Arkadi Strugatsky - El Lunes Empieza El Sabado

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Peces que hablan de coeficientes de refracción, sofás que tienen la capacidad de

traducir cualquier idioma, brujas que necesitan pagar cuotas, un administrador de


museo que tiene cara y cruz como las monedas, demonios en edad de jubilarse,
laboratorios con olor a manzanas recién cogidas, profecías en las que son posibles
las erratas, ordenadores que piden no ser molestados mientras piensan, un pegamento
hecho a base de bilis de parracidas, personas a las que se permite seguir
trabajando a título póstumo, animales capaces de conceder deseos y que mueren a
causa de las bombas militares...
El humor descabellado de los hermanos Strugatski, a pesar de su aparente
surrealismo, no da puntadas sin hilo. El libro más divertido de los escritores de
ciencia ficción más importantes de la Unión Soviética.

Arkadi Strugatsky & Boris Strugatsky


El lunes empieza el sábado
ePub r1.0
Titivillus 28.10.15

Título original: Понедельник начинается в субботу


Arkadi Strugatsky & Boris Strugatsky, 1965
Traducción: Raquel Marqués García
Imagen de cubierta: Eva Ramón
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2

Pero lo más extraño, lo más incomprensible de todo


es cómo los autores pueden coger semejantes argumentos;
confieso que me resulta incomprensible, de verdad...
No, no, no lo entiendo.
N. V. GÓGOL

MAGIA DE LABORATORIO

EL LUNES EMPIEZA EL SÁBADO


CUENTO PARA JÓVENES CIENTÍFICOS

UN LIBRO CAE AL SUELO, Y AL RECOGERLO NOS DAMOS cuenta de que no es el que


pensábamos sino otro diferente. Se trata de una anécdota aparentemente trivial,
pero ¿a qué persona acostumbrada a leer no le ha sucedido nunca algo parecido?
Lo sobrenatural está a un paso. Poblamos nuestras mentes de posibilidades e
imposibilidades y, de repente, unas toman el lugar de otras en menos de lo que se
tarda en chasquear los dedos. En este caso, se trata del contenido de un libro u
otro, que se ha metamorfoseado de una manera más o menos inquietante según los
temas: no es lo mismo un libro de jardinería que se transforma en uno de cocina, lo
cual es algo aparentemente causal y dotado de cierta lógica, que un ensayo acerca
de la inutilidad de la existencia humana que, de repente, resultara ser un manual
de instrucciones para visionar anuncios publicitarios.

Bajé del antepecho y tiré el libro sin querer. Me acordaba perfectamente de que la
última vez era La creatividad de los enfermos mentales; estaba seguro de que se
había caído al suelo aquel libro y no otro. Sin embargo, el que recogí y que dejé
en el antepecho era El descubrimiento de los crímenes de A. Svenson y O. Vendel. Lo
abrí con cara de estúpido, recorrí con la mirada algunos párrafos al azar, y de
repente me pareció que del roble colgaba un ahorcado.

El contacto del protagonista de El lunes empieza el sábado con el mundo mágico se


produce en medio de diversas reflexiones acerca de las disciplinas que tienen la
capacidad de poner en contacto el más acá con el más allá: la psicología, la
parapsicología, la literatura, los trastornos mentales, los textos sagrados, las
alucinaciones o espejismos. Y, precisamente, lo que sufre Alexandr Ivánovich
Priválov es un tipo de «espejismo», pues la primera percepción que tiene de lo
inexplicable es a través de un espejo.
Sin rechazar la posibilidad de que le estén sucediendo cosas maravillosas, Priválov
trata de buscar explicaciones con su mente de científico, intenta experimentar con
lo mágico desde todos los puntos de vista que ofrece la ciencia.

El experimento me ocupó cerca de una hora. […] La moneda volvía al bolsillo en el


momento en que el cambio pasaba de la mano del vendedor a la del comprador. Si en
aquel momento se tenía una mano en un bolsillo, la moneda aparecía en el otro. […]
Así pues, nos enfrentábamos a la comúnmente llamada moneda introcable de cinco
kopeks en pleno proceso de actividad. El hecho de que no se pudiera trocar no me
interesaba en exceso. Mi imaginación se despertaba sobre todo por la posibilidad de
la traslación extraespacial de los cuerpos materiales. Tenía muy claro que el
misterioso tránsito de la moneda desde el vendedor hasta el comprador no se
presentaba de otra forma que como un fenómeno particular del ya consabido
transporte nulo, también conocido por los aficionados a la ciencia ficción con los
nombres de hipertránsito, salto repagular, fenómeno de Tarantoga… Las perspectivas
que se abrían eran fascinantes.

¿Dónde empieza la magia? ¿Cuál es el final de lo posible y de la «realidad», si


esta no deja de expandirse en todas las direcciones gracias a la ciencia? Más que
las supuestas fronteras entre una cosa y otra, da la impresión de que la curiosidad
principal de los hermanos Strugatski en este libro son los equilibrios entre la
tecnología y los encantamientos, sus intersecciones y sus subconjuntos; y cómo
traducir lo inexplicable a los complejos códigos de la tecnología.
El lunes empieza el sábado, ya desde su propio título, alude a cosas que tienen
nombres diferentes pero que, desde determinados puntos de vista, son terriblemente
semejantes y confusas. No hay ninguna diferencia estructural entre dos días de la
semana: solo la convención nos impulsa a buscarles apodos y percibirlos de manera
diferente debido a su relación con las semanas laborales estándares.
Es posible que el tema principal de esta novela sea, precisamente, la red
relacional entre lo que queda englobado dentro del vago término «magia» y aquello a
lo que solemos llamar «ciencia», seguramente con imprecisión. Dos palabras
sugestivas en las que cabe casi de todo, y que pueden resultar alternativamente
prometedoras o siniestras, luminosas o amenazadoras.
Enumeremos tópicos. «A veces, la magia se acaba convirtiendo en ciencia», como
sucedió en la transición de la alquimia a la química. «A veces, la magia se acaba
transformando en tecnología», como sucede, por ejemplo, cuando empieza a ser
posible medir energías que antes permanecían indetectadas. (No olvidemos, cuando
leamos este libro, que los científicos rusos realizaron los experimentos más
significativos con la telepatía, e inventaron la cámara Kirlian, la palabra
‘telequinesis’ e incluso el misterioso Theremín.) «Cualquier tecnología lo
suficientemente avanzada es indistinguible de la magia», como muy bien explican los
yanquis que viajan a la corte del rey Arturo, o los prestidigitadores que aterrizan
por accidente en las tierras de Oz. Por último, según determinadas teorías
conspiratorias, hay ciertos tipos de magia (rituales que operarían sectas de
elevadísimo nivel socioeconómico) que en el mundo de hoy en día están camufladas
como tecnología. La ciencia a menudo se alimenta de creatividad e imaginación y,
desde luego, la fantasía más desbocada no podría existir sin el sustrato de la
experiencia concreta.
Entre todas las cosas que ambas disciplinas tienen en común, la que me parece más
adecuada para describir el libro que nos ocupa es la siguiente: tanto la ciencia
como la magia parten de una preocupación y tratan de resolverla a través de la
exploración imaginativa de posibilidades, lo que a veces se llama pensamiento
lateral. Esa curiosidad por comprenderlo todo, por ser capaz de prever los
comportamientos de materias, energías y sujetos, es lo que puede llevar a algunos
escritores científicos como los Strugatski a tratar de desmontar la naturaleza
humana como si fuera una tostadora. Analizan la experiencia cotidiana con ayuda de
todas las herramientas del pensamiento matemático.
El deseo de ponerse en el punto de vista del otro, para personas conscientes de
que, según la física, el observador modifica lo observado, consta obligatoriamente
de al menos dos partes: el estudio de la sociedad y el estudio del individuo. Ambos
elementos se perciben y modifican mutuamente en un bucle que puede llegar a ser
desesperante. Lejos de la teoría asimoviana de la psicohistoria, según la cual el
comportamiento de un solo individuo es irrelevante para el conjunto de una masa
social (que es comparable a un fluido de mecánicas previsibles), da la impresión de
que los Strugatski dan prioridad al individuo. Prefieren observar al observador.
Esta novela nos transmite la sensación de que la sociedad en que fue escrita tenía
una idea muy clara tanto de su glorioso pasado como de su espectacular e indudable
futuro, pero aún debía resolver el pequeño problema del presente, ese eslabón
complejo y lleno de contradicciones. La riquísima mitología eslava debía acabar
incorporando leyendas aeroespaciales, para lo cual era necesaria la colaboración
acrítica de todos y cada uno de los miembros de la sociedad.
Todo ideal está lleno de trampas. La idea de la magia es sustituida progresivamente
por la ciencia, en virtud de su objetividad, su transparencia y su universalidad.
Sin embargo, la tecnología se ha acabado convirtiendo en algo terriblemente opaco,
que ha creado lenguajes crípticos, y ha dado lugar con frecuencia a leyendas
urbanas, supersticiones bienintencionadas, pseudoverdades transmitidas por
comunicadores poco cualificados, engaños masivos y manipulaciones multimillonarias.
En tanto que una cuestión de género literario, y si aceptamos la definición
tradicional según la cual la ciencia ficción se ocupa de imaginar posibilidades
científicas que aún no existen o que no han llegado a existir pero podrían ser
teóricamente posibles, y la fantasía en general consiste en ampliar los parámetros
de la realidad basándose en sugestivas maneras inexplicables de desafiar las leyes
naturales, podría dar la impresión de que a los lectores tradicionales de ficción
científica les gustan más los libros cuanto más argumentado esté lo imposible, y a
los lectores de fantasía (cuyo subgénero predominante es la fantasía heroica, o los
llamados libros «de espada y brujería») les ocurre todo lo contrario: cuanto más
oscuro e intangible sea el origen de lo sobrenatural, mejor.
Sin embargo, hay una tendencia cada vez mayor a escribir obras en las que estas
fronteras se difuminan, y ambos campos se entrelazan de maneras insospechadas. Esta
mezcla ha dado lugar al steampunk, en el que la visión romántica de una tecnología
aún comprensible para el lector medio se mezcla, precisamente, con la fascinación
por los logros mecánicos en lugar de los estrictamente taumatúrgicos; al New Weird,
subgénero en el que la magia razonada y la tecnología de fantasía conviven en
igualdad de condiciones, a menudo retroalimentándose la una de la otra, o a la
underground y caricaturesca “Bizarro Fiction, que busca lo extraño y lo surrealista
a toda costa, y en la que no es relevante que estos elementos procedan de la
ciencia o de la magia.
El lunes empieza el sábado es una de esas novelas, poco frecuentes, que se
adelantan a su tiempo (maravillosa y muy acertada expresión, en este caso), y que
innova dentro de la ficción científica en una época muy temprana. También pertenece
al escaso subconjunto de libros que pueden abrirse por cualquier página, al azar,
con la seguridad de que vamos a encontrar algún hallazgo (incluyendo el prólogo de
los autores). Es un carnaval de ideas travestidas, un festival de ocurrencias
significativas, de chispas que surgen del entrechocar como piedras de dos
disciplinas o campos del conocimiento, a veces muy distantes entre sí. Es una
tormenta de ideas ininterrumpida, una mina de sugestiones.
En el postfacio, Borís Strugatski despliega una serie de pistas acerca de su
proceso creativo, pero estas son tan caóticas que apenas nos dan información,
simplemente intuimos que muchos hallazgos vienen de volatilizaciones de grandes
cantidades de información dentro del cerebro.
«Eran magos porque sabían mucho, tanto que la cantidad se convertía en calidad.»
Esta frase, extraída de la novela, podría referirse muy bien a los propios autores,
cuya alquimia es capaz de mezclar conocimientos muy dispares y encontrar en su poso
la veta de la verdadera magia literaria. Y, respecto a lo que critican a la
sociedad y a cada individuo, es interesante la cita de D. Blojíntsev que sirve de
introducción al capítulo cinco: «Los hechos siempre son suficientes; es la fantasía
la que no alcanza».
Si pudiéramos unir las mentes de un astrónomo y matemático computacional, por un
lado, y de un traductor del inglés y del japonés (a partir del ruso), por otro, y
conectarlas mediante hilos hechos de vivencias compartidas, fibras ópticas de
imágenes percibidas desde puntos de vista muy cercanos, e incluso someterlas a un
campo magnético de experimento sociológico enrarecido, obtendríamos el monstruo
pensante Strugatski, capaz de encontrar la distancia más corta entre dos puntos,
siempre que la línea no pase jamás por el pensamiento convencional o adocenado.
Nacidos en 1925 y 1933, respectivamente, Arkadi y Borís Strugatski, emigrantes y
supervivientes del sitio de Leningrado, convirtieron su experiencia del horror en
una curiosidad aguda, un caso grave de cómo tratar de explicar los sinsentidos de
la psicología individual y de masas. Según sus propias palabras, ellos escriben
«aventuras de la mente y no aventuras del cuerpo», y además opinan que «pensar no
es un entretenimiento, sino una obligación». Sus novelas están compuestas de
sucesivos estratos semánticos, y merecen varias relecturas. Son pequeñas bombas con
alta intensidad humanística. A partir de las novelas de los hermanos Strugatski se
han desarrollado películas, como la famosísima Stalker de Andrei Tarkovski (rodada
dos años después de la aparición de la famosa novela en que se inspira), e incluso
videojuegos (Hard to be a God o S.T.A.L.K.E.R: Shadow of Chernobyl).
Su obra también despertó un gran interés en Estados Unidos. El prólogo de Roadside
Picnic (Stalker) fue escrito nada menos que por Theodore Sturgeon, uno de los más
grandes escritores de fantasía y ciencia ficción. En él decía: «La buena ciencia
ficción es buena ficción», y adjudicaba a los Strugatski las siguientes cualidades:
«una furia en la que se rechazan la hipocresía, el parloteo de la burocracia, e
egoísmo, y las distorsiones subjetivas de la lógica, la verdad y las motivaciones
humanas, inicialmente honradas. Su furia está acompañada de risas, y en ella abunda
la mofa».
En el postfacio, Borís Strugatski nos explica la desordenada (y aparentemente
placentera) génesis del proyecto. El título del libro procede de una broma
convertida en hallazgo, en una anécdota que recuerda muchísimo al origen del título
de la película Reservoir Dogs, de Quentin Tarantino. (Parece ser que una amiga del
cineasta se trabucó con el título de Au revoir les enfants y acuñó la afortunada
frase, cargada de sugestivos ecos.) Tanto el hallazgo del nombre como el proceso
entero de escritura son una tormenta de ideas, un muestrario de pensamiento «fuera
de la caja», un derroche de creatividad y pensamiento lateral.
El lunes empieza el sábado no es una novela de trama o de acción, sino de ideas. Es
un divertido e inquietante catálogo de maravillas y de sutiles horrores. Los
lectores que no solo no sabemos ruso sino que nunca hemos vivido bajo un
totalitarismo paranoico capaz de afectar hasta las fibras más íntimas de la vida
privada nunca podremos leer esta novela de un modo que no sea superficial. Nos
falta haber pasado la infancia escuchando con avidez los cuentos sobre la bruja
Baba Yagá, carecemos de la posibilidad de comprender plenamente los abundantes
juegos de palabras y referencias a situaciones coyunturales de la política y vida
social de aquel lugar en aquel momento. Se dice que el contexto es el 8o por 1oo de
la comunicación, y sin embargo podemos disfrutar de este libro en tantas capas que
resulta emocionante el mero hecho de tratar de imaginarnos lo que debió de ser para
quienes eran completamente cómplices, completamente conscientes. Un pequeño
caleidoscopio en un lugar donde estuvieran prohibidos los espejos.
El hecho de que este libro fuera escrito bajo las lentes de uno de los aparatos de
censura más opresivos que jamás se hayan inventado es todo un triunfo de la
imaginación y de la libertad, y del modo en que ambas abstracciones interiores
pueden transmitirse a otros seres humanos, atravesando, sin necesidad de
complicadas máquinas, el tiempo y el espacio.
SOFÍA RHEI
MADRID, ABRIL DE 2011

Pero lo más extraño, lo más incomprensible de todo es cómo los autores pueden coger
semejantes argumentos; confieso que me resulta incomprensible, de verdad…
No, no, no lo entiendo.

