Yupanqui, Atahualpa - El Canto Del Viento
Yupanqui, Atahualpa - El Canto Del Viento
Yupanqui, Atahualpa - El Canto Del Viento
(ATAHUALPA YUPANQUI)
Corre sobre las llanuras, selvas y montaas, un infinito viento generoso.
En una inmensa e invisible bolsa va recogiendo todos los sonidos, palabras y
rumores de la tierra nuestra. El grito,. el canto, el silbo, el rezo, toda la
verdad cantada o llorada por los hombres, los montes y los pjaros van a parar a
la hechizada bolsa del Viento.
Pero a veces la carga es colosal, y termina por romper los costados de la
alforja infinita.
Entonces, el Viento deja caer sobre la tierra, a travs de la brecha abierta, la
hilacha de una meloda, el ay de una copla, la breve gracia de un silbido, un
refrn, un pedazo de corazn escondido en la curva de una vidalita, la punta de
flecha de un adis bagualero.
Y el viento pasa, y se va. Y quedan sobre los pastos las "yapitas" cadas en su
viaje.
Esas "yapitas", cuentas de un rosario lrico, soportan el tiempo, el olvido, las
tempestades.
Segn su condicin o calidad, se desmenuzan, se quiebran y se pierden. Otras,
permanecen intactas. Otras, se enriquecen, como si el tiempo y el olvido -la
alquimia csmica- les hicieran alcanzar una condicin de joya milagrosa.
Pero llega un momento en que son halladas estas "yapitas" del alma de los
pueblos. Alguien las encuentra un da. Quin las encuentra? Pues los muchachos
que andan por los campos por el valle soleado, por los senderos de la selva en
la siesta, por los duros caminos de la sierra, o junto a los arroyos, o junto a
los fogones. Las encuentran los hombres del oscuro destino, los brazos zafreros,
los hroes del socavn, el arriero que despedaza su grito en los abismos, el
juglar desvelado y sin sosiego.
Las encuentran las guitarras despus de vencido el dolor, meditacin y silencio
transformados en dignidad sonora. Las encuentran las flautas indias, las que
esparcieron por el Ande las cenizas de tantos yaraves. Y con el tiempo,
changos, y hombres, y pjaros, y guitarras, elevan sus voces en la noche
argentina, o en las claras maanas, o en las tardes pensativas, devolvindole al
Viento las hilachitas del canto perdido.
Por eso hay que hacerse amigo, muy amigo del Viento. Hay que escucharlo. Hay que
entenderlo. Hay que amarlo. Y seguirlo. Y soarlo. Aquel que sea capaz de
entender el lenguaje y el rumbo del Viento, de comprender su voz y su destino,
hallar siempre el rumbo, alcanzar la copla, penetrar en el Canto.
TIEMPO DEL HOMBRE
La partcula csmica que navega en mi sangre
es un mundo infinito de fuerzas siderales.
Vino a m tras un largo camino de milenios
cuando, tal vez, fui arena para los pies del aire.
Luego fui la madera. Raz desesperada.
Hundida en el silencio de un desierto sin agua.
Despus fui caracol quin sabe dnde.
Y los mares me dieron su primera palabra.
Despus la forma humana despleg sobre el mundo
la universal bandera del msculo y la lgrima.
Y creci la blasfemia sobre la vieja tierra.
Y el azafrn, y el tilo, la copla y la plegaria.
Entonces vine a Amrica para nacer en Hombre.
Y en m junt la pampa, la selva y la montaa.
Si un abuelo llanero galop hasta mi cuna,
otro me dijo historias en su flauta de caa.
Yo no estudio las cosas ni pretendo entenderlas.
Las reconozco, es cierto, pues antes viv en ellas.
Converso con las hojas en medio de los montes
y me dan sus mensajes las races secretas.
Alguno que otro fin de semana, galopbamos como si furamos a despertar al sol,
hacia la toldera - ranchos amontonados- del cacique Benancio. Cuando la maana
abra la luz, ya habamos pasado las chacras, los campos de Olegui, y la pampa
nos ofreca angostos callejones entre los cardales.
Y era un gusto observar el asustado vuelo de mirlos, pirinchos, cardenales,
cabecitas negras, buscando mejores paraderos bajo un sol tmido que comenzaba a
pintar su paisaje de ombes y gramillas. Margaritas pequeas, rojas y azules,
salpicaban el camino, y en las breves etapas de descanso, yo gustaba el dulzor
de los cabitos" de esas flores guardadoras de mieles pampas.
Mi padre era poco amigo de explicaciones. Pienso que tal vez prefera
enfrentarse al paisaje, a los hombres, a las cosas que pueden ayudar a entender
la vida, para que poco a poco yo sacara mis propias conclusiones. Tena, s, el
buen tacto de no ofrecerme espectculos vulgares.
Muchas veces, con una mirada o una palabra, me ordenaba alejarme de gentes que
l no consideraba oportunas o dignas para mis ojos.
Me cuidaba sin que yo me percatara. Jams tuve mejor baquiano que mi padre, en
la pampa y en la vida.
Para aflojar la cincha del caballo, yo observaba su manera, y lo imitaba hasta
en los menores detalles, aunque con menos eficiencia. Y luego de cinchar de
nuevo, tambin yo daba la palmada sobre el apero y pasaba la mano amistosamente
sobre el cogote del flete, para en seguida montar y emparejar la marcha al paso
tranquilo. Y ese era el momento en que mi Tata deshilvanaba algn viejo tema de
estilo que yo escuchaba en silencio, mientras miraba hacia adelante la
inmensidad de la llanura, los teros all en la orilla del caadn, el vacaje
ramoneando, los chajaes entropillados, y algunos flamencos somnolientos entre el
salpicn de juncos, bajo un revolotear de mariposas que anunciaban tempranas
primaveras.
Y llegbamos al ranchero de Benancio. Das antes, el cacique haba mandado a un
hombre a mi casa, - para invitar "potranca". All prob por vez primera carne de
potranca, asada y en puchero. En lugar de pan, una lata llena de faria. Y para
beber, caa, vino, y agua.
Rodeaban la mesa hombres y mujeres. Los nios coman aparte, pero yo era
invitado especial.
Los pampas coman en silencio. Slo hababan mi padre y Benancio. Este sorba
ruidosamente un enorme hueso carac, y me produca gracia verlo dar tremendos
golpes con el hueso en la esquina de la mesa para aflojar la mdula. Yo lo
observaba con un inters mezclado de temor y admiracin. Miraba su larga melena
lacia, peinada al medio, sus ojos pequeos y vivaces en los que brillaba siempre
la autoridad. Su voz no era, en cambio, tonante, como me haba imaginado. Era
ligeramente aguda, y el hombre abra mucho la boca para pronunciar las vocales.
De esas visitas al ranchero del cacique Benancio, que fueron muy pocas en mi
infancia, supe que era ofensa para l y su gente indicarlos como indios.
Cuando se haca menester aludir a su condicin racial, Benancio, o cualquiera de
los suyos, deca: Yo, Pampa!, y se llevaba la mano al pecho, sin violencia,
como si fuera a jurar.
Benancio haba pertenecido a la tribu mayor confinada en Los Toldos, partido de
General Viamonte. Se deca que por su aficin a la carne de potranca, y por su
audacia para robar yeguarizos, le haban pedido el pueblo. Y el hombre se alz
con cincuenta y tantos pampas fieles a su mando. Entre el ranchero, dentro del
cual, sobre ramas y viejos lazos extendidos llameaban ponchos, ropas y carnes
charqueadas, los changos y los perros armaban en la tarde una :gran algaraba
que pareca no molestar a nadie.
All escuch una vez a alguien que tocaba la guitarra. Y no era un pampa, sino
un paisano, un gaucho que haca tiempo haba elegido ese lugar, tal vez como
refugio. Como en esos aos no se ofenda con la pregunta a nadie, el hombre
estaba tranquilo. De dnde haba llegado galopando? Qu cosas lo llevaron
hasta el ranchero del cacique Benancio? Eso era de no
averiguar. Y el paisano cumpla arando, sembrando maz, amansando potros. Y
alguna que otra vez, la guitarra le arrimaba en la tarde la sombra de alguna
querencia. Porque esa virtud tiene la vihuela: Despierta antiguos duendes,
Muchas de estas zambas escuch. Y luego, pasados los aos volv a orlas, aunque
ligeramente cambiadas en su lnea meldica, y con otros nombres. Y tambin supe
que a la vejez se les aparecieron los "padres".
Durante cien aos, las bellas melodas tucumanas haban endulzado los domingos
del surco, sin que a nadie se le hubiera ocurrido apropirselas. Los msicos se
honraban con tocarlas o cantarlas. No estaban escritas. Se aprendan sin que
nadie las enseara. Es decir, se aprehendan. Eran canciones del viento, eran
hilachitas halladas porque s, se acercaban a las guitarras y a las arpas para
adornar la tristeza, la nostalgia, el amor o la esperanza de los hombres.
Cada regin tena una modalidad particular, pero si existan cinco versiones de
una misma zamba, todas ellas ostentaban un mismo carcter tucumano. Tenan "el
mismo aire".
Presentaban igual fisonoma; un corazn tiernamente dolorido, un discurso fcil
y lgico, comprensible; una pequea historia de amor y de ausencia, un azul
empaado de gris; un espritu dolido por la ingratitud, y siempre galano,
cantando los asuntos de su juventud con la mejor pureza.
El hombre tiene un idioma. La tierra tiene un lenguaje. Y en el canto popular,
el hombre habla con el lenguaje de su territorio. En l se expresa el monte
florido, el ro ancho, el abismo y la llanura, aunque los versos no traten en
detalle las cosas de la regin. La msica, la pura meloda, desenvuelve su canto
y traduce "el pago", la regin.
El hombre canta lo que la tierra le dicta. El cantor no elabora. Traduce.
IV
PASABAN LOS CANTORES
Pasaban los cantores ... Al final del verano, como los pjaros, pasaban los
cantores buscando anidar en los corazones ms clidos.
Llevaban guitarras de luto, cubiertas por negras fundas. Y se usaban guitarras
de tipo espaol, con clavijas de palo.
Su repertorio era de lo ms variado: Tangos, fados, valses, glosas, cifras y
estilos. Slo en los provincianos del norte jugaban las zambas sus mejores
lujos.
No exista la radiotelefona. No haba micrfono, ni altoparlantes. Todo se
cantaba a viva voz, sin ms auxilio que las ganas de cantar.
Era un desfile de hombres, y algunas muchachas, que recorran el pas, de pueblo
en pueblo, dejando una cancin, un sencillo recuerdo, una emocin perdurable.
Pasaban los cantores ... Levantaban su tribuna lrica en las canchas de pelota,
en los bares, en los comedores de las fondas, en el saln de las sociedades de
fomento. O bajo los rboles, cuando haba "cuadreras", y en las canchas de
bocha, cuando haba tabeadas.
Eran los amigos del Viento, que salan a cantar por los caminos.
Eran pobres, porque siempre cantaban para el pueblo. Y el pueblo tena pocas
monedas. Su fortuna brillaba de otra manera. Era un tesoro que no caba ya en la
alcanca del corazn.
Y esa riqueza no se mezquinaba: "Moneda que est en la mano quizs se deba
guardar.
Pero la que est en el alma se pierde si no se da..."
MACHADO.
Pasaban los cantores con su carga de versos, con sus historias de duelos
criollos, de rebenques fatales, de carrera brava, de malones y cautivas, de
caballos moros y caballos bayos, de tostados y alazanes ligeros como una flecha;
con sus trovas de amor galano, donde campeaba el eco de la literatura del siglo
dieciocho. Pasaban los cantores con sus "versos fuertes", plenos de rebelda,
fustigadores de toda injusticia, letras que denunciaban el abuso y la
explotacin del pobrero, trovas exaltadas y corajudas, unidas a los nombres de
Barret, Fernndez Ros, Ghiraldo, Castro, Daz, Pombo, Acosta Garca.
Cada paisano se senta traducido por el nimo del canto. Cada criollo se senta
menos solo, porque alguien estaba cantando las cosas que a l le bullan en el
corazn.
Pasaban los cantores sumndose al paisaje romntico del tiempo. Santos Vega no
era todava una leyenda. Y el Martn Fierro se venda a veinte centavos, o se
daba de yapa tras un barril de yerba.
El Cacique Benancio haba muerto. Roque Lara tropeaba hacienda cortando
alambradas en la campaa del pampero, cien leguas al Sur, Bairoleto se trenzaba
con la partida, y algunos payadores cantaban sus "hazaas". Y Fabin Montero,
gaucho bravo, se escapaba de los corrales de las comisaras de la pampa con slo
silbar a un potro bragado, que saltaba cercos y se tenda fingindose muerto
cuando as se lo ordenaba su dueo.
Pasaban los cantores, sencillos, limpios, cordiales y austeros, sembrando el
cancionero de la Patria por ciudades y aldeas. Las guitarras no eran heridas por
las pas, que slo se usaban para los mandolines y bandurrias. Las vihuelas eran
sabias en rasgados y punteos, en arpegios suaves y criollos. Cada cantor
tena su rasguido, su manera de pulsar el tema gauchesco. Y la intencin se
ajustaba a la tonalidad. Se viva el canto con autenticidad, con fervor. Y la
estimacin de s mismo y el respeto al auditorio haca que nadie cantara
frivolidades. El destino del canto era serio, porque estaba ligado al destino
del hombre.
Yo era apenas un adolescente. Y pasaba mis das entre el trabajo, el estudio y
el deporte. Pero todo esto quedaba postergado cuando en la noche el viento me
acercaba la voz de los cantores.
Ya no tena a mi padre junto a m, y era yo el responsable de la familia. Y era
chango, y me gustaba correr por la llanura, y entender la magia y las linotipos
de las imprentas, y preparar mis exmenes, y
boxear, y jugar tenis.
Pero la voz de los cantores me daba la luz que mi alma necesitaba para no ser un
muchacho demasiado triste.
Desde la vereda, pegado a los ventanales, sola escuchar a los trovadores que
pasaban por mi pueblo.
Y no estaba solo. ramos un grupo, un racimo de changos anhelosos de gustar el
mensaje del canto.
Con la estremecida nostalgia de mi corazn, an les agradezco a los oscuros
cantores que alimentaron mi sed de saber coplas. Ellos no saben todo el bien que
me hicieron, todo el consuelo que me alcanzaron.
Luego corra a mi casa, y fijaba en la guitarra algo de lo escuchado. Y
procuraba aprender un nuevo rasguido, una modalidad, una pausa, un arpegio.
Tena ya lo heredado de mi padre, de mis tos, de aquellos hombres que cantaban
en la tarde junto a los galpones, frente al misterio del campo abierto.
Tena en mi, resonando como un eco sagrado, las lecciones y consejos del maestro
Almirn, que haba partido con toda su familia para instalar su conservatorio en
Rosario de Santa Fe.
Estos aconteceres me autorizaban - con sus lgicas limitaciones -, para
discriminar sobre el cantar que escuchaba. No me engaaban fcilmente en materia
de tema criollo. Cuando un cantor hablaba y cantaba su dcima, algo dentro mo
me indicaba si era una trova aprendida en la ciudad o tomada del cancionero
annimo de la pampa.
Es que yo vena de la soledad, y haba odo ya a los hombres que conocan el
Canto del Viento, a los paisanos que recitaban la leyenda del Viento y su bolsa
de coplas.
En algunos cantores, el lenguaje campero era postizo. Trabajosamente incrustaban
un vocablo "guaso" en su discurso potico. Y yo me sonrea pensando con el
refrn: "Te pisaste, Pancho".
Pero cuando el trovero se explayaba tranquilo y seguro de su mensaje, yo creo
que todas las bendiciones de la noche lo consagraban.
Recuerdo un hombre as: Nazareno Ros. Alto, delgado y fuerte. Usaba saco negro,
bombacha ancha y lustrosas botas. Una golilla blanca con monograma. Su guitarra
tena una estrella en la boca. Era un brocal nacarado lleno de embrujo.
Cantaba con gran dignidad, imponiendo silencio y respeto. Recorra con la mirada
el saln lleno de hombres, criollos en su mayora, y no era necesario pedir
compostura al auditorio.
Antes de iniciar el "estilo" o la "milonga", haca un acorde pleno y firme. Las
cuerdas emparejaban su tropilla de sonidos, como alistndose a la orden del
domador. Y luego de una brevsima pausa, Nazareno Ros comenzaba su preludio,
expresivo, anunciador de bellezas. Y alzaba su voz entonces, y nos daba la pampa
en cada verso:
"En las caronas tendido el mundo era puro pasto.
Y ans, sin haber dormido me desvelaba en los bastos
pensando en aquel olvido .
Dos noches seguidas cant Nazareno Ros en la cancha de los Salamendy.
Y dos noches, aunque no completas, yo alistaba mis antenas junto a la ventana
para escucharlo. Creo que de todos los cantores criollos que pasaron por el
pueblo, fue Ros quien me produjo la ms honda impresin, la ms cabal sensacin
de estar oyendo a un gaucho, al que se sumaba una rara condicin de artista.
Su pblico lo escuchaba con deleite paisano. En aquel tiempo pareca un xito.
Pero ahora pienso que el mensaje ardoroso y agreste del cantor era recibido por
media docena de hombres. Eran cosas demasiado importantes las que cantaba. Y los
que escuchaban, tenan un sentido perifrico del campo. Conocan, s, todo lo
referente a la campaa, a la pampa y sus trabajos, su gramilla, sus heladas, su
verano y su cielo. Pero se les escurra el misterio de la tierra, Esa dimensin
la comprenden aquellos que aplaudan poco, y se quedaban pulsando el aire an
despus del canto.
"Hay que cuidar lo de adentro, que lo de ajuera es prestao - - .'
Cada palabra tena para l un tono, un color, una vibracin determinada. Jams
deca dos versos de la misma manera. Cantaba para todos, pero daba la impresin
de que cantaba para cada uno. Era el autntico traductor de las cosas que pasan
por la vida del hombre.
"La lejura es buena cura ...
Lo dice un refrn mentao.
Pero al final me han topao
sus ojos, su pelo suelto,
como si me hubiera gelto,
o no hubiera galopiao..."
Pasaban los cantores, chingolos de la pampa y de la sierra. En las noches
otoales nos arropaban con la conversacin de las bordonas, enamoradas de su
propio acento. Y la milonga era llana, extendida como un galope en la llanura.
