vida del campo, hombres de a caballo,
con un mar de gramilla y pastizales abajo, y un par de constelaciones allá
arriba, vivían en la soledad sin tener conciencia de ella. La soledad era un muro
invisible que circundaba la existencia de los hombres. Era un mundo dentro del
cual el paisano trajinaba, galopaba, amansaba potros, tropeaba hacienda,
torteaba barro, como el hornero, para construir su hogar, sacaba tientos,
recortaba caronas, y vivía sin sentir la pobreza como contrapeso, luciendo a
veces algún platerío, «siquiera pa' que la luna le haga guiños al ombú…», a
través de una rastra o un rebenque, o de unos estribos o de la media luna del
freno.
Pero llegó la guitarra milagrera y andariega, a los galpones de las estancias,
y a las pulperías.
Y la guitarra le reveló al paisano el panorama exacto de su soledad. Fue el
espejo de su alma y su paisaje. Y el paisano se acercó a la vihuela con todos los
reclamos de su pudor, con inocente curiosidad de hombre sin miedo. Y el
misterio de la guitarra le donó un miedo nuevo, desconocido. Por eso llegó al
instrumento usando la máxima delicadeza. Sus manos, hechas al rigor del
trabajo, se convirtieron en pequeños araditos de plata y seda para trazar sobre

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la guitarra la melga de una vidalita —semilla del tiempo—, y entonces fue
comprendiendo que la soledad era una infinita voz destinada a traducir lo
mejor de su espíritu, sus faenas, sus amores, sus recuerdos, su esperanza, su
destino. Y ya no pudo vivir sin la guitarra. Le cobró «la mesma afición» que a su
caballo, lo que ya es mucho decir.
Y en el correr del tiempo, la pampa se pobló de cánticos diversos.
Nacieron las trovas, los estilos, las cifras, las milongas; se adaptaron coplas,
décimas, temas de danzas, hilachitas del Canto del Viento. Y en las sierras, en
la selva, en las hondas quebradas del Norte, la guitarra se desveló junto a las
quenas de kollas y mestizos, se hermanó con el charango, dialogó con el arpa
junto a los anchos ríos, fue revelando mundos de soledad al paisanaje de los
cuatro rumbos de la Patria. Es que «la voz de la guitarra es escasa, pero llega
lejos. Lejos… hacia lo hondo». Alguna vez he nombrado a Nazareno Ríos, uno
de esos cantores que pasaron, elegidos por el Viento para juntar las trovas
dispersas en la llanura. Yo era muy niño cuando lo escuché, pero no he de
olvidarlo, por la emoción que me produjo su canto y la lección que sembró en
su andar. Tañía las cuerdas delicadamente. Y Nazareno Ríos era un gaucho.
Cuando elevaba el tono de su voz en un estilo, lo apoyaba haciendo terceras en
las bordonas o breves arpegios graves. De esta manera, su discurso resultaba
equilibrado, honesto, cabal. Era como debe ser: un canto donde la conciencia y
el sentimiento se consustanciaban, controlándose. Muchos años después, un
guitarrista me hizo evocar con mayor firmeza a aquel trovero de la pampa. Ese
guitarrista fue Abel Fleury. La manera de tratar el modo y desarrollo de sus
milongas me recordaron a Nazareno Ríos, aunque Fleury era más completo
como instrumentista. Pero la sustancia siempre señaló a Fleury como sabedor
de la Leyenda del Viento.

No se pueden tocar así porque si, las milongas de la llanura bonaerense. Es


menester profundizar el misterio del paisaje, el silencio y el anhelo del paisano.
Es necesario abordar el tema «confidencialmente» aunque haya mucha gente
escuchándolo. Juan Sebastián Bach, catedral de la verdad musical, decía:
«Cuando toco, lo hago pensando que en la sala, anónimo y atento, me está
escuchando un gran músico. Para ese, gran músico doy mis cantatas». Fleury,
músico y, además, artista, tocaba sus preludios criollos, sus estilos y milongas,
quizá para ese gaucho invisible, anónimo y atento, que oía en la penumbra el
mensaje de una guitarra con dignidad. Por eso daba el paisaje en su música.
Por eso traducía a su amado pago de Dolores; por eso andaban sus pericones y
cifras aromando las noches de Tandil y Azul; por eso lo han visto los campos
donde retozan el ñandú, los chajaes, las garzas y los flamencos, camino de
Pringles, Tres Arroyos, Bahía, Puán, Trenque-Lauquen, por citar solamente
algunos pagos sureños, pero sin olvidar países de nuestra América, ni Madrid,

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Valencia, Barcelona, Asturias, ni París, Lyon, ni Londres, ni Lisboa. «Lejos…
hacia lo hondo». Actualmente, la velocidad no es «virtud» exclusiva de los
aviones y los automóviles. También se ha ganado al mundo de la guitarra. Ha
conseguido abaratar su mensaje. Pareciera que la guitarra, cuanto más se
acerca a los micrófonos, más se aleja de la tierra y su misterio.
En nuestro país hay un buen número de mozos guitarreros y guitarristas.
Pero, desgraciadamente, prefieren —dada la época— ser cabeza de ratón en
lugar de cola de león. Prefieren, y así lo demuestran día a día, ser los mejores
entre los mediocres, antes de ser los últimos entre los mejores. El vibrato se está
perdiendo. Las guitarras de ahora suenan, no vibran. Y ese adminículo que
llaman «la púa» es como una esponja de acero encargada de borrar el color del
paisaje. Es decir, el paisaje del hombre, mirado, sentido y transmitido desde
adentro. No debe darse a mis palabras ningún sentido de animosidad contra
nadie. Risso decía: «Hay leña que arde sin humo, cada cual quema su leña».
Pienso que me asiste sólo el derecho de dolerme por el destino actual de un
instrumento que fue emoción, placer y consuelo de gauchos y paisanos, que
reveló en la pampa un mundo para entender y vencer el muro de soledad que
aprisionaba al hombre. Más de dos siglos de tradición y guitarra campean por la
Patria. Es una herencia muy importante, y muy sagrada. Nos desvelamos
muchas veces por asuntos que no valen la pena. Bueno será que nuestros
muchachos, enamorados del canto, entiendan alguna vez la importancia de
desvelarse estudiando, meditando, buscando la manera de incorporarse como
herederos de ese intimo y preciado tesoro que esconde la guitarra argentina, esa
guitarra cuya voz es escasa, pero que llega lejos.
«Lejos… hacia lo hondo».

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XVIII. ME CIÑE INVISIBLE LAZO


C onocí hace muchos años a un cantor que tenía leyenda y paisaje detrás de
su voz. Cantaba yaravíes, vidalas, zambas, tristes del norte y estilos del sur. Y
todo lo cantaba con propiedad, dándole a cada tema su verdadero carácter, su
cabal sentido. En resumen: sabía interpretar el canto. Sabía ubicarse en la
comarca y en el ánimo de cada canción. A pesar de su hermosa voz, no muy
caudalosa pero bien timbrada, baritonal y criolla, siempre escondía, como tras
un velo de pudor o de prudencia, algo así como un paisaje que aún podía
regalar su luz para la copla atardecida. Ese cantor se llamaba Juan Carlos
Franco. Era tucumano, y en aquellos tiempos revistaba en el Ejército argentino
con el grado de teniente primero. Alto y atlético, amigo del deporte, buen
esgrimista, buen jinete, Franco destacóse siempre como gentil caballero de muy
cuidada educación y a poco de que se lo tratara revelaba una fina sensibilidad
y un profundo sentido de la amistad. Van a cumplirse pronto treinta años de su
muerte, pero los amigos que lo tratamos tanto tiempo en aquella nuestra
juventud, lo recordamos como si ayer hubiera partido para algún extraño viaje.
Hábil en la guitarra, buscaba en el instrumento los caminos del
encantamiento. Y escribió versos. Y compuso vidalas inolvidables. Vivió varios
años en Santiago del Estero. Allá en la dulce tierra, a dos leguas de La Banda,
estaba «San Carlos», la vieja estancia de los Arzuaga. Allí conocí a Juan Carlos,
en el año 1927. Allí conocí a su esposa, Pepita de Arzuaga. Allí compuse los
juguetes de su hija Perla, bajo los viejos algarrobos de la finca. Allí escuché las
vidalas de Franco, a la hora serena en que los coyuyos de noviembre callan
para pulsar el silencio de los montes, mientras el bordón de una guitarra
desbroza selvasfantásticas como abriendo picadas hacia las Salamancas del
corazón

«Traigo guitarra y vidala


pa venirte a ver.
Sólo te pido, mi Negra,
me des un consuelo

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pa poder volver …».
Vidala para la serenata a la novia. Vidala que se canta bajo la galería de una
casona criolla, mientras, como un rito, se bebe en silencio un pedazo de selva
que llaman aloja. Pero siempre la tarde trae en la ampliada sombra de los
árboles, un tono melancólico, casi triste. Y el artista tucumano, el criollo Juan
Carlos, se siente un poco solo, lo necesariamente solo como para decirle coplas
a un imposible …

«Viendo pasar una nube


le dije: ¡Ay!, llévame
tan alto como tú subes.
La nube pasó diciendo:
¡Imposible! ¡Imposible!».

«Amor pedí a una morena


de sólo verla tan buena.
Como la nube y la estrella ,
me ha contestado diciendo:
¡Imposible! ¡Imposible!».

«Pa qué quiero mis ojos.


Mis ojos, para qué sirven.
Mis ojos que se enamoran,
y se apasionan, vidita,
de imposibles… de imposibles
Años después, en 1931, llegué a Salta, de a caballo. Gumersindo Quevedo
me regaló un hermoso rosillo, en Río Piedras, y en dos días de viaje me puse
sobre el tope del San Bernardo. Y un rato después me quitaba las espuelas para
subir las gradas del Club 20 de Febrero y saludar al doctor Abraham Cornejo y
al coronel Day. Esa noche, disfrutando de la tradicional hospitalidad de los
caballeros salteños, canté una docena de vidalas de Juan Carlos Franco. Y
desparramé sus coplas luego por todo el Valle de Lerma, desde el Mojotoro

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hasta la Silleta, Cerrillos, Los Laureles, Atocha, Quivilme y Las Moras

«Me ha galopiao muchas leguas


pa venirte a ver …
Sólo te pido, mi Negra, ,
me des un consuelo
pa poder volver».
Por razones de su profesión, Juan Carlos anduvo mucho país. Caminó los
cuatro rumbos de la Patria. Y siempre dejó muy buenas mentas de su condición
de criollo, caballero y cantor. Pero era algo más que un mero cantor. Había en
él desvelo y conciencia, y un espíritu bien rumbeado. Conocía bien el campo,
aunque descollaba en la vida mundana, donde imponía, aún sin quererlo, su
fuerte personalidad. Era indudable había leyenda y paisaje detrás de su voz. Era
como la sombra de una nube larga paseando su misterio sobre un campo
soleado.

«Me ciñe invisible lazo.


No puedo cantar …
Por eso me voy silbando
por el arenal… «

«Cosas me pasan …
No puedo decir.
No hay más remedio
que andar y sufrir».

«Como no puedo cantar,


por eso me voy silbando
por el arenal…«
Una noche, allá por Suncho Corral, Departamento Figueroa, un muchacho
santiagueño, con la caja cerca de su sien como si usara la luna por almohada,
me cantó la mitad de esta vidala del «Silbador». De los campos venía un aroma

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de poleo, como si el aire bendijera el silencio de los algodonales, nieve
trasmutada en la fragua de la selva.

«Me ciñe invisible lazo.


No puedo cantar».
Con ese mozo, recordamos a Juan Carlos. Suncho Corral, pueblo de la sola
calle larga, parecía una aldea de maravilla, a la que le brotaran guitarras en
cada esquina, nombrándola al amigo, evocando sus coplas, disimulando su
ausencia. Cierta vez, en Río Grande do Sul, un paisano brasileño, oyendo a un
cantor, sentenció: «El que canta de ese modo, no se va más de este mundo…».
Así pasa con Juan Carlos Franco. Murió en Jujuy, en 1934, de tifus. En los
momentos en que la fiebre cedía un tanto, Franco pedía la guitarra, y hacía
abrir las ventanas de la vieja casa de la calle Alvear. Su pulso le negaba
precisión al acorde. Pero esa vez, sí, sólo esa vez, aparecía la leyenda y el
paisaje delante de su voz. Era la sombra de la nube sobre el campo soleado. El
«Ay» que nunca dijo, y que se quedaba arrinconado detrás de la copla
cumplida y galana. Era el imponderable que señala a los artistas. Que distingue
al que camina hacia adelante, adelantándose siempre. El árbol solo, paisaje en
si mismo.
El eco abrazando al grito. El adiós, abriendo su llamarada, de fatalidad en el
minuto más hermoso de la vida.
Aquella frase india podría estar en la tumba de Juan Carlos:

«punchay punchaipi, tuta iarcaj».


(En la mitad de la tarde se le hizo la noche).

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XIX. EL PUMA

Brama el puma y por el miedo


queda tiesa la majada.
Y en el campo se alborota
relinchando la yeguada.

Desprecio la caridad
por la vergüenza que encierra.
Soy como el león de la sierra:
Vivo y muero en soledad.

Me gusta ver al león cuando está herido


para templar mi sangre con sus quejas.
Pero enjaulado no, si está entre rejas
es súplica su voz, ya no es rugido.
J. C.
I nfinidad de historias, citas, coplas, referencias y leyendas han tratado en
nuestro país sobre este felino americano que nuestros paisanos llaman el puma,
o el león, o «el daño». Su imagen está fijada en los cacharros de las viejas
tribus, tanto de la selva como de la montaña; en los Inti-Huasi, donde aún se
estudian los jeroglíficos y pictografías de la indianidad. En ellos aparecen, en
claros y perdurables caracteres las garras del puma, sus hermosos ojos crueles,
la actitud de arco de su cuerpo cuando concentra la colosal musculatura pronto
al, salto, su aire inocente cuando se tiende sobre una peña al sol, su sereno y
grave gesto de experto cuando enseña a los cachorros las artes del espionaje,
seguimiento o fuga, su ferocidad cuando hunde las garras en el lomo de los

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potrillos, su habilidad para echarse al lomo de un cordero como una simple
mochila, su valentía para morir peleando, sabedor de que su bravura es
peligrosa mientras le queda un poco de aliento vital. Los libros que tratan sobre
el puma, coinciden generalmente en afirmar que «el daño» sale a sus cacerías
de noche, o muy temprano, antes que aclare el día. Es posible qué así sea y que
siendo un bicho tan desconfiado elija las sombras de la noche para desplazarse
por los campos, a través de los pajonales o en la maraña de los montes, en
busca de presa.

Muchas veces, en las provincias, cuando al caer la tarde el invierno desata


una llovizna delgada y tenaz, los paisanos murmuran: ¡Linda noche pal león!
Pero en muchas ocasiones, la bestia no espera la noche y en pleno día, en
plena siesta, atropella a la yeguada, o en la media falda de la sierra topa con la
majada de cabras, desnucando a varias y llevándose la mejor. Es increíble la
cantidad de pumas que habitan en nuestras comarcas. Pareciera que jamás
hubieran sido objeto de persecución. Pero no pasa año sin que cien pumas
caigan en la trampa de la escopeta, o sucumban bajo un balazo certero, o los
abata un flechazo apenas silbador en un rincón de la selva, en un vasto
territorio que abarca el sur de Salta, las costas del Salado, los esteros del Dulce,
las sierras de Comechingones y los llanos de La Rioja. Hace unos años, en una
gran redada entre la provincia de San Luis y el suroeste cordobés, en menos de
dos meses se cazaron mil trescientos pumas, entre grandes y chicos. Y en el
Chaco, allá por Pampa de los Guanacos, los viejos pobladores suelen matar
pumas y tigres para darles de comer a los perros. Y es lujo para los puesteros del
Departamento de Anta retobar sus sombreros con pieles de puma, o adornar las
caronas con recortes de «El overo», «el daño», tigre o puma. El jesuita Florián
Paucke, en su Historia de los Mocovíes, nos cuenta que en 1749 hubo un envío
a España, de catorce mil cueros de tigre y león. A propósito de «el daño»,
Paucke, en sus crónicas tituladas De acá para allá, nos cuenta que el puma,
junto a los ríos, suele «pescar» metiendo una mano en el agua y moviendo
suavemente hasta llamar la atención de los peces. Cuando éstos se acercan y el
león cree que la presa está al alcance de su garra, da el manotón y arroja a la
orilla al pez., salta tras él y le da una dentellada, volviendo en seguida al río
para repetir la operación. Al cocodrilo también lo vence, saltándole de pronto y
rompiéndole la nuca, sin presentarle lucha. El saurio herido se tira al río, y al
morir, la corriente lo hace flotar hasta cerca de la orilla, donde «el daño» lo
recoge y se da el gran banquete. Antiguamente, los indios que habitaban las
costas occidentales del Paraná solían cruzar los montes a caballo protegiendo
las ancas de sus bestias con un par de gruesos cueros de oveja, apenas
sujetados con la silleta o la carona usada por el jinete. La experiencia
aconsejaba esta precaución, ya que el puma, el tigre o el overo, cuando han

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devorado un hombre, no desean otra cosa, y acechan el paso del viajero en la
selva. Los mocovíes y demás poblaciones del Chaco Gualampa atravesaban los
senderos del monte con grandes precauciones. El león, sorpresivamente, saltaba
sobre ellos, y al apresar los cueros de cordero, éstos resbalaban a tierra, y el
jinete tenía el justo tiempo para huir, salvando así su pellejo y su caballo.

Hace muchos años, en lo que hoy es tapera y antes era un rancho con libros
y músicas en las cumbres de Raco, en Tucumán, don Manuel Arce, poblador de
esos pagos, me supo regalar un hermoso morral de cuero de puma. «Pa que se
hagan alvertidos del olor del «daño»», me dijo, aconsejándome que a los
caballos que usara para los viajes largos por entre los montes, les diera su
ración en ese morral. Era costumbre de las gentes de esas lomadas. Una especie
de «gualicho preventivo». En el siglo pasado, en tiempos de las guerrillas, los
centinelas gauchos del litoral vigilaban los pasos del río, las picadas de la selva.
Y en las noches frías, llenas de humedad y cerrazones, solían cubrir sus cabezas
con un cuero de puma, como si fuera un poncho salvaje, curtido de apuro,
apenas sobado, oloroso a grasa amarilla. Las garras caían a los costados del
hombre, como si la «uña caladora» pulsara el nidal de la daga, golpeando a
veces los patacones de la rastra, despertando en el gaucho montaraz quién sabe
qué instintos recónditos que le encendían la mirada, escrutadora de toda
sombra, y encendían en la sangre candelas de coraje que escapaban de pronto
cielo arriba, apuntalando el alarido, manera de bramar que el hombre
encuentra antes de atropellar con todo, para la vida, para la libertad, para la
muerte. ¡El puma! Hay un viejo duelo, un parejo rencor entre el puma y el
hombre, en nuestros campos. Allá, entre los chañares, en la bravura del
garabatal, la yeguada pare sus potrillos, les lame suavemente la pelambre recién
amanecida. La yegua no se aleja de su cría. Hasta pasa hambre y sed. El potrillo
apenas se sostiene sobre sus largas patitas. Intenta pasos, ensaya coces, mueve
su breve rabo alegremente, comenzando a gustar de la vida, olfateando la
gramilla que un día probará; dando cabezazos con dulce torpeza en las ubres
de su madre, provocando el manantial de su alimento. Cada pequeña corrida le
revela el mundo. Su mundo. Así, llega hasta el barranco, y se queda
estremecido frente al abismo, en cuyo borde los árboles pierden su verticalidad,
porque tras cada tormenta la tierra se les va. Así busca en la siesta la sombra de
los molles, hasta que la yegua, con nervioso relincho, se le acerca y lo quita de
la mala sombra. Dicen que el molle «tiene un aire llorador que hincha los ojos
y la fiebre». Y algo de esto es cierto, ya que hay muchos hacheros que se
niegan a derribar molles, y otros se han enfermado, hinchados y doloridos. Así,
el potrillo aprende a esquivar los hormigueros, las pencas, el falso romerillo, el
agua quieta. Apenas siente el galope de los puesteros ,comienza a ponerse
serio, y da vueltas alrededor de la yegua como si todo fuera poco para

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protegerse.
Y, a la hora dorada de la tarde, observa con gran susto la tarea de la iguana
en el piquillín pleno de sabrosísimas perlas pequeñas, rojas y negras. La iguana
elige el arbusto, se acerca al débil tronco y da en él un violento coletazo. La
fruta cae desparramándose en la tierra, y el animal devora grano a grano,
goloso, el dulce piquillín. Pero sucede entonces algo sorprendente: la iguana ha
sido espiada y seguida por una pequeña banda de zorzales, gustadores del
piquillín, pero cuyo fruto no pueden comer sobre el arbusto a causa de las
espinas, y deben aprovechar las perlitas caídas. Y para esto, están dotados de
una especial picardía. Un zorzal vuela y se pone a comer a pocos metros de la
iguana, como eligiendo los frutos más limpios. Ésta lo descubre y se lanza
correteando a la caza del ave, que fingiéndose sorprendida vuela al ras del
suelo la distancia precisa para alejar del banquete a la iguana. Y es entonces
cuando los otros zorzales aprovechan y comen a gusto, hasta que la iguana
retorna y corre a todos .los piquillineros. El potrillo va aprendiendo a entender
su mundo. Lo demás, se lo va dictando su especie desde el misterio de su
instinto. Poco anda, pero su madre lo conduce a trancos lentos hasta el árbol
bajo cuya sombra dormirá, sobre pastizales limpios, sin hormigas ni peligros a
la vista. Yo he trajinado durante años las serranías de mi Patria. He vivido largo
tiempo en las hondas quebradas, en los montes, en tierras sedientas donde el
salitral ostenta sus mentidos mares y sus falsos diamantes.
He pasado temporadas entre indios, entre kollas, mestizos y paisanos. He
dormido en chozas donde la miseria abochorna a todos los paisajes. He pasado
noches en las cumbres en los valles abandonados, atando mi caballo a lazo
largo, y asegurando la presilla en una espuela, dejándome una bota a medio
quitar para así despertarme al primer tirón. He contemplado las majadas,
brincando entre los peñascos de un paisaje bíblico, obedientes al ladrido del
pequeño perro pastor. He mirado potrillos tumbados sobre la dura grama,
dormitando, y allí cerca, a la potranca madre, recortando su silueta sobre el filo
de la loma. He pasado horas entre el gauchaje de antes, oyendo historias y
atendiendo consejos de paisanos casi centenarios, acerca de las diferentes
maneras de rastrear y cazar a los pumas, según el día, según el terreno, según el
viento. He visto perros destrozados y otros heridos por los zarpazos de «el
daño». He ayudado a curar brazos casi deshechos de gente que enfrentara a la
bestia con un perro no muy baquiano, y con la sola arma de un palo de mato o
de arrayán a manera de lanza. He aprendido a machacar la corteza del ceibo
hasta hacerla una masa y ponerla como cataplasma sobre las heridas. He
aprendido que la misma grasa del león, derretida y mezclada con buche de
avestruz es el mejor masaje.

He aprendido que encerrar mulas entre la yeguada es buena seguridad, ya

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que el mular piafa produciendo un gran alboroto que termina por ahuyentar al
felino. Los paisajes más bellos se suceden a lo largo del camino: cerros
montañosos y cerros de pedregal puro, ríos mudos y ríos cantarines, selvas altas
y montes achaparrados. Las mañanas se abren con el gran concierto de todos
los pájaros. Y la tarde, lenta y melancólica va recogiendo sus policromías,
mientras se oye a la reina-mora y al cacuy, extraños como una leyenda,
hermosos como una estrella o un poema. Y entre los rumores, el aleteo tenaz
del picaflor junto a la flor de la penca. Y en medio de esa naturaleza prodigiosa
y deslumbrante, el puma, cruzando los campos, vigilando desde lo alto de una
peña o bramando encerrado en la noche, bajo las distantes constelaciones
estremecidas. Y de pronto, el terror en el chiquero de las cabras. Y el relincho
de alerta en los potreros. Y un tropel de galopes desesperados que ahogan el
diálogo de las piedras con el río. Y la perrada que ladra, se revuelve y atropella
las sombras. Hasta que el puma, conseguido o no su propósito de matar,
escapa, mientras las voces de los hombres, antes vibrantes, son ahora un
susurro que organiza la persecución. Y tras de los cerros se acuesta la luna. Y
los ladridos se vuelven lejanos. Y el viento recupera su voz entre las ramas. Y la
montaña vuelve a su quietud de siglos entre grillos perdidos y misterios de
tiempo y de silencios.

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XX. CAMINOS EN LA LLANURA


P asa el viento sobre las pampas, sobre las sementeras, sobre la gramilla
infinita. Los pastizales parecen bailar una suerte de danza de débil vibración,
como si el viento al pasar dejara sobre ellos diminutos violines invisibles, en los
cuales los pájaros fueran a beber la raíz de sus trinos. Hay un otoño recién
abierto sobre la pampa, derramando, serenas mieles a lo largo del paisaje. Los
tiempos han cambiado. El progreso trajo monstruos mecánicos, y los anchos
caminos rastro cicatrizado de todos los adioses se convirtieron en cintas
asfálticas para que los hombres, conduciendo máquinas veloces, pasaran de
largo junto a los paisajes para sólo arribar a las ciudades. Antes, los caminos se
componían de infinitas llegadas. Los hombres que cruzaban la pampa en
carretones, o montando criollos caballos, aquellos «del aliento largo y el
instinto fiel», llegaban a las etapas que determinaba el corazón, el amor a la
tierra, obedeciendo el mandato de antiguas voces recónditas. Así, desfilaban
«llegando» al ombú solitario, al nido de horneros, al potrero de los toros, o de
la novillada, o del terneraje. Así llegaban a las viejas tranqueras, donde se
eterniza un pequeño lodazal amasado por el tránsito de bestias y el
amontonamiento de las reses. Al nido oculto entre los cañadones —misterio,
garzas y mariposas—. Los jilgueros saludaban la mañana del hombre, y sobre la
oscura mancha que bordaba la reja del arado, los labradores trazaban en las
melgas un pentagrama para anotar con semillas la música de sus silbos,
mientras jugaban las gaviotas las fantasías de una zamba plena de frescores
bajo la gracia del sol. A veces, como las paisanitas en las tardes, la pampa
cambia sus percales y enjoya sus encantos como si quisiera ,enamorar al lucero,
dócil flete plateado que la luna nueva .lleva de tiro.

Abre entonces su mágico arcón y expone todos los colores frente al espejo
de las lejanías. Y se queda pensativa largo rato, ya sin pájaros. Su rostro ostenta
el cobrizo tono indiano, y medita sin resolverse a usar color alguno. Sólo el
suyo, el de siempre, el marcado color de su raíz, de su tiempo, de su hondura.
El viento, sabedor y andariego, entiende ,estos estados de conciencia de la
pampa, y lentamente cubre el inmenso espejo de la tarde con un viejo poncho
oscuro. Y por ahí quebrando los cristales de la noche, uno que otro cencerro

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cuelga los tonos que precisa el paisaje, para que empiecen a nacer las vidalitas.
Esta es la tierra inexplorado por la juventud cantora de ,estos tiempos. Esta es la
llanura bonaerense: gramilla, médano, corcovo y caminos infinitos. Acorazada
en su historia y su leyenda, la pampa no está triste. Nunca está triste. El Viento
juntó en ella los tesoros ,del campo y los decires del gaucho. Muchos.
Muchísimos. Y al pasar en su viaje sobre los pastizales, deja caer las hilachitas
de los antiguos cantos, de estilos y milongas, de cifras y cientos, de historias y
refranes. Allí están, en los corrales, cerca de los montes, como nidos ,de amor y
de pudor, custodiados por los juncos del cañadón, ,o por los cardos, en la alta
madrugada, bajo la Cruz del Sur. Allí están, esperando. Esperando siempre,
atentos al rumor ,de los caminos, siempre listos para volar hasta el corazón de
los desvelados y prodigarse en consuelo, en gracia, en evocación, en belleza,
en conciencia y destino. Es verdad que las guitarras pulen sus donosuras para la
zamba, y es verdad que si las guitarras son auténticas de la tierra han de
traducir el exacto carácter de las chacareras. Y que frente a los algarrobales han
de rezar cabalmente una vidala. Pero poco se puede traducir si no se conoce en
profundidad el idioma del paisaje. Sólo él dicta sus leyes en cada pago, en cada
comarca. En materia de música rigurosamente folklórica no caben las
«versiones», no tiene sentido el «dicen que dicen…». Y mucho menos sirve el
tocar un tema porque sí, «porque a Fulano le sale bien». Este criterio, además
de barato, es falso, es antiartístico, antipaisaje. Un criollo santiagueño, en
Salavina, canta con áspera voz ,su copla. Pero tiene en su auxilio, para lujo de
su decir, su paisaje, su jumial, su arena, el aire de su pago, las candelas que los
abuelos encendieron en su sangre.

El artista que busca los caminos del canto nativo, aprenderá la melodía y los
versos de la canción. Pero el carácter, el «aire», el misterio y la gracia del canto
no los podrá dar sino después del desvelo. El desvelo que supone el andar, el
conocer, el meditar, el hacer antes de cada asunto musical un acto de
conciencia. El lucimiento, el espectáculo, el deslumbramiento, son cosas
secundarias y hasta peligrosas. Peligrosas, porque se corre el albur de fijar en
primer plano la figura y la forma habilidosa del artista, sin que estén presentes,
antes, y siempre, el paisaje, la comarca, el pueblo que amasó el canto con su
esperanza, su silencio, su color y su lágrima. Todo temperamento sin cultura,
muere. Tenemos institutos especializados. Tenemos academias y bibliotecas.
Tenemos gabinetes de investigación para el folklore, para la etnología, para la
arqueología, la lingüística y la música. Sólo hace falta, además del amor al
asunto y las oportunidades, voluntad y conciencia. Profundo anhelo de hacer
las cosas bien y con verdad. Después vendrá el premio al esfuerzo. O no
vendrá nunca. Pero la consagración está fuera de nosotros. No nos pertenece,
ni la debemos esperar. El gran dictado indica desde adentro. Afuera están sólo

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las cosas, y los caminos para el lento andar de los que anhelan aprender, saber,
meditar, traducir. Y entre tantos caminos, hay muchos abiertos como abanicos
sobre la pampa olvidada, sobre la gramilla infinita de la llanura. Penetremos el
misterio y la gracia del canto pampeano, antes de que la multitud de hilachitas
dejadas por el viento maduren demasiado en soledad y olvido. Porque después,
al paso que van los tiempos, quizá nuestro corazón reduzca su caverna
sensible, y ya no podamos contener para nuestro gozo voces tan importantes
como esas que atesora la pampa, bajo la Cruz del Sur, tan seriamente
maduradas en olvido y soledad.

El boyerito

Chaqueta remendada, sombrero de hombre.


Chiflando como un mozo que «anda queriendo».
Y húmedas de rocío las alpargatas,
antes de que amanezca sale el boyero.

Desde arriba lo besan las Tres Marías,


y el vientito que pasa le da consejo.
Y al verlo tan gauchito liar su tabaco
el lucero del alba le oferta fuego.

¡Boyerito !¡Paisanito!
En el trajín de los campos
entre penas y alegrías
vas aprendiendo a ser gaucho.

¡Boyeritol ¡Paisanito!
Hermanito de los sauces
dónde vas a soñar sueños
que no los conoce naide.

(Sueña que sueña el Boyero;


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sueña que va por la vida
sin penas en el sendero).

Él conoce los vados de las cañadas


y al cruzar los juncales, descubre nidos.
Tiene una madre gaucha, y el muy travieso
para sentir su beso se hace el dormido.

Lo conocen los peones, que en la cocina


miran las brujerías del trashoguero
A veces algún viejo lo mira un rato
y se queda pensando: Yo fui boyero …

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XXI. ONGAMIRA
Q uebrada de Luna. Rincón de Ochoba. Puerta del Cielo Nombres que los
paisanos pronunciaban como si mordieran frutas dulcísimas de una comarca de
ensueño: Ongamira. Aparecía de golpe, en el camino, este pago de ranchos
apretados entre rojizos terrones que copiaban las, formas de una extraña fauna.
Todo quedaba cuesta arriba: la soledad del campo, con, un aire fresco que
ondulaba las gramillas; las vertientes que bajaban de la parte oriental del
Colchiquín, hasta formar, detrás de los Supaga, una aguada de encantamiento
custodiada por cauces y chañares, llamada Yacochay. Los paisanos ocupaban
los domingos conversando, gustando vinos lugareños, entre «agora» y «velay»;
luciendo arreadores y rebenques de buena trenza, con yapas flecudas. Sobre los
fletes, la tarde curioseaba las cacharpas del apero, los mandiles azules o
bermejos, los estribos-caspi, el chapeao de las cabezadas, el lazo arrollado
sobre las ancas. En los patios el aire barría con suavidad la nievecita de los
jazmines, y de las cocinas se evadían aromas de membrillos asados, de maíz de
mazamorra, de azúcar caída sobre las brasas.
A veces, del fondo de las lomas venían los mugidos de la hacienda, de la
torada en celo. Las
horas pasaban lentas y claras, mientras allá en occidente, los dioses, sin
apuro, comenzaban a
encender las fraguas del ocaso para despuntar las estrellas gastadas de tanto
largo viaje.
Llegaba así la hora azul de las vidalas, en la última luz de Ongamira.

«Todos los que cantan bien


cantan de puertas p'adentro,
mi dulce cantar.
Yo, como canto tan mal,
canto de sereno al viento.
Mi dulce cantar…

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La guitarra jugaba con cristales desconocidos. Era otro el aire, otra la tarde,
otro el paisano.
Había que andar senderos de humildad, como los debe andar un forastero
que no quiere ofender ni la, gramilla que pis. Las muchachas acarreaban mate.
Y de sus manos sólo .emergía la bombilla, porque el recipiente estaba cubierto
con una blanquísima servilleta, como si le presentaran al cantor una paloma
dormida en la nieve. El brebaje tenía un acentuado sabor a yerba-buena, y
avivaba recuerdos de lejanas acequias, acercando paisajes nunca olvidados.
Recortando en el filo de las lomas su alta figura, bajaba de la sierra Deodoro
Roca, con su caballete y su caja de pinturas. Había estado entre los riscos de
Ochoba, yapando hilachitas dejadas por el viento. Deodoro tenía tercera
dimensión. Profundidad. Sentido cósmico. Más allá de su bufete de abogado
más allá de su casona toda libros, más allá de sus polémicas con los
académicos, de la vulgaridad seudointelectual, su motor trabajaba creando
mundos de color y de gracia, de amistad y poesía. Al rato, estaba Deodoro,
cubierto con su poncho puyo, mirando hacia lo lejos, como adivinando el
camino por donde se va la música cuando el canto ventea querencias
entrañables.
Junto al fogón, Carlos de Allende, vichador de troncos y ramazones,
estudioso de árboles, dehojas y raíces: un Lillo ,cordobés, pero al que la poesía
ganó debilitando al científico.
Por ahí, haciendo espalda en la barranca que limita el patio, Alfredo
Martínez Howard, elpoeta entrerriano que luego de correr el mundo ancló
definitivamente en Alta Gracia. Elmismo chango aquél de «Cuaderno de
estudiante», que miraba a las muchachas pensando:

«No aprendés a dividir,


y sabés multiplicar… «
Y como fundido en el crisol del ocaso, bajo el alero del rancho de Supaga,
Mario Bravo, ausente de todo trajín político, Mario Bravo, el tucumano,
hermano de las zambas y glosador de vidalas. El criollo aindiado, de pronta
imaginación para un cuento, para un recuerdo, para acercarnos hombres y
paisajes de su Tucumán bienamado. Entre los lugareños, el criollo
«avizcachao», como decía Deodoro: Don Feliciano Córdoba, con sus ocho
perros, cada cual con nombre y apellido: Usaba don Córdoba como
sobrepuesto, dos peleros de oveja sin recortar. Apenas estaqueados unos días y
sobados de apuro, sin tarjar ni recortar las garras. Y usaba un solo estribo, del
lado de montar. «Ansí puedo taloniar mi lobuno más mejormente. ¿Sabe?». No

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se afeitaba sino de lejos en lejos, «pa que la nieve de julio no me escarche la
yema de la cara…». Y andaba en su viejo caballo, seguido de sus perros. Tenía
una finca regular, y vacas, y ovejas. Y vivía solo, avanzao de antigüedad pero
fuerte todavía.
Don Córdoba era muy dado a escuchar. No fumaba. Cuando le ofrecían un
cigarrillo, respondía haciendo un guiño: «Gracias, no tengo vicios secos». Será
por eso que, además de buen vinito comarcano, bebía cada palabra que los
demás conversaban, fuera el tema que fuera.
Una noche se trenzaron a discutir Deodoro y el doctor Bravo sobre la
posible habitabilidad de la luna. Citaron revistas especializadas, opiniones de
extranjeros notables. Hasta el nombre estimado de don Mártin Gil anduvo
entreverado entre otros nombres difíciles como receta cara. La culpa de esa
charla la tuvo la luna, una luna redonda y solitaria que salió detrás de la Puerta
del Cielo. El pago estaba tan claro que no cabía ni la sombra de una intención.
El viento, ausente, y sólo la voz de Deodoro, en larga exposición, hablando de
estados cósmicos, de cielos estratosféricos y otras linduras del espacio. Don
Feliciano Córdoba no perdía palabra, y escuchaba con asombro creciente.
Hasta que no pudo más, y acercándose a Deodoro Roca, exclamó: «¡Pero,
nadita había sabío viajar mi doutor en sus andanzas. ¡Hasta en la luna se ha
metío más de una güelta, dejuramente!». Ongamira. Quebrada de Luna, Rincón
de Ochoba . Puerta del Cielo. Entre los terrones bermejos han de vagar las
sombras de tus poetas, de tus pintores, de tus gauchos. Muchos años han
pasado, y no he vuelto a trajinar el cuesta arriba de tu senda, entre higuerales y
durazneros, junto a la aguada del Yacochay, donde bajan a beber las palomas
siesteras.
Cada mimbre, cada piedra, custodian el eco de las voces que en la tarde de
Ongamira ofrendaron los poetas para el paisaje, para la evocación. Por caminos
sin regreso partieron muchos. No sé cuántas casas fijaron sus horcones después
de aquellos días, en 1938. Pienso, sí, en el cristal de la tarde, en los terrones
extraños, en esa soledad aquerenciada de guitarras, de poemas, de acuarelas, y
charlas, y silencios jugosos que me regaló la vida en Ongamira, allá, cerca de la
Puerta del Cielo…

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El c a n t o d el v i en t o

Ata h u a l pa Y u pa n q u i

XXII. DON JESÚS

«Se ha muerto don Jesús Luna,


buen criollo 'pa lo que mande'.
Difícil será olvidarlo
aunque no lo nombre nadie».
D on Luna era resero, albañil, domador, picapedrero y otras yerbas. Era «siete
oficios», como muchos criollos provincianos. Y como había tenido muy buena
criadez ostentaba sin orgullo su buena conducta, su generosa humildad,
siempre dispuesto a hacer gauchadas. Lo mismo rastreaba un puma, que
remendaba su maleta maicera. Lo mismo le quitaba el orgullo a un potro, que
le componía el calzado a su changa, gurisa sordomuda, espejito empañado de
la selva. Jesús Luna vivía entre los chañares de Cerro Colorado, detrás del
Puesto de los Bulacios. No tenía camino para llegar al rancho. Era una senda
angosta, espinuda, crecedora de matas a la primera humedad. A la media legua
se abría el monte en un claro que llamaban «el patio». Allí estaba un corral, las
cabras, la lechera, las gallinas, y la casa, donde una hermana vieja arreglaba las
cosas, entendiéndose con la changa, en cuyos ojos nacía cada mañana un
paisaje de pájaros mudos y viento sin música. Entre los gustos criollos, don
Luna tenía uno preferido: era un narrador. No andaba por ahí buscando quien
lo escuche. Pero si alguna vez la cosa venía con rumbos al cuento, a la historia,
al sucedido, don Luna sacaba una tosecita cortona, y mientras trazaba con el
índice quién sabe qué dibujos sobre la tosca mesa, comenzaba siempre con las
mismas palabras, como un ritual de voces llamadoras de la buena memoria:
«Ahura que dice eso, yo siempre me sé acordar de una güelta». Y así,
despaciosamente, casi sin levantar la vista, relataba algún asunto, algún
acontecimiento del pago, gracioso o dramático, pero sin desperdicio. Le salían
imágenes «como pa verso», pero sin duda no eran más que el vivir entre piedra,
y algarrobos, chañares, represas, soledad y pájaros.
Indudablemente, don Luna era un amigo del Viento sembrador de
hilachitas, el Viento de la leyenda. Por eso encontraba, sin buscarlas, las formas

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de expresión que le dictaba la tierra, el pago, la vida. Por eso decía los detalles
de una doma, en que el potro le quería robar las riendas en furiosos estirones: Y
a mí se me aburrían las manos de hacer juersa o hablando de un día lindo.
«Pasaban los pajaritos con los colores más lindos y cantando de un modo…
como si Dios hubiera desparramao azúcar en el aire» o sobre asuntos serios:
«Y… amigo, la esperanza es como la flor del garabato. Ahí está, arribita, pero
hay que hincarse con tanta espina, de no, no se logra». En las noches del
verano, cuando en el boliche tocan «la música», don Jesús, sin bailar ni
truquear, se quedaba horas escuchando la sucesión de chacareras, remedios,
valses y zambas. A veces, la hora alta lo hallaba fuera de las casas, y entonces
montaba en su doradillo y partía como sin ganas, rumbo a sus montes. Y como
si lo llamaran de atrás, acomodaba la oreja «pal lao del viento» para no
perderse el final de una vidala que el viento de la noche le acercaba como un
presente antiguo, como un saludo de viajero a viajero.

«Su lazo de diez brazadas,


su flete de ganar reales,
su hacha de abatir palos
guapeando en los pedregales.
Su niña triste y enferma
con un rosario de males.
Su rancho en medio del monte
sin caminos y sin calles,
con sólo una senda larga
entre los algarrobales…
Se ha muerto don Jesús Luna,
buen criollo 'pa lo que mande'.
Difícil será olvidarlo
aunque no lo nombre nadie».
A veces, ejecutando uno de sus siete oficios, se pasaba los días enteros
emparejando palos de piquillín para postes. Afilaba la azuela como para
afeitarse y luego pisando el palo, comenzaba la tarea, haciendo que el
filosísimo acero fuera puliendo y redondeando la madera, frenándose en la
alpargata con justo golpe. Todo lo hacía con medido tiempo, sin apurarse. De a

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ratos, cuando el trabajo se lo permitía, solía canturrear alguna cosa, para él
solo. Y cuando por torpeza o distracción cometía algún error, sacaba mal un
palo o forzaba un torniquete, se retaba diciéndose: «¡No cantés, que estás de
duelo! ».
Pasaba por el camino de la Quebrada Brava, la caravana de jinetes, rumbo a
Caminiaga, para las fiestas de la candelaria. Don Luna, golilla al viento, lucía
sus pequeñas espuelas antiguas. Allá en el pueblo colmado de peregrinos y
curiosos, la plaza ofrecía la sombra de los viejos aguaribays. Y en los
bosquecillos cercanos, envueltos en un aire de inocencia, un grupo de paisanos
pasaba la siesta tabeando de lo lindo, donde Ramirez y Contreras lograban lo
mejor de las chirolas con su pulso sereno, su ausencia de avaricia, y la cabal
vuelta y media del «hueso». Allí estaba don Jesús Luna, con sus amigos, que lo
eran todos. Y al caer la tarde, volviendo al Cerro Colorado al tranco de la
caballada, los viajeros hacían un alto en la marcha, cerca de El Pantano. Liaban
su tabaco, armando cigarrillos, bebían los fletes en el agua clara, y charlaban
un rato. Allí comenzaba la tosecita de don Luna, y el relato jugoso de algún
sucedido. Cuando volvían a montar a caballo, ya los grillos estaban sacando la
noche desde el fondo de las grutas.
Al llegar a la aldea de Cerro Colorado, los jinetes se separaban, cada cual
camino a su casa.
Don Jesús pasaba de largo el río, el caserío de los Sosa, el pencal de los
Gayanes, Las Trancas, y enderezaba hacia el norte, rumbo al Puesto de los
Bulacios. Junto al pozo grande, abandonaba el ancho camino y ganaba el
monte por la estrecha senda de los chañares. En la noche, apenas si resonaban
los cascos del doradillo, como si se cuidaran de no despertar los pájaros. Don
Luna atendía la ración de su flete. Colgaba en una horqueta la bajera sudada.
Bajo los horcones quedaban riendas, lazo y arreador. El hombre contemplaba
las estrellas, averiguando el tiempo de mañana. Penetraba en el rancho, y se
quedaba un rato observando el sueño de su changuita, la niña cercada por
todos los silencios del mundo. Conociéndolo a don Luna, no era difícil adivinar
sus pensamientos de esos instantes. «¿Para qué brinca el agua en el río? ¿Para
qué cantarán los zorzales y las reina-moras, si ella no puede escucharlos?
¿Dónde, en qué rincón del monte, debajo de qué piedra están las palabras que
Dios ha destinado para que ella las pronuncie?». Jesús Luna salía con la
mañana en ancas de su caballo, «pal trabajo». Y como era «siete oficios», lo
mismo amansaba un potro o lidiaba con arena, portland y agua, o pulía postes,
o rastreaba pumas, o curaba novillos en la sierra «dagüelteando la pisada»,
mientras pronunciaba en voz baja antiguas y rituales frases. Y cada semana se
proporcionaba la ocasión de una historia. Y don Luna soltaba su narración:
«Sí… Me sé acordar de una güelta, cuando Rufino Galván cruzó el maizal de
frente a las casas. Caminaba cayao, como el destino. Un día amaneció

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dolorido. Le echó la culpa al frío, al calor, a la fatiga. »Questo que lotro, la cosa
es que no andoy bien… «
Pero a las pocas semanas ya no pudo levantarse. Veía la vida del monte
desde la puerta entreabierta. Y el hombre, con la osamenta tullida, contemplaba
las travesuras del sol y del viento en la arenita del patio, apenitas nomás. Murió
a lo criollo, según nos contaban la noche del velorio. Seguramente sintió que se
iba, y llamó a la vieja hermana. Le pidió que le ensillara el doradillo, «pero bien
ensillao». ¿Pa qué…? Preguntaba la familia. Y él respondió: «Pa verlo. Ensillado,
sujetá las riendas arriba, y tráilo del cabestro hasta el patio. ¡Pasialo, pa' verlo!».
Le cumplieron el gusto. El último gusto. Y le pasearon el flete por el patio, frente
a la puerta del rancho. Desde el rincón, medio acomodado en su catre de
tientos, don Luna contempló su caballo. ¡Su caballo! No sería raro que en ese
momento, su corazón de criollo le hubiera prestado la necesaria fuerza para
que suelte una tosecita, como ésa con que solía anunciar el comienzo de un
cuento, de una historia, llena de imágenes lindas como pa verso. Y así mirando
su caballo «bien ensillao» se fue yendo de la vida, callado, como el Destino.

«De a pie, o en sulky, o en carro,


los criollos de estos lugares
acompañan a don Luna
por medio de los chañares.
Son 'siete oficios', como él.
Gente de los pedregales.
Paisanos de monte y cerro.
Gauchos de las soledades».
«Se ha muerto don Jesús Luna,
buen criollo «pa lo que mande'.
¡Difícil será olvidarlo
aunque no lo nombre nadie …

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Ata h u a l pa Y u pa n q u i

XXIII. OTOÑO
H a llegado el otoño, pintor de la Pampa. Y sobre la Pampa va pasando el
Viento, desnudando los montes, emponchando a los gauchos. Los potreros
ostentan un lujo de oro viejo en los chalares, donde la mañana aprende nuevos
tonos para su canción amanecida. El cielo está más alto, y los cañadones, en los
que el verano solía reflejar sus grandes nubes blancas, están aprendiendo a
conocer la soledad. Los caminos se pueblan de balidos, porque los hombres
están cambiando de potrero a la novillada. Trajinan un poco los reseros y
luego, al emparejarse la marcha de la tropa ya pueden líar un cigarrillo y pitarlo
lentamente, mientras los chuzos se aburren al tranquilo, sin tener una mosca
que espantar. Han de llegar los días de la yerra, después de la segunda helada
grande. Los capadores gauchos han de operar los potros y el toraje. Todo ha de
salir bien, si lo hacen con luna en menguante.
En esos días las estancias estarán muy visitadas. Sulkys, caballada,
camionetas, automóviles de lujo, paisanos y curiosos. Antes era otra cosa.

«Aquello no era trabajo.


Más bien era una función».
Antes. Cuando la pampa no estaba ceñida por las alambradas; cuando los
paisanos errantes y los chasques cruzaban «po ande quiera»; cuando los
mendigos viajaban de a caballo, de estancia en estancia, y se los distinguía por
un pequeño cencerro que soltaba su bulla desde la gargantilla de viejo
mancarrón. Cuando la bisabuela Natividad Guevara resabio tehuelche en pagos
de Pehuajó fumaba en las tardes su pipa de yeso bajo los horcones del rancho,
envuelta en un silencio que parecía nacerle de las largas trenzas color ceniza.
Antes… Cuando los viejos de la familia volvían de los campos respirando
fuerte, impregnados de un paisaje con maizales sol y pájaros. Dejaban en los
patios sus implementos, azadón, lazo, bozal, y enderezaban hacia la cocina
para hacer entrega de un peludo o un pichi que habían pillado por ahí. Cuando
los caminos no tenían otra música que el repicar sereno de los galopes, o el
sencillo tarareo del paisano, mientras los teros alborotaban en el bajío, y allá

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arriba, como llevándose la luz de la tarde pasaban las bandadas de patos
Cuando las mujeres con ademán de arpistas extendían los brazos sobre los
telares primitivos, anudando los hilos en el «alma» del tejido que un día seria
poncho. La reminiscencia me trae en tropilla esas imágenes que ya creía
perdidas para siempre, y veo a las mujeres del Sur, afanosas hilanderas,
sentadas en sillas «petisas» retobadas con piel de oveja.
Dos meses ocupaba esa tarea. Y al tiempo cabal, la mujer se erguía, cortaba
los amarres del telar, pasaba la mano en amplia caricia aprobadora sobre la
prenda. Y era justamente entonces cuando ya estaba plena su madurez de
madre. Porque era costumbre pasar los dos últimos meses del embarazo
trabajando un poncho. Tiempo milagrero. Tiempo de sazón. Un día cabal, la
mujer sella el tono mejor de su destino entregando un poncho para su hombre,
y un niño para el rastrojo, para ,la Pampa, para el mundo …

«Dende el vientre de mi madre


vine a este mundo a cantar».
Pasa el viento sobre la llanura …
Las guitarras se tornan pensativas, ahondando su intimidad. El lujo de la
danza se fue, abrojo sonoro prendido en los flecos del diciembre fiestero.
Guitarras otoñales sueltan sus quejas en la tarde, apuntalando el sentir de los
paisanos. Y es varonil la queja, en el sobrio decir del payador.

«Popular tradición de mi tierra


que empañada por otros albores,
viste caer deshojadas las flores
por el tiempo implacable y traidor».
El tiempo del canto está fijado por decisión del hombre. Las guitarras no
mudan sus colores si el hombre fija en ellas su verdad, el color de su nacencia,
de su raíz, de su ,afirmado espíritu. Si el hombre, ganado por la confusión, por
ausencia de personalidad, por ambición o envidia, busca reflejar en las
guitarras otro discurso, ajeno a su paisaje, no logrará acomodar conformidades
en su conciencia de criollo. Y creará, además, un precedente peligroso, una
escuela sin destino, un arte con falsedad. Puede hacer y crear música. Pero no
debe usar el pasaporte sagrado de lo ya tradicional, de las formas que ya son
esenciales para el alma de la Patria. Hacer eso implica sentido de ventajeria
barata, además de inmoralidad artística. Cada generación toma la herencia que
le deja el quehacer ,de los hombres manejadores del arte popular, del canto

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criollo. El solo pensar en esto debiera despertar el sentido de una tremenda
responsabilidad. Si se ama a la Patria, si se la respeta, si se cree en sus ,símbolos
y en su raíz, en su gaucho, en su paisaje, en su destino, no se puede crear un
arte innoble, ni se debe imprimir un modo extraño, no verdadero, falso de toda
falsedad. Pueden gustarnos, de un árbol en el campo, su tronco, ,o su ramazón,
o sus hojas, o el cielo que a través de las :ramas se dibuja en la tarde. Pero no
podemos pintar un ombú con los colores del abeto, o del limonero, o del
sándalo, ni adjudicarle condición que no tiene, ni forma que no ostenta. La
honradez nos obliga a mirarlo ombú, a cantarlo ombú, a amarlo ombú. La
herencia que podamos dejar .a la juventud cantora de mañana, no será ni
nutrida, ni rica, ni fantástica: será un sentimiento, y una conciencia, y un
antiguo amor de sangre, paisaje y sueño que nos vienen de muy lejos, en las
venas y en el Viento sembrador de los cantares más bellos de la tierra.

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XXIV. NOSTALGIA
T enía necesidad, verdaderas ansias de escuchar una canción tradicional, de
reencontrarme con el alma de mi Patria, de contemplar su rostro espiritual, de
oír el latido de su corazón sensible. Esto me ocurría noche a noche, en Buenos
Aires, en la primavera del cincuenta y uno, a mi regreso de Europa.
Aunque en dos años de vagar por el viejo continente me habla colmado de
asombro, de admiración, de luz y caminos, comprendí que también habla
acumulado demasiada nostalgia, y precisaba sacudirme de ella. Siempre he
sido un tanto gustador del estado nostálgico, ese movimiento del alma, caracol
de rara bruma donde se aprieta un recuerdo, regusto de un estado meditativo,
íntimo estar, como tan lindamente dicen los quichuistas: Són- kop-ujúmpi, «En
el corazón, más adentro». Pero de ninguna manera complace a nadie ser un
esclavo de la nostalgia. Por eso, al pisar la tierra bienamada, me dije con
decisión: Bueno. ¡A saludar a los abuelos! Y como mis abuelos, el de rostro
blanco y el de tez bronceada, ya han cubierto sus cenizas con sus árboles
preferidos, uno, el ombú, y otro, el algarrobo, salí a encontrarme con el alma de
ellos que siempre está en las guitarras argentinas. Buscaba en las noches de
Buenos Aires la guitarra que hablara el idioma de mi sangre, que dijera el
indiano decir de los salitrales, que me acercara al reclamo del cacuy. Una
guitarra que dijera con sagrado acento la palabra Pampa. Una guitarra con
caminos y leyendas, tibia de arenas infinitas, temblorosa de constelaciones. Una
guitarra cantadora de penas superadas. Una guitarra serenada y honda,
guardadora de coplas. Una guitarra simple como el lenguaje de las madres,
prudente como un paisano del sur, llena de miedos cósmicos, como el alma del
indio. La había soñado ya bajo los árboles del paseo del Luxemburgo, en ese
otoño de París, cuando las piquetas de la nostalgia comenzaban a cavar 'un
socavón de saudades. Y allá en las aldeas del Norte de Francia, por Lens, por
Arranz, oyendo a los muchachos de la zona carbonífera con sus acordeones
graciosos, pensaba en las danzas de mi tierra, en los claros payadores que en mi
infancia escuché.

Y evocaba pericones en la Macedonia búlgara, camino del Mar Negro,


viendo bailar la Rechenitza y él Joró a los aldeanos de blancas polainas y

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bordadas chaquetas. Un fantasma de bagualas y ponchos puneños se me
aparecía en las montañas de la Transilvania, en la naciente primavera, con
cornetas iguales a nuestros erkes indianos. Como en malón me atropellaban las
coplas vidaleras junto al Danubio húngaro, cuando escuchaba las romanzas
zciganas en esos violines apasionados que hablaban de amor junto al hechizo
de los címbalos. Los cantantes, gitanos-magyares, hablaban de muchachas
rubias y de mozos de altas botas. Y yo los escuchaba, mientras me rondaban
ecos de viejas vidalas, resonancias de lejanos estilos sureros de mí Patria,
sombras de galopes, refranes, alaridos, silencios y pensares de mis gauchos.
¡Runa, allpacamaska!, «¡El hombre, es tierra que anda!». Por eso, por la lágrima
nunca vertida por el suspiro nunca exhalado, por esas vitales razones nacidas
de la sangre y del silencio, buscaba a mi regreso la voz de las guitarras
argentinas. ¡Y sin ningún esfuerzo, las hallé! Sí. Las encontré por ahí, donde la
medianoche porteña simula salamancas provincianas, para que cada cual
arrimesu soledad al fogón de las coplas y el recuerdo. ¡Benditos sean, cantores
de la noche, que tan lindamente tan cabalmente adornaron la nostalgia que mi
corazón cargaba desde tanto tiempo! Sí. Ahí estaban, los changos de mi tierra,
misioneros de artes olvidadas. «La Donosa», «La Belenista», «Viene clareando»,
«Vidala del Culampajá», «Añoranzas», «La vidalita de Joaquín González», «De
mis pagos», «La Arunguita», «Tristeza de un santiaguefio», «La Resentida», «La
Telesita»… Ahí estaba el conjunto «Llacta Sumac», lleno de verdad y de fervor,
con Esteban Velárdez y Lorenzo Vergara al frente, con Arboz y Narváez, con
Miguel Ángel Trejo. Piano, guitarra, requinto y bombo. Sin primeras figuras, sin
hombre en primer plano. Todos, al servicio de la canción nativa, de la canción
sagrada, sencilla, auténtica. Unos, de La Rioja. Otros, de Tucumán. Otros,
porteños. Pero la vidala era vidala con pureza y mensaje. Y no podía ser de otra
manera, ya que a todos ellos les asistía una vocación, y una conciencia, un
respetuoso amor Por el folklore anónimo y por los temas de los músicos criollos
que nutrían su repertorio.

Escuchar a «Llacta-Sumac» era asistir al desfile de antiguas coplas


caminadas, decantadas por el tiempo y el camino. A cada danza, su ritmo. A
cada canción, su exacto sentido. El alma de la tierra está siempre presente, para
la gustación de los públicos nuevos, para el goce del público en general, para la
emoción y la gratitud de los que, como yo, se allegaban anhelantes de una
verdad sencilla y elevada. ¡Benditos sean, muchachos de mi tierra! Nunca
alcanzaré a expresarles del todo lo que mi corazón recibió de esas guitarras, de
ese decir vibrante y entonado, de ese respeto por la herencia lírica, único tesoro
invalorable que jamás envilece a los pueblos que lo aman, lo cuidan, y lo dan.
Sí. Yo encontré en la noche la guitarra anhelada. Estaban ahí las vihuelas,
apretadas contra el corazón del dúo Benítez-Pacheco, uno riojano, otro

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catamarqueño, y los dos, traductores de la pena y la gracia contenidas en el
canto, nacional. El chango Peralta Luna, fiel a su timidez mal controlada,
apenas si bordaba los cielos de la zamba. Y su adorno era justo, porque en las
venas le caminaban los dictados de sus abuelos shalacos, y lo hacían ordenado
en su grato discurso de pianista criollo. Y veraz, porque aunque amaba los
ritmos de América, nunca tuvo la tentación de ofender a la vidala con un
acorde que no le correspondiera como paisaje, como luz comarcana, como
color de querencia. Jamás. tocó zambas «a lo Nueva York», y menos se le
ocurrió nunca mezclar en el ritmo los acentos de los valsecitos peruanos, Sí.
Encontré las guitarras, vibrando en manos de Martínez-Ledesma, uno
tucumano, otro santiagueño. Aunque más preparados para «lo nuevo», respetan
lo eterno. Y oyendo en boca de ellos una chacarera, yo evocaba aquella tierra
de arenas calientes y noches abiertas, de Sumamao, de Silipica, de Cansinos,
donde el hablar de las gentes ya es música, donde corren los changos para San
Esteban, donde en las fiestas se cuelgan cosquillas que penden de las ramas de
los, churquis, y las muchachas ríen con candor, mientras a la sombra de los
algarrobos los musiqueros encienden las fraguas de la hechicería, y comienzan
a brotar las «truncas», los marotes, los escondidos, los «musha». Y el bombo
alcanza resonancias rituales, y danzan los reverberos cerca de los quiscaloros y
los ucles, mientras los santiagueños se entregan a la danza, olvidando toda
pobreza, todo desamparo, toda lejanía …

Sí… Estaban las guitarras preparadas para el canto de la tierra. Estaban


estremecidas de chayas y de coplas, acompasadas, serias, en manos de los
Peralta-Dávila, muchachos de aquel Chilecito de claras calles apacibles, entre
viñas milagreras y soles firmes. Guitarras que traían el aire ennoblecido de
Samay-Huasi, con sus álamos, su acequia, sus sauzales, el sendero de las siete
Piedras por donde vaga la sombra pensativa de Joaquín V. González. Yo los
escuchaba, agradecido por los recuerdos que traían a mi corazón, y evocaba mi
paso por Tinogasta, por Pomán, Londres, Belén. Veía la majestad del Famatina,
el camino a la Mejicana, recordaba los vientos desatados de sus mesetas, los
paisajes tendidos a lo lejos, el desierto, la sucesión de cumbres al oeste. Y el
calor allá abajo, y la arena rojiza de Vichigasta, y el abanico de sendas en
Patquía, y la paz de Los Llanos, jarilla, breas y chañares en una pampa
montuosa de misterio y de historia aquietada. Ahora, al recordar en estos días el
tiempo pasado, a pesar de que no han transcurrido muchos años, me asalta un
pensamiento que me torna confuso y me llena de preocupaciones. Pienso en la
gente viajera. Pienso en los hombres que parten del país por algún tiempo.
Pienso en los argentinos que se ausentan por dos años, o más. Y me pregunto:
Cuando retornen, ¿hallarán las guitarras traductoras de la verdad nacional, el
acento paisano, la voz de la comarca añorada…? Cuando retornen, ¿estarán los

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cantores preparados de verdad folklórica, de respeto por el alma de la tierra,
para cantar las coplas provincianas con autenticidad? Temo desde ya, no por
mi, sino por la mozada viajera, que tal vez al regreso las guitarras no le
muestren la verdadera fisonomía del espíritu nativo, que la confundan y la
engañen, aún sin quererlo.
Temo que haya que desbrozar mucha selva de «innovaciones», que carpir
mucha maleza inútil, para hallar la margarita que Dios puso sobre el campo
para gracia del paisaje, pequeñita verdad, luz, aroma y color sobre la tierra.
Quizá tono primero de la más tierna copla que el Viento de la leyenda
sembrara sobre la Patria nuestra …

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XXV. BENICIO DIAZ


T oda la tierra santiagueña es un riquísimo yacimiento quechua. Los pueblos
viejos levantaron sus caseríos a lo largo del Salado, entre los bosques, bajo soles
ardientes, con oscuras acequias cuyas aguas los nativos «aclaraban» con
penca'i tuna. Después llegó el ferrocarril. Las vías se tendieron a lo largo del río
Dulce, y prosperaron nuevas comarcas criollas, mientras se empobrecían las
viejas aldeas indias del Salado. Para colmo, este río, entre arenales implacables,
desapareció en leguas, y sólo de tanto en tanto asoma su espejo entre los
montes y barrancos sedientos. Allí, cerca del agua preciada, las mujeres instalan
sus chozas, mientras los hombres combaten en la selva con los inmensos
quebrachales, o marchan hacia el Tucumán de los ingenios azucareros. La
región «shalaca», como llaman a la zona del Salado, es la comarca indigenista
más antigua e importante de la provincia, Allí se encontraron los hermanos
Wagner. Allí nacieron las mejores vidalas, alabanzas, chacareras, de síncopa
indiana. Allí asomaron a la vida folklórica los más diestros bailarines, las
mejores tejedoras y randeras, los más afamados «compositores» de huesos rotos
y los magos de la medicina quichua. Allí pasaron su vida, entre el asombro
respetuoso y supersticioso de las gentes, los «domadores de tormentas» más
famosos del Salado.
Estos extraños personajes aparecían cuando estaba el tiempo nublado y
ofrecían sus servicios al que tenía pequeña huerta o sembrado nuevo. Cobraban
por anticipado un par de pesos y hacían noche en medio de la siembra; y
amanecían luego de la tormenta, con las ropas sucias y el rostro descompuesto,
y la melena en desorden. Habían peleado «mano a mano» con la tormenta y la
habían vencido con su magia particular. Claro es que casi siempre aparecían un
par de botellas vacías entre los sembrados. Cuando comenzó el país a
interesarse por los temas musicales de origen folklórico, todo santiagueño
amigo del arpa o la guitarra vio la posibilidad de un camino de prosperidad
económica y fama nacional. Se produjo, aunque no deliberadamente, una
sucesión de «recopilaciones» que tenía color de piratería folklórico. Y se
produjo en Santiago un éxodo de artistas y «sacha-músicos» que se largaron
hacia el sur, camino de Buenos Aires. Entre los que nunca sintieron deseos de
abandonar su pago ni por su fama ni por su plataestaba Benicio Díaz. Este

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mozo, criollo y quichuista, tenía en su alma todo el color, el drama, la alegría y
el lirismo de su tierra «shalaca». Tal vez no haya habido en toda la provincia un
tocador de chacareras tan artista y cabal como Díaz. Con su hermano Julián
formaron el dúo de músicos populares de más autenticidad. Conocía Benicio
los secretos de cada compás de la danza. Salavina tenía su canto, su arena, su
luz. Atamiski tenía su sol, su travesura, su sonrisa. Loreto tenía su empaque, su
orgullo indiano, su antigua castellanía. Silípica tenía su silencio y sus pencales.
Sumamao ostentaba su paz de adobe claro y cielo azul, donde los veintiséis de
diciembre los muchachos hacían las tradicionales «corridas de indios» en la
festividad de San Esteban.
Todos estos detalles, y mil más, conocía Benicio Díaz, y los incorporaba al
tema de sus danzas y sus vidalas. Ahí estaba el secreto que desconocían los
otros «folkloristas»: el arte de hacer música con rigor tradicional, con ritmo
exacto y criollo acento melódico, y además con todo el color, y el lenguaje, y
el aire y el paisaje de la zona a que cada tema pertenece. No en chiste una vez
dijo Enriquez, citando a Díaz: «Toca en quichua». Y era verdad. La voz de su
sonido era quichua. Inteligente y observador, Benicio Díaz preparaba sus
danzas sin apuro. Pulía, compás a compás, la chacarero o la vidala. Buscaba el
tono adecuado, el acento expresador. Y trabajaba sin drama ni ostentación. Era
un criollo de veras. Sencillo y bondadoso, nunca puso precio a su arte, y nunca
fue un profesional del folklore. Tampoco se dejó engañar por los señoritos, que
reclamaban a menudo su participación en una fiesta. Sabía bien quiénes eran
sus amigos y quiénes aparentaban serlo. Quedan de él muchas vidalas,
chacareras, algunas zambas, alabanzas, escondidos, gatos, huellas. Más de
treinta años de andares y cantares formaron su prestigio popular. Casi todos los
nativistas santiagueños de la última hora han tomado el modelo de las
chacareras de Díaz para sus composiciones de éxito. Es posible que lo nieguen
con el tiempo.
Siempre ocurre así. Pero no podrán negar la influencia que Díaz ha tenido
en el ambiente santiagueño durante años. Está el pueblo para defender esa
verdad. Hace muchos años nos dimos con Benicio Díaz el saludo de
«hermano». De él aprendí muchas cosas, cosas del paisaje santiagueño y su
música. Viajamos mucho por las selvas y las salinas. Soles quemantes nos
vieron andar por esos campos «shalacos», dando nuestro canto al paisanaje, sin
hacer profesión. No sólo su hermano Julián ha quedado sin aparcero. También
ha entrado la soledad en mi corazón. Y pienso que la mejor manera de honrar
al artista y al amigo muerto es expresando con toda verdad el espíritu del
hombre y su paisaje. ¡No han de separarse tus danzas de mi guitarra andariega,
hermano Benicio! Y tu vidala «Andando» seguirá diciendo las cosas de la tarde
en tu tierra de Salavina, en esos minutos de la última luz, cuando la brisa viene
de los jumiales sedientos para escuchar la copla:

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«Conozco todos los pagos.
Los, de ayer y los de hoy,
andando …
Y así me paso la vida
sin saber ni adónde voy,
andando …
Corazón triste
pensando en tu amor …».

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XXVI. EL COMPADRE CHOCOBAR


F elipe Chocobar es un indio sabedor de sendas y lejanías. Hace mucho
tiempo ya que se doctoró en baquianidad andina. Nació con todas las
condiciones para ser un baquiano y un rastreador de ese complejo mundo de
valles y quebradas, huaycos y «refaladeros», pajonales y nieves, cumbres y
abismos del infinito valle calchaquí. Chocobar nació en la comunidad indígena
de Amaicha del Valle, en la esquina más lejana del noroeste tucumano.
Amaicha, que quiere decir «Cuesta abajo», era una aldea formada por la
reducción de las familias indias en el siglo XVII. En aquellos tiempos los hombres
se nombraban Maman¡, Chaile, Chocobar, Chauqui, Condori, Agualsol,
Sarapura, Tolaba… Luego vinieron Arces y Rodríguez, Maidanas y Suárez, y se
creó una suerte de mestizaje que afirmaba el criollismo de la colonia. Cuando
pasé por Amaicha comenzaba el año 1932. Venía yo desde la Ciénaga de los
Terán, cruzando Tafí del Valle, Cara-Punco, Río Blanco, El Infiernillo… Tierras
altas y pastos ricos. Caballada flor, pashucos peruanos repicadores del suelo
con fuerza y con gracia. Gauchos tafinistos, mestizos, gente de piel blanca
curtida por los soles, pero con el clásico perfil del indio. El sello de cóndor en
su perfil, las pestañas chuzas y el ademán prudente. Gentes que miraban con
infinita libertad, con una serenidad sin miedos. Gentes con mucha confianza en
su brazo, en su flete, en sus espuelas, en su paisaje. Llegué a Amaicha con el
corazón cargado de bagualas. A lo largo del viaje me acompañó ese grito que
nunca se despeña, y que los tafinistos antiguos llamaban el «Joi-joi». Porque,
antes de lanzar la copla al aire, como forma de probar la voz, elevaban el grito
diciendo: «Joi-joi». Y así, un par de veces. Y quedó esa voz como sello, como
estribillo o refrán del viejo cantar arribeño.

Se descolgaba de la alta soledad del hombre la baguala, corría en la tarde


resbalando en las mesetas donde la nieve se arrincona en los peñascos,
brincaba sobre los huáycos y ganaba las laderas, para perderse perseguida por
todos los ecos que el canto despertaba.

«¡Joy… joy…

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De las peñas vengo.
Pal valle me voy!».
Desde las cuestas del Cara-Punco y el Infiernillo se tendía un largo camino
que serpenteaba en lento y porfiado descenso, hasta llegar, después de
trajinadas leguas, a Amaicha del Valle. Quedaban, como postas del viajero, la
pequeña escuelita de El Cardonal, el apeadero de San Antonito y un extraño
lugar llamado Tio-Punco, que quiere decir «Puerta del arenal». Y al final, como
en una hollada, Amaicha del Valle, pequeña aldea, con ranchería
desparramado a lo largo del río, con el nombre de Los Sassos, Ampimpa arriba
y Ampimpa abajo.
Allí nació Felipe Santiago Chocobar. Allí corrió sus años changos, bajo la
vigilancia afectiva de su padrino, el cacique Agapito Maman¡. Como todo
muchacho indio, «bien alvertido», fue marucho. En los largos viajes de los
hombres con hacienda, con cueros, con piezas de cacería, Chocobar era la
sombra pequeña que cuidaba las mulas, los arreos, elegía los rincones del
pastoreo, las aguadas. Con el tiempo adquirió la baquianidad, y al llegar a
hombre ya no tenía secretos la montaña, ni el valle, ni la senda. Además,
mantuvo siempre su orgullo de indio amaicheño. Los trajines de su oficio lo
llevaron a Bolivia, a Chile, a través de las punas, los salitrales y las cordilleras.
En cada aldea del camino dejó un cordial recuerdo una amistad, un fogón
encendido para meditar.

¿Por dónde no habrá andado este Chocobar inquieto, coplero, amansador,


viajero del largo camino? Se casó con una criolla, hija de don Manuel Arce, y
se alineó en las cumbres de Raco. Allí lo hallé una tarde, hace muchos años,
cuando decidí vivir un tiempo en esas soledades. Chocobar me ayudó a
levantar los horcones de mi rancho, allá, cerca de las nubes, entre las cumbres
raqueñas, en las que pasé una de las etapas más solitarias y hermosas de mi
vida. Muchas noches, desde mi lugar, solía traerme el viento la voz del
amaicheño, colgando en la sombra del sendero la copla preferida:

«Charanguito …
Huáccan hermano
La melodía, conservando el modo clásico pentatónico, jugaba a frases como
desprendidasde algún antiguo yaraví. Otras veces, la voz de Chocobar era
baguala pura:

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«Cafayate y Tolombón.
Bollo grande y llenador …».
«China fiera, rastrojera …
Isabel Aretz Thiele, cuando recorrió los valles juntando melodías y coplas
folklóricas, anotó cinco modos distintos de bagualas vallistas, todas dictadas por
Felipe Santiago Chocobar. Este hombre, tan completo en su oficio, solía cantar
acompañándose con la caja, el viejo tamboril andino. Tenía en su rancho hasta
tres tamboriles diferentes, los cuidaba mucho y su gusto era probar la sonoridad
del instrumento, escuchar el vibrato de la chirlera junto a su rostro y soltar su
Joi-joi con segura y fina voz. Su buen ánimo no lo abandona jamás. Detrás de
su rostro indio, detrás de sus pequeños ojos renegridos, que le hacen ostentar
una máscara dramática, se esconde un diablillo burlón, amigo de la luz y la
gracia, de la broma y el canto. Después de muchos años de vivir en Raco, el
amaicheño enviudó. Sus hijos se fueron por diversos caminos. El hombre se
halló, de pronto, con cuarenta años encima, empobrecido y solo.
Juntó sus pocos animales y los malvendió. Y una mañana ensilló su zaino
cola larga y partió sierra adentro, camino de la Hoyada. Por esa senda
comienza a andar, y luego de dos días de penosa marcha llega a Tafí del Valle.
Chocobar conocía esa ruta. Cien veces la hizo. Montó a caballo y miró por
última vez el rancho que fue su hogar y que los vientos pronto convertirían en
tapera. ¡Destino de las cosas! Tapera sería esa casa de pobre. Y estaría frente a
frente con otra tapera, aquélla que fue rincón de lirismo, de copla y sueño,
cuyos horcones el hombre me ayudó a levantar años atrás. Tapera es hoy aquel
rancho que tanto quise y que los tiempos cubrieron de pajonal, enredaderas y
olvidos, después de las luchas bravas que sostuve y que remataron en una
zamba que me lastima cada vez que la canto: «Adiós, Tucumán». Felipe
Santiago Chocobar volvió a su pago de Amaicha del Valle. Volvió a los huaicos
de Ampimpa, a los arenales de su infancia. Por ahí andará, quizá un tanto
silencioso, pensando cosas de aquellos tiempos, de los viejos andares, de los
rezos en medio de las cumbres, de los soles desmayados en los abismos del
poniente; de las lunas caminadoras del cielo calchaquí.

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XXVII. EL RIOJANO Z. Z.

«Pasa el tiempo …
Los años se inscriben en la carne
del árbol que envejece.
¡Sólo tú no pasas, música inmortal!».
(Romain Rolland).

