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Miss Lunatic
Cuando oscurecía y empezaban a encenderse los letreros luminosos en lo alto de los edificios se veía
pasear por las calles y plazas de Manhattan a una mujer muy vieja, vestida de harapos y cubierta con
un sombrero de grandes alas que le tapaba casi enteramente el rostro. La cabellera, muy abundante y
blanca como la nieve, le colgaba por la espalda, unas veces flotando al aire y otras recogida en una
gruesa trenza que le llegaba a la cintura. Arrastraba un cochecito de niño vacío. Era un modelo
antiquísimo, de gran tamaño, ruedas muy altas y la capota bastante deteriorada. En los anticuarios y
almonedas1 de la calle 90, que solía frecuentar, le habían ofrecido hasta quinientos dólares por él,
pero nunca quiso venderlo.
Sabía leer el porvenir en la palma de la mano, siempre llevaba en la faltriquera 2 frasquitos con
ungüentos que servían para aliviar dolores diversos y merodeaba por los lugares donde estaban a
punto de producirse incendios, suicidios, derrumbamientos de paredes, accidentes de coche o peleas.
Lo cual quiere decir que se recorría Manhattan a unas velocidades impropias de su edad. Incluso
había quienes aseguraban haberla visto la misma noche a la misma hora circulando por barrios tan
distantes como el Bronx o el Village, y metida en el escenario de dos conflictos diferentes, como
alguna vez quedó acreditado en fotos de prensa. Y entonces no cabía duda. (…) Su peculiar aspecto
hacía imposible que nadie pudiera confundirla con otra mendiga cualquiera. Era ella, seguro, era la
famosa miss Lunatic. Por este apodo se la conocía desde hacía mucho tiempo, y sus extravagancias
la habían hecho alcanzar una popularidad rayana en la leyenda. (…)
La verdad es que tenía muchos amigos de distintos oficios o sin ninguno. La gente la quería sobre
todo porque no caía en ese defecto, tan corriente en los viejos, de enrollarse a hablar sin ton ni son,
venga o no venga a cuento y aunque la persona que los está oyendo tenga prisa o se aburra. Ella
miraba mucho con quién estaba hablando. A veces podía ser bastante charlatana, pero sus historias
no se las contaba al primero que aparecía. Parecía esperar a que se las pidieran, y en general le
gustaba más escuchar que ser escuchada. Decía que con eso se adquiere experiencia. (…)
Las zonas que frecuentaba de forma más asidua eran las habitadas por gente marginal, y su vocación
preferida, la de tratar de inyectar fe a los desesperados, ayudarles a encontrar la raíz de su malestar y
a hacer las paces con sus enemigos. Lograba pocos resultados pero no se desanimaba.
JOSÉ AGUSTÍN GOYTISOLO: Antología Cátedra de Poesía de las Letras Hispánicas, Cátedra