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Los grandes momentos del indigenismo en México
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Libro electrónico375 páginas6 horas

Los grandes momentos del indigenismo en México

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Esta obra es una de las más ambiciosas de Luis Villoro y tuvo su origen en los esfuerzos del grupo Hiperión, cuyo propósito general era construir una filosofía propiamente americana. En este marco, Villoro eligió estudiar el pasado y el presente indígenas de México y sus representaciones. Por estas páginas transitan la persona y la obra de Hernán Cortés, fray Bernardino de Sahagún y Francisco Javier Clavijero, entre otros.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento7 sept 2013
ISBN9786071614995
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    Los grandes momentos del indigenismo en México - Luis Villoro

    momento.

    Primer momento

    Lo indígena manifestado por la providencia

    1. Hernán Cortés

    EL REVELADOR DE SECRETOS

    Desde el principio aparece en Hernán Cortés un afán que lo distingue radicalmente de sus antecesores; no es el conquistador al que, más mercader que constructor de imperios, sólo interesa rescatar, sacar fruto material de sus conquistas. Cortés se enfrenta al Nuevo Mundo en una extraña mezcla de conquistador e investigador, de hombre práctico dominado por el afán de lucro y poder, y teórico espectador dirigido por el ansia de descubrir y relatar. En su primera misiva nos revela ya éste su objeto inquisidor; escribe su carta porque vuestras majestades sepan la tierra que es, la gente que la posee, y la manera de su vivir, y el rito y ceremonias, seta o ley que tienen, y el fruto que en ellas vuestras reales altezas podrán hacer y de ella podrán recibir.[1] Y esta preocupación nunca lo abandona. Desde sus primeros pasos, llegado a Coatzacoalcos, propone no pasar más adelante hasta saber el secreto de aquel río (I:109). Instado por los indígenas para que regrese replica: que en ninguna manera él se habría de partir de aquella tierra hasta saber el secreto della (I:110). Este saber el secreto será como un leitmotiv de todas sus conquistas. Para él, el conquistador es también un revelador de secretos que debe acuciosamente investigar y relatar todo lo que observa. Por eso es él el auténtico descubridor de la tierra, y no Grijalva, que sólo venía a rescatar y se anduvo por toda la costa sin saber cosa de que a vuestras reales majestades verdadera relación pudiese hacer (I:99). Sólo él es capaz de revelar el enigma, pues sólo él lo buscó afanosamente; y todos los demás relatos no han podido ser ciertos, pues no supieron los secretos della [la tierra] más de lo que por sus voluntades han querido escribir (I:101).

    Su curiosidad se extiende a todo en la nueva tierra: a la civilización y a las ciudades (véase si no su concienzuda descripción de Texcoco o Tenochtitlán); a los fenómenos naturales que se le antojan extraños. Ante el contraste de las nevadas montañas y la tierra cálida nos dice: trabajaremos en saber y ver aquello (I:121). Llegado al pie de los volcanes, surge una vez más su espíritu investigador, porque yo siempre he deseado de todas las cosas desta tierra poder hacer a vuestra alteza muy particular relación, quise desta, que me pareció algo maravillosa, saber el secreto (II:168). O bien, cuando le cuentan de una isla habitada por mujeres, se propone saber la verdad y hacer dello larga relación a vuestra majestad (IV:425). Jamás lo abandona esta solicitud; a todas las expediciones que enviará posteriormente repite casi con obsesión la misma recomendación. A Alvarado, a Olid recomienda tuviese siempre especial cuidado de me hacer larga y particular relación de las cosas, que por allá le adviniesen (IV:445) y se queja en seguida de los estorbos que en su labor descubridora ponen las intrigas humanas, que muchos caminos destos se hubieran hecho en esta tierra, y muchos secretos della tuviera yo sabidos, si estorbos de las armadas que han venido no los hubieran impedido (IV:445). Pero donde mejor se revela su ansia de conocer y descubrir, es en su dorado sueño de encontrar el estrecho que habrá de unir ambos océanos y descubrir la mar del Sur, en donde espera hallar muchos secretos y cosas admirables (III:388).

    Éste es el primer aspecto con que se presenta América ante sus ojos: tierra maravillosa que guarda celosamente sus secretos al europeo. Y él se siente el brazo activo de la civilización occidental encargado de dar a luz tales misterios. Se siente claramente responsable de su misión ante la cultura europea. Frente a América, se conduce poco menos que como un científico curioso, atenazado por la necesidad de saber y ver todas las cosas. Es el representante de toda una cultura y no tan sólo un instrumento de conquista; y, como tal, no olvida su obligación para con Europa.

    La nueva tierra no defrauda sus esperanzas. Pronto se revela un maravilloso mundo ante sus atónitos ojos. Y el conquistador, ante los portentos que descubre, se enamora profundamente de su descubrimiento, de su tierra, de su empresa; suya porque es él quien le da vida al revelarla, al hacerla patente a los ojos del occidental; y de oculta, conviértese la tierra en verdadera, a la luz de la civilización europea.

    Muchas veces se ha hecho notar esta idea de Cortés, que considera la tierra casi como propiedad suya, porque es él su creador, su revelador. Frente a Narváez defiende la tierra como suya. Está dispuesto a morir por ella: antes yo y los que conmigo estaban moriríamos en defensa de la tierra (II:223). Sus reivindicaciones ante el rey las presenta siempre como una deuda que la Corona ha contraído con él; el soberano tiene obligaciones para con él, porque Cortés cedió, cumpliendo con su deber, su conquista a la Corona. Y grande será su amargura cuando se vea despojado de la gubernatura. Pero ni aun así quisiera dejar de velar por la tierra y pide al rey le permita servirle desde España en la gobernación de las Indias, porque sabré, como testigo de vista, decir a vuestra celsitud lo que a vuestro real servicio conviene, que acá mande proveer, y no podrá ser engañado por falsas relaciones (V:584). Por fin su disgusto, rayano en los celos de un marido burlado, llega al colmo cuando el virrey Mendoza desoye sus recomendaciones de gobierno y rige la tierra a su antojo. Siente perder su propia obra y se entromete constantemente con sus críticas y recomendaciones, con la esperanza de sentir que la tierra es todavía algo suya.

    Es el humanista renaciente ansioso de conocer, de descubrir secretos nuevos, de dominar la naturaleza. Su admiración por la nueva tierra es inmensa; y de admiración y amor nace la primera raíz, el más hondo motivo vital de su apreciación y valoración de la civilización que descubre, del hombre nuevo y de la nueva tierra.

    LA VALORACIÓN DEL HUMANISTA

    Frente a las ciudades, al orden y policía de la sociedad indígena, a su arte y magnificencia, es siempre su actitud de admiración y encomio. En su descripción el punto de comparación obligado es la propia España. No desmerece este mundo de la más grande nación de la época; el paralelo es constante. Celtamni, llena de casas primorosamente labradas, con muy grandes y hermosas salas, se enorgullece, además, con la mejor fortaleza que hay en la mitad de España (II:146). En Tlaxcala, su admiración le hace proclamarla superior a la propia Granada, joya de España.

    La cual ciudad es tan grande y de tanta admiración, que aunque mucho de lo que della podría decir deje, lo poco que diré creo es casi increíble, porque es muy mayor que Granada, y muy más fuerte, y de tan buenos edificios y de muy mucha más gente que Granada tenía al tiempo que se ganó, y muy mejor abastecida de las cosas de la tierra… [II:156].

    Hay en ella loza como la mejor de España y maravilloso le parece su gran mercado. Cholula, la santa ciudad llena de preciosas mezquitas, es la ciudad más hermosa de fuera que hay en España (II:165). En Cuzula existe una casa mayor y más fuerte y más bien edificada que el castillo de Burgos (II:186). En Iztapalapa, admírase del primor de las casas de cantería, de las huertas frondosas, de los paseos ladrillados. Pero su asombro ante la civilización indígena llega a su máximo cuando, atónito y como en sueños, contempla la gran Tenochtitlán. No acierta a expresarse, no sabe cómo decir su perfección, hablar de la grandeza, extrañas y maravillosas cosas de esta tierra. Parece quedarse sin palabras y resignarse a decir como pudiere: que aunque mal dichas, bien sé que serán de tanta admiración, que no se podrán creer, porque los que acá con nuestros propios ojos las vemos, no las podemos con el entendimiento comprender (II:198). Su fundamento en medio del lago, su traza casi perfecta y, sobre todo, sus portentosas calzadas, obra de gran vuelo arquitectónico, lo llenan de asombro. A sus plazas, calles y mercados, hilvanados en la red de canales y calzadas, dedica algunas de sus más bellas descripciones. Acucioso y realista, no permite se le escape detalle. Describe con admirable sencillez su gran plaza, tan grande como dos veces la de la ciudad de Salamanca (II:199). El enjambre y animación humana que bulle atareada en la artesanía y el comercio, la abundancia de productos y alimentos y, por fin, el gran templo o mezquita que no hay lengua humana que sepa explicar la grandeza y particularidades della (II:202), reviven en su relato. La grandeza, lujo y belleza de las casas y jardines de Moctezuma lo dejan atónito, pues eran tales y tan maravillosas, que me parecería casi imposible decir la bondad y grandeza dellas (II:207). No menos encomia el arte de obreros y artesanos capaces de contrahacer

    de oro y plata y piedras y plumas todas las cosas que debajo del cielo hay en su señorío, tan al natural lo de oro y plata que no hay platero en el mundo que mejor lo hiciese; y lo de las piedras, que no baste juicio a comprehender con qué instrumentos se hiciese tan perfecto; y lo de pluma que ni de cera ni en ningún broslado se podría hacer tan maravillosamente [II:206].

    ¿Y cuál será la opinión que le merece el creador de esa civilización, el indígena? Reconoce en él magníficas cualidades, sin que deje por ello de observar sus grandes defectos. Es el indio gente de tanta capacidad, que todo lo entienden y conocen muy bien (III:309); mañosos e inteligentes en la batalla (ardides en cosas de guerra nos dice sabrosamente Cortés), saben ser de buenas y civilizadas maneras en la paz. Su celo religioso es grande, tanto que es cierto que si con tanta fe, fervor y diligencia a Dios sirviesen, ellos harían muchos milagros (I:124). Hasta sus sacerdotes paganos merecen un humano y comprensivo elogio de sus labios: tenían en sus tiempos personas religiosas que entendían en sus ritos y ceremonias, y éstos eran tan recogidos, así en honestidad como en castidad, que si alguna cosa fuera desto a alguno se le sentía era punido con pena de muerte (IV:464). Son fieles con sus amigos y aliados aun en la peor de las desgracias, como constata conmovido el conquistador cuando los tlaxcaltecas, después de la gran derrota en Tenochtitlán, reciben a Cortés alborozados. Pero lo que más ensalza es su valor en la guerra. No falta batalla en que no dé fe del denuedo y ánimo de sus adversarios. Siéntese vibrar su admiración ante la voluntad de independencia y libertad de los tlaxcaltecas, que combaten para excusarse de ser súbditos ni sujetos de nadie (II:154). Por fin, llega a sentir la tragedia heroica del pueblo mexica que, con su ciudad en ruinas, azotado por el hambre y la peste, sin esperanza alguna de victoria, sabe morir defendiendo su ciudad palmo a palmo, con la mayor muestra y determinación de morir que nunca generación tuvo (III:365). Escuchemos de sus labios uno de los más vigorosos y patéticos relatos de nuestra gran epopeya:

    y los de la ciudad estaban todos encima de los muertos, y otros en el agua y otros andaban nadando, y otros ahogándose en aquel lago donde estaban las canoas, que era grande, era tanta la pena que tenían, que no bastaba juicio a pensar cómo lo podían sufrir; y no hacían sino salirse infinito número de hombres y mujeres y niños hacia nosotros. Y por darse priesa al salir unos a otros se echaban al agua, y se ahogaban entre aquella multitud de muertos; que según pareció, del agua salada que bebían y de la hambre y mal olor, había dado tanta mortandad en ellos, que murieron más de cincuenta mil ánimas. Los cuerpos de las cuales, porque nosotros no alcanzásemos su necesidad ni los echaban al agua, porque los bergantines no topasen con ellos, ni los echaban fuera de su conversación, porque nosotros por la ciudad no lo viésemos [III:384].

    No menor es su encomio de la organización social y política aborigen que entre ellos, hay toda manera de buen orden y policía, y es gente de toda razón y concierto (II:157). En Cholula constata la miseria reinante y, en seguida, como para disculparla, nos dice que eso no va en su desdoro, pues lo mismo sucede en España y en otras partes que hay gente de razón (II:166). Admírase de la eficacia en el cumplimiento de las leyes en Tlaxcala y, en Tenochtitlán, le parece que en el trato de la gente della hay la manera casi de vivir que en España, y con tanto concierto y orden como allá (II:206).

    En fin, tal es su confianza en el indio que, apenas ganada una población, declárase lleno de fe en su fidelidad y honradez como leal vasallo de la Corona. Ni aun después de la noche triste mengua su confianza; esperanzado dirígese a Tlaxcala, pues tenemos mucho concepto que servirán siempre como leales vasallos de vuestra alteza (II:251).

    Similar es su actitud ante la naturaleza. Su fertilidad, comparable a la de España, la grandiosidad de sus volcanes, sus huertos y jardines, parécenle cosa de embrujamiento o ensueño.

    Es él un nuevo Amadís, gran caballero andante, que revela un mundo legendario en grandeza y esplendor. Tierra tan rica como aquella en donde se dice haber llevado Salomón el oro para el templo; reino, en fin, de maravillas y cosas de otro mundo.

    En resumen: no se le presenta el pueblo aborigen como salvaje e inferior; para él se trata de una gran civilización, comparable en muchos aspectos con la de la propia España. Y aquí notamos una vez más, la honda raíz del humanista hispano. Concede espontáneamente al pueblo indígena todos los derechos que concedería a cualquier pueblo civilizado. Lo cual evidentemente no impide que se valga de todas las astucias y violencias a su alcance para tratar de sojuzgarlo. Pero nunca justifica esas acciones en alguna pretendida inferioridad del indio; por el contrario, trata de escudarse en fórmulas de derecho de gentes aplicables a toda comunidad humana civilizada. Lo que hace con respecto al indio, lo haría seguramente también con el turco o el francés. Independientemente de cuál sea su trato efectivo con respecto a los soberanos indios, tiene conciencia de su dignidad y del derecho que les corresponde.

    No vamos a insistir en su política de paz y ofrecimiento de buen trato, ni tampoco en sus formulismos legales y su apego al derecho internacional de la época; aspectos ambos suficientemente destacados por comentadores y biógrafos. Sólo nos interesa hacer notar cómo, en su concepto, viene el español a dar, a hacer conocer al indígena muchas cosas nuevas que serán en su provecho y salvación. En las Hibueras nos declara que hasta hoy no he pedido a los señores de estas partes si ellos no me lo quisieron dar (V:499). Enójase con Alvarado porque piensa que si yo por allí viniera, que por amor o por otra manera los atrajera a lo bueno (V:571). Justifica inclusive el alzamiento de indígenas por malos tratamientos recibidos de los españoles y harto justa parécele su causa.

    Tiene la civilización indígena perfectos derechos a sobrevivir. Debe respetarse hasta donde sea posible. Deben cesar los rescates porque sería destruir la tierra en mucha manera (I:117). Después de cada batalla urge a la pacificación y llama insistentemente a los indios para que vuelvan a poblar como antes sus ciudades abandonadas. Por fin, ante Tenochtitlán, grande es su pesar por tener que destruirla, cosa que evita hasta el último momento porque me pesaba del daño que les facía y les había de hacer, e por no destruir tan buena ciudad como aquella (II:234).

    El humanista que revela secretos y preside el trascendental encuentro de dos culturas es plenamente consciente de su papel histórico. No viene a imponer salvajemente una cultura, haciendo tabla rasa de la otra, sino que enfrenta a ambas en un intercambio de valores.

    LA VALORACIÓN DEL CABALLERO MEDIEVAL

    Ésta es la apreciación del renacentista. Pero se trata tan sólo de uno de los aspectos de su actitud. Junto a él descubrimos otra faceta, otra raíz que motiva vitalmente su valoración. Hombre con todas las contradicciones de una época de formación y transición, se siente atenazado por contrarias inclinaciones y tendencias. En él vive no sólo el humanista renaciente, sino también el hombre medieval con todos sus prejuicios. Él es el cruzado que defiende la fe con la punta de su espada. Brazo de Dios contra el pagano, es portador de una excelsa misión divina: castigar al infiel para aumentar el reino de Cristo. Dios protege a sus soldados en todos los encuentros. Muestra su gran poder en Otumba y en Tlaxcala, y salva milagrosamente a sus hijos perdidos en las selvas hondureñas, mientras el estandarte de la cruz los lleva siempre a la victoria. E como traíamos la bandera de la cruz, y puñábamos por nuestra fe y por servicio de nuestra sacra majestad… nos dio Dios tanta victoria (II:150). En Dios pone toda su fe para el éxito de su empresa y, tras sus decisiones temerarias, se lanza seguro de la protección divina, pues Dios es sobre natura (II:152). Grande es su misión y así arenga a sus soldados:

    que mirasen que eran vasallos de vuestra alteza y que jamás en los españoles en ninguna parte hubo falta… y que además de facer lo que como cristianos éramos obligados en puñar contra los enemigos de nuestra fe, y por ello en el otro mundo ganábamos la gloria, y en este conseguíamos la mayor prez y honra que hasta nuestros tiempos ninguna generación ganó [II:153].

    No traiciona su misión: derrumba ídolos y levanta altares. Por todos lados se mete a catequista y sabiamente predica la buena nueva. Su primer anuncio al llegar a las playas mexicanas es el siguiente: que no iban a hacerles daño ni mal ninguno, sino para les amonestar y atraer para que viniesen en conocimiento de nuestra santa fe católica, y para que fuesen vasallos de vuestras majestades [I:104].

    Presenta el pueblo indígena, desde este nuevo ángulo de visión, distinta faceta: son criaturas engañadas y dominadas por el demonio y su civilización deberá abandonar el vasallaje a Satanás si no quiere perecer. Si la primera valoración positiva de la civilización aborigen correspondía al moderno humanista, esta otra corresponde al caballero feudal que lleva en su espíritu.

    El indígena pronto se le presenta sujeto a los peores vicios: es sodomita y antropófago, y tienen otra cosa horrible y abominable y digna de ser punida, que hasta hoy no se ha visto en ninguna parte y es que… en presencia de aquellos ídolos los abren vivos por los pechos y les sacan el corazón y las entrañas (I:123). Para castigarlos de sus pecados y yerros merecerán la esclavitud y Cortés, aunque tratando inútilmente de justificarse, somete a los antropófagos y a los que se rebelan contra su soberano al hierro infamante. Notemos, sin embargo, que este concepto del indio no presenta contradicción con los elogios que anteriormente le prodigaba. No se atribuyen propiamente sus defectos a una naturaleza inferior o corrompida, sino al engaño del demonio y a su pagana civilización; que si fueran evangelizados harían muchos milagros.

    En ocasiones parece inclusive vacilar en su política de respeto ante la civilización aborigen. A veces —pocas, es cierto— presenta a los indios un terrible dilema: o abominan de sus errores y se reconocen vasallos de Carlos V, o serán exterminados y reducidos a esclavitud porque no haya cosa superflua en toda la tierra, ni que deje de servir ni reconocer a vuestra majestad (V:589); cierto también que esta advertencia la hace sólo a los bárbaros chichimecas, que casi son gente salvaje (V:589). Sabe Cortés ser blando en la amistad, pero a veces es de bárbara crueldad con sus enemigos; tal en Cholula y en el asalto a Tenochtitlán. Rápidamente pasa nuestro pasional guerrero de la saña destructora a la misericordia y la compasión por los vencidos. El sitio de la capital azteca muestra claramente estos cambios de ánimo. A veces impreca a los indios llamándolos perros, bárbaros o infieles.

    Su actitud final ante el indígena que, a la vez admira y en quien confía, pero que considera engañado y presa del demonio, no puede ser más que la del protector, la del padre que vela por sus hijos errados, pero de buen natural. Se siente su defensor ante los rudos tratos y basta su presencia para que el indio se calme y obedezca.

    Bullen en la mente de Cortés dos concepciones contrapuestas. Es el renacentista contra el señor feudal, el humanista frente al caballero andante. Muchas veces parece vacilar entre ambos motivos, sin que llegue ninguno a triunfar sobre el otro. Veremos cómo, de la fusión y lucha de ambos conceptos, se organiza en su mente la nueva sociedad. ¿Y no adivinamos acaso en su actitud las dos tendencias fundamentales que regirán más tarde toda la valoración del indio por el hispano? ¿No se encuentran aquí en germen las dos corrientes —unidas en Cortés, más tarde divergentes— que enfrentarán a misioneros y teólogos, a soldados y funcionarios?

    LA NUEVA SOCIEDAD

    Nunca se aparta de la mente de Cortés la idea de fundar una nueva sociedad. Desde su llegada, así se lo da a entender a Moctezuma porque más le quisiera tener siempre por amigo, y tomar siempre su parecer en las cosas que en esta tierra hobiera de hacer (II:166). Él no viene de visita ni comercio, viene a dirigir, a hacer algo por la tierra. Se da prisa continuamente por la pacificación y su mirada sagaz inquiere siempre por los lugares aptos para poblar, para fundar puertos y granjerías. De Cholula indica que es la ciudad más a propósito de vivir españoles (II:165). Cuando se siente seguro en Tenochtitlán, antes de la llegada de Narváez, manda a sus hombres a poblar en algunos lugares apartados o a buscar puertos e informarse de minas y sembradíos.

    ¿Cuál será su idea de la nueva sociedad? ¿Cómo habrán de convivir las dos culturas y la dos razas? Desde luego, Cortés piensa que, aun respetando lo indígena, hay que trasplantar casi íntegros sistemas de gobierno y cultura española. La avanzada para este designio es siempre la villa, como lo fue para los romanos. Es éste uno de los motivos para la fundación, bajo españoles moldes, de Veracruz. Recomienda a sus capitanes seguir esta misma política: y si fuese tierra tal para poblar, hacer allí en el río una villa, porque todo lo de aquella comarca se aseguraría (III:394). El español necesita poblar, arraigarse en la tierra. Muchas medidas dicta dirigidas en este sentido, ante el disgusto de los conquistadores:

    de algunas dellas [las provisiones] los españoles que en estas partes residen no están muy satisfechos, en especial de aquellas que los obligan a arraigarse en la tierra; porque todos, o los más, tienen pensamientos de se haber con estas tierras como se han habido con las islas que antes se poblaron, que es esquilmarlas y destruirlas, y después dejarlas [V:467].

    La convivencia se establecerá esencialmente según un régimen casi medieval de estamentos y clases. Es ésta, según él, pese a ciertas vacilaciones por admitirlo, la única forma posible de convivencia entre las dos razas. Con ello justifica la encomienda: y en esta forma fue con parecer de personas que tenían y tienen mucha inteligencia y experiencia de la tierra; y no se pudo ni puede tener otra cosa que sea mejor, que convenga más, así para la sustentación de los españoles, como para conservación y buen tratamiento de los indios (III:404). En la vencida Tenochtitlán reparte solares a sus conquistadores y deja los aledaños para la sociedad indígena: separación por castas de ambas culturas. Y se hace y hará de tal manera que los españoles estén muy fuertes y seguros, y muy señores de los naturales (III:392). Se creará así una aristocracia nueva, criolla. Y se adivina cierto espíritu netamente medieval, contrario en gran parte a la tendencia centralista de la moderna monarquía de Carlos V.

    Pone también Cortés todos los fundamentos de una nueva teocracia que habrá de remplazar a la teocracia antigua, en su constante petición de prelados y su sumisión y franquicias a ellos otorgadas.

    El papel del español para con el indígena será, ante todo, la conversión de los indios; en seguida, el trasplantar a América las técnicas y productos hispanos. Pide Cortés que cada navío traiga cierta cantidad de plantas, y que no pueda salir sin ellas (IV:467), que si las plantas y semillas de las de España tuviesen… según los naturales destas partes son amigos de cultivar las tierras y de traer arboledas, que en poco espacio de tiempo hobiese acá mucha abundancia (IV:450). Lánzase afanosamente a la búsqueda de cobre y estaño, y pide azufre a la Corona: escribo siempre que nos provean de España, y vuestra majestad ha sido servido que no haya ya obispo que nos lo impida (IV:454). Construye caminos y organiza granjerías. Demanda ganado y prohíbe la salida de yeguas de la tierra. En fin, lo vemos febrilmente atareado en hacer de la Nueva España un trasplante de la vieja, de acoplar el paso de América al ritmo de Europa.

    Y, sin embargo de esta actitud, advertimos en él una intuición vigorosa, si bien poco consciente: la necesidad de adaptación de la cultura importada a la nueva circunstancia. Su realismo poderoso le hace apegar sus decisiones a las cambiantes circunstancias. Así lo manifiesta al cambiar de pareceres: porque como por la grandeza y diversidad de las tierras que cada día se descubren, y por muchos secretos que cada día de lo descubierto conocemos, hay necesidad que a nuevos acontecimientos haya nuevos pareceres y consejos (IV:468). ¿Puede estar más clara la intuición de que las decisiones españolas deberán acoplarse a la nueva realidad? ¿Y no tiene acaso conciencia de la diversidad tan grande de la nueva circunstancia? La encomienda y la repartición de ciudades, base de la nueva organización social, pretende precisamente fundamentarse en las apremiantes necesidades ambientes y de relación de clases. Pero donde mejor se revela esta necesidad de acoplamiento es en su sueño de una Iglesia nueva, sin las lacras de la europea, perfectamente adaptada a la Nueva España. Quiere una Iglesia de franciscanos y dominicos, con pocos obispos y seglares, de amplios poderes, libre y —aquí la idea genial— dirigida por gente de esta tierra. Pero no sólo la organización eclesiástica deberá adaptarse; aun las costumbres de los sacerdotes, porque si no fracasaría la evangelización: sería menospreciar nuestra fe y tenerla por cosa de burla; y sería a tan gran daño que no creo aprovecharía ninguna otra predicación que se les hiciese (IV:464); y esta petición la basa en la observación de las costumbres de los sacerdotes indios. La idea es clara: si no hay acoplamiento no habrá asimilación.

    Su concepción de la nueva sociedad vese coronada por la visión de la grandeza que Cortés prevé para el nuevo imperio. Carlos V, dice, se puede intitular de nuevo emperador della, y con título y no menos mérito que el de Alemaña (II:137); y de tener en ellas [las nuevas tierras] vuestra sacra majestad, más rentas y mayor señorío que en lo que agora en el nombre de Dios Nuestro Señor vuestra alteza posee (IV:451). En el corazón del Anáhuac habrá de levantarse "la más noble y populosa

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