Problema de La Sublimacion en Freud
Problema de La Sublimacion en Freud
Problema de La Sublimacion en Freud
Posiblemente la sublimación sea el concepto menos elaborado por el propio Freud, pero al
mismo tiempo de los más importantes en su concepción del hombre. Veamos brevemente
cómo nos lo describe.
Por lo pronto su origen hay que buscarlo en la condición peculiar de la sexualidad humana.
Según Freud “el instinto sexual humano: es compuesto, más desarrollado y sin la periodicidad
del de los animales, con la peculiaridad de desplazar su fin, sin perder intensidad
(sublimación), a otros fines no sexuales (culturales). Pero también es susceptible de fijaciones
que lo inutilizan para todo fin cultural (anormalidades sexuales) (La moral sexual ‘cultural’
y la nerviosidad moderna (1908) pp. 1252-1253) (1528).
Por lo pronto la gran peculiaridad, pues, de la sexualidad humana, es que “los componentes
del instinto sexual humano se caracterizan por su capacidad de sublimación” (Psicoanálisis
(1909) pp. 1562-1563) (1696). Ésta consiste en que hay componentes de la sexualidad
humana que pueden dinamizar procesos no sexuales, dada su ‘plasticidad’. En efecto, sus
“tendencias sexuales son muy plásticas, pudiendo desviarse a fines sociales con facilidad:
sublimación” (Introducción al Psicoanálisis (1915-1917) pp. 2337-2338) (2673).
A la hora de concretar dónde radicaría esta capacidad de sublimar, Freud cree que tanto ‘la
tendencia a la represión’ como ‘la capacidad de sublimación han de ser referidas a bases
orgánicas’, prefiriendo otorgar un papel decisivo al ‘azar frente a la concepción piadosa del
universo’ (Un recuerdo infantil de Leonardo de Vinci (1910) p 1619) (1728).
Ahora bien, su descripción sí es posible y Freud por lo pronto no sólo le ha dado nombre, sino
que ha aportado observaciones importantes. Recojamos algunas de sus aportaciones.
amor general a la Humanidad. Por las relaciones sociales normales de los hombres no
adivinaríamos nunca la magnitud de estas aportaciones procedentes de fuentes eróticas con
inhibición de su fin sexual. A este contexto pertenece también el hecho de que precisamente
los homosexuales manifiestos, y en primer término aquellos que rechazan toda actividad
sexual, se caractericen por una intensa participación en los intereses generales de la
Humanidad, surgidos de la sublimación del erotismo.” (1773)
Según esta observación, la ‘no actividad’ sexual favorecería la ‘sublimación’. Quizás esto
tenga su sentido si tenemos en cuenta la complejidad del instinto sexual humano. Veamos lo
que dice en su trabajo Sobre la degradación general de la vida erótica (1912) (pp. 1715-7)
(1984): “La importancia psíquica de un instinto crece con su prohibición. En la sexualidad
hay dos factores que parecen impedir su plena satisfacción: el que su objeto definitivo nunca
es el primitivo, y la imposibilidad de que todos los componentes iniciales del instinto puedan
ser acogidos en su estructura ulterior, debiendo ser reprimidos o destinados a otros fines. La
cultura siempre provocará pérdida de placer”. Es decir, la ‘plasticidad’ del instinto sexual
humano, a la que aludía más arriba, radica no sólo en su complejidad sino en un problemático
desarrollo cargado de riesgos, entre otras cosas porque ‘hay componentes iniciales que no
pueden ser acogidos en su estructura ulterior’.
Esto quiere decir que algunos instintos son obligados a desplazar las condiciones de su
satisfacción: la sublimación como el caso más importante culturalmente (El malestar en la
cultura, (1929) p 3038) (3780): “Otros instintos son obligados a desplazar las condiciones de
su satisfacción, a perseguirla por distintos caminos, proceso que en la mayoría de los casos
coincide con el bien conocido mecanismo de la sublimación (de los fines instintivos) mientras
que en algunos aún puede ser distinguido de ésta. La sublimación de los instintos constituye
un elemento cultural sobresaliente, pues gracias a ella las actividades psíquicas superiores,
tanto científicas como artísticas e ideológicas, pueden desempeñar un papel muy importante
en la vida de los pueblos civilizados.” Esto no quiere decir que sea algo impuesto por la
‘cultura’: “Si cediéramos a la primera impresión, estaríamos tentados a decir que la
sublimación es en principio, un destino instintual impuesto por la cultura; pero convendrá
reflexionar algo más al respecto.” Este ‘desplazamiento’, por tanto, que ha de sufrir no
siempre va a ser el adecuado, pero al parecer el correcto sería la sublimación.
Esto supuesto, sublimar la libido consiste en “desviar la excitación sexual hacia fines más
elevados” (Cf Fantasías histéricas y su relación con la bisexualidad, (1908), p. 1350)
(1510). Pero esta ‘desviación’ no parece estar siempre a nuestra disposición, sino que tiene un
momento privilegiado en la evolución de la sexualidad humana como es el periodo de
latencia. En efecto, “la repugnancia, vergüenza y moralidad, como diques para el desarrollo
de la sexualidad, pueden considerarse como residuos históricos de inhibiciones exteriores
experimentadas por el instinto sexual en la psicogénesis de la Humanidad”, pero añade algo
que no conviene olvidar: estos ‘diques para el desarrollo de la sexualidad’ no están
‘asegurados’ en el desarrollo del niño, sino que “aparecen en el desarrollo del individuo en
una época determinada y obedeciendo a la educación” (Tres ensayos para una teoría sexual,
p 1188, nota de 1915) (1297). Esta época es el que Freud denomina ‘periodo de latencia’,
pero parece que, de no darse la educación, no surgirían.
En El carácter y el erotismo anal, (1908) vuelve a insistir en que el instinto sexual está
compuesto de instintos parciales ligados a distintas zonas erógenas. Gran parte de estos
instintos parciales son “desviados”, en el “periodo de latencia”, de sus fines sexuales hacia
otros fines (“sublimación”), creándose a costa de ellos productos de reacción tales como “el
pudor, la repugnancia y la moral” (Cf p 1355) (1517).
Los logros de esta primera manifestación de la sublimación no pueden ser más importantes:
por el pudor, nuestra dimensión sexual no queda reducida a un hecho fisiológico más, y en
este sentido, trivial, pudiendo convertirse en símbolo de una entrega personal única; la
repugnancia delimita nuestras funciones fisiológicas a su campo despojándolas de
dimensiones gratificantes que las hacían autónomas, y la moral nos proporciona un referente
que, sin eliminar nuestra libertad, proporciona un marco que nos responsabiliza personal y
socialmente.
Veamos cómo se lleva a cabo este proceso: “El súper-yo (ideal del yo) es representante del
Ello y del mundo exterior: ha nacido por la introyección en el yo de los primeros objetos de
los impulsos libidinosos del Ello (el padre y la madre), quedando desexualizada esta relación,
lo que hará posible el vencimiento del complejo de Edipo, convirtiéndose en conciencia moral
implacable con el Ello” (Problema económico del masoquismo, (1924) p 2757 (3300). Es
decir, sin este ‘súper-yo’ como referente, el ser humano que no tiene una programación
instintual no podrá dominar el Ello.
Y es que “el súper-yo (como instancia moral), sustitución del complejo de Edipo, llega a ser
representante de la realidad y prototipo de las aspiraciones del yo”. Más aún, a “la figura de
los padres se van agregando las de los maestros, autoridades y, por último, el Destino
impersonal (Razón y Necesidad)”. Freud reconoce que “Dios y la Naturaleza corresponderían
a la pareja parental y crean ligámenes libidinosos” (Ibidem.) (3301), aunque en esta
referencia encuentra él “verdad psicológica” de que la conciencia moral es algo dado por
Dios: no es algo originalmente dado, sino que es una “antítesis de la vida sexual que en el
niño la ejercen los padres” (a través del cariño y el castigo). La “angustia real” que esto
provoca es el antecedente de la “conciencia”. Sólo cuando se internaliza puede hablarse de
súper-yo y conciencia moral” (Nuevas lecciones introductorias al psicoanálisis, (1932), p.
3135) (3944).
De todo ello depende nuestra salud psíquica. En efecto, entre las causas ocasionales de la
neurosis está la frustración de la satisfacción: el sujeto pierde el objeto de su amor. Por tanto
empieza por la abstinencia (por ejemplo las restricciones culturales). “Ante la frustración real
de la satisfacción no existen sino dos posibilidades de mantenerse sano: transformar la tensión
psíquica en una acción orientada hacia el mundo exterior, que acabe por lograr de él una
satisfacción real de la libido, o renunciar a la satisfacción libidinosa, sublimar la libido
estancada y utilizarla para alcanzar fines distintos de los eróticos y ajenos, por tanto, a la
prohibición. EI hecho de que la desdicha no coincida realmente con la neurosis, y el de que la
frustración no sea el único factor que decida sobre la salud y la enfermedad del individuo a
ella sujeto, nos indica que ambas posibilidades tienen efecto real en los destinos de los
hombres. El efecto inmediato de la frustración es el de despertar la actividad de los factores
dispositivos, ineficaces hasta entonces.” (Sobre las causas ocasionales de la neurosis,
(1912), p 1718) (1987). Es decir, no hay que identificar ‘frustración’ con ‘neurosis’. El
problema está en que, al parecer, ha de alcanzarse la satisfacción o por vía directa o por
sublimación (la cual lleva consigo la frustración de la satisfacción primitiva).
La curación, pues, está en razón directa de que la conciencia vaya ganando terreno, que es lo
mismo que decir que el yo vaya cobrando protagonismo, ‘reconciliándose con la libido’,
reconciliación que consistirá en darle satisfacción directa o ‘disponiendo de ella por la
sublimación’, en cuyo caso también alcanzará una satisfacción sustitutiva (es decir, no
sexual).
La cita es importante: los ‘deseos inconscientes’, en cuanto tales, no han tenido destino
alguno por haber sido reprimidos. Una vez que acceden a la conciencia por el tratamiento han
de recibir un ‘destino’. Es de suma importancia caer en la cuenta que dicho destino no está
nunca programado de antemano y, lo que es más importante, el enfermo sólo tiene a su
disposición tres ‘destinos’ posibles y tendrá que ver cuál de ellos es el correcto: una
‘condenación eficaz’, frente a la ‘represión’ que por definición ni condena ni es eficaz, sino
simplemente ‘quita de en medio’, remite al inconsciente (¡La negación consciente y eficaz a
un deseo no es represión!) ; ‘su utilización correcta’: no cualquier utilización de un deseo
liberado es válida; por último, la ‘sublimación’, que es el desvío de la energía de dichos
deseos hacia ‘fines no sexuales’ que posibilitan la civilización. No olvidemos que el ser
humano al no nacer programado por un instinto, necesita de la cultura y ésta la posibilita la
sublimación.
Es interesante ver la respuesta de Freud a Jung, el cual da por supuesto que un anacoreta
“empeñado en extinguir toda huella de interés sexual” (pero “sexual en el sentido vulgar de la
palabra”) tendría reprimida su sexualidad: “no tiene por qué presentar una introversión de la
libido sobre sus fantasías o sobre el propio yo: puede haber sublimado su interés sexual
convirtiéndolo en un intenso interés por lo divino, lo natural o lo animal” (Introducción al
narcisismo, (1914), pp. 2020-2021) (2174). Es decir, la sublimación parece consistir en ese
‘intenso interés’ (‘por lo divino, lo natural, lo animal’) que sustituye al ‘interés sexual’ (¡qué
siempre es ‘intenso’: pone en juego toda la persona!).
A esto hay que añadir lo que él denominará “tendencias sexuales de fin inhibido”: los
instintos sociales (próximos a la sublimación) no han abandonado sus fines directamente
sexuales, pero se ven impedidos a alcanzarlos por resistencias internas, creando vínculos
duraderos por su aproximación a la satisfacción: amistad y cariño conyugal (Psicoanálisis y
teoría de la libido (1922) p 2676) (3181). Es decir, “la desviación del fin sexual es un
principio de sublimación: se crean lazos duraderos al no ser susceptible de satisfacción”
(Psicología de las masas y análisis del yo (1920-1921) p 2606) (3073). La sublimación,
pues, surgiría de ‘instintos coartados en su fin’ (su fin obvio: la genitalidad), porque, ‘la
satisfacción de un instinto puede ser satisfecha de una forma o de otra’ (Nuevas lecciones
introductorias al Psicoanálisis (1932) pp. 3155-3156) (3980), dada su condición plástica.
Amor y sublimación.
Y aquí entramos en el concepto de amor. Freud por lo pronto piensa que “la palabra amar
sólo se usa en relación del yo con el objeto sexual. Por tanto supone la síntesis de todos los
instintos sexuales bajo la primacía de los genitales y al servicio de la reproducción”. Sin
embargo a renglón seguido admite que “también se aplica a la satisfacción de instintos
© Adolfo Chércoles Medina sj
El problema de la sublimación 5
sexuales sublimados” (Los instintos y sus destinos (1915) p 2050) (2311). En efecto, en su
Autobiografía (1924) p 2779) (3364) nos recuerda que para el Psicoanálisis, al ampliar el
concepto de sexualidad, “todos los sentimientos cariñosos fueron tendencias sexuales
coartadas en su fin o sublimadas. En esta posibilidad reposa la cultura” En efecto, esta
‘ampliación de la sexualidad’ lleva a considerar cualquier “energía desplazable” como “libido
desexualizada”, es decir, “sublimada”. Más aún, “la labor intelectual sería sublimación de
energía instintiva erótica” (El ‘yo’ y el ‘Ello’ (1923) p 2720) (3229).
Idealización y sublimación.
En efecto, Freud nos avisa que hay que diferenciarla del ideal o, mejor dicho, de cualquier
proceso de idealización. Esta distinción es importante, pues en nuestro lenguaje corriente esta
es la acepción que sugiere el término ‘sublimar’. Veamos, pues, cuál es su verdadero alcance
para no confundir la sublimación de la que nos habla Freud con significados que podemos
atribuirle.
Por lo pronto Freud advierte que hay que tener en cuenta la relación entre formación de un
ideal y sublimación. La sublimación se relaciona con la libido, orientando el instinto a un fin
alejado de la satisfacción sexual. La idealización se refiere al objeto (el objeto sexual o el yo)
al que engrandece psíquicamente (Cf Introducción al narcisismo (1914) p 2029) (2193).
Según esto habría que decir que el sentido que normalmente damos al vocablo que nos ocupa
se aproxima más a la ‘idealización’ que a lo que Freud entiende por ‘sublimación’. Cuando
decimos que alguien ‘ha sublimado’ algo, queremos decir que ‘lo ha idealizado’.
En efecto, el que nuestros ideales sean grandes, no quiere decir que la vida esté resuelta. Por
eso Freud advierte que hay que aclarar “la relación entre el yo ideal y la sublimación de los
instintos: el que un individuo haya transformado su narcisismo por un yo ideal, no supone que
haya sublimado sus instintos libidinosos”. En efecto, él remite al caso del neurótico en el que
no faltan los ideales, pero que se convierten en él en origen de su neurosis. Esto le lleva a
afirmar que “es más difícil convencer a un idealista de la inadecuada localización de su
libido, que a un hombre sencillo y mesurado.” Y es que “el ideal favorece la represión; la
sublimación es un medio de ajustarse a las exigencias del yo sin recurrir a la represión”
(Introducción al narcisismo (1914) p 2029) (2194). Dicho de otra forma: un ideal sin
sublimación de los instintos no tiene salida: no sólo no lo podrá llevar a cabo sino que
provocará la frustración total o parcial de la persona.
Es decir, si la sublimación posibilita que la persona pueda ser lo que quiere, hay que
relacionar este planteamiento con la visión de San Ignacio en EE 32: ‘mi mera libertad y
querer’ es lo ‘propio mío’ y todo lo demás ‘viene de fuera’. Pues bien, lo ‘propio mío’
correspondería al yo, y lo que viene de fuera a la libido con su posibilidad de ser sublimada.
‘Mi mera libertad y querer’ necesitará un ideal, pero éste no puede proporcionar la energía
necesaria para alcanzarlo; en este sentido hay que relacionarlo con el ‘súper-yo’ o como en
otros momentos formula ‘el ideal del yo’. No podemos vivir sin ‘súper-yo’, pero éste puede
convertirse en un tirano que nos destruya. A evitar este fracaso viene la sublimación:
posibilita que el yo pueda responder a las exigencias del súper-yo.
Es decir, la sublimación realizaría la persona en cuanto tal (lo ‘propio mío’), capacitándola
para disponer de ‘energía desplazable’ que no es otra cosa que su ‘libido desexualizada’ (El
‘yo’ y el ‘Ello’, p 2720) (3229), mientras la idealización ‘engrandece el objeto’ (ya sea el
‘objeto sexual’ o el ‘yo’) pero sin sublimar los instintos, circunstancia que ‘favorece la
represión’. Es tan importante esta conclusión que, de ser así, y creo que lo es, de la
sublimación dependería en gran parte el surgimiento de la persona en cuanto sujeto
responsable. (Volveremos sobre esto).
Es, pues, más importante posibilitar y potenciar (en la medida de lo posible) la capacidad de
sublimación del individuo que alentar sus ideales. (NOTA: ¿No tendría que ver esto con ‘los
deseos de deseos’ que San Ignacio pide al candidato, las Anotaciones 14 (“quanta ayuda o
estorbo podrá hallar en cumplir la cosa que quisiere prometer”) y 18 (“no se den a quien es
rudo o de poca complisión cosas que no pueda descansadamente llevar y aprovecharse con
ellas”), y su mismo concepto de ‘probación’ que pretende comprobar si tiene ‘subjecto’,
(“consideren mucho y por largo tiempo, si se hallan con tanto caudal de bienes espirituales
que puedan dar fin a la fábrica de esta torre, conforme al consejo del Señor” Formula
instituti, y no ‘formación’ que pretendería más bien ‘engrandecer el objeto’?.)
Esto supuesto, ¿qué condiciones posibilitan este cambio del fin sexual directo por fines
sustitutivos? ¿La sublimación está asegurada de antemano? ¿Pueden darse circunstancias que
la imposibiliten?
Sublimación y educación:
Por lo pronto, hay que recordar que la sublimación es posible por la ‘plasticidad’ del instinto
sexual humano. Por otro lado éste no está estructurado de una vez por todas y sus peripecias
son imprevisibles. Más aún, en él se dan paradojas como la que Freud constata: “La
prohibición inicial de goce sexual no proporciona su plena satisfacción en el matrimonio,
como tampoco la libertad sexual ilimitada. La libido necesita un obstáculo para su
potenciación, perdiendo valor psíquico cuando la satisfacción es fácil y cómoda. El ascetismo
© Adolfo Chércoles Medina sj
El problema de la sublimación 2
cristiano creó valoraciones psíquicas al amor que la antigüedad clásica desconoció” (Sobre
una degradación general de la vida erótica (1912) p 1716) (1983). Esta constatación, tan
desconcertante como verdadera, nos enfrenta con algo complejo e importante: su frustración
puede darse tanto por defecto como por exceso. ¿Cómo encontrar su verdadera ‘satisfacción’?
o dicho de otra forma, ¿qué función tiene el instinto sexual (libido) en la vida humana? Parece
ser que el ‘libre’ responde a la dimensión estrictamente ‘somática’, mientras el ‘coartado en
su fin’ o ‘sublimado’ remite a la persona en cuanto tal.
Lo que ahora hay que preguntarse es qué posibilita la sublimación y qué no, aunque antes
conviene advertir algo de suma importancia: la capacidad de sublimación no es ilimitada, y no
puede irse más allá de dicha capacidad.
En efecto, Freud advierte al médico de “no caer en la tentación ‘educadora’, pues no todos los
enfermos tienen una gran capacidad de sublimación. De tenerla no hubiesen enfermado, ya
que muchos enferman por intentar sublimar sus instintos más allá de su capacidad” (Consejos
al médico en el tratamiento psicoanalítico (1912) pp. 1658-1659) (1972). Y es que “la
capacidad de sublimación es limitada” (Introducción al Psicoanálisis (1915-1917) p 2338)
(2674), “pudiendo llevar a situaciones patológicas ir más allá de lo posible” (La moral sexual
‘cultural’ y la nerviosidad moderna (1908) pp. 1252-1253) (1528). Es decir, en todo
tratamiento psicológico es tentador confundir ‘curación’ con ‘educación’: ésta tiene una meta;
la curación, para que sea tal, no debe pretender ir más allá de lo posible.
- no olvidar la felicidad.
Encontramos una pista en las siguientes observaciones de Freud: “La exagerada represión
sexual no consigue más civilización, no debiendo olvidarse la felicidad, cayendo en la
tentación de una sublimación progresiva” (Psicoanálisis (1909) p 1563) (1697). Es decir, la
sublimación no puede ser ‘progresiva’ en el sentido de ilimitada, pues en la medida en que no
proporcione algún tipo de ‘felicidad’ no posibilitará ‘más civilización’. Y en El malestar en
la cultura (1929) p 3027), hablando de la búsqueda de la felicidad por parte del hombre,
alude al “placer del artista o del investigador” proporcionado “por el desplazamiento de
nuestra libido por la sublimación”, pero advierte que “su aplicación no es general y nunca
protege totalmente contra el sufrimiento” (3756)
Las observaciones son importantes. Quizás la única clave para conocer la capacidad real de
sublimación en cada persona tenga que ver con ese ‘no olvidarse de la felicidad’, estando
pendiente del ‘placer’ que debe aportar para que sea válida (cree cultura), pero sin caer en la
ingenuidad de soñar con algo que ‘proteja totalmente contra el sufrimiento’. (NOTA: ¿No es
esto lo que pretende San Ignacio con el discernimiento?).
Es decir, tanto ‘las influencias de la vida’ como ‘del intelecto sobre el aparato anímico’ tienen
que ver con la sublimación. Es decir, podría darse la capacidad y no desplegarse porque las
circunstancias lo impiden.
- la represión la imposibilita.
Ante todo, pues, lo que no puede eliminarse es la ‘energía sexual’ (llamada a ser sublimada)
que es lo que provoca la represión. Por eso la ‘represión’ es un impedimento para que haya
sublimación ya que quita de en medio el instinto sexual remitiéndolo al inconsciente, lo cual
quiere decir que no podemos contar con su energía que sólo se manifestará a través de los
síntomas. En efecto, veamos lo que Freud comenta en Un recuerdo infantil de Leonardo de
Vinci (1910): “La represión casi completa de la vida sexual no ofrece las condiciones más
favorables para el ejercicio de las tendencias sexuales sublimadas”, pudiendo provocar “la
indecisión o la reflexión obsesiva” (p 1617) (1725). (NOTA: Sin embargo, reconoce que “el
psicoanálisis no explica la especial tendencia de Leonardo da Vinci a la represión de los
instintos y su gran capacidad para sublimar instintos primitivos” (p 1618) (1727)).
Por tanto, si “una represión prematura excluye la sublimación del instinto reprimido”
(Psicoanálisis (1909) pp. 1562-1563) (1696), habría que utilizar los hallazgos del
Psicoanálisis en Pedagogía. En efecto, esto es lo que sugiere Freud en Múltiple interés del
Psicoanálisis: “no yugular violentamente los impulsos instintivos perversos del niño, pues
sólo producirá una represión (no su vencimiento) que predispone a la neurosis. Pero el
educador ha de tener en cuenta las valiosas aportaciones de los instintos perversos y asociales
del niño cuando no sucumben a la represión sino que son sublimados” (pp. 1866-1867)
(2090).
- vencer no es reprimir.
que puede hacerse de cara a la ‘sublimación’ es ‘procurarla’ (hacerla posible), porque el que
ha de llevarla a cabo es el sujeto. Ahora bien esta posibilitación parece consistir en
‘desvalorizar’ lo que está llamado a ‘sublimarse’. Pero al parecer no basta esta labor negativa
de la ‘desvalorización’, sino que es necesario ofrecer un horizonte positivo que desencadene
la ‘identificación’. Por tanto, si ni se desvaloriza lo ‘perverso’ que llevaría a una ‘aislamiento
peligroso’, ni se ofrece un horizonte positivo que atraiga la ‘identificación’, no se dará la
‘sublimación’ que siempre consistirá en un ‘vencimiento’ (dominio).
No olvidemos que la sublimación consiste en ‘desviar la excitación sexual hacia fines más
elevados’ (Fantasías histéricas y su relación con la bisexualidad (1908), p 1350) (1510), es
decir, que ‘trascienden al individuo’. Más arriba aludíamos a la relación de la sublimación con
el amor, la vivencia de trascendencia más indiscutible. Veamos ahora cómo lo formula Freud
en su obra Psicología de las masas y análisis del yo (1920-1921): “En el desarrollo de la
Humanidad, como en el del individuo, es el amor el principal factor de civilización, y quizás
el único, determinando el paso del egoísmo al altruismo (tanto el amor sexual a la mujer,
como el desexualizado -homosexual sublimado- por otros hombres)” (pp. 2583-2584) (3020).
En efecto, años antes, en Introducción al narcisismo (1914) afirmaba lo siguiente: “La vida
anímica se ve forzada a superar el narcisismo e investir de libido objetos: hemos de comenzar
a amar para no enfermar y enfermamos en cuanto una frustración nos impide amar” (pp.
2023-2024) (2179).
Es decir, si el ‘amor’ no es sólo ‘el principal factor de civilización’ sino que sin él
‘enfermamos’, y por otro lado ya nos dijo que ‘la palabra amar’ no sólo expresaba ‘la relación
del yo con el objeto sexual’ sino que también ‘la satisfacción de instintos sexuales
sublimados’ (2311), amor y sublimación parecen equipararse en parte. Pero la nueva
aportación es que este ‘amor-sublimación’ lleva consigo ‘el paso del egoísmo al altruismo’ o,
dicho de otra forma, ‘la superación del narcisismo’, y este ‘paso’, al parecer, es decisivo tanto
para el desarrollo de la Humanidad, como para el individuo.
Tenemos, pues, que admitir que no hay civilización sin educación ni educación sin
sublimación, pero ésta no es ilimitada, pues tanto su capacidad como su posibilitación no son
siempre las que uno desearía. Por otro lado Freud nos advertía que no podemos confundir
idealización con sublimación: sin capacidad de sublimar, el ideal no dinamiza sino más bien
provoca represión. No podemos, pues, basar la educación en la mera propuesta de ideales; hay
que empezar por contar con la posibilidad de sublimación.
Por lo pronto, no olvidar que la capacidad de sublimar en cada persona es limitada y habrá
que alentarla con discreción (¿discernimiento?). Pero además Freud añadía que no sólo
depende de dicha capacidad sino de “las influencias de la vida y del intelecto sobre el aparato
anímico” (1528). Aquí sí tiene que ver bastante la educación: tanto las circunstancias que
rodean al educando como el fomentar la inteligencia en su formación, sí entran dentro de toda
tarea educadora. Ahora bien, esta tarea ha existido siempre, mientras el Psicoanálisis tiene
poca vida. ¿Aporta algo a la educación?
Freud puntualiza que la tarea del Psicoanálisis no coincide con la del educador: el papel de la
educación viene determinado por una circunstancia muy concreta: que el sujeto sobre el que
actúa es un niño aún. En el caso del tratamiento psicoanalítico el enfermo es un adulto. Por
© Adolfo Chércoles Medina sj
El problema de la sublimación 5
eso advierte que “el método psicoanalítico no consiste en guiar al enfermo (la educación sí
debe guiar al niño), sino que él mismo decida al final del tratamiento.” Sin embargo, “en
situaciones muy inestables y con muchas precauciones, adoptamos el papel de educadores”
(Introducción al Psicoanálisis (1915-1917) p 2392) (2772).
La razón de esta postura es porque el papel del médico en el tratamiento nunca consiste en
manipular. Sin embargo, “en casos extremos puede tenerse un papel educador provisional,
buscando robustecer la personalidad del enfermo” (Los caminos de la terapia psicoanalítica
(1918) p 2460) (2846). En efecto, si el Psicoanálisis tiene un objetivo indiscutible es éste. La
enfermedad del sujeto consiste en su ‘debilidad’, en que no ha crecido y sigue siendo infantil.
Por eso “el papel del médico es, por un lado, ser sustituto de padres y educadores que fallaron
en su tarea, pero ante todo ha de ser analista: tornar preconsciente lo inconsciente y reprimido,
volviendo a restituirlo al dominio del yo” (Compendio del Psicoanálisis (1938) p 3402)
(4353).
Todas estas relaciones entre pedagogía y psicoanálisis llevan a Freud a sugerir que “el
educador debe poseer formación psicoanalítica”, pero teniendo en cuanta que “la educación
no puede ser sustituida por el psicoanálisis: el niño no es un neurótico, y la educación no
puede confundirse con la ‘reeducación’ psicoanalítica” (Prefacio para un libro de August
Aichhorn (1925) p 3216-3217) (3446).
Este reto profiláctico de la educación lleva a Freud a destacar la “importancia de una actividad
psicoanalítica en el educador y el sacerdote para actuar profilácticamente sobre el niño sano”.
Y aclara que “el psicoanálisis no necesita preparación médica sino psicológica y claridad de la
visión intelectual. Pero la garantía de su aplicación correcta sólo depende de la personalidad
del analista” (Ibidem.) (2097). Es importante subrayar que dicha preparación no asegura su
correcta aplicación, sino que ésta depende de la personalidad del educador. Quizá haya que
decir que dicha personalidad consiste en que él mismo sea sano psíquicamente.
Como más arriba vimos, es la sublimación la que lleva a cabo la ‘mutación de los instintos’.
Pero Freud avisa la ‘no estabilidad’ de cualquier logro psicológico: “La cultura como
resultado de la sublimación de los instintos sexuales, no es algo estable y existe el peligro de
que dichos instintos vuelvan a sus fines primitivos. La sociedad adopta un método de
educación que tiende a desviar la atención de lo sexual y se niega a aceptar los resultados del
© Adolfo Chércoles Medina sj
El problema de la sublimación 6
¿Qué quiere decir ‘desviar la atención de lo sexual’? Quizá tenga que ver con la advertencia
que encontramos cuando habla de la necesaria cooperación entre médico y pedagogo: “Hay
mayor responsabilidad del educador al trabajar con un material plástico, con peligro de
plasmar sus propios ideales, en vez de ajustarse a las posibilidades y disposiciones del niño”
(Prefacio para un libro de Oskar Pfister (1913) p 1936) (2098). En efecto, si la sexualidad
ya es de suyo muy plástica, en el niño se añade un delicado ‘plus’ que ha de tener en cuenta el
pedagogo. El logro de toda educación es potenciar ‘las posibilidades y disposiciones del niño’
y su peligro que el educador (sean los padres o el pedagogo) pretenda imbuirle los propios
ideales, porque en parte podrá conseguirlo aunque con consecuencias deplorables.
- periodo de latencia.
Uno de los datos a tener en cuenta en toda educación es el del periodo de latencia por el que la
sexualidad humana debe pasar. En dicho periodo de nuestra sexualidad “se constituyen los
poderes que luego se oponen al instinto sexual y lo canalizan. Estos auténticos diques están
fijados orgánicamente por la herencia, lo que simplemente reforzará la educación” (Tres
ensayos para una teoría sexual (1905) p 1197-1198) (1311). Estos ‘diques’ ya vimos que
eran ‘el pudor, la vergüenza y la moral’ (El carácter y el erotismo anal (1908) p 1355)
(1517) y parece ser que una de los fines de la educación debe consistir en reforzarlos.
Gracias a estos diques, en el ‘periodo de latencia’ puede alcanzarse un “acopio de energía que
se utiliza para fines no sexuales: sentimientos sociales”, pero todo esto no surge sin más sino
que Freud afirma que es “con el auxilio de la educación” (Tres ensayos para una teoría
sexual (1905) p 1230-1231) (1397). Es decir, la educación parece tener en este periodo de
latencia una oportunidad que ha de aprovechar, pues de no hacerlo posiblemente no será
posible alcanzar el dominio que pretende.
En efecto, es tan importante este papel del ‘periodo de latencia’ que si no se produce en su
momento y “la sexualidad se manifiesta precozmente”, antes de dicho periodo, “se anularía la
obra de la civilización” (Introducción al Psicoanálisis (1915-1917) p 2316-2317) (2639). Sin
los diques arriba dichos no hay posibilidad de que la civilización surja. Más aún, “la
seducción o corrupción pueden interrumpir el periodo de latencia, con lo cual el niño
conservará un instinto sexual polimórtficamente perverso, influyendo en su educabilidad”
(Tres ensayos para una teoría sexual (1905) p 1232) (1403), ya que las tendencias sexuales
no validas, de no ser sublimadas, se convertirán en vicios.
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El problema de la sublimación 7
Esto es lo que Freud advierte en su obra tres ensayos para una teoría sexual (1905):
“Siempre escapa de la sublimación, en el periodo de latencia infantil, algún fragmento de la
sexualidad, que es calificado como “vicio” por los educadores” (p. 1158) (1314). (NOTA: En
este contexto comenta Freud que los educadores “comparten así nuestra opinión de que lo
moral surge a costa de la sexualidad”). Es decir, nada es ‘seguro’ en el proceso humano, y
todas las ocasiones no siempre se aprovechan. Lo que parece que no podemos infravalorar es
el periodo de latencia, pues posiblemente sea la única ocasión para que ciertas dimensiones de
nuestra polimorfa sexualidad puedan ser sublimadas (utilizada correctamente).
- la transferencia.
Empecemos por subrayar las dos observaciones finales. En toda tarea, tanto terapéutica como
educadora, nunca puede olvidarse que la ‘libido’ no es fácil de manejar por su confusa
delimitación, o dicho de otra forma, no se puede objetivar sin más: su ‘viscosidad’ la
difumina encontrándola ‘adherida’ a lo más inesperado, como tampoco la fuerza del
‘narcisismo’, necesario al comienzo de nuestra vida y siempre dispuesto a convertirse en
árbitro de cualquier proceso, dificultarán en principio la curación (como también la
educación).
Para afrontar esta doble dificultad sólo dispone en el tratamiento con ‘la sugestión de la
transferencia’. Veamos cómo expresa esto Freud en Introducción al Psicoanálisis (1915-
1917). En el método psicoanalítico, lo decisivo en el vencimiento de las resistencias es la
transferencia: “El factor que decide el resultado no es ya la introspección intelectual del
enfermo, facultad que carece de energía y de libertad suficientes para ello sino únicamente su
actitud con respecto al médico. Si su transferencia lleva el signo positivo, revestirá al médico
de una gran autoridad y considerará sus indicaciones y opiniones como dignas de crédito.”
(pp. 2400-2401) (2784). Es importante este dato, porque una vez más nos avisa que la
‘energía’ en todo proceso psíquico siempre estará en la libido. Por eso sin ‘transferencia
positiva’ no hay posibilidad de curación.
1649) (1952). Es decir, es libido erótica, y en cuanto tal cargada de energía. Lo importante es
cómo debe actuar esta energía para que alcance lo que se pretende (la curación).
Pero veamos cómo Freud plantea el tratamiento a partir de la situación más delicada del
proceso, el enamoramiento de la paciente: en la actitud del médico ante el enamoramiento de
la transferencia, los motivos ‘éticos’ y los ‘analíticos’ coinciden: “el fin del tratamiento es
devolver a la paciente la libre disposición de su facultad de amar, coartada por fijaciones
infantiles, para que la use al terminar el tratamiento. Tarea no fácil para el médico”
(Observaciones sobre el ‘Amor de transferencia’ (1914) pp. 1695-1696) (2226).
En efecto, la tarea del médico en estas circunstancias requiere por parte de éste un nivel moral
no común, pues de consentir a los sentimientos de la paciente imposibilitaría lo que se
pretende: el dominio, por parte de la paciente, de ‘su facultad de amar, para que la use al
terminar el tratamiento’. Es proporcionar la libre autonomía de su yo sin depender del médico.
Pero veamos con más claridad lo que nos quiere decir: “Actitud del médico ante el
enamoramiento de la transferencia: la paciente debe aprender de él a dominar el principio del
placer y renunciar a una satisfacción próxima, pero socialmente ilícita, en favor de otra lejana
e incierta, pero irreprochable psicológica y socialmente. Para alcanzar este dominio ha de
pasar por las épocas primitivas de su desarrollo psíquico y conquistar en este camino aquel
incremento de libertad que distingue la actividad psíquica consciente de la inconsciente”
(Observaciones sobre el ‘Amor de transferencia (1914) p (2227).
La curación, pues, la posibilita la transferencia que hace posible que la paciente acepte las
‘interpretaciones’ del médico. De esta forma ‘se va transformando lo inconsciente en
consciente’, dicho de otra forma, lo ‘reprimido’ en ‘disponible’. Sólo entonces el yo puede
desplegarse en cuanto tal: ¡de lo inconsciente no se puede disponer! Si la energía humana está
en la libido, mientras ésta esté reprimida el yo no podrá disponer de ella libremente.
La curación, por tanto, consiste en que el yo pueda gozar de la hegemonía que le corresponde
y que le era restringida por la imposibilidad de acceder a lo reprimido (inconsciente). El
tratamiento psicoanalítico debe devolver a la conciencia toda esa libido que estaba reprimida
para que sea el yo el que ‘le conceda determinadas satisfacciones y disponga de ella por la
sublimación’. Es decir, la libido ‘no sublimada’ está llamada a la satisfacción directa; para
que el yo pueda disponer de ella en forma de energía para otros fines no sexuales, ha de ser
sublimada. Pero el yo está llamado no sólo disponer de la libido por la sublimación sino
controlar la sexualidad directa, o bien concediéndole satisfacciones adecuadas, o
absteniéndose. (No olvidemos que hay que distinguir entre represión y dominio.)
Pero para rehacer un proceso primitivo que no fue correcto, necesita un referente en el
médico, como debió tenerlo en sus padres, para ‘aprender de él a dominar el principio del
placer y renunciar a una satisfacción próxima’. De no ser así no hay posibilidad de curación.
Por otro lado, este dominio del ‘principio del placer’ supone abrirse al ‘principio de realidad’
que lleva consigo la perspectiva de una satisfacción ‘lejana e incierta, pero irreprochable
psicológica y socialmente’.
Es importante preguntarnos qué entiende Freud por ‘irreprochable’ tanto en psicología como
en la sociedad: respecto a la primera consiste en que ‘la actividad psíquica sea consciente’, y
en la segunda ‘el incremento de libertad’. No hay posible curación sin acceder a la
consciencia y desde ahí poder disponer de las fuerzas que actúan en el psiquismo con libertad.
Por lo pronto “es falso que el psicoanálisis espere la curación por la libre expansión de la
sexualidad” (¡no es lo mismo ‘libre expansión’ que ‘dominio desde la libertad personal!). En
efecto, “el que los deseos sexuales afloren a la conciencia” (dejen de ser inconscientes), que
es lo que pretende el tratamiento psicoanalítico, no es para darles la posibilidad de una
autonomía plena sino para “hacer posible su dominio, inalcanzable antes por la represión”
(Psicoanálisis y teoría de la libido (1922) pp. 2672-2673) (3171). Pues bien, este dominio
sólo es posible desde la consciencia. Y es que una cosa es ‘dominio’ y otra ‘represión’. (Si lo
reprimido termina en el inconsciente, queda fuera de todo posible control: sólo podemos
controlar lo consciente).
Pero ¿cómo hacer que el ‘dominio’ del instinto sexual (que en definitiva puede consistir en su
negación) no se convierta en ‘represión’? ¿Qué hacer cuando la persona toca el límite de su
capacidad de sublimación?
¿En qué sentido la labor intelectual es sublimación? Veamos qué es lo que Freud nos dice del
‘instinto de investigación’ del niño: “Destinos del instinto de investigación del niño: 1) puede
quedar coartado como la sexualidad, limitado para toda la vida por la educación (coerción
religiosa del pensamiento) que favorece la neurosis; 2) resiste a la represión sexual, volviendo
la investigación sexual en forma de obsesión investigadora de carácter sexual (los procesos
intelectuales se experimentan con placer y angustia): la sublimación en ideas y la claridad
intelectual se sustituye a la satisfacción sexual, llevando a la imposibilidad de alcanzar
solución alguna; 3) la libido escapa a la represión , sublimándose en ansia de saber. Aquí falta
el carácter neurótico, por darse la sublimación, evitando que surja la investigación desde lo
inconsciente, aunque existe la represión sexual” (Un recuerdo infantil de Leonardo de
Vinci (1910) p 1587) (1703).
En resumen, podemos decir que lo sublimado (libido desexualizada) lleva consigo ‘libertad’
(energía desplazable), mientras lo no sublimado parece tener un carácter ‘necesitante’, que se
nos impone.
Es, pues, de suma importancia, de cara a la educación tener en cuenta aquello que posibilita la
sublimación. Si en La moral sexual ‘cultural’ y la nerviosidad moderna, Freud advertía
que, aparte de la ‘organización congénita’ (que es la que hay y no la que desearíamos, no
‘pudiendo ir más allá de lo posible’ porque llevaría a ‘situaciones patológicas’), lo que decide
© Adolfo Chércoles Medina sj
El problema de la sublimación 10
de cara a la posible sublimación son ‘las influencias de la vida y del intelecto sobre el aparato
anímico’. ¿En qué consisten esas influencias?
- posibilitar la sublimación.
Ya vimos que ‘la introspección intelectual carece de la energía suficiente para el vencimiento
de las resistencias’ sino que es ‘la transferencia amorosa hacia el médico’ la única eficaz
(Observaciones sobre el ‘Amor de transferencia’ (1914) pp. 1695-1696) (2226). Pero esta
transferencia, para que tenga eficacia, no puede ser ‘consentida’, es decir, el médico no puede
responder a lo que el instinto que ha aflorado del inconsciente (el enamoramiento) pretende,
entre otras cosas porque no es real lo que vive, aunque sí lo reprimido que se está expresando
a través de la transferencia.
Esto supone que la tarea del médico en el tratamiento consiste fundamentalmente en facilitar
la sublimación al paciente, no consintiendo ‘la satisfacción próxima’, devolviendo de este
modo a la paciente la ‘libertad’ propia de ‘la actividad psíquica consciente’ (Ibidem) (2227).
En efecto, “el fin terapéutico del psicoanálisis es devolver al yo su dominio sobre el Ello,
perdido en las represiones infantiles. A través de los síntomas, los sueños y las ocurrencias
espontáneas, y superando resistencias, llegamos hasta lo reprimido, enseñando al yo a no huir
ante su recuerdo (¡la represión fue una fuga!). Para el yo adulto esto es ya fácil”
(Psicoanálisis y medicina (1926) p 2924) (3590).
¿Por qué es fácil para el adulto afrontar el recuerdo de lo reprimido? Posiblemente, entre otras
cosas, por haber alcanzado la función del juicio. En efecto, veamos cómo Freud concibe el
origen del juicio: “el juicio (negar o afirmar contenidos ideológicos), es el sustitutivo
intelectual de la represión. Negar equivale a decir: ‘Esto es algo que me gustaría reprimir’.
Por medio del símbolo de la negación se libera el pensamiento de las restricciones de la
represión” (La negación (1925) pp. 2884-2885) (3412). Por tanto, “el juicio se hace posible
por la creación del símbolo de la negación que permite al pensamiento un primer grado de
independencia de los resultados de la represión y con ello también de la compulsión del
principio del placer” (La negación (1925) p 2886) (3415). Habrá que decir que esta
‘independencia’ posibilitará lo que denominamos ‘discernimiento’.
Es decir, no se puede asegurar el control pleno del yo maduro. Esto hay que relacionarlo con
la advertencia de Freud de que la capacidad de sublimar del individuo no es ilimitada. Si la
sublimación consistía en “desviar la excitación sexual hacia fines más elevados” (Fantasías
histéricas y su relación con la bisexualidad (1908) p 1350) (1510), sin embargo “no es
infinita, llevando a situaciones patológicas ir más allá de lo posible” (La moral sexual
‘cultural’ y la nerviosidad moderna (1908) p 1252-1253) (1528). Y esto parece ser un
problema ‘cuantitativo’. ¿Cómo manejar estas ‘cantidades’ de energía (siempre libido libre o
sublimada) para alcanzar un equilibrio estable capaz de ser controlado por el yo?
De cara a encontrar una respuesta a este problema podemos recordar la observación de Freud
en Nuevas lecciones introductorias al Psicoanálisis (1932): “el instinto se diferencia del
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El problema de la sublimación 11
estímulo en que procede del interior del soma y no podemos huir de él. Habría que hablar de
fines instintivos activos y pasivos. La satisfacción de un instinto puede ser sustituida por otra
(sublimación o instintos de fin inhibido” (p 3155-3156) (3980). Esto quiere decir que el
instinto exige una respuesta, ya sea a través de la satisfacción (¿instintos ‘pasivos’?), ya sea
dándole otros fines ‘culturales’: sublimación (¿instintos activos?), porque ‘la satisfacción de
un instinto puede ser sustituida por otra’.
Pero sabemos que puede darse la circunstancia de no poder o no deber satisfacer la exigencia
del instinto (porque el sujeto lo considere incorrecto), y además de no poder sublimar por
carecer el sujeto de capacidad para ello (la capacidad de sublimación no es ilimitada). En tal
caso, posiblemente lo único ‘controlable’ sean los ‘estímulos’. (NOTA: ¿No tendría esto que
ver con la ‘táctica’ de San Ignacio en las Reglas para ordenarse en el comer en las que el
‘control’ gira en torno a ‘lo que se come’, no al ‘apetito’ que tiende a ‘desordenarse’ o ‘ser
tentado’?).
Es decir, igual que en el tratamiento advierte muy seriamente al médico (que se ha convertido
en ‘estímulo’ para la paciente ‘enamorada’) que ‘no consienta’, para lo cual exige por parte
del médico altura moral, de la misma forma puede ser un medio eficaz y sobre todo posible el
plantearse que el único recurso posible en determinadas circunstancias para posibilitar tanto la
curación como la educación. Es decir, en estos casos, sólo una ‘abstinencia’, de alguna forma
impuesta desde la realidad, puede posibilitar el crecimiento de la persona que siempre
consistirá en la hegemonía del yo, controlando el sujeto sus ‘instintos’, como en el caso que
Freud alude la paciente se capacitaría para disponer de su ‘capacidad de amar para adelante’.
Quizás, en ocasiones, el único recurso para alcanzar el equilibrio psíquico en el que el yo se
sienta libre y ‘señor de sí’ (EE 214), sea este control ‘externo’ de estímulos que posibilitaría
el dominio de unos ‘instintos’ de los que ‘no podemos huir’.
Esto nos lleva a la problemática que más arriba nos planteábamos: la educación. Hemos
intentado relacionar ‘curación’ con ‘educación’. Si la curación psicoanalítica pretende hacer
aflorar a la conciencia los instintos sexuales reprimidos y que fueron remitidos al
inconsciente, posibilitando de esta forma su dominio, la educación debe apuntar al mismo
dominio con la diferencia de que en su caso los instintos no están en principio ‘reprimidos’ y,
por tanto, no son inconscientes. En realidad, la educación sería la tarea ineludible de todo ser
humano: nacemos como mera posibilidad desprogramada, y estamos llamados a alcanzar unas
metas imprevisibles llamadas a superar las más altas cotas de desarrollo de cualquier otro ser
viviente, pero que pueden quedar frustradas. La ‘desprogramación instintual’ que nos abre a
lo mejor, puede terminar en lo peor.
El problema está en que esta desprogramación, como el mismo nombre indica, carece de
cualquier recurso que supliese su indeterminación (como puede ser el ‘instinto’ en los
animales). Esta carencia total ha de ser suplida por los padres, llamados a dar respuesta a las
necesidades perentorias del nuevo ser; y esto durante años.
Esta tarea irrenunciable de los padres, sin embargo, va teniendo etapas que deben ajustarse a
las del hijo. Normalmente resaltamos y describimos detalladamente las del hijo (infancia,
adolescencia) sin preguntarnos por el papel de los encargados de acompañar dicho proceso.
Pues bien, la tarea de llevar a cabo este proceso es lo que denominamos ‘educación’. Pero las
peripecias que las complejas etapas por las que el ser humano ha de pasar pueden dejar
heridas que hay que curar. No es pues lo mismo curación que educación: la primera debe
corregir los fracasos de la segunda. ¿En qué consiste, pues, la educación? ¿Podemos sacar
algunos datos útiles descubiertos por el Psicoanálisis en su tarea terapéutica para no fracasar
en la educación?
Freud hace un paralelismo entre el proceso que el hombre ha tenido que hacer en su
filogénesis y el que después tendrá que hacer personalmente desde su nacimiento hasta la
madurez. Esto supuesto en la Introducción al Psicoanálisis (1915-1917) defiende que “los
desarrollos del yo y la libido son repeticiones abreviadas de la trayectoria evolutiva de la
Humanidad”, y la gran educadora en esta evolución ha sido la “Necesidad”, la “realidad” (pp.
2343-2344) (2684). Es tan importante esta afirmación que, de hecho, la realidad se convierte
en el gran referente de Freud de cara a la normalidad psíquica: según sea nuestra capacidad de
acceder a la realidad así será nuestro grado de salud mental.
A este respecto es interesante cómo describe las distintas perturbaciones psíquicas desde
nuestra relación con la realidad. En La pérdida de la realidad en la neurosis y la psicosis
(1924) ve así este problema: “La neurosis no niega la realidad sino que se limita a no querer
saber nada de ella. La psicosis la niega e intenta sustituirla. La conducta normal reúne
caracteres de ambas: no niega la realidad (como la neurosis), pero se esfuerza por
transformarla (como la psicosis)” (p 2745) (3318). En efecto, en vez de ‘no querer saber nada
de ella’ (neurosis) que es en lo que consiste la represión, la afronta, que no es lo mismo que
‘sustituirla’ (psicosis) sino que intenta ‘transformarla’
Pero viniendo a nuestro problema, hay que partir del reto indiscutible de la educación:
posibilitar el paso correcto de la infancia a la madurez, de una dependencia total a la completa
autonomía, de una situación necesitante a la libertad. Para Freud el niño empieza rigiéndose
por el Principio del placer, pero, como hemos visto, este principio está llamado a ser
sustituido en la madurez por el Principio de realidad, esa realidad que está llamada a ser ‘la
gran educadora’.
En efecto, “el progreso más importante en el desarrollo del yo es el paso del principio del
placer al principio de la realidad (que la sexualidad sólo da tardía y forzadamente)”. Pero
advierte que siempre existe el “peligro de la regresión” (Introducción al Psicoanálisis (1915-
1917) p 2345) (2689).
Esta sustitución comienza a plantearse pronto. El aparato psíquico tiene que empezar a
adaptarse a las exigencias de la realidad. Esto es posible por “la mayor importancia de los
órganos sensoriales (abiertos al exterior) y de la conciencia enlazada a ellos (y no sólo al
placer-displacer). Surge la atención (: tantear periódicamente la realidad externa antes de que
surja la necesidad interna inaplazable) y la memoria” (Los dos principios del
funcionamiento mental (1910-1911) p 1639) (1796).
Los datos son importantes: el que el referente no sea exclusivamente el placer-displacer, como
al nacer, sino una realidad captada por los sentidos y que puede ser conocida al acceder a la
conciencia, surgiendo la ‘atención’ y la ‘memoria’. Ambas se contraponen a las ‘exigencias’
que lleva consigo el Principio del placer que se experimenta como ‘necesidad interna
inaplazable’. En efecto, ante la atención y la memoria, ligadas a la conciencia, el yo puede
experimentarse libre frente a la imposición del Ello (regido por el Principio del placer) e
incorporarse de este modo al Principio de la realidad.
única alternativa para dominarlo. Es importante, por tanto, saber cómo se produce ese paso
necesario del Principio del placer al de realidad, pues la represión no es respuesta.
Zubiri define ‘la realidad’ como ‘lo de suyo’, ‘lo que está ahí’ y por eso es previa al ser, y la
inteligencia que es la única que puede captar dicha realidad defiende que es ‘sentiente’. Freud
viene a decir lo mismo: distingue entre ‘instintos’ (procedentes del Ello) y los ‘órganos de los
sentidos’: “Los instintos del Ello tienden a la satisfacción inmediata. El yo actúa de mediador
entre las exigencias del Ello y del mundo exterior: por medio del órgano sensorial busca la
satisfacción exenta de peligro, u obliga a los instintos a aplazarla, o a modificar sus fines
(:sustitución del principio del placer por el de la realidad). No sólo se adapta al mundo
exterior sino que puede modificarlo” (Psicoanálisis y medicina (1926) pp. 2921-2922)
(3585). Más aún, dice que “la clave de la sabiduría consiste en que el yo sea capaz de saber
cuándo es más adecuado minar las pasiones y doblegarse ante la realidad, y cuándo atacar el
mundo exterior” (Ibidem) (3585), y esto lo hace a través de la inteligencia, la única capaz de
discernir y remitirnos al principio de realidad.
Hay que partir del hecho de que “el yo se encuentra entre la realidad y el Ello (lo propiamente
anímico)” (Psicoanálisis y medicina (1926) p 2918) (3577). Y es que “el yo se esfuerza en
transmitir al Ello la influencia del mundo exterior, sustituyendo el principio del placer, que
reina en el Ello, por el de realidad”. Y a continuación alude a ‘la percepción’, esto es a los
órganos sensoriales que nos ponen en contacto con la realidad: “La percepción es para el yo lo
que para el Ello el instinto. El yo representa la razón frente al Ello que contiene las pasiones.
El yo rige, normalmente, el acceso a la motilidad, pero con energías prestadas, viéndose
forzado, a veces, a hacer la voluntad del Ello” (El ‘yo’ y el ‘Ello’ (1923) p 2708) (3202).
Esto tiene una consecuencia: “El principio de realidad sólo puede surgir en el yo con la
pérdida (negación) de objetos que un día le procuraron una satisfacción” (La negación (1925)
p 2885) (3413), lo cual quiere decir que mientras no nos desliguemos de algún modo del
mundo de nuestros deseos, es imposible que podamos dar respuesta a la realidad.
Veamos cómo plantea este problema en Los dos principios del funcionamiento mental
(1910-1911): Los procesos anímicos primarios (inconscientes) obedecen al principio del
placer: están regidos por las necesidades internas (deseos), pretendiendo su satisfacción por la
alucinación (como es el caso de los sueños). “La no satisfacción por este camino abre el
aparato psíquico a la realidad (aunque sea desagradable) y a su modificación: principio de
realidad” (pp. 1638-1639) (1795). Esto supone que el paso no es, en principio, agradable.
Toda educación tiene como meta algo penoso
En efecto, en Los dos principios del funcionamiento mental (1910-1911) afirma que “La
educación tiende a procurar una ayuda al desarrollo del yo, sustituyendo el principio del
placer por el principio de la realidad. Como prima ofrece el cariño de los educadores” (p
© Adolfo Chércoles Medina sj
El problema de la sublimación 14
1641) (1802). Más aún, Freud está convencido que “los desarrollos del yo y la libido son
repeticiones abreviadas de la trayectoria evolutiva de la Humanidad, y la gran educadora en
esta evolución ha sido la Necesidad, la realidad” (Introducción al Psicoanálisis (1916-1917)
pp. 2343-2344) (2684). Es decir, según él habría que decir que la finalidad de la educación no
es sólo posibilitar que el sujeto se rija por el Principio de realidad, sino que la gran educadora
es ‘la Necesidad, la realidad’.
En efecto, la Realidad está llamada a ser la gran educadora. Por tanto, no hay nada más grave
que ‘ahorrar’ a un niño realidad. El problema hoy día en nuestra sociedad posmoderna está en
que la realidad que nos rodea es todo menos ‘Necesidad’ (limitación), sino todo lo contrario,
exuberancia, posibilidad siempre al alcance de la mano para satisfacer un ‘deseo’ que es
ilimitado en el ser humano. Es decir, si el Principio de realidad está llamado a suplantar el
Principio del placer, ¿podrá hacerlo cuando el sujeto constate que en la ‘realidad’ que le rodea
prácticamente todo lo que desea puede alcanzarlo?
Freud afirma que el Principio del placer es ‘omnipotente’ (Inhibición, síntoma y angustia
(1925) p 2836) (3458), lo cual quiere decir que parece imposible que pueda ser desmontado si
no se topa con una Realidad-Necesidad que lo limite, que le demuestre que no lo puede todo.
Qué duda cabe que en la vida (aun en la de nuestro Primer mundo) hay ‘realidades’ no
deseadas que nos salen al paso, demostrándonos nuestra limitación, pero si se ha ahorrado
toda limitación o contratiempo (lo que después impondrá la realidad) a lo largo de todo el
proceso, consintiendo toda apetencia (caprichos), ¿qué capacidad puede tener el sujeto para
afrontarla y asumirla?
Es decir, el problema clave de toda educación es el mismo que tiene el método psicoanalítico:
“el enfermo debe avanzar desde el principio del placer (niño) al principio de la realidad
(hombre maduro). El médico se sirve para esta segunda educación de cualquier componente
del amor” (Varios tipos de carácter descubiertos en la labor analítica (1916) pp. 2413-
1414) (2799). Aquí nos topamos con algo nuevo: el recurso por excelencia en esta ‘segunda
educación’ será ‘cualquier componente del amor’, como de hecho debe serlo en la primera.
- no mimar al niño.
Sin embargo, este ‘amor’ ha de ser usado correctamente. Un ahorro de ‘realidad’ al niño
puede incapacitarlo para superar el Principio del placer. Si los procesos anímicos
inconscientes ‘obedecen el principio del placer’ (Los dos principios del funcionamiento
mental (1910-1911) pp. 1639) (1795) y sus características son “insaciabilidad, terquedad e
incapacidad de adaptarse a la realidad” (Un recuerdo infantil de Leonardo de Vinci (1910)
p 1617) (1725), nadie puede discutir que describen a la perfección la manera de comportarse
del niño. Es decir, toda tarea educadora habrá de enfrentarse con dichas posturas. Pues bien,
en Los dos principios del funcionamiento mental (1910-1911) nos avisa del “fracasa ante la
seguridad del sujeto infantil de poseer incondicionalmente tal cariño y no poder perderlo en
ningún modo” (p 1638-1639) (1802). No puede ser aliciente lo que ya tiene asegurado de
antemano, no hay por qué afrontar nada, pero tampoco habrá posibilidad de autonomía que la
experimentará como desprotección. En efecto, “El ’mimo’ del niño hace que experimente el
desamparo como el peligro por excelencia, favoreciendo su permanencia en la infancia
(desamparo moral y psíquico)” (Inhibición, síntoma y angustia (1925) p 2880) (3542).
Es decir, el amparo que el niño experimenta en sus padres tiene que ir desapareciendo para
posibilitar la autonomía que requiere la madurez. Un cariño excesivo (el ‘mimo’) puede
llevarle a contar indefinidamente con un amparo que está llamado a ser sustituido por unos
referentes personales. Un sujeto sin el referente moral y la autonomía psíquica sintetizada en
la hegemonía del yo se sentirá ‘desamparado’ en la vida.
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El problema de la sublimación 15
Es decir, la sexualidad del niño está llamada a alcanzar su madurez: ‘síntesis de todos los
instintos sexuales bajo la primacía de los genitales y al servicio de la reproducción’ (Los
instintos y sus destinos (1915) p 2050) (2311). Pero esta ‘madurez’ tiene su momento. Una
madurez ‘prematuramente’ despertada por la ‘exagerada ternura’ de la madre, será reprimida
por la educación, provocando neurosis.
Veamos otra forma de describirnos esta difícil sustitución de un principio por otro: “Bajo el
influjo del instinto de conservación del yo, el principio del placer es sustituido por el
principio de la realidad: aplazamiento de la satisfacción para asegurar el placer. Pero el
instinto sexual, difícilmente educable, puede llegar a dominar el principio de la realidad, lo
cual es peligroso” (Más allá del principio del placer (1919-1920) p 2509) (2907).
Como siempre su descripción no deja de ser compleja: no es algo mecánico que bajo el
impulso del ‘instinto de conservación’ se lleva a cabo, como cualquier fenómeno fisiológico
(la caída de los dientes de ‘leche’), sino que requiere la intervención inteligente del sujeto: no
se trata sin más de la suplantación de un principio por otro, sino de un ‘aplazamiento de la
satisfacción para asegurar el placer’. El ‘displacer’ en cuanto tal nunca dinamizará. El
problema está en quién decide, si el Principio del placer de forma autónoma, o el ‘instinto de
conservación’ desde la capacidad de previsión que proporciona la inteligencia. Pero en esta
tarea nunca hay que olvidar la advertencia final: que ‘el instinto sexual es difícilmente
educable’, y ‘es peligroso’ que llegue a anular el Principio de realidad. (NOTA: Una sociedad
tan permisiva y hedonista como la nuestra ¿es consciente de este peligro? ¿No se ufana, más
bien, de las cotas de ‘liberación’ que ha logrado en una sociedad que hasta este momento
habría estado ‘reprimida’?).
Y es que el papel de la educación consiste en “que la libido del niño no quede fijada en sus
padres, sino que se desligue de ellos”. Este cambio es tan decisivo que el papel del
Psicoanálisis “es una segunda educación para vencer los restos infantiles” (Psicoanálisis
(1909) p 1559) (1688). Es decir, la ‘libido’ si sigue ‘fijada’ en quienes surgió no podrá
disponer de ella, sino que la seguirá vivenciando pasivamente, creándole por otro lado
problemas sin salida (complejo de Edipo). Todo retraso, pues, en esta liberación ha de ser
diagnosticado como fijación infantil.
Pero no olvidemos lo que según el Psicoanálisis está en juego en el proceso psíquico y que
debe tener presente toda educación. “Ante las exigencias instintuales del Ello, el yo puede
satisfacerlas o renunciar a ellas por el principio de realidad: para que esto no suponga una
tensión permanente, ha de darse una disminución de la fuerza del instinto mediante
© Adolfo Chércoles Medina sj
El problema de la sublimación 16
Como vemos ‘la necesidad de amor’ es el verdadero motor que puede hacer posible esta tarea.
Sin embargo en el mismo trabajo que acabamos de citar Freud hace caer en la cuenta de lo
siguiente: “La educación y el ambiente (coerción exterior) no se limitan a ofrecer primas de
amor sino también recompensas y castigos: el individuo puede obrar culturalmente sin que se
haya dado una mutación de los instintos egoístas en sociales” (Ibidem pp. 2106-2107)
(2397). Es decir, si no se lleva a cabo una ‘mutación de los instintos’ por medio del amor, la
cultura ‘se impondrá’, pero el sujeto no actúa como persona, al no haber cambiado los
‘instintos egoístas en sociales’ y la cultura que vive no le puede dar ninguna ‘satisfacción’.
En esta difícil pugna entre los dos ‘principios’ básicos del ser humano, de la que debe salir
victorioso el Principio de realidad, hay un caso especialmente importante y que según Freud
no se le ha dado el alcance que tiene: es el caso del trabajo.
Es especialmente sugerente esta observación, porque es posible que estemos dando de lado a
una fuente de equilibrio de gran alcance. En efecto, el trabajo hoy y en nuestro Primer mundo,
más que en tiempo de Freud, gira en torno, no ya a la ‘necesidad’, sino lo que es peor, en
torno a su pura dimensión lucrativa, crematística. Esto descalifica aún más el trabajo, pues ‘el
© Adolfo Chércoles Medina sj
El problema de la sublimación 17
profesional’ cada vez está menos vocacionado y no siempre ‘ha elegido libremente’ (lo cual
supondría que dicho trabajo era el que ‘quería’ la persona en cuanto tal, y no por su seguridad
y rendimiento económico). Pues bien, esta elección ‘en libertad’ parece ‘permitir’ la
sublimación, y ésta, en cuanto tal, siempre será fuente de felicidad. Freud confiesa que este
logro (un trabajo concebido como fuente de felicidad), permitiría el desplazamiento de los
componentes ‘narcisistas, agresivos, y aun eróticos’ de nuestra libido. (NOTA: Aquí tengo
que aportar una experiencia personal en mi vida de trabajo manual. Los muchachos que me
llevé a trabajar más jóvenes – 14 o 15 años – fueron los que llegaron a ‘disfrutar’ de su
trabajo. A partir de los 17 años ya concebían el trabajo como una ‘necesidad’ – una condición
sin la cual no podían ‘cobrar’ – y no han llegado a ser propiamente ‘profesionales’).
Religión y educación.
Y en todo esto, ¿qué lugar ocupa la religión? Freud era muy consciente de su influjo y fue
muy crítico de cara a él en todo aquello que consideró erróneo, al margen de su condición de
ateo convencido.
Por lo pronto no podemos olvidar su relación no sólo ‘tolerante’ como hoy se diría, sino
enriquecedora por lo que podemos saber gracias al intercambio epistolar (NOTA: Citar
trabajo de Carlos Domínguez sobre Freud y Pfister). En efecto él mismo reconoce esta
relación y alude a ello en su obra. En su Autobiografía (1924), a propósito de la aplicación
del Psicoanálisis a la Pedagogía, añade: “y a la religiosidad sublimada por parte del
protestante O. Pfister” (p 2797) (3400); más arriba aludíamos a su reconocimiento del papel
del sacerdote “para actuar profilácticamente sobre el niño sano” (Prefacio para un libro de
Oskar Pfister (1913) p 1936) (2097) , como también a la aportación sorprendente de la
religión cristiana en concreto de cara a la sexualidad humana: “El ascetismo cristiano creó
valoraciones psíquicas al amor que la antigüedad clásica desconoció” (Sobre una
degradación general de la vida erótica (1912) p 1715) (1983).
Hay una alusión a la religión especialmente sugerente por el contexto en el que la hace. En
Los dos principios del funcionamiento mental (1910-1011) plantea de la diferencia entre un
yo ‘regido’ por un principio o por otro: “El yo regido por el principio del placer sólo puede
desear. El yo regido por el principio de la realidad tiende a lo útil y a la seguridad. Por lo tanto
el principio de la realidad intenta afianzar el principio del placer, es decir, renunciar al placer
momentáneo para alcanzar uno seguro.” Es decir, el que el yo tienda a lo ‘útil’ o a la
‘seguridad’ es señal de ha incorporado el Principio de realidad como principio de
comportamiento o, dicho de otra forma, que ha madurado. Pues bien, como confirmación de
este ‘logro’ contrapone la ‘religión’ con la ‘ciencia’: “la religión como una proyección mística
de esta transformación psíquica; La ciencia, sin embargo, ofrece la mejor solución” (p 1641)
(1801).
Si nos fijamos admite que ambas tentativas pretenden lo mismo, con la diferencia que una es
‘mística’ y esto es lo que la descalifica, mientras la otra no se sale de la realidad y por eso
‘ofrece mejor solución’. Sin embargo es interesante lo que comenta en El porvenir de una
ilusión (1927) a propósito de la religión como ilusión: “La ilusión no es propiamente error y
se deriva de los deseos humanos. Se distingue del delirio en que éste es más complicado y
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El problema de la sublimación 18
contrario a la realidad” (p 2977) (3666). Sin embargo, esto no quita que en El malestar en la
cultura (1929), a propósito de las tentativas del hombre en busca de felicidad como “huida de
la realidad”, alude a las religiones “que nunca reconocerán que es un delirio” (p 3028) (3759).
En definitiva, su juicio global sobre la religión es más bien desfavorable. Por lo pronto opina
que ésta no debe sentirse amenazada por el psicoanálisis y veamos por qué: “No hay
contradicciones ni peligros en las afirmaciones de Freud sobre la religión: ningún creyente
dejará de serlo por estos argumentos, pues la fe se fundamenta en fuertes lazos afectivos. (Lo
mismo ocurre al no creyente respecto a la religión)”. Pero además la acusa de “dos grandes
problemas pedagógicos: retraso de la evolución sexual y adelanto de la influencia religiosa :
esto lleva a crear una debilidad mental en muchos, siendo la inteligencia el único medio para
dominar nuestros instintos” y añade algo que hoy hiere especialmente nuestra sensibilidad:
esta ‘debilidad mental’ que lleva consigo la religión ha afectado de una manera especial a la
mujer en la que el influjo de la religión es mayor (El porvenir de una ilusión (1927) pp.
1986-1987) (3679). (NOTA: Habría que preguntarse si la ‘influenciabilidad’ de la mujer
respecto a la ‘religión’ es fruto de su ‘debilidad mental’, o ésta es la que provoca su mayor
religiosidad. De cualquier forma queda clara su afirmación de la ‘debilidad mental’ de la
mujer).
Sólo conviene resaltar dos de sus convicciones: que ‘la fe se fundamenta en fuertes lazos
afectivos’, lo cual provoca la ‘debilidad mental’ que le atribuye, resulta un tanto simplista;
pero sobre todo el ‘retraso de la evolución sexual’ que le atribuye no se compagina con otras
afirmaciones suyas a las que aludíamos al comienzo de este apartado.
Por lo pronto empieza proponiendo que “vale la pena intentar una educación irreligiosa,
aunque sea otra ilusión. Si fracasa habría que aceptar que el hombre es un ser de inteligencia
débil y dominado por sus deseos instintivos” (p 2987-2988) (3680). El planteamiento es
coherente con las acusaciones que hacía al fenómeno religioso.
La propuesta está hecha con un tono modesto: ‘aunque sea otra ilusión’: no es que crea haber
encontrado la gran solución, sólo es un intento. La conclusión que saca, de ser un fracaso su
propuesta, es plenamente coherente desde sus planteamientos: habría que reconocer que ‘el
hombre es un ser de inteligencia débil’, ya que necesitaría de la ‘religión’ (cuya fuerza radica
en ‘fuertes lazos afectivos’, prescindiendo de la inteligencia), y sobre todo un ser ‘dominado
por sus deseos instintivos’, y por tanto lo único que podría responder a esta situación es una
religión que intenta dominar lo instintivo no precisamente por la inteligencia. Pero sigamos su
argumentación.
“Hay que ‘educar para la realidad’, superando el infantilismo del consuelo de la ilusión
religiosa. Si no se ha contraído la neurosis religiosa, el hombre tendrá que reconocer su
impotencia, no creerse el centro de la creación, ni sentirse protegido por una providencia” (p
2988) (3682). La argumentación es correctísima. Dejando de lado hasta qué punto es correcta
la visión que tiene de la ‘religión’ como una ‘ilusión’ que ‘infantiliza’ poniendo en el centro
de la creación al hombre con una ‘providencia’ que impide experimentar la propia
‘impotencia’, es importante recoger las razones que aduce, pues posiblemente nos aporte
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El problema de la sublimación 19
datos importantísimos de cara a lo que nos planteamos: cuáles son los supuestos
irrenunciables de cara a una educación correcta.
En efecto, hay que educar ‘para la realidad’, que es lo mismo que superar cualquier
‘infantilismo’, ya sea el que todos vivimos, ya sea el provocado por la ‘ilusión religiosa’ (en
la medida en que la experiencia religiosa nos saca de la realidad hay que denominarla
‘ilusoria’). Lo ‘ilusorio’ de la religión está en no haber superado la experiencia de
‘omnipotencia’ que en nuestra infancia tuvimos, asumiendo la impotencia que lleva consigo
nuestra limitación.
Y es que en definitiva, toda educación debe llevar, según Freud a la primacía de la razón. Por
eso plantea la objeción siguiente a su propuesta de una ‘educación irreligiosa’: “Objeción de
que la supresión de la religión no llevaría a la primacía de la inteligencia sobre lo instintivo,
debiendo ser sustituida por otro sistema que encerraría las mismas características de la
religión para hacer posible la educación” (p 2989) (3684).
De hecho, esta objeción es totalmente lógica dentro de los planteamientos del Psicoanálisis:
ha de darse una ‘satisfacción’ (directa o indirecta) a nuestros deseos, si no queremos que
queden ‘reprimidos’. A resolver esta exigencia viene la sublimación. ¿No ha admitido el
mismo Freud en alguna ocasión, como hemos visto, la función posibilitadora de sublimación
que en ocasiones había que reconocer a la religión?
Y es que, según él, en contraposición a la educación religiosa, “la educación sin religión no
cambiará al hombre: el dios logos, no tan omnipotente, no hará que perdamos el interés por la
vida. La ciencia ha demostrado no tener nada de ilusoria: sus opiniones son evolución y
progreso, nunca contradicción” (pp. 2991-2992) (3690). De nuevo volvemos al mismo
planteamiento: hay que dar la supremacía a la inteligencia (origen de toda ‘evolución’ y
‘progreso’), evitando toda ‘contradicción’. De esta forma otorga al ‘logos’ la función de
‘dios’, pero quitándole la ‘prerrogativa’ de la ‘omnipotencia’.
En resumen, su propuesta de una ‘educación sin religión’ está motivada por su convicción de
que la religión es una rémora para la hegemonía de la inteligencia. Veamos el juicio que hace
en Moisés y la religión monoteísta (1934-1938) a propósito de la situación política que se
daba en 1938: “la Iglesia católica es precisamente la que opone una poderosa defensa contra
la propagación de ese peligro cultural, ella, acérrima enemiga del libre pensamiento y de todo
progreso hacia el reconocimiento de la verdad” (p 3272) (4102).
Por lo pronto no olvidemos cómo formula esta propuesta: “vale la pena intentar una
educación irreligiosa, aunque sea otra ilusión” (pp. 2987-2988) (3680). No es, pues, una
© Adolfo Chércoles Medina sj
El problema de la sublimación 20
Es evidente que el ‘logro teórico’ es claro. En Compendio del Psicoanálisis (1938) nos
recuerda el reto: “La función del yo es enfrentar sus tres relaciones de dependencia (de la
realidad, del Ello y del súper-yo) sin menoscabar su autonomía. Lo patológico consiste en el
debilitamiento del yo ante el Ello o ante el súper-yo: ambos hacen causa común contra el yo
que trata de aferrarse a la realidad para mantener su estado normal. Si el yo se desprende de la
realidad cae en la psicosis” (p 3396) (4335).
En efecto, el ‘estado normal’ del yo es cuando no le da la espalda a ‘la realidad’, aunque ‘sin
menoscabar su autonomía’. No hay más que recordar la tarea primordial de toda terapia
analítica: “El médico y el yo debilitado del paciente, apoyados en el mundo real, deben tomar
partido contra las exigencias del Ello y las demandas morales del súper-yo. Para esto, el
enfermo promete poner a disposición del médico todo el material de su autopercepción. Los
conocimientos del médico han de restituir la hegemonía del yo” (p 3396) (4336). Es decir,
esta hegemonía no supone prescindir de dichas instancias con las que tiene que contar, sino
mantener una independencia o distanciamiento que le dé posibilidad de decidir (NOTA: ¿No
es esto lo que plantea san Ignacio cuando dice que ‘lo propio mío es mi mera libertad y
querer? EE 32).
El yo no puede prescindir de la energía que le viene del Ello, ni del referente que debe
suponerle su súper-yo al no estar programado por un instinto, pero tampoco salirse de la
realidad. Por tanto tiene que responder tanto a las ‘exigencias del Ello’ como a las ‘demandas
morales’ (y no tanto en ‘tomar partido contra’ ellas, pues sin los impulsos del Ello carecería
de fuerza y sin el referente moral se sentiría perdido), pero desde la realidad.
Ahora bien, esta meta no es tan fácil. Las ‘exigencias del Ello’ tienen tal energía que no es
fácil dominarlas. Veamos cómo formula este problema en El porvenir de la ilusión (1927):
“Las instituciones culturales se mantienen sólo mediante cierta coerción (por falta de amor al
trabajo y la ineficacia de los argumentos contra las pasiones). Las masas no admiten gustosas
la renuncia al instinto y sus individuos se apoyan unos a otros en la tolerancia de su
desenfreno. Sólo individuos ejemplares pueden moverlas a aceptar dichas renuncias. Pero es
necesario que éstos posean un profundo conocimiento de las necesidades del hombre y
dominio de sus propios instintos. Peligro de que hagan a las masas mayores concesiones que
éstas a ellos, necesitando de medios de poder que los independizan de la colectividad (pp.
2962-2963) (3640).
La cita toca varios frentes, todos ellos dignos de tenerse en cuenta. Y empecemos por lo que
ya hemos visto: que no es posible ‘mantener la cultura’ sin ‘cierta coerción’. Es decir, la
cultura no es un logro sólido que se mantiene en sí mismo sino algo que puede desmoronarse.
Parece que se nos olvida que la Historia nos ofrece repetidos derrumbamientos de
‘construcciones culturales’ dignas de admiración. Y no es que fueron sustituidas por otras más
elevadas sino que se diluyeron sumiendo a épocas enteras en verdaderos barbechos.
Y toca dos temas a tener en cuenta como ‘pilares’ de dicho mantenimiento. El primero ya nos
advirtió Freud de su importancia: el ‘amor al trabajo’, pero el segundo en cierto sentido es
algo novedoso: ‘la ineficacia de los argumentos contra las pasiones’. Los instintos han de ser
dominados por el yo, y este dominio no es precisamente la represión (que tan sólo era
© Adolfo Chércoles Medina sj
El problema de la sublimación 21
‘quitarlos de en medio’ por incapacidad de afrontarlos) sino una respuesta razonada, es decir
lo que llamamos ‘argumentos’. Pues bien, estos argumentos, para que ‘dominen’, han de ser
‘eficaces’, pero ¿de dónde sacar dicha eficacia? Después aludirá a ello, pero antes nos
advierte de unos escollos a tener en cuenta.
No es novedad que ‘las masas’ sean reacias a renunciar a sus instintos, pero tiene más alcance
el recordarnos que esta resistencia no es algo meramente ‘pasivo’ sino que lleva consigo un
factor contagioso ya que ‘sus individuos se apoyan unos a otros en la tolerancia de su
desenfreno’. Esta afirmación puede que hoy tenga más calado que cuando Freud la escribía, a
causa del alcance de los medios de comunicación.
En efecto, los medios de comunicación nos masifican más de lo que estamos dispuestos a
reconocer, y la ‘tolerancia del desenfreno’ es mucho más sutil y eficaz. Sutil por lo
impersonal de su contagio: la información estratégicamente presentada da carta de ciudadanía
a posturas que el hombre de la calle no les concedería personalmente; pero además
sumamente eficaz pues se apoya en un ‘consenso’ reforzado por unas ‘estadísticas’, ambos
anónimos, que desmontan verdaderos ‘logros’ de la cultura, pero que un hedonismo
desculpabilizado justifican, descalificando por otro lado toda discrepancia. Vivimos una
época en la que la ‘descalificación’, que supone quedarse fuera del ‘consenso’, tiene mucha
más eficacia que cualquier ‘argumento’ racional.
¿Qué camino de recuperación puede haber ante esta situación? Freud alude a una única salida:
‘Sólo individuos ejemplares pueden moverlas a aceptar dichas renuncias’. En realidad es
coherente con sus hallazgos psicoanalíticos: hemos insistido cómo no hay ‘curación’ sin
‘transferencia’ hacia el médico, una transferencia que le confiere una autoridad sin la cual no
tendría influjo alguno, pero ha de ser utilizada de forma intachable ‘moral y socialmente’ para
garantizar la recuperación del enfermo.
Recordemos que Freud tiene muy claro que ‘la libre expansión de la sexualidad’ no posibilita
curación alguna (Psicoanálisis y teoría de la libido (1922) pp. 2672-2673) (3171), sino que
ha de consistir en ‘devolver a la paciente la libre disposición de su facultad de amar para que
la use al terminar el tratamiento’, y esta tarea ‘nada fácil’ está en manos del médico a través
de la ‘transferencia del enamoramiento’ (Observaciones sobre el ‘Amor de transferencia’
(1914) pp. 1695-1696) (2226), porque sólo la ‘transferencia amorosa hacia el médico’ puede
vencer la resistencia del enfermo a dominar sus instintos (Introducción al Psicoanálisis
(1916-1917) pp. 2400-2401) (2784).
Ahora podemos entender esa necesidad de ‘individuos ejemplares’ que, igual que el médico
en el tratamiento psicoanalítico, no sólo ‘posean un profundo conocimiento de las
necesidades del hombre’, sino que tengan a su vez ‘dominio de sus propios instintos’, y avisa
del riesgo de no contar con dichos individuos: ‘peligro de que hagan a las masas mayores
concesiones que éstas a ellos’. ¿Esto es peligro o realidad en el momento presente?
Pero Freud exige no sólo ‘ejemplaridad’ en estos individuos llamados a ‘mantener’ la cultura,
sino que tengan ‘conocimiento de las necesidades del hombre’. La mera imposición por la
fuerza no crea valores culturales. En El malestar en la cultura (1929) alude a los ‘logros’
organizativos en el reino animal que no serían respuesta para el ser humano: “En los animales
no se da nuestra lucha cultural, alcanzando algunos organizaciones estatales, distribución de
trabajo y limitación de la libertad individual admirables. Pero sabemos que no podríamos ser
felices en ninguno de estos estados” (p 3053) (3820). Y sin embargo nuestra ‘lucha cultural’
ha de alcanzar una ‘organización estatal’, una ‘distribución de trabajo’ e imponer una
© Adolfo Chércoles Medina sj
El problema de la sublimación 22
‘limitación de la libertad individual’, pero ¿cómo ha de ser para que puedan considerarse
‘valores culturales’?, o dicho de otra forma ¿cuáles han de ser esos conocimientos de ‘las
necesidades del hombre’ que hiciesen eficaces sus ‘argumentos contra las pasiones”?
Veamos lo que nos dice en La moral sexual ‘cultural’ y la nerviosidad moderna (1908):
“No vale la pena el sacrificio que nos impone nuestra moral sexual cultural, cuando uno no se
ha liberado del hedonismo lo suficiente como para alcanzar en su cumplimiento un cierto
grado de satisfacción y felicidad individual” (p 1261) (1548). Es decir, sin un cierto grado de
liberación del ‘hedonismo’ parece imposible la necesaria ‘satisfacción y felicidad’ que debe
producir cualquier logro cultural para que sea tal. Pero en una sociedad en la que el
hedonismo no sólo está ‘desculpabilizado’ sino que se ha convertido en razón de
comportamiento, ¿cómo potenciar valores culturales?
El problema está en que la forma de incidir sea la correcta y posibilite una sublimación que
por otro lado no es ilimitada. En efecto, ya nos avisaba Freud que ‘la exagerada represión
sexual no conseguía más civilización’, lo cual quiere decir que ‘no debe olvidarse la felicidad’
(Psicoanálisis (1909) p 1563) (1697) y definía el proceso terapéutico como la transformación
de lo inconsciente en consciente, cosa que ha de llevar a cabo el yo, para lo cual ha de
reconciliarse con la libido, “concediéndole determinadas satisfacciones y disponiendo de ella
por la sublimación”, advirtiendo dos grandes impedimentos: “la viscosidad de la libido y el
narcisismo” (Introducción al Psicoanálisis (1915-1917) pp. 2406-2407) (2792).
Esto parece llevar a un callejón sin salida: ‘todo está determinado’. Sin embargo, Freud es
más complejo y sus observaciones nos proporcionan recursos para alcanzar lo que por otro
lado toda persona anhela: su autonomía. El problema es lograr esta meta sin engañarse.
- sin llegar a tan altas cotas, hay que recordar el fin terapéutico del Psicoanálisis:
“devolver al yo su dominio sobre el Ello, perdido en las represiones infantiles.
Llegando hasta lo reprimido, el yo aprende a no huir ante su recuerdo. Para el yo
adulto esto es ya fácil” (3590), esto es, “sustituir las represiones que son inseguras por
controles sintónicos con el yo. Pero no siempre se consigue: a la convicción del
paciente puede faltarle ‘profundidad’, y esto depende del factor cuantitativo: la
intensidad del instinto puede de nuevo hacer fracasar el control del yo maduro” (no
olvidemos que la capacidad de sublimación no es ilimitada);
- y es que lo sublimado (libido desexualizada) lleva consigo ‘libertad’ (energía
desplazable), mientras lo no sublimado parece tener un carácter ‘necesitante’, pues “si
la fuerza del instinto es excesiva, el yo maduro, ayudado por el análisis, fracasa en su
tarea de igual modo que el yo inerme fracasó anteriormente” (4233);
Este es el problema clave que habría que afrontar y al que hay que dar respuesta. Recojamos
algunas de sus constataciones a este respecto.
Sin embargo reconoce que “una minoría de hombres halla la felicidad independizando su
amor del consentimiento del objeto (experiencia de ser amado), protegiéndose de la pérdida
de objeto, amando a todos por igual y evitando las peripecias del amor genital. Para esto, ha
de transformar su instinto sexual en un impulso coartado en su fin: ternura imperturbable,
ajena al tempestuoso amor genital” (El malestar en la cultura (1929) falta cita (3787), y
pone como ejemplo de este logro a “Francisco de Asís, prototipo de la utilización del amor
para lograr una sensación de felicidad interior. Esta técnica se ha vinculado a la religión con la
que probablemente coincide donde deja de diferenciarse el yo de los objetos y éstos entre sí”
(Ibidem.) (3788). (Aquí echamos de menos lo que en Historia de una neurosis infantil
(1914) reconocía: “el papel que desempeñó en esto su identificación con Cristo” (p 2005)
(2270): no fue precisamente un sentimiento ‘oceánico’ el que dinamizó a Francisco de Asís).
¿Cómo explicar estos logros? Por lo pronto vamos a recoger una observación que
encontramos en Psicología de las masas y análisis del yo, (p. 2591): «Es muy interesante
observar que precisamente las tendencias sexuales coartadas en su fin son las que crean entre
los hombres lazos más duraderos; pero esto se explica fácilmente por el hecho de que no son
susceptibles de una satisfacción completa, mientras que las tendencias sexuales libres
experimentan una debilitación extraordinaria por la descarga que tiene efecto cada vez que el
fin sexual es alcanzado. El amor sensual está destinado a extinguirse en la satisfacción. Para
poder durar tiene que hallarse asociado, desde un principio, a componentes puramente tiernos,
esto es, coartados en sus fines, o experimentar en un momento dado una transposición de este
género».
¿Qué alcance tiene esta diferencia? En Compendio del Psicoanálisis (1938), Freud dice algo
que puede sintetizar en qué consiste esa hegemonía que el yo debe ejercer: “Una acción del yo
es correcta si satisface a un tiempo las exigencias del Ello, del súper-yo y de la realidad” (p
3381) (4291). Pero no olvidemos que no hay hegemonía sin libertad, pero ésta no se da ni en
el Ello ni en el súper-yo ni en la realidad. Esto supuesto, la libertad del yo se concretará en
equilibrio y discernimiento que llevará a cabo gracias a la inteligencia: ha de ‘dominar’ (no
reprimir) el Ello, ‘internalizar’ el súper-yo (no someterse sin más) convirtiéndolo en
conciencia moral y transformar la realidad, pero todo esto sin olvidar que hay que dar
‘satisfacción’ a las tres instancias, no por coacción, sino libremente.
Ahora bien, la plena satisfacción de las tendencias sexuales libres no es posible (1984), está
llamada a extinguirse, más aún una ‘satisfacción fácil y cómoda pierde valor psíquico’ (Sobre
una degradación general de la vida erótica (1912) p 1715) (1983) y ‘el pleno placer impide
el progreso’ (1985) y un ‘hedonismo’ no dominado puede dificultar ese ‘cierto grado de
satisfacción y felicidad’ que hay que alcanzar (1548), pero la represión tampoco es respuesta.
Hay que retomar la actitud del médico en el tratamiento ante ‘el enamoramiento de la
paciente’, es decir, ‘dominar el principio del placer y renunciar a una satisfacción próxima,
pero socialmente ilícita, en favor de otra lejana e incierta, pero irreprochable psicológica y
socialmente’. Sólo así se posibilitará ‘su desarrollo psíquico y conquistar en este camino aquel
incremento de libertad que distingue la actividad psíquica consciente de la inconsciente’
(Observaciones sobre el ‘Amor de transferencia’ (p 1696) (2227).
En esta tarea tiene un papel clave la ‘sublimación’, teniendo presente que la capacidad de
sublimación no es ilimitada pues depende en parte de ‘la organización congénita’ del sujeto,
pero sí hay que posibilitarla a través de la labor intelectual (por ejemplo ‘el ansia de saber’)
como la única instancia capaz de ser imparcial y poder discernir sobre la realidad (Los dos
principios del funcionamiento mental (1910-1911) p 1639) (1797), aunque lo intelectual
carezca de ‘la energía y libertad suficiente’ (Introducción al Psicoanálisis (1916-1917) pp.
2400-2401) (2784) para garantizar el dominio de los instintos (por sublimación o dominando),
y sobre todo esta tarea, ya sea en la terapia, ya en la educación (padres, maestros), para que
sea eficaz ha de ser por el ‘amor’, ‘principal factor de civilización’ (Psicología de las masas y
análisis del yo (1920-1921) pp. 2583-2584) (3020).
Ahora bien, no conviene olvidar su distinción entre instinto y estímulo: ‘El instinto se
diferencia del estímulo en que procede del interior del soma y no podemos huir de él’
(Nuevas lecciones introductorias al Psicoanálisis (1932) pp. 3155-3156) (3980). Esto es lo
que hace a Freud hablar de la ‘viscosidad’ de la sexualidad humana, y de que lo sexual no
sublimado es difícilmente educable. Pero tenemos una táctica, por otro lado subrayada por él,
en el uso de la ‘transferencia amorosa’, ‘instintos amorosos’ que el médico ‘no debe’
consentir al paciente, con lo cual le otorga una especie de tarea ‘ascética’ que consiste
controlar los ‘estímulos’ que el paciente experimenta hacia el médico, ya que incidir en las
tendencias instintivas del enfermo desencadenadas por la transferencia no es posible. Sólo a
través del amor transferencial no consentido por el dominio del propio médico sobre sus
instintos, le hará enfrentarse libremente con su instinto y ‘devolver a la paciente la libre
disposición de su facultad de amar, coartada por fijaciones infantiles, para que la use al
terminar el tratamiento. Tarea no fácil para el médico’ (Observaciones sobre el ‘Amor de
transferencia’ (1914) pp. 1695-1696) (2226), comenta Freud.
Nos topamos, pues, con un problema de equilibrio, en el que el influjo del yo a veces se
reducirá a una intervención indirecta, de ‘control de estímulos’ por incapacidad, llegado un
límite, de control de la propia libido no sublimada. Este equilibrio nunca parece estar
asegurado y se experimenta más bien como don y sorpresa.
En efecto, la libertad tendría que ver más con este equilibrio de fuerzas que con un
voluntarismo ilusorio e impotente. Nunca debemos olvidar una afirmación molesta de Freud,
pero creo que verdadera: “la vida anímica quizá carezca de libertad y arbitrariedad” (El
delirio y los sueños de ‘Gradiva’ de W. Jensen (1906) p 1286) (1449). No podemos
enfrentarnos a su complejidad, casi siempre ‘necesitante’, con euforia sino con astucia. Quizá
haya que ‘engañarla’, igual que lo hacemos con el ordenador. Hay que contar con unos
‘instintos’ que nos habitan y desbordan, de los que no podemos ni huir, ni a menudo dominar,
pero sí podemos en esos momentos controlar los estímulos que han de satisfacerlos.
Siempre me ha impresionado una constatación de Freud en una de sus primeras obras sobre la
vivencia de nuestra ‘libertad’. La encontramos en Psicopatología de la vida cotidiana (p
915) (975): “Conocido es que gran número de personas alega, en contra de la afirmación de
un absoluto determinismo psíquico, su intenso sentimiento de convicción de la existencia de
la voluntad libre. Esta convicción sentimental no es incompatible con la creencia en el
determinismo. Como todos los sentimientos normales, tiene que estar justificada por algo.
Pero, por lo que yo he podido observar, no se manifiesta en las grandes e importantes
decisiones, en las cuales se tiene más bien la sensación de una coacción psíquica y se justifica
uno con ella. ‘Me es imposible hacer otra cosa’.En cambio, en las resoluciones triviales e
indiferentes se siente uno seguro de haber podido obrar lo mismo de otra manera; esto es, de
haber obrado con libre voluntad no motivada”.
Esta constatación es universal: nadie podrá negar que las grandes decisiones de su vida han
sido más sorpresa que previsión y, lo más importante, con la sensación de que ‘no podía hacer
otra cosa’, pero no en cuanto sentirse coaccionado sino todo lo contrario, de plenitud. Desde
que leí este pasaje en la obra de Freud lo relacioné con el ‘primer tiempo de hacer sana y
buena elección’ que San Ignacio describe en su libro de los Ejercicios: “El primer tiempo es
cuando Dios nuestro Señor así mueve y atrae la voluntad que, sin dubitar ni poder dubitar, la
tal ánima devota sigue lo que es mostrado” (EE 175). La ‘sensación de una coacción psíquica’
es al pie de la letra la experiencia que San Ignacio formula como ‘así mueve y atrae la
voluntad que, sin dubitar ni poder dubitar...’
Es decir, para San Ignacio, el acto supremo de libertad es aquel que pone en juego a la
persona sin quedar nada ‘insatisfecho’, es aquél en el que se logra el equilibrio integral de la
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El problema de la sublimación 27
persona y que uno descubre que no ha sido el ‘protagonista’ total, sino que lo experimenta
como don liberador, cosa que no ocurre en la actuación voluntarista en la que uno lo ha
‘controlado’ todo, pero posiblemente a costa de ‘represiones’ que nunca serán solución.
Observemos que no es alcanzar la satisfacción del fin de un instinto (llamado a extinguirse en
dicha satisfacción) sino que el yo con todas sus implicaciones alcanza un equilibrio de
‘satisfacciones’ que lo harán duradero.
Todo lo que llevamos dicho nos confirma algo que ya sabíamos: la complejidad del ser
humano. El problema está en qué debe tenerse en cuenta para potenciar lo que posibilita que
la persona logre tal equilibrio.
Por lo pronto distinguir entre regirse por la ‘necesidad’ o por la ‘autonomía’, pero sin caer en
la trampa de convertir esta distinción en disyuntiva: la autonomía irrenunciable para sentirnos
persona no puede prescindir de las ‘necesidades’ que la realidad, tanto personal como
circundante nos plantea.
No creer que vamos a conseguir en todo momento este equilibrio. Habrá situaciones en las
que su logro habrá que ‘negociarlo’, sin caer en la trampa de darle la espalda a unas
‘exigencias’ procedentes tanto del Ello como del súper-yo porque no acabamos de saber qué
respuesta dar en ese momento. Esto habrá que hacerlo desde la inteligencia, (el juicio,
‘sustituto de la represión’ (3414) que ‘supone un primer grado de independencia’ (3415)),
esto es, el discernimiento y la deliberación-elección. [NOTA: Caer en la cuenta que no es otra
cosa la que San Ignacio pretende con el discernimiento, en el que no sólo decide el principio
intelectual sino el afectivo. De hecho, en su primer experiencia ‘de las cosas de Dios’, lo que
va a decidir es aquello que no se agotaba en la experiencia gratificante sino lo que ‘dejaba
alegre y contento’, lo que ‘no se extinguía en la satisfacción’ (Autobiografía 8). Pero no está
todo resuelto con el ‘discernimiento’ sino que hay que pasar a la ‘deliberación-elección’. En
efecto, su discernimiento de Loyola no resolvió su acceso a la realidad y cometió
exageraciones en su intento de ‘imitar a los santos’ que minaron su salud. Faltaba el segundo
paso, no sólo congraciarse con las instancias interiores, sino con la realidad (en su lenguaje ‘la
voluntad de Dios’): en qué debía concretarse su acceso a la realidad: qué hacer].
En efecto, no sólo hay que discernir, que es buscar el equilibrio de nuestras instancias
interiores (algo imprescindible para que el yo sea hegemónico), sino que tiene que responder
a la realidad, o bien adaptándose a ella o transformándola. Esto es lo que San Ignacio
denominará discernimiento y deliberación-elección. En efecto, Freud ya nos dijo que “una
acción del yo es correcta si satisface a un tiempo las exigencias del Ello, del súper-yo y de la
realidad” (4291).
Por tanto, el gran logro de toda educación consistirá en capacitar a la persona a esta
permanente actitud despierta (lúcida, inteligente) y hegemónica, aunque no siempre podrá
llevarse a cabo directamente (la ‘viscosidad de la libido’ y las exigencias del ‘narcisismo’
(2792) se encargan de dificultar su dominio), teniendo que controlar desde la realidad los
‘estímulos’, como más arriba comentábamos a la hora de plantear esta gran tarea de equilibrio
(3980) (NOTA: Ésta parece ser la propuesta de San Ignacio en sus Reglas para ordenarse
en el comer, en las que plantea el ‘habituarse a comer manjares gruesos’, mientras ‘si
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El problema de la sublimación 28
delicados, en poca quantidad’ (EE 212), lo mismo que Freud avisa al médico a no ‘consentir’
al ‘enamoramiento transferencial’, convirtiéndose por tanto en un regulador de estímulos para
enseñar a la paciente a dominar sus instintos. Tanto en un caso como en otro la ‘abstinencia’
es un punto de arranque para el dominio.)
Pero terminemos como empezamos: todo lo dicho puede plantearse por la peculiaridad de la
‘plasticidad’ del instinto sexual que posibilita la ‘sublimación’, la cual no es ilimitada, pero
sin ella no habría cultura ni progreso. Ahora bien, para posibilitarla tiene que darse una
educación, y además depende de unas ‘bases orgánicas’ y de circunstancias que a veces
escapan a cualquier control, llegando Freud a hablar de ‘azar’, contraponiéndolo a ‘la
concepción piadosa del universo’ (1728). Este ‘plus’ incontrolable parece ser más decisivo de
lo que estamos dispuestos a admitir, pero que le lleva a Freud a constatar que los móviles de
nuestras grandes decisiones se nos escapan, pero son los decisivos. El hecho está ahí y no se
puede negar. Quizá la genialidad de San Ignacio sea admitir que la suprema experiencia de
libertad es el logro incontestable de un equilibrio que nos desborda, ¿’sin causa precedente’
(EE 330)?
Pero, como hemos visto, es el mismo Freud el que admite ‘logros’ personales indiscutibles
que han conseguido ‘amar a todos por igual’, evitando ‘las peripecias del amor genital’ y
transformando ‘su instinto sexual en un impulso coartado en su fin, como la ternura
imperturbable, ajena al tempestuoso amor genital’ (3787). Este hecho debe plantear a la
educación unos retos ‘imprevisibles’, pero que sería torpe ignorar y, menos aún, impedir,
cerrando posibilidades a la peculiaridad más sorprendente de la sexualidad humana (gracias a
su ‘plasticidad’): la sublimación. Pero no olvidemos que ésta, si bien es verdad que no se
puede dar por supuesta pues su capacidad es limitada, tampoco podemos abandonarla a la
espontaneidad, pues pueden darse condicionantes o circunstancias que la imposibiliten.
Todos estos datos están presentes en la espiritualidad ignaciana. La tarea de ‘ordenar los
afectos’ que Ignacio plantea en los EE apunta a ese equilibro psicológico que toda persona
desea, al menos, en los que le rodean. Pues bien, en esta tarea de acompañamiento advierte
seriamente en la Anotación 18 “que no se den a quien es rudo o de poca complisión cosas que
no pueda descansadamente llevar y aprovecharse dellas”. Es decir, lo que la persona no va a
llevar ‘descansadamente’ no le ‘aprovechará’ y por tanto no tiene sentido ‘dárselo’. (Dicho
con una terminología freudiana, la ‘sublimación’ no se puede imponer ni todos tienen la
misma capacidad de llevarla a cabo). Esto supone que la ‘educación’, el ‘acompañamiento’,
han de acomodarse a “según que se quisieren disponer, se debe dar a cada uno, porque más se
pueda ayudar y aprovechar” (EE 18).
CITAS INTERESANTES
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Introducción al narcisismo (1914) p 2029 (2193): Examinemos ahora las relaciones de esta
formación de un ideal con la sublimación. La sublimación es un proceso que se relaciona con
la libido objetal y consiste en que el instinto se orienta sobre un fin diferente y muy alejado de
la satisfacción sexual. Lo más importante de él es el apartamiento de lo sexual. La
idealización es un proceso que tiene efecto en el objeto, engrandeciéndolo y elevándolo
psíquicamente, sin transformar su naturaleza. La idealización puede producirse tanto en el
terreno de la libido del yo como en el de la libido objetal. Así, la hiperestimación sexual del
objeto es una idealización del mismo. Por consiguiente, en cuanto la sublimación describe
algo que sucede con el instinto y la idealización algo que sucede con el objeto, se trata
entonces de dos conceptos totalmente diferentes.
Sobre una degradación general de la vida erótica (1912) p 1716 (1983): EI hecho de que el
refrenamiento cultural de la vida erótica traiga consigo una generalizadísima degradación de
los objetos sexuales nos mueve a transferir nuestra atención, desde tales objetos, a los
instintos mismos. El daño de la prohibición inicial del goce sexual se manifiesta en que su
ulterior permisión en el matrimonio no proporciona ya plena satisfacción. Pero tampoco una
libertad sexual ilimitada desde un principio procura mejores resultados. No es difícil
comprobar que la necesidad erótica pierde considerable valor psíquico en cuanto se le hace
fácil y cómoda la satisfacción. Para que la libido alcance un alto grado es necesario oponerle
un obstáculo, y siempre que las resistencias naturales opuestas a la satisfacción han resultado
insuficientes, han creado los hombres otras, convencionales, para que el amor constituyera
verdaderamente un goce. Esto puede decirse tanto de los individuos como de los pueblos. En
épocas en las que la satisfacción erótica no tropezaba con dificultades (por ejemplo, durante la
decadencia de la civilización antigua), el amor perdió todo su valor, la vida quedó vacía y se
hicieron necesarias enérgicas reacciones para restablecer los valores afectivos indispensables.
En este sentido puede afirmarse que la corriente ascética del cristianismo creó para el amor
valoraciones psíquicas que la antigüedad pagana no había podido ofrendarle jamás. Esta
valoración alcanzó su máximo nivel en los monjes ascéticos, cuya vida no era sino una
continua lucha contra la tentación libidinosa.
Observaciones sobre el ‘Amor de transferencia’ (1914) pp. 1695-1696: Así, pues, los
motivos éticos y los técnicos coinciden aquí para apartar al médico de corresponder al amor
de la paciente. No cabe perder de vista que su fin es devolver a la enferma la libre disposición
de su facultad de amar, coartada ahora por fijaciones infantiles, pero devolvérsela no para que
la emplee en la cura, sino para que haga uso de ella más tarde, en la vida real, una vez
terminado el tratamiento. No debe representar con ella la escena de las carreras de perros, en
las cuales el premio es una ristra de salchichas, y que un chusco estropea tirando a la pista una
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El problema de la sublimación 30
única salchicha, sobre la cual se arrojan los corredores, olvidando la carrera y el copioso
premio que espera al vencedor. No he de afirmar que siempre resulta fácil para el médico
mantenerse dentro de los límites que le prescriben la ética y la técnica. Sobre todo para el
médico joven y carente aún de lazos fijos. Indudablemente, el amor sexual es uno de los
contenidos principales de la vida, y la reunión de la satisfacción anímica y física en el placer
amoroso constituye, desde luego, uno de los puntos culminantes de la misma. Todos los
hombres, salvo algunos obstinados fanáticos, lo saben así, y obran en consecuencia, aunque
no se atreven a confesarlo. Por otra parte, es harto penoso para el hombre rechazar un amor
que se le ofrece, y de una mujer interesante, que nos confiesa noblemente su amor, emana
siempre, a pesar de la neurosis y la resistencia, un atractivo incomparable. La tentación no
reside en el requerimiento puramente sensual de la paciente, que por sí solo quizá produjera
un efecto negativo, haciendo preciso un esfuerzo de tolerante comprensión para ser
disculpado como un fenómeno natural. Las otras tendencias femeninas, más delicadas, son
quizá las que entrañan el peligro de hacer olvidar al médico la técnica y su labor profesional
en favor de una bella aventura.
como con la angustia. Pero la reflexión más inmediata nos dice que esta situación de
excepción no corresponde a todos los instintos del yo, y sí tan sólo al hambre y la sed, y que
se funda ostensiblemente en una particularidad de las fuentes de instinto. Buena parte de
aquella nuestra primera impresión errónea depende de no haber examinado antes por separado
qué modificaciones experimentan bajo la influencia del yo organizado los impulsos
instintivos, originalmente pertenecientes al ello.
Los dos principios del funcionamiento mental (1910-1911): (Cfr. Consecuencias del
principio de la realidad) 1) Ante todo, las nuevas exigencias impusieron una serie de
adaptaciones del aparato psíquico, sobre las cuales no podemos dar sino ligeras indicaciones,
pues nuestro conocimiento es aún en este punto, muy incompleto e inseguro.
La mayor importancia adquirida por la realidad externa elevó también la de los
órganos sensoriales vueltos hacia el mundo exterior y la de la consciencia, instancia enlazada
a ellos, que hubo de comenzar a aprehender ahora las cualidades sensoriales y no tan sólo las
de placer y displacer, únicas interesantes hasta entonces. Se constituyó una función especial -
la atención-, cuyo cometido consistía en tantear periódicamente el mundo exterior, para que
los datos del mismo fueran previamente conocidos en el momento de surgir una necesidad
interna inaplazable. Esta actividad sale al encuentro de las impresiones sensoriales en lugar de
esperar su aparición. Probablemente se estableció también, al mismo tiempo, un sistema
encargado de retener los resultados de esta actividad periódica de la consciencia, una parte de
lo que llamamos memoria.
Los dos principios del funcionamiento mental (1910-1911): (Cfr. Consecuencias del
principio de la realidad) En lugar de la represión que excluía de toda carga psíquica una parte
de las representaciones emergentes, como susceptibles de engendrar displacer, surgió el
discernimiento, instancia imparcial propuesta a decidir si una representación determinada es
verdadera o falsa, esto es, si se halla o no de acuerdo con la realidad, y que lo decide por
medio de su comparación con las huellas mnémicas de la realidad.
Psicoanálisis y medicina (1926) p 2921-2022: Cuando las aspiraciones instintivas del ello no
encuentran satisfacción, surgen estados intolerables. La experiencia muestra pronto que tales
situaciones de satisfacción sólo pueden ser constituidas con ayuda del mundo exterior, y
entonces entra en funciones la parte del ello, vuelta hacia dicho mundo exterior, o sea, el yo.
La fuerza que impulsa al navío corresponde toda al ello; pero el yo es el timonel, sin el cual
nunca se llegaría a puerto. Los instintos del ello tienden a una satisfacción, ciega e inmediata;
mas por sí solos no la alcanzarían jamás dando, en cambio, ocasiones a graves daños. Al yo
corresponde evitar un tal fracaso, actuando de mediador entre las exigencias del ello y la del
mundo exterior real. Su actuación se orienta en dos direcciones: por un lado observa, con
ayuda de su órgano sensorial del sistema de la consciencia, el mundo exterior para aprovechar
el momento favorable a una satisfacción exenta de peligro, y por otro actúa sobre el ello,
refrenando sus «pasiones» y obligando a los instintos a aplazar su satisfacción, e incluso, en
caso necesario, a modificar sus fines o a abandonarlos contra una indemnización. Al domar
así los impulsos del ello sustituye el principio del placer, único antes dominante, por el
llamado principio de la realidad, que si bien persigue iguales fines, lo hace atendiendo a las
condiciones impuestas por el mundo exterior. Más tarde averigua el yo que para el logro de la
satisfacción existe aún otro camino distinto de esta adaptación al mundo exterior. Puede
también actuar directamente sobre el mundo exterior, modificándolo, y establecer en él
intencionadamente aquellas condiciones que han de hacer posible la satisfacción. En esta
actividad hemos de ver la más elevada función del yo. La decisión de cuándo es más
adecuado dominar las pasiones y doblegarse ante la realidad, y cuándo se sabe atacar
directamente al mundo exterior, constituye la clave de la sabiduría.
El ‘yo’ y el ‘Ello’ (1923) p 2708: Fácilmente se ve, que el Yo es una parte del Ello
modificada por la influencia del mundo exterior, transmitida por el P.-Cc., o sea, en cierto
modo, una continuación de la diferenciación de las superficies. El Yo se esfuerza en transmitir
a su vez, al Ello, dicha influencia del mundo exterior, y aspira a sustituir el principio del
placer, que reina sin restricciones en el Ello, por el principio de la realidad. La percepción es,
para el Yo, lo que para el Ello el instinto. El Yo representa lo que pudiéramos llamar la razón
o la reflexión, opuestamente al Ello, que contiene las pasiones.
Los dos principios del funcionamiento mental (1910-1911) pp. 1638-1639: En la psicología
basada en el psicoanálisis nos hemos acostumbrado a tomar como punto de partida los
procesos anímicos inconscientes, cuyas particularidades nos ha revelado el análisis, y en los
que vemos procesos primarios, residuos de una fase evolutiva en la que eran únicos. No es
difícil reconocer la tendencia a que estos procesos primarios obedecen, tendencia a la cual
hemos dado el nombre de principio del placer. Tienden a la consecución de placer, y la
actividad psíquica se retrae de aquellos actos susceptibles de engendrar displacer (represión).
Nuestros sueños nocturnos y nuestra tendencia general a sustraernos a las impresiones
penosas son residuos del régimen de este principio y pruebas de su poder.
Los dos principios del funcionamiento mental (1910-1911) p 1641: 5) La educación puede
ser descrita como un estímulo al vencimiento del principio del placer y a la sustitución del
mismo por el principio de la realidad. Tiende, por tanto, a procurar una ayuda al desarrollo del
yo, ofrece una prima de atracción para conseguir este fin, el cariño de los educadores, y
fracasa ante la seguridad del sujeto infantil de poseer incondicionalmente tal cariño y no
poder perderlo en ningún modo.
Inhibición, síntoma y angustia (1925) p 2880: El «mimo» del niño pequeño tiene la
indeseable consecuencia de hacerle poner por encima de todos los demás peligros el de la
pérdida del objeto -del objeto como protección contra todas las situaciones de desamparo-.
Favorece, por tanto, a la permanencia en la infancia a la cual es propia el desamparo, tanto
moral como psíquico.
esta razón hemos llamado en nuestra ayuda al psicoanálisis, y ahora aquel mismo factor pone
un límite a la eficacia de este nuevo esfuerzo. Si la fuerza del instinto es excesiva, el yo
maduro, ayudado por el análisis, fracasa en su tarea de igual modo que el yo inerme fracasó
anteriormente. Su control sobre el instinto ha mejorado, pero sigue siendo imperfecto, porque
la transformación del mecanismo defensivo es sólo incompleta. No hay en esto nada
sorprendente, en cuanto el poder de los instrumentos con los que opera el psicoanálisis no es
ilimitado, sino que se halla restringido, y la irrupción final depende siempre de la fuerza
relativa de los agentes psíquicos que luchan entre sí