Filo Sofia Parala Felici Dad
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LA FELICIDAD
EPICURO
CARLOS GARCIA GUAL - EMILIO LLEDÚ - PIERRE HADOT
V
errata naturae
Los edito res q u ieren expresar su ag rad ecim ien to a Á ngel Lucía,
p o r su apoyo, sus consejos y su am istad.
SOBRE EL EPICUREISMO 7
Emilio Lledó
EPICURO Y LA BÚSQUEDA DE LA FELICIDAD 25
Carlos García Gual
¿Q U É ERA LA FE L IC ID A D PARA
LOS FILÓSOFOS A NTIGUOS? 45
Pierre H adot
EXHORTACIONES 111
ACERCA DEL SABIO (D. L., X, I I 7 - 121) 133
SO BRE EL EPIC U R EISM O
Emilio Lledó
Formas de vivir parece que fueron las propuestas
de los filósofos en ese largo período que, después de
Aristóteles, ha dado en llamarse «helenismo». No es
que, un siglo antes, las ideas de Sócrates, Platón y el
mismo Aristóteles no hubiesen pretendido lo mismo.
La República platónica —ese gran cuadro ideal en el
que se habla de la organización de los seres huma
nos y de su convivencia— estableció, con radicali-
dad, los engarces colectivos que sostienen la sociedad
y los principios que la rigen. También Aristóteles, en
la Política o en las Éticas, hizo algunos de los análisis
más sutiles para entender qué es el bien del hombre
y cuáles son las estructuras que, en común, alientan y
afianzan ese bien. Estos escritos, que brotaban ya en
los primeros pasos —pasos muy firmes, por cierto—
de la filosofía, indicaban también un sendero por el
que había de desplazarse el pensamiento humano.
Y ese sendero tenía que ver, en primer lugar, con la
organización de la convivencia y, tal vez, en segundo
lugar, con las posibilidades de esa convivencia para la
felicidad, para el bien vivir.
Con independencia de las especulaciones más teó
ricas que idearon los filósofos griegos y, concreta
mente, Platón y Aristóteles, todas ellas estuvieron
inmersas en ese espíritu político que no era otra cosa
que el reconocimiento de la necesidad de la solida
ridad, y en vistas de esa convivencia afectiva, la bús
queda de la justicia como forma suprema de hacer
la posible.
Es verdad que todo ello implicaba un análisis de las
estructuras reales e ideales de ese «animal que habla»
que tan certeramente había caracterizado Aristóte
les. Un animal que habla, porque la esencia del con
vivir necesita de la comunicación, y ésta es, a su vez,
el elemento estructurador de la polis. Un animal que
habla porque convive, porque vive con otros que le
son próximos, que le son cercanos, que le son amigos
o, incluso, enemigos. Y convivir es hablar, comuni
carse, entenderse. La ya tan conocida tradición de la
convivencia sigue siendo un ideal imprescindible de
la política de todos los tiempos.
Pero, efectivamente, la reflexión sobre la organiza
ción de la polis implicaba, a su vez, el conocimiento de
la realidad humana, y de las formas bajo las cuales el
«ser» se presentaba en ese mamífero tan singular y, al
mismo tiempo, tan colectivo. Por eso Platón, en los
Diálogos, pretende mostrar, con elementos muy hete
rogéneos, la imagen de esos seres humanos, de qué
están hechos, qué razones los alimentan, qué deseos
los empujan. Aristóteles, estimulado por los plantea
mientos platónicos, levantó, a su vez, un impresionan
te edificio para acercarse a esta «filosofía de las cosas
humanas» y construyó una serie de saberes que se des
plazaban por territorios hasta entonces inexplorados:
la lógica, la psicología, la física, la zoología, la retó
rica, la poética, la metafísica, la ética, la política. Todo
ello tenía sentido porque podía ayudar a la construc
ción de la Política, «el más arquitectónico y dominante
de los saberes porque parece ser que los comprende a
todos... pues aunque el bien del individuo y el de la
ciudad sean el mismo, es evidente que será mucho
más grande y más perfecto alcanzar y preservar el
bien de la ciudad; porque, ciertamente, ya es apete
cible procurar este bien para uno solo, pero es más
hermoso y sublime lograrlo para un pueblo y para las
ciudades» (Ética a Nicomáco, 1, 2, 1094a 26 - 1094b 10).
La filosofía del período llamado helenismo, que va
surgiendo después de la época clásica del pensamiento
griego, no implica sólo una mera sucesión temporal.
Las escuelas epicúreas, estoicas y escépticas que cu
brían buena parte del espacio cultural a partir del siglo
IV a. C. arrancan también de muchos de los plantea
mientos de Platón y Aristóteles, aunque sea para po
lemizar con ellos.
Uno de los opositores más radicales a los grandes
maestros griegos va a ser Epicuro. Su personalidad,
desfigurada, semiborrada en la tradición filosófica,
representa, sin duda, una de las figuras más atractivas
y, a la par, misteriosas de la historia del pensamiento.
No es fácil probarlo, pero podría establecerse una hi
pótesis plausible afirmando que Epicuro fue una de
las primeras víctimas de la censura ideológica. Las
razones de esta condena constituyen, también, una
de las dificultades mayores para entender, en todos
los detalles, el sentido de su mensaje.
Pero esa misma dificultadnos permite adentrarnos
por senderos que han estado abriéndose siempre en los
márgenes del amplio camino de la tradición, aunque
no siempre hayan sido recorridos. Éste sería el motivo
de la marcada «marginalidad» del epicureismo. Una
filosofía, pues, «incorrecta», no asumida plenamente
por los «correctos» dominios de una buena parte de la
Filosofía. Es verdad que esta simplificación puede re
sultar injusta para algunos de los grandes innovado
res filosóficos que, dentro del camino «tradicional»,
han aportado territorios nuevos, visiones nuevas con
que alimentar nuestra vida y, por supuesto, nuestros
cerebros. Pero estos filósofos han sido, al menos, co
nocidos. Sus obras han llegado hasta nosotros en su
mayor parte, y aunque hayan podido ser rechazadas,
malinterpretadas e, incluso, prohibidas, han alcanza
do al menos a sus posibles lectores.
Pero de Epicuro no nos quedan más que tres car
tas dirigidas a sus amigos, recogidas en la posterior
recopilación de Diógenes Laercio, ya a finales del si
glo ni de nuestra era, y unos cuantos fragmentos.
Por referencias de otros autores sabemos que la pro
ducción escrita de Epicuro fue muy abundante y el
mismo Diógenes Laercio, al comienzo del libro X de
su Vida de los filósofos más ilustres, da títulos como So
bre la naturaleza, Sobre el amor, Sobre las plantas, Sobre
la justicia, Sobre las imágenes mentales, Sobre la música,
Sobre las enfermedades, Sobre las sectas, Sobre las formas
de vida, Sobre el juicio y la elección, etc. Algo parecido
había ocurrido con un filósofo muy próximo al pen
samiento de Epicuro y del que éste podría conside
rarse discípulo. Democrito de Abdera, el otro gran
materialista de la antigüedad, por utilizar una expre
sión usual en los manuales de filosofía, autor de una
extensa obra escrita a quien sólo podemos conocer a
partir de breves fragmentos supuestamente auténti
cos, reunidos amorosamente por los filólogos. Otro
maldito, pues, de la filosofía y a quien, sin embargo,
debemos una de las intuiciones científicas fundamen
tales: el concepto de átomo y la estructura atómica
de la materia.
Epicuro, hijo de colonos atenienses, había nacido
en el año 342 a. C. en la isla de Samos, muy próxi
ma a las costas de Asia Menor y a esas ciudades que,
como Mileto y Éfeso, habían sido cuna de la filosofía.
Pero el colono Neoclés, su padre, no sólo se dedica
ba a cultivar la tierra, sino a una profesión tal vez no
muy distinta, la de maestro de escuela, en la que, al
parecer, le ayudaba su hijo. Exiliados los padres a Co
lofón, Epicuro entró en contacto con discípulos de
Demócrito e incluso tuvo influencias aristotélicas.
Es a los treinta años cuando empieza sus enseñanzas
en Mitilene, que continúa por otras ciudades. Estos
viajes le permitieron rodearse de un pequeño círcu
lo de fíeles amigos que, como Hermarco, Metrodoro
y Colotes, le acompañarían ya toda la vida.
Pero quizá, el momento más importante de ese
peregrinaje fue su llegada a Atenas en el año 306 y,
allí, la compra de una casa, con un pequeño jardín,
que habría de convertirse en una escuela de sabi
duría, en un establecimiento semejante a la famosa
Academia platónica o al Liceo de Aristóteles. Epicu
ro residió en Atenas, hasta su muerte en el año 271,
aunque emprendió algunos viajes para visitar a los
pequeños grupos de amigos repartidos por las islas
y por las ciudades de Asia Menor.
El llamado «Jardín» de Epicuro era, sin embargo,
muy distinto de las instituciones docentes fundadas
por Platón y Aristóteles. Mucho menos preocupa
do por llevar a cabo investigaciones científicas o lin
güísticas, como en el Liceo, y nada interesado, como
lo estuvo la Academia, en forjar líderes políticos, «re-
yes-filósofos» que se hicieran cargo de la nave del Es
tado y que supieran llevarla a buen puerto, Epicuro
llevó a cabo una verdadera revolución en la forma y
sentido de sus enseñanzas e, incluso, en la variedad
de sus oyentes. Mujeres, esclavos, niños, ancianos
acudían al Jardín a escuchar al maestro y a dialogar
con él. Estos encuentros se orientaban, casi exclusiva
mente, a descubrir en qué consistía la felicidad desde
las raíces mismas sobre las que se levantaba cada vida
individual. Esto implicó ya un planteamiento muy
distinto de aquel «hombre político» que tanto había
preocupado a Platón y a Aristóteles. Sorprende que
Epicuro reclamase de sus amigos que no se dedica
sen a la política. Sorprende, porque esta ocupación
había sido entendida como una entrega total al bien
de los otros, y esta entrega debía alcanzar un nivel
tal de generosidad que Platón mismo llegó a pensar
si los políticos podrían ser felices. «Serán ellos —los
gobernantes— los únicos ciudadanos a quienes no
esté permitido manejar ni tocar el oro ni la plata, ni
entrar bajo el techo que cubra estos metales, ni lle
varlos sobre sí, ni beber en recipientes fabricados con
ellos» (República, III, 417a). «El gobernante no está
para atender a su propio bien, sino al del goberna
do» (República, I, 347d). Esta teoría, llena de buena
voluntad, había sido, desgraciadamente, contradicha
por la práctica, y Epicuro entendió que era necesa
rio arrancar de otros principios muy distintos para la
educación de los «guardianes», de los vigilantes y cui
dadores del zoológico humano.
Para ello intuyó que había que intensificar las rela
ciones con nosotros mismos antes de pensar en orga
nizamos como sociedad. Las grandes teorías de sus
predecesores habían olvidado un principio esencial
de toda felicidad y, por supuesto, de toda sabiduría: el
cuerpo humano y la mente que lo habitaba. Con res
pecto a la mente, tenía que estar libre de los terrores
que, en buena parte, había incrustado en ella la reli
gión. Una mente atemorizada es una mente infeliz
y, al mismo tiempo, es, de alguna forma, creadora
de infelicidad. Esta infelicidad y estos temores son
principios destructores de la vida, de la alegría que
debe inundar la existencia, y el sustentarse en ellos
es una de las grandes falsificaciones que han pobla
do la historia. Probablemente Epicuro está pensando
en este problema cuando, en un chocante fragmento
(Us. 163), nos dice: «Feliz tú que huyes, a velas des
plegadas, de toda clase de paideia, de educación». Una
educación que, en lugar de desarrollar la autarquía y
la libertad, nos esclavizaba con la angustia de tradi
cionales mitologías —las telarañas, que diría Nietz
sche—, contradice su fundamental misión.
La «sensación», como principio de todo conoci
miento requería, sin embargo, una estructura más
teórica desde la que confirmarse. Epicuro escribió,
sobre esto, un libro perdido, que llevaba el título de
Canon y que consistía en un estudio de reglas para dis
cernir lo verdadero de lo falso. El mundo de las sen
saciones necesita criterios para organizarías. Porque
la mente se nutre de las experiencias que van ofre
ciendo esas sensaciones. Experiencias que crean «opi
niones», «anticipaciones», formas de ver las cosas que
condicionan la aparente neutralidad de lo que vemos.
Nuestro mundo interior, ese microcosmos que nos
constituye, determina las interpretaciones de todo lo
que sentimos, de todo lo que vemos y oímos. Hay
algo en nosotros que se «anticipa» —por utilizar un
término característico de Epicuro— a nuestra expe
riencia de los otros seres.
Esto plantea una cuestión de gran actualidad y,
sin duda, condicionará, en parte, el desarrollo del
pensamiento contemporáneo. La presión que ejerce
ese inmenso imperio de información que nos asfixia
y condiciona, acaba por marcar las direcciones de
nuestra ideología, y crear, en nuestra capacidad de en
tender, grumos ideológicos en los que se atasca lo que
vemos del mundo y lo que somos capaces de entender.
Ese atasco mental provoca violencias e injusticias
desde la fanática ceguera de quienes no han sabido o
podido liberarse de la presión de una educación «con
dicionada». «El fruto más importante de la autarquía
es la libertad» (Gnomologio vaticano, 77). Una liber
tad que es, por supuesto, la libertad de poder pensar.
El ya tradicional tema de la libertad de pensamiento
es, hoy, una de las cuestiones capitales de la socie
dad y una de las frases hechas que habría que des
hacer. Porque esa deseable libertad de pensamiento
no tiene nada que ver con que podamos decir lo que
pensamos, sino con que podamos pensar lo que de
cimos. Para ello es necesario que nuestra mente no
esté corrompida por las informaciones recibidas a
través de una formación sectaria, padecida en tantas
escuelas, cuya misión no es formar seres humanos
libres, sino secretarios de una ideología, fanáticos de
una religión.
Epicuro desarrolla, pues, una filosofía del «más
acá». Los dioses están muy lejos de nosotros, y no
podemos tener vínculo alguno con ellos, ni, por su
puesto, se preocupan de nosotros. «Por tanto no es
impío quien reniega de los dioses en lo que la gente
cree, sino quien aplica las opiniones de esa gente a
los dioses, ya que no son sino presunciones vanas las
razones de la gente al referirse a los dioses... porque
éstos, entregados a su propia excelencia, acogen a sus
semejantes, pero consideran extraño todo lo que les
es ajeno» (Carta a Meneceo, 123-124). «Hermano, per
manece fiel a la tierra», diría siglos después Nietzsche.
El dualismo y la teología platónica que establecía un
mundo superior y distinto, al que había que tender
incesantemente, un mundo de ideas ejemplares, mo
delo y fin de la existencia, quedaba reducido a una
tarea mucho más modesta y, al parecer, más vulgar.
Es posible que, en un estadio superior de nuestro de
sarrollo, nos apareciera ya otro horizonte, humano
también, en el que acrecentar todas nuestras capaci
dades; pero antes había que plantear, con claridad, los
límites de aquello que realmente somos, los límites y
mensajes de nuestro cuerpo. Un pensamiento que se
olvidase de nuestra débil pero imprescindible estruc
tura carnal, de la delicada fábrica de nuestro cuerpo,
estaba condenado a perderse en «vanas fantasías». Lo
primero era aceptar esa peculiar condición de nues
tro ser, y esto implicaba una verdadera democratiza
ción de la existencia. El cuerpo y nuestra condición
carnal son el punto de partida para la reunión y con
vivencia con otros cuerpos, que arrastran cada uno la
historia de su lucha por existir.
Nuestro cuerpo es, pues, el centro inicial del de
mos, de la colectividad de otros cuerpos, de otras exis
tencias, indigentes también como la nuestra. Y pre
cisamente porque, en sus estructuras esenciales, ese
cuerpo es semejante a otros cuerpos, no cabe discri
minación posible en los elementos sobre los que se
levanta la vida. «La voz de la carne pide no tener ham
bre, ni sed, ni frío; pues quien consigue esto o confíe
en conseguirlo, puede competir en felicidad con el
mismo Zeus» (Gnomologio vaticano, 33). Un programa
verdaderamente modesto, y en el que se reflejaba, sin
embargo, la fraternidad de nuestros deseos con la ne
cesidad de la existencia. No tener hambre, ni sed, ni
frío constituía el fundamento de esa democratización
del cuerpo humano, fundamento a su vez de la po
sible felicidad. Un programa modesto pero que, en
su sencillez, albergaba los principios de la igualdad,
los principios a los que nadie podía renunciar, y que
nadie nos podía arrebatar.
No es extraño, pues, que Epicuro sintiese recha
zo por la ciudad opulenta, la política de consumo y
lujo que, en su inmoderación, animalizaba a los se
res humanos y provocaba, en la mayoría de ellos, la
miseria y el dolor. «Siento el gozo de mi cuerpo al
alimentarme de pan y agua, y escupo sobre los pla
ceres de la suntuosidad, no por ellos mismos, sino
por las trampas que nos tienden» (115, Arrighetti).
Entre esas trampas Epicuro intuía, probablemente,
la desorganización social, el engaño, y toda esa im
parable rueda de la injusticia que, para sustentarse,
acude a la violencia.
La decidida defensa del placer que encontramos en
muchos de los fragmentos epicúreos, era consecuen
cia de ese revolucionario descubrimiento del cuerpo
y de su bien. El placer y el dolor son los dos hilos que
atraviesan nuestra carne y nos avisan continuamente
de lo que nos conviene. Son los dos grandes mensa
jeros que la naturaleza puso sobre aviso en nuestra
vida. Pero esa vida placentera estaba llena de sensatez
e inteligencia y se enlazaba con la amistad «que sobre
vuela el mundo entero convocándonos a todos para
que despertemos en la felicidad» (Gnomologio vaticano,
52). Probablemente, la manipulación que la historia
hizo de esa teoría del placer y del cuerpo fue una ma
nera de desacreditar lo que había de revolucionario
en esa mirada que se abría a ese oscurecido y maltra
tado territorio.
Por ello la filosofía de Epicuro se sustentaba en el
reconocimiento de la «sensación» como criterio fun
damental de la vida. Una sensación que, como prin
cipio de energía creadora, llenaba nuestra mente de
memoria e inteligencia conectándonos con el mundo
y enriqueciendo nuestra experiencia de él. De acuer
do con este privilegio de los sentidos, el mundo, más
allá de ellos, era, como en Demócrito, un juego ince
sante de «átomos» invisibles regidos por la necesidad
y el azar. Un universo de átomos existentes, como el
espacio en el que se mueven, desde toda la eterni
dad. Pero este mundo invisible construía lo visible,
ese inabarcable universo de lo que experimentamos y
sentimos. Un universo de posibilidad, en el corazón
mismo de la realidad.
Este universo de átomos relativamente libres se
manifestó en la ética de Epicuro con expresiones, a
veces provocativas, contra la hipocresía de aquellos
escandalizados dueños del poder político e ideológi
co, dueños también del gozo y el placer que les daba
su riqueza y su seguridad y que, sin embargo, predi
caban la dura e inamovible resignación y la tristeza
para los pobres hijos del abandono social, para los es
clavizados por los temores reales a los que sus domi
nadores los condenaban. Había, pues, que combatir
el temor al dolor y la muerte, ayudándose de la inteli
gencia y la serenidad frente a los que, con la insisten
cia en esas realidades de la naturaleza, nos quitaban
la alegría de vivir. Una alegría que, a pesar de las difi
cultades, era una fuente de creatividad y de progreso.
La lectura de los textos de Epicuro nos devuelve el
optimismo que brota de una inteligente mirada sobre
la oculta felicidad. Como en los mejores momentos
del platonismo, la eudaimonia, la felicidad, no consis
tirá en «tener más», sino en «ser más». Para 'éllo Epi
curo nos descubrió al gran ausente de esa reflexión
sobre la vida feliz: el cuerpo, la verdadera vida de los
latidos y la carne, de la serenidad y la amistad.
En una época como la nuestra, en la que la so
ciedad de consumo acaba por consumir el tiempo y
los deseos, y, en muchos momentos, contribuye a la
estupidización colectiva, Epicuro nos ofrece un inte
ligente consejo: «De los deseos, unos son naturales
y necesarios, otros naturales pero no necesarios, y
otros, al fin, ni naturales ni necesarios, sino que pro
vienen de opiniones sin sentido».
Los textos de Epicuro, en su original griego, fueron
recogidos, en una magnífica edición crítica aparecida,
por primera vez, en 1887 y reeditada posteriormente:
Hermann Usener, Epicurea, Stuttgart, Teubner 1966.
Otra excelente edición del texto griego, con traduc
ción italiana, es la de Graciano Arrighetti, Epicuro,
Opere. Turin, Einaudi, 1960. Hay una segunda edición
aumentada, en 1973. Según estas ediciones hemos ci
tado los fragmentos reproducidos en este texto.
EPIC U R O Y LA B Ú SQ U E D A DE LA FELIC ID AD
Carlos García Gual
Para explicarnos mejor algunos de los rasgos de la
filosofía de Epicuro conviene, desde un principio, te
ner en cuenta algunos datos de su vida. Época, patria
y condición social, si no determinan, condicionan al
menos las preguntas y respuestas del horizonte inte
lectual. Algunas historias de la filosofía suelen fingir
un proceso absoluto y utópico de las ideas, en el que
unas teorías filosóficas polemizan con otras sobre un
fondo abstracto, con escasas referencias a las circuns
tancias históricas de la vida de los filósofos, convertida
en anécdota marginal a su pensar. Aunque pensamos
que en el plano general teórico probablemente nadie
defiende hoy esta falsa autonomía del pensamiento
frente a la vida personal, sin embargo, nunca está
de más prevenirnos contra el riesgo de un teorizar
ahistórico de un modo concreto. En nuestro caso pa
rece imprescindible la evocación del marco histórico
del mundo helenístico en que a Epicuro, el último
gran filósofo ateniense, le tocó vivir.
Nació en Samos en el 341 a. C. y pasó en esta isla
su niñez y adolescencia. Su padre, Neoclés, ciudada
no ateniense, se había establecido allí como colono,
y se ganaba la vida como maestro de escuela. Era
entonces ésta una profesión connotada por un bajo
nivel social y una cierta ramplonería de oficio. Alu
diendo a esta condición del padre insultará a Epicuro
el satírico Timón, llamándolo «el hijo del maestro de
escuela»: «el último de los físicos y el más desvergon
zado, el hijo del maestro de escuela, que vino de Sa
mos, el más ineducado de los animales» (D. L., X, 3).
Las condiciones de su posición familiar no eran las
más favorables para una niñez despreocupada. La
familia, compuesta de los padres y cuatro herma
nos, parece haber estado muy unida; y las relaciones
cordiales de Epicuro con su madre (como muestra
la carta dirigida a ella, testimoniada por Diógenes
de Enoanda) y con sus hermanos (que le acompaña
rán en sus viajes y convivirán con él en el Jardín) son
ejemplarmente auténticas.
A los dieciocho años Epicuro tuvo que marchar
a Atenas, la ciudad de sus antepasados, para prestar
servicio militar como efebo, durante dos años. Días
revueltos para la orgullosa ciudad, cuya gloria polí
tica declinaba ya hacia un recuerdo retórico, los del
año 323. En el año anterior el victorioso Alejandro
había exigido desde la lejana Asia honores divinos;
y los atenienses, escépticos e irónicos, le habían con
sagrado como a un dios. Entonces llegó la noticia de
que, con una impertinencia notable, Alejandro había
muerto, a los pocos meses, en Babilonia. Por los mis
mos días desapareció de la escena griega otro tipo
escandalosamente popular: Diógenes, a quien apo
daban «el Perro». En su legendario tonel, o más bien
en su tinaja, el cínico apátrida que se proclamaba
«cosmopolita», y que no habría cambiado su miseria
por el imperio de Alejandro, abandonó este mundo
cuyas convenciones había ridiculizado y ofendido.
La noticia de la muerte del monarca macedonio
incitó a la ciudad de Atenas a un nuevo intento de
recuperar su autarquía política, azuzada otra vez por
el impenitente Demóstenes. Según una brillante pre
dicción oratoria, «el olor del cadáver de Alejandro iba
a llenar el universo». La derrota de la armada atenien
se en Amorgos en el 322 fue la última gran batalla de
los atenienses por la libertad, la sagrada y renombra
da libertad. Demóstenes, acosado en la persecución,
se suicidó. En cuanto a Aristóteles, que, temeroso
de ser acusado de filomacedonio y de impío, se había
refugiado en Cálcide, abandonando el Liceo, murió
también aquel año después de haber disecado el cos
mos y catalogado el universo. Al frente de la escuela
quedaba su sucesor, Teofrasto, interesado en conti
nuar una vivisección al por menor de plantas y carac
teres psicológicos.
Los dos destructores de la ciudad como marco
político, Alejandro y Diógenes, y los dos defensores
últimos, Aristóteles en la teoría y Demóstenes en la
práctica política, desaparecieron en poco más de un
año. Aquel trágico período de 323-321, que fue para
Epicuro el del encuentro con la ciudad de sus mayo
res, la gloriosa Atenas, fue para ésta el de la pérdida
de sus esperanzas políticas. Desde entonces en Ate
nas no brillarán los políticos ni los ideólogos, sino tan
sólo maestros de cultura, filósofos cargados de pasa
do y de resignación. La democracia, tan malherida
por las sucesivas crisis y consecuencias bélicas, expe
rimentaba un nuevo revés. Los militares macedonios
vencedores reservaron los derechos de ciudadanía a
aquellos que poseían más de dos mil dracmas; es de
cir, a unos nueve mil atenienses, mientras que más
de la mitad de la población se veía privada de ellos.
Como decía, amargamente y sin ilusiones, el epitafio
compuesto a los muertos en Queronea, años antes:
«¡Oh, Tiempo, que ves pasar todos los destinos hu
manos, dolor y alegría; la suerte a la que hemos su
cumbido, anúnciala a la eternidad!».
También en Samos había repercutido la conmo
ción política. Los colonos atenienses, entre ellos la
familia de Neoclés, fueron expulsados de la isla. El
padre de Epicuro fijó su nueva residencia en Colo
fón, ciudad de la costa jonia, ilustre como pretendi
da patria de Homero, y como hogar natal del lírico
Mimnermo y de Jenófanes, el poeta crítico y teólogo
ilustrado del siglo vi. A ella acudió Epicuro a reunir
se con su familia, y allí residió desde el 321 al 311, des
de sus veintiuno a sus treinta y un años. Durante este
tiempo completa su formación filosófica, frecuentan
do la escuela que en la vecina isla de Teos regentaba
Nausífanes, un discípulo de Demócrito y de Pirrón.
Detengámonos en esta formación filosófica, muy sig
nificativa para comprender su propia teoría.
El interés de Epicuro por la filosofía parece haber
despertado muy temprano: a los catorce años. Según
una anécdota, se irritó con su maestro de letras (gram-
matistés), quien no supo explicarle el sentido de la
afirmación de Hesíodo de que «primero era el caos»,
y que lo remitió a los filósofos para su aclaración.
Estas anécdotas de las biografías griegas tienen más
interés por su intención significativa que por su auten
ticidad. En ésta podemos subrayar dos rasgos: el tem
prano criticismo del filósofo contra la educación tra
dicional fundada en la lectura de los poetas, maestros
de sabiduría retórica, y la dificultad en admitir esa
oposición física de caos y cosmos, que puede rela
cionarse con su filiación atomista. En efecto, el paso
del caos al cosmos parece requerir la apelación a un
principio ordenador externo a la materia misma (la
divinidad, la Inteligencia divina, o algo así), y a una
teleología física, principios que el atomismo excluye,
o de los que al menos puede prescindir. No sabemos
quién pudo haber puesto al joven estudiante en con
tacto con la física atomista. Su primer maestro de
filosofía, que conozcamos, fue el platónico Panfilo.
Detalle interesante, por lo que hemos subrayado de
la oposición de Epicuro al platonismo, tanto en sus lí
neas fundamentales cuanto en su rechazo decidido de
toda educación previa al filosofar (como era la paideia
matemática y dialéctica exigida por los académicos).
Es posible que durante su estancia en Atenas asis
tiera a alguna lectura de Jenócrates, el segundo su
cesor de Platón en la jefatura de la Academia. Y que
mantuviera algún contacto con los estudiosos del
Liceo, donde Teofrasto había sucedido a Aristóteles.
Aunque hay algún testimonio de que estudió con el
peripatético Praxífanes en Rodas por algún tiempo,
existe en esto una dificultad cronológica. Su maes
tro de los años de formación, entre los veinte y los
treinta, ya que el estudio de la filosofía persistía ha
bitualmente un largo período, fue indiscutiblemente
Nausífanes de Teos.
Discípulo de Demócrito y relacionado con Pirrón
—ya hemos aludido a ello—, este atomista con incli
naciones escépticas había escrito un libro llamado El
Trípode sobre los tres fundamentos del conocimien
to; enseñaba en la costa jonia, lejos de la influencia
social de platónicos y peripatéticos, las teorías físicas
del atomismo; y exponía una teoría de las emociones
que señalaba el fin de la vida serena en la «inalterabi
lidad» (acataplexia) del ánimo, posición semejante ala
de sus maestros, y no muy distante de la del propio
Epicuro.
Todos estos detalles hacen más notable la agria reac
ción de Epicuro contra él, al calificarle de «molusco»,
«analfabeto», «bribón» y «prostituta», entre otras re
ferencias a su servilismo y su sofistería. Tal vez fue
la decepción, al observar la probable incongruencia
entre la teoría física, abocada como en Demócrito al
determinismo, y la conclusión ética, lo que explica la
hostilidad hacia su maestro. «Peor que un oponente,
Nausífanes era en términos ideológicos un desviacio-
nista», sugiere J. M. Rist1. Esa misma virulencia verbal
la atestigua Epicuro con otros filósofos, adjetivando
a Platón de «áureo» (burla de la distinción en clases
sugeridas por aquél) y a los platónicos de «aduladores
de Dionisio» (el tirano de Siracusa), a Aristóteles de
1J. M. Rist, Epicurus, Cambridge, Cambridge University Press, 1972.
«depravado», a Heráclito de «embrollador», a Demo
crito de «charlatán», a los dialécticos de «devastado
res», y a Pirrón de «inculto» e «ineducado» (D. L., X, 8).
Del atomista Leucipo negó la existencia (probable
mente no como persona física, sino como filósofo).
Estas críticas que no conocemos en detalle, pero
que —a pesar de la escasa diplomacia habitual de los
filósofos para con sus competidores— parecen de no
table dureza verbal, se explican probablemente por el
objetivo moral y pragmático que la filosofía asume
para Epicuro. Toda la sabiduría teórica de sus prede
cesores no habría sido, a sus ojos, desde esa perspec
tiva moralista, más que una diversión sin conclusio
nes válidas para la vida. En gran parte paideia, en el
doble sentido de «educación» y «cultura» (despreciable
como un superfluo presupuesto del auténtico filo
sofar para Epicuro), pero no el camino que pudiera
conducir hacia la felicidad.
Como observa con acierto Rist, «sea cual sea la ra
zón, personal, filosófica o ideológica, de la hostilidad
de Epicuro hacia el maestro de quien probablemente
más había recibido, no hay duda de que Epicuro se
proclamaba autodidacta. Lo único que esto puede sig
nificar, si queremos verlo desde una perspectiva amis
tosa, es que aquello que él valoraba más en su propia
filosofía, sus actitudes éticas, sus ideas sobre la liber
tad y la necesidad y sobre los dioses, eran el producto
de su propio pensamiento. Sólo el material bruto de
ese pensamiento le había sido proporcionado por sus
maestros de hecho, tales como Nausífanes, y sus an
tecesores espirituales, como Demócrito y Leucipo».
El caso es que, a sus treinta y un años, después de
estos diez de aprendizaje técnico, Epicuro fundó su
primera escuela propia en Mitilene.
En un año esta escuela fracasó por la hostilidad
pública de otros filósofos y de la gente de la locali
dad, y Epicuro tuvo que abandonar la ciudad. Pro
bablemente sacó algunas conclusiones ventajosas de
este fracaso: una mayor prudencia para el futuro y la
compañía de Hermarco, fiel discípulo y su sucesor en
la dirección del Jardín.
Desde el 310 al 306 Epicuro habita en Lámpsaco,
donde se rodea de un círculo de fieles discípulos y
amigos, Idomeneo, Leonteo y su esposa Temista,
Metrodoro, personas de posición distinguida en la
ciudad; Polieno de Cízico y su amante Hedeia, Colo
tes (cuyo satírico escrito contra las escuelas filosóficas
rivales motivó una réplica de Plutarco cuatrocientos
años después), y el joven Pitocles, entre otros. Cuan
do en 306 abandona esta ciudad para instalarse en
Atenas, deja en ella un buen recuerdo y un círculo
epicúreo de fieles discípulos.
«Durante cierto tiempo filosofó en interrelación
con otros filósofos, pero luego se retiró a un ámbito
privado fundando la escuela que lleva su nombre»,
dice Diógenes Laercio (X, 2). No sabemos si ese aban
dono de la predicación pública para dedicarse a una
enseñanza privada y restringida al grupo de seguido
res íntimos se refiere a la estancia en Lámpsaco, y es
un resultado del recelo y la desconfianza tras la expe
riencia de Mitilene sobre la agresividad de otros filó
sofos y la muchedumbre. Pero es probable que ya el
círculo de Lámpsaco fuera, como el Jardín ateniense,
un local privado y de cierta familiaridad, más seguro
para el cultivo de una libre sinceridad y de la tan pre
ciada amistad.
Cuando Epicuro vuelve de nuevo a Atenas, quince
años después de su primera visita, se halla en medio
del camino de su vida. A sus treinta y cinco años ha
recorrido varias localidades jónicas prestigiosas en la
cultura y la filosofía griegas, desde que su familia en
322 tuvo que abandonar Samos. En algunas de estas
ciudades ha conocido a filósofos devotos de la tradi
ción científica de los jonios y ha fundado una escuela
de filosofía. Pero la vuelta a Atenas, después de estos
quince años de experiencias viajeras, para establecer
se allí definitivamente en la escuela que se llamará
el «Jardín», es sintomática de su apego a esta ciudad,
la única en que podrá sentirse ciudadano. Más que la
propaganda filosófica y la discusión con los rivales de
la Academia y del Liceo, o con los futuros predica
dores del Pórtico (Zenón de Citio tardaría aún unos
años en exponer su doctrina estoica), Epicuro busca la
vida reposada y la fecundidad en el trabajo intelectual
en aquel ambiente cargado de recuerdos y amarguras.
Atenas acababa de ser otra vez «liberada»; ahora (en
el 307) por Demetrio Poliorcetes; y es probable que
para la fundación de su escuela Epicuro aprovechara
la oportunidad de este hecho, que oscurecería la pro
tección política al Liceo y la Academia, de tendencia
filomacedonia, que aquel año tuvieron que cerrar sus
puertas varios meses.
No sabemos cuáles fueron los avatares psicológicos
de Epicuro, ni qué parte de su obra habría compuesto
antes de su llegada a Atenas para su establecimiento
definitivo. A través del estilo de su prosa podemos su
poner un carácter vehemente y austero. ¡Qué impre
sión le produciría el pueblo, desengañado y temeroso,
adulador y retórico, de Atenas, después de haber reco
rrido durante largos años las ciudades jónicas, de haber
encontrado vagabundos apátridas, tiranos engolados,
profesores de astronomía y supersticiosos de mil nue
vos cultos! Desorden y servilismo en el alma de las
muchedumbres necias, que Epicuro despreciará siem
pre con el mismo talante aristocrático de otros filóso
fos griegos, como Sócrates, Platón o Demócrito.
Los sucesores de Alejandro intentaban entre tan
to repartirse la herencia de un imperio. Los caudillos
militares, intrigantes y belicosos, Antigono, Casan-
dro, Lisimaco, Demetrio y Tolomeo, se enfrentaban
sin otros afanes ideológicos que sus ambiciones per
sonales, mientras todas esas perturbaciones afecta
ban a una población cada vez más sumisa y entregada
al despotismo de los nuevos monarcas. La vida, con
esos inesperados reveses políticos y las consiguientes
crisis económicas, había cobrado un perfil de insegu
ridad, y el ciudadano medio, que un tiempo creyó
en su acción personal en la democracia ateniense, se
sentía subordinado al caos.
Epicuro compró en Atenas una casa en el respeta
ble distrito de Melite y un «jardín» cerca de la puerta
del Dípylon, en la vecindad de la famosa Academia de
Platón. (Como anota De Witt, muchos turistas en
siglos posteriores podían combinar en el mismo pa
seo la visita a los dos santuarios filosóficos. Cicerón
y su amigo Ático visitaron así el Jardín en el 78 a. C.
sorprendiéndose de su pequeñez, tal vez en compa
ración con las «villas» romanas que ellos conocían).
Señala Farrington que el famoso Jardín (en griego Ke-
pos) sería tal vez muy parecido a un «huerto», cuyas
habas, bien repartidas, sirvieron para mantener a la
comunidad epicúrea en algún momento de hambre
en Atenas (como en el asedio del año 295)2. Las clases
2 N. W de W itt, Epicurus, 1964, pp. 89-105; Farrington, The Faith of Epicurus, 1967,
pp. 29-30.
y reuniones se celebrarían tanto en la casa como en
el Jardín. Al parecer existían ciertos grados entre
los discípulos, y Epicuro era reverenciado como «el
maestro» o «guía» de la comunidad. Entre los compo
nentes de ésta estaban los fíeles amigos y seguidores
de Lámpsaco; varias mujeres, alguna de respetable
posición, como la citada Temista, o bien «heteras»,
como Hedeia de Cízico o la ateniense Leontion (que
escribió un tratado contra Teofrasto, elogiado por
Cicerón por su excelente estilo); y también esclavos
de uno y otro sexo. Este grupo de personas, retiradas
a un círculo privado, con sus propias reglas éticas y su
concepción del mundo, debía escandalizar un tanto
a los maledicentes que consideraban el Jardín, don
de se predicaba «el placer», como disipado centro de
orgías y alegres contubernios3.
Para Epicuro, estos años de retiro ateniense fue
ron de una notable austeridad y de una gran activi
dad intelectual. Probablemente la casi totalidad de su
enorme obra escrita —que ocupaba más de trescien
tos rollos de papiro, según Diógenes Laercio— fue
compuesta entonces. Su salud, delicada siempre, em
peoraba hasta tal punto que muchos días no podía
3 De W itt describe la organización de la escuela epicúrea con exagerada precisión.
Por otra parte subrayemos que si Epicuro ha sido «el más calumniado tal vez de los
personajes de la historia antigua» (De W itt), esto no se debe sólo a sus enemigos
ideológicos, sino tam bién a la interpretación popular escandalizada ante ese retiro
privado.
tenerse en pie, sus vómitos eran frecuentes y necesi
taba una silla de tres ruedas (su famoso «trikylistos»)
para trasladarse de un sitio a otro. El Jardín, lugar
de paz, en un mundo agitado por continuas revuel
tas y trastornos bélicos, recibía las visitas de amigos y
admiradores. Las cartas fragmentarias que conserva
mos revelan una gran afectividad entre los discípulos
y el maestro.
«Envíame —escribe a uno de ellos— un tarrito de
queso, para que pueda darme un festín de lujo cuan
do quiera». Los placeres de estos pequeños lujos y
el recuerdo agradecido de los momentos felices del
pasado animaban la serenidad de sus días. Esta ale
gre moderación del Jardín, un hedonismo que por
su limitación resulta casi una ascética, armoniza bien
con la antigua máxima apolínea de que la sabiduría
consiste en la moderación y el conocimiento de los
límites. Como observó Nietzsche, fino catador de
humanidad: «Una felicidad tal sólo la ha podido en
contrar un experimentado sufridor; la felicidad de
un ojo, ante el que se ha vuelto sereno el mar de la
existencia, y que no puede saciarse de contemplar
la superficie de la piel marina que se mece suave y
coloreada; nunca antes se presentó una moderación
tal de la sensualidad»4.
4 F. Nietzsche, La gaya ciencia, máx. 45.
Probablemente la impresión de que el mundo está
enfermo, sin rumbo y sin finalidad, sometidos los hom
bres a los terrores del futuro y a tormentos mutuos, y
ese énfasis en la seguridad y en la filosofía como medi
cina, responden a una experiencia vital. En la crisis de
los valores tradicionales, la adulación retórica había lle
gado a notables extremos, y como sucede en todos los
momentos de perturbación política, el lenguaje había
degradado sus significados: Como un ejemplo signifi
cativo, el famoso himno de Hermocles a Demetrio Po
liorcetes, el inquieto conquistador, le reconocía como
a un dios, más cercano y más activo que los dioses tra
dicionales: «Los otros dioses, pues, o se encuentran
muy distantes o no tienen oídos o no existen o no nos
prestan un momento de atención, pero a ti te vemos
presente, no de piedra ni de madera, sino de verdad».
El himno, compuesto hacia el 290 a. C. por encar
go del propio Demetrio, es un síntoma de los tiem
pos. Mientras tanto, un filósofo a la moda, Evémero
de Mesana, cuya obra iba a cobrar rápidamente un
amplio prestigio, exponía en la corte macedonia su
teoría sobre el origen de la religión. En ella sostenía
que los dioses no son más que antiguos héroes y reyes
benefactores, divinizados por la gratitud y el irónico
olvido de las generaciones mortales. En la teoría re
percute un reflejo de la deificación de los grandes con
quistadores de la época helenística.
¡Qué diferentes los dioses que, a su propio ejemplo
y semejanza, afirmará Epicuro, apartados y felices de
los tumultos del mundo, como el sabio auténtico!
También él será llamado un dios por sus discípulos
(así Lucrecio, V, 8 y ss.), que tal vez recordarán su pro
pia expresión: «En nada, pues, parece hombre mortal
quien vive entre inmortales bienes» (D. L., X, 135);
bienes como la sabia templanza y la amistad.
Para Epicuro el filosofar se define como la búsque
da de un remedio contra la confusión de su época.
La Filosofía es definida de modo característico como
medicina del alma, y el cuidado médico del alma es
el oficio del filósofo, que se transforma así en un psi
quiatra o psicoanalista de una sociedad perturbada
por el temor y la servidumbre. En esta terapia psí
quica hay un recuerdo socrático: therapeía tes psyches,
el «cuidado del alma» era para Sócrates la actividad
filosófica, a lo que ahora se añade un nuevo acento
sobre la enfermedad colectiva que hay que evitar.
Ya el sofista Antifonte había insistido en esta virtud
médica de la Filosofía, y su método de curación por
la palabra hacía de su ideario una téchne alypías, de
ciertos ecos en los tratamientos psicosomáticos de la
moderna medicina5.
5 Cf. W K. C. Guthrie, A History o f Greek Philosophy III, Cambridge, 1969, p. 290 y ss.
Sobre Sócrates puede verse el libro de Vives Génesis y evolución de la ética platónica,
Madrid, 1970, p. 131 y ss.
En Atenas muere Epicuro treinta y cinco años des
pués; años que podemos suponer de reposo y activi
dad filosófica frente a la ajetreada primera época de
su vida. Desde su retiro presenció con desilusión los
sucesos de la política ateniense y griega de la época,
política confusa y envilecida. Frente a las perturba
ciones de su tiempo, el filósofo busca la impertur
babilidad o ataraxia; y, frente a la servidumbre y el
servilismo, la capacidad de gobernarse a sí mismo.
La independencia que la ciudad ha perdido, puede el
sabio todavía guardarla para sí mismo en su retiro y
su mente libre. «El más grande fruto de la autosufi
ciencia es la libertad» (Gnomologio vaticano, 77).
¿QUÉ ER A LA F ELIC ID A D
PARA LOS F ILÓ SO FO S A N T IG U O S?
Pierre H adot
Para los hombres de la Antigüedad, «bienaventura
do» (makar) era en cierto modo el nombre propio de
los dioses, los cuales, tal como cantaba Homero, «tie
nen una vida cómoda»1. Esta beatitud consistía para
ellos en la inmortalidad, en una juventud inacabable,
en una vida eterna de placeres, fiestas y banquetes.
Poco a poco, bajo la influencia del nuevo raciona
lismo, comienza a despuntar el moralismo a la hora
de representar a los dioses. Sus primeros signos se
perciben en Hesíodo y, más tarde, en los presocráti-
cos y los trágicos2.
1 Hom ero, Ilíada, I, 339; VI, 138; Odisea, IV 805. Acerca del sentido de «bienaventu
rado» (makar) en la Antigüedad véase G. Kittel y G. Friedrich, Theologisches Wörter
buch zum Neuen Testament, Kohlhammer, Stuttgart, 1933, artículo «Makar».
2 Cf. el libro, ya antiguo pero siempre de interés, de P. Decharm e, La critique des tra
ditions religieuses chez les Grecs, des orígenes au temps de Plutarque, Paris, Picard, 1904,
Pero será con Platón y Aristóteles cuando esta ten
dencia alcance su plenitud. En el Timeo de Platón el
Creador es bueno, generoso, y desea que todas las co
sas vengan al mundo con el mayor parecido posible
a él y que sean buenas. Esto es así porque el mundo
al que da forma supone en sí mismo un dios biena
venturado (Tim., 34 b), puesto que está en armonía
consigo mismo: «Solo y en soledad, capaz en virtud
de su excelencia de estar unido consigo mismo, sin
necesidad de nada más, como objeto de conocimien
to y de amistad para sí mismo, viéndose colmado».
Es también al pensarse a sí mismo como el Dios de
Aristóteles encuentra su felicidad y alegría (Metafisi-
ca, 1072 b 28), ya que así ejerce el modo de actividad
más excelsa e independiente.
Seis siglos más tarde, en el m d. C., el mundo divi
no de Plotino seguirá mostrándose todavía como un
mundo rebosante de felicidad y de luz. Tras describir
primero el Uno, principio supremo de todas las cosas,
y después el Intelecto divino, que se piensa a sí mis
mo, y el Alma divina, contempladora del Intelecto,
Plotino concluye (I, 8, 1, 25): «Tal es la existencia sin
problemas y bienaventurada que viven los dioses». A
su juicio los festines de los dioses, a los que se refiere
el mito de Poros y Penia en el Banquete de Platón,
y en la colección Entretiens sur l'Antiquité classique, el prim er volumen, La Notion du
divin, depuis Homèrejusqu’à Platon, Vandoeuvres-Génova, Fondation H ardt, 1954.
simbolizan la beatitud divina (III, 5, 9, 39), sirviéndo
se de la expresión homérica «tener una vida cómoda»
para designar la existencia de los dioses en el mundo
espiritual (V¡ 8, 4, 1). «Sólo los seres buenos son fe
lices, y por eso los dioses son felices» (III, 2, 4, 47).
Para los seres espirituales la felicidad consiste preci
samente en ser espirituales, es decir, en mantenerse
alejados de la materia, dedicados a conocerse a sí mis
mos desde la pureza y la transparencia y, sobre todo,
permaneciendo en contacto con el Uno-Bondad que
les trasciende y del cual emanan. Pero el propio Bien
sobrepasa toda consciencia y toda felicidad.
Al igual que el Dios-Mundo del Timeo, al igual que
el Intelecto de Aristóteles, los dioses de Epicuro son
seres de una belleza perfecta que viven inmersos en
la paz y la serenidad. Pero, lejos de ser Pensamiento
puro, disponen de forma humana, por más que sea
ésta diáfana y aérea. Y su beatitud se basa en su sabi
duría y virtud, que les procuran una ausencia total de
preocupaciones, toda una eternidad de placeres. Se
gún Epicuro, los dioses no han creado el mundo y no
influyen en absoluto en su evolución ni en los asuntos
humanos, puesto que el mundo es resultado de un
cúmulo fortuito de átomos. Por eso, al igual que los
dioses homéricos, y mejor aún que ellos, que toman
apasionado partido en las disputas de los hombres,
los dioses de Epicuro son bienaventurados porque su
serenidad es perfecta y no tienen que ocuparse de los
asuntos humanos o del gobierno del mundo. Epicuro
propone así una concepción más pura de la divinidad
que otros filósofos, como Platón o los estoicos, en la
medida en que sus dioses no están condicionados o
absorbidos por la tarea de ocuparse del mundo, por
lo que, sin relación con otra cosa, encuentran en su
pura perfección la felicidad absoluta3.
¿Felicidad egoísta?
9 Sobre la vida en la escuela epicúrea, cf. N. W De W itt, Epicurus and his Philosophy,
W esport, University of Minnesota, 1954, p. 9, y W Schmidt, «Epicurus», en Real
lexikon fiir Antike und Christentum, vol. v, Stturgard, Hiersem ann, 1962.
en este punto, supone el modelo fundamental. Se
presenta como «el hombre que ha sido ofrecido a los
atenienses, por voluntad de los dioses, a fin de espo
learles como un tábano» (Apología de Sócrates, 30 e).
«Estoy a disposición tanto del rico como del pobre, sin
distinción» (Ibid., 32 b). «Soy un hombre ofrecido a la
ciudad por la divinidad: debéis preguntaros si resulta
humanamente posible dejar de lado, como hago yo,
los intereses personales [...] desde hace ya tantos años,
y eso para ocuparse únicamente de vosotros [...],
urgiendo a cada uno a hacerse mejor» (Ibid., 31 b).
Epicuro fue presentado a sus discípulos como un
dios entre los hombres, venido a manera de salvador
de la humanidad, convirtiéndose a su vez cada epi
cúreo en misionero, como ese Diógenes que en el si
glo ni a. C., en su ciudad natal de Oinoanda, en Licia
(sudoeste de Turquía), hizo grabar una gigantesca
inscripción destinada a dar a conocer a sus conciuda
danos y a las generaciones futuras las líneas generales
de la doctrina de Epicuro y su mensaje salutífero10.
Los antiguos coinciden, por lo demás, en reconocer la
extraordinaria difusión de la doctrina epicúrea. Preci
samente, la originalidad radical de la escuela epicúrea
consistió en invitar a todos los hombres, incluso a los
13 Epicteto, Conversaciones, III, 22, y véase A. Delatte, «Le sage-témoin dans la philo
sophie stoïco-cynique», en Bulletin de la Classe des Lettres, Bruselas, Académie Royale
de Belgique, 1953, pp. 166-186.
autorizar determinadas suposiciones sobre el epicu
reismo. Pero su aspiración a la prédica, el importante
papel concedido a la amistad y a la constitución de
comunidades, cuyos miembros han de ayudarse mu
tuamente en lo espiritual y en lo material, son hechos
que bastan para rechazar esa idea según la cual la fi
losofía epicúrea equivaldría a un hedonismo egoísta.
En cuanto a Platón y Aristotéles, la preocupación
por la política y por la mejora de la Ciudad, que am
bos comparten, basta para salvarlos de este reproche.
Pero... ¿y Plotino? ¿Qué decir de una obra que, según
la presentación ofrecida por Porfirio, discípulo suyo,
termina con estas frases (Ené. VI, 9, 11, 48)?: «Tal es
la vida de los dioses y de los hombres divinos y bien
aventurados, marcada por el alejamiento de las cosas
de este mundo, por una existencia que no sienta el
menor apego por las cosas mundanas, por la huida
del único hacia lo Único». Esta huida del único hacia
lo Único ha sido a menudo interpretada como una
actitud narcisista, como un repliegue del yo sobre sí
mismo, no siendo de hecho ese Único que es el Uno
o el Bien otra cosa distinta al yo. Por desgracia, no
podemos entrar en un análisis en profundidad de este
asunto. Digamos solamente que a la experiencia mís
tica plotiniana le resulta esencial constituir a la vez
una experiencia del yo, en la medida en que supone
la revelación de la interioridad, y una experiencia de
lo Otro, en la medida en que se sustrae a los límites
de lo relativo, del lenguaje, de lo decible y de lo pen
sable, y que expresa ese Absoluto con el que precisa
mente se hace imposible identificarse. Una experien
cia semejante no puede calificarse de egoísta.
Éstos son por lo tanto, pese a lo breve de su descrip
ción, los diferentes modelos de felicidad proporciona
dos por las escuelas filosóficas de la Antigüedad. En
general, los cristianos no los dejarán caer en el olvi
do. El modelo estoico será retomado por la tradición
monástica y ascética. Y no parece sorprendente que,
en 1605, el célebre padre Ricci, queriendo ofrecer a
los letrados chinos una presentación del cristianismo,
compusiera el Libro de los veinticinco parágrafos14, una
especie de catecismo con las reglas de la felicidad,
que era en gran parte traducción parafraseada de los
distintos parágrafos del Manual de Epicteto, adaptada
al mismo tiempo al cristianismo y al confucionismo.
En cuanto a los modelos platónicos, aristotélicos y
plotinianos, sabido es el papel que jugarían en la con
figuración de la experiencia mística cristiana. El pen
samiento de Epicuro sobre la felicidad y el placer, sin
embargo, fue condenado por la historia a un lamen
table ocultamiento.
[123]
[128]
Un recto conocimiento de estos deseos sabe, en efec
to, supeditar toda elección o rechazo a la salud del
cuerpo y a la serenidad del alma, porque esto es la
culminación de la vida feliz. En razón de esto todo
lo hacemos, para no tener dolor en el cuerpo ni tur
bación en el alma. Una vez lo hayamos conseguido,
cualquier tempestad del alma amainará, no teniendo
el ser viviente que encaminar sus pasos hacia algu
na cosa de la que carece ni buscar ninguna otra cosa
con la que colmar el bien del alma y del cuerpo. Pues
entonces tenemos necesidad del placer, cuando su
frimos por su ausencia, pero cuando no sufrimos ya
no necesitamos del placer. Y por esto decimos que
el placer es [129] principio y culminación de la vida
feliz. Al placer, en efecto, reconocemos como el bien
primero, a nosotros connatural, de él partimos para
toda elección y rechazo y a él llegamos juzgando todo
bien con la sensación como norma. Y como éste es
el bien primero y connatural, precisamente por ello
no elegimos todos los placeres, sino que hay ocasio
nes en que soslayamos muchos, cuando de ellos se
sigue para nosotros una molestia mayor.
También muchos dolores estimamos preferibles a
los placeres cuando, tras largo tiempo de sufrirlos, nos
acompaña mayor placer. Ciertamente todo placer es
un bien por su conformidad con la naturaleza y, sin
embargo, no todo placer es elegible; así como tam
bién todo dolor es un mal [130], pero no todo dolor
siempre ha de evitarse. Conviene juzgar todas estas
cosas con el cálculo y la consideración de lo útil y de
lo inconveniente, porque en algunas circunstancias
nos servimos del bien como de un mal y, viceversa,
del mal como de un bien.
También a la autosuficiencia la consideramos un
gran bien, no para que siempre nos sirvamos de poco
sino para que, si no tenemos mucho, nos contentemos
con poco, auténticamente convencidos de que más
agradablemente gozan de la abundancia quienes me
nos tienen necesidad de ella y de que todo lo natural es
fácilmente procurable y lo vano difícil de obtener. Ade
más los alimentos sencillos proporcionan igual placer
que una comida excelente, una vez que se elimina del
todo el dolor [131] de la necesidad, y pan y agua pro
curan el máximo placer cuando los consume alguien
que los necesita. Acostumbrarse a comidas sencillas y
sobrias proporciona salud, hace al hombre solícito en
las ocupaciones necesarias de la vida, nos dispone me
jor cuando alguna que otra vez accedemos a alimentos
exquisitos y nos hace impávidos ante el azar.
Cuando, por tanto, decimos que el placer es fin no
nos referimos a los placeres de los disolutos o a los que
se dan en el goce, como creen algunos que desconocen
o no están de acuerdo o mal interpretan nuestra doctri
na, sino al no sufrir dolor en el cuerpo ni turbación en
el [132] alma. Pues ni banquetes ni orgías constantes ni
disfrutar de muchachos ni de mujeres ni de peces ni de
las demás cosas que ofrece una mesa lujosa engendran
una vida feliz, sino un cálculo prudente que investigue
las causas de toda elección y rechazo y disipe las falsas
opiniones de las que nace la más grande turbación que
se adueña del alma. De todas estas cosas, el principio y
el mayor bien es la prudencia. Por ello la prudencia es
incluso más apreciable que la filosofía; de ella nacen to
das las demás virtudes, porque enseña que no es posi
ble vivir feliz sin vivir sensata, honesta y justamente, ni
vivir sensata, honesta y justamente sin vivir feliz. Las
virtudes, en efecto, están unidas a la vida feliz y el vivir
feliz es inseparable de ellas.
[133]
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Vive oculto.
M ÁXIMAS CAPITALES
(d . l ., X, 139-154)
El ser feliz e incorruptible (la divinidad) ni tiene él
preocupaciones ni se las causa a otro; de modo que
ni de imaginaciones ni de agradecimientos se ocupa.
Pues todo eso se da sólo en el débil.
(En otros lugares dice [Epicuro] que los dioses son
visibles a la razón, presentándose unos en su existen
cia numérica, y otros en forma humana, por una asi
milación formal a partir de la continua emanación de
imágenes semejantes y confluyentes).
La muerte no es nada para nosotros. Porque lo que
se ha disuelto es insensible y lo insensible no es nada
para nosotros.
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Lo justo según la naturaleza es un acuerdo de lo
conveniente para no hacerse daño unos a otros ni
sufrirlo.
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39
I1 Entre
Entre las
las exhortaciones
exhortaciones sese mniten
om iten las
las que
que no
no son
son de
de Epicuro,
Epicuro, sino
sino de
de sus
sus discípulos
discípulos
(los números
(los núm eros 10,
10, 30,
30, 31,
31, 36,
36, 47,
47, 51),
51), Yy aquellas
aquellas que
que se
se repiten en las
repiten en las Máximas
Máximas Capi-
Capi
tales (los
tales (los núm eros 1,2,4,6,8,
números 1, 2, 4, 6, 8, 12,
12, 13,20,22,49,50,
13, 20, 22, 49, 50, 72).
72).
(Gnomologio vaticano).
(M C, 1).
(Μ C, 2).
(M C, 4).
(MC, 5).
(M C, 35).
11
12
(M C, 17).
13
(Μ C, 27).
Nacemos una sola vez, pues dos veces no es posible,
y no podemos vivir eternamente. Tú, sin embargo,
aunque no eres dueño de tu mañana, sometes la di
cha a dilación. Pero la vida se consume inútilmente
en una espera y cada uno de nosotros muere sin ha
ber gozado de la quietud.
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(M C, 29).
No hay que violentar la naturaleza, sino persuadirla;
y la persuadiremos satisfaciendo los deseos necesa
rios, los naturales siempre que no nos resulten per
judiciales, y rechazando rigurosamente los nocivos.
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(M C, 19).
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(M C, 12).
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(M C, 8).
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(M C, 13).
El que hayamos padecido algunos dolores en el cuer
po nos ayuda a ser cautelosos frente a sus congéneres.
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