Filo Sofia Parala Felici Dad

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 126

FILOSOFIA PARA

LA FELICIDAD
EPICURO
CARLOS GARCIA GUAL - EMILIO LLEDÚ - PIERRE HADOT

Traducción de Carlos Garcia Gual

V
errata naturae
Los edito res q u ieren expresar su ag rad ecim ien to a Á ngel Lucía,
p o r su apoyo, sus consejos y su am istad.

prim era ed ic ió n : sep tiem b re de 2013

© de «Sobre el epicureism o», E m ilio L ledó


© de «Epicuro y la b ú sq u ed a de la felicidad», C arlos G arcía G ual
© de «¿Qué era la felicidad p a ra los filósofos antiguos?», P ierre H ad o t, Etudes
de philosophie ancienne,1998, 2010, Les Belles L ettres, Paris
© de la trad u cc ió n d e este texto, Javier Palacio T auste
© d e la trad u cció n d e los texto s de E picuro, C arlos G arcía G ual
© E rra ta n a tu ra e editores, 2013
C / Río U ru g u a y 7 , b ajo C
28018 M adrid
in fo @ errata n atu rae .c o m
w w w .e rra tan a tu ra e.co m

i s b n : 978 - 84 - 15217 - 55-8


d e p ó s i t o l e g a l : m - 19784-2013
C Ó D I G O BI C : HP
diseño de p o r ta d a E ilustración : D avid Sánchez
m aquetación : M aríaO ’Shea
i m p r e s i ó n : K adm os

IM PR ESO EN ESPAÑA - P R I N T E D IN SPAIN


índice

SOBRE EL EPICUREISMO 7
Emilio Lledó
EPICURO Y LA BÚSQUEDA DE LA FELICIDAD 25
Carlos García Gual
¿Q U É ERA LA FE L IC ID A D PARA
LOS FILÓSOFOS A NTIGUOS? 45
Pierre H adot

CARTA A MENECEO ( d . L., X, 122- 135) 67

FRAGMENTOS Y TESTIM ONIOS ESCOGIDOS 77

MÁXIMAS CAPITALES (D. L., X, 139- 154) 93

EXHORTACIONES 111
ACERCA DEL SABIO (D. L., X, I I 7 - 121) 133
SO BRE EL EPIC U R EISM O
Emilio Lledó
Formas de vivir parece que fueron las propuestas
de los filósofos en ese largo período que, después de
Aristóteles, ha dado en llamarse «helenismo». No es
que, un siglo antes, las ideas de Sócrates, Platón y el
mismo Aristóteles no hubiesen pretendido lo mismo.
La República platónica —ese gran cuadro ideal en el
que se habla de la organización de los seres huma­
nos y de su convivencia— estableció, con radicali-
dad, los engarces colectivos que sostienen la sociedad
y los principios que la rigen. También Aristóteles, en
la Política o en las Éticas, hizo algunos de los análisis
más sutiles para entender qué es el bien del hombre
y cuáles son las estructuras que, en común, alientan y
afianzan ese bien. Estos escritos, que brotaban ya en
los primeros pasos —pasos muy firmes, por cierto—
de la filosofía, indicaban también un sendero por el
que había de desplazarse el pensamiento humano.
Y ese sendero tenía que ver, en primer lugar, con la
organización de la convivencia y, tal vez, en segundo
lugar, con las posibilidades de esa convivencia para la
felicidad, para el bien vivir.
Con independencia de las especulaciones más teó­
ricas que idearon los filósofos griegos y, concreta­
mente, Platón y Aristóteles, todas ellas estuvieron
inmersas en ese espíritu político que no era otra cosa
que el reconocimiento de la necesidad de la solida­
ridad, y en vistas de esa convivencia afectiva, la bús­
queda de la justicia como forma suprema de hacer­
la posible.
Es verdad que todo ello implicaba un análisis de las
estructuras reales e ideales de ese «animal que habla»
que tan certeramente había caracterizado Aristóte­
les. Un animal que habla, porque la esencia del con­
vivir necesita de la comunicación, y ésta es, a su vez,
el elemento estructurador de la polis. Un animal que
habla porque convive, porque vive con otros que le
son próximos, que le son cercanos, que le son amigos
o, incluso, enemigos. Y convivir es hablar, comuni­
carse, entenderse. La ya tan conocida tradición de la
convivencia sigue siendo un ideal imprescindible de
la política de todos los tiempos.
Pero, efectivamente, la reflexión sobre la organiza­
ción de la polis implicaba, a su vez, el conocimiento de
la realidad humana, y de las formas bajo las cuales el
«ser» se presentaba en ese mamífero tan singular y, al
mismo tiempo, tan colectivo. Por eso Platón, en los
Diálogos, pretende mostrar, con elementos muy hete­
rogéneos, la imagen de esos seres humanos, de qué
están hechos, qué razones los alimentan, qué deseos
los empujan. Aristóteles, estimulado por los plantea­
mientos platónicos, levantó, a su vez, un impresionan­
te edificio para acercarse a esta «filosofía de las cosas
humanas» y construyó una serie de saberes que se des­
plazaban por territorios hasta entonces inexplorados:
la lógica, la psicología, la física, la zoología, la retó­
rica, la poética, la metafísica, la ética, la política. Todo
ello tenía sentido porque podía ayudar a la construc­
ción de la Política, «el más arquitectónico y dominante
de los saberes porque parece ser que los comprende a
todos... pues aunque el bien del individuo y el de la
ciudad sean el mismo, es evidente que será mucho
más grande y más perfecto alcanzar y preservar el
bien de la ciudad; porque, ciertamente, ya es apete­
cible procurar este bien para uno solo, pero es más
hermoso y sublime lograrlo para un pueblo y para las
ciudades» (Ética a Nicomáco, 1, 2, 1094a 26 - 1094b 10).
La filosofía del período llamado helenismo, que va
surgiendo después de la época clásica del pensamiento
griego, no implica sólo una mera sucesión temporal.
Las escuelas epicúreas, estoicas y escépticas que cu­
brían buena parte del espacio cultural a partir del siglo
IV a. C. arrancan también de muchos de los plantea­
mientos de Platón y Aristóteles, aunque sea para po­
lemizar con ellos.
Uno de los opositores más radicales a los grandes
maestros griegos va a ser Epicuro. Su personalidad,
desfigurada, semiborrada en la tradición filosófica,
representa, sin duda, una de las figuras más atractivas
y, a la par, misteriosas de la historia del pensamiento.
No es fácil probarlo, pero podría establecerse una hi­
pótesis plausible afirmando que Epicuro fue una de
las primeras víctimas de la censura ideológica. Las
razones de esta condena constituyen, también, una
de las dificultades mayores para entender, en todos
los detalles, el sentido de su mensaje.
Pero esa misma dificultadnos permite adentrarnos
por senderos que han estado abriéndose siempre en los
márgenes del amplio camino de la tradición, aunque
no siempre hayan sido recorridos. Éste sería el motivo
de la marcada «marginalidad» del epicureismo. Una
filosofía, pues, «incorrecta», no asumida plenamente
por los «correctos» dominios de una buena parte de la
Filosofía. Es verdad que esta simplificación puede re­
sultar injusta para algunos de los grandes innovado­
res filosóficos que, dentro del camino «tradicional»,
han aportado territorios nuevos, visiones nuevas con
que alimentar nuestra vida y, por supuesto, nuestros
cerebros. Pero estos filósofos han sido, al menos, co­
nocidos. Sus obras han llegado hasta nosotros en su
mayor parte, y aunque hayan podido ser rechazadas,
malinterpretadas e, incluso, prohibidas, han alcanza­
do al menos a sus posibles lectores.
Pero de Epicuro no nos quedan más que tres car­
tas dirigidas a sus amigos, recogidas en la posterior
recopilación de Diógenes Laercio, ya a finales del si­
glo ni de nuestra era, y unos cuantos fragmentos.
Por referencias de otros autores sabemos que la pro­
ducción escrita de Epicuro fue muy abundante y el
mismo Diógenes Laercio, al comienzo del libro X de
su Vida de los filósofos más ilustres, da títulos como So­
bre la naturaleza, Sobre el amor, Sobre las plantas, Sobre
la justicia, Sobre las imágenes mentales, Sobre la música,
Sobre las enfermedades, Sobre las sectas, Sobre las formas
de vida, Sobre el juicio y la elección, etc. Algo parecido
había ocurrido con un filósofo muy próximo al pen­
samiento de Epicuro y del que éste podría conside­
rarse discípulo. Democrito de Abdera, el otro gran
materialista de la antigüedad, por utilizar una expre­
sión usual en los manuales de filosofía, autor de una
extensa obra escrita a quien sólo podemos conocer a
partir de breves fragmentos supuestamente auténti­
cos, reunidos amorosamente por los filólogos. Otro
maldito, pues, de la filosofía y a quien, sin embargo,
debemos una de las intuiciones científicas fundamen­
tales: el concepto de átomo y la estructura atómica
de la materia.
Epicuro, hijo de colonos atenienses, había nacido
en el año 342 a. C. en la isla de Samos, muy próxi­
ma a las costas de Asia Menor y a esas ciudades que,
como Mileto y Éfeso, habían sido cuna de la filosofía.
Pero el colono Neoclés, su padre, no sólo se dedica­
ba a cultivar la tierra, sino a una profesión tal vez no
muy distinta, la de maestro de escuela, en la que, al
parecer, le ayudaba su hijo. Exiliados los padres a Co­
lofón, Epicuro entró en contacto con discípulos de
Demócrito e incluso tuvo influencias aristotélicas.
Es a los treinta años cuando empieza sus enseñanzas
en Mitilene, que continúa por otras ciudades. Estos
viajes le permitieron rodearse de un pequeño círcu­
lo de fíeles amigos que, como Hermarco, Metrodoro
y Colotes, le acompañarían ya toda la vida.
Pero quizá, el momento más importante de ese
peregrinaje fue su llegada a Atenas en el año 306 y,
allí, la compra de una casa, con un pequeño jardín,
que habría de convertirse en una escuela de sabi­
duría, en un establecimiento semejante a la famosa
Academia platónica o al Liceo de Aristóteles. Epicu­
ro residió en Atenas, hasta su muerte en el año 271,
aunque emprendió algunos viajes para visitar a los
pequeños grupos de amigos repartidos por las islas
y por las ciudades de Asia Menor.
El llamado «Jardín» de Epicuro era, sin embargo,
muy distinto de las instituciones docentes fundadas
por Platón y Aristóteles. Mucho menos preocupa­
do por llevar a cabo investigaciones científicas o lin­
güísticas, como en el Liceo, y nada interesado, como
lo estuvo la Academia, en forjar líderes políticos, «re-
yes-filósofos» que se hicieran cargo de la nave del Es­
tado y que supieran llevarla a buen puerto, Epicuro
llevó a cabo una verdadera revolución en la forma y
sentido de sus enseñanzas e, incluso, en la variedad
de sus oyentes. Mujeres, esclavos, niños, ancianos
acudían al Jardín a escuchar al maestro y a dialogar
con él. Estos encuentros se orientaban, casi exclusiva­
mente, a descubrir en qué consistía la felicidad desde
las raíces mismas sobre las que se levantaba cada vida
individual. Esto implicó ya un planteamiento muy
distinto de aquel «hombre político» que tanto había
preocupado a Platón y a Aristóteles. Sorprende que
Epicuro reclamase de sus amigos que no se dedica­
sen a la política. Sorprende, porque esta ocupación
había sido entendida como una entrega total al bien
de los otros, y esta entrega debía alcanzar un nivel
tal de generosidad que Platón mismo llegó a pensar
si los políticos podrían ser felices. «Serán ellos —los
gobernantes— los únicos ciudadanos a quienes no
esté permitido manejar ni tocar el oro ni la plata, ni
entrar bajo el techo que cubra estos metales, ni lle­
varlos sobre sí, ni beber en recipientes fabricados con
ellos» (República, III, 417a). «El gobernante no está
para atender a su propio bien, sino al del goberna­
do» (República, I, 347d). Esta teoría, llena de buena
voluntad, había sido, desgraciadamente, contradicha
por la práctica, y Epicuro entendió que era necesa­
rio arrancar de otros principios muy distintos para la
educación de los «guardianes», de los vigilantes y cui­
dadores del zoológico humano.
Para ello intuyó que había que intensificar las rela­
ciones con nosotros mismos antes de pensar en orga­
nizamos como sociedad. Las grandes teorías de sus
predecesores habían olvidado un principio esencial
de toda felicidad y, por supuesto, de toda sabiduría: el
cuerpo humano y la mente que lo habitaba. Con res­
pecto a la mente, tenía que estar libre de los terrores
que, en buena parte, había incrustado en ella la reli­
gión. Una mente atemorizada es una mente infeliz
y, al mismo tiempo, es, de alguna forma, creadora
de infelicidad. Esta infelicidad y estos temores son
principios destructores de la vida, de la alegría que
debe inundar la existencia, y el sustentarse en ellos
es una de las grandes falsificaciones que han pobla­
do la historia. Probablemente Epicuro está pensando
en este problema cuando, en un chocante fragmento
(Us. 163), nos dice: «Feliz tú que huyes, a velas des­
plegadas, de toda clase de paideia, de educación». Una
educación que, en lugar de desarrollar la autarquía y
la libertad, nos esclavizaba con la angustia de tradi­
cionales mitologías —las telarañas, que diría Nietz­
sche—, contradice su fundamental misión.
La «sensación», como principio de todo conoci­
miento requería, sin embargo, una estructura más
teórica desde la que confirmarse. Epicuro escribió,
sobre esto, un libro perdido, que llevaba el título de
Canon y que consistía en un estudio de reglas para dis­
cernir lo verdadero de lo falso. El mundo de las sen­
saciones necesita criterios para organizarías. Porque
la mente se nutre de las experiencias que van ofre­
ciendo esas sensaciones. Experiencias que crean «opi­
niones», «anticipaciones», formas de ver las cosas que
condicionan la aparente neutralidad de lo que vemos.
Nuestro mundo interior, ese microcosmos que nos
constituye, determina las interpretaciones de todo lo
que sentimos, de todo lo que vemos y oímos. Hay
algo en nosotros que se «anticipa» —por utilizar un
término característico de Epicuro— a nuestra expe­
riencia de los otros seres.
Esto plantea una cuestión de gran actualidad y,
sin duda, condicionará, en parte, el desarrollo del
pensamiento contemporáneo. La presión que ejerce
ese inmenso imperio de información que nos asfixia
y condiciona, acaba por marcar las direcciones de
nuestra ideología, y crear, en nuestra capacidad de en­
tender, grumos ideológicos en los que se atasca lo que
vemos del mundo y lo que somos capaces de entender.
Ese atasco mental provoca violencias e injusticias
desde la fanática ceguera de quienes no han sabido o
podido liberarse de la presión de una educación «con­
dicionada». «El fruto más importante de la autarquía
es la libertad» (Gnomologio vaticano, 77). Una liber­
tad que es, por supuesto, la libertad de poder pensar.
El ya tradicional tema de la libertad de pensamiento
es, hoy, una de las cuestiones capitales de la socie­
dad y una de las frases hechas que habría que des­
hacer. Porque esa deseable libertad de pensamiento
no tiene nada que ver con que podamos decir lo que
pensamos, sino con que podamos pensar lo que de­
cimos. Para ello es necesario que nuestra mente no
esté corrompida por las informaciones recibidas a
través de una formación sectaria, padecida en tantas
escuelas, cuya misión no es formar seres humanos
libres, sino secretarios de una ideología, fanáticos de
una religión.
Epicuro desarrolla, pues, una filosofía del «más
acá». Los dioses están muy lejos de nosotros, y no
podemos tener vínculo alguno con ellos, ni, por su­
puesto, se preocupan de nosotros. «Por tanto no es
impío quien reniega de los dioses en lo que la gente
cree, sino quien aplica las opiniones de esa gente a
los dioses, ya que no son sino presunciones vanas las
razones de la gente al referirse a los dioses... porque
éstos, entregados a su propia excelencia, acogen a sus
semejantes, pero consideran extraño todo lo que les
es ajeno» (Carta a Meneceo, 123-124). «Hermano, per­
manece fiel a la tierra», diría siglos después Nietzsche.
El dualismo y la teología platónica que establecía un
mundo superior y distinto, al que había que tender
incesantemente, un mundo de ideas ejemplares, mo­
delo y fin de la existencia, quedaba reducido a una
tarea mucho más modesta y, al parecer, más vulgar.
Es posible que, en un estadio superior de nuestro de­
sarrollo, nos apareciera ya otro horizonte, humano
también, en el que acrecentar todas nuestras capaci­
dades; pero antes había que plantear, con claridad, los
límites de aquello que realmente somos, los límites y
mensajes de nuestro cuerpo. Un pensamiento que se
olvidase de nuestra débil pero imprescindible estruc­
tura carnal, de la delicada fábrica de nuestro cuerpo,
estaba condenado a perderse en «vanas fantasías». Lo
primero era aceptar esa peculiar condición de nues­
tro ser, y esto implicaba una verdadera democratiza­
ción de la existencia. El cuerpo y nuestra condición
carnal son el punto de partida para la reunión y con­
vivencia con otros cuerpos, que arrastran cada uno la
historia de su lucha por existir.
Nuestro cuerpo es, pues, el centro inicial del de­
mos, de la colectividad de otros cuerpos, de otras exis­
tencias, indigentes también como la nuestra. Y pre­
cisamente porque, en sus estructuras esenciales, ese
cuerpo es semejante a otros cuerpos, no cabe discri­
minación posible en los elementos sobre los que se
levanta la vida. «La voz de la carne pide no tener ham­
bre, ni sed, ni frío; pues quien consigue esto o confíe
en conseguirlo, puede competir en felicidad con el
mismo Zeus» (Gnomologio vaticano, 33). Un programa
verdaderamente modesto, y en el que se reflejaba, sin
embargo, la fraternidad de nuestros deseos con la ne­
cesidad de la existencia. No tener hambre, ni sed, ni
frío constituía el fundamento de esa democratización
del cuerpo humano, fundamento a su vez de la po­
sible felicidad. Un programa modesto pero que, en
su sencillez, albergaba los principios de la igualdad,
los principios a los que nadie podía renunciar, y que
nadie nos podía arrebatar.
No es extraño, pues, que Epicuro sintiese recha­
zo por la ciudad opulenta, la política de consumo y
lujo que, en su inmoderación, animalizaba a los se­
res humanos y provocaba, en la mayoría de ellos, la
miseria y el dolor. «Siento el gozo de mi cuerpo al
alimentarme de pan y agua, y escupo sobre los pla­
ceres de la suntuosidad, no por ellos mismos, sino
por las trampas que nos tienden» (115, Arrighetti).
Entre esas trampas Epicuro intuía, probablemente,
la desorganización social, el engaño, y toda esa im­
parable rueda de la injusticia que, para sustentarse,
acude a la violencia.
La decidida defensa del placer que encontramos en
muchos de los fragmentos epicúreos, era consecuen­
cia de ese revolucionario descubrimiento del cuerpo
y de su bien. El placer y el dolor son los dos hilos que
atraviesan nuestra carne y nos avisan continuamente
de lo que nos conviene. Son los dos grandes mensa­
jeros que la naturaleza puso sobre aviso en nuestra
vida. Pero esa vida placentera estaba llena de sensatez
e inteligencia y se enlazaba con la amistad «que sobre­
vuela el mundo entero convocándonos a todos para
que despertemos en la felicidad» (Gnomologio vaticano,
52). Probablemente, la manipulación que la historia
hizo de esa teoría del placer y del cuerpo fue una ma­
nera de desacreditar lo que había de revolucionario
en esa mirada que se abría a ese oscurecido y maltra­
tado territorio.
Por ello la filosofía de Epicuro se sustentaba en el
reconocimiento de la «sensación» como criterio fun­
damental de la vida. Una sensación que, como prin­
cipio de energía creadora, llenaba nuestra mente de
memoria e inteligencia conectándonos con el mundo
y enriqueciendo nuestra experiencia de él. De acuer­
do con este privilegio de los sentidos, el mundo, más
allá de ellos, era, como en Demócrito, un juego ince­
sante de «átomos» invisibles regidos por la necesidad
y el azar. Un universo de átomos existentes, como el
espacio en el que se mueven, desde toda la eterni­
dad. Pero este mundo invisible construía lo visible,
ese inabarcable universo de lo que experimentamos y
sentimos. Un universo de posibilidad, en el corazón
mismo de la realidad.
Este universo de átomos relativamente libres se
manifestó en la ética de Epicuro con expresiones, a
veces provocativas, contra la hipocresía de aquellos
escandalizados dueños del poder político e ideológi­
co, dueños también del gozo y el placer que les daba
su riqueza y su seguridad y que, sin embargo, predi­
caban la dura e inamovible resignación y la tristeza
para los pobres hijos del abandono social, para los es­
clavizados por los temores reales a los que sus domi­
nadores los condenaban. Había, pues, que combatir
el temor al dolor y la muerte, ayudándose de la inteli­
gencia y la serenidad frente a los que, con la insisten­
cia en esas realidades de la naturaleza, nos quitaban
la alegría de vivir. Una alegría que, a pesar de las difi­
cultades, era una fuente de creatividad y de progreso.
La lectura de los textos de Epicuro nos devuelve el
optimismo que brota de una inteligente mirada sobre
la oculta felicidad. Como en los mejores momentos
del platonismo, la eudaimonia, la felicidad, no consis­
tirá en «tener más», sino en «ser más». Para 'éllo Epi­
curo nos descubrió al gran ausente de esa reflexión
sobre la vida feliz: el cuerpo, la verdadera vida de los
latidos y la carne, de la serenidad y la amistad.
En una época como la nuestra, en la que la so­
ciedad de consumo acaba por consumir el tiempo y
los deseos, y, en muchos momentos, contribuye a la
estupidización colectiva, Epicuro nos ofrece un inte­
ligente consejo: «De los deseos, unos son naturales
y necesarios, otros naturales pero no necesarios, y
otros, al fin, ni naturales ni necesarios, sino que pro­
vienen de opiniones sin sentido».
Los textos de Epicuro, en su original griego, fueron
recogidos, en una magnífica edición crítica aparecida,
por primera vez, en 1887 y reeditada posteriormente:
Hermann Usener, Epicurea, Stuttgart, Teubner 1966.
Otra excelente edición del texto griego, con traduc­
ción italiana, es la de Graciano Arrighetti, Epicuro,
Opere. Turin, Einaudi, 1960. Hay una segunda edición
aumentada, en 1973. Según estas ediciones hemos ci­
tado los fragmentos reproducidos en este texto.
EPIC U R O Y LA B Ú SQ U E D A DE LA FELIC ID AD
Carlos García Gual
Para explicarnos mejor algunos de los rasgos de la
filosofía de Epicuro conviene, desde un principio, te­
ner en cuenta algunos datos de su vida. Época, patria
y condición social, si no determinan, condicionan al
menos las preguntas y respuestas del horizonte inte­
lectual. Algunas historias de la filosofía suelen fingir
un proceso absoluto y utópico de las ideas, en el que
unas teorías filosóficas polemizan con otras sobre un
fondo abstracto, con escasas referencias a las circuns­
tancias históricas de la vida de los filósofos, convertida
en anécdota marginal a su pensar. Aunque pensamos
que en el plano general teórico probablemente nadie
defiende hoy esta falsa autonomía del pensamiento
frente a la vida personal, sin embargo, nunca está
de más prevenirnos contra el riesgo de un teorizar
ahistórico de un modo concreto. En nuestro caso pa­
rece imprescindible la evocación del marco histórico
del mundo helenístico en que a Epicuro, el último
gran filósofo ateniense, le tocó vivir.
Nació en Samos en el 341 a. C. y pasó en esta isla
su niñez y adolescencia. Su padre, Neoclés, ciudada­
no ateniense, se había establecido allí como colono,
y se ganaba la vida como maestro de escuela. Era
entonces ésta una profesión connotada por un bajo
nivel social y una cierta ramplonería de oficio. Alu­
diendo a esta condición del padre insultará a Epicuro
el satírico Timón, llamándolo «el hijo del maestro de
escuela»: «el último de los físicos y el más desvergon­
zado, el hijo del maestro de escuela, que vino de Sa­
mos, el más ineducado de los animales» (D. L., X, 3).
Las condiciones de su posición familiar no eran las
más favorables para una niñez despreocupada. La
familia, compuesta de los padres y cuatro herma­
nos, parece haber estado muy unida; y las relaciones
cordiales de Epicuro con su madre (como muestra
la carta dirigida a ella, testimoniada por Diógenes
de Enoanda) y con sus hermanos (que le acompaña­
rán en sus viajes y convivirán con él en el Jardín) son
ejemplarmente auténticas.
A los dieciocho años Epicuro tuvo que marchar
a Atenas, la ciudad de sus antepasados, para prestar
servicio militar como efebo, durante dos años. Días
revueltos para la orgullosa ciudad, cuya gloria polí­
tica declinaba ya hacia un recuerdo retórico, los del
año 323. En el año anterior el victorioso Alejandro
había exigido desde la lejana Asia honores divinos;
y los atenienses, escépticos e irónicos, le habían con­
sagrado como a un dios. Entonces llegó la noticia de
que, con una impertinencia notable, Alejandro había
muerto, a los pocos meses, en Babilonia. Por los mis­
mos días desapareció de la escena griega otro tipo
escandalosamente popular: Diógenes, a quien apo­
daban «el Perro». En su legendario tonel, o más bien
en su tinaja, el cínico apátrida que se proclamaba
«cosmopolita», y que no habría cambiado su miseria
por el imperio de Alejandro, abandonó este mundo
cuyas convenciones había ridiculizado y ofendido.
La noticia de la muerte del monarca macedonio
incitó a la ciudad de Atenas a un nuevo intento de
recuperar su autarquía política, azuzada otra vez por
el impenitente Demóstenes. Según una brillante pre­
dicción oratoria, «el olor del cadáver de Alejandro iba
a llenar el universo». La derrota de la armada atenien­
se en Amorgos en el 322 fue la última gran batalla de
los atenienses por la libertad, la sagrada y renombra­
da libertad. Demóstenes, acosado en la persecución,
se suicidó. En cuanto a Aristóteles, que, temeroso
de ser acusado de filomacedonio y de impío, se había
refugiado en Cálcide, abandonando el Liceo, murió
también aquel año después de haber disecado el cos­
mos y catalogado el universo. Al frente de la escuela
quedaba su sucesor, Teofrasto, interesado en conti­
nuar una vivisección al por menor de plantas y carac­
teres psicológicos.
Los dos destructores de la ciudad como marco
político, Alejandro y Diógenes, y los dos defensores
últimos, Aristóteles en la teoría y Demóstenes en la
práctica política, desaparecieron en poco más de un
año. Aquel trágico período de 323-321, que fue para
Epicuro el del encuentro con la ciudad de sus mayo­
res, la gloriosa Atenas, fue para ésta el de la pérdida
de sus esperanzas políticas. Desde entonces en Ate­
nas no brillarán los políticos ni los ideólogos, sino tan
sólo maestros de cultura, filósofos cargados de pasa­
do y de resignación. La democracia, tan malherida
por las sucesivas crisis y consecuencias bélicas, expe­
rimentaba un nuevo revés. Los militares macedonios
vencedores reservaron los derechos de ciudadanía a
aquellos que poseían más de dos mil dracmas; es de­
cir, a unos nueve mil atenienses, mientras que más
de la mitad de la población se veía privada de ellos.
Como decía, amargamente y sin ilusiones, el epitafio
compuesto a los muertos en Queronea, años antes:
«¡Oh, Tiempo, que ves pasar todos los destinos hu­
manos, dolor y alegría; la suerte a la que hemos su­
cumbido, anúnciala a la eternidad!».
También en Samos había repercutido la conmo­
ción política. Los colonos atenienses, entre ellos la
familia de Neoclés, fueron expulsados de la isla. El
padre de Epicuro fijó su nueva residencia en Colo­
fón, ciudad de la costa jonia, ilustre como pretendi­
da patria de Homero, y como hogar natal del lírico
Mimnermo y de Jenófanes, el poeta crítico y teólogo
ilustrado del siglo vi. A ella acudió Epicuro a reunir­
se con su familia, y allí residió desde el 321 al 311, des­
de sus veintiuno a sus treinta y un años. Durante este
tiempo completa su formación filosófica, frecuentan­
do la escuela que en la vecina isla de Teos regentaba
Nausífanes, un discípulo de Demócrito y de Pirrón.
Detengámonos en esta formación filosófica, muy sig­
nificativa para comprender su propia teoría.
El interés de Epicuro por la filosofía parece haber
despertado muy temprano: a los catorce años. Según
una anécdota, se irritó con su maestro de letras (gram-
matistés), quien no supo explicarle el sentido de la
afirmación de Hesíodo de que «primero era el caos»,
y que lo remitió a los filósofos para su aclaración.
Estas anécdotas de las biografías griegas tienen más
interés por su intención significativa que por su auten­
ticidad. En ésta podemos subrayar dos rasgos: el tem­
prano criticismo del filósofo contra la educación tra­
dicional fundada en la lectura de los poetas, maestros
de sabiduría retórica, y la dificultad en admitir esa
oposición física de caos y cosmos, que puede rela­
cionarse con su filiación atomista. En efecto, el paso
del caos al cosmos parece requerir la apelación a un
principio ordenador externo a la materia misma (la
divinidad, la Inteligencia divina, o algo así), y a una
teleología física, principios que el atomismo excluye,
o de los que al menos puede prescindir. No sabemos
quién pudo haber puesto al joven estudiante en con­
tacto con la física atomista. Su primer maestro de
filosofía, que conozcamos, fue el platónico Panfilo.
Detalle interesante, por lo que hemos subrayado de
la oposición de Epicuro al platonismo, tanto en sus lí­
neas fundamentales cuanto en su rechazo decidido de
toda educación previa al filosofar (como era la paideia
matemática y dialéctica exigida por los académicos).
Es posible que durante su estancia en Atenas asis­
tiera a alguna lectura de Jenócrates, el segundo su­
cesor de Platón en la jefatura de la Academia. Y que
mantuviera algún contacto con los estudiosos del
Liceo, donde Teofrasto había sucedido a Aristóteles.
Aunque hay algún testimonio de que estudió con el
peripatético Praxífanes en Rodas por algún tiempo,
existe en esto una dificultad cronológica. Su maes­
tro de los años de formación, entre los veinte y los
treinta, ya que el estudio de la filosofía persistía ha­
bitualmente un largo período, fue indiscutiblemente
Nausífanes de Teos.
Discípulo de Demócrito y relacionado con Pirrón
—ya hemos aludido a ello—, este atomista con incli­
naciones escépticas había escrito un libro llamado El
Trípode sobre los tres fundamentos del conocimien­
to; enseñaba en la costa jonia, lejos de la influencia
social de platónicos y peripatéticos, las teorías físicas
del atomismo; y exponía una teoría de las emociones
que señalaba el fin de la vida serena en la «inalterabi­
lidad» (acataplexia) del ánimo, posición semejante ala
de sus maestros, y no muy distante de la del propio
Epicuro.
Todos estos detalles hacen más notable la agria reac­
ción de Epicuro contra él, al calificarle de «molusco»,
«analfabeto», «bribón» y «prostituta», entre otras re­
ferencias a su servilismo y su sofistería. Tal vez fue
la decepción, al observar la probable incongruencia
entre la teoría física, abocada como en Demócrito al
determinismo, y la conclusión ética, lo que explica la
hostilidad hacia su maestro. «Peor que un oponente,
Nausífanes era en términos ideológicos un desviacio-
nista», sugiere J. M. Rist1. Esa misma virulencia verbal
la atestigua Epicuro con otros filósofos, adjetivando
a Platón de «áureo» (burla de la distinción en clases
sugeridas por aquél) y a los platónicos de «aduladores
de Dionisio» (el tirano de Siracusa), a Aristóteles de
1J. M. Rist, Epicurus, Cambridge, Cambridge University Press, 1972.
«depravado», a Heráclito de «embrollador», a Demo­
crito de «charlatán», a los dialécticos de «devastado­
res», y a Pirrón de «inculto» e «ineducado» (D. L., X, 8).
Del atomista Leucipo negó la existencia (probable­
mente no como persona física, sino como filósofo).
Estas críticas que no conocemos en detalle, pero
que —a pesar de la escasa diplomacia habitual de los
filósofos para con sus competidores— parecen de no­
table dureza verbal, se explican probablemente por el
objetivo moral y pragmático que la filosofía asume
para Epicuro. Toda la sabiduría teórica de sus prede­
cesores no habría sido, a sus ojos, desde esa perspec­
tiva moralista, más que una diversión sin conclusio­
nes válidas para la vida. En gran parte paideia, en el
doble sentido de «educación» y «cultura» (despreciable
como un superfluo presupuesto del auténtico filo­
sofar para Epicuro), pero no el camino que pudiera
conducir hacia la felicidad.
Como observa con acierto Rist, «sea cual sea la ra­
zón, personal, filosófica o ideológica, de la hostilidad
de Epicuro hacia el maestro de quien probablemente
más había recibido, no hay duda de que Epicuro se
proclamaba autodidacta. Lo único que esto puede sig­
nificar, si queremos verlo desde una perspectiva amis­
tosa, es que aquello que él valoraba más en su propia
filosofía, sus actitudes éticas, sus ideas sobre la liber­
tad y la necesidad y sobre los dioses, eran el producto
de su propio pensamiento. Sólo el material bruto de
ese pensamiento le había sido proporcionado por sus
maestros de hecho, tales como Nausífanes, y sus an­
tecesores espirituales, como Demócrito y Leucipo».
El caso es que, a sus treinta y un años, después de
estos diez de aprendizaje técnico, Epicuro fundó su
primera escuela propia en Mitilene.
En un año esta escuela fracasó por la hostilidad
pública de otros filósofos y de la gente de la locali­
dad, y Epicuro tuvo que abandonar la ciudad. Pro­
bablemente sacó algunas conclusiones ventajosas de
este fracaso: una mayor prudencia para el futuro y la
compañía de Hermarco, fiel discípulo y su sucesor en
la dirección del Jardín.
Desde el 310 al 306 Epicuro habita en Lámpsaco,
donde se rodea de un círculo de fieles discípulos y
amigos, Idomeneo, Leonteo y su esposa Temista,
Metrodoro, personas de posición distinguida en la
ciudad; Polieno de Cízico y su amante Hedeia, Colo­
tes (cuyo satírico escrito contra las escuelas filosóficas
rivales motivó una réplica de Plutarco cuatrocientos
años después), y el joven Pitocles, entre otros. Cuan­
do en 306 abandona esta ciudad para instalarse en
Atenas, deja en ella un buen recuerdo y un círculo
epicúreo de fieles discípulos.
«Durante cierto tiempo filosofó en interrelación
con otros filósofos, pero luego se retiró a un ámbito
privado fundando la escuela que lleva su nombre»,
dice Diógenes Laercio (X, 2). No sabemos si ese aban­
dono de la predicación pública para dedicarse a una
enseñanza privada y restringida al grupo de seguido­
res íntimos se refiere a la estancia en Lámpsaco, y es
un resultado del recelo y la desconfianza tras la expe­
riencia de Mitilene sobre la agresividad de otros filó­
sofos y la muchedumbre. Pero es probable que ya el
círculo de Lámpsaco fuera, como el Jardín ateniense,
un local privado y de cierta familiaridad, más seguro
para el cultivo de una libre sinceridad y de la tan pre­
ciada amistad.
Cuando Epicuro vuelve de nuevo a Atenas, quince
años después de su primera visita, se halla en medio
del camino de su vida. A sus treinta y cinco años ha
recorrido varias localidades jónicas prestigiosas en la
cultura y la filosofía griegas, desde que su familia en
322 tuvo que abandonar Samos. En algunas de estas
ciudades ha conocido a filósofos devotos de la tradi­
ción científica de los jonios y ha fundado una escuela
de filosofía. Pero la vuelta a Atenas, después de estos
quince años de experiencias viajeras, para establecer­
se allí definitivamente en la escuela que se llamará
el «Jardín», es sintomática de su apego a esta ciudad,
la única en que podrá sentirse ciudadano. Más que la
propaganda filosófica y la discusión con los rivales de
la Academia y del Liceo, o con los futuros predica­
dores del Pórtico (Zenón de Citio tardaría aún unos
años en exponer su doctrina estoica), Epicuro busca la
vida reposada y la fecundidad en el trabajo intelectual
en aquel ambiente cargado de recuerdos y amarguras.
Atenas acababa de ser otra vez «liberada»; ahora (en
el 307) por Demetrio Poliorcetes; y es probable que
para la fundación de su escuela Epicuro aprovechara
la oportunidad de este hecho, que oscurecería la pro­
tección política al Liceo y la Academia, de tendencia
filomacedonia, que aquel año tuvieron que cerrar sus
puertas varios meses.
No sabemos cuáles fueron los avatares psicológicos
de Epicuro, ni qué parte de su obra habría compuesto
antes de su llegada a Atenas para su establecimiento
definitivo. A través del estilo de su prosa podemos su­
poner un carácter vehemente y austero. ¡Qué impre­
sión le produciría el pueblo, desengañado y temeroso,
adulador y retórico, de Atenas, después de haber reco­
rrido durante largos años las ciudades jónicas, de haber
encontrado vagabundos apátridas, tiranos engolados,
profesores de astronomía y supersticiosos de mil nue­
vos cultos! Desorden y servilismo en el alma de las
muchedumbres necias, que Epicuro despreciará siem­
pre con el mismo talante aristocrático de otros filóso­
fos griegos, como Sócrates, Platón o Demócrito.
Los sucesores de Alejandro intentaban entre tan­
to repartirse la herencia de un imperio. Los caudillos
militares, intrigantes y belicosos, Antigono, Casan-
dro, Lisimaco, Demetrio y Tolomeo, se enfrentaban
sin otros afanes ideológicos que sus ambiciones per­
sonales, mientras todas esas perturbaciones afecta­
ban a una población cada vez más sumisa y entregada
al despotismo de los nuevos monarcas. La vida, con
esos inesperados reveses políticos y las consiguientes
crisis económicas, había cobrado un perfil de insegu­
ridad, y el ciudadano medio, que un tiempo creyó
en su acción personal en la democracia ateniense, se
sentía subordinado al caos.
Epicuro compró en Atenas una casa en el respeta­
ble distrito de Melite y un «jardín» cerca de la puerta
del Dípylon, en la vecindad de la famosa Academia de
Platón. (Como anota De Witt, muchos turistas en
siglos posteriores podían combinar en el mismo pa­
seo la visita a los dos santuarios filosóficos. Cicerón
y su amigo Ático visitaron así el Jardín en el 78 a. C.
sorprendiéndose de su pequeñez, tal vez en compa­
ración con las «villas» romanas que ellos conocían).
Señala Farrington que el famoso Jardín (en griego Ke-
pos) sería tal vez muy parecido a un «huerto», cuyas
habas, bien repartidas, sirvieron para mantener a la
comunidad epicúrea en algún momento de hambre
en Atenas (como en el asedio del año 295)2. Las clases
2 N. W de W itt, Epicurus, 1964, pp. 89-105; Farrington, The Faith of Epicurus, 1967,
pp. 29-30.
y reuniones se celebrarían tanto en la casa como en
el Jardín. Al parecer existían ciertos grados entre
los discípulos, y Epicuro era reverenciado como «el
maestro» o «guía» de la comunidad. Entre los compo­
nentes de ésta estaban los fíeles amigos y seguidores
de Lámpsaco; varias mujeres, alguna de respetable
posición, como la citada Temista, o bien «heteras»,
como Hedeia de Cízico o la ateniense Leontion (que
escribió un tratado contra Teofrasto, elogiado por
Cicerón por su excelente estilo); y también esclavos
de uno y otro sexo. Este grupo de personas, retiradas
a un círculo privado, con sus propias reglas éticas y su
concepción del mundo, debía escandalizar un tanto
a los maledicentes que consideraban el Jardín, don­
de se predicaba «el placer», como disipado centro de
orgías y alegres contubernios3.
Para Epicuro, estos años de retiro ateniense fue­
ron de una notable austeridad y de una gran activi­
dad intelectual. Probablemente la casi totalidad de su
enorme obra escrita —que ocupaba más de trescien­
tos rollos de papiro, según Diógenes Laercio— fue
compuesta entonces. Su salud, delicada siempre, em­
peoraba hasta tal punto que muchos días no podía
3 De W itt describe la organización de la escuela epicúrea con exagerada precisión.
Por otra parte subrayemos que si Epicuro ha sido «el más calumniado tal vez de los
personajes de la historia antigua» (De W itt), esto no se debe sólo a sus enemigos
ideológicos, sino tam bién a la interpretación popular escandalizada ante ese retiro
privado.
tenerse en pie, sus vómitos eran frecuentes y necesi­
taba una silla de tres ruedas (su famoso «trikylistos»)
para trasladarse de un sitio a otro. El Jardín, lugar
de paz, en un mundo agitado por continuas revuel­
tas y trastornos bélicos, recibía las visitas de amigos y
admiradores. Las cartas fragmentarias que conserva­
mos revelan una gran afectividad entre los discípulos
y el maestro.
«Envíame —escribe a uno de ellos— un tarrito de
queso, para que pueda darme un festín de lujo cuan­
do quiera». Los placeres de estos pequeños lujos y
el recuerdo agradecido de los momentos felices del
pasado animaban la serenidad de sus días. Esta ale­
gre moderación del Jardín, un hedonismo que por
su limitación resulta casi una ascética, armoniza bien
con la antigua máxima apolínea de que la sabiduría
consiste en la moderación y el conocimiento de los
límites. Como observó Nietzsche, fino catador de
humanidad: «Una felicidad tal sólo la ha podido en­
contrar un experimentado sufridor; la felicidad de
un ojo, ante el que se ha vuelto sereno el mar de la
existencia, y que no puede saciarse de contemplar
la superficie de la piel marina que se mece suave y
coloreada; nunca antes se presentó una moderación
tal de la sensualidad»4.
4 F. Nietzsche, La gaya ciencia, máx. 45.
Probablemente la impresión de que el mundo está
enfermo, sin rumbo y sin finalidad, sometidos los hom­
bres a los terrores del futuro y a tormentos mutuos, y
ese énfasis en la seguridad y en la filosofía como medi­
cina, responden a una experiencia vital. En la crisis de
los valores tradicionales, la adulación retórica había lle­
gado a notables extremos, y como sucede en todos los
momentos de perturbación política, el lenguaje había
degradado sus significados: Como un ejemplo signifi­
cativo, el famoso himno de Hermocles a Demetrio Po­
liorcetes, el inquieto conquistador, le reconocía como
a un dios, más cercano y más activo que los dioses tra­
dicionales: «Los otros dioses, pues, o se encuentran
muy distantes o no tienen oídos o no existen o no nos
prestan un momento de atención, pero a ti te vemos
presente, no de piedra ni de madera, sino de verdad».
El himno, compuesto hacia el 290 a. C. por encar­
go del propio Demetrio, es un síntoma de los tiem­
pos. Mientras tanto, un filósofo a la moda, Evémero
de Mesana, cuya obra iba a cobrar rápidamente un
amplio prestigio, exponía en la corte macedonia su
teoría sobre el origen de la religión. En ella sostenía
que los dioses no son más que antiguos héroes y reyes
benefactores, divinizados por la gratitud y el irónico
olvido de las generaciones mortales. En la teoría re­
percute un reflejo de la deificación de los grandes con­
quistadores de la época helenística.
¡Qué diferentes los dioses que, a su propio ejemplo
y semejanza, afirmará Epicuro, apartados y felices de
los tumultos del mundo, como el sabio auténtico!
También él será llamado un dios por sus discípulos
(así Lucrecio, V, 8 y ss.), que tal vez recordarán su pro­
pia expresión: «En nada, pues, parece hombre mortal
quien vive entre inmortales bienes» (D. L., X, 135);
bienes como la sabia templanza y la amistad.
Para Epicuro el filosofar se define como la búsque­
da de un remedio contra la confusión de su época.
La Filosofía es definida de modo característico como
medicina del alma, y el cuidado médico del alma es
el oficio del filósofo, que se transforma así en un psi­
quiatra o psicoanalista de una sociedad perturbada
por el temor y la servidumbre. En esta terapia psí­
quica hay un recuerdo socrático: therapeía tes psyches,
el «cuidado del alma» era para Sócrates la actividad
filosófica, a lo que ahora se añade un nuevo acento
sobre la enfermedad colectiva que hay que evitar.
Ya el sofista Antifonte había insistido en esta virtud
médica de la Filosofía, y su método de curación por
la palabra hacía de su ideario una téchne alypías, de
ciertos ecos en los tratamientos psicosomáticos de la
moderna medicina5.
5 Cf. W K. C. Guthrie, A History o f Greek Philosophy III, Cambridge, 1969, p. 290 y ss.
Sobre Sócrates puede verse el libro de Vives Génesis y evolución de la ética platónica,
Madrid, 1970, p. 131 y ss.
En Atenas muere Epicuro treinta y cinco años des­
pués; años que podemos suponer de reposo y activi­
dad filosófica frente a la ajetreada primera época de
su vida. Desde su retiro presenció con desilusión los
sucesos de la política ateniense y griega de la época,
política confusa y envilecida. Frente a las perturba­
ciones de su tiempo, el filósofo busca la impertur­
babilidad o ataraxia; y, frente a la servidumbre y el
servilismo, la capacidad de gobernarse a sí mismo.
La independencia que la ciudad ha perdido, puede el
sabio todavía guardarla para sí mismo en su retiro y
su mente libre. «El más grande fruto de la autosufi­
ciencia es la libertad» (Gnomologio vaticano, 77).
¿QUÉ ER A LA F ELIC ID A D
PARA LOS F ILÓ SO FO S A N T IG U O S?
Pierre H adot
Para los hombres de la Antigüedad, «bienaventura­
do» (makar) era en cierto modo el nombre propio de
los dioses, los cuales, tal como cantaba Homero, «tie­
nen una vida cómoda»1. Esta beatitud consistía para
ellos en la inmortalidad, en una juventud inacabable,
en una vida eterna de placeres, fiestas y banquetes.
Poco a poco, bajo la influencia del nuevo raciona­
lismo, comienza a despuntar el moralismo a la hora
de representar a los dioses. Sus primeros signos se
perciben en Hesíodo y, más tarde, en los presocráti-
cos y los trágicos2.
1 Hom ero, Ilíada, I, 339; VI, 138; Odisea, IV 805. Acerca del sentido de «bienaventu­
rado» (makar) en la Antigüedad véase G. Kittel y G. Friedrich, Theologisches Wörter­
buch zum Neuen Testament, Kohlhammer, Stuttgart, 1933, artículo «Makar».
2 Cf. el libro, ya antiguo pero siempre de interés, de P. Decharm e, La critique des tra­
ditions religieuses chez les Grecs, des orígenes au temps de Plutarque, Paris, Picard, 1904,
Pero será con Platón y Aristóteles cuando esta ten­
dencia alcance su plenitud. En el Timeo de Platón el
Creador es bueno, generoso, y desea que todas las co­
sas vengan al mundo con el mayor parecido posible
a él y que sean buenas. Esto es así porque el mundo
al que da forma supone en sí mismo un dios biena­
venturado (Tim., 34 b), puesto que está en armonía
consigo mismo: «Solo y en soledad, capaz en virtud
de su excelencia de estar unido consigo mismo, sin
necesidad de nada más, como objeto de conocimien­
to y de amistad para sí mismo, viéndose colmado».
Es también al pensarse a sí mismo como el Dios de
Aristóteles encuentra su felicidad y alegría (Metafisi-
ca, 1072 b 28), ya que así ejerce el modo de actividad
más excelsa e independiente.
Seis siglos más tarde, en el m d. C., el mundo divi­
no de Plotino seguirá mostrándose todavía como un
mundo rebosante de felicidad y de luz. Tras describir
primero el Uno, principio supremo de todas las cosas,
y después el Intelecto divino, que se piensa a sí mis­
mo, y el Alma divina, contempladora del Intelecto,
Plotino concluye (I, 8, 1, 25): «Tal es la existencia sin
problemas y bienaventurada que viven los dioses». A
su juicio los festines de los dioses, a los que se refiere
el mito de Poros y Penia en el Banquete de Platón,
y en la colección Entretiens sur l'Antiquité classique, el prim er volumen, La Notion du
divin, depuis Homèrejusqu’à Platon, Vandoeuvres-Génova, Fondation H ardt, 1954.
simbolizan la beatitud divina (III, 5, 9, 39), sirviéndo­
se de la expresión homérica «tener una vida cómoda»
para designar la existencia de los dioses en el mundo
espiritual (V¡ 8, 4, 1). «Sólo los seres buenos son fe­
lices, y por eso los dioses son felices» (III, 2, 4, 47).
Para los seres espirituales la felicidad consiste preci­
samente en ser espirituales, es decir, en mantenerse
alejados de la materia, dedicados a conocerse a sí mis­
mos desde la pureza y la transparencia y, sobre todo,
permaneciendo en contacto con el Uno-Bondad que
les trasciende y del cual emanan. Pero el propio Bien
sobrepasa toda consciencia y toda felicidad.
Al igual que el Dios-Mundo del Timeo, al igual que
el Intelecto de Aristóteles, los dioses de Epicuro son
seres de una belleza perfecta que viven inmersos en
la paz y la serenidad. Pero, lejos de ser Pensamiento
puro, disponen de forma humana, por más que sea
ésta diáfana y aérea. Y su beatitud se basa en su sabi­
duría y virtud, que les procuran una ausencia total de
preocupaciones, toda una eternidad de placeres. Se­
gún Epicuro, los dioses no han creado el mundo y no
influyen en absoluto en su evolución ni en los asuntos
humanos, puesto que el mundo es resultado de un
cúmulo fortuito de átomos. Por eso, al igual que los
dioses homéricos, y mejor aún que ellos, que toman
apasionado partido en las disputas de los hombres,
los dioses de Epicuro son bienaventurados porque su
serenidad es perfecta y no tienen que ocuparse de los
asuntos humanos o del gobierno del mundo. Epicuro
propone así una concepción más pura de la divinidad
que otros filósofos, como Platón o los estoicos, en la
medida en que sus dioses no están condicionados o
absorbidos por la tarea de ocuparse del mundo, por
lo que, sin relación con otra cosa, encuentran en su
pura perfección la felicidad absoluta3.

La participación en la beatitud divina

Por más que al hombre le resulte posible participar en


la beatitud divina, se trata de una idea previa a la re­
flexión filosófica. En primer lugar, las festividades re­
ligiosas constituían ya un modo de comunión con el
gozo divino. Como señalará Platón (Leyes, Ι\ζ 716 d):
«Para el hombre de bien realizar sacrificios a los dio­
ses, entrar constantemente en relación con ellos me­
diante la oración, las ofrendas y el culto divino en
conjunto, supone el camino mejor y más hermoso,
el camino más seguro hacia la beatitud». Y es que, en
esos momentos de júbilo colectivo, los hombres sien­
ten intensamente la presencia de la divinidad. «Por
piedad a nuestra raza, familiarizada por naturaleza
3 A.-J. Festugière, Épicure et ses dieux, París, PUF, 1968, pp. 71-100; B. Frischer, The
Sculpted World, Berkeley, University of California Press, 1982, pp. 83-84.
con el dolor, los dioses han instituido, a manera de
paradas en mitad de nuestras labores, la alternancia
de fiestas a celebrar en su honor, y nos han ofreci­
do como compañeros de estos festejos a las musas,
a Apolo Musageta y a Dioniso» (Leyes, II, 653 d).
Por otra parte, la denominación de «Bienaventu­
rados», concedida a los habitantes de «las Islas de los
Bienaventurados», demuestra que se creía que algunos
hombres, gracias a su excepcional virtud, podían ser
merecedores de una beatitud análoga a la de los dioses:
«Aquel que muere tras toda una vida justa y santa se
traslada tras su muerte a las Islas de los Bienaventu­
rados, en las que uno permanece a salvo de cualquier
mal, en una felicidad perfecta» (Platón, Gorgias, 523 b 2).
Con la ayuda de la filosofía, la manera en que el
hombre puede participar de la beatitud divina se
definirá de forma más precisa. En este sentido cabe
distinguir, sin estar por lo demás completamente en­
frentadas, dos tendencias: por una parte la tradición
socrática, según la cual la participación en la felicidad
divina se basa en la presencia de Dios en el alma hu­
mana y se realiza, en última instancia, por el amor al
Bien, y por otra la actitud epicúrea, ciertamente com­
pleja y que describiremos más adelante.
Pese a que no sabemos demasiado acerca del Só­
crates histórico, los testimonios de Platón y Jenofonte
dejan entrever que le gustaba referirse a una presencia
divina, el famoso daimon que se manifestaba en su
interior, «cierta voz que, cuando se deja escuchar, me
aparta siempre de lo que iba a hacer» (Apología, 31
d). Por otro lado, la figura de Sócrates no dejará de
ser nunca la de ese filósofo que, frente a los bienes
materiales y a la vida misma, prefiere el bien moral
(Apología, 29 d) y que declara: «El mayor bien para un
hombre es perseverar cada día en la virtud y en las
otras cosas sobre las que me oís reflexionar cuando
hago examen de los demás y de mí mismo, y una vida
que no esté sometida a tal examen no merece la pena
vivirse» (Apología, 38 a).
Platón y Aristóteles permanen esencialmente fieles
a esta orientación profunda, pero intelectualizándola
de modo considerable. La vida moral que la divini­
dad interior inspira no es sólo una vida consagrada a
la virtud, sino una vida dedicada a la contemplación.
Hacia el final del Timeo (90 c) Platón declara: «Quien
se preocupa de lo divino que hay en él, quien mantie­
ne en perfecto orden el daimon que habita en él, habrá
de ser, necesariamente, en extremo dichoso». Pero el
contexto en que aparece indica que es sobre todo re­
gulando sus pensamientos, aplicándolos a las cosas
divinas, como el hombre podrá alcanzar esa felicidad
extraordinaria.
Para Aristóteles, del mismo modo que lo divino
en el mundo es, en su cúspide, como un elemento
amoroso que mueve lo celeste, el Intelecto que se
piensa a sí mismo, lo divino en el hombre, es el inte­
lecto, es el espíritu. Se cae así en una paradoja, por la
cual lo más esencial del hombre trasciende al hom­
bre. Éste encontrará, pues, su felicidad en la vida que
le conviene en su más alto grado y que, sin embargo,
es sobrehumana: la vida espiritual. «Cuanto más se
incrementa nuestra contemplación más crece nues­
tra felicidad» (Ética a Nicómaco, 1178 b). La suprema
felicidad del hombre reside, por tanto, en esa beatitud
divina a la que sólo podemos aspirar de manera ex­
cepcional: «Ese estado de felicidad al que accedemos
sólo en raros momentos, Dios lo experimenta siem­
pre» (Metaf, 1072 b 28). Cabe añadir que Aristóteles,
siempre realista, sabe que esa felicidad únicamente
puede alcanzarla un hombre en disposición de un
cuerpo con buena salud, que disfruta del mínimo ne­
cesario de alimentos y cuidados. De hecho, considera
que resulta preferible vivir con el menor número de
bienes externos (Ética a Nicómaco, 1179 a).
También para Plotino la felicidad humana se basa
en la presencia divina residente en el alma y en el im­
pulso, en el amor, del alma por el Bien. Lo que puede
entreverse ya en Platón y Aristóteles se descubre con
mayor claridad en Plotino, es decir, el vínculo entre la
presencia divina y el amor al Bien. Platón y Aristóte­
les dejan entender que la presencia divina del espíritu
en el alma no basta por sí misma para garantizar la
felicidad humana. Es necesario además tomar cons­
ciencia de esta presencia, «ocuparse del cuidado» de
este dios interior, alzarse a la vida a partir del espíri­
tu. Esta presencia divina suponía, pues, una llamada
a amar el Bien, o dicho de otro modo, a la conversión
de la totalidad del ser hacia el Espíritu divino. A fin de
expresar esto Plotino encontrará las más sorprenden­
tes expresiones: «El espíritu supone a la vez una parte
de nosotros mismos y aquello hacia lo que nos ele­
vamos» (Enéadas, I, 1, 13, 7). Y en especial: «Él está
siempre presente, pero nosotros sólo le somos pre­
sentes cuando hemos rechazado cuanto nos aleja de
él» (VI, 9, 8, 33). Es el origen del célebre pensamiento
de Pascal: «No me busques a menos que ya me hayas
encontrado». Es la presencia inconsciente de lo divi­
no en nosotros lo que nos conduce a amarlo y a bus­
carlo. Presencia divina y amor al Bien aparecen, por
lo tanto, en íntimo vínculo. Y Plotino no se contenta
con señalar que la felicidad consiste en la participa­
ción en esa vida del Espíritu que está en nosotros.
Para él, el alma encierra una aspiración todavía más
elevada, por más que se cumpla rara vez. Pues, a su
juicio, aunque el Espíritu sea bueno no es el Bien. En
el fondo, para Plotino la felicidad de la consciencia de
sí mismo, de la relación consigo mismo, que carac­
teriza la vida del Espíritu, viene a ser algo en cierto
modo inferior. El Bien se encuentra más allá de la
felicidad porque no necesita nada, ni siquiera de sí
mismo: no es un bien para sí mismo, sino sólo el Bien
para los demás. El alma no se contentará por tanto
con unirse al Espíritu en ciertos momentos privile­
giados, sino que con el Espíritu, en esos momentos
aún más escasos y excepcionales, experimentará la
presencia del Bien mediante un «arrebato amoroso»,
tal como explicará Plotino (VI, 7, 35, 24). La suprema
felicidad del alma consiste, pues, en una experiencia
que cabe calificar de mística, y que se caracteriza en­
tre otras cosas por un inmenso júbilo. Al alma le bas­
ta con estar con Él, «tan grande es la alegría a la cual
ha accedido».
En cierto sentido podría percibirse en Platón, en
Aristóteles y en Plotino cierto hedonismo: la vida del
Espíritu y el amor al Bien se acompañan de un júbilo
y de un goce espirituales. Resulta destacable que en
la tradición socrática el estoicismo represente, por su
parte, un esfuerzo admirable por purificar al máximo
la intención moral de toda motivación ajena al amor
al Bien, de todo hedonismo, incluso espiritual. Sin
duda, también los estoicos basan la felicidad humana
en la presencia de Dios en el alma y en el amor al
Bien: «Un espíritu sagrado habita en nuestro interior,
que observa y controla nuestros actos buenos y ma­
los». A esta fórmula de Séneca (Cartas a Ludlio, 41, 2)
Epicteto (II, 8, 11-14) responde: «Llevas a Dios a todas
partes contigo [...] y lo ignoras [...], lo portas contigo
y no te das cuenta de que lo mancillas con tus pen­
samientos impuros y tus actos indecentes». Y se des­
cubre igualmente en los estoicos la misma paradoja
que en Platón y Aristóteles: Dios es cada uno de no­
sotros, en la medida en que somos una chispa y un
fragmento, y al mismo tiempo algo que es más que
nosotros mismos y aquello hacia lo que debemos di­
rigirnos, una norma, una Razón interior y trascen­
dente, conforme a la cual hemos de vivir. Con ma­
yor claridad, de manera más explícita que en Platón,
Aristóteles y Plotino, los estoicos afirmaban que no
existe mayor felicidad, mayor placer, que la virtud por
sí misma, que el bien moral por sí mismo constituye
su propia recompensa. Para los estoicos no existe otro
bien que el bien moral, es decir, la voluntad eficaz y
completa de hacer el bien. El resto resulta indiferen­
te, es decir, despojado de valor intrínseco. El sabio
estoico se caracteriza, por lo tanto, por su absoluta li­
bertad en relación a todo. Como ejemplos de asuntos
completamente indiferentes los estoicos enumeraban
la vida, la salud, el placer, la belleza, el poder, la rique­
za, la celebridad y la alta cuna, así como sus opues­
tos, la muerte, la enfermedad, el dolor, la fealdad, la
debilidad, la pobreza, la oscuridad, la baja cuna. To­
das estas cosas no son ni buenas ni malas, resultando
incapaces de proporcionar, pues, felicidad ni desgra­
cia. No nos extenderemos aquí sobre eso que los es­
toicos denominaban teoría de los deberes, es decir, el
modo en que intentaban formular, con el fin de lograr
que la buena voluntad encontrará materia de aplica­
ción, un código práctico de conducta que concedía un
valor relativo a las cosas que en principio resultan indi­
ferentes, como la salud, la familia o la ciudad. Nos bas­
ta con haber insistido en la pureza de la moral estoica.
Epicteto y Marco Aurelio, que son herederos y desen­
lace del estoicismo antiguo, formulan de manera des-
tacable las actitudes fundamentales del estoico frente
a los diferentes ámbitos de la realidad. El bien moral
consiste, antes que nada, en saber juzgar bien en cada
circunstancia vital, en mantener una estricta objetivi­
dad, y después en aceptar piadosamente los aconteci­
mientos que no dependen de nosotros y que nos han
sido destinados por la providencia, a fin de actuar, en
cuanto depende de nosotros mismos, al servicio de la
comunidad humana y practicando la justicia4.
Por su parte, Epicuro concibe la participación del
hombre en la felicidad divina de forma completamen­
te diferente, en la medida en que para él la felicidad no
reside en el bien moral, en el ejercicio del pensamien­
to ni en la acción, sino en el placer. El sufrimiento
4 P. Hadot, «Une dé des Pensées de Marc Aurèle: les trois topoi philosophiques selon
Épictète», Exercices spirituels et philosophie antique, Paris, Etudes Augustimennes, 1981.
de los hombres procede del hecho de que éstos temen
cosas que no son dignas de temerse y que desean co­
sas no necesariamente deseables y de naturaleza hui­
diza. Su existencia se consume de este modo en la in­
quietud a causa de temores injustificados y de deseos
insatisfechos. Por eso la ética epicúrea querrá libe­
rarlos de tales temores demostrándoles que no hay
motivo para temer a los dioses, puesto que no tie­
nen el menor efecto sobre la marcha del mundo y
se mantienen en su esfera de perfecta serenidad. En
cuanto a la muerte, al suponer la disolución absolu­
ta, no forma parte de la vida. Uno puede liberarse
de la insaciabilidad del deseo diferenciando entre de­
seos naturales y necesarios, como comer y beber,
deseos naturales y no necesarios, como los placeres
amorosos, y deseos que no son ni naturales ni nece­
sarios. La satisfacción de los primeros, tanto como la
renuncia a los últimos y eventualmente a los segun­
dos, bastará para alcanzar un estado de serenidad.
«Los clamores de la carne son “no tener hambre”,
“no tener sed” y “no tener frío” . Quien goce de esta
situación y de la esperanza de la dicha puede rivalizar
en felicidad con Dios»5. Esta forma de moral puede
parecer, de entrada, altamente materialista. Pero,
tras un examen más atento, demuestra una enorme

5 A.-J. Festugière, Épicure et ses dieux, op. cit., p. 44.


delicadeza espiritual, expresada primeramente en la
representación de la serenidad de los dioses. La pie­
dad epicúrea, como indica A.-J. Festugiére, implica
una remarcable pureza de sentimiento: «Es por los
dioses, sobre todo, como la voluptuosidad surge en
el corazón de los hombres»6. Ello puede producirse
durante las celebraciones religiosas. No sólo el sabio
puede disfrutar de la jubilosa presencia de los dioses,
según hemos visto, sino que, tal como señalan los
epicúreos, «éste admira la naturaleza y condición de
los dioses, esforzándose por acceder a ella, aspirando
por así decirlo a tocarla, a vivir en ella, y llama a los
sabios “amigos de los dioses” y a los dioses "amigos
de los sabios”»7. Y ya que los dioses no se ocupan de
los asuntos humanos, el sabio no los invocará para
obtener determinados beneficios, aunque encontra­
rá la felicidad contemplando su serenidad, añadién­
dose a su alegría. Para Epicuro, el amor a los dioses
es amor a su belleza y su perfección. P. Decharme8
habla en relación a ello de «puro amor». El sabio
encontrará, pues, la felicidad adoptando a los dio­
ses como modelos para vivir en una perfecta sereni­
dad y en una perfecta pureza espiritual, disciplinando
sus deseos, examinando su conciencia, aceptando ser

6 Ibid, p. 97. (Fragmento 385 a, en H. Usener, Epicurea, Leipzig, 1887, p. 356).


7 H. Usener, Epicurea, p. 258, fr. 386, citado por Festugiére, ibid, p. 98.
8 P. Decharme, op. cit., p. 257.
corregido fraternalmente por una comunidad unida
en el vínculo de una intensa amistad. La felicidad epi­
cúrea es, tal vez, como la de los dioses, el puro placer
de la existencia9.

¿Felicidad egoísta?

¿Pueden considerarse egoístas los tipos de felicidad


propuestos por la sabiduría antigua!1 Quizá cabría
pensarlo al releer la descripción que acabo de reali­
zar, breve en exceso, y por su parte los historiadores o
los filósofos no han dejado de señalarlo así. Parecería,
en efecto, que algunos de estos modelos de felicidad
se encuentren, sea como fuere, reservados a una élite
capaz de alcanzar la contemplación aristotélica o el
éxtasis plotiniano, por ejemplo. Y, sobre todo, estos
modelos de felicidad, ¿no estarán orientados exclusi­
vamente a la perfección del individuo aislado?
De hecho el problema resulta de lo más complejo.
En primer lugar, no puede negarse el carácter «misio­
nero» de muchos filosófos antiguos importantes, mi­
sionero en el doble sentido de «recibir una misión divi­
na» y de «pretender la conversión». Sócrates, también

9 Sobre la vida en la escuela epicúrea, cf. N. W De W itt, Epicurus and his Philosophy,
W esport, University of Minnesota, 1954, p. 9, y W Schmidt, «Epicurus», en Real­
lexikon fiir Antike und Christentum, vol. v, Stturgard, Hiersem ann, 1962.
en este punto, supone el modelo fundamental. Se
presenta como «el hombre que ha sido ofrecido a los
atenienses, por voluntad de los dioses, a fin de espo­
learles como un tábano» (Apología de Sócrates, 30 e).
«Estoy a disposición tanto del rico como del pobre, sin
distinción» (Ibid., 32 b). «Soy un hombre ofrecido a la
ciudad por la divinidad: debéis preguntaros si resulta
humanamente posible dejar de lado, como hago yo,
los intereses personales [...] desde hace ya tantos años,
y eso para ocuparse únicamente de vosotros [...],
urgiendo a cada uno a hacerse mejor» (Ibid., 31 b).
Epicuro fue presentado a sus discípulos como un
dios entre los hombres, venido a manera de salvador
de la humanidad, convirtiéndose a su vez cada epi­
cúreo en misionero, como ese Diógenes que en el si­
glo ni a. C., en su ciudad natal de Oinoanda, en Licia
(sudoeste de Turquía), hizo grabar una gigantesca
inscripción destinada a dar a conocer a sus conciuda­
danos y a las generaciones futuras las líneas generales
de la doctrina de Epicuro y su mensaje salutífero10.
Los antiguos coinciden, por lo demás, en reconocer la
extraordinaria difusión de la doctrina epicúrea. Preci­
samente, la originalidad radical de la escuela epicúrea
consistió en invitar a todos los hombres, incluso a los

10 Edición completa (por el m om ento), con traducción italiana de los fragmentos,


en A. Casanova, Iframmenti di Diogene d’Enoanda, Florencia, Universitá degli studi
di Firenze, 1984.
incultos o sin especial formación intelectual, y en ad­
mitir entre sus filas a esclavos y mujeres, incluyendo
cortesanas, como aquella Leontión, discipula de Epi­
curo, a la que cierto pintor muestra «en meditación»11.
La filosofía estoica tampoco rechazaba dirigirse a
los esclavos, a las mujeres y, en general, a todos los
hombres. A este respecto hay que recordar el juicioso
apunte de G. Rodier: «Los estoicos querían que la vir­
tud y la felicidad [...] fueran accesibles a todos; y que­
rían que lo fueran en este mundo [...]. Pero para eso
hace falta que el mundo en que vivimos sea el más
hermoso y el mejor posible, que no sea el opuesto de
un mundo superior [...], que no haya otras realidades
que las que se ofrecen a nuestra vista dentro del seno
celestial de Zeus»12. La idea de una filosofía de la pré­
dica no está ausente en el estoicismo, y en este senti­
do se aprecia siempre una relación entre el cinismo y
el estoicismo. A partir de Diógenes los cínicos se con­
virtieron en ardientes propagandistas, dirigiéndose a
todas las clases sociales y predicando con el ejemplo
para denunciar las convenciones sociales y proponer
la vuelta a una sencillez vital en conformidad con la
11 Plinio el Antiguo, Hist. Nat. 35, 99 y 144. Sobre la difusión del epicureismo, cf.
Cicerón, De finibus, II, 14, 47: «Epicuro no sólo removió las conciencias de Grecia
y de Italia, sino tam bién las de todo el m undo bárbaro», y De W itt, op. cit., pp. 26-
27 y 329. Según Lactancio, Instituciones divinas, III, 25, 4, las mujeres, los esclavos
y los ignorantes son admitidos por estoicos y epicúreos en el aprendizaje filosófico.
12 G. Rodier, Études de philosophie grecque, París, 1926, pp. 254-255, citado por V
Goldschmidt, Le système stoïcien et l’idée de temps, Paris, Vrin, 1977, p. 59.
naturaleza. Epicteto convierte en cierto modo a los
cínicos en los monjes del estoicismo. Son los envia­
dos, los mensajeros, los portavoces de Dios entre los
hombres, siendo en general el filósofo, para Epicteto,
el testigo (martus) de Dios13.
Es cierto, por el contrario, que el platonismo de
Platón o de Plotino, o incluso el aristotelismo, resul­
tan filosofías reservadas a una élite cultivada en todas
las ciencias.
Pero, por otra parte, ¿puede decirse que los mode­
los de felicidad concebidos por las escuelas filosóficas
de la Antigüedad proponen a los individuos la bús­
queda egoísta de su propia perfección, lograda me­
diante el repliegue sobre uno mismo y la huida del
mundo? Finalmente, pienso que la respuesta a esta
pregunta debe ser no.
Comencemos por lo más sencillo. Parece evidente
que los estoicos, para quienes la felicidad supone un
bien moral que incluye como parte integrante la de­
dicación a la comunidad, el ejercicio de la justicia y el
amor a los demás, no pueden ser presentados de esta
manera. ¿Pero no es egoísta acaso la felicidad epicú­
rea? Es cierto que la serenidad epicúrea y su negativa
a involucrarse en los asuntos de la Ciudad podrían

13 Epicteto, Conversaciones, III, 22, y véase A. Delatte, «Le sage-témoin dans la philo­
sophie stoïco-cynique», en Bulletin de la Classe des Lettres, Bruselas, Académie Royale
de Belgique, 1953, pp. 166-186.
autorizar determinadas suposiciones sobre el epicu­
reismo. Pero su aspiración a la prédica, el importante
papel concedido a la amistad y a la constitución de
comunidades, cuyos miembros han de ayudarse mu­
tuamente en lo espiritual y en lo material, son hechos
que bastan para rechazar esa idea según la cual la fi­
losofía epicúrea equivaldría a un hedonismo egoísta.
En cuanto a Platón y Aristotéles, la preocupación
por la política y por la mejora de la Ciudad, que am­
bos comparten, basta para salvarlos de este reproche.
Pero... ¿y Plotino? ¿Qué decir de una obra que, según
la presentación ofrecida por Porfirio, discípulo suyo,
termina con estas frases (Ené. VI, 9, 11, 48)?: «Tal es
la vida de los dioses y de los hombres divinos y bien­
aventurados, marcada por el alejamiento de las cosas
de este mundo, por una existencia que no sienta el
menor apego por las cosas mundanas, por la huida
del único hacia lo Único». Esta huida del único hacia
lo Único ha sido a menudo interpretada como una
actitud narcisista, como un repliegue del yo sobre sí
mismo, no siendo de hecho ese Único que es el Uno
o el Bien otra cosa distinta al yo. Por desgracia, no
podemos entrar en un análisis en profundidad de este
asunto. Digamos solamente que a la experiencia mís­
tica plotiniana le resulta esencial constituir a la vez
una experiencia del yo, en la medida en que supone
la revelación de la interioridad, y una experiencia de
lo Otro, en la medida en que se sustrae a los límites
de lo relativo, del lenguaje, de lo decible y de lo pen­
sable, y que expresa ese Absoluto con el que precisa­
mente se hace imposible identificarse. Una experien­
cia semejante no puede calificarse de egoísta.
Éstos son por lo tanto, pese a lo breve de su descrip­
ción, los diferentes modelos de felicidad proporciona­
dos por las escuelas filosóficas de la Antigüedad. En
general, los cristianos no los dejarán caer en el olvi­
do. El modelo estoico será retomado por la tradición
monástica y ascética. Y no parece sorprendente que,
en 1605, el célebre padre Ricci, queriendo ofrecer a
los letrados chinos una presentación del cristianismo,
compusiera el Libro de los veinticinco parágrafos14, una
especie de catecismo con las reglas de la felicidad,
que era en gran parte traducción parafraseada de los
distintos parágrafos del Manual de Epicteto, adaptada
al mismo tiempo al cristianismo y al confucionismo.
En cuanto a los modelos platónicos, aristotélicos y
plotinianos, sabido es el papel que jugarían en la con­
figuración de la experiencia mística cristiana. El pen­
samiento de Epicuro sobre la felicidad y el placer, sin
embargo, fue condenado por la historia a un lamen­
table ocultamiento.

14 Cf. C. Spalatin, «Matteo Riccis Use of Epictetus Encheiridion», en Gregoñanum,


vol. 56, 1975, p. 551.
CARTA A M EN EC EO
(D. L ., X, 1 2 2 - 1 3 5 )
Epicuro a Meneceo, salud.

Nadie por ser joven dude en filosofar ni por ser viejo


de filosofar se hastíe. Pues nadie es joven o viejo para
la salud de su alma. El que dice que aún no es edad
de filosofar o que la edad ya pasó es como el que dice
que aún no ha llegado o que ya pasó el momento
oportuno para la felicidad. De modo que deben fi­
losofar tanto el joven como el viejo. Éste para que,
aunque viejo, rejuvenezca en bienes por el recuerdo
gozoso del pasado, aquél para que sea joven y viejo a
un tiempo por su impavidez ante el futuro. Necesario
es, pues, meditar lo que procura la felicidad, si cuan­
do está presente todo lo tenemos y, cuando nos falta,
todo lo hacemos por poseerla.

[123]

Tú medita y pon en práctica los principios que siem­


pre te he aconsejado, teniendo presente que son ele­
mentos indispensables de una vida feliz. Considera
en primer lugar a la divinidad como un ser viviente
incorruptible y feliz, según la ha grabado en nosotros
la común noción de lo divino, y nada le atribuyas aje­
no a la inmortalidad o impropio de la felicidad. Res­
pecto a ella, por el contrario, opina todo lo que sea
susceptible de preservar, con su incorruptibilidad, su
felicidad. Los dioses ciertamente existen, pues el co­
nocimiento que de ellos tenemos es evidente. No son,
sin embargo, tal como los considera el vulgo porque
no los mantiene tal como los percibe. Y no es impío
quien suprime los dioses del vulgo, sino que atribu­
ye [124] a los dioses las opiniones del vulgo, pues no
son prenociones sino falsas suposiciones los juicios
del vulgo sobre los dioses. De ahí que de los dioses
provengan los más grandes daños y ventajas; en efec­
to, aquellos que en todo momento están familiari­
zados con sus propias virtudes acogen a quienes les
son semejantes, considerando como extraño lo que
les es discorde.
Acostúmbrate a pensar que la muerte nada es para
nosotros, porque todo bien y todo mal residen en la
sensación y la muerte es privación de los sentidos. Por
lo cual el recto conocimiento de que la muerte nada
es para nosotros hace dichosa la mortalidad de la vida,
no porque añada una temporalidad infinita sino [125]
porque elimina el ansia de inmortalidad. Nada temi­
ble hay en el vivir para quien ha comprendido real­
mente que nada temible hay en el no vivir. De suerte
que es necio quien dice temer la muerte, no porque
cuando se presente haga sufrir, sino porque hace sufrir
en su demora. En efecto, aquello que con su presencia
no perturba, en vano aflige con su espera. Así pues,
el más terrible de los males, la muerte, nada es para
nosotros, porque cuando nosotros somos, la muerte
no está presente y, cuando la muerte está presente, en­
tonces ya no somos nosotros. En nada afecta, pues, ni
a los vivos ni a los muertos, porque para aquéllos no
está y éstos ya no son. Pero la mayoría unas veces huye
de la muerte como del mayor mal y otras veces la pre­
fiere como descanso [126] de las miserias de la vida. El
sabio, por el contrario, ni rehúsa la vida ni le teme a
la muerte; pues ni el vivir es para él una carga ni con­
sidera que es un mal el no vivir. Y del mismo modo
que del alimento no elige cada vez el más abundante
sino el más agradable, así también del tiempo, no del
más duradero sino del más agradable disfruta. Quien
recomienda al joven vivir bien y al viejo morir bien es
necio no sólo por lo agradable de la vida, sino tam­
bién por ser el mismo el cuidado del bien vivir y del
bien morir. Mucho peor aún quien dice:

«Mejor no haber nacido, pero, una vez nacido, cru­


zar cuanto antes las puertas del Hades».
[127]

Porque si esto dice convencido, ¿por qué no deja la vi­


da? En sus manos está hacerlo, si con certeza es lo que
piensa. Si se burla, necio es en algo que no lo admite.
Se ha de recordar que el futuro no es ni del todo
nuestro ni del todo ajeno, para no tener la absoluta
esperanza de que lo sea ni desesperar de que del todo
no lo sea.
Y hay que considerar que de los deseos unos son
naturales, otros vanos; y de los naturales unos son ne­
cesarios, otros sólo naturales; y de los necesarios unos
lo son para là felicidad, otros para el bienestar del
cuerpo, otros para la vida misma.

[128]
Un recto conocimiento de estos deseos sabe, en efec­
to, supeditar toda elección o rechazo a la salud del
cuerpo y a la serenidad del alma, porque esto es la
culminación de la vida feliz. En razón de esto todo
lo hacemos, para no tener dolor en el cuerpo ni tur­
bación en el alma. Una vez lo hayamos conseguido,
cualquier tempestad del alma amainará, no teniendo
el ser viviente que encaminar sus pasos hacia algu­
na cosa de la que carece ni buscar ninguna otra cosa
con la que colmar el bien del alma y del cuerpo. Pues
entonces tenemos necesidad del placer, cuando su­
frimos por su ausencia, pero cuando no sufrimos ya
no necesitamos del placer. Y por esto decimos que
el placer es [129] principio y culminación de la vida
feliz. Al placer, en efecto, reconocemos como el bien
primero, a nosotros connatural, de él partimos para
toda elección y rechazo y a él llegamos juzgando todo
bien con la sensación como norma. Y como éste es
el bien primero y connatural, precisamente por ello
no elegimos todos los placeres, sino que hay ocasio­
nes en que soslayamos muchos, cuando de ellos se
sigue para nosotros una molestia mayor.
También muchos dolores estimamos preferibles a
los placeres cuando, tras largo tiempo de sufrirlos, nos
acompaña mayor placer. Ciertamente todo placer es
un bien por su conformidad con la naturaleza y, sin
embargo, no todo placer es elegible; así como tam­
bién todo dolor es un mal [130], pero no todo dolor
siempre ha de evitarse. Conviene juzgar todas estas
cosas con el cálculo y la consideración de lo útil y de
lo inconveniente, porque en algunas circunstancias
nos servimos del bien como de un mal y, viceversa,
del mal como de un bien.
También a la autosuficiencia la consideramos un
gran bien, no para que siempre nos sirvamos de poco
sino para que, si no tenemos mucho, nos contentemos
con poco, auténticamente convencidos de que más
agradablemente gozan de la abundancia quienes me­
nos tienen necesidad de ella y de que todo lo natural es
fácilmente procurable y lo vano difícil de obtener. Ade­
más los alimentos sencillos proporcionan igual placer
que una comida excelente, una vez que se elimina del
todo el dolor [131] de la necesidad, y pan y agua pro­
curan el máximo placer cuando los consume alguien
que los necesita. Acostumbrarse a comidas sencillas y
sobrias proporciona salud, hace al hombre solícito en
las ocupaciones necesarias de la vida, nos dispone me­
jor cuando alguna que otra vez accedemos a alimentos
exquisitos y nos hace impávidos ante el azar.
Cuando, por tanto, decimos que el placer es fin no
nos referimos a los placeres de los disolutos o a los que
se dan en el goce, como creen algunos que desconocen
o no están de acuerdo o mal interpretan nuestra doctri­
na, sino al no sufrir dolor en el cuerpo ni turbación en
el [132] alma. Pues ni banquetes ni orgías constantes ni
disfrutar de muchachos ni de mujeres ni de peces ni de
las demás cosas que ofrece una mesa lujosa engendran
una vida feliz, sino un cálculo prudente que investigue
las causas de toda elección y rechazo y disipe las falsas
opiniones de las que nace la más grande turbación que
se adueña del alma. De todas estas cosas, el principio y
el mayor bien es la prudencia. Por ello la prudencia es
incluso más apreciable que la filosofía; de ella nacen to­
das las demás virtudes, porque enseña que no es posi­
ble vivir feliz sin vivir sensata, honesta y justamente, ni
vivir sensata, honesta y justamente sin vivir feliz. Las
virtudes, en efecto, están unidas a la vida feliz y el vivir
feliz es inseparable de ellas.

[133]

Porque ¿a quién estimas mejor que a aquel que sobre


los dioses tiene opiniones piadosas y ante la muerte
es del todo impávido, que tiene en cuenta el fin de la
naturaleza y ha captado que el límite de los bienes es
fácil de colmar y de obtener y que el límite de los ma­
les tiene corta duración o produce ligero pesar; que
se burla del destino por algunos considerado como
señor supremo de todo diciendo que algunas cosas
suceden por necesidad, otras por azar y que otras de­
penden de nosotros, porque la necesidad es irres­
ponsable, porque ve que el azar es incierto y lo que
está en nuestras manos no tiene dueño, por lo cual le
acompaña la censura o la alabanza? (Porque era mejor
[134] prestar oídos a los mitos sobre los dioses que ser
esclavos del destino de los físicos. Aquéllos, en efecto,
esbozan una esperanza de aplacar a los dioses por me­
dio de la veneración, pero éste entraña una inexorable
necesidad). Un hombre tal, que no cree que el azar es
un dios, como considera el vulgo (pues nada desorde­
nado hace la divinidad), ni un principio causal inde­
terminado (pues sin creer que por él les es dado a los
hombres el bien y el mal en relación con la vida feliz,
piensa, sin embargo, que proporciona los principios
de los grandes bienes [135] y males), estima mejor
ser desafortunado con sensatez que afortunado con
insensatez; pero a su vez es preferible que en nuestras
acciones el buen juicio sea coronado por la fortuna.
Así pues, estas cosas y las que a ellas son afines
medítalas día y noche contigo mismo y con alguien
semejante a ti y nunca, ni despierto ni en sueños, su­
frirás turbación, sino que vivirás como un dios entre
los hombres. Pues en nada se asemeja a un ser mortal
un hombre que vive entre bienes inmortales.
FRA G M ENTO S Y TEST IM O N IO S ESCO G IDO S
Epicuro decía que la filosofía es una actividad que
con discursos y razonamientos procura la vida feliz.

Vana es la palabra del filósofo que no remedia ningún


sufrimiento del hombre. Porque así como no es útil
la medicina si no suprime las enfermedades del cuer­
po, así tampoco la filosofía si no suprime las enferme­
dades del alma.
Con amor a la verdadera filosofía se desvanece cual­
quier deseo desordenado y penoso.

Es preciso que sirvas a la filosofía para que te alcance


la verdadera libertad.

La felicidad y la dicha no la proporcionan ni la canti­


dad de riquezas ni la dignidad de nuestras ocupacio­
nes ni ciertos cargos y poderes, sino la ausencia de
sufrimiento, la mansedumbre de nuestras pasiones y
la disposición del alma al delimitar lo que es por na­
turaleza.

El que presta atención a la naturaleza y no a las va­


nas opiniones es autosuficiente en cualquier circuns­
tancia. Pues en relación a lo que por naturaleza es
suficiente toda adquisición es riqueza, pero en rela­
ción a los deseos ilimitados la mayor riqueza es po­
breza.

Conviene decir de qué modo se preservará mejor el


fin de la naturaleza y cómo nadie, en un principio,
accede espontáneamente a los cargos públicos.

Nada produce tanto regocijo como el no cumplir mu­


chos cometidos ni emprender asuntos engorrosos ni
violentar nuestra capacidad más allá de sus fuerzas,
pues todo esto provoca perturbaciones en nuestra
naturaleza.

¡Huye, afortunado, a velas desplegadas de toda forma


de cultura!
Te estimo dichoso, Apeles, porque limpio de toda
cultura te entregaste a la filosofía.

11

Téngase presente sólo el cuadrifármaco: dios no se


ha de temer; la muerte es insensible; el bien es fácil
de procurar; el mal, fácil de soportar.

12

Sólo Epicuro concibió que existen los dioses por el


hecho de que la naturaleza ha grabado en el ánimo
de todos la noción de ellos. Pues, ¿qué pueblo hay
o qué estirpe de hombres que no tenga, sin previa
instrucción doctrinal, una cierta anticipación de los
dioses, que Epicuro llama prolepsis?

13

El ser vivo incorruptible y feliz: (la divinidad), saciado


de todos los bienes y exento de todo mal, dado por
entero al goce continuo de su propia felicidad e inco-
rruptibilidad, es indiferente a los asuntos humanos.
Sería infeliz si, a modo de un operario o de un artesa­
no, soportara pesadumbres y afanes por la construc­
ción del cosmos.

14

Si Dios prestara oídos a las súplicas de los hombres,


pronto todos los hombres perecerían porque de con­
tinuo piden muchos males los unos contra los otros.

15

He ahí, dice Epicuro, lo más excelso, algo como so­


bresaliente en preeminencia. El sabio, en efecto, tie­
ne en todo momento opiniones puras y reverentes
acerca de la divinidad y estima excelsa y augusta su
naturaleza. Pero, sobre todo en las fiestas, avanzando
en la idea de la divinidad por tener de continuo en
los labios su nombre con vivísima emoción, alcanza
a comprender la inmortalidad de los dioses.
Sacrifiquemos, pues, piadosa y rectamente como con­
viene, y cumplamos con todas las demás cosas de
acuerdo con las leyes, sin dejarnos turbar por las vanas
opiniones acerca de los seres más perfectos y augus­
tos. Seamos además justos en base a la doctrina de la
que os he hablado. Pues así es posible vivir de acuerdo
con la naturaleza.

17

Frente a las demás cosas es posible procurarse seguri­


dad, pero frente a la muerte todos los hombres habi­
tamos una ciudad sin murallas.

18

Tan grande es la ignorancia de los hombres, tan gran­


de su locura, que algunos por temor de la muerte son
empujados a la muerte.
Muéstrese gratitud a la feliz Naturaleza porque hizo
fácil de procurar lo necesario y difícil de obtener lo
innecesario.

20

El hombre es infeliz ya por el temor, ya por el de­


seo ilimitado y vano. Quien a esto ponga brida puede
procurarse la feliz sabiduría.

21

Con una actividad desenfrenada se acumula gran


cantidad de riquezas, pero a ellas se les une una vida
desgraciada.

22

Muchos que consiguieron riquezas no encontraron


en ellas la liberación de sus males sino una permuta
de éstos por otros aún peores.
La autosuficiencia es la mayor de todas las riquezas.

24

Es raro encontrar un hombre pobre si se atiene al fin


de la naturaleza y rico si se atiene a las vanas opinio­
nes. Ningún insensato, en efecto, se contenta con lo
que tiene, sino que más bien se atormenta por lo que
no tiene. Pues así como los que tienen fiebre, por la
malignidad de la enfermedad, siempre están sedien­
tos y desean las cosas más perjudiciales, así también
los que su alma tienen en mal estado sienten siempre
que todo les falta y se precipitan por su avidez en los
más diversos deseos.

25

La naturaleza nos enseña a considerar insignificantes


las concesiones de la fortuna, a saber ser desafortuna­
dos cuando somos afortunados y, cuando somos desa­
fortunados, a no valorar en exceso la fortuna. Tam­
bién nos enseña a recibir con serenidad los bienes
concedidos por el azar y a mantenernos firmes frente
a los que parecen ser sus males. Porque efímero es
todo bien y todo mal estimado por el vulgo y la sabi­
duría nada tiene en común con la fortuna.

26

La pobreza acomodada a la ley de la naturaleza es


gran riqueza.

27

La serenidad del alma y la ausencia de dolor corpóreo


son placeres catastemáticos. La dicha y el gozo se re­
velan por su actividad como placeres en movimiento.

28

Por mi parte no sé qué idea puedo hacerme del bien


si suprimo los placeres del gusto, del amor, del oído y
los suaves movimientos que de las formas exteriores
recibe la vista.
Para quienes son capaces de reflexionar, el equilibrio
estable de la carne y la confiada esperanza de conser­
varlo conllevan la dicha más grande y segura.

30

Debemos apreciar lo bello, las virtudes y las cosas por


el estilo si producen placer; si no, hay que mandarlas
a paseo.

31

Yo exhorto a placeres continuos y no a esas virtudes


vacías y necias que conllevan inquietas esperanzas
de fruto.

32

Entonces necesitamos del placer, cuando sufrimos


por su ausencia; pero cuando esto no sufrimos y es­
tamos en condiciones de sentir, entonces ninguna
necesidad tenemos del placer. No produce, en efec-
to, daño la necesidad natural sino el deseo de la vana
opinión.

33

Principio y raíz de todo bien es el placer del vientre.


Incluso los actos más sabios e importantes a él guar­
dan referencia.

34

Es mejor soportar algunos determinados dolores pa­


ra gozar de placeres mayores.
Conviene privarse de algunos determinados pla­
ceres para no sufrir dolores más penosos.

35

Reboso de placer en el cuerpo cuando dispongo de


pan y agua. Y escupo sobre los placeres de la abun­
dancia, no por sí mismos, sino por las molestias que
les siguen.
Escupo sobre lo bello moral y los que vanamente lo
admiran cuando no produce ningún placer.

37

Si quieres hacer rico a Pitocles, no aumentes sus ri­


quezas sino limita sus deseos.

38

El recuerdo de los bienes pasados es muy importante


para la vida feliz.

39

También las virtudes se eligen por el placer, y no por


sí mismas, como la medicina por la salud.
Epicuro y los cirenaicos dicen que el placer es el bien
primero y natural. Pues la virtud que ha pasado inad­
vertida por causa del placer, ha producido placer.

41

El más grande fruto de la justicia es la serenidad del


alma.

42

Las leyes están establecidas para los sabios, no para


que no cometan injusticia sino para que no la sufran.

43

Aun eligiendo la amistad por el placer, Epicuro dice


que soportamos los mayores males por los amigos.
Los epicúreos huyen de la política como daño y des­
trucción de la vida dichosa.

45

Jamás pretendí contentar al vulgo; porque lo que a él


le agrada, yo lo ignoro, y lo que yo sé, bien lejos está
de su comprensión.

46

Vive oculto.
M ÁXIMAS CAPITALES
(d . l ., X, 139-154)
El ser feliz e incorruptible (la divinidad) ni tiene él
preocupaciones ni se las causa a otro; de modo que
ni de imaginaciones ni de agradecimientos se ocupa.
Pues todo eso se da sólo en el débil.
(En otros lugares dice [Epicuro] que los dioses son
visibles a la razón, presentándose unos en su existen­
cia numérica, y otros en forma humana, por una asi­
milación formal a partir de la continua emanación de
imágenes semejantes y confluyentes).
La muerte no es nada para nosotros. Porque lo que
se ha disuelto es insensible y lo insensible no es nada
para nosotros.

Límite de la magnitud de los placeres es la elimina­


ción de todo dolor. Donde haya placer, por el tiem­
po que dure, no existe dolor o pesar o la mezcla de
ambos.

No se demora el dolor permanentemente en la car­


ne, sino que el más extremado perdura el más breve
tiempo, y aquel que tan sólo distancia el placer de
la carne tampoco se mantiene muchos días. Las en­
fermedades muy duraderas tienen para la carne una
dosis aún mayor de placer que de dolor.
No es posible vivir placenteramente sin vivir sensata,
honesta y justamente; ni vivir sensata, honesta y jus­
tamente, sin vivir placenteramente. Quien no consi­
gue tales presupuestos, no puede vivir con placer.

Con vistas a obtener seguridad frente a la gente, sería


un bien acorde a la naturaleza el ejercicio del poder
y la realeza, como medios para poder procurarse en
algún momento esa seguridad.

Algunos han querido hacerse famosos y admirados,


creyendo que así conseguirían rodearse de seguridad
frente a la gente. De modo que si su vida es segura,
consiguieron el bien de la naturaleza. Pero si no es
segura, se quedan sin el objetivo al que se sintieron
impulsados desde el principio conforme a lo propio
de la naturaleza.
Ningún placer por sí mismo es un mal. Pero las cosas
que producen ciertos placeres acarrean muchas más
perturbaciones que placeres.

Si pudiera densificarse cualquier placer, y pudiera ha­


cerlo tanto por su duración como por su referencia a
todo el conjunto o a las partes dominantes de nuestra
naturaleza, entonces los placeres no podrían diferen­
ciarse nunca individualmente.

10

Si las cosas que producen placer a los perversos les


liberaran de los terrores de la mente respecto a los
fenómenos celestes, la muerte y los sufrimientos, y
además les enseñaran el límite de los deseos, no ten­
dríamos nada que reprocharles a éstos, saciados por
todas partes de placeres y carentes siempre del dolor
y el pesar, de lo que es, en definitiva, el mal.
Si nada nos perturbaran los recelos ante los fenóme­
nos celestes y el temor de que la muerte sea tal vez
algo para nosotros, y además el desconocer los lími­
tes de los dolores y los deseos, no necesitaríamos de
la investigación de la naturaleza.

12

No era posible liberarse del temor ante las más de­


finitivas preguntas sin conocer cuál es la naturaleza
del universo, y recelando algunas de las creencias
según los mitos. De modo que sin la investigación
de la naturaleza no era posible recoger placeres sin
mancha.

13

Ninguna sería la ganancia de procurarse la seguridad


entre los hombres si se angustia uno por los fenóme­
nos del cielo y de debajo de la tierra, y, en una pala­
bra, por los del infinito.
14
Cuando ya se tiene en una cierta medida la seguridad
frente a la gente se consigue, cimentada en esta posi­
ción y en la abundancia de recursos, la seguridad más
límpida, que procede de la tranquilidad y del aparta­
miento de la muchedumbre.

15

La riqueza acorde con la naturaleza está delimitada y


es fácil de conseguir. Pero la de las vanas ambiciones
se derrama al infinito.

16

Poco le ofrece al sabio la fortuna. Sus mayores y más


importantes bienes se los ha distribuido su juicio y se
los distribuye y distribuirá a lo largo de todo el tiem­
po de su vida.

17

El justo es el más imperturbable, y el injusto está re­


pleto de la mayor perturbación.
No se acrecienta el placer en la carne, una vez que se
ha extirpado el dolor por alguna carencia, sino que
sólo se colorea. En cuanto al límite del placer puesto
por la mente, lo produce la reflexión sobre esas mis­
mas cosas que habían causado a la mente los mayores
temores, y las de género semejante.

19

Un tiempo ilimitado y un tiempo limitado contienen


igual placer, si uno mide los límites de éste mediante
la reflexión.

20

La carne concibe los límites del placer como ilimita­


dos, y querría un tiempo ilimitado para procurárse­
los. Pero la mente, que ha comprendido el razona­
miento sobre la finalidad y límite de la carne, y que
ha disuelto los temores ante la eternidad, nos consi­
gue una vida perfecta. Y para nada necesitamos ya
un tiempo infinito. Pues no rehúye en modo algu­
no el placer; ni se aleja cuando los acontecimientos
disponen nuestra marcha de la vida como si le hubie­
ra faltado algo para el óptimo vivir.

21

Quien es consciente de los límites de la vida sabe


cuan fácil de obtener es aquello que clama el dolor
por una carencia y lo que hace lograda la vida entera.
De modo que para nada necesita cosas que traen con­
sigo luchas competitivas.

22

Es preciso confirmar reflexivamente el fin que nos


hemos propuesto y toda evidencia a la que referimos
nuestras opiniones. De lo contrario, todo se nos pre­
sentará lleno de incertidumbre y confusión.

23

Si rechazas todas las sensaciones no tendrás siquiera


el punto de referencia para juzgar aquellas que afir­
mas que resultan falsas.
Si vas a rechazar en bloque cualquier sensación y no
vas a distinguir lo imaginado y lo añadido y lo ya pre­
sente en la sensación y en los sentimientos y cualquier
contacto imaginativo de la mente, confundirás inclu­
so las demás sensaciones con tu vana opinión, hasta
el punto de rechazar toda capacidad de juicio. Por el
contrario, si vas a dar por seguro incluso todo lo aña­
dido en tus representaciones imaginativas y lo que no
se presta a la confirmación, no evitarás el error. Así
que en cualquier deliberación estarás guardando una
total ambigüedad entre lo auténtico y lo inauténtico.

25

Si no refieres en cualquier oportunidad cada uno de


tus hechos al fin según la naturaleza, sino que antes te
desvías dedicándote a perseguir cualquier otro, no se­
rán consecuentes tus acciones con tus pensamientos.

26

Todos los deseos que no concluyen en dolor al no


saciarse no son necesarios, sino que representan un
impulso fácil de eludir, cuando parecen ser de difícil
consecución o de efectos perniciosos.

27

De los bienes que la sabiduría ofrece para la felicidad


de la vida entera, el mayor con mucho es la adquisi­
ción de la amistad.

28

El mismo conocimiento que nos ha hecho tener con­


fianza en que no existe nada terrible eterno ni muy
duradero, nos hace ver que la seguridad en los mis­
mos términos limitados de la vida consigue su perfec­
ción sobre todo por la amistad.

29

De los deseos unos son naturales y necesarios. Otros


naturales y no necesarios. Otros no son naturales ni
necesarios, sino que nacen de la vana opinión.
(Naturales y necesarios considera Epicuro a los
que eliminan el dolor, como la bebida para la sed.
Naturales pero no necesarios los que sólo colorean el
placer, pero no extirpan el dolor, como los alimentos
refinados. Ni naturales ni necesarios, por ejemplo, las
coronas y la dedicación de estatuas).

30

A algunos de los deseos naturales, que no acarrean


dolor si no se sacian, les es propio un intenso afán.
Proceden (sin embargo) de una vana opinión; y no
se diluyen, no por su propia naturaleza sino por la
vanidad propia del ser humano.

31
Lo justo según la naturaleza es un acuerdo de lo
conveniente para no hacerse daño unos a otros ni
sufrirlo.

32

Respecto de todos aquellos animales que no pudie­


ron hacer pactos sobre el no hacer daño ni sufrirlo
mutuamente, para ellos nada fue justo ni injusto.
Y de igual modo también respecto a todas aquellas
razas que no pudieron o no quisieron hacer esos pac­
tos sobre el no hacer ni sufrir daño.

33

La justicia no fue desde el principio algo por sí mis­


ma, sino un cierto pacto sobre el no hacer ni sufrir
daño surgido en las convenciones de unos y otros en
repetidas ocasiones y en ciertos lugares.

34

La injusticia no es por sí misma un mal, sino por el


temor ante la sospecha de que no pasará inadvertida
a los destinados a castigar tales actos.

35

No le es posible a quien ocultamente viola alguno de


los acuerdos mutuos sobre el no hacer ni sufrir daño,
confiar en que pasará inadvertido, aunque haya sido
así diez mil veces hasta el presente. Porque es impre­
visible si pasará así hasta el fin de su vida.
El derecho común es lo mismo para todos, es decir,
es lo conveniente para el trato comunitario. Pero el
derecho particular del país y de los casos concretos
no todos acuerdan que sea el mismo.

37

De las leyes convencionales tan sólo la que se con­


firma como conveniente para la utilidad del trato
comunitario posee el carácter de lo justo, tanto si re­
sulta ser la misma para todos, como si no. Si se ha
dado una ley, pero no funciona según lo conveniente
al trato comunitario, ésa ya no posee la naturaleza de
lo justo. Y si lo que es conveniente según el derecho
llega a variar, mas durante algún tiempo se acomo­
da a nuestra prenoción de él, no por eso durante ese
tiempo es menos justo para los que no se confunden
a sí mismos con palabras vanas, sino que atienden
sencillamente a los hechos reales.
Cuando, sin sufrir variaciones en las circunstancias
reales, resulta evidente que las cosas sancionadas co­
mo justas por las leyes no se adecúan en los hechos
mismos a nuestra prenoción de lo justo, ésas no eran
justas. Cuando, al variar las circunstancias, ya no son
convenientes las mismas cosas sancionadas como
justas, desde ese momento eran sólo justas entonces,
cuando resultaban convenientes al trato comunitario
de los conciudadanos. Pero luego ya no eran justas,
cuando dejaron de ser convenientes.

39

Quien se prepara de la mejor manera para no depen­


der de las cosas externas, éste procura familiarizarse
con todo lo posible: y que las cosas imposibles no le
sean al menos extrañas. Respecto a todo aquello con
lo que no es capaz siquiera de eso, lo deja al margen
y marca los límites de todo lo que resulta útil para su
actuación.
Aquellos que han tenido la capacidad de obtener la
máxima confianza en sus prójimos, han logrado así
vivir en comunidad del modo más agradable, al te­
ner la más segura fidelidad; y aunque tuvieran la más
plena intimidad, no lloran como en lamentación la
apresurada despedida del compañero que muere.
EXHORTACIONES'

I1 Entre
Entre las
las exhortaciones
exhortaciones sese mniten
om iten las
las que
que no
no son
son de
de Epicuro,
Epicuro, sino
sino de
de sus
sus discípulos
discípulos
(los números
(los núm eros 10,
10, 30,
30, 31,
31, 36,
36, 47,
47, 51),
51), Yy aquellas
aquellas que
que se
se repiten en las
repiten en las Máximas
Máximas Capi-
Capi­
tales (los
tales (los núm eros 1,2,4,6,8,
números 1, 2, 4, 6, 8, 12,
12, 13,20,22,49,50,
13, 20, 22, 49, 50, 72).
72).
(Gnomologio vaticano).

(M C, 1).

(Μ C, 2).
(M C, 4).

Cualquier dolor es fácilmente desdeñable; pues el que


entraña intenso sufrimiento tiene corta duración, y el
que en el cuerpo perdura produce ligero pesar.

(MC, 5).

(M C, 35).

Es difícil que quien comete injusticia pase inadver­


tido; que consiga la confianza de pasar inadvertido,
imposible.
(M C, 15).

La necesidad es un mal, pero ninguna necesidad hay


de vivir en la necesidad.

11

Para la mayor parte de los hombres la inactividad es


torpeza; locura.

12

(M C, 17).

13

(Μ C, 27).
Nacemos una sola vez, pues dos veces no es posible,
y no podemos vivir eternamente. Tú, sin embargo,
aunque no eres dueño de tu mañana, sometes la di­
cha a dilación. Pero la vida se consume inútilmente
en una espera y cada uno de nosotros muere sin ha­
ber gozado de la quietud.

15

Apreciamos nuestras costumbres como algo que nos


es propio, tanto si las tenemos por buenas, y somos
admirados por los demás, como si no. Del mismo
modo es preciso apreciar las de nuestro prójimo, si
es honesto.

16

Nadie, cuando ve el mal, lo elige, sino que queda cau­


tivo de él, seducido como por un bien en relación a
un mal aún mayor.
No ha de ser estimado dichoso el joven, sino el viejo
que ha vivido una hermosa vida. Porque el joven, en
la flor de su juventud, es frecuentemente sacudido
por las veleidades del azar, mientras que el viejo arri­
ba a la vejez como a un puerto, coronando los bienes
que antes con zozobra había esperado en el apacible
gozo del recuerdo.

18

Si se suprime la vista, el trato y el contacto frecuente,


se desvanece la pasión amorosa.

19

Quien olvida los bienes gozados en el pasado es ya


viejo hoy.

20

(M C, 29).
No hay que violentar la naturaleza, sino persuadirla;
y la persuadiremos satisfaciendo los deseos necesa­
rios, los naturales siempre que no nos resulten per­
judiciales, y rechazando rigurosamente los nocivos.

22

(M C, 19).

23

Toda amistad es deseable por sí misma, pero tiene su


origen en los beneficios.

24

Los sueños no tienen naturaleza divina ni poder adi­


vinatorio sino que resultan del aflujo de simulacros.
La pobreza acomodada al fin de la naturaleza es gran
riqueza. Por el contrario, la riqueza no sujeta a lími­
tes es gran pobreza.

26

Conviene tener en cuenta que tanto el discurso ex­


tenso como el breve tienden al mismo fin.

27

En nuestras restantes ocupaciones, una vez cumpli­


das, recogemos el fruto con no pequeña dificultad.
En la filosofía, por el contrario, el placer coincide con
el conocer. Pues no se goza después de haber aprendi­
do, sino que gozar y aprender se dan conjuntamente.

28

No se ha de considerar aptos para la amistad ni a


los precipitados ni a los indecisos, pues también por
amor a la amistad es preciso arriesgar la amistad.
Yo preferiría proclamar con sinceridad, al investigar
lo concerniente a la naturaleza, lo útil para todos los
hombres, aunque nadie llegara a comprenderme,
que prestar conformidad a las vanas opiniones y re­
coger el cerrado aplauso dispensado por el vulgo.

32

La veneración del sabio es un gran bien para quien


lo venera.

33

Éste es el grito de la carne: no tener hambre, no te­


ner sed, no tener frío; quien tenga y espere tener esto
también podría rivalizar con Zeus en felicidad.

34

No necesitamos tanto de la ayuda de nuestros amigos


cuanto de la confianza en esa ayuda.
No debemos menoscabar lo que ahora tenemos con
el deseo de lo que nos falta sino que es preciso tener
en cuenta que también lo que ahora tenemos forma­
ba parte de lo que deseábamos.

37

Débil es la naturaleza para el mal, pero no para el


bien; en los placeres, en efecto, se conserva, en los
dolores, al contrario, se destruye.

38

Muy poca cosa es, de cierto, aquel que encuen­


tra muchos motivos razonables para abandonar la
vida.

39

No es verdadero amigo ni el que busca en todo la


utilidad, ni el que jamás la une a la amistad. Pues el
uno se convierte en tendero de favores con la idea de
recompensa y el otro corta de raíz toda buena espe­
ranza para el futuro.

40

El que dice que todo acontece por necesidad nada


puede objetar al que niega que todo acontezca por ne­
cesidad, pues afirma que esto mismo acontece por
necesidad.

41

Es preciso reír y, al mismo tiempo, filosofar, cuidar


de los asuntos domésticos y mantener las demás re­
laciones habituales, sin dejar de proclamar jamás las
máximas de la recta filosofía.

42

En el mismo tiempo nace y se goza el máximo bien.


Codiciar el dinero injustamente es impío; codiciarlo
de acuerdo con lo justo, indecoroso. Es vergonzoso,
en efecto, atesorar con sordidez, incluso de acuerdo
con lo que es justo.

44

Puesto en parangón el sabio frente a la necesidad


sabe más dar que tomar para sí; tal es el tesoro de
autosuficiencia que ha obtenido.

45

El estudio de la naturaleza no forma jactanciosos ar­


tífices de la charlatanería ni ostentadores de la cultura
por la que pugna la mayoría, sino espíritus indepen­
dientes, capaces, orgullosos de sus propios bienes
y no de los que surgen de las circunstancias.
Desterremos completamente de nosotros las malas
costumbres como a hombres malvados que, durante
mucho tiempo, nos han causado daños.

48

Esforcémonos en hacer el último camino mejor que


el precedente, mientras estemos en camino. Y cuan­
do lleguemos al final, alegrémonos con moderación.

49

(M C, 12).

50

(M C, 8).

52

La amistad danza en torno a la tierra y, como un


heraldo, anuncia a todos nosotros que despertemos
para la felicidad.
53

De nadie se ha de sentir envidia. Pues los buenos no


lo merecen y los malos, cuanto más afortunados son,
tanto más se perjudican a sí mismos.

54

Es necesario no fingir que filosofamos, sino filosofar


realmente; no necesitamos, en efecto, aparentar que
estamos sanos, sino estarlo verdaderamente.

55

Debemos curar las desgracias presentes con el grato


recuerdo de los bienes perdidos y con el reconocimien­
to de que no es posible hacer que no sea lo acontecido.

56-57

No sufre más el sabio si es sometido a tortura que si


un amigo es sometido, y por él está dispuesto a morir.
Porque, si traiciona a su amigo, toda su vida será des­
concierto y agitación por causa de su infidelidad.

58

Hemos de liberarnos de la cárcel de los intereses que


nos rodean y de la política.

59

No es insaciable el vientre, como suele decir el vul­


go, sino la falsa opinión acerca de la ilimitada avidez
del vientre.

60

Cada cual deja la vida como si acabara de nacer ahora.

61

Hermosísima es la visión de nuestro prójimo si el pri­


mer encuentro implica concordia o al menos produ­
ce inclinación hacia ello.
Si la ira de los padres para con los hijos está justificada
es, sin duda, necio el oponerse y no tratar de obtener
el perdón. Si no está justificada, sino que es algo en
exceso absurdo, es entonces ridículo que quien en su
ánimo tiene la sinrazón recurra a todo lo que va con­
tra la provocación y que quien en su ánimo tiene la
sensatez no intente apaciguarlo de otra manera.

63

También la frugalidad tiene su medida; el que no la


tiene en cuenta sufre poco más o menos lo mismo
que el que desborda todos los límites por su inmo­
deración.

64

Conviene que nos acompañe, espontáneo, el enco­


mio de los demás, pero nosotros debemos ocuparnos
de la salud de nuestras almas.
Es absurdo pedir a los dioses lo que cada uno es capaz
de procurarse por sí mismo.

66

Compadezcámonos de los amigos, no con lamenta­


ciones sino prestándoles ayuda.

67

Una vida libre no puede adquirir grandes riquezas


por no ser cosa fácil de conseguir sin servilismos al
vulgo y a los poderosos. Pero esta clase de vida ya
posee todos los bienes en continua abundancia y si
casualmente obtuviera muchas riquezas, también le
sería fácil repartirlas para ganar la benevolencia del
prójimo.

68

Nada es suficiente para quien poco es lo suficiente.


La ingratitud del alma hace al ser viviente ávido de
variar hasta el infinito los alimentos.

70

Nada hagas en tu vida que pueda procurarte temor si


fuera conocido por el prójimo.

71

Tenemos que presentar a todos y cada uno de los de­


seos esta interrogación: ¿qué me sucederá si se realiza
lo que mi deseo trata de conseguir?, ¿y qué si no se
realiza?

72

(M C, 13).
El que hayamos padecido algunos dolores en el cuer­
po nos ayuda a ser cautelosos frente a sus congéneres.

74

En las discusiones entre quienes aman razonar obtie­


ne más provecho el que resulta inferior por lo que del
otro aprende.

75

Ingrata para con los bienes disfrutados en el pasado es


la máxima que dice: «Mira el final de una larga vida».

76

Eres, aun haciéndote viejo, tal como yo recomiendo


ser, y has distinguido qué es filosofar para sí mismo y
qué para la Hélade. Me complazco contigo.
El más grande fruto de la autosuficiencia es la libertad.

78

El hombre bien nacido se dedica principalmente a la


sabiduría y a la amistad. De éstas, una es un bien mor­
tal; la otra, inmortal.

79

El hombre sereno no da molestias ni a sí mismo ni


a los demás.

80

En el joven el remedio infalible para su salud es con­


servar la juventud y estar precavido contra todo lo
que por sus exaltados deseos pueda enturbiarla.
No libra de la turbación del alma ni produce alegría
estimable la mayor riqueza que exista ni el honor y
la consideración entre el vulgo ni ninguna otra cosa
que guarde relación con causas indeterminadas.
ACERCA D EL SABIO
(D . L ., X, I I 7 - I 2 1 )
(Sobre las normas de conducta, de cómo debemos
elegir esto y rehuir aquello, escribe del modo siguien­
te. En primer lugar pasemos revista a lo que sobre el
sabio opinan Epicuro y sus discípulos).

Daños provienen de los hombres, por odio, por envi­


dia o por desprecio, cosas que el sabio supera con su
razonamiento.

Mas incluso el que ha llegado a hacerse sabio una vez


no adquirirá ya más la disposición de ánimo contra­
ria, ni la fingirá por su propia voluntad.

Se contendrá más en sus pasiones, para que no pue­


dan estorbarle en su sabiduría.
No está, sin embargo, al alcance de cualquier dispo­
sición corporal ni de cualquier raza llegar a ser sabio.
Aun en medio de la tortura el sabio es feliz.
Sólo el sabio sabe conservar el recuerdo agradecido,
de forma que puede vivir continuamente con el elo­
gio de sus seres queridos, igual de los presentes que
de los ausentes. Pero cuando está sometido a tortu­
ras, entonces se queja y gime.
De la unión sexual con mujer el sabio se abstendrá
cuando lo prohíban las leyes. (Según dice Diógenes
en su Epítome de las Doctrinas Éticas de Epicuro).
No castigará a sus sirvientes, sino que se compadece­
rá de ellos y tratará comprensivamente a los que sean
personas de bien.
Opinan que el sabio no ha de enamorarse.
Ni ha de preocuparse de su sepultura.
Tampoco creen que el amor sea de origen divino (se­
gún Diógenes en su Epítome de las Doctrinas Éticas de
Epicuro).
Tampoco discurseará con elocuencia.

El placer sexual, dicen, nunca produce provecho;


pero es amable con tal de que no produzca daño.

El sabio puede incluso casarse y tener hijos (según


Epicuro en sus Incertidumbres, y en su Sobre la natura­
leza). En algún revés de la vida puede contraer matri­
monio. También puede disuadir a otros de él.

Tampoco parloteará en medio de la borrachera (dice


Epicuro en su Banquete).

No hará política (según el primer libro de Sobre las


formas de vida).
No se hará tirano, ni se hará cínico (según el segundo
libro de Sobre las formas de vida). Ni se hará mendigo;
incluso después de perder la vista mantendrá su mis­
mo modo de vivir (según dice en el mismo libro).

También el sabio puede afligirse (según Diógenes en


el libro quinto de sus Selecciones).

Puede acudir a los tribunales. Y legar escritos a la pos­


teridad. Pero no acudirá a las concentraciones multi­
tudinarias.
Velará por su hacienda y por su futuro.
Amará la campiña.
Se opondrá al azar, y no abandonará a ningún amigo.
Cuidará de su buena fama, en la medida precisa para
no ser despreciado.
Y se regocijará más que los otros en las fiestas.
Dedicará estatuas si pudiera. Pero es indiferente que
lo haga.
Sólo el sabio puede dialogar con acierto sobre las ar­
tes musicales o poéticas, pero no dedicará su activi­
dad a componer.
Ninguno es más sabio que otro.
Puede buscar una ganancia monetaria, pero sólo de
su saber, en caso de necesidad.
Y en la ocasión puede servir a un monarca.
Estará agradecido a cualquiera por una buena co­
rrección.
También puede dirigir una escuela, pero de modo
que no atraiga muchedumbres.

Llegará a dar lecturas en público, pero no por su gusto.

Tendrá principios de certeza, y no dudará de todo.

Incluso en los sueños se mantendrá ecuánime.


Por un amigo llegará a morir, si es preciso.
Piensan que los errores son desiguales.

Para algunos la salud es un bien, a otros les parece


algo indiferente.

Que el valor no se produce por naturaleza, sino que


nace del cálculo de lo más conveniente.

La amistad se desarrolla con las ventajas mutuas; es


preciso, no obstante, que se haya iniciado anterior­
mente (así como sembramos el campo); pero adquie­
re consistencia por la común participación en el lo­
gro de los placeres.

Imaginan que hay dos tipos de felicidad: la más alta,


que es la que rodea a la divinidad, no conoce alter­
nancias, y la otra, que varía con la adquisición y la
pérdida de placeres.
Filosofía
para Infelicidad es
el de­
cimoquinto libro de la colección La
muchacha de dos cabezas. Compuesto en
tipos Dante, se terminó de imprimir en los talle­
res de KADMOS por cuenta de e r r a t a n a t u r a e e d i t o r e s
en septiembre de dos mil trece, unos dos mil trescientos
y pico años después de que la familia de Epicuro se tras­
ladara a vivir a Colofón y unos cinco años después de que
yo empezara a escribir cada uno de los colofones de esta
editorial, deseando desde entonces encontrar la oportu­
nidad de hablar de la antigua ciudad de Colofón, que
desapareció sin dejar vestigio alguno y de la cual,
si exceptuamos su ingente producción de
resina de pino, poco hay que desta­
car, la verdad.

También podría gustarte