Las cuerdas agudas intentaban apenas travesear con un tema, con una idea sin
mayor desarrollo. Y de pronto las bordonas le salan al encuentro, como
censurando liviandad, como poniendo orden al discurso de la guitarra, como
emparejando la tropa de sonidos hasta retomar la huella profunda, en la que
hombre y guitarra comienzan a entenderse para que nazca la dignidad del canto.
Nazareno Ros! Ignoro en qu rincn de la Patria se apag la luz de su
guitarra. Pero el Viento de la leyenda recobr, gracias a l, lo mejor de los
cantos perdidos en la pampa.
Tiempo despus la vida me llev por los caminos, junto a los trovadores de aquel
tiempo. Los versos y los sueos haban de amortiguar los golpes y desengaos.
Acompa a los hombres que saban cantar. Algunos dioses se empequeecieron.
Otros siguieron la ruta luminosa. Yo llevaba en mi sangre el silencio del
mestizo y la tenacidad del vasco. Haba ya librado infinitas batallas en mi
adentro.
"La lejura es buena cura Me llen de lejuras y saudades, aprendiendo los modos
del canto, las formas del decir de las comarcas.
Mi amor por el periodismo, mi fervor por el trabajo junto a los linotipos y los
componedores, me haca acercarme a los diarios y a los cronistas. As, alguna
vez pas por la ciudad de Rosario, y me acerqu a un diario que diriga Manolo
Rodrguez Araya.
Hay un acuerdo tcito. Un entendimiento. Una voz de adentro que hace callar, y
esperar, y prudenciar.
Y todo forastero debe conocer este cdigo. Sobre todo si se es paisano.
Ya no haba clientes, y yo no compraba carne. Don Vila cerr su puesto, quitse
el delantal blanco y se me acerc:
-Cmo le va, amigo?...
Bien, seor - le contest.
El hombre sirvi un vaso de lucera y me lo ofreci. Beb un poco y mir al dueo
del puesto con gesto cordial.
Al rato, don Vila saba quin era yo. Pocas palabras bastaron.
Cerca del ro Gualeguay, a dos leguas de Tala, me instal. Era un rancho tpico,
torteado de barro y cueros contra la humedad, en plena selva entrerriana.
Tena un doradillo orejano, animal nuevo y muy voluntario. Tena la necesaria
soledad. Y el ro tajando el monte. Y todos los pjaros cantores tendiendo en la
niebla de las maanas sus trinos abiertos.
Un ao redondo pas en ese lugar. Sala a los caminos, recorra leguas, desde
Lucas Gonzlez hasta la legendaria selva de Montiel. Asista a las carreras
cuadreras de Sauce Sud, a las yerras de Puente Quemado, dejaba velas encendidas
en el rincn de Lanza Vieja, respetando rituales tradicionales del paisaje. Y
siempre retornaba a mi rancho junto al ro.
Don Cipriano Vila era de una sola palabra, como la mayora de los entrerrianos.
Una vuelta, me dijo: -Aqu le traigo un amigo. Confe en l.
Y me present a don Climaco Acosta, un paisano menudo, vestido de negro, como
recin enlutado.
Conoc mucha gente en el tiempo que anduve por Entre Ros. Mucha gente buena,
hospitalaria y discreta.
Pero estos dos hombres, Vila y Acosta se ganaron un monumento en mi corazn.
Ellos rivalizaban en generosidad y criollismo. Los vi pialar en los corrales.
Los vi correr en el monte. Los vi participar en festejos paisanos, bailar
mazurcas, chamams y gatos. Los vi componer lazos y caronas. Los vi guitarrear,
taendo cuidadosamente las vihuelas.
Acosta era un hombre simple y muy sensible a la msica. En aquel tiempo slo muy
rara vez se pronunciaba la palabra Patria, pero la ocasin de decirla alcanzaba
un alto grado de responsabilidad y respeto. Recuerdo el gesto de don Climaco,
con los ojos brillando de emocin y coraje y amor, mientras escuchaba una danza
argentina: La condicin. El slo enterarse de que alguna vez la haba bailado el
General Belgrano, lo obligaba a rendir todas las tolderas montieleras que le
gritaban en su alma de gaucho sencillo, libre y montaraz.
Creo que desde esa vez que en su rancho, en la intimidad, toqu esa danza,
recin gan la ancha amistad inolvidable de Climaco Acosta.
Las guitarras bullan en milongas floridas, en cifras y estilos, en chamams y
chamarritas ...
En el pago enterriano nac donde alegre florece el ceibal.
Y en mi infancia de gaucho aprend a escuchar desde nio la voz del zorzal.
En el andar por tierras montieleras puede comprobar que el cancionero comarcano
no era muy nutrido.
Entre Ros ostentaba un cantar de tipo objetivo, parecido al que usan los
uruguayos del noroeste. Gustaba tambin de la msica guaran, y la pampa le
haba acercado sus triunfos, sus cifras, y algunos estilos y trovas. Pero la
manera de tocar la guitarra era florida, "llena'e
moos", un poco a la manera orientala.
El aporte folklrico de la zona entrerriana era ms cabal en refranes, cuentos y
chascarrillos.
Y son los entrerrianos - o eran - muy hbiles en el trabajo del cuero. Los
aperos. caronas, cojinillos de carpinchos y perico-ligero, se hicieron famosos.
Lo mismo pasaba con los sobrepuestos de hilo trenzado, hechos con todo el lujo
campero. Con slo pasar la mano a contrapelo, quedaban frescos y listos para
aguantar galopes largos entre los montes o a lo largo de los palmerales.
En esos tiempos escuch cien historias sobre el "lobizn". Cada pocas leguas
cambiaba la historia; le quitaban o agregaban modos y caractersticas. Entre
Estuvo varios aos "adentro". Haba sido asaltado, y se haba defendido con
todas las reglas del honor gaucho. Su conciencia estaba tranquila. Por eso, en
la crcel no se envici de matonismo, ni se ensoberbeci. Cuando sali en
libertad, sigui trabajando, en su oficio, y en su pago. All lo conoc, en las
costas del Gualeguay.
Algunas tardecitas salamos a caballo. Pasbamos por la vieja casona de don
Martiniano Leguizamn. Recordbamos las obras de este narrador inteligente. Una
vez le pregunt si haba ledo algo de don Martiniano, y me contest: "En casa
los gurises saben algo de eso. Yo apenas si puedo contar los callos de mi mano."
Y sonrea, entre abochornado y gracioso. No haba tenido tiempo de ser
escuelero. La miseria lo apret desde nio. Su ciencia se desarroll en pastos,
caballos, lazos, rebenques y huellas entre el monte. En esos trajines vivi toda
su vida. Se doctor en jineteadas, y no tuvo conciencia de su fama de domador.
Crea que la cordialidad hacia l era el natural premio a su honradez de
paisano.
Ahora, desde hace un tiempo, descansa bajo los talas, en un perdido rincn de
Cuchilla Redonda. Tierra entrerriana lo cubre. Qu mejor bandera?
II
DESTINO DEL CANTO
Nada resulta superior al destino del canto.
Ninguna fuerza abatir tus sueos, porque ellos se nutren con su propia luz.
Se alimentan de su propia pasin.
Renacen cada da, para ser. S, la tierra seala a sus elegidos.
El alma de la tierra, como una sombra, sigue a los seres indicados para
traducirla en la esperanza, en la pena, en la soledad.
Si tu eres el elegido, si has sentido el reclamo de la tierra, si comprendes su
sombra, te espera una tremenda responsabilidad.
Puede perseguirte la adversidad, aquejarte el mal fsico, empobrecerte el medio,
desconocerte el mundo, pueden burlarse y negarte los otros, pero es intil, nada
apagar la lumbre de tu antorcha, porque no es slo tuya.
Es de la tierra, que te ha sealado.
Y te ha sealado para tu sacrificio, no para tu vanidad.
La luz que alumbra el corazn del artista es una lmpara milagrosa que el pueblo
usa para encontrar la belleza en el camino, la soledad, el miedo, el amor y la
muerte.
Si t no crees en tu pueblo, si no amas, ni esperas, ni sufres, ni gozas con tu
pueblo, no alcanzars a traducirlo nunca.
Escribirs, acaso, tu drama de hombre hurao, solo sin soledad ...
Cantars tu extravo lejos de la grey, pero tu grito ser un grito solamente
tuyo, que nadie podr ya entender.
S; la tierra seala a sus elegidos.
Y al llegar el final, tendrn su premio, nadie los nombrar,
sern lo "annimo", pero ninguna tumba guardar su canto ...
Varios aos tard en disiparse la polvareda levantada por los malambos que trajo
Andrs Chazarreta con sus santiagueos, all por el veintiuno, en aquel cielo
memorable del Politeama, con el espaldarazo formidable de Ricardo Rojas.
Fue un verdadero impacto en plena calle Corrientes. Hombres y mujeres, cantores,
msicos, campesinos, artistas del monte, conmovan noche a noche al porteo con
sus "remedios", "marotes" y "truncas", y los endiablados mudanceos del
"malambo".
Doa Nachi, en escena, cebaba mates "dendeveras", mientras el ciego Aguirre
taa su arpa, y Gimnez, Colazn y Surez competan en las danzas ms donosas.
Todo era puro, honesto, autntico. Todo tena el preciso grado de misterio que
confieren el pudor y la gracia de los seres sencillos desempendose en el arte.
Es decir, haciendo arte de "su" hbito de bailar y cantar, haciendo arte de "su"
modo de mirar, coquetear, de vestir y lucir una floreada pollera. En suma:
haciendo arte de "su" folklore.
Ay, vidalita, ramo de azahares,
eres el alma de estos lugares!
las frentes entristecidas y los ojos pequeos, cerrados ms que por el sueo,
por la fatiga de andar, de sufrir, de esperar ...
Estn corpachando los kollas en el abra de Falda Azul. En el hoyo del corral,
todos depositan sus ofrendas: coca, tabaco, flecos, crines, seales, flores
humildes, hechas por las puesteritas.
Si esas gentes pudieran vivir sin corazn, los hombres lo enterraran - cofre de
angustias, de cantares y de goces- en ese rincn simblico.
Mam Rosa, solemne, canta. En las coplas corpacheras se piden venturas y
beneficios, se suplican perdones. Mam Rosa canta y conversa con la tierra,
arrodillada frente al hoyo: "Para que vuelva a los potreros el novillo perdido.
Para que la nieve y las heladas no perjudiquen los pastos Para que los changos
sean grandes y buenos. Para que el tigre y la vbora no mermen el ganado en los
montes. Para que ella, Mam Rosa, vieja, enferma y casi ciega, pueda dirigir
futuras corpachadas ...
Eusebio Colque tambin tiene algo que decir a la tierra. Se arrodilla. Y
mientras habla, va depositando en el hoyo, lentamente, hoja tras hoja, la
coquita de su chuspa, y algn fleco de su poncho. Por el tajo breve de sus ojos
penetra, el crepsculo montas con su fro, su niebla y su misterio, y alimenta
el espritu de ese hombre de los caminos.
Y Eusebio murmura apenas: "Para que mis burritos no se me lo mueran. Para que
mis pieses no se cansen aunque yo est viejo. Para que mi mujer se sane de ese
mal que no la deja respirar. Para que mi hijo que est en Yavi, no sea ingrato,
y me lo traiga a mi nieto, as lo puedo ver, y acariciar, y contarle muchas
cosas que l debe saber . . ."
Y el hoyo simblico sigue recibiendo las ofrendas de Mam Rosa, de Eusebio
Colque, de Mamerto Maman, de todos, hasta de las puesteritas y de los changos
del fogn, hasta del maestro de la escuelita de Molulo, abajeo que asiste,
entre curioso y conmovido, a la ceremonia de la corpachada.
Dirigidos por Mam Rosa, todos cantan la copla ritual: "Que la Pachamama los
reciba,
regalitos de la tierra ... Que la Pacha nos ampare, que multiplique la
hacienda ... Aunque se agrande el corral, que se gelva cielo y tierra..."
El aire se pone ms helado. El nublado se asienta, sobre el abra. Est cerrando
la noche y el alma de las piedras est dolorida de murmullos. Por los listones
de los ponchos, ruedan hasta temblar en la punta de los flecos, las lgrimas del
ocaso.
Los kollas han concluido la corpachada. Han trajinado, han cantado, han bebido,
han cumplido con la tierra. Ahora, se dirigen al puesto, como sombras afiladas
en medio de la cerrazn. La fila india porta bultos de lea, asados, yuros
lazos, marcas. Slo hay dos o tres jinetes. Los dems, como siempre, como toda
la vida, haciendo sobre la tierra una huella breve con la suela heroica de las
ushutas.
Mam Rosa cuelga su copla en la niebla: Que la Pacha nos ampare, que multiplique
la hacienda
Eusebio Colque ha dicho todo lo enorme e importante que tena que decir. Camina
ahora,
mudo, ms liviano de alma, con una sensacin parecida a la serenidad. Cmo no
lo ha de escuchar a l, la Pacha!
Alta noche.
Mientras el nublado se asienta lejos, una media luna triste y fra, vela los
campos dormidos.
Por momentos, de lo hondo de las quebradas parte el ahogado mugido de algn toro
que en la tarde sufriera la humillacin de su podero. La bestia huele y siente
su derrota y queda como embramada en el bosque enmaraado de los huaycos.
Dentro y fuera del rancho del puesto, duermen los kollas bajo sus ponchos
hmedos. En la cocina, un fogn muriente apenas rompe las sombras. Algn perro
ahuyenta con una queja los fantasmas de su pesadilla.
All, en el corral del abra, sobre los pastos humedecidos, el aire comienza a
mismir la lana de su silbo, y en la puiska invisible del remolino rueda lejos un
madejn de silencio.
A veces, cuando la luna vence las brumas errantes, el muralln de cumbres parece
animarse, y el pajonal se puebla de msicas extraas, de voces de vertientes, de
voces altas, afinadas de luna, de voces de guijarros y despeados.
En la meseta, con la cabeza gacha y las orejas hacia atrs, meditando ms que
durmiendo, los cinco burritos de Eusebio Colque parecen anudarse con el aliento
clido, en un ansiado descanso.
Blanqueando sobre el campo quebrado, bordeando los barrancos, se estira, angosta
y anhelante, la senda que une ese mundo sufrido con la vida inquieta y ms
amable, de la Quebrada de Humahuaca.
Agradeciendo las ofrendas de los hijos del cerro, desde su gruta ignorada,
PACHAMAMA, fuerza misteriosa de la vida en la montaa, contempla su dominio de
piedra, pastizal y soledad...
IX
EL VALLE CALCHAQUI
Muchos han sido los viajes, giras y travesas que realic a lo largo de los
llamados Valles Calchaques.
Los he topado desde diversos sitios. En ocasiones, llegaba a ellos desde la
Quebrada del Portugus, en el Sur tucumano. Otras, me asomaban al misterio de
esa alta tierra desde Amaicha del Valle, o bajando del Alto de Ancaste, en
Catamarca, o pasando por "Las Criollas", al fondo de San Pedro del Colalao, como
quien busca los rumbos de Cafayate. O desde Pampa Blanca, en Salta, o desde los
Laureles, Ro Blanco, Quebrada del Toro.
Otras veces, luego de una larga excursin por el Chai Chico de Jujuy, he topado
Cerro Moreno, punta de los Salares, camino de Atacama, y torciendo al Sur luego
de padecer los vientos de Acay y Cachi, llegando en una semana de trajines a la
huella histrica del Valle.
Todos estos viajes los hice a lomo de mula. Jams anduve por esas regiones en
automvil. En aquellos tiempos, era imposible usar otro medio que no fuera el
caballo o el mular, pues no haba sino caminos de herradura. Luego se
habilitaron caminos entre las montaas.
.Pero estando cerca y con algunos das disponibles, no he querido llegarme al
valle calchaqu en automvil. Prefiero mirar este aspecto de mi vida, esta etapa
de mi juventud, como cosa cumplida, como ejercitacin o disciplina de la
paciencia y del amor a Amrica. Lo siento como una manera de respetar a
Pachamama.
Adems, en aquellos das nos acompaaban los libros de la conquista y asuntos de
nuestro continente. Sabamos casi de memoria la tarea de Diego de Rojas, de
Villacorta, Alvarado, Jernimo de Cabrera, Gaspar de Medina, Montesinos.
Conocamos las aventuras de aquel andaluz travieso, el falso inca Bohrquez, su
reinado en alto valle, su enjuiciamiento en Lima, su fuga, su desaparicin.
Nos apasionaban Rojas y Arguedas, Chocano y Daro, Palma y Freyre. Leamos con
muchsimo inters a Echeverra, a Alberdi, a Juan Carlos Dvalos, a Canal
Feijo, a Fausto Burgos, a Jaime Mollins, Hernndez, Javier de Viana, Herrera,
nos eran familiares, como tambin la seria obra de don Adn Quiroga, su
"Calchaqu", y las incursiones etnolgicas de Lafone Quevedo, de Ambrosetti y
Debenedetti, de Ricci y Podnasky. Los Comentarios del
Inca Garcilaso eran nuestra Biblia folklrica, nuestro radar en la bruma del
mundo incsico. Y nos consolaban en la soledad de los caminos los yaraves de
Mariano Melgar, los huaynos de Alomas Robles, los temas aymars de Cava y
Benavente.
Algunas veces, por ah, norte adentro, nos enfrentbamos con gente que tena
algo que decirle al mundo, a nuestro mundo. Y es as que en una aldea pequea, o
en un sencillo saln de provincia, escuchamos charlas y conferencias de Torres
Lpez sobre el Amazonas, el Acre y Matto Grosso, y asistimos a los trabajos y
desvelos de un joven musiclogo que caminaba paso a paso el valle y la sierra
inmensa anotando melodas, frases, gritos y antiguas danzas. Se llamaba Carlos
Vega, Y hoy representa con autoridad y talento a los hombres sabedores del canto
de Amrica.
Nos habamos formado una idea de nuestra tierra. Una idea romntica, llena de
sueos heroicos, sin calendario y sin fruto econmico alguno. Queramos conocer
nuestra Argentina, metro a metro, cantar junto a los arroyos, dormir en las
grutas o bajo los rboles, pasar las tardes leyendo los libros que llenaban las
alforjas, y andar, sin otro propsito que conocer, cantar, bailar una zamba,
conquistar un amigo, enjoyar de paisajes la nostalgia para que nada nos
pareciera demasiado triste.
Ansibamos resucitar el gaucho que los abuelos depositaron en nuestra sangre,
queramos atesorar el canto del Viento, y este anhelo nos entregaba dificultades
y desvelos.
Pero todo lo vencamos. Hambre y sed, fatiga y soledad, eran para nosotros
motivo de experiencia, pero jams los sentimos enemigos capaces de doblegarnos.
Queramos merecer la honra de haber nacido sudamericanos, y cada viaje al Valle
Calchaqu era como un curso en una infinita universidad telrica. Esquivbamos
las "farras" en lo posible. Buscbamos las "reuniones", las escenas con danzas,
con vidalas, con versos, con cuentos del campo, con referencias histricas. Es
decir, cada uno de nosotros, quera aprender cosas que nos ayudaran a crecer por
dentro.
Hacamos chistes sobre la tercera dimensin, sobre el sentido de profundidad, o
de conciencia del ser. Pero ahora pienso que no era por gracia la referencia.
Mis compaeros de viaje fueron diversos, segn las provincias y los aos, y
siempre me han tocado en suerte excelentes personas, jvenes o maduros, todos
buenos camperos, paisanos prudentes y sufridos, y gente con espritu. Gastbamos
con frecuencia un dicho de mi to Gabriel: -"Pa ser alto y ancho, basta con
puchero y mazamorra..."
Y como entendamos que slo con eso no se llegaba a Hombre, leamos con gran
dedicacin cuanto libro llegaba a nuestras manos, y caminbamos, sin apuro,
libres como el viento, por
todas las huellas del Valle Calchaqu. Rara vez acampbamos en algn puesto, o
en una aldea.
Nos placa desensillar al aire libre, baar las bestias, atarlas a lazo largo,
luego lavar nuestras ropas, preparar alguna vianda sencilla.
Uno anotaba cosas del viaje, otro "tinquiaba" el sombrero como acompaando con
ritmo una copla de baguala. Otro, all, sobre el bordo, meditaba, o rezaba.
Uno de los viajes ms felices, lo realic hace veinticinco aos, con Ruiz de
Huidobro y Felipe Chocobar. Los dos, criollos y jinetes, los dos, capaces del
ms grande esfuerzo; los dos, siendo uno culto y de tradicional familia tucumana
y el otro indio de la comunidad amaichea, probaron ser aptos para entrar en el
misterio de las salamancas, para penetrar en el mundo de los smbolos, para
callar cuando era menester orlo al silencio.
Esta excursin, que dur ms de cuarenta das, la iniciamos en Raco (Tucumn) y
abarc tierras de Catamarca, Salta y Jujuy. Fuimos por las montaas y todo el
Valle Calchaqu y volvimos por el camino nacional, por el carril que ahora
denominan Ruta 9. Slo que en Lumbreras (Salta) abandonamos el ancho y fcil
camino para penetrar a las boscosas serranas de Anta, donde pasamos varios das
cazando monos y tapires americanos y rastreando pumas entre el Ro Espinillo,
Cerro Pelao y Ro Las Vboras, cerro adentro, ms all de la vieja finca de los
Matorras.
Llevamos, adems de las mulas de montar, dos mulas chaznas con los avos, ropas,
libros, un charango, una flauta de caa y una vieja caja vidalera. Con estos
elementos y. un firme corazn esperanzado, cualquier criollo puede recorrer el
mundo contando tradiciones de su patria, y aprendiendo el canto de otras
tierras.
Siempre he pensado que nada es mejor que viajar a caballo, pues el camino se
compone de infinitas llegadas. Se llega a un cruce, a una flor, a un rbol, a la
sombra de la nube sobre la arena del camino; se llega al arroyo, al tope de la
sierra, a la piedra extraa. Pareciera que el camino va inventando sorpresas
para goce del alma del viajero.
indias sin
sueos
para
indiana
Y seguimos, por las largas sendas que descienden hasta Jag. All quedaban las
cumbres, las mesetas, las vicuas esbeltas y ariscas, las flores extraas de la
poposa, las mudas pisadas, la nieve en los rincones de las peas. Y enseoreada
en su condicin de espejo de soledades, con su marco de juncos y guijarros, la
apacible y legendaria Laguna Brava ...
XII
VOCES EN LA QUEBRADA
Caminando territorio jujeo sabemos que nos internamos en la antesala del gran
silencio americano. Reino de arcilla y cobre, alto y seco, hurao y sereno a la
vez. Duramente tuvo que combatir la espada del Conquistador frente a la astucia
y valenta de los homahuacas, los ocloyas, los casahuindos, los atacamas,
pueblos indios de enorme tradicin labriega, "allpa-runa" (hombres-tierra),
hermanos del maz y de la quinua, grey de los antiguos ritos del Ande,
caminadores de todas las leguas, alma de yarav, perfil de cndor, silencio de
agua mansa, espejo de la Puna.
A lo largo del territorio jujeo observamos los viejos pucares, los mangrullos,
atalayas, las tamberas, antigales y cementerios indios.
De tiempo en tiempo, los investigadores nos muestran nuevos descubrimientos,
acequias perdidas, ciudades enterradas, armas, huacas, momias, restos de la
cultura de los pueblos, nexos de las civilizaciones de otrora. Y siempre, por
encima de todo lo destruido, lo borrado, lo no averiguado, por sobre todas las
dudas de la lengua extinguida y las poblaciones dispersas, priva la raza del
Ande.
S. An hoy, con todo el avance arrollador de estos tiempos de ciencia y
mecnica y deslumbradora tcnica, an hoy pesa sobre el paisaje jujeo un aire
cargado de silencios viejos, no triturados jams en la alquimia de la Colonia.
No. An hoy vemos, detrs de las palabras espaolas y del perfil mestizo, el
sello de aquella edad de greda y sol y cobre y ros y labrantos azules ms all
de los tolares y los iros. (pasto) Custodiando ojos ms grandes y siempre
oscuros, un cercode pestaas chuzas, aindiadas. El arcoiris, quebrndose a cada
paso en las alforjas de los caminantes. El ritmo del andar, siempre igual; boca
burilada por la raza, como el tiempo sobre la arcilla; el cabello lacio, el
dilogo casi secreto, armona entre hombre, tierra y sol. As, tambin, su
canto, su danza, su msica. Si el charango tendi su acerada risa sobre los
carnavales kollas, las flautas de caa no perdieron la grave dignidad de su
nocturnidad melanclica. Los erkes y erkenchos traducan abolidos roles
guerreros. La guitarra, incorporada al pueblo con la Colonia, abra caminos
intimistas para el amor y la amistad. Pero en Jujuy, el hombre, la criatura
humana es superior a los medios de expresin musical de que se vale para
expresarse. Es que el hombre jujeo, el mestizo, no puede an traducir sino una
voz de las muchas voces que le bullen dentro de su sangre. Por eso, hurta a
veces en el discurso del canto aquello que puede llevarlo a revelar su verdad,
su profunda verdad, y se entretiene entonces tejiendo con hilo de copla hispana,
una trama de amor y de nostalgia que lo presente manso y efectivo, en lugar de
soberbio, luchador, guerrero y orgulloso de su soledad y de su indianidad.
"Arroja la quena, porque no has sabido encontrar en ella sino el dolorido son de
tus angustias. Levanta la frente! Que desde lo alto de la cordillera,
eres poncho al viento como una bandera que flota en los siglos,
misteriosamente..
R. CHIRRE DANS
Los mismos "marchantitos" que hallamos junto a las cercas de las estaciones
ferroviarias, desde Yala hasta La Quiaca. Las mismas imillas de cara redonda
como manzanitas de Huacalera, son las manos que sostienen la zamba de .Febrero,
el bailecito del verano, el tambor bagualero que rueda su quejumbre el ao
redondo, de ventana a ventana, de corral a corral, de soledad a soledad.
La rueda del canto, con la cantora al medio, viene de las lejuras del tiempo,
eternizando los ritos agrarios del Ande. Esos pueblos jujeos, de angostas
callejuelas de piedra, asoman la vida quebradea cargados de aos, con algo de
las viejas aldeas espaolas. Slo el silencio, el altivo silencio es el sello
definidor de esos caseros. Hay pueblos que alcanzan el prestigio por la
palabra, por la ancdota, o por el hroe. En Jujuy, las villas, las aldeas
alcanzan su notoriedad por el silencio, que es su historia, su pasado, su
dignidad, siempre actual, su sello ms elocuente y cabal.
De ese silencio sali Domingo Zerpa, el poeta indio de Abra Pampa, caminando
cien leguas con sus versos:
"Versos chiquitos
tamao un dedal, para los bolsillos
de tu delantal." Un da camin las sendas abajeas, con su primer libro:
.Puyapuyas. Nos grit su rebelda, su amor, su pesar. Como todo poeta, ya desde
nio soportaba la nostalgia. Y nos pobl el paisaje con rebozos y ponchos, con
zambas bailadas en la Puna, con arreos distantes, con miedos y con sueos.
Y tras l, Jujuy fue despertando al viejo canto indio. Y apareci la copla de su
pariente, Vctor Zerpa; y de su hermano de poncho, Leopoldo Abn. Y comenzaron
los charangos a producir bailecitos; y las guitarras se desvelaron en los patios
interiores, recordando cantares de otros tiempos.
As, actualizaron el folklore jujeo los Castrillo, los Arroyo, los Jimnez, los
Alvarez, los Lerma, los Aramayo, los Aparicio, los Yerba, los Castaeda, los
Gallardo, los Osorio.
. Sin hacer profesin de su arte, los jujeos cantaron a su tierra, a sus
montaas coloridas, a sus cerros nevados, a sus caminos altos. Y seguan siendo
maestros de escuela, estudiantes, hacendados, peones, o "marchantitos". Don
Dalmacio Castrillo, por ejemplo, vena de viejas familias de Humahuaca, y
conoca acabadamente el cancionero de su tierra. En charango, quena o guitarra
toc danzas durante cuarenta aos, y ense a muchos cantores y folkloristas los
temas de su regin.
Lermita, el maestro de Juella, compona coplas quebradeas. Roberto Yerba,
hermosa voz para el canto jujeo, haca recordar un poco a aquel gigante del
cancionero quebradeo que fue Dagoberto Osorio, el ltimo gran trovador de la
Quebrada de Humahuaca. Varios bolivianos se sumaron a la difusin del canto
jujeo. Felipe Rivera, Flix Caballero, el cochabambino de Tola Pampa; Nievas,
Benavente y Cabezas, el tarijeo, gran cantor de mecapaqueas. Es que el paisaje
es el mismo; el color del poncho, el ocaso largo, la voz antigua del aymar o el
quechua, la ushuta, la vicua, el camino, la esperanza, el silencio. Un mismo
universo sin fronteras amasa las palabras del canto puneo, ms all o ms ac
de Inca-Cueva. El mismo candor en las imillas, la misma honda de huato para los
changos menores; el mismo lote de peladores para la zafra de todos los aos.
Flauta de caa para la nostalgia; tambor para la copla; camino largo para el
mismo adis.
<El camino. Nada puede impulsar al nacimiento de la copla, al discurso llamador
de las quenas, al melanclico bullicio de charango como el camino. Y nadie es
capaz de andar tanta distancia como el nativo jujeo.
El kolla, puneo o montas, vallisto o quebradeo, es el gran infante de
Amrica. Una vez que uniform su marcha, nada lo distrae, nada es capaz de
alterarlo. Ya es abundante la ancdota en tal sentido. Ya es archiconocida
aquella respuesta del indio: -Voy yendo, seor . . .
Intil formularle alguna pregunta, rogarle que se detenga, insinuarle algn
inters. La respuesta ser la misma, lacnica, obstinada: -Voy yendo, seor ...
Y es verdad; va yendo ... Hacia las salinas, o rumbo al poniente, donde se
estiran sedientas las huellas que llevan a Santa Catalina, a Rinconada, va yendo
... A la Manca Fiesta, que rene en noviembre una muchedumbre de seres amasados
con greda, cobre, sol y olvido, va yendo ... Hacia Iruya o Santa Victoria,
aldeas semienterradas en la desolacin, a las que se llega desde caminos del
alto, entrando por veredones a la altura de los techos, va yendo ... Rumbo a la
ciudad, por rutas abajeas, Maimar, Purmamarca, Tumbaya, Volcn, Len, Lozano,
va yendo ... En invierno, con su hato de llamas. En verano, con sus burritos
cargueros, portando lanas, o minerales, o azufre, o bloques de sal, o tinajones,
virkes, cntaros, va yendo el kolla; va yendo, seor ...
La leyenda del Viento, si alguna vez tuvo raz de historia cabal, ha nacido en
ese camino de la altipampa, all, en esa senda parda, entre el iro crepitante y
la luna india. Porque los pueblos jujeos atesoran gran cantidad de cantares;
algunos de indudable raz espaola, otros, llegados del Ande kswa, por las
noches del yarav, por la magia de los huaynos y los serranitos, otros
trabajados en el alma criolla, elaborados en la fragua de los carnavales, en la
fuerza de los misachicos, en la abnegacin de las procesiones de cerro a cerro,
en la caravana que baja a los caaverales, que entra a los bosques, que sube a
los ros nacientes, que penetra en las cavidades del estao.
Los cantares en la tierra jujea no se pueden expresar sin conocer la regin
donde se originaron. Para cada asunto, el charango requiere una expresin, un
arpegio diferente, un tiempo pausado o vivo, una intencin rtmica. No se
satisface la interpretacin imaginndose la comarca, intuyendo la gracia o la
pena del hombre jujeo. Puede llegarse, si, a un torpe remedo, a una forma
imitativa del canto. Pero no se podr jams aprehender el misterio de la tierra
y su canto, si no se ha penetrado en el alma de ese pueblo de pocas palabras y
muchos caminos, poblado por hombres speros y sencillos, como nios tercos
limitados por esquemas de miedos no superados.
La rstica flauta de caa, llamada Quena, gime en las noches, a lo largo de la
histrica Quebrada de Humahuaca. Aun en estos das mantiene el espritu de la
raza, la dignidad de sus tonos antiguos, el reclamo del amor, el lamento del
largo camino, la adoracin de los dioses del Ande, el misterio de las huacas.
Son los hijos de la raza de bronce. Son los mestizos, los criollos, los mozos
quebradeos y puneos, actualizando la perdurabilidad del rito, lejos de todo
eso que empaa la tradicin de la quena, lejos del tema innoble, del cntico
banal y falsamente gracioso que usan muchos profesionales del canto popular. No
debiera ofenderse al espritu del norte luminoso y tradicional, tocando "pjaros
campana" y "escondidos" en quena, y toda suerte de asuntos exitistas. Ignoro si
esas cosas se hacen por falta de informacin o por ambicin no controlada.
De cualquiera manera, no tiene nada que ver con el mensaje de la tierra jujea,
ni con la leyenda del Viento, ni con el silencio traducido en el ay de las
flautas, all, en la noche alta de
Jujuy, que en medio del progreso sigue teniendo la misma luz antigua, el mismo
gesto de cobre, greda y sol, el mismo misterio que escribe leyendas en cada
camino de la montaa maravillosa.
XIII
DAGOBERTO OSOBIO, EL LTIMO TROVADOR DE LA QUEBRADA La Quebrada de Humahuaca es
quiz la presencia geogrfica ms ejemplar de nuestra tierra.
Ejemplar, porque pareciera ensearle al hombre el camino para definir su
arquitectura espiritual como argentino y como criollo.
Tiene pasado. Pasado indgena, cobrizo, el sonoro silencio del cntaro, tan
antiguo y tan lleno de frescores. Tiene una historia de hechos que cumplieron
anhelos de Patria. Tiene la otra historia: la de todos los das, la de los
caminos que llevan al salar, o a las vicuas, o a las minas, o al alto valle, o
a la Puna, abierta y estaqueada como la esperanza del indio.
De esos pagos era Dagoberto Osorio, el ltimo trovador de la Quebrada. Me parece
verlo, cruzando las calles de aquella Maimar de hace veinte aos, montado en su
oscuro, de sobreaso, con las alforjas coloreando, y sus breves espuelas de plata
ritmando la marcha, en esas maanas claras del mayo quebradeo.
Pasaba Dagoberto Osorio, cuarenta aos, alto, delgado y fuerte, con un perfil
aguileo y una mirada firme y cordial a la vez. Guitarrista y cantor, dotado de
una hermosa voz, Osorio ha recorrido las aldeas y villas de la Quebrada, desde
Yala, Volcn, Tumbaya, Purmamarca, Malmar, Huichairas, Tilcara, Juella,
Huacalera.
Las fincas viejas, las estancias del Cerro Moreno, de Ocloyas y Huaira-Huasi;
las lejanas de Coxtaca y Abra de Cndores; en todos los ranchos kollas; en
todas las ventanas de los pueblos anid su voz de cantor criollo, dejando coplas
y sueos, sentencias y amores, palabras para el retorno y para el adis.
Osorio tena una modalidad particular: nunca fue hombre de grupo, ni cantor por
"mingao" o por encargo. Era, como se dice all, un poco "empacao". Dagoberto
Osorio pasaba por Tilcara, o Maimar, o Tumbaya, a caballo, cubierto con un gran
poncho, o una capa azul, debajo de la cual portaba su guitarra. "De a caballo"
se acercaba a la ventana de la gente amiga, bajo la madrugada que encenda en el
cielo las mejores candelas para el rito y "de a caballo" noms, golpeaba
llamando la atencin y soltaba su canto emocionado, su zamba, su
aguala, su trova galana. Y sin esperar la palabra de gratitud, mova riendas y
tocaba espuelas, partiendo al sobrepaso.
Cuando las gentes salan para habarlo, Osorio estaba lejos, ms all de los
lamos y los molles; estaba ya queriendo arrimarse a las arenas bermejas del Ro
Grande, como quien gana los campos para lavar una pena, o esconder una emocin
en el misterio de los caminos de piedra.
Los quebradeos con aos, y con paisaje, lo recuerdan an. Una criolla, "la de
endeveras", como l deca, mantiene el recuerdo, firme como el airampo fiel a la
montaa.
Y nosotros, cada vez que cruzamos esa leyenda multicolor que dicta tantas cosas
y que se llama Quebrada de Humahuaca, creemos ver, andando a la par de las
acequias, con su guitarra y su copla, y su saludo clido, a Dagoberto Osorio, el
ltimo trovador de la Quebrada ...
XIV
LA COMARCA EMBRUJADA
Hay en mi tierra una comarca embrujada. En el cuerpo de mi pas est enclavada
con la anchura, la calidez y el misterio de un corazn.
Lerdos pasan los soles, como si quisieran poner a prueba el estoicismo de los
hombres y la validez de la selva.
Lentas resbalan las lunas sobre los quebrachales, pintando las escenas que slo
en esos montes se han de ver.
Cuando la primavera comienza a entibiar el aire, los poleares regalan su aroma,
ampliando las tardes junto a los caminos.
Por las maanas, las primeras horas se pueblan de balidos. Son las majadas de
cabras, a las que se les dio puerta abierta, y salen con travieso albedro a los
montes vecinos, junto a los cerros de tala, piquilln y garabato. En los
corrales quedan los cabritillos nuevos, de voces casi humanas e infantiles,
llamando intilmente.
Muchachitos transitan hacia el pueblo, rumbo a la escuela. Van a pie, o montados
sobre un borrico.
Tienen la tez bronceada y el pelo lacio. Las voces remedan susurros en las
ramas, gracias de trino y ala, inflexiones venidas de lejos en el tiempo,
amasadas durante el sueo luego de esos cuentos narrados por los abuelos.
Las siestas abarcan casi la totalidad del da. Calor, resolana, aire inmvil.
Slo en los montes restallan los ecos del hachazo que abate los quebrachales.
Slo en los montes se uniforma, poco a poco, el coro de los coyuyos, cuyo canto
"ayuda a que madure la algarroba".
Esa comarca tiene un ro indio y un ro castellano. Como las viejas leyendas de
la raza, que duermen bajo la piel del pueblo, o laten en el pulso de los
narradores tpicos, el ro indio siente bajo la arena el agua sumergida que
corre, o duerme, o se muere cuando el parche de la tierra alcanza a traducir la
voz de los desiertos. Ese es el ro Salado.
El otro ro, en cambio, se ampla, y se hace pampa de estero, surco y caadones.
Quinceleguas cuadradas, sin cercos ni alambradas, abarca el ensanchamiento del
ro Dulce. All los pastizales. impresionan por su altura, y en los canales,
entre yuyos y zanjones, sigue siendo el ro "El Dulce", y ofrece la ocasin de
su gran cantidad de pescado, de flamencos canilludos, de garzas pensativas.
Los pjaros pequeos ponen su canto en las maanas, antes de que el sol comience
a calentar los pajonales y las hondas huellas barrosas, en las que acechan la
yarar y la cascabel. Las yeguadas galopan al reclamo del garan, libremente, y
en la media tarde de los esteros suelen cruzar las sendas las corzuelas, los
zorros y los pumas. La comarca embrujada, all, por el oeste, por la ruta de los
soles en derrota, se va quedando sin pjaros, sin bosque. La selva se detiene,
se retuerce, se llena de espinas. La sombra del rbol se vuelve cosa anhelada.
La penca, el tunal, el quisca loro, el ucle, toda la gama de la cactcea
desrtica inicia su reinado, hasta que la tierra cobra una apariencia de pao
abierto para diamantes trizados. El salitral!
Dice la leyenda que las salinas se formaron con el llanto de todas las vidalas,
con el ay de todas las ausencias, con la pena producida por todas las
ingratitudes.
La comarca embrujada alza muy alto su selva all por el nordeste, donde la
tierra inicia su corcovo hasta llamarse morro, barranco, bordo alto, ladera y
cerro.
All es brava la selva, bravo el hombre, chcara la hacienda, spero el camino,
arisca la cancin. La cancin! Lo que pierde de ternura lo gana en verdad
corajuda.
All, donde el misterio se torna agresivo, la vidala pierde su liturgia, y la
bordona se transforma en ltigo. La regin toma el nombre de Copos, y los
cnticos agrestes son conocidos con el nombre de "copeas".
All anidan el gato ona, el yaguaret, los monos pequeos, el oso hormiguero; el
majao, jabal salvaje.
All el gaucho conoce retobo en su sombrero, mitn para su puo, coleto y
guarda-calzn, guardamonte, y carabina
Cuatro rumbos, y cuatro paisajes totalmente distintos. Cuatro rumbos, como las
puntas de una cruz. Cuatro rumbos que as unidos en el corazn de nuestro pas,
forman una comarca hechizada; una provincia antigua y bienamada: Santiago del
Estero.
"Soy de la tierra de los calores donde florecen, hermosas flores.
Soy santiagueo, bsame, sol." Reza el hombre su vidala. La selva es su templo.
La selva, el arenal, la sombra del algarrobo, o el desierto. Pero ah est el
hombre santiagueo durante cuatro siglos golpeando el parche de su tamboril,
cuatro siglos esperando la hora azul de la tarde para colgar el fantasma de su
soledad en lo alto de una copla:
"Cuando se calla la tarde me pongo a mirar el sol.
Si ella me quiere pobre no soy."
"Y a recordar de una prenda que andaba queriendo yo.
Si ella me quiere pobre no soy.
Suena el tamboril, y sus ecos ruedan por los caminos de la selva sin que las
aves se inquieten.
"La caja es la luna llena de la vidala . . ." dice el poeta..
"Tierrita salavinera donde nac.
Si he de perderte, mi pago, quiero morir. . ."
El tum-tum de la caja no es la resonancia de un mero golpe, dado con el slo
objeto de fijar un ritmo. Quiz lo sea para el forastero, para el que oye "desde
afuera", para el que no tiene miel de palo y un hondo grito desesperados
diluidos en la sangre.
El son de la caja contiene el jadeo sublimado de la tierra.
Respira la selva, fatigada y antigua, y su quejumbre queda guardada entre los
parches del tamboril. Ruedan las lunas sobre los desiertos. Pasan sobre los
montes callados, como extraos tamboriles en busca de un corazn necesitado de
coplas.
Las salamancas del monte encienden las fraguas de su hechicera, y el hombre
halla el camino de su consuelo, la puerta de su dicha, el rincn donde su
soledad se convierte en esperanza.
Es precisamente ah, en el tope de ese minuto sagrado, cuando en el corazn del
santiagueo comienza a nacer el misterio de la vidala.
Nace el salmo, ungido por los fervores ms puros del alma humana. El hombre est
rodeado de todas las lejanas necesarias para el advenimiento del canto. Al
levantar la "caja" hasta su sien, al casi reclinar su cabeza para escuchar el
primer sonido que ha de orientar el tono cabal de su meloda; al sentir que se
anudan en su alma todos los caminos, al tener conciencia de que la selva est
junto a l, como un altar apretado de nidos, de viejos mensajes, de abuelos en
sombra, al ver que asoma la luz de la primera palabra de la vidala, el hombre
sabe ya que est a punto de cumplir con todos los dioses que manejan el aire, la
arena, el rbol, la luz y la sangre de su tierra.
Entonces, s, ya puede cantar, abiertamente, su copla. Puede recitar su salmo.
Puede rezar su vidala.
"Todos los que cantan bien cantan de puertas pa'adentro, Mi dulce cantar.
otras vidalas, otras coplas, otros salmos de esos que inmortalizan el alma de
los pueblos:
"Me cie invisible lazo. No puedo cantar.
Por eso me voy silbando por el arenal ...
XV
CAMINOS Y LEYENDAS
Ignoro si algn da volvern las leyendas a correr a travs -del alma de nuestro
pueblo, pero pienso que sera saludable que as ocurriera. La leyenda no es sino
la idealizacin del sueo de los pueblos, el fruto de su fantasa necesariamente
exaltada, su forma de fugar hacia una irrealidad que compense los dolores de la
existencia. - En la leyenda no tienen cabida la mentira ni la mera exageracin.
En ella juegan la fantasa, el sueo, la necesidad del espritu de crearse un
mundo mejor, y as manejarlo, dominarlo, transformarlo. Por eso la leyenda tiene
poesa, y vuela sin dejar la tierra, la pequea patria, la comarca nativa. Por
eso vuela al ras de la tierra, lame los horcones de los ranchos, gira sobre el
cansancio de los changos en la noche, desvela a los hacheros en la selva y a los
reseros junto a los fogones.
Cada pas tiene una suerte de leyenda del ms diverso tipo. Y todas ellas
revelan un carcter, una modalidad, una forma de ser y de pensar, una fisonoma,
un pulso de la vida, una particular manera de entenderla, o de enfrentarla.
Nuestra tierra tiene leyendas magnficas, algunas ya universales. Cada
provincia, cada regin, cada aldea argentina guarda su sagrada tradicin en la
leyenda lugarea. Las generaciones anteriores, con otro ritmo de vida, con otro
sentido de la existencia, con otro orden del tiempo y de la urgencia, atesoraban
leyendas, las reformaban ligeramente.
Y la leyenda corra por la comarca, agitando todos los fantasmas del sueo y del
ensueo, segn su destino. En la pampa, al ras de los trebolares, como un
chasque indiano. En el litoral, sobre la niebla que cubra los juncos de la
orilla de los largos ros mudos, dejando escrito su nombre y su misterio en la
greda bermeja. En la selva, junto a las hachas dormidas en la sobretarde,
trenzando su fantasa como adorno de la quincha, donde los hombres esconden su
fatiga para no entristecer a las estrellas. En la montaa, con lenguaje de
piedra y de camino antiguo. En la Puna, enredada en los tolares, aprendiendo a
expresarse en el lenguaje perfecto de la soledad: con el silencio.
La innegable facultad potica de nuestros paisanos ha poblado los fogones, a lo
largo del tiempo, de las ms bellas leyendas. Asuntos desdichados, en los que la
tragedia jugaba su fuerte rol; historias del amor, de la ausencia, de la gracia,
la aventura. Y en todos los temas, la fatalidad, envolviendo, con su manto
infalible el espritu de los hombres, la vida de los rboles y las bestias, el
alma de las piedras y del aire.
EL ISCALLANTI
En la precordillera sanjuanina, hay un cerro hermoso, lleno de majestad: El
Iscallanti.
En una parte, la mole est partida en dos, y hace unos aos se aprovech este
accidente para facilitar un camino, una carretera. Pero para los viejos
pobladores, El iscallanti es el monumento del amor desdichado.
Dicen que unos novios huyeron de la aldea, buscando la ruta de Chile. Huan sin
haber cumplido una palabra empeada a los abuelos. Estos, se llegaron a la
Salamanca, adquirieron poderes fabulosos, y maldijeron a los fugitivos. Y en una
parte del camino, los dos novios quedaron convertidos en piedra, frente a
frente, como un cerro partido. Mirndose, si, pero condenados a no juntarse
nunca.
Y los arrieros y caminantes bautizaron esas peas: Iscallanti. "Iscay", del
quechua: Dos.
"Llanti", del huarpe Malditos. "Los dos malditos".
Y ah est el cerro Iscallanti, hermoso, solitario, mostrando las dos peas, con
un camino al medio. Y la leyenda le quita y le agrega detalles. Y las viejas
sanjuaninas bajan la voz cuando la cuentan a los changos.
EL PAISANO ERRANTE
Un mozo muy jinete, cantor y guitarrero, andaba en malos pasos con la vida.
Abochornaba a sus padres, causaba disturbios entre sus amigos.
del Este uruguayo, pleno en palmeras y pajonales, con angostos senderos como
hechos para la fuga o el maln, de las costas del Chu.
Los pericones en Sol Mayor y en La Menor nos decan de las reuniones en las
viejas estancias, en aquellos tiempos de Saravias y Riveras. y Muises, cuando
los jinetes de 1904 galopaban las cuchillas desde Melo a Soriano, desde
Tacuaremb hasta las Puntas del Santa Lucia, dando coraje y sangre para el nacer
de la copla:
"As se escribe la historia de nuestra tierra, paisanos.
En los libros, con borrones, y con cruces en los llanos."
Aprendimos geografa en los discursos guitarrsticos de Morales. Y supimos su
soledad, su intervencin en los entreveros, las fuerzas de su sentido moral.
Sentamos que nos quemaba el sol de las siestas en los caminos de la derrota.
Oamos el galope de los potros, de los redomones en los pasos de piedra.
Entendamos la razn de ponerle trapos y pauelos rotos a las espuelas para no
asustar al silencio de las cuchillas. Hasta refranes y dichos con spera gracia
paisana:
"No tembls, Negrito, que la muerte es un ratito y nada ms . . ."
A veces, caminando las rutas orientales -"orientalas" sera mejor-, suelo
escuchar a jvenes cantores, de hermosa voz y simptica apariencia, que andan
por ah, ejecutando sus alas de artistas, entonando cantares de Brasil, de
Argentina, de Mxico, de Chile.
No est mal, pero est mal. Es que no se han hecho amigos del Viento. Es que no
han aprendido la gran leccin de los desvelados. Es que no han sabido atender
los consejos de los que caminaron como apstoles de la Leyenda infinita.
Y son uruguayos. Y aman a su tierra. Pero la urgencia de vivir les va acortando
la vida. Y han de pasar por la tierra, sin haberla traducido.
Mientras tanto, y felizmente, estn los otros, los que heredaron el mensaje
perdido en los caminos, y lo devolvieron al Viento tal como lo hallaron, o le
limpiaron la arena del tiempo y lo entregaron limpio y renovado, mondo de
extranjeras.
Quedan y perdurarn los traductores del paisaje, del hombre y su tiempo. Quedan,
como las piedras moras emergiendo de la tierra, como races de andubay, como
dentada resistencia telrica capaz de romper la reja de los arados, como lanza
tenaz de guerrilleros de cualquier divisa, como espuelas sin trabas.
Queda ese imponderable Juan Pueblo, el Annimo, payador de viejas estancias, el
trovero sin suerte de los Pueblos de Ratas, el narrador de cuentos que
endulzaban los Eneros en Aigu, el cantor de los anchos caminos entre Rocha y
Lescano, el florido juglar de Valle Edn, el vagabundo vate robador de mieles en
los montes del Yi.
Quedan los Morosoli y los Ipuche, los De Viana y los Macedo. Quedan los Silva y
los Spinola, los Herrera y los Zorrilla, los Garca, los Risso. Queda la vieja
sombra generosa del Viejo Pancho, con su angustia no superada, pero con un
aporte de cabal gauchera.
Ellos si, conocan y sentan la Leyenda del Viento, y pusieron en sus trovas y
poemas, sus cuentos y dcimas el color que ofrecan las montaas de su pas, la
tarde de sus montes, la niebla de sus bajos, el misterio de sus lunas rodando
por las cuchillas.
Con maestros de tal calidad, con apstoles del Viento de tal fervor, con
tratadistas populares d tanta verdad tradicional, la tierra uruguaya debiera
estar plena de cantores de sus glorias, de su historia, de su paisaje, de sus
tristezas, de su esperanza.
La estacin de radio, el set de televisin, el tablado ciudadano, son el
resultado del tiempo en su progreso, la facilitacin moderna para el espectculo
de tipo artstico. Los micrfonos amplan el volumen de la voz. No la ahondan.
La hondura est en el hombre, en lo que el hombre es capaz de contener luego de
tanto camino.
XVII
LA GUITARRA
"Msica que meciste mi alma dolorida.
los puesteros del Departamento de Anta retobar sus sombreros con pieles de puma,
o adornar las caronas con recortes de "El overo", "el dao", tigre o puma. El
jesuita Florin Paucke, en su Historia de los Mocoves, nos cuenta que en 1749
hubo un envo a Espaa, de catorce mil cueros de tigre y len.
A propsito de "el dao", Paucke, en sus crnicas tituladas De ac para all,
nos cuenta que el puma, junto a los ros, suele "pescar" metiendo una mano en el
agua y moviendo suavemente hasta llamar la atencin de los peces. Cuando stos
se acercan y el len cree que la presa est al alcance de su garra, da el
manotn y arroja a la orilla al pez., salta tras l y le da una dentellada,
volviendo en seguida al ro para repetir la operacin. Al cocodrilo tambin lo
vence, saltndole de pronto y rompindole la nuca, sin presentarle lucha. El
saurio herido se tira al ro, y al morir, la corriente lo hace flotar hasta
cerca de la orilla, donde "el dao" lo recoge y se da el gran banquete.
Antiguamente, los indios que habitaban las costas occidentales del Paran solan
cruzar los montes a caballo protegiendo las ancas de sus bestias con un par de
gruesos cueros de oveja, apenas sujetados con la silleta o la carona usada por
el jinete. La experiencia aconsejaba esta precaucin, ya que el puma, el tigre o
el overo, cuando han devorado un hombre, no desean otra cosa, y acechan el paso
del viajero en la selva.
Los mocoves y dems poblaciones del Chaco Gualampa atravesaban los senderos del
monte con grandes precauciones. El len, sorpresivamente, saltaba sobre ellos, y
al apresar los cueros de cordero, stos resbalaban a tierra, y el jinete tena
el justo tiempo para huir, salvando as su pellejo y su caballo.
Hace muchos aos, en lo que hoy es tapera y antes era un rancho con libros y
msicas en las cumbres de Raco, en Tucumn, don Manuel Arce, poblador de esos
pagos, me supo regalar un hermoso morral de cuero de puma. "Pa que se hagan
alvertidos del olor del dao", me dijo, aconsejndome que a los caballos que
usara para los viajes largos por entre los montes, les diera su racin en ese
morral. Era costumbre de las gentes de esas lomadas. Una especie de "gualicho
preventivo".
En el siglo pasado, en tiempos de las guerrillas, los centinelas gauchos del
litoral vigilaban los pasos del ro, las picadas de la selva. Y en las noches
fras, llenas de humedad y cerrazones, solan cubrir sus cabezas con un cuero de
puma, como si fuera un poncho salvaje, curtido de
apuro, apenas sobado, oloroso a grasa amarilla. Las garras caan a los costados
del hombre, como si la "ua caladora" pulsara el nidal de la daga, golpeando a
veces los patacones de la rastra, despertando en el gaucho montaraz quin sabe
qu instintos recnditos que le encendan la mirada escrutadora de toda sombra,
y encendan en la sangre candelas de coraje que escapaban de pronto cielo
arriba, apuntalando el alarido, manera de bramar que el hombre encuentra antes
de atropellar con todo, para la vida, para la libertad, para la muerte. El
puma!
Hay un viejo duelo, un parejo rencor entre el puma y el hombre, en nuestros
campos. All, entre los chaares, en la bravura del garabatal, la yeguada pare
sus potrillos, les lame suavemente la pelambre recin amanecida. La yegua no se
aleja de su cra. Hasta pasa hambre y sed.
El potrillo apenas se sostiene sobre sus largas patitas. Intenta pasos, ensaya
coces, mueve su breve rabo alegremente, comenzando a gustar de la vida,
olfateando la gramilla que un da probar; dando cabezazos con dulce torpeza en
las ubres de su madre, provocando el manantial de su alimento.
Cada pequea corrida le revela el mundo. Su mundo. As, llega hasta el barranco,
y se queda estremecido frente al abismo, en cuyo borde los rboles pierden su
verticalidad, porque tras cada tormenta la tierra se les va. As busca en la
siesta la sombra de los molles, hasta que la yegua, con nervioso relincho, se le
acerca y lo quita de la mala sombra. Dicen que el molle "tiene un aire llorador
que hincha los ojos y la fiebre". Y algo de esto es cierto, ya que hay muchos
hacheros que se niegan a derribar molles, y otros se han enfermado, hinchados y
doloridos. As, el potrillo aprende a esquivar los hormigueros, las pencas, el
falso romerillo, el agua quieta. Apenas siente el galope de los puesteros
,comienza a ponerse serio, y da vueltas alrededor de la yegua como si todo fuera
poco para protegerse. Y, a la hora dorada de la tarde, observa con gran susto la
Pasa el viento sobre las pampas, sobre las sementeras, sobre la gramilla
infinita. Los pastizales parecen bailar una suerte de danza de dbil vibracin,
como si el viento al pasar dejara sobre ellos diminutos violines invisibles, en
los cuales los pjaros fueran a beber la raz de sus trinos.
Hay un otoo recin abierto sobre la pampa, derramando, serenas mieles a lo
largo del paisaje.
Los tiempos han cambiado. El progreso trajo monstruos mecnicos, y los anchos
caminos -rastro cicatrizado de todos los adioses- se convirtieron en cintas
asflticas para que los hombres, conduciendo mquinas veloces, pasaran de largo
junto a los paisajes para slo arribar a las ciudades.
Antes, los caminos se componan de infinitas llegadas. Los hombres que cruzaban
la pampa en carretones, o montando criollos caballos, aquellos "del aliento
largo y el instinto fiel", llegaban a las etapas que determinaba el corazn, el
amor a la tierra, obedeciendo el mandato de antiguas voces recnditas. As,
desfilaban "llegando" al omb solitario, al nido de horneros, al potrero de los
toros, o de la novillada, o del terneraje. As llegaban a las viejas tranqueras,
donde se eterniza un pequeo lodazal amasado por el trnsito de bestias y el
amontonamiento de las reses. Al nido oculto entre los caadones -misterio,
garzas y mariposas-. Los jilgueros saludaban la maana del hombre, y sobre la
oscura mancha que bordaba la reja del arado, los labradores trazaban en las
melgas un pentagrama para anotar con semillas la msica de sus silbos, mientras
jugaban las gaviotas las fantasas de una zamba plena de frescores bajo la
gracia del sol.
A veces, como las paisanitas en las tardes, la pampa cambia sus percales y
enjoya sus encantos como si quisiera enamorar al lucero, dcil flete plateado
que la luna nueva lleva de tiro.
Abre entonces su mgico arcn y expone todos los colores frente al espejo de las
lejanas. Y se queda pensativa largo rato, ya sin pjaros. Su rostro ostenta el
cobrizo tono indiano, y
medita sin resolverse a usar color alguno. Slo el suyo, -el de siempre, el
marcado color de su raz, de su tiempo, de su hondura. El viento, sabedor y
andariego, entiende ,estos estados de conciencia de la pampa, y lentamente cubre
el inmenso espejo de la tarde con un viejo poncho oscuro. -Y por ah quebrando
los cristales de la noche, uno que otro cencerro cuelga los tonos que precisa el
paisaje, para que empiecen a nacer las vidalitas.
Esta es la tierra inexplorada por la juventud cantora de estos tiempos. Esta es
la llanura bonaerense: gramilla, mdano, corcovo y caminos infinitos. Acorazada
en su historia y su leyenda, la pampa no est triste. Nunca est triste. El
Viento junt en ella los tesoros ,del campo y los decires del gaucho. Muchos.
Muchsimos. Y al pasar en su viaje sobre los pastizales, deja caer las
hilachitas de los antiguos cantos, de estilos y milongas, de cifras y cientos,
de historias y refranes.
All estn, en los corrales, cerca de los montes, como nidos ,de amor y de
pudor, custodiados por los juncos del caadn, ,o por los cardos, en la alta
madrugada, bajo la Cruz del Sur. All estn, esperando. Esperando siempre,
atentos al rumor de los caminos, siempre listos
para volar hasta el corazn de los desvelados y prodigarse en consuelo, en
gracia, en evocacin, en belleza, en conciencia y destino.
Es verdad que las guitarras pulen sus donosuras para la zamba, y es verdad que
si las guitarras son autnticas de la tierra han de traducir el exacto carcter
de las chacareras. Y que frente a los algarrobales han de rezar cabalmente una
vidala.
Pero poco se puede traducir si no se conoce en profundidad el idioma del
paisaje. Slo l dicta sus leyes en cada pago, en cada comarca. En materia de
msica rigurosamente folklrica no caben las "versiones", no tiene sentido el
"dicen que dicen. . . " Y mucho menos sirve el tocar un tema porque s, "porque
a Fulano le sale bien". Este criterio, adems de barato, es falso, es
antiartstico, antipaisaje. Un criollo santiagueo, en Salavina, canta con
spera voz ,su copla. Pero tiene en su auxilio, para lujo de su decir, su
paisaje, su jumial, su arena, el aire de su pago, las candelas que los abuelos
encendieron en su sangre.
El artista que busca los caminos del canto nativo, aprender la meloda y los
versos de la cancin. Pero el carcter, el "aire", el misterio y la gracia del
canto no los podr dar sino despus del desvelo. El desvelo que supone el andar,
el conocer, el meditar, el hacer antes de cada asunto musical un acto de
conciencia. El lucimiento, el espectculo, el deslumbramiento, son cosas
secundarias y hasta peligrosas.
Peligrosas, porque se corre el albur de fijar en primer plano la figura y la
forma -habilidosa del artista, sin que estn presentes, antes, y siempre, el
paisaje, la comarca, el pueblo que amas el canto con su esperanza, su silencio,
su color y su lgrima.
Todo temperamento sin cultura, muere. Tenemos institutos especializados. Tenemos
academias y bibliotecas. Tenemos gabinetes de investigacin para el folklore,
para la etnologa, para la arqueologa, la lingstica y la msica. Slo hace
falta, adems del amor al asunto y las oportunidades, voluntad y conciencia.
Profundo anhelo de hacer las cosas bien y con verdad. Despus vendr el premio
al esfuerzo. O no vendr nunca. Pero la consagracin est fuera de nosotros. No
nos pertenece, ni la debemos esperar. El gran dictado indica desde adentro.
Afuera estn slo las cosas, y los caminos para el lento andar de los que
anhelan aprender, saber, meditar, traducir. Y entre tantos caminos, hay muchos
abiertos como abanicos sobre la pampa olvidada, sobre la gramilla infinita de la
llanura.
Penetremos el misterio y la gracia del canto pampeano, ,antes de que la multitud
de hilachitas dejadas por el viento maduren demasiado en soledad y olvido.
Porque despus, al paso que van los tiempos, quiz nuestro corazn reduzca su
caverna sensible, y ya no podamos contener para nuestro gozo voces tan
importantes como esas que atesora la pampa, bajo la Cruz del Sur, tan seriamente
maduradas en olvido y soledad.
XXI
EL BOYERITO
Chaqueta remendada, sombrero de hombre. Chiflando como un mozo que "anda
queriendo".
Y hmedas de roco las alpargatas, antes de que amanezca sale el boyero. Desde arriba lo besan las Tres Maras, y el vientito que pasa le da consejo. Y
al verlo tan gauchito liar su tabaco el lucero del alba le oferta fuego.
Boyerito !Paisanito! En el trajn de los campos entre penas y alegras vas
aprendiendo a ser gaucho.
Boyerito! Paisanito! Hermanito de los sauces dnde vas a soar sueos que no
los conoce naide.
(Suea que suea el Boyero; suea que va por la vida sin penas en el sendero.)
l conoce los vados de las caadas y al cruzar los juncales, descubre nidos.
Tiene una madre gaucha, y el muy travieso para sentir su beso se hace el
dormido.
Lo conocen los peones, que en la cocina miran las brujeras del trashoguero. A
veces algn viejo lo mira un rato y se queda pensando: Yo fui boyero ...
XXI
ONGAMIRA
Quebrada de Luna ... Rincn de Ochoba ... Puerta del Cielo ... Nombres que los
paisanos pronunciaban como si mordieran frutas dulcsimas de una comarca de
ensueo: Ongamira.
Apareca de golpe, en el camino, este pago de ranchos apretados entre rojizos
terrones que copiaban las formas de una extraa fauna.
Todo quedaba cuesta arriba: la soledad del campo, con un aire fresco que
ondulaba las gramillas; las vertientes que bajaban de la parte oriental del
Colchiqun, hasta formar, detrs de los Supaga, una aguada de encantamiento
custodiada por cauces y chaares, llamada Yacochay.
Los paisanos ocupaban los domingos conversando, gustando vinos lugareos, entre
"agora" y "velay"; luciendo arreadores y rebenques de buena trenza, con yapas
flecudas. Sobre los
fletes, la tarde curioseaba las cacharpas del apero, los mandiles azules o
bermejos, los estribos-caspi, el chapeao de las cabezadas, el lazo arrollado
sobre las ancas.
En los patios el aire barra con suavidad la nievecita de los jazmines, y de las
cocinas se evadan aromas de membrillos asados, de maz de mazamorra, de azcar
cada sobre las brasas. A veces, del fondo de las lomas venan los mugidos de la
hacienda, de la torada en celo. Las horas pasaban lentas y claras, mientras all
en occidente, los dioses, sin apuro, comenzaban a encender las fraguas del ocaso
para despuntar las estrellas gastadas de tanto largo viaje.
Llegaba as la hora azul de las vidalas, en la ltima luz de Ongamira.
"Todos los que cantan bien cantan de puertas p'adentro, mi dulce cantar. Yo,
como canto tan mal, canto de sereno al viento.
Mi dulce cantar. . . "
La guitarra jugaba con cristales desconocidos. Era otro el aire, otra la tarde,
otro el paisano. Haba que andar senderos de humildad, como los debe andar un
forastero que no quiere ofender ni la gramilla que pisa ...
Las muchachas acarreaban mate. Y de sus manos slo emerga la bombilla, porque
el recipiente estaba cubierto con una blanqusima servilleta, como si le
presentaran al cantor una paloma dormida en la nieve. El brebaje tena un
acentuado sabor a yerba-buena, y avivaba recuerdos de lejanas acequias,
acercando paisajes nunca olvidados.
Recortando en el filo de las lomas su alta figura, bajaba de la sierra Deodoro
Roca, con su caballete y su caja de pinturas. Haba estado entre los riscos de
Ochoba, yapando hilachitas dejadas por el viento. Deodoro tena tercera
dimensin. Profundidad. Sentido csmico. Ms all de su bufete de abogado ms
all de su casona toda libros, ms all de sus polmicas con los acadmicos de
la vulgaridad seudointelectual, su motor trabajaba creando mundos de color y de
gracia, de amistad y poesa.
Al rato, estaba Deodoro, cubierto con su poncho puyo, mirando hacia lo lejos,
como adivinando el camino por donde se va la msica cuando el canto ventea
querencias entraables.
Junto al fogn, Carlos de Allende, vichador de troncos y ramazones, estudioso de
rboles, de hojas y races: un Lillo ,cordobs, pero al que la poesa gan
debilitando al cientfico. Por ah, haciendo espalda en la barranca que limita
el patio, Alfredo Martnez Howard, el poeta entrerriano que luego de correr el
mundo ancl definitivamente en Alta Gracia. El mismo chango aquel de "Cuaderno
de estudiante", que miraba a las muchachas pensando: "No aprends a dividir, y
sabs multiplicar... " Y como fundido en el crisol del ocaso, bajo el alero del
rancho de Supaga, Mario Bravo, ausente de todo trajn poltico, Mario Bravo, el
tucumano, hermano de las zambas y glosador de vidalas. El criollo aindiado, de
pronta imaginacin para un cuento, para un recuerdo, para acercarnos hombres y
paisajes de su Tucumn bienamado. Entre los lugareos, el criollo "avizcachao",
como deca Deodoro: Don Feliciano Crdoba, con sus ocho perros, cada cual con
nombre y apellido: Usaba don Crdoba como sobrepuesto, dos peleros de oveja sin
recortar. Apenas estaqueados unos das y sobados de apuro, sin tarjar ni
recortar las garras. Y usaba un solo estribo, del lado de montar. "Ans puedo
taloniar mi lobuno ms mejormente. Sabe ... ?" No se afeitaba sino de lejos en
lejos, "pa que la nieve de julio no me escarche la yema de la cara. . . " Y
andaba en su viejo caballo, seguido de sus perros. Tena una finca regular, y
vacas, y ovejas. Y viva solo, avanzao de antigedad pero fuerte todava.
Don Crdoba era muy dado a escuchar. No fumaba. Cuando le ofrecan un
cigarrillo, responda haciendo un guio: "Gracias, no tengo vicios secos . . . "
Ser por eso que, adems de buen vinito comarcano, beba cada palabra que los
dems conversaban, fuera el tema que fuera.
Una noche se trenzaron a discutir Deodoro y el doctor Bravo sobre la posible
habitabilidad de la luna. Citaron revistas especializadas, opiniones de
extranjeros notables. Hasta el nombre estimado de don Mrtin Gil anduvo
entreverado entre otros nombres difciles como receta cara. La culpa de esa
charla la tuvo la luna, una luna redonda y solitaria que sali detrs de la
Puerta del Cielo. El pago estaba tan claro que no caba ni la sombra de una
intencin. El viento, ausente, y slo la voz de Deodoro, en larga exposicin,
Muri a lo criollo, segn nos contaban la noche del velorio. Seguramente sinti
que se iba, y llam a la vieja hermana. Le pidi que le ensillara el doradillo,
"pero bien ensillao". Pa qu ... ? Preguntaba la familia. Y l respondi: "Pa
verlo. Ensillado, sujet las riendas arriba, y trilo del cabestro hasta el
patio. Pasialo, pa' verlo!" Le cumplieron el gusto. El ltimo gusto. Y le
pasearon el flete por el patio, frente a la puerta del rancho. Desde el rincn,
medio acomodado en su catre de tientos, don Luna contempl su caballo. Su
caballo! No sera raro que en ese momento, su corazn de criollo le hubiera
prestado la necesaria fuerza para que suelte una tosecita, como esa con que
sola anunciar el comienzo de un cuento, de una historia, llena de imgenes
lindas como pa verso. Y as mirando su caballo "bien ensillao" se fue yendo de
la vida, callado, como el Destino. "De a pie, o en sulky, o en carro, los
criollos de estos lugares acompaan a don Luna por medio de los chaares.
Son 'siete oficios', como l. Gente de los pedregales. Paisanos de monte y
cerro. Gauchos de las soledades".
"Se ha muerto don Jess Luna, buen criollo. . . "pa lo que mande'.
Difcil ser olvidarlo aunque no lo nombre nadie ...
XXIII
OTOO
Ha llegado el otoo, pintor de la Pampa. Y sobre la Pampa va pasando el Viento,
desnudando los montes, emponchando a los gauchos. Los potreros ostentan un lujo
de oro viejo en los chalares, donde la maana aprende nuevos tonos para su
cancin amanecida. El cielo est ms alto, y los caadones, en los que el verano
sola reflejar sus grandes nubes blancas, estn aprendiendo a conocer la
soledad.
Los caminos se pueblan de balidos, porque los hombres estn cambiando de potrero
a la novillada. Trajinan un poco los reseros y luego, al emparejarse la marcha
de la tropa ya pueden lar un cigarrillo y pitarlo lentamente, mientras los
chuzos se aburren al tranquilo, sin tener una mosca que espantar. Han de llegar
los das de la yerra, despus de la segunda helada grande. Los capadores gauchos
han de operar los potros y el toraje. Todo ha de salir bien, si lo hacen con
luna en menguante.
En esos das las estancias estarn muy visitadas. Sulkys, caballada, camionetas,
automviles de lujo, paisanos y curiosos. Antes ... era otra cosa.
"Aquello no era trabajo. Ms bien era una funcin." Antes . . . Cuando la pampa
no estaba ceida por las alambradas; cuando los paisanos errantes y los chasques
cruzaban "po ande quiera"; cuando los mendigos viajaban de a caballo, de
estancia en estancia, y se los distingua por un pequeo cencerro que soltaba su
bulla desde la gargantilla de viejo mancarrn.
Cuando la bisabuela Natividad Guevara -resabio tehuelche en pagos de Pehuaj
fumaba en las tardes su pipa de yeso bajo los horcones del rancho, envuelta en
un silencio que pareca nacerle de las largas trenzas color ceniza.
Antes ... Cuando los viejos de la familia volvan de los campos respirando
fuerte, impregnados de un paisaje con maizales,, sol y pjaros. Dejaban en los
patios sus implementos, azadn, lazo, bozal, y enderezaban hacia la cocina para
hacer entrega de un peludo o un pichi que haban pillado por ah. Cuando los
caminos no tenan otra msica que el repicar sereno de los galopes, o el
sencillo tarareo del paisano, mientras los teros alborotaban en el bajo, y all
arriba, como llevndose la luz de la tarde pasaban las bandadas de patos
Cuando las mujeres con ademn de arpistas extendan los brazos sobre los telares
primitivos, anudando los hilos en el "alma" del tejido que un da sera poncho.
La reminiscencia me trae en tropilla esas imgenes que ya crea perdidas para
siempre, y veo a las mujeres del Sur, afanosas hilanderas, sentadas en sillas
"petisas" retobadas con piel de oveja.
Dos meses ocupaba esa tarea. Y al tiempo cabal, la mujer se ergua, cortaba los
amarres del telar, pasaba la mano en amplia caricia aprobadora sobre la prenda.
Y era justamente entonces cuando ya estaba plena su madurez de madre. Porque era
costumbre pasar los dos ltimos meses del embarazo trabajando un poncho. Tiempo
milagrero. Tiempo de sazn. Un da cabal, la mujer sella el tono mejor de su
del indio. La haba soado ya bajo los rboles del paseo del Luxemburgo, en ese
otoo de Pars, cuando las piquetas de la nostalgia comenzaban a cavar 'un
socavn de saudades. Y all en las aldeas del Norte de Francia, por Lens, por
Arranz, oyendo a los muchachos de la zona carbonfera con sus acordeones
graciosos, pensaba en las danzas de mi tierra, en los claros payadores que en mi
infancia escuch.
Y evocaba pericones en la Macedonia blgara, camino del Mar Negro, viendo bailar
la Rechenitza y el Jor a los aldeanos de blancas polainas y bordadas chaquetas.
Un fantasma de bagualas y ponchos puneos se me apareca en las montaas de la
Transilvania, en la naciente primavera, con cornetas iguales a nuestros erkes
indianos. Como en maln me atropellaban las coplas vidaleras junto al Danubio
hngaro, cuando escuchaba las romanzas zciganas en esos violines apasionados que
hablaban de amor junto al hechizo de los cmbalos. Los cantantes, gitanosmagyares, hablaban de muchachas rubias y de mozos de altas botas. Y yo los
escuchaba, mientras me rondaban ecos de viejas vidalas, resonancias de lejanos
estilos sureros de m Patria, sombras de galopes, refranes, alaridos, silencios
y pensares de mis gauchos. Runa, allpacamaska!, "El hombre, es tierra que
anda!" Por eso, por la lgrima nunca vertida. por el suspiro nunca exhalado, por
esas vitales razones nacidas de la sangre y del silencio, buscaba a mi regreso
la voz de las guitarras argentinas.
Y sin ningn esfuerzo, las hall! S. Las encontr por ah, donde la medianoche
portea simula salamancas provincianas, para que cada cual arrimesu soledad al
fogn de las coplas y el recuerdo.
Benditos sean, cantores de la noche, que tan lindamente., tan cabalmente
adornaron la nostalgia que mi corazn cargaba desde tanto tiempo! S. Ah
estaban, los changos de mi tierra, misioneros de artes olvidadas.
"La Donosa", "La Belenista", "Viene clareando", "Vidala del Culampaj",
"Aoranzas", "La vidalita de Joaqun Gonzlez", "De mis pagos", "La Arunguita",
"Tristeza de un santiaguefio", "La Resentida", "La Telesita" ... Ah estaba el
conjunto "Llacta Sumac", lleno de verdad y de fervor, con Esteban Velrdez y
Lorenzo Vergara al frente, con Arboz y Narvez, con Miguel ngel Trejo. Piano,
guitarra, requinto y bombo. Sin primeras figuras, sin hombre en primer plano.
Todos, al servicio de la cancin nativa, de la cancin sagrada, sencilla,
autntica. Unos, de La Rioja. Otros, de Tucumn. Otros, porteos. Pero la vidala
era vidala con pureza y mensaje. Y no poda ser de otra manera, ya que a todos
ellos les asista una vocacin, y una conciencia, un respetuoso amor Por el
folklore annimo y por los temas de los msicos criollos que nutran su
repertorio.
Escuchar a "Llacta-Sumac" era asistir al desfile de antiguas coplas caminadas,
decantadas por el tiempo y el camino. A cada danza, su ritmo. A cada cancin, su
exacto sentido. El alma de la tierra est siempre presente, para la gustacin de
los pblicos nuevos, para el goce del pblico en general, para la emocin y la
gratitud de los que, como yo, se allegaban anhelantes de una verdad sencilla y
elevada. Benditos sean, muchachos de mi tierra! Nunca alcanzar a expresarles
del todo lo que mi corazn recibi de esas guitarras, de ese decir vibrante y
entonado, de ese respeto por la herencia lrica, nico tesoro invalorable que
jams envilece a los pueblos que lo aman, lo cuidan, y lo dan.
S. Yo encontr en la noche la guitarra anhelada. Estaban ah las vihuelas,
apretadas contra el corazn del do Bentez-Pacheco, uno riojano, otro
catamarqueo, y los dos, traductores de la
pena y la gracia contenidas en el canto nacional. El chango Peralta Luna, fiel a
su timidez
mal controlada, apenas si bordaba los cielos de la zamba. Y su adorno era justo,
porque en las venas le caminaban los dictados de sus abuelos shalacos, y lo
hacan ordenado en su grato
discurso de pianista criollo. Y veraz, porque aunque amaba los ritmos de
Amrica, nunca tuvo la tentacin de ofender a la vidala con un acorde que no le
correspondiera como paisaje, como luz comarcana, como color de querencia. Jams
toc zambas "a lo Nueva York", y menos se le ocurri nunca mezclar en el ritmo
los acentos de los valsecitos peruanos- S. Encontr las guitarras, vibrando en
manos de Martnez- Ledesma, uno tucumano, otro santiagueo. Aunque ms
preparados para "lo nuevo", respetan lo eterno. Y oyendo en boca de ellos una
chacarera, yo evocaba aquella tierra de arenas calientes y noches abiertas, de
Sumamao, de Silipica, de Cansinos, donde el hablar de las gentes ya es msica,
donde corren los changos para San Esteban, donde en las fiestas se cuelgan
cosquillas que penden de las ramas de los, churquis, y las muchachas ren con
candor, mientras a la sombra de los algarrobos los musiqueros encienden las
fraguas de la hechicera, y comienzan a brotar las "truncas", los marotes, los
escondidos, los "musha". Y el bombo alcanza resonancias rituales, y danzan los
reverberos cerca de los quiscaloros y los ucles, mientras los santiagueos se
entregan a la danza, olvidando toda pobreza, todo desamparo, toda lejana ... S
... Estaban las guitarras preparadas para el canto de la tierra. Estaban
estremecidas de chayas y de coplas, acompasadas, serias, en manos de los
Peralta-Dvila, muchachos de aquel Chilecito de claras calles apacibles, entre
vias milagreras y soles firmes. Guitarras que traan el aire ennoblecido de
Samay-Huasi, con sus lamos, su acequia, sus sauzales, el sendero de las siete
Piedras por donde vaga la sombra pensativa de Joaqun V. Gonzlez. Yo los
escuchaba, agradecido por los recuerdos que traan. a mi corazn, y evocaba mi
paso por Tinogasta, por Pomn, Londres, Beln. Vea la majestad del Famatina, el
camino a la Mejicana, recordaba los vientos desatados de sus mesetas, los
paisajes tendidos a lo lejos, el desierto, la sucesin de cumbres al oeste. Y el
calor all abajo, y la arena rojiza de Vichigasta, y el abanico de sendas en
Patqua, y la paz de Los Llanos, jarilla, breas y chaares en una pampa montuosa
de misterio y de historia aquietada.
Ahora, al recordar en estos das el tiempo pasado, a pesar de que no han
transcurrido muchos aos, me asalta un pensamiento que me torna confuso y me
llena de preocupaciones. Pienso en la gente viajera. Pienso en los hombres que
parten del pas por algn tiempo. Pienso en los argentinos que se ausentan por
dos aos, o ms. Y me pregunto: Cuando retornen, hallarn las guitarras
traductoras de la verdad nacional, el acento paisano, la voz de la comarca
aorada ... ?
Cuando retornen, estarn los cantores preparados de verdad folklrica, de
respeto por el alma de la tierra, para cantar las coplas provincianas con
autenticidad?
Temo desde ya, no por mi, sino por la mozada viajera, que tal vez al regreso las
guitarras no le muestren la verdadera fisonoma del espritu nativo, que la
confundan y la engaen, aun sin quererlo.
Temo que haya que desbrozar mucha selva de "innovaciones", que carpir mucha
maleza intil, para hallar la margarita que Dios puso sobre el campo para gracia
del paisaje, pequeita verdad, luz, aroma y color sobre la tierra. Quiz tono
primero de la ms tierna copla que el Viento de la leyenda sembrara sobre la
Patria nuestra ...
XXV
BENICIO DIAZ
Toda la tierra santiaguea es un riqusimo yacimiento quechua. Los pueblos
viejos levantaron sus caseros a lo largo del Salado, entre los bosques, bajo
soles ardientes, con oscuras acequias cuyas aguas los nativos "aclaraban" con
penca'i tuna. Despus lleg el ferrocarril. Las vas se tendieron a lo largo del
ro Dulce, y prosperaron nuevas comarcas criollas, mientras se empobrecan las
viejas aldeas indias del Salado. Para colmo, este ro, entre arenales
implacables, desapareci en leguas, y slo de tanto en tanto asoma su espejo
entre los montes y barrancos sedientos. All, cerca del agua preciada, las
mujeres instalan sus chozas, mientras los hombres combaten en la selva con los
inmensos quebrachales, o marchan hacia el Tucumn de los ingenios azucareros.
La regin "shalaca", como llaman a la zona del Salado, es la comarca indigenista
ms antigua e importante de la provincia, All se encontraron los hermanos
Wagner. All
nacieron las mejores vidalas, alabanzas, chacareras, de sncopa indiana. All
asomaron a la vida folklrica los ms diestros bailarines, las mejores tejedoras
y randeras, los ms afamados "compositores" de huesos rotos y los magos de la
medicina quichua. All pasaron su vida, entre el asombro respetuoso y
Muchas noches, desde mi lugar, sola traerme el viento la voz del amaicheo,
colgando en la sombra del sendero la copla preferida: "Charanguito ... Huccan
hermano
La meloda, conservando el modo clsico pentatnico, jugaba a frases como
desprendidas de algn antiguo yarav.
Otras veces, la voz de Chocobar era baguala pura:
"Cafayate y Tolombn. Bollo grande y llenador ... "China fiera, rastrojera ...
Isabel Aretz Thiele, cuando recorri los valles juntando melodas y coplas
folklricas, anot cinco modos distintos de bagualas vallistas, todas dictadas
por Felipe Santiago
Chocobar. Este hombre, tan completo en su oficio, sola cantar acompandose con
la caja, el viejo tamboril andino. Tena en su rancho hasta tres tamboriles
diferentes, los cuidaba mucho y su gusto era probar la sonoridad del
instrumento, escuchar el vibrato de la chirlera junto a su rostro y soltar su
Joi-joi con segura y fina voz.
Su buen nimo no lo abandona jams. Detrs de su rostro indio, detrs de sus
pequeos ojos renegridos, que le hacen ostentar una mscara dramtica, se
esconde un diablillo
burln, amigo de la luz y la gracia, de la broma y el canto. Despus de muchos
aos de vivir en Raco, el amaicheo enviud. Sus hijos se fueron por diversos
caminos. El hombre se hall, de pronto, con cuarenta aos encima, empobrecido y
solo.
Junt sus pocos animales y los malvendi. Y una maana ensill su zaino cola
larga y parti sierra adentro, camino de la Hoyada. Por esa senda comienza a
andar, y luego de dos das de penosa marcha llega a Taf del Valle.
Chocobar conoca esa ruta. Cien veces la hizo. Mont a caballo y mir por ltima
vez el rancho que fue su hogar y que los vientos pronto convertiran en tapera.
Destino de las cosas! Tapera sera esa casa de pobre. Y estara frente a frente
con otra tapera, aquella que fue rincn de lirismo, de copla y sueo, cuyos
horcones el hombre me ayud a levantar aos atrs. Tapera es hoy aquel rancho
que tanto quise y que los tiempos cubrieron de pajonal, enredaderas y olvidos,
despus de las luchas bravas que sostuve y que remataron en una zamba que me
lastima cada vez que la canto: "Adis, Tucumn". Felipe Santiago Chocobar volvi
a su pago de Amaicha del Valle. Volvi a los huaicos de Ampimpa, a los arenales
de su infancia. Por ah andar, quiz un tanto silencioso, pensando cosas de
aquellos tiempos, de los viejos andares, de los rezos en medio de las cumbres,
de los soles desmayados en los abismos del poniente; de las lunas caminadoras
del cielo calchaqu.
XXVII
EL RIOJANO Z. Z.
"Pasa el tiempo ... Los aos se inscriben en la carne del rbol que envejece.
Slo t no pasas, msica inmortal!"
ROMAIN ROLLAND
Estos riojanos, con su larga fama de "pobres", tienen una riqueza folklrica
como para prestar leyendas y prestar coplas a ms de alguna presumida comarca.
El doctor Zacaras Agero Vera, riojano profundo y escritor de nota, sola
decir: "Si uno no fuera tan ocioso, podra escribir diez libros sobre historia y
tradiciones, abarcando slo la regin comprendida entre Mazn y Olta."- El autor
de "Los ojos de Quiroga" tena tercera dimensin y gastaba su riqueza de
imgenes en cuentos y leyendas, poemas y vidalas. Era un verdadero deleite
escucharlo en aquellos aos inmediatos a 1930, cuando todava la gente se reuna
para practicar un hbito que vena de lejos con jerarqua de rito: para
conversar.
Qu bien soportbamos los jvenes de ese tiempo el ritmo bravo de Buenos Aires,
la lucha despareja, el largo esperar, el fogn escaso, la promesa incumplida, el
engao, intil! Es que tenamos lo que Ortega llama "la ventana abierta". Y
nuestra ventana estaba orientada hacia el paisaje de esos hombres que nos
reciban con generosidad y comprensin, en sus casas sencillas, en sus patios de
barrio, o en sus salas repletas de libros y recuerdos. As conocimos algunos
grupos de "seres pensantes", de hombres con ideas y caminos, madurados en el
pensamiento y la cultura, que mucho nos ayudaban con slo dejarnos en un rincn,
Pero sucede que son riojanos, y si los dejamos sueltos se me vuelven a La Rioja
... ! Este y otros cuentos certifican el profundo amor que el riojano siente por
su tierra. Aunque tenga que vivir en pobreza, casi en olvido, prefiere la luz de
la comarca nativa, la sombra de los viejos algarrobos, frente a las siestas
largas y clidas, como esperando que el crepsculo le arrime un amago de brisa,
a la hora en que los duendes llanistos comienzan a yapar las hilachitas de una
vidala.
XXVIII
LOS CONTRABANDISTAS
El viejo Cata tena su hija casada, que viva en la zona boliviana, a pocos
kilmetros de la frontera saltea. El hombre, enfermo "de los hgados", apenas
poda con su vejez y sus achaques. Pero montaba a caballo, y diariamente cruzaba
"la raya" para visitar a sus nietos; almorzaba con ellos, y por la tardecita
volva a su rancho en territorio argentino. Y siempre traa bajo las caronas un
par de kilos de matambre, y alguna vez una botella de "singani", el buen
aguardiente boliviano. As, andaban los das y los meses. En invierno, don Cata
lo pasaba muy mal. Viva en la zona de los bosques, ms all de Tartagal, en lo
que denominan el Chaco salteo. Los agostos desataban su manada de cuervos sobre
los montes hmedos. Las cras chicas no salan de los corrales, y los ranchos se
ennegrecan con el humo picante de leas verdes y mojadas.
Cata combata la pobreza vendiendo la mitad de su "churrasco" a unos vecinos tan
pobres como l. Total, unas chirolas para yerba. . . Cerca de su rancho, el
camino ancho vibraba constantemente con el trajinar de camiones y carros en la
selva. De vez en cuando, su yerno llegaba a verlo, de noche alta. Detena el
camin y saludaba al viejo. Departa con l unos minutos y luego segua viaje.
El mozo era camionero de los Iglesias, y sus viajes eran misteriosos. Los
Iglesias eran campeones en el contrabando. Cubiertas, caucho, pieles y maderas
introducan a territorio argentino. Cuando conseguan buen precio, vendan
incluso sus camiones, y a veces volvan cargados de mercadera que se cotizaban
alto en tierra boliviana. Santa Cruz de la Sierra era la capital del mercado
negro y all reinaban los burladores del fisco.
Todas las ganancias ilcitas eran oro que rodaba por las tabernas, entre orgas
baratas y lujuria de prostbulo. El cholaje beba y bailaba los bailecitos
cruceos, mecapaqueas y cuecas del oriente. La cerveza era un caldo en ese
trpico donde las pasiones no tenan freno, y de las bacanales de arrabal
participaban los Iglesias, los muchachos camioneros, las mozas del dancing y los
milicos del piquete. No importaba el gasto. Entre risas, insultos, algn
botellazo y rezongos rtmicos pasaban tres das de juerga los industriales del
contrabando, con sus peones y sus sirvientes.
Era un secreto a voces la actividad de los Iglesias. Pero los mozos estaban
"acomodados". Todo pareca legal, inocente, correcto. Un billete de mil es buena
llave para la indignidad. Para asegurar el "negocio", uno de los hermanos
Iglesias viva casi todo el ao en Buenos Aires. Los ms lujosos cabarets
conocieron su rostro de cholo amoratado por el alcohol y la cocana. Siempre
tena a su lado una buena moza alquilada, plida estrella de la decadencia moral
del mundo. Cuando cerraban el cabaret, el Iglesias "aporteado", cargaba su moza
y la orquesta, y se largaba a los cafs nocturnos donde se haca msica nativa.
Era recibido como gran seor. Tiraba billetes y gritaba rdenes: "Toquen,
cucarachas! ..." Era su manera de pedir msica. Y los mocitos tocaban ms y ms
chacareras para endulzar las horas del inmundo personaje.
Un da pareci que estas cosas llegaban a su fin. La represin del contrabando
se organiz con severas consignas. En distintos sitios del litoral, entre los
riachos y canales, y all sobre las punas calladas, silbaron las carabinas, se
coparon bolsas, paquetes, cueros, grasas, instrumentos diversos, y se apresaron
contrabandistas. Pero los presos eran pobres: kollas contratados a jornal, y
comandados por un capataz.- Los capitalistas, los verdaderos negociadores,
seguan a salvo. El apresamiento del contrabando era ya cosa calculada que se
registraba en ganancias y prdidas. Los Iglesias no entraban en estas
dificultades. Eran demasiado duchos y trabajaban en negocios "grandes". Es
posible que hubieran detenido un tiempito los acarreos, hasta ajustar las lneas
de la seguridad fronteriza y trabar amistad comercial con nuevos personajes.
XXX
LA DANZA DE LA VIUDA
Van y vienen las comadres, haciendo cien veces el mismo camino entre el patio y
el rancho, entre el rbol y el horno. entre el corralejo y la enramada.
Hormiguitas parecen las mujeres. Una lleva una fuente; otra llega desde la yema
del monte portando lea seca, otra est regando el patio con los baldes que le
alcanza la encargada del acarreo entre la acequia y el rancho.
Los hombres estn en los campos, trabajando; los hombres estn en la selva,
hachando; los hombres estn en el pueblo -pueblo norteo, de una sola calle
larga-, comprando cosas,
alcohol, cigarrillos, e invitando a determinados personajes, unos msicos, otros
caudillos
polticos lugareos. Est cambiando el viento. La selva, en la media tarde ,
tena una melena inquieta, que es el gesto de los montes cuando hablan con las
nubes para pedir la ayudita de una lluvia. Pero ahora, la selva se ha calmado.
Las nubes, lerdas, grises, van pasando hacia el Este, y de pronto cambian el
rumbo y andan hacia cielos abajeos. Los algarrobillos estaban cimbrndose en
sus ramas menores, pero ahora se durmieron al arrullo de los primeros pjaros de
sueo tempranero. En los pencales se est operando el milagro de la palabra y el
vuelo, en el cotorreo de los loros que confunden su verde parlotear con el verde
callado y arisco de las primeras tunas. En alguna penca, en la que bebi por sus
dardos la mayor humedad de la noche pasada, est sangrando una flor, agradecida
del aire y de la abeja.
Dos mujeres estn peinando y arreglando a Mara Juana, la duea del rancho. Le
han aceitado con sacha-unto la negrsima cabellera, que se derrumba sobre la
espalda y se ampla conformando el nacimiento de las caderas de la mujer. Manos
tejedoras, manos sabias en color y nudo, comienzan a trabajar un par de trenzas
perfectas, gruesas hasta la mitad, estilizadas y suspirantes hacia el final del
cabello, pero recias y elsticas graciosas y firmes como un ltigo. En un rincn
estn planchando el vestido ritual de Mara Juana. Se lo pondr para el preciso
momento de la danza. Rojo, intensamente rojo, de breve escote, apretada cintura,
ancho vuelo de tipo campesino y largo hasta un poco ms arriba del tobillo. Un
angosto cinturn del mismo gnero abrazar la cintura de mimbre. Con una yapa
que sobre, se har el pauelo para el baile de la mujer.
Mientras tanto, la tardecita ha comenzado a travesear con las sombras. Y la
sombra es huraa. Grue su oscuro gruido, y al orlo se callan las palomas y se
encienden las estrellas all lejos. Y cada paloma se lleva al nido un pedazo
desmayado de la tarde. Y la sombra vence, y la noche viene, sin trinos ni
vuelos, desnuda, abierta y ancha, desde el fondo de los montes.
Retornan los hombres al breve ranchero. Llegan aquellos que fueron al pueblo. A
la rama baja del algarrobo le han colgado el tucutucu de un candil. El
changuero, anda por ah, curiosendole todo, y es ahuyentado por las viejas
rasquinchas: "lte p'all, muchacho". La Mara Juana no asoma todava. Luce su
gastado vestido negro, el hbito ceido de su viudez paisana.
Cuando muri "l", se extendi un gran silencio por ese patio que antes supo de
albahacas y de cantos. Comadres y vecinos respetaron "el luto juerte" de la
viuda. No asisti en las navidades a las danzas de otros hogares. Los hacheros
la extraaron durante el Carnaval; y en las Telesitas, procesiones del monte, se
la vio por ah, colocando sus candelas al pie de los rboles, para la nia santa
que muri quemada. En una sombra, apagada en silencios rituales.
Pero hoy, se cumple el ao de la viudez bien guardada, y ya puede la viuda
recibir en su rancho, oficialmente, la visita de vecinos, paisanos y comadres,
porque "va a salir de la
Viudez".
Para eso trabajan todos esa tarde. Para eso vendrn los msicos. Vendr el
violinista ciego; vendr el tocador de bombo indio; vendr el guitarreo de los
montes. Llegarn andando, a pie, a caballo, en sulky. Lleg la noche. Ya no se
ve en los pencales, y el cotorreo de los loros es slo un recuerdo disperso. El
candil asoma su vacilante luz, pintando sobre el patio, en oro sombro, la
escena de la fiesta.
As, con mirada moza de otros tiempos, contempl sobre un mangrullo de talas el
palmeral de Montiel. La leyenda del viento cruz por esos montes, vade esos
ros, enred en las espinas de los talas viejas historias, sabrosos cuentos,
trovas, vidalitas y milongas paisanas. Las guitarras travesean en floreos que
recuerdan el modo de tocar de los orientales. Es que son hombres montaraces los
guitarreros. Y el monte determina leyes, pensares y sentires. El monte se
traduce en el hombre: precavido y capaz. Florido y enredado. Abierto a la
esperanza junto a la ventana de una moza estimada, y rastreador de puma en la
maleza. Los hombres guitarreros del presente, en Entre Ros, quiz no adviertan
esto. Alguna vez ser. Y entonces, la tropilla de coplas que transita por esas
cuchillas donde la historia todava tiene su cuerpo caliente, ser ejemplo de
gauchera y paisanaje, aunque no cite
guerrillas ni lanzazos, aunque no ostente el latiguillo ya gastado del machismo,
aunque no mente galopes y atropelladas, ni dagas, ni degellos.
De recuerdos y caminos un horizonte abarqu.
Lejos se fueron mis ojos como rastreando el ayer.
Climaco Acosta ya ha muerto. Cipriano Vila, tambin.
Dos horcones entrerrianos de una amistad sin revs.
Sobre cada ceibo hay una guitarra encendida en la espera. Busca en el aire las
manos que desaten las lianas que la cien, para darse a su dueo, liberada y
vibrante.
La guitarra entrerriana tiene una gran misin: dar el paisaje. Darlo con un amor
sin demagogia. Las cuatro estaciones del ao se acusan en la naturaleza,
definitivamente. Tambin las vive el hombre, el corazn del hombre. La guitarra
es baquiana en esos rumbos. Slo espera que el hombre la comprenda, y se
comprenda. El entrerriano es afecto a la pesca. Cmo no serlo, con los ros que
tiene! Sabe de playa, barranco, remolino, espinel, canoa y virazones. Durante
aos vio trizarse la luna sobre el agua, huyendo del anzuelo. Durante aos
escudri a la yarar escondida en el adis del camalote.
Tiene, entonces, atesorada y grata, la virtuosa paciencia.. El paisaje lo
espera. El paisaje de su tierra hechizada, y el otro: su mundo, su "porqu".
Prepare su espinel de desvelo y ternura, y arrjelo bien lejos, pecho adentro,
donde moran el artista, y su conciencia. Y todos aplaudiremos al "pescador" de
ese litoral maravilloso.
En la orilla montielera tuve un rancho alguna vez.
Lo habr voltiao el olvido? Ser tapera ... ? No s ...
Por eso pas de largo. Detenerme, para qu ...
De poco vale un paisano sin caballo y en Montiel...
XXXII
HISTORIA DE TESOROS
Perdura an en el Norte de nuestro pas -aunque con menos fervor, un viejo afn
provinciano: la bsqueda de "tapaos", de tinajones plenos de alhajas, monedas
antiguas, patacones y luises, petacas de cuero, pieles de len o jaguar llenas
de riquezas, de pepitas de oro, de dineros, ocultos en tiempos de la Colonia, y
desde mucho antes, cuando el famoso rescate del Inca Atahualpa. Cada tanto se
organizaban las bsquedas en las grutas andinas, en las lagunas, en las hoyadas,
en las anchas paredes de las fincas, en los pedregales cuya formacin haca
sospechar coincidencias con no s qu mapas que quiz jams existieron.
Se hacan planes, investigaciones en el campo arqueolgico, el estudio de
tamberas, antigales, cementerios indios, etc. El profundizar el sentido de
algunas leyendas llevaba, tiempo, pero siempre haba lmparas que se apagaban
muy tarde y, a su alrededor, jvenes y hombres maduros planificando la aventura
de buscar el tesoro escondido, el "tapao". horas, semanas, meses, pasaban
mientras se estudiaba, paso a paso, la historia, los desplazamientos de los
godos, los xodos de las poblaciones criollas, los hechos salientes, los
acontecimientos misteriosos, las deserciones, el movimiento de los viejos
chasques, la recua de mulas, el hato de llamas cargueras, los caminos del atajo,
en fin, todo lo que pudiera ser una pista, un dato, un detalle para comenzar la
tarea de hurgar cerros, pedregales, pucars, tapias, paredes de adobe, quinchas
y tejados. Muchas veces los buscadores del "tapao" renovaban sus bros al hallar
de plata, y lo que asomaba era la puntita de la cola. Dicen que el hombre sali
de pobre y, adems, entr en la leyenda. Porque la imaginacin popular aumenta
siempre la fortuna de los afortunados, como tambin aumenta los pecados de un
pecador.
Entre los cuentos de tesoros y buscadores, es famoso en el norte este
"sucedido". un provinciano alquil una vieja finca en una villa y, cuando su
familia sala, aprovechaba para "tinquiar" los muros, golpendolos con un
pequeo martillo. Cierto da not un sonido distinto en una de las paredes, e
hizo una pequea seal con un lpiz. Y as, sin dormir, obsesionado, esper el
da domingo.
Por qu el domingo ... ? Porque ese da envi a toda su familia a misa. Cuando
estuvo solo comenz a cavar en la seal de la pared, gruesa, de antiguo adobe
colonial. Toda la tierra y basura la juntaba en una gran bolsa, con el fin de no
dejar rastros de su aventura. Cav y cav, febrilmente, hasta hacer un
respetable boquete, por el que pudo, al fin, introducir un brazo.
El tesoro! Y comenz el hombre a extraer cucharones de plata antigua, cuchillos
con iniciales de oro, tenedores de doscientos gramos de peso, de plata pura, y
alguna estatuilla rara.
Cuando no hubo ms que descubrir, cubri el boquete como pudo y coloc un
almanaque para disimular el asunto.
Cuando su gente regres de misa, el hombrecito tena todo oculto, y a pesar de
su enorme alegra nada dijo.
Pero ocurre que "Dios no quiere cosas chanchas", como dice el refrn. Al da
siguiente se le present la polica y carg con el buscador de tesoros y con las
piezas de plata halladas despus de tan paciente labor. Se haba "bandiao"! S.
Le haba robado casi toda la vajilla a un vecino ...
XXXIII
EL MINERO
Hace mucho, quiz treinta aos, conoc al minero. Buscaba oro, cordillera
arriba. Su tenacidad era tan grande como su desamparo. Buscaba oro, pero tema
encontrarlo. Un da me dijo: "S que he nacido buscador. Pero nada ms que
buscador. Si mi sueo, mi destino es buscar, seguir mi estrella, all donde
se acaban los caminos. Pero s que nunca disfrutar del oro. Porque ser como
vender mi sueo por un puado de oro. Y por razones que no s explicar, yo no
podra vivir sin ese sueo. . . " Hace un tiempo nos volvimos a encontrar, en el
Noroeste. Estaba pobre, con una limpia pobreza. Y la dignidad segua siendo la
mejor luz de sus ojos.Tena su amor, su mujer, a la que nombraba con un
sobrenombre extrao y encantador: Ncar.
Durante dos noches conversamos largamente. Mejor dicho. los escuch, mientras
evocaban tiempos de lucha, de soledad, de dramas y esperanzas, cosas vividas y
lloradas, y vencidas, en un paisaje de cumbres y senderos, de abismos y de
cielos, donde sucumbe todo lo que es dbil, donde triunfa o permanece slo
aquello que es fuerza y es verdad. La tierra que se da en estao, cobre, plata y
oro, no tiene bosques ni hierbas. Es pramo desolado, piedra maldita, donde la
nieve es siempre rostro idealizado de la muerte. El hombre busca con afn el
oro. Rompe la piedra; doma leguas; libra combates con la nieve y la altura.
Suea. Suea extraordinariamente. Y cava en los peascales, creando su socavn
de esperanza.
Y casi siempre, est cavando su propia tumba. La montaa se defiende. Tiene
vientos y escarchas. Tiene nieblas que borran todas las sendas, menos las del
anhelo recndito del hombre. El hombre slo tiene su piqueta. Antes de tenderse
a morir un poco su sueo de ser cansado, en tosca fragua afila su herramienta,
la templa, la envuelve en su casaca como a una huahua heroica. Y se duerme, para
soar sueos menos bellos que los que suea con los ojos abiertos, en perenne
desvelo, como el cndor. A veces, la luna, abierta navaja sobre un pao azul,
corta de un tajo el aire. Y un pedazo de copla cae sobre el sueo del minero.
Fuerte alcohol. Comida picante. Negro tabaco. Dbiles cosas frente a la vida del
minero. Ama a la hembra, mordindola. La hembra, la china, es la culpa simblica
de la cumbre. En la ria, es un puma. Es el viento y la niebla, el ro crecido y
la nieve en remolino. El minero no anhela disfrutar del oro. Su dicha es
descubrirlo. La muestra que en su mano brilla, vale todo el palacio de los que
tienen oro sin haberlo soado, ni buscado, ni sufrido. Hay domadores bravos que
nunca tuvieron un caballo suyo. El minero es as, doma el misterio, y se queda
dormido sobre su potro de piedra solitaria. Dormido o muerto; al fin, las dos
esquinas ms exactas de su sueo.
A veces, una muchacha espera, valle abajo, en el pueblo. Luce como un adorno su
condicin de hembra del minero. Es la mujer del hombre. Lo siente, y se
enorgullece. Pero baila en burdeles, y se requiebra, y se da como la arena floja
en las maanas de viento. De una chuspa de cogote de guanaco saca un par de
"pepitas". Y de ah son sus zapatos chillones, su moo multicolor, su pollera
floreada, y la botella de licor para el amante, y el disco innoble que
musicaliza la espera sin espera.
Y all arriba, quemado de viento y soles implacables, el minero. Solo; porque
hasta su sueo lo dej, para irse de sus ojos, a lo largo de la cordillera.
Buscando Siempre buscando! Y, a veces, engandose un poco a si mismo, piensa
que est cerca de la veta. Precisa jugar con esta ilusin, para que descansen
sus ojos. Porque siempre que piensa que "lleg", llora un poco.,Y esto le hace
mucho bien.
El minero sabe que tiene un enemigo importante. Ese enemigo es otro minero. En
esa lucha, enconada, tenaz, sin tregua, vence aquel que tiene mayor capacidad de
silencio y de soledad. "Nadie nombre su ro ni su pea", es la consigna. El
minero es locuaz slo borracho. Pero a la ms leve pregunta, clava sus ojos en
la frente del otro, y lee hondamente, letra a letra, la intencin del despojo.
Entonces muestra su mano derecha, toda surcos y callos, y alguna herida antigua.
Y habla con su voz sacada en aos de gruta y, socavn: "Aqu, en mi mano, est
el mapa de lo que busco y lo que hallo. Aprndelo!" Y se aferra a la garganta
del otro, apretando, apretando. Slo el pual defiende esa garra.Y los dems,
que, solidarios con el agresor, castigan en silencio al que se atrevi a
preguntar a un minero "dnde trabaja, en cul ro, en qu pea".
La nieve tiene forma de mujer. Hay noches bravas. Noches de luna llena, en que
la cordillera desata sus fantasmas, viste sus duendes, y seca la garganta de los
mineros. Y el hombre tiene sed, y bebe nieve. Mira lejos, y siente que la nieve
es seno, cintura y boca.
El minero fuerte, masca tabaco, piensa. Luego escupe, y se cubre la cabeza con
su puyo de llama o de guanaco. Hedor de animal macho lo conforta, y lo lleva a
otros sueos que lo salvan, que lo recuperan. Vuelve a ser l. El minero joven
sucumbe al espejismo. Busca sediento a la mujer de nieve. Algo vio, algo sinti;
una palabra en el aire, una cancin en la luna; una senda de flores entre
piedras heladas. Y a la maana, los cndores revelando sobre los huaicos trazan
las palabras del ltimo salmo brbaro, sobre el cadver de un muchacho minero
que no supo esperar, que no pudo resistir el fatal encantamiento de la luna en
las cumbres. Montaita que me rindes. Rndete t! Mano fuerte y vida triste.
Minero soy! Me duele el pan que gano!
Brilla la piedra y la llama, mientras yo me apago ... En algn boliche, rincn
entre las peas con tablas de cardn, suele el minero romper su silencio con la
copla de la "lactara", la baguala ritual de los buscadores. Si tiene "caja",
golpea el parche, pausadamente. O con los nudillos sobre la nica mesa, donde
converge el silencio de todos los angustiados por la piedra que brilla y se
esconde. Pasa el viento, y se roba la cancin. Y el minero la sigue cantando,
para adentro. Y la copla se le desangra, como un sueo. El sueo es el amargo
metal de los hombres que cavan en su propio corazn.
XXXIV
LOS BANDOLEROS
En las cordilleras andan los hombres. Unos mineros. Otros, cazadores de vicuas.
Otros, chinchilleros. Los Andes son el nivel de las chinchillas preciadas. Un
ejemplar vivo de chinchilla blanqusimo, vale de 4.000 a 6.000 pesos. Si es
hembra vale 8.000 pesos. Descubrir un nidal de chinchillas (que tienen cuevas
con tres y hasta cinco bocas de salida, a cien metros una de otra) es tener un
capital. Hay mineros que luego se convierten en chinchilleros. Pero esos no son
Pero Ncar se va, llevando sus bandoleros en la noche, como un viento romntico
y maldito. Slo el rastro de cinco caballos queda en la senda nevada. Un rastro
oscuro sobre el camino blanco. Un adis brbaro de galope y repechada, y abismo,
y distancia infinita. Un rastro que alivia el pecho de los bolicheros y de los
cobardes.
Para el minero, es un latigazo en el rostro. Una pualada en la esquina ms
vital de su sueo.
Ncar galopa, cordillera adentro, con cuatro ponchos detrs, que la siguen como
cuatro lobos. Ella no sabe de la luz ni la sombra que sembr en el minero. Slo
piensa, un minuto, en el hombre con un pequeo puado de pepitas, y en sus ojos,
serenos, sin miedo; serenos, como una esperada fatalidad. Ella no sabe que
detrs de su galope, rastreando la oscura huella, la van siguiendo los ojos del
hombre; ojos que no pueden gritar: Ven! Por eso la siguen ,con una honda mudez
desesperada.
Y el minero golpea la piedra deshecha, socavn adentro. Pero est ciego, porque
los ojos se
le fueron por el camino, detrs de un galope.
All abajo, en el pueblo, est la hembra, su hembra tan ajena como la ambicin.
Est
calculando robarlo, para darle ,oro a otro; al subhombre que siempre ronda la
vida de la
mujer sin distancia interior.
Y el minero baja un da, para mirar esos ojos grandes y sin nobleza; para mirar
esa boca
que ofrece siempre una ternura alquilada.
Y como tiene asco, y como tiene un sueo limpio que lo salva, deja un poco de
oro, como si escupiera bilis. Y sale a la calle. A la nica calle de la aldea.
Y se mira las manos, y las ropas. Mira la piedra del veredn antiguo, las casas
azules y
rojizas, y siente que all est muerto.
Y se va. Sin remordimiento, sin que le duela la copla que oye. Se va.
Ni siquiera piensa en Ncar. Slo en l. Y entonces decide: "Debo nacer de
nuevo; debo
parirme a m mismo, de una vez y para siempre."
All en el cuesta arriba, hay una cumbre nevada que lo espera, como una abuela,
con los
brazos abiertos, para guardarle el secreto del llanto.
Ha pasado un tiempo; es decir, ha pasado ese tiempo que se mide por afuera.
Hay un sol aquerenciado que prolonga su brillo en los barrancos. El aire entibia
el lerdo
caminar de los rebaos de nubes por el cielo. Es primavera. Alguna tarde los
pastores se
embriagan en el boliche del Alto.
Y los pastores preguntan por el hombre. Hace tiempo que no lo ven, y piensan que
quiz vendi su sueo.
Pero no. El minero se ha limpiado los ojos en manantiales de agua de nieve. Y
ahora s,
piensa en Ncar.
La buscar; caminar por todos los caminos, hasta encontrarla. Cuando se canse
su cuerpo, se le saldr del pecho el corazn, que no se cansa nunca, y la
seguir buscando.
Llega una tarde al boliche del Alto. All estn los pastores, bebiendo alcohol
azucarado.
Brebaje brbaro que les entibia la soledad. Miran hacia el camino. Hacia el
cruce de los
caminos.
Y cada cual tiene un cuento que dice de aos, de viajes, de tormentas, de
alegras. De oro que llega y oro que se va, como los das, como los vientos,
como la vida.
Y los pastores beben, y tal vez hay un canto. De esa cara barbada, de esa boca
fuerte y apretada de tiempo, sale la copla, fresca, como el lloro del agua entre
la roca. La copla
salva al hombre, porque tiene, muy juntos, el dolor y la gracia. Todo lo que
sufre, canta. Y la gracia es un canto tambin, porque tiene raz en la victoria
del hombre sobre la pena.
XXXV
N C A R
El minero ha llegado al boliche del Alto. Ah est, maduro y cabal, limpio,
porque se limpi de los dolores que enmugrecen. Slo dej dentro suyo la pena
que le camina por .la sangre, ennoblecindolo. Antes de entrar, queda un
instante entre el saln y el camino, entre la noche y el alba. El trabajo y la
soledad, y el sueo -su gran sueo-, lo han esculpido como un peasco. El saludo
de los pastores, con ser cordial y rudo, parece dbil cuando llega al odo del
Minero. Porque el Minero est ah con todo lo suyo, sintiendo que se ha parido a
s mismo, de una vez y para siempre.
Se adelanta, y casi no sabe decir el nombre del alcohol -que va a pedir. Y
entonces hace una sea, indicando algo del estante. Siente como si la palabra le
pesara, como si cada slaba le quemara la lengua como una estrella caliente.
Saca de la gaveta de cuero pequeas chuspas cargadas. -Oro. Oro de buena ley. El
bolichero, aburrido de ver cosas y misterios, abre los ojos para que pueda
asomarse a ellos todo el asombro que lo quiere ahogar. Oro de buena ley, y en
cantidad! Un pastor se atreve a preguntar.: -Hallaste al fin la veta? Pero la
mirada del minero se le clav en la garganta, como una lanza. Bebe. As!, de un
trago, como se beben el amor y la muerte, cuando se es un Hombre. El bolichero
pesa el oro. Quiere reflejar inters en la tarea; quiere trasuntar un profundo
aire de honestidad, de leal entendimiento. Pero sus dedos son gruesos, y uno se
acuerda de la garra del cndor; pero sus ojos tienen un idioma que quisiera
gritar un plan de emborrachar, hacer la fiesta, salir al camino, pegar en la
nuca un solo balazo, y luego acostarse a dormir sin rastro de pecado. La mirada
est quieta; no sigue ni acompaa la tarea frente a la pequea balanza, la
mirada est dentro de su corazn inmundo. Concluye el asunto. Los jarros con
alcohol se animan a .tintinear en manos de los pastores, como un desmayado
-cencerro desprendido del fantasma de la sed. -Lleva algo? -pregunta el
bolichero. -Eso. Y el minero seala un Winchester y un cinturn de cazador.
Hasta la mujer del bolichero asoma su cara en la puerta. El Minero ya tiene el
arma con l. La mira, le calcula el peso, y se sirve luego otro trago de
alcohol. El Minero sabe leer intenciones. Por eso ha sabido descubrir la veta
rica en la cordillera. Pero ahora, eso no es lo importante. Estuvo, sufri,
abri araando la roca, rez con salmo brbaro cada maana. Slo l sabe para
qu. Slo l y algn cndor.
Sac oro; borr la veta, cubri de piedra y arena su lugar, su camino, su
rastro. Porque l sabe bien que su destino es buscar oro. Pero si una vez
hallado colma deseos de afuera,
adorna la ambicin, su sueo morir. Y nada es ms grande que su sueo. Sobre
todo ahora, que a su sueo le ha salido una luz: Ncar. Por eso llega. Y cambia.
Y espera la noche, para que el viento le borre la huella. Y por eso parte en la
noche, bajo la luna grande y primera de un tiempo de tibiezas. Y marcha por un
camino que nunca anduvo, pero que conoce. Porque una vez los ojos se le fueron
por l, siguiendo a Ncar. All est el "Bravo", el lmite. Bravo lo bautizaron
los bandoleros y los contrabandistas. Los que pasaron, y los que cayeron con una
bala en los riones. Porque ah est el resguardo aduanero, incrustado en el
paso cordillerano. Hay seis hombres, capaces de poner seis balas en el mismo
blanco. Claro es que hay pasos ocultos. Rincones para filtrarse. Pero es ilusin
creer que son pocos los que los conocen. El Minero llega una maana al "Bravo".
Pero no tiene pecados. No huye. Va. No teme. Adelanta. Lleva silencio mordido en
larga senda, en aos cerrados por la nieve y el sueo. Dentro suyo, algo que se
parece a una copla le dice cosas tibias al corazn. Atrs quedan caminos con
pastores de ruda voz y mano amiga; queda el boliche; y en el valle, la sombra
apenas de una vergenza disfrazada de amor y de paz. All, adelante, luego de la
cuesta abajo, un solo nombre, prisma de su fuerza: Ncar. Ncar ya no corre
cansados, rotos, apunados y sin ms que alguna que otra fotografa, pero los
acompaa. A veces, sonriendo, mientras comenta estas cosas, dice: "Me gusta que
se alleguen por aqu, porque as me costian la diversin ... Adems, don Cosme
aprovecha esas visitas porque tienen ocasin de comer mejor l y su familia.
All la vianda es charquisillo de oveja, anco rescoldeado, mote de maz y nada
ms. El pan es lujo de los abajeos. All no llega sino cuando los turistas lo
llevan.
Generalmente, los viajeros aprovechan el feriado de Semana Santa para esas
excursiones. Consiguen mulas en una estancia de El Clavillo, o son amigos de los
mozos estancieros. Tienen dos das de viaje hasta la "casa" de don Cosme. En el
Cerro de las Vicuas y la Cumbre de los Cazadores hay una serie de sendas
antiguas que se entremezclan y parten en distintas direcciones. El que no es
baquiano se pierde fcilmente, y no es raro que buscando salida hacia Taf del
Valle vaya a parar a Chile. Y don Cosme se divierte a sus anchas, dejando a los
improvisados gauchos marchar adelante. El hombre hace como que arregla el apero
y les da unos quinientos metros de ventaja. Y desde el cruce de las sendas les
grita a los equivocados: "Eh, amigos! Saludos a los chilenos." Y se re feliz,
seguro de su ciencia cordillerana, mientras los mozos retornan disimulando su
bochorno con una sonrisita. En las cumbres el aire es puro, limpio. Es hermoso
contemplar hacia los valles de abajo la cortina de lluvia que abarca kilmetros,
mientras desde su puesto de observacin el sol cae en pleno sobre el viajero.
Las nubes forman un mar all, mil metros abajo, mientras en la soledad las
sendas apenas se marcan sobre una tierra gris y amarillenta, a veces salpicada
con manchones de nieve en algunas hondonadas. Y al frente, siempre espejeantes,
los picachos inaccesibles, como una catedral de hielo a la que slo los cndores
ven de cerca.
No se crea que esas visitas entraas llegan a menudo. Cada ao aparece un par de
jinetes, y a veces pasan tres y cuatro aos sin que don Cosme hable con nadie
ms que su mujer, en esos dilogos andinos de veinte palabras diarias. Hay
pocas, cerca de diciembre, en que el "cerro amanece enojado". Y entonces, antes
del medioda, una niebla densa se prende de las cumbres, durante una semana, y a
veces ms. Cuando tal cosa ocurre, las ovejillas no bajan al vallecito de buen
pasto. Quedan por ah, cerca del corral. Un paso mal dado puede despearlas, y
siempre, cuando escampa y sale el sol, don Cosme ya sabe que ha llegado el
instante de cueriar, porque es seguro que algn cordero yace destrozado en el
fondo del abismo.
"Es mala la sangre sobre la tierra", dicen los andinos. Ellos acostumbran,
cuando matan una oveja o un ternero, a practicar un hoyo profundo, en cuyo borde
colocan el cogote de la bestia antes de la pualada. La sangre no ensucia los
pastos, respeta la tierra. La sangre cae dentro del hoyo, el que luego se cubre
con tierra para que Pachamama no se ofenda. Un da llegaron a la choza de Cosme
dos viajeros. Andaban en tratos para adquirir una zona de la cordillera; y hacer
cateos en una mina. Don Cosme los llev hacia esos rumbos. Marchando en fila
india, ganaban poco a poco las alturas. Los viajeros.. hombres de la ciudad y la
banca, comenzaron a habar de negocios, operaciones burstiles y beneficios y
dineros.
Durante horas, a lo largo del trayecto, don Cosme no senta otra cosa que la
palabra oro, pesos, miles, cientos, alhajas, etc. Parecan los dueos del mundo
estos seores. All, con ese hombrecillo por delante, puro poncho y silencio,
pura pobreza eterna, seguan confesndose su habilidad para los altos negocios,
para las felices transacciones, para el dichoso enredo.
Don Cosme los escuchaba. Primero, asombrado. Hababan de un mundo maravilloso,
de un lujo que l nunca haba visto ni vera. Hababan de casas cmodas, de
aviones, de Pars, de Chicago, de Londres, de Buenos Aires. Por ah alguno
interrumpa la charla para preguntarle: "Falta mucho?" Don Cosme responda al
rato: "Regular, seor ... Cerca del medioda el sol comenz a entristecerse, y
en menos de una hora la niebla inici su gran emponchado de, montaas y valles.
Don Cosme, conocedor, dispuso desviarse de la senda y ganar unas galeras
naturales entre las peoleras cumbreas. Entraron a las cuevas con bestias y
arreos. Desensillaron. Don Cosme les dijo: "Gnense pal fondo y saquen noms los
ponchos y abrigos, porque vamos a hacer noche aqu." Y se fue buscando lea de
tola, la nica del lugar. Los viajeros prepararon sus abrigos, sus catres de
campaa. Pensaban que al da siguiente podran seguir viaje. Pero no era as. La
niebla es terrible, y don Cosme, ya de madrugada, les avis: "Esta cerrazn est
muy dura y va a durar varios das."
La desesperacin de los viajeros, cuando a los tres das continuaban prisioneros
de la montaa, esclavos de la cerrazn, no tena lmites. Protestaban del viaje
y del destino. Insultaban a la montaa, a la niebla, a las mulas "demasiado
lerdas", y hasta ofendieron a don Cosme diciendo que l tena que saber cundo
se produca ese fenmeno. Don Cosme callaba. Iba juntando rabia, despacito.
Hasta para enojarse tena el mismo ritmo preciso y pausado del Ande.
Al amanecer del cuarto da, don Cosme sali a "mirar la cumbre". No se vea a
veinte metros. Todo era un misterio infinito.
Entonces uno de los viajeros le habl: -Oiga, viejo. Squenos de aqu hoy mismo,
de vuelta al valle, y le har un regalo.
-Regalo? - - - -Si. Y le mostr la billetera repleta al kolla.
-Vea, seor. Con plata o sin plata, yo no puedo sacarlo de aqu. Hay que esperar
que limpie esta cerrazn. La cerrazn es la duea del cerro ... Y achicando los
ojos como con picarda, le propuso al viajero: -Y por qu no le ofrece platita
a la cerrazn? ...
XXXVIII
EL LTIMO DECRETO
El zorro ha sido uno de los personajes ms famosos en los cuentos y tradiciones
folklricas de nuestro continente. Con ligeras variantes, los cuentos del zorro
andan por ah, en todas las veladas provincianas, en los fogones de los
arrieros, en la noche de los mineros, en los minutos de "resuello" de los
hacheros de la selva y las tardecitas de los peones indios. Hace un tiempo
conocimos otro cuento del clebre Don Juan de los campos. Nos lo narr Narciso
Katay en la vieja finca de Ocloya, al nordeste de la provincia de Jujuy ...
Saliendo de Yala hacia el oriente, se escalonan unas serranias boscosas, con
valles de muy buen pasto. Se pasa el Cerro Huacanko, que quiere decir "hacer
llorar', y en verdad es terrible su travesa por lo peligrosa, llena de nieblas
desatadas y sendas angostsimas, apenas abiertas para el paso de la mula, entre
una muralla musgosa a un costado y abismos sin ecos. Los baquianos recomiendan
en cierto paso quitar el apero al animal, porque el solo choque del estribo
contra el cerro puede hacer perder pie a la bestia, y la desbarrancada se
producira irremediablemente. Por esas lejuras peligrosas andbamos un da,
hacia una vieja estancia perdida en los montes orientales de Jujuy, donde hace
trescientos aos reinaban los indios Okloyas, bravos rivales de Jures y
Homohuacas. Se haba de realizar en esos campos una "corpachada", es decir, un
rito indio, un bautizo de corral de piedra en el que la mujer ms vieja, de la
comarca personificarla a Pachamama, la Madre de los Cerros. De esta ceremonia
extraa, indo-criolla, habaremos alguna vez. All conocimos a toda la peonada,
compuesta por gauchos, criollos, mestizos, kollas y algn viejo, de esos que
andan como sombras tenaces en estos tiempos. Y all gustamos la
amistad de Narciso Katay, buen pialador y narrador de sucedidos y fantasas
comarcanas.
Por l supimos que haba peones que ganaban doce pesos mensuales, haba
enlazadores que
trabajaban el primer mes gratis, para poder pagar el lazo con que se les provea
para su
labor en los campos. Por l supimos que aquel pen que no presenciaba la misa en
la capilla
de la estancia, todos los domingos, era rpidamente despedido, y otras lindezas.
No
precisamos decir que no conocimos el confort de la estancia, a la que fuimos
invitados
cuando se supo nuestra presencia en el lugar, sino que estuvimos hospedados en
el rancho
de Katay, pequeito y fro, pero que nos dio en las cuarenta y ocho horas "que
nos dejaron
permanecer" una fuerte y hermosa sensacin de solidaridad con todos aquellos que
ostentaban las manos callosas y la mirada llena de bondad y esperanza. La ltima
noche,
Katay hizo el gasto de la conversacin. Nos habl de la mitologa andina como de
sucesos
ocurridos a la puerta de su casa. Nos cont el origen de las tormentas, que era
la lucha entre
los vientos, el huayra macho contra el huayra hembra. Y entre otras cosas, nos
cont varios
cuentos de los que el zorro ocupa el rol preferente. Este es uno de sus cuentos:
Una maana recin amanecida, estaba el compadre gallo sobre la horqueta de un
rbol,
como avizorando la lnea del oriente, donde pronto asomarla el sol, cuando desde
los
matorrales vecinos lleg el compadre zorro, con paso menudo y silencioso,
achicando los
ojos con picarda. El compadre gallo lo vio, pero la altura en que estaba le dio
confianza y
sigui noms mirando la maanita.
El zorro se acerc al pie del rbol y habl al gallo:
-Buen da, compadre gallo. Tomando aire?
-As es, compadre zorro.
-Por qu no se baja de ah, compadre gallo? De aqu abajo se respira mejor.. .
-No ha'i de ser, compadre. Gracias. Aqu estoy bien.
Y sigui noms, el gallo, fuertemente prendido a la rama alta del rbol. El
zorro mir hacia
todos lados, y acercndose ms al tronco del rbol, dijo en tono confidencial:
-Lo que pasa, compadre, es que usted me tiene miedo. Y me tiene miedo, porque
usted no
est enterado del ltimo decreto del gobierno ...
-Cul decreto? -pregunt el gallo, picado por la curiosidad.
-Le contar, compadre gallo. Resulta que el gobierno acaba de lanzar un decreto
por el que
declara la amnista general entre todos los animales y bichos de la
provincia. .Este decreto
ha causado la dicha en el mundo. Y ya est puesto en prctica. Hace un rato he
visto una
vbora jugando a la taba con una liebre, y un tigre haca de canchero, mientras
una oveja le
cebaba mate ...
El gallo dud un momento, pero algo haba en la mirada del zorro que le
inspiraba
desconfianza, y se agarr ms fuertemente de la rama.
-Cundo sali ese decreto, compadre zorro?
-Anoche, a ltima hora, compadre. Pero como usted se acuesta temprano ... En eso
andaban, dudando el gallo y afilando su apetito el zorro, cuando aparecieron los
perros de la chacra, y olfateando lo ubicaron, El zorro apenas tuvo tiempo de
dar un par de saltos para poner distancia, y sali a la disparada, "como alma
que se la lleva el diablo. .. " Los perros, cinco o seis, se atropellaban para
lograr alcanzar al pcaro zorro, y ste corra, o mejor, volaba, sobre los
rastrojos del potrero, en direccin a los montes. Y mientras disparaba
perseguido por la perrada enfurecida, el zorro oy que, desde lejos, pero con
toda claridad, el gallo le gritaba:
-Pele el decreto ... compadre ... ! Pele el decreto ... !
XXXIX
SIEMPRE!
Viento de mi tierra. Viento legendario. Cntaro csmico. Nido del canto, del
dolor trasmutado, de la voz desvelada de los hombres que caminaron la Patria con
una guitarra y una copla -brjula y hechizo.