E stos riojanos, con su larga fama de «pobres», tienen una riqueza folklórica
como para prestar leyendas y prestar coplas a más de alguna presumida
comarca. El doctor Zacarías Agüero Vera, riojano profundo y escritor de nota,
solía decir: «Si uno no fuera tan ocioso, podría escribir diez libros sobre historia
y tradiciones, abarcando, sólo la región comprendida entre Mazán y Olta». El
autor de «Los ojos de Quiroga» tenía tercera dimensión y gastaba su riqueza de
imágenes en cuentos y leyendas, poemas y vidalas. Era un verdadero deleite
escucharlo en aquellos años inmediatos a 1930, cuando todavía la gente se
reunía para practicar un hábito que venía de lejos con jerarquía de rito: para
conversar. ¡Qué bien soportábamos los jóvenes de ese tiempo el ritmo bravo de
Buenos Aires, la lucha despareja, el largo esperar, el fogón escaso, la promesa
incumplida, el engaño, inútil! Es que teníamos lo que Ortega llama «la ventana
abierta». Y nuestra ventana estaba orientada hacia el paisaje de ésos, hombres
que nos recibían con generosidad y comprensión, en sus casas sencillas, en sus
patios de barrio, o en sus salas repletas de libros y recuerdos. Así conocimos
algunos grupos de «seres pensantes», de hombres con ideas y caminos,
madurados en el pensamiento y la cultura, que mucho nos ayudaban con sólo
dejarnos en un rincón, escuchándolos en diálogos a veces apasionados sobre
problemas ,del mundo y de la vida. Lugones, Burghi, Martín Gil, Gerchunoff,
Saldías, Deodoro Roca, Julio González,

Mantovani, Canal Feijóo, Coviello, Bravo y otros más, constituían los


pequeños cenáculos donde conjugaban el tiempo del hombre y del mundo.
Recuerdo con claridad una noche larga en discusiones acerca de «La historia de
San Michele», sobre la personalidad de Axel Munthe, con un acuerdo final en

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el que no quedó muy bien parada la humildad del autor de «Hermano perro».
Tomaban un libro, o un autor, y lo analizaban en profundidad. Luego buscaban
elementos nacionales parecidos, y allí ardía Troya. Otros penetraban, como
llevados de la mano, en «la selva de la filosofía», como gustaba decir García
Morente, y brillaban en citas y tendencias donde pasaban rigurosa revista a
Kant, Spinoza, Demócrito y Sócrates. Otras veces las sesiones tenían en el
banquillo a Bach, a Beethoyen, a César Frank, a Debussy, a Vivaldi y
Monteverdi. Y en memorables ratos solían hacer gala de su agudeza frente a la
pampa o la sierra nuestra. Y aparecían los detractores del gaucho, los que
intelectualizaban las condiciones del hombre rural de antaño, y los simplistas,
los que tomaban un tipo de hombre tal cual era, sin deformarlo ni idealizarlo.
Las visitas a estas salamancas culturales nos obligaban a leer todo lo que caía
en nuestras manos, a metodizar la lectura, a disciplinarnos hasta donde nos
fuera posible. Por supuesto que no aspirábamos a alcanzar la altura de
Semejantes colosos. Pero si anhelábamos entender su pensamiento, su rumbo,
su posición. Alguna vez, Manuel Farías, al salir de esas reuniones, me decía:
«Tengo la impresión de que esta gente enrarece el aire que respiramos…». Otra
vez comentó: «Muy bien, Confucio. Pero me quedo con Lao-Tse,
filosóficamente perfecto».
Indudablemente, aprendíamos y avanzábamos. Aquella pampa en que nací,
apretada entre la leyenda y el cielo, comenzó a tener un sentido en mi vida, un
destino, un objetivo. Decidí entonces una posición frente al paisaje que amaba.
Ni primitivismo, ni espiral que me divorcie del sencillo decir. De paso cumplía
con un imperativo de mi temperamento, y con una ley que se afincaba en mi
orfandad literaria. Yo aspiraba a traducir las cosas del paisanaje del sur y del
norte, los sentires del hombre campero, como si fuera él quien me los dictara.
Todo aquello que el hombre hubiera querido cantar o mencionar, pero sin
tomar posición filosófica, ni política. Separar al hombre de todo lo que no sea
su paisaje. Seguir, en suma, el buen consejo de Ricardo Rojas: «Que sea verdad
el canto que nos conmueva, siempre que antes haya emocionado a los
hacheros, a los humildes hijos de la tierra». Fue, pues, en una de esas reuniones
donde me topé con Zacarías Agüero Vera. Y fuimos amigos, con un sentido de
tierra que auspicia el germen. Durante horas oíale recordar a su Rioja, sus
llanos de chañares, breales y algarrobos, sus arenosos caminos por donde la
historia transitó con alboroto de lanza, espuela y grito. Las escenas de vaquería
ocupaban lo mejor de sus evocaciones. Era conocedor y además ponía fervor,
sagrada luz, en su discurso. Cuando llegué a La Rioja, años después, y recorrí
sus bíblicos paisajes, ya tenía el conocimiento por adelantado de la manera de
ser de sus gentes, gracias a Fausto Burgos, a Adán Quiroga, a Dardo de la Vega,
al inolvidable Joaquín V. González y a este riojano tan riojano, capaz de sonreír
frente al olvido, que era Agüero Vera. Lo recordé muchas veces observando las

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fiestas de diciembre, «El topamiento» del Niño Alcalde con San Nicolás, «El
Tincunacu», cuyos versos traduje del quechua tiempo después a pedido del
Padre Juan Carlos Vera Vallejo.

Conocí muchos riojanos honorables, con mucho paisaje dentro de ellos.


Mieles entrañables se vertían sobre las charlas de estos provincianos en su
recordar del pago. Hay un cuento sencillo, una fantasía que narran los
paisanos: Dicen que un buen hombre, al morir, fue al cielo y lo recorrió
teniendo como cicerone al mejor guía: Tata Dios. El nuevo huésped admiraba
lugares de encantamiento. Pero por ahí observó a dos hombres, de criolla
estampa, estaqueados en un cepo primitivo, sin movimiento alguno. Venciendo
el apuro, le preguntó a Tata Dios por qué estaban esos criollos sometidos al
cepo, qué pecado habían cometido. Y Tata Dios habló: Ningún pecado, hijito.
¡Si son las almas más buenas del mundo! ¡Pero sucede que son riojanos, y si los
dejamos sueltos se me vuelven a La Rioja! Este y otros cuentos certifican el
profundo amor que el riojano siente por su tierra. Aunque tenga que vivir en
pobreza, casi en olvido, prefiere la luz de la comarca nativa, la sombra de los
viejos algarrobos, frente a las siestas largas y cálidas, como esperando que el
crepúsculo le arrime un amago de brisa, a la hora en que los duendes llanistos
comienzan a yapar las hilachitas de una vidala.

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XXVIII. LOS CONTRABANDISTAS


E l viejo Cata tenía su hija casada, que vivía en la zona boliviana, a pocos
kilómetros de la frontera salteña. El hombre, enfermo «de los hígados», apenas
podía con su vejez y sus achaques. Pero montaba a caballo, y diariamente
cruzaba «la raya» para visitar a sus nietos; almorzaba con ellos, y por la
tardecita volvía a su rancho en territorio argentino. Y siempre traía bajo las
caronas un par de kilos de matambre, y alguna vez una botella de «singani», el
buen aguardiente boliviano. Así, andaban los días y los meses. En invierno, don
Cata lo pasaba muy mal. Vivía en la zona de los bosques, más allá de Tartagal,
en lo que denominan el Chaco salteño. Los agostos desataban su manada de
cuervos sobre los montes húmedos. Las crías chicas no salían de los corrales, y
los ranchos se ennegrecían con el humo picante de leñas verdes y mojadas.

Cata combatía la pobreza vendiendo la mitad de su «churrasco» a unos


vecinos tan pobres como él. Total, unas chirolas para yerba. Cerca de su
rancho, el camino ancho vibraba constantemente con el trajinar de camiones y
carros en la selva. De vez en cuando, su yerno llegaba a verlo, de noche alta.
Detenía el camión y saludaba al viejo. Departía con él unos minutos y luego
seguía viaje. El mozo era camionero de los Iglesias, y sus viajes eran
misteriosos. Los Iglesias eran campeones en el contrabando. Cubiertas, caucho,
pieles y maderas introducían a territorio argentino. Cuando conseguían buen
precio, vendían incluso sus camiones, y a veces volvían cargados de
mercadería que se cotizaban alto en tierra boliviana. Santa Cruz de la Sierra era
la capital del mercado negro y allí reinaban los burladores del fisco. Todas las
ganancias ilícitas eran oro que rodaba por las tabernas, entre orgías baratas y
lujuria de prostíbulo. El cholaje bebía y bailaba los bailecitos cruceños,
mecapaqueñas y cuecas del oriente. La cerveza era un caldo en ese trópico
donde las pasiones no tenían freno, y de las bacanales de arrabal participaban
los Iglesias, los muchachos camioneros, las mozas del dancing y los milicos del
piquete. No importaba el gasto. Entre risas, insultos, algún botellazo y rezongos
rítmicos pasaban tres días de juerga los industriales del contrabando, con sus
peones y sus sirvientes. Era un secreto a voces la actividad de los Iglesias. Pero
los mozos estaban «acomodados». Todo parecía legal, inocente, correcto. Un

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billete de mil es buena llave para la indignidad. Para asegurar el «negocio», uno
de los hermanos Iglesias vivía casi todo el año en Buenos Aires. Los más lujosos
cabarets conocieron su rostro de cholo amoratado por el alcohol y la cocaína.
Siempre tenía a su lado una buena moza alquilada, pálida estrella de la
decadencia moral del mundo. Cuando cerraban el cabaret, el Iglesias
«aporteñado», cargaba su moza y la orquesta, y se largaba a los cafés nocturnos
donde se hacía música nativa. Era recibido como gran señor. Tiraba billetes y
gritaba órdenes: «¡Toquen, cucarachas! …». Era su manera de pedir música. Y
los mocitos tocaban más y más chacareras para endulzar las horas del inmundo
personaje.
Un día pareció que estas cosas llegaban a su fin. La represión del
contrabando se organizó con severas consignas. En distintos sitios del litoral,
entre los riachos y canales, y allá sobre las punas calladas, silbaron las
carabinas, se coparon bolsas, paquetes, cueros, grasas, instrumentos diversos, y
se apresaron contrabandistas. Pero los presos eran pobres: kollas contratados a
jornal, y comandados por un capataz. Los capitalistas, los verdaderos
negociadores, seguían a salvo. El apresamiento del contrabando era ya cosa
calculada que se registraba en ganancias y pérdidas.

Los Iglesias no entraban en estas dificultades. Eran demasiado duchos y


trabajaban en negocios «grandes». Es posible que hubieran detenido un
tiempito los acarreos, hasta ajustar las líneas de la seguridad fronteriza y trabar
amistad comercial con nuevos personajes. Pero cubierta ya la trampa, seguían
comerciando como en chacra privada. Una noche, las estrellas se asomaron
como siempre, ignorando que a poco habían de reflejarse sobre un pequeño,
charco de sangre criolla. Había orden de arrasar con los contrabandistas.
Cambiados los piquetes, tenían consignas crudas. El viejo Cata había cruzado
como siempre la línea fronteriza, y jugaba con sus nietos, que le acariciaban la
blanca pelambre que usaba por barba. Nunca había estado más contento el
kolla. Sentía renacer los jugos de la vida en esos changos descalzos y mansos,
que traveseaban con cariño inocente con su vejez enternecida. Al llegar la
nochecita, ensilló su zaino, guardó sus dos kilos de «tumba» y su botella de
aguardiente bajo las caronas, saludó a los suyos y partió: «Hasta mañana,
hijitos». Los otros le contestaron: «Vaya con Dios, tatita». Don Cata inclinó el
cuerpo y el zaino «agarró» el tranquito marchador. Cruzó los cercos del
ranchero y se perdió en el camino de rojizas arenas, que se angostaba poco a
poco hasta ser una senda sacrificada por el abrazo de la selva. Cruzó «la raya»
por el paso de siempre, a quinientos metros del piquete de vigilancia. Lo hacia
todos los días. Los milicos de antes lo sabían. Todos lo conocían. Sospechaban
que alguna cosita se traía el pobre viejo, pero lo dejaban no más. Total, poco
sería para su hambre y su vejez.

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Cuando se acabó la senda, a los pocos kilómetros, salió al camino ancho.
En la sombra, alguien le gritó: ¡Párese! El viejo dudó un momento y pensó
seguramente que no sería para él esa orden. Y siguió, al tranquilo no más.
Inmediatamente se oyó otro grito, un sonido metálico, y sonó un tiro de máuser
que estremeció los montes. Entre el ramaje se agitó un rumor de vuelo rápido
de aves asustadas. Cuando uno del piquete llegó hasta el viejo, éste estaba
tumbado sobre una huella, desangrándose. En el charquito de su propia sangre,
el viejo veía que una estrella le estaba .haciendo guiños. No hubo nada que
hacer. El zaino quedó quieto, junto al cadáver. Otros milicos se acercaron, y
luego de revisar el apero, descubrieron dos kilos de carne y un frasco de
aguardiente. Tenían con ese material el mejor justificativo para su crimen. Al
rato, se oyeron toques de bocina. Hicieron a un lado al zaino, y sacaron al
difunto de la huella. Minutos después, pasaban pesadas y ruidosas, las
caravanas de camiones conduciendo mercaderías de los Iglesias …

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XXIX. EL TIEMPO DE LA SED


E n la zona del oeste riojano, a lo largo de los valles interiores por donde
atravesaban de vez en cuando los arreos de vacunos rumbo a Chile, se
mantiene todavía una suerte de usos y costumbres muy antiguos entre los
pobladores de esas precordilleras de piedra áspera, escasa agua y arena rojiza
bajo un cielo sin nubes. Desde el Guandacol de Santa Clara, hasta el legendario
Valle de Vinchina, y aún hasta las soledades del Jahué de los diaguitas, se
tiende la comarca del oeste riojano, a muchas leguas de Chilecito, hacia los
Andes. Las aldeas se tendían a lo largo de esas setenta leguas. Aldeas quietas,
de adobe y cal, ancho patio y palenque al frente, que gozaron de prosperidad
durante el siglo pasado, cuando los pastizales y alfalfares de Villa Unión, de
Villa Castelli, de Los Palacios y Guandacol facilitaban el tránsito de haciendas
para Chile. Luego de una sequía que duró casi veinte años, la población emigró
a Chilecito y a la ciudad de La Rioja; el gaucho quedó «de a pie», y los
hacendados chilenos de Coquimbo y Copiapó no tenían interés en haciendas
flacas.
Y allí quedaron los horcones de las casas viejas, mudas como taperas,
aguantando el peor de los silencios: el silencio con miseria. Se quedaron los
heroicos, los arraigados, los que jugaban con el corazón de las cosas
tradicionales de la zona, los que querían morir en su pago.

Allí, en la costa precordillerana, hay pequeños viñedos muy afamados. No


alcanza tal industria a servir para la exportación hacia los grandes centros. La
cosecha se coloca en la zona, y a lo sumo llega algo hasta Chilecito. Para el
tiempo de las pasas, las viejas y los changos al atardecer, cuando amaina el
viento Zonda, se trepan a los techos para «tipiar» uva, es decir, para aventar la
tierra de los granos de uva reluciente, y acondicionarla a fin de poderla vender
luego. Esta tarea la realizan personas livianas, porque los techos son de paja; y
allí, mujeres y changos son livianos por naturaleza y por desnutrición. Entre las
costumbres más tradicionales que se cultivaron hasta fines del siglo pasado, se
hallaba el arribo de los estancieros y campesinos y gauchos prósperos para lo
que denominaban «el tiempo de la sed». La peonada, las chinitas y el
changuerío hacían el gran rumor que prestigiaba al viñedo de un vecino o le

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decretaban un bochorno que duraba un año entero. Cuando virques, casco y
barriles estaban repletos del buen vino comarcano, era la señal de que había
llegado «el tiempo de la sed». Pero «el tiempo de la sed» era una ceremonia
báquica en la que participan solamente «los señores» de la zona. Tradición del
tiempo feudal, se mantenía en los campos montañosos de La Rioja, entre los
caballeros que usufructuaban los «vinculados» y las heredades cuyo origen se
remontaba a la cédula real, o entre camperos que ostentaban una castellanía sin
mácula indiana. Los señores recogían informes acerca de la mejor producción
de vinos en calidad, y disponían «bajar» a las aldeas para una fecha
determinada.
Llegada la fecha, enviaban una avanzada de peones y «propios» hacia las
fincas con viñedo de las aldeas, con el anuncio de la «bajada». Los dueños de
la bodega casera preparaban hospedaje para cincuenta o más personas en
amplios cuartos, y habilitaban los patios para los banquetes íntimos de estricta
selección, y para los bailes nativos que infaltablemente debían llevarse a cabo.
Los serranos venían preparando a su vez «las ganas». Durante meses y meses,
bebían sólo agua, y desarrollaban su vida dentro de una sobriedad de tipo
ritual. Es que estaban «amontonando sed».

El día señalado para «la bajada», toda la aldea ganaba los costados del
callejón por donde pasarían luego los vallistos y cumbreños, jinetes en sus
mejores caballos y mulas andinas, luciendo platería en los aperos, y
produciendo la algazara de chicos y grandes con la polirritmia de espuelas y
lloronas, única música que acompañaba esa procesión de sedientos señores de
largas barbas y lujosos atavíos gauchescos. Ya la avanzada de peones y
mandaderos había arreado las vaquillonas de mejor marca y peso para ser
sacrificadas en la quincena. Lo que sobraba en carnes, pasteles Y vinos, se
«desparramaba» entre el pobrerío, que asistía desde afuera al desarrollo de la
fiesta, atraído, más que por las conversaciones, chistes o dudosos discursos de
los vallistas, por la armonía de las canciones y la quejumbre de los tamboriles
cumbreños que tañían los melancólicos tonos de la música lugareña. Las trovas
y tonadas de coplas amatorias, endulzaban la noche limpia de esa Rioja lejana,
y ponían a la fiesta báquica, sensual y desenfrenada, la nota de pureza
necesaria para que pareciera menos bárbara la ceremonia «del tiempo de la
sed». Parte del ritual era la consigna de no alterar la alegría con asuntos de
rivalidad y enojo. Se dormía cuando el lucero abochornaba con su belleza a
todas las estrellas que fugaban en la media claridad de la naciente aurora.
Era por las mañanas, cuando reinaba el silencio en el caserón. Y era en esas
horas, cuando una multitud de mujeres y changuitos descalzos, con canastas,
alforjas y cazuelas de alfarería diaguita, asomaba por el portón de los corrales
para recibir «lo que sobró anoche». Así, día tras día, y noche tras noche, se

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desenvolvía la parranda ritual de los caballeros serranos. Bebían incontable
cantidad de vinos, desde el «asoleado» y el «puesto en sombra», hasta el «pisao
con pata' I chango» y el famoso «agüita'i Dios», como le llamaban a un vinito
blanco de inocente cara, y más «patiador que mula sanjuanina».

El hecho de que se rezara antes y después de comer no era incompatible


con el lance amoroso ni con la creación de comanditas para apoyar un
movimiento político en aquella Rioja convulsionada todavía por la lucha entre
caudillos, con abundantes sollozadas invocaciones a la Patria, que hacían
murmurar a más de un paisano pobre: «Estos son como los bolicheros: siempre
hablan mucho de aquello que quieren vender». Concluida la ceremonia, los
caballeros preparaban el regreso a los campos. Momentos antes, obsequiaban a
niñas y chinitillas con dinero, alforjas y alguna pieza de plata. Y partían. Esta
vez, peones y «mandaderos» cerraban el paso a la caravana. Algunos ayudaban
a sus patrones, a los señores, en cuya cabeza todavía bullían las burbujas del
exquisito «agüita'i Dios».

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El c a n t o d el v i en t o

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XXX. LA DANZA DE LA VIUDA


V an y vienen las comadres, haciendo cien veces el mismo camino entre el
patio y el rancho, entre el árbol y el horno entre el corralejo y la enramada.
Hormiguitas parecen las mujeres. Una lleva una fuente; otra llega desde la
yema del monte portando leña seca, otra está regando el patio con los baldes
que le alcanza la encargada del acarreo entre la acequia y el rancho. Los
hombres están en los campos, trabajando; los hombres están en la selva,
hachando; los hombres están en el pueblo —pueblo norteño, de una sola calle
larga—, comprando cosas, alcohol, cigarrillos, e invitando a determinados
personajes, unos músicos, otros caudillos políticos lugareños. Está cambiando el
viento. La selva, en la media tarde , tenía una melena inquieta, que es el gesto
de los montes cuando hablan con las nubes para pedir la ayudita de una lluvia.
Pero ahora, la selva se ha calmado. Las nubes, lerdas, grises, van pasando hacia
el Este, y de pronto cambian el rumbo y andan hacia cielos abajeños. Los
algarrobillos estaban cimbrándose en sus ramas menores, pero ahora se
durmieron al arrullo de los primeros pájaros de sueño tempranero. En los
pencales se está operando el milagro de la palabra y el vuelo, en el cotorreo de
los loros que confunden su verde parlotear con el verde callado y arisco de las
primeras tunas. En alguna penca, en la que bebió por sus dardos la mayor
humedad de la noche pasada, está sangrando una flor, agradecida del aire y de
la abeja. Dos mujeres están peinando y arreglando a María Juana, la dueña del
rancho. Le han aceitado con sacha-unto la negrísima cabellera, que se
derrumba sobre la espalda y se amplia conformando el nacimiento de las
caderas de la mujer. Manos tejedoras, manos sabias en color y nudo,
comienzan a trabajar un par de trenzas perfectas, gruesas hasta la mitad,
estilizadas y suspirantes hacia el final del cabello, pero recias y elásticas
graciosas y firmes como un látigo.

En un rincón están planchando el vestido ritual de María Juana. Se lo pondrá


para el preciso momento de la danza. Rojo, intensamente rojo, de breve escote,
apretada cintura, ancho vuelo de tipo campesino y largo hasta un poco más
arriba del tobillo. Un angosto cinturón del mismo género abrazará la cintura de
mimbre. Con una yapa que sobre, se hará el pañuelo para el baile de la mujer.

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Mientras tanto, la tardecita ha comenzado a travesear con las sombras. Y la
sombra es huraña. Gruñe su oscuro gruñido, y al oírlo se callan las palomas y se
encienden las estrellas allá lejos. Y cada paloma se lleva al nido un pedazo
desmayado de la tarde. Y la sombra vence, y la noche viene, sin trinos ni
vuelos, desnuda, abierta y ancha, desde el fondo de los montes. Retornan los
hombres al breve ranchero. Llegan aquéllos que fueron al pueblo. A la rama
baja del algarrobo le han colgado el tucutucu de un candil. El changuerío, anda
por ahí, curioseándole todo, y es ahuyentado por las viejas rasquinchas: «lte
p'allá, muchacho». La María Juana no asoma todavía. Luce su gastado vestido
negro, el hábito ceñido de su viudez paisana. Cuando murió «él», se extendió
un gran silencio por ese patio que antes supo de albahacas y de cantos.
Comadres y vecinos respetaron «el luto juerte» de la viuda. No asistió en las
navidades a las danzas de otros hogares. Los hacheros la extrañaron durante el
Carnaval; y en las Telesitas, procesiones del monte, se la vio por ahí, colocando
sus candelas al pie de los árboles, para la niña santa que murió quemada. En
una sombra, apagada en silencios rituales. Pero hoy, se cumple el año de la
viudez bien guardada, y ya puede la viuda recibir en su rancho, oficialmente, la
visita de vecinos, paisanos y comadres, porque «va a salir de la viudez». Para
eso trabajan todos esa tarde. Para eso vendrán los músicos. Vendrá el violinista
ciego; vendrá el tocador de bombo indio; vendrá el guitarreo de los montes.
Llegarán andando, a pie, a caballo, en sulky.

Llegó la noche. Ya no se ve en los pencales, y el cotorreo de los loros es


sólo un recuerdo disperso. El candil asoma su vacilante luz, pintando sobre el
patio, en oro sombrío, la escena de la fiesta. Sillas de paja, humildes; sillas
retobadas en cuerito de cabra; troncos de árbol; restos de destrozadas carretas,
constituyen los ocho o diez asientos. Los demás, andarán por ahí, bajo el árbol,
detrás de los músicos, curioseando, callados, haciendo a veces un comentario
en quechua acriollado en un susurro que no entorpece el silencio. Comienza a
rondar la jarra de vino comarcano. Dulzón y cálido, juega su brujería el vinito
norteño. Como los vasos no abundan, nadie debe demorarse en beber. Todos
conocen esto, tradicionalmente. Entonces, apuran el contenido hasta el final, y
devuelven el vaso a la comadre, que corre presurosa hacia el interior del
rancho, y al rato reaparece con una nueva ofrenda líquida. Poco después,
alguien se acerca a los músicos. Estos «igualan», afinan, se combinan acerca
del tiempo y el matiz de la música. Para probarse, rompen con una chacarera.
El bombo, honda quejumbre de tierra antigua, no desata toda su fuerza todavía.
Mide su intensidad. Es temprano. El guitarrero rasguea su guitarra dulcemente.
Por momentos acompaña con la escala en bordonas el final de una frase que le
agrada. El violín, llora, agudo, agrio y tristón. Violín de ciego, toca siempre
igual una suerte de sonidos de gran ritmo, de justísimo compás, pero sin

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matices ni colores. El violín tiene los ojos cerrados, como su dueño. Se suceden
las danzas. A la chacarera, sigue un «remedio»; luego, un «escondido». Bailan
las parejas. El patio comienza a animarse, y las palmas que acompañan los
compases finales, despiertan un rumor en los árboles y acucian la sed de los
hombres. El tocador de bombo se está afirmando mejor; el guitarrero se anima
ya a cantar el estribillo de la danza. Lo festejan. Es el oportuno pretexto del
rápido brindis. Otros curiosos, desde la sombra donde no alcanza a dominar el
candil, fuman y comentan en voz baja. De pronto, salen las comadres del
rancho, con gesto que reclama la atención de todos. Los músicos callan. El
silencio es más grande que la noche. Hasta el candil se mantiene quieto en su
lucecita, de pie, como un signo de admiración.

Y aparece en seguida la María Juana, vestida de rojo intenso. Sólo sus ojos,
almendrados y brillantes, y sus trenzas magníficas, son el matiz de su figura,
crisol de todos los soles y todas las auroras de un año de silencio y centinela. La
saludan los hombres, y le alaban su belleza y donosura. La viuda sonríe,
mesurada y gentil, con una sonrisa un poco asustada. Una sonrisa que guardó
un año redondo para ofrendarla a los hombres recién en su fiesta de «salida».
Recién ahora, al año de muerto «él», la viuda puede reincorporarse a la vida
social del ranchería. Recién ahora puede recibir una galantería, y considerar
una propuesta amorosa. Recién ahora podrá soltar sus brazos en la danza,
brazos que sólo se abrieron sobre la tierra en el trabajo, y se cerraron sobre su
luto, en el recuerdo. La voz de uno de los músicos anuncia: «¡La zamba de la
viuda!». Es el momento de la danza ritual. Ella deberá bailar la embrujada
zamba después de la cual quedará liberada de cadenas, prejuicios y vigilias.
Ella deberá elegir el paisano para formar la pareja en la danza. Los hombres
están quietos, expectantes. Los mozos se acercan al candil para que ella los
vea. Los otros, permanecen en la sombra del patio. Los músicos han
comenzado los compases de la introducción de la danza. Es una vieja zamba
norteña, pero parece dada en primera audición. Es que ahora tiene un cumplido
destino. La viuda, mira uno a uno, a mozos y paisanos. Y se dirige decidida
hacia un criollo que es su vecino. Le ofrece su brazo, y los dos van hacia el
centro del patio, lentamente, un poco avergonzados, aúnque sonrientes. Los
espectadores exclaman diversas cosas, entusiasmados, y piden alcohol para
regar su alegría. Y el alcohol llega, quema la gruta de las gargantas, y escapan
de los pechos, de los hacheros, endiablados alaridos en los que el instinto,
disfraza sus goces primitivos. La pareja comienza el baile. Nadie mira al
hombre. Todos. miran a la viuda, incendiada en la noche. La sombra del
algarrobo se derrumba sobre las melenas de los músicos, y a los ojos de los
hombres les brota una suerte de candiles misteriosos y tenaces que persiguen la
ronda roja de la María Juana. El violín llora el ay de la zamba lugareña. El

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bombo acrecentó su quejumbre, y ahora imita un tropel de potros galopantes.
El guitarrero hiere, no con rasgados, sino con chirlos, el sonoro cordaje de
su instrumento.
Y la voz del cantor se pone ronca. Ronca de alcohol, de noche, de intención
y de gracia dramática. Delgada y alta, la viuda danza sin mirar a nadie. Mira al
suelo, sin verlo. En realidad, está el misterio de su propia danza. Esclava de la
magia, sacerdotisa de un rito de lujuria espiritualizada por la canción de los
campos, la María Juana siente que se está quemando con su propio incendio. Y
allí, sobre el tope del brazo moreno, flamea la llama roja de su lenguaje de
esperanza, en el pañuelo que llama y responde, y suplica y reta, y gime
también, en los mimos que aconseja la zamba de la selva.
¿Quién logrará el amor de la María Juana?
¿A quién preferirá la mujer encendida, tea del amor brotada del silencio?
Por momentos, cálidas oleadas llegan hasta el patio, desde ,el fondo de los
campos. Es el Zonda. Es el viento del Norte, que sacude enervante. El viento
que reseca las caronas, que endiabla los remolinos, que desorienta a los
pájaros, se arrastra ahora como queriendo desplazar al hombre y comenzar una
dramática lucha de pañuelo y remolino, entre la Viuda y el Viento. Pero no. El
viento se revuelve en el patio, y se va hacia la noche, donde la selva ha
comenzado a protestar con seco rumor, de fronda sorprendida. Y la viuda baila
su danza, libre de viento y de lutos, libre de puertas trancadas y de mirares
bajos. Baila la María Juana. Baila como un remolino incendiado, libre de
custodias rituales y de frenados impulsos. Libre, como la roja llamarada de su
pañuelo que se agita en la noche, en «su» noche, llenando la selva de
esperanzas, promesas y deseos.

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XXXI. SIN CABALLO Y EN MONTIEL

«Pasé de largo por Tala.


Detenerme, para qué
De poco vale un paisano
sin caballo y en Montiel».
D icen los trashumantes que los caminos se han hecho para ir, nunca para
volver. Aseguran que todo retorno tiene algo de fracaso. Tal vez porque esta
reflexión impresionó mi espíritu hace mucho tiempo, o quizá porque en mi
antigua condición de trotamundos adjudicara a la sentencia una jerarquía de
suprema verdad, el asunto es que al pisar suelo entrerriano luego de treinta y
tres años de ausencia, no quise pensar que regresaba, sino que «iba a Entre
Ríos» nuevamente.
En pleno septiembre, un viento del Sur traía al litoral su saludo de nieves
cordilleranas, asustando la flor de los durazneros que trepaban graciosamente
las cuchillas entrerrianas engalanando el paisaje con promesas dulzonas.
Llovía, como en los viejos tiempos, como en aquellos inviernos que ablandaban
los cascos de los potros y endurecían el gesto de los hombres. Pasaban los
paisanos, jinetes en peludos caballos, de anca redonda; y el poncho era prenda
inmóvil, que aprendió con la lluvia a ceñirse en el cuerpo como un abrazo de
hombre.

Dejé atrás Altamirano.


Por Sauce Norte crucé.
Barro negro y huellas hondas
como endenantes miré.

La sombra de mi caballo

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junto al río divisé.
Se me arrollaban en l'alma
las leguas que anduve en él.
Las ciudades entrerrianas han progresado, sin cambiar su fisonomía de
pueblos camperos, de villas rodeadas de estancias viejas, de montes extensos
todavía, a pesar de las grandes hachadas. Los caminos tienden a mejorarse en
trechos, por la cinta asfáltica. Es decir, los caminos que unen las principales
ciudades. Porque los otros están no más como los vi «endenantes»: tierra,
huellones, barro, zanjas, cañadones, un monte espinudo, un ceibal serio y
florido, un concierto de pájaros, arroyos grandes y chicos, buenos pastos, un
cielo overo negro, que se torna rosado en la esquina lejana de la tarde;
campesinos en chatas —gringos acriollados ya—, sulkys, y gente de a caballo,
bota lisa y espuela breve, sombrero ala ancha, barbijo de tientos; gente nerviosa
y cordial, un poco fantasista y refranera, con una gran condición argentina y un
profundo amor a su provincia.

Sin canto pasaba el río.


¿Para qué lo iba a tener?
Ancho camino de fuga,
callado tenía que ser.

Así, con mirada moza


de otros tiempos, contemplé
sobre un mangrullo de talas
el palmeral de Montiel.
La leyenda del viento cruzó por esos montes, vadeó esos ríos, enredó en las
espinas de los talas viejas historias, sabrosos cuentos, trovas, vidalitas y
milongas paisanas. Las guitarras travesean en floreos que recuerdan el modo de
tocar de los orientales. Es que son hombres montaraces los guitarreros. Y el
monte determina leyes, pensares y sentires. El monte se traduce en el hombre:
precavido y capaz. Florido y enredado. Abierto a la esperanza junto a la
ventana de una moza estimada, y rastreador de puma en la maleza. Los
hombres guitarreros del presente, en Entre Ríos, quizá no adviertan esto. Alguna
vez será. Y entonces, la tropilla de coplas que transita por esas cuchillas donde

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la historia todavía tiene su cuerpo caliente, será ejemplo de gauchería y
paisanaje, aúnque no cite guerrillas ni lanzazos, aúnque no ostente el latiguillo
ya gastado del machismo, aúnque no mente galopes y atropelladas, ni dagas, ni
degüellos.

De recuerdos y caminos
un horizonte abarqué.
Lejos se fueron mis ojos
como rastreando el ayer.
Climaco Acosta ya ha muerto.
Cipriano Vila, también.
Dos horcones entrerrianos
de una amistad sin revés.
Sobre cada ceibo hay una guitarra encendida en la espera. Busca en el aire
las manos que desaten las lianas que la ciñen, para darse a su dueño, liberada y
vibrante. La guitarra entrerriana tiene una gran misión: dar el paisaje. Darlo con
un amor sin demagogia. Las cuatro estaciones del año se acusan en la
naturaleza, definitivamente. También las vive el hombre, el corazón del
hombre. La guitarra es baquiana en esos rumbos. Sólo espera que el hombre la
comprenda, y se comprenda. El entrerriano es afecto a la pesca. ¡Cómo no
serlo, con los ríos que tiene! Sabe de playa, barranco, remolino, espinel, canoa
y virazones. Durante años vio trizarse la luna sobre el agua, huyendo del
anzuelo. Durante años escudriñó a la yarará escondida en el adiós del
camalote. Tiene, entonces, atesorada y grata, la virtuosa paciencia. El paisaje lo
espera. El paisaje de su tierra hechizada, y el otro: su mundo, su «porqué».
Prepare su espinel de desvelo y ternura, y arrójelo bien lejos, pecho adentro,
donde moran el artista, y su conciencia. Y todos aplaudiremos al «pescador» de
ese litoral maravilloso.

En la orilla montielera
tuve un rancho alguna vez.
¿Lo habrá voltiao el olvido?
¿Será tapera? No sé…
Por eso pasé de largo.

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Detenerme, para qué …
De poco vale un paisano
sin caballo y en Montiel…».

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XXXII. HISTORIA DE TESOROS


P erdura aún en el Norte de nuestro país —aúnque con menos fervor— un
viejo afán provinciano: la búsqueda de «tapaos», de tinajones plenos de
alhajas, monedas antiguas, patacones y luises, petacas de cuero, pieles de león
o jaguar llenas de riquezas, de pepitas de oro, de dineros, ocultos en tiempos de
la Colonia, y desde mucho antes, cuando el famoso rescate del Inca Atahualpa.
Cada tanto se organizaban las búsquedas en las grutas andinas, en las lagunas,
en las hoyadas, en las anchas paredes de las fincas, en los pedregales cuya
formación hacía sospechar coincidencias con no sé qué mapas que quizá jamás
existieron. Se hacían planes, investigaciones en el campo arqueológico, el
estudio de tamberías, antigales, cementerios indios, etc. El profundizar el
sentido de algunas leyendas llevaba, tiempo, pero siempre había lámparas que
se apagaban muy tarde y, a su alrededor, jóvenes y hombres maduros
planificando la aventura de buscar el tesoro escondido, el «tapao» horas,
semanas, meses, pasaban mientras se estudiaba, paso a paso, la historia, los
desplazamientos de los godos, los éxodos de las poblaciones criollas, los
hechos salientes, los acontecimientos misteriosos, las deserciones, el
movimiento de los viejos chasques, la recua de mulas, el hato de llamas
cargueras, los caminos del atajo, en fin, todo lo, que pudiera ser una pista, un
dato, un detalle para comenzar la tarea de hurgar cerros, pedregales, pucarás,
tapias, paredes de adobe, quinchas y tejados. Muchas veces los buscadores del
«tapao» renovaban sus bríos al hallar por ahí una moneda antigua, algún viejo
puñal oxidado. Nuestros escritores, cuentistas y narradores del campo
argentino, se han ocupado de historiar aspectos de la aventura de tesoros. Y
hemos de recordar algunas que se mantienen en la memoria de los viejos
provincianos de Salta, Tucumán, Catamarca y Jujuy.

Yo mismo, en años mozos, formé parte de algunos grupos buscadores de


tapados en las montañas jujeñas y tucumanas, y aún en la puerta de los valles
calchaquíes, detrás de Los Laureles, de El Candado, en esas luminosas lomadas
salteñas, en tiempos en que la vida cabía en una copla bagualera, y el
almanaque no tenía valor; tiempos en que un buen recital de guitarra se
cotizaba a cincuenta pesos, y era bastante efectuar uno por mes, ya que los

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demás conciertos se daban gratuitamente, para beneficio de bibliotecas
lugareñas, de pequeños clubes o de paisanos empobrecidos. A mí
personalmente, me sobraba con un concierto al mes, pues tenía caminos,
paisajes, gauchos, un par de mulas, un colorado pedidor de rienda y un
indomable vigor para cabalgar por esos valles, días o semanas, aprendiendo
cantares, respirando un aire antiguo y gratísimo, durmiendo junto a los corrales
o al reparo de los aleros kollas, vistiendo solamente la sencilla y noble ropa del
paisano del norte, portando —como un caracol sin brújula— la cama en mi
apero, las armas en la guitarra y la quena, y un anhelo profundo en el corazón:
ahondar América, para encontrarme a mi mismo.

«Lunas me vieron por esos cerros


y en las llanuras anochecidas,
buscando el alma de tu paisaje
para cantarte, tierra querida».
Así, años atrás, remontábamos las cuestas de Yala en un abril jujeño, para
instalarnos en la laguna del Poniente, frente a un misterioso paisaje solitario,
donde las mañanas se emponchan de brumas y el río clava sus dardos en la piel
de los viajeros. Allá abajo, el río de Yaya víboreaba entre las peñas,
custodiando en su helada espuma la fuga de las truchas.
¡Truchas! Ese fue el único tesoro que hallamos en los días —y también
noches— que pasamos buscando el tesoro fabuloso del rescate del Inca. En las
horas de reposo, rodeando un fogón que ostentaba más humo que lumbre,
nuestras charlas estaban orientadas hacia otras experiencias, algunas serias,
otras jocosas, y todas referidas a la búsqueda de tapados. Hacía pocos meses yo
había hurgado algunas grutas cerca de la Quebrada del Toro. Les contaba a mis
amigos detalles de mi aventura. Recuerdo que fue en el año 1934, y que al
regreso de ese raid me topé en Campo Quijano con un viejo gaucho salteño, a
quien habla conocido tiempo atrás cerca de Metán. Era el paisano Montoya,
andariego, resero y buen chalán, amigo del caballo y del camino largo. Por
coincidencia, Montoya me mostró en esa ocasión la imagen de un santito que
había hallado en esa zona, mientras destroncaba en la picada de un monte. Era
un San Isidro «ñato», con la nariz quebrada, al que también le faltaba una
mano. Pero mantenía, a pesar de la tierra adherida y el largo tiempo sepultado,
hermosos colores de singular firmeza. Montoya me describió con detalles la
zona del hallazgo, y quedamos en volver al lugar un tiempo después. Pero
nunca regresamos para seguir cavando. Por ahí, en años posteriores, nos
encontrábamos con el gaucho Montoya en Salta, o en Río Piedras, y hasta en

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algún desfile en Buenos Aires con motivo de fiestas Patrióticas, y evocábamos
aquellos días del santito misterioso.
Más de una vez hemos sentido la agresividad, la hosquedad de los mestizos
y kollas de la montaña, enemistados con los buscadores de tesoros. Cuando
llovía fuerte en el alto, crecían los ríos peligrosamente, rompían los
«atravesaños» y se llevaban alguna res panza arriba y río abajo. Y los kollas
murmuraban: «Todo es a causa de esos abajeños hurgadores de cerros». Pero la
gente inquieta por esos asuntos se estimulaba siempre por alguna buena noticia.
Cierta vez, un buen vecino de una villa norteña sacó su sillón a la pequeña
galería de la casa.
Lo hacía todas las tardes en tiempo de verano. Era un hombre anciano y
pobre. El techo de la escasa galería era de cañizo «juntao», nidal de vinchucas
y murciélagos. El hombre siempre miraba las cañas encaladas y veía una
especie de «bicho-canasto» adherido, que a veces oscilaba un tanto, como
meciéndose al aire de la tarde. Un día, por rara molestia, o sin razón valedera,
se incorporó y trató de arrancarlo. Estaba firme. Entonces dio un fuerte tirón. ¡Y
casi se le desplomó el techo de cañas! ¡Era un viejo cuero de gato-onza, lleno
de monedas de plata, y lo que asomaba era la puntita de la cola. Dicen que el
hombre salió de pobre y, además, entró en la leyenda. Porque la imaginación
popular aumenta siempre la fortuna de los afortunados, como también aumenta
los pecados de un pecador.
Entre los cuentos de tesoros y buscadores, es famoso en el norte este
«sucedido»: un provinciano alquiló una vieja finca en una villa y, cuando su
familia salía, aprovechaba para «tinquiar» los muros, golpeándolos con un
pequeño martillo. Cierto día notó un sonido distinto en una de las paredes, e
hizo una pequeña señal con un lápiz. Y así, sin dormir, obsesionado, esperó el
día domingo. ¿Por qué el domingo? Porque ese día envió a toda su familia a
misa. Cuando estuvo solo comenzó a cavar en la señal de la pared, gruesa, de
antiguo adobe colonial. Toda la tierra y basura la juntaba en una gran bolsa,
con el fin de no dejar rastros de su aventura. Cavó y cavó, febrilmente, hasta
hacer un respetable boquete, por el que pudo, al fin, introducir un brazo. ¡El
tesoro! Y comenzó el hombre a extraer cucharones de plata antigua, cuchillos
con iniciales de oro, tenedores de doscientos gramos de peso, de plata pura, y
alguna estatuilla rara. Cuando no hubo más que descubrir, cubrió el boquete
como pudo y colocó un almanaque para disimular el asunto. Cuando su gente
regresó de misa, el hombrecito tenía todo oculto, y a pesar de su enorme alegría
nada dijo.
Pero ocurre que «Dios no quiere cosas chanchas», como dice el refrán.
Al día siguiente se le presentó la policía y cargó con el buscador de tesoros y
con las piezas de plata halladas después de tan paciente labor. ¡Se había
«bandiao»! Sí. Le había robado casi toda la vajilla a un vecino …

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XXXIII. EL MINERO
H ace mucho, quizá treinta años, conocí al minero. Buscaba oro, cordillera
arriba. Su tenacidad era tan grande como su desamparo. Buscaba oro, pero
temía encontrarlo. Un día me dijo: «Sé que he nacido «buscador». Pero nada
más que «buscador». Si mi sueño, mi destino es buscar, seguiré mi estrella, allá
donde se acaban los caminos. Pero sé que nunca disfrutaré del oro. Porque será
como vender mi sueño por un puñado de oro. Y por razones que no sé explicar,
yo no podría vivir sin ese sueño». Hace un tiempo nos volvimos a encontrar, en
el Noroeste. Estaba pobre, con una limpia pobreza. Y la dignidad seguía siendo
la mejor luz de sus ojos. Tenía su amor, su mujer, a la que nombraba con un
sobrenombre extraño y encantador: Nácar.

Durante dos noches conversamos largamente. Mejor dicho los escuché,


mientras evocaban tiempos de lucha, de soledad, de dramas y esperanzas,
cosas vividas y lloradas, y vencidas, en un paisaje de cumbres y senderos, de
abismos y de cielos, donde sucumbe todo lo que es débil, donde triunfa o
permanece sólo aquello que es fuerza y es verdad. La tierra que se da en
estaño, cobre, plata y oro, no tiene bosques ni hierbas. Es páramo desolado,
piedra maldita, donde la nieve es siempre rostro idealizado de la muerte. El
hombre busca con afán el oro. Rompe la piedra; doma leguas; libra combates
con la nieve y la altura. Sueña. Sueña extraordinariamente. Y cava en los
peñascales, creando su socavón de esperanza. Y casi siempre, está cavando su
propia tumba. La montaña se defiende. Tiene vientos y escarchas. Tiene nieblas
que borran todas las sendas, menos las del anhelo recóndito del hombre. El
hombre sólo tiene su piqueta. Antes de tenderse a morir un poco su sueño de
ser cansado, en tosca fragua afila su herramienta, la templa, la envuelve en su
casaca como a una huahua heroica. Y se duerme, para soñar sueños menos
bellos que los que sueña con los ojos abiertos, en perenne desvelo, como el
cóndor. A veces, la luna, abierta navaja sobre un paño azul, corta de un tajo el
aire. Y un pedazo de copla cae sobre el sueño del minero. Fuerte alcohol.
Comida picante. Negrotabaco. Débiles cosas frente a la vida del minero.
Ama a la hembra, mordiéndola. La hembra, la china, es la culpa simbólica
de la cumbre.

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En la riña, es un puma. Es el viento y la niebla, el río crecido y la nieve en
remolino. El minero no anhela disfrutar del oro. Su dicha es descubrirlo. La
muestra que en su mano brilla, vale todo el palacio de los que tienen oro sin
haberlo soñado, ni buscado, ni sufrido. Hay domadores bravos que nunca
tuvieron un caballo suyo. El minero es así, doma el misterio, y se queda
dormido sobre su potro de piedra solitaria. Dormido o muerto; al fin, las dos
esquinas más exactas de su sueño. A veces, una muchacha espera, valle abajo,
en el pueblo. Luce como un adorno su condición de hembra del minero. Es la
mujer del hombre. Lo siente, y se enorgullece. Pero baila en burdeles, y se
requiebra, y se da como la arena floja en las mañanas de viento. De una chuspa
de cogote de guanaco saca un par de «pepitas». Y de ahí son sus zapatos
chillones, su moño multicolor, su pollera floreada, y la botella de licor para el
amante, y el disco innoble que musicaliza la espera sin espera. Y allá arriba,
quemado de viento y soles implacables, el minero. Solo; porque hasta su sueño
lo dejó, para irse de sus ojos, a lo largo de la cordillera. Buscando ¡Siempre
buscando! Y, a veces, engañándose un poco a si mismo, piensa que está cerca
de la veta. Precisa jugar con esta ilusión, para que descansen sus ojos. Porque
siempre que piensa que «llegó», llora un poco. Y esto le hace mucho bien. El
minero sabe que tiene un enemigo importante. Ese enemigo es otro minero. En
esa lucha, enconada, tenaz, sin tregua, vence aquél que tiene mayor capacidad
de silencio y de soledad.

«Nadie nombre su río ni su peña», es la consigna. El minero es locuaz sólo


borracho. Pero a la más leve pregunta, clava sus ojos en la frente del otro, y lee
hondamente, letra a letra, la intención del despojo. Entonces muestra su mano
derecha, toda surcos y callos, y alguna herida antigua. Y habla con su voz
sacada en años de gruta y, socavón: «Aquí, en mi mano, está el mapa de lo que
busco y lo qué hallo. ¡Apréndelo!». Y se aferra a la garganta del otro,
apretando, apretando. Sólo el puñal defiende esa garra o los demás, que,
solidarios con el agresor, castigan en silencio al que se atrevió a preguntar a un
minero «dónde trabaja, en cuál río, en qué peña». La nieve tiene forma de
mujer. Hay noches bravas. Noches de luna llena, en que la cordillera desata sus
fantasmas, viste sus duendes, y seca la garganta de los mineros. Y el hombre
tiene sed, y bebe nieve. Mira lejos, y siente que la nieve es seno, cintura y boca.
El minero fuerte, masca tabaco, piensa. Luego escupe, y se cubre la cabeza
con su puyo de llama o de guanaco. Hedor de animal macho lo conforta, y lo
lleva a otros sueños que lo salvan, que lo recuperan. Vuelve a ser él. El minero
joven sucumbe al espejismo. Busca sediento a la mujer de nieve. Algo vio, algo
sintió; una palabra en el aire, una canción en la luna; una senda de flores entre
piedras heladas. Y a la mañana, los cóndores revelando sobre los huaicos
trazan las palabras del último salmo bárbaro, sobre el cadáver de un muchacho

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minero que no supo esperar, que no pudo resistir el fatal encantamiento de la
luna en las cumbres.

«Montañita que me rindes.


¡Ríndete tú!
Mano fuerte y vida triste.
¡Minero soy!
¡Me duele el pan que gano!
Brilla la piedra y la llama,
mientras yo me apago …».
En algún boliche, rincón entre las peñas con tablas de cardón, suele el
minero romper su silencio con la copla de la «lactara», la baguala ritual de los
buscadores. Si tiene «caja», golpea el parche, pausadamente. O con los
nudillos sobre la única mesa, donde converge el silencio de todos los
angustiados por la piedra que brilla y se esconde. Pasa el viento, y se roba la
canción. Y el minero la sigue cantando, para adentro. Y la copla se le desangra,
como un sueño. El sueño es el amargo metal de los hombres que cavan en su
propio corazón.

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XXXIV. LOS BANDOLEROS


E n las cordilleras andan los hombres. Unos mineros. Otros, cazadores de
vicuñas. Otros, chinchilleros. Los Andes son el nivel de las chinchillas
preciadas. Un ejemplar vivo de chinchilla blanquísimo, vale de 4000 a 6000
pesos. Si es hembra vale 8000 pesos. Descubrir un nidal de chinchillas (que
tienen cuevas con tres y hasta cinco bocas de salida, a cien metros una de otra)
es tener un capital. Hay mineros que luego se convierten en chinchilleros. Pero
esos no son «el minero». Es la aventura de «pechar» la montaña para salir de
pobre. No es «el sueño». El minero deja de serlo cuando cambia su sueño por
el oro. Atacama. Campo-Paciencia. Pasto Seco. Coranzulí. Laguna Brava. El
Veladero. Nombres que el minero pronunció para su sola fuerza. Nombres «de
adentro». Nombres de comarcas y regiones de minería, a veces organizada, con
galpones y alambradas y «centinelas del cerro»; y a veces, alturas de los
hombres solos, de los huraños, de los desvelados buscadores.

Hay mineros que no recuerdan los nombres de sus hermanos; pero sí los
sagrados nombres de estas diferentes soledades andinas. Cuando hay tormentas
de nieve, bravas, las empresas de minería no sufren. Los galpones, las barracas,
tienen reserva de alimentos, bebidas, tabaco, munición. El solitario sufre. Sólo
su alforja, o su costal, tienen víveres para diez días. Después, y siempre, la
coca, el ayuno, el frío en los huesos, el mirar la nada. Hay bandoleros en la
cordillera. Salteadores (chilenos, atamaqueños, bolivianos, argentinos. Algún
gringo también). El minero suele temerlos, pero los enfrenta. La carabina acorta
los caminos. Hay mañanas en que el sol lame un chorro de sangre como una
roja flor entre la nieve. Alguna vez llegaron tres jinetes al boliche de «Mulas
Muertas». Boliche, un rancho entre las piedras de un barranco, a cinco días de
Vinchina, sobre el límite de La Rioja con Chile. En la casa, el bolichero, su
mujer. Y un minero, comiendo sopa con charqui de guanaco. El revólver hizo
más grande el silencio, señalando el pecho, Eran los bandoleros. Encuerados.
Alta bota. Bufandas sobre el cuello y anchos sombreros. Tres sombras. Sólo los
ojos brillaban más que las armas. Al bolichero le quitaron su dinero. El de la
caja y el de las latas escondidas cerca del fogón, en la cocina.
Dos bandoleros revisaron al minero: un poco de tabaco, un puñal, una

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chuspita con seis pepitas de oro. Lo demás remiendo y piel heroica. El «jefe»,
pequeño y seguro, observa a distancia. Cuando, le alcanzaron las «pepitas», las
hizo jugar sobre su mano de grueso guante. Entibió el oro, y dijo:
—Buscador, ¿no? Guárdalas y sigue buscando. Se acercó al minero y sobre
la miserable tabla de la mesa puso el puñado de pepitas. Y dijo más: Tonto;
como lo fue mi padre! Y un día lo devoraron los cóndores. ¡Pero antes lo
habían devorado los bolicheros. Era el atardecer. Encerraron en la cocina al
matrimonio. Los bandoleros y el minero se instalaron en el «almacén». (Botellas
de vino y alcohol. Tarros de pólvora. Alguna medicina. Cueros, cueros, cueros,
vicuña, guanaco, chinchillón, vizcacha, llama, oveja). Comieron charqui y
bebieron algo. El jefe se aflojó el cinto con balas. Se quitó el sombrero Y se le
desparramó por los hombros la melena oscura ¡Y lo cambió! Era una mujer. Era
una chilena que se cansó del hambre, después de ser carne de la aventura en la
aldea. Y se fue con uno. Y después con otro. Y topó las alturas. Y se encontró
un día con un hombre baleado a sus pies, y el revólver humeante que le
quemaba la mano. Y después, el camino. Y «el bravo»: el límite. Y en la cintura
su mejor adorno: un revólver con empuñadura de nácar.
Y como nunca le dijo su nombre a nadie, los otros bandoleros lo inventaron
uno que les pareció bueno: Nácar…
¡Nácar! Este es el nombre. El único nombre. El minero también tiene que
nombrarla así:
Nácar.
Nombre que tiene raíz de ese sueño bárbaro que sueñan los mineros.
Nombre mineral.
Cuarzo sublimado por la luna, y el alga, y la sal. Yodo muerto, sobre un mar
transformado en cordillera. Nácar, nombre que tiene lejanías «de adentro».
Nácar. Ya tiene nombre la mujer de nieve. Ya no es el Muna-munanqui, «amor
enamorado», hembra que el remolino viste, para gastar al hombre en soledad.
El minero no está solo. Tiene un amor en las cumbres. La nieve ya no devora su
noche de ojos abiertos. La nieve tiene ojos, y boca tierna, y cabellos
derramados como una selva llamadora de besos.

Y el minero piensa: esto es; y esto debe ser. Busco el oro, pero no quiero
encontrarlo.
Busco el Muna-munanqui con olor a piel de hembra enamorada, con esa
callada fuerza, y ahí está. Es Nácar. Esto tiene que ser. Esto tiene destino y
verdad. Pero Nácar se va, llevando sus bandoleros en la noche, como un viento
romántico y maldito. Sólo el rastro de cinco caballos queda en la senda nevada.
Un rastro oscuro sobre el camino blanco. Un adiós bárbaro de galope y
repechada, y abismo, y distancia infinita. Un rastro que alivia el pecho de los
bolicheros y de los cobardes. Para el minero, es un latigazo en el rostro. Una

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puñalada en la esquina más vital de su sueño.
Nácar galopa, cordillera adentro, con cuatro ponchos detrás, que la siguen
como cuatro lobos. Ella no sabe de la luz ni la sombra que sembró en el
minero. Sólo piensa, un minuto, en el hombre con un pequeño puñado de
pepitas, y en sus ojos, serenos, sin miedo; serenos, como una esperada
fatalidad. Ella no sabe que detrás de su galope, rastreando la oscura huella, la
van siguiendo los ojos del hombre; ojos que no pueden gritar: ¡Ven! Por eso la
siguen ,con una honda mudez desesperada. Y el minero golpea la piedra
deshecha, socavón adentro. Pero está ciego, porque los ojos se le fueron por el
camino, detrás de un galope. Allá abajo, en el pueblo, está la hembra, su
hembra tan ajena como la ambición. Está calculando robarlo, para darle ,oro a
otro; al subhombre que siempre ronda la vida de la mujer sin distancia interior.
Y el minero baja un día, para mirar esos ojos grandes y sin nobleza; para
mirar esa boca que ofrece siempre una ternura alquilada. Y como tiene asco, y
como tiene un sueño limpio que lo salva, deja un poco de oro, como si
escupiera bilis. Y sale a la calle. A la única calle de la aldea. Y se mira las
manos, y las ropas. Mira la piedra del veredón antiguo, las casas azules y
rojizas, y siente que allí está muerto. Y se va. Sin remordimiento, sin que le
duela la copla que oye. Se va. Ni siquiera piensa en Nácar. Sólo en él. Y
entonces decide: «Debo nacer de nuevo; debo parirme a mí mismo, de una vez
y para siempre». Allá en el cuesta arriba, hay una cumbre nevada que lo espera,
como una abuela, con los brazos abiertos, para guardarle el secreto del llanto.
Ha pasado un tiempo; es decir, ha pasado ese tiempo que se mide por afuera.
Hay un sol aquerenciado que prolonga su brillo en los barrancos. El aire entibia
el lerdo caminar de los rebaños de nubes por el cielo. Es primavera. Alguna
tarde los pastores se embriagan en el boliche del Alto. Y los pastores preguntan
por el hombre. Hace tiempo que no lo ven, y piensan que quizá vendió su
sueño.
Pero no. El minero se ha limpiado los ojos en manantiales de agua de nieve.
Y ahora sí, piensa en Nácar. La buscará; caminará por todos los caminos, hasta
encontrarla. Cuando se canse su cuerpo, se le saldrá del pecho el corazón, que
no se cansa nunca, y la seguirá buscando. Llega una tarde al boliche del Alto.
Allí están los pastores, bebiendo alcohol azucarado. Brebaje bárbaro que les
entibia la soledad. Miran hacia el camino. Hacia el cruce de los caminos. Y
cada cual tiene un cuento que dice de años, de viajes, de tormentas, de
alegrías. De oro que llega y oro que se va, como los días, como los vientos,
como la vida. Y los pastores beben, y tal vez hay un canto. De esa cara
barbada, de esa boca fuerte y apretada de tiempo, sale la copla, fresca, como el
lloro del agua entre la roca. La copla salva al hombre, porque tiene, muy juntos,
el dolor y la gracia. Todo lo que sufre, canta. Y la gracia es un canto también,
porque tiene raíz en la victoria del hombre sobre la pena.

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XXXV. NACAR
E l minero ha llegado al boliche del Alto. Ahí está, maduro y cabal, limpio,
porque se limpió de los dolores que enmugrecen. Sólo dejó dentro suyo la pena
que le camina por .la sangre, ennobleciéndolo. Antes de entrar, queda un
instante entre el salón y el camino, entre la noche y el alba. El trabajo y la
soledad, y el sueño —su gran sueño—, lo han esculpido como un peñasco. El
saludo de los pastores, con ser cordial y rudo, parece ,débil cuando llega al
oído del Minero. Porque el Minero está ahí con todo lo suyo, sintiendo que se
ha parido a sí mismo, de una vez y para siempre. Se adelanta, y casi no sabe
decir el nombre del alcohol que va a pedir. Y entonces hace una seña,
indicando algo del estante. Siente como si la palabra le pesara, como si cada
sílaba le quemara la lengua como una estrella caliente. Saca de la gaveta de
cuero pequeñas chuspas cargadas. Oro. Oro de buena ley. El bolichero,
aburrido de ver cosas y misterios, abre los ojos para que pueda asomarse a ellos
todo el asombro que lo quiere ahogar. ¡Oro de buena ley, y en cantidad! Un
pastor se atreve a preguntar:
—¿Hallaste al fin la veta? Pero la mirada del minero se le clavó en la
garganta, como una lanza.
Bebe. Así, de un trago, como se beben el amor y la muerte, cuando se es un
Hombre. El bolichero pesa el oro. Quiere reflejar interés en la tarea; quiere
trasuntar un profundo aire de honestidad, de leal entendimiento. Pero sus dedos
son gruesos, y uno se acuerda de la garra del cóndor; pero sus ojos tienen un
idioma que quisiera gritar un plan de emborrachar, hacer la fiesta, salir al
camino, pegar en la nuca un solo balazo, y luego acostarse a dormir sin rastro
de pecado. La mirada está quieta; no sigue ni acompaña la tarea frente a la
pequeña balanza, la mirada está dentro de su corazón inmundo. Concluye el
asunto. Los jarros con alcohol se animan a .tintinear en manos de los pastores,
como un desmayado cencerro desprendido del fantasma de la sed.
—¿Lleva algo? —pregunta el bolichero. —Eso.
Y el minero señala un Winchester y un cinturón de cazador. Hasta la mujer
del bolichero asoma su cara en la puerta. El Minero ya tiene el arma con él. La
mira, le calcula el peso, y se sirve luego otro trago de alcohol. El Minero sabe
leer intenciones. Por eso ha sabido descubrir la veta rica en la cordillera. Pero

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ahora, eso no es lo importante. Estuvo, sufrió, abrió arañando la roca, rezó con
salmo bárbaro cada mañana. Sólo él sabe para qué. Sólo él y algún cóndor.
Sacó oro; borró la veta, cubrió de piedra y arena su lugar, su camino, su rastro.
Porque él sabe bien que su destino es buscar oro. Pero si una vez hallado colma
deseos de afuera, adorna la ambición, su sueño morirá. Y nada es más grande
que su sueño. Sobre todo ahora, que a su sueño le ha salido una luz: Nácar. Por
eso llega. Y cambia. Y espera la noche, para que el viento le borre la huella. Y
por eso parte en la noche, bajo la luna grande y primera de un tiempo de
tibiezas. Y marcha por un camino que nunca anduvo, pero que conoce. Porque
una vez los ojos se le fueron por él, siguiendo a Nácar.
Allá está el «Bravo», el límite. Bravo lo bautizaron los bandoleros y los
contrabandistas.
Los que pasaron, y los que cayeron con una bala en los riñones. Porque ahí
está el resguardo aduanero, incrustado en el paso cordillerano. Hay seis
hombres, capaces de poner seis balas en el mismo blanco. Claro es que hay
pasos ocultos. Rincones para filtrarse. Pero es ilusión creer que son pocos los
que los conocen. El Minero llega una mañana al «Bravo». Pero no tiene
pecados. No huye. Va. No teme. Adelanta. Lleva silencio mordido en larga
senda, en años cerrados por la nieve y el sueño. Dentro suyo, algo que se
parece a una copla le dice cosas tibias al corazón. Atrás quedan caminos con
pastores de ruda voz y mano amiga; queda el boliche; y en el valle, la sombra
apenas de una vergüenza disfrazada de amor y de paz. Allá, adelante, luego de
la cuesta abajo, un solo nombre, prisma de su fuerza: Nácar. Nácar ya no corre
caminos de tragedia. No la siguen bandoleros que la aman y la temen. Los
galopes se durmieron en un pueblo del norte chileno. «Aquello» pasó. Ahora
tiene Nácar una pequeña venta, y hasta aprendió a sonreír un poco con las
gentes. A veces, cuando oye cosas ingenuas y sencillas, compara esas escenas
con los peligros corridos en los caminos crueles. Está sola. Es que siempre
estuvo sola. Su corazón estuvo amurallado tanto tiempo, que fue un ritmo sin
música, un eco sin voz, un lago dormido sobre las cordilleras, donde nunca ha
caído un guijarro, ni una pluma de cóndor que inquietara sus aguas.
Vio el amor en los otros. Un amor sin amor. Una fuerza de instinto sin nido
ni candidez. Un voltear chinas, sembrando vientres tímidos, entre la noche y el
llanto. Maridos que suspiraban mirando caderas sin pudor, adivinando formas,
maldiciendo besos, y entregando a sus mujeres sólo la baba destilada en deseos
crecidos para otras. Nácar, la bandolera, la que una vez mató a un hombre, la
que se fue con uno, y luego con otro, la que galopó entre balas y polvaredas,
mantiene la castidad de un alma que se hizo aguerrida para no entregar su
timidez, ni en la mirada, ni ante la flor, ni por el hombre o la luna, o la mañana
abierta. Es que sentía un horrible miedo de no vivir el verdadero amor. No lo
busca, ni lo buscó nunca. El amor era en ella un latido porque sí, como los

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nervios de su caballo, estallando en voluntad de ganar toda distancia. Un
mundo dormido. Y ahora está allí, en la paz de una aldea de hombres buenos y
un poco rudos. Mira las calles con niños, la vecina que convida las viandas
lugareñas, el hombre del salitre, y allá lejos, el mar. Cada tarde se cumple sobre
su vida con el mismo color sobre los cielos. El mismo viejo pasa a paso lento,
vuelta de su casa, saludando con mirada de abuelo. El mismo ruido de las
puertas al cerrarse. El hacha en algún patio, partiendo leña. Y el humo sobre los
techos. Y allá lejos, el sol besando el mar.

Hay un hombre que busca los favores de Nácar: el farmacéutico del pueblo.
Un hombre simple, con la necesaria vileza de los ciudadanos apacibles y
prestigiosos. Miente en la farmacia, miente en la política, y se miente a sí
mismo. Su voz nuclea a jóvenes ambiciosos, aúnque algún sueño también los
alienta. Su voz analiza, sentencia, profetiza. Es dirigente de fiestas artísticas, de
festivales pro moral del pueblo. No cree en Dios, pero almuerza con el cura.
No cree en el amor, pero se acuesta con su mujer y la llena de hijos. Va a la
venta de Nácar; tejidos regionales, andinos, pieles de guanaco y de llama,
baratijas diversas, ponchos, casacas de cuero, chalecos de vicuña. En todo
pequeño negocio de estas regiones, en la trastienda, siempre hay una mesa con
una botella de buen vino comarcano, para el rato de plática. Y el boticario
despacha sus teorías y ostenta su «prestigio» en la trastienda. Nácar lo oye, lo
atiende, lo conoce «de memoria», y lo utiliza para que no avance su
contribución por el impuesto a las pieles y otros productos. El boticario lo sabe,
pero también cree que es hombre gustado por la mujer. No puede dejar de
creerlo, porque esto le hace bien. Lo entona. Alguna vez, en un paseo al
campo, los hombres probaban su puntería. Como en broma, le ofrecieron un
revólver a Nácar. Ella vaciló un instante, y observó dos o tres armas, eligiendo
la que le resultó mejor para ella. Y asombró a los circunstantes esa tarde.
Cuando le preguntaron dónde habla aprendido a tirar tan bien, dijo con sencilla
voz: En el fundo de mi padre, allá en el Sur… Y todos le creyeron. Y también les
empezó a hacer un prudente respeto hacia esa moza morena y delgada, de
hermosos ojos criollos, de gesto un tanto lejano y dramático, que su mirada
tornaba casi nostálgico.

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XXXVI. EL ENCUENTRO
Y como tenía que ser, fue. Nácar, día a día, en el trato con ese desconocido,
tan extraño y que parecía conocerla, fue descubriendo el nidal de la ternura.
Los ojos del Minero no eran más bellos que los de los demás. Pero había algo
que los otros ojos, al mirarla, no expresaban. Ternura. Misteriosa y antigua
ternura. Timidez que no amenguaba un cierto sentido de seguridad, de firmeza.
Era el amor tímido, firme, lleno de miedo y de glorias escondidas. El suspiro
largamente contenido. El sueño soñado en la alta cordillera, en soledad. Una
soledad que mordía las manos, estrujaba los ponchos. Una soledad pintora de
esperanzas y de tragedias en un telón de nieve y de ventisca. La mirada del
hombre registra los caminos andados. La distancia tiene una luz para los ojos
del caminador, que no se puede inventar, ni disimular. Es un cuenta-leguas
cuyo mecanismo se origina en las reconditeces del espíritu. Así era la mirada
del Minero. Así sentía Nácar esa mirada. Y como tenla que ser, fue. Resolvieron
irse. Irse lejos, a Tacna, al Perú. O hacia Lipes, hacia San José, en tierra
boliviana. A comenzar, a recomenzar la vida. Una mañana fría los halló frente
a una calle ancha, donde pasaban los vehículos hacía el norte, más allá de
Calama.

El Minero caminaba como un centinela, para entrar en calor. En un bordo,


en una barranca de la esquina lejana, parábase, y sin querer, sin poder
impedirlo, se quedaba mirando hacia las cordilleras, cuyos picachos se
embellecían con el primer sol de otoño. Nácar miraba al Minero, a la distancia.
Y creyó comprender. Y así lo dijo luego: ¡Qué difícil es dejar aquello que formó
nuestra pasta! Ahá. El carruaje no venía. Demoraba demasiado. Demoraba lo
bastante como para pensar que quizá anda por ahí el Destino manejando las
cosas para la pena o la dicha del hombre. Y como tenía que ser, fue. Quedó la
esquina alta de la aldea, sola. El sol, cuando llegó ahuyentando el frío de la
calle, no halló el rebozo de Nácar, ni el poncho del minero. Pasaron los
ómnibus hacia el Norte, pero sólo transportaban hombres y mujeres con
destinos pequeños, con destinos lógicos, con sueños sencillos y pobres,
bondadosos, sin otros combates que los de todos los días. Allá lejos, el mar. Y
las arboledas. Álamos y tamarindos. Casuarinas. Allá arriba, las pampas de

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salitre, con casuchas de chapa y madera. Con oficinas, y tierras alambradas.
Con nombres extranjeros, que suenan con un sonido ajeno a todos los paisajes.
Y luego, caminos. Caminos que se bifurcan, que se estrechan entre los primeros
riscos, donde comienza el corcovo del Ande. Caminos sin domar, que parecen
indicar la senda de los cielos, pero que están, jalonados de muerte, de soledad,
de olvido y desamparo. Caminos donde sucumben la voluntad y la temeridad.
Caminos que no ayudan al que quiere andarlos porque sí nomás. Por esos
caminos marchan los dos. Nácar y el minero. El hombre se ha parido a sí
mismo.
Cabalmente. Se ha enfrentado con su conciencia, y sabe mirar la sombra de
su dicha y su tragedia. La mujer está ahora segura. Segura de su hombre. Segura
del amor, principio y fin del ser. Y marcha cuesta arriba, sin frío, ni fatiga, ni
miedos. Envueltos en su sueño infinito, allá van, camino hacia arriba, Nácar y el
Minero. Hacia las cordilleras …

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XXXVII. LA CERRAZÓN
D on Cosme vivía allá, entre el Cerro de los Guanacos y la Laguna del
Tesoro. Tiene su rancho paredes de piedra y techo repajado, que se levanta sólo
a un metro y medio del suelo. Para penetrar en la choza de don Cosme hay que
agacharse y para vivir en ella hay que ser un héroe como el dueño de casa.
Tiene mujer y varios changos. Éstos andan por ahí, travesiando en el pequeño
corral de pirkas. Visten ropas viejas del Tata, y cualquier blusa o pantalón tiene
más flecos que un poncho.
La Laguna del Tesoro está sobre los tres mil metros al nivel del mar, al
noroeste tucumano.
Dicen por ahí que en aquellos tiempos del Inca prisionero, cuando el
rescate exigido por Pizarro, pasaron muchas recuas de llamas cargadas de plata
y oro, desde el Famatina y El Leoncito, y que al tenerse noticia de la muerte del
monarca indio las cargas fueron arrojadas al fondo de esa laguna andina. Desde
entonces la llaman Laguna del Tesoro. Cuanto muchacho andariego, estudiante
o aventurero ha llegado a esas alturas, soñó siempre con encontrar el tesoro de
los indios. Botes y canoas se fabricaron. Rastreos en toda la zona. Zambullidas
entre los esteros. Pero nunca sacaron más que un catarro. A don Cosme siempre
le tocó oficiar de baquiano. Como su rancho está en la comarca y lo demás es
pura soledad, infinita soledad, todos los que trajinan esas sendas lo «contratan»
de guía. Mineros, arqueólogos, turistas, cazadores de vicuñas, caminantes del
mundo, llegan al rancho de don Cosme, pernoctan allí y al día siguiente salen a
sus trabajos y aventuras. Don Cosme sabe que han de volverse cansados, rotos,
apunados y sin más que alguna que otra fotografía, pero los acompaña.
A veces, sonriendo, mientras comenta estas cosas, dice: «Me gusta que se
alleguen por aquí, porque así me costian la diversión …». Además, don Cosme
aprovecha esas visitas porque tienen ocasión de comer mejor él y su familia.
Allí la vianda es charquisillo de oveja, anco rescoldeado, mote de maíz y nada
más. El pan es lujo de los abajeños. Allá no llega sino cuando los turistas lo
llevan. Generalmente, los viajeros aprovechan el feriado de Semana Santa para
esas excursiones. Consiguen mulas en una estancia de El Clavillo, o son amigos
de los mozos estancieros. Tienen dos días de viaje hasta la «casa» de don
Cosme. En el Cerro de las Vicuñas y la Cumbre de los Cazadores hay una serie

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de sendas antiguas que se entremezclan y parten en distintas direcciones. El que
no es baquiano se pierde fácilmente, y no es raro que buscando salida hacia
Tafí del Valle vaya a parar a Chile. Y don Cosme se divierte a sus anchas,
dejando a los improvisados gauchos marchar adelante. El hombre hace como
que arregla el apero y les da unos quinientos metros de ventaja. Y desde el
cruce de las sendas les grita a los equivocados: «¡Eh, amigos! Saludos a los
chilenos». Y se ríe feliz, seguro de su ciencia cordillerana, mientras los mozos
retornan disimulando su bochorno con una sonrisita. En las cumbres el aire es
puro, limpio. Es hermoso contemplar hacia los valles de abajo la cortina de
lluvia que abarca kilómetros, mientras desde su puesto de observación el sol
cae en pleno sobre el viajero. Las nubes forman un mar allá, mil metros abajo,
mientras en la soledad las sendas apenas se marcan sobre una tierra gris y
amarillenta, a veces salpicada con manchones de nieve en algunas
hondonadas. Y al frente, siempre espejeantes, los picachos inaccesibles, como
una catedral de hielo a la que sólo los cóndores ven de cerca. No se crea que
esas visitas entrañas llegan a menudo. Cada año aparece un par de jinetes, y a
veces pasan tres y cuatro años sin que don Cosme hable con nadie más que su
mujer, en esos diálogos andinos de veinte palabras diarias.

Hay épocas, cerca de diciembre, en que el «cerro amanece enojado». Y


entonces, antes del mediodía, una niebla densa se prende de las cumbres,
durante una semana, y a veces más. Cuando tal cosa ocurre, las ovejillas no
bajan al vallecito de buen pasto. Quedan por ahí, cerca del corral. Un paso mal
dado puede despeñarlas, y siempre, cuando escampa y sale el sol, don Cosme
ya sabe que ha llegado el instante de cueriar, porque es seguro que algún
cordero yace destrozado en el fondo del abismo. «Es mala la sangre sobre la
tierra», dicen los andinos. Ellos acostumbran, cuando matan una oveja o un
ternero, a practicar un hoyo profundo, en cuyo borde colocan el cogote de la
bestia antes de la puñalada. La sangre no ensucia los pastos, respeta la tierra. La
sangre cae dentro del hoyo, el que luego se cubre con tierra para que
Pachamama no se ofenda. Un día llegaron a la choza de Cosme dos viajeros.
Andaban en tratos para adquirir una zona de la cordillera; y hacer cateos en
una mina. Don Cosme los llevó hacia esos rumbos. Marchando en fila india,
ganaban poco a poco las alturas. Los viajeros, hombres de la ciudad y la banca,
comenzaron a hablar de negocios, operaciones bursátiles y beneficios y
dineros. Durante horas, a lo largo del trayecto, don Cosme no sentía otra cosa
que la palabra oro, pesos, miles, cientos, alhajas, etc. Parecían los dueños del
mundo estos señores. Allí, con ese hombrecillo por delante, puro poncho y
silencio, pura pobreza eterna, seguían confesándose su habilidad para los altos
negocios, para las felices transacciones, para el dichoso enredo.
Don Cosme los escuchaba. Primero, asombrado. Hablaban de un mundo

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maravilloso, de un lujo que él nunca había visto ni vería. Hablaban de casas
cómodas, de aviones, de París, de Chicago, de Londres, de Buenos Aires. Por
ahí alguno interrumpía la charla para preguntarle: «¿Falta mucho?». Don Cosme
responda al rato: «Regular, señor… Cerca del mediodía el sol comenzó a
entristecerse, y en menos de una hora la niebla inició su gran emponchado de,
montañas y valles. Don Cosme, conocedor, dispuso desviarse de la senda y
ganar unas galerías naturales entre las peñolerías cumbreñas. Entraron a las
cuevas con bestias y arreos. Desensillaron. Don Cosme les dijo: »Gánense pal
fondo y saquen nomás los ponchos y abrigos, porque vamos a hacer noche
aquí». Y se fue buscando leña de tola, la única del lugar. Los viajeros
prepararon sus abrigos, sus catres de campaña. Pensaban que al día siguiente
podrían seguir viaje. Pero no era así. La niebla es terrible, y don Cosme, ya de
madrugada, les avisó: «Esta cerrazón está muy dura y va a durar varios días». La
desesperación de los viajeros, cuando a los tres días continuaban prisioneros de
la montaña, esclavos de la cerrazón, no tenía límites. Protestaban del viaje y del
destino. Insultaban a la montaña, a la niebla, a las mulas «demasiado lerdas», y
hasta ofendieron a don Cosme diciendo que él tenía que saber cuándo se
producía ese fenómeno. Don Cosme callaba. Iba juntando rabia, despacito.
Hasta para enojarse tenía el mismo ritmo preciso y pausado del Ande. Al
amanecer del cuarto día, don Cosme salió a «mirar la cumbre». No se veía a
veinte metros. Todo era un misterio infinito.
Entonces uno de los viajeros le habló: —Oiga, viejo. Sáquenos de aquí hoy
mismo, de vuelta al valle, y le haré un regalo.
—¿Regalo? Si.
Y le mostró la billetera repleta al kolla.
—Vea, señor. Con plata o sin plata, yo no puedo sacarlo de aquí. Hay que
esperar que limpie esta cerrazón. La cerrazón es la dueña del cerro …
Y achicando los ojos como con picardía, le propuso al viajero:
—¿Y por qué no le ofrece platita a la cerrazón? …

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El c a n t o d el v i en t o

Ata h u a l pa Y u pa n q u i

XXXVIII. EL ÚLTIMO DECRETO


E l zorro ha sido uno de los personajes más famosos en los cuentos y
tradiciones folklóricas de nuestro continente. Con ligeras variantes, los cuentos
del zorro andan por ahí, en todas las veladas provincianas, en los fogones de
los arrieros, en la noche de los mineros, en los minutos de «resuello» de los
hacheros de la selva y las tardecitas de los peones indios. Hace un tiempo
conocimos otro cuento del célebre Don Juan de los campos. Nos lo narró
Narciso Katay en la vieja finca de Ocloya, al nordeste de la provincia de Jujuy.
Saliendo de Yala hacia el oriente, se escalonan unas serranias boscosas, con
valles de muy buen pasto. Se pasa el Cerro Huacanko, que quiere decir «hacer
llorar', y en verdad es terrible su travesía por lo peligrosa, llena de nieblas
desatadas y sendas angostísimas, apenas abiertas para el paso de la mula, entre
una muralla musgosa a un costado y abismos sin ecos. Los baquianos
recomiendan en cierto paso quitar el apero al animal, porque el solo choque
del estribo contra el cerro puede hacer perder pie a la bestia, y la
desbarrancada se produciría irremediablemente.

Por esas lejuras peligrosas andábamos un día, hacia una vieja estancia
perdida en los montes orientales de Jujuy, donde hace trescientos años reinaban
los indios Okloyas, bravíos rivales de Juríes y Homohuacas. Se había de realizar
en esos campos una «corpachada», es decir, un rito indio, un bautizo de corral
de piedra en el que la mujer más vieja, de la comarca personificarla a
Pachamama, la Madre de los Cerros. De esta ceremonia extraña, indo-criolla,
hablaremos alguna vez. Allí conocimos a toda la peonada, compuesta por
gauchos, criollos, mestizos, kollas y algún viejo, de esos que andan como
sombras tenaces en estos tiempos. Y allí gustamos la amistad de Narciso Katay,
buen pialador y narrador de sucedidos y fantasías comarcanas. Por él supimos
que habla peones que ganaban doce pesos mensuales, había enlazadores que
trabajaban el primer mes gratis, para poder pagar el lazo con que se les proveía
para su labor en los campos. Por él supimos que aquel peón que no
presenciaba la misa en la capilla de la estancia, todos los domingos, era
rápidamente despedido, y otras lindezas. No precisamos decir que no
conocimos el confort de la estancia, a la que fuimos invitados cuando se supo

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nuestra presencia en el lugar, sino que estuvimos hospedados en el rancho de
Katay, pequeñito y frío, pero que nos dio en las cuarenta y ocho horas «que nos
dejaron permanecer» una fuerte y hermosa sensación de solidaridad con todos
aquéllos que ostentaban las manos callosas y la mirada llena de bondad y
esperanza. La última noche, Katay hizo el gasto de la conversación. Nos habló
de la mitología andina como de sucesos ocurridos a la puerta de su casa. Nos
contó el origen de las tormentas, que era la lucha entre los vientos, el huayra
macho contra el huayra hembra. Y entre otras cosas, nos contó varios cuentos
de los que el zorro ocupa el rol preferente. Este es uno de sus cuentos: Una
mañana recién amanecida, estaba el compadre gallo sobre la horqueta de un
árbol, como avizorando la línea del oriente, donde pronto asomarla el sol,
cuando desde los matorrales vecinos llegó el compadre zorro, con paso
menudo y silencioso, achicando los ojos con picardía. El compadre gallo lo vio,
pero la altura en que estaba le dio confianza y siguió nomás mirando la
mañanita.

El zorro se acercó al pie del árbol y habló al gallo:


—Buen día, compadre gallo. ¿Tomando aire?
—Así es, compadre zorro.
—¿Por qué no se baja de ahí, compadre gallo? De aquí abajo se respira
mejor.
—No ha'i de ser, compadre. Gracias. Aquí estoy bien.
Y siguió nomás, el gallo, fuertemente prendido a la rama alta del árbol. El
zorro miró hacia todos lados, y acercándose más al tronco del árbol, dijo en
tono confidencial:
—Lo que pasa, compadre, es que usted me tiene miedo. Y me tiene miedo,
porque usted no está enterado del último decreto del gobierno …
—¿Cuál decreto? —preguntó el gallo, picado por la curiosidad.
—Le contaré, compadre gallo. Resulta que el gobierno acaba de lanzar un
decreto por el que declara la amnistía general entre todos los animales y bichos
de la provincia. Este decreto ha causado la dicha en el mundo. Y ya está puesto
en práctica. Hace un rato he visto una víbora jugando a la taba con una liebre,
y un tigre hacía de canchero, mientras una oveja le cebaba mate …
El gallo dudó un momento, pero algo había en la mirada del zorro que le
inspiraba desconfianza, y se agarró más fuertemente de la rama. —¿Cuándo
salió ese decreto, compadre zorro? —Anoche, a última hora, compadre. Pero
como usted se acuesta temprano. En eso andaban, dudando el gallo y afilando
su apetito el zorro, cuando aparecieron los perros de la chacra, y olfateando lo
ubicaron, El zorro apenas tuvo tiempo de dar un par de saltos para poner
distancia, y salió a la disparada, «como alma que se la lleva el diablo». Los
perros, cinco o seis, se atropellaban para lograr alcanzar al pícaro zorro, y éste

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corría, o mejor, volaba, sobre los rastrojos del potrero, en dirección a los
montes. Y mientras disparaba perseguido por la perrada enfurecida, el zorro
oyó que, desde lejos, pero con toda claridad, el gallo le gritaba: —¡Pele el
decreto… compadre… ! ¡Pele el decreto…!

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El c a n t o d el v i en t o

Ata h u a l pa Y u pa n q u i

XXXIX. ¡SIEMPRE!
V iento de mi tierra. Viento legendario. Cántaro cósmico. Nido del canto, del
dolor trasmutado, de la voz desvelada de los hombres que caminaron la Patria
con una guitarra y una copla brújula y hechizo. Yo era muy niño cuando los
paisanos me revelaron tu leyenda, tu destino, tu mensaje infinito. Era un tiempo
de gramillas y galopes. Un tiempo de purezas, romántico y heroico. Y cuando
pude andar, salí al camino. A juntar hilachitas de cantares, el ¡ay!, de una
Vidala, la punta de un Estilo, el ¡aura!, de una Zamba. Con el solo linaje de mi
sangre mestiza. Un oscuro linaje de Loreto y Guipúzcoa. Y una guitarra que me
acercó la vida. Una guitarra tan indócil para mis manos, como generosa para
mi corazón.
Y hasta aquí he llegado, Viento amigo.
Gasté mi voz en los caminos. Quemé mis años en la lucha Siempre fiel a tu
leyenda y a tu destino.
¡Siempre!

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A n t olo g í a d e c a n c i on e s
ATA H U A L PA Y U PA N Q U I

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N o s ta l g i a s t u c u m a n a s

(Zamba).

Noches de Tucumán,
lunas la de Tafí…
¡Quién pudiera volverse
para los cerros, ay, ay de mí!
Zambas para bailar,
arpa, bombo y violín,
recuerdos y esperanzas
en los pañuelos, ¡ay, ay de mí!
¡Suena, guitarra,
fiel compañera!
Repiqueteando zambas
la vida entera, ¡ay, ay de mí!

Cerros color azul


perfumados de azahar,
naranjales en mayo
y en primavera los amancay.
Noches de Tucumán,
lunas la de Tafí…
Quién pudiera volverse
para los cerros, ¡ay, ay de mí!
¡Suena, guitarra,
fiel compañera!
Repiqueteando zambas
la vida entera, ¡ay, ay de mí!

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T u q ue p ued e s , v uélv e t e

(Canción. Atahualpa Yupanqui).

Soñé que el río me hablaba


con voz de nieve cumbreña
y, dulce, me recordaba
las cosas de mi querencia.
Tú que puedes, vuélvete…
me dijo el río llorando,
los cerros que tanto quieres
—me dijo
allá te están esperando.
Es cosa triste ser río
quién pudiera ser laguna
y oír el silbo del junco
cuando lo besa la luna.
Qué cosas tan parecidas
son tu destino y el mío:
vivir cantando y penando
por esos largos caminos.
Tú que puedes, vuélvete…
me dijo el río llorando,
los cerros que tanto quieres
—me dijo
allá te están esperando.

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A la noche la hizo dios

(Atahualpa Yupanqui).

A la noche la hizo dios


para que el hombre la gane
transitando por un sueno
como si fuera una calle.

Platicar con un amigo


oír un canto en el aire
ver el amor enredado
en la niebla de los parques

O adivinar un poema
que nunca lo escribió nadie
a la noche la hizo dios
para que el hombre la gane

La noche tiene un secreto


y mi corazón lo sabe
por mas que quiera ocultarlo
con terciopelos del aire

Me lo contó una guitarra,


hondo jahuel de saudades
lo aprendí en esas historias
que cuentan los trashumantes

Lo leí en el rojo vino


que en las madrugadas arde

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lo vi brillar pecho adentro
destilando soledades

La noche tiene un secreto


y mi corazón lo sabe
a la noche la hizo dios
para que el hombre la gane

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Vos te hai pesar

(Anónimo. Canción andina).

Cuando me vaya y no vuelva,


recién te hai pesar.
Recién entonces, ingrata,
comprenderás lo perdido,
y a vos te hai pesar.

Cuando me pierda en los cerros,


recién te hai pesar.
Cuando me vaya y no vuelva,
recién te hai pesar.
Recién entonces, mi negra,
Sabrás lo que son rigores,
y a vos te hai pesar.

Caerá la nieve en el tiempo,


y el sol tal vez quemará,
camino que queda solo
del que nunca volverá,
y a vos te hai pesar.
Cuando me vaya y no vuelva,
a vos te hai pesar.

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A h i a n d a m o s , señ or

(Canción. Atahualpa Yupanqui).

Ahí andamos, señor…


Vengo de los cerros
donde muere el sol.
Guapeando y guapeando
par la vida voy

Ahí andamos, señor…


Hilacha, los sueños en el pedregal,
hecho a los rigores
y a la soledad.

Ahí andamos, señor…

Si al morir se alcanza
la serenidad,
le juro, a la vida
la voy á extrañar.

Ahí andamos, señor…

Vengo de los cerros, donde muere el sol.

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¡ A m a l aya el c i elo !

(Poema. José Ramón Luna - Atahualpa Yupanqui).

¡Amalaya el cielo me trujiera un hijo


en cualquier chinita de este rancherío!
En cualquier chinita, si es mala lo mismo,
que las hace buenas el llanto del hijo.

Morenito oscuro, raza pura d'indio.


Sangre de mi juersa. Carne de cariño.
Pa quererlo mucho. Pa' entregarle tuito.
Tuita esta ternura, tuito este cariño
que pa' una pueblera yo lo hei florecido.

Queriéndola, tanto, nunca me ha querido.


Y hasta aquí perdiendo su rastro hei venido.
Se han cansa'o los vientos de acarrear suspiros.
Se han cansa'o mis ojos de domar caminos.
Y pa' que mis alas cobijen un nido,

y pa' que descansen estos ojos míos,


¡Amalaya el cielo me trujiera un hijo,
en cualquier chinita de este rancherío!

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Ba g u a l a d el g a u c h o p obr e

(Atahualpa Yupanqui).

Alto verdeña de mi querer


no tengas penas, que yo he'i volver.
Que yo he'i volver. Como no he de volver.

Para tu gaucho, tortilla.


Pa mi caballo, mala hoja.
Al que es pobre y mala traza
siempre le dan cualquier cosa.

He'i volver con flete gordo


Y apero de plata pura.
Pa decirle a tus parientes:
háganse á un la'o los basura.

Alto verdeña de mi querer.


No tengas penas, que yo he'i volver.
Que yo he'i volver. Como no he de volver.
Guárdame la ausencia. Negra, que pronto he'i volver.

No tengas miedo, mi Niña, que pronto he'i volver.


Cuídate de tus parientes, que pronto he'i volver.
Como no he de volver. Como no he de volver

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Ba g u a l a d el m i n er o

(Atahualpa Yupanqui).

Voy llevando los barrenos al socavón,


Mano fuerte y vida triste. ¡Minero soy!
Golpeando piedras y piedras de sol a sol…
Me duele el pan que me gano. ¡Minero, soy!

¡Pobrecitos los mineros! ¡Qué buenos muchachos son!

Pero tienen la desgracia de morir sin confesión.


Me duele el pan que me gano. ¡Minero soy!
Ya vendrán tiempos mejores. ¡Minero, soy!

Voy llevando los barrenos al socavón.


Mano fuerte y vida triste. ¡Minero, soy!
Ya vendrán tiempos mejores. ¡Minero soy!
Me duele el pan que me gano. ¡Minero, soy!

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B a s ta y a

(Atahualpa Yupanqui).

¡Ay! Ya viene la madrugada,


Los gallos están cantando.
Compadre, están anunciando
que ya empieza la jornada… Ay… Ay…

¡Ay! Al vaivén de mi carreta


nació esta lamentación.
Compadre, ponga atención
que ya empieza mi cuarteta.
No tenemos protección… Ay… Ay…

Trabajo para el inglés,


trabajo de carretero,
sudando por un dinero,
que en la mano no se ve… Ay… Ay…

¡Basta ya! ¡Basta Ya!


¡Basta ya que el yanqui mande!

El yanqui vive en palacio


yo vivo en uno ¡barracón!
¿Como es posible que viva
el yanqui mejor que yo?

¡Basta ya! ¡Basta ya!


¡Basta ya que el yanqui mande!

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¿Qué pasa con mis hermanos
de Méjico Y Panamá?
Sus padres fueron esclavos,
¡sus hijos no lo serán!

¡Basta ya! ¡Basta ya!


¡Basta ya que el yanqui mande!

Yo de pequeño aprendí
a luchar por esa paz.
De grande lo repetí
y a la cárcel fui a parar.

¡Basta ya ! ¡Basta ya!


¡Basta ya que el yanqui mande!

¿Quién ha ganado la guerra


en los montes del Viet-Nam ?
El guerrillero en su tierra
Y el yanqui en el cinema.

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C a c h i lo d or m i d o

(Chacarera. Atahualpa Yupanqui. Pablo del Cerro).

Cuando pasen por Santiago


caminen sin hacer ruido,
porque en un rincón del pago
está el Cachilo dormido.

Está el Cachilo dormido


con su ponchito de almohada,
quizá, buscando en el sueño
el alma de la vidala.

El alma de la vidala,
florcita salavinera,
llegando los carnavales,
se le ha'i volver chacarera,
(Tarareo…).
llegando los carnavales,
se la ha'i volver chacarera,

Hay un rincón en el cielo


donde moran los quichuistas,
donde cantan chacareras
al llegar la tardecita.

Al llegar la tardecita,
corazón estremecido,
anda el Soco tarareando
para el Cachilo dormido.

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Para el Cachilo dormido,
florcita salavinera,
llegando los carnavales,
se le ha'i volver chacarera,
(Tarareo…).
llegando los carnavales,
se le ha'i volver chacarera.

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C a m i n o d el i n d i o

(Canción. Atahualpa Yupanqui).

Caminito del indio,


sendero coya sembra'o de piedras.
Caminito del indio,
que junta el valle con las estrellas.

Caminito que anduvo


de sur a norte mi raza vieja.
Antes que en la montaña
la Pachamama se ensombreciera.
Cantando en el cerro,
llorando en el río,
se agranda en la noche
lo pena del indio.

El sol y la luna,
Y este canto mío,
Besaron tu piedras;
¡camino del indio!

En la noche serrana
llora la que su honda nostalgia.
Y el caminito sabe
cual es la chola que el indio llama.

Se levanta en el cerro
la voz doliente de la Baguala.
Y el camino lamenta

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ser el culpable de la distancia.

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C a m p e si n o

(Canción. Atahualpa Yupanqui).

Cuando vayas á los campos,


no te apartes del camino,
que puedes pisar el sueño
de los abuelos dormidos.
Campesino, campesino.
¡Por ti canto, Campesino!

Unos, son tierra menuda.


Otras, la raíz del trigo.
Otros son piedras dispersas
en la orillita del río.
Campesino, Campesino.
¡Por ti canto, Campesino!

Cuántas veces, cuántas veces,


más allá del sembradío,
en la fragua de las tardes
fueron á templar sus gritos

Campesino, Campesino.
¡Por ti canto, Campesino!
Sagrado misión del hombre:
nieve, sol y sacrificio.
Morir sembrando la vida.
Vivir, templando su grito.
Campesino, Campesino,

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Par ti canto ¡Campesino!

Cuando vayas á los campos,


no te apartes del camino,
que puedes pisar el sueño
de los abuelos dormidos.
Nunca muertos, ¡sí dormidos ¡
Nunca muertos, ¡si dormidos!

Campesino, Campesino

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C a n c i on d el a r r i er o d e l l a m a s

(Atahualpa Yupanqui).

El sol ya va coronando
las altas cumbres de mis montañas.
¡Montañas mías !
Yo marcho por el camino
pensando en ella y arreando llamas.
¡Así es mi vida!

Llenita de tristes risas


y alegres penas.

Serranito, serranito, mi canción


nació vestida de fiesta
mientras lloraba mi corazón.
Mi corazón.

Mis llamas hasta el refugio


por el camino se fueron solas.
¡Llamitas mías!
Ya marcho por el sendero
mientras mi quena llora su ausencia.
¡Así es mi vida !

Llenita de tristes risas


y alegres penas.
Serranito, serranito, mi canción
nació vestida de fiesta
mientras lloraba mi corazón.

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Mi corazón.

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C a n c i o n d e l c a ñ av e r a l

(Yaraví. Atahualpa Yupanqui).

Muele que muele el trapiche, y en su moler


hasta la vida del hombre muele también.

Tira'o sobre la maloja, pobre de mí,


sin que me arrime consuelos el yaraví.

¿Verde cañita de azúcar, qué dulce es!


Pero al final de la zafra se vuelve hiel.
Yo tengo un sueño secreto, vivo par él.
No hay trapiche que á mi sueño pueda moler

El sol de a1guna mañana me encontrará


cantando sobre los surcos, cañaveral.

Ha de llegar a1gun tiempo. ¿Cuando será ?


En que te sienta mi amigo. ¡Cañaveral!
Muele que muele…

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C a n c i on pa r a D oñ a G ui l l er m a

(Atahualpa Yupanqui).

Cantaba junta a las ollas


lo que naide pudo oír.
El monte da sus secretos
al que hierve su raíz.

Una lunita morada,


vagando en cielos de añil.
Y dos letras coloradas
en la esquina del mandil.

Doña Guillerma me hizo uno pa' mí.


Pa las campereadas de fines de Abril.
Pa que el paisano se pueda lucir,
lindo el apero, mejor el mandil.
Fue doña Guillerma que lo hizo pa' mí.

La vida tiene sus trampas


porque la vida es así.
Las viejitas trenzadoras
no se debieron morir.
Los criollos ya na' tenemos
a quien mingarle un mandil
Doña Guillerma me hizo uno pa' mí.

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C a n c i on pa r a pa blo n er ud a

(Atahualpa Yupanqui).

Pablo nuestro que estás en tu Chile,


Viento en el viento.
Cósmica voz de caracol antiguo.
Nosotros te decimos,
Gracias por la ternura que nos diste.
Por las golondrinas que vuelan con tus versos.
De barca a barca. De rama a rama.
De silencio a silencio.
El amor de los hombres repite tus poemas.
En cada calabozo de América
un muchacho recuerda tus poemas.
Pablo nuestro que estás en tu Chile.
Todo el paisaje custodia tu sueño de gigante.
La humedad de la planta y la roca
allá en el sur.
La arena desmenuzada, Vicuña adentro,
en el desierto.
Y allá arriba, el salitre, las gaviotas y el mar.
Pablo nuestro que estás en tu Chile.
Gracias, por la ternura que nos diste.

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C h a c a r er a d e l a s p i ed r a s

(Atahualpa Yupanqui).

Aquí canta un caminante


que muy mucho ha caminado
y agora vive tranquilo
y en el cerro Colorado

Largo mis coplas al viento


por donde quiera que voy
soy árbol lleno de frutos
como plantita e mistol

Cuando ensillo mi caballo


me largo por las arenas
y en la mitad del camino
ya me olvide de las penas

Caminiaga, Santa Elena,


el churqui región cortado
no hay pago como mi pago
viva el cerro Colorado

A la sombra de unos talas


yo ei sentido de un repente
a una moza que decía
sosiegue que viene gente

Te voy a dar un remedio


que es muy bueno pa’las penas

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grasita de iguana macho
mezclaita con yerba buena

Chacarera de las piedras


criollita como ninguna
no te metas en los montes
si no ha salido la luna

Caminiaga, Santa Elena ,


el churqui región cortado
no hay pago como mi pago
viva el Cerro Colorado

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C or d ob a n ort e

(Chacarera. Atahualpa Yupanqui - Pablo del Cerro).

Adiós Cerro Colorado


cerro de piedras pintadas.
Algún día he de volver
por tu camino de cabras.

Me voy par él cuesta arriba


orillando lo quebrada.
Pura piedra y soledad,
camino de Caminiaga.

El alto de Santa Cruz


tiene una selva de palmas.
Por ellas se va la tarde
con una luz de vidalas.

Adiós norte cordobés,


tierra de lindos paisanos.
Ya se van las tradiciones.
¡Adiós Don Tristán Moyano!

Me voy por la senda vieja,


por Deanfunes y Ongamira.
Entre coplas y caminos
Se me va yendo la vida:

No quiero cantar tristezas


Pero hay caminos que apenan.

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Algunos con sol quemantes
Y algunos con luna llena.

Corazón. ¿Dónde vas yendo,


De adonde te andan llamando?
Tal vez pa' darte consuelo,
o pa' largarte llorando.

Adiós norte cordobés,


Tierra de lindos paisanos.
Ya se van las tradiciones.
Adiós Don Tristán Moyano

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De a q uel lo s c er r o s v en g o

(Atahualpa Yupanqui - Pablo del Cerro).

De aquellos cerros vengo, negra querida,


a buscar los despojos del alma mía.
Fresquita y ansiosa yo te la entregué.
Tu la destrozaste, yo no sé por qué.

De aquellos cerros vengo, negra querida…

Este ponchito mío, de tres colores,


me dice que no fíe de tus amores.
Palomita ingrata, me has pagado mal,
córtate las alas, deja de volar…

De aquellos cerros vengo, paloma mía.

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D e ta n t o d i r y v e n i r

(Canción. Atahualpa Yupanqui - Pablo del Cerro).

De tanto dir y venir


abrí mi huella en el campo.
Para el que después anduvo
ya fue camino liviano.

En infinitos andares
fui la gramilla pisando.
Raspé mí poncho en los talas.
Me hirieron pinchos de cardo.

Las huellas no se hacen solas


ni con sólo el ir pisando.
Hay que rondar madrugadas
maduras en sueño y llanto.

Viento de injustas arenas


fueron mi huella tapando.
Lo que antes fue clara senda
se enyenó de espina y barro.

Parece que no hubo nada


si se mira sin mirarlo.
Todo es malezal confuso,
pero mi huella está abajo.

Desparejo es el camino.
Hoy ando senderos ásperos.

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Piso la espina que hiere,
pero mi huella está abajo,

Tal vez un día la limpien


los que sueñan caminando.
Yo les daré, desde lejos
mi corazón de regalo.

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D o s m i lon g a s ur u g u aya s

(Música: Atahualpa Yupanqui; Poema: R. Risso).


S I L B A N D O P I E N S A N L A S AV E S

Silbando piensan las aves


yo pienso ansina también.
Naide sabe lo que dicen,
ellas lo deben saber.
Se me hace que las ideas
con las palabras se van
En el silbido parece
que se alargan, nada más.
Mesmo sin pensar en nada
las horas suelo silbar…
HUMITO DE MI CIGARRO

Humito de mi cigarro
ni que de adentro salieras.
Parece que te llevarás
por los aires mis ideas.
Mi corazón va pitando
fuerte picadura negra.
Y el humito sale blanco
pero el tabaco se quema.
La vida, como el tabaco,
fuerte picadura negra.
y el humito sale blanco
pero el tabaco se quema.

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D uer m e n e g r i t o

(Arrullo. Pablo Caraibes, Atahualpa Yupanqui).

Duerme, duerme, negrito,


que tu mamá está en el campo,
negrito…

Te va a traer
codornices para ti.
Te va a traer
rica fruta para ti.
Te va a traer
carne de cerdo para ti.
Te va a traer
muchas cosas para ti
Y si el negro no se duerme,
viene el diablo blanco
y ¡zas! Le come la patita,

¡chacapumba!
Duerme, duerme, negrito,
que tu mamá está en el campo,
negrito…
Trabajando,
trabajando duramente,
trabajando sí.
Trabajando y no le pagan,
trabajando sí.
Trabajando y va tosiendo,

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trabajando, sí.
Trabajando y va de luto,
trabajando sí.
Para el negrito chiquitito,
trabajando, sí.
Duramente, sí.
Va tosiendo, sí.
Va de luto, sí.
Duramente, sí

Duerme, duerme, negrito,


que tu mama está en el campo,
negrito.

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El a l a z a n

(Atahualpa Yupanqui - Pablo del Cerro).


GLOSA

Dicen que un hombre «de a pié».


Solo es la mitad de un gaucho.
Eso, no más, y seré
porque perdí un caballo.

No me gustan las nostalgias


porque me achican la vida,
y el corazón se desangra
de penas mientras camina.

A veces, a rienda corta,


con las coscojas sonando,
parecía preguntarme:
¿qué ando pasando, paisano…?

Y así voy, y así voy yendo,


cuesta arriba o cuesta abajo,
solitario y nostálgico
porque perdí mi caballo…
CANCIÓN

Era una cinta de fuego


galopando, galopando
crin revuelta en llamaradas,
¡mi alazán te estoy nombrando!

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Cruzó las sierras con luna,
cruzó los valles nevando.
Cien caminos anduvimos,
¡mi alazán te estoy nombrando!

Oscuro lazo de niebla


te pialó junto al barranco
¿Como fue que no lo viste?
¿Qué estrella andabas mirando ?

En el fondo del abismo


ni una voz para nombrarlo,
solito se fue muriendo
¡mi caballo, mi caballo!

En una horqueto del tala


hay un morral solitario,
y hay un corral sin relincho.
¡mi alazán te estoy nombrando!

Si como dicen algunos


hay cielos pa'l buen caballo,
por ahí andará mi flete
galopando, galopando…

Oscuro lazo de niebla


te pialó…
En el fondo del abismo
ni una voz.

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El á r b ol q ue t u olv i d a s t e

(Canción. Atahualpa Yupanqui).

El árbol que tú olvidaste siempre se


acuerda de ti,
y le pregunta a la noche
si serás o no feliz.

El arroyo me ha contado
que el árbol suele decir:
quien se aleja junta quejas
en vez de quedarse aquí.

Al que se va par el mundo


suele sucederle así.
Que el corazón va con uno
y uno tiene que sufrir,
y el árbol que tú olvidaste
siempre se acuerda de ti.

Arbolito de mi tierra
yo te quisiera decir
que lo que a muchos les pasa
también me ha pasado a mi.

No quiero que me lo digan


pero lo tengo que oír:
quien se aleja junta quejas
en vez de quedarse aquí.

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El a r o m o

(Milonga. Romildo Risso - Atahualpa Yupanqui).

Hay un aromo nacido


en la grieta de una piedra.
Parece que la rompió
pa' salir de adentro de ella.

Está en un alto pela'o,


no tiene ni un yuyo cerca,
Viéndolo solo y florido
Tuito el monte lo envidea.

Lo miran a la distancia
árboles y enredaderas,
diciéndose con rencor:
Pa uno solo, cuánta tierra.

En oro le ofrece al sol


pagar la luz que le presta.
Y como tiene de más,
puña'os por el suelo siembra.

Salud, plata y alegría,


tuito al aromo, la suebra
Asegún ven los demás
dende el lugar que lo observan.

Pero hay que dar y fijarse


como lo estruja la piedra.

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Fijarse que es un martirio
la vida que le envidean.

En ese rajón, el árbol


nació por su mala estrella.
Y en vez de morirse triste
se hace flores de sus penas…

Como no tiene reparo,


todos los vientos le pegan.
Las heladas lo castigan
L'agua pasa y no se queda.

Ansina vive el aromo


sin que ninguno lo sepa.
Con su poquito de orgullo
porque es justo que lo tenga.

Pero con l'alma tan linda


que no le brota una queja.
Que en vez de morirse triste
se hace flores de sus penas.

¡Eso habrían de envidiarle


los otros, si lo supieran !

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E l a r r i e r o va

(Canción. Atahualpa Yupanqui).

En las arenas bailan los remolinos,


el sol juega en el brillo del pedregal,
y prendido a la magia de los caminos,
el arriero va, el arriero va.

Es bandera de niebla su poncho al


viento,
lo saludan las flautas del pajonal,
y animando la tropa par esos cerros,
el arriero va, el arriero va.

Las penas y las vaquitas


se van par la misma senda.

Las penas son de nosotros,


las vaquitas son ajenas.

Un degüello de soles muestra la tarde,


se han dormido las luces del pedregal,
y animando la tropa, dale que dale,
el arriero va, el arriero va.

Amalaya la noche traiga un recuerdo


que haga menos peso mi soledad.
Como sombra en la sombra por esos
cerros,
el arriero va, el arriero va.

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El f or a s t er o

(Atahualpa Yupanqui).

Porque no soy de estos


pagos me acusan de forastero
como si fuera un pecado
vivir como vive el viento

De donde vendrán los vientos ,


de donde vendrá el rocío
que besa los pastizales
de la llanura y el cerro

Yo vengo de todas partes


por los caminos del sueño
como las rosas a mayo
los jazmines a enero.

Doy lo que tengo que dar ,


y a veces me doy entero
como la dicha en los valles
y la pena en los desiertos

Junto estrellas en la noche


y en la sombra las enhebro
con ellas hago un collar
para ponerlo en el cuello
de una paisana que nunca
me sintiera forastero

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Y ando por todas las sendas,
las del valle, las del cerro
y aquéllas que no se ven
y andan corazón adentro

La gente me ve pasar
y me dice forastero
solo escuchan mis oídos ,
porque mi alma esta lejos

Está mirando esos mundos


que no ven los que son ciegos
aúnque se llenen de luz
y tengan los ojos bellos

Por donde quiera que paso,


voy desgranando mis sueños,
aúnque digan los demás,
allá pasa un forastero

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El pa j a r i l lo

(Yaraví. Anónimo del Perú).

¡Oh!, pajarillo que cantas


por las mañanas serenas,
por qué a unos les das la dicha
y a mí me aumentas las penas ?

¿Por qué con tanto rigor


has castigado mi amor ?
Mi sombra te ha de hacer falta
cuando te fatigue el sol.

Si hasta mi guitarra, llora,


con ser madero, vacío,
¿Como no he de llorar yo
si me quitan lo que es mío?

¿De qué le sirve al cautivo


tener los grillos de plata
y el enrejado de oro,
si la libertad le falta?

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El n i ñ o d uer m e s on r i en d o

(Atahualpa Yupanqui M. Benitez Carrasco).


C A N TA D O

La noche, con la espumita del río,


te está tejiendo un encaje, mi Niño.
Quiero la estrella del ciclo mas bella,
para hacerte un sonajero, mi Niño.

El niño duerme sonriendo, mi Niño.


¡Ah, mi Niño ¡
Qué bello mundo es tu mundo, mi Niño.
¡Ah, mi Niño!
R E C I TA D O

El niño quiso ser pez


y fue a la orilla del mar.
Puso los pies en el agua
pero, no pudo ser pez.

El niño quiso ser nube


y fijo al cielo miro.
Volaba el aire en el aire
pero, el niño no voló.

El niño quiso ser hombre,


fuerte, compuso su voz.
Mas el mundo era tan suyo
que el niño, niño quedó

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Fueron pasando los años
y el hombre alcanzó su voz,
y anduvo par esos mundos
mezclando dicha y dolor.

Y el hombre quiso ser niño,


quiso ser nube y ser pez,
mas la playa era de angustia
y las nubes el ayer.

Y el hombre va par el mundo


Con razón o sin razón,
y lleva un niño frustrado
gimiendo en su corazón.

Qué. bello mundo es tu mundo, mi Niño.


¡Ah, mi Niño! …

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El pa m p i n o

(Atahualpa Yupanqui).

La pampa mata de abajo


el sol castiga de arriba
y entre sol, pampa y salitre
se gana el pobre la vida.

Pampino de mano fuerte


siempre toreando al destino.
Hombre que baja la frente
nada tiene de pampino…

Me muestro desnudo al viento


para que aprienda de mí.
Me han dicho que el viento llora
y a mi me gusta reír…
Pampino de mano fuerte

siempre toreando al destino.


Hombre que baja la frente
nada tiene de pampino…
El salitre se va lejos,

lo va llevando un vapor…
y el pampino queda solo
entre la pampa y el sol…

La pampa mata de abajo,


el sol castiga de arriba

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y entre sol, pampa y salitre
se gana el pobre la vida…

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El paya d or p er se g ui d o

(Atahualpa Yupanqui).

Con permiso, via a dentrar


aúnque no soy convida'o,
pero en mi pago, un asao
no es de naides y es de todos.
Yo via cantar a mi modo
después que haiga churrasquiao.

No tengo Dios pa' pedir


cuartiada en esta ocasión,
ni puedo pedir perdón
si entuavía no hei falta'o;
veré cuando haiga acaba'o;
pero ésa es otra cuestión.

Yo sé que muchos dirán


que peco, de atrevimiento
si largo mi pensamiento
pa'l rumbo que ya elegí,
pero siempre hei sido así;
galopiador contra el viento.

Eso lo llevo en la sangre


dende mi tatarabuelo.
Gente de plata en el suelo
fueron mis antepasaos;
criollos de cuatro provincias

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y con indios misturaos.

Mi aguelo fue carretero,


mi tata fue domador;
nunca se buscó dotor
pues se curaban con yuyos,
o escuchando los murmullos
de un estilo de mi flor.

Como buen rancho paisano


nunca falto una encordada,
de ésas que parecen nada
pero que son sonadoras.
Según el canto y la hora
quedaba el alma sobada.

Mi tata era sabedor


por lo mucho que ha roda'o.
Y después que había canta'o
destemplaba cuarta prima,
y le echaba un poncho encima
«pa' que no hable demasiado…».

La sangre tiene razones


que hacen engordar las venas.
Pena sobre pena y pena
hacen que uno pegue el grito.
La arena es un puñadito
pero hay montañas de arena.

No sé si mi canto es lindo
o si saldrá medio triste ;
nunca fui zorzal, ni existe
plumaje más ordinario.
Yo soy pájaro corsario
que no conoce el alpiste.

Vuelo porque no me arrastro,


que el arrastrarse es la ruina;
anido en árbol de espina
lo mesmo que en cordilleras
sin escuchar las zonceras

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del que vuela a lo gallina.

No me arrimo así nomás


a los jardines floridos.
Sin querer vivo alvertido
pa' no pisar el palito.
Hay pájaros que solitos
se entrampan por presumidos.

aúnque mucho he padecido


no me engrilla la prudencia.
Es una falsa experiencia
vivir temblándole a todo.
Cada cual tiene su modo;
la rebelión es mi ciencia.

Pobre nací y pobre, vivo


por eso soy delica'o.
Estoy con los de mi la'o
cinchando tuitos parejos
pa' hacer nuevo lo que es viejo
y verlo al mundo cambia'o.

Yo soy de los del montón


no soy flor de invernadero.
Soy, como el trébol pampero,
crezco sin hacer barullo.
Me aprieto contra los yuyos
y así a aguanto al pampero.

Acostumbra'o a las sierras


yo nunca me sé marear,
y si me siento alabar
me voy yendo despacito.
Pero aquél que es compadrito
paga pa' hacerse nombrar.

Si alguien me dice señor,


agradezco el homenaje;
mas, soy gaucho entre el gauchaje
y soy nada entre los sabios.
Y son pa' mi los agravios

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que le hagan al paisanaje.

La vanidá es yuyo malo


que envenena todo huerta.
Es preciso estar alerta
manejando el azadón,
pero no falta el varón
que la riegue hasta en su puerta.

El trabajo es cosa buena,


es lo mejor de la vida;
pero la vida es perdida
trabajando, en campo ajeno.
Unos trabajan de trueno,
y es para otros la llovida.

Trabajé en una cantera


de piedritas de afilar.
Cuarenta sabían pagar
por cada piedra pulida,
y era a seis pesos vendida
en eso del negociar.

Apenas el sol salía


yo estaba a los martillazos,
y entre dos a los abrazos
con los tamaños piegrones
y por esos moldejones
las manos hechas pedazos.

Otra vez fui panadero


y hachero en un quebrachal;
he carga'o bloques de sal
y también he pela'o cañas,
y un puñado de otras hazañas
pa' mi bien o pa' mi mal.

Buscando de desasnarme
fui pinche de escribanía
la letra chiquita hacía
pa' no malgastar sella'o,
y, era también apreta'o

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el sueldo que recibía.

Cansa'o de tantas miserias


me largué pa'l Tucumán,

Lapacho, aliso, arrayán,


y hacha con los algarrobos.
¡Por dos cincuenta! Era robo
pa' que uno tenga ese afán.

Sin estar fijo en un la'o


a toda labor le hacía,
y así sucedió que un día
que andaba de benteveo
me topé con un arreo
que dende Salta venía.

Me picó ganas de andar


y apalabré al capataz,
y así, de golpe nomás
el hombre me preguntó:
—¿Tiene mula? - Cómo no
—le dije—. Y hambre, de-más.

A la semana de aquello
repechaba cordilleras,
faldas, cuestas y laderas
siempre pa'l la'o del poniente,
bebiendo agua de vertiente
y aguantando las soleras.

Tal vez otro habrá roda'o


tanto como he roda'o yo,
y le juro, creameló,
que he visto tanta pobreza,
que yo pensé con tristeza:
Dios por aquí no pasó.

Se nos despeñó una vaca


causa de la cerrazón,
y nos pilló la oración
cueriando y haciendo asao;

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dende ese día, cuña'o
se me gastó mi facón.

Me sacudí las escarchas


cuando bajé de los Andes,
y anduve en estancias grandes
cuidando unos parejeros ;
trompeta, tapa y sombrero,
pero pa' los peones, de ande.

La peonada, al descampa'o,
el patrón, en Guenos Aires.
Nosotros, el cu… ello al aire
can las caronas mojadas,
y la hacienda de invernada
más relumbrosa que un fraile.

El estanciero tenía
también sus cañaverales,
y en los tiempos otoñales
juntábamos los andrajos,
y nos íbamos p'abajo
dejando los pedregales.

Allí nos amontonaban


en lote con otros criollos,
coda cual buscaba un hoyo
ande quinchar su guarida,
y pasábamos la vida
rigoriaos y sin apoyo.

Faltar, no faltaba nada:


vino, café y alpargatas.
Si habré revoliao las patas
en gatos y chacareras.
Recién la cosa era fiera
al dir a cobrar las latas.

¡Qué vida más despareja!


Todo es ruindad y patraña;
Pelar caña es hazaña
Del que nació pa'l rigor.

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Allá había un solo dulzor
y estaba adentro 'e la caña.

Era un consuelo pa'l pobre


Andar jediendo a vinacho.
Hombres grandes y muchachos
como malditos en vida,
esclavos de la bebida
se lo pasaban borrachos.
¡Tristes domingos del surco
los que yo he visto y vivido!
Desparramados y dormidos
en la arena amanecían,
a lo mejor soñarían
con la muerte o el olvido…

Riojanos y santiagueños,
salteños y tucumanos,
con el machete en la mano
volteaban cañas maduras,
pasando sus amarguras
y aguantando como hermanos.

¡Rancho techa'o con maloja,


vivienda del pelador!
En medio de ese rigor
no faltaba una vihuela,
con que el pobre se consuela
cantando coplas de amor.

Yo también , que desde chango


unido al canto crecí,
más de un barato pedí
y pa´ los piones cantaba.
¡Lo que a ellos les pasaba
también me pasaba a mí

Cuando yo aprendí a cantar


armaba con pocos rollos.
Y en la orilla de un arroyo
bajo las ramas de un sauce,
crecí mirando en el cauce

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mis sueños de pobre criollo.

Cuando sentí una alegría;


cuando el dolor me golpió;
cuando una duda mordió
mi corazón de paisano,
desde el fondo de los llanos
vino un canto y me curó…

En esos tiempos pasaban


cosas que no pasan ya.
Cada cual tenía un cantar
o copla de anochecida.
Formas de curar la herida
que sangra en el trajinar.
Algunos cantaban bien.

Otros, pobres, más a menos…


Mas no eran cantos ajenos,
aúnque marca no tenían.
Y todos se entretenían
guitarreando hasta el desvelo.

Por ahí se allegaba un máistro,


de esos puebleros letrao's;
juntaba tropa e versiao's
que iban después a un libraco,
y el hombre forraba el saco
con lo que otros han pensa'o.

Los peones formaban versos


con sus antiguos dolores.
Después vienen los señores
con un cuaderno en la mano,
copian el canto paisano
y presumen de escritores.
El criollo cuida su flete,
su guitarra y su mujer;
siente que enfrenta un deber
cada vez que da la mano;
y aúnque pa'todo es baquiano
sólo el canto ha de perder.

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¡Coplas que lo acompañaron
en las quebradas desiertas,
aromas de flores muertas
y de patriadas vividas,
fueron la luz encendida
para sus noches despiertas!…

Se aflije si se le pierde
un bozal, un maneador,
pero, no siente furor
si al escucharle una trova,
viene un pueblero y le roba
su mejor canto de amor.
De seguro, si uno piensa,
le halla el nudo a la a madeja,
porque la copla más vieja,
coma la raíz de la vida,
tiene el alma par guarida,
que es ande anidan las quejas.

Por eso el hombre al cantar


con emoción verdadera,
echa su pena p'ajuera
pa que la lleven los vientos,
y así, siquiera un momento
se alivia su embichadera.

No es que no ame a su trova


ni que desprecie su canto.
Es como cuando un quebranto
en la noche de los llanos
hace aflojar al paisano
y el viento le lleva el llanto.

En asuntos del cantar,


la vida nos va enseñando
que sólo se va volando
la copla que es livianita.
Siempre caza palomitas
cualquiera que anda cazando…

Pero si el canto es protesta

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contra la ley del patrón
se arrastra de peón a peón
en un profundo murmullo,
y marcha al ras de los yuyos
como chasque en un malón.

Se pueden perder mil trovas


ande se canten quereres,
versos de dichas, placeres,
carreras y diversiones;
suspiros de corazones
y líricos padeceres.

Pero si la copla cuenta


del paisanaje la historia,
ande el peón vueltea la noria
de las miserias sufridas,
ésa, se queda prendida
como abrojo en la memoria
Lo que nos hizo dichosos
tal vez se pueda olvidar;
los años en su pasar
mudarán los pensamientos.
pero angustias y tormentos
son marcas que han de durar…

Estas cosas que yo pienso


no salen par ocurrencia.
Para formar mi esperencia
yo masco antes de tragar.
Ha sido largo el rodar
de ande saqué la alvertencia.

Si uno pulsa la guitarra


pa cantar coplas de amor,
de potros, de domador,
de la sierra y las estrellas,
dicen: ¡Qué cosa más bella!
¡Si canta que es un primor!

Pero si uno, como Fierro,


por ahí se larga opinando,

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el pobre se va acercando
con las orejas alertas,
y el rico vicha la puerta
y se aleja reculando.

Debe trazar bien su melga


quien se tengo par cantor,
porque sólo el impostor
se acomoda en toda huella.
Que elija una sola estrella
quien quiera ser sembrador…

En el trance de elegir
que mire el hombre p'adentro,
ande se hacen los encuentros
de pensares y sentires.
Después… que tire ande tire,
con la conciencia por centro.

Hay diferentes montones,


unos grandes, y otros chicos.
Si va pa'l montón del rico
el pobre que piensa poco,
detrás de los equívocos
se vienen los perjudicos.

Yo vengo de muy abajo,


y muy arriba no estoy.
Al pobre mi canto doy
y así lo paso contento,
porque estoy en mi elemento
y ahí valgo por lo que soy.

Si alguna vuelta he canta'o,


ante panzudos patrones,
he picanea'o las razones
profundas del pobrerío.
Yo no traiciono a los míos
por palmas ni patacones.

aúnque canto en todo rumbo


tengo un rumbo preferido.

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Siempre canté estremecido
las penas del paisanaje,
la explotación y el ultraje
de mis hermanos queridos.

Pa que cambiaran las cosas


busqué rumbo y me perdí;
al tiempo, cuenta me dic
y agarré por buen camino.
¡Antes que nade, argentino;
y a mi bandera seguí…!

Yo soy del norte y del sur,


del llano y del litoral;
y nadie lo tome a mal
si hay mil gramos en el kilo.
Ande quiera estoy tranquilo
pero ensilla'o, soy bagual.

El cantor debe ser libre


pa desarrollar su ciencia.
Sin buscar la convenencia
ni alistarse con padrinos.
De esos oscuros caminos
yo ya tengo la experiencia.

Yo canto, por ser antiguos


cantos que ya son eternos
y hasta parecen modernos
por lo que en ellos vichamos.
Con el canto nos tapamos
para entibiar los inviernos…

Yo no canto a los tiranos


ni por orden del patrón.
El pillo y el trapalón
que se arreglen por su lado
con payadores comprados
y cantores de salón.

Por la fuerza de mi canto


conozco celda y penal.

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Con fiereza sin igual
más de una vez fui golpiao,
y al calabozo tira'o
¡como tarro al basural!

Se puede matar a un hombre.


Pueden su rostro manchar,
su guitarra chamuscar.
¡Pero el ideal de la vida,
ésa es leñita prendida
¡que naide ha de apagar!

Los males se van alzando


todo lo que hallan por ahí;
como granitos de maíz
siembran los peores ejemplos,
y se viene abajo el templo
de la decencia del país.

Detrás del ruido del oro


van los maulas como hacienda;
no hay flojo que no se venda
por una sucia moneda;
mas, siempre en mi tierra queda
gauchaje que la defienda.

Cantor que cante a los pobres


ni muerto se ha de callar.
Pues ande vaya a parar
el canto de ese cristiano,
no ha de faltar el paisano,
que lo haga resucitar.

El estanciero presume
de gauchismo y arrogancia.
El cree que es extravagancia
que su peón viva mejor.
Mas, no sabe ese señor
que por su peón tiene estancia.

Aquél que tenga sus reales


hace muy bien en cuidarlos

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pero si quiere aumentarlos
que a la ley no se haga el sordo.
Que en todo puchero gordo
los choclos se vuelven marlos.

Una vuelta, sin trabajo


andaba par Tucumán,
y en una fonda, ande van
cantores de madrugada,
me acerqué pa la payada
que siempre ha sido mi afán.

aúnque extrañando la monta


me le apilé a un instrumento.
Y al cabo de algún momento
le di puerta a una baguala,
con una coplita rala
de ésas que llevan los vientos.

Tal vez fuera la guitarra.


¡Tan lindo como sonaba!
Mi corazón remontaba
tristezas de los caminos,
y lo maldije al destino
que tantas penas me daba.

Un hombre se me acercó
y me dijo: —¿Qué hace acá?
Viaje pa la gran ciudad
que allá lo van a entender;
ahí tendrá fama, placer
y plata pa regalar.

¡Para qué lo habré escucha'o!


¡Si era la voz del mandinga!
Buenos Aires, ciudá gringa,
me tuvo muy apreta'o.
Tuitos se me hacían a un la'o
como cuerpo a la jeringa.

Y eso que no vine pobre


pues traiba alpargatas nuevas.

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Las viejas… pa cuando llueva
en la alforja las metí;
un pantalón color gris
y un saco tirando a leva.

Saltando de radio en radio


anduve, figuresé.
Cuatro meses me pasé
en partidas malogradas;
naide aseguraba nada,
y sin plata me quedé.

Vendí mis lindas alforjas.


Mi guitarra, ¡la vendí !
En mi pobreza, ay de mí,
me hubiera gusta'o guardarla.
¡Tanto me ha costa'o comprarla!
Pero, en fin… todo perdí.

¡Vihuela, dónde andarás,


qué manos te están tocando.
Noches enteras pensando
siquiera como consuelo,
que sea un canto de este suelo
lo que están arrancando…!

Cuando el maíz ésta en barbecho


luce un color brillantón;
las hebras, como un nailón
presumen con sus lindezas.
Pero agachan la cabeza
si las agarra el carbón.

Igual me pasaba a mí
en aquellos tiempo idos;
joven, fuerte, presumido,
y cuando se acabó el queso,
volví en un triste regreso
poblada l´alma de olvidos.
Cosas de la juventud…
¡Malhaya, dónde andarás…!
Aura que estoy bataráz

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de tanto cambiar el pelo,
recuerdo aquellos desvelos
pero no miro p'atras.

Me volví pa'l Tucumán


nuevamente a padecer.
Y en eso de andar y ver
se pasaron muchos años
entre penas, desengaños,
esperanzas y placer.

Mas, no jué tiempo perdido,


asegún lo vi después.
Porque supe bien como es
la vida de los paisanos.
De todos me sentí hermano,
del derecho y del revés.

Siempre recuerdo los tiempos


en que guapiando pasé,
los cerros que atravesé
buscando lo que no hallaba,
y hasta a veces me quedaba
por esos campos de a pie.

La vida me fue enseñando


lo que vale una guitarra;
por ella anduve en las farras
tal vez hecho un estropicio,
y casi me agarra el vicio
con sus invisibles garras.

Menos mal que llevo adentro


lo que la tierra me dio.
Patria, raza o que sé yo,
pero que me iba salvando,
y así, seguí caminando
por los caminos de Dios.

La cosa estaba en pensar


que al pulsar un instrumento,
hay, que dar con sentimiento

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toda la fuerza campera.
Pero nadie larga afuera
si no tiene nada adentro…

La guitarra es palo hueco,


y pa tocar algo bueno,
el hombre debe estar lleno
de claridades internas.
¡Pa sembrar coplas eternas
la vida es un buen terreno…!

Si el rezar brinda consuelos


al que consuelo precisa,
igual que cristiano en misa
o matrero en medio el monte,
yo rezo en los horizontes
cuando la tarde agoniza.

Queda callada la pampa


cuando se ausenta la luz.
El chajá y el avestruz
van buscando la espesura,
y se agranda en la llanura
la soledad del ombú.

Entonces, igual que un poncho


a uno lo envuelve la tierra.
Desde el llano hasta la sierra
se va una sombra extendiendo,
y el alma va comprendiendo
las cosas, que el mundo encierra.

Ahí está el justo momento


de pensar en el destino.
Si el hombre es un peregrino,
si busca amor a querencia,
o si cumple la sentencia
de morir en los caminos.

En el Norte vide cosas


que ya nunca he de olvidar.
Yo vide gauchos peliar

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con facones carroñeros
o con machetes cañeros
que al verlos hacia temblar.

Rara vez mata el paisano


porque ese instinto no tiene
al duelo criollo se aviene
por no recular ni un tranco.
Hace saber que no es manco
y en el peliar se entretiene.

No hay serrano sanguinario


ni coya conversador;
el más capaz domador
jamás cuenta sus hazañas,
y no les tienta la caña
porque el «tintillo» es mejor.

Cada pago se aficiona


a una forma de peliar,
y aquél que quiera guapear
antes tendrá que alvertir
que para poder salir
hay que aprender a dentrar.

Se aparran a puñetazos
igual que en cualquier parte;
pero es una cencia aparte
usar los modos del pago.
Ahí se pone fiero el trago,
Como dijo don Narvarte.

Cordobés, pa la pegrada.
Riojano, pa'l rebencaso.
Chileno, pa'l caballaso.
Salteño, con daga en mano
Y es un rey el tucumano
Pa peliar a cabezasos.

Siempre el criollo ha de peliar


de noche y medio machao.
Es una pena, cuña'o,

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que a veces por una tuna
se nublen noches de luna
y cielitos estrellaos.

Una canción sale fácil


cuando uno quiere cantar.
Cuestión de ver y pensar
sobre las cosas del mundo.
Si el río es ancho y profundo
cruza quien sabe nadar.

Que otros canten alegrías


si es que alegres han vivido.
Que yo también he sabido
dormirme en esos engaños.
Pero han sido más los años
de porrazos recibidos.

Nadie podrá señalarme


que canto por amarga'o.
Si he pasa'o lo que he pasa'o,
quiero servir de alvertencia.
El rodar no será cencia
pero tampoco es peca'o.

Yo he camina'o por el mundo


he cruza'o tierras y mares,
sin fronteras que me pare
y en cualesquiera guarida,
yo he canta'o, tierra querida
tus dichas y tus pesares.

A veces, caiban al canto


Como vacaje a la aguada
Para escuchar mis versadas
hombres de todos los vientos,
trenzando sus sentimientos
al compás de mi encordada.

Pobre de aquél que no sabe


del canto las hermosuras.
La vida, la más oscura,

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la que tiene más quebrantos,
hallará siempre en el canto
consuelo pa su tristura.

Dicen que no tienen canto


los ríos que son profundos.
Mas yo aprendí en este mundo
que el que tiene mas hondura,
canta mejor por ser hondo,
y hace miel de su amargura.

Con los tumbos del camino


se entran a torcer las cargas.
Pero es ley que en huella larga
deberán acomodarse.
Y aquél que llega a olvidarse
las ha de pasar amargas.

Amigos, voy a dejar.


Está mi parte cumplida
en la forma preferida
de una milonga pampeana.
Canté de manera llana
ciertas cosas de mi vida.

Aura me voy. No sé adónde.


Pa mí todo rumbo es gueno.
Los campos, con ser ajenos
los cruzo de un galopito.
Guarida no necesito,
yo sé dormir al sereno.

Siempre hay alguna tapera


en la falda de una sierra.
Y mientras siga esta guerra
de injusticias para mí,
yo he de pensar desde allí
canciones para mi tierra.

Y aúnque me quiten la vida


o engrillen mi libertad.
¡Y aúnque chamusquen quizá

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mi guitarra en los fogones,
han de vivir mis canciones
en l´alma de los demás!

¡No me nuembren, que es peca'o,


y no comenten mis trinos
Yo me voy con mi destino
pa'l la'o donde el sol se pierde.
¡Tal vez alguno se acuerde
que aquí cantó un argentino!

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El p i n t or

(Atahualpa Yupanqui).

Creyendo hacer cosa buena


Un pintor me pinto un día,
Mas me pinto por afuera
Porque adentro no veía.

¿Cuando vendrá ese pintor


Que pinte lo que yo siento?
Ganas de vivir la vida
Sin angustias ni tormentos…

Es mal pintor el pintor


Que me ha pintado ese día,
Cantando coplas serranas
Con la barriga vacía.

Es mal pintor el pintor,


Y en esto no hay duda alguna,
Pues solo pintó mi poncho
Y se olvidó de mi hambruna.

¿Cuando vendrá ese pintor


Que pinte lo que yo siento?
Ganas de vivir la vida
Sin pesares ni tormentos.

Creyendo hacer cosa buena…

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E l p o e ta

(Atahualpa Yupanqui).

Tu piensas que eres distinto


Porque te dicen poeta,
Y tienes un mundo aparte
Mas allá de las estrellas.

De tanto mirar la luna


Ya nada sabes mirar.
Eres como un pobre ciego
Que no sabe adónde va.

Vete á mirar los mineros,


Los hombres en el trigal,
Y cántale a los que luchan
Por un pedazo de pan.

Poeta de tierras rimas,


Vete á vivir a la selva,
Y aprenderás muchas cosas
Del hachero y sus miserias.

Vive junto con el pueblo,


No lo mires desde afuera,
Que lo primero es ser hombre,
Y lo segundo, poeta.
De tanto mirar la luna…

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En a q uel t i e m p o

(Atahualpa Yupanqui).

Engrillado y entre cuatro


hombres de torvo mirar
así cruce Buenos Aires
por cantar la libertad

Anchos portones se abrieron


para volverse a cerrar
pabellones, pasadizos
y al fondo la oscuridad

Por mi mujer y mi niño


recé lo que se rezar
mi guitarra clara y honda
sabe todo lo demás

Engrillado y entre cuatro,


hombres de torvo mirar
así cruce Buenos Aires
por cantar la libertad

Duerme el tirano la siesta


con metralleta a la par
por si pasa un inocente
cantando a la libertad

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Fi n d e l a z a fr a

(Atahualpa Yupanqui).

Por caminos Tucumanos,


hacia el monte en que nacieron,
tierra de soles ardientes,
perfumada de polen.

Por caminos Tucumanos,


vino, vidala y silencio,
se van los hombres del surco
tan pobres como vinieron.

Ha terminado la zafra,
dura labor de invierno.
La tierra quedó cansada
cansada como el obrero.

Ya no se ven en la huella
pesados carros cañeros.
Ya no se siente el zumbido
de los trapiches moliendo.

Y en la noche de los campos


como un adiós del silencio,
donde antes hubieron cañas
queda la mal´hoja ardiendo.

Adiós, tierra Tucumana.


Caminos que llevan lejos

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me han de separar mañana
de tus campos y tus cerros.

Ya no he de ver en los surcos


curtidos brazos obreros
luchando de sol a sol
por lo que siempre es ajeno.

Ya no he de mirar la luna
asomando atrás del cerro,
ni el camino de Tafi,
piedra, canción y recuerdos.

Han de apartarme de aquí


caminos que llevan lejos.
Mas allá de aquellos montes
perfumados de polen.

Soy como el cañaveral,


tierra que rinde el esfuerzo.
Mis flores son de verano
pero adentro llevo inviernos.

Soy como el cañaveral,


con sol, y fruto, y silencio.
Y en el alma voy quemando
la mal´hoja de mis sueños.

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G u i ta r r a d e p o b r e

(Zamba. Atahualpa Yupanqui - Pablo del Cerro).

La zamba, para ser zamba


es pañuelo y es adiós.
Y es zamba de luna y rancho
si la baila el corazón.

Si yo tuviera un amor,
ay, qué zamba cantaría,
con magia de medianoche
con lujos de mediodía.

Desde la hondura del monte


el bombo llamando está.
Y el corazón padeciendo…
Y el canto se va, y se va.

Para cantar lo que siento


yo no preciso la voz.
Me escondo guitarra adentro
y allí converso con Dios.
Apenitas si es guitarra
La guitarrita del pobre,
buscando coplas de plata,
hallando coplas de cobre.

Desde la hondura del monte


el bombo llamando está.
Y el corazón padeciendo…

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Y el canto se va, y se va

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G u i ta r r a d í m e l o t u

(Atahualpa Yupanqui).

Si yo le pregunto al mundo
el mundo me ha de engañar
cada cual cree que no cambia
y que cambia los demás
y paso las madrugadas
buscando un rayo de luz
porque la noche es tan larga
guitarra dímelo tu

Se vuelve cruda mentira


lo que fue tierna verdad
Y hasta la tierra fecunda
se convierte en arenal
Y paso las madrugadas
buscando un rayo de luz
Porque la noche es tan larga
guitarra dímelo tu

Los hombres son dioses muertos


de un templo ya derrumba'o
Ni sus sueños se salvaron
solo una sombra ha queda'o
y paso las madrugadas
buscando un rayo de luz
porque la noche es tan larga
guitarra dímelo tu

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H uel l a t r i s t e

(Milonga. Atahualpa Yupanqui).

Que yo les cuente mis penas


me piden de tarde en tarde.
Si en ellas está mi fuerza
déjenme que me las calle.

Voy anclando por el mundo


Camino de cualquier parte.
Llena de piedras la senda,
lleno de sueños el aire.

La vida es un lazo largo


estira'o sobre la tierra.
En una punta una dicha,
y en la otra punta una pena

Así va mi corazón
lleno de sueños y ausencias,
sin encontrar su querencia
perdido en la cerrazón.

No se ve la Cruz del Sur


en las noches de tormenta.
Hay que mirar dentro de uno
para encontrarla a la huella.

Cuando me cansa el camino


me pongo a mirar p'adentro

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como quien arrima leñas
al fogón de unos recuerdos.

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¡ H ui , j o j o j o !

(Canción del arriero jujeño. Atahualpa Yupanqui).

Par la Quebrado de Chisjra


voy con el Sol
arreando mis animales…
¡Hui, jo jo jo…!

Camino de la Cuesta
cantando voy,
golpeando los guardamontes…
¡Hui, jo jo jo…!

¿Las penas pasan de largo ?


¡No hai ser, señor…!
¡Hay una que me hace bulla
adentro del corazón!

Atrasito, de las cumbres


se esconde el Sol;
yo voy llegando al potrero …
¡Hui, jo jo jo…!

Y cuando encierre las vacas …


¡Hui, jo jo jo…!
una canción de la noche
cantaré yo…

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H ui n c a - on a l

(Canción araucana. Blanco Ladrón. Atahualpa Yupanqui. F. Flores).

A la orilla del Toltem


Tras tupido matorral
Con donairoso vaivén
Lava la india, su chamal.

Se endereza, se despeja
Levanta su frente al sol
Y lanza al aire su queja
A manera de canción.
Huinca, tregua.
Huinca, pillo.
Me quitaste mi potrillo,
Mi casa, vaca; y ternero.
Huinca, tregua…
Huinca, pillo.

Pero su canto no es canto


Ni alegrías que no goza.
Es su pena es su quebranto
Es su dolor que reboza

No hay nipoñe, no hay almulque


No hay ruca no hay alchaqual.
Grita la india y refriega
Su tosco y burdo sayal.

Me quitaste mi potrillo

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Mi casa , vaca y ternero.
¡Huinca tregua!
¡Huinca. Pillo!

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Juan

(Canción. Atahualpa Yupanqui - Pablo del Cerro).

Sembrando la tierra, Juan


se puso á considerar:
¿Por qué la tierra será
del que no sabe sembrar?

Le pido perdón al árbol


cuando lo voy á tronchar.
Y el árbol me dijo un día
¡Yo también me llamo Juan!

Tuve en mis ramas un nido.


Yo sé que se salvarán.
Los pájaros siempre vuelan.
Yo, nunca aprendí á volar.

Triste es la vida del campo,


arar, sembrar, y esperar

El verano, y el otoño,
y el invierno… todo igual.

Quizá pensando, pensando,


un día aprenda á volar

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L a c op l a

(Atahualpa Yupanqui).

Pescador de mar adentro


Mi amigo siempre cantaba.
Un día volvió su copla
Con el adiós de la barca.

Vi correr sangre minera


Por un pan endurecido.
junto á la mano crispada
la luna se volvió trigo.

No me dé penas la vida,
Me sobra con la que tengo.
Como el quebracho del monte
Sobre el hachazo florezco.

Trabaja el indio en la piedra


Su socavón de silencio,
Y á su sombra se cobija
Mi corazón cancionero.

Lo siento gemir al viento


Cruzando montes de espinas.
Salgo al camino y le grito
Para servirle de guía.

Allá por el cielo arriba


Va la luna lastimada,

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Como una copla perdida
Que ya no tiene guitarra.

Trabaja el indio en la piedra


Su socavón de silencio.
Y á su sombra se cobija
Mi corazón cancionero.

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L a d el g u a l i c h o

(Chacarera. Atahualpa Yupanqui).

Cruzando los arenales me vine hasta aquí.


En cuanto el sol amanezca tendré que partir.
Algarrobo de mi tierra, vainas doradas.
Así don Ricardo Rojas te lo cantaba.

Amalhaya china yuya me supo olvidar.


Gualicho me lo hace falta pa hacerla llorar.
Tarareo… La chacarera…
Gualicho me lo, hace falta pa hacerla llorar.

Mañana cuando me vaya por el salitral


Consuelos tendrá que darme la chacarera.
Guitarrita caspi sonko vámosnos los dos.
Adiós mi tierra shalaca, Telares, adiós…

Amalhaya china yuya me supo olvidar.


Gualicho me lo hace falta pa hacerla llorar.
Tarareo… La chacarera…
Gualicho me lo hace falta pa hacerla llorar.

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L a en g a ñ er a

(Atahualpa Yupanqui).

Corazón tu me engañaste
o es que no te comprendí
pensé que no la quería
y hoy veo que no es así

Tengo miedo muchas veces


tengo miedo de aflojar
tengo miedo que me enseñes,
corazón a perdonar

Ayer la he visto con otro,


alegre la vi pasar
ganas tuve de gritarle
engañera pa’ande vas

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L a fl e c h a

(Atahualpa Yupanqui - Pablo del Cerro).

Llenen mi boca de arena


si quieren callar mi voz.
De nada sirve la pena.
La flecha vuela en el aire
para llenarse de sol.
Han de romper mi guitarra
para que no cante yo,
yo no me aflijo por eso.
La flecha vuela a en el aire
para llenarse de sol.

Sin amor, rodeado, de olvido,


solitario el corazón,
yo no he de bajar los brazos.
La flecha vuela en el aire
para llenarse de sol.

Si me quitaran los ojos,


lo mismo he de verlo yo
con los ojos de mi hermano,
donde la flecha cayó
después de volar volando
para llenarse de sol.

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L a l lor on a

(Zamba. Atahualpa Yupanqui. J. L. Padula).

Yo quiero matar mi pena


pero mi pena no me abandona.
Por eso canto esta zamba
que han de llamar la llorona.

Sollozan junto a sus nidos


las palomitas con sentimiento.
Igual que esas avecitas
yo al aire doy mis lamentos.

Donde te has ido,


Paloma mía.
¿Adónde están las promesas
que me juraste aquel día?

La zamba que voy cantando


va despertando las alegrías.
No saben que en ella canto
las propias desdichas mías.
Por más que ocultar yo quiero

los mil pesares que me atormentan.


llorando van las guitarras
y ellas por mi se lamentan.
Donde te has ido.

Quien te a llevado.

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Mi corazón día y noche
Como el crespín te a llamado.

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L a m a n o d e m i r u m or

(Guillermo Etchebehere - Atahualpa Yupanqui).

No puede ser que me vaya del todo


cuando me muera,
que no quede ni la espera detrás de la
voz que calla.

No puede ser que solo haya ciclos de


sombra y olvido
en este amor desmedido que se me
hiergue en el pecho,
si hasta en el trino deshecho se salva el
duelo del nido.

Pongo mi infancia en canciones y siento


que se ilumina
una siesta golondrina toda duraznos
pintones.
Celebro las estaciones, lloro su
fugacidad.
Y al anegar de piedad la mortaja de su,
gloria,
me crecen en la memoria remansos de
eternidad.

Cuando, no esté, cuando el leve


sobresalto que me ordena
se trueque en tiempo de arena

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conmemorado, en la nieve;
cuando en mis venas abreve la liturgia de
la flor,

tal vez algún labrador cansado de


madrugadas
sienta en sus manos aradas la mano de
mi rumor.

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L a olv i d a d a

(Atahualpa Yupanqui).

Yo encontré esta chacarera


Penando en los arenales,
Por un criollo barranqueño
Que no hay ver los jumiales.

Así cantaba un paisano,


Paisano salavinero,
debajo de un algarrobo
y en una tarde de enero.

Ya me voy, ya me estoy yendo


pa'l la'o de Chilca Juliana.
Ay, viditay, naide sabe
Las que pasaré mañana.

Barrancas, tierra querida,


Te dejo esta chacarera.
Viditay, ama Koncáichu [1]
A quien se va campo afuera!

Mi negra se me ha ido
pa'l la'o de Chilca Juliana.
Se ha lleva'o caballo, sulki,
El bombo y la damajuana.

Quisiera ser arbolito,


Ni muy grande, ni muy chico,

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Pa darle un poco de sombra
A los cansaos del camino.

Ya me voy, ya me estoy yendo,


Asspa sumaj, Salavina.
Tal vez que yo nunca vuelva
A contemplar tus Salinas…

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L a p o b r e c i ta

(Atahualpa Yupanqui).

Le llaman la Pobrecita
porque esto zamba nació en los campos.
Con una guitarra mal encordada
la cantan siempre los tucumanos.

Allá en los cañaverales


cuando lo noche viene llegando.
Por entre los surcos se ven de lejos
los tucu-tucus de los cigarros.

Solsito del camino.


Lunita de mis pagos.
En la pobrecita zamba del surco
cantan sus penas los tucumanos…

Mi zamba no canta dichas,


solo pesares tiene el paisano.
Con las hilachitas de una esperanza
forman sus sueños los tucumanos.

Conozco la triste pena


de las ausencias y del mal pago.
En mi noche larga prenden sus fuegos
los tucu-tucus del desengaño.

Solsito, del camino.


Lunita de mis pagos.

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En la pobrecita zamba del surco,
cantan sus penas los tucumanos.

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L e t en g o r a bi a a l si l en c i o

(Atahualpa Yupanqui).

Le tengo rabia al silencio


por todo lo que perdí.
Que no se quede callado
Quien quiera vivir feliz.

Un día monté a caballo,


Y en la selva me metí,
Y sentí que un gran silencio
Crecía dentro de mí.

Hay silencio en mi guitarra


Cuando canto el yaraví,
Y lo mejor de mi canto
Se queda dentro de mí.

Cuando el amor me hizo señas,


Todo entero me encendí.
Y á fuerza de ser callado,
Callado me consumí.

Le tengo rabia al silencio


Por todo lo que perdí,
Que no se quede callado
Quien quiera vivir feliz.

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L o m i r o a l v i en t o y m e r i o

(Atahualpa Yupanqui - R. Risso).

Que son muy negras las penas,


dicen y dicen cantando.
Pa mi que no ha de ser cierto,
si fuera, mejor negarlo.

Yo también sé de pesares,
yo también sé de quebrantes.
Sé de las penas más negras
pero de penas no canto.

También es negra la tierra


Y verde salen los pastos.
Mientras la raíz padece
Canta en sus flores el árbol.

Ocasiones me figuro
que soy de veras un árbol,
lo miro al viento y me río,
la raíz crujiendo abajo.
Si me desmiento en lo vida,

¡acuéstenme de un hachazo!

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L o s d o s a b uelo s

(Milonga. Atahualpa Yupanqui).

Me galopan en la sangre
dos abuelos, si señor.
Uno lleno de silencios
y el otro, medio cantor.

Hace tiempo, mucho tiempo


que el indio ya se alejó,
con su lanza y su alarido,
su tobiano y su tambor.

El gaucho salió a buscarlo


por esos campos de Dios.
Se lo habrá traga'o la tierra,
porque tampoco volvió.

Volvió pero hecho leyenda


hecho canto y tradición.
Para que el hombre argentino
no pierda su condición.

Me galopan en la sangre
dos abuelos, si señor.
Uno lleno de silencios,
y el otro medio cantor.

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L o s e j e s d e m i c a r r e ta

(Milonga. Atahualpa Yupanqui).

Porque no engraso los ejes


Me llaman abandona'o …
Si a mi me gusta que suenen,
¿Pa qué los quiero engrasaos ?

E demasiado aburrido
seguir y seguir la huella,
demasiado largo el camino
sin nada que me entretenga.

No necesito silencio.
Yo no tengo en qué pensar.
Tenía, pero hace tiempo,
ahura ya no pienso mas.

Los ejes de mi carreta


nunca los voy a engrasar…

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L o s h er m a n o s

(Milonga. Atahualpa Yupanqui- Pablo del Cerro).

Yo tengo tantos hermanos


que no los puedo contar.
En el valle, la montaña,
en la pampa y en el mar.+
Cada cual con sus trabajos,
con sus sueños, cada cual.
Con la esperanza adelante,
con los recuerdos detrás.

Yo tengo tantos hermanos


que no los puedo contar.

Gente de mano caliente


por eso de la amistad,
Con uno lloro, pa llorarlo,
con un rezo pa rezar.
Con un horizonte abierto
que siempre está más allá.
Y esa fuerza pa buscarlo
con tesón y voluntad.

Cuando parece más cerca


es cuando se aleja más.
Yo tengo tantos hermanos
que no los puedo contar.

Y así seguimos andando

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curtidos de soledad.
Nos perdemos por el mundo,
nos volvemos a encontrar.

Y así nos reconocemos


por el lejano mirar,
por la copla que mordemos,
semilla de inmensidad.

Y así, seguimos andando


curtidos de soledad.
Y en nosotros nuestros muertos
pa que nadie quede atrás.

Yo tengo tantos hermanos


que no los puedo contar,
y una novia muy hermosa
que se llama ¡Libertad!

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M a d r e d el m on t e

(Vidala. Atahualpa Yupanqui - Pablo del Cerro).

La copla y el hombre tienen


un secreto que guardar.
Cuando cantan noche afuera,
por dentro llorando están.

Ay, Madre del Monte


por dónde andaré.

Si Dios no quiere escucharme


callado me alejaré.
Por el camino del monte
ni polvo levantaré.

Ay, Madre del Monte


por dónde andaré.

Como colgada en el aire


mi copla se quedará,
Dejen que el sol la madure.
Luz en el aire será.

Ay, Madre del Monte


por dónde andaré.
Como una errante vidala
por este mundo, pasé.
Cuando me tape el silencio
ya ni vidala seré.

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Ay, Madre del Monte
por dónde andaré.

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M e e s tá s o b r a n d o g u i ta r r a

(Atahualpa Yupanqui).

Como yo no soy cantor,


me está sobrando guitarra
para cantar como canto,
con las bordonas me basta.

Pobre corazón el mío


herido por la distancia
pa’ que no miren su pena
se tapa con la guitarra

Para entibiar mis recuerdos,


tengo un fogón en mi casa
y mesmo sin darme cuenta
se acortan mis madrugadas,
tengo un fogón en mi casa

No quiero apero de lujo,


ni quiero espuelas de plata
es otra luz la que busco,
otro brillo me hace falta
no quiero espuelas de plata

Seis cuerdas son muchas cuerdas


pa'l que sabe poco y nada
para cantar como canto,
me está sobrando guitarra
para cantar como canto,

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con las bordonas me basta

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M e g u s ta b a a n d a r

(Zamba. Atahualpa Yupanqui - J. Imperiale).

Cuando vuelva al rancho


De nochecita
Desde la tranquera yo siento
Tu vidalita.

Mi chango travieso
Me sale a esperar.
Y entre mate y mate comienzo
A desensillar.

Buena leña seca


Arde en el fogón.
Yo también enciendo los sueños
De mi corazón.

Trajinando sendas
Me gustaba andar.
Yo sé de lo lindo y lo fiero
De la soledad.

Matrereando siempre
Ay, no puede ser.
Es mejor destino ser, árbol
Para florecer.

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M i l o n g a d e l s o l i ta r i o

(Atahualpa Yupanqui).

Me gusta de vez en cuando


perderme en un bordoneo
porque bordoneando veo
que ni yo mesmo me mando.
Las cuerdas van ordenando
las rumbas del pensamiento.
Y en el trotecito lento
de una milonga pampera,
va saliendo campo afuera
lo mejor del sentimiento.

Ninguno debe pensar


que vengo en son de revancha
No es mi culpa si en la cancha
tengo con que galopear.
El que me quiera ganar
ha'i tener buen parejero.
Yo me quitaré el sombrero
porque así me han enseña'o
y me doy par bien paga'o
dentrando atrás del primero.

Siempre bajito he canta'o


porque gritando no me hallo.
Grito al montar a caballo
si en la caña me he vendeao.

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Pero tratando un verseao
ante de cuenten quebrantos,
apenas mi voz levanto
para cantar despacito.
Que el que se larga a los gritos
no escucha su propio canto,

Si la muerte traicionera
me acogota a su palenque
háganme con dos rebenques
la Cruz pa mi cabecera.
Si muero en mi madriguera
mirando los horizontes
no quiero Cruces, ni aprontes,
ni encargos para el Eterno.
Tal vez pasando el invierno
me de sus flores el monte.
Toda la noche he cantado
con el alma estremecida.
Que el canto es la abierta herida
de un sentimiento sagrado.
A naide, tengo a mi lado
porque no busco piedad.
Desprecio la caridad
por la vergüenza que encierra.
Soy como el león mi sierra:
vivo y muero en soledad.

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M i m a l a e s t r el l a

(Atahualpa Yupanqui).

Pregunto todas las noches


a la estrella que te cuida
si crecen flor de traiciones
en el jardín de tu vida

Ay, ay con mi mala estrella


que juega con mi dolor
parece que dice si ,
parece que dice no

Yo nada quiero pedirte


pero sin querer te pido
cuando quieras que me mate
dame el puñal de tu olvido

Ay, ay con mi valentía


que poca cosa había sido
yo no tengo miedo a nada
como le tengo a tu olvido

Anoche he tenido un sueno


que me ha dado que pensar
soné que juntaba nieve
cerquita de tu rosal

Ay, ay que soy agorero,


pensando en el sueno aquel

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no vuelvas a juntar nieve
que el rosal se va a perder
sonar con rosas y nieve
desdichas suele traer

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Mi rancho

(Atahualpa Yupanqui).

Naide se ha de imaginar
si pinto como lo veo
Es un nidito e torcazas
entre dos talas y un ceibo

Esta en rama muy bajita


parece que toca el suelo
Lo hicieron sin precauciones,
se puede ver desde lejos

Al amanecer el macho sale


a buscar alimentos
La hembrita siempre se queda
hacienda algunos arreglos

Piden algo los pichones,


les dan y se quedan quietos
Se duermen arrimaditos,
la madre canta al la’o de ellos

Cuando llega la oración


se siente un canto de lejos
Viene el macho de un volido
trayendo en el pico un beso

Se dicen cualquier cosa


de mientras va oscureciendo

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Después la noche les hace
su caricia de silencio

Otro amanecer despunta


y el canto se oye de Nuevo
Sale el macho de un volido
llevando en el pico un beso

Ansina mesmo es mi rancho


Ansina mesmo lo veo

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M i t i e r r a t e e s tá n c a m b i a n d o

(Atahualpa Yupanqui).

Mi tierra te están cambiando


o te han disfrasa’o que es pior
amalaya que se ruempa
pa’ siempre mi corazón

La zamba ya no es la zamba
del provinciano cantor
que se han hecho los estilos
del paisano trovador

Donde están las vidalitas


que en antes escuchaba yo
igual que en aquellos tiempos
de cuando fui charamón

Mi tierra te están cambiando,


o te han disfrasa’o que es pior
amalaya que se ruempa
pa’ siempre mi corazón
Cruz del sur márcame un rumbo
donde esconder mi dolor
dame un árbol solitario
de la pampa en un rincón

Dame un campo florecido


con macachines en flor
ande galopen potriadas

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como ensayando un malón

Ande mire reflejarse


la luna en el cañadón
ande naide me pregunte
de’ande vengo y p’ande voy

Igual que en aquellos tiempos


de cuando fui charamón
mi tierra te están cambiando
o te han disfrasa’o que es pior

Amalaya que se ruempa


pa’ siempre mi corazón

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Nada mas

(Homenaje a Ernesto Guevara).


(Atahualpa Yupanqui).

Teniendo rancho y caballo


es mas liviano la pena.
De todo aquello que tuve
solo el recuerdo me queda.
Nada más.

No tengo cuentas con Dios.


Mis cuentas son con los hombres.
Yo rezo en el llano abierto
y me hago león en el monte.
Nada más.

Me gusta mirarlo al hombre


Plantado sobre la tierra
Como una piedra en la cumbre
Como un faro en la ribera
Nada más.

Alguna gente se muere


Para volver a nacer.
Y el que tenga alguna duda
Que se lo pregunte al Che.
Nada más.

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Ni e v e , v i en t o y s ol

(Cancion. Atahualpa Yupanqui. Antonio Molino. Coria Peñazola).

Desde mis montañas


nieve, viento y sol,
he bajado al valle
pa verte, mi amor.

He bajado al valle
con una canción,
llena de perfumes,
nieve, viento y sol.

Traje la esperanza.
Traje la emoción.
Y solo desdenes
me llevo de vos.

Vuelvo a la montaña
a pedirle a Dios
pa estas penas mías
nieve, viento y sol.

Nieve pa las penas.


Viento pa'l dolor.
Y sol pa las sombras
de mi corazón.

A llorar a solas
y a pedirle a Dios

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pa estas penas mías,
nieve, viento y sol.

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¡ N un c a j a m a s !

(Canción andina. Atahualpa Yupanqui - Pablo del Cerro).

De loma en loma has de ir


y mi rastro buscarás.
Lo huella de las vicuñas,
eso sólo encontrarás.
Pero a mí, nunca jamás.

Hasta mi choza has de ir.


Purita piedra nomás.
El viento zumba que zumba,
Eso sólo encontrarás.
Pero a mí, nunca jamás

Al antigal has de ir
y mi tumba buscarás,
Silencio de la alta sierra,
eso sólo encontrarás.
Pero a mí, nunca jamás

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P obr e c i t o s o y

(Canción. Atahualpa Yupanqui).

¡Pobrecito soy ¡
Yo nunca lo digo.
Tal vez que por eso
pobrecito soy.

Tengo un cerquito de papas


y otrito de zapallal;
el uno cerca del abra,
el otro junto al corral.

Y a veces se logran,
y a veces se pierden.
¿Y coma será?
¡Ay!, ¡mis cosechitas!
¿Y cómo será ?

¡Pobrecito soy ¡
¿Y cómo será ?
¡Pobrecito soy!
Yo nunca lo digo.
Tal vez que par eso
pobrecito soy.

Van floreciendo mis sueños


a la par de mis tristezas,
También precisa cuidados
el alma como la tierra.

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Y a veces se logran…

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P oe m a pa r a un bel lo n o m br e

(Atahualpa Yupanqui).

Que bello nombre es tu nombre


Uruguay.

Sonoro como una fruta salvaje


de áspera piel, apretada de jugos,
sol y carne, con sangre azucarada.
Voz de paisajes, de escondidos ríos.

Voz para que la digan


los hombres en la noche,
como una consigna, una sola divisa
desplegada.
Uruguay.

Qué poco sé de ti.


Solo algo de tu historia, bordeando la
leyenda.
Hombres que cabalgaban.
La furia del galope en las cuchillas.
Blancas golillas como un vuelo de
gaviotas.
Y golillas bermejas aleteando en la
aurora.

Y bajo los caballos


Donde las sombras pintas victorias y
derrotas,

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tu parche de gramillas. Tu silencio de
piedra.
Tu soledad de junco, tus nidos olvidados.
Gurises en los ranchos, y mujeres
morenas,
blancas, pardas, esperando un retorno
en el ocaso.
Esperando. Esperando…

Qué bello nombre el tuyo, Uruguay.


Nombre para la fruta jugosa de lo Patria.
Alto nombre apretado de fuerza y de
pureza
Como la luz y el aire que posa entre los
árboles.

Te han de cantar un día todos los


marineros
desde los barracones de tus puertos.
Y los esquiladores en un mar de balidos.
Y el estudiante, lámpara que sueña
Y e camionero que cruza tus caminos.
Y lo niña que junta cuadernos y suspiros.
Todos, una mañana te han de nombrar
con voces endulzadas por tu frutas
madura.

¡Uruguay!

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P r e g u n t i ta s s o b r e d i o s

(Canción. Atahualpa Yupanqui).

Un día yo pregunté:
Abuelo, dónde está Dios.
Mi abuelo se puso triste,
y nada me respondió.

Mi abuelo murió en los campos,


sin rezo ni confesión.
Y lo enterraron los indios,
flauta de caña y tambor.

Al tiempo yo pregunté:
¿Padre, qué sabes de Dios?
Mi padre se puso serio
y nada me respondió.
Mi padre murió en la mina
sin doctor ni protección.
¡Color de sangre minera
tiene el oro del patrón!

Mi hermano vive en los montes


y no conoce una flor.
Sudor, malaria, serpientes,
la vida del leñador.

Y que nadie le pregunte


si sabe donde está Dios.
Por su casa no ha pasado

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tan importante señor.

Yo canto par los caminos,


y cuando estoy en prisión
oigo las voces del pueblo
que canto mejor que yo.

Hay un asunto en la tierra


más importante que Dios.

Y es que nadie escupa sangre


pa que otro viva mejor.

¿Que Dios vela por los pobres?


Talvez sí, y talvez no.
Pero es seguro que almuerza
en la mesa del patrón.

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P un ay

(Canción india. Atahualpa Yupanqui).

¡Punay! ¡Punay !
¡Devuélveme, devuélveme,
mi pastorcita perdida!

Pastorcita de la Puna,
te extraviaste en noche mala,
mi voz te busca en el viento
y en la Puna te reclama.

Punay! Punay!

aúnque tengo en esto vida,


que viento y tierra tragar,
pastorcita de la Puna,
ti de encontrar.

¡Punay! ¡Punay! …

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R e c uer d o s d e el p ort e z uelo

(Atahualpa Yupanqui).

En esas mañanitas de la Quebrada


yo bajaba las cuestas como si nada.
Y en un marchar parejo de no cansarse,
me iba pidiendo riendas mi mula parda.

Al pasar por el rancho de el Portezuelo,


salían a mirarme sus ojos negros.
Nunca le dije nada, pero, que lindo…
Y de feliz le daba mi copla al viento.

Parezco mucho y soy poco


esperemos y esperemos.
Pa cuando salga de pebre,
vitiday conversaremos.

Los vientos y los años me arrearon lejos.


Lo que ayer fue esperanza, hoy es
recuerdo.
Me gusta arrinconarme de vez en cuando
a pensar en la meza de el Portezuelo.

¿Que miraran sus ojos en estas tiempos?


mi corazón paisano quedo con ellos.
Nunca le dije nada, pera que lindo…
Solo tengo la copla pa mi consuelo.

Parezco mucho y soy poco


esperemos y esperemos.
Pa cuando salga de pebre,
vitiday conversaremos.

¿Donde andará la meza de el Partezuelo?


¿están tristes o alegres sus Ojos negros?
Nunca le dije nada, pera que lindo…

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Siento un dulzor amargo cuando me
acuerdo…

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S a l m o a l a g u i ta r r a

(Atahualpa Yupanqui - J. M. Requena).

A la guitarra grave y honda y


quejumbrosa
estremecida y soledosa, desvelada
quiero referirme (bis).
A la que perece una abuela
que agonizara en cánticos.
No hablo de esa guitarra
que algunos guitarristas usan
come queridas del oído
de un turista cualquiera (bis).
Hablo de la otra guitarra
que a1gunos guitarristas usan
para ponerse a recordar sus muertos
a encontrarse a sí mismos,
nada menos… (bis).

A la guitarra seria y honda y


quejumbrosa,
estremecida y soledosa, desvelada,
quiero referirme (bis).
A la que tiene sangre en la garganta
y le traduce al hombre
los gritos esos que le duelen dentro (bis).
y que son como planetas
del sistema solar de la memoria. (bis).

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A la guitarra grave y honda y
quejumbrosa
quiero referirme,
nada menos,
nada menos.

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S o y l i br e

(Atahualpa Yupanqui).

Unos ojos estoy viendo,


Por esos ojos me muero.
Soy libre ¡Soy bueno!
Y puedo querer.
Me han dicho que tiene dueño,
Y así, con dueño, los quiero.
Soy libre! Soy bueno!
Y puedo querer.

Quisiera cruzar el río


Sin me sienta la arena.
Soy libre ¡Soy bueno!
Y puedo querer.
Al Diablo ponerle grillos,
Y al amor unas cadenas.
Soy libre ¡Soy bueno!
Y puedo querer.

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T e s t i m on i o fi n a l

(J. E. Seri. Atahualpa Yupanqui).

Celebro mi destino
de sentir como siento,
de vivir como vivo,
de morir como muero.

Y porque lo celebro
y soy al fin la nada
de la sombra de un verso,
os digo: ¡muchas gracias!

Mil gracias, si señor


de la vida y la muerte,
por ser apenas esto,
brizna efímera y leve.

Y el de pasar mis días


finales en el mundo,
con las manos vacías
y el corazón profundo.

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T r a b a j o , q ui er o t r a b a j o

(Canción. Atahualpa Yupanqui).

Cruzando los salitrales


uno se muere de sed.
Aquello es puro desierto
Y allí no hay nada que hacer.
Trabajo, quiero trabajo
Porque esto no puede ser
Un día veré al desierto
Convertido en un vergel.

El río es puro paisaje,


Lejos sus aguas se van,
Pero mis campos se queman
Sin acequias ni canal.
Trabajo, quiero trabajo,
Porque esto no puede ser,
Un día veré a mi campo
Convertido en un vergel.

Las entrañas de la tierra


Va el minero á revolver.
Saca tesoros ajenos
Y muere de hambre después.

Trabajo, quiero trabajo


Porque esto no puede ser.
No quiero que nadie pase
Las penas que yo pasé.

Despacito, paisanito,
Despacito y tenga fe,
Que en la noche del minero
Ya comienza á amanecer.

Trabajo, quiero trabajo,

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Porque esto no puede ser.

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T u m - t u m m a ñ a n i ta

(Canción. Atahualpa Yupanqui).

A la mañanita se levanta el sol.


Y yo, trabajando pa'l chango y pa vos.
Todas las mañanas al campo me voy.
Golpeando la caja de mi corazón.

Tum tum mañanita del trabajador.


Tum tum en la tierra pa'l chango y pa vos.
Tum tum en las surcas con el azadón.
Tum tum en la caja de mi corazón.

El sol es mas bueno, la vida es mejor.


Y hasta el viento pasa como una canción.
Me doblo en las surcos, y cada terrón
es un pan que gano, pa'l chango y pa vos.

Tum tum mañanita del trabajador.


Tum tum en la tierra pa'l chango y pa vos.
Tum tum en los surcos con el azadón.
Tum tum en la caja de mi corazón.

Dobla'o en los surcos ya se muere el sol.


Y yo, trabajando pa'l chango y pa vos.

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Ven g o a b u s c a r m i c a b a l lo

(Atahualpa Yupanqui).

Vengo a buscar mi caballo


para adornarme con el
Mañana saldré a los campos,
quien sabe si volveré

Quiero rastrear un recuerdo


pa’l sur, pa’l norte, no se
que duro tiempo he vivido
que larga noche pase

Si busco rumbo en la tierra


seguro me perderé
con la luz que llevo adentro
Serra otra cosa tal vez

Antes que despunte el alba


despacio me alejare
adiós mi viejo algarrobo,
quien sabe si volveré

Pucha que es largo el camino,


no sirvo pa’andar de a pie
por eso ensillo caballo,
para adornarme con el

Voy a rastrear un recuerdo,


pa’l sur , pa’l norte, no se

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Vi d a l a d e l a n i ñ a s ol a

(Atahualpa Yupanqui).

Tuve un amor en los campos,


dulce novia del ayer
ay niña yo no sabia,
que nunca mas te iba a ver

La niña triste decía,


te esperaré
como un árbol en la tarde,
te esperaré

como el labriego a la lluvia,


te esperaré
arrebozada en mis sueños,
te esperaré, te esperaré

Ay niña yo no sabia
que nunca mas te iba a ver
que nunca mas te iba a ver
te esperaré, te esperaré

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Vi d a l a d el si l en c i o

(Atahualpa Yupanqui).

Cierta vez en la mañana de un país de montañas


azules, miraba yo esas nubes pequeñas, que suelen
quedar como prendidas de las piedras en la mitad
del cerro. El aire, ausente. Mas arriba, un cielo azul,
abajo, la tierra dura, y cálida.

Alguien me dijo unas raras palabras refiriéndose


a esas nubecitas blancas, quizá lejanas ya, que
embellecían el paisaje…
Eso, que usted está mirando, no son nubes, amigo.

Yo creo que son vidalas olvidadas, esperando que


alguien comprenda su silencio, entienda su palabra,
intuya su canción.

Poco tiempo después de ese momento que no se puede


traducir cabalmente, porque está más allá de nuestro
entendimiento, nació la vidala del silencio.

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Vi d a l a d el Ya n a r c a

(Atahualpa Yupanqui).

¿Pa qué me han dado corazón?


¿Pa qué me han hecho sentir?
¡Ay! Vidalita, me ausento de aquí…

¡Tan larga es la madrugada!


¡Nunca amanece pa mí
¡Ay! Vidalita, me ausento de aquí …

Se me entreveran las penas


cuando me largo a cantar.
¡Ay! Vidalita, me ausento de aquí …

Como el yanarca en la noche


ya me he olvidado de volar.
¡Ay ! Vidalita, me ausento de aquí …

¿Pa qué me han dado corazón ?


¿Pa qué me han hecho sentir ?
¡Ay! Vidalita, me ausento de aquí.

www.lectulandia.com - Página 344


Vi en e c l a r e a n d o

(Zamba. Atahualpa Yupanqui. Segundo Aredes).

Vidita, ya me voy
de los pagos del Tucumán.
En la Aconquija viene clareando,
vidita,
nunca te he de olvidar.

Vidita, triste está


suspirando mi corazón.
Y con el pañuelo, te voy diciendo,
vidita,
paloma, adiós… adiós…

Vidita, ya me voy
y se me hace que no hei volver.
Malaya mi suerte tanto quererte
vidita,
y tenerte que perder.

Malaya mi suerte tanto quererte.


Viene clareando mi padecer.
Al clarear yo me iré
a mis pagos de Chasquivil.
Y hasta las espuelas
te irán diciendo, vidita,
no te olvides de mí.

Zamba sí, penas no,


eso quiere mi corazón.
Pero hasta la zamba
se vuelve triste, vidita
cuando se dice adiós…

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Y o q ui er o un c a b a l lo n e g r o

(Atahualpa Yupanqui. Pablo del cerro).

Yo quiero un caballo negro,


y unas espuelas de plata,
para alcanzar a la vida
que se me escapa
que se me escapa…

Yo quiero un lazo trenzado,


mezcla de toro y guanaco,
para enlazar a esos sueños
que se fugaron
que se fugaron…

Yo quiero, un poncho que tenga


el color de los caminos
para envolverme en la noche
de mi destino
de mi destino…

Caballo… espuelas y lazo,


¡pienso que no han de servir!
Ya ni el poncho me hace falta.
Voy a dormir…
Voy a dormir…

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P i ed r a s ol a . P oe m a s d el c er r o

(Atahualpa Yupanqui).

E n la montaña toda fuerza definida se convierte en ejemplo. A la vera del


camino hay una piedra enorme, mostrando a los vientos la grandeza de su
soledad.
Quién sabe qué tempestades desataron los genios de la montaña para
arrancar ese pedazo de cumbre y hacerlo rodar hasta el valle. Y esa piedra
conserva en el llano la misma solemnidad de cuando era cumbre, de cuando
ofrecía su atalaya de granito a los cóndores.
Piedra sola supo de cielos claros, de soles ardientes y de lunas vagabundas,
de nieves implacables, de vientos libres, de alas potentes y de vertientes
misteriosas.
Piedra sola no cayó para ser olvidada. Tal vez comenzara ahí, en el valle, su
verdadera misión, su verdadero destino, a la par de los cardones, protegiendo a
los arrieros con su sombra. Para el viajero que pase y la mire con ojos de turista,
Piedra sola es un peñasco enorme, parado junto al camino, y que no tiene
ninguna significación.
No servirán los ojos para mirar hacia arriba y descubrir el hueco dejado en
la cumbre desde donde rodara la noche del huracán. No alcanzarán los ojos a
ver las cenizas junto a la piedra, donde tantos viajeros de la vida levantaron sus
fuegos para protegerse del frío. No alcanzarán los ojos a penetrar la grandeza
del peñasco, que en el valle no es una piedra más, sino la Piedra sola, que es
fuerza, definición, ejemplo y símbolo.
Más que una derrota, su posición es un triunfo. Hay que creer en la Verdad
de todas las cosas de la naturaleza. Las piedras cuando son de un solo bloque
tienen un alma grande. En esa alma, la montaña guarda todo su secreto, todo su
silencio, toda su fuerza…
Piedra sola es el símbolo de una vida. Es la fuerza de un espíritu que se ha
mantenido firme a través de todas las angustias.
Hay seres contra quienes la vida desata de pronto un vendaval de sombras y
abismo, y los derrumba sin cauce ni ritmo, dejándolos ahí, junto a un camino
cualquiera, como una Piedra sola… Pero no son cosa muerta en el paisaje. El
dolor, cuando se lo sabe sufrir con dignidad, crea fuerzas que agigantan el
espíritu y aclaran el horizonte. Hay seres que pueden mostrar su entereza y dar,
en la cumbre o en el llano, el ejemplo de un valor puro, de una emoción pura.

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Muchos destinos que parecen llamados a darse a la vida en un gran
continente, terminan realizándose de verdad en un terreno humilde y claro, en
un espacio pequeño, pero lo suficientemente apto para que se cumpla la misión
de vivir con el pensamiento y con el corazón. Es la Verdad que se va realizando
en el silencio de una pena bien guardada. Es el símbolo de un espíritu que ha
llegado a la serenidad por los caminos del dolor. Eso es Piedra sola.
PIEDRA SOLA

Parada junto al camino


Piedra sola,
¿qué vientos te derribaron
de la cumbre?

¡Cómo vives tu destino!


Piedra sola,
grandeza que no ha quebrado
tu derrumbe…

Hondas penas me trajeron


Piedra sola,
largos caminos andando,
donde ti.

¡Qué bien cumples tu destino!


Piedra sola!
¡Cómo quisiera tu fuerza
para mí…!

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El g r i t o

(Atahualpa Yupanqui).

El corazón es un arco,
casi no cabe en el pecho,
y vuela quebrada arriba
el grito de los arrieros.

Peligro, marcha, atención,


coraje, pena, despecho.
El grito salta en las piedras
atropellando al silencio.

Alegrías pasajeras
sombras que duelen adentro.
angustias de cien caminos
tienen los gritos del cerro.

Poncho azul y colorado,


buen caballo y buen apero,
el corazón, como un arco
que ya no cabe en el pecho.

¡Y en la mitad del camino


un grito que llena el cerro,
diciendo cosas distintas
aúnque parezcan lo mesmo…!

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L o s t e s or o s d el i n d i o

(Atahualpa Yupanqui).

Hoy ando y sufriendo de una pena enorme.


Y quisiera juirme, no sé ni pa’ donde.

Es que mi huahuita se ha venío de golpe


preguntando: Tata, ¿por qué somos pobres?

Yo quise contarle cualquierita cosa.


Pero como nunca, m’hi callao la boca.

M’hi quedao mirando su carita i’ bronce,


sus ojos de kolla, mitarcita’i noche.

He mirao mi poncho, mis dobles ashutas,


y estas manos mías curtidas y oscuras…

Y he’i sentío de golpe ganas de gritarle:


¡Huahuita! ¡Si somos más ricos que naide!

Tenimos los cerros, los valles inmensos,


tenimos todito, la tierra y el cielo.

De cristal los ríos, rosadas las albas,


las tardes de oro, las noches de plata.

El sol que nos mira todas las mañanas


en tiempo del Inca fue Dios de la raza.

¡El Indio y el cóndor, sabelo mi huahua,


son dueños del mundo cuando abren las alas!

Duérmase huahuita, Duérmase tranquila,


¡que seremos ricos todita la vida!

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L a q u e n a r o ta

(Atahualpa Yupanqui).

¡Malhaya mi quena, se me lo ha rompío!


Por más que la amoldo, no sale un sonido.

¿De adónde un consuelo? ¿De adónde un alivio?


¿De cómo aprenderle musiquita al río?

¡Malhaya mi quena! Tanto la’hi querío


que en todas las sendas anduvo conmigo.

En güenas y en malas, la quena ha sabío


lo que hay en mi vida de piegra y camino.

¡Malhaya mi quena! ¡La’hi botar al río


pa ver si las aguas le dan un sonido!

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N o c h e en el r i o

(Atahualpa Yupanqui).

Cuando se calla la tarde


levanta su voz el río.
Alma y música es la marcha,
arena y piedra el camino.

Heladas, vientos y lluvias,


manantiales y rocíos.
¡Cuánto de cumbres y cielos
esconde la voz del río…!

El cielo sobre las cumbres,


la cumbre sobre el abismo,
¡la noche sobre las piedras
y el mundo en la voz del río…!

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C a n d on g a

(Atahualpa Yupanqui).

Sierra mansa, sierra buena,


los ojos nunca se cansan
por más que viajen y viajen
de la cumbre de la quebrada.

Diez verdes forman el verde


de tus montes y tus faldas,
adorno de piedras muertas
y senderillo de cabras.

Los ríos vienen de lejos


como una cinta de plata,
y cantan bajo los sauces
la canción de las quebradas.

¡Sierra mansa de Candonga,


bien alegre en las mañanas!
¡Sierra que te pones triste
cuando regresan las cabras!

De noche duermen tus montes,


todas las voces se apagan.
El aroma de tus hierbas
en el silencio se hamaca…

Sólo tus ríos se atreven


mientras las aves descansan,
a ensayar bajo los sauces
músicas de las quebradas…

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C op l a

(Atahualpa Yupanqui).

¡Ver que nos miran de barro


y adentro llevamos cielo!, (guardamos cielo)?
¡Saber que nos sienten piedra,
y seguir siendo silencio…!

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D i s ta n c i a

(Atahualpa Yupanqui).

¿A qué le llaman distancia?


Eso me habrán de explicar.
Sólo están lejos las cosas
que no sabemos mirar.

Los caminos son caminos


en la tierra y nada más.
Las leguas desaparecen
si el alma empieza a aletear…

¿Hondo sentir, rumbo fijo,


corazón y claridad!
Si el mundo está dentro de uno
afuera ¿por qué mirar?

¡Qué cosas tiene la vida


misteriosas por demás!
uno está donde uno quiere
muchas veces sin pensar…

Si los caminos son leguas


en la tierra y nada más,
¿A qué le llaman distancia?
¡Eso me habrán de explicar!

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El p on c h o

(Atahualpa Yupanqui).

Livianito en el verano,
abrigado en el invierno,
el poncho es una bandera
para los hombres del cerro.

Alba y ocaso en color


y en cada color un verso.
¡El poncho es una bandera
con un corazón adentro!

Tiene gestos de amistad,


también sabe de silencios.
Cuando se cobran ofensas
es escudo en brazo izquierdo.

Él conoce los rigores


que va sufriendo el arriero
cuando lastiman las huellas
y el rancho se halla muy lejos…

El poncho guarda las penas


en sus colores tan serios,
y sus flecos son alegres
si el gaucho viene contento.

Livianito en el verano,
abrigado en el invierno,
¡el poncho es una bandera
con un corazón adentro…!

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El q uen er o ( fr a g m en t o )

(Atahualpa Yupanqui).

¡Ahí va el tocador de quena,


silencio, bronce y dolor,
angustia de cinco notas
que nunca nadie escuchó…!

Nació más allá del lago,


nació en la tierra del Sol,
cuna de los vientos libres
cuna del Manco Señor.

Perfil de cóndor andino,


rostro que el viento alisó,
ojos llenos de silencios
y manos de labrador.

Usa chúcllo de montaña,


tiene poncho de color,
ushutas con sed de cumbres
y quena con sed de amor…

¡Cuántas auroras ha visto!


¡Cuántos ocasos miró!
Qué de lunas vagabundas
qué de nieves, qué de sol!

¡Cuánta piedra en los caminos


toda la vida encontró!
¡Milagro que no se hiciera
de piedra su corazón…!

Rústica flauta de caña


desde su infancia tocó,
cuando llevaba sus llamas,
cuando el maizal cosechó.

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El contrapeso a la espalda,
sufrido como el cardón,
por sendas que no son sendas
a toda sierra trepó.

En el silbo de su quena
toda la raza cantó,
desde el coro de la Nustas
hasta la muerte del Sol.

Fiereza de los curacas,


crueldad del conquistador,
fuga de la raza en sombras
por los caminos de Dios…

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¡ T i er r a m í a !

(Atahualpa Yupanqui).

¿Qué tendrás, tierra mía


para que yo me sienta
un poco de tu drama
y un poco de tu fiesta…?

¡Eres la vida misma!

Claridad de tus cumbres,


horizonte de pampas,
libertad de tus vientos,
cantos de tus mañanas.

Coraje de tu voz en los torrentes.


Fuerza de tu silencio cuando callas…

¡Quién como tú, sintiera


frescores en el alma
después de la tormenta!

¡Y tener de tus cielos


la divina grandeza!
¡Y tener la magnífica
gravedad de tu selva!
¡Y tener tus silencios
para sembrar en ellos
inspiraciones buenas!

Eres la vida misma…

Horizontes, anhelos,
correntadas, ideas.
Las praderas, un canto.
El abismo, una pena…

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¿Qué tendrás, tierra mía
para que yo me sienta
un poco de tu drama
y un poco de tu fiesta…?

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Piegras

(Atahualpa Yupanqui).

Tanto vivir entre piegras


se m'hizo que conversaban.
Voces no h'i sentido nunca
pero el alma no me engaña.

Algún algo han de tener


aúnque parezcan calladas.
No de balde ha llenao Dios
de secretos la montaña.

No digo que tengan voz


ni que se digan palabras;
ocasiones el silencio
dice las cosas más claras…

¡Algo se dicen las piegras!


A mí no me engaña el alma.
Temblor, sombra o qué sé yo…
Mesmo que si conversaran…

¡Malhaya! Pudiera un día


vivir así: sin palabras…

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Romance

(Atahualpa Yupanqui).

Caminando, caminando
nos llegamos hasta el río.
¡Cómo saltaba en las piegras
el agua cuando nos vido!

Tus dedos sobre la arena


formaban un dibujito
y a mí me pareció ver
una palabra : «cariño»…

Nadita te dije yo
de todo lo q'hi sentío,
pero el corazón andaba
peliando con un suspiro.

Por áhi me dijiste: «Es tarde…»,


y despacio nos volvimos.
Vos, mirando las estrellas
y yo mirando el camino…

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M a c h i t o h ' i p ed i o

(Atahualpa Yupanqui).

¡Bien haiga el changuito


que me ha traído Dios!
¡Bien haiga el apero
que le tengo yo!

Machito h’i pedío,


machito nació.
¡Bien haiga este gozo
de mi corazón!

Cuando sea tu tiempo,


cuando sea mayor,
le han de dar los cerros
voluntá y valor.

Ha’i ser güen baquiano,


hábil cazador.
Buscador de estrellas
lo mesmo que yo…

En la güena, manso,
juerte en el rigor,
callao en la pena,
firme en el amor.

Y ha’i querer la tierra,


y ha’i querer a Dios,
y ha’i cantar bagualas
como canto yo.

Machito h’i pedío,


machito nació.
¡Bien haiga este gozo
de mi corazón!

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L a h u a l i c h er a

(Atahualpa Yupanqui).

Hualicho me ha dáo Pacha


pa’ que la quera…
Hualicho pa’ que nunca
me olvide d’ella.

Hualicho tiene el viento,


también las piegras,
Hualicho tiene el canto
de mis espuelas.

Hualicho me ha dáo Pacha


pa’ que yo quera
a la agüita que pasa
por las acequias…

Pa’ que cuide mi linda


mula viajera.
¡El mejor sobrepaso
en muchas leguas!

Hualicho me ha dáo Pacha


pa’ que yo vea
cada día más linda
la cordillera.

Pa’ que cante con caja


tuitas mis penas,
y las cante de un modo
que naide sepa…

Arribita del cerro


y entre peñas,
¡ahí vive Pachamama,
la hualichera!

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P i ed r a y c i elo

(Atahualpa Yupanqui).

El valle tiene una pena


que no la conoce el viento:
La pena de mirar siempre
mitad piedra, mitad cielo.

Algunos valles se alargan


como un anhelo…

Yo nunca fui como el valle,


eso lo saben los vientos.
Mi vida es domar caminos,
el valle siempre está quieto.

¿Mi vida?, piedras afuera,


cielos adentro…

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Pircas

(Atahualpa Yupanqui).

Rancho de pircas menudas


en mitad de la quebrada,
alero mirando al norte
como quinchao de esperanza.

De pircas son los corrales,


piedras plomizas y blancas.
Solitas nada parecen,
pero juntas, ¡cuánto aguantan!

De piedra son las apachetas,


altares de la montaña
donde dicen sus promesas
los que sufren, los que andan…

¡Así quisiera tener


un rancho de pircas blancas
para quincharlo de amores
y aromarlo de esperanzas!

Para juntarnos en él
con mi chango y mi serrana,
uniditos como pircas
en mitad de la quebrada…

¡Qué bien se siente la vida


con esta fuerza en el alma…!

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Pa ' c a n ta r b a g u a l a s

(Atahualpa Yupanqui).

Pa' cantar bagualas


no cuenta la voz.
¡Sólo se precisa
poner en la copla
todo el corazón!

No han de ser bagualas


mientras haiga sol,
de noche y andando
rodeao de silencios
se cantan mejor.

Cada uno tenimos


un tono, señor…
Algunos p'dentro
y algunos p'juera
según la ocasión…

Golpiando las piegras


mi güen marchador,
como si marcara
mesmo los latidos
de mi corazón.

Y en los guardamontes
haciendo el tambor,
con mis lejanías
y mis esperanzas,
si habré cantao yo…

Pa' cantar bagualas


no cuenta la voz.
¡Sólo se precisa
poner en la copla

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todo el corazón!

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El v en d ed or d e y u y o s

(Atahualpa Yupanqui).

«¡Poleo! ¡Carqueja! ¡Flor de romerillo!


¡Yuyos milagreros! ¡Hierbas pa' olvidar…!».
Llenabas la siesta con tu voz de grillo
cuando aparecías por el arenal…

Se te vio en las carpas y en las procesiones,


místico y pagano, rezar y bailar,
pregonando en medio de las libaciones:
«¡Yuyitos del campo, pa'l bien y pa'l mal…!».

¡Vendedor de yuyos! ¡Cuántas resentidas


buscaron tu alforja sintiendo el pregón…!
Ése fue el destino de tu simple vida:
vivir en silencio, vender ilusión…

Te dormiste un día, vendedor de yuyos,


con un sueño largo, cansado de andar.
Nunca más se oyeron los pregones tuyos,
«¡Yuyitos del campo, pa'l bien y pa'l mal…!».

«¡Poleo! ¡Carqueja! ¡Flor de romerillo!


¡Yuyos milagreros! ¡Hierbas pa' olvidar…!».
Llenabas la siesta con tu voz de grillo
cuando aparecías por el arenal…

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In d i o

(Atahualpa Yupanqui).

Canto. Bronce. Silencio.


Fuerza de pedregal.
Eres tierra que anda,
¡sombra de Pucará…!

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Zamba

(Atahualpa Yupanqui).

¡Zamba!
En la palabra blanca de los pañuelos
se esconde la esperanza del criollo que te baila…
Mozas de pie ligero, al conjuro del ritmo,
dibujan en el suelo letras que son espíritu,
líneas que son promesas, frases que son an-helos…

¡Zamba!
Naciste en los albores de la argentinidad
y fuiste el santo y seña para la libertad…
Hermana de la cueca, que en las tierras chilenas
sentó su señorío;
hermana de la inquieta y amada marinera
que quedó en el Perú…

¡Qué poco pides, Zamba, para llenar tus tardes…!


Tan sólo una guitarra, un arpa o un violín,
un pedazo de campo, unas caras cobrizas,
y dos pañuelos blancos diciéndole a la brisa
palabras que los labios no se pueden decir…

¡Zamba!

Golpeándose los tacos te bailan los riojanos;


alegre, bate palmas el gaucho calchaquí;
airosos te pasean los viejos tucumanos.
¡Y allá lejos, los hombres se sienten más herma-nos
cuando las quenas cantan la zamba de Jujuy…!

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A g ü i ta d e l p e d r e g a l

(Atahualpa Yupanqui).

Hilito de agüita clara


saliendo del pedregal.
Vienes quién sabe de dónde,
afanosa por andar.

Tanto correr escondida


no has aprendido a cantar;
tal vez por eso conservas
frescores que valen más…

Ruidosos corren los ríos


deshaciendo el arenal;
aguas que corren furiosas
se enturbian cada vez más.

¡Que eso nunca te confunda


agüita del manantial!
Sabe que también hay fuerzas
en tu callado viajar…

¡En algo nos parecemos


agüita del pedregal!

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J uel l a

(Atahualpa Yupanqui).

Mañanita helada
despertando en Juella,
changos quebradeños
rumbeando a la escuela.
Verdes en las quintas,
brillos en las piedras,
burritos cuesteros,
cantares de acequia…

Caritas cobrizas,
revueltas melenas,
ojotas cansadas
de arenas y piedras.
Ojitos pequeños,
manitos morenas.
¡De changos pastores
se llena la escuela!

Sol de mediodía.
La campana suena,
su voz va rodando,
subiendo las cuestas.
¡Y entre risas, gritos,
silencios y penas,
se van a sus ranchos
los changos de Juella…!

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T i er r a q uer i d a

(Zamba. Atahualpa Yupanqui).

¡Una voz bella, quién la tuviera


para cantarte toda la vida!
Pero mi estrella me dio este acento
y así te siento, tierra querida…
Como un guijarro que se despeña
rueda mi copla, sueño y herida…
Yo soy arisco como tus breñas
y así te canto, tierra querida…
Andaré por los cerros
selvas y llanos, toda vida
arrimándole coplas
a tu esperanza, tierra querida.

Me dan su fuego cálidos zondas,


me dan su fuerza bravos pamperos
y en el misterio de las quebradas
vaga la sombra de mis abuelos.
Lunas me vieron por esos cerros
y en las llanuras anochecidas
buscando el alma de tu paisaje
para cantarte, tierra querida.
Andaré por los cerros
selvas y llanos, toda la vida;
arrimándole coplas
a tu esperanza, ¡tierra querida!

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C r i o l l i ta s a n t i a g u e ñ a

(Zamba. Atahualpa Yupanqui).

Criollita de mis pagos,


morena linda
¡por ti cantan los changos
sus vidalitas, santiagueña!
Criollita de mis pagos,
negras pestañas,
flor de los chañarales
en la mañana, santiagueña!
Oíros han de alabar
a las donosas de la ciudad.
¡Huarmicita del campo
para tus tardes te quiero dar,
esta zambita linda, como tus ojos, santiagueña!

¡Cuando vas a traer agua


de la represa
endulzas con tu canto
toda siesta, santiagueña!
¡Criollita santiagueña
morena linda,
por ti cantan los changos
sus vidalitas, santiagueña!
Otros han de alabar
a las donosas de la ciudad.
¡Huarmicita del campo
para tus tardes te quiero dar,
esta zambita linda, como tus ojos, santiagueña!

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P r e g u n t i ta s s o b r e D i o s[ 2 ]

(Canción. Atahualpa Yupanqui).

Un día yo pregunté
—Padre, ¿qué sabe de Dios?
Mi padre me miró serio
y nada me respondió.

Mi padre murió en los campos


sin dotor ni protección
y lo enterraron los indios,
flauta de caña y tambor.

Otro día pregunté


—Abuelo, ¿dónde está Dios?
Mi abuelo se puso triste
y nada me respondió.
Mi abuelo murió en las minas
sin dotor ni confesión
¡color de sangre minera
tiene el oro del patrón!

Mi hermano vive en los montes


y no conoce una flor,
sudor, malaria y serpientes
la vida del leñador.

Y que nadie le pregunte


si sabe dónde está Dios:
por su casa no ha pasado
tan distinguido señor…

Yo canto por los caminos


y cuando estoy en prisión
escucho la voz del pueblo
que canta mejor que yo.

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Y hay una cosa en la vida
más importante que Dios:
que naide escupa sangre
pa que otro viva mejor…

Que Dios ayuda a los pobres


tal vez sí… y tal vez no…
¡pero es seguro que almuerza
en la casa del patrón!

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M i lon g a d e p e ón d e c a m p o

(Atahualpa Yupanqui).

Yo nunca tuve tropilla


siempre he montao en ajeno,
tuve un zaino que por bueno
ni pisaba la gramilla.

Paso una vida sencilla


como es la del pobre pión,
madrugón tras madrugón
con lluvia, escarcha o pampero…

¡A veces me duele fiero


los hígados o el riñón!
Soy pión de la estancia vieja,
partido de Magdalena
y aúnque no valga la pena,
anote, que no son quejas:
una tranquera con rejas,
un jardín grande, un chalé…

Lo recibirá un valé
que anda siempre disfrazao.
¡Mas no se asuste, cuñao,
y por mí preguntele!

No se le ocurra explicar
que viene pa'visitarme:
diga que viene a cobrarme
y lo han de dejar pasar…

El hombre le va a indicar
que siga los ucalitos
al final está el ranchito
que he levantao con mis manos:
ésa es su casa, paisano

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y ahí puede pegar el grito.

De entrada le vi'a mostrar


mi mancarrón, mis dos perros,
varias espuelas de fierro
y un montón de cosas más.

Si es entendido, verá
un poncho de fina trama
y el retrato de mi mama
en donde rezo pensando,
mientras lo voy adornando
con florcitas de retama…

¿Qué puede ofrecer un pión


que no sean sus pobrezas?
A veces me entra tristeza
y otras veces rebelión…

En más de alguna ocasión


yo quise hacerme perdiz
pa'tratar de ser feliz
en algún pago lejano…
pero la verdad, paisano,
¡me gusta el aire de aquí!…

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Lun a t u c u m a n a

(Zamba. Atahualpa Yupanqui).

Yo no le canto a la luna
porque alumbra y nada más,
le canto porque ella sabe
de mi largo caminar.

¡Ay, lunita tucumana!


tamborcito canchaquí
compañera de los gauchos
en las sendas de Tafí.

Perdido en las cerrazones


¿quién sabe, vidita, por dónde andaré?
Mas cuando salga la luna
cantaré, cantaré.
a mi Tucumán querido.
cantaré, cantaré, cantaré.

Con esperanza o con pena


en los campos de Acheral
yo he visto a la luna buena
besando el cañaveral.

En algo nos parecemos,


luna de la soledad,
yo voy andando y cantando
que es mi modo de alumbrar.

Perdido en las cerrazones,


¿quién sabe, vidita, por dónde andaré?
Mas cuando salga la luna
cantaré, cantaré,
a mi Tucumán querido
cantaré, cantaré, cantaré…

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In d i e c i t o d or m i d o ( fr a g m en t o )

(Canción india. Atahualpa Yupanqui).

Poncho de cuatro colores,


cuatro caminos quebrados
y un solo sueño de cobre
está el changuito… soñando…

Indiecito dormido
p'acompañarte se duerme el río
indiecito dormido
junto a tu puerta pasa el camino
pasa el camino, sí, pasa el camino,
cuando por él te vayas
¡chuy!, ¡chuy!, ¡qué frío…!

Sueña que es tibia la nieve


que son blandos los guijarros,
que el viento te cuenta cuentos
de pastores y rebaños.

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C a n c i ón d e lo s h or n er o s

(Milonga. Atahualpa Yupanqui).

En la cumbrera'é mi rancho
anidaron dos horneros
y yo parezco un extraño
y el rancho parece de ellos.

Dentro solo, salgo solo,


siempre solo voy y vengo
juntos los hallo en el campo
y el campo parece de ellos.

Juntos trabajan y cantan


y tuito lo hacen contentos;
yo no sé si a mí me miran
con lástima o con desprecio.

Ni se asustan cuando paso,


como si yo fuera un perro
que ni estorbo ni hago daño
y me dejan andar suelto.

Ansina vivo en mi rancho


dende que solo me veo;
enantes otro era el nido
y el mundo parecía nuestro…

¡Rogále a Dios, hornerito,


que no te pase lo mesmo!

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V i e j o ta m b o r v i d a l e r o

(Vidala. Atahualpa Yupanqui).


Homenaje a Ricardo Rojas

La luna busca en la noche


las coplas del quebrachal;
quiere adornar un camino…
¡Se fue don Ricardo por el arenal!

La zamba alegre no canta,


ya está aprendiendo a llorar…
No hay consuelo en la guitarra
¡se fue don Ricardo por el arenal!

Viejo tambor vidalero


de vicio no se ha’i quejar:
ya no le caben más penas
¡se fue don Ricardo por el arenal!

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C a m i n i t o e spa ñ ol

(Canción. Atahualpa Yupanqui).

Por un camino de España


camina mi corazón:
antes no se conocían,
hoy son amigos los dos…
Por un camino de España
camina mi corazón.

A veces bajo la luna,


como una conversación,
entre el mar y los pinares
va cantando el corazón
y a veces bajo la luna,
como una conversación.

Habla de pampas lejanas,


de unos aromos en flor,
de algún caballo perdido
que en esas tierras quedó…
habla de pampas lejanas
y unos aromos en flor.

Como en los Libros Sagrados


hay un tiempo de sazón
vivían sin encontrarse
hoy la vida los juntó
un corazón argentino
y un caminito español.

El camino nunca es triste:


lo entristece la canción
si el caminante le cuenta
su desvelo o su pasión;
el camino nunca es triste,
lo entristece la canción.

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El día que se separen
que no se digan adiós
el camino en su paisaje
y sin rumbo el corazón
el día que se separen
que no se digan adiós.

Hermoso amor sin olvido


es la amistad de los dos
hemoso amor sin olvido
en la amistad de los dos
de un corazón argentino
y un caminito español
de un corazón argentino
y un caminito español.

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Y o m e h e c r i a d o a p ur o c a m p o

(Milonga. Atahualpa Yupanqui).

Yo me he criado a puro campo,


rancho, rebaño y maizal,
con noches de historias viejas
y mañanas de cristal.

Bajo un cielo de gaviotas


vi a mi padre trabajar:
no sé si sembraba coplas,
por el modo de cantar.

Un día yo vi un camino
y me puse a caminar
y anduve, anduve y anduve
mezclando dicha y pesar.

Después de muchos trabajos


en un mundo fui a parar:
un mundo de nombre extraño…
Se llamaba… soledad.

Angustias e ingratitudes,
esas cosas de penar
nunca podrán lastimarme
mientras viva en soledad.

Sólo podría cambiarlo


—pero es imposible ya—
por un mundo de historias viejas
y mañanas de cristal.

Sólo podría cambiarlo


pero es imposible ya:
ni mi madre está en el patio,
ni mi padre en el maizal…

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T u v e un a m i g o q uer i d o

(Atahualpa Yupanqui).

Tuve un amigo querido


que murió en Ñacahuazú
su tumba no la encontraron
porque no le han puesto cruz.

No importa que no la tenga,


lo mismo la hemos de hallar
multiplicada en el aire
donde está la libertad.

Crece la mata en la sierra,


crece el árbol más allá,
en los barrancos profundos
el río canta y se va.

Pájaros de tres colores


pasan en vuelo fugaz
la mariposa y el cóndor
todos lo quieren nombrar.

Tumba perdida en la sierra


jamás se podrá olvidar
en las guitarras del pueblo
se convierte en madrigal.

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E l e u t e r i o G a l vá n

(Milonga. Atahualpa Yupanqui).

Era una vida sencilla


la de Eleuterio Galván,
hombre ni joven ni viejo
tan pobre como el que más
con dos hijos en las casas
y otro perdido por ahí.

Tenia un rancho chiquitito


cerca del cañaveral
bebía un vino dudoso
que lo ayudaba a prosear
lo demás era silencio
y era cuando hablaba más…

Las cosas no se emparejan


cuando es duro el trajinar
era una estrella pequeña
la esperanza de Galván:
soñaba con un caballo…
¡nunca lo pudo comprar!

Varios fueron al velorio


cuando se murió Galván,
pión de surco con un rancho
cerca del cañaveral,
hombre ni joven ni viejo,
tan pobre como el que más
con dos hijos en las casas
y otro perdido por ahí.

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L a g u i ta r r a

(Aire criollo. Atahualpa Yupanqui).

Tres tiples y tres bordonas


tiene la guitarra mía:
con unas lloro pasiones,
con otras canto alegrías.

La guitarra fue a los campos:


no sé qué andaba buscando,
que recordando paisajes
se lo pasa suspirando.

La guitarra junto al mar


no sé qué sintió en la playa,
que aprendió a decir adiós
aúnque ninguno se vaya.

La guitarra fue a los indios


para aprender su misterio;
y volvió al pueblo más honda
de tanto beber silencios.

La guitarra fue a los pobres


y le hablaron tanto y tanto
que llena de pena y miedo
vino a mis brazos llorando.

La guitarra fue a la copla


que allá la estaba esperando:
¡desde entonces andan juntas
por el mundo… caminando!

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Pa ' a l u m b r a r l o s c o r a z o n e s

(Milonga. Atahualpa Yupanqui).

Más de uno me ha creído muerto


y así lo habrá festejao
creyéndome sepultao
en medio de los desiertos.
Pudo ser: pero lo cierto
es que andando por la vida
en esas anochecidas
llenitas de ocuridá
a naides le ha de faltar
una estrellita prendida.

Pobre de aquél que cegado


por la dicha del presente
se acuerde tan malamente
de los que ayer han luchado.
Errar, muchos han errado
porque es ley no superada:
la vida no nos da nada,
presta a interés usurario
y el que piense lo contrario
verá su dicha embargada.

A Cristo lo condenaron
sin escucharlo siquiera
y una corona espinera
sobre su frente fijaron;
al madero lo clavaron
y lo lancearon también,
burlándose del Edén
de virtudes prometidas
por Aquél que dio su vida
para iluminar el bien.

Empujao por el destino

www.lectulandia.com - Página 390


también yo abrazo un madero,
crucificado trovero
voy yendo por los caminos.
Mis cantos de peregrino
no son salmos ni sermones
sino sencillas canciones
de la tierra en que nací:
¡lucecitas que prendí
p'alumbrar los corazones!

www.lectulandia.com - Página 391


M a d r e va s c a

(Canción. Atahualpa Yupanqui).

Qué nombre tendrán las piedras


que la vieron caminar
a mi madre cuando niña
o pastorcilla quizás.

El árbol a cuya sombra


descansó, dónde estará;
qué bueno si lo encontrara
para rezar o llorar.

He de llegar algún día


en tierra vasca a cantar
¡ay madre!, desde muy lejos
en mis coplas volverás.

Tu sangre dentro mis venas


como un árbol crecerá
y el viento, que es generoso,
su árbol me señalará.

Qué bueno si lo encontrara


para rezar o llorar.

www.lectulandia.com - Página 392


Di s c o g r a fí a

(Atahualpa Yupanqui).

(OBRA / Género / Fecha de grabación).

L A C O C H A M O Y E R A C h a c a r e r a 5 - 3 - 4 1
VIENE CLAREANDO Zamba 5-3-41
HUÍ JO JO JO Jujeña 5-3-41
AHÍ ANDAMOS, SEÑOR Canción 5-3-41
NOCHE EN LOS CERROS Preludio 27-12-44
A O R I L L A S D E L Y I P r e l u d i o 2 7 - 1 2 - 4 4
Z A M B I TA D E L O S P O B R E S Z a m b a 2 7 - 1 2 - 4 4
EL ARRIERO Canción 27-12-44
H U E L L A T R I S T E C a n c i ó n 2 6 - 6 - 4 5
A R E N I TA D E L C A M I N O B a g u a l a 2 6 - 6 - 4 5
C A M P O A B I E RTO E s t i l o 1 8 - 7 - 4 5
Z A M B A D E L G R I L L O D a n z a 1 8 - 7 - 4 5
C H I L C A J U L I A N A C h a c a r e r a 2 6 - 1 2 - 4 5
A N D A N D O Vi d a l a 2 6 - 1 2 - 4 5
PA S T I TO Q U E M A D O Z a m b a 2 6 - 1 2 - 4 5
C A N TO D E L P E Ó N E N V E J E C I D O C a n c i ó n 2 2 - 1 - 4 6
L A A Ñ E R A Z a m b a 2 2 - 1 - 4 6
L A P O B R E C I TA Z a m b a 7 - 11 - 4 6
A D I O S , T U C U M A N Z a m b a 7 - 11 - 4 6
CAMINO DEL INDIO Canción 22-4-47
G R A M I L L A E s t i l o 2 2 - 4 - 4 7
VIENE CLAREANDO Zamba 22-4-47
T U Q U E P U E D E S , V U E LV E T E C a n c i ó n 5 - 1 2 - 4 7
A I R E D E V I D A L I TA R I O J A N A M e l o d í a 5 - 1 2 - 4 7
Z A M B I TA D E L A LTO V E R D E Z a m b a 5 - 1 2 - 4 7
T I E R R A Q U E R I D A Z a m b a 5 - 6 - 5 3
C H A C A R E R A D E L A S P I E D R A S C h a c a r e r a 2 7 - 7 - 5 3
EL VENDEDOR DE YUYOS Canción 27-7-53
R E C U E R D O S D E L P O RT E Z U E L O C a n c i ó n 2 7 - 7 - 5 3
MINERO SOY Baguela 27-7-53
EL BIEN PERDIDO Chacarera 27-1-54
CENCERRO Milonga 27-1-54
L A T U C U M A N I TA Z a m b a 2 7 - 1 - 5 4
LAS CRUCES Milonga 27-1-54
Z A M B A D E L G R I L L O Z a m b a 1 9 - 8 - 5 4
EL ALAZÁN Canción 19-8-54
I N D I E C I TO D O R M I D O C a n c i ó n 1 9 - 8 - 5 4
EL TULUMBANO Galo 28-4-55
L L O R A N L A S R A M A S D E L V I E N TO Vi d a l a 2 8 - 4 - 5 5
H U E L L A , H U E L L I TA C a n c i ó n 2 8 - 4 - 5 5
EL AROMO Milonga 28-4-55
Z A M B A D E M I PA G O Z a m b a 1 0 - 1 0 - 5 5
A Q U E L E L L A M A N D I S TA N C I A M i l o n g a 1 0 - 1 0 - 5 5

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L E Ñ A V E R D E M i l o n g a 1 0 - 1 0 - 5 5
L A M O N TA R A Z A Z a m b a 1 0 - 1 0 - 5 5
L A Z A M B A S O Ñ A D O R A Z a m b a 1 - 6 - 5 6
CANCIÓN DEL CARRETERO Canción 1-6-56
L A H U M I L D E C h a c a r e r a 1 - 6 - 5 6
L A E S TA N C I A V I E J A M i l o n g a 1 - 6 - 5 6
PA I S A N O E R R A N T E M i l o n g a 5 - 11 - 5 6
E L L L A N TO d a n z a 5 - 11 - 5 6
H U A J R A C a r n a v a l i t o 5 - 11 - 5 6
C A M P O A B I E RTO E s t i l o 5 - 11 - 5 6
C H A C A R E R A D E L PA N TA N O C h a c a r e r a 5 - 11 - 5 6
C A N C I Ó N D E L O S H O R N E R O S M i l o n g a 5 - 11 - 5 6
V I D A L A Vi d a l i t a 6 - 11 - 5 6
Z A M B I TA D E L A LTO V E R D E Z a m b a 6 - 11 - 5 6
L A C O L O R A D O C h a c a r e r a 6 - 11 - 5 6
Z A M B I TA D E L B U E N A M O R Z a m b a 6 - 11 - 5 6
C R U Z D E L S U R M a l a m b o 6 - 11 - 5 6
D A N Z A D E L A PA L O M A E N A M O R A D A M e l o d í a 7 - 11 - 5 6
M A L Q U I S TA O Vi d a l a 7 - 11 - 5 6
E L G O Y I TA G a t o 7 - 11 - 5 6
V I D A L A Vi d a l a 2 8 - 11 - 5 6
K A L U Y O D E L H U Á S C A R D a n z a 2 8 - 11 - 5 6
B U R R U YA C U Z a m b a 2 8 - 11 - 5 6
L E T E N G O R A B I A A L S I L E N C I O C a n c i ó n 2 8 - 11 - 5 6
FLOR DEL CERRO Zamba 30-10-57
EL POCAS PULGAS Gato 30-10-57
V I E J O TA M B O R V I D A L E R O Vi d a l a 3 0 - 1 0 - 5 7
L A O LV I D A D A C h a c a r e r a 3 0 - 1 0 - 5 7
Z A M B A D E L PA Ñ U E L O Z a m b a 3 1 - 1 0 - 5 7
O R A C I Ó N A P É R E Z C A R D O Z O M o t i v o 3 1 - 1 0 - 5 7
L A V U E LTA A L PA G O Z a m b a 3 1 - 1 0 - 5 7
E S T R E L L I TA C a n c i ó n 7 - 11 - 5 7
C A N C I Ó N D E L A B U E L O E s t i l o 7 - 11 - 5 7
R O M A N C E D E L A V I D A L A Vi d a l a 7 - 11 - 5 7
L U N A T U C U M A N A Z a m b a 7 - 11 - 5 7
L A F I N A D I TA C h a c a r e r a 1 7 - 4 - 5 9
E L M A L D O R M I D O G a t o 3 - 11 - 5 9
A G U A E S C O N D I D A Z a m b a 3 - 11 - 5 9
D O N F E R M Í N G a t o 3 - 11 - 5 9
PAYA N D O C i f r a 5 - 11 - 5 9
L A D E L C A M P O C h a c a r e r a 5 - 11 - 5 9
V I D A L A PA R A M I S O M B R A Vi d a l a 5 - 11 - 5 9
P O B R E C I TO M I C I G A R R O C a n c i ó n 5 - 11 - 5 9
TRISTE NUM. 5 __ 20-5-60
B A B U A L A D E A M A I C H A B a g u a l a 2 5 - 5 - 6 0
MI CABALLO PERDIDO Gato 20-5-60
N O Q U I E R O Q U E T E VAYA S Z a m b a 2 0 - 5 - 6 0
L O S E J E S D E M I C A R R E TA M i l o n g a 2 5 - 5 - 6 0
C A N C I Ó N D E L C A Ñ AV E R A L C a n c i ó n 2 0 - 5 - 6 0
EL NIÑO DUERME SONRIENDO Arrullo 28-6-62
PAY O S O L A Z a m b a 2 8 - 6 - 6 2
L A T R I S T E C I TA Z a m b a 2 8 - 6 - 6 2
S I N C A B A L L O ' Y E N M O N T I E L M i l o n g a 4 - 11 - 6 3
C A N C I Ó N PA R A D O Ñ A G U I L L E R M A C a n c i ó n 4 - 11 - 6 3

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L O S D O S A B U E L O S M i l o n g a 2 2 - 11 - 6 3
L A A L A B A N Z A C h a c a r e r a 2 2 - 11 - 6 3
L A V E N G O A D E J A R Vi d a l a 2 2 - 11 - 6 3
Z A M B A D E VA R G A S Z a m b a 2 2 - 11 - 6 3
S I E T E D E A B R I L Z a m b a 2 2 - 11 - 6 3
D U E R M E , N E G R I TO C a n c i ó n 2 2 - 11 - 6 3
Z A M B A D E L PA J U E R A N O Z a m b a 2 2 - 11 - 6 3
L O S Y U Y I TO S D E M I T I E R R A M i l o n g a 2 2 - 11 - 6 3
E L PAYA D O R P E R S E G U I D O R e l a t o 2 2 - 11 - 6 3
C A N TO R D E L S U R R e l a t o 6 - 11 - 6 4
T R I U N F O _ _ 6 - 11 - 6 4
M I L O N G A T R I S T E M i l o n g a 2 7 - 5 - 6 5
M I V I E J O P O T R O TO R D I L L O A i r e 2 7 - 5 - 6 5
H AY L E Ñ A Q U E A R D E S I N H U M O M i l o n g a 2 7 - 5 - 6 5
CANCIONES DEL ABUELO NUM. 2 Preludio 26-7-65
L A A M O R O S A Z a m b a 2 6 - 7 - 6 5
QUIERO SER LUZ Zamba 8-3-66
L A TA R D E C a n c i ó n 8 - 3 - 6 6
C Ó R D O B A N O RT E C h a c a r e r a 2 - 2 - 6 6
E L Á R B O L Q U E T U O LV I D A S T E C a n c i ó n 8 - 3 - 6 6
PELAJES ENTREVERAOS Milonga 4-4-66
I M P O S I B L E Vi d a l a 4 - 4 - 6 6
D E L O S A N G E L I TO S C h a c a r e r a 4 - 4 - 6 6
L A G A U C H A Z a m b a 7 - 1 0 - 6 6
G R A C I A S , G U I TA R R A M i l o n g a 7 - 1 0 - 6 6
A L A N O C H E L A H I Z O D I O S C a n c i ó n 1 - 8 - 6 7
L A C O P I A — 1 - 8 - 6 7
L A D E L G U A L I C H O C h a c a r e r a 1 - 8 - 6 7
NEM KORORO Canción 3-8-67
S A C H A P U M A E s c o n d i d o 3 - 8 - 6 7
L A E S TA N C I A V I E J A M i l o n g a 3 - 8 - 6 7
L A L L U V I A Y E L S E M B R A D O R C a n c i ó n 3 - 8 - 6 7
L L O R A N L A S R A M A S D E L V I E N TO Vi d a l a 1 8 - 8 - 6 7
Z A M B A D E L V I E N TO Z a m b a 1 8 - 8 - 6 7
EL VENDEDOR DE YUYOS — 18-8-67
C A M I N I TO E S PA Ñ O L C a n c i ó n 2 - 1 - 7 0
CAMPESINO — 2-1-70
VA S I J A D E B A R R O — 2 - 1 - 7 0
M I M A L A E S T R E L L A 2 - 1 - 7 0
LOS HERMANOS Milonga 2-1-70
JUAN, EL SEMBRADOR Canción 2-1-70
L A V I D A C O M O E L TA B A C O - L A S AV E S — 2 - 1 - 7 0
PIENSAN SILBANDO Milonga 2-1-70
PA' A L U M B R A R L O S C O R A Z O N E S — 2 - 1 - 7 0
CACHILO DORMIDO Chacarera 2-1-70
P R E G U N TA N D E D O N D E S O Y C a n c i ó n 2 - 1 - 7 0
L A M E C H U D A Z a m b a 2 4 - 6 - 7 1
V I D A L A D E L YA N A R C A J Vi d a l a 2 4 - 6 - 7 1
YO QUIERO UN CABALLO NEGRO Canción 24-6-71
MONTE CALLADO Milonga 24-6-71
S A L M O A L A G U I TA R R A P o e m a 2 4 - 6 - 7 1
PA R A R E Z A R E N L A N O C H E C a n c i ó n 3 0 - 6 - 7 1
C H I L C A J U L I A N A C h a c a r e r a 3 0 - 6 - 7 1
C O M O T U S O J O S Vi d a l i t a 3 0 - 6 - 7 1

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S E F U E M I N E G R A B a i l e c i t o 3 0 - 6 - 7 1
L A F L E C H A C a n c i ó n 3 0 - 6 - 7 1
LAS PIEDRAS Milonga 30-6-71
Y O M E H E C R I A O A P U R O C A M P O — 3 0 - 6 - 7 1
ESTILO DE QUIJANO Melodía 2-1-73
L A J U A N C A R R E Ñ O C h a c a r e r a 2 - 1 - 7 3
SI ME VEIS MIRANDO LEJOS Poema 2-1-73
G ATO S A N T I A G U E Ñ O C a l o 2 - 1 - 7 3
TUVE UN AMIGO QUERIDO Canción 2-1-73
MI TIERRA. TE ESTÁN CAMBIANDO Milonga 2-1-73
V I D A L A D E L I M P O S I B L E C a n c i ó n 2 - 1 - 7 3
R A N C H I TO D E C O L A L A O Z a m b a 3 - 1 - 7 3
N A D A M A S C a n c i ó n 3 - 1 - 7 3
E L E U T E R I O C A LVA N M i l o n g a 3 - 1 - 7 3
V I D A L I TA T U C U M A N A Vi d a l i t a 3 1 - 7 3
M A L AYA H I R I E R A U N C A M I N O M i l o n g a 3 - 1 - 7 3

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V o c a b ul a r i o

A
ABRA. Espacio abierto entre cerros, o en el monte.
AC U Y I C O . B o l o d e h o j a s d e c o c a .
A L G A R R O B A . Va i n a q u e c o n s t i t u y e e l f r u t o d e l a l g a r r o b o .
ALGARROBO. Árbol típico del Norte argentino, muy preciado por su madera y
su fruto. Es llamado, por antonomasia «el árbol».
A L M A ( d e l t e j i d o ) . Tr a m a d e l t e j i d o .
ALOJA. Bebida fermentada que se obtiene del fruto del algarrobo
AMAICHA. Pueblo del valle tucumano. Comunidad indígena.
A N C O . Va r i e d a d d e z a p a l l o , d e t a m a ñ o g r a n d e y c á s c a r a d u r a .
A N TA . Ta p i r a m e r i c a n o . H a b i t a e n m o n t e s d e l N o r t e a r g e n t i n o . N o m b r e d e u n
departamento de la provincia de Salta.

B
B AG UA L . A n i m a l a r i s c o . C a b a l l o i n d ó m i t o o a ú n n o d o m a d o t o t a l m e n t e
B AG UA L A . C a n t o m o n t a ñ é s , s o l i t a r i o . H a b i t u a l m e n t e s e a c o m p a ñ a c o n « C A J A » .

C
C AC U Y. Av e d e l N o r t e a r g e n t i n o , c u y o g r i t o , q u e s e m e j a u n l l a n t o , s e c o n s i d e r a
de mal agüero.
C A J O N E A R . P r o d u c i r u n r i t m o g o l p e a n d o s o b r e u n a m e s a , u n m o s t r a d o r, e t c .
CARONA. Prenda del apero criollo. Habitualmente pieza grande de suela o
cuero, que se coloca entre la jerga o «lomillo» y los bastos.
CARUNCHO. Cigarro liado primitivamente.
CIMBAS o SIMBAS. Del quechua: trenzas del peinado femenino.
C O M E C H I N G O N E S Tr i b u i n d í g e n a d e l N o r t e d e C ó r d o b a , y a e x t i n g u i d a .
C O R PAC H A DA . C e r e m o n i a b a u t i s m a l i n d í g e n a , e n l a c u a l s e m a r c a h a c i e n d a .
C OY U N DA S . Pe q u e ñ o s l a z o s p a r a a t a d u r a s . / / C o r r e a s d e a r r e o .
C R U C E R A . V í b o r a d e l a c r u z .
C UA D R E R A . C a r r e r a d e c a b a l l o s , e n e l c a m p o .

CH
C H A L Á N . A r r e g l a d o r o a d i e s t r a d o r d e c a b a l l o s .
CHALARES. Rastrojos. Lugares donde se encuentran las hojas secas o chalas del
maíz.
C H A N C AC A . D u l c e p r o v i n c i a n o . A l f a j o r p r i m i t i v o .
CHANGO. Muchacho.
CHAÑAR. Árbol del Norte argentino.
C H A Ñ Í . C o r d i l l e r a d e l o s A n d e s j u j e ñ o s , e n e l N o r t e a r g e n t i n o .
CHAZNA. Mula de arreo o carga.
CHINCHILLERO. Cazador de chinchillas andinas, roedores de piel muy
preciada. El que caza o cría este animal.

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C H I N C H I L L Ó N . Ti p o o r d i n a r i o d e c h i n c h i l l a .
CHIRLERA. Cuerda, pequeña huasca o tira de cuero que cruza uno de los parches
de la «caja» o tambor indio, y que vibra al ser golpeado el instrumento a causa de
tal golpe o chirlo.
C H U C A R O . A r i s c o .
CHUNCAS. Designación quechua de los tobillos.
CHURQUI. Árbol del Norte, semejante al aromo o espinillo.
C H U S PA . Pe q u e ñ o b o l s o t e j i d o , h a b i t u a l m e n t e p a r a g u a r d a r h o j a s d e c o c a o
tabaco.
C H U Z A S ( P E S TA Ñ A S ) . Pe s t a ñ a s r í g i d a s , d e r e c h a s .

D
DAG Ü E LTA R . D a r v u e l t a s
DORADILLA. Hierba medicinal, yuyo muy común en las sierras de Córdoba.

E
ERKE. Corneta andina. Instrumento indígena de viento» muy antiguo. Es un
aerófono de larga caña, con embocadura y gran bocina o pabellón.
E R Q U E N C H O . Pe q u e ñ o c u e r n o m u s i c a l d e p a s t o r e s i n d i o s .
ESTRiBOS CASPI. Estribos de madera.

G
G UAC H O O G UA S C H O . D e l q u e c h u a « h u a s c h u » : h u é r f a n o .
G UA L I C H O H i e r b a s u o t r a s s u s t a n c i a s d e l a m á g i c a i n d i a , p a r a h a c e r d a ñ o a u n a
persona u obtener sobre ella influencia o dominio.
GURISA. Muchacha.

H
H UAC A S . Ti n a j a s p a r a e n t e r r a t o r i o s i n d i o s .
H UA H UA . C r i a t u r a .
H UA M PA S . A s t a s o c u e r n o s d e v a c u n o .
H UAT O . H o n d a d e D a v i d . P i e l o c u e r o d e l a h o n d a i n d í g e n a .
H UAY R A . Vi e n t o .
HUYRA. Individuo descendiente de raza blanca.

I
I M I L I A . Pa s t o r a j o v e n . J o v e n c i t a i n d i a .
I N T I - H UA S I . C a s a d e l s o l .
I R O S . Pa s t o p u n a , s e c o y f i l a m e n t o s o .

J
J UA N C H I V I R O . P á j a r o d e l N o r t e a r g e n t i n o , s e m e j a n t e a l c h i n g o l o .
J U M E A r b u s t o r i c o e n p o t a s a , c a r a c t e r í s t i c o d e l a z o n a d e s é r t i c o d e S a n t i a g o d e l
Estero, en el Norte argentino. Se encuentra también en otras zonas del país.
JUMIAL. Lugar donde abunda el jume.

K
K E Ñ UA . A r b u s t o d e l a s a l t u r a s a n d i n a s , e n e l N o r t e a r g e n t i n o y e n l a z o n a d e l a
Puna.

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L
LEGüERO. Que se oye desde lejos, simbólicamente, desde leguas. Dícese en
especial del bombo.
LEñA' I TORO (LEñA DE TORO). Estiércol seco de vacuno, que se usa para
encender fuego.
LL
L L AC TA R A . B a g u a l a r i t u a l p r o p i c i a t o r i a , d e l o s m i n e r o s .
L L AC TA - S U M A J . D e l q u e c h u a : l u g a r l i n d o .

M
M A R U C H O . Pe o n c i t o d e a r r e o , m u c h a c h o q u e c u i d a e l g a n a d o e n e l t r a n s p o r t e
de hacienda.
M E C A PAQ U E Ñ A . D a n z a f o l k l ó r i c o b o l i v i a n a . M ú s i c a c o r r e s p o n d i e n t e .
M i N G AO . C o o p e r a c i ó n g e n t i l e n t r e c a m p e s i n o s , p a r a d e t e r m i n a d o s t r a b a j o s .
M I S AC H I C O . P r o c e s i ó n r e l i g i o s a v e c i n a l , a c o m p a ñ a d a p o r m ú s i c a d e
instrumentos típicos.
M I S M I R . A b r i r l a l a n a c o n a m b a s m a n o s , p r e p a r á n d o l a p a r a s e r h i l a d a .
MUNA-MUNANQUI. Sentimiento amoroso.
M U S H UA . D e l q u e c h u a : g a t o .

P
PA S H U C O . D í c e s e d e l c a b a l l o m a r c h a d o r.
P E N C A . Va r i e d a d d e c a c t u s .
P I C H I . Va r i e d a d d e p e q u e ñ o a r m a d i l l o .
P I Q U I L L I N . A r b u s t o d e c u y o f r u t o r o j o s e h a c e a r r o p e y s e e x t r a e a g u a r d i e n t e .
PIRCADO. Muro de piedras superpuestas, sin cemento.
PUISCA. Rueca indígena.
PROPIOS. Se dice de la gente de servicio.

Q
Q U I S C A L O R O . Va r i e d a d d e c a c t á c e a .
QUIRUSILLAL. Lugar donde abunda la quirusilla, especie de hinojo silvestre del
Norte argentino.

R
RASQUINCHO. Hombre enojadizo, fácilmente irritable.
R E FA L A D E R O . Ve n t i s q u e r o .
REINA MORA. Pájaro del Norte argentino, de notable canto.
R I ATA S . C u e r d a s p a r a a s e g u r a r u n a c a r g a .

S
S AC H A - M ú s i c o s , M ú s i c o s p o p u l a r e s .
S AC H A - U N T O . G r a s a a n i m a l d e l m o n t e , u t i l i z a d a c o m o r e m e d i o i n d i o .
SALAMANCA. Gruta o cueva montañesa del diablo, según la Mitología andina, o
lugar de la selva donde se efectúan igualmente conjuros y ritos.
SARANDIZAL. Lugar donde abunda el sarandí, arbusto rioplatense propio de las
costas de los ríos y lugares húmedos.
S H A L AC O . H a b i t a n t e d e S a n t i a g o d e l E s t e r o e n e l N o r t e a r g e n t i n o , d e l a z o n a
próxima a las salinas, en la región del río Salado.

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T
TA M B E R Í A . C e m e n t e r i o i n d í g e n a .
TINQUIAR. Golpear con el dedo.
T I P I A R . Av e n t a r l a t i e r r a d e l c e r e a l o d e l a f r u t a .
TOLA. Arbusto resinoso del Altiplano andino, único que se encuentra en las
grandes alturas.
TOLAR. Lugar donde abunda la tola.
TRINCHERA. Serie de palos que protegen la galería de un almacén Guardapatio.
T R U N C A ( C H AC A R E R A ) . C h a c a r e r a s i n c o p a d a d e S a n t i a g o d e l E s t e r o . D a n z a y
música muy características de esta provincia argentina

U
UCLE. Flor del cardón.
U S H U TA S . C a l z a d o i n d i o . S a n d a l i a s .

V
VINCULADO. Fundo adquirido por mayorazgo, en estado de división.
VIRQUE. Gran tinajón para guardar bebida.

Y
YA R AY I . A n t i g u a m e l o d í a q u e c h u a , d e l a r e g i ó n a n d i n a .
Y E R B I AO . I n f u s i ó n d e y e r b a - m a t e . M a t e c o c i d o .
YESQUERO. Utensilio primitivo para encender fuego.
YUCHÁN. Designación, en lengua indígena tonocoté, del árbol comúnmente
llamado «palo borracho».
Y U N G U E Ñ O - A . D e l o s v a l l e s Yu n g a s , e n e l o r i e n t e b o l i v i a n o .
Y U R O . Va s o d e a r c i l l a .

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ATAHUALPA YUPANQUI. (En quechua, el que viene de lejanas tierras para decir algo), seudónimo de Héctor
Roberto Chavero Aramburu (Juan A. de la Peña, partido de Pergamino, Argentina, 31 de enero de 1908 – Nîmes,
Francia, 23 de mayo de 1992) fue un cantautor, guitarrista, poeta y escritor argentino.

Se le considera el más importante músico argentino de folclore. Sus composiciones han sido cantadas por
reconocidos intérpretes y siguen formando parte del repertorio de innumerables artistas, en Argentina y en
distintas partes del mundo. En 1986 Francia lo condecoró como Caballero de la Orden de las Artes y las
Letras.

Su infancia transcurrió en Agustín Roca, partido de Junín, donde su padre trabajaba en el ferrocarril. Inicialmente
estudió violín con el Padre Rosáenz, el cura del pueblo. Más tarde aprendió a tocar la guitarra en la ciudad de
Junín con el concertista Bautista Almirón, quien sería su único maestro. Inicialmente vivió en Junín en la casa de
Almirón; posteriormente regresó al pueblo de Roca y viajaba 16 kilómetros a caballo para tomar las lecciones en
la ciudad.
Atahualpa Yupanqui descubrió la música de Sor, Albéniz, Granados y Tárrega, y también las transcripciones para
guitarra de obras de Schubert, Liszt, Beethoven, Bach, Schumann. Luego, ya más grande, se trasladaba 16 km a
caballo desde Roca a Junín.

En 1917 con su familia pasó unas vacaciones en Tucumán, y allí conoció un nuevo paisaje y una nueva música,
con sus propios instrumentos, como el bombo y el arpa india, y sus propios ritmos, la zamba, entre ellos. La
temprana muerte de su padre lo hizo prematuramente jefe de familia. Jugó tenis, boxeó y se hizo periodista. Fue
improvisado maestro de escuela, luego tipógrafo, cronista, músico y fundamentalmente, agudo observador del
paisaje y del ser humano. A los 19 años de edad, compuso su canción «Camino del Indio». Emprendió un viaje a
Jujuy, Bolivia y los Valles Calchaquíes. En 1931 recorrió Entre Ríos, afincándose un tiempo en Tala. Participó en
la fracasada sublevación de los hermanos Kennedy, en la cual estuvieron envueltos también el coronel Gregorio
Pomar y Arturo Jauretche, que inmortalizó la patriada en su poema gauchesco El Paso de los Libres. Después de
esta derrota debió exiliarse en Uruguay. Pasó por Montevideo, para luego dirigirse al interior oriental y el sur del
Brasil.
En 1934 reingresó a la Argentina por Entre Ríos y se radicó en Rosario (Santa Fe). En 1935 se estableció en Raco,
provincia de Tucumán. Pasó brevemente por la ciudad de Buenos Aires —donde diversos intérpretes comenzaban
a popularizar sus canciones— para actuar en radio. Recorrió después Santiago del Estero, para retornar por unos

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meses a Raco en 1936. Realizó una incursión por Catamarca, Salta y Jujuy. Más tarde visitó nuevamente el
Altiplano en busca de testimonios de las viejas culturas aborígenes. Retornó a los Valles Calchaquíes, recorrió a
lomo de mula los senderos jujeños y residió por un tiempo en Cochangasta, provincia de La Rioja.

A causa de su afiliación al Partido Comunista su obra sufrió la censura durante la presidencia de Juan Perón, fue
detenido y encarcelado varias veces. Al respecto ha dicho Yupanqui:

«En tiempos de Perón estuve varios años sin poder trabajar en la Argentina… Me acusaban de todo, hasta del
crimen de la semana que viene. Desde esa olvidable época tengo el índice de la mano derecha quebrado. Una vez
más pusieron sobre mi mano una máquina de escribir y luego se sentaban arriba, otros saltaban. Buscaban
deshacerme la mano pero no se percataron de un detalle: me dañaron la mano derecha y yo, para tocar la
guitarra, soy zurdo. Todavía hoy, a varios años de ese hecho, hay tonos como el Si menor que me cuesta hacerlos.
Los puedo ejecutar porque uso el oficio, la maña; pero realmente me cuestan».

Atahualpa se fue a Europa en 1949. Édith Piaf lo invitó a actuar en París el 7 de julio de 1950. Inmediatamente
firmó contrato con «Chant du Monde», la compañía de grabación que publicó su primer LP en Europa, «Minero
soy», que obtuvo el primer premio de Mejor Disco de la Academia Charles Cros, que incluía trescientos cincuenta
participantes de todos los continentes en el Concurso Internacional de Folclore. Posteriormente, viajó
extensamente por Europa.
En 1952, Yupanqui regresó a Buenos Aires, donde rompió su relación con el Partido Comunista, lo que hizo más
fácil para él concertar actuaciones en radio. Mientras que con su esposa Nenette construía su casa de Cerro
Colorado (Córdoba), Yupanqui recorría el país. Musicalizó las películas Horizontes de piedra (1956), basada en su
libro Cerro Bayo y Zafra (1959), actuando también en las mismas.
El reconocimiento del trabajo etnográfico de Yupanqui se generalizó durante la década de 1960, y con artistas
como Mercedes Sosa, Alberto Cortez y Jorge Cafrune grabaron sus composiciones y lo hicieron popular entre los
músicos más jóvenes, que se refieren a él como Don Ata.
Yupanqui alternaba entre sus casas en Buenos Aires y Cerro Colorado, provincia de Córdoba. Durante 1963 y
1964, realizó una gira por Colombia, Japón, Marruecos, Egipto, Israel e Italia. En 1967 realizó una gira por
España estableciéndose finalmente en París. Volvió periódicamente a la Argentina y apareció en Argentinísima II
en 1973, pero estas visitas se hicieron menos frecuentes cuando la dictadura militar de Jorge Videla llegó al poder
en 1976.

En 1985 obtuvo el Premio Konex de Brillante como mayor figura de la historia de la música popular argentina. En
1986 Francia lo condecoró como Caballero de la Orden de las Artes y las Letras. En 1987 volvió al país para
recibir el homenaje de la Universidad Nacional de Tucumán. Debió internarse en Buenos Aires en 1989 para
superar una dolencia cardíaca, pese a lo cual en enero de 1990 participó en el Festival de Cosquín.
Sin embargo, a los pocos días Yupanqui cumplió un compromiso artístico en París. Volvió a Francia en 1992 para
actuar en Nîmes, donde se indispuso y falleció el 23 de mayo. Por su expreso deseo, sus restos fueron repatriados
y descansan en Cerro Colorado.

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Notas

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[1]Dialecto quechua <<

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[2]Existe otra composición muy similar pero el protagonista pregunta al abuelo.
PREGUNTITAS SOBRE DIOS

Un día yo pregunté:
Abuelo, dónde está Dios.
Mi abuelo se puso triste,
y nada me respondió.

Mi abuelo murió en los campos,


sin rezo ni confesión.
Y lo enterraron los indios,
flauta de caña y tambor.

Al tiempo yo pregunté:
¿Padre, qué sabes de Dios?
Mi padre se puso serio
y nada me respondió.
Mi padre murió en la mina
sin doctor ni protección.
¡Color de sangre minera
tiene el oro del patrón!

Mi hermano vive en los montes


y no conoce una flor.
Sudor, malaria, serpientes,
la vida del leñador.

Y que nadie le pregunte


si sabe donde está Dios.
Por su casa no ha pasado
tan importante señor.

Yo canto por los caminos,


y cuando estoy en prisión
oigo las voces del pueblo
que canto mejor que yo.

Hay un asunto en la tierra


más importante que Dios.

Y es que nadie escupa sangre


pa que otro viva mejor.
¿Que Dios vela por los pobres?
Tal vez sí, y tal vez no.
Pero es seguro que almuerza
en la mesa del patrón.<<

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