N. V. GÓGOL

PRIMERA HISTORIA
REVUELO EN TORNO AL SOFÁ
I.

MAESTRO: Niños, escribid la frase: «El pez estaba sentado en un árbol».


ALUMNO: ¿Los peces se sientan en los árboles?
MAESTRO: Bueno, era un pez que estaba loco.

CHISTE ESCOLAR
ME ACERCABA A MI LUGAR DE DESTINO. A MI ALREDEDOR, el bosque, que ya verdeaba, se
abalanzaba sobre el camino y de vez en cuando se abría en claros cubiertos de cárex
amarillo. El sol estaba bajo hacía ya bastantes horas, pero no conseguía ponerse
del todo y estaba suspendido a ras del horizonte. El coche iba por una carretera
estrecha cubierta de grava que crujía al pasar. En el maletero llevaba unas latas
vacías que entrechocaban y retumbaban cada vez que pasaba por encima de una piedra
grande.
Por la derecha, dos tipos salieron del bosque y se detuvieron en el margen de la
carretera, mirando en mi dirección. Uno levantó la mano. Aminoré la marcha mientras
los escudriñaba. Me parecieron cazadores, gente joven, puede que un poco mayores
que yo. Su cara me gustó, y me paré. El que había levantado la mano metió en el
coche la cara morena de nariz aguileña.
—¿No nos llevaría hasta Solovets? —me preguntó sonriendo.
El segundo, de barba pelirroja y sin bigote, miraba desde detrás del hombro de su
amigo, sonriendo también. Sin duda eran buena gente.
Suban —dije—. Uno delante y el otro detrás, que llevo trastos en el asiento
trasero.
¡Es usted nuestro benefactor! —exclamó contento el aguileño, que se quitó el fusil
del hombro y se sentó a mi lado.
El barbudo miraba la portezuela trasera con indecisión.
—¿Puedo apartar un poco…? —preguntó.
Me recliné hacia atrás y le ayudé a despejar el sitio ocupado por un saco de dormir
y una tienda de campaña plegada. Se sentó con cuidado y se colocó el fusil entre
las rodillas.
—Cierre mejor la puerta —dije.
Todo transcurrió con normalidad. Nos pusimos en marcha. El aguileño se giró y
empezó a hablar animadamente de que era mucho mejor ir en coche que a pie. El
barbudo asentía en silencio sin dejar de dar portazos, intentando cerrar.
—Recójase la capa —le aconsejé, mirándolo por el espejo retrovisor—. La lleva
pillada con la puerta.
Al cabo de cinco minutos todo estuvo por fin en su sitio.
—Hay unos diez kilómetros hasta Solovets, ¿verdad? —pregunté.
—Sí —respondió el narigudo—. Tal vez un poco más. La verdad es que la carretera es
mala. Es para camiones.
—La carretera está bastante bien —objeté—. Me aseguraron que no pasaría.
—Por aquí se puede pasar incluso en otoño.
—Por aquí, es posible. Pero desde Korovets es de tierra.
—Este verano está siendo muy seco; todo se ha secado.
—Dicen que en Zatonia está lloviendo —dijo el barbudo desde el asiento de atrás.
—¿Quién lo dice? —preguntó el aguileño.
—Merlín.
Ambos se echaron a reír, no sé por qué. Saqué un cigarrillo, lo encendí y les
ofrecí.
—Fábrica Klara Tsetkin —dijo el aguileño, estudiando el paquete—. ¿Es usted de
Leningrado?
—Sí.
—¿Está de viaje?
—Sí. ¿Y ustedes son de por aquí?
—Sí, somos nativos —respondió el aguileño.
—Yo soy de Murmansk —dijo el barbudo.
—Seguro que para los de Leningrado, Solovets y Murmansk es lo mismo: el norte —
repuso el aguileño.
—No, hombre… —dije yo, educadamente.
—¿Va a parar en Solovets? —inquirió el aguileño.
—Claro —respondí—. Allí es adonde voy.
—¿Tiene conocidos o familia?
—No. Tengo que esperar a unos amigos. Ellos van por la costa, y hemos quedado en
Solovets.
Al frente vi un montón grande de piedras desprendidas y disminuí la velocidad.
—Agárrense fuerte —les dije.
El coche empezó a sacudirse y a dar botes. El aguileño se dio un golpe en la nariz
con el cañón del rifle. El motor rateaba; las piedras rebotaban contra el fondo del
coche.
—Pobre coche —dijo el aguileño.
—Qué se le va a hacer… —repuse.
—No todo el mundo pasaría con su coche por este camino.
—Yo sí —dije.
Las piedras se acabaron.
—Ah, así que este coche no es suyo —adivinó el aguileño.
—Hombre, ¿de qué iba a tener yo un coche? Es de alquiler.
—Ya —dijo el aguileño, decepcionado, o al menos eso me pareció. Me sentí ofendido.
—¿Qué sentido tiene comprarse un coche? ¿Para pasear por el asfalto? Donde hay
asfalto no hay nada interesante, y las cosas interesantes están donde no hay
asfalto.
—Por supuesto —asintió cortésmente el aguileño.
—En mi opinión, es estúpido convertir el coche en un ídolo —declaré.
—Sí que lo es —corroboró el barbudo—. Pero no todo el mundo piensa igual.
Charlamos sobre coches y llegamos a la conclusión de que si tuviéramos que
comprarnos alguno, sería el GAZ-69 todoterreno, pero por desgracia no lo vendían.
—¿Y dónde trabaja usted? —preguntó después el aguileño. Le respondí—. ¡Magnífico! —
exclamó—. ¡Un programador! Precisamente nos hace falta uno. Escuche, deje su
instituto y venga con nosotros.
—¿Y qué tienen ustedes?
—¿Que qué tenemos nosotros? —preguntó el aguileño, girándose.
—El Aldan-3 —respondió el barbudo.
—Es una máquina espléndida —dije—. ¿Y funciona bien?
—Bueno, ¿cómo le diría yo…?
—Entiendo —respondí.
—En realidad, todavía no lo han depurado —dijo el barbudo—. Quédese con nosotros y
límpido.
—Nosotros le arreglaremos el traslado en un periquete —añadió el aguileño.
—¿Y ustedes a qué se dedican?
—Como todas las ciencias —respondió el aguileño—, a la felicidad humana.
—Ya —dije—. ¿Algo relacionado con el cosmos?
—Sí, también —dijo el aguileño.
—Lo mejor es enemigo de lo bueno —objeté.
—Vivir en la capital y un salario decente… —dijo el barbudo en voz baja, pero lo
oí.
—No —dije—. No crea que es por el dinero.
—Claro que no, era una broma —dijo el barbudo.
—Sus bromas son así —dijo el aguileño—. No estará en ningún sitio tan interesante
como en el nuestro.
—¿Por qué lo dice?
—Estoy seguro.
—Pues yo no.
El aguileño sonrió.
—Volveremos a hablar de este asunto —dijo—. ¿Se quedará mucho tiempo en Solovets?
—Dos días como máximo.
—Entonces hablaremos el segundo día.
—Personalmente —dijo el barbudo—, yo veo en esto el dedo de la fortuna: ir por el
bosque y encontrarse con un programador. Me parece que está usted predestinado.
—¿De verdad están tan desesperados por encontrar uno? —pregunté.
—Lo necesitamos a toda costa.
—Se lo comentaré a mis amigos —les prometí—. Conozco a algunos que están
descontentos.
—No necesitamos un programador cualquiera —dijo el aguileño—. Los programadores van
muy buscados y están muy mimados. Nosotros necesitamos a uno que no haga ascos a
nada.
—Ya, eso es más complicado —dije.
—Necesitamos un programador que —dijo el aguileño, enumerando con los dedos—: a) no
sea un mimado; b) sea voluntarioso; c) acceda a vivir en una residencia…
—… y d) que trabaje por ciento veinte rublos —añadió el barbudo.
—Y que tenga alas, ¿no? —exclamé—. ¡O una aureola alrededor de la cabeza! ¡Habrá
uno entre mil!
—Pero nosotros solo necesitamos uno —dijo el aguileño.
—¿Y si solo hay novecientos?
—Nos conformamos con nueve décimas partes de uno.
El bosque se abrió; cruzamos un puente y circulamos entre campos de patatas.
—Son las nueve —dijo el aguileño—. ¿Dónde va a dormir?
—En el coche. ¿Hasta qué hora están abiertas las tiendas?
—Ya están cerradas —respondió el aguileño.
—Puede ir a la residencia —dijo el barbudo—. En mi habitación hay un catre libre.
—No se puede llegar en coche hasta la residencia —dijo el aguileño, pensativo.
—No, supongo que no —dijo el barbudo y se echó a reír, no sé por qué.
—Puede aparcar el coche al lado de la policía —dijo el aguileño.
—Qué disparate —replicó el barbudo—. Yo diré tonterías, pero tú no te quedas corto.
¿Cómo va a entrar en la residencia?
—Ya… Maldita sea —dijo el aguileño—. Es verdad: el día en que no trabajas te
olvidas de todas esas cosas.
—¿Y si lo transgredimos?
—Oye, oye —dijo el aguileño—, que él no es un sofá. Y tú no eres Cristóbal Junta,
ni yo tampoco…
—No se preocupen —intervine—. Dormiré en el coche. No será la primera vez.
De repente me entraron unas ganas tremendas de dormir entre sábanas. Ya llevaba
cuatro noches durmiendo en el saco.
—Escucha —dijo el aguileño—. ¡Jo, jo! ¡La Cadepatiga!
—¡Es verdad! —exclamó el barbudo—. ¡Rumbo a la Ensenada![*]
—En serio, puedo dormir en el coche —dije yo.
—Dormirá usted en una casa —dijo el aguileño—, con unas sábanas relativamente
limpias. Tenemos que darle las gracias de alguna manera…
—No querrá que le demos cincuenta kopeks —dijo el barbudo.
Entramos en la ciudad. A los lados había tapias antiguas y casas sólidas y enormes
de gigantes troncos ennegrecidos con ventanas estrechas, jambajes labrados y gallos
de madera en los tejados. Algunas construcciones sucias de ladrillo con puertas de
hierro me trajeron a la mente la semidesconocida palabra «cobertizo». La calle era
recta y ancha y se llamaba la avenida de la Paz. Al frente, más cerca del centro,
se veían unas casas de dos pisos hechas de bloques de escoria con unos
jardincillos.
—La siguiente a la derecha —dijo el aguileño.
Puse el intermitente, aminoré la marcha y giré a la derecha. El camino estaba
cubierto de hierba, pero delante de la puertecita de una verja había un Zaporózhets
nuevecito mal aparcado. Los números de las casas colgaban por encima de las
portaladas, y la lata de los letreros estaba tan oxidada que casi no se veían las
cifras. La calle tenía un nombre bien elegante: calle Ensenada. Era estrecha y
estaba embutida entre tapias antiguas, seguramente construidas en los tiempos en
que los piratas suecos y noruegos deambulaban por estas tierras.
—Pare —dijo el aguileño. Frené, y otra vez se golpeó la nariz con el cañón del
rifle—. Vamos a hacer lo siguiente —dijo, frotándose la nariz—. Usted me espera
aquí mientras yo lo arreglo todo.
—De verdad que no hace falta —dije yo por última vez.
—No insista. Volodia, no lo pierdas de vista.
El aguileño salió del coche y se agachó para meterse por la puertecita baja. La
altísima tapia gris no dejaba ver la casa. La portalada era formidable, como la de
un depósito de locomotoras, unida por unas bisagras oxidadas de hierro que debían
de pesar un pud.[†] Leí los letreros, sorprendido. Había tres. En la hoja izquierda
de la portalada reverberaba un austero letrero azul oscuro de cristal grueso y
macizo con letras plateadas:

NICASO
LA CABAÑA DE PATAS DE GALLINA[*]
MONUMENTO A LOS TIEMPOS ANTIGUOS DE SOLOVETS

Encima de la hoja derecha de la puerta colgaba una placa de hojalata oxidada:


«Calle Ensenada, n° 13, N. K. Gorínich».[†] Debajo había un precioso trozo de
madera con una barroca inscripción en tinta:

EL GATO ESTÁ FUERA DE SERVICIO


LA ADMINISTRACIÓN

—¿Qué GATO? —pregunté—. ¿El Gabinete Administrativo de Técnicas Ofensivas?


El barbudo soltó una risita.
—Lo más importante es que no se preocupe —dijo—. Aquí las cosas son graciosas, pero
todo irá bien.
Salí del coche y me puse a limpiar el parabrisas. De repente, algo se movió encima
de mi cabeza. Miré. En la portalada, un gato gigantesco —jamás había visto ninguno
tan grande— a manchas negras y grises se removía para acomodarse. Se sentó y me
miró, ahíto e indiferente, con sus ojos amarillos.
—Bs, bs, bs —dije yo maquinalmente.
El gato, cortés e indiferente, abrió la bocaza, mostrando todos los dientes, emitió
un sonido ronco y gutural y se giró para mirar al interior del patio. Desde el otro
lado de la tapia se oyó la voz del aguileño.
—Vasili, amigo mío, disculpe que lo moleste.
El cerrojo rechinó. El gato se levantó y desapareció sin hacer ruido en el patio.
La portalada osciló pesadamente, se oyó un chirrido espantoso, la hoja izquierda se
abrió muy despacio y apareció la cara del aguileño, roja por el esfuerzo.
—¡Benefactor! —me llamó—. ¡Entre!
Volví al coche y entré despacio en el patio. Era muy amplio; al fondo había una
casa hecha de troncos gruesos, y delante de ella, un roble hermoso, rechoncho e
inmenso, grueso y macizo, con una copa densa que cubría el tejado. Un sendero de
losas de piedra recorría el tramo desde la portalada hasta la casa, rodeando el
roble. A la derecha del sendero había un huerto, y a la izquierda, en medio de un
pequeño prado, un pozo de troncos con un manubrio, negro de viejo y cubierto de
musgo.
Aparqué el coche en un lado, apagué el motor y bajé. El barbudo Volodia también
bajó, apoyó el fusil contra el lateral del coche y se puso a revolver la mochila.
—Ya está usted en casa —dijo.
El aguileño cerró la puerta, que rechinó y chirrió. Yo me sentía incómodo y miraba
a todos lados sin saber qué hacer.
—¡Aquí está la casera! —gritó el barbudo—. ¡A la paz de Dios! ¡Salud, abuela, Naína
Kíevna!
La casera tendría más de cien años. Se nos acercó lentamente, apoyándose en un
bastón nudoso y arrastrando los pies enfundados en botas de fieltro y chanclos. Su
cara, de color tostado oscuro, era una masa densa de arrugas de la que sobresalía
hacia delante y hacia abajo una afilada nariz de gancho como un yatagán, y sus ojos
eran pálidos y débiles, como cubiertos de cataratas.
—Buenas noches, buenas noches, hijito —dijo la dueña con una voz sorprendentemente
grave—. ¿Así que tenemos un nuevo programador? Buenas noches, buen señor,
bienvenido…
Yo me incliné, entendiendo que tenía que tener la boca cerrada. La vieja llevaba
una toquilla negra anudada debajo del mentón, y la cabeza cubierta con un alegre
pañuelo de nailon con dibujos de colorines del Atomium y la frase «Exposición
Internacional de Bruselas» en distintos idiomas. En la barbilla y debajo de la
nariz se le veían unos cuantos pelos tiesos y grises. Iba vestida con un chaleco de
guata y un vestido negro de paño.
—¡Pues sí, Naína Kíevna! —dijo el aguileño, mientras se acercaba quitándose la
herrumbre de las palmas—. Tenemos que alojar a nuestro nuevo colaborador dos
noches. Permítame presentárselo… Mmm…
—No hace falta —dijo la anciana, observándome con atención—. Ya lo veo. Priválov,
Alexandr Ivánovich, 1938, hombre, nacionalidad rusa, miembro de las Juventudes
Leninistas, no, no, afiliaciones no, casado no, antecedentes no, y veo, mi corazón,
un viaje largo y un trabajo, un buen trabajo, en un sitio grande e importante, pero
ten cuidado, luz de mis ojos, hay un pelirrojo, malo, dame algo, anda, mi cielo…
—¡Ejem! —dijo en voz alta el aguileño, y la vieja calló de golpe. Se impuso un
silencio incómodo.
—Puede llamarme simplemente Sasha… —articulé la frase que ya tenía preparada.
—¿Y dónde lo pongo? —preguntó la vieja.
—En el almacén, por supuesto —respondió el aguileño, un poco irritado.
—¿Y quién se responsabiliza de él?
—¡Naína Kíevna! —rugió el aguileño con la pasión de un trágico de provincias.
Pasó la mano por los hombros de la vieja y la arrastró hacia la casa. Se los oía
discutir:
—¡Si ya nos habíamos puesto de acuerdo!
—¿Y si roba algo?
—¡Cállese! Es un programador, ¿entiende? ¡Un komsomol! ¡Un científico!
—¿Y si chasquea los dientes?
Cohibido, me volví hacia Volodia. Este se rió.
—Me siento un poco incómodo —dije.
—No se preocupe. Todo irá de perlas.
Quiso añadir algo más, pero la vieja soltó un grito salvaje:
—¡El sofá! Y el sofá, ¿qué?
Me sobresalté.
—¿Sabe? Yo me voy, ¿de acuerdo? —dije.
—¡Ni hablar! —dijo Volodia con resolución—. Ya está todo arreglado. Lo que pasa es
que la vieja quiere una gratificación, pero Román y yo no tenemos dinero.
—Ya pago yo —dije, y de repente me entraron muchas ganas de irme: no puedo soportar
estos conflictos cotidianos, como suelen llamarse.
—Nada de eso —dijo Volodia, sacudiendo la cabeza—. Mire, ya viene. Todo está bien.
El aguileño Román se nos acercó y me cogió del brazo.
—Ya está todo arreglado —me dijo—. Vamos.
—Escuchen, esto es un poco violento —respondí—. Al fin y al cabo, ella no tiene la
obligación…
Pero ya íbamos hacia la casa.
—Sí que la tiene, sí —iba diciendo Román.
Rodeamos el roble y nos dirigimos a la entrada trasera. Román empujó la puerta
revestida de escay, y aparecimos en un distribuidor espacioso y limpio pero mal
iluminado. La vieja nos estaba esperando con las manos en la barriga y los labios
apretados.
—¡Pues hay que hacer el recibo ahora mismo! —dijo con su voz grave cuando nos vio,
vengativa—. Que diga lo siguiente: «Fulanito de Tal ha recibido tal cosa y tal otra
por parte de Menganita, quien ha dado lo arriba mencionado al infrascrito».
Román soltó un leve gemido, y entramos en la habitación que se me había asignado.
Era fría y tenía una ventana con visillos de percal.
—Instálese y siéntase como en su casa —dijo Román con voz forzada.
—¿Y el señor no chasqueará los dientes? —preguntó al instante la vieja, suspicaz,
desde el distribuidor.
—¡Que no! —chilló Román sin volverse—. ¡Que le digo que no tiene dientes!
—Entonces vamos a escribir el recibo…
Exasperado, Román arqueó las cejas, puso los ojos en blanco, mostró los dientes
como si gruñera y sacudió la cabeza, pero de todos modos salió. Miré a mi
alrededor. La habitación tenía pocos muebles. Bajo la ventana había una mesa
enorme, cubierta con un mantel gris viejísimo con flecos, y delante de ella, un
taburete cojo. Junto a la pared desnuda de troncos había un sofá de grandes
dimensiones; en otra pared, forrada con retales de papeles, había un perchero con
varias prendas (chaquetones enguatados, abrigos de piel despeluchada, gorras rotas
y gorros de orejeras). Una enorme estufa rusa, brillante y recién blanqueada,
formaba una prominencia en la habitación, y en el rincón opuesto colgaba un gran
espejo empañado en un marco desconchado. El suelo estaba rascado de tanto fregarlo
y cubierto por una alfombra de rayas.
Al otro lado de la pared refunfuñaban dos voces: la grave y monótona de la vieja, y
la de Román, que ascendía y descendía.
—El mantel, número de inventario doscientos cuarenta y cinco…
—¿Es que va a apuntar el número de todas las tabillas del suelo?
—La mesa de comedor…
—¿La estufa también la va a apuntar?
—Tiene que haber un orden… El sofá…
Me acerqué a la ventana y descorrí el visillo. Fuera estaba el roble; no se veía
nada más. Me puse a observar el roble. Debía de ser un árbol muy antiguo. La
corteza era gris y parecía muerta, y las raíces monstruosas, que salían de la
tierra, estaban cubiertas por liquen rojo y blanco.
—¡Apunte también el roble, mujer! —dijo Román al otro lado de la pared.
En el antepecho de la ventana había un libro grueso y sucio, y lo hojeé
distraídamente; después me separé de la ventana y me senté en el sofá. Me entró
mucho sueño. Pensé que había conducido catorce horas, que quizás no había valido la
pena darse tanta prisa, que me dolía la espalda y tenía la cabeza hecha un
embrollo, que en realidad me daba igual aquella vieja pesada, que todo aquello
terminaría muy pronto y podría acostarme y dormir…
—Bueno —dijo Román, que apareció en el umbral—, ya hemos terminado con las
formalidades. —Agitó la mano con los dedos separados y manchados de tinta—. Nos
duelen los deditos: hemos escrito un montón… Acuéstese. Nosotros nos vamos, y usted
duerma tranquilo. ¿Qué hará mañana?
—Esperar —respondí perezosamente.
—¿Dónde?
—Aquí. Y en Correos.
—Mañana no se irá, ¿verdad?
—Mañana, no creo… Probablemente, pasado mañana.
—Entonces nos veremos. Nuestro amor está por llegar.
Román sonrió, saludó con la mano y salió. Pensé con desgana que tendría que
acompañarlo y despedirme de Volodia, pero me tumbé. Entonces la vieja entró en la
habitación. Me levanté. Se quedó unos instantes mirándome fijamente.
—Tengo miedo, buen señor, de que te pongas a chasquear los dientes —dijo,
preocupada.
—No voy a chasquear nada —repuse, fatigado—. Voy a dormir.
—Acuéstate, duérmete… Dame algo de dinerito y duérmete.
Me metí la mano en el bolsillo trasero para sacar la cartera.
—¿Cuánto quiere?
La vieja alzó la vista y miró al techo.
—Un rublo por el alojamiento… Medio rublito por la ropa de cama (es mía, no del
Estado). Por dos noches serán tres rublos… y la voluntad… Ya sabe, por las
molestias… La verdad, no sé…
Le di cinco rublos.
—De momento, la voluntad es un rublo —dije—. Luego, ya veremos.
La vieja agarró el dinero con prontitud y se alejó murmurando algo del cambio. No
tardó tanto rato, pero yo ya tenía ganas de mandar a paseo el cambio y la ropa de
cama. Sin embargo, volvió y dejó encima de la mesa un puñado de monedas sucias de
cobre.
—Aquí tienes tu cambio, señor —dijo—. Exactamente un rublito, no hace falta ni que
lo cuentes.
—No voy a contarlo —repuse—. ¿Y las sábanas?
—Ahora te las pongo. Sal al patio y pasea un poco, que yo te hago la cama.
Salí y saqué los cigarrillos. El sol se había puesto del todo, y se hizo la noche
blanca. Los perros ladraban por ahí. Me senté bajo el roble, en un banco hundido en
el suelo; me encendí un cigarrillo y me puse a mirar al cielo pálido y sin
estrellas. El gato apareció con sigilo no se sabe de dónde y me miró con sus ojos
fluorescentes; después se encaramó rápidamente al roble y desapareció en el espeso
follaje. Me olvidé de él y me sobresalté cuando lo oí moverse por arriba. Me cayó
broza en la cabeza.
—¡Mecachis en…! —dije en voz alta y me sacudí.
Tenía un sueño terrible. La vieja salió de la casa y, sin verme, echó a andar
trabajosamente hacia el pozo. Supuse que la cama estaba hecha y regresé a la
habitación.
La maldita vieja me había hecho la cama en el suelo. Sí, anda, lo llevas claro,
pensé. Cerré la puerta con el picaporte, llevé la cama al sofá y empecé a
desnudarme. Por la ventana entraba una luz lóbrega, y el gato no dejaba de
removerse en el roble. Sacudí la cabeza quitándome la broza del pelo. Era un poco
rara aquella broza, un poco insólita: escamas secas y grandes de pez. Dormiremos
con picor, pensé. Me dejé caer en la almohada y me dormí al instante.
II.

La casa vacía se transformó en una guarida de zorros y tejones, y por eso aquí
pueden aparecer licántropos y espectros extraños.

UEDA AKINARI
UNA CONVERSACIÓN EN EL CUARTO ME DESPERTÓ EN PLENA noche. Dos personas hablaban con
un cuchicheo apenas audible. Las voces se parecían mucho, pero una estaba un poco
afónica y tomada, y la otra revelaba una extrema irritación.
—No hables con voz ronca —susurró el enfadado—. ¿No puedes hablar con voz normal?
—Sí —dijo el de la voz tomada, y tosió.
—Calla… —bufó el enfadado.
—Es la tos matutina del fumador… —explicó el de la voz tomada, y volvió a toser.
—Lárgate de aquí —dijo el enfadado.
—Da igual, está durmiendo…
—¿Quién es este? ¿De dónde ha salido?
—¿Y yo qué voy a saber?
—Qué lástima… Menuda mala suerte.
Los vecinos no pueden dormir otra vez, pensé entre sueños. Me imaginaba que estaba
en casa. Mis vecinos son dos hermanos físicos a quienes les encanta trabajar de
noche. A las dos de la madrugada se les termina el tabaco, se meten en mi
habitación y empiezan a rebuscar, dando golpes a los muebles e insultándose.
Cogí la almohada y la tiré. Algo se cayó con estrépito y se hizo el silencio.
—Dadme la almohada y largaos —dije—. Los cigarrillos están en la mesa.
El sonido de mi propia voz acabó de despertarme y me senté. Los perros ladraban
melancólicamente; la vieja soltaba unos ronquidos temibles al otro lado de la
pared. Por fin me acorde de dónde estaba. No había nadie en la habitación. En la
penumbra vi mi almohada en el suelo y los trastos que se habían caído del perchero.
La vieja me arranca la cabeza, pensé y salté de la cama. El suelo estaba frío y
caminé con cuidado por la alfombra. La vieja había dejado de roncar. Me quedé
helado. Las tablas del suelo crujieron, y se oyeron un chasquido y un susurro en un
rincón. La vieja soltó un resoplido ensordecedor y empezó a roncar de nuevo. Recogí
la almohada y la tiré al sofá. Los trastos del suelo olían a perro. El perchero se
había soltado de un clavo y colgaba de un lado; lo puse bien y me puse a recoger
los trastos. Justo cuando había recogido el último abrigo, el perchero volvió a
soltarse, se arrastró escandalosamente por la pared empapelada y otra vez se quedó
colgando del clavo. La vieja dejó de roncar, y un sudor frío me empapó. En algún
sitio cercano, un gallo empezó a cacarear. Ojalá hagan sopa contigo, pensé con
odio. Al otro lado de la pared, la vieja empezó a dar vueltas, y los muelles
chirriaban y crujían. Esperé apoyado solo en un pie. En el patio alguien dijo en
voz baja: «Es hora de dormir. Tú y yo hemos pasado mucho tiempo juntos hoy». Era
una voz joven y femenina. «Bueno, pues a dormir —respondió otra voz. Se oyó un
largo bostezo—. ¿No vas a chapotear más hoy?» «Hace un poco de frío. Vamos a la
cama.» Todo quedó en silencio. La vieja empezó a gruñir y rezongar, y yo volví con
sigilo al sofá. Me levantaré temprano por la mañana y lo pondré todo en su sitio…
Me tumbé del lado derecho, me subí la manta hasta la oreja, cerré los ojos y de
repente me di cuenta de que no quería dormir en absoluto, sino comer. Ay, ay, ay,
pensé. Tenía que tomar medidas con urgencia, y eso hice.
Tomemos, por ejemplo, un sistema de dos ecuaciones integrales de estadística
estelar; ambas funciones están dentro de la integral. Por supuesto, solo se puede
resolver numéricamente; por ejemplo, en una BESM…[*] Me acordé de nuestra BESM. El
panel de control era del color de las natillas. Zhenia deja encima del panel un
paquete envuelto en papel de periódico y lo abre lentamente. «¿De qué es el tuyo?»
«De queso y embutido.» Con rodajas de embutido polaco ahumado. «Madre mía, ¡tienes
que casarte! El mío es de hamburguesas con ajito, caseras. Y un pepinillo en
vinagre.» No, dos pepinillos… Cuatro hamburguesas y, para redondear, cuatro
pepinillos en vinagre bien fuertes. Y cuatro rebanadas de pan con mantequilla…
Me aparté la manta y me senté. ¿Quedaría algo en el coche? No, me lo había comido
todo. Había un libro de cocina para la madre de Valka, que vive en Lézhnev. Cómo
era… Salsa picante. Medio vaso de vinagre, dos cebollas… y pimienta. Se sirve con
la carne… Ahora me acuerdo: con filetes pequeños. Qué timo, pensé, que no se sirva
con filetes normales y corrientes, sino con filetes pequeñiiitos. Me levanté de un
salto y corrí a la ventana. El aire de la noche olía claramente a filetes
pequeñiiitos. Desde algún rincón de mi subconsciente emergió la siguiente frase:
«Le servían los platos típicos de las fondas, a saber: kislie schi,[*] sesos con
guisantes, un pepinillo en vinagre [tragué saliva] y el eterno pastelillo dulce de
hojaldre…». Tendría que distraerme, pensé, y cogí el libro que estaba en el
antepecho de la ventana. Era de Alexéi Tolstói, Mañana nublada. Lo abrí al azar.
«Majnó rompió el abridor de la lata de sardinas, pero se sacó del bolsillo una
navajita de nácar con unas cincuenta hojas y siguió maniobrando. Abrió las latas de
piña [mal asunto, pensé], de paté francés y de langosta, y la habitación se llenó
de un olor intenso a comida.» Dejé el libro con cuidado y me senté en el taburete a
la mesa. De repente, un olor fuerte y sabroso inundó la habitación: solo podía ser
de langosta. Me dio por pensar por qué nunca había probado la langosta. Ni las
ostras, por ejemplo. En los relatos de Dickens, todos comían ostras, manipulando
las navajas y cortando grandes rebanadas de pan y untándolas con mantequilla…
Nervioso, me puse a alisar el mantel. Estaba manchado. Se habían puesto las botas
encima de él. Habían comido langosta y sesos con guisantes. Habían comido filetes
pequeños con salsa picante. Y también filetes grandes y medianos. Se habían quedado
hartos hasta casi reventar, chasqueando los dientes de satisfacción… Yo no tenía
nada con qué hartarme, así que empecé a chasquear los dientes.
Los debía de estar chasqueando con mucha fuerza y hambre, porque la cama de la
vieja chirrió al otro lado de la pared. Refunfuñó enfadada; se oyó un estrépito, y
entró en mi habitación. Llevaba una camisa larga y gris, y en las manos sostenía un
plato. En la habitación se extendió un aroma de comida real, no fantástico. La
vieja sonreía y dejó el plato justo delante de mí.
—Come, buen señor, Alexandr Ivánovich —dijo dulcemente—. Come lo que Dios te envía
a través de mis manos…
—Pero bueno, Naína Kíevna —farfullé—, no tenía que haberse molestado…
Pero en mi mano apareció no sé de dónde un tenedor con mango de marfil, y empecé a
comer. La vieja meneaba la cabeza a mi lado.
—Come, señor —repetía—. Come. Que aproveche.
Me lo terminé todo. Era una patata asada con mantequilla derretida.
—Naína Kíevna —dije fervorosamente—, me ha salvado usted de morirme de hambre.
—¿Ya está? —preguntó Naína Kíevna con cierta frialdad.
—Estaba buenísimo. ¡Muchísimas gracias! No puede imaginarse…
—Qué quieres que me imagine —me interrumpió, ya decididamente enfadada—. ¿Ya está,
dices? Pues trae aquí el plato… ¡Dame el plato, te digo!
—To… Tome —balbucí.
—«Tome, tome»… Dale de comer de balde…
—Si quiere, se lo pago —dije, empezando a enfadarme.
—«Se lo pago, se lo pago.» —La vieja se dirigió a la puerta—. Si no me pagaran,
sería lo mismo. Además, no tenías por qué mentirme…
—¿Qué dice? ¿Mentirle?
—¡Pues claro! Dijiste que no chasquearías los dientes… —Se interrumpió y
desapareció por la puerta.
¿Quién es esta vieja?, pensé. Qué rara es… ¿Se habrá dado cuenta de lo del
colgador? Oí como crujían los muelles, se daba la vuelta en la cama y rezongaba de
mal humor. Después se puso a cantar bajito una tonadilla bárbara: «Cómo me
divertiré, cómo me revolcaré, después de comerme a Ivashko…».
Por la ventana entraba el frío de la noche. Me estremecí, me levanté para volver al
sofá y entonces me acordé de que había cerrado la puerta antes de irme a dormir.
Perplejo, fui hasta la puerta y alargué la mano para comprobar si el picaporte
estaba cerrado, pero apenas mis dedos rozaron el hierro frío, todo empezó a dar
vueltas a mi alrededor. Me encontré tumbado en el sofá con la nariz hundida en la
almohada, y mis dedos estaban tocando un tronco frío de la pared.
Me quedé tumbado un rato, petrificado, hasta que caí en la cuenta de que la vieja
roncaba al lado y alguien conversaba en la habitación.
—El elefante es el animal más grande de la tierra —sentenciaba alguien a media voz
—. En el hocico tiene una gran prolongación de carne que se llama trompa porque
está hueca y suena como una trompeta. La alarga y la dobla como quiere, y la usa en
lugar de las manos…
Helado de curiosidad, me giré con cuidado sobre el costado derecho. La habitación
estaba vacía, como antes. La voz siguió hablando aún más aleccionadora:
—El vino, tomado con moderación, es bueno para el estómago, pero cuando se bebe
demasiado provoca gases, los cuales rebajan a la persona al nivel de las bestias
irracionales. Alguna vez habrá visto borrachos: acuérdese de la repugnancia
legítima que le despiertan…
Me levanté de improviso y bajé los pies del sofá. La voz calló. Me pareció que
hablaban en algún lugar al otro lado de la pared. La habitación estaba como antes;
incluso el perchero, para mi sorpresa, estaba en su sitio. Y para aumentar la
sorpresa, tenía mucha hambre otra vez.
—Tinctura ex vitro antimoni —proclamó otra voz. Un escalofrío me recorrió el cuerpo
—. Bisemutum antimon angeli salae. Basili oleum vitri antimoni alexiterium
antimoniale! —Me pareció oír claramente una risita—. ¡Vaya delirio es esto! —dijo
una voz, y prosiguió con un aullido—: Muy presto estos ojos que todavía están
abiertos no percibirán más el sol, pero no permitáis que se cierren sin que antes
reciba la clemencia del perdón y la beatitud… Esto es El espíritu o los
pensamientos morales del célebre Jung extraídos de sus meditaciones nocturnas. Se
vende en San Petersburgo y en Riga en las librerías de Sveshnikov por dos rublos en
tapa dura. —Alguien sollozó—. Esto es otra tontería —dijo la voz, y recitó con
sentimiento:

Títulos, belleza, riquezas,


todos los placeres de esta vida,
decaen, desaparecen, vuelan.
¡Son polvo, y la suerte es falsa!
Con el alma enferma y roída,
nadie conserva la fama…

Entonces advertí desde dónde hablaban. La voz sonaba en el rincón, donde estaba
colgado el espejo empañado.
—Y ahora lo siguiente —continuó la voz—: «Todo es un solo Yo; este Yo es un Yo
universal. La unidad con la ignorancia, cosa que ocurre por el eclipse de la luz
del Yo, desaparece con el desarrollo de la espiritualidad».
—¿Y esta tontería de dónde es? —pregunté. No esperaba una respuesta. Estaba seguro
de que estaba dormido.
—Son sentencias de los Upanishads —respondió la voz con diligencia.
—¿Y qué son los Upanishads? —Ya no estaba seguro de si estaba durmiendo.
—No lo sé —dijo la voz.
Me levanté y me acerqué al espejo de puntillas. No vi mi reflejo. En el espejo
opaco se reflejaba el visillo, el rincón de la estufa y muchas cosas más. Pero yo
no estaba.
—¿Qué pasa? —preguntó la voz—. ¿Hay preguntas?
—¿Quién está hablando? —pregunté, mirando detrás del espejo.
Detrás solo había mucho polvo y arañas muertas. Entonces me apreté el ojo izquierdo
con el índice. Era un antiguo truco para comprobar si se tenían alucinaciones, que
había leído en el fascinante libro de V. V. Bitner ¿Creer o no creer? Uno se
presiona el globo ocular con el dedo, y todos los objetos reales excepto las
alucinaciones se desdoblan. El espejo se duplicó, y en él apareció mi reflejo, con
la cara soñolienta e inquieta. Por los pies me pasaba aire. Encogí los dedos, me
acerqué a la ventana y miré.
Fuera no había nadie, ni tampoco estaba el roble. Me froté los ojos y volví a
mirar. Enfrente de mí veía claramente el pozo de troncos mohosos, la portalada y,
al lado, mi coche. Estoy dormido, al fin y al cabo, pensé para tranquilizarme. Mi
mirada cayó en el antepecho, en el manoseado libro. En el sueño anterior era el
tercer tomo de El calvario, pero ahora leí en la cubierta: P. I. Kárpov. La
creatividad de los enfermos mentales y su influencia en el desarrollo de la
ciencia, el arte y la técnica. Un escalofrío me hizo castañetear los dientes. Hojeé
el libro y observé las ilustraciones. Luego leí el «Verso n° 2»:

En el seno de las nubes, arriba,


un gorrión de alas negras
surca el cielo de la noche,
la luna encima,
el mundo a sus pies.
Veloz como una sombra,
solitario, tembloroso,
rapaz imbatible y orgulloso,
la rabia destella como el día
en el brillo de sus ojos.

De repente, el suelo osciló bajo mis pies. Se oyó un chirrido prolongado y


estridente, y después, como el rumor de un terremoto lejano, un bramido: «Coo… Coo…
Coo…». La cabaña empezó a moverse como un bote en medio de las olas. El patio se
desplazó hacia un lado, y una gigantesca pata de gallina salió por debajo de la
ventana, reptando y clavando las uñas en el suelo, dejando en la hierba unos surcos
profundos. Luego se ocultó de nuevo, y el suelo se inclinó inesperadamente. Sentí
como si cayera; me agarré a algo blando, me di un golpe en el costado y en la
cabeza y me caí del sofá. Estaba tumbado encima de la alfombra, agarrado a la
almohada, que se había caído conmigo. La habitación estaba completamente iluminada.
Al otro lado de la ventana alguien se aclaraba la garganta a conciencia.
—Bien, señores… —dijo una voz masculina bien proyectada—. Érase una vez un reino en
un país lejano donde había un zar que se llamaba… Meee… Bueno, en realidad no es
tan importante. Digamos que se llamaba… Meee… Poluekt. Tenía tres hijos, los
príncipes. El primero… Meee… El tercero era tonto, pero ¿y el primero?
Me agaché como un soldado bajo el fuego enemigo, me acerqué con cautela a la
ventana y atisbé. El roble estaba en su sitio. Con la espalda apoyada en él y
sentado sobre las patas traseras, el gato Vasili estaba sumido en una profunda
meditación. Entre los dientes sostenía una flor de nenúfar. Se miraba las patas y
soltaba largos «meee». Después sacudió la cabeza, se cogió las patas delanteras por
detrás de la espalda y, ligeramente encorvado, como el profesor Dubino-Kniazhitski
en sus clases, camino con pasos suaves hacia un lado del roble.
—Bien… —dijo el gato entre dientes—. Éranse una vez un zar y una zarina. El zar y
la zarina tenían un solo hijo… Meee… Que era tonto, naturalmente…
Enfadado, el gato escupió la flor y, frunciendo el entrecejo, se restregó la
frente.
—Qué situación tan desesperada —profirió—. ¡Pero sí que me acuerdo de algo! «¡Ja,
ja, ja! Cómo me voy a relamer: el caballo, para comer; el joven, para cenar…» ¿De
dónde es esto? E Iván, que ya os imagináis que es tonto, responde: «¡Eh, tú,
monstruo asqueroso!, ¿te quieres comer al cisne blanco antes de atraparlo?».
Después, naturalmente, una flecha candente, adiós a las tres cabezas, Iván le saca
los tres corazones y se los lleva, el muy cretino, a su madre… ¡Menudo regalito! —
El gato soltó una risa sardónica y luego suspiró—. Si no fuera por esta mala
memoria… —añadió.
Suspiró de nuevo, volvió hacia el roble y se puso a cantar: «¡Cuac, cuac, mis
niñitos! ¡Cuac, cuac, mis patitos! Yo… Meee… Os crié con lágrimas… Para ser
exactos, os alimenté de ellas…». Suspiró por tercera vez y caminó callado un rato.
Al llegar al árbol, empezó a chillar de golpe sin ninguna melodía: «¡No se ha
acabado el pedazo de dulce!».
De improviso, en sus patas apareció un gusli[*] enorme. Ni siquiera vi de dónde lo
había sacado. Lo golpeó desesperadamente con la pata, agarrando las cuerdas con las
uñas, y se puso a chillar aún más fuerte, como si quisiera ahogar la música:

Dass im tanvald finster ist,


Das macht das holts,
Dass… Meee… Mein schatz…, ¿o era katz?

Guardó silencio y caminó durante un rato, golpeando en silencio las cuerdas.


Después se puso a cantar bajito e inseguro:

Ay, al jardincito llegaré,


y la verdad te contaré:
aquí está la cola de
la amapola.

Volvió al roble, apoyó el gusli en él y se rascó detrás de la oreja con la pata


trasera.
—Trabajo, trabajo y trabajo —dijo—. ¡Nada más que trabajo!
De nuevo se puso las patas a la espalda y fue hacia la izquierda del roble.
—Llegó hasta mí, oh gran zar —murmuró—, que en la gloriosa ciudad de Bagdad hubo
una vez un sastre que se llamaba… —Se puso a cuatro patas, encorvó el lomo y bufó
con rabia—. ¡Soy un negado para estos nombres! Abu… Ali… Un tal Ibn algo… Bueno…
Bien, pongamos que se llamaba Poluekt. Poluekt Ibn… Meee… Poluéktovich… Da igual,
tampoco me acuerdo de qué pasó con este sastre. Que se vaya a la porra. Empecemos
otro…
Apoyé la barriga en el antepecho y observé estupefacto como el desafortunado Vasili
deambulaba junto al roble, ahora hacia la derecha, ahora hacia la izquierda,
susurraba, tosía, aullaba, maullaba, se ponía a cuatro patas de la tensión… En
resumen: se atormentaba inefablemente. Su amplitud de conocimientos era inmensa.
Sabía cuentos, leyendas, parábolas, baladas, canciones, romanzas, chastushki[*] y
coplas, rusos, ucranianos, eslavo-occidentales, alemanes, ingleses, y creo que
también japoneses, chinos y africanos, pero no se sabía más de la mitad de ninguno.
Su mala memoria le provocaba tanta furia que a veces se tiraba al tronco del roble
y arrancaba la corteza con las uñas, refunfuñaba y escupía con los ojos llameantes
como los del diablo, y bien apuntaba al cénit con la cola peluda y gruesa como un
leño, bien la contraía convulsivamente, bien se azotaba con ella en los lados. La
única canción que cantó hasta el final fue «Chízhik-Pízhik»,[†] y el único cuento
que terminó de forma más o menos coherente, aunque con algunas vacilaciones, fue
«La casa que construyó Jack» en la traducción de Marshak. Supongo que por
cansancio, cada vez hablaba con más acento gatuno. «Y por los campos, los campos —
cantaba—, va el arado, y… meee…, y… ¡miaaau!…, y tras el arado…, ¡miauauau!…, va
Dios… ¿o camina?» Al final desfalleció, se sentó sobre la cola y así se estuvo un
rato, con la cabeza gacha. Al cabo de un poco soltó un maullido sosegado y
melancólico, cogió el gusli bajo el brazo y se marchó renqueando sobre las tres
patas por la hierba cubierta de rocío.
Bajé del antepecho y tiré el libro sin querer. Me acordaba perfectamente de que la
última vez era La creatividad de los enfermos mentales; estaba seguro de que se
había caído al suelo aquel libro y no otro. Sin embargo, el que recogí y que dejé
en el antepecho era El descubrimiento de los crímenes de A. Svenson y O. Vendel. Lo
abrí con cara de estúpido, recorrí con la mirada algunos párrafos al azar, y de
repente me pareció que del roble colgaba un ahorcado. Alcé los ojos con miedo. De
una rama baja colgaba la cola mojada, plateada y verdosa de un tiburón,
balanceándose pesadamente al ritmo de la brisa matutina.
Me aparte a un lado de un salto y me golpeé la nuca con algo duro. El teléfono
empezó a sonar con fuertes timbrazos. Miré a mi alrededor. Estaba tumbado en el
sofá de través; la manta se había caído al suelo, y el sol de la mañana se colaba
entre las hojas del roble hasta mi ventana.
III.

Se me ocurrió que la típica entrevista con el diablo o con un hechicero podría


sustituirse tranquilamente por un uso hábil de las tesis científicas.

H. G. WELLS
SONABA EL TELÉFONO. ME FROTÉ LOS OJOS, MIRÉ POR LA ventana (el roble seguía en su
sitio) y miré el perchero (que también estaba en su sitio). El teléfono seguía
sonando. Al otro lado de la pared, en la habitación de la vieja, no se oía nada.
Salté de la cama, abrí la puerta (el picaporte estaba cerrado) y salí al
distribuidor. El teléfono sonaba sin parar. Estaba en una repisa encima de un
tonel. Era un aparato muy moderno de plástico blanco que solo había visto en el
cine y en el despacho de nuestro director. Descolgué.
—¿Diga?
—¿Quién es? —preguntó una estridente voz femenina.
—¿Por quién pregunta?
—¿Es la Cadepatiga?
—¿El qué?
—Pregunto si esto es la cabaña de las patas de gallina o no. ¿Quién es usted?
—Sí, es aquí —contesté—. ¿Por quién pregunta?
—Oh, demonios —dijo la voz de mujer—. Apunte un telefonema.
—Dígame.
—Tome nota.
—Un momento —dije—. Cojo papel y lápiz.
—Oh, demonios —dijo la voz femenina.
Cogí una libreta y un portaminas.
Dígame.
—Telefonograma número doscientos seis. A la ciudadana Gorínich Naína Kíevna…
—No vaya tan deprisa… Kíevna… Siga.
—Por el presente… se la convoca… a acudir hoy…, 27 de julio… del año en curso…, a
medianoche… a la reunión republicana anual… ¿Lo ha apuntado?
—Sí.
—El primer encuentro… se celebrará… en el monte Pelado… Se prescribe ropa de gala…
El medio de transporte… corre de su cuenta. Firma: el jefe de la oficina: Ce… Eme…
Viy.
—¿Quién?
—¡Viy! Ce Eme Viy.
—No la entiendo.
—¡Viy! ¡Cron Mónadovich! ¿Qué pasa? ¿Es que no conoce al jefe de la oficina?
—No —dije—. Deletréemelo.
—¡Mil demonios! Muy bien, se lo deletreo: Vampiro, íncubo, Ibicus griego. ¿Lo ha
anotado?
—Me parece que he escrito… Parece que es… Viy.
—¿Qué?
—¡Viy!
—¿Qué le pasa? ¿Tiene pólipos en la boca? ¡No le entiendo!
—¡Vladímir! ¡Iván! ¡Iván griego!
—Eso es. Repítame el mensaje. —Se lo leí—. Es correcto. Se lo ha comunicado
Onúcknina. ¿Quién lo ha anotado?
—Priválov.
—¡Un saludo, Priválov! ¿Hace mucho que sirve aquí?
—Los perros sirven —dije yo, enfadado—. Yo trabajo.
—Bueno, bueno, trabaje. Nos vemos en la reunión.
Pip, pip, pip. Colgué el auricular y volví a la habitación. La mañana era fresca.
Hice mis ejercicios de gimnasia a toda prisa y me vestí. Lo que estaba ocurriendo
me parecía de lo más curioso. El telefonograma se asociaba extrañamente en mi
conciencia con los acontecimientos nocturnos, aunque no tenía ni idea de cuál era
la relación. No obstante, ya se me estaban ocurriendo algunas ideas, y mi
imaginación estaba que hervía.
Todo lo que había presenciado no me era en absoluto desconocido. Había leído algo
sobre acontecimientos similares, y el comportamiento de la gente que se encontraba
en circunstancias análogas siempre me había parecido terriblemente absurdo e
irritante. En vez de aprovechar al máximo aquellas oportunidades que abrían unas
perspectivas tan atrayentes, se asustaban, perdían la cabeza y tenían prisa por
volver a lo cotidiano. Cierto personaje incluso suplicaba al lector que se
mantuviera alejado de la cortina que separa nuestro mundo de lo misterioso, y lo
amenazaba con daños espirituales y físicos. Yo aún no sabía cómo se desarrollarían
los acontecimientos, pero ya estaba entusiasmado por sumergirme en ellos.
Seguí reflexionando mientras vagaba por la habitación en busca de un cazo o una
taza. Las personas miedosas, pensaba yo, son como ciertos científicos que se
dedican a la experimentación, muy porfiados y trabajadores, pero sin pizca de
imaginación, cosa que los hace muy precavidos. Tras conseguir un resultado nada
trivial, miran hacia otro lado, dicen que el experimento ha sido un fracaso, y se
alejan de lo nuevo porque están demasiado acostumbrados a lo viejo, demasiado
apoltronados dentro de los límites de las teorías de las autoridades… Yo ya daba
vueltas a ciertos experimentos que podía hacer con aquel libro que cambiaba de
chaqueta (seguía en el antepecho, como antes, y en aquel momento era El último
exiliado, de Aldridge), con el espejo parlante y con el chasquido de los dientes.
Tenía algunas preguntas que hacer al gato Vasili, y la sirena que vivía en el roble
presentaba un incuestionable interés, aunque a veces me parecía que no había sido
más que un sueño. No tengo nada en contra de las sirenas, pero no puedo imaginarme
cómo se suben a los árboles… Sin embargo, por otra parte…, ¿de dónde habían salido
las escamas?
Encontré un cacito en el tonel donde estaba el teléfono, pero allí no había agua,
así que me dirigí al pozo. El sol estaba ya muy alto. Se oían coches a lo lejos, el
silbato de un policía y el rumor sordo de un helicóptero que volaba por el cielo.
Llegué al pozo y, tras descubrir con satisfacción un ajado cubo de hojalata al
final de la cadena, empecé a girar el manubrio del torno. El pozal bajó a las
negras profundidades dando golpes en la pared. Se oyó un chapoteo y la cadena se
tensó. Giré el manubrio y miré mi Moskvich. El coche tenía un aspecto fatigado y
estaba lleno de polvo, y el parabrisas, pegajoso de mosquitos aplastados. Tengo que
echar agua en el radiador, pensé. Y además…
Me dio la sensación de que el pozal pesaba mucho. Cuando lo apoyé en el brocal, una
enorme cabeza de lucio, verde y toda cubierta de una especie de musgo, se asomó del
agua. Di un salto atrás.
—¿Otra vez me vas a llevar al mercado? —dijo el lucio con fuerte acento de otra
región. Yo guardé silencio, aturullado—. ¡Dame un poco de tranquilidad, insaciable!
¿Cuánto puede uno soportar? No llevo ni un minuto tranquilo, me pongo a descansar,
¡y hala, otra vez afuera! Ya no soy joven, seré más viejo que tú… Sufro de las
agallas…
Era muy extraño ver como hablaba el pez. Exactamente como un lucio de un teatro de
marionetas, abría la boca dentuda en toda su magnitud y la cerraba, en total
desacuerdo con los sonidos articulados. Pronunció la última frase apretando la
mandíbula convulsivamente.
—El aire es malo para mí —prosiguió—. Cuando me muera, ¿qué vas a hacer? Eres una
codiciosa, vieja estúpida… Quieres acapararlo todo, y para qué… No lo sabes ni tú.
Cómo perdiste tus bienes en la última reforma, ¿eh? ¿Y los yekaterinovkas? ¡Tuviste
que empapelar el baúl con ellos! ¿Y los kérenkas? ¡Ah, los kérenkas![*] Al final
tuviste que encender la estufa con ellos…
—Caramba —dije, un poco más repuesto.
—Oh, ¿quién es? —preguntó el lucio, asustado.
—Yo… estoy aquí de casualidad… Quería lavarme un poco.
—¡Lavarse! Y yo que pensaba que era otra vez la vieja. No veo, soy viejo. Y el
coeficiente de refracción del aire, dicen, es muy distinto. Dispuse que me hicieran
unos ojos para el aire, pero los perdí, no los encuentro… ¿Y tú quién eres?
—Un turista —respondí lacónicamente.
—Ah, un turista… Y yo que pensaba que era otra vez la vieja… ¡Es que me hace cada
cosa! Me coge, me lleva al mercado y me vende para sopa. ¿Y yo qué tengo que hacer?
Pues le digo al comprador: que si patatín, que si patatán, suéltame, déjame ir con
mis niñitos, vamos, como si fueran niños, de niños no tienen nada, que son todos
abuelos ya. Si me dejas ir, no te arrepentirás; solo tienes que decir: «Por orden
del lucio, mi deseo anuncio». Y me dejan ir. Unos por miedo, otros por bondad, y
otros por avaricia… Así que nadas por el río, vas nadando, qué fría está el agua, y
yo con mi reuma, te vuelves a meter en el pozo, y ya está aquí otra vez la vieja
con el pozal… —El lucio se sumergió en el agua, borboteó un poco y apareció de
nuevo—. Bueno, ¿qué vas a pedir, soldado? Pero pide algo sencillo, que algunos me
piden televisores y transistores… A uno se le secó el cerebro. Me dice: «Quiero que
sierres por mí la madera del plan anual». Aserrar madera, a mis años…
—Ajá —dije—. Pero entonces, ¿puede hacer aparecer un televisor?
—No —confesó el lucio honradamente—. Un televisor, no. Y eso… El aparato de música
con tocadiscos, tampoco. No creo en esas cosas. Pide algo más fácil. Unas botas,
por ejemplo, las de siete leguas, o una capa para hacerse invisible… ¿Eh?
La esperanza de librarme de engrasar el Moskvich se extinguió.
—No se preocupe —dije—. No necesito nada, en general. Enseguida le dejo ir.
—Qué bien —dijo el lucio, tranquilo—. Me gusta la gente así. Hace poco me pasó algo
parecido… En el mercado me compró un tipo al que le prometí la hija del zar. Iba
nadando por el río, avergonzado, por supuesto, no sabía dónde meterme… Por culpa de
mi mala vista aparecí en una red. Me han atrapado. Otra vez tendré que mentir,
pensé. ¿Y qué hizo el hombre? Me cogió por la boca de manera que no pudiera
abrirla. Bueno, esto es el final, pensé, me van a cocinar. Pues nada de eso. Me
pone una cosa en la aleta y me tira al río otra vez. ¡Mira! —El lucio salió un poco
del cubo y sacó la aleta, en cuya base llevaba prendida una piececita de metal que
decía: «Ejemplar lanzado al río Solová el año 1854. Enviar a la Academia de las
Ciencias de S. M. I. de San Petersburgo»—. No se lo digas a la vieja —me pidió—. Me
arrancará la aleta para cogerlo. Es una avara y una codiciosa.
¿Qué le podría preguntar?, pensé febrilmente.
—¿Cómo hace los milagros?
—¿Qué milagros?
—Bueno… Cumplir los deseos…
—¿Ah, eso? Cómo lo hago… Me enseñaron cuando era pequeñito. No tengo ni idea de
cómo lo hago… Ah, el Pez de Oro sí que lo hacía bien… Pero murió. Nadie escapa al
destino.
Me pareció que el lucio suspiró.
—¿De viejo? —pregunté.
—¡Ni mucho menos! Era joven y fuerte… Le tiraron una bomba submarina, soldado. Lo
dejaron panza arriba, y un submarino que pasaba por ahí al lado también se fue a
pique. Podría haber intercambiado su libertad, pero ni siquiera le preguntaron;
nada más verlo, le tiraron la bomba… Así es la vida. —Calló—. Entonces, ¿me sueltas
o qué? Hace un poco de bochorno; parece que habrá tormenta…
—Claro, claro —dije, volviendo en mí—. ¿Quiere que lo lance o que lo baje en el
cubo?
—Tírame, soldado, tírame.
Metí las manos con delicadeza en el cubo y lo saqué. Pesaría unos ocho kilos.
—Bueno, ¿y qué te parecen un mantel maravilloso o una alfombra voladora, por
ejemplo? —murmuraba el lucio—. Si te lo piensas, aquí estaré… No me olvidaré de ti…
—Hasta luego —dije, y abrí las manos. Se oyó un fuerte chapoteo.
Me quedé allí plantado, mirándome las palmas, manchadas de verdín. Tenía una
sensación extraña. De vez en cuando, como rachas de viento, me daba la impresión de
estar sentado en el sofá de la habitación, pero no tenía más que sacudir la cabeza
y otra vez me encontraba junto al pozo. Al cabo de un rato, la sensación pasó. Me
lavé con el agua helada y cristalina, eché un poco en el radiador y me afeité. La
vieja no aparecía. Tenía hambre y debía ir a la ciudad, a Correos, donde quizás ya
me estuvieran esperando los chicos. Cerré el coche y salí por la portalada.
Caminaba despacio por la calle Ensenada con las manos en los bolsillos de la
chaquetilla gris de la RDA, mirándome los pies. En el bolsillo trasero de mis
tejanos preferidos, los de cremalleras, tintineaban las monedas de cobre que me
había dado la vieja. Reflexionaba. Los folletos escuálidos de la sociedad El
Conocimiento me habían inculcado que los animales no podían hablar. Los cuentos de
la infancia demostraban lo contrario. Por supuesto, yo estaba de acuerdo con los
folletos, porque nunca en la vida había visto animales parlantes. Ni siquiera
papagayos. Conocía a un papagayo que podía rugir como un tigre, pero no sabía
hablar como las personas. Y mira ahora: un lucio, el gato Vasili y hasta un espejo.
En verdad, precisamente los objetos inanimados son los que más suelen hablar. Mi
bisabuelo, por ejemplo, nunca se habría planteado esta última cuestión. Desde su
punto de vista antiguo, un gato parlante sería una cosa mucho menos fantástica que
una caja de madera pulida que bramara, aullara, emitiera música y hablara en
distintas lenguas.
En el caso del gato estaba más o menos claro. Pero ¿cómo hablaba el lucio? Los
lucios no tienen pulmones. Eso es así. Cierto que tendrán una vejiga natatoria,
cuya función, por lo que yo sé, todavía no está del todo clara para los ictiólogos.
Mi amigo ictiólogo Zhenka Aletaveloz opina que esta función no está clara en
absoluto, y cuando intento discutir basándome en argumentos de los folletos de la
sociedad El Conocimiento, Zhenka gruñe y me mira por encima del hombro. Su
capacidad de habla parece abandonarle.
Me da la sensación de que aún sabemos muy poco de las capacidades de los animales.
Solo hace poco se puso en evidencia que los peces y los animales marinos
intercambiaban señales por debajo del agua. Se escriben cosas muy interesantes
sobre los delfines. O, por ejemplo, cojamos al mono Rafail. Yo lo he visto con mis
propios ojos. Es verdad que no sabe hablar, pero ha desarrollado ciertos reflejos:
luz verde, un plátano; luz roja, descarga eléctrica. Y todo iba bien hasta que
encendieron la luz verde y la roja a la vez. Entonces Rafail reaccionó como Zhenka,
por ejemplo. Se enfadó muchísimo. Se tiró a la ventanilla donde estaba el
experimentador y empezó a escupir, chillando y gruñendo. Como aquel chiste de un
mono que le dice a otro: «¿Sabes lo que es un reflejo condicionado? Es cuando suena
un timbre y todos esos semimonos de batas blancas corren hacia nosotros con
plátanos y caramelos». Por supuesto, todo esto es demasiado complejo. La
terminología no está elaborada. En esas condiciones, uno se siente del todo
impotente cuando intenta resolver una cuestión relacionada con la psique y las
potencialidades de los animales. De todas formas, uno no se siente mejor cuando le
dan, digamos, un sistema de ecuaciones integrales de estadística estelar con
funciones desconocidas en la integral. Y por eso, lo más importante es pensar. Como
decía Pascal: «Aprendamos, pues, a pensar bien: he ahí el principio de la moral».
Salí a la avenida de la Paz y me detuve, atraído por un espectáculo insólito. Por
la calzada iba un hombre con banderines en las manos. A unos diez pasos por detrás,
rugiendo pesadamente, se arrastraba despacio un MAZ enorme y blanco con un remolque
colosal que parecía una cisterna plateada de la cual salía humo. En ella se leía:
«Inflamable», y a su izquierda y derecha rodaban despacio unos GAZ rojos de
incendios con los extintores en ristre. De cuando en cuando, un ruido distinto, tan
desagradable que helaba el corazón, se mezclaba con el rugido monótono del motor, y
unas lenguas amarillas de fuego se escapaban de las escotillas de la cisterna. Los
bomberos llevaban los cascos bien calados y sus caras se veían varoniles y duras.
Alrededor de la cabalgata corrían nubes de chiquillos que gritaban con voz
estridente: «¡Talín, talán, talón, se llevan al dragón!». Los adultos que pasaban
por la calle se apretujaban contra las tapias, medrosos. En su rostro se leía el
claro deseo de preservar su ropa de posibles daños.
—Se llevan a mi pariente —me dijo al oído una conocida voz grave.
Me giré. Detrás de mí estaba Naína Kíevna, triste, cargando con un cesto lleno de
paquetes azules de azúcar molido.
—Se lo llevan —repitió—. Todos los viernes se lo llevan…
—¿Adónde? —pregunté.
—Al campo de pruebas, señor. No dejan de hacer experimentos… No hay nada más que
hacerle.
—¿A quién se llevan, Naína Kíevna?
—¿Cómo que a quién? ¿No lo ves, o qué?
Se dio la vuelta y se fue, pero la alcancé.
—Naína Kíevna, le han dejado un telefonograma.
—¿De parte de quién?
—De Ce Eme Viy.
—¿Y qué dice?
—Tiene usted una reunión hoy —le informé, mirándola atentamente—. En el monte
Pelado. Hay que ir vestido de gala.
La vieja no escondió su alegría.
—¿De verdad? —dijo—. ¡Qué bien! ¿Y dónde está el telefonograma?
—En el distribuidor, al lado del teléfono.
—¿Y no han dicho nada de las cuotas de los miembros? —preguntó, bajando la voz.
—¿En qué sentido?
—Bueno, dicen que hay que liquidar la deuda de mil setecientos… —se interrumpió.
—No —dije—. No han dicho nada de eso.
—Bien. ¿Y del transporte? ¿Me llevarán en coche, o cómo?
—Deme, yo le llevo el cesto —me ofrecí, pero la vieja reculó.
—¿Para qué lo quieres? —preguntó con desconfianza—. Déjalo. No quiero. ¡Que lleve
él el cesto! Mira qué espabilado, el pimpollo…
No me gustan las viejas, pensé.
—Entonces, ¿qué pasa con el transporte? —repitió.
—Tiene que ir por su cuenta —dije con regocijo malsano.
—¡Ah, serán tacaños! —se lamentó la vieja—. Me han metido la escoba en el museo, no
me arreglan el mortero, nos hacen pagar una cuota de cinco rublos en billetes ¡y
encima nos hacen ir al monte Pelado por nuestra cuenta! Pues la cuenta sube mucho,
buen señor, mientras el taxi espera…
Refunfuñando y tosiendo, me dio la espalda y se marchó. Yo me froté las manos y
también seguí mi camino. Mis suposiciones se verificaban. El nudo de
acontecimientos asombrosos iba estrechándose cada vez con más fuerza. Y me da
vergüenza reconocerlo, pero me parecía mucho más interesante que el diseño de un
arco reflejo.
La avenida de la Paz ya estaba vacía. En un cruce se arremolinaba un grupo de
chavales que me pareció que jugaban al pardillo. Al verme dejaron de jugar y se me
acercaron. Tuve un mal presentimiento; los evité a toda prisa y me dirigí hacia el
centro. A mis espaldas oí un grito ahogado y entusiasta: «¡Figurín!». Apreté el
paso. «¡Figurín!», empezaron a gritar varias voces a la vez. Eché a correr. Detrás
de mí chillaban: «¡Figurííín! ¡Patiflaco! ¿Y el Victoria[*] de tu papá?». Los
transeúntes me miraban con compasión. En situaciones como estas siempre es mejor
meterse en algún sitio. Entré en una tienda que resultó ser un colmado, caminé a lo
largo del mostrador y pregunté si había azúcar. El surtido de embutidos y bombones
no era nada del otro mundo, pero el de los llamados productos del pescado superaba
todas las expectativas. ¡Cuántas clases de salmones y truchas! Me bebí un vaso de
agua con gas y me asomé a la calle. Los críos ya no estaban. Salí de la tienda y
seguí adelante.
Muy pronto a los cobertizos y a aquellas cabañas-fortificaciones de troncos los
sustituyeron casas modernas de dos pisos con jardincitos exteriores en los que
hormigueaban niños pequeños, las abuelas tejían prendas cálidas y los señores
mayores jugaban fuerte al dominó.
En el centro de la ciudad había una amplia plaza rodeada por edificios de dos y
tres plantas. La plaza estaba asfaltada, y en medio había un jardincillo verde. Por
encima de él se alzaba un gran cartel rojo en el que se leía: «Cuadro de honor», y
varios carteles más pequeños con esquemas y diagramas. Descubrí que Correos estaba
allí, en aquella plaza. Habíamos acordado con los chicos que el primero que llegase
a la ciudad dejaría en Correos una nota con sus señas. No había ninguna nota, y yo
dejé una carta en la que apunté mi dirección y explicaba cómo llegar a la cabaña de
las patas de gallina. Después decidí ir a desayunar.
Di una vuelta a la plaza y vi un cine donde daban Kozara; una librería cerrada por
inventario; el soviet de la ciudad, enfrente del cual había unos GAZ totalmente
cubiertos de polvo; el hotel Mar Gélido, todo ocupado, como de costumbre; dos
kioscos de agua con gas y helados; la tienda n° 2 y la droguería n° 18; el comedor
n° 11, que abría a las doce, y el bar n° 3, cerrado sin ninguna explicación.
Después descubrí la dependencia de la policía municipal, y me puse a charlar en la
entrada con un policía muy joven que tenía el grado de sargento, quien me explicó
dónde estaba la gasolinera y cuál era el camino de Lézhnev.
—¿Y dónde está su coche? —me preguntó, recorriendo la plaza con la mirada.
—En casa de unos conocidos —le respondí.
—Ah, en casa de unos conocidos —repitió con aire significativo.
Me dio la impresión de que tomaba nota de mí. Apocado, me despedí de él.
Al lado de la mole de tres pisos del CFR de Uniconabasinduspescasalada por fin
encontré una aseada y pequeña tetería, la n° 16-27. Se estaba bien allí. No había
mucha gente, y en efecto se bebía té y se hablaba de cosas comprensibles: que el
puente de Korobets se había derrumbado por fin y había que vadear el río; que
habían retirado el puesto del GAI[*] del kilómetro quince hacía ya una semana; que
«la chispa es una bestia que puede tumbar un elefante, pero no pilla ni papa»… Olía
a gasolina y a pescado asado. La gente que no estaba metida en ninguna conversación
miraba fijamente mis tejanos, y me alegré de llevar una mancha muy profesional en
el trasero: de manera muy oportuna, dos días antes me había sentado encima de una
jeringa de lubricar.
Me serví un plato hasta arriba de pescado asado, tres vasos de té y tres bocadillos
de lomo de pescado ahumado; pagué con la calderilla de cobre de la vieja («¿Ha
estado pidiendo en la puerta de la iglesia?», dijo la dependienta), me senté en un
rincón apartado y me puse a comer, estudiando con placer a aquellas gentes de voz
ronca y fumadora. Daba gusto observar con cuántas ganas comían, fumaban y hablaban
aquellas personas morenas, independientes y fibradas que habían visto tanto mundo.
Aprovechaban hasta la última gota de su descanso antes de subir a la cabina
bochornosa y sufrir las largas horas de camino tedioso y traqueteante entre el
polvo y bajo el sol. Si no fuera programador, sin duda sería conductor, pero no
trabajaría en un coche de transporte de pasajeros, ni siquiera en un autobús, sino
en algún monstruo de carga a cuya cabina se tuviera que subir por una escalera y
cuyas ruedas hubiera que cambiar con una grúa pequeña.
En la mesa de al lado había dos jóvenes que no parecían conductores; por eso no les
había prestado atención al principio. Ellos tampoco se habían fijado en mí. Pero
cuando me acabé el segundo vaso de té, llegó hasta mí la palabra «sofá». Y cuando
uno de ellos dijo: «… Entonces no se entiende para qué existe esta Cadepatiga»,
agucé el oído. Por desgracia hablaban en voz baja, y yo estaba de espaldas a ellos,
así que los oía muy mal. Pero las voces me parecieron familiares.
—… ninguna tesis… solo el sofá…
—¿… para uno tan peludo?
—… el sofá… el decimosexto grado…
—… en la transgresión solo hay catorce reglas…
—… es más fácil diseñar un traductor…
—¡… qué más da quien se ría!…
—… te regalaré una navaja de afeitar…
—… no podemos sin el sofá…
Entonces, uno de los dos empezó a carraspear de una manera que me era tan conocida
que de repente me acordé de la noche que había pasado y me giré, pero ya se
dirigían hacia la puerta. Eran dos muchachos robustos de hombros anchos y pescuezos
de deportista. Los vi aún unos instantes por la ventana; cruzaron la plaza,
rodearon el parquecillo y desaparecieron tras los diagramas. Me terminé el té y los
bocadillos y también salí. Al parecer, el sofá los tiene inquietos, pensaba. La
sirena no les inquieta. El gato parlante no les interesa. Y sin el sofá, al
parecer, no pueden… Intenté recordar cómo era el sofá, pero no pude acordarme de
nada especial. Era un sofá como cualquier otro. Era bueno. Cómodo. Solo que se
soñaba una realidad extraña en él.
Habría sido genial volver a casa y sumergirse en todos aquellos asuntos del sofá,
experimentar con el libro cambiante, hablar con el gato Vasili sin ambages e
investigar si en la cabaña de las patas de gallina había alguna otra cosa
interesante. Pero me esperaba mi Moskvich y era imprescindible hacerle tanto el MD
como el ST. Tal vez podía resignarme al MD, pues no era más que el Mantenimiento
Diario: sacudir las alfombrillas y lavar la carrocería con chorros de agua a
presión. En caso de necesidad, ese lavado podía sustituirse por la opción más pobre
de echar agua con una regadera o un cubo. Pero el ST… Para un chico pulcro y aseado
como yo era terrible pensar en el ST en un día tórrido como aquel. Porque ST no era
otra cosa que el Servicio Técnico, el cual consistía en tumbarse debajo del
automóvil con el inyector de aceite en las manos y verter poco a poco el contenido
del inyector a partes iguales tanto a las válvulas del aceite como a mi cara.
Debajo del automóvil uno se agobia y se muere de calor, y los bajos están cubiertos
de una capa gruesa de barro seco… En definitiva, no tenía muchas ganas de ir a
casa.
IV.

¿Quién se atreve a insultamos con esta burla blasfema? ¡Cogedlo y arrancadle la


máscara para que sepamos a quién tenemos que colgar al alba en las almenas!

E. A. POE
ME COMPRÉ EL PRAVDA DE HACÍA DOS DÍAS, ME BEBÍ un vaso de agua con gas y me acomodé
en un banco del parque, a la sombra del cuadro de honor. Eran las once de la
mañana. Hojeé con atención el periódico. Dediqué a ello siete minutos. Después leí
el artículo sobre la hidroponía, el artículo satírico sobre los tomajones de Kansk
y una larga carta al director de los trabajadores de una fábrica química. Esto me
ocupó solamente veintidós minutos. Podría ir al cine, pensé, pero ya había visto
Kozara, una vez en el cine y otra en la tele. Entonces decidí ir a beber agua,
doblé el periódico y me levanté. De todas las monedas que me había dado la vieja,
solo me quedaba en el bolsillo una moneda de cinco kopeks. Me la gastaré en tomar
algo, decidí. Me bebí un vaso de agua con sirope, cogí el kopek de cambio y me
compré en el quiosco de al lado una cajita de cerillas. Estaba claro que no tenía
nada más que hacer en el centro de la ciudad. Así que me fui adonde me llevó el
viento: a una calle estrecha entre la tienda n° 2 y el comedor n° 11.
Casi no había transeúntes en aquella calle. Por mi lado pasó un gran camión
polvoriento con un tráiler retumbante. El conductor, con el codo y la cabeza fuera
de la ventanilla, miraba con cansancio la calle de adoquines. La calle descendía y
torcía bruscamente a la derecha; en el recodo, al lado de la acera, sobresalía del
suelo un extraño cañón de hierro fundido, cuya boca estaba tapada con tierra y
colillas. Al poco, la calle terminaba en un despeñadero que daba al río. Me senté
en el borde del despeñadero y disfruté del paisaje; después crucé al otro lado y
regresé despacio.
Qué interesante: ¿dónde se había metido aquel camión?, pensé repentinamente. No
había ninguna bajada hacia el río. Miré a ambos lados de la calle buscando una
portalada y descubrí una casita pequeña pero muy extraña, embutida entre dos
sombríos cobertizos de ladrillo. Las ventanas de la planta baja estaban condenadas
con barras de hierro y pintadas hasta la mitad con yeso. La casa no tenía puerta.
Me di cuenta porque el letrero que suele colocarse en la portalada o la entrada
colgaba allí entre dos ventanas. El letrero decía: «AC URSS NICASO». Me alejé hasta
el centro de la calle: sí, dos pisos, diez ventanas en cada uno y ni una puerta. A
la izquierda y a la derecha, totalmente pegados, estaban los cobertizos. NICASO,
pensé. Nuevo Instituto Científico de… ¿ASO? ¿Qué quería decir? ¿Armamento
Sofisticado y Organizado? ¿Amantes de Sopistas Orientales? La casa de las patas de
gallina, me acordé, es el museo de este NICASO. Mis compañeros de viaje seguramente
trabajan aquí. Y los de la tetería, también… Del techo del edificio se levantó una
bandada de cuervos que se pusieron a dar vueltas sobre la calle, graznando. Me di
la vuelta y desanduve el camino hasta la plaza.
Somos unos materialistas ingenuos, pensaba. Unos racionalistas. Queremos que todo
se explique inmediatamente de manera racionalista, es decir, que se acople a
puñados de hechos ya conocidos. Pero ninguno de nosotros tenemos ni pizca de
dialéctica. A nadie le pasa por la cabeza que entre los hechos conocidos y ciertos
fenómenos nuevos puede haber un mar de cosas desconocidas, por lo que declaramos
que el fenómeno nuevo es sobrenatural y, por consiguiente, imposible. Por ejemplo,
¿cómo habría recibido el maître Montesquieu la noticia de que un muerto hubiera
vuelto a la vida después de cuarenta y cinco minutos de haberle registrado el paro
cardíaco? Seguramente, con uñas y dientes. O más propiamente, con un florete. Lo
habría tildado de oscurantismo y clericalismo, si es que se dignaba prestar
atención a aquella noticia. Y si hubiera pasado delante de sus ojos, se habría
encontrado ante una situación realmente difícil. Como yo en aquellos momentos, pero
ya estaba más acostumbrado. Sin embargo, él tendría que haber considerado la
resurrección como un engaño, haber renunciado a fiarse de sus propios sentidos o
haber renunciado al materialismo. Lo más probable es que hubiera considerado la
resurrección como un engaño. Pero hasta el final de sus días, el recuerdo de aquel
hábil truco le importunaría el pensamiento como una mota de polvo en el ojo…
Nosotros, por el contrario, somos hijos de otro siglo. Hemos visto de todo: la
cabeza viva de un perro cosida al cuello de otro perro vivo, un riñón artificial
grande como un armario, una mano muerta de hierro dirigida por nervios vivos y
gente que puede comentar despreocupadamente: «Eso fue después de que muriera la
primera vez…». Sí, en nuestros días, Montesquieu no tendría muchas oportunidades de
seguir siendo materialista. ¡Pero nosotros lo seguimos siendo, y no pasa nada! Es
cierto que a veces se hace difícil, cuando de improviso un viento casual nos trae
unos pétalos extraños a través del océano de lo desconocido, procedentes de
continentes infinitos y exóticos. Y sucede con especial frecuencia cuando se
encuentra algo distinto de lo que se buscaba. Dentro de poco, en los museos
zoológicos aparecerán animales extraordinarios, los primeros de Marte o Venus. Por
supuesto, los miraremos con la boca abierta y nos daremos una palmada en las
caderas, pero en realidad esperamos esos animales desde hace mucho tiempo y estamos
preparadísimos para recibirlos. Nos sorprendería y nos decepcionaría más que no
encontraran dichos animales o que resultaran parecidos a nuestros gatos y perros.
La ciencia en la que tanta fe tenemos (una fe ciega, a menudo) casi siempre nos
prepara con mucha anticipación para milagros futuros, y el choque psicológico surge
solo cuando tropezamos con algo que no estaba predicho: un agujero en la cuarta
dimensión, comunicación biológica por radio o un planeta con vida… O una cabaña con
patas de gallina. Sí que tenía razón Román cuando decía que allí, en su ciudad,
había un montón de cosas muy, muy interesantes…
Salí a la plaza y me detuve delante del quiosco del agua con gas. Recordaba
perfectamente que no tenía monedas y sabía que tenía que cambiar un billete, y ya
tenía preparada una sonrisa servicial, porque las vendedoras de agua con gas no
soportaban cambiar billetes. Pero encontré en el bolsillo una moneda de cinco
kopeks. Me sorprendí y me alegré; a decir verdad, más me alegré que me sorprendí.
Me bebí el agua con gas con sirope, cogí el kopek mojado de cambio y charlé con la
vendedora del tiempo. Después me dirigí decididamente a casa para terminar cuanto
antes con el MD y el ST, y así poder ocuparme de explicaciones racionales y
dialécticas. Me metí el kopek en el bolsillo y me paré en seco al descubrir que aún
tenía otra moneda de cinco. La saqué y la observé. Estaba un poco húmeda y llevaba
escrito: «5 kopeks 1961», y el 6 estaba atravesado por una rajita. Puede que no
hubiera prestado más atención a aquel suceso insignificante si no hubiera sido por
aquella sensación momentánea que ya conocía, como estuviera en dos sitios a la vez:
plantado en la avenida de la Paz y sentado en el sofá mirando el perchero con cara
de estúpido. Pero igual que antes, cuando sacudí la cabeza, la sensación
desapareció.
Caminé despacio un ratito más, lanzando distraídamente la moneda hacia arriba y
volviéndola a coger (siempre me caía en la palma por el lado de la cruz), e intenté
concentrarme. Después vi el colmado donde me había refugiado de los niños y entré.
Sosteniendo la moneda entre dos dedos me dirigí directamente al mostrador, donde
vendían zumo y agua, y me bebí un vaso sin sirope, ya a desgana. Luego, apretando
el cambio en el puño, me retiré a un lado y me registré el bolsillo.
Era una de aquellas ocasiones en las que no existía choque psicológico. Más bien me
habría sorprendido si la moneda de cinco no hubiera estado allí. Pero ahí estaba:
húmeda, de 1961, con una rajita encima del 6. Me empujaron y me preguntaron si
estaba dormido. Resultó que estaba en la cola de la caja. Yo contesté que no estaba
dormido y saqué un tique para tres cajitas de cerillas. Mientras estaba en la cola
para coger las cerillas, descubrí que la moneda volvía a estar en el bolsillo.
Estaba la mar de tranquilo. Me dieron las tres cajitas, salí de la tienda, volví a
la plaza e hice un experimento.
El experimento me ocupó cerca de una hora. Durante aquel intervalo di diez vueltas
a la plaza, me harté de agua, cajas de cerillas y periódicos, charlé con todos los
vendedores y vendedoras y llegué a una serie de conclusiones interesantes. La
moneda volvía cuando se pagaba con ella. Sí se la lanzaba, se caía o se perdía, se
quedaba en el sitio donde había caído. La moneda volvía al bolsillo en el momento
en que el cambio pasaba de la mano del vendedor a la del comprador. Si en aquel
momento se tenía una mano en un bolsillo, la moneda aparecía en el otro. En el
bolsillo cerrado con cremallera no aparecía nunca. Si se tenían las manos metidas
en ambos bolsillos y se retiraba el cambio con el codo, la moneda podía aparecer en
cualquier parte del cuerpo (en mi caso, la encontré en una bota). No pude observar
con mis propios ojos cómo desaparecía la moneda del platillo con calderilla del
mostrador: se perdía entre las demás, y en el platillo no tenía lugar ningún
movimiento en el momento en que la moneda pasaba al bolsillo.
Así pues, nos enfrentábamos a la comúnmente llamada moneda introcable de cinco
kopeks en pleno proceso de actividad. El hecho de que no se pudiera trocar no me
interesaba en exceso. Mi imaginación se despertaba sobre todo por la posibilidad de
la traslación extraespacial de los cuerpos materiales. Tenía muy claro que el
misterioso tránsito de la moneda desde el vendedor hasta el comprador no se
presentaba de otra forma que como un fenómeno particular del ya consabido
transporte nulo, también conocido por los aficionados a la ciencia ficción con los
nombres de hipertránsito, salto repagular, fenómeno de Tarantoga… Las perspectivas
que se abrían eran fascinantes.
No tenía ningún instrumento. Uno de esos termómetros sencillos de laboratorio
podría haberme proporcionado mucha información, pero no tenía ni eso. Me veía
forzosamente limitado a observaciones visuales netamente subjetivas. Empecé mi
última vuelta a la plaza con el siguiente ejercicio en mente: «Poner la moneda al
lado del platillo de las monedas, y en la medida de lo posible impedir que el
vendedor la mezcle con las otras hasta que no me dé el cambio. Después, observar
visualmente el proceso de traslación de la moneda en el espacio, y al mismo tiempo
intentar determinar al menos cualitativamente el cambio de temperatura del aire
cercano a la supuesta trayectoria del movimiento». Sin embargo, el experimento fue
abortado desde el principio.
Cuando me acerqué a la vendedora Mania, me estaba esperando aquel mismo policía
jovencito con grado de sargento.
—Muy bien —dijo en tono muy profesional.
Yo lo miré con cara pelotillera, oliéndome lo peor.
—Por favor, sus documentos, ciudadano —dijo el policía, haciendo el saludo militar
y mirando detrás de mí.
—¿Qué ocurre? —pregunté, sacando el pasaporte.
—Deme la moneda de cinco kopeks —dijo el policía, cogiendo el pasaporte.
En silencio, le di la moneda. Mania me miraba con ojos furiosos. El policía examinó
la moneda y pronunció con satisfacción: «Ajá…». Abrió el pasaporte y lo estudió
como un bibliófilo estudia un incunable raro. Yo esperaba, angustiado. Una multitud
se formó a mi alrededor, de la cual salían las más variadas opiniones sobre mi
persona.
—Tendrá que acompañarme —dijo por fin el policía.
Nos fuimos. La multitud nos escoltó especulando con estrambóticas variantes de mi
penosa biografía y formulando una serie de hipótesis que desembocaron en un juicio
popular improvisado.
En la comisaría, el sargento entregó la moneda y el pasaporte al teniente de
guardia, quien la examinó y me invitó a sentarme, cosa que hice.
—Deme la calderilla —dijo el teniente con despreocupación, y también se enfrascó en
el estudio del pasaporte. Me saqué del bolsillo las monedas—. Cuéntelas, Kovaliov —
añadió.
Dejó el pasaporte a un lado y me miró a los ojos.
—¿Ha comprado muchas cosas? —preguntó.
—Sí —respondí.
—Démelas también.
Coloqué en la mesa, delante de él, cuatro números del Pravda, tres números del
periódico local El Pescador, dos números de El Periódico Literario, ocho cajitas de
cerillas, seis caramelos de café Llavecita Dorada y un cepillo rebajado para
limpiar hornillos.
—El agua no se la puedo dar —dije secamente—. Cinco vasos con sirope y cuatro sin.
Empecé a entender qué estaba pasando. Me sentí terriblemente incómodo y se me hacía
muy desagradable pensar que tenía que justificarme.
—Setenta y cuatro kopeks, camarada teniente —informó el joven Kovaliov.
El teniente contemplaba con aire pensativo la pila de periódicos y las cajas de
cerillas.
—¿Se estaba divirtiendo, o qué? —me preguntó.
—O qué —respondí, sombrío.
—Ha sido imprudente —dijo el teniente—. Ha sido imprudente, ciudadano. Explíquese.
Se lo expliqué. Al final del relato le pedí encarecidamente que no considerara mis
acciones como un intento de ahorrar dinero para un Zaporózhets. Las orejas me
ardían. El teniente sonrió.
—¿Y por qué no? —inquirió—. Alguna vez nos hemos encontrado con alguien que usaba
este método.
Me encogí de hombros.
—Le aseguro que esa idea ni siquiera podría pasárseme por la cabeza… ¡Ni podría
pasárseme, ni se me ha pasado!
El teniente guardó silencio un buen rato. El joven Kovaliov cogió mi pasaporte y de
nuevo se puso a estudiarlo.
—Además, sería muy extraño suponer que… —dije, confuso—. Vaya empresa más
delirante… Ahorrar kopek a kopek… —Otra vez me encogí de hombros—. Es mejor pedir
en la puerta de la iglesia, como suele decirse…
—Nosotros luchamos contra la mendicidad —dijo el teniente significativamente.
—Claro, es lo correcto y natural… Lo que pasa es que no entiendo qué tiene que ver
conmigo, y… —Me di cuenta de que me encogía de hombros demasiadas veces, y me
prometí que no lo haría más en lo sucesivo.
El teniente volvió a guardar silencio durante una eternidad, examinando la moneda.
—Hay que redactar un informe —dijo por fin.
—Claro, faltaría más… —dije, encogiéndome de hombros—. Pero… —No sabía qué quería
decir en realidad con aquel «pero».
El teniente se me quedó mirando unos instantes esperando la continuación. Sin
embargo, yo estaba intentando imaginar a qué artículo del código penal
correspondían mis acciones. Él se acercó un papel y se puso a escribir.
El joven Kovaliov volvió a su puesto. El teniente arañaba el papel con la pluma y
la mojaba constantemente en el tintero, dando golpecitos. Me senté mirando como un
bobo los carteles colgados en las paredes y me imaginé con indolencia con que
Lomonósov, por ejemplo, si hubiera estado en mi lugar, le habría arrebatado el
pasaporte y habría saltado por la ventana. ¿Cuál es el quid de la cuestión, en
definitiva?, pensé. El quid era que la propia persona no se considera culpable. En
este sentido yo no era culpable. Pero está visto que la culpabilidad puede ser
objetiva y subjetiva. Y los hechos eran los hechos: todas aquellas monedas, setenta
y cuatro kopeks en total, eran, jurídicamente, el resultado de un robo llevado a
cabo con ayuda de un medio técnico: la moneda mágica.
—Léalo y fírmelo —dijo el teniente.
Leí el papel. Del acta se desprendía que yo, el abajo firmante, Priválov, A. I.,
por procedimientos desconocidos por mí había entrado en posesión del modelo vigente
de moneda mágica de cinco kopeks GOST[*] 718-62 y había hecho un mal uso de ella;
que yo, el abajo firmante Priválov, A. I., afirmaba que mis acciones estaban
orientadas a experimentar científicamente y carecían de toda intención fraudulenta;
que estaba dispuesto a compensar al gobierno los daños ocasionados con la cantidad
de un rublo cincuenta y cinco kopeks, y que yo, finalmente, en correspondencia con
la disposición del soviet municipal de Solovets del 22 de marzo de 1959, entregaba
el indicado modelo vigente de moneda mágica de cinco kopeks al teniente de guardia
del departamento, Serguienko, U. U., y recibía a cambio cinco kopeks en monedas de
curso legal en el territorio de la Unión Soviética. Firmé.
El teniente comprobó mi firma con la del pasaporte, volvió a contar con atención
las monedas, llamó a algún sitio con el fin de precisar el coste de los caramelos
de café y el cepillito para el hornillo, hizo un recibo y me lo dio junto a los
cinco kopeks en monedas de curso legal. También me devolvió los periódicos, las
cerillas, los bombones y el cepillo.
—El agua se la ha bebido, según ha reconocido usted mismo —añadió—. En total serán
ochenta y un kopeks.
Sintiendo un alivio abismal, pagué la deuda. El teniente volvió a hojear
atentamente el pasaporte y me lo devolvió.
—Puede marcharse, ciudadano Priválov —dijo—. Y a partir de ahora vaya con más
cuidado. ¿Se quedará mucho tiempo en Solovets?
—Mañana me voy.
—Pues hasta mañana vaya con más cuidado.
—Oh, no lo dude —dije guardándome el pasaporte. Entonces, obedeciendo a un impulso,
le pregunté con voz más baja—: Dígame, camarada teniente, ¿no se le hace un poco
extraño lo que pasa aquí, en Solovets?
El teniente ya estaba mirando otros papeles.
—Hace tiempo que estoy aquí —respondió distraídamente—. Estoy acostumbrado.
V.

—¿Y usted cree en fantasmas? —preguntó uno de los oyentes al conferenciante.


—Claro que no —respondió el conferenciante, y desapareció lentamente en el aire.

HISTORIA VERDADERA
HASTA LA NOCHE PROCURÉ SER MUY PRUDENTE. De la comisaría de policía me dirigí
directamente a casa, a la calle Ensenada, y me metí enseguida debajo del coche.
Hacía mucho calor. Por el oeste se arrastraba despacio una nube negra y
amenazadora. Mientras estaba tumbado debajo del coche echándome aceite por encima,
la vieja Naína Kíevna, que de repente estaba muy zalamera y amable, quiso camelarme
dos veces para que la llevara al monte Pelado.
—Dicen, buen señor, que no es bueno que el coche esté parado mucho tiempo —me
arrullaba con su voz chirriante, atisbando por debajo del parachoques delantero—.
Dicen que hay que moverlo. Yo te pagaría, claro, no lo dudes…
No tenía ninguna gana de ir al monte Pelado. En primer lugar, mis amigos podían
llegar en cualquier momento. En segundo lugar, la vieja aún me era más desagradable
en su variante arrulladora que en la refunfuñona. Además, como me enteré más tarde,
hasta el monte Pelado había noventa verstas, y cuando le pregunté si el camino
estaba bien, declaró alegremente que no me preocupara: el camino era llano, pero si
se daba el caso, ella misma empujaría el coche. («No te dejes engañar por mi vejez,
señor, que aún estoy fuerte.») Después de un primer asalto infructuoso, la vieja
desistió por un tiempo y se fue a la cabaña. Entonces el gato Vasili se metió
debajo del coche. Durante un momento siguió con mirada atenta los movimientos de
mis manos, y luego dijo a media voz, pero claramente: «No te lo aconsejo,
ciudadano… Meee… No te lo aconsejo. Te comerán». Después se alejó rápidamente con
la cola temblorosa. Yo tenía la intención de seguir siendo muy prudente, y por eso,
cuando la vieja volvió en un segundo asalto, le pedí el exorbitante precio de
cincuenta rublos para terminar con aquello de una vez. Ella desistió en seco con
una mirada respetuosa.
Hice el MD y el ST, fui a poner gasolina con la mayor de las prudencias, comí en el
comedor n° 11, y otra vez el vigilante Kovaliov sometió mi documentación a examen.
Para quedarme con la conciencia tranquila, le pregunté cómo era la carretera al
monte Pelado. El joven sargento me miró con mucha desconfianza.
—¿La carretera? ¿Qué está diciendo, ciudadano? ¿Qué carretera? No hay ninguna
carretera.
Volví a casa bajo una lluvia torrencial.
La vieja se había marchado. El gato Vasili había desaparecido. En el pozo cantaban
a dos voces, cosa que resultaba espantosa y triste. Al poco, el aguacero se
transformó en una llovizna molesta. Oscureció.
Me metí en mi habitación y traté de experimentar con el libro cambiante. Sin
embargo, algo no funcionaba. Quizás no estaba haciendo lo que convenía o el tiempo
influía en él, pero la cuestión era que, por más que me las ingenié, se quedó tal
como estaba: como los Ejercicios prácticos de sintaxis y puntuación de F. F.
Kuzmín. Era impensable leer aquel libro, así que probé suerte con el espejo. Pero
este solo reflejaba lo normal y no decía nada. Entonces me tumbé en el sofá, y ahí
me quedé.
El aburrimiento y el rumor de la lluvia pronto hicieron que me adormeciese. De
repente sonó el teléfono. Salí al distribuidor y lo cogí.
—¿Diga?
No contestaron, y solo se oía un chisporroteo.
—¿Diga? —repetí, y soplé en el auricular—. Apriete la tecla.
No hubo respuesta.
—Dele un golpe al aparato —aconsejé. No se oía nada. Soplé otra vez, tiré del cable
y dije—: Vuelva a llamar desde otro aparato.
Entonces salió una respuesta brusca del auricular:
—¿Eres Alexandr?
—Sí. —Estaba sorprendido.
—¿Por qué no contestas?
—Sí que he contestado. ¿Quién es?
—Es Petrovski quien te molesta. Baja al taller de salazón y di al maestro que me
llame.
—¿A qué maestro?
—¿Quién hay hoy ahí?
—No sé…
—¿Qué quiere decir que no lo sabes? ¿Eres Alexandr?
—Escuche, ciudadano —dije—. ¿A qué número llama?
—Al setenta y dos… ¿Es el setenta y dos?
Yo no lo sabía.
—Se ve que no —dije.
—¿Y por qué dice que es usted Alexandr?
—¡Porque me llamo Alexandr!
—¡Caray! ¿Es el complejo?
—No, esto es el museo.
—Ah… Entonces discúlpeme. No puede avisar al maestro…
Colgué el auricular. Estuve un rato allí de pie, mirando el distribuidor. Tenía
cinco puertas: la de mi habitación, la del patio, la de la habitación de la vieja,
la del baño y la quinta, ferrada y con un candado enorme. Qué aburrimiento, pensé.
Estoy solo. Y la bombilla es muy débil y está llena de polvo… Volví a mi habitación
arrastrando los pies y me detuve en el umbral.
El sofá no estaba.
El resto de cosas estaban exactamente como antes: la mesa, la estufa, el espejo, el
perchero y el taburete. El libro estaba en el antepecho tal como lo había dejado.
Pero en el trozo de suelo donde antes estaba el sofá solo había un rectángulo lleno
de polvo y suciedad. Luego vi la ropa de cama, debajo del perchero, doblada
cuidadosamente.
—El sofá estaba aquí hace un momento —dije en voz alta—. Estaba tumbado en él.
Algo había cambiado en la casa. La habitación se había llenado de un ruido
indistinto. Alguien hablaba, y se oían música, risas, toses, pisadas… Una sombra
vaga cubrió un instante la luz de la lámpara y las tablillas del suelo crujieron
estrepitosamente. De repente noté un olor de farmacia, y un soplo frío me dio en la
cara. Retrocedí. Entonces alguien llamó a la puerta de forma fuerte y precisa. Los
ruidos cesaron. Miré el lugar donde había estado el sofá y salí de nuevo al zaguán
para abrir la puerta.
Enfrente de mí, bajo la fina lluvia, había un hombre no muy alto y elegante con una
capa corta de color crema perfectamente limpia y el cuello levantado. Se quitó el
sombrero.
—Discúlpeme, Alexandr Ivánovich —dijo con circunspección—. ¿Podría concederme cinco
minutos para hablar con usted?
—Claro —repuse, perplejo—. Pase…
Era la primera vez en la vida que veía a aquel hombre, y pensé si no tendría algo
que ver con la policía local. El desconocido entró en el recibidor y se dirigió
directamente a mi habitación. No sé por qué le interrumpí el paso; seguramente no
quería que me preguntaran por del polvo y la suciedad del suelo.
—Perdone —balbucí—, ¿podemos hablar aquí? Mi habitación está muy desordenada. Y no
hay donde sentarse.
El desconocido levantó la cabeza bruscamente.
—¿Cómo? ¿No hay sitio? —preguntó en voz baja—. ¿Y el sofá?
Nos miramos a los ojos unos momentos, en silencio.
—Mmm… El sofá, ¿qué? —pregunté en un susurro sin saber por qué.
El desconocido bajó los párpados.
—Ah, ¿así está la cosa? —repuso lentamente—. Entiendo. Qué pena. Bueno, pues
disculpe…
Saludó cortésmente, se puso el sombrero y se dirigió resueltamente a la puerta del
lavabo.
—¿Adónde va? —grité—. ¡No es por ahí!
Sin volverse, el desconocido murmuró: «Ah, es igual», y cerró la puerta a sus
espaldas. Le encendí la luz mecánicamente, esperé un poco, agucé el oído y después
abrí la puerta de un tirón. En el baño no había nadie. Saqué lentamente un
cigarrillo y lo encendí. El sofá, pensé. ¿Qué pinta el sofá en todo esto? Nunca he
oído ningún cuento sobre sofás. Estaba la alfombra voladora. Estaba el mantel
maravilloso. El gorro invisible, las botas de siete leguas y el gusli que sonaba
solo. El espejito mágico. Pero nunca hubo un sofá mágico. Los sofás son para
sentarse o tumbarse; son algo sólido y corriente… ¿Qué historia fantástica podría
inspirarse en un sofá?
Volví a la habitación y vi al Hombrecillo Pequeño. Estaba sentado en la parte
superior de la estufa, a ras de techo, encogido en una pose bastante incómoda.
Tenía la cara llena de arrugas, iba sin afeitar y sus orejas eran peludas y grises.
—Buenas tardes —dije, cansado.
El Hombrecillo Pequeño retorció la boca en un gesto de dolor.
—Buenas tardes —dijo—. Perdone, por favor, pero no sé cómo he aparecido aquí… He
venido por el sofá.
—Pues ha llegado usted tarde —respondí, sentándome a la mesa.
—Ya lo veo —dijo el Hombrecillo suavemente, y empezó a revolverse con torpeza. Cayó
un poco de cal.
Yo fumaba, observándolo pensativo. El Hombrecillo Pequeño miraba hacia abajo,
inseguro.
—¿Necesita ayuda? —le pregunté, moviéndome.
—No, gracias —respondió el Hombrecillo con melancolía—. Mejor bajo yo solo…
Manchándose de tiza, llegó con cautela al borde del poyo de la estufa, se preparó
patosamente para el salto y se tiró de cabeza abajo. El corazón me dio un vuelco,
pero el Hombrecillo quedó suspendido en el aire y cayó despacio, abriendo
convulsivamente los brazos y las piernas. No es que fuera muy estético, pero sí
gracioso. Aterrizó de cuatro patas, se levantó y se secó con la manga la cara
húmeda.
—Qué viejo soy ya —dijo con voz ronca—. Hace cien años o, pongamos, en la época de
Gonzast, por este descenso me habrían quitado el diploma. Puede estar seguro,
Alexandr Ivánovich.
—¿El diploma de qué? —pregunté, encendiéndome otro cigarrillo.
Pero no me escuchaba. Se sentó en el taburete enfrente de mí y continuó
lamentándose:
—Antes levitaba como Zex. Pero ahora, perdone, no puedo ni quitarme los pelos de
las orejas. Parezco tan desaliñado… Pero ¿y si no se tiene talento? Uno está
rodeado de una cantidad increíble de tentaciones, de graduaciones de toda clase,
títulos y premios, ¡pero no hay talento! A muchos nos crece demasiado al hacernos
viejos. A los grandes esto no les pasa, por supuesto. Gian Giacomo, Cristóbal
Junta, Giuseppe Balsamo o, pongamos, el camarada Kivrin Fiódor Simeónovich… ¡Ni
rastro de pelo! —Me miró, triunfante—. ¡Ni un pelo! Una piel lisa, una finura y una
esbeltez…
—Disculpe —dije—. Ha dicho usted Giuseppe Balsamo… ¡Pero ese no es otro que el
conde de Cagliostro! Y según Tolstói, el conde estaba gordo y era bastante feo…
El Hombrecillo Pequeño me miró con lástima y me sonrió con indulgencia.
—Sencillamente, usted no está bien informado, Alexandr Ivánovich —dijo—. El conde
de Cagliostro no es en absoluto la misma persona que el gran Balsamo. Es… Cómo le
diría yo… Es una copia bastante poco afortunada. Balsamo, en su juventud, hizo
matrices de sí mismo. Tenía un talento excepcional, realmente excepcional, pero ya
sabe cómo suelen hacerse estas cosas cuando uno es joven… Más deprisa, más
gracioso, de cualquier manera, y luego sale como sale… Sí, señor… Nunca diga que
Balsamo y Cagliostro son la misma persona. Puede resultar incómodo.
Me sentí incómodo.
—Claro —dije—. No soy un especialista, por supuesto. Pero… Perdóneme la
indiscreción: ¿qué pasa aquí con el sofá? ¿Quién lo necesita?
El Hombrecillo Pequeño se estremeció.
—Una presunción imperdonable —dijo en voz alta y se levantó—. Cometí un error y
estoy dispuesto a confesar sin vacilaciones. Cuando semejantes gigantes… Y hasta
esos chicos insolentes… —Se puso a hacer reverencias con las manos blancas en el
corazón—. Discúlpeme, Alexandr Ivánovich, le he molestado sobremanera… Le pido
categóricamente perdón de nuevo y lo abandono inmediatamente. —Se acercó a la
estufa y miró hacia arriba receloso—. Soy viejo, Alexandr Ivánovich —añadió con un
pesado suspiro—. Un viejecito…
—Tal vez le sería más cómodo salir… por… eh… Antes que usted vino un camarada y lo
usó.
—¡Ih, ih, amigo! ¡Ese debía de ser Cristóbal Junta! Para él no es nada colarse por
el alcantarillado una decena de leguas… —El Hombrecillo Pequeño hizo un ademán
doloroso con la mano—. Yo soy más sencillo… ¿Se ha llevado el sofá con él o lo ha
transgredido?
—No… No lo sé —dije—. El hecho es que él también ha llegado tarde.
Estupefacto, el Hombrecillo Pequeño se tiró de los pelos de la oreja derecha.
—¿Ha llegado tarde? ¿Él? Increíble… De todas formas, ¿acaso usted y yo podemos
juzgar la situación? Hasta la vista, Alexandr Ivánovich, sea tan amable de
perdonarme.
Con un visible esfuerzo atravesó la pared y desapareció. Tiré la colilla a los
escombros del suelo. ¡Vaya con el sofá! No era un simple gato parlante. Era algo
más importante; un verdadero drama. Puede que fuera incluso un drama de ideas. Y
tal vez llegarían más… Que también llegarían tarde. Seguro que vendrían. Miré los
escombros. ¿Dónde había visto yo una escoba?
La escoba estaba al lado del tonel del teléfono. Estaba barriendo la basura y el
polvo cuando de improviso algo se enganchó pesadamente en la escoba y la arrastró
hasta el centro de la habitación. Miré y vi que se trataba de un cilindrito
brillante y alargado del tamaño del dedo índice. Lo toqué varias veces con la
escoba. El pequeño cilindro se balanceó; se oyó un crujido seco, y la habitación se
llenó de olor de ozono. Dejé la escoba y cogí el cilindro. Era liso, perfectamente
pulido y caliente al tacto. Le di unos golpecitos con la uña y crujió otra vez. Le
di la vuelta para examinarle el otro extremo, y sentí que el suelo se movía bajo
mis pies. Todo empezó a dar vueltas. Me di un golpe muy doloroso en los talones con
algo, luego en el hombro y en la coronilla; solté el cilindro y me caí. Estaba muy
atontado y tardé en darme cuenta de que estaba tumbado en un estrecho hueco entre
la estufa y la pared. Encima de mi cabeza se mecía la bombilla. Levanté los ojos y,
con gran sorpresa, descubrí en el techo las huellas de las suelas rayadas de mis
botas. Con un gemido, salí del hueco y me miré las plantas de los pies. Tenía tiza
en ellas.
—Vaya —pensé en voz alta—. ¡Estaría bien no acabar en el alcantarillado!
Busqué el cilindro con la mirada. Estaba apoyado en un extremo, rozando el suelo en
una posición que excluía toda probabilidad de equilibrio. Me acerqué con cautela y
me puse a su lado en cuclillas. El pequeño cilindro crujía ligeramente y se
balanceaba. Me quedé un buen rato mirándolo con el cuello tirante, y luego le
soplé. El cilindro se meció con más intensidad, se ladeó, y entonces a mi espalda
oí un graznido ronco y noté una ráfaga de viento. Me giré para mirar y me quedé
sentado de culo en el suelo. En la estufa, un buitre titánico sin plumas en el
cuello y el pico curvado en expresión siniestra plegaba las alas con mimo.
—Buenas tardes —dije. Estaba seguro de que hablaba.
El buitre inclinó la cabeza, me miró con un solo ojo y de golpe tomó similitud con
una gallina. Lo saludé con la mano. El buitre entreabrió el pico, pero no habló.
Levantó un ala y se puso a hurgarse el sobaco, castañeteando con el pico. El
cilindro seguía balanceándose y crujiendo. El buitre dejó de rascarse, metió la
cabeza entre los hombros y sus ojos se cerraron con unas membranas amarillas.
Intentando no darle la espalda en ningún momento, terminé de limpiar y tiré la
basura a la lluvia nocturna del otro lado de la puerta. Luego regresé a la
habitación.
El buitre dormía; olía a ozono. Miré el reloj: eran las doce y veinte. Me quedé
unos momentos de pie junto al cilindro, reflexionando sobre la ley de la
conservación de la energía y de la materia. Era dudoso que los buitres se
condensaran de la nada. Si aquel buitre había surgido ahí, en Solovets, quería
decir que otro buitre (no necesariamente aquel) había desaparecido en el Cáucaso o
donde fuera que hubiera buitres. Calculé aproximadamente la energía empleada en la
traslación y miré con recelo el cilindrito. Mejor no tocarlo, pensé. Mejor cubrirlo
con algo y dejarlo ahí. Fui al distribuidor y cogí el cazo; apunté bien, aguanté la
respiración y cubrí el cilindro. Entonces me senté en el taburete, me encendí un
cigarrillo y esperé lo que tuviera que pasar a continuación. El buitre roncaba
claramente. A la luz de la lámpara, sus plumas tomaban un color cobrizo, y las
garras enormes se clavaban en la cal. Poco a poco fue extendiéndose un olor a
carroña.
—No debería haber hecho eso, Alexandr Ivánovich —dijo una agradable voz masculina.
—¿El qué? —pregunté, girándome hacia el espejo.
—Me refiero a la umclaidet…
No era el espejo que hablaba. Era otra cosa.
—No entiendo de qué me habla —dije. En la habitación no había nadie, y empecé a
ponerme de mal humor.
—Hablo de la umclaidet —profirió la voz—. No ha debido cubrirla con el cazo de
hierro. La umclaidet, o como ustedes la llaman, la varita mágica, exige un manejo
sumamente cuidadoso.
—Por eso la he tapado. Pero entre, camarada, que así es muy incómodo hablar.
—Se lo agradezco —dijo la voz.
Justo delante de mí se condensó un hombre pálido y muy cortés con un traje gris que
le sentaba de maravilla. Inclinó la cabeza de lado varias veces.
—Espero no importunarle demasiado —dijo con refinada educación.
—En absoluto —respondí, levantándome—. Por favor, tome asiento y siéntase como en
su casa. ¿Le apetece un té?
—Se lo agradezco —dijo el desconocido. Se sentó delante de mí tras arremangarse las
perneras del pantalón con un gesto delicado—. Por lo que respecta al té, tendrá que
perdonarme, Alexandr Ivánovich, pero acabo de cenar.
Durante unos momentos me miró a los ojos con una sonrisa exquisita. Yo también
sonreí.
—¿Está usted aquí por el sofá, seguramente? —le pregunté—. Pero, ay, el sofá no
está. Lo siento muchísimo; yo ni siquiera sabía…
El desconocido juntó las manos y las levantó.
—¡Qué tonterías! —exclamó—. Tanto ruido para semejante… discúlpeme… pequeñez, en la
que, por lo demás, nadie cree en serio… Júzguelo usted mismo, Alexandr Ivánovich:
organizar intrigas e indecentes persecuciones de película, intranquilizar a la
gente con esa mítica…, no me intimida esa palabra…, esa mítica Tesis Blanca… Toda
persona con raciocinio y sensatez considera el sofá como un traductor universal, un
poco voluminoso, pero de buena calidad y que trabaja con eficacia. Y mire que
llegan a ser ridículos e ignorantes esos viejos, cacareando sobre la Tesis Blanca…
No, ni siquiera quiero mencionar ese sofá.
—Como a usted le plazca —dije, concentrando en aquella frase todas mis buenas
maneras—. Hablemos de otra cosa.
—Supersticiones… Prejuicios… —dijo el desconocido, ausente—. La pereza de la
inteligencia y la envidia, la envidia, la envidia cubierta de pelo… —Se interrumpió
—. Discúlpeme, Alexandr Ivánovich, pero a pesar de todo me veo obligado a solicitar
su permiso para retirar este cazo. Por desgracia, en la práctica, el hierro no es
opaco para el hipercampo, y el incremento de la tensión del hipercampo en un
volumen pequeño…
—Por el amor de Dios —dije, levantando las manos—. ¡Haga lo que quiera! Retire el
cacito… Retire también la… hum… hum… La varita mágica esa…
Entonces me callé porque descubrí con asombro que el cacito ya no estaba. El
cilindro estaba en un charquito de un líquido parecido a mercurio de color que se
evaporaba rápidamente.
—Así será mucho mejor, se lo aseguro —dijo el desconocido—. Por lo que respecta a
su generosa propuesta de retirar la umclaidet, por desgracia, no puedo
satisfacerla. Es una cuestión ética y moral, una cuestión de honor, si quiere… ¡Los
convencionalismos son tan fuertes! Me permito aconsejarle que no vuelva a tocar la
umclaidet. He visto que se ha magullado, y esta águila… Creo que usted percibe… eh…
cierto aroma…
—Sí —dije con vehemencia—: Huele que apesta. Como una jaula de monos.
Miramos al águila. El buitre, dormitando, se encrespó.
—Es todo un arte manejar la umclaidet —dijo el desconocido—, un arte difícil y
sutil. En ningún caso debe afligirse ni reprocharse nada. El curso de dominio de la
umclaidet dura ocho semestres y exige sólidos conocimientos de alquimia cuántica.
Como programador, seguramente aprendería sin particular dificultad el nivel
electrónico de la umclaidet, el llamado NEU-17… Pero umclaidet cