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Cambio de rumbo
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Cambio de rumbo

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En las últimas décadas ha habido una renovación del interés de la sociología por el individuo. Un número creciente de estudios hacen referencia a él y algunos celebran lo que no dudan en denominar un progreso teórico. Otros recriminan el peligro que ello representa para el análisis social. ¿Cómo debemos comprender este debate? ¿Qué hay verdaderamente de nuevo en él?
IdiomaEspañol
EditorialLOM Ediciones
Fecha de lanzamiento6 jun 2007
ISBN9789562829021
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    Cambio de rumbo - Danilo Martuccelli

    Chile.

    Introducción

    En las últimas décadas ha habido una renovación del inte­rés de la sociología por el individuo. Un número creciente de estu­dios hacen referencia a él; algunos celebran lo que no dudan en denominar un progreso teórico, otros recriminan el peligro que ello representa para el análisis social. Extraño debate. ¿Cómo olvidar que el individuo jamás estuvo ausente en los estudios de la sociología clásica? ¿Que tomar en cuenta su experiencia y su nivel de realidad fue una preocu­pación constan­te en el trabajo de Marx, Durkheim, Weber o Simmel, pero también, y por supuesto, de Talcott Parsons? ¿Qué hay entonces de nuevo?

    La centralidad actual del individuo en la sociología contemporánea es de otro tipo. Su importancia procede de una crisis intelectual y testifica, sobre todo, de una transfor­mación profunda de nuestra sensibilidad social. La sociología en los tiempos del individuo debe afrontar un hecho inédito: el indivi­duo es el horizonte liminar de nuestra percepción social. De ahora en más, es en referencia a sus experiencias que lo social obtiene o no sentido. El individuo no es la medida de valor de todas las cosas, pero sí el tamiz de todas nuestras percepciones. El eje de la mirada sociológica pivota sobre sí misma y se invierte. Queda por comprender qué impacto ello trae consigo y sobre todo a qué tipo de análisis ello nos fuerza. El núcleo central de este proceso puede enunciarse simplemente. De la misma manera en que ayer la comprensión de la vida social se organizó desde las nociones de civilización, historia, sociedad, Estado-nación o clase, de ahora en más concierne al individuo ocupar este lugar central de pregnancia analítica. Si los desafíos se diseñan así en dirección contraria, el problema, empero, es similar: el reto ayer consistió en leer e insertar las experiencias de los actores dentro y desde las lógicas grupales de los grandes procesos estructurales, hoy por hoy, a riesgo de romper toda posibilidad de comunicación entre los analistas y los actores, el objetivo es dar cuenta de los principales cambios societales desde una inteligencia que tenga por horizonte el individuo y las pruebas a las que está sometido. Es esta exigencia la que, como veremos, da una centralidad inédita al estudio de la individuación.

    El personaje social

    Uno de los grandes méritos de la sociología fue durante mucho tiempo su capacidad de interpretar un número importante de situaciones y de conductas sociales, desiguales y diversas con la ayuda de un modelo casi único. En última instancia, en efecto, la verdadera unidad disciplinar de la sociología, más allá de escuelas y teorías, provino de esta vocación común, del proyecto de comprender las experiencias personales a partir de sistemas organizados de relaciones sociales. El objetivo fue el de socializar las vivencias individuales, dar cuenta sociológica­mente de acciones en apariencia efectuadas y vividas fuera de toda relación social –como Durkheim lo mostró magistralmente con el suicidio–. La experiencia y la acción individual no están jamás desprovistas de sentido, a condición de ser insertadas en un contexto social que les transmite su verdadera significación.

    Ningún otro modelo resumió mejor este proyecto que la noción de personaje social. El personaje social no designa solamente la puesta en situación social de un individuo sino mucho más profundamente la voluntad de hacer inteligibles sus acciones y sus experiencias en función de su posición social, a veces bajo la forma de correlaciones estadísticas, otras veces por medio de una descripción etnográfica de medios de vida. Es esta mirada la que durante mucho tiempo definió la gramática propiamente sociológica del individuo. Cada individuo ocupa una posición, y su posición hace de cada uno de ellos un ejemplar a la vez único y típico de las diferentes capas sociales. El indivi­duo se encuentra inmerso en espacios sociales que generan, a través un conjunto de fuerzas sociales, sus conductas y vivencias (y poco importa la noción empleada para dar cuenta de este proceso-sistema, campo o configuración)¹.

    Cierto, esta representación, sobre todo en sus usos cotidianos y profanos, ha sido tanto o más el fruto del realismo social propio de la novela decimonónica que verdaderamente el resul­ta­do del proyecto de la sociología. Pero esto no impide ver en esta ecuación la gramática, la más durable a la cual se refieren los sociólogos, aquella que dicta sus reacciones disci­plinarias, las más habituales; ese saber compartido que hace comprender los rasgos individuales como factores resultantes de una inscrip­ción social particular. Sobre la tela de fondo de esta gramática, las diferencias, más allá del narcisismo de rigor entre escuelas y autores, aparecen como mínimas. La lectura posicio­nal recorre, ayer como hoy, y sin duda mañana, lo esencial de la sociología. Dentro de este acuerdo de principio, las diferencias y los acentos no son sin duda minúsculos, pero todos ellos extraen su sentido en referencia a este marco primigenio según el cual la posición de un actor es el mejor operador analítico para dar cuenta de sus maneras de ver, actuar y percibir el mundo. En breve, la más venerable vocación de la sociología reside en el esfuerzo inagotable por hacer de la posición ocupada por un actor el principal factor explicativo de sus conductas.

    Comprender y explicar a un actor consiste en inteligir su acción insertándolo en una posición social (y poco importa aquí que ella se defina en términos de clase o de modelos societales). La fuerza de la sociología reposó durante décadas en su capa­cidad de articular orgánicamente los diferentes niveles de la realidad social, al punto que entre el actor y el sistema la fusión fue incluso, en apariencia, de rigor, a tal punto el uno y el otro parecían ser como las dos caras de una misma moneda. El triunfo de la idea de sociedad, ya sea por sus articulaciones funcionales entre sistemas como por sus contradicciones estructurales, y la noción adjunta de personaje social, no significó pues en absoluto la liquidación del individuo, sino la imposición hegemónica de un tipo de lectura. Fue alrededor de esta pareja como se forjó el auténtico corazón analítico de la sociología.

    La crisis de un modelo

    Es este proyecto intelectual el que ha entrado progresiva y durablemente en crisis desde hace décadas. El modelo aparece cada vez menos pertinente a medida que la noción de una sociedad integrada se deshace, y que se impone (por lo general sin gran rigor) la representación de una sociedad contemporánea (bajo múltiples nombres: postindustrial, modernidad radical, segunda modernidad, posmodernidad, hiper-modernidad…) marcada por la incertidumbre y la contingencia, por una toma de conciencia creciente de la distancia insalvable que se abriría hoy entre lo objetivo y lo subjetivo.

    Pero leamos el movimiento desde los actores. La situación actual se caracterizaría por la crisis definitiva de la idea del personaje social en el sentido preciso del término –la homología más o menos estrecha entre un conjunto de procesos estructura­les, una trayectoria colectiva (clasista, genérica o generacional) y una experiencia personal–. Por supuesto, el panorama es menos unívoco. Muchos sociólogos continúan aun esforzándose sin desmayo por mostrar la validez de un modelo que dé cuenta de la diversidad de las experiencias en función de los diferenciales de posición social. Pero lentamente esta elegante taxinomia de personajes revela un número creciente de anomalías y de lagunas. Subrayadas aquí, acentuadas más allá, enunciadas por doquier, algunos se limitan a constatar, sin voluntad de cambio alguno, la insuficiencia general de la taxinomia; otros, con mayor mala fe, minimizan o niegan estas fallas, pero todos, en el fondo, perciben la fuerza del seísmo. Los individuos no cesan de singularizarse y este movimiento de fondo se independiza de las posiciones sociales, las corta transversalmente, produce el resultado imprevisto de actores que se conciben y actúan como siendo más y otra cosa que aquello que se supone les dicta su posición social. Los individuos se rebelan contra los casilleros sociológicos.

    Frente a una constatación de este tipo, algunos sociólogos cierran los dientes y aprietan los puños. Contra la fragmentación de las trayectorias, se esfuerzan por emplazar las experiencias dentro de un contexto societal del cual proceden y del cual obtendrían, hoy como ayer, su significación. Pero escrita de esta manera, la sociología deja escapar elementos y dominios cada vez más numerosos de las experiencias individuales; un residuo ineliminable, un conjunto de vivencias y actitudes irreductibles a un análisis de este tipo, que muchos sociólogos constatan pero se esfuerzan en sobreinterpretarlos (es decir, subinter­pretándolos) en términos de crisis posicionales. El sentido, digan lo que digan los actores, está siempre dado de antemano por una visión englobante y descendente de las prác­ticas sociales. Así las cosas, es imposible dar cuenta de los actores en otros términos que no sean negativos, a través de una letanía de invocaciones sobre la desorientación, la pérdida de los referentes, la crisis... La crisis es justamente lo que permite, en un juego de malabarismo intelectual, dar cuenta de la distancia que se abre entre la descripción posicional del mundo social propia de una cierta sociología y la realidad vivida por los individuos². Adoptando una perspectiva unidimensional de este tipo, los sociólogos ejercen la más formidable de las violencias simbólicas consentidas a los intelectuales –aquella que consiste en imponer, en medio de una absoluta impunidad interpretativa, un sentido a la conducta de los actores.

    La experiencia individual escapa cada vez más a una interpretación de esta naturaleza. Toda una serie de inquietudes toman cuerpo y sentido fuera del modelo del personaje social. Cierto, el análisis sociológico guarda aun, sin duda, una verosilimitud que hace falta a muchas otras representaciones disciplinarias, pero cada vez más, y de manera cada vez más abierta, sus interpretaciones cejan de estar en sintonía con las experiencias de los actores. Paradoja suplementaria: en el momento mismo en el que los términos sociológicos invaden el lenguaje corriente, las representaciones analíticas de la socio­logía se distancian –y resbalan– sobre las experiencias de los individuos.

    Por supuesto, la corrupción de la taxinomía general es un asunto de grados y jamás un asunto de todo o nada. En este sentido, no se trata en absoluto de la crisis terminal de la mirada sociológica. Lo que se modifica, lo que debe modificarse, es la voluntad de entender, exclusivamente, e incluso mayoritaria­mente, a los individuos desde una estrategia que otorga un papel interpretativo dominante a las posiciones sociales (en verdad, a un sistema de relaciones sociales), en el seno de una concep­ción particular del orden social y de la sociedad.

    Inútil por lo demás es evocar, para dar cuenta de este desajuste, la necesaria y legítima distancia existente entre los modelos de interpretación de la sociología y las experiencias o el sentido común de los actores. El problema actual es diferente y más acuciante. El problema no es la incomunicación parcial e inevi­table que se estable entre actores y analistas a causa de su diferencial de información, de sus distintos niveles de cono­cimiento o de los obstáculos cognitivos propios a unos y otros. El problema es que un conjunto creciente de fenómenos sociales y de experiencias individuales no logra más ser abordado y estudiado sino a través de mutilaciones analíticas o de traduc­ciones forzadas. La crisis está aquí y en ningún otro lugar. Frente a esta encrucijada, cada cual es libre de escoger, con toda la inteligencia necesaria, su camino. O todo se limita a un aggiornamento de circunstancia de la noción de personaje social (y tras él, inevitablemente, del problema del orden social y de la idea de sociedad), o se asume que el desafío es más profundo y más serio, y que invita a una reorganización teórica más consecuente en la cual el individuo tendrá una importancia otra. Este libro, y la selección de artículos que lo componen, toma el segundo camino.

    ¿Hacia una sociología del individuo?

    ¿Pero qué quiere esto decir exactamente? ¿Se trata de, como algunos lo avanzan de manera temeraria, rechazar todo recurso explicativo de índole posicional? ¿O por el contrario, y como otros lo afirman, el desafío consiste en colocar, por fin, al indi­viduo en el centro de la teoría social? Vayamos por partes.

    Progresivamente se impone la necesidad de reconocer la singularización creciente de las trayectorias personales, el hecho de que los actores tengan acceso a experiencias diversas que tienden a singularizarlos y ello aun cuando ocupen posiciones sociales similares. Pero la toma en cuenta de esta situación no debe traducirse necesariamente en la aceptación de una sociedad sin estructura, incierta, fragmentada, líquida... Una descripción en la cual la vida social es descrita como sometida a un maeslström de experiencias imprevisibles, una realidad social en la cual las normas y las reglas que ayer eran transmitidas de manera más o menos homogénea por la sociedad, deben de ahora en más ser engendradas en situación y de manera puramente reflexiva por los actores individuales. Por razones indisocia­blemente teóricas e históricas, el proceso de constitución de los individuos se convertiría así en el verdadero elemento de base del análisis sociológico.

    La diversidad de estudios que, progresivamente, han tomado este camino ha sido importante en las últimas décadas. El lector encontrará eco de estos debates más adelante en las páginas de este libro³. Baste aquí señalar que lo que es común a estos traba­jos (más allá del hecho de que el eje privilegiado sea la reflexi­vidad, la identidad o la experiencia) es la idea de que la comprensión de los fenómenos sociales contemporáneos exige una inteligencia desde los individuos. Comprendámoslo bien: si el individuo debe ser colocado en el vértice del análisis, ello no supone en absoluto una reducción del análisis sociológico al nivel del actor, pero aparece como la consecuencia de una transfor­mación societal que instaura al individuo en el zócalo de la producción de la vida social.

    Evitemos todo malentendido. En estos trabajos el individuo no es nunca percibido ni como una pura mónada –como lo afirman con ligereza tantos detractores– ni simplemente privi­legiado por razones heurísticas –como es de rigor en el individualismo metodológico–. Si el individuo obtiene una tal centralidad es porque su proceso de constitución permite describir una nueva manera de hacer sociedad. Es el ingreso en un nuevo período histórico y societal donde se halla la verdadera razón de ser de este proceso. Es a causa de la crisis de la idea de sociedad que muchos autores intentan dar cuenta de los procesos sociales buscando la unidad de base de la sociología desde abajo, esto es, desde los individuos, a fin de mostrar otras dimensiones detrás del fin de las concepciones sistémicas totalizantes. Notémos­lo bien, en la mayor parte de estos trabajos, el interés por el individuo no procede y no se acompaña por una atención privilegiada hacia el nivel de la interacción, como fue en mucho el caso en las microsociologías de los años sesenta y setenta (pensemos en la obra de Goffman, el interaccionismo simbólico o la etnometodología). El interés por el individuo procede de manera más o menos explícita, y de manera más o menos crítica, de una convicción teórica –el estudio de la sociedad contemporá­nea es inseparable del análisis del impera­tivo específico que obliga a los individuos a constituirse en tanto que individuos.

    ¿Pero cómo no percibir en la base de este movimiento el corsi y el ricorsi habitual de la sociología? En verdad, el desafío posee una doble dimensión. Por un lado, y contra los partidarios de la noción de personaje social, es preciso afirmar la singularización en curso y la insuficiencia cada vez más patente de una cierta mirada sociológica. Pero por el otro lado, y esta vez contra los adeptos de una cierta sociología del individuo, es imperioso comprender que la situación actual no debe leerse únicamente como la crisis de un tipo de sociedad. Nuestro punto de partida procede pues de un doble reconocimiento: de los límites del estudio del individuo desde una representación taxonómica del mundo social que supone la existencia de posi­ciones caracterizadas por fronteras firmes y de las insuficiencias de un conjunto de trabajos que hacen del nuevo imperativo institucional de constitución del individuo el eje central de la sociología. El programa de investigación que se requiere debe construirse a distancia, pero no a equidistancia, de estas dos perspectivas; en ruptura frente a la tesis del perso­naje social, en inflexión crítica hacia el tema de la individualización.

    Centrémonos pues en la segunda perspectiva tanto más que nuestra propuesta comparte con ella un conjunto de presupuestos comunes. Presentaremos de manera conjunta las deudas y los desacuerdos, lo que hará por lo demás oficio de presentación analítica de los capítulos desarrollados en este libro.

    1. Sí, definitivamente sí, el individuo se encuentra en el horizonte liminar de nuestra percepción colectiva de la sociedad. No, ello no indica en absoluto que es a nivel del individuo, de sus vivencias o de sus diferenciales de socialización, como debe realizarse necesariamente su estudio. Lo que esto implica es la urgencia que se hace sentir en el análisis sociológico para que la individuación se convierta en el eje central de su reflexión y de su trabajo empírico (el lector encontrará una caracterización crítica de esta estrategia de estudio en el primer capítulo).

    2. Sí, la sociología debe prestar mayor atención a las dimensiones propiamente individuales, e incluso singulares de los actores sociales. No, ello no quiere decir en absoluto que para analizar la vida social, las historias y las emociones individuales sean más pertinentes que la sociología. De lo que se trata es de construir interpre­taciones susceptibles de describir, de manera renovada, la manera cómo se estructuran los fenómenos sociales a nivel de las experiencias personales (en el segundo capítulo, el lector encontrará una toma de posición crítica de esta índole frente a los excesos del individuo psicológico).

    3. Sí, las dimensiones existenciales son de ahora en más un elemento indispensable de todo análisis sociológico. No, ello no supone abandonar lo propio de la mirada so­ciológica y embarcarse en un dudoso estudio transhistórico sobre la condición humana. Lo que esta realidad exige es la capacidad de la sociología de dar cada vez más y mejor cuenta de fenómenos que se viven como profundamente íntimos, subjetivos, existen­ciales" y en los cuales, empero, reposa cada vez más una parte creciente de nuestra comprensión de la vida social (el lector encontrará ilustraciones de este calibre en los capítulos dedicados a los soportes y a la evaluación existencial).

    4. Sí, las sociedades contemporáneas son el teatro de un nuevo individualismo institucional que estandariza fuertemente, como Ulrich Beck lo ha subrayado con razón, las etapas de la vida. No, este proceso no pasa por el tamiz de un imperativo único y común de indivi­dualización, pero se difracta en un número creciente de pruebas de distinto tenor en función de los ámbitos y de las posiciones sociales. En otros términos, es necesario construir operadores analíticos susceptibles en un solo y mismo movimiento de dar cuenta de la doble tendencia simultánea y contradictoria hacia la estandarización y la singularización (el lector encontrará el desarrollo de una estrategia de este tipo alrededor de la noción de prueba en el capítulo quinto).

    5. Sí, la sociología debe buscar un nuevo equilibrio en la relación entre los individuos y la sociedad. No, ello no implica necesariamente que un número creciente de fenómenos sociales sean hoy visibles, e incluso únicamente visibles, desde las biografías individuales y ya no más desde las sociografías de grupos. Lo que esto implica es que la percepción de los fenómenos sociales se efectúa desde el horizonte liminar de las experiencias individuales y que la sociología debe tener cuenta de ello al momento de producir sus marcos de análisis (el lector encontrará implicaciones de esto en los capítulos sobre la dominación y la solidaridad).

    6. Sí, la sociedad ha perdido la homogeneidad, teórica y práctica, que fue bien la suya en el seno de las sociedades indus­triales y en la edad de oro del Estado-nación. No, la sociedad no es ni incierta ni líquida, sometida a la complejidad o al caos, puro movimiento o flujo. Lo que esto significa es que es imperioso que la mirada sociológica tome conciencia de las especificidades ontológicas de su objeto de estudio, la vida social, que se encuentra constituida, hoy como ayer, a lo sumo hoy con una mayor acuidad, por un tipo particular de consistencias (el lector encontrará un desarrollo teórico en este sentido en el último capítulo).

    Regreso al futuro

    Es al amparo de estas afirmaciones y deslindes como debe interpretarse la situación actual. La reflexión sociológica con­temporánea sobre el individuo parte pues de un supuesto radicalmente diferente del que animó a los autores clásicos. A saber, la crisis de esta filosofía social tan particular, y durante tanto tiempo verdaderamente indisociable del desarrollo de la teoría social, que se propuso establecer un vínculo estrecho entre las organizaciones sociales y las dimensiones subjetivas en el seno de los Estados-nación. Sin embargo, y a pesar de su contun­dencia, el triunfo de esta representación y del modelo del personaje social no fue jamás definitivo ni total. Subterránea­mente, la sociología no cesó jamás de estar trabajada por una experiencia contraria, justamente la de la modernidad, que fascinó y continúa fascinando a sus principales autores, y cuya realidad y permanencia desafía la visión que estos mismos autores han querido imponer del orden social. Esto es, la profunda afinidad electiva establecida por la sociología entre la modernidad, la sociedad y el individuo debe comprenderse en el seno de una reticencia analítica no menos profunda. Es esta ambivalencia teórica la que explica por qué el individuo ha sido a la vez un problema central y marginal en la sociología. Central: la modernidad se declina y se impone a partir de su advenimiento. Marginal: desde su constitución en tanto que disciplina, la sociología se esfuerza por imponer una representa­ción de la vida social que le quite toda centralidad analítica. Es este doble movimiento, esta sempiterna ambivalencia, que definió y define aun el humus específico de la mirada sociológica hacia el individuo.

    Insistamos sobre este último punto, puesto que de él depende, en último análisis, la pertinencia de nuestro proyecto y el sentido de la inflexión que el individuo introduce en la sociología. Para comprenderlo es preciso regresar hacia sus orígenes y tomar conciencia de que este retorno, curiosamente, describe su presente y muy probablemente su futuro.

    La sociología ha estado marcada, a lo largo de toda su historia, por la construcción de un modelo teórico estable de sociedad y la conciencia de una inquietud e inestabilidad indisociables de la modernidad. La modernidad, o sea la experiencia de vivir en medio de un mundo cada vez más extraño, en donde lo viejo muere y lo nuevo tarda en nacer, en el cual los individuos son recorridos por el sentimiento de estar ubicados en un mundo en mutación constante⁴. El individuo no se reconoce inmediata­mente en el mundo que lo rodea; más aun, no cesa de cuestionar existencialmente (y no solo conceptualmente) la naturaleza de este vínculo. Y es alrededor pero en contra de esta experiencia que se instituye lo esencial de la sociología. Lo propio del discurso sociológico de la modernidad fue en efecto la concien­cia histórica de la distancia entre los individuos y el mundo, y el esfuerzo constante por proponer, una y otra vez y siempre de nuevo, una formulación que permita su absorción definitiva, a través una multitud de esfuerzos teóricos cada vez más agónicos y complejos⁵. Y ninguna otra noción aseguró esta tarea con tanta fuerza como la idea de sociedad.

    En el pensamiento social clásico lo que primó fue, pues, la idea de una fuerte estructuración o correspondencia entre los distintos niveles o sistemas sociales. En el fondo, todas las concep­ciones insistían en la articulación entre los debates políticos e intelectuales, entre las posiciones sociales y las percep­ciones subjetivas, entre los valores y las normas. El objetivo, indisociablemente intelectual y práctico, era establecer un vínculo entre todos los ámbitos de la vida social. De una u otra manera el conjunto de los fenómenos sociales se estructu­raba alrededor del sempiterno problema de la integración. La comunicación de las partes en un todo funcional era el credo insoslayable de la sociología y el pivote analítico central de la idea de sociedad. En el seno de ella, la disociación entre lo objetivo y lo subjetivo, elemento fundante de la experiencia moderna, fue así progresivamente opacado en beneficio del conjunto de principios, prácticos e intelectuales, a través de los cuales, y a pesar de la permanencia subterránea de esta disociación, se aseguraba y se daba cuenta de la integración de la sociedad. Pero en el fondo, y en contra de lo que una vulgata escolástica ha terminado por imponer, es contra esta representación de la sociedad que se rebela –y triunfa– una y mil veces la experiencia de la modernidad.

    Durante décadas, la sociología afirmó así dos cosas contra­rias simultáneamente: por un lado, la disociación entre lo objetivo y lo subjetivo (la modernidad); por el otro, la articula­ción estructural de todos los elementos de la vida social (la idea de sociedad). Hoy vivimos una nueva crisis de este proyecto bifronte. La autonomización creciente de las lógicas de acción, el desarrollo autopoiético y mutuamente excluyente de dife­rentes sistemas sociales, la crisis de los vínculos sociales, la multiplicación de los conflictos sociales, la separación y el predominio de la integración sistémica sobre la integración social, en la mayor parte de los casos, y de muy diversas maneras, lo que subraya es el fin de la idea de una totalidad societal analíticamente armoniosa. Pero estas transformaciones no hacen sino poner en evidencia aquello que el pensamiento sociológico clásico siempre supo y contra lo cual empero nunca cejó de luchar. A saber, la distancia matricial de la modernidad entre lo objetivo y lo subjetivo. En contra pues de lo que el discurso amnésico y hoy a la moda de la segunda modernidad sobreentiende, el avatar actual se inscribe en la filiación estricta de la sempiterna crisis –tensión– que acompaña a la sociología desde su nacimiento. ¿Cómo no subrayar en efecto la constancia de una narración que no cesa de declinar en términos de una novedad radical e inédita una experiencia tan constante y cíclica a lo largo del tiempo? La conclusión se impone ella misma. Es este relato en tres tiempos (experiencia disociadora de la modernidad –integración analítica gracias a la idea de sociedad– nuevas disoluciones sociales...), y sus continuos retornos, el que estructura la forma narrativa común a la mayor parte de las interpretaciones sociológicas.

    Lo que durante más de un siglo fue reconocido a regaña­dientes y de manera residual –la ruptura de la experiencia moderna– se convierte en el horizonte fundamental de la refle­xión. La problemática, insistamos, es antigua y consubs­tancial a la sociología, pero de ahora en más es imprescindible terciar en este debate adoptando una nueva posición. Si ayer la idea de sociedad primó sobre la experiencia de la modernidad (subsu­miendo a los individuos en el

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