Yupanqui, Atahualpa - El Canto Del Viento

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EL CANTO DEL VIENTO

(ATAHUALPA YUPANQUI)
Corre sobre las llanuras, selvas y montaas, un infinito viento generoso.
En una inmensa e invisible bolsa va recogiendo todos los sonidos, palabras y
rumores de la tierra nuestra. El grito,. el canto, el silbo, el rezo, toda la
verdad cantada o llorada por los hombres, los montes y los pjaros van a parar a
la hechizada bolsa del Viento.
Pero a veces la carga es colosal, y termina por romper los costados de la
alforja infinita.
Entonces, el Viento deja caer sobre la tierra, a travs de la brecha abierta, la
hilacha de una meloda, el ay de una copla, la breve gracia de un silbido, un
refrn, un pedazo de corazn escondido en la curva de una vidalita, la punta de
flecha de un adis bagualero.
Y el viento pasa, y se va. Y quedan sobre los pastos las "yapitas" cadas en su
viaje.
Esas "yapitas", cuentas de un rosario lrico, soportan el tiempo, el olvido, las
tempestades.
Segn su condicin o calidad, se desmenuzan, se quiebran y se pierden. Otras,
permanecen intactas. Otras, se enriquecen, como si el tiempo y el olvido -la
alquimia csmica- les hicieran alcanzar una condicin de joya milagrosa.
Pero llega un momento en que son halladas estas "yapitas" del alma de los
pueblos. Alguien las encuentra un da. Quin las encuentra? Pues los muchachos
que andan por los campos por el valle soleado, por los senderos de la selva en
la siesta, por los duros caminos de la sierra, o junto a los arroyos, o junto a
los fogones. Las encuentran los hombres del oscuro destino, los brazos zafreros,
los hroes del socavn, el arriero que despedaza su grito en los abismos, el
juglar desvelado y sin sosiego.
Las encuentran las guitarras despus de vencido el dolor, meditacin y silencio
transformados en dignidad sonora. Las encuentran las flautas indias, las que
esparcieron por el Ande las cenizas de tantos yaraves. Y con el tiempo,
changos, y hombres, y pjaros, y guitarras, elevan sus voces en la noche
argentina, o en las claras maanas, o en las tardes pensativas, devolvindole al
Viento las hilachitas del canto perdido.
Por eso hay que hacerse amigo, muy amigo del Viento. Hay que escucharlo. Hay que
entenderlo. Hay que amarlo. Y seguirlo. Y soarlo. Aquel que sea capaz de
entender el lenguaje y el rumbo del Viento, de comprender su voz y su destino,
hallar siempre el rumbo, alcanzar la copla, penetrar en el Canto.
TIEMPO DEL HOMBRE
La partcula csmica que navega en mi sangre
es un mundo infinito de fuerzas siderales.
Vino a m tras un largo camino de milenios
cuando, tal vez, fui arena para los pies del aire.
Luego fui la madera. Raz desesperada.
Hundida en el silencio de un desierto sin agua.
Despus fui caracol quin sabe dnde.
Y los mares me dieron su primera palabra.
Despus la forma humana despleg sobre el mundo
la universal bandera del msculo y la lgrima.
Y creci la blasfemia sobre la vieja tierra.
Y el azafrn, y el tilo, la copla y la plegaria.
Entonces vine a Amrica para nacer en Hombre.
Y en m junt la pampa, la selva y la montaa.
Si un abuelo llanero galop hasta mi cuna,
otro me dijo historias en su flauta de caa.
Yo no estudio las cosas ni pretendo entenderlas.
Las reconozco, es cierto, pues antes viv en ellas.
Converso con las hojas en medio de los montes
y me dan sus mensajes las races secretas.

Y as voy por el mundo, sin edad ni destino.


Al amparo de un Cosmos que camina conmigo.
Amo la luz, y el ro, y el silencio, y la estrella.
Y florezco en guitarras porque fui la madera.
1.
LA LEYENDA Y EL NIO
De todos los cuentos y leyendas que de nio escuch esta leyenda del Viento fue
la inolvidable. Se meti en mis venas quemndome la sangre, sumndose a mi vida
para siempre.
La narraban los nicos hombres capaces de contar cosas universales: la peonada
de las viejas estancias, los estibadores que volaban sobre los tablones con su
carga de trigo o de maz, elpaisanaje de las esquilas en esos octubres de nubes
redondas como vellones dispersos por el cielo, los gauchos que cruzaban aquellas
pampas abiertas, donde las leguas slo podan ser vencidas por la espuela y el
galope.
Los das de mi infancia transcurran, como la de todos los changos, de asombro
en asombro, de revelacin en revelacin. Nac en un medio rural, y crec frente
a un horizonte de balidos y relinchos. Los espectculos que exaltaban mi
entusiasmo no consistan en mecanos, rompecabezas, volantines o barriletes. Era
un mundo de brillos y sonidos dulces y brbaros a la vez. Pialadas, vuelcos,
potros chcaros, yerras, ijares sangrantes, espuelas crueles, risas abiertas,
comentarios de duelos, carreras, domas, supersticiones, mil modos de entender
las luces malas y las cosas del "destino escrito". En aquellos pagos del
Pergamino nac, para sumarme a la parentela de los Chavero del lejano Loreto
santiagueo, de Villa Mercedes de San Luis, de la ruinosa capilla serrana de
Alta Gracia. Me galopaban en la sangre trescientos aos de Amrica, desde que
don Diego Abad Martn Chavero lleg para abatir quebrachos y algarrobos y hacer
puertas y columnas para iglesias y capillas, y de cuyos contratos quedan algunos
papeles revisados por el Dr. Lizondo Borda y transcriptos en sus Documentos
coloniales del Tucumn, obra publicada por la Universidad tucumana hace
veinticinco aos. Por el lado materno vengo de Regino Haram, de Guipzcoa, quien
se planta en medio de la pampa, levanta su casona, y acerca a su vida a los
Guevara, a los Collazo, gentes "muy de antes", cobrizos, primitivos y tenaces,
con mujeres que fumaban en pipas de yeso a la hora crepuscular, cerca de la
amplsima cocina donde se refugiaban algunos corderos "guachos".
Todo ese mundo, paz y combate en mis venas entre indianos, vascos y gauchos,
determinaban mis alegras, mis sustos, acuciaban mi instinto de muchachito
libre, me hacan crear un idioma para dialogar con los juncos de los arroyos.
Cuntas veces evoco aquellos das de mi infancia, y me veo, con apenas seis aos
sobre mis chuncas, montado en un petiso doradillo, "en pelo", un "bocao de
soga", y galopando entre los pastizales, sintiendo en las desnudas pantorrillas
el lanzazo de los cardos azules, oyendo el alerta de los teros en los bajos,
atravesando una alameda que me hechizaba con sus extraos silbos en la tarde,
llegando luego a mi casa con la bestia sudada y temblorosa de nervios y fatiga,
para escuchar con una falsa actitud de arrepentimiento los reproches de mi
madre, y sentirme premiado en mi "gauchismo" por la mirada seria y serena de mi
padre, "tan paisano y tan sin vicios" como comentaban nuestros escasos vecinos.
Porque en mi casa paterna el tabaco y el alcohol eran desconocidos. Vivan mis
mayores en una limpia pobreza, donde slo brillaban los aperos y la decencia. Mi
Tata era un humilde funcionario del ferrocarril, pero nada poda matar al gaucho
nmade que haba sido. Es as que siempre, en ocasin de los traslados que eran
numerosos por razones de su labor, se mudaba con su familia y su tropilla. Jams
dej de tener buena caballada, y era su placer quitarles el orgullo a los
chcaros jinetendolos con fiereza que asombraba. De ah que nosotros, mi
hermano y yo, gustramos enhorquetarnos en un bagual al amanecer, momentos antes
de partir hacia la escuela, y en un potrero, un alfalfar, nos tenamos escasos
segundos sobre el chcaro que nos haca mostrar el nmero de las alpargatas" al
segundo corcovo. Y es as que solamos llegar a nuestra clase escolar con un
costado del guardapolvo teido de verde y mojado por el roco, amn de alguna
magulladura nunca demasiado seria.

As transcurren las horas de mi infancia, con infinitos viajes de pocas leguas


en una aventura en la que no faltaban ni el drama ni la pena, porque no todo era
el libre galopar por esas pampas, o el aprendizaje de la "visteada" con puales
de mimbre, o leer la coleccin El Parnaso argentino en voz alta, o escuchar al
Tata cuando adornaba las ltimas horas de los domingos taendo su guitarra y
sumergindose, en un bosque de vidalas que le traan tantos recuerdos de su
antiguo solar santiagueo. No. Tambin la pena comenz a anidar en mi corazn
cuando vi a Genuario Bustos, un gaucho que mucho admiraba, muerto, con tres
balazos: en la espalda. Lo balearon cuando montaba en su redomn. y slo alcanz
a decir:
"As! no se mata a un hombre!" Y se fue deslizando, con el cabestro en la mano,
hasta quedar inmvil, mientras su sangre tea los cascos del caballo. Aquello
fue un impacto en mi sensibilidad, pues yo tena otro sentido de la muerte en
los hombres. Vi degollar cientos de reses, hasta beba la sangre caliente de los
novillos. Pero, pensaba que los hombres moran de otro modo, que la muerte no
llegaba as, con tan desnuda violencia. Genuario Bustos! He visto gauchos
despus. Haba gauchos entonces. Pero para m Bustos era un arquetipo del
gaucho. Tena el mismo temple y el mismo pudor de mi padre. Lo veo, llegando a
mi casa, despus de manear su caballo y mirarlo un rato; detenerse ante el
portn e inclinarse, quitndose las espuelas y ocultando bajo su corralera el
mango plateado de su daga, y luego llamar con suave golpe, en funcin de visita.
Por hambre que tuviera, apenas probaba algo de la comida, y beba agua, y su
discurso era brevsimo, cordial y prudente. Y all en su casa, en su rancho de
puestero era ejemplo de trabajo en los corrales, en los arreos, en el cuidado de
la familia. Hasta cuando algo gracioso le produca risa, se llevaba la mano a
los bigotes como frenndose para no descomponer su eterna actitud de paisano
entrado en razn. Genuario Bustos! Ahora, a cerca de medio siglo de su partida
de este mundo, lo recuerdo y le agradezco el poncho que me echaba encima en los
atardeceres de agosto, el espectculo de su caballo tan bien enseado, su
ejemplo de hombre cabal, y la voz grave y serena que muchas veces me narraba
sucedidos de la Pampa que tanto conoci.
All cerca de la pequeita estacin ferroviaria, enclavada en el desierto, con
apenas seis o siete casas y ranchos por vecindario, se levantaban los galpones
donde se almacenaba el cereal que los gringos traan desde las colonias. Trigo,
cebada, maz ... En tiempos de entrega, los canchones se poblaban de carros,
bueyes y caballos de tiro. Entonces aparecan, como las gaviotas sobre los
surcos, los estibadores, la peonada galponera, los hombreadores de bolsas.
Todos eran criollos, en su mayora pampeanos. Bombachas "batarazas", chirip, o
una arpillera cruzada en las caderas. Luego, gruesas camisetas, un gran pauelo
a cuadros, el eterno y deformado ex sombrero, alpargatas blancas con bordados
rojos o azules. Y aun en plena tarea de hombrear, estibar, acomodar, la charla
apenas se interrumpa. Miles de refranes, de intencionadas coplas. Cuentos de
carreras, inundaciones, amoros o duelos criollos que se hilvanaban en el ir y
venir de los paisanos entre los tablones y las estibas.
Algunos volaban con las bolsas sobre sus hombros para no perder el final de un
cuento o una respuesta ingeniosa.
Sin participar en las charlas, controlaba el estado del cereal el enviado de las
compaas agrcolas, el recibidor. Este personaje, "calador" en mano, enviaba su
certera estocada a cada bolsa, y extraa un puado de maz, o de trigo, que
luego observaba con mirada de entendido, durante toda la tarea.
Mi placer era subir por el resbaladizo tabln, por supuesto sin bolsa encima de
mi hombro. Y ms de una vez prob la dureza del suelo en esas travesuras.
Pero mi mundo alcanzaba su tono de maravilla cuando por la tarde se reunan los
paisanos a la sombra del galpn, cansados pero contentos. Algunos tenan sus
caballos en los potreros
cercanos. Otros, "los de ajuera", se amontonaban por ah noms. Y era entonces
cuando, con las ltimas luces de la tarde, comenzaban los cuentos ms serios. Y
all tambin, mientras a lo largo de los campos se extenda la sombra del
crepsculo, las guitarras de la pampa comenzaban su antigua brujera, tejiendo
una red de emociones y recuerdos con asuntos inolvidables. Eran estilos de
serenos compases, de un claro y nostlgico discurso, en el que caban todas las

palabras que inspirara la llanura infinita, su trebolar, su monte, el solitario


omb, el galope de los potros, las cosas del amor ausente. Eran milongas
pausadas, en el tono de do mayor o mi menor, modos utilizados por los paisanos
para decir las cosas objetivas, para narrar con tono lrico los sucesos de la
pampa. El canto era la nica voz en la penumbra.
Aquellos rsticos estibadores, aquellos carreros que horas antes eran puro
refranes y chanzas, estaban transitando otros caminos. Cada cual iniciaba un
viaje a su recuerdo, a su amor, a su
pena, a su esperanza. La vida me ense despus que muy pocos pblicos seran
capaces de superar en atencin y calidad de alma a esos seres crecidos en la
soledad pampeana.
Apretado junto a ellos, mirando sus grandes manos, sus rostros curtidos, mi
corazn no viajaba. All estaba, frente al cantor, bebiendo sin entender mucho,
las cosas que deca. Me senta totalmente ganado por la guitarra. Este
instrumento se hizo presente en mi vida desde las primeras horas de mi
nacimiento. Con guitarra alcanzaba el sueo. Con una vidala, o una cifra que
entretenan mi padre y mis tos. Pero ese fogn breve de los estibadores, ese
canto
tan serio, tena una magia especial. Ellos me ofrecan un mundo recndito,
milagroso, extrao. Yo no los miraba ya como heroicos proletarios de la pampa.
Me olvidaba que ratos antes se llamaban Alcaraz, Montenegro, Leiva, Pez ...
Eran, por obra de la msica, como prncipes de un continente en el que slo yo
penetraba como invitado o como descubridor.
Eran seres superiores. Saban cantar!
As, en infinitas tardes, fui penetrando en el canto de la llanura, gracias a
esos paisanos. Ellos fueron mis maestros. Ellos, y luego multitud de paisanos
que la vida me fue arrimando con el tiempo. Cada cual tena "su" estilo. Cada
cual expresaba, tocando o cantando, los asuntos que la pampa le dictaba. Y la
llanura posee una inacabable sabidura. Eso lo saban muy bien esos gauchos de
aquel tiempo. Nada inventaban. Slo transmitan. No eran creadores. Eran
depositarios y mensajeros del canto de la llanura, misterioso, heroico,
melanclico, gracioso o apenado, segn el tema.
Es que esos hombres haban penetrado en la leyenda del Canto del Viento. Ellos
haban trajinado los caminos sobre los que el viento haba dejado caer las
hilachitas de muchas melodas, de cantos de coplas, de misterios. Y en las
tardes, luego del trabajo, le devolvan al Viento los cantares perdidos, y aun
le entregaban otros, nuevos y viejos. Y yo, muchachito libre, nio de campo
abierto, chango arropado de silencios tmidos, era testigo de ese ritual
sagrado: El hombre, carne de pueblo, levantando de los pastos un canto.
abrigndolo con su amor y su sueo, lavndolo con su esperanza, y usando como un
arco la guitarra, lo devuelve al viento para que lo lleve lejos, en su vuelo
infinito y misterioso. Sin yo saberlo, en ese instante hechizado de la
recuperacin del canto, se estaba delineando en mi corazn el rumbo cabal de mi
Destino.
Cuando el largo silbido inconfundible de mi padre ordenbame el retorno a la
casa, yo abandonaba la rueda de paisanos, cruzaba lentamente las muertas vas
que brillaban bajo la luna nueva, y al entrar a mi cuarto me tenda sobre mi
pequeo catre de tientos, sintiendo que el corazn me dola de tantas emociones.
II
EL CACIQUE BENANCIO
Un rostro de oscura greda, burilado por el viento, tena el Cacique Benancio.
Hombre grande, en cuyas manos un rebenque pareca una fusta. Vesta como el ms
pobre de los paisanos, con su viejo chirip desteido, su chaleco gris ocultando
la gruesa camiseta, una ancha faja, tirador de cuero y rastra plateada, y un
enorme facn.
Viva a diez leguas de Roca, entre los Toldos y Junn (provincia de Buenos
Aires), donde mi padre desempeaba sus tareas ferroviarias. Y los dos se
estimaban y respetaban como buenos amigos.

Alguno que otro fin de semana, galopbamos como si furamos a despertar al sol,
hacia la toldera - ranchos amontonados- del cacique Benancio. Cuando la maana
abra la luz, ya habamos pasado las chacras, los campos de Olegui, y la pampa
nos ofreca angostos callejones entre los cardales.
Y era un gusto observar el asustado vuelo de mirlos, pirinchos, cardenales,
cabecitas negras, buscando mejores paraderos bajo un sol tmido que comenzaba a
pintar su paisaje de ombes y gramillas. Margaritas pequeas, rojas y azules,
salpicaban el camino, y en las breves etapas de descanso, yo gustaba el dulzor
de los cabitos" de esas flores guardadoras de mieles pampas.
Mi padre era poco amigo de explicaciones. Pienso que tal vez prefera
enfrentarse al paisaje, a los hombres, a las cosas que pueden ayudar a entender
la vida, para que poco a poco yo sacara mis propias conclusiones. Tena, s, el
buen tacto de no ofrecerme espectculos vulgares.
Muchas veces, con una mirada o una palabra, me ordenaba alejarme de gentes que
l no consideraba oportunas o dignas para mis ojos.
Me cuidaba sin que yo me percatara. Jams tuve mejor baquiano que mi padre, en
la pampa y en la vida.
Para aflojar la cincha del caballo, yo observaba su manera, y lo imitaba hasta
en los menores detalles, aunque con menos eficiencia. Y luego de cinchar de
nuevo, tambin yo daba la palmada sobre el apero y pasaba la mano amistosamente
sobre el cogote del flete, para en seguida montar y emparejar la marcha al paso
tranquilo. Y ese era el momento en que mi Tata deshilvanaba algn viejo tema de
estilo que yo escuchaba en silencio, mientras miraba hacia adelante la
inmensidad de la llanura, los teros all en la orilla del caadn, el vacaje
ramoneando, los chajaes entropillados, y algunos flamencos somnolientos entre el
salpicn de juncos, bajo un revolotear de mariposas que anunciaban tempranas
primaveras.
Y llegbamos al ranchero de Benancio. Das antes, el cacique haba mandado a un
hombre a mi casa, - para invitar "potranca". All prob por vez primera carne de
potranca, asada y en puchero. En lugar de pan, una lata llena de faria. Y para
beber, caa, vino, y agua.
Rodeaban la mesa hombres y mujeres. Los nios coman aparte, pero yo era
invitado especial.
Los pampas coman en silencio. Slo hababan mi padre y Benancio. Este sorba
ruidosamente un enorme hueso carac, y me produca gracia verlo dar tremendos
golpes con el hueso en la esquina de la mesa para aflojar la mdula. Yo lo
observaba con un inters mezclado de temor y admiracin. Miraba su larga melena
lacia, peinada al medio, sus ojos pequeos y vivaces en los que brillaba siempre
la autoridad. Su voz no era, en cambio, tonante, como me haba imaginado. Era
ligeramente aguda, y el hombre abra mucho la boca para pronunciar las vocales.
De esas visitas al ranchero del cacique Benancio, que fueron muy pocas en mi
infancia, supe que era ofensa para l y su gente indicarlos como indios.
Cuando se haca menester aludir a su condicin racial, Benancio, o cualquiera de
los suyos, deca: Yo, Pampa!, y se llevaba la mano al pecho, sin violencia,
como si fuera a jurar.
Benancio haba pertenecido a la tribu mayor confinada en Los Toldos, partido de
General Viamonte. Se deca que por su aficin a la carne de potranca, y por su
audacia para robar yeguarizos, le haban pedido el pueblo. Y el hombre se alz
con cincuenta y tantos pampas fieles a su mando. Entre el ranchero, dentro del
cual, sobre ramas y viejos lazos extendidos llameaban ponchos, ropas y carnes
charqueadas, los changos y los perros armaban en la tarde una :gran algaraba
que pareca no molestar a nadie.
All escuch una vez a alguien que tocaba la guitarra. Y no era un pampa, sino
un paisano, un gaucho que haca tiempo haba elegido ese lugar, tal vez como
refugio. Como en esos aos no se ofenda con la pregunta a nadie, el hombre
estaba tranquilo. De dnde haba llegado galopando? Qu cosas lo llevaron
hasta el ranchero del cacique Benancio? Eso era de no
averiguar. Y el paisano cumpla arando, sembrando maz, amansando potros. Y
alguna que otra vez, la guitarra le arrimaba en la tarde la sombra de alguna
querencia. Porque esa virtud tiene la vihuela: Despierta antiguos duendes,

desbarata el olvido, borra leguas y acerca, idealizado, el recuerdo de seres y


momentos que el hombre cree haber dejado atrs para siempre. Es enorme el poder
evocativo que se esconde en la guitarra. Es la nica llave con que el paisano,
puede enfrentar y vencer a los fantasmas de la soledad.
Esa tarde en la toldera, entre pobrsimos ranchos, la vida me regal otro
espectculo: el del gaucho andariego, inclinado sobre el instrumento; rezando su
trova, sin molestarse del bullicio de los muchachitos, ni de alguna risa
guaranga de los pampas. All estaba el hombre, batindose con su propia sombra,
mientras un La Menor le ofreca las seis melgas sonoras del encordado, para que
sembrara cualquier semilla, menos la del olvido. Volvimos, camino de Roca, ya
muy entrada la tarde. Galopamos bastante trecho, mientras la luz auxiliaba la
visin.
Luego pusimos los caballos al tranco. Haba niebla cerca de los caadones. Y un
cielo embrujado de azul y diamantes se extenda sobre el gran silencio de la
pampa. Yo no perciba cabalmente ese silencio de la llanura. No tena edad ni
conciencia para contener las cosas del misterio csmico. Ahora, al evocar
aquellos das, comprendo que pas por los caminos que llevan a la hondura, donde
brilla la raz de la vida como un cuarzo milagrero en la entraa de la tierra.
Pero en aquellas horas slo senta fatiga fsica, y un raro sentimiento de pena
y curiosidad no del todo definidas. La msica escuchada me segua, como trotando
junto a mi caballo, como llenando el aire de sones y consejas, como prendiendo
en cada fleco de mi ponchito una saetilla potica, un desgarrn de trova, algo
de esas voces perdidas por el viento legendario. No fueron muchos los aos que
viv y trajin la pampa. Pero esos tiempos de mi infancia estn baados de
magias guitarreras. En ciertas horas de este ddalo que es la existencia actual,
siento la necesidad de evocar el camino andado, de medir las leguas recorridas
en el tiempo, no para quedarme en ellas, sino para considerar la distancia entre
la tierra y mi destino, entre el paisaje y mi corazn. Y me sumerjo entonces en
aquel mundo de gauchos y paisanos y guitarras. Y regusto la miel de los estilos,
la nostalgia de las pausadas milongas sureas, el acento machazo de las cifras.
Si, muchas veces, cuando esta era de profesionalismo sin mensaje expande su
insubstancialidad sobre esta romntica tierra generosa, mi corazn reclama la
ayuda de aquellos recuerdos. Y vuelven a mi las vihuelas traductoras del
paisaje, y escucho a los rsticos hombres de la pampa entregando sus salmos de
distancia y pureza. Hombres de vigoroso brazo y decisin rpida. Hombres de
coraje y con pudor. Hombres paridos por la inmensa llanura. Y sin embargo,
nios, en su acercarse al misterio de la msica, como quien se asoma al misterio
de un jagel para rescatar la luna.
Por aquellos das ya me haba acercado a la guitarra. En una sola cuerda
recorra parte del diapasn buscando armar la meloda que ms me gustaba: La
Vidalita.
El instrumento perteneca a mi padre, y no nos era permitido usarlo. De manera
que slo de a ratos y a hurtadillas poda yo tocar el sencillo tema de la
vidalita.
En esos tiempos lleg a Roca un cura cataln: el padre Rosenz, sacerdote,
jugador de truco, y violinista.
Mis padres resolvieron confiarme a la tercera de las virtudes de Rosenz. Y mi
cuarto comenz a poblarse de mtodos de Eslavas y Fontovas. Mi pequeo ambiente,
en cuyas paredes haban rebotado siempre los ecos de vidalitas, estilos y trovas
paisanas, conoci entonces un nuevo asunto: Una voz delgada y desganada que
solfeaba Redondas y Blancas y Negras en inacabable tortura. As, todo un ao,
con viajes a la capilla, violn bajo el brazo. Pero una tarde el curita me pill
traveseando una vidalita con todo el largo del arco. Como yo no tena destreza
para sostener el violn en la barbilla, recurr a la pared en la que apoy la
perilla, y entonces el tema se me haca ms fcil de tocar.
Fue la primera y ltima vez. Fue un concierto folklrico de debut y despedida.
Porque mi profesor, olvidando el latn me dijo algunas cosas en su cerrado
cataln, y me dio un bofetn. Corr a mi casa, y slo all pude llorar. Y no
quise volver a las clases de violn. Mi pobre madre me acusaba de ser rencoroso.
Pero yo no odiaba al padre Rosenz porque me hubiera pegado a mi, sino porque
haba herido a la vidalita. Esto no se lo perdonara jams. Y nunca volv a

estudiar el violn. Y las paredes de mi cuarto volvieron a poblarse de timbres


criollistas. Los ecos de la Pampa custodiaran mi sueo, y nunca osara nadie
castigar la tmida donosura de una vidalita.
Al poco tiempo mi tata me llev a la ciudad para presentarme a un hombre, a un
artista, un maestro: don Bautista Almirn.
Ese instante frente al maestro fue definitivo para mi vida, para mi vocacin.
Entraba yo para siempre en el mundo, de la guitarra. An no haba cumplido ocho
aos, y la vida me daba un glorioso regalo: Ser alumno de Bautista Almirn!
Despus fui comprendiendo que la guitarra no era slo para temas gauchescos. Su
panorama musical era infinito, mgico.
Muchas maanas, la guitarra de Bautista Almirn llenaba la casa y los rosales
del patio con los preludios de Fernando Sors, de Costes, con las acuarelas
prodigiosas de Albniz, Granados, con Trrega, maestro de maestros, con las
transcripciones de Pujol, con Schubert, Liszt, Beethoven, Bach, Schumann. Toda
la literatura guitarristica pasaba por la oscura guitarra del maestro Almirn,
como derramando bendiciones sobre el mundo nuevo de un muchacho del campo, que
penetraba en un continente encantado, sintiendo que esa msica, en su corazn,
se tornaba tan sagrada que igualaba en virtud al cantar solitario de los
gauchos.
Ya en manos de tan colosal conductor fui estudiando a Carulli, Aguado, Costes.
Sola quedarme hasta tres meses en casa de Almirn, y otras veces galopaba tres
leguas hasta la ciudad para cumplir mis clases, y tambin para asistir a los
cursos de idioma ingls con el profesor Joseph Cnlon.
En casa del maestro, una de sus hijas, Lalyta, avanzaba cada vez ms segura, con
buenos dedos y claro entender, en el universo guitarristico. Menor que yo,
apenas alcanzaba su pie la esquina del pequeo banquito. Pero su dedicacin
haba de tener los mejores frutos. Aos han pasado. Muchos aos. Pero el maestro
Almirn tiene todo el homenaje de mi espritu enamorado de la msica. Nunca pude
terminar cursos completos con l. Fueron etapas interrumpidas por mi pobreza,
por estudios de otra ndole, por traslados de mi gente, y por giras de concierto
de don Bautista. Pero estaba el signo impreso en mi alma, y ya para m no habra
otro mundo que ese: La guitarra! La guitarra con toda su luz, con todas las
penas y los caminos, y las dudas. La guitarra con su llanto y su aurora,
hermana de mi sangre y mi desvelo, para siempre!
III
HACIA EL NORTE
Empieza el llanto de la guitarra.
Llora. Como llora el viento sobre la nevada.
Es intil callarla.
Es imposible callarla..
FEDERICO GARCA LORCA
Roca era una aldea en aquel tiempo. Tena como tantos poblados de la llanura, un
par decomercios, una escuela. una capilla, una cancha de pelota (cuyo bar era
tambin sala de conciertos), un curandero y una vieja estacin ferroviaria.
Luego, un vasto ranchero - cinturn de paja y adobe - con sus pequeos corrales.
All residan los peones, los gauchos, los jornaleros, los hombres de curtido
rostro, de firme mirar, fuertes manos encallecidas, hombres de mucha pampa
galopada.
All se desvelaban las guitarras. En las abiertas noches estrelladas, cantaban
las Galvn, Eran cuatro hermanas, dotadas de hermosa voz, y noche a noche
adornaban su pobreza con los mejores lujos de una vidalita, o de alguna otra
nostlgica cancin de la llanura.
Y en el silencio de la aldea, todo pareca ms bello cuando las Galvn sumaban
al misterio de la noche las coplas del tiempo aqul.
Suspendiendo nuestra ronda y juegos de corridas, los changos, desde el canchn
de la estacin ferroviaria, escuchbamos el claro y lejano canto de las Galvn.

Sabamos que se acompaaban con la guitarra, pero la voz del instrumento, ms


que orse, se adivinaba en los intervalos y pausas. Slo las cuatro voces
femeninas, como emotivas enredaderas, trepaban por los hilos de la luna para
devolverle al Viento los viejos cantares de la pampa ...
Caminito largo, Vidalit, de los sueos mos.
Por l voy andando, Vidalit, Corazn herido ...
Estos recuerdos duermen en mi corazn desde hace muchsimo tiempo. Alguna vez
asomaron, como duendes asomados sobre la pirca de mi existencia. Sobre todo una
noche, cuando escuch - hombre ya - en la plaza de Santa Mara de Catamarca, a
un grupo de nias cantando la Zamba de Vargas bajo la luna.
Pero este andar sobre la hermosa tierra catamarquea ya tena en m otro
sentido. La vida me haba soltado todos sus lobos, y yo transitaba por las
sendas de Amrica luciendo desgarrones, atajando alaridos recnditos y entrando
a los montes para ocultar mi llanto.
En cambio, aquella vidalita de la infancia prolongaba la imagen de la inocencia,
y todo era msica para m. Hasta el miedo se haca msica en mi corazn, porque
la candidez, los cantos y el hogar me llenaban de candelas el camino..
Una noche los dioses pusieron en boca de mi padre la frase que habra de fijar
definitivamente mi destino de chango agarrado al hechizo de la guitarra:
-Nos vamos a Tucumn! Esa noche, la tierra desenred todos sus caminos para
ofrecrmelos.
Florecieron todas las constelaciones de mi fantasa. Mi corazn se arrodillaba
ante el Viento para jurarle amor y lealtad, y sumarse a la grey de buscadores de
cantos perdidos. Desde esa noche comenzaba el llanto de la guitarra.
"Es intil callarla. Es imposible callarla. . . "
Partimos hacia el norte. No puedo precisar mis sensaciones cuando mir el
potrero donde pastaban mis caballos preferidos. Y la alameda, y el callejn y
los altos galpones y los paisanos trajinando.
Los pasajeros hablaban de asuntos que yo no entenda. La palabra guerra era
extraa a mi mundo, aunque algo me haca presentir su sentido terrible. Era en
agosto de 1917, y un lento tren envuelto en polvaredas me llevaba hacia el norte
de la Patria. Nadie hubiese sido capaz de disputarme mi lugar junto a la
ventanilla, donde se me brindaban los ms cambiantes panoramas.
La luz estaba llena de guitarras. All estaba mi academia, mi universidad. Y esa
pequea vihuela que llevaba junto a mi, pareca vibrar recibiendo quin sabe qu
mensajes de amor y de pena, de gracia y soledad.
Anticipndome al embrujado coro de los coyuyos, penetr en la tierra
santiaguea. Era como cavar profundo hasta hallar la raz del rbol en cuya
savia se nutri mi sangre.
Mi Tata, comandando los anhelos de toda la familia, miraba hacia la selva en la
media tarde caliente. Lo ganaba el pago hasta empaar sus ojos, mientras cruzaba
ese pas, de algarrobos, pencales y quebrachos. Su pas!
All en el fondo de los montes, donde el misterio doraba sus mieles, dorman las
viejas vidalas que alimentaron su corazn de quichuista.
Las pequeas estaciones se escalonaban en la ruta. Real Sayana, Pinto, La Rubia.
. .
Multitud de changos asaltaban las ventanillas ofreciendo empanadas de pollo (al
segundo bocado nos tropezbamos con algn diente de vizcacha), pequeas "catas",
zorzales enmudecidos de terror, cigarrillos de chala y emplumadas pantallas.
La noche vino al fin, borrando esa pobreza que nos lastimaba, ese durar rodeado
de nada, esa condicin de vida que nosotros no podamos remediar.
Cuando apunt el alba, la tierra tucumana, como adivinando todo el amor que
haba de despertar en mi, tendi sus praderas verdes, idealiz el azul de sus
montaas, y levant su mundo de caaverales, para recibir a un chango de escasos
diez aos que llegaba desde la lejana pampa inolvidable, con el corazn ardiendo
como una brasa en el pecho, y una pequea guitarra en la que tmidamente
floreca una vidalita.

Empujado por el destino, protegido por el viento y su leyenda, la vida me


deposit en el reino de las zambas ms lindas de la tierra.
Yo llevaba un cuaderno, de apuntes, para anotar mis impresiones desde que
abandon la pampa en que nac. Pero no s por cul extraa razn, ese cuaderno
no registr jams una nota sobre Tucumn.
Quiz fuera porque todo lo que desde entonces he vivido en esa bendita tierra,
haba de quedar escrito en mi corazn.
As anduve los caminos del Tucumn de aquellos tiempos; un Tucumn que luego
viv durante muchsimos aos y que ha cambiado u olvidado muchas costumbres que
fueron tradicionales. As transit sus arrabales, escal su montaa, por la que
un da rod ante los ojos horrorizados de mis padres, por salvar una naranja que
se me escap de las manos.
Lo que hoy es Avenida Mate de Luna, se llamaba camino del Per. Era un ancho
callejn bordeado de tipas, yuchanes y moreras, que en aquel entonces contaba
con un pequeo trencito para acercarse hasta donde hoy llaman La Floresta. All
haba una vertiente y una pequea feria. Las mujeres vendan empanadas,
chancacas, quesillos. Y haba arpas y guitarras, sosteniendo la permanencia
lrica de la zamba.
El viaje se haca en volantas y coches tirados por caballos y mulas, hasta la
misma falda del Aconquija. Y los apeaderos eran el Molino, la Yerba Buena y el
arroyo de la Carreta Volcada.
Y en estos lugares siempre se desangraba la copla. Porque a la sombra generosa
de los algarrobos y aguaribayes, las guitarras tucumanas, incansables, pausadas,
endulzaban la tarde.
La msica pareca agotarse, morir al final de cada zamba; y de nuevo renaca su
manantial de saudades. Los rasgados eran precisos, suaves y firmes a la vez,
quiz ms fuertes en los
primeros cuatro compases, que indican la iniciacin de la bsqueda simblica del
amor, que ordenan el gesto de serena altivez antes de elevar el pauelo; luego
los rasgados cobraban una
especial ternura, mientras el cantor resolva las frases que cerraban la copla.
Y ese era el momento en que el bailarn extenda el brazo, como si el ave blanca
que su mano aprisionaba buscara un ademn de planeo y descenso sin prisa; como
si el pauelo quisiera contemplar su propia sombra en el suelo.
Estos detalles de la danza los escuch muchas veces cuando nio, y Dios sabe
cunto me han ayudado tiempo despus, cuando todos los paisajes guardados en el
alma, comenzaron a liberarse de m en alas de las zambas que escrib para
pagarle a Tucumn mi enorme deuda de emocin.
Aconquija!
He conocido despus multitud de montaas, infinitas cumbres, imponentes sierras.
Pero ninguna tan llena de msica como la augusta montaa tucumana de aquellos
tiempos.
Por momentos cre que todo el Aconquija era una Salamanca prodigiosa, en cuyas
grutas guardaba su tremenda carga de cantares el Viento aquel, cuya leyenda me
lanz por el camino de las guitarras.
Mi gente estaba relacionada con algunos tucumanos residentes en la ciudad
capital, en Taf Viejo, en Ranchillos, en Simoca.
En las tertulias de los mayores era mi placer participar. Ellos trataban temas
de la tierra, hababan de hombres, de caminos, de paisanos y montaas, de
antiguos arrieros, sucedidos, cuentos.
As, hicironse familiares los nombres de Oliva, Jaimes Freyre, Ezequiel Molina,
Valds del Pino, Caete, Rivas Jordn, Oliver. A ellos escuch por vez primera
la voz "baguala", una tarde en que discutan sobre el canto de los Kollas. .El
maestro Caete, msico de banda militar, autor de la "Zamba del 11, sostena el
nombre de "baguala". En cambio, Oliva se inclinaba por la denominacin de
"arribea".
Pocas zambas y canciones llevaban un nombre definido. Generalmente se las
identificaba por alguna frase ya popularizada de su letra o estribillo, o de su
regin de origen, o del lugar donde fueran escuchadas. De ah que muchas zambas
alcanzaran notoriedad con el nombre de "La del Manantial", "La de Vipos", "La
carreta volcada", "La Anta muerta", "La chilena monteriza".

Muchas de estas zambas escuch. Y luego, pasados los aos volv a orlas, aunque
ligeramente cambiadas en su lnea meldica, y con otros nombres. Y tambin supe
que a la vejez se les aparecieron los "padres".
Durante cien aos, las bellas melodas tucumanas haban endulzado los domingos
del surco, sin que a nadie se le hubiera ocurrido apropirselas. Los msicos se
honraban con tocarlas o cantarlas. No estaban escritas. Se aprendan sin que
nadie las enseara. Es decir, se aprehendan. Eran canciones del viento, eran
hilachitas halladas porque s, se acercaban a las guitarras y a las arpas para
adornar la tristeza, la nostalgia, el amor o la esperanza de los hombres.
Cada regin tena una modalidad particular, pero si existan cinco versiones de
una misma zamba, todas ellas ostentaban un mismo carcter tucumano. Tenan "el
mismo aire".
Presentaban igual fisonoma; un corazn tiernamente dolorido, un discurso fcil
y lgico, comprensible; una pequea historia de amor y de ausencia, un azul
empaado de gris; un espritu dolido por la ingratitud, y siempre galano,
cantando los asuntos de su juventud con la mejor pureza.
El hombre tiene un idioma. La tierra tiene un lenguaje. Y en el canto popular,
el hombre habla con el lenguaje de su territorio. En l se expresa el monte
florido, el ro ancho, el abismo y la llanura, aunque los versos no traten en
detalle las cosas de la regin. La msica, la pura meloda, desenvuelve su canto
y traduce "el pago", la regin.
El hombre canta lo que la tierra le dicta. El cantor no elabora. Traduce.
IV
PASABAN LOS CANTORES
Pasaban los cantores ... Al final del verano, como los pjaros, pasaban los
cantores buscando anidar en los corazones ms clidos.
Llevaban guitarras de luto, cubiertas por negras fundas. Y se usaban guitarras
de tipo espaol, con clavijas de palo.
Su repertorio era de lo ms variado: Tangos, fados, valses, glosas, cifras y
estilos. Slo en los provincianos del norte jugaban las zambas sus mejores
lujos.
No exista la radiotelefona. No haba micrfono, ni altoparlantes. Todo se
cantaba a viva voz, sin ms auxilio que las ganas de cantar.
Era un desfile de hombres, y algunas muchachas, que recorran el pas, de pueblo
en pueblo, dejando una cancin, un sencillo recuerdo, una emocin perdurable.
Pasaban los cantores ... Levantaban su tribuna lrica en las canchas de pelota,
en los bares, en los comedores de las fondas, en el saln de las sociedades de
fomento. O bajo los rboles, cuando haba "cuadreras", y en las canchas de
bocha, cuando haba tabeadas.
Eran los amigos del Viento, que salan a cantar por los caminos.
Eran pobres, porque siempre cantaban para el pueblo. Y el pueblo tena pocas
monedas. Su fortuna brillaba de otra manera. Era un tesoro que no caba ya en la
alcanca del corazn.
Y esa riqueza no se mezquinaba: "Moneda que est en la mano quizs se deba
guardar.
Pero la que est en el alma se pierde si no se da..."
MACHADO.
Pasaban los cantores con su carga de versos, con sus historias de duelos
criollos, de rebenques fatales, de carrera brava, de malones y cautivas, de
caballos moros y caballos bayos, de tostados y alazanes ligeros como una flecha;
con sus trovas de amor galano, donde campeaba el eco de la literatura del siglo
dieciocho. Pasaban los cantores con sus "versos fuertes", plenos de rebelda,
fustigadores de toda injusticia, letras que denunciaban el abuso y la
explotacin del pobrero, trovas exaltadas y corajudas, unidas a los nombres de
Barret, Fernndez Ros, Ghiraldo, Castro, Daz, Pombo, Acosta Garca.

Cada paisano se senta traducido por el nimo del canto. Cada criollo se senta
menos solo, porque alguien estaba cantando las cosas que a l le bullan en el
corazn.
Pasaban los cantores sumndose al paisaje romntico del tiempo. Santos Vega no
era todava una leyenda. Y el Martn Fierro se venda a veinte centavos, o se
daba de yapa tras un barril de yerba.
El Cacique Benancio haba muerto. Roque Lara tropeaba hacienda cortando
alambradas en la campaa del pampero, cien leguas al Sur, Bairoleto se trenzaba
con la partida, y algunos payadores cantaban sus "hazaas". Y Fabin Montero,
gaucho bravo, se escapaba de los corrales de las comisaras de la pampa con slo
silbar a un potro bragado, que saltaba cercos y se tenda fingindose muerto
cuando as se lo ordenaba su dueo.
Pasaban los cantores, sencillos, limpios, cordiales y austeros, sembrando el
cancionero de la Patria por ciudades y aldeas. Las guitarras no eran heridas por
las pas, que slo se usaban para los mandolines y bandurrias. Las vihuelas eran
sabias en rasgados y punteos, en arpegios suaves y criollos. Cada cantor
tena su rasguido, su manera de pulsar el tema gauchesco. Y la intencin se
ajustaba a la tonalidad. Se viva el canto con autenticidad, con fervor. Y la
estimacin de s mismo y el respeto al auditorio haca que nadie cantara
frivolidades. El destino del canto era serio, porque estaba ligado al destino
del hombre.
Yo era apenas un adolescente. Y pasaba mis das entre el trabajo, el estudio y
el deporte. Pero todo esto quedaba postergado cuando en la noche el viento me
acercaba la voz de los cantores.
Ya no tena a mi padre junto a m, y era yo el responsable de la familia. Y era
chango, y me gustaba correr por la llanura, y entender la magia y las linotipos
de las imprentas, y preparar mis exmenes, y
boxear, y jugar tenis.
Pero la voz de los cantores me daba la luz que mi alma necesitaba para no ser un
muchacho demasiado triste.
Desde la vereda, pegado a los ventanales, sola escuchar a los trovadores que
pasaban por mi pueblo.
Y no estaba solo. ramos un grupo, un racimo de changos anhelosos de gustar el
mensaje del canto.
Con la estremecida nostalgia de mi corazn, an les agradezco a los oscuros
cantores que alimentaron mi sed de saber coplas. Ellos no saben todo el bien que
me hicieron, todo el consuelo que me alcanzaron.
Luego corra a mi casa, y fijaba en la guitarra algo de lo escuchado. Y
procuraba aprender un nuevo rasguido, una modalidad, una pausa, un arpegio.
Tena ya lo heredado de mi padre, de mis tos, de aquellos hombres que cantaban
en la tarde junto a los galpones, frente al misterio del campo abierto.
Tena en mi, resonando como un eco sagrado, las lecciones y consejos del maestro
Almirn, que haba partido con toda su familia para instalar su conservatorio en
Rosario de Santa Fe.
Estos aconteceres me autorizaban - con sus lgicas limitaciones -, para
discriminar sobre el cantar que escuchaba. No me engaaban fcilmente en materia
de tema criollo. Cuando un cantor hablaba y cantaba su dcima, algo dentro mo
me indicaba si era una trova aprendida en la ciudad o tomada del cancionero
annimo de la pampa.
Es que yo vena de la soledad, y haba odo ya a los hombres que conocan el
Canto del Viento, a los paisanos que recitaban la leyenda del Viento y su bolsa
de coplas.
En algunos cantores, el lenguaje campero era postizo. Trabajosamente incrustaban
un vocablo "guaso" en su discurso potico. Y yo me sonrea pensando con el
refrn: "Te pisaste, Pancho".
Pero cuando el trovero se explayaba tranquilo y seguro de su mensaje, yo creo
que todas las bendiciones de la noche lo consagraban.
Recuerdo un hombre as: Nazareno Ros. Alto, delgado y fuerte. Usaba saco negro,
bombacha ancha y lustrosas botas. Una golilla blanca con monograma. Su guitarra
tena una estrella en la boca. Era un brocal nacarado lleno de embrujo.

Cantaba con gran dignidad, imponiendo silencio y respeto. Recorra con la mirada
el saln lleno de hombres, criollos en su mayora, y no era necesario pedir
compostura al auditorio.
Antes de iniciar el "estilo" o la "milonga", haca un acorde pleno y firme. Las
cuerdas emparejaban su tropilla de sonidos, como alistndose a la orden del
domador. Y luego de una brevsima pausa, Nazareno Ros comenzaba su preludio,
expresivo, anunciador de bellezas. Y alzaba su voz entonces, y nos daba la pampa
en cada verso:
"En las caronas tendido el mundo era puro pasto.
Y ans, sin haber dormido me desvelaba en los bastos
pensando en aquel olvido .
Dos noches seguidas cant Nazareno Ros en la cancha de los Salamendy.
Y dos noches, aunque no completas, yo alistaba mis antenas junto a la ventana
para escucharlo. Creo que de todos los cantores criollos que pasaron por el
pueblo, fue Ros quien me produjo la ms honda impresin, la ms cabal sensacin
de estar oyendo a un gaucho, al que se sumaba una rara condicin de artista.
Su pblico lo escuchaba con deleite paisano. En aquel tiempo pareca un xito.
Pero ahora pienso que el mensaje ardoroso y agreste del cantor era recibido por
media docena de hombres. Eran cosas demasiado importantes las que cantaba. Y los
que escuchaban, tenan un sentido perifrico del campo. Conocan, s, todo lo
referente a la campaa, a la pampa y sus trabajos, su gramilla, sus heladas, su
verano y su cielo. Pero se les escurra el misterio de la tierra, Esa dimensin
la comprenden aquellos que aplaudan poco, y se quedaban pulsando el aire an
despus del canto.
"Hay que cuidar lo de adentro, que lo de ajuera es prestao - - .'
Cada palabra tena para l un tono, un color, una vibracin determinada. Jams
deca dos versos de la misma manera. Cantaba para todos, pero daba la impresin
de que cantaba para cada uno. Era el autntico traductor de las cosas que pasan
por la vida del hombre.
"La lejura es buena cura ...
Lo dice un refrn mentao.
Pero al final me han topao
sus ojos, su pelo suelto,
como si me hubiera gelto,
o no hubiera galopiao..."
Pasaban los cantores, chingolos de la pampa y de la sierra. En las noches
otoales nos arropaban con la conversacin de las bordonas, enamoradas de su
propio acento. Y la milonga era llana, extendida como un galope en la llanura.
Las cuerdas agudas intentaban apenas travesear con un tema, con una idea sin
mayor desarrollo. Y de pronto las bordonas le salan al encuentro, como
censurando liviandad, como poniendo orden al discurso de la guitarra, como
emparejando la tropa de sonidos hasta retomar la huella profunda, en la que
hombre y guitarra comienzan a entenderse para que nazca la dignidad del canto.
Nazareno Ros! Ignoro en qu rincn de la Patria se apag la luz de su
guitarra. Pero el Viento de la leyenda recobr, gracias a l, lo mejor de los
cantos perdidos en la pampa.
Tiempo despus la vida me llev por los caminos, junto a los trovadores de aquel
tiempo. Los versos y los sueos haban de amortiguar los golpes y desengaos.
Acompa a los hombres que saban cantar. Algunos dioses se empequeecieron.
Otros siguieron la ruta luminosa. Yo llevaba en mi sangre el silencio del
mestizo y la tenacidad del vasco. Haba ya librado infinitas batallas en mi
adentro.
"La lejura es buena cura Me llen de lejuras y saudades, aprendiendo los modos
del canto, las formas del decir de las comarcas.
Mi amor por el periodismo, mi fervor por el trabajo junto a los linotipos y los
componedores, me haca acercarme a los diarios y a los cronistas. As, alguna
vez pas por la ciudad de Rosario, y me acerqu a un diario que diriga Manolo
Rodrguez Araya.

Yo hacia notas de viaje, crnicas del campo, narraba sucedidos y escriba


sonetos.
Una noche, Manolo se me acerc y me dijo: "- T que eres medio guitarrero,
preprate para escribir sobre un guitarrero: Ha muerto el maestro Bautista
Almirn".
Lo que pas por m, no sabra contarlo. Sentado frente a una mquina de
escribir, rodeado de muchachos que trabajaban cada cual su tema, que gritaban
cosas y nombres y deportes, y telefoneaban afiebradamente, estaba mi corazn
desolado. Y tan lejos de ah!
Qu selva de guitarras enlutadas contemplaban mis ojos en la noche!
El destino quiso que fuera yo, aquel chango lleno de pampa y timidez, quien
escribiera una semblanza del maestro.
De un tirn, como si me hubiera abierto las venas, me desangr en la crnica.
Habl de su capa azul y su chambergo, de su guitarra y de su estampa de msico
romntico, slo comparable a Agustn Barrios en el sueo y el impulso.
Cit su Albniz, su Trrega, su manera de orar en los preludios. Habl de sus
alumnos, sin incluirme, por supuesto.
Y luego camin, no s por dnde, en la ciudad desconocida. Reviva uno a uno los
detalles de mi conocimiento del maestro Almirn. Tena necesidad de nombrarlo
para m solo en la noche. Y no me anim a verlo muerto. Quiero creer que sigue
por ah, trajinando mundo con su capa y su guitarra y su arrogancia.
"La lejura es buena cura
Y yo llen mi vida de caminos. Me sum a los hombres desvelados que buscaban
cantares sembrados por el legendario viento de la Patria.
Yo siempre fui un adis, un brazo en alto.
Un yarav quebrndose en las piedras ...
Cuando quise quedarme, vino el Viento, Vino la noche me llev con ella.
V
ENTRE ROS
"Hermosa tierra entrerrana, smbolo de rebelda,
vas curando el alma ma con el sol de tus maanas.
Te admiro fresca y lozana en las orillas del ro,
amo tu monte bravo, amo tus campos sembrados amo tus yuyos mojados con el vapor
del roco."
A. YRastreando la huella de los cantos perdidos por el viento, llegu al pas
entrerriano. Sin calendario, y con la sola brjula de mi corazn, me top con un
ancho ro, con bermejos barrancos gredosos, con restingas bravas y pequeas
barcas azules. Ms all, las islas, los sarandizales, los aromos, refugio de
matreros y serpientes, solar de haciendas chcaras- Lazo. Pual. Silencio.
Discrecin. Me adentr en ese continente de gauchos, y llegu a Cuchilla
Redonda, desde Concepcin del Uruguay. Llevaba un papel para Aniceto Almada. Y
das despus - hacen ya treintaitantos aos -, cruc por Escria, Urdinarrain, y
fui a parar a Rosario Tala.
Era una ciudad antigua, de anchas veredas, con ms tapiales que casas. Anduve
por los aledaos hasta el atardecer, sin hablar con nadie, aunque respondiendo
al saludo de todos, pues all exista la costumbre de saludar a todo el mundo,
como lo hace la gente sin miedo, o sin pecado.
Al filo de la noche, penetr en la ciudad. La luz de las ventanas apualaba la
calle. Algunos jinetes pasaban al galope.
Busqu el mercado y entr a un puesto de carne. Almada me haba indicado a un
hombre all: don Cipriano Vila.
Era un gaucho alto, fornido, medio rubin, de bigote entrecano. Haba un grupo
de hombres rodeando una pequea mesa, paisanos y amigos de Vila. Beban lucera y
charlaban en voz baja. Yo salud y me arrincon cerca de la mesa. Nadie me mir
dos veces.

Hay un acuerdo tcito. Un entendimiento. Una voz de adentro que hace callar, y
esperar, y prudenciar.
Y todo forastero debe conocer este cdigo. Sobre todo si se es paisano.
Ya no haba clientes, y yo no compraba carne. Don Vila cerr su puesto, quitse
el delantal blanco y se me acerc:
-Cmo le va, amigo?...
Bien, seor - le contest.
El hombre sirvi un vaso de lucera y me lo ofreci. Beb un poco y mir al dueo
del puesto con gesto cordial.
Al rato, don Vila saba quin era yo. Pocas palabras bastaron.
Cerca del ro Gualeguay, a dos leguas de Tala, me instal. Era un rancho tpico,
torteado de barro y cueros contra la humedad, en plena selva entrerriana.
Tena un doradillo orejano, animal nuevo y muy voluntario. Tena la necesaria
soledad. Y el ro tajando el monte. Y todos los pjaros cantores tendiendo en la
niebla de las maanas sus trinos abiertos.
Un ao redondo pas en ese lugar. Sala a los caminos, recorra leguas, desde
Lucas Gonzlez hasta la legendaria selva de Montiel. Asista a las carreras
cuadreras de Sauce Sud, a las yerras de Puente Quemado, dejaba velas encendidas
en el rincn de Lanza Vieja, respetando rituales tradicionales del paisaje. Y
siempre retornaba a mi rancho junto al ro.
Don Cipriano Vila era de una sola palabra, como la mayora de los entrerrianos.
Una vuelta, me dijo: -Aqu le traigo un amigo. Confe en l.
Y me present a don Climaco Acosta, un paisano menudo, vestido de negro, como
recin enlutado.
Conoc mucha gente en el tiempo que anduve por Entre Ros. Mucha gente buena,
hospitalaria y discreta.
Pero estos dos hombres, Vila y Acosta se ganaron un monumento en mi corazn.
Ellos rivalizaban en generosidad y criollismo. Los vi pialar en los corrales.
Los vi correr en el monte. Los vi participar en festejos paisanos, bailar
mazurcas, chamams y gatos. Los vi componer lazos y caronas. Los vi guitarrear,
taendo cuidadosamente las vihuelas.
Acosta era un hombre simple y muy sensible a la msica. En aquel tiempo slo muy
rara vez se pronunciaba la palabra Patria, pero la ocasin de decirla alcanzaba
un alto grado de responsabilidad y respeto. Recuerdo el gesto de don Climaco,
con los ojos brillando de emocin y coraje y amor, mientras escuchaba una danza
argentina: La condicin. El slo enterarse de que alguna vez la haba bailado el
General Belgrano, lo obligaba a rendir todas las tolderas montieleras que le
gritaban en su alma de gaucho sencillo, libre y montaraz.
Creo que desde esa vez que en su rancho, en la intimidad, toqu esa danza,
recin gan la ancha amistad inolvidable de Climaco Acosta.
Las guitarras bullan en milongas floridas, en cifras y estilos, en chamams y
chamarritas ...
En el pago enterriano nac donde alegre florece el ceibal.
Y en mi infancia de gaucho aprend a escuchar desde nio la voz del zorzal.
En el andar por tierras montieleras puede comprobar que el cancionero comarcano
no era muy nutrido.
Entre Ros ostentaba un cantar de tipo objetivo, parecido al que usan los
uruguayos del noroeste. Gustaba tambin de la msica guaran, y la pampa le
haba acercado sus triunfos, sus cifras, y algunos estilos y trovas. Pero la
manera de tocar la guitarra era florida, "llena'e
moos", un poco a la manera orientala.
El aporte folklrico de la zona entrerriana era ms cabal en refranes, cuentos y
chascarrillos.
Y son los entrerrianos - o eran - muy hbiles en el trabajo del cuero. Los
aperos. caronas, cojinillos de carpinchos y perico-ligero, se hicieron famosos.
Lo mismo pasaba con los sobrepuestos de hilo trenzado, hechos con todo el lujo
campero. Con slo pasar la mano a contrapelo, quedaban frescos y listos para
aguantar galopes largos entre los montes o a lo largo de los palmerales.
En esos tiempos escuch cien historias sobre el "lobizn". Cada pocas leguas
cambiaba la historia; le quitaban o agregaban modos y caractersticas. Entre

Ros es, quiz, la provincia argentina que ms versiones cuenta de la famosa


leyenda de las selvas alemanas sobre el "lupus-homo" - el hombre-lobo -, de las
narraciones antiguas.
Los hombres contaban estas historias con toda seriedad, entre mate y mate, en
esos montes entrerrianos llenos de rumores nocturnos. Los changos escuchaban con
tremendos ojos, y de vez en cuando miraban hacia la endeble puerta del rancho,
que el viento de la noche bata levemente. Me imagino el insomnio de los
muchachitos, ya que nosotros, galopando las leguas del retorno, creamos ver
tambin, a los costados del callejn, la sombra fatdica del mito selvtico.
Entre Ros! Cunto viv en ese ao, all por mil novecientos treinta,
desconocido msico, ignorado coplero, improvisado maestro de escuela, tipgrafo,
cronista, vagabundo y observador, recorriendo pueblos, aldeas, campaas, donde
sembraban y domaban potros los famosos gauchos judos de Gerchunoff, donde el
matrero entraba a las pulperas y beba junto
a la puerta, a un tranco de su caballo que lo esperaba con la rienda arriba;
donde la palabra superaba a todo documento; donde la queja y el ay! eran
patrimonio exclusivo de las muchachas; donde el alarido era una aguda flecha del
regocijo paisano; donde el alma se poblaba de nuevas fuerzas brotadas de un
paisaje sin mansedumbre: monte de tala y ros con remansos, haciendas chcaras,
gauchos baguales, toda la tierra en armas, lanza, vincha, espuela y corazn,
bajo una luna redonda que pasaba sin descubrir el misterio que anidaba en el
fondo del hombre y del paisaje ...
Es pobre este verso mo, pero aunque est mal trazado quin no se siente
inspirado para cantarle a Entre Ros!
Si en el ramaje sombro canta orgulloso el zorzal.
Si all sobre el totoral canta sus penas el viento, dejen que en este momento yo
cante mi madrigal.
Para tomar el callejn hacia el monte en que viva, en Tala, pasaba junto a una
ancha casona, de varios balcones. Era un severo edificio color gris, con jardn
interior. El abanico de una palmera sealaba el tope de los techos.
Yo aprend a quitarme el sombrero junto a la puerta de esa casa, sin haberme
atrevido a entrar jams.
Cada cual tiene su manera de honrar a la gente que distingue. Y yo no hallaba
otro modo que manotear el barbijo de mi sombrero, rindiendo mi mejor saludo para
el caballero criollo que habitaba esa casa: Don Martiniano Leguizamn.
Tiempo despus he tratado a su gente, a sus hijas, damas emparentadas con los
Finocchietto de Buenos Aires. Me ha ligado a ellas una gratsima amistad. Pero
nunca confes estas cosas que hoy escribo, quizs porque abrigo la esperanza de
que alguien, en mocedad prudente, sienta cmo reconforta ese minuto en la noche,
al pasar frente a la casa de quien nos ense a querer la Patria, la comarca, el
pedacito de tierra, cntaro guardador de todas las ternuras.
Flotaban en el aire entrerriano los versos de Fernndez Espiro, de Andrade, de
Panizza, de Sarav. Borroneaba su primer cuaderno de estudiante Martnez Howard.
Vibraban las guitarras cultas del coronel Machado, de Surigue, de, Gonzlez y
Barreiro. Cantaban las vihuelas populares de Bartoli, de Badaraco, de Pitn
Carlevaro, troveros de la costa del Paran. All, por Feliciano, el moreno Soto
levantaba sus coplas en la noche, entre el gramillal de los Kennedy. En Diamante
se desvelaba el chango Tejedor, la ms dulce voz de esa costa. Pero nada me
haca olvidar el rincn espinoso de las puertas de Montiel, pasando Lucas
Gonzlez, donde rezaban su entrerrianidad Climaco Acosta y Cipriano Vila.
Ellos tambin devolvieron al Viento las hilachas del canto, perdido. Ellos
nutrieron de temas ejemplares mi alforja de muchacho andariego, sin calendario
ni fortuna, caminados por los montes bravos sin ms brjula que un desvelado,
corazn paisano.
Alguna vez retorn a las ciudades entrerrianas: Paran,. Concepcin,
Concordia ... Pero no he vuelto a pisar la hosquedad montielera, donde viv un
ao ejerciendo los ms diversos oficios. Evoco ahora sus caminos, el misterio de
los montes emponchados de niebla en las maanas, el galope de mi caballo sobre
suelos polvorientos o en los anchos callejones barrosos. Me detengo frente al
rancho de los Cuello, viejos hacedores de carunchos, cigarritos de noble tabaco
oscuro; charlo con Aguilar y Pajarito Ayala; oigo el tpico grito del gaucho en

el fondo del monte, y lo siento a mi poncho como si me abrazara, con el abrazo


pesado de prenda mojada; como si de nuevo anduviera aprendiendo vida en ese
mundo sagrado y agreste, misterioso y sin olvido, de la selva entrerriana.
VI

GENUARIO SOSA, UN ENTRERRIANO


Genuario Sosa era un hombre importante: era domador. Moreno, delgado y fuerte.
Cuandocaminaba, aflojaba un poco la pierna izquierda, balancendose, como si
fuera a estribar. Es que a fuerza de trajinar con los potros, aos y aos, se
haba creado la costumbre de vivir con una mano cerrada, como apretando
imaginarias riendas y cuando andaba de a pie, lo haca como adivinando la sombra
de un corcovo. Son cosas que da el oficio ... Tena una risa ancha, como su
amistad. Y la usaba seguido, porque amaba la vida, porque era limpio y honrado,
y cuando miraba, fuerte y hacia adelante, lo hacia con la serena altivez del
gaucho entrerriano. Ostentaba en su frente una cicatriz con forma de luna nueva,
recuerdo de un entrevero .
Por ah, cuando alguien haca alusin al asunto, Genuario Sosa rea, y girando
la cabeza mostraba su nuca mechuda, mientras deca:
"Mir lo que son las cosas! Atrs no tenga ni una. Ser que no he disparao."
No era una fanfarronada la suya. Lo haba probado muchas veces, y todo el pago
saba que Genuario no fue nunca gallina ni farol. Era eso, nada ms ni nada
menos que eso: un gaucho entrerriano.
La cicatriz era el rastro de un duelo en medio del monte. Haba cortado por
derecho con un paisano que se andaba portando mal con una parienta suya, y este
paisano, con otro compinche, lo esper una tardecita en el paso Colorado, entre
los matorrales de la Costa del Gualeguay. Genuario Sosa iba prevenido porque
haba olfateado algo, y cuando a pocos metros le salieron los otros al medio de
la picada, montados, Genuario se agach y desat el estribo derecho, mientras
detena la marcha de su caballo.
Sus enemigos se le vinieron "al humo", uno con facn y otro haciendo arma de su
rebenque, uno por cada lado de la huella. Sosa saba qu animal montaba, y
cuando calcul llegado el instante, hundi su espuela en la bestia y la oblig
al salto hacia la derecha. El rebencazo se perdi en el aire, pero el estribo de
Genuario cay sobre la cabeza del paisano que ah noms qued sobre la tierra
desmayado, tendido "como lagarto siestero".
Puestos los jinetes de frente nuevamente, Genuario convid: Se apiemos?
El otro, sin contestar, hizo pie a tierra. Se enfrentaron, esta vez a poncho y
facn. Entre finta y rodeo, se estudiaban. No haba ms testigos que los rboles
costeros en cuya verde maraa asomaban algunas flores palidonas y pequeas.. A
poca distancia, dos zainos y un moro estaban quietos, desentendidos del drama.
Cuando al cruzar el paso para evitar el ataque, Sosa se enred en una espuela y
trastabill, fue cuando el otro le volc de revs el filo del pual sobre la
frente.
Fue un golpe limpio, rpido, "legal". Dicen los antiguos, que "la sangre
enardece a los toros y a los gauchos". La primera impresin de Sosa fue de
rabia, de enorme rabia apenas contenida.
Pero la rabia enceguece, y eso es malo. Ya bastante encegueca el raudal de la
sangre que corra sobre el rostro de Genuario.
Haba que aprovechar como tctica esa herida. Y la aprovech. En un momento hizo
como que se debilitaba. Afloj las rodillas y se llev el poncho a la cara.
El otro, ni lerdo ni perezoso, amag una finta y se fue de "hacha". Pero
Genuario haba desenvuelto en su ademn su poncho, y arrojndolo sobre la cabeza
de su rival, estir velozmente el brazo armado hasta despertar el primer
quejido. El primero, y el ltimo.
Muchos detalles hubo en este duelo. El "dormiln", golpeado con el estribo,
haba estado sentado sobre la tierra, a poca distancia, dolorido y medio
mareado, y mirando a los hombres, sin la menor intencin de intervenir.
Genuario tuvo que hacerse cargo de los dos. Los "cuarti" hasta el pueblo y all
los entreg y se entreg.

Estuvo varios aos "adentro". Haba sido asaltado, y se haba defendido con
todas las reglas del honor gaucho. Su conciencia estaba tranquila. Por eso, en
la crcel no se envici de matonismo, ni se ensoberbeci. Cuando sali en
libertad, sigui trabajando, en su oficio, y en su pago. All lo conoc, en las
costas del Gualeguay.
Algunas tardecitas salamos a caballo. Pasbamos por la vieja casona de don
Martiniano Leguizamn. Recordbamos las obras de este narrador inteligente. Una
vez le pregunt si haba ledo algo de don Martiniano, y me contest: "En casa
los gurises saben algo de eso. Yo apenas si puedo contar los callos de mi mano."
Y sonrea, entre abochornado y gracioso. No haba tenido tiempo de ser
escuelero. La miseria lo apret desde nio. Su ciencia se desarroll en pastos,
caballos, lazos, rebenques y huellas entre el monte. En esos trajines vivi toda
su vida. Se doctor en jineteadas, y no tuvo conciencia de su fama de domador.
Crea que la cordialidad hacia l era el natural premio a su honradez de
paisano.
Ahora, desde hace un tiempo, descansa bajo los talas, en un perdido rincn de
Cuchilla Redonda. Tierra entrerriana lo cubre. Qu mejor bandera?
II
DESTINO DEL CANTO
Nada resulta superior al destino del canto.
Ninguna fuerza abatir tus sueos, porque ellos se nutren con su propia luz.
Se alimentan de su propia pasin.
Renacen cada da, para ser. S, la tierra seala a sus elegidos.
El alma de la tierra, como una sombra, sigue a los seres indicados para
traducirla en la esperanza, en la pena, en la soledad.
Si tu eres el elegido, si has sentido el reclamo de la tierra, si comprendes su
sombra, te espera una tremenda responsabilidad.
Puede perseguirte la adversidad, aquejarte el mal fsico, empobrecerte el medio,
desconocerte el mundo, pueden burlarse y negarte los otros, pero es intil, nada
apagar la lumbre de tu antorcha, porque no es slo tuya.
Es de la tierra, que te ha sealado.
Y te ha sealado para tu sacrificio, no para tu vanidad.
La luz que alumbra el corazn del artista es una lmpara milagrosa que el pueblo
usa para encontrar la belleza en el camino, la soledad, el miedo, el amor y la
muerte.
Si t no crees en tu pueblo, si no amas, ni esperas, ni sufres, ni gozas con tu
pueblo, no alcanzars a traducirlo nunca.
Escribirs, acaso, tu drama de hombre hurao, solo sin soledad ...
Cantars tu extravo lejos de la grey, pero tu grito ser un grito solamente
tuyo, que nadie podr ya entender.
S; la tierra seala a sus elegidos.
Y al llegar el final, tendrn su premio, nadie los nombrar,
sern lo "annimo", pero ninguna tumba guardar su canto ...
Varios aos tard en disiparse la polvareda levantada por los malambos que trajo
Andrs Chazarreta con sus santiagueos, all por el veintiuno, en aquel cielo
memorable del Politeama, con el espaldarazo formidable de Ricardo Rojas.
Fue un verdadero impacto en plena calle Corrientes. Hombres y mujeres, cantores,
msicos, campesinos, artistas del monte, conmovan noche a noche al porteo con
sus "remedios", "marotes" y "truncas", y los endiablados mudanceos del
"malambo".
Doa Nachi, en escena, cebaba mates "dendeveras", mientras el ciego Aguirre
taa su arpa, y Gimnez, Colazn y Surez competan en las danzas ms donosas.
Todo era puro, honesto, autntico. Todo tena el preciso grado de misterio que
confieren el pudor y la gracia de los seres sencillos desempendose en el arte.
Es decir, haciendo arte de "su" hbito de bailar y cantar, haciendo arte de "su"
modo de mirar, coquetear, de vestir y lucir una floreada pollera. En suma:
haciendo arte de "su" folklore.
Ay, vidalita, ramo de azahares,
eres el alma de estos lugares!

Comenzaba la presidencia de Alvear, y su esposa, con la autoridad que dan la


cultura y el desinters, mova los hilos de los mejores acontecimientos de la
lrica y el canto popular.
Floreca el cancionero de la patria.
Traan los santiagueos las viejas canciones de la selva, las danzas seculares,
los ritos salamanqueros, las coplas del arenal, las telesitas. Nadie cantaba
zambas, ni gatos, ni bailecitos, ni vidalas compuestas "a ltimo momento". No.
El temario era rigurosamente folklrico, general, plural y annimo.
Aqu est mi rancho, ay, perdido entre los jumiales.
Las calles porteas parecan respirar un aire de chaares florecidos, un aroma
de churquis y poleos, un acento de guitarras nostlgicas, un retumbar de bombos
autnticamente legeros.
Mi pena se hunde en la bruma que flota en los salitrales ...
. Patrocinio Daz - cantora y moza de encendidos ojos norteos, floreca noche a
noche en la vidala. Alzaba la caja - luna llena de magia y de copia- y con ella
andaba, verso adentro, rastreando la nostalgia.
Cuando sal de mis pagos de naides me desped
Las danzas argentinas, en los teatros y en las salas tradicionalistas se
bailaban respetando carcter, espritu y coreografa. Distancia, ademn gentil,
y ausencia total de "divismo". Nadie se desviva por ser la primera figura. Cada
cual lo era en el preciso momento.
Los malambistas antes que zapateadores, eran bailarines. Nadie era tipo
"standard". Cada uno tena su personalidad, su prestigio de responsabilidad.
Nadie jugaba - dentro de las danzas criollas- al "bolero de Ravel" ni al uso
espaolsimo de girar unidos cadera a cadera, como notamos hoy, en teatros,
salas y peas, donde la mayora de evolucionados artistas criollos luchan por
matar lo puro del folklore, para luego luchar por resucitarlo a su manera".
En medio de la polvareda de los santiagueos, aparecieron provincianos de
Tucumn, Catamarca, Crdoba, Mendoza. Trajeron ellos el autntico folklore de
sus pagos, el cantar antiguo, la copla perdida, la trova galana.
Amaya y Maran, tucumanos, arrimaron sus caas dulces con las zambas ms lindas
de la tierra. Eran guitarras traviesas, nerviosas, prontas al entrevero entre
paisanos. Eran voces lugareas, que cantaban con amor, con autoridad el
cancionero de su comarca. Igual cosa pasaba con Hilario Cuadros, Morales,
Alfredo Pelaia, con Ruiz y Acua, con Sal Salinas y Gregorio Nez, con
Cristino Tapia, Chavarra y Montenegro, con Carlos y Manuel Acosta Villafae,
con Marambio Catn, Cornejo, Fras, nombres stos que representaban cuatro
provincias, cuatro modalidades, distintas formas de expresar el cancionero. Ser
que cada uno de ellos posea una fuerte personalidad artstica. Todos se
conocan, eran amigos, eran criollos, y para nosotros constituan una academia
donde aprendamos lo puro de cada regin
argentina. Nadie disparaba en la chaya ni en la cueca; las danzas eran
mesuradas, seoriales,
expresadoras de un estado de gracia que slo la msica poda traducir.
Estos cantores eran sensibles al aplauso del pblico, pero para obtenerlo no
recurran jams al
"bluff". Cantaban interpretando, valorando la palabra, la copla, la tradicin y
la tierra.
...
Dicen que las golondrinas pasan la mar de un voldo.
As lo pasar yo cuando me echs al olvido
Difcil ser hallar a alguien que se plante frente a frente a la moza y comience
a desenvolver el misterio de la zamba con mejores recursos que Ramn Espeche.
"Zapatear no es patear el suelo", deca don Andrs Chazarreta.
En esos tiempos, una tucumana haca su segundo viaje a Europa, llevando a los
salones ms aristocrticos la cancin argentina. Era Ana S. de Cabrera, fina
dama, hbil guitarrista que camin los ms claros senderos del canto popular.
Cant "bailecitos", "vidalitas", trovas diversas ante los pblicos ms
exigentes. Una noche, en la primavera de Europa, la rodearon reyes y condes,

princesas y nobles caballeros. Fue en el palacio de la Alhambra, en Granada,


donde realiz su concierto a invitacin de Alfonso XIII.
Estoy seguro que esa noche estuvo presente all una reina que superaba en linaje
y calidad a todo el auditorio: la Zamba, la danza ms hermosa de nuestro pas
argentino.
La Banda Oriental nos envi sus cantores, formados, cabales, duchos en la
guitarra. Muchos estilos, cifras, milongas y coplas del Uruguay anduvieron por
nuestros caminos, como rastreando el milagro del canto que produjeron tiempo
antes los Podest. Humberto Correa, Miguel Grpide, Gravis y Pascual; cruzaron
mucha pampa nuestra cantando y sembrando los lujos de su tierra. Yo los o, all
por los montes entrerrianos, cuando el paisanaje galopaba leguas para escuchar
un estilo bien cantado, una cifra heroica, una cancin de esas que el viento ha
perdido para que la encuentren los desvelados cantores de la Patria.
As, tras la polvareda santiaguea, tras el suelo lrico de mendocinos,
cordobeses, catamarqueos y tucumanos, apareci de pronto en Buenos Aires una
voz clida, entraablemente criolla. Esa voz entregaba en los salones nativistas
una serie de zambas annimas, plenas de paisaje traducido con acento nostlgico;
esa voz que daba el tono lrico-popular de
la tucumanidad. S, llegaba de Tucumn, y ninguna otra voz de pueblo hubiera
representado mejor ese pas de caaverales y montaas boscosas, de gentes
sencillas, toscas y romnticas a la vez, pas de la zamba, la vidala, la baguala
del alto valle, pas de las guitarras serenas y profundas, pas de nubes y
pauelos de sueos y trabajos.
Era la voz de Martha de los Ros, que aportaba al caudal folklrico la fuerza de
un temperamento raramente dotado, la inquietud de un corazn lleno de amor para
el canto de las tierras.
56
Tambin eres grandioso cuando la dulce estrella arroja desde el cielo su luz
sobre tu sien.
Cuando la luna blanca su claridad destella, bajando con su lumbre tan plcida y
tan bella tus bosques de nogales, de cedros y laurel.
Oh, Tucumn, yo evoco tu esplndido Aconquija, evoco tus risueas colinas
Yaman!
Pero lo grande y bello, de Dios obra prolija, que de tu cielo difano el manto
azul cobija, son tus floridos bosques a orillas del Sal.
O. Oliver.
aparecieron tras la polvareda de los primeros artistas santiagueos, los que
conmovieron a Buenos Aires con un cancionero autntico, annimo y antiguo. Evoco
la trayectoria de aquella muchacha tucumana, Martha de los Ros, su sencillez,
su cuidado por aprender y decir cabalmente el tema en estudio, su ausencia de
vanidad que la engrandeca, su ancho sentido de la amistad, su tucumanidad
evidenciada en todo momento. Y no puedo menos que rendir el homenaje del mejor
recuerdo para los cantores de aquel tiempo que pasearon sus cantares por Buenos
Aires, donde caban los desvelos y la nostalgia de los provincianos.
VIII
LA CORPACHADA
Eusebio Colque detiene la marcha de sus burros en el Angosto de la Vertiente. El
paso es estrecho, y la carga podra chocar con el muralln del cerro, haciendo
perder el equilibrio a las bestias, despegndolas.
Hay que descargar. El hombre desata las riatas, afloja las coyundas, sus manos
hbiles tiran de las puntas "cabalitas", sin nudos, y cuidadosamente deposita en
la tierra los dos barriles de buen vino vallisto, y otras cosas.
Luego, conduce de tiro a sus burros unos cincuenta metros, hasta donde la senda
se ensancha.
Transporta despus, a brazo, las cargas y se dispone a acomodar de nuevo.
Prepara coyundas y riatas, tira, compara, mide, ajusta al fin, decididamente.
Quita el poncho que hizo venda para los ojos de los cargueros, y hace chasquear
una orden en sus labios resecos, y sigue la marcha, valle arriba. Eusebio Colque
va llevando encargos para su patrn, que lo espera en el puesto de Falda Azul.

Sali de Tilcara cuando el cristal del alba se destrozaba en el canto de los


gallos. Sali con las ushutas hmedas de noche, de sombra, de bruma, despus de
corretear por el potrero para pillar sus burros. Su heroico calzado indio se
moj con el llanto de los pastos. Aun en la media tinta del alba, como un
diamante, una gota de roco adherida al tiento talonero, haca quebrar la luz de
la ltima estrella de abril.
Con un trago de aguardiente y un acuyico bien colmado de buena coca yunguea,
punte hacia el Alfarcito, cuesta arriba. Y as, hora tras hora, observando la
carga, los burros, el cielo, las peas y el campo, fue ganando distancia. Cerro
Pircado, Corral de los Huanacos, Piedra Parada, Huyra - Huasi, Falda Larga,
Corral de Ventura, La Puerta, Quirusillal, todos estos nombres son etapas sin
descanso, son jornadas vencidas por el kolla de los valles altos. En todo este
trayecto, slo dos ranchos levantan apenas sus cumbreras sobre el breal. Lo
dems, piedra, arena bermeja, viento fuerte y canto de agua, llevando hacia la
quebrada mensajes de soledad ...
Eusebio Colque marcha en la tarde fra y fugitiva. Est a dos horas de Falda
Azul.
En las lomas, el viento hace estremecer los pajonales, y poco a poco las sombras
roban el paisaje. Algn pjaro silencioso pasa rozando las lomas, hacia su nido
solitario.
En el camino, el corazn de Eusebio tiene resonancias extraas. Puede viajar
cuesta arriba o cuesta abajo, sumergirse en su mundo interno, ahondar sus
problemas, sin distraerse por eso, sin dejar de arriar sus bestias, componer su
carga y observar el estado de la senda.
Eusebio Colque tiene una edad indefinida. Podra lo mismo tener cincuenta aos,
y nadie exagerara adjudicndole ms de sesenta.
1
Nada ms difcil que acertar la edad justa de un kolla. El montas del norte
jujeo desorienta siempre en este sentido. En la montaa, se mantiene la
tradicin oral, heredada de padre a hijo; las confidencias tratan lo mismo cosas
del hogar indio, ntimas, sobre la casa, la sangre, el corral o las peas, como
se extiende tambin en el relato de viejos sucedidos, moralejas, consejos y
prevenciones, en que intervienen recuerdos de gentes desaparecidas hace muchos
aos. De manera entonces, que no es esta memoria del hombre, que nos hace
confundir acerca de su edad. Tampoco lo es su silencio, pues calla siempre,
desde que nace, hasta que el sol lo busca en vano para seguir alumbrando sus
pasos por la vida.
Ahora mismo, andando por caminos angostos donde la muerte se agazapa en amenaza
eterna, Eusebio es una vida envuelta en un silencio grande, en un solo silencio
sostenido por la fuerza de una idea, por la dulzura de un recuerdo, o por el
agitarse de un mundo sin fronteras que bulle, canta, goza y llora dentro del
alma humana.
Como este hombre, hay varios miles en el norte jujeo, nacidos en la Quebrada, o
en la Puna, o en la selva que limita la montaa con lo desconocido. Rostro
cobrizo, rasgos definidos, cuerpo pequeo y recio, incansable caminador,
observador inteligente, supersticioso por raza
por tradicin, lrico, fiel, como tambin hurao, hermosamente salvaje, como el
paisaje que lo vio nacer ...
Eusebio Colque lleva apuro. Sabe que hoy ha sido da de yerra en los campos de
Mamerto Maman. Fue ste quin le encarg los barriles de vino, "por si la
chicha resultara escasa".
Por eso, quiere llegar al corral antes de que termine la faena. Conoce la
cantidad de terneros que trajinarn con seal y marca, los toros que castrarn,
y calcula que al caer la tarde se proceder a botar el ganado del corral, para
iniciar la ceremonia ritual de la corpachada, homenaje de devocin y gratitud a
Pachamama.
La corpachada! Cmo haba de perderla l, que desde chango asisti a todas las
corpachadas del cerro nativo!. . .
Los burritos han descendido por spera senda hasta el ro de Quirusillal, y
remontan ahora la ltima cuesta, mansa ya, sin peascal que lastime los pasos.

En la tarde, donde una claridad extraa y melanclica resiste a la bruma, marcha


el arreo. Tras los burritos, Eusebio, pequeo y silencioso, con el poncho
calado, asomando la cabeza por la ventana de la prenda india para contemplar el
mundo encajado entre las cumbres de su pago nativo.
Por momentos, el huayra aliviana el nublado, desmadejndolo, hacindolo tender
el vuelo, asentndolo luego por ah; a ratos lo vuelve, lo lleva lejos, con
intencin de despedazarlo
entre las peas, lo rescata en seguida y lo entretiene en la media altura sin
decidirse a abandonarlo en alguna parte. Ya no tiene colores el cielo sobre los
cerros del Oeste. El fro y la cerrazn han robado a la luz de la tarde sus
mejores matices. Hasta las matas puneas, duras y amarillas, tienen ahora el
tono pardo y dolorido de la tierra. Es la hora en que comienzan a animarse los
misterios de la montaa, es el minuto largo del ocaso vallisto, de la luz
griscea, el guijarro que se suicida trazndose en el fondo de los huaycos,
desde donde llega, clara y dulce, la voz de los ros reclamando la luz de la
primer estrella ...
Envuelto en su poncho rado y amigo, Eusebio Colque llega al corral del abra de
Falda Azul.
Los peones estn terminando de botar el ganado del corral. Todos estn
emponchados, porque la cerrazn parece "garvia", como la llama a la gara. Sobre
los pastos aplastados, aqu y all, se han inmovilizado los lazos, y estn
sucios de tierra, de pelos y de sangre. Han trajinado mucho estos lazos. En las
faenas indocriollas de estos lugares, como tambin en otras
comarcas, el lazo es la prolongacin del brazo humano, y la presilla parece
estar sujeta al corazn del hombre, afirmado en anhelos y coraje camperos.
Al medioda haba comenzado la yerra. El patrn y el puestero, los primeros en
iniciar la pasada, han volteado la pareja de vacunos que seran los "novios" de
la yerra de este ao: un torito de ao y medio y una ternera de ojos hmedos y
balido clamoroso.
Brigidita, la puestera de Molulo, bautiz a las bestias, hacindoles beber
chicha. "Los novios" pujaban por deshacerse del lazo que los mantena contra el
suelo, lomo a lomo. Las mujeres coronaron las huampas con flores de lana teidas
de rojo, amarillo y morado. Todos palmearon los cuartos de "los novios". Eso da
suerte.
Luego, no hubo brazo ocioso. Entre gritos y tropeles, chanzas y cadas, se anim
el corral.
Lejos huyeron los pjaros del abra, refugiando su miedo en los bosquecillos de
las quebradas..
Cerca de la puerta del corral, estn las brasas para calentar las marcas. Buen
fuego reparador, que perfuma el aire con olores de carne asada y ancos
rescoldeados a campo abierto. All se prepara el yerbiao con alcohol, buen fuego
sobre estas alturas, atendido por kollas floristas y changos comedidos.
Eusebio Colque est ah, junto al fogn, saboreando el yerbiao. Alguien se hace
cargo de su arreo. Alguien le informa sobre el desarrollo de la yerra.
Bajo el anochecer brumoso, con las alas de los sombreros cayendo sobre las caras
como capotas, los hombres y las mujeres de Falda Azul se disponen a corpachar.
Junto al bramadero, en el centro del corral, han practicado un hoyo, en el que
enterrarn las seales, los pedazos de colas, las hojas de coca, la chicha.
Mam Rosa, vieja puestera, dirigir la ceremonia de la corpachada, rito de la
gratitud india para la Madre de los Cerros, para la mxima divinidad de la
montaa, para Pachamama, misterio creador de la fuerza que anima la vida andina,
que auspicia el viaje, que ayuda a vivir y a morir, a amar y a olvidar; para
Pachamama, deidad desconocida y bien amada, que tiene su refugio en las grutas
ignotas de la sierra, entre msica de quenas invisibles, arpas encantadas y
tibiezas inefables; para Pachamama, duea y seora de los picachos y de los
pastos, de las bestias y de los hombres, la que se enoja en los temblores, la
que protesta en el rodar de los truenos, la que extrava al hurgador que ofende
la tierra buscando oro, estao y plomo; para Pachamama, la que suea cuando la
luna es grande, la que suspira cuando el aire es suave, la que llora con el
lloro fresco y mudo de los pedregales, la que busca en el silencio de las chozas

las frentes entristecidas y los ojos pequeos, cerrados ms que por el sueo,
por la fatiga de andar, de sufrir, de esperar ...
Estn corpachando los kollas en el abra de Falda Azul. En el hoyo del corral,
todos depositan sus ofrendas: coca, tabaco, flecos, crines, seales, flores
humildes, hechas por las puesteritas.
Si esas gentes pudieran vivir sin corazn, los hombres lo enterraran - cofre de
angustias, de cantares y de goces- en ese rincn simblico.
Mam Rosa, solemne, canta. En las coplas corpacheras se piden venturas y
beneficios, se suplican perdones. Mam Rosa canta y conversa con la tierra,
arrodillada frente al hoyo: "Para que vuelva a los potreros el novillo perdido.
Para que la nieve y las heladas no perjudiquen los pastos Para que los changos
sean grandes y buenos. Para que el tigre y la vbora no mermen el ganado en los
montes. Para que ella, Mam Rosa, vieja, enferma y casi ciega, pueda dirigir
futuras corpachadas ...
Eusebio Colque tambin tiene algo que decir a la tierra. Se arrodilla. Y
mientras habla, va depositando en el hoyo, lentamente, hoja tras hoja, la
coquita de su chuspa, y algn fleco de su poncho. Por el tajo breve de sus ojos
penetra, el crepsculo montas con su fro, su niebla y su misterio, y alimenta
el espritu de ese hombre de los caminos.
Y Eusebio murmura apenas: "Para que mis burritos no se me lo mueran. Para que
mis pieses no se cansen aunque yo est viejo. Para que mi mujer se sane de ese
mal que no la deja respirar. Para que mi hijo que est en Yavi, no sea ingrato,
y me lo traiga a mi nieto, as lo puedo ver, y acariciar, y contarle muchas
cosas que l debe saber . . ."
Y el hoyo simblico sigue recibiendo las ofrendas de Mam Rosa, de Eusebio
Colque, de Mamerto Maman, de todos, hasta de las puesteritas y de los changos
del fogn, hasta del maestro de la escuelita de Molulo, abajeo que asiste,
entre curioso y conmovido, a la ceremonia de la corpachada.
Dirigidos por Mam Rosa, todos cantan la copla ritual: "Que la Pachamama los
reciba,
regalitos de la tierra ... Que la Pacha nos ampare, que multiplique la
hacienda ... Aunque se agrande el corral, que se gelva cielo y tierra..."
El aire se pone ms helado. El nublado se asienta, sobre el abra. Est cerrando
la noche y el alma de las piedras est dolorida de murmullos. Por los listones
de los ponchos, ruedan hasta temblar en la punta de los flecos, las lgrimas del
ocaso.
Los kollas han concluido la corpachada. Han trajinado, han cantado, han bebido,
han cumplido con la tierra. Ahora, se dirigen al puesto, como sombras afiladas
en medio de la cerrazn. La fila india porta bultos de lea, asados, yuros
lazos, marcas. Slo hay dos o tres jinetes. Los dems, como siempre, como toda
la vida, haciendo sobre la tierra una huella breve con la suela heroica de las
ushutas.
Mam Rosa cuelga su copla en la niebla: Que la Pacha nos ampare, que multiplique
la hacienda
Eusebio Colque ha dicho todo lo enorme e importante que tena que decir. Camina
ahora,
mudo, ms liviano de alma, con una sensacin parecida a la serenidad. Cmo no
lo ha de escuchar a l, la Pacha!
Alta noche.
Mientras el nublado se asienta lejos, una media luna triste y fra, vela los
campos dormidos.
Por momentos, de lo hondo de las quebradas parte el ahogado mugido de algn toro
que en la tarde sufriera la humillacin de su podero. La bestia huele y siente
su derrota y queda como embramada en el bosque enmaraado de los huaycos.
Dentro y fuera del rancho del puesto, duermen los kollas bajo sus ponchos
hmedos. En la cocina, un fogn muriente apenas rompe las sombras. Algn perro
ahuyenta con una queja los fantasmas de su pesadilla.

All, en el corral del abra, sobre los pastos humedecidos, el aire comienza a
mismir la lana de su silbo, y en la puiska invisible del remolino rueda lejos un
madejn de silencio.
A veces, cuando la luna vence las brumas errantes, el muralln de cumbres parece
animarse, y el pajonal se puebla de msicas extraas, de voces de vertientes, de
voces altas, afinadas de luna, de voces de guijarros y despeados.
En la meseta, con la cabeza gacha y las orejas hacia atrs, meditando ms que
durmiendo, los cinco burritos de Eusebio Colque parecen anudarse con el aliento
clido, en un ansiado descanso.
Blanqueando sobre el campo quebrado, bordeando los barrancos, se estira, angosta
y anhelante, la senda que une ese mundo sufrido con la vida inquieta y ms
amable, de la Quebrada de Humahuaca.
Agradeciendo las ofrendas de los hijos del cerro, desde su gruta ignorada,
PACHAMAMA, fuerza misteriosa de la vida en la montaa, contempla su dominio de
piedra, pastizal y soledad...
IX
EL VALLE CALCHAQUI
Muchos han sido los viajes, giras y travesas que realic a lo largo de los
llamados Valles Calchaques.
Los he topado desde diversos sitios. En ocasiones, llegaba a ellos desde la
Quebrada del Portugus, en el Sur tucumano. Otras, me asomaban al misterio de
esa alta tierra desde Amaicha del Valle, o bajando del Alto de Ancaste, en
Catamarca, o pasando por "Las Criollas", al fondo de San Pedro del Colalao, como
quien busca los rumbos de Cafayate. O desde Pampa Blanca, en Salta, o desde los
Laureles, Ro Blanco, Quebrada del Toro.
Otras veces, luego de una larga excursin por el Chai Chico de Jujuy, he topado
Cerro Moreno, punta de los Salares, camino de Atacama, y torciendo al Sur luego
de padecer los vientos de Acay y Cachi, llegando en una semana de trajines a la
huella histrica del Valle.
Todos estos viajes los hice a lomo de mula. Jams anduve por esas regiones en
automvil. En aquellos tiempos, era imposible usar otro medio que no fuera el
caballo o el mular, pues no haba sino caminos de herradura. Luego se
habilitaron caminos entre las montaas.
.Pero estando cerca y con algunos das disponibles, no he querido llegarme al
valle calchaqu en automvil. Prefiero mirar este aspecto de mi vida, esta etapa
de mi juventud, como cosa cumplida, como ejercitacin o disciplina de la
paciencia y del amor a Amrica. Lo siento como una manera de respetar a
Pachamama.
Adems, en aquellos das nos acompaaban los libros de la conquista y asuntos de
nuestro continente. Sabamos casi de memoria la tarea de Diego de Rojas, de
Villacorta, Alvarado, Jernimo de Cabrera, Gaspar de Medina, Montesinos.
Conocamos las aventuras de aquel andaluz travieso, el falso inca Bohrquez, su
reinado en alto valle, su enjuiciamiento en Lima, su fuga, su desaparicin.
Nos apasionaban Rojas y Arguedas, Chocano y Daro, Palma y Freyre. Leamos con
muchsimo inters a Echeverra, a Alberdi, a Juan Carlos Dvalos, a Canal
Feijo, a Fausto Burgos, a Jaime Mollins, Hernndez, Javier de Viana, Herrera,
nos eran familiares, como tambin la seria obra de don Adn Quiroga, su
"Calchaqu", y las incursiones etnolgicas de Lafone Quevedo, de Ambrosetti y
Debenedetti, de Ricci y Podnasky. Los Comentarios del
Inca Garcilaso eran nuestra Biblia folklrica, nuestro radar en la bruma del
mundo incsico. Y nos consolaban en la soledad de los caminos los yaraves de
Mariano Melgar, los huaynos de Alomas Robles, los temas aymars de Cava y
Benavente.
Algunas veces, por ah, norte adentro, nos enfrentbamos con gente que tena
algo que decirle al mundo, a nuestro mundo. Y es as que en una aldea pequea, o
en un sencillo saln de provincia, escuchamos charlas y conferencias de Torres
Lpez sobre el Amazonas, el Acre y Matto Grosso, y asistimos a los trabajos y
desvelos de un joven musiclogo que caminaba paso a paso el valle y la sierra
inmensa anotando melodas, frases, gritos y antiguas danzas. Se llamaba Carlos

Vega, Y hoy representa con autoridad y talento a los hombres sabedores del canto
de Amrica.
Nos habamos formado una idea de nuestra tierra. Una idea romntica, llena de
sueos heroicos, sin calendario y sin fruto econmico alguno. Queramos conocer
nuestra Argentina, metro a metro, cantar junto a los arroyos, dormir en las
grutas o bajo los rboles, pasar las tardes leyendo los libros que llenaban las
alforjas, y andar, sin otro propsito que conocer, cantar, bailar una zamba,
conquistar un amigo, enjoyar de paisajes la nostalgia para que nada nos
pareciera demasiado triste.
Ansibamos resucitar el gaucho que los abuelos depositaron en nuestra sangre,
queramos atesorar el canto del Viento, y este anhelo nos entregaba dificultades
y desvelos.
Pero todo lo vencamos. Hambre y sed, fatiga y soledad, eran para nosotros
motivo de experiencia, pero jams los sentimos enemigos capaces de doblegarnos.
Queramos merecer la honra de haber nacido sudamericanos, y cada viaje al Valle
Calchaqu era como un curso en una infinita universidad telrica. Esquivbamos
las "farras" en lo posible. Buscbamos las "reuniones", las escenas con danzas,
con vidalas, con versos, con cuentos del campo, con referencias histricas. Es
decir, cada uno de nosotros, quera aprender cosas que nos ayudaran a crecer por
dentro.
Hacamos chistes sobre la tercera dimensin, sobre el sentido de profundidad, o
de conciencia del ser. Pero ahora pienso que no era por gracia la referencia.
Mis compaeros de viaje fueron diversos, segn las provincias y los aos, y
siempre me han tocado en suerte excelentes personas, jvenes o maduros, todos
buenos camperos, paisanos prudentes y sufridos, y gente con espritu. Gastbamos
con frecuencia un dicho de mi to Gabriel: -"Pa ser alto y ancho, basta con
puchero y mazamorra..."
Y como entendamos que slo con eso no se llegaba a Hombre, leamos con gran
dedicacin cuanto libro llegaba a nuestras manos, y caminbamos, sin apuro,
libres como el viento, por
todas las huellas del Valle Calchaqu. Rara vez acampbamos en algn puesto, o
en una aldea.
Nos placa desensillar al aire libre, baar las bestias, atarlas a lazo largo,
luego lavar nuestras ropas, preparar alguna vianda sencilla.
Uno anotaba cosas del viaje, otro "tinquiaba" el sombrero como acompaando con
ritmo una copla de baguala. Otro, all, sobre el bordo, meditaba, o rezaba.
Uno de los viajes ms felices, lo realic hace veinticinco aos, con Ruiz de
Huidobro y Felipe Chocobar. Los dos, criollos y jinetes, los dos, capaces del
ms grande esfuerzo; los dos, siendo uno culto y de tradicional familia tucumana
y el otro indio de la comunidad amaichea, probaron ser aptos para entrar en el
misterio de las salamancas, para penetrar en el mundo de los smbolos, para
callar cuando era menester orlo al silencio.
Esta excursin, que dur ms de cuarenta das, la iniciamos en Raco (Tucumn) y
abarc tierras de Catamarca, Salta y Jujuy. Fuimos por las montaas y todo el
Valle Calchaqu y volvimos por el camino nacional, por el carril que ahora
denominan Ruta 9. Slo que en Lumbreras (Salta) abandonamos el ancho y fcil
camino para penetrar a las boscosas serranas de Anta, donde pasamos varios das
cazando monos y tapires americanos y rastreando pumas entre el Ro Espinillo,
Cerro Pelao y Ro Las Vboras, cerro adentro, ms all de la vieja finca de los
Matorras.
Llevamos, adems de las mulas de montar, dos mulas chaznas con los avos, ropas,
libros, un charango, una flauta de caa y una vieja caja vidalera. Con estos
elementos y. un firme corazn esperanzado, cualquier criollo puede recorrer el
mundo contando tradiciones de su patria, y aprendiendo el canto de otras
tierras.
Siempre he pensado que nada es mejor que viajar a caballo, pues el camino se
compone de infinitas llegadas. Se llega a un cruce, a una flor, a un rbol, a la
sombra de la nube sobre la arena del camino; se llega al arroyo, al tope de la
sierra, a la piedra extraa. Pareciera que el camino va inventando sorpresas
para goce del alma del viajero.

Adems, el hombre tiene la facultad del canto, y como no es necesario cantar


hacia afuera, hacindose or, el viajero "de a caballo" puede sentir todas las
coplas vibrando en su garganta sin que sea menester emitir un solo sonido. Y
puede lograrse un estado de gracia o de emocin intensa. Yo lo he experimentado
en largos viajes y durante aos. Muchas veces me han sealado como si fuera una
sombra callada que pasa, cuando en realidad mi corazn flotaba como la espuma en
el tope de una ola, y todo el canto del mundo, desde el ms olvidado yarav
hasta un coral de Bach, pasaban ayudando a mi vida, estremecindome de dicha, de
pena o de emocin. Ms de una vez estos recnditos conciertos me han dejado
rendido de fatiga, luego de tanta exaltacin. Y as he vencido muchas leguas, y
as he aprendido a descubrir las mil llegadas de un largo viaje, mientras la
bestia ajusta su marcha a un rtmico tranco, y los caminos se pueblan de
hechiceras en su afn de merecer el Canto del Viento.
Penetrar en el Valle Calchaqu, atravesarlo, vivir en l, significa una
deliciosa experiencia.
Algunas veces, un viejo dominico, el padre Robles, sola decir que si Dios
hubiera elegido lugar para su paz, se hubiera decidido por la zona comprendida
entre Colalao del Valle y Tolombn.
-Ah todo est sereno deca -. Hay una paz bblica, alcanzada, madurada.
Yo creo que tena mucha razn en su apreciacin. He atravesado esos valles a
distintas horas, en tiempo diverso. He bajado de las nieves, en descensos
peligrosos, en que la mula resbala sobre barro nevado juntando sus patas,
mientras abajo y lejos brama el ro. He pasado bajo el plomo de la siesta en los
veranos, observando en las aldeas las vias maduras, el membrillar repleto, las
ciruelas coloreando en los patios, las acequias claras y frescas; he caminado
leguas bajo la luna grande de los valles, como atravesando una senda de plata.
Muchas veces, en las orillas de los pueblos, cuando se busca el rumbo hacia la
noche abierta, hacia el desierto, el valle nos regalaba su pedazo de copla
bagualera. Un gaucho, un vallisto, nos cruzaba en la senda con ruidaje de
cueros, guardamontes y espuelas.
La voz, spera, ms alarido que msica, coleaba notas agrias en el aire. Pero en
pocos segundos, cuando la distancia comenzaba a idealizar las cosas, la
"baguala" alzaba su clarnde saudades, y no creo que se pueda or nada ms
bello, ni ms criollo.
El fuerte crujir de cueros se haba esfumado. Y la espuela era un tierno
tintinear lleno de encanto, mientras la voz del paisano era como una flecha
salida del corazn de la tierra: "Yo soy Jacinto Cordero la lima que corta el
fierro
El Canto del Viento ha buscado las arenas del Valle Calchaqu, para sembrarlas
de coplas y tonadas, y refranes y sentencias. En cada rancho se cobijan los
hombres bagualeros que el Carnaval reclama, en esas tardes en que la chaya
suelta sus palomas de harina y la albahaca comienza su reinado con repecho en
las trincheras, zamba cajoneada y luna cmplice.
Es una incomparable emocin cruzar por esos valles soleados, mirando all lejos
algunas cumbres nevadas, tratar con el paisanaje lleno de tradicin y
cordialidad, contemplar esas rutas que ganan las cumbres, por donde transitaron
los conquistadores, ver el amplio escenario
donde los Calchaques ofrecieron durante ms de cien aos tenaz resistencia.
Como sombras de la epopeya de Amrica parecen escalar los altos montes y desde
all contemplar, como estatuas de greda y soledad al mundo entero, los ojos de
Chelemn, Chumbita y Juan Calchaqu.
Juan Calchaqu! Fue libertado para ir y ordenar la rendicin de su gran pueblo
indio, y camin hacia el oeste, pasando de cumbre a cumbre, y una maana, en lo
alto de un peasco, grit su grito ltimo y se lanz al abismo.
Por esos valles, y en la oscura mirada del paisanaje vallisto, anda el alma de
Juan Calchaqu, libre y seor del valle, armado cacique de todas las tradiciones
de bravura, coraje y sentido de la soberana. Quiz mucho de l alienta en la
baguala, en esa infinita poesa sin palabras que es el canto de la inolvidable
tierra calchaqu.
Al cerrar este breve captulo, quiero fijar los versos de una cancin escrita
hace treinta aos, y que ningn cantor de fama ha cantado nunca. Es un hermoso

tema de baguala dramtica, que pertenece a la coleccin de un pianista que viaj


mucho por ese norte luminoso: Arturo Schianca.
Hace muchos aos, en Salta, Schianca me dio estas coplas, con su texto musical
correspondiente. Solamos cantarlas por las noches ms all de Rosario de Lerma,
cerca de Los Laureles, a la orilla del ro Blanco, donde pas largas temporadas.
Y en la vieja ciudad saltea, caminando entre pltica y poema, con Daz
Villalba, Barbarn Alvarado y Julio Luzzatto, solamos entonar esta baguala tan
seria y cabal. Luego, cerca de 1943, la estren oficialmente en el teatro
Rivera. Indarte de Crdoba. La cantaba un coro formado por estudiantes norteos
de la universidad cordobesa. Desde entonces, no he vuelto a escucharla. Un da
la encontrar alguien, hermosa y olvidada en un camino. La limpiar de arenas y
nevadas y pensar que se ha topado con una joya. Y ser verdad.
CALCHAQUE
Soy de raza Calchaqu, Raza que adora al sol, Sol que nos dio la vida, Vida que
fue de amor.
No han quedao mas que piedras Pa recuerdo y dolor
De la raza Calchaqu De los hijos del sol.
Ya no existe mi raza
Ya no alumbra mi sol
No han quedao mas que piedras
Piedra es mi corazn!
ROMANCE DEL ENTIERRO KOLLA
Quemaba el sol en la blanca calleja de Maimar.
El ail del duro cielo luca su eternidad.
Alfombra tierna de flores iba tendiendo el tuscal mientras enero dorma su
siesta en el pedregal.
De pronto, mientras bulla la abeja sobre el maizal,
el rojo sobre la alforja, y bajo el cielo la paz, por la calle larga, larga, en
un apretado haz pas la muerte callada.
Pas la vida a la par.
Delante, la cruz de palo sin nombre para nombrar.
Detrs los indios de bronce, alcohol, silencio y pesar.
Cholas de viejas polleras, manos de fogn y erial.
La vida llevando muerte en un mismo caminar.
Rosas de papel y engrudo jams han de perfumar.
Para ayudarlas lloraron las tuscas de Maimar.
Rumos de comadres kollas falsificando un rezar pas por la calle larga.
Vida con muerte a la par.
Fuera la novia del hombre, o la madre, qu ms da? ...
Fuera un changuito de ensueo, buscador del Ms All.
Fuera un hombre de los surcos hermano del pedregal ...
Pas la vida y la muerte, quien se fue, y el que se ir.
Muerte que pasas callada por la siesta de cristal con rezos de ojotas
pompas ni funeral.
Llvate esta flor siquiera, mi copla y mi soledad, y este cntaro de
rotos en el pedregal!
Quien lleva la muerte adentro tiene una fuerza vital.
Si el hombre busca lo inmenso, la muerte es inmensidad.
Desdicha del pensamiento que poco puede volar y busca simples razones
poderse explicar. ..
Por la calle larga, larga, un da me han de llevar con cruz de madera
sin nombre para nombrar.
Quiero un cortejo de coplas, y por tumba, el pedregal.
Despus ... djenme con ella, con mi novia soledad!
X

indias sin
sueos

para
indiana

LOS MISTERIOS DEL CERRO COLORADO


Seguramente cuando Lugones, en sus magnficos Poemas Solariegos, hizo referencia
a las "grutas pintadas del Cerro Colorado", no imagin jams la repercusin que
su cita, habra de tener en el enjambre de estudiantes y estudiosos de
arqueologa, folklore y etnologa, apasionados buscadores del ayer artstico de
las colectividades.
Nuestra Crdoba, en el corazn geogrfico del ayer argentino, presenta
yacimientos arqueolgicos ya famosos en el' mundo. Nuestra gente, Imbelloni,
Anbal Montes, Lozano, Mrquez Miranda. Rex Gonzlez. han trabajado tenazmente
en los distintos Inti-Huasi cordobeses. En Ongamira, en Pampa de Olaen, en
Achala, en Cuchi-Corral y en Cerro Colorado, este ltimo frontera de los
departamentos Ro Seco, Tulumba-Sobremonte.
Nuestros aguerridos investigadores han hurgado todas las piedras, toscas y
areniscas hasta dejar al descubierto todos los signos de la cultura indgena, la
labor de los artistas sanavirones y comechingones, la influencia de Tihuanacu y
Cuzco en los cultos del enterratorio en huacas y tinajones, los ritos del viaje
y de la muerte, y las diversas manifestaciones del entendimiento sobre la
medicina, la siembra, la lucha en la selva, etc.
Casi sin ayuda oficial en la mayora de los casos, costeando de su propio
peculio las excursiones, excavaciones, traslados, etc., "hurgadores" de cerros
han probado la importancia de los yacimientos arqueolgicos y etnogrficos de
Cerro Colorado. As fue que se produjo, hace treinta aos, la llegada de los
seores Gatner desde Londres. Estos ingleses estuvieron meses enteros entre
chaares, picachos y vertientes, anotando, copiando, oteando constelaciones en
las noches. Fue de ello el primer libro importante, nutrido, sobre Cerro
Colorado. Pero se llevaron el Sol de Inti-Huasi, descuajado de la mole ptrea,
y ahora se exhibe en un museo de Londres!
El sabio Pedersen lleva aos ya viajando por el mundo, de la isla de Pascua
hasta los Pirineos.
Estuvo, como todo inquieto, meditando en las cuevas de Altamira, copiando los
viejos petroglifos de Transilvania, y en las grutas azules de Starazagora, cerca
de la Macedonia blgara, donde los Balcanes custodian maravillas arqueolgicas.
Pues, este investigador Pedersen, todos los aos, desde hace ms de quince,
camina los angostos vallecitos de Cerro Colorado, y lleva estudiados ms de
cuatrocientos dibujos indgenas en la regin, determinando la edad, la condicin
de los pueblos indianos que los produjeron, comparndolos con otras culturas de
Amrica, Europa y Oceana, haciendo, en fin una enorme labor de esclarecimiento
y anlisis. Lstima que tan valorable obra, que abarca seis grandes tomos,
tendr :que publicarse en dans, porque no alcanz a tocar la sensibilidad de
nuestros editores. Claro! Son obras demasiado caras sobre asuntos "ya
viejos" ...
Mientras tanto, Cerro Colorado, desde el 15 de marzo de 1958, es monumento
nacional. Son centinelas de sus reliquias etnogrficas todos los vecinos, que
suman ciento cincuenta en la legua cuadrada. No faltan "turistas" que borroneen
piedras, o hurten flechas, o estropeen senderos. Pero esto se comprende. Hay
todava gente que no ha aprendido a or la voz de todos los dioses que le
transitan por la sangre a nuestra Amrica deslumbrante y misteriosa.
Cuando se sube a las cuestas del Veladero, del Cerro Mesa, del Colorado, del
Cerro de las Caas o del Cerro de los Pumas, se va hacia los sitios exactos de
los mangruyos comechingones. Ah se descubrieron tumbas, algunas momias. All se
hallan puntas de flechas, pequeos huaicos en el granito. Y a lo largo de esta
cadena de sierras, centenares de cuevas con dibujos en rojo-negro, en rojoblanco, con tinturas indelebles. Figuras de caciques,
de guerreros. Escenas de luchas con pumas. Llamas, multitud de llamas
"enfloradas, de andar suave", como deca Zerpa, pintadas con belleza y precisin
por los artistas aborgenes.
Y all abajo, cerca del ro de los Trtagos, o al pie de la Quebrada Brava, los
claros ranchos del paisanaje cerreo, entre higueras, algarrobos y piquillines.
All estn los Saravia, los Bustos, los Contreras, los Argaaraz, los Guayanes,

los Medina, los Samam. Cualquiera de ellos tiene bisabuelos enterrados en la


comarca. Al custodiar las reliquias indias, guardan el eco diez veces sagrado de
las coplas que caminaron carnavales y navidades, encendidas de amor y de
amistad, de gracia y de nostalgia. Porque Cerro Colorado es un pas de guitarras
y de cantores. All nadie aprende a tocar la guitarra. Los changos observan a
los viejos guitarreros lugareos. Los oyen diariamente, y un da salen
rasgueando un "Gato" con un sentido del ritmo y una seguridad tal que
envidiaran sanamente los jvenes de "Guitarreadas". El nieto de Tristn Saire,
el domador, era buscado como "musiquero" en los bailes de cumpleaos y bautizos.
Y tena seis aos. Y Luis Martnez, maravilloso chango de ocho aos, cuando, en
los domingos, bajan de los autos los "turistas", al ver a algunos de ellos con
una guitarra, grita: "Ah llega un alumno ... !" Y canta feliz hasta entrada la
tarde, y zapatea, y dice de memoria mucho del Martn Fierro. Luego estn los
maduros: el indio Pachi, moreno y buenazo. Roberto Ramrez, incansable y creador
de chacareras; el montaraz Rodriguez, cuidador del Cerro y coplero de los
caminos. Y luego todos: porque todos, en alguna medida, rasguean guitarra,
sueltan su copla en la tarde, mientras los rebaos descienden retozando, y las
palomas cruzan de monte a monte, como un mensaje que va pintando sombras sobre
los surcos de las chacras maiceras.
En el Cerro no hay hoteles, ni electricidad, ni estaciones de servicio. Es
decir: todo es perfecto, como cuadra a una aldea pequesima, con gente sencilla
y buena, y profundamente honesta; con caballada flor, con hondas quebradas y
plcidas arenas; con un reino de zorzales, reina-moras, juan-chiviros y palomas;
con higueras y duraznos, y tunas; con aromas de doradilla, menta y romero;
selvas de berros en los arroyos, y viejas trenzadoras de hilos bermejos y azules
junto a primitivos telares.
Hace ms de veinte aos, la vida me llev por un camino de chaares florecidos
hasta el Cerro Colorado. Andbamos en un viejo camin, dando exhibiciones de
pelculas mudas. El "teln" era una sbana cruzada en los caminos, de rbol a
rbol. Sabamos cobrar cincuenta centavos "del lao que se puede leer", y veinte
centavos del otro lado. Tenamos un pblico de botas y espuelas, de alpargatas,
y casi todos en sulky o de a caballo. Luego se realizaba el "concierto", y se
ofreca cinco pesos de premio a la mejor mudanza de malambo. No al mejor
bailarn, sino "a la mejor mudanza". As recorrimos todo el norte de Crdoba y
la regin
santiaguea, desde Sol de Julio, Ojo de Agua, Sumampa, hasta los venerables
jumiales de Salavina. As se nos pobl el corazn de vidalas y saudades. Y como
los poetas no escriben sin brjula, bendigo la sagacidad y el consejo de
Leopoldo Lugones, que seal, para goce del alma y retozar de mi caballo, las
famosas "grutas pintadas del Cerro Colorado".
Y CANTABAN LAS PIEDRAS
Y cantaban las piedras en el ro mientras mi corazn buscaba en vano las
palabras exactas en la tarde.
El Cerro Colorado solt sus aguiluchos y se qued en silencio como un nido
vaco.
El agua tiene pjaros; yo siento sus gorjeos, El agua tiene penas, insomnios y
delirios.
El agua es la conseja del abuelo que midi el mundo con su paso firme hasta
encontrar la arena,
y envejecer tranquilo.
Y cantaban las piedras en el ro.
En el arpa dorada de la tarde guard mi copla de guijarro antiguo.
Vino la noche al fin, distinta en cada uno, para el rbol, para el aire, la
piedra y el caballo.
Yo construyo la noche dentro mo.
Corro de estrella a estrella y las enciendo. Bebo en copa de ocaso los vinos de
mi sueo.
Ma es la sombra azul y su misterio.
Veo como retornan los pjaros al monte.
Yo custodi sus nidos.

Los pastores ya bajan la montaa.


Los pastores sembraron en la sierra su silbo.
Ya olvid la belleza de la tarde.
Triunf la noche azul sobre mis ojos.
La noche me sali como una estatua.
Para hacer su hermosura me sal de m mismo.
Yo repart en pedazos mi noche sobre el mundo.
Y me qued esperando con la mano tendida.
Contemplando la arena, pura sombra infinita.
Yo, que hice la noche, me qued sin mi noche.
Me qued sin m mismo.
Y el sueo me rondaba sin alcanzarme nunca.
Y cantaban las piedras en el ro.
XI
LA LAGUNA BRAVA
"Yo busco hombres. No paisajes ... As me respondi Juan Alfonso Carrizo, el
folklorista catamarqueo, tenaz buscador de coplas y cantares, autor de los ms
nutridos cancioneros provincianos, estudioso, investigador, buen cristiano y
leal amigo.
Me lo top all por Banda Florida, al otro lado de Villa Unin, en el oeste
riojano, en 1940. El hombre preparaba su hermoso Cancionero de La Rioja. Los
maestros de la zona le tenan preparado coplas y cuadernos con leyendas,
chascarrillos, maldiciones, alabanzas o sentencias recogidas de viejos
lugareos. Luego, Carrizo, en su retiro conventual, hara la seleccin,
ajustando la clasificacin por poca y contenido, estableciendo la relacin
entre lo autctono y lo adaptado, desentraando as los asuntos que llevan a
conocer de verdad el alma de los pueblos, las lneas generales y esenciales de
su fisonoma espiritual y moral, su inclinacin a la gracia o al drama, a la
esperanza, a la rebelda o a la resignacin.
Yo estaba lejos de esa disciplina. Caminaba por mi tierra ganado por el misterio
irresistible de la leyenda del Canto del Viento.
En La Rioja, alguien me haba dicho que en plena cordillera, a dos jornadas
completas al oeste de Jag de Arriba, haba tres lagunas, muy grandes. Y una de
ellas, con unenorme oleaje como si a travs de la mole andina, en cavernas
recnditas se comunicara con el agitado mar Pacfico.
Y quise ver la laguna, y por esa razn una noche hice alto en Banda Florida, en
casa del maestro Roberto de la Vega, donde tuve el placer de hallar a don Juan
Alfonso Carrizo.
Mayo preparaba sus nubarrones grises entre los desfiladeros de la precordillera,
y los vecinos echaban un poncho puyo sobre sus hombros al caer la tarde. Luego
de unas horas de amable charla con de la Vega y Carrizo, con evocaciones del
valle calchaqu, de Tucumn, Salta y Jujuy, con coplas dispersas y nombres
ligados a nuestros afectos, invit a Carrizo a trepar la cordillera y visitar la
Laguna Brava. Fue entonces cuando me respondi sonriendo: "Gracias, amigo. Yo
busco hombres. No paisajes. .." Al da siguiente, part solo, condecorado de
inspector de soledades. Descans en Villa Castelli, bajo los tamarindos, junto a
viejas pircas de adobe de una sola calle larga. Y por la tarde llegu a
Vinchina.
Don Custodio Astorga, encargado de la "Aduana", me indic la casa de Hctor
Carreo, a quien yo deba solicitar las mulas para la aventura.
Gentilisimo, don Carreo orden encerrar una tropilla, y esa noche, luego de
cenar, hicimos la lista de las cosas para el avo. Colaboraron el maestro Alanis
y don Moiss Gonzlez, el anciano guitarrero de Vinchina, arriero retirado y
cantor eterno.
Gonzlez tom el asunto como propio, con gran celo, y recomend especialmente
dos kilos de polvo de carbn, "pa cruzar arroyos escarchaos", evitando que las
mulas resbalen y caigan al abismo.

Me indicaron, como baquiano, a Flix Cruz, un criollo cuarentn, morrudo,


callado. Y el 20 de mayo partimos montados en sendos mulares, llevando dos
bestias de carga. Felizmente no haba Zonda cuando nos metimos en la Quebrada
llamada precisamente Del Zonda, un angosto callejn de diez kilmetros cuesta
arriba, al que es imposible cruzar sin tiempo sereno. Merendamos en la Quebrada
de los Loros, admirando paisajes de encantamiento. Y llegamos a Jag con las
ltimas luces del da, a casa de los Robledo, donde pernoctamos. Es decir, donde
yo dorm, porque Flix Cruz se haba evaporado. Lleg al aclarar del da
siguiente, hediendo a grapa vallista. Pero el hombre se justific. Haba salido
a saludar viejos compaeros de arreo, a averiguar cosas del camino, asuntos del
andar. Portaba juegos de herradura, varios cabos de vela y algunas huascas.
A la media maana abandonamos Jag. Ya no veramos poblaciones. Entre jarillas
y pajonales, por un estrecho sendero, hicimos un largo trecho. Cruz iba
adelante, y de a ratos yo escuchaba su silbo, desenvolviendo una breve madeja de
melodas.
Era un compaero ideal. No hablaba. Por momentos, detena su bestia y cuando nos
aparebamos me indicaba los nombres del camino: "Esto es Piedra Grande. Luego
viene la Barranca de Zabaley. . . " Y dando un chistido a la mula, ganaba la
senda, cuesta arriba.
Cuando el sol enderezaba hacia las altas cumbres del Cerro Leoncito, entre el
Veladero y el Plateado, vimos que nuestro camino se encontraba con otro que
zigzagueaba entre las laderas y se perda hacia el noreste.
"Esa senda, si la sigue, lo lleva a Tinogasta de Catamarca", me dijo. "Se juntan
aqu, y en dos horas estaremos en Punta del Agua". Y as! fue. Cuando comenzaba a
refrescar de veras, llegamos a una choza apenas levantada, construida con lajas
y puertas de cardn. Estbamos en Punta del Agua. All viva un verdadero
solitario. Un minero, hurgador de socavones.
"Las lunas, cuando se gastan, se vuelven cuarzo", deca el poeta.
Y este hombrecito pequeo, italiano del Piamonte, llegado de nio a nuestra
tierra, luego de tareas diversas en Buenos Aires, top las cordilleras y haca
diez aos que viva en Punta del Agua. Sus manos, todos los das, infinitos das
de soledad, en un deslumbramiento de piedras, viento, sol y luna, golpeaban la
montaa, trizando las lunas gastadas que enjoyaban el misterio de los socavones.
El minero me habl en largas horas, y en frases breves, con un particular
sentido de los intervalos, de su vida en la montaa. Me cont historias de
vicuas, de chinchillas y chinchillones, de berilo y wolfram, de cuarzos y
nacaritas.
Ya Cruz me haba advertido que no hiciera preguntas. Yo consideraba intil la
advertencia, puesto que por respeto y por principio jams pregunto nada a nadie.
Quien quiera hablar, que hable, que exponga, que se confiese, si es su gusto, su
necesidad, su agrado. Desde chango aprend, entre paisanos que en la soledad el
dilogo est dems. El monlogo es el lazo de un solo tiento que va armando sus
rollos, encebados de prudencia, de comprensin, y termina por pialar los ms
altos sentimientos de la buena amistad, de la altiva y cabal relacin entre los
hombres del campo.
Se puede dialogar con respecto a la naturaleza, a potros y pastos. Pero jams
intentar penetrar la sagrada zona del corazn de un paisano, o descubrir de
golpe su ntimo pensamiento.
"Allgate a la gente por camino ancho ande te vean de lejos; as no se enredan
las cosas, y todo ser mejor. . .
-deca mi Tata. Y estas enseanzas, agrestes y valederas, me sirvieron para
sentirme muy amigo del minero solitario de Punta del Agua. Al da siguiente,
cuando part hacia las cumbres, pensaba, quiz por criolla ocurrencia, que
habamos coincidido con Juan Alfonso Carrizo, que buscaba hombres para sus
asuntos de recopilador, como yo paisajes para la sed de mi sueo, y comprobando,
al fin, que el mejor paisaje es el del Hombre.
Pechamos las soledades, mulas muertas; pastos amarillos. Abra de los
Chinchilleros, Corral de los Cndores, la Laguna Verde, la Cruz de Lindoro Rios,
y al fin, la Laguna Brava.
Estas etapas nos costaron tres jornadas bien cabales.

Alcanzamos un refugio cordillerano, construido en forma cnica, al que se


entraba como a un caracol hasta dar con una estancia amplia, en la que caban
cmodamente hasta cinco jinetes con sus cabalgaduras. All encendimos un buen
fuego con lea de kua, "lea' i toro", y bebimos buen "yerbiao". Afuera,
dispusimos manear las mulas, darles un poco de maz quebrado en el morral, y
dejarlas junto a una vertiente bordeada de un spero pastizal oscuro.
Estbamos sobre los tres mil metros, haca fro, y contemplamos una sucesin de
cumbres donde parecan quebrarse, maravillosos arcoiris en una catedral de
espejos.
Pero la famosa Laguna Brava era tambin un espejo quieto, dormido en la meseta
andina, sin el menor oleaje. A veces un aletazo de viento rizaba a contrapelo el
matorral de juncos de la orilla, y se dibujaban ptalos de una acerada rosa
sobre el agua, en semicrculos que se ampliaban graciosamente hasta perderse en
la paz de la tarde. Pero en los tres das que acamp all, no vi jams ni
siquiera a la laguna, brava.
Es posible que mi informante de La Rioja me haya jugado una broma. Es posible,
tambin, que alguien, en da de viento fuerte, haya visto la Laguna Brava con un
movimiento como de oleaje. Luego, la fantasa, la imaginacin de los arrieros,
la leyenda en fin, quiz hubiera construido una bella historia de esa plcida
laguna andina. . De todas maneras, no me arrepiento de haberla conocido.
El andar por el oeste riojano desde Huandacol hasta Jag, me regal paisajes y
me relacion con gentes amabilsimas y criollas. En Huandacol escuch esta
vidala, que, llam "del hombre feliz":
"En mi campito riojano madura el maz... Buscando felicidades muchos se ausentan
de aqu.
Yo, sin dejar estos pagos las dichas vienen a m.
Qu lindo poder decir: Yo vivo feliz!
En mi campito riojano madura el maz..."
Juan de Dios Flores la cantaba, aprendida de un anciano pariente. Y una mujer
madura, escasa de lea para su fogn, repicaba en su tambor mientras cantaba con
aguda voz: "Qu casta ser la ma. Mi magre no fue cantora.
Cuando oigo sonar la caja se me hace el mundo totora."
Y Moiss Gonzlez, el legendario trovador de Vinchina, cantaba en largos versos
historias y compuestos sobre acontecimientos ocurridos en la vida de su regin.
Contaba de un chileno que apareci un da, trat con los campesinos, rode
hacienda y mulares guapos, pag religiosamente y llev la tropa a Chile, por el
mismo camino que yo hara cuarenta aos despus.
El buen chileno repiti la operacin al ao siguiente, pagando unos pesos de ms
por cada res.
Y otro ao ms lleg, reuniendo una tropa grande, y dijo que esta vez lo
tendran que esperar unos dos meses por el dinero, "porque haban cambiado las
leyes en su tierra . . . ", y ahora pagaban contra la entrega de la hacienda.
Todos los vecinos le aceptaron. Era tan bueno! Y todava lo estn esperando.
Nunca ms volvi. Nunca ms vieron al chileno, jinete en un macho zaino, animal
vivsimo, voluntario, de envidiable "marchao".
"Cay un chileno a Vinchina. Hombre de linda palabra.
Era una fiesta en el pueblo cada ao que se allegaba
Gonzlez cantaba esa y otras historias jugosas de Vinchina.
All, en el extrao refugio andino, Cruz me contaba despaciosamente las
aventuras de los reseros, los viajes hasta San Antonio, primera aldea chilena
del valle de Vicua. Desfilaban seres alegres, solemnes, cuentos sobre cndores,
fbulas de don Nazario Vargas, el drama de Lindoro Rios, la paciencia de los
chinchilleros ...
Yo escuchaba, como cuando nio, esas historias, y casi todas estaban vinculadas
a los hombres que conocan la leyenda del Viento.

Los cantos, las historias de paisanos, reseros y puesteros, confirmaban la base


real de esa fuerza que hace caminar a los trovadores por todos los caminos,
anhelantes y desvelados.
La luna de los Andes, como un tambor hechizado, me sugiri algn tema: Un
preludio que despus titul "Danza de la luna".
La vida de los campesinos me dio los elementos para el "Regreso del pastor", y
para la "Vidala del malquistao", que el crtico Borda Pagola, de Uruguay,
denomin "Vidala dolorosa" aos despus.
No resisto a la tentacin de relatar un episodio de esas tres noches pasadas en
un refugio cordillerano.
No quiero cansar al lector con detalles de una "rastreada" de vicuas en la
meseta, que dur muchas horas; ni el placer de llenar una alforja con la flor de
la "poposa", una especie de hongo cristalino que crece bajo las peas de esos
parajes, y que usan en el lavado del cabello, y para curar "las vistas
irritadas".
Alguna otra vez narrar la vida de las "picadas", mezcla de lechuza y paloma,
anunciadoras del Zonda y de las nevadas grandes.
La ltima noche pasada en el refugio, a la par de la Laguna Brava, estbamos
junto a un dbil fuego, fumando, en silencio, en ese silencio que tanto respetan
los paisanos, sabedores de que la meditacin es un rito.
Afuera, un silbo creciente de viento libre. Arriba, una luna llena, que ya
habamos admirado, y un inmenso misterio callado, de cumbre a cumbre.
De pronto, Flix Cruz habl: -En Vinchina estarn los amigos zambeando lindo...
-Alguna fiesta? -le pregunt.
-Claro! Y ya me haban apalabrado para ir. Como es 25 de Mayo ...
Verdad! Sin calendario, ni reloj, era otro universo en que viva, otras las
sensaciones. Me resultaban pequeos los ojos para ver las cosas de esa
inmensidad, para conocer piedras, guijarros, cumbres, bichos, vertientes,
pastos, historias, huellas, leyendas ... Nos pusimos de pie, y brindamos por la
Patria, bebiendo un aguado caf de nuestros jarros de lata.
De repente, tuve una idea, una ocurrencia. Mi alforja se haba descosido cuando
en Vinchina, das antes, cargaba clavos y otros objetos de metal. Y record que
en la noche remend la alforja con una cuerda de guitarra, una "tercera". Corr
al rincn de los aperos, y hall la prenda de viaje. Despacio fui deshaciendo el
torpe hilvn hasta recuperar completa la cuerda.
Luego, la at, bien tensa, al mango de mi rebenque. Y a manera de puente, le
aad una caja de fsforos.
Don Cruz me miraba con una sonriente curiosidad, sin entender la razn de mis
movimientos.
Es que me estaba fabricando una vihuela de una sola cuerda.
Varias veces tuve que asegurar la tensin de esa "tercera", hasta que,
probndola, alcanz una nota que me conform.
-Bueno, don Cruz le dije-.
- Ahora nos vamos a dar un concierto en homenaje al 25 de Mayo.
Y, abordando la mera meloda, ya que pulsaba una sola cuerda, toqu unos
compases del Himno Nacional.
Cruz, de pie, quitse la gorra andina, y su sonrisa desapareci.
Luego, La Zamba de Vargas, y una Vidala Chayera, y hasta cant en voz baja
algunas coplas.
No s cunto tiempo estuvimos ganados por una particular emocin, a raz de una
ocurrencia que ms pareca una sonsera", pero que en el transcurso de la noche
adquiri la importancia que tienen las cosas cuando sentimos que nos galopa en
la sangre un clido y sagrado fuego.
Al da siguiente emprendimos el regreso.
Recuerdo cmo festej una salida de Cruz, cuando para vencer la Hollada de los
Chinchilleros metamos espuela a las mulas. Recordando algo de la noche
anterior, grit: -No le afloje, don! Mtale con la guitarra tambin ...

Y seguimos, por las largas sendas que descienden hasta Jag. All quedaban las
cumbres, las mesetas, las vicuas esbeltas y ariscas, las flores extraas de la
poposa, las mudas pisadas, la nieve en los rincones de las peas. Y enseoreada
en su condicin de espejo de soledades, con su marco de juncos y guijarros, la
apacible y legendaria Laguna Brava ...
XII
VOCES EN LA QUEBRADA
Caminando territorio jujeo sabemos que nos internamos en la antesala del gran
silencio americano. Reino de arcilla y cobre, alto y seco, hurao y sereno a la
vez. Duramente tuvo que combatir la espada del Conquistador frente a la astucia
y valenta de los homahuacas, los ocloyas, los casahuindos, los atacamas,
pueblos indios de enorme tradicin labriega, "allpa-runa" (hombres-tierra),
hermanos del maz y de la quinua, grey de los antiguos ritos del Ande,
caminadores de todas las leguas, alma de yarav, perfil de cndor, silencio de
agua mansa, espejo de la Puna.
A lo largo del territorio jujeo observamos los viejos pucares, los mangrullos,
atalayas, las tamberas, antigales y cementerios indios.
De tiempo en tiempo, los investigadores nos muestran nuevos descubrimientos,
acequias perdidas, ciudades enterradas, armas, huacas, momias, restos de la
cultura de los pueblos, nexos de las civilizaciones de otrora. Y siempre, por
encima de todo lo destruido, lo borrado, lo no averiguado, por sobre todas las
dudas de la lengua extinguida y las poblaciones dispersas, priva la raza del
Ande.
S. An hoy, con todo el avance arrollador de estos tiempos de ciencia y
mecnica y deslumbradora tcnica, an hoy pesa sobre el paisaje jujeo un aire
cargado de silencios viejos, no triturados jams en la alquimia de la Colonia.
No. An hoy vemos, detrs de las palabras espaolas y del perfil mestizo, el
sello de aquella edad de greda y sol y cobre y ros y labrantos azules ms all
de los tolares y los iros. (pasto) Custodiando ojos ms grandes y siempre
oscuros, un cercode pestaas chuzas, aindiadas. El arcoiris, quebrndose a cada
paso en las alforjas de los caminantes. El ritmo del andar, siempre igual; boca
burilada por la raza, como el tiempo sobre la arcilla; el cabello lacio, el
dilogo casi secreto, armona entre hombre, tierra y sol. As, tambin, su
canto, su danza, su msica. Si el charango tendi su acerada risa sobre los
carnavales kollas, las flautas de caa no perdieron la grave dignidad de su
nocturnidad melanclica. Los erkes y erkenchos traducan abolidos roles
guerreros. La guitarra, incorporada al pueblo con la Colonia, abra caminos
intimistas para el amor y la amistad. Pero en Jujuy, el hombre, la criatura
humana es superior a los medios de expresin musical de que se vale para
expresarse. Es que el hombre jujeo, el mestizo, no puede an traducir sino una
voz de las muchas voces que le bullen dentro de su sangre. Por eso, hurta a
veces en el discurso del canto aquello que puede llevarlo a revelar su verdad,
su profunda verdad, y se entretiene entonces tejiendo con hilo de copla hispana,
una trama de amor y de nostalgia que lo presente manso y efectivo, en lugar de
soberbio, luchador, guerrero y orgulloso de su soledad y de su indianidad.
"Arroja la quena, porque no has sabido encontrar en ella sino el dolorido son de
tus angustias. Levanta la frente! Que desde lo alto de la cordillera,
eres poncho al viento como una bandera que flota en los siglos,
misteriosamente..
R. CHIRRE DANS
Los mismos "marchantitos" que hallamos junto a las cercas de las estaciones
ferroviarias, desde Yala hasta La Quiaca. Las mismas imillas de cara redonda
como manzanitas de Huacalera, son las manos que sostienen la zamba de .Febrero,
el bailecito del verano, el tambor bagualero que rueda su quejumbre el ao
redondo, de ventana a ventana, de corral a corral, de soledad a soledad.
La rueda del canto, con la cantora al medio, viene de las lejuras del tiempo,
eternizando los ritos agrarios del Ande. Esos pueblos jujeos, de angostas
callejuelas de piedra, asoman la vida quebradea cargados de aos, con algo de
las viejas aldeas espaolas. Slo el silencio, el altivo silencio es el sello
definidor de esos caseros. Hay pueblos que alcanzan el prestigio por la

palabra, por la ancdota, o por el hroe. En Jujuy, las villas, las aldeas
alcanzan su notoriedad por el silencio, que es su historia, su pasado, su
dignidad, siempre actual, su sello ms elocuente y cabal.
De ese silencio sali Domingo Zerpa, el poeta indio de Abra Pampa, caminando
cien leguas con sus versos:
"Versos chiquitos
tamao un dedal, para los bolsillos
de tu delantal." Un da camin las sendas abajeas, con su primer libro:
.Puyapuyas. Nos grit su rebelda, su amor, su pesar. Como todo poeta, ya desde
nio soportaba la nostalgia. Y nos pobl el paisaje con rebozos y ponchos, con
zambas bailadas en la Puna, con arreos distantes, con miedos y con sueos.
Y tras l, Jujuy fue despertando al viejo canto indio. Y apareci la copla de su
pariente, Vctor Zerpa; y de su hermano de poncho, Leopoldo Abn. Y comenzaron
los charangos a producir bailecitos; y las guitarras se desvelaron en los patios
interiores, recordando cantares de otros tiempos.
As, actualizaron el folklore jujeo los Castrillo, los Arroyo, los Jimnez, los
Alvarez, los Lerma, los Aramayo, los Aparicio, los Yerba, los Castaeda, los
Gallardo, los Osorio.
. Sin hacer profesin de su arte, los jujeos cantaron a su tierra, a sus
montaas coloridas, a sus cerros nevados, a sus caminos altos. Y seguan siendo
maestros de escuela, estudiantes, hacendados, peones, o "marchantitos". Don
Dalmacio Castrillo, por ejemplo, vena de viejas familias de Humahuaca, y
conoca acabadamente el cancionero de su tierra. En charango, quena o guitarra
toc danzas durante cuarenta aos, y ense a muchos cantores y folkloristas los
temas de su regin.
Lermita, el maestro de Juella, compona coplas quebradeas. Roberto Yerba,
hermosa voz para el canto jujeo, haca recordar un poco a aquel gigante del
cancionero quebradeo que fue Dagoberto Osorio, el ltimo gran trovador de la
Quebrada de Humahuaca. Varios bolivianos se sumaron a la difusin del canto
jujeo. Felipe Rivera, Flix Caballero, el cochabambino de Tola Pampa; Nievas,
Benavente y Cabezas, el tarijeo, gran cantor de mecapaqueas. Es que el paisaje
es el mismo; el color del poncho, el ocaso largo, la voz antigua del aymar o el
quechua, la ushuta, la vicua, el camino, la esperanza, el silencio. Un mismo
universo sin fronteras amasa las palabras del canto puneo, ms all o ms ac
de Inca-Cueva. El mismo candor en las imillas, la misma honda de huato para los
changos menores; el mismo lote de peladores para la zafra de todos los aos.
Flauta de caa para la nostalgia; tambor para la copla; camino largo para el
mismo adis.
<El camino. Nada puede impulsar al nacimiento de la copla, al discurso llamador
de las quenas, al melanclico bullicio de charango como el camino. Y nadie es
capaz de andar tanta distancia como el nativo jujeo.
El kolla, puneo o montas, vallisto o quebradeo, es el gran infante de
Amrica. Una vez que uniform su marcha, nada lo distrae, nada es capaz de
alterarlo. Ya es abundante la ancdota en tal sentido. Ya es archiconocida
aquella respuesta del indio: -Voy yendo, seor . . .
Intil formularle alguna pregunta, rogarle que se detenga, insinuarle algn
inters. La respuesta ser la misma, lacnica, obstinada: -Voy yendo, seor ...
Y es verdad; va yendo ... Hacia las salinas, o rumbo al poniente, donde se
estiran sedientas las huellas que llevan a Santa Catalina, a Rinconada, va yendo
... A la Manca Fiesta, que rene en noviembre una muchedumbre de seres amasados
con greda, cobre, sol y olvido, va yendo ... Hacia Iruya o Santa Victoria,
aldeas semienterradas en la desolacin, a las que se llega desde caminos del
alto, entrando por veredones a la altura de los techos, va yendo ... Rumbo a la
ciudad, por rutas abajeas, Maimar, Purmamarca, Tumbaya, Volcn, Len, Lozano,
va yendo ... En invierno, con su hato de llamas. En verano, con sus burritos
cargueros, portando lanas, o minerales, o azufre, o bloques de sal, o tinajones,
virkes, cntaros, va yendo el kolla; va yendo, seor ...
La leyenda del Viento, si alguna vez tuvo raz de historia cabal, ha nacido en
ese camino de la altipampa, all, en esa senda parda, entre el iro crepitante y
la luna india. Porque los pueblos jujeos atesoran gran cantidad de cantares;
algunos de indudable raz espaola, otros, llegados del Ande kswa, por las

noches del yarav, por la magia de los huaynos y los serranitos, otros
trabajados en el alma criolla, elaborados en la fragua de los carnavales, en la
fuerza de los misachicos, en la abnegacin de las procesiones de cerro a cerro,
en la caravana que baja a los caaverales, que entra a los bosques, que sube a
los ros nacientes, que penetra en las cavidades del estao.
Los cantares en la tierra jujea no se pueden expresar sin conocer la regin
donde se originaron. Para cada asunto, el charango requiere una expresin, un
arpegio diferente, un tiempo pausado o vivo, una intencin rtmica. No se
satisface la interpretacin imaginndose la comarca, intuyendo la gracia o la
pena del hombre jujeo. Puede llegarse, si, a un torpe remedo, a una forma
imitativa del canto. Pero no se podr jams aprehender el misterio de la tierra
y su canto, si no se ha penetrado en el alma de ese pueblo de pocas palabras y
muchos caminos, poblado por hombres speros y sencillos, como nios tercos
limitados por esquemas de miedos no superados.
La rstica flauta de caa, llamada Quena, gime en las noches, a lo largo de la
histrica Quebrada de Humahuaca. Aun en estos das mantiene el espritu de la
raza, la dignidad de sus tonos antiguos, el reclamo del amor, el lamento del
largo camino, la adoracin de los dioses del Ande, el misterio de las huacas.
Son los hijos de la raza de bronce. Son los mestizos, los criollos, los mozos
quebradeos y puneos, actualizando la perdurabilidad del rito, lejos de todo
eso que empaa la tradicin de la quena, lejos del tema innoble, del cntico
banal y falsamente gracioso que usan muchos profesionales del canto popular. No
debiera ofenderse al espritu del norte luminoso y tradicional, tocando "pjaros
campana" y "escondidos" en quena, y toda suerte de asuntos exitistas. Ignoro si
esas cosas se hacen por falta de informacin o por ambicin no controlada.
De cualquiera manera, no tiene nada que ver con el mensaje de la tierra jujea,
ni con la leyenda del Viento, ni con el silencio traducido en el ay de las
flautas, all, en la noche alta de
Jujuy, que en medio del progreso sigue teniendo la misma luz antigua, el mismo
gesto de cobre, greda y sol, el mismo misterio que escribe leyendas en cada
camino de la montaa maravillosa.
XIII
DAGOBERTO OSOBIO, EL LTIMO TROVADOR DE LA QUEBRADA La Quebrada de Humahuaca es
quiz la presencia geogrfica ms ejemplar de nuestra tierra.
Ejemplar, porque pareciera ensearle al hombre el camino para definir su
arquitectura espiritual como argentino y como criollo.
Tiene pasado. Pasado indgena, cobrizo, el sonoro silencio del cntaro, tan
antiguo y tan lleno de frescores. Tiene una historia de hechos que cumplieron
anhelos de Patria. Tiene la otra historia: la de todos los das, la de los
caminos que llevan al salar, o a las vicuas, o a las minas, o al alto valle, o
a la Puna, abierta y estaqueada como la esperanza del indio.
De esos pagos era Dagoberto Osorio, el ltimo trovador de la Quebrada. Me parece
verlo, cruzando las calles de aquella Maimar de hace veinte aos, montado en su
oscuro, de sobreaso, con las alforjas coloreando, y sus breves espuelas de plata
ritmando la marcha, en esas maanas claras del mayo quebradeo.
Pasaba Dagoberto Osorio, cuarenta aos, alto, delgado y fuerte, con un perfil
aguileo y una mirada firme y cordial a la vez. Guitarrista y cantor, dotado de
una hermosa voz, Osorio ha recorrido las aldeas y villas de la Quebrada, desde
Yala, Volcn, Tumbaya, Purmamarca, Malmar, Huichairas, Tilcara, Juella,
Huacalera.
Las fincas viejas, las estancias del Cerro Moreno, de Ocloyas y Huaira-Huasi;
las lejanas de Coxtaca y Abra de Cndores; en todos los ranchos kollas; en
todas las ventanas de los pueblos anid su voz de cantor criollo, dejando coplas
y sueos, sentencias y amores, palabras para el retorno y para el adis.
Osorio tena una modalidad particular: nunca fue hombre de grupo, ni cantor por
"mingao" o por encargo. Era, como se dice all, un poco "empacao". Dagoberto
Osorio pasaba por Tilcara, o Maimar, o Tumbaya, a caballo, cubierto con un gran
poncho, o una capa azul, debajo de la cual portaba su guitarra. "De a caballo"
se acercaba a la ventana de la gente amiga, bajo la madrugada que encenda en el

cielo las mejores candelas para el rito y "de a caballo" noms, golpeaba
llamando la atencin y soltaba su canto emocionado, su zamba, su
aguala, su trova galana. Y sin esperar la palabra de gratitud, mova riendas y
tocaba espuelas, partiendo al sobrepaso.
Cuando las gentes salan para habarlo, Osorio estaba lejos, ms all de los
lamos y los molles; estaba ya queriendo arrimarse a las arenas bermejas del Ro
Grande, como quien gana los campos para lavar una pena, o esconder una emocin
en el misterio de los caminos de piedra.
Los quebradeos con aos, y con paisaje, lo recuerdan an. Una criolla, "la de
endeveras", como l deca, mantiene el recuerdo, firme como el airampo fiel a la
montaa.
Y nosotros, cada vez que cruzamos esa leyenda multicolor que dicta tantas cosas
y que se llama Quebrada de Humahuaca, creemos ver, andando a la par de las
acequias, con su guitarra y su copla, y su saludo clido, a Dagoberto Osorio, el
ltimo trovador de la Quebrada ...
XIV
LA COMARCA EMBRUJADA
Hay en mi tierra una comarca embrujada. En el cuerpo de mi pas est enclavada
con la anchura, la calidez y el misterio de un corazn.
Lerdos pasan los soles, como si quisieran poner a prueba el estoicismo de los
hombres y la validez de la selva.
Lentas resbalan las lunas sobre los quebrachales, pintando las escenas que slo
en esos montes se han de ver.
Cuando la primavera comienza a entibiar el aire, los poleares regalan su aroma,
ampliando las tardes junto a los caminos.
Por las maanas, las primeras horas se pueblan de balidos. Son las majadas de
cabras, a las que se les dio puerta abierta, y salen con travieso albedro a los
montes vecinos, junto a los cerros de tala, piquilln y garabato. En los
corrales quedan los cabritillos nuevos, de voces casi humanas e infantiles,
llamando intilmente.
Muchachitos transitan hacia el pueblo, rumbo a la escuela. Van a pie, o montados
sobre un borrico.
Tienen la tez bronceada y el pelo lacio. Las voces remedan susurros en las
ramas, gracias de trino y ala, inflexiones venidas de lejos en el tiempo,
amasadas durante el sueo luego de esos cuentos narrados por los abuelos.
Las siestas abarcan casi la totalidad del da. Calor, resolana, aire inmvil.
Slo en los montes restallan los ecos del hachazo que abate los quebrachales.
Slo en los montes se uniforma, poco a poco, el coro de los coyuyos, cuyo canto
"ayuda a que madure la algarroba".
Esa comarca tiene un ro indio y un ro castellano. Como las viejas leyendas de
la raza, que duermen bajo la piel del pueblo, o laten en el pulso de los
narradores tpicos, el ro indio siente bajo la arena el agua sumergida que
corre, o duerme, o se muere cuando el parche de la tierra alcanza a traducir la
voz de los desiertos. Ese es el ro Salado.
El otro ro, en cambio, se ampla, y se hace pampa de estero, surco y caadones.
Quinceleguas cuadradas, sin cercos ni alambradas, abarca el ensanchamiento del
ro Dulce. All los pastizales. impresionan por su altura, y en los canales,
entre yuyos y zanjones, sigue siendo el ro "El Dulce", y ofrece la ocasin de
su gran cantidad de pescado, de flamencos canilludos, de garzas pensativas.
Los pjaros pequeos ponen su canto en las maanas, antes de que el sol comience
a calentar los pajonales y las hondas huellas barrosas, en las que acechan la
yarar y la cascabel. Las yeguadas galopan al reclamo del garan, libremente, y
en la media tarde de los esteros suelen cruzar las sendas las corzuelas, los
zorros y los pumas. La comarca embrujada, all, por el oeste, por la ruta de los
soles en derrota, se va quedando sin pjaros, sin bosque. La selva se detiene,
se retuerce, se llena de espinas. La sombra del rbol se vuelve cosa anhelada.
La penca, el tunal, el quisca loro, el ucle, toda la gama de la cactcea
desrtica inicia su reinado, hasta que la tierra cobra una apariencia de pao
abierto para diamantes trizados. El salitral!

Dice la leyenda que las salinas se formaron con el llanto de todas las vidalas,
con el ay de todas las ausencias, con la pena producida por todas las
ingratitudes.
La comarca embrujada alza muy alto su selva all por el nordeste, donde la
tierra inicia su corcovo hasta llamarse morro, barranco, bordo alto, ladera y
cerro.
All es brava la selva, bravo el hombre, chcara la hacienda, spero el camino,
arisca la cancin. La cancin! Lo que pierde de ternura lo gana en verdad
corajuda.
All, donde el misterio se torna agresivo, la vidala pierde su liturgia, y la
bordona se transforma en ltigo. La regin toma el nombre de Copos, y los
cnticos agrestes son conocidos con el nombre de "copeas".
All anidan el gato ona, el yaguaret, los monos pequeos, el oso hormiguero; el
majao, jabal salvaje.
All el gaucho conoce retobo en su sombrero, mitn para su puo, coleto y
guarda-calzn, guardamonte, y carabina
Cuatro rumbos, y cuatro paisajes totalmente distintos. Cuatro rumbos, como las
puntas de una cruz. Cuatro rumbos que as unidos en el corazn de nuestro pas,
forman una comarca hechizada; una provincia antigua y bienamada: Santiago del
Estero.
"Soy de la tierra de los calores donde florecen, hermosas flores.
Soy santiagueo, bsame, sol." Reza el hombre su vidala. La selva es su templo.
La selva, el arenal, la sombra del algarrobo, o el desierto. Pero ah est el
hombre santiagueo durante cuatro siglos golpeando el parche de su tamboril,
cuatro siglos esperando la hora azul de la tarde para colgar el fantasma de su
soledad en lo alto de una copla:
"Cuando se calla la tarde me pongo a mirar el sol.
Si ella me quiere pobre no soy."
"Y a recordar de una prenda que andaba queriendo yo.
Si ella me quiere pobre no soy.
Suena el tamboril, y sus ecos ruedan por los caminos de la selva sin que las
aves se inquieten.
"La caja es la luna llena de la vidala . . ." dice el poeta..
"Tierrita salavinera donde nac.
Si he de perderte, mi pago, quiero morir. . ."
El tum-tum de la caja no es la resonancia de un mero golpe, dado con el slo
objeto de fijar un ritmo. Quiz lo sea para el forastero, para el que oye "desde
afuera", para el que no tiene miel de palo y un hondo grito desesperados
diluidos en la sangre.
El son de la caja contiene el jadeo sublimado de la tierra.
Respira la selva, fatigada y antigua, y su quejumbre queda guardada entre los
parches del tamboril. Ruedan las lunas sobre los desiertos. Pasan sobre los
montes callados, como extraos tamboriles en busca de un corazn necesitado de
coplas.
Las salamancas del monte encienden las fraguas de su hechicera, y el hombre
halla el camino de su consuelo, la puerta de su dicha, el rincn donde su
soledad se convierte en esperanza.
Es precisamente ah, en el tope de ese minuto sagrado, cuando en el corazn del
santiagueo comienza a nacer el misterio de la vidala.
Nace el salmo, ungido por los fervores ms puros del alma humana. El hombre est
rodeado de todas las lejanas necesarias para el advenimiento del canto. Al
levantar la "caja" hasta su sien, al casi reclinar su cabeza para escuchar el
primer sonido que ha de orientar el tono cabal de su meloda; al sentir que se
anudan en su alma todos los caminos, al tener conciencia de que la selva est
junto a l, como un altar apretado de nidos, de viejos mensajes, de abuelos en
sombra, al ver que asoma la luz de la primera palabra de la vidala, el hombre
sabe ya que est a punto de cumplir con todos los dioses que manejan el aire, la
arena, el rbol, la luz y la sangre de su tierra.
Entonces, s, ya puede cantar, abiertamente, su copla. Puede recitar su salmo.
Puede rezar su vidala.
"Todos los que cantan bien cantan de puertas pa'adentro, Mi dulce cantar.

Yo como canto tan mal canto de sereno al viento.


Mi dulce cantar. Antes que el gusto, el dolor
siempre viene a perturbar a mi corazn
Salavina, Suncho Corral, Campo Gallo o Atamiski, Troncal, Aatuya, Real Sayana o
La Banda, Sumampa, La Caada ,o Monte Redondo ... Por los cuatro rumbos de la
comarca embrujada ruedan los ecos del tamboril vidalero.
Nada puede debilitar su sagrada quejumbre, porque ella no es solamente un hombre
y su tambor, sino el Hombre y su Universo, la criatura humana, apretada de
miedos, de anhelos y fervores, de amor y de humildad, ayudndose con la luz de
su canto para contemplar el misterio del mundo. Su propio misterio.
"Ay, Vidalita, miel de pesares.
Eres el alma de estos lugares!"
La guitarra -jagel de soledades- se abraz con el hombre en la magia de la
vidala.
Y muchos viejos quichuistas, algunos ciegos, ofrecan en la sobretarde del
salitral o de la selva el tmido lloro de sus violines, tocando una vidala, una
de esas vidalas sin palabras, sin ms palabras que las que musita el alma
arrodillada de quien reza su canto "sonchop-icmpi", "corazn -adentro".
Vidalas para el amor y la amistad, para el Carnaval y el regocijo abundan en el
cantar popular santiagueo.
Pero son como los pjaros vistosos. Ala, color, gracia y despedida. No quedan,
no perduran mucho tiempo en el rbol. Se van. Siempre se van. Es que les falta
la necesaria densidad. El peso de la pena. La carga del misterio. El solemne
temor del hombre-nio. Ese imponderable que, como la espina de la penca, vuela
apenitas y se clava en la arena, y desde ese momento ya es otra penca. Ya es
planta. Y ah se queda.
Hasta la muerte -cundo no- tiene sus vidalas. Y son ,distintas segn la hora.
Entre alabanzas y liturgias transcurren las etapas de un velorio en el monte, o
all por Salavina.
Pero cuando la noche est cumplida, cuando hacia el naciente el cielo ya no
tiene estrellas y empiezan a desmayarse los azules de la madrugada, las ancianas
rezadoras organizan el ritual
de la Vidala.
Una voz solista llevar la responsabilidad del canto. Y antes de concluir el
primer verso, se le sumar el pequeo coro, en un "pianssimo" armnico y
perfecto que nadie estudi pero que
todos conocen, entienden y adaptan:
(Solista)
"Ya viene la luz que alumbra"
(Coro)
Lo mos de llevar ... Lo mos de llevar ...
(Solista)
Pa que su sombra querida
(Coro)
Pueda descansar ... Lo mos de llevar ...
Quien oye esta vidala all, en el agreste escenario de la selva, o en un pequeo
rancho entre jumiales cerca de las salinas, no olvidar jams su tremendo
impacto en la sensibilidad.
Amanece, s. Pero una sombra querida "ya no hay ver la luz".
Y segn la regin, en espaol o en quechua, la Vidala cuelga su misterio en la
ltima esquina de la noche vencida.
Aqu, la luz, la maana con sus primeros estremecimientos, con pjaros
tempraneros, con los primeros ruidos del trabajo, que a esa hora son siempre
musicales. Y ah, en un rincn de pobreza y vigilia, un puado de viejas
santiagueas de cimbas encenizadas, mimbres envejecidos, rodeando al difunto,
rezando la vidala de la despedida.
Quiz, antes de cumplirse el da, cuando la tarde traiga su minuto azul y lo
deje como una flor sobre la nostalgia del hombre, los algarrobales recogern

otras vidalas, otras coplas, otros salmos de esos que inmortalizan el alma de
los pueblos:
"Me cie invisible lazo. No puedo cantar.
Por eso me voy silbando por el arenal ...
XV
CAMINOS Y LEYENDAS
Ignoro si algn da volvern las leyendas a correr a travs -del alma de nuestro
pueblo, pero pienso que sera saludable que as ocurriera. La leyenda no es sino
la idealizacin del sueo de los pueblos, el fruto de su fantasa necesariamente
exaltada, su forma de fugar hacia una irrealidad que compense los dolores de la
existencia. - En la leyenda no tienen cabida la mentira ni la mera exageracin.
En ella juegan la fantasa, el sueo, la necesidad del espritu de crearse un
mundo mejor, y as manejarlo, dominarlo, transformarlo. Por eso la leyenda tiene
poesa, y vuela sin dejar la tierra, la pequea patria, la comarca nativa. Por
eso vuela al ras de la tierra, lame los horcones de los ranchos, gira sobre el
cansancio de los changos en la noche, desvela a los hacheros en la selva y a los
reseros junto a los fogones.
Cada pas tiene una suerte de leyenda del ms diverso tipo. Y todas ellas
revelan un carcter, una modalidad, una forma de ser y de pensar, una fisonoma,
un pulso de la vida, una particular manera de entenderla, o de enfrentarla.
Nuestra tierra tiene leyendas magnficas, algunas ya universales. Cada
provincia, cada regin, cada aldea argentina guarda su sagrada tradicin en la
leyenda lugarea. Las generaciones anteriores, con otro ritmo de vida, con otro
sentido de la existencia, con otro orden del tiempo y de la urgencia, atesoraban
leyendas, las reformaban ligeramente.
Y la leyenda corra por la comarca, agitando todos los fantasmas del sueo y del
ensueo, segn su destino. En la pampa, al ras de los trebolares, como un
chasque indiano. En el litoral, sobre la niebla que cubra los juncos de la
orilla de los largos ros mudos, dejando escrito su nombre y su misterio en la
greda bermeja. En la selva, junto a las hachas dormidas en la sobretarde,
trenzando su fantasa como adorno de la quincha, donde los hombres esconden su
fatiga para no entristecer a las estrellas. En la montaa, con lenguaje de
piedra y de camino antiguo. En la Puna, enredada en los tolares, aprendiendo a
expresarse en el lenguaje perfecto de la soledad: con el silencio.
La innegable facultad potica de nuestros paisanos ha poblado los fogones, a lo
largo del tiempo, de las ms bellas leyendas. Asuntos desdichados, en los que la
tragedia jugaba su fuerte rol; historias del amor, de la ausencia, de la gracia,
la aventura. Y en todos los temas, la fatalidad, envolviendo, con su manto
infalible el espritu de los hombres, la vida de los rboles y las bestias, el
alma de las piedras y del aire.
EL ISCALLANTI
En la precordillera sanjuanina, hay un cerro hermoso, lleno de majestad: El
Iscallanti.
En una parte, la mole est partida en dos, y hace unos aos se aprovech este
accidente para facilitar un camino, una carretera. Pero para los viejos
pobladores, El iscallanti es el monumento del amor desdichado.
Dicen que unos novios huyeron de la aldea, buscando la ruta de Chile. Huan sin
haber cumplido una palabra empeada a los abuelos. Estos, se llegaron a la
Salamanca, adquirieron poderes fabulosos, y maldijeron a los fugitivos. Y en una
parte del camino, los dos novios quedaron convertidos en piedra, frente a
frente, como un cerro partido. Mirndose, si, pero condenados a no juntarse
nunca.
Y los arrieros y caminantes bautizaron esas peas: Iscallanti. "Iscay", del
quechua: Dos.
"Llanti", del huarpe Malditos. "Los dos malditos".
Y ah est el cerro Iscallanti, hermoso, solitario, mostrando las dos peas, con
un camino al medio. Y la leyenda le quita y le agrega detalles. Y las viejas
sanjuaninas bajan la voz cuando la cuentan a los changos.
EL PAISANO ERRANTE
Un mozo muy jinete, cantor y guitarrero, andaba en malos pasos con la vida.
Abochornaba a sus padres, causaba disturbios entre sus amigos.

Un da, desdichado da, le arre un rebencazo a su madre. Y sta lo maldijo de


la siguiente manera: "Nunca tendrs paz. Cuando quieras alegrarte, algo suceder
y slo la amargura ser tu compaera. Cuando te dispongas a guitarrear, tu
memoria te fallar. Y cuando quieras cantar, no has de poder. La nica milonga
que escuchars no saldr de tu guitarra, sino del galope de tu caballo en la
noche, sin rumbo, sin amigos, sin paz en tu corazn. Slo un galope eterno y
desesperado . .
Esta leyenda del paisano errante, la escuch de nio, y ms de una vez, en el
campo cuando por leer historias propias de mi edad mantena mi lmpara
encendida ms del tiempo debido-, escuch la voz de mis familiares, o la del
indio Luciano en la estancia Maip, gritndome:
"Oye, oye bien ese galope en el camino".
Yo aguzaba el odo. Y escuchaba o crea escuchar el eco de un galope en la
noche.
Ah pasa el Paisano Errante!" -me decan. Y rpidamente, de un soplo, yo
apagaba la lmpara, y me sumerga en un mar de frazadas multicolores.
LA LOCA JULIANA
Era en un valle de Catamarca. Juliana, peona de una finca, por un desengao
amoroso, enloqueci.
Se allegaba a los pueblos, a pedir comida, y las buenas gentes le obsequiaban
ropas, y algn rebozo. Para agradecer, Juliana cantaba:
"Con una piedra del ro torc mi destino.
Ay, mi Negrito lo hi perdido!
Lo hi perdido!"
Se refera a su hombre, a su "Negrito", al causante de su desdicha. La leyenda
de la Juliana dice que una noche, Juliana sinti que iba a ser madre.
Estaba sola, en una cueva del cerro, donde se refugiaba. Haba, luna. Una enorme
y desolada luna ambulaba sobre los cerros ,dormidos.
Entonces la Juliana le habl a la luna:
"Aydame, Mama -Kuilla! Quiero morir, pero antes quiero parir un hijo que no
muera nunca ...!" Y la luna la ayud. Pero la Juliana no tuvo un chango, -ni una
huahua. No. De ella naci un canto. Pari una vidala.
Por eso, la Vidala del cerro catamarqueo, es un canto que no morir jams. No
pierdo la esperanza de acercarme una tarde cualquiera a una Pea o
Guitarreada no filmada ni televisada; en fin, una reunin de jvenes
argentinos en una casa particular, en un ateneo, en un rincn de criollismo, y
oir de boca de ellos la versin de nuestras leyendas provincianas, la narracin
de ese infinito y potico rumor que va de corazn a corazn, manteniendo la
supervivencia de ese aspecto de folklore arqueolgico en la generacin presente.
Aplaudo a las guitarras y a las coplas, aunque no hacen "folklore" sino que
repiten, imitativamente, el cancionero moderno, sin mensaje antiguo y algunas
veces sin paisaje. Pero est bien el gesto y la intencin de cantar. Aunque no
estar logrado el propsito cultural si no se entra en el mundo sugestivo y
maravilloso de la leyenda de la narracin de las historias nacidas en nuestros
campos, y que determinan una manera de ser argentino, de sentir la tierra, su
pasado, su carcter, su alma, y su misterio.
LOS PAGOS CHARRAS
Hace muchos aos ya, tal vez treinta, escuch una guitarra pintora de paisajes y
sentires. Y como toda guitarra traductora de la verdad, tena ya la
trascendencia que la converta en guitarra inolvidable.
Esa guitarra guardaba en su noble cuenca muchas hilachitas que el viento haba
sembrado en su pasar: la sombra de una leyenda, la mitad de una copla, la trunca
historia de un amor en los ceibales, algo que narraba temas de herosmo, lucha y
muerte, derrota y sacrificio en las cuchillas, donde las divisas blancas y
coloradas fijaban las cribas de sus fervores.
Esa guitarra vibraba junto al corazn de un hombre uruguayo: Telmaco Morales.
Lleg a mi tierra, a mi amado pas argentino, en un tiempo de sombras para su
pago. Deca que la libertad era slo una palabra declamada en boca de caporales.
Y cruz este ancho ro "color de len", al decir de Lugones. Y lleg con buen

"naco", hojillas de papel de arroz, un yesquero "cola de gato" y una guitarra de


oscuro brillo, vihuela nocturnal y desvelada.
El hombre era oriental de tierra adentro. Devoto de la msica, y agradecido de
su mensaje, pleno de esencias antiguas con tratamiento nuevo, me acerqu a
Telmaco Morales.
Yo era un muchacho entonces. Un caminador intrpido pero sin madurez. Vagaba por
ah, por los campos y las aldeas, juntando en las esquinas de la tarde el
necesario silencio para entender los misterios que rodeaban a la vida, al
tiempo, a la msica, al hombre, al camino ...
Por eso me llam -distante y profunda-, la guitarra de Morales.
Muchos aos despus conoc sus pagos, su comarca, su terruo. Pero la msica de
don Telmaco ya me haba mostrado las vegas de su bienamado Treinta y Tres.
Estilos y preludios pintaban las linduras de esos verdes prados, el roquedal
sobre las cuchillas, los nacederos del Olimar, las lagunas pensativas, el
pajonal donde anidan las cruceras, la palma arisca, el rancho claro junto al ojo
de agua, el sarandizal cerca del viejo camino de carretas; pericones y cifras en
cuyo discurso desfilaban los paisanos de los arrozales, los esquiladores de
Peyrano y Nico Prez, los jinetes que se allegaban desde Cerro Chato, donde la
roja candela del ceibal alumbra la nacencia del Yi. La guitarra de Morales
historiaba las luchas orientales, desde la diana de Palleja hasta la danza
dramtica de Perico el Bailarn. La tcnica auxiliaba a la imaginacin y al
sentimiento, porque Telmaco Morales era un estudioso, y saba aplicar sus
conocimientos de manera que la ciencia guitarrstica fuera amparo y no prodigio,
conciencia y no espectculo. Y por encima de todo, y antes que todo, era
paisano. Es decir era su paisaje manifestndose. Era su tierra rezando su grito
del modo ms artstico que un hombre puede expresarle.
Morales era fuerte, con un rostro de campesino intelectual. Generalmente serio,
de gran prudencia. Armaba su cigarrillo con ademn de rito. Y no tena prisa
para encenderlo.
Hablaba, mirando ms all, como buscando el nidal de sus saudades en un rincn
de la noche.
Precisamente en la noche, en una noche de aires otoales lo conoc. Un patio, en
el barrio de Flores, en casa de un porteo que cant con gran respeto y fervor
las cosas de la Pampa: Don Juan Ms.
Este caballero recibi a Morales, en una reunin presidida por la seora mayor,
la abuela. No haba nios que lucieran sus precocidades, ni padres que lo
permitieran.
Juan Ms cant su famosa cancin de entonces: La serenata del unitario. Su
guitarra luca cintas argentinas. Por ah, fumando en silencio, estaban Juan
Gonzlez Mrquez, oriental amigo de los versos y de todo lo bello; Domingo V.
Lombardi; Germn Garca Hamilton, Romildo Risso.
Me toc el turno. Yo venia con un caudal de soledades no del todo acomodadas.
Fiel a la leyenda del Viento, recog yaraves de los Andes, tristes de Arequipa,
huaynos de Puno, bailecitos de Tarija. Algo de eso toqu. Y para ayudar al clima
del artista oriental, arrim una milonga punteada a la manera de los
entrerrianos. Y luego todos nos quedamos, serenos y expectantes, como los lamos
al alba. Un silencio cordial nos envolva.
Telmaco Morales afin su instrumento, en pianisimas armnicas. Y su guitarra
desgran un estilo. Un antiguo estilo, que pareca tocado en primera audicin.
Bien armonizado, y el leitmotiv cantado en las bordonas con naturalidad, con
lgica.
Era como la sencilla corriente de un arroyo, atravesando juncos donde las garzas
cuelgan su tmida presencia.
Es que nos estaba pintando el Olimar, el ro legendario de su comarca nativa, el
ro al que
luego cantaron Jos Gorosito y Valentn Macedo en encendidas coplas de su
tiempo, all por Treinta y Tres.
La guitarra soledosa de Morales nos fue dando paisajes, nos fue contando de la
mejor manera la historia de su tierra. All aprendimos la milonga abrasilerada

del Este uruguayo, pleno en palmeras y pajonales, con angostos senderos como
hechos para la fuga o el maln, de las costas del Chu.
Los pericones en Sol Mayor y en La Menor nos decan de las reuniones en las
viejas estancias, en aquellos tiempos de Saravias y Riveras. y Muises, cuando
los jinetes de 1904 galopaban las cuchillas desde Melo a Soriano, desde
Tacuaremb hasta las Puntas del Santa Lucia, dando coraje y sangre para el nacer
de la copla:
"As se escribe la historia de nuestra tierra, paisanos.
En los libros, con borrones, y con cruces en los llanos."
Aprendimos geografa en los discursos guitarrsticos de Morales. Y supimos su
soledad, su intervencin en los entreveros, las fuerzas de su sentido moral.
Sentamos que nos quemaba el sol de las siestas en los caminos de la derrota.
Oamos el galope de los potros, de los redomones en los pasos de piedra.
Entendamos la razn de ponerle trapos y pauelos rotos a las espuelas para no
asustar al silencio de las cuchillas. Hasta refranes y dichos con spera gracia
paisana:
"No tembls, Negrito, que la muerte es un ratito y nada ms . . ."
A veces, caminando las rutas orientales -"orientalas" sera mejor-, suelo
escuchar a jvenes cantores, de hermosa voz y simptica apariencia, que andan
por ah, ejecutando sus alas de artistas, entonando cantares de Brasil, de
Argentina, de Mxico, de Chile.
No est mal, pero est mal. Es que no se han hecho amigos del Viento. Es que no
han aprendido la gran leccin de los desvelados. Es que no han sabido atender
los consejos de los que caminaron como apstoles de la Leyenda infinita.
Y son uruguayos. Y aman a su tierra. Pero la urgencia de vivir les va acortando
la vida. Y han de pasar por la tierra, sin haberla traducido.
Mientras tanto, y felizmente, estn los otros, los que heredaron el mensaje
perdido en los caminos, y lo devolvieron al Viento tal como lo hallaron, o le
limpiaron la arena del tiempo y lo entregaron limpio y renovado, mondo de
extranjeras.
Quedan y perdurarn los traductores del paisaje, del hombre y su tiempo. Quedan,
como las piedras moras emergiendo de la tierra, como races de andubay, como
dentada resistencia telrica capaz de romper la reja de los arados, como lanza
tenaz de guerrilleros de cualquier divisa, como espuelas sin trabas.
Queda ese imponderable Juan Pueblo, el Annimo, payador de viejas estancias, el
trovero sin suerte de los Pueblos de Ratas, el narrador de cuentos que
endulzaban los Eneros en Aigu, el cantor de los anchos caminos entre Rocha y
Lescano, el florido juglar de Valle Edn, el vagabundo vate robador de mieles en
los montes del Yi.
Quedan los Morosoli y los Ipuche, los De Viana y los Macedo. Quedan los Silva y
los Spinola, los Herrera y los Zorrilla, los Garca, los Risso. Queda la vieja
sombra generosa del Viejo Pancho, con su angustia no superada, pero con un
aporte de cabal gauchera.
Ellos si, conocan y sentan la Leyenda del Viento, y pusieron en sus trovas y
poemas, sus cuentos y dcimas el color que ofrecan las montaas de su pas, la
tarde de sus montes, la niebla de sus bajos, el misterio de sus lunas rodando
por las cuchillas.
Con maestros de tal calidad, con apstoles del Viento de tal fervor, con
tratadistas populares d tanta verdad tradicional, la tierra uruguaya debiera
estar plena de cantores de sus glorias, de su historia, de su paisaje, de sus
tristezas, de su esperanza.
La estacin de radio, el set de televisin, el tablado ciudadano, son el
resultado del tiempo en su progreso, la facilitacin moderna para el espectculo
de tipo artstico. Los micrfonos amplan el volumen de la voz. No la ahondan.
La hondura est en el hombre, en lo que el hombre es capaz de contener luego de
tanto camino.
XVII
LA GUITARRA
"Msica que meciste mi alma dolorida.

Acurrucado contra tu corazn, oigo el latido de la vida eterna..."


ROMAIN ROLLAND
La guitarra es como un extrao nido que suelta sus pjaros crepusculares cuando
el aire se puebla de silencios y nostalgias.
Andrs Segovia, prcer de la vihuela, dijo una vez que "la voz de la guitarra es
escasa, pero llega lejos. Lejos ... hacia lo hondo."
Esta definicin, afirmada en la autoridad y el talento del maestro, no ha sido
an superada, pues ha fijado en ella la lnea exacta del destino superior del
instrumento.
"Lejos ... hacia lo hondo."
En nuestra tierra, los gauchos y paisanos, en tres siglos, limaron con la msica
de la guitarra sus speras aristas.
Hombres toscos, hechos a la ruda vida del campo, hombres de a caballo, con un
mar de gramilla y pastizales abajo, y un par de constelaciones all arriba,
vivan en la soledad sin tener conciencia de ella. La soledad era un muro
invisible que circundaba la existencia de los hombres. Era un mundo dentro del
cual el paisano trajinaba, galopaba, amansaba potros, tropeaba hacienda,
torteaba barro, como el hornero, para construir su hogar, sacaba tientos,
recortaba caronas, y viva sin sentir la pobreza como contrapeso, luciendo a
veces algn platero, "siquiera pa' que la luna le haga guios al omb . . .", a
travs de una rastra o un rebenque, o de unos estribos o de la media luna del
freno.
Pero lleg la guitarra milagrera y andariega, a los galpones de las estancias, y
a las pulperas.
Y la guitarra le revel al paisano el panorama exacto de su soledad. Fue el
espejo de su alma y su paisaje. Y el paisano se acerc a la vihuela con todos
los reclamos de su pudor, con inocente curiosidad de hombre sin miedo. Y el
misterio de la guitarra le don un miedo nuevo, desconocido. Por eso lleg al
instrumento usando la mxima delicadeza.
Sus manos, hechas al rigor del trabajo, se convirtieron en pequeos araditos de
plata y seda para trazar sobre la guitarra la melga de una vidalita -semilla del
tiempo-, y entonces fue
comprendiendo que la soledad era una infinita voz destinada a traducir lo mejor
de su espritu, sus faenas, sus amores, sus recuerdos, su esperanza, su destino.
Y ya no pudo vivir sin la guitarra. Le cobr "la mesma aficin" que a su
caballo, lo que ya es mucho decir.
Y en el correr del tiempo, la pampa se pobl de cnticos diversos.
Nacieron las trovas, los estilos, las cifras, las milongas; se adaptaron coplas,
dcimas, temas de danzas, hilachitas del Canto del Viento.
Y en las sierras, en la selva, en las hondas quebradas del Norte, la guitarra se
desvel junto a las quenas de kollas y mestizos, se herman con el charango,
dialog con el arpa junto a los anchos ros, fue revelando mundos de soledad al
paisanaje de los cuatro rumbos de la Patria.
Es que "la voz de la guitarra es escasa, pero llega lejos. Lejos ... hacia lo
hondo." Alguna vez he nombrado a Nazareno Ros, uno de esos cantores que
pasaron, elegidos por el Viento para juntar las trovas dispersas en la llanura.
Yo era muy nio cuando lo escuch, pero no he de olvidarlo, por la emocin que
me produjo su canto y la leccin que sembr en su andar. Taa las cuerdas
delicadamente. Y Nazareno Ros era un gaucho. Cuando elevaba el tono de su voz
en un estilo, lo apoyaba haciendo terceras en las bordonas o breves arpegios
graves. De esta manera, su discurso resultaba equilibrado, honesto, cabal.
Era como debe ser: un canto donde la conciencia y el sentimiento se
consustanciaban, controlndose.
Muchos aos despus, un guitarrista me hizo evocar con mayor firmeza a aquel
trovero de la pampa. Ese guitarrista fue Abel Fleury. La manera de tratar el
modo y desarrollo de sus milongas me recordaron a Nazareno Ros, aunque Fleury
era ms completo como instrumentista. Pero la sustancia siempre seal a Fleury
como sabedor de la Leyenda del Viento.
No se pueden tocar as porque s, las milongas de la llanura bonaerense. Es
menester profundizar el misterio del paisaje, el silencio y el anhelo del

paisano. Es necesario abordar el tema "confidencialmente" aunque haya mucha


gente escuchndolo.
Juan Sebastin Bach, catedral de la verdad musical, deca: "Cuando toco, lo hago
pensando que en la sala, annimo y atento, me est escuchando un gran msico.
Para ese gran msico doy mis cantatas."
Fleury, msico y, adems, artista, tocaba sus preludios criollos, sus estilos y
milongas, quiz para ese gaucho invisible, annimo y atento, que oa en la
penumbra el mensaje de una guitarra con dignidad. Por eso daba el paisaje en su
msica. Por eso traduca a su amado pago de Dolores; por eso andaban sus
pericones y cifras aromando las noches de Tandil y Azul; por eso lo han visto
los campos donde retozan el and, los chajaes, las garzas y los flamencos,
camino de Pringles, Tres Arroyos, Baha, Pun, Trenque-Lauquen, por citar
solamente algunos pagos sureos, pero sin olvidar pases de nuestra Amrica, ni
Madrid, Valencia, Barcelona, Asturias, ni Pars, Lyon, ni Londres, ni Lisboa.
"Lejos ... hacia lo hondo." Actualmente, la velocidad no es "virtud" exclusiva
de los aviones y los automviles. Tambin se ha ganado al mundo de la guitarra.
Ha conseguido abaratar su mensaje. Pareciera que la guitarra, cuanto ms se
acerca a los micrfonos, ms se aleja de la tierra y su misterio.
En nuestro pas hay un buen nmero de mozos guitarreros y guitarristas. Pero,
desgraciadamente, prefieren -dada la poca- ser cabeza de ratn en lugar de cola
de len. Prefieren, y as lo demuestran da a da, ser los mejores entre los
mediocres, antes de ser los ltimos entre los mejores.
El vibrato se est perdiendo. Las guitarras de ahora suenan, no vibran. Y ese
adminculo que llaman "la pa" ,es como una esponja de acero encargada de borrar
el color del paisaje. Es decir, el paisaje del hombre, mirado, sentido y
transmitido desde adentro.
No debe darse a mis palabras ningn sentido de animosidad contra nadie. Risso
deca: "Hay lea que arde sin humo, cada cual quema su lea". Pienso que me
asiste slo el derecho de dolerme por el destino actual de un instrumento que
fue emocin, placer y consuelo de gauchos y paisanos, que revel en la pampa un
mundo para entender y vencer el muro de soledad que aprisionaba al hombre.
Ms de dos siglos de tradicin y guitarra campean por la Patria. Es una herencia
muy importante, y muy sagrada.
Nos desvelamos muchas veces por asuntos que no valen la pena. Bueno ser que
nuestros muchachos, enamorados del canto, entiendan alguna vez la importancia de
desvelarse estudiando, meditando, buscando la manera de incorporarse como
herederos de ese intimo y preciado tesoro que esconde la guitarra argentina, esa
guitarra cuya voz es escasa, pero que llega lejos. "Lejos ... hacia lo hondo."
XVIII
ME CIE INVISIBLE LAZO"
Conoc hace muchos aos a un cantor que tena leyenda y paisaje detrs de su
voz. Cantaba yaraves, vidalas, zambas, tristes del norte y estilos del sur. Y
todo lo cantaba con propiedad, dndole a cada tema su verdadero carcter, su
cabal sentido. En resumen: saba interpretar el canto. Saba ubicarse en la
comarca y en el nimo de cada cancin.
A pesar de su hermosa voz, no muy caudalosa pero bien timbrada, baritonal y
criolla, siempre esconda, como tras un velo de pudor o de prudencia, algo as
como un paisaje que an poda regalar su luz para la copla atardecida. Ese
cantor se llamaba Juan Carlos Franco. Era tucumano, y en aquellos tiempos
revistaba en el Ejrcito argentino con el grado de teniente primero. Alto y
atltico, amigo del deporte, buen esgrimista, buen jinete, Franco destacse
siempre como gentil caballero de muy cuidada educacin y a poco de que se lo
tratara revelaba una fina sensibilidad y un profundo sentido de la amistad. Van
a cumplirse pronto treinta aos de su muerte, pero los amigos que lo tratamos
tanto tiempo en aquella nuestra juventud, lo recordamos como si ayer hubiera
partido para algn extrao viaje.
Hbil en la guitarra, buscaba en el instrumento los caminos del encantamiento. Y
escribi versos. Y compuso vidalas inolvidables. Vivi varios aos en Santiago
del Estero. All en la dulce tierra, a dos leguas de La Banda, estaba "San

Carlos", la vieja estancia de los Arzuaga. All conoc a Juan Carlos, en el ao


1927. All conoc a su esposa, Pepita de Arzuaga. All compuse los juguetes de
su hija Perla, bajo los viejos algarrobos de la finca. All escuch las vidalas
de Franco, a la hora serena en que los coyuyos de noviembre callan para pulsar
el silencio de los montes, mientras el bordn de una guitarra desbroza selvas
fantsticas como abriendo picadas hacia las Salamancas del corazn.
"Traigo guitarra y vidala pa venirte a ver.
Slo te pido, mi Negra, me des un consuelo pa poder volver ... Vidala para la
serenata a la novia. Vidala que se canta bajo la galera de una casona criolla,
mientras, como un rito, se bebe en silencio un pedazo de selva que llaman aloja.
Pero siempre la tarde trae en la ampliada sombra de los rboles, un tono
melanclico, casi triste. Y el artista tucumano, el criollo Juan Carlos, se
siente un poco solo, lo necesariamente solo como para decirle coplas a un
imposible...
"Viendo pasar una nube le dije: Ay!, llvame tan alto como t subes.
La nube pas diciendo:
Imposible!. .. Imposible!"
"Amor ped a una morena de slo verla tan buena.
Como la nube y la estrella , me ha contestado diciendo:
Imposible! ... Imposible!"
"Pa qu quiero mis ojos. Mis ojos, para qu sirven.
Mis ojos que se enamoran, y se apasionan, vidita, de imposibles ... de
imposibles
Aos despus, en 1931, llegu a Salta, de a caballo. Gumersindo Quevedo me
regal un hermoso rosillo, en Ro Piedras, y en dos das de viaje me puse sobre
el tope del San Bernardo. Y un rato despus me quitaba las espuelas para subir
las gradas del Club 20 de Febrero y saludar al doctor Abraham Cornejo y al
coronel Day.
Esa noche, disfrutando de la tradicional hospitalidad de los caballeros
salteos, cant una docena de vidalas de Juan Carlos Franco. Y desparram sus
coplas luego por todo el Valle de Lerma, desde el Mojotoro hasta la Silleta,
Cerrillos, Los Laureles, Atocha, Quivilme y Las Moras.
"Me ha galopiao muchas leguas pa venirte a ver ...
Slo te pido, mi Negra, , me des un consuelo pa poder volver."
Por razones de su profesin, Juan Carlos anduvo mucho pas. Camin los cuatro
rumbos de la Patria. Y siempre dej muy buenas mentas de su condicin de
criollo, caballero y cantor.
Pero era algo ms que un mero cantor. Haba en l desvelo y conciencia, y un
espritu bien rumbeado. Conoca bien el campo, aunque descollaba en la vida
mundana, donde impona, aun sin quererlo, su fuerte personalidad.
Era indudable haba leyenda y paisaje detrs de su voz. Era como la sombra de
una nube larga paseando su misterio sobre un campo soleado.
"Me cie invisible lazo. No puedo cantar ...
Por eso me voy silbando por el arenal... "
"Cosas me pasan ... No puedo decir.
No hay ms remedio que andar y sufrir."
"Como no puedo cantar, por eso me voy silbando por el arenal. . . "
Una noche, all por Suncho Corral, Departamento Figueroa, un muchacho
santiagueo, con la caja cerca de su sien como si usara la luna por almohada, me
cant la mitad de esta vidala del "Silbador". De los campos vena un aroma de
poleo, como si el aire bendijera el silencio de los algodonales, nieve
trasmutada en la fragua de la selva.
"Me cie invisible lazo. No puedo cantar.. . "
Con ese mozo, recordamos a Juan Carlos. Suncho Corral, pueblo de la sola calle
larga, pareca una aldea de maravilla, a la que le brotaran guitarras en cada
esquina, nombrndola al amigo, evocando sus coplas, disimulando su ausencia.
Cierta vez, en Ro Grande do Sul, un paisano brasileo, oyendo a un cantor,
sentenci: "El que canta de ese modo, no se va ms de este mundo. . ."
As pasa con Juan Carlos Franco. Muri en Jujuy, en 1934, de tifus.

En los momentos en que la fiebre ceda un tanto, Franco peda la guitarra, y


haca abrir las ventanas de la vieja casa de la calle Alvear. Su pulso le negaba
precisin al acorde. Pero esa vez, s, slo esa vez, apareca la leyenda y el
paisaje delante de su voz.
Era la sombra de la nube sobre el campo soleado. El "Ay" que nunca dijo, y que
se quedaba arrinconado detrs de la copla cumplida y galana. Era el imponderable
que seala a los artistas. Que distingue al que camina hacia adelante,
adelantndose siempre. El rbol solo, paisaje en si mismo.
El eco abrazando al grito. El adis, abriendo su llamarada, de fatalidad en el
minuto ms hermoso de la vida.
Aquella frase india podra estar en la tumba de Juan Carlos: PUNCHAY
PUNCHAIPI, TUTA IARCAJ"
(En la mitad de la tarde se le hizo la noche.)
XIX
EL PUMA
Brama el puma y por el miedo queda tiesa la majada.
Y en el campo se alborota relinchando la yeguada.
A. Y.
Desprecio la caridad por la vergenza que encierra.
Soy como el len de la sierra:
Vivo y muero en soledad.
A. Y.
Me gusta ver al len cuando est herido para templar mi sangre con sus quejas.
Pero enjaulado no, si est entre rejas es splica su voz, ya no es rugido.
J. C.
Infinidad de historias, citas, coplas, referencias y leyendas han tratado en
nuestro pas sobre este felino americano que nuestros paisanos llaman el puma, o
el len, o "el dao".
Su imagen est fijada en los cacharros de las viejas tribus, tanto de la selva
como de la montaa; en los Inti-Huasi, donde an se estudian los jeroglficos y
pictografas de la indianidad.
En ellos aparecen, en claros y perdurables caracteres las garras del puma, sus
hermosos ojos crueles, la actitud de arco de su cuerpo cuando concentra la
colosal musculatura pronto al salto, su aire inocente cuando se tiende sobre una
pea al sol, su sereno y grave gesto de experto cuando ensea a los cachorros
las artes del espionaje, seguimiento o fuga, su ferocidad cuando hunde las
garras en el lomo de los potrillos, su habilidad para echarse al lomo de un
cordero como una simple mochila, su valenta para morir peleando, sabedor de que
su bravura es peligrosa mientras le queda un poco de aliento vital.
Los libros que tratan sobre el puma, coinciden generalmente en afirmar que "el
dao" sale a sus caceras de noche, o muy temprano, antes que aclare el da.
.Es posible qu as sea y que siendo un bicho tan desconfiado elija las sombras
de la noche para desplazarse por los campos, a travs de los pajonales o en la
maraa de los montes, en busca de presa.
Muchas veces, en las provincias, cuando al caer la tarde el invierno desata una
llovizna delgada y tenaz, los paisanos murmuran: Linda noche pal len! Pero en
muchas ocasiones, la bestia no espera la noche y en pleno da, en plena siesta,
atropella a la yeguada, o en la media falda de la sierra topa con la majada de
cabras, desnucando a varias y llevndose la mejor.
Es increble la cantidad de pumas que habitan en nuestras comarcas. Pareciera
que jams hubieran sido objeto de persecucin. Pero no pasa ao sin que cien
pumas caigan en la trampa de la escopeta, o sucumban bajo un balazo certero, o
los abata un flechazo apenas silbador en un rincn de la selva, en un vasto
territorio que abarca el sur de Salta, las costas del Salado, los esteros del
Dulce, las sierras de Comechingones y los llanos de La Rioja.
Hace unos aos, en una gran redada entre la provincia de San Luis y el suroeste
cordobs, en menos de dos meses se cazaron mil trescientos pumas, entre grandes
y chicos. Y en el Chaco, all por Pampa de los Guanacos, los viejos pobladores
suelen matar pumas y tigres para darles de comer a los perros. Y es lujo para

los puesteros del Departamento de Anta retobar sus sombreros con pieles de puma,
o adornar las caronas con recortes de "El overo", "el dao", tigre o puma. El
jesuita Florin Paucke, en su Historia de los Mocoves, nos cuenta que en 1749
hubo un envo a Espaa, de catorce mil cueros de tigre y len.
A propsito de "el dao", Paucke, en sus crnicas tituladas De ac para all,
nos cuenta que el puma, junto a los ros, suele "pescar" metiendo una mano en el
agua y moviendo suavemente hasta llamar la atencin de los peces. Cuando stos
se acercan y el len cree que la presa est al alcance de su garra, da el
manotn y arroja a la orilla al pez., salta tras l y le da una dentellada,
volviendo en seguida al ro para repetir la operacin. Al cocodrilo tambin lo
vence, saltndole de pronto y rompindole la nuca, sin presentarle lucha. El
saurio herido se tira al ro, y al morir, la corriente lo hace flotar hasta
cerca de la orilla, donde "el dao" lo recoge y se da el gran banquete.
Antiguamente, los indios que habitaban las costas occidentales del Paran solan
cruzar los montes a caballo protegiendo las ancas de sus bestias con un par de
gruesos cueros de oveja, apenas sujetados con la silleta o la carona usada por
el jinete. La experiencia aconsejaba esta precaucin, ya que el puma, el tigre o
el overo, cuando han devorado un hombre, no desean otra cosa, y acechan el paso
del viajero en la selva.
Los mocoves y dems poblaciones del Chaco Gualampa atravesaban los senderos del
monte con grandes precauciones. El len, sorpresivamente, saltaba sobre ellos, y
al apresar los cueros de cordero, stos resbalaban a tierra, y el jinete tena
el justo tiempo para huir, salvando as su pellejo y su caballo.
Hace muchos aos, en lo que hoy es tapera y antes era un rancho con libros y
msicas en las cumbres de Raco, en Tucumn, don Manuel Arce, poblador de esos
pagos, me supo regalar un hermoso morral de cuero de puma. "Pa que se hagan
alvertidos del olor del dao", me dijo, aconsejndome que a los caballos que
usara para los viajes largos por entre los montes, les diera su racin en ese
morral. Era costumbre de las gentes de esas lomadas. Una especie de "gualicho
preventivo".
En el siglo pasado, en tiempos de las guerrillas, los centinelas gauchos del
litoral vigilaban los pasos del ro, las picadas de la selva. Y en las noches
fras, llenas de humedad y cerrazones, solan cubrir sus cabezas con un cuero de
puma, como si fuera un poncho salvaje, curtido de
apuro, apenas sobado, oloroso a grasa amarilla. Las garras caan a los costados
del hombre, como si la "ua caladora" pulsara el nidal de la daga, golpeando a
veces los patacones de la rastra, despertando en el gaucho montaraz quin sabe
qu instintos recnditos que le encendan la mirada escrutadora de toda sombra,
y encendan en la sangre candelas de coraje que escapaban de pronto cielo
arriba, apuntalando el alarido, manera de bramar que el hombre encuentra antes
de atropellar con todo, para la vida, para la libertad, para la muerte. El
puma!
Hay un viejo duelo, un parejo rencor entre el puma y el hombre, en nuestros
campos. All, entre los chaares, en la bravura del garabatal, la yeguada pare
sus potrillos, les lame suavemente la pelambre recin amanecida. La yegua no se
aleja de su cra. Hasta pasa hambre y sed.
El potrillo apenas se sostiene sobre sus largas patitas. Intenta pasos, ensaya
coces, mueve su breve rabo alegremente, comenzando a gustar de la vida,
olfateando la gramilla que un da probar; dando cabezazos con dulce torpeza en
las ubres de su madre, provocando el manantial de su alimento.
Cada pequea corrida le revela el mundo. Su mundo. As, llega hasta el barranco,
y se queda estremecido frente al abismo, en cuyo borde los rboles pierden su
verticalidad, porque tras cada tormenta la tierra se les va. As busca en la
siesta la sombra de los molles, hasta que la yegua, con nervioso relincho, se le
acerca y lo quita de la mala sombra. Dicen que el molle "tiene un aire llorador
que hincha los ojos y la fiebre". Y algo de esto es cierto, ya que hay muchos
hacheros que se niegan a derribar molles, y otros se han enfermado, hinchados y
doloridos. As, el potrillo aprende a esquivar los hormigueros, las pencas, el
falso romerillo, el agua quieta. Apenas siente el galope de los puesteros
,comienza a ponerse serio, y da vueltas alrededor de la yegua como si todo fuera
poco para protegerse. Y, a la hora dorada de la tarde, observa con gran susto la

tarea de la iguana en el piquilln pleno de sabrossimas perlas pequeas, rojas


y negras. La iguana elige el arbusto, se acerca al dbil tronco y da en l un
violento coletazo. La fruta cae desparramndose en la tierra, y el animal devora
grano a grano, goloso, el dulce piquilln.
Pero sucede entonces algo sorprendente: la iguana ha sido espiada y seguida por
una pequea banda de zorzales, gustadores del piquilln, pero cuyo fruto no
pueden comer sobre el arbusto a causa de las espinas, y deben aprovechar las
perlitas cadas. Y para esto, estn dotados de una especial picarda. Un zorzal
vuela y se pone a comer a pocos metros de la iguana, como eligiendo los frutos
ms limpios. sta lo descubre y se lanza correteando a la caza del ave, que
fingindose sorprendida vuela al ras del suelo la distancia precisa para alejar
del banquete a la iguana.
Y es entonces cuando los otros zorzales aprovechan y comen a gusto, hasta que la
iguana retorna y corre a todos los piquillineros.
El potrillo va aprendiendo a entender su mundo. Lo dems, se lo va dictando su
especie desde el misterio de su instinto. Poco anda, pero su madre lo conduce a
trancos lentos hasta el rbol bajo cuya sombra dormir, sobre pastizales
limpios, sin hormigas ni peligros a la vista.
Yo he trajinado durante aos las serranas de mi Patria. He vivido largo tiempo
en las hondas quebradas, en los montes, en tierras sedientas donde el salitral
ostenta sus mentidos mares y sus falsos diamantes. He pasado temporadas entre
indios, entre kollas, mestizos y paisanos. He dormido en chozas donde la miseria
abochorna a todos los paisajes. He pasado noches en las cumbres,, en los valles
abandonados, atando mi caballo a lazo largo, y asegurando la presilla en una
espuela, dejndome una bota a medio quitar para as despertarme al primer tirn.
He contemplado las majadas, brincando entre los peascos de un paisaje bblico,
obedientes al ladrido del pequeo perro pastor. He mirado potrillos tumbados
sobre la dura grama,
dormitando, y all cerca, a la potranca madre, recortando su silueta sobre el
filo de la loma. He pasado horas entre el gauchaje de antes, oyendo historias y
atendiendo consejos de paisanos casi centenarios, acerca de las diferentes
maneras de rastrear y cazar a los pumas, segn el da, segn el terreno, segn
el viento. He visto perros destrozados y otros heridos por los zarpazos de "el
dao". He ayudado a curar brazos casi deshechos de gente que enfrentara a la
bestia con un perro no muy baquiano, y
con la sola arma de un palo de mato o de arrayn a manera de lanza. He aprendido
a machacar la corteza del ceibo hasta hacerla una masa y ponerla como cataplasma
sobre las heridas. He aprendido que la misma grasa del len, derretida y
mezclada con buche de avestruz es el mejor masaje.
He aprendido que encerrar mulas entre la yeguada es buena seguridad, ya que el
mular piafa produciendo un gran alboroto que termina por ahuyentar al felino.
Los paisajes ms bellos se suceden a lo largo del camino: cerros montaosos y
cerros de pedregal puro, ros mudos y ros cantarines, selvas altas y montes
achaparrados. Las maanas se abren con el gran concierto de todos los pjaros. Y
la tarde, lenta y melanclica va recogiendo sus policromas, mientras se oye a
la reina-mora y al cacuy, extraos como una leyenda, hermosos como una estrella
o un poema. Y entre los rumores, el aleteo tenaz del picaflor junto a la flor de
la penca.
Y en medio de esa naturaleza prodigiosa y deslumbrante, el puma, cruzando los
campos, vigilando desde lo alto de una pea o bramando encerrado en la noche,
bajo las distantes constelaciones estremecidas. Y de pronto, el terror en el
chiquero de las cabras. Y el relincho de alerta en los potreros. Y untropel de
galopes desesperados que ahogan el dilogo de las piedras con el ro. Y la
perrada que ladra, se revuelve y atropella las sombras. Hasta que el puma,
conseguido o no su propsito de matar, escapa, mientras las voces de los
hombres, antes vibrantes, son ahora un susurro que organiza la persecucin.
Y tras de los cerros se acuesta la luna. Y los ladridos se vuelven lejanos. Y el
viento recupera su voz entre las ramas. Y la montaa vuelve a su quietud de
siglos entre grillos perdidos y misterios de tiempo y de silencios.
XX
CAMINOS EN LA LLANURA

Pasa el viento sobre las pampas, sobre las sementeras, sobre la gramilla
infinita. Los pastizales parecen bailar una suerte de danza de dbil vibracin,
como si el viento al pasar dejara sobre ellos diminutos violines invisibles, en
los cuales los pjaros fueran a beber la raz de sus trinos.
Hay un otoo recin abierto sobre la pampa, derramando, serenas mieles a lo
largo del paisaje.
Los tiempos han cambiado. El progreso trajo monstruos mecnicos, y los anchos
caminos -rastro cicatrizado de todos los adioses- se convirtieron en cintas
asflticas para que los hombres, conduciendo mquinas veloces, pasaran de largo
junto a los paisajes para slo arribar a las ciudades.
Antes, los caminos se componan de infinitas llegadas. Los hombres que cruzaban
la pampa en carretones, o montando criollos caballos, aquellos "del aliento
largo y el instinto fiel", llegaban a las etapas que determinaba el corazn, el
amor a la tierra, obedeciendo el mandato de antiguas voces recnditas. As,
desfilaban "llegando" al omb solitario, al nido de horneros, al potrero de los
toros, o de la novillada, o del terneraje. As llegaban a las viejas tranqueras,
donde se eterniza un pequeo lodazal amasado por el trnsito de bestias y el
amontonamiento de las reses. Al nido oculto entre los caadones -misterio,
garzas y mariposas-. Los jilgueros saludaban la maana del hombre, y sobre la
oscura mancha que bordaba la reja del arado, los labradores trazaban en las
melgas un pentagrama para anotar con semillas la msica de sus silbos, mientras
jugaban las gaviotas las fantasas de una zamba plena de frescores bajo la
gracia del sol.
A veces, como las paisanitas en las tardes, la pampa cambia sus percales y
enjoya sus encantos como si quisiera enamorar al lucero, dcil flete plateado
que la luna nueva lleva de tiro.
Abre entonces su mgico arcn y expone todos los colores frente al espejo de las
lejanas. Y se queda pensativa largo rato, ya sin pjaros. Su rostro ostenta el
cobrizo tono indiano, y
medita sin resolverse a usar color alguno. Slo el suyo, -el de siempre, el
marcado color de su raz, de su tiempo, de su hondura. El viento, sabedor y
andariego, entiende ,estos estados de conciencia de la pampa, y lentamente cubre
el inmenso espejo de la tarde con un viejo poncho oscuro. -Y por ah quebrando
los cristales de la noche, uno que otro cencerro cuelga los tonos que precisa el
paisaje, para que empiecen a nacer las vidalitas.
Esta es la tierra inexplorada por la juventud cantora de estos tiempos. Esta es
la llanura bonaerense: gramilla, mdano, corcovo y caminos infinitos. Acorazada
en su historia y su leyenda, la pampa no est triste. Nunca est triste. El
Viento junt en ella los tesoros ,del campo y los decires del gaucho. Muchos.
Muchsimos. Y al pasar en su viaje sobre los pastizales, deja caer las
hilachitas de los antiguos cantos, de estilos y milongas, de cifras y cientos,
de historias y refranes.
All estn, en los corrales, cerca de los montes, como nidos ,de amor y de
pudor, custodiados por los juncos del caadn, ,o por los cardos, en la alta
madrugada, bajo la Cruz del Sur. All estn, esperando. Esperando siempre,
atentos al rumor de los caminos, siempre listos
para volar hasta el corazn de los desvelados y prodigarse en consuelo, en
gracia, en evocacin, en belleza, en conciencia y destino.
Es verdad que las guitarras pulen sus donosuras para la zamba, y es verdad que
si las guitarras son autnticas de la tierra han de traducir el exacto carcter
de las chacareras. Y que frente a los algarrobales han de rezar cabalmente una
vidala.
Pero poco se puede traducir si no se conoce en profundidad el idioma del
paisaje. Slo l dicta sus leyes en cada pago, en cada comarca. En materia de
msica rigurosamente folklrica no caben las "versiones", no tiene sentido el
"dicen que dicen. . . " Y mucho menos sirve el tocar un tema porque s, "porque
a Fulano le sale bien". Este criterio, adems de barato, es falso, es
antiartstico, antipaisaje. Un criollo santiagueo, en Salavina, canta con
spera voz ,su copla. Pero tiene en su auxilio, para lujo de su decir, su
paisaje, su jumial, su arena, el aire de su pago, las candelas que los abuelos
encendieron en su sangre.

El artista que busca los caminos del canto nativo, aprender la meloda y los
versos de la cancin. Pero el carcter, el "aire", el misterio y la gracia del
canto no los podr dar sino despus del desvelo. El desvelo que supone el andar,
el conocer, el meditar, el hacer antes de cada asunto musical un acto de
conciencia. El lucimiento, el espectculo, el deslumbramiento, son cosas
secundarias y hasta peligrosas.
Peligrosas, porque se corre el albur de fijar en primer plano la figura y la
forma -habilidosa del artista, sin que estn presentes, antes, y siempre, el
paisaje, la comarca, el pueblo que amas el canto con su esperanza, su silencio,
su color y su lgrima.
Todo temperamento sin cultura, muere. Tenemos institutos especializados. Tenemos
academias y bibliotecas. Tenemos gabinetes de investigacin para el folklore,
para la etnologa, para la arqueologa, la lingstica y la msica. Slo hace
falta, adems del amor al asunto y las oportunidades, voluntad y conciencia.
Profundo anhelo de hacer las cosas bien y con verdad. Despus vendr el premio
al esfuerzo. O no vendr nunca. Pero la consagracin est fuera de nosotros. No
nos pertenece, ni la debemos esperar. El gran dictado indica desde adentro.
Afuera estn slo las cosas, y los caminos para el lento andar de los que
anhelan aprender, saber, meditar, traducir. Y entre tantos caminos, hay muchos
abiertos como abanicos sobre la pampa olvidada, sobre la gramilla infinita de la
llanura.
Penetremos el misterio y la gracia del canto pampeano, ,antes de que la multitud
de hilachitas dejadas por el viento maduren demasiado en soledad y olvido.
Porque despus, al paso que van los tiempos, quiz nuestro corazn reduzca su
caverna sensible, y ya no podamos contener para nuestro gozo voces tan
importantes como esas que atesora la pampa, bajo la Cruz del Sur, tan seriamente
maduradas en olvido y soledad.
XXI
EL BOYERITO
Chaqueta remendada, sombrero de hombre. Chiflando como un mozo que "anda
queriendo".
Y hmedas de roco las alpargatas, antes de que amanezca sale el boyero. Desde arriba lo besan las Tres Maras, y el vientito que pasa le da consejo. Y
al verlo tan gauchito liar su tabaco el lucero del alba le oferta fuego.
Boyerito !Paisanito! En el trajn de los campos entre penas y alegras vas
aprendiendo a ser gaucho.
Boyerito! Paisanito! Hermanito de los sauces dnde vas a soar sueos que no
los conoce naide.
(Suea que suea el Boyero; suea que va por la vida sin penas en el sendero.)
l conoce los vados de las caadas y al cruzar los juncales, descubre nidos.
Tiene una madre gaucha, y el muy travieso para sentir su beso se hace el
dormido.
Lo conocen los peones, que en la cocina miran las brujeras del trashoguero. A
veces algn viejo lo mira un rato y se queda pensando: Yo fui boyero ...
XXI
ONGAMIRA
Quebrada de Luna ... Rincn de Ochoba ... Puerta del Cielo ... Nombres que los
paisanos pronunciaban como si mordieran frutas dulcsimas de una comarca de
ensueo: Ongamira.
Apareca de golpe, en el camino, este pago de ranchos apretados entre rojizos
terrones que copiaban las formas de una extraa fauna.
Todo quedaba cuesta arriba: la soledad del campo, con un aire fresco que
ondulaba las gramillas; las vertientes que bajaban de la parte oriental del
Colchiqun, hasta formar, detrs de los Supaga, una aguada de encantamiento
custodiada por cauces y chaares, llamada Yacochay.
Los paisanos ocupaban los domingos conversando, gustando vinos lugareos, entre
"agora" y "velay"; luciendo arreadores y rebenques de buena trenza, con yapas
flecudas. Sobre los

fletes, la tarde curioseaba las cacharpas del apero, los mandiles azules o
bermejos, los estribos-caspi, el chapeao de las cabezadas, el lazo arrollado
sobre las ancas.
En los patios el aire barra con suavidad la nievecita de los jazmines, y de las
cocinas se evadan aromas de membrillos asados, de maz de mazamorra, de azcar
cada sobre las brasas. A veces, del fondo de las lomas venan los mugidos de la
hacienda, de la torada en celo. Las horas pasaban lentas y claras, mientras all
en occidente, los dioses, sin apuro, comenzaban a encender las fraguas del ocaso
para despuntar las estrellas gastadas de tanto largo viaje.
Llegaba as la hora azul de las vidalas, en la ltima luz de Ongamira.
"Todos los que cantan bien cantan de puertas p'adentro, mi dulce cantar. Yo,
como canto tan mal, canto de sereno al viento.
Mi dulce cantar. . . "
La guitarra jugaba con cristales desconocidos. Era otro el aire, otra la tarde,
otro el paisano. Haba que andar senderos de humildad, como los debe andar un
forastero que no quiere ofender ni la gramilla que pisa ...
Las muchachas acarreaban mate. Y de sus manos slo emerga la bombilla, porque
el recipiente estaba cubierto con una blanqusima servilleta, como si le
presentaran al cantor una paloma dormida en la nieve. El brebaje tena un
acentuado sabor a yerba-buena, y avivaba recuerdos de lejanas acequias,
acercando paisajes nunca olvidados.
Recortando en el filo de las lomas su alta figura, bajaba de la sierra Deodoro
Roca, con su caballete y su caja de pinturas. Haba estado entre los riscos de
Ochoba, yapando hilachitas dejadas por el viento. Deodoro tena tercera
dimensin. Profundidad. Sentido csmico. Ms all de su bufete de abogado ms
all de su casona toda libros, ms all de sus polmicas con los acadmicos de
la vulgaridad seudointelectual, su motor trabajaba creando mundos de color y de
gracia, de amistad y poesa.
Al rato, estaba Deodoro, cubierto con su poncho puyo, mirando hacia lo lejos,
como adivinando el camino por donde se va la msica cuando el canto ventea
querencias entraables.
Junto al fogn, Carlos de Allende, vichador de troncos y ramazones, estudioso de
rboles, de hojas y races: un Lillo ,cordobs, pero al que la poesa gan
debilitando al cientfico. Por ah, haciendo espalda en la barranca que limita
el patio, Alfredo Martnez Howard, el poeta entrerriano que luego de correr el
mundo ancl definitivamente en Alta Gracia. El mismo chango aquel de "Cuaderno
de estudiante", que miraba a las muchachas pensando: "No aprends a dividir, y
sabs multiplicar... " Y como fundido en el crisol del ocaso, bajo el alero del
rancho de Supaga, Mario Bravo, ausente de todo trajn poltico, Mario Bravo, el
tucumano, hermano de las zambas y glosador de vidalas. El criollo aindiado, de
pronta imaginacin para un cuento, para un recuerdo, para acercarnos hombres y
paisajes de su Tucumn bienamado. Entre los lugareos, el criollo "avizcachao",
como deca Deodoro: Don Feliciano Crdoba, con sus ocho perros, cada cual con
nombre y apellido: Usaba don Crdoba como sobrepuesto, dos peleros de oveja sin
recortar. Apenas estaqueados unos das y sobados de apuro, sin tarjar ni
recortar las garras. Y usaba un solo estribo, del lado de montar. "Ans puedo
taloniar mi lobuno ms mejormente. Sabe ... ?" No se afeitaba sino de lejos en
lejos, "pa que la nieve de julio no me escarche la yema de la cara. . . " Y
andaba en su viejo caballo, seguido de sus perros. Tena una finca regular, y
vacas, y ovejas. Y viva solo, avanzao de antigedad pero fuerte todava.
Don Crdoba era muy dado a escuchar. No fumaba. Cuando le ofrecan un
cigarrillo, responda haciendo un guio: "Gracias, no tengo vicios secos . . . "
Ser por eso que, adems de buen vinito comarcano, beba cada palabra que los
dems conversaban, fuera el tema que fuera.
Una noche se trenzaron a discutir Deodoro y el doctor Bravo sobre la posible
habitabilidad de la luna. Citaron revistas especializadas, opiniones de
extranjeros notables. Hasta el nombre estimado de don Mrtin Gil anduvo
entreverado entre otros nombres difciles como receta cara. La culpa de esa
charla la tuvo la luna, una luna redonda y solitaria que sali detrs de la
Puerta del Cielo. El pago estaba tan claro que no caba ni la sombra de una
intencin. El viento, ausente, y slo la voz de Deodoro, en larga exposicin,

hablando de estados csmicos, de cielos estratosfricos y otras linduras del


espacio.
Don Feliciano Crdoba no perda palabra, y escuchaba con asombro creciente.
Hasta que no pudo ms, y acercndose a Deodoro Roca, exclam: "Pero, nadita
haba sabo viajar mi doutor en sus andanzas. Hasta en la luna se ha meto ms
de una gelta, dejuramente ... !"
Ongamira ... Quebrada de Luna, Rincn de Ochoba . Puerta del Cielo . . . Entre
los terrones bermejos han de vagar las sombras de tus poetas, de tus pintores,
de tus gauchos.
Muchos aos han pasado, y no he vuelto a trajinar el cuesta arriba de tu senda,
entre higuerales y durazneros, junto a la aguada del Yacochay, donde bajan a
beber las palomas siesteras.
Cada mimbre, cada piedra, custodian el eco de las voces que en la tarde de
Ongamira ofrendaron los poetas para el paisaje, para la evocacin. Por caminos
sin regreso partieron muchos. No s cuntas casas fijaron sus horcones despus
de aquellos das, en 1938. Pienso, s, en el cristal de la tarde, en los
terrones extraos, en esa soledad aquerenciada de guitarras, de poemas, de
acuarelas, y charlas, y silencios jugosos que me regal la vida en Ongamira,
all, cerca de la Puerta del Cielo...
XXII
DON JESS
"Se ha muerto don Jess Luna, buen criollo 'pa lo que mande'.
Difcil ser olvidarlo aunque no lo nombre nadie."
Don Luna era resero, albail, domador, picapedrero y otras yerbas. Era "siete
oficios", como muchos criollos provincianos. Y como haba tenido muy buena
criadez ostentaba sin orgullo su buena conducta, su generosa humildad, siempre
dispuesto a hacer gauchadas. Lo mismo rastreaba un puma, que remendaba su maleta
maicera. Lo mismo le quitaba el orgullo a un potro, que le compona el calzado a
su changa, gurisa sordomuda, espejito empaado de la selva.
Jess Luna viva entre los chaares de Cerro Colorado, detrs del Puesto de los
Bulacios. No tena camino para llegar al rancho. Era una senda angosta,
espinuda, crecedora de matas a la primera humedad. A la media legua se abra el
monte en un claro que llamaban "el patio". All estaba un corral, las cabras, la
lechera, las gallinas, y la casa, donde una hermana vieja arreglaba las cosas,
entendindose con la changa, en cuyos ojos naca cada maana un paisaje de
pjaros mudos y viento sin msica. Entre los gustos criollos, don Luna tena uno
preferido: era un narrador. No andaba por ah buscando quien lo escuche. Pero si
alguna vez la cosa vena con rumbos al cuento, a la historia, al sucedido, don
Luna sacaba una tosecita cortona, y mientras trazaba
con el ndice quin sabe qu dibujos sobre la tosca mesa, comenzaba siempre con
las mismas palabras, como un ritual de voces llamadoras de la buena memoria:
"Ahura que dice eso ... yo siempre me s acordar de una gelta . . . " Y as,
despaciosamente, casi sin levantar la vista, relataba algn asunto, algn
acontecimiento del pago, gracioso o dramtico, pero sin desperdicio. Le salan
imgenes como pa verso", pero sin duda no eran ms que el vivir entre piedra, y
algarrobos, chaares, represas, soledad y pjaros. Indudablemente, don Luna era
un amigo del Viento sembrador de hilachitas, el Viento de la leyenda. Por eso
encontraba, sin buscarlas, las formas de expresin que le dictaba la tierra, el
pago, la vida. Por eso deca los detalles de una doma, en que el potro le quera
robar las riendas en furiosos estirones: Y a m se me aburran las manos de
hacer juersa . O hablando de un da lindo. "Pasaban los pajaritos con los
colores ms lindos y cantando de un modo ... como si Dios hubiera desparramao
azcar en el aire.." O sobre asuntos serios: "Y ... amigo, la esperanza es como
la flor del garabato. Ah est, arribita, pero hay que hincarse con tanta
espina, de no, no se logra. . ."
En las noches del verano, cuando en el boliche tocan "la msica", don Jess, sin
bailar ni truquear, se quedaba horas escuchando la sucesin de chacareras,
remedios, valses y zambas. A veces, la hora alta lo hallaba fuera de las casas,
y entonces montaba en su doradillo y parta como sin ganas, rumbo a sus montes.
Y como si lo llamaran de atrs, acomodaba la oreja "pal lao del viento" para no

perderse el final de una vidala que el viento de la noche le acercaba como un


presente antiguo, como un saludo de viajero a viajero.
"Su lazo de diez brazadas, su flete de ganar reales, su hacha de abatir palos
guapeando en los pedregales. Su nia triste y enferma con un rosario de males.
Su rancho en medio del monte sin caminos y sin calles, con slo una senda larga
entre los algarrobales...
Se ha muerto don Jess Luna, buen criollo 'pa lo que mande'.
Difcil ser olvidarlo aunque no lo nombre nadie."
A veces, ejecutando uno de sus siete oficios, se pasaba los das enteros
emparejando palos de piquilln para postes. Afilaba la azuela como para
afeitarse y luego pisando el palo, comenzaba la tarea, haciendo que el
filossimo acero fuera puliendo y redondeando la madera, frenndose en la
alpargata con justo golpe. Todo lo haca con medido tiempo, sin apurarse. De a
ratos, cuando el trabajo se lo permita, sola canturrear alguna cosa, para l
solo. Y cuando por torpeza o distraccin cometa algn error, sacaba mal un palo
o forzaba un torniquete, se retaba dicindose: "No cants, que ests de duelo!
"
Pasaba por el camino de la Quebrada Brava, la caravana de jinetes, rumbo a
Caminiaga, para las fiestas de la candelaria. Don Luna, golilla al viento, luca
sus pequeas espuelas antiguas. All en el pueblo colmado de peregrinos y
curiosos, la plaza ofreca la sombra de los viejos aguaribays. Y en los
bosquecillos cercanos, envueltos en un aire de inocencia, un grupo de paisanos
pasaba la siesta tabeando de lo lindo, donde Ramirez y Contreras lograban lo
mejor de las chirolas con su pulso sereno, su ausencia de avaricia, y la cabal
vuelta y media del "hueso". All estaba don Jess Luna, con sus amigos, que lo
eran todos. Y al caer la tarde, volviendo al Cerro Colorado al tranco de la
caballada, los viajeros hacan un alto en la marcha, cerca de El Pantano. Liaban
su tabaco, armando cigarrillos, beban los fletes en el agua clara, y charlaban
un rato. All comenzaba la tosecita de don Luna, y el relato jugoso de algn
sucedido. Cuando volvan a montar a caballo, ya los grillos estaban sacando la
noche desde el fondo de las grutas.
Al llegar a la aldea de Cerro Colorado, los jinetes se separaban, cada cual
camino a su casa.
Don Jess pasaba de largo el ro, el casero de los Sosa, el pencal de los
Gayanes, Las Trancas, y enderezaba hacia el norte, rumbo al Puesto de los
Bulacios. Junto al pozo grande, abandonaba el ancho camino y ganaba el monte por
la estrecha senda de los chaares. En la noche, apenas si resonaban los cascos
del doradillo, como si se cuidaran de no despertar los pjaros.
Don Luna atenda la racin de su flete. Colgaba en una horqueta la bajera
sudada. Bajo los horcones quedaban riendas, lazo y arreador. El hombre
contemplaba las estrellas, averiguando el tiempo de maana.
Penetraba en el rancho, y se quedaba un rato observando el sueo de su
changuita, la nia cercada por todos los silencios del mundo.
Conocindolo a don Luna, no era difcil adivinar sus pensamientos de esos
instantes. "Para qu brinca el agua en el ro? Para qu cantarn los zorzales
y las reina-moras, si ella no puede escucharlos? Dnde, en qu rincn del
monte, debajo de qu piedra estn las palabras que Dios ha destinado para que
ella las pronuncie. . .?" Jess Luna sala con la maana en ancas de su caballo,
"pal trabajo". Y como era "siete oficios", lo mismo amansaba un potro o lidiaba
con arena, portland y agua, o pula postes, o rastreaba pumas, o curaba novillos
en la sierra "dagelteando la pisada", mientras pronunciaba en voz baja antiguas
y rituales frases.
Y cada semana se proporcionaba la ocasin de una historia. Y don Luna soltaba su
narracin:
"S ... Me s acordar de una gelta, cuando Rufino Galvn cruz el maizal de
frente a las casas. Caminaba cayao, como el destino... Un da amaneci dolorido.
Le ech la culpa al fro, al calor, a la fatiga. "Questo que lotro, la cosa es
que no andoy bien..."
Pero a las pocas semanas ya no pudo levantarse. Vea la vida del monte desde la
puerta entreabierta. Y el hombre, con la osamenta tullida, contemplaba las
travesuras del sol y del viento en la arenita del patio, apenitas noms.

Muri a lo criollo, segn nos contaban la noche del velorio. Seguramente sinti
que se iba, y llam a la vieja hermana. Le pidi que le ensillara el doradillo,
"pero bien ensillao". Pa qu ... ? Preguntaba la familia. Y l respondi: "Pa
verlo. Ensillado, sujet las riendas arriba, y trilo del cabestro hasta el
patio. Pasialo, pa' verlo!" Le cumplieron el gusto. El ltimo gusto. Y le
pasearon el flete por el patio, frente a la puerta del rancho. Desde el rincn,
medio acomodado en su catre de tientos, don Luna contempl su caballo. Su
caballo! No sera raro que en ese momento, su corazn de criollo le hubiera
prestado la necesaria fuerza para que suelte una tosecita, como esa con que
sola anunciar el comienzo de un cuento, de una historia, llena de imgenes
lindas como pa verso. Y as mirando su caballo "bien ensillao" se fue yendo de
la vida, callado, como el Destino. "De a pie, o en sulky, o en carro, los
criollos de estos lugares acompaan a don Luna por medio de los chaares.
Son 'siete oficios', como l. Gente de los pedregales. Paisanos de monte y
cerro. Gauchos de las soledades".
"Se ha muerto don Jess Luna, buen criollo. . . "pa lo que mande'.
Difcil ser olvidarlo aunque no lo nombre nadie ...
XXIII
OTOO
Ha llegado el otoo, pintor de la Pampa. Y sobre la Pampa va pasando el Viento,
desnudando los montes, emponchando a los gauchos. Los potreros ostentan un lujo
de oro viejo en los chalares, donde la maana aprende nuevos tonos para su
cancin amanecida. El cielo est ms alto, y los caadones, en los que el verano
sola reflejar sus grandes nubes blancas, estn aprendiendo a conocer la
soledad.
Los caminos se pueblan de balidos, porque los hombres estn cambiando de potrero
a la novillada. Trajinan un poco los reseros y luego, al emparejarse la marcha
de la tropa ya pueden lar un cigarrillo y pitarlo lentamente, mientras los
chuzos se aburren al tranquilo, sin tener una mosca que espantar. Han de llegar
los das de la yerra, despus de la segunda helada grande. Los capadores gauchos
han de operar los potros y el toraje. Todo ha de salir bien, si lo hacen con
luna en menguante.
En esos das las estancias estarn muy visitadas. Sulkys, caballada, camionetas,
automviles de lujo, paisanos y curiosos. Antes ... era otra cosa.
"Aquello no era trabajo. Ms bien era una funcin." Antes . . . Cuando la pampa
no estaba ceida por las alambradas; cuando los paisanos errantes y los chasques
cruzaban "po ande quiera"; cuando los mendigos viajaban de a caballo, de
estancia en estancia, y se los distingua por un pequeo cencerro que soltaba su
bulla desde la gargantilla de viejo mancarrn.
Cuando la bisabuela Natividad Guevara -resabio tehuelche en pagos de Pehuaj
fumaba en las tardes su pipa de yeso bajo los horcones del rancho, envuelta en
un silencio que pareca nacerle de las largas trenzas color ceniza.
Antes ... Cuando los viejos de la familia volvan de los campos respirando
fuerte, impregnados de un paisaje con maizales,, sol y pjaros. Dejaban en los
patios sus implementos, azadn, lazo, bozal, y enderezaban hacia la cocina para
hacer entrega de un peludo o un pichi que haban pillado por ah. Cuando los
caminos no tenan otra msica que el repicar sereno de los galopes, o el
sencillo tarareo del paisano, mientras los teros alborotaban en el bajo, y all
arriba, como llevndose la luz de la tarde pasaban las bandadas de patos
Cuando las mujeres con ademn de arpistas extendan los brazos sobre los telares
primitivos, anudando los hilos en el "alma" del tejido que un da sera poncho.
La reminiscencia me trae en tropilla esas imgenes que ya crea perdidas para
siempre, y veo a las mujeres del Sur, afanosas hilanderas, sentadas en sillas
"petisas" retobadas con piel de oveja.
Dos meses ocupaba esa tarea. Y al tiempo cabal, la mujer se ergua, cortaba los
amarres del telar, pasaba la mano en amplia caricia aprobadora sobre la prenda.
Y era justamente entonces cuando ya estaba plena su madurez de madre. Porque era
costumbre pasar los dos ltimos meses del embarazo trabajando un poncho. Tiempo
milagrero. Tiempo de sazn. Un da cabal, la mujer sella el tono mejor de su

destino entregando un poncho para su hombre, y un nio para el rastrojo, para


,la Pampa, para el mundo ...
"Dende el vientre de mi madre vine a este mundo a cantar."
Pasa el viento sobre la llanura ... Las guitarras se tornan pensativas,
ahondando su intimidad. El lujo de la danza se fue, abrojo sonoro prendido en
los flecos del diciembre fiestero. Guitarras otoales sueltan sus quejas en la
tarde, apuntalando el sentir de los paisanos. Y es varonil la queja, en el
sobrio decir del payador.
"Popular tradicin de mi tierra que empaada por otros albores, viste caer
deshojadas las flores por el tiempo implacable y traidor."
El tiempo del canto est fijado por decisin del hombre. Las guitarras no mudan
sus colores si el hombre fija en ellas su verdad, el color de su nacencia, de su
raz, de su ,afirmado espritu. Si el hombre, ganado por la confusin, por
ausencia de personalidad, por ambicin o envidia, busca reflejar en las
guitarras otro discurso, ajeno a su paisaje, no lograr acomodar conformidades
en su conciencia de criollo. Y crear, adems, un precedente peligroso, una
escuela sin destino, un arte con falsedad.
Puede hacer y crear msica. Pero no debe usar el pasaporte sagrado de lo ya
tradicional, de las formas que ya son esenciales para el alma de la Patria.
Hacer eso implica sentido de ventajeria
barata, adems de inmoralidad artstica. Cada generacin toma la herencia que le
deja el quehacer ,de los hombres manejadores del arte popular, del canto
criollo. El solo pensar en esto debiera despertar el sentido de una tremenda
responsabilidad.
Si se ama a la Patria, si se la respeta, si se cree en sus ,smbolos y en su
raz, en su gaucho, en su paisaje, en su destino, no se puede crear un arte
innoble, ni se debe imprimir un modo extrao, no verdadero, falso de toda
falsedad. Pueden gustarnos, de un rbol en el campo, su tronco, ,o su ramazn, o
sus hojas, o el cielo que a travs de las :ramas se dibuja en la tarde. Pero no
podemos pintar un omb con los colores del abeto, o del limonero, o del sndalo,
ni adjudicarle condicin que no tiene, ni forma que no ostenta. La honradez nos
obliga a mirarlo omb, a cantarlo omb, a amarlo
omb. La herencia que podamos dejar .a la juventud cantora de maana, no ser ni
nutrida, ni rica, ni fantstica: ser un sentimiento, y una conciencia, y un
antiguo amor de sangre, paisaje y sueo que nos vienen de muy lejos, en las
venas y en el Viento sembrador de los cantares ms bellos de la tierra.
XXIV
NOSTALGIA
Tena necesidad, verdaderas ansias de escuchar una cancin tradicional, de
reencontrarme con el alma de mi Patria, de contemplar su rostro espiritual, de
or el latido de su corazn sensible. Esto me ocurra noche a noche, en Buenos
Aires, en la primavera del cincuenta y uno, a mi regreso de Europa.
Aunque en dos aos de vagar por el viejo continente me haba colmado de asombro,
de admiracin, de luz y caminos, comprend que tambin haba acumulado demasiada
nostalgia, y precisaba sacudirme de ella. Siempre he sido un tanto gustador del
estado nostlgico, ese movimiento del alma, caracol de rara bruma donde se
aprieta un recuerdo, regusto de un estado meditativo, ntimo estar, como tan
lindamente dicen los quichuistas: Sn- kop-ujmpi, "En el corazn, ms adentro".
Pero de ninguna manera complace a nadie ser un esclavo de la nostalgia.
Por eso, al pisar la tierra bienamada, me dije con decisin: Bueno. A saludar a
los abuelos! Y como mis abuelos, el de rostro blanco y el de tez bronceada, ya
han cubierto sus cenizas con sus rboles preferidos, uno, el omb, y otro, el
algarrobo, sal a encontrarme con el alma de ellos que siempre est en las
guitarras argentinas.
Buscaba en las noches de Buenos Aires la guitarra que hablara el idioma de mi
sangre, que dijera el indiano decir de los salitrales, que me acercara al
reclamo del cacuy. Una guitarra que dijera con sagrado acento la palabra Pampa.
Una guitarra con caminos y leyendas, tibia de arenas infinitas, temblorosa de
constelaciones. Una guitarra cantadora de penas superadas. Una guitarra serenada
y honda, guardadora decoplas. Una guitarra simple como el lenguaje de las
madres, prudente como un paisano del sur, llena de miedos csmicos, como el alma

del indio. La haba soado ya bajo los rboles del paseo del Luxemburgo, en ese
otoo de Pars, cuando las piquetas de la nostalgia comenzaban a cavar 'un
socavn de saudades. Y all en las aldeas del Norte de Francia, por Lens, por
Arranz, oyendo a los muchachos de la zona carbonfera con sus acordeones
graciosos, pensaba en las danzas de mi tierra, en los claros payadores que en mi
infancia escuch.
Y evocaba pericones en la Macedonia blgara, camino del Mar Negro, viendo bailar
la Rechenitza y el Jor a los aldeanos de blancas polainas y bordadas chaquetas.
Un fantasma de bagualas y ponchos puneos se me apareca en las montaas de la
Transilvania, en la naciente primavera, con cornetas iguales a nuestros erkes
indianos. Como en maln me atropellaban las coplas vidaleras junto al Danubio
hngaro, cuando escuchaba las romanzas zciganas en esos violines apasionados que
hablaban de amor junto al hechizo de los cmbalos. Los cantantes, gitanosmagyares, hablaban de muchachas rubias y de mozos de altas botas. Y yo los
escuchaba, mientras me rondaban ecos de viejas vidalas, resonancias de lejanos
estilos sureros de m Patria, sombras de galopes, refranes, alaridos, silencios
y pensares de mis gauchos. Runa, allpacamaska!, "El hombre, es tierra que
anda!" Por eso, por la lgrima nunca vertida. por el suspiro nunca exhalado, por
esas vitales razones nacidas de la sangre y del silencio, buscaba a mi regreso
la voz de las guitarras argentinas.
Y sin ningn esfuerzo, las hall! S. Las encontr por ah, donde la medianoche
portea simula salamancas provincianas, para que cada cual arrimesu soledad al
fogn de las coplas y el recuerdo.
Benditos sean, cantores de la noche, que tan lindamente., tan cabalmente
adornaron la nostalgia que mi corazn cargaba desde tanto tiempo! S. Ah
estaban, los changos de mi tierra, misioneros de artes olvidadas.
"La Donosa", "La Belenista", "Viene clareando", "Vidala del Culampaj",
"Aoranzas", "La vidalita de Joaqun Gonzlez", "De mis pagos", "La Arunguita",
"Tristeza de un santiaguefio", "La Resentida", "La Telesita" ... Ah estaba el
conjunto "Llacta Sumac", lleno de verdad y de fervor, con Esteban Velrdez y
Lorenzo Vergara al frente, con Arboz y Narvez, con Miguel ngel Trejo. Piano,
guitarra, requinto y bombo. Sin primeras figuras, sin hombre en primer plano.
Todos, al servicio de la cancin nativa, de la cancin sagrada, sencilla,
autntica. Unos, de La Rioja. Otros, de Tucumn. Otros, porteos. Pero la vidala
era vidala con pureza y mensaje. Y no poda ser de otra manera, ya que a todos
ellos les asista una vocacin, y una conciencia, un respetuoso amor Por el
folklore annimo y por los temas de los msicos criollos que nutran su
repertorio.
Escuchar a "Llacta-Sumac" era asistir al desfile de antiguas coplas caminadas,
decantadas por el tiempo y el camino. A cada danza, su ritmo. A cada cancin, su
exacto sentido. El alma de la tierra est siempre presente, para la gustacin de
los pblicos nuevos, para el goce del pblico en general, para la emocin y la
gratitud de los que, como yo, se allegaban anhelantes de una verdad sencilla y
elevada. Benditos sean, muchachos de mi tierra! Nunca alcanzar a expresarles
del todo lo que mi corazn recibi de esas guitarras, de ese decir vibrante y
entonado, de ese respeto por la herencia lrica, nico tesoro invalorable que
jams envilece a los pueblos que lo aman, lo cuidan, y lo dan.
S. Yo encontr en la noche la guitarra anhelada. Estaban ah las vihuelas,
apretadas contra el corazn del do Bentez-Pacheco, uno riojano, otro
catamarqueo, y los dos, traductores de la
pena y la gracia contenidas en el canto nacional. El chango Peralta Luna, fiel a
su timidez
mal controlada, apenas si bordaba los cielos de la zamba. Y su adorno era justo,
porque en las venas le caminaban los dictados de sus abuelos shalacos, y lo
hacan ordenado en su grato
discurso de pianista criollo. Y veraz, porque aunque amaba los ritmos de
Amrica, nunca tuvo la tentacin de ofender a la vidala con un acorde que no le
correspondiera como paisaje, como luz comarcana, como color de querencia. Jams
toc zambas "a lo Nueva York", y menos se le ocurri nunca mezclar en el ritmo
los acentos de los valsecitos peruanos- S. Encontr las guitarras, vibrando en
manos de Martnez- Ledesma, uno tucumano, otro santiagueo. Aunque ms

preparados para "lo nuevo", respetan lo eterno. Y oyendo en boca de ellos una
chacarera, yo evocaba aquella tierra de arenas calientes y noches abiertas, de
Sumamao, de Silipica, de Cansinos, donde el hablar de las gentes ya es msica,
donde corren los changos para San Esteban, donde en las fiestas se cuelgan
cosquillas que penden de las ramas de los, churquis, y las muchachas ren con
candor, mientras a la sombra de los algarrobos los musiqueros encienden las
fraguas de la hechicera, y comienzan a brotar las "truncas", los marotes, los
escondidos, los "musha". Y el bombo alcanza resonancias rituales, y danzan los
reverberos cerca de los quiscaloros y los ucles, mientras los santiagueos se
entregan a la danza, olvidando toda pobreza, todo desamparo, toda lejana ... S
... Estaban las guitarras preparadas para el canto de la tierra. Estaban
estremecidas de chayas y de coplas, acompasadas, serias, en manos de los
Peralta-Dvila, muchachos de aquel Chilecito de claras calles apacibles, entre
vias milagreras y soles firmes. Guitarras que traan el aire ennoblecido de
Samay-Huasi, con sus lamos, su acequia, sus sauzales, el sendero de las siete
Piedras por donde vaga la sombra pensativa de Joaqun V. Gonzlez. Yo los
escuchaba, agradecido por los recuerdos que traan. a mi corazn, y evocaba mi
paso por Tinogasta, por Pomn, Londres, Beln. Vea la majestad del Famatina, el
camino a la Mejicana, recordaba los vientos desatados de sus mesetas, los
paisajes tendidos a lo lejos, el desierto, la sucesin de cumbres al oeste. Y el
calor all abajo, y la arena rojiza de Vichigasta, y el abanico de sendas en
Patqua, y la paz de Los Llanos, jarilla, breas y chaares en una pampa montuosa
de misterio y de historia aquietada.
Ahora, al recordar en estos das el tiempo pasado, a pesar de que no han
transcurrido muchos aos, me asalta un pensamiento que me torna confuso y me
llena de preocupaciones. Pienso en la gente viajera. Pienso en los hombres que
parten del pas por algn tiempo. Pienso en los argentinos que se ausentan por
dos aos, o ms. Y me pregunto: Cuando retornen, hallarn las guitarras
traductoras de la verdad nacional, el acento paisano, la voz de la comarca
aorada ... ?
Cuando retornen, estarn los cantores preparados de verdad folklrica, de
respeto por el alma de la tierra, para cantar las coplas provincianas con
autenticidad?
Temo desde ya, no por mi, sino por la mozada viajera, que tal vez al regreso las
guitarras no le muestren la verdadera fisonoma del espritu nativo, que la
confundan y la engaen, aun sin quererlo.
Temo que haya que desbrozar mucha selva de "innovaciones", que carpir mucha
maleza intil, para hallar la margarita que Dios puso sobre el campo para gracia
del paisaje, pequeita verdad, luz, aroma y color sobre la tierra. Quiz tono
primero de la ms tierna copla que el Viento de la leyenda sembrara sobre la
Patria nuestra ...
XXV
BENICIO DIAZ
Toda la tierra santiaguea es un riqusimo yacimiento quechua. Los pueblos
viejos levantaron sus caseros a lo largo del Salado, entre los bosques, bajo
soles ardientes, con oscuras acequias cuyas aguas los nativos "aclaraban" con
penca'i tuna. Despus lleg el ferrocarril. Las vas se tendieron a lo largo del
ro Dulce, y prosperaron nuevas comarcas criollas, mientras se empobrecan las
viejas aldeas indias del Salado. Para colmo, este ro, entre arenales
implacables, desapareci en leguas, y slo de tanto en tanto asoma su espejo
entre los montes y barrancos sedientos. All, cerca del agua preciada, las
mujeres instalan sus chozas, mientras los hombres combaten en la selva con los
inmensos quebrachales, o marchan hacia el Tucumn de los ingenios azucareros.
La regin "shalaca", como llaman a la zona del Salado, es la comarca indigenista
ms antigua e importante de la provincia, All se encontraron los hermanos
Wagner. All
nacieron las mejores vidalas, alabanzas, chacareras, de sncopa indiana. All
asomaron a la vida folklrica los ms diestros bailarines, las mejores tejedoras
y randeras, los ms afamados "compositores" de huesos rotos y los magos de la
medicina quichua. All pasaron su vida, entre el asombro respetuoso y

supersticioso de las gentes, los "domadores de tormentas" ms famosos del


Salado.
Estos extraos personajes aparecan cuando estaba el tiempo nublado y ofrecan
sus servicios al que tena pequea huerta o sembrado nuevo. Cobraban por
anticipado un par de pesos y hacan noche en medio de la siembra; y amanecan
luego de la tormenta, con las ropas sucias y el rostro descompuesto, y la melena
en desorden. Haban peleado "mano a mano" con la tormenta y la haban vencido
con su magia particular. Claro es que casi siempre aparecan un par de botellas
vacas entre los sembrados ...
Cuando comenz el pas a interesarse por los temas musicales de origen
folklrico, todo santiagueo amigo del arpa o la guitarra vio la posibilidad de
un camino de prosperidad econmica y fama nacional. Se produjo, aunque no
deliberadamente, una sucesin de "recopilaciones" que tena color de piratera
folklrico. Y se produjo en Santiago un xodo de artistas y "sacha-msicos" que
se largaron hacia el sur, camino de Buenos Aires. Entre los que nunca sintieron
deseos de abandonar su pago -ni por su fama ni por su plata- estaba Benicio
Daz.
Este mozo, criollo y quichuista, tena en su alma todo el color, el drama, la
alegra y el lirismo de su tierra "shalaca". Tal vez no haya habido en toda la
provincia un tocador de chacareras tan artista y cabal como Daz. Con su hermano
Julin formaron el do de msicos populares de ms autenticidad. Conoca Benicio
los secretos de cada comps de la danza. Salavina tena su canto, su arena, su
luz. Atamiski tena su sol, su travesura, su sonrisa. Loreto tena su empaque,
su orgullo indiano, su antigua castellana. Silpica tena su silencio y sus
pencales. Sumamao ostentaba su paz de adobe claro y cielo azul, donde los
veintisis de diciembre los muchachos hacan las tradicionales "corridas de
indios" en la festividad de San Esteban.
Todos estos detalles, y mil ms, conoca Benicio Daz, y los incorporaba al tema
de sus danzas y sus vidalas. Ah estaba el secreto que desconocan los otros
"folkloristas": el arte de hacer msica con rigor tradicional, con ritmo exacto
y criollo acento meldico, y adems con todo el color, y el lenguaje, y el aire
y el paisaje de la zona a que cada tema pertenece. No en chiste una vez dijo
Enriquez, citando a Daz: "Toca en quichua". Y era verdad. La voz de su sonido
era quichua.
Inteligente y observador, Benicio Daz preparaba sus danzas sin apuro. Pula,
comps a comps, la chacarero o la vidala. Buscaba el tono adecuado, el acento
expresador. Y
trabajaba sin drama ni ostentacin. Era un criollo de veras.
Sencillo y bondadoso, nunca puso precio a su arte, y nunca fue un profesional
del folklore. Tampoco se dej engaar por los seoritos, que reclamaban a menudo
su participacin en una fiesta. Saba bien quines eran sus amigos y quines
aparentaban serlo. Quedan de l muchas vidalas, chacareras, algunas zambas,
alabanzas, escondidos, gatos, huellas. Ms de treinta aos de andares y cantares
formaron su prestigio popular. Casi todos los nativistas santiagueos de la
ltima hora han tomado el modelo de las chacareras de Daz para sus
composiciones de xito-. Es posible que lo nieguen con el tiempo. Siempre ocurre
as. Pero no podrn negar la influencia que Daz ha tenido en el ambiente
santiagueo durante aos. Est el pueblo para defender esa verdad.
Hace muchos aos nos dimos con Benicio Daz el saludo de "hermano". De l
aprend muchas cosas, cosas del paisaje santiagueo y su msica. Viajamos mucho
por las selvas y las salinas. Soles quemantes nos vieron andar por esos campos
"shalacos", dando nuestro canto al paisanaje, sin hacer profesin.
No slo su hermano Julin ha quedado sin aparcero. Tambin ha entrado la soledad
en mi corazn. Y pienso que la mejor manera de honrar al artista y al amigo
muerto es expresando con toda verdad el espritu del hombre y su paisaje. No
han de separarse tus danzas de mi guitarra andariega, hermano Benicio! Y tu
vidala "Andando" seguir diciendo las cosas de la tarde en tu tierra de
Salavina, en esos minutos de la ltima luz, cuando la brisa viene de los
jumiales sedientos para escuchar la copla:
"Conozco todos los pagos. Los de ayer y los de hoy,
andando ... Y as me paso la vida

sin saber ni adnde voy, andando ...


Corazn triste pensando en tu amor ...
XXVI
EL COMPADRE CHOCOBAR
Felipe Chocobar es un indio sabedor de sendas y lejanas. Hace mucho tiempo ya
que se doctor en baquianidad andina. Naci con todas las condiciones para ser
un baquiano y un rastreador de ese complejo mundo de valles y quebradas, huaycos
y "refaladeros",
pajonales y nieves, cumbres y abismos del infinito valle calchaqu. Chocobar
naci en la comunidad indgena de Amaicha del Valle, en la esquina ms lejana
del noroeste tucumano. Amaicha, que quiere decir "Cuesta abajo", era una aldea
formada por la reduccin de las familias indias en el siglo XVII. En aquellos
tiempos los hombres se nombraban Maman, Chaile, Chocobar, Chauqui, Condori,
Agualsol, Sarapura, Tolaba ...
Luego vinieron Arces y Rodrguez, Maidanas y Surez, y se cre una suerte de
mestizaje que afirmaba el criollismo de la colonia.
Cuando pas por Amaicha comenzaba el ao 1932. Vena yo desde la Cinaga de los
Tern, cruzando Taf del Valle, Cara-Punco, Ro Blanco, El Infiernillo ...
Tierras altas y pastos ricos. Caballada flor, pashucos peruanos repicadores del
suelo con fuerza y con gracia. Gauchos tafinistos, mestizos, gente de piel
blanca curtida por los soles, pero con el clsico perfil del indio. El sello de
cndor en su perfil, las pestaas chuzas y el
ademn prudente. Gentes que miraban con infinita libertad, con una serenidad sin
miedos. Gentes con mucha confianza en su brazo, en su flete, en sus espuelas, en
su paisaje. Llegu a Amaicha con el corazn cargado de bagualas. A lo largo del
viaje me acompa ese grito que nunca se despea, y que los tafinistos antiguos
llamaban el "Joi-joi". Porque, antes de lanzar la copla al aire, como forma de
probar la voz, elevaban el grito diciendo: "Joi-joi". Y as, un par de veces. Y
qued esa voz como sello, como estribillo o refrn del viejo cantar arribeo.
Se descolgaba de la alta soledad del hombre la baguala, corra en la tarde
resbalando en las mesetas donde la nieve se arrincona en los peascos, brincaba
sobre los huycos y ganaba las laderas, para perderse perseguida por todos los
ecos que el canto despertaba.
Joy...joy... De las peas vengo. Pal valle me voy! Desde las cuestas del
Cara-Punco y el Infiernillo se tenda un largo camino que serpenteaba en lento y
porfiado descenso, hasta llegar, despus de trajinadas leguas, a Amaicha del
Valle. Quedaban, como postas del viajero, la pequea escuelita de El Cardonal,
el apeadero de San Antonito y un extrao lugar llamado Tio-Punco, que quiere
decir "Puerta del arenal". Y al final, como en una hollada, Amaicha del Valle,
pequea aldea, con ranchera desparramado a lo largo del ro, con el nombre de
Los Sassos, Ampimpa arriba y Ampimpa abajo.
All naci Felipe Santiago Chocobar. All corri sus aos changos, bajo la
vigilancia afectiva de su padrino, el cacique Agapito Maman.
Como todo muchacho indio, "bien alvertido", fue marucho. En los largos viajes de
los hombres con hacienda, con cueros, con piezas de cacera, Chocobar era la
sombra pequea que cuidaba las mulas, los arreos, elega los rincones del
pastoreo, las aguadas.
Con el tiempo adquiri la baquianidad, y al llegar a hombre ya no tena secretos
la montaa, ni el valle, ni la senda.
Adems, mantuvo siempre su orgullo de indio amaicheo. Los trajines de su oficio
lo llevaron a Bolivia, a Chile, a travs de las punas, los salitrales y las
cordilleras.
En cada aldea del camino dej un cordial recuerdo. una amistad, un fogn
encendido para meditar.
Por dnde no habr andado este Chocobar inquieto, coplero, amansador, viajero
del largo camino?
Se cas con una criolla, hija de don Manuel Arce, y se aline en las cumbres de
Raco. All lo hall una tarde, hace muchos aos, cuando decid vivir un tiempo
en esas soledades. Chocobar me ayud a levantar los horcones de mi rancho, all,
-cerca de las nubes, entre las cumbres raqueas, en las que pas una de las
etapas ms solitarias y hermosas de mi vida.

Muchas noches, desde mi lugar, sola traerme el viento la voz del amaicheo,
colgando en la sombra del sendero la copla preferida: "Charanguito ... Huccan
hermano
La meloda, conservando el modo clsico pentatnico, jugaba a frases como
desprendidas de algn antiguo yarav.
Otras veces, la voz de Chocobar era baguala pura:
"Cafayate y Tolombn. Bollo grande y llenador ... "China fiera, rastrojera ...
Isabel Aretz Thiele, cuando recorri los valles juntando melodas y coplas
folklricas, anot cinco modos distintos de bagualas vallistas, todas dictadas
por Felipe Santiago
Chocobar. Este hombre, tan completo en su oficio, sola cantar acompandose con
la caja, el viejo tamboril andino. Tena en su rancho hasta tres tamboriles
diferentes, los cuidaba mucho y su gusto era probar la sonoridad del
instrumento, escuchar el vibrato de la chirlera junto a su rostro y soltar su
Joi-joi con segura y fina voz.
Su buen nimo no lo abandona jams. Detrs de su rostro indio, detrs de sus
pequeos ojos renegridos, que le hacen ostentar una mscara dramtica, se
esconde un diablillo
burln, amigo de la luz y la gracia, de la broma y el canto. Despus de muchos
aos de vivir en Raco, el amaicheo enviud. Sus hijos se fueron por diversos
caminos. El hombre se hall, de pronto, con cuarenta aos encima, empobrecido y
solo.
Junt sus pocos animales y los malvendi. Y una maana ensill su zaino cola
larga y parti sierra adentro, camino de la Hoyada. Por esa senda comienza a
andar, y luego de dos das de penosa marcha llega a Taf del Valle.
Chocobar conoca esa ruta. Cien veces la hizo. Mont a caballo y mir por ltima
vez el rancho que fue su hogar y que los vientos pronto convertiran en tapera.
Destino de las cosas! Tapera sera esa casa de pobre. Y estara frente a frente
con otra tapera, aquella que fue rincn de lirismo, de copla y sueo, cuyos
horcones el hombre me ayud a levantar aos atrs. Tapera es hoy aquel rancho
que tanto quise y que los tiempos cubrieron de pajonal, enredaderas y olvidos,
despus de las luchas bravas que sostuve y que remataron en una zamba que me
lastima cada vez que la canto: "Adis, Tucumn". Felipe Santiago Chocobar volvi
a su pago de Amaicha del Valle. Volvi a los huaicos de Ampimpa, a los arenales
de su infancia. Por ah andar, quiz un tanto silencioso, pensando cosas de
aquellos tiempos, de los viejos andares, de los rezos en medio de las cumbres,
de los soles desmayados en los abismos del poniente; de las lunas caminadoras
del cielo calchaqu.
XXVII
EL RIOJANO Z. Z.
"Pasa el tiempo ... Los aos se inscriben en la carne del rbol que envejece.
Slo t no pasas, msica inmortal!"
ROMAIN ROLLAND
Estos riojanos, con su larga fama de "pobres", tienen una riqueza folklrica
como para prestar leyendas y prestar coplas a ms de alguna presumida comarca.
El doctor Zacaras Agero Vera, riojano profundo y escritor de nota, sola
decir: "Si uno no fuera tan ocioso, podra escribir diez libros sobre historia y
tradiciones, abarcando slo la regin comprendida entre Mazn y Olta."- El autor
de "Los ojos de Quiroga" tena tercera dimensin y gastaba su riqueza de
imgenes en cuentos y leyendas, poemas y vidalas. Era un verdadero deleite
escucharlo en aquellos aos inmediatos a 1930, cuando todava la gente se reuna
para practicar un hbito que vena de lejos con jerarqua de rito: para
conversar.
Qu bien soportbamos los jvenes de ese tiempo el ritmo bravo de Buenos Aires,
la lucha despareja, el largo esperar, el fogn escaso, la promesa incumplida, el
engao, intil! Es que tenamos lo que Ortega llama "la ventana abierta". Y
nuestra ventana estaba orientada hacia el paisaje de esos hombres que nos
reciban con generosidad y comprensin, en sus casas sencillas, en sus patios de
barrio, o en sus salas repletas de libros y recuerdos. As conocimos algunos
grupos de "seres pensantes", de hombres con ideas y caminos, madurados en el
pensamiento y la cultura, que mucho nos ayudaban con slo dejarnos en un rincn,

escuchndolos en dilogos a veces apasionados sobre problemas ,del mundo y de la


vida.
Lugones, Burghi, Martn Gil, Gerchunoff, Saldas, Deodoro Roca, Julio Gonzlez,
Mantovani, Canal Feijo, Coviello, Bravo y otros ms, constituan los pequeos
cenculos donde conjugaban el tiempo del hombre y del mundo. Recuerdo con
claridad una noche larga en discusiones acerca de "La historia de San Michele",
sobre la personalidad de Axel Munthe, con un acuerdo final en el que no qued
muy bien parada la humildad del autor de "Hermano perro".
Tomaban un libro, o un autor, y lo analizaban en profundidad. Luego buscaban
elementos nacionales parecidos, y all arda Troya. Otros penetraban, como
llevados de la mano, en "la selva de la filosofa", como gustaba decir Garca
Morente, y brillaban en citas y tendencias donde pasaban rigurosa revista a
Kant, Spinoza, Demcrito y Scrates. Otras veces las sesiones tenan en el
banquillo a Bach, a Beethoven, a Csar Frank, a Debussy, a Vivaldi y Monteverdi.
Y en memorables ratos solan hacer gala de su agudeza frente a la pampa o la
sierra nuestra. Y aparecan los detractores del gaucho, los que
intelectualizaban las condiciones del hombre rural de antao, y los simplistas,
los que tomaban un tipo de hombre tal cual era, sin deformarlo ni idealizarlo.
Las visitas a estas salamancas culturales nos obligaban a leer todo lo que caa
en nuestras manos, a metodizar la lectura, a disciplinarnos hasta donde nos
fuera posible. Por supuesto que no aspirbamos a alcanzar la altura de
Semejantes colosos. Pero si anhelbamos entender su pensamiento, su rumbo, su
posicin. Alguna vez, Manuel Faras, al salir de esas reuniones, me deca:
"Tengo la impresin de que esta gente enrarece el aire que respiramos..." Otra
vez coment: "Muy bien, Confucio. Pero me quedo con Lao- 'Tse, filosficamente
perfecto."
Indudablemente, aprendamos y avanzbamos. Aquella pampa en que nac, apretada
entre la leyenda y el cielo, comenz a tener un sentido en mi vida, un destino,
un objetivo. Decid entonces una posicin frente al paisaje que amaba. Ni
primitivismo, ni espiral que me divorcie del sencillo decir. De paso cumpla con
un imperativo de mi temperamento, y con una ley que se afincaba en mi orfandad
literaria.
Yo aspiraba a traducir las cosas del paisanaje del sur y del norte, los sentires
del hombre campero, como si fuera l quien me los dictara. Todo aquello que el
hombre hubiera querido cantar o mencionar, pero sin tomar posicin filosfica,
ni poltica. Separar al hombre de todo lo que no sea su paisaje. Seguir, en
suma, el buen consejo de Ricardo Rojas: "Que sea verdad el canto que nos
conmueva, siempre que antes haya emocionado a los hacheros, a los humildes hijos
de la tierra. . ." Fue, pues, en una de esas reuniones donde me top con
Zacaras Agero Vera. Y fuimos amigos, con un sentido de tierra que auspicia el
germen. Durante horas oale recordar a su Rioja, sus llanos de chaares, breales
y algarrobos, sus arenosos caminos por donde la historia transit con alboroto
de lanza, espuela y grito. Las escenas de vaquera ocupaban lo mejor de sus
evocaciones. Era conocedor y adems pona fervor, sagrada luz, en su discurso.
Cuando llegu a La Rioja, aos despus, y recorr sus bblicos paisajes, ya
tena el <<
conocimiento por adelantado de la manera de ser de sus gentes, gracias a Fausto
Burgos, a Adn Quiroga, a Dardo de la Vega, al inolvidable Joaqun V Gonzlez y
a este riojano tan riojano, capaz de sonrer frente al olvido, que era Agero
Vera. Lo record muchas veces observando las fiestas de diciembre, "El
topamiento" del Nio Alcalde con San Nicols, "El Tincunacu", cuyos versos
traduje del quechua tiempo despus a pedido del Padre Juan Carlos Vera Vallejo.
Conoc muchos riojanos honorables, con mucho paisaje dentro de ellos. Mieles
entraables se vertan sobre las charlas de estos provincianos en su recordar
del pago. Hay un cuento sencillo, una fantasa que narran los paisanos: Dicen
que un buen hombre, al morir, fue al cielo y lo recorri teniendo como cicerone
al mejor gua: Tata Dios. El nuevo husped admiraba lugares de encantamiento.
Pero por ah observ a dos hombres, de criolla estampa, estaqueados en un cepo
primitivo, sin movimiento alguno. Venciendo el apuro, le pregunt a Tata Dios
por qu estaban esos criollos sometidos al cepo, qu pecado haban cometido. Y
Tata Dios habl: Ningn pecado, hijito. Si son las almas ms buenas del mundo!

Pero sucede que son riojanos, y si los dejamos sueltos se me vuelven a La Rioja
... ! Este y otros cuentos certifican el profundo amor que el riojano siente por
su tierra. Aunque tenga que vivir en pobreza, casi en olvido, prefiere la luz de
la comarca nativa, la sombra de los viejos algarrobos, frente a las siestas
largas y clidas, como esperando que el crepsculo le arrime un amago de brisa,
a la hora en que los duendes llanistos comienzan a yapar las hilachitas de una
vidala.
XXVIII
LOS CONTRABANDISTAS
El viejo Cata tena su hija casada, que viva en la zona boliviana, a pocos
kilmetros de la frontera saltea. El hombre, enfermo "de los hgados", apenas
poda con su vejez y sus achaques. Pero montaba a caballo, y diariamente cruzaba
"la raya" para visitar a sus nietos; almorzaba con ellos, y por la tardecita
volva a su rancho en territorio argentino. Y siempre traa bajo las caronas un
par de kilos de matambre, y alguna vez una botella de "singani", el buen
aguardiente boliviano. As, andaban los das y los meses. En invierno, don Cata
lo pasaba muy mal. Viva en la zona de los bosques, ms all de Tartagal, en lo
que denominan el Chaco salteo. Los agostos desataban su manada de cuervos sobre
los montes hmedos. Las cras chicas no salan de los corrales, y los ranchos se
ennegrecan con el humo picante de leas verdes y mojadas.
Cata combata la pobreza vendiendo la mitad de su "churrasco" a unos vecinos tan
pobres como l. Total, unas chirolas para yerba. . . Cerca de su rancho, el
camino ancho vibraba constantemente con el trajinar de camiones y carros en la
selva. De vez en cuando, su yerno llegaba a verlo, de noche alta. Detena el
camin y saludaba al viejo. Departa con l unos minutos y luego segua viaje.
El mozo era camionero de los Iglesias, y sus viajes eran misteriosos. Los
Iglesias eran campeones en el contrabando. Cubiertas, caucho, pieles y maderas
introducan a territorio argentino. Cuando conseguan buen precio, vendan
incluso sus camiones, y a veces volvan cargados de mercadera que se cotizaban
alto en tierra boliviana. Santa Cruz de la Sierra era la capital del mercado
negro y all reinaban los burladores del fisco.
Todas las ganancias ilcitas eran oro que rodaba por las tabernas, entre orgas
baratas y lujuria de prostbulo. El cholaje beba y bailaba los bailecitos
cruceos, mecapaqueas y cuecas del oriente. La cerveza era un caldo en ese
trpico donde las pasiones no tenan freno, y de las bacanales de arrabal
participaban los Iglesias, los muchachos camioneros, las mozas del dancing y los
milicos del piquete. No importaba el gasto. Entre risas, insultos, algn
botellazo y rezongos rtmicos pasaban tres das de juerga los industriales del
contrabando, con sus peones y sus sirvientes.
Era un secreto a voces la actividad de los Iglesias. Pero los mozos estaban
"acomodados". Todo pareca legal, inocente, correcto. Un billete de mil es buena
llave para la indignidad. Para asegurar el "negocio", uno de los hermanos
Iglesias viva casi todo el ao en Buenos Aires. Los ms lujosos cabarets
conocieron su rostro de cholo amoratado por el alcohol y la cocana. Siempre
tena a su lado una buena moza alquilada, plida estrella de la decadencia moral
del mundo. Cuando cerraban el cabaret, el Iglesias "aporteado", cargaba su moza
y la orquesta, y se largaba a los cafs nocturnos donde se haca msica nativa.
Era recibido como gran seor. Tiraba billetes y gritaba rdenes: "Toquen,
cucarachas! ..." Era su manera de pedir msica. Y los mocitos tocaban ms y ms
chacareras para endulzar las horas del inmundo personaje.
Un da pareci que estas cosas llegaban a su fin. La represin del contrabando
se organiz con severas consignas. En distintos sitios del litoral, entre los
riachos y canales, y all sobre las punas calladas, silbaron las carabinas, se
coparon bolsas, paquetes, cueros, grasas, instrumentos diversos, y se apresaron
contrabandistas. Pero los presos eran pobres: kollas contratados a jornal, y
comandados por un capataz.- Los capitalistas, los verdaderos negociadores,
seguan a salvo. El apresamiento del contrabando era ya cosa calculada que se
registraba en ganancias y prdidas. Los Iglesias no entraban en estas
dificultades. Eran demasiado duchos y trabajaban en negocios "grandes". Es
posible que hubieran detenido un tiempito los acarreos, hasta ajustar las lneas
de la seguridad fronteriza y trabar amistad comercial con nuevos personajes.

Pero cubierta ya la trampa, seguan comerciando como en chacra privada. Una


noche, las estrellas se asomaron como siempre, ignorando que a poco haban de
reflejarse sobre un pequeo charco de sangre criolla. Haba orden de arrasar con
los contrabandistas. Cambiados los piquetes, tenan consignas crudas. El viejo
Cata haba cruzado como siempre la lnea fronteriza, y jugaba con sus nietos,
que le acariciaban la blanca pelambre que usaba por barba. Nunca haba estado
ms contento el kolla. Senta renacer los jugos de la vida en esos changos
descalzos y mansos, que traveseaban con cario inocente con su vejez
enternecida. Al llegar la nochecita, ensill su zaino, guard sus dos kilos de
"tumba" y su botella de aguardiente bajo las caronas, salud a los suyos y
parti: "Hasta maana, hijitos". Los otros le contestaron: "Vaya con Dios,
tatita".
Don Cata inclin el cuerpo y el zaino "agarr" el tranquito marchador. Cruz los
cercos del ranchero y se perdi en el camino de rojizas arenas, que se angostaba
poco a poco hasta ser una senda sacrificada por el abrazo de la selva. Cruz "la
raya" por el paso de siempre, a quinientos metros del piquete de vigilancia. Lo
hacia todos los das. Los milicos de antes lo saban. Todos lo conocan.
Sospechaban que alguna cosita se traa el pobre viejo, pero lo dejaban no ms.
Total, poco sera para su hambre y su vejez.
Cuando se acab la senda, a los pocos kilmetros, sali al camino ancho. En la
sombra, alguien le grit: " Ep ... ! Prese!" El viejo dud un momento y pens
seguramente que no sera para l esa orden. Y sigui, al tranquilo no ms.
Inmediatamente se oy otro grito, un sonido metlico, y son un tiro de muser
que estremeci los montes. Entre el ramaje se agit un rumor de vuelo rpido de
aves asustadas.
Cuando uno del piquete lleg hasta el viejo, ste estaba tumbado sobre una
huella, desangrndose. En el charquito de su propia sangre, el viejo vea que
una estrella le estaba haciendo guios.
No hubo nada que hacer. El zaino qued quieto, junto al cadver. Otros milicos
se acercaron, y luego de revisar el apero, descubrieron dos kilos de carne y un
frasco de aguardiente. Tenan con ese material el mejor justificativo para su
crimen. Al rato, se oyeron toques de bocina. Hicieron a un lado al zaino, y
sacaron al difunto de la huella.
Minutos despus, pasaban pesadas y ruidosas, las caravanas de camiones
conduciendo mercaderas de los Iglesias ...
XXIX
EL TIEMPO DE LA SED
En la zona del oeste riojano, a lo largo de los valles interiores por donde
atravesaban de vez en cuando los arreos de vacunos rumbo a Chile, se mantiene
todava una suerte de usos y costumbres muy antiguos entre los pobladores de
esas precordilleras de piedra spera, escasa agua y arena rojiza bajo un cielo
sin nubes.
Desde el Guandacol de Santa Clara, hasta el legendario Valle de Vinchina, y aun
hasta las soledades del Jahu de los diaguitas, se tiende la comarca del oeste
riojano, a muchas leguas de Chilecito, hacia los Andes.
Las aldeas se tendan a lo largo de esas setenta leguas. Aldeas quietas, de
adobe y cal, ancho patio y palenque al frente, que gozaron de prosperidad
durante el siglo pasado, cuando los pastizales y alfalfares de Villa Unin, de
Villa Castelli, de Los Palacios y Guandacol facilitaban el trnsito de haciendas
para Chile. Luego de una sequa que dur casi veinte aos, la poblacin emigr a
Chilecito y a la ciudad de La Rioja; el gaucho qued "de a pie", y los
hacendados chilenos de Coquimbo y Copiap no tenan inters en haciendas flacas.
Y all quedaron los horcones de las casas viejas, mudas como taperas, aguantando
el peor de los silencios: el silencio con miseria. Se quedaron los heroicos, los
arraigados, los que jugaban con el corazn de las cosas tradicionales de la
zona, los que queran morir en su pago.
All, en la costa precordillerana, hay pequeos viedos muy afamados. No alcanza
tal industria a servir para la exportacin hacia los grandes centros. La cosecha
se coloca en la zona, y a lo sumo llega algo hasta Chilecito. Para el tiempo de
las pasas, las viejas y los changos al atardecer, cuando amaina el viento Zonda,
se trepan a los techos para "tipiar" uva, es decir, para aventar la tierra de

los granos de uva reluciente, y acondicionarla a fin de poderla vender luego.


Esta tarea la realizan personas livianas, porque los techos son de paja; y all,
mujeres y changos son livianos por naturaleza y por desnutricin. Entre las
costumbres ms tradicionales que se cultivaron hasta fines del siglo pasado, se
hallaba el arribo de los estancieros y campesinos y gauchos prsperos para lo
que denominaban "el tiempo de la sed".
La peonada, las chinitas y el changuero hacan el gran rumor que prestigiaba al
viedo de un vecino o le decretaban un bochorno que duraba un ao entero. Cuando
virques, casco y barriles estaban repletos del buen vino comarcano, era la seal
de que haba llegado "el tiempo de la sed". Pero "el tiempo de la sed" era una
ceremonia bquica en la que participan solamente "los seores" de la zona.
Tradicin del tiempo feudal, se mantena en los campos montaosos de La Rioja,
entre los caballeros que usufructuaban los "vinculados" y las heredades cuyo
origen se remontaba a la cdula real, o entre camperos que ostentaban una
castellana sin mcula indiana.
Los seores recogan informes acerca de la mejor produccin de vinos en calidad,
y disponan "bajar" a las aldeas para una fecha determinada.
Llegada la fecha, enviaban una avanzada de peones y propios" hacia las fincas
con viedo de las aldeas, con el anuncio de la "bajada". Los dueos de la bodega
casera preparaban hospedaje para cincuenta o ms personas en amplios cuartos, y
habilitaban los patios para los banquetes ntimos de estricta seleccin, y para
los bailes nativos que infaltablemente deban llevarse a cabo.
Los serranos venan preparando a su vez "las ganas". Durante meses y meses,
beban slo agua, y desarrollaban su vida dentro de una sobriedad de tipo
ritual. Es que estaban "amontonando sed". El da sealado para "la bajada", toda
la aldea ganaba los costados del callejn por donde pasaran luego los vallistos
y cumbreos, jinetes en sus mejores caballos y mulas andinas, luciendo platera
en los aperos, y produciendo la algazara de chicos y grandes con la polirritmia
de espuelas y lloronas, nica msica que acompaaba esa procesin de sedientos
seores de largas barbas y lujosos atavos gauchescos. Ya la avanzada de peones
y mandaderos haba arreado las vaquillonas de mejor marca y peso para ser
sacrificadas en la quincena. Lo que sobraba en carnes, pasteles Y vinos, se
"desparramaba" entre el pobrero, que asista desde afuera al desarrollo de la
fiesta, atrado, ms que por las conversaciones, chistes o dudosos discursos de
los vallistas, por la armona de las canciones y la quejumbre de los tamboriles
cumbreos que taan los melanclicos tonos de la msica lugarea. Las trovas y
tonadas de coplas amatorias, endulzaban la noche limpia de esa Rioja lejana, y
ponan a la fiesta bquica, sensual y desenfrenada, la nota de pureza necesaria
para que pareciera menos brbara la ceremonia "del tiempo de la sed". Parte del
ritual era la consigna de no alterar la alegra con asuntos de rivalidad y
enojo. Se dorma cuando el lucero abochornaba con su belleza a todas las
estrellas que fugaban en la media claridad de la naciente aurora. Era por las
maanas, cuando reinaba el silencio en el casern. Y era en esas horas, cuando
una multitud de mujeres y changuitos descalzos, con canastas, alforjas y
cazuelas de alfarera diaguita, asomaba por el portn de los corrales para
recibir "lo que sobr anoche". As, da tras da, y noche tras noche, se
desenvolva la parranda ritual de los caballeros serranos. Beban incontable
cantidad de vinos, desde el "asoleado" y el "puesto en sombra", hasta el "pisao
con pata' i chango" y el famoso "agita'i Dios", como le llamaban a un vinito
blanco de inocente cara, y ms "patiador que mula sanjuanina". -El hecho de que
se rezara antes y despus de comer no era incompatible con el lance amoroso ni
con la creacin de comanditas para apoyar un movimiento poltico en aquella
Rioja convulsionada todava por la lucha entre caudillos, con abundantes
sollozadas invocaciones a la Patria, que hacan murmurar a ms de un paisano
pobre: "Estos son como los bolicheros: siempre haban mucho de aquello que
quieren vender. . ." Concluida la ceremonia, los caballeros preparaban el
regreso a los campos. Momentos antes, obsequiaban a nias y chinitillas con
dinero, alforjas y alguna pieza de plata. Y partan. Esta vez, peones y
"mandaderos" cerraban el paso a la caravana. Algunos ayudaban a sus patrones, a
los seores, en cuya cabeza todava bullan las burbujas del exquisito "agita'i
Dios".

XXX
LA DANZA DE LA VIUDA
Van y vienen las comadres, haciendo cien veces el mismo camino entre el patio y
el rancho, entre el rbol y el horno. entre el corralejo y la enramada.
Hormiguitas parecen las mujeres. Una lleva una fuente; otra llega desde la yema
del monte portando lea seca, otra est regando el patio con los baldes que le
alcanza la encargada del acarreo entre la acequia y el rancho.
Los hombres estn en los campos, trabajando; los hombres estn en la selva,
hachando; los hombres estn en el pueblo -pueblo norteo, de una sola calle
larga-, comprando cosas,
alcohol, cigarrillos, e invitando a determinados personajes, unos msicos, otros
caudillos
polticos lugareos. Est cambiando el viento. La selva, en la media tarde ,
tena una melena inquieta, que es el gesto de los montes cuando hablan con las
nubes para pedir la ayudita de una lluvia. Pero ahora, la selva se ha calmado.
Las nubes, lerdas, grises, van pasando hacia el Este, y de pronto cambian el
rumbo y andan hacia cielos abajeos. Los algarrobillos estaban cimbrndose en
sus ramas menores, pero ahora se durmieron al arrullo de los primeros pjaros de
sueo tempranero. En los pencales se est operando el milagro de la palabra y el
vuelo, en el cotorreo de los loros que confunden su verde parlotear con el verde
callado y arisco de las primeras tunas. En alguna penca, en la que bebi por sus
dardos la mayor humedad de la noche pasada, est sangrando una flor, agradecida
del aire y de la abeja.
Dos mujeres estn peinando y arreglando a Mara Juana, la duea del rancho. Le
han aceitado con sacha-unto la negrsima cabellera, que se derrumba sobre la
espalda y se ampla conformando el nacimiento de las caderas de la mujer. Manos
tejedoras, manos sabias en color y nudo, comienzan a trabajar un par de trenzas
perfectas, gruesas hasta la mitad, estilizadas y suspirantes hacia el final del
cabello, pero recias y elsticas graciosas y firmes como un ltigo. En un rincn
estn planchando el vestido ritual de Mara Juana. Se lo pondr para el preciso
momento de la danza. Rojo, intensamente rojo, de breve escote, apretada cintura,
ancho vuelo de tipo campesino y largo hasta un poco ms arriba del tobillo. Un
angosto cinturn del mismo gnero abrazar la cintura de mimbre. Con una yapa
que sobre, se har el pauelo para el baile de la mujer.
Mientras tanto, la tardecita ha comenzado a travesear con las sombras. Y la
sombra es huraa. Grue su oscuro gruido, y al orlo se callan las palomas y se
encienden las estrellas all lejos. Y cada paloma se lleva al nido un pedazo
desmayado de la tarde. Y la sombra vence, y la noche viene, sin trinos ni
vuelos, desnuda, abierta y ancha, desde el fondo de los montes.
Retornan los hombres al breve ranchero. Llegan aquellos que fueron al pueblo. A
la rama baja del algarrobo le han colgado el tucutucu de un candil. El
changuero, anda por ah, curiosendole todo, y es ahuyentado por las viejas
rasquinchas: "lte p'all, muchacho". La Mara Juana no asoma todava. Luce su
gastado vestido negro, el hbito ceido de su viudez paisana.
Cuando muri "l", se extendi un gran silencio por ese patio que antes supo de
albahacas y de cantos. Comadres y vecinos respetaron "el luto juerte" de la
viuda. No asisti en las navidades a las danzas de otros hogares. Los hacheros
la extraaron durante el Carnaval; y en las Telesitas, procesiones del monte, se
la vio por ah, colocando sus candelas al pie de los rboles, para la nia santa
que muri quemada. En una sombra, apagada en silencios rituales.
Pero hoy, se cumple el ao de la viudez bien guardada, y ya puede la viuda
recibir en su rancho, oficialmente, la visita de vecinos, paisanos y comadres,
porque "va a salir de la
Viudez".
Para eso trabajan todos esa tarde. Para eso vendrn los msicos. Vendr el
violinista ciego; vendr el tocador de bombo indio; vendr el guitarreo de los
montes. Llegarn andando, a pie, a caballo, en sulky. Lleg la noche. Ya no se
ve en los pencales, y el cotorreo de los loros es slo un recuerdo disperso. El
candil asoma su vacilante luz, pintando sobre el patio, en oro sombro, la
escena de la fiesta.

Sillas de paja, humildes; sillas retobadas en cuerito de cabra; troncos de


rbol; restos de destrozadas carretas, constituyen los ocho o diez asientos. Los
dems, andarn por ah, bajo el rbol, detrs de los msicos, curioseando,
callados, haciendo a veces un comentario en quechua acriollado en un susurro que
no entorpece el silencio.
Comienza a rondar la jarra de vino comarcano. Dulzn y clido, juega su brujera
el vinito norteo. Como los vasos no abundan, nadie debe demorarse en beber.
Todos conocen esto, tradicionalmente. Entonces, apuran el contenido hasta el
final, y devuelven el vaso a la comadre, que corre presurosa hacia el interior
del rancho, y al rato reaparece con una nueva ofrenda lquida.
Poco despus, alguien se acerca a los msicos. Estos "igualan", afinan, se
combinan acerca del tiempo y el matiz de la msica. Para probarse, rompen con
una chacarera. El bombo, honda quejumbre de tierra antigua, no desata toda su
fuerza todava. Mide su intensidad. Es temprano.
El guitarrero rasguea su guitarra dulcemente. Por momentos acompaa con la
escala en bordones el final de una frase que le agrada. El violn, llora, agudo,
agrio y tristn. Violn de ciego, toca siempre igual una suerte de sonidos de
gran ritmo, de justsimo comps, pero sin matices ni colores. El violn tiene
los ojos cerrados, como su dueo. Se suceden las danzas. A la chacarera, sigue
un "remedio"; luego, un "escondido". Bailan las parejas. El patio comienza a
animarse, y las palmas que acompaan los compases finales, despiertan un rumor
en los rboles y acucian la sed de los hombres. El tocador de bombo se est
afirmando mejor; el guitarrero se anima ya a cantar el estribillo de la danza.
Lo festejan. Es el oportuno pretexto del rpido brindis. Otros curiosos, desde
la sombra donde no alcanza a dominar el candil, fuman y comentan en voz baja. De
pronto, salen las comadres del rancho, con gesto que reclama la atencin de
todos. Los msicos callan. El silencio es ms grande que la noche. Hasta el
candil se mantiene quieto en su lucecita, de pie, como un signo de admiracin.
Y aparece en seguida la Mara Juana, vestida de rojo intenso. Slo sus ojos,
almendrados y brillantes, y sus trenzas magnficas, son el matiz de su figura,
crisol de todos los soles y todas las auroras de un ao de silencio y centinela.
La saludan los hombres, y le alaban su belleza y donosura. La viuda sonre,
mesurada y gentil, con una sonrisa un poco asustada. Una sonrisa que guard un
ao redondo para ofrendarla a los hombres recin en su fiesta de "salida".
Recin ahora, al ao de muerto "l", la viuda puede reincorporarse a la vida
social del ranchera. Recin ahora puede recibir una galantera, y considerar
una propuesta amorosa. Recin ahora podr soltar sus brazos en la danza, brazos
que slo se abrieron sobre la tierra en el trabajo, y se cerraron sobre su luto,
en el recuerdo.
La voz de uno de los msicos anuncia: "La zamba de la viuda!" Es el momento de
la danza ritual. Ella deber bailar la embrujada zamba despus de la cual
quedar liberada de cadenas, prejuicios y vigilias. Ella deber elegir el
paisano para formar la pareja en la danza. Los hombres estn quietos,
expectantes. Los mozos se acercan al candil para que ella los vea. Los otros,
permanecen en la sombra del patio. Los msicos han comenzado los compases de la
introduccin de la danza. Es una vieja zamba nortea, pero parece dada en
primera audicin. Es que ahora tiene un cumplido destino.
La viuda, mira uno a uno, a mozos y paisanos. Y se dirige decidida hacia un
criollo que es su vecino. Le ofrece su brazo, y los dos van hacia el centro del
patio, lentamente, un poco avergonzados, aunque sonrientes.
Los espectadores exclaman diversas cosas, entusiasmados,. y piden alcohol para
regar su alegra. Y el alcohol llega, quema la gruta de las gargantas, y escapan
de los pechos, de los hacheros, endiablados alaridos en los que el instinto,
disfraza sus goces primitivos. La pareja comienza el baile. Nadie mira al
hombre. Todos miran a la viuda, incendiada en la noche. La sombra del algarrobo
se derrumba sobre las melenas de los msicos,. y a los ojos de los hombres les
brota una suerte de candiles misteriosos y tenaces que persiguen la ronda roja
de la Mara Juana.
El violn llora el ay de la zamba lugarea. El bombo acrecent su quejumbre, y
ahora imita un tropel de potros galopantes.

El guitarrero hiere, no con rasgados, sino con chirlos, el sonoro cordaje de su


instrumento. Y la voz del cantor se pone ronca. Ronca de alcohol, de noche, de
intencin y de gracia dramtica.
Delgada y alta, la viuda danza sin mirar a nadie. Mira al suelo, sin verlo. En
realidad, est el misterio de su propia danza. Esclava de la magia, sacerdotisa
de un rito de lujuria espiritualizada por la cancin de los campos, la Mara
Juana siente que se est quemando con su propio incendio. Y all, sobre el tope
del brazo moreno, flamea la llama roja de su lenguaje de esperanza, en el
pauelo que llama y responde, y suplica y reta, y gime
tambin, en los mimos que aconseja la zamba de la selva.
Quin lograr el amor de la Mara Juana? A quin preferir la mujer encendida,
tea del amor brotada del silencio? Por momentos, clidas oleadas llegan hasta el
patio, desde el fondo de los campos. Es el Zonda. Es el viento del Norte, que
sacude enervante. El viento que reseca las caronas, que endiabla los remolinos,
que desorienta a los pjaros, se arrastra ahora como queriendo desplazar al
hombre y comenzar una dramtica lucha de pauelo y remolino, entre la Viuda y el
Viento.
Pero no. El viento se revuelve en el patio, y se va hacia la noche, donde la
selva ha comenzado a protestar con seco rumor, de fronda sorprendida. Y la viuda
baila su danza, libre de viento y de lutos, libre de puertas trancadas y de
mirares bajos.
Baila la Mara Juana. Baila como un remolino incendiado, libre de custodias
rituales y de frenados impulsos.
Libre, como la roja llamarada de su pauelo que se agita en la noche, en "su"
noche, llenando la selva de esperanzas, promesas y deseos.
XXXI
SIN CABALLO Y EN MONTIEL
"Pas de largo por Tala. Detenerme, para qu ...
De poco vale un paisano sin caballo ... y en Montiel."
Dicen los trashumantes que los caminos se han hecho para ir, nunca para volver.
Aseguran que todo retorno tiene algo de fracaso. Tal vez porque esta reflexin
impresion mi espritu hace mucho tiempo, o quiz porque en mi antigua condicin
de trotamundos adjudicara a la sentencia una jerarqua de suprema verdad, el
asunto es que al pisar suelo entrerriano luego de treinta y tres aos de
ausencia, no quise pensar que regresaba, sino que "iba a Entre Ros" nuevamente.
En pleno septiembre, un viento del Sur traa al litoral su saludo de nieves
cordilleranas, asustando la flor de los durazneros que trepaban graciosamente
las cuchillas entrerrianas engalanando el paisaje con promesas dulzonas.
Llova, como en los viejos tiempos, como en aquellos inviernos que ablandaban
los cascos de los potros y endurecan el gesto de los hombres. Pasaban los
paisanos, jinetes en peludos caballos, de anca redonda; y el poncho era prenda
inmvil, que aprendi con la lluvia a ceirse en el cuerpo como un abrazo de
hombre. Dej atrs Altamirano.
Por Sauce Norte cruc Barro negro y huellas hondas
como endenantes mir. La sombra de mi caballo junto al ro divis. Se me
arrollaban en l'alma las leguas que anduve en l.
Las ciudades entrerrianas han progresado, sin cambiar su fisonoma de pueblos
camperos, de villas rodeadas de estancias viejas, de montes extensos todava, a
pesar de las grandes hachadas.
Los caminos tienden a mejorarse en trechos, por la cinta asfltica. Es decir,
los caminos que unen las principales ciudades. Porque los otros estn no ms
como los vi "endenantes": tierra, huellones, barro, zanjas, caadones, un monte
espinudo, un ceibal serio y florido, un concierto de pjaros, arroyos grandes y
chicos, buenos pastos, un cielo overo negro, que se torna rosado en la esquina
lejana de la tarde; campesinos en chatas -gringos acriollados ya-, sulkys, y
gente de a caballo, bota lisa y espuela breve, sombrero ala ancha, barbijo de
tientos; gente nerviosa y cordial, un poco fantasista y refranera, con una gran
condicin argentina y un profundo amor a su provincia.
Sin canto pasaba el ro. Para qu lo iba a tener?
Ancho camino de fuga, callado tena que ser.

As, con mirada moza de otros tiempos, contempl sobre un mangrullo de talas el
palmeral de Montiel. La leyenda del viento cruz por esos montes, vade esos
ros, enred en las espinas de los talas viejas historias, sabrosos cuentos,
trovas, vidalitas y milongas paisanas. Las guitarras travesean en floreos que
recuerdan el modo de tocar de los orientales. Es que son hombres montaraces los
guitarreros. Y el monte determina leyes, pensares y sentires. El monte se
traduce en el hombre: precavido y capaz. Florido y enredado. Abierto a la
esperanza junto a la ventana de una moza estimada, y rastreador de puma en la
maleza. Los hombres guitarreros del presente, en Entre Ros, quiz no adviertan
esto. Alguna vez ser. Y entonces, la tropilla de coplas que transita por esas
cuchillas donde la historia todava tiene su cuerpo caliente, ser ejemplo de
gauchera y paisanaje, aunque no cite
guerrillas ni lanzazos, aunque no ostente el latiguillo ya gastado del machismo,
aunque no mente galopes y atropelladas, ni dagas, ni degellos.
De recuerdos y caminos un horizonte abarqu.
Lejos se fueron mis ojos como rastreando el ayer.
Climaco Acosta ya ha muerto. Cipriano Vila, tambin.
Dos horcones entrerrianos de una amistad sin revs.
Sobre cada ceibo hay una guitarra encendida en la espera. Busca en el aire las
manos que desaten las lianas que la cien, para darse a su dueo, liberada y
vibrante.
La guitarra entrerriana tiene una gran misin: dar el paisaje. Darlo con un amor
sin demagogia. Las cuatro estaciones del ao se acusan en la naturaleza,
definitivamente. Tambin las vive el hombre, el corazn del hombre. La guitarra
es baquiana en esos rumbos. Slo espera que el hombre la comprenda, y se
comprenda. El entrerriano es afecto a la pesca. Cmo no serlo, con los ros que
tiene! Sabe de playa, barranco, remolino, espinel, canoa y virazones. Durante
aos vio trizarse la luna sobre el agua, huyendo del anzuelo. Durante aos
escudri a la yarar escondida en el adis del camalote.
Tiene, entonces, atesorada y grata, la virtuosa paciencia.. El paisaje lo
espera. El paisaje de su tierra hechizada, y el otro: su mundo, su "porqu".
Prepare su espinel de desvelo y ternura, y arrjelo bien lejos, pecho adentro,
donde moran el artista, y su conciencia. Y todos aplaudiremos al "pescador" de
ese litoral maravilloso.
En la orilla montielera tuve un rancho alguna vez.
Lo habr voltiao el olvido? Ser tapera ... ? No s ...
Por eso pas de largo. Detenerme, para qu ...
De poco vale un paisano sin caballo y en Montiel...
XXXII
HISTORIA DE TESOROS
Perdura an en el Norte de nuestro pas -aunque con menos fervor, un viejo afn
provinciano: la bsqueda de "tapaos", de tinajones plenos de alhajas, monedas
antiguas, patacones y luises, petacas de cuero, pieles de len o jaguar llenas
de riquezas, de pepitas de oro, de dineros, ocultos en tiempos de la Colonia, y
desde mucho antes, cuando el famoso rescate del Inca Atahualpa. Cada tanto se
organizaban las bsquedas en las grutas andinas, en las lagunas, en las hoyadas,
en las anchas paredes de las fincas, en los pedregales cuya formacin haca
sospechar coincidencias con no s qu mapas que quiz jams existieron.
Se hacan planes, investigaciones en el campo arqueolgico, el estudio de
tamberas, antigales, cementerios indios, etc. El profundizar el sentido de
algunas leyendas llevaba, tiempo, pero siempre haba lmparas que se apagaban
muy tarde y, a su alrededor, jvenes y hombres maduros planificando la aventura
de buscar el tesoro escondido, el "tapao". horas, semanas, meses, pasaban
mientras se estudiaba, paso a paso, la historia, los desplazamientos de los
godos, los xodos de las poblaciones criollas, los hechos salientes, los
acontecimientos misteriosos, las deserciones, el movimiento de los viejos
chasques, la recua de mulas, el hato de llamas cargueras, los caminos del atajo,
en fin, todo lo que pudiera ser una pista, un dato, un detalle para comenzar la
tarea de hurgar cerros, pedregales, pucars, tapias, paredes de adobe, quinchas
y tejados. Muchas veces los buscadores del "tapao" renovaban sus bros al hallar

por ah una monedaantigua, algn viejo pual oxidado. Nuestros escritores,


cuentistas y narradores del campo argentino, se han ocupado de historiar
aspectos de la aventura de tesoros. Y hemos de recordar algunas que se mantienen
en la memoria de los viejos provincianos de Salta, Tucumn, Catamarca y Jujuy.
Yo mismo, en aos mozos, form parte de algunos grupos buscadores de tapados en
las montaas jujeas y tucumanas, y aun en la puerta de los valles calchaques,
detrs de Los Laureles, de El Candado, en esas luminosas lomadas salteas, en
tiempos en que la vida caba en una copla bagualera, y el almanaque no tena
valor; tiempos en que un buen recital de guitarra se cotizaba a cincuenta pesos,
y era bastante efectuar uno por mes, ya que los dems conciertos se daban
gratuitamente, para beneficio de bibliotecas lugareas, de pequeos clubes o de
paisanos empobrecidos. A m personalmente, me sobraba con un concierto al mes,
pues tena caminos, paisajes, gauchos, un par de mulas, un colorado pedidor de
rienda y un indomable vigor para cabalgar por esos valles, das o semanas,
aprendiendo cantares, respirando un aire antiguo y gratsimo, durmiendo junto a
los corrales o al reparo de los aleros kollas, vistiendo solamente la sencilla y
noble ropa del paisano del norte, portando -como un caracol sin brjula- la cama
en mi apero, las armas en la guitarra y la quena, y un anhelo profundo en el
corazn: ahondar Amrica, para encontrarme a mi mismo.
"Lunas me vieron por esos cerros y en las llanuras anochecidas,
buscando el alma de tu paisaje para cantarte, tierra querida. . . "
As, aos atrs, remontbamos las cuestas de Yala en un abril jujeo, para
instalarnos en la laguna del Poniente, frente a un misterioso paisaje solitario,
donde las maanas se emponchan de brumas y el ro clava sus dardos en la piel de
los viajeros. All abajo, el ro de Yaya vboreaba entre las peas, custodiando
en su helada espuma la fuga de las truchas.
Truchas! Ese fue el nico tesoro que hallamos en los das -y tambin nochesque pasamos buscando el tesoro fabuloso del rescate del Inca.
En las horas de reposo, rodeando un fogn que ostentaba ms humo que lumbre,
nuestras charlas estaban orientadas hacia otras experiencias, algunas serias,
otras jocosas, y todas referidas a la bsqueda de tapados.
Haca pocos meses yo haba hurgado algunas grutas cerca de la Quebrada del Toro.
Les contaba a mis amigos detalles de mi aventura. Recuerdo que fue en el ao
1934, y que al regreso de ese raid me top en Campo Quijano con un viejo gaucho
salteo, a quien haba conocido tiempo atrs cerca de Metn. Era el paisano
Montoya, andariego, resero y buen chaln, amigo del caballo y del camino largo.
Por coincidencia, Montoya me mostr en esa ocasin la imagen de un santito que
haba hallado en esa zona, mientras destroncaba en la picada de un monte. Era un
San Isidro "ato", con la nariz quebrada, al que tambin le faltaba una mano.
Pero mantena, a pesar de la tierra adherida y el largo tiempo sepultado,
hermosos colores de singular firmeza.
Montoya me describi con detalles la zona del hallazgo, y quedamos en volver al
lugar un tiempo despus. Pero nunca regresamos para seguir cavando. Por ah, en
aos posteriores, nos encontrbamos con el gaucho Montoya en Salta, o en Ro
Piedras, y hasta en algn desfile en Buenos Aires con motivo de fiestas
Patriticas, y evocbamos aquellos das del santito misterioso.
Ms de una vez hemos sentido la agresividad, la hosquedad de los mestizos y
kollas de la montaa, enemistados con los buscadores de tesoros. Cuando llova
fuerte en el alto, crecan los ros peligrosamente, rompan los "atravesaos" y
se llevaban alguna res panza arriba y ro abajo. Y los kollas murmuraban: "Todo
es a causa de esos abajeos hurgadores de cerros". Pero la gente inquieta por
esos asuntos se estimulaba siempre por alguna buena noticia. Cierta vez, un buen
vecino de una villa nortea sac su silln a la pequea galera de la casa.
Lo haca todas las tardes en tiempo de verano. Era un hombre anciano y pobre. El
techo de la escasa galera era de caizo "juntao", nidal de vinchucas y
murcilagos. El hombre siempre miraba las caas encaladas y vea una especie de
"bicho-canasto" adherido, que a veces oscilaba un tanto, como mecindose al aire
de la tarde. Un da, por rara molestia, o sin razn valedera, se incorpor y
trat de arrancarlo. Estaba firme. Entonces dio un fuerte tirn. Y casi se le
desplom el techo de caas! Era un viejo cuero de gato-onza, lleno de monedas

de plata, y lo que asomaba era la puntita de la cola. Dicen que el hombre sali
de pobre y, adems, entr en la leyenda. Porque la imaginacin popular aumenta
siempre la fortuna de los afortunados, como tambin aumenta los pecados de un
pecador.
Entre los cuentos de tesoros y buscadores, es famoso en el norte este
"sucedido". un provinciano alquil una vieja finca en una villa y, cuando su
familia sala, aprovechaba para "tinquiar" los muros, golpendolos con un
pequeo martillo. Cierto da not un sonido distinto en una de las paredes, e
hizo una pequea seal con un lpiz. Y as, sin dormir, obsesionado, esper el
da domingo.
Por qu el domingo ... ? Porque ese da envi a toda su familia a misa. Cuando
estuvo solo comenz a cavar en la seal de la pared, gruesa, de antiguo adobe
colonial. Toda la tierra y basura la juntaba en una gran bolsa, con el fin de no
dejar rastros de su aventura. Cav y cav, febrilmente, hasta hacer un
respetable boquete, por el que pudo, al fin, introducir un brazo.
El tesoro! Y comenz el hombre a extraer cucharones de plata antigua, cuchillos
con iniciales de oro, tenedores de doscientos gramos de peso, de plata pura, y
alguna estatuilla rara.
Cuando no hubo ms que descubrir, cubri el boquete como pudo y coloc un
almanaque para disimular el asunto.
Cuando su gente regres de misa, el hombrecito tena todo oculto, y a pesar de
su enorme alegra nada dijo.
Pero ocurre que "Dios no quiere cosas chanchas", como dice el refrn. Al da
siguiente se le present la polica y carg con el buscador de tesoros y con las
piezas de plata halladas despus de tan paciente labor. Se haba "bandiao"! S.
Le haba robado casi toda la vajilla a un vecino ...
XXXIII
EL MINERO
Hace mucho, quiz treinta aos, conoc al minero. Buscaba oro, cordillera
arriba. Su tenacidad era tan grande como su desamparo. Buscaba oro, pero tema
encontrarlo. Un da me dijo: "S que he nacido buscador. Pero nada ms que
buscador. Si mi sueo, mi destino es buscar, seguir mi estrella, all donde
se acaban los caminos. Pero s que nunca disfrutar del oro. Porque ser como
vender mi sueo por un puado de oro. Y por razones que no s explicar, yo no
podra vivir sin ese sueo. . . " Hace un tiempo nos volvimos a encontrar, en el
Noroeste. Estaba pobre, con una limpia pobreza. Y la dignidad segua siendo la
mejor luz de sus ojos.Tena su amor, su mujer, a la que nombraba con un
sobrenombre extrao y encantador: Ncar.
Durante dos noches conversamos largamente. Mejor dicho. los escuch, mientras
evocaban tiempos de lucha, de soledad, de dramas y esperanzas, cosas vividas y
lloradas, y vencidas, en un paisaje de cumbres y senderos, de abismos y de
cielos, donde sucumbe todo lo que es dbil, donde triunfa o permanece slo
aquello que es fuerza y es verdad. La tierra que se da en estao, cobre, plata y
oro, no tiene bosques ni hierbas. Es pramo desolado, piedra maldita, donde la
nieve es siempre rostro idealizado de la muerte. El hombre busca con afn el
oro. Rompe la piedra; doma leguas; libra combates con la nieve y la altura.
Suea. Suea extraordinariamente. Y cava en los peascales, creando su socavn
de esperanza.
Y casi siempre, est cavando su propia tumba. La montaa se defiende. Tiene
vientos y escarchas. Tiene nieblas que borran todas las sendas, menos las del
anhelo recndito del hombre. El hombre slo tiene su piqueta. Antes de tenderse
a morir un poco su sueo de ser cansado, en tosca fragua afila su herramienta,
la templa, la envuelve en su casaca como a una huahua heroica. Y se duerme, para
soar sueos menos bellos que los que suea con los ojos abiertos, en perenne
desvelo, como el cndor. A veces, la luna, abierta navaja sobre un pao azul,
corta de un tajo el aire. Y un pedazo de copla cae sobre el sueo del minero.
Fuerte alcohol. Comida picante. Negro tabaco. Dbiles cosas frente a la vida del
minero. Ama a la hembra, mordindola. La hembra, la china, es la culpa simblica
de la cumbre. En la ria, es un puma. Es el viento y la niebla, el ro crecido y
la nieve en remolino. El minero no anhela disfrutar del oro. Su dicha es
descubrirlo. La muestra que en su mano brilla, vale todo el palacio de los que

tienen oro sin haberlo soado, ni buscado, ni sufrido. Hay domadores bravos que
nunca tuvieron un caballo suyo. El minero es as, doma el misterio, y se queda
dormido sobre su potro de piedra solitaria. Dormido o muerto; al fin, las dos
esquinas ms exactas de su sueo.
A veces, una muchacha espera, valle abajo, en el pueblo. Luce como un adorno su
condicin de hembra del minero. Es la mujer del hombre. Lo siente, y se
enorgullece. Pero baila en burdeles, y se requiebra, y se da como la arena floja
en las maanas de viento. De una chuspa de cogote de guanaco saca un par de
"pepitas". Y de ah son sus zapatos chillones, su moo multicolor, su pollera
floreada, y la botella de licor para el amante, y el disco innoble que
musicaliza la espera sin espera.
Y all arriba, quemado de viento y soles implacables, el minero. Solo; porque
hasta su sueo lo dej, para irse de sus ojos, a lo largo de la cordillera.
Buscando Siempre buscando! Y, a veces, engandose un poco a si mismo, piensa
que est cerca de la veta. Precisa jugar con esta ilusin, para que descansen
sus ojos. Porque siempre que piensa que "lleg", llora un poco.,Y esto le hace
mucho bien.
El minero sabe que tiene un enemigo importante. Ese enemigo es otro minero. En
esa lucha, enconada, tenaz, sin tregua, vence aquel que tiene mayor capacidad de
silencio y de soledad. "Nadie nombre su ro ni su pea", es la consigna. El
minero es locuaz slo borracho. Pero a la ms leve pregunta, clava sus ojos en
la frente del otro, y lee hondamente, letra a letra, la intencin del despojo.
Entonces muestra su mano derecha, toda surcos y callos, y alguna herida antigua.
Y habla con su voz sacada en aos de gruta y, socavn: "Aqu, en mi mano, est
el mapa de lo que busco y lo que hallo. Aprndelo!" Y se aferra a la garganta
del otro, apretando, apretando. Slo el pual defiende esa garra.Y los dems,
que, solidarios con el agresor, castigan en silencio al que se atrevi a
preguntar a un minero "dnde trabaja, en cul ro, en qu pea".
La nieve tiene forma de mujer. Hay noches bravas. Noches de luna llena, en que
la cordillera desata sus fantasmas, viste sus duendes, y seca la garganta de los
mineros. Y el hombre tiene sed, y bebe nieve. Mira lejos, y siente que la nieve
es seno, cintura y boca.
El minero fuerte, masca tabaco, piensa. Luego escupe, y se cubre la cabeza con
su puyo de llama o de guanaco. Hedor de animal macho lo conforta, y lo lleva a
otros sueos que lo salvan, que lo recuperan. Vuelve a ser l. El minero joven
sucumbe al espejismo. Busca sediento a la mujer de nieve. Algo vio, algo sinti;
una palabra en el aire, una cancin en la luna; una senda de flores entre
piedras heladas. Y a la maana, los cndores revelando sobre los huaicos trazan
las palabras del ltimo salmo brbaro, sobre el cadver de un muchacho minero
que no supo esperar, que no pudo resistir el fatal encantamiento de la luna en
las cumbres. Montaita que me rindes. Rndete t! Mano fuerte y vida triste.
Minero soy! Me duele el pan que gano!
Brilla la piedra y la llama, mientras yo me apago ... En algn boliche, rincn
entre las peas con tablas de cardn, suele el minero romper su silencio con la
copla de la "lactara", la baguala ritual de los buscadores. Si tiene "caja",
golpea el parche, pausadamente. O con los nudillos sobre la nica mesa, donde
converge el silencio de todos los angustiados por la piedra que brilla y se
esconde. Pasa el viento, y se roba la cancin. Y el minero la sigue cantando,
para adentro. Y la copla se le desangra, como un sueo. El sueo es el amargo
metal de los hombres que cavan en su propio corazn.
XXXIV
LOS BANDOLEROS
En las cordilleras andan los hombres. Unos mineros. Otros, cazadores de vicuas.
Otros, chinchilleros. Los Andes son el nivel de las chinchillas preciadas. Un
ejemplar vivo de chinchilla blanqusimo, vale de 4.000 a 6.000 pesos. Si es
hembra vale 8.000 pesos. Descubrir un nidal de chinchillas (que tienen cuevas
con tres y hasta cinco bocas de salida, a cien metros una de otra) es tener un
capital. Hay mineros que luego se convierten en chinchilleros. Pero esos no son

"el minero". Es la aventura de "pechar" la montaa para salir de pobre. No es


"el sueo". El minero deja de serlo cuando cambia su sueo por el oro. Atacama.
Campo-Paciencia. Pasto Seco. Coranzul. Laguna Brava. El Veladero. .. Nombres
que el minero pronunci para su sola fuerza. Nombres "de adentro". Nombres de
comarcas y regiones de minera, a veces organizada, con galpones y alambradas y
"centinelas del cerro"; y a veces, alturas de los hombres solos, de los huraos,
de los desvelados buscadores. Hay mineros que no recuerdan los nombres de sus
hermanos; pero s los sagrados nombres de estas diferentes soledades andinas.
Cuando hay tormentas de nieve, bravas, las empresas de minera no sufren. Los
galpones, las barracas, tienen reserva de alimentos, bebidas, tabaco, municin.
El solitario sufre. Slo su alforja, o su costal, tienen vveres para diez das.
Despus, y siempre, la coca, el ayuno, el fro en los huesos, el mirar la nada.
Hay bandoleros en la cordillera. Salteadores (chilenos, atamaqueos, bolivianos,
argentinos. Algn gringo tambin). El minero suele temerlos, pero los enfrenta.
La carabina acorta los caminos. Hay maanas en que el sol lame un chorro de
sangre como una roja flor entre la nieve. Alguna vez llegaron tres jinetes al
boliche de "Mulas Muertas". Boliche, un rancho entre las piedras de un barranco,
a cinco das de Vinchina, sobre el lmite de La Rioja con Chile. En la casa, el
bolichero, su mujer. Y un minero, comiendo sopa con charqui de guanaco. El
revlver hizo ms grande el silencio, sealando el pecho, Eran los bandoleros.
Encuerados. Alta bota. Bufandas sobre el cuello y anchos sombreros. Tres
sombras. Slo los ojos brillaban ms que las armas. Al bolichero le quitaron su
dinero. El de la caja y el de las latas escondidas cerca del fogn, en la
cocina.
Dos bandoleros revisaron al minero: un poco de tabaco, un pual, una chuspita
con seis pepitas de oro. Lo dems remiendo y piel heroica. El "jefe", pequeo y
seguro, observa a distancia. Cuando le alcanzaron las "pepitas", las hizo jugar
sobre su mano de grueso guante. Entibi el oro, y dijo: -Buscador, no? ...
Gurdalas y sigue buscando. Se acerc al minero y sobre la miserable tabla de la
mesa puso el puado de pepitas. Y dijo ms:
-Tonto; como lo fue mi padre! Y un da lo devoraron los cndores. Pero antes
lo haban devorado los bolicheros
Era el atardecer. Encerraron en la cocina al matrimonio. Los bandoleros y el
minero se instalaron en el "almacn". (Botellas de vino y alcohol. Tarros de
plvora. Alguna medicina. Cueros, cueros, cueros, vicua, guanaco, chinchilln,
vizcacha, llama, oveja.) Comieron charqui y bebieron algo.
El jefe se afloj el cinto con balas. Se quit el sombrero Y se le desparram
por los hombros la melena oscura- Y lo cambi!
Era una mujer., Era una chilena que se cans del hambre, despus de ser carne de
la aventura en la aldea. Y se fue con uno. Y despus con otro. Y top las
alturas. Y se encontr un da con un hombre baleado a sus pies, y el revlver
humeante que le quemaba la mano. Y despus, el camino. Y "el bravo": el lmite.
Y en la cintura su mejor adorno: un revlver con empuadura de ncar. Y como
nunca le dijo su nombre a nadie, los otros bandoleros le inventaron uno que les
pareci bueno: Ncar...
Ncar! Este es el nombre. El nico nombre. El minero tambin tiene que
nombrarla as: Ncar.
Nombre que tiene raz de ese sueo brbaro que suean los mineros. Nombre
mineral. Cuarzo sublimado por la luna, y el alga, y la sal. Yodo muerto, sobre
un mar transformado en cordillera. Ncar, nombre que tiene lejanas "de
adentro". Ncar ...
Ya tiene nombre la mujer de nieve. Ya no es el Muna- munanqui, "amor enamorado",
hembra que el remolino viste, para gastar al hombre en soledad.
El minero no est solo. Tiene un amor en las cumbres. La nieve ya no devora su
noche de ojos abiertos. La nieve tiene ojos, y boca tierna, y cabellos
derramados como una selva llamadora de besos.
Y el minero piensa: esto es; y esto debe ser. Busco el oro, pero no quiero
encontrarlo. Busco el Muna-munanqui con olor a piel de hembra enamorada, con esa
callada fuerza, y ah est. Es Ncar. Esto tiene que ser. Esto tiene destino y
verdad.

Pero Ncar se va, llevando sus bandoleros en la noche, como un viento romntico
y maldito. Slo el rastro de cinco caballos queda en la senda nevada. Un rastro
oscuro sobre el camino blanco. Un adis brbaro de galope y repechada, y abismo,
y distancia infinita. Un rastro que alivia el pecho de los bolicheros y de los
cobardes.
Para el minero, es un latigazo en el rostro. Una pualada en la esquina ms
vital de su sueo.
Ncar galopa, cordillera adentro, con cuatro ponchos detrs, que la siguen como
cuatro lobos. Ella no sabe de la luz ni la sombra que sembr en el minero. Slo
piensa, un minuto, en el hombre con un pequeo puado de pepitas, y en sus ojos,
serenos, sin miedo; serenos, como una esperada fatalidad. Ella no sabe que
detrs de su galope, rastreando la oscura huella, la van siguiendo los ojos del
hombre; ojos que no pueden gritar: Ven! Por eso la siguen ,con una honda mudez
desesperada.
Y el minero golpea la piedra deshecha, socavn adentro. Pero est ciego, porque
los ojos se
le fueron por el camino, detrs de un galope.
All abajo, en el pueblo, est la hembra, su hembra tan ajena como la ambicin.
Est
calculando robarlo, para darle ,oro a otro; al subhombre que siempre ronda la
vida de la
mujer sin distancia interior.
Y el minero baja un da, para mirar esos ojos grandes y sin nobleza; para mirar
esa boca
que ofrece siempre una ternura alquilada.
Y como tiene asco, y como tiene un sueo limpio que lo salva, deja un poco de
oro, como si escupiera bilis. Y sale a la calle. A la nica calle de la aldea.
Y se mira las manos, y las ropas. Mira la piedra del veredn antiguo, las casas
azules y
rojizas, y siente que all est muerto.
Y se va. Sin remordimiento, sin que le duela la copla que oye. Se va.
Ni siquiera piensa en Ncar. Slo en l. Y entonces decide: "Debo nacer de
nuevo; debo
parirme a m mismo, de una vez y para siempre."
All en el cuesta arriba, hay una cumbre nevada que lo espera, como una abuela,
con los
brazos abiertos, para guardarle el secreto del llanto.
Ha pasado un tiempo; es decir, ha pasado ese tiempo que se mide por afuera.
Hay un sol aquerenciado que prolonga su brillo en los barrancos. El aire entibia
el lerdo
caminar de los rebaos de nubes por el cielo. Es primavera. Alguna tarde los
pastores se
embriagan en el boliche del Alto.
Y los pastores preguntan por el hombre. Hace tiempo que no lo ven, y piensan que
quiz vendi su sueo.
Pero no. El minero se ha limpiado los ojos en manantiales de agua de nieve. Y
ahora s,
piensa en Ncar.
La buscar; caminar por todos los caminos, hasta encontrarla. Cuando se canse
su cuerpo, se le saldr del pecho el corazn, que no se cansa nunca, y la
seguir buscando.
Llega una tarde al boliche del Alto. All estn los pastores, bebiendo alcohol
azucarado.
Brebaje brbaro que les entibia la soledad. Miran hacia el camino. Hacia el
cruce de los
caminos.
Y cada cual tiene un cuento que dice de aos, de viajes, de tormentas, de
alegras. De oro que llega y oro que se va, como los das, como los vientos,
como la vida.

Y los pastores beben, y tal vez hay un canto. De esa cara barbada, de esa boca
fuerte y apretada de tiempo, sale la copla, fresca, como el lloro del agua entre
la roca. La copla
salva al hombre, porque tiene, muy juntos, el dolor y la gracia. Todo lo que
sufre, canta. Y la gracia es un canto tambin, porque tiene raz en la victoria
del hombre sobre la pena.
XXXV
N C A R
El minero ha llegado al boliche del Alto. Ah est, maduro y cabal, limpio,
porque se limpi de los dolores que enmugrecen. Slo dej dentro suyo la pena
que le camina por .la sangre, ennoblecindolo. Antes de entrar, queda un
instante entre el saln y el camino, entre la noche y el alba. El trabajo y la
soledad, y el sueo -su gran sueo-, lo han esculpido como un peasco. El saludo
de los pastores, con ser cordial y rudo, parece dbil cuando llega al odo del
Minero. Porque el Minero est ah con todo lo suyo, sintiendo que se ha parido a
s mismo, de una vez y para siempre.
Se adelanta, y casi no sabe decir el nombre del alcohol -que va a pedir. Y
entonces hace una sea, indicando algo del estante. Siente como si la palabra le
pesara, como si cada slaba le quemara la lengua como una estrella caliente.
Saca de la gaveta de cuero pequeas chuspas cargadas. -Oro. Oro de buena ley. El
bolichero, aburrido de ver cosas y misterios, abre los ojos para que pueda
asomarse a ellos todo el asombro que lo quiere ahogar. Oro de buena ley, y en
cantidad! Un pastor se atreve a preguntar.: -Hallaste al fin la veta? Pero la
mirada del minero se le clav en la garganta, como una lanza. Bebe. As!, de un
trago, como se beben el amor y la muerte, cuando se es un Hombre. El bolichero
pesa el oro. Quiere reflejar inters en la tarea; quiere trasuntar un profundo
aire de honestidad, de leal entendimiento. Pero sus dedos son gruesos, y uno se
acuerda de la garra del cndor; pero sus ojos tienen un idioma que quisiera
gritar un plan de emborrachar, hacer la fiesta, salir al camino, pegar en la
nuca un solo balazo, y luego acostarse a dormir sin rastro de pecado. La mirada
est quieta; no sigue ni acompaa la tarea frente a la pequea balanza, la
mirada est dentro de su corazn inmundo. Concluye el asunto. Los jarros con
alcohol se animan a .tintinear en manos de los pastores, como un desmayado
-cencerro desprendido del fantasma de la sed. -Lleva algo? -pregunta el
bolichero. -Eso. Y el minero seala un Winchester y un cinturn de cazador.
Hasta la mujer del bolichero asoma su cara en la puerta. El Minero ya tiene el
arma con l. La mira, le calcula el peso, y se sirve luego otro trago de
alcohol. El Minero sabe leer intenciones. Por eso ha sabido descubrir la veta
rica en la cordillera. Pero ahora, eso no es lo importante. Estuvo, sufri,
abri araando la roca, rez con salmo brbaro cada maana. Slo l sabe para
qu. Slo l y algn cndor.
Sac oro; borr la veta, cubri de piedra y arena su lugar, su camino, su
rastro. Porque l sabe bien que su destino es buscar oro. Pero si una vez
hallado colma deseos de afuera,
adorna la ambicin, su sueo morir. Y nada es ms grande que su sueo. Sobre
todo ahora, que a su sueo le ha salido una luz: Ncar. Por eso llega. Y cambia.
Y espera la noche, para que el viento le borre la huella. Y por eso parte en la
noche, bajo la luna grande y primera de un tiempo de tibiezas. Y marcha por un
camino que nunca anduvo, pero que conoce. Porque una vez los ojos se le fueron
por l, siguiendo a Ncar. All est el "Bravo", el lmite. Bravo lo bautizaron
los bandoleros y los contrabandistas. Los que pasaron, y los que cayeron con una
bala en los riones. Porque ah est el resguardo aduanero, incrustado en el
paso cordillerano. Hay seis hombres, capaces de poner seis balas en el mismo
blanco. Claro es que hay pasos ocultos. Rincones para filtrarse. Pero es ilusin
creer que son pocos los que los conocen. El Minero llega una maana al "Bravo".
Pero no tiene pecados. No huye. Va. No teme. Adelanta. Lleva silencio mordido en
larga senda, en aos cerrados por la nieve y el sueo. Dentro suyo, algo que se
parece a una copla le dice cosas tibias al corazn. Atrs quedan caminos con
pastores de ruda voz y mano amiga; queda el boliche; y en el valle, la sombra
apenas de una vergenza disfrazada de amor y de paz. All, adelante, luego de la
cuesta abajo, un solo nombre, prisma de su fuerza: Ncar. Ncar ya no corre

caminos de tragedia. No la siguen bandoleros que la aman y la temen. Los galopes


se durmieron en un pueblo del norte chileno. "Aquello" pas. Ahora tiene Ncar
una pequea venta, y hasta aprendi a sonrer un poco con las gentes. A veces,
cuando oye cosas ingenuas y sencillas, compara esas escenas con los peligros
corridos en los caminos crueles. Est sola. Es que siempre estuvo sola. Su
corazn estuvo amurallado tanto tiempo, que fue un ritmo sin msica, un eco sin
voz, un lago dormido sobre las cordilleras, donde nunca ha cado un guijarro, ni
una pluma de cndor que inquietara sus aguas. Vio el amor en los otros. Un amor
sin amor. Una fuerza de instinto sin nido ni candidez. Un voltear chinas,
sembrando vientres tmidos, entre la noche y el llanto. Maridos que suspiraban
mirando caderas sin pudor, adivinando formas, maldiciendo besos, y entregando a
sus mujeres slo la baba destilada en deseos crecidos para otras.
Ncar, la bandolera, la que una vez mat a un hombre, la que se fue con uno, y
luego con otro, la que galop entre balas y polvaredas, mantiene la castidad de
un alma que se hizo aguerrida para no entregar su timidez, ni en la mirada, ni
ante la flor, ni por el hombre o la luna, o la maana abierta.
Es que senta un horrible miedo de no vivir el verdadero amor. No lo busca, ni
lo busc nunca. El amor era en ella un latido porque s, como los nervios de su
caballo, estallando en voluntad de ganar toda distancia. Un mundo dormido. Y
ahora est all, en la paz de una aldea de hombres buenos y un poco rudos. Mira
las calles con nios, la vecina que convida las viandas lugareas, el hombre del
salitre, y all lejos, el mar.
Cada tarde se cumple sobre su vida con el mismo color sobre los cielos. El mismo
viejo pasa a paso lento, vuelta de su casa, saludando con mirada de abuelo. El
mismo ruido de las puertas al cerrarse. El hacha en algn patio, partiendo lea.
Y el humo sobre los techos. Y all lejos, el sol besando el mar.
Hay un hombre que busca los favores de Ncar: el farmacutico del pueblo. Un
hombre simple, con la necesaria vileza de los ciudadanos apacibles y
prestigiosos. Miente en la
farmacia, miente en la poltica, y se miente a s mismo. Su voz nuclea a jvenes
ambiciosos, aunque algn sueo tambin los alienta. Su voz analiza, sentencia,
profetiza. Es dirigente de fiestas artsticas, de festivales pro moral del
pueblo. No cree en Dios, pero almuerza con el cura. No cree en el amor, pero se
acuesta con su mujer y la llena de hijos. Va a la venta de Ncar; tejidos
regionales, andinos, pieles de guanaco y de llama, baratijas diversas, ponchos,
casacas de cuero, chalecos de vicua.
En todo pequeo negocio de estas regiones, en la trastienda, siempre hay una
mesa con una botella de buen vino comarcano, para el rato de pltica. Y el
boticario despacha sus teoras y ostenta su "prestigio" en la trastienda. Ncar
lo oye, lo atiende, lo conoce "de memoria", y lo utiliza para que no avance su
contribucin por el impuesto a las pieles y otros productos. El boticario lo
sabe, pero tambin cree que es hombre gustado por la mujer. No puede dejar de
creerlo, porque esto le hace bien. Lo entona. Alguna vez, en un paseo al campo,
los hombres probaban su puntera. Como en broma, le ofrecieron un revlver a
Ncar. Ella vacil un instante, y observ dos o tres armas, eligiendo la que le
result mejor para ella. Y asombr a los circunstantes esa tarde. Cuando le
preguntaron dnde haba aprendido a tirar tan bien, dijo con sencilla voz:
-En el fundo de mi padre, all en el Sur ... Y todos le creyeron. Y tambin les
empez a hacer un prudente respeto hacia esa moza morena y delgada, de hermosos
ojos criollos, de gesto un tanto lejano y dramtico, que su mirada tornaba casi
nostlgico.
XXXVI
EL ENCUENTRO
Y como tena que ser, fue. Ncar, da a da, en el trato con ese desconocido,
tan extrao y que pareca conocerla, fue descubriendo el nidal de la ternura.
Los ojos del Minero no eran ms bellos que los de los dems. Pero haba algo que
los otros ojos, al mirarla, no expresaban. Ternura. Misteriosa y antigua
ternura. Timidez que no amenguaba un cierto sentido de seguridad, de firmeza.
Era el amor tmido, firme, lleno de miedo y de glorias escondidas. El suspiro
largamente contenido. El sueo soado en la alta cordillera, en soledad. Una
soledad que morda las manos, estrujaba los ponchos. Una soledad pintora de

esperanzas y de tragedias en un teln de nieve y de ventisca. La mirada del


hombre registra los caminos andados. La distancia tiene una luz para los ojos
del caminador, que no se puede inventar, ni disimular. Es un cuenta-leguas cuyo
mecanismo se origina en las reconditeces del espritu.
As era la mirada del Minero. As senta Ncar esa mirada. Y como tena que ser,
fue. Resolvieron irse. Irse lejos, a Tacna, al Per. O hacia Lipes,
hacia San Jos, en tierra boliviana. A comenzar, a recomenzar la vida. Una
maana fra los hall frente a una calle ancha, donde pasaban los vehculos
hacia el norte, ms all de Calama.
El Minero caminaba como un centinela, para entrar en calor. En un bordo, en una
barranca de la esquina lejana, parbase, y sin querer, sin poder impedirlo, se
quedaba mirando hacia las cordilleras, cuyos picachos se embellecan con el
primer sol de otoo.
Ncar miraba al Minero, a la distancia. Y crey comprender. Y as lo dijo luego:
-Qu difcil es dejar aquello que form nuestra pasta! -Ah ... El carruaje no
vena. Demoraba demasiado. Demoraba lo bastante como para pensar que quiz anda
por ah el Destino manejando las cosas para la pena o la dicha del hombre.
Y como tena que ser, fue. Qued la esquina alta de la aldea, sola. El sol,
cuando lleg ahuyentando el fro de la calle, no hall el rebozo de Ncar, ni el
poncho del minero.
Pasaron los mnibus hacia el Norte, pero slo transportaban hombres y mujeres
con destinos pequeos, con destinos lgicos, con sueos sencillos y pobres,
bondadosos, sin otros combates que los de todos los das.
All lejos, el mar. Y las arboledas. lamos y tamarindos. Casuarinas. All
arriba, las pampas de salitre, con casuchas de chapa y madera. Con oficinas, y
tierras alambradas. Con nombres extranjeros, que suenan con un sonido ajeno a
todos los paisajes. Y luego, caminos. Caminos que se bifurcan, que se estrechan
entre los primeros riscos, donde comienza el corcovo del Ande. Caminos sin
domar, que parecen indicar la senda de los cielos, pero que estn, jalonados de
muerte, de soledad, de olvido y desamparo. Caminos donde sucumben la voluntad y
la temeridad. Caminos que no ayudan al que quiere andarlos porque s noms. Por
esos caminos marchan los dos. Ncar y el minero. El hombre se ha parido a s
mismo. Cabalmente. Se ha enfrentado con su conciencia, y sabe mirar la sombra de
su dicha y su tragedia.
La mujer est ahora segura. Segura de su hombre. Segura del amor, principio y
fin del ser. Y marcha cuesta arriba, sin fro, ni fatiga, ni miedos. Envueltos
en su sueo infinito, all van, camino hacia arriba, Ncar y el Minero. Hacia
las cordilleras ... Tena
XXXVII
LA CERRAZN
Don Cosme viva all, entre el Cerro de los Guanacos y la Laguna del Tesoro.
Tiene su rancho paredes de piedra y techo repajado, que se levanta slo a un
metro y medio del suelo. Para penetrar en la choza de don Cosme hay que
agacharse y para vivir en ella hay que ser un hroe como el dueo de casa. Tiene
mujer y varios changos. stos andan por ah, travesiando en el pequeo corral de
pirkas. Visten ropas viejas del Tata,.y cualquier blusa o pantaln tiene ms
flecos que un poncho.
La Laguna del Tesoro est sobre los tres mil metros al nivel del mar, al
noroeste tucumano. Dicen por ah que en aquellos tiempos del Inca prisionero,
cuando el rescate exigido por Pizarro, pasaron muchas recuas de llamas cargadas
de plata y oro, desde el Famatina y El Leoncito, y que al tenerse noticia de la
muerte del monarca indio las cargas fueron arrojadas al fondo de esa laguna
andina. Desde entonces la llaman Laguna del Tesoro. Cuanto muchacho andariego,
estudiante o aventurero ha llegado a esas alturas, so siempre con encontrar el
tesoro de los indios. Botes y canoas se fabricaron. Rastreos en toda la zona.
Zambullidas entre los esteros. Pero nunca sacaron ms que un catarro. A don
Cosme siempre le toc oficiar de baquiano. Como su rancho est en la comarca y
lo dems es pura soledad, infinita soledad, todos los que trajinan esas sendas
lo "contratan" de gua. Mineros, arquelogos, turistas, cazadores de vicuas,
caminantes del mundo, llegan al rancho de don Cosme, pernoctan all y al da
siguiente salen a sus trabajos y aventuras. Don Cosme sabe que han de volverse

cansados, rotos, apunados y sin ms que alguna que otra fotografa, pero los
acompaa. A veces, sonriendo, mientras comenta estas cosas, dice: "Me gusta que
se alleguen por aqu, porque as me costian la diversin ... Adems, don Cosme
aprovecha esas visitas porque tienen ocasin de comer mejor l y su familia.
All la vianda es charquisillo de oveja, anco rescoldeado, mote de maz y nada
ms. El pan es lujo de los abajeos. All no llega sino cuando los turistas lo
llevan.
Generalmente, los viajeros aprovechan el feriado de Semana Santa para esas
excursiones. Consiguen mulas en una estancia de El Clavillo, o son amigos de los
mozos estancieros. Tienen dos das de viaje hasta la "casa" de don Cosme. En el
Cerro de las Vicuas y la Cumbre de los Cazadores hay una serie de sendas
antiguas que se entremezclan y parten en distintas direcciones. El que no es
baquiano se pierde fcilmente, y no es raro que buscando salida hacia Taf del
Valle vaya a parar a Chile. Y don Cosme se divierte a sus anchas, dejando a los
improvisados gauchos marchar adelante. El hombre hace como que arregla el apero
y les da unos quinientos metros de ventaja. Y desde el cruce de las sendas les
grita a los equivocados: "Eh, amigos! Saludos a los chilenos." Y se re feliz,
seguro de su ciencia cordillerana, mientras los mozos retornan disimulando su
bochorno con una sonrisita. En las cumbres el aire es puro, limpio. Es hermoso
contemplar hacia los valles de abajo la cortina de lluvia que abarca kilmetros,
mientras desde su puesto de observacin el sol cae en pleno sobre el viajero.
Las nubes forman un mar all, mil metros abajo, mientras en la soledad las
sendas apenas se marcan sobre una tierra gris y amarillenta, a veces salpicada
con manchones de nieve en algunas hondonadas. Y al frente, siempre espejeantes,
los picachos inaccesibles, como una catedral de hielo a la que slo los cndores
ven de cerca.
No se crea que esas visitas entraas llegan a menudo. Cada ao aparece un par de
jinetes, y a veces pasan tres y cuatro aos sin que don Cosme hable con nadie
ms que su mujer, en esos dilogos andinos de veinte palabras diarias. Hay
pocas, cerca de diciembre, en que el "cerro amanece enojado". Y entonces, antes
del medioda, una niebla densa se prende de las cumbres, durante una semana, y a
veces ms. Cuando tal cosa ocurre, las ovejillas no bajan al vallecito de buen
pasto. Quedan por ah, cerca del corral. Un paso mal dado puede despearlas, y
siempre, cuando escampa y sale el sol, don Cosme ya sabe que ha llegado el
instante de cueriar, porque es seguro que algn cordero yace destrozado en el
fondo del abismo.
"Es mala la sangre sobre la tierra", dicen los andinos. Ellos acostumbran,
cuando matan una oveja o un ternero, a practicar un hoyo profundo, en cuyo borde
colocan el cogote de la bestia antes de la pualada. La sangre no ensucia los
pastos, respeta la tierra. La sangre cae dentro del hoyo, el que luego se cubre
con tierra para que Pachamama no se ofenda. Un da llegaron a la choza de Cosme
dos viajeros. Andaban en tratos para adquirir una zona de la cordillera; y hacer
cateos en una mina. Don Cosme los llev hacia esos rumbos. Marchando en fila
india, ganaban poco a poco las alturas. Los viajeros.. hombres de la ciudad y la
banca, comenzaron a habar de negocios, operaciones burstiles y beneficios y
dineros.
Durante horas, a lo largo del trayecto, don Cosme no senta otra cosa que la
palabra oro, pesos, miles, cientos, alhajas, etc. Parecan los dueos del mundo
estos seores. All, con ese hombrecillo por delante, puro poncho y silencio,
pura pobreza eterna, seguan confesndose su habilidad para los altos negocios,
para las felices transacciones, para el dichoso enredo.
Don Cosme los escuchaba. Primero, asombrado. Hababan de un mundo maravilloso,
de un lujo que l nunca haba visto ni vera. Hababan de casas cmodas, de
aviones, de Pars, de Chicago, de Londres, de Buenos Aires. Por ah alguno
interrumpa la charla para preguntarle: "Falta mucho?" Don Cosme responda al
rato: "Regular, seor ... Cerca del medioda el sol comenz a entristecerse, y
en menos de una hora la niebla inici su gran emponchado de, montaas y valles.
Don Cosme, conocedor, dispuso desviarse de la senda y ganar unas galeras
naturales entre las peoleras cumbreas. Entraron a las cuevas con bestias y
arreos. Desensillaron. Don Cosme les dijo: "Gnense pal fondo y saquen noms los
ponchos y abrigos, porque vamos a hacer noche aqu." Y se fue buscando lea de

tola, la nica del lugar. Los viajeros prepararon sus abrigos, sus catres de
campaa. Pensaban que al da siguiente podran seguir viaje. Pero no era as. La
niebla es terrible, y don Cosme, ya de madrugada, les avis: "Esta cerrazn est
muy dura y va a durar varios das."
La desesperacin de los viajeros, cuando a los tres das continuaban prisioneros
de la montaa, esclavos de la cerrazn, no tena lmites. Protestaban del viaje
y del destino. Insultaban a la montaa, a la niebla, a las mulas "demasiado
lerdas", y hasta ofendieron a don Cosme diciendo que l tena que saber cundo
se produca ese fenmeno. Don Cosme callaba. Iba juntando rabia, despacito.
Hasta para enojarse tena el mismo ritmo preciso y pausado del Ande.
Al amanecer del cuarto da, don Cosme sali a "mirar la cumbre". No se vea a
veinte metros. Todo era un misterio infinito.
Entonces uno de los viajeros le habl: -Oiga, viejo. Squenos de aqu hoy mismo,
de vuelta al valle, y le har un regalo.
-Regalo? - - - -Si. Y le mostr la billetera repleta al kolla.
-Vea, seor. Con plata o sin plata, yo no puedo sacarlo de aqu. Hay que esperar
que limpie esta cerrazn. La cerrazn es la duea del cerro ... Y achicando los
ojos como con picarda, le propuso al viajero: -Y por qu no le ofrece platita
a la cerrazn? ...
XXXVIII
EL LTIMO DECRETO
El zorro ha sido uno de los personajes ms famosos en los cuentos y tradiciones
folklricas de nuestro continente. Con ligeras variantes, los cuentos del zorro
andan por ah, en todas las veladas provincianas, en los fogones de los
arrieros, en la noche de los mineros, en los minutos de "resuello" de los
hacheros de la selva y las tardecitas de los peones indios. Hace un tiempo
conocimos otro cuento del clebre Don Juan de los campos. Nos lo narr Narciso
Katay en la vieja finca de Ocloya, al nordeste de la provincia de Jujuy ...
Saliendo de Yala hacia el oriente, se escalonan unas serranias boscosas, con
valles de muy buen pasto. Se pasa el Cerro Huacanko, que quiere decir "hacer
llorar', y en verdad es terrible su travesa por lo peligrosa, llena de nieblas
desatadas y sendas angostsimas, apenas abiertas para el paso de la mula, entre
una muralla musgosa a un costado y abismos sin ecos. Los baquianos recomiendan
en cierto paso quitar el apero al animal, porque el solo choque del estribo
contra el cerro puede hacer perder pie a la bestia, y la desbarrancada se
producira irremediablemente. Por esas lejuras peligrosas andbamos un da,
hacia una vieja estancia perdida en los montes orientales de Jujuy, donde hace
trescientos aos reinaban los indios Okloyas, bravos rivales de Jures y
Homohuacas. Se haba de realizar en esos campos una "corpachada", es decir, un
rito indio, un bautizo de corral de piedra en el que la mujer ms vieja, de la
comarca personificarla a Pachamama, la Madre de los Cerros. De esta ceremonia
extraa, indo-criolla, habaremos alguna vez. All conocimos a toda la peonada,
compuesta por gauchos, criollos, mestizos, kollas y algn viejo, de esos que
andan como sombras tenaces en estos tiempos. Y all gustamos la
amistad de Narciso Katay, buen pialador y narrador de sucedidos y fantasas
comarcanas.
Por l supimos que haba peones que ganaban doce pesos mensuales, haba
enlazadores que
trabajaban el primer mes gratis, para poder pagar el lazo con que se les provea
para su
labor en los campos. Por l supimos que aquel pen que no presenciaba la misa en
la capilla
de la estancia, todos los domingos, era rpidamente despedido, y otras lindezas.
No
precisamos decir que no conocimos el confort de la estancia, a la que fuimos
invitados
cuando se supo nuestra presencia en el lugar, sino que estuvimos hospedados en
el rancho
de Katay, pequeito y fro, pero que nos dio en las cuarenta y ocho horas "que
nos dejaron

permanecer" una fuerte y hermosa sensacin de solidaridad con todos aquellos que
ostentaban las manos callosas y la mirada llena de bondad y esperanza. La ltima
noche,
Katay hizo el gasto de la conversacin. Nos habl de la mitologa andina como de
sucesos
ocurridos a la puerta de su casa. Nos cont el origen de las tormentas, que era
la lucha entre
los vientos, el huayra macho contra el huayra hembra. Y entre otras cosas, nos
cont varios
cuentos de los que el zorro ocupa el rol preferente. Este es uno de sus cuentos:
Una maana recin amanecida, estaba el compadre gallo sobre la horqueta de un
rbol,
como avizorando la lnea del oriente, donde pronto asomarla el sol, cuando desde
los
matorrales vecinos lleg el compadre zorro, con paso menudo y silencioso,
achicando los
ojos con picarda. El compadre gallo lo vio, pero la altura en que estaba le dio
confianza y
sigui noms mirando la maanita.
El zorro se acerc al pie del rbol y habl al gallo:
-Buen da, compadre gallo. Tomando aire?
-As es, compadre zorro.
-Por qu no se baja de ah, compadre gallo? De aqu abajo se respira mejor.. .
-No ha'i de ser, compadre. Gracias. Aqu estoy bien.
Y sigui noms, el gallo, fuertemente prendido a la rama alta del rbol. El
zorro mir hacia
todos lados, y acercndose ms al tronco del rbol, dijo en tono confidencial:
-Lo que pasa, compadre, es que usted me tiene miedo. Y me tiene miedo, porque
usted no
est enterado del ltimo decreto del gobierno ...
-Cul decreto? -pregunt el gallo, picado por la curiosidad.
-Le contar, compadre gallo. Resulta que el gobierno acaba de lanzar un decreto
por el que
declara la amnista general entre todos los animales y bichos de la
provincia. .Este decreto
ha causado la dicha en el mundo. Y ya est puesto en prctica. Hace un rato he
visto una
vbora jugando a la taba con una liebre, y un tigre haca de canchero, mientras
una oveja le
cebaba mate ...
El gallo dud un momento, pero algo haba en la mirada del zorro que le
inspiraba
desconfianza, y se agarr ms fuertemente de la rama.
-Cundo sali ese decreto, compadre zorro?
-Anoche, a ltima hora, compadre. Pero como usted se acuesta temprano ... En eso
andaban, dudando el gallo y afilando su apetito el zorro, cuando aparecieron los
perros de la chacra, y olfateando lo ubicaron, El zorro apenas tuvo tiempo de
dar un par de saltos para poner distancia, y sali a la disparada, "como alma
que se la lleva el diablo. .. " Los perros, cinco o seis, se atropellaban para
lograr alcanzar al pcaro zorro, y ste corra, o mejor, volaba, sobre los
rastrojos del potrero, en direccin a los montes. Y mientras disparaba
perseguido por la perrada enfurecida, el zorro oy que, desde lejos, pero con
toda claridad, el gallo le gritaba:
-Pele el decreto ... compadre ... ! Pele el decreto ... !
XXXIX
SIEMPRE!
Viento de mi tierra. Viento legendario. Cntaro csmico. Nido del canto, del
dolor trasmutado, de la voz desvelada de los hombres que caminaron la Patria con
una guitarra y una copla -brjula y hechizo.

Yo era muy nio cuando los paisanos me revelaron tu leyenda, tu destino, tu


mensaje infinito.
Era un tiempo de gramillas y galopes. Un tiempo de purezas, romntico y heroico.
Y cuando pude andar, sal al camino. A juntar hilachitas de cantares, el ay! de
una Vidala, la punta de un Estilo, el aura! de una Zamba. Con el solo linaje de
mi sangre mestiza. Un oscuro linaje de Loreto y Guipzcoa. Y una guitarra que me
acerc la vida. Una guitarra tan indcil para mis manos, como generosa para mi
corazn.
Y hasta aqu he llegado, Viento amigo. Gast mi voz en los caminos. Quem mis
aos en la lucha Siempre fiel a tu leyenda y a tu destino. Siempre!
VOCABULARIO
A ABRA. Espacio abierto entre cerros, o en el monte.
ACUYICO. Bolo de hojas de coca.
ALGARROBA. Vaina que constituye el fruto del algarrobo.
ALGARROBO. rbol tpico del Norte argentino, muy preciado por su madera y su
fruto. Es llamado, por antonomasia "el rbol".
ALMA (del tejido). Trama del tejido.
ALOJA. Bebida fermentada que se obtiene del fruto del algarrobo.. AMAICHA.
Pueblo del valle tucumano. Comunidad indgena.
ANCO. Variedad de zapallo, de tamao grande y cscara dura.
ANTA. Tapir americano. Habita en montes del Norte argentino. Nombre de n
departamento de la provincia de Salta.
B
BAGUAL. Animal arisco. Caballo indmito o an no domado totalmenteBAGUALA. Canto montas, solitario. Habitualmente se acompaa con CAJA.
C
CACUY. Ave del Norte argentino, cuyo grito, que semeja un llanto, se considera
de mal agero. : i
CAJONEAR. Producir un ritmo golpeando sobre una mesa, un mostrador, etc.
CARONA. Prenda del apero criollo. Habitualmente pieza grande de suela o cuero,
que se coloca entre la jerga o "lomillo" y los bastos.
CARUNCHO. Cigarro liado primitivamente.
CIMBAS O SIMBAS. Del quechua- trenzas del peinado femenino.
COMECHINGONES Tribu indgena del Norte de Crdoba, ya extinguida.
CORPACHADA. Ceremonia bautismal indgena, en la cual se marca hacienda.
COYUNDAS. Pequeos lazos para ataduras. // Correas de arreo.
CRUCERA. Vbora de la cruz.
CUADRERA. Carrera de caballos, en el campo.
-CH
CHALN. Arreglador o adiestrador de caballos.
CHALARES. Rastrojos. Lugares donde se encuentran las hojas secas o chalas del
maz. CHANCACA. Dulce provinciano. Alfajor primitivo.
CHANGO. Muchacho.
CHAAR. rbol del Norte argentino.
CHA. Cordillera de los Andes jujeos, en el Norte argentino.
CHAZNA. Mula de arreo o carga.
CHINCHILLERO. Cazador de chinchillas andinas, roedores de piel muy preciada. El
que caza o cra este animal.
CHINCHILLN. Tipo ordinario de chinchilla.
CHIRLERA. Cuerda pequea huasca o tira de cuero que cruza uno de los parches de
la "caja" o tambor indio, y que vibra al ser golpeado el instrumento a causa de
tal golpe o chirlo.
CHUCARO. Arisco.
CHUNCAS. Designacin quechua de los tobillos.
CHURQUI. rbol del Norte, semejante al aromo o espinillo.
CHUSPA. Pequeo bolso tejido, habitualmente para guardar hojas de coca o tabaco.
CHUZAS (PESTAAS). Pestaas rgidas, derechas.
D
DAGELTAR. Dar vueltas

DORADILLA. Hierba medicinal, yuyo muy comn en las sierras de Crdoba.


E
ERKE. Corneta andina. Instrumento indgena de viento" muy antiguo. Es un
aerfono de larga caa, con embocadura y gran bocina o pabelln.
ERQUENCHO. Pequeo cuerno musical de pastores indios.
ESTRIBOS CASPI. Estribos de madera.
-G
GUACHO O GUASCHO. Del quechua "huaschu": hurfano.
GUALICHO Hierbas u otras sustancias de la mgica india, para hacer dao a una
persona u obtener sobre ella influencia o dominio.
GURISA. Muchacha.
H
HUACAS. Tinajas para enterratorios indios.
HUAHUA. Criatura.
HUAMPAS. Astas o cuernos de vacuno.
HUATO. Honda de David. Piel o cuero de la honda indgena.
HUAYRA. Viento.
HUYRA. Individuo descendiente de raza blanca.
I
IMILIA. Pastora joven. Jovencita india.
INTI-HUASI. Casa del sol.
IROS. Pasto puna, seco y filamentoso.
J
JUAN CHIVIRO. Pjaro del Norte argentino, semejante al chingolo.
JUME Arbusto rico en potasa, caracterstico de la zona desrtico de Santiago del
Estero, en el Norte argentino. Se encuentra tambin en otras zonas del pas.
JUMIAL. Lugar donde abunda el jume. K
KEUA. Arbusto de las alturas andinas, en el Norte argentino y en la zona de la
Puna.
L
LEGERO. Que se oye desde lejos, simblicamente, desde leguas. Dcese en
especial del bombo.
LEA' I TORO (LEA DE TORO). Estircol seco de vacuno, que se usa para encender
fuego.
LL
LLACTARA. Baguala ritual propiciatoria, de los mineros.
LLACTA-SUMAJ. Del quechua: lugar lindo.
M
MARUCHO. Peoncito de arreo, muchacho que cuida el ganado en el transporte de
hacienda.
MECAPAQUEA. Danza folklrico boliviana. Msica correspondiente.
MINGAO. Cooperacin gentil entre campesinos, para determinados trabajos.
MISACHICO. Procesin religiosa vecinal, acompaada por msica de instrumentos
tpicos.
MISMIR. Abrir la lana con ambas manos, preparndola para ser hilada.
MUNA-MUNANQUI. Sentimiento amoroso.
MUSHUA. Del quechua: gato.
p
PASHUCO. Dcese del caballo marchador.
PENCA. Variedad de cactus.
PICHI. Variedad de pequeo armadillo.
PIQUILLIN. Arbusto de cuyo fruto rojo se hace arrope y se extrae aguardiente.
PIRCADO. Muro de piedras superpuestas, sin cemento.
PUISCA. Rueca indgena.
PROPIOS. Se dice de la gente de servicio.
Q
QUISCALORO. Variedad de cactcea.
QUIRUSILLAL. Lugar donde abunda la quirusilla, especie de hinojo silvestre del
Norte argentino.
R

RASQUINCHO. Hombre enojadizo, fcilmente irritable.


REFALADERO. Ventisquero.
REINA MORA. Pjaro del Norte argentino, de notable canto.
RIATAS. Cuerdas para asegurar una carga.
S
SACHA-Msicos, Msicos populares.
SACHA-UNTO. Grasa animal del monte, utilizada como remedio indio.
SALAMANCA. Gruta o cueva montaesa del diablo, segn la Mitologa andina, o
lugar de la selva donde se efectan igualmente conjuros y ritos.
SARANDIZAL. Lugar donde abunda el sarand, arbusto rioplatense propio de las
costas de los ros y lugares hmedos.
SHALACO. Habitante de Santiago del Estero en el Norte argentino, de la zona
prxima a las salinas, en la regin del ro Salado.
T
TAMBERA. Cementerio indgena.
TINQUIAR. Golpear con el dedo.
TIPIAR. Aventar la tierra del cereal o de la fruta.
TOLA. Arbusto resinoso del Altiplano andino, nico que se encuentra en las
grandes alturas.
TOLAR. Lugar donde abunda la tola.
TRINCHERA. Serie de palos que protegen la galera de un almacn-Guardapatio.
TRUNCA (CHACARERA). Chacarera sincopada de Santiago del Estero. Danza y msica
muy caractersticas de esta provincia argentina
U
UCLE. Flor del cardn.
USHUTAS. Calzado indio. Sandalias.
V
VINCULADO. Fundo adquirido por mayorazgo, en estado de divisin.
VIRQUE. Gran tinajn para guardar bebida.
Y
YARAYI. Antigua meloda quechua, de la regin andina.
YERBIAO. Infusin de yerba-mate. Mate cocido.
YESQUERO. Utensilio primitivo para encender fuego.
YUCHN. Designacin, en lengua indgena tonocot, del rbol comnmente llamado
"palo borracho".
YUNGUEO-A. De los valles Yungas, en el oriente boliviano.
YURO. Vaso de arcilla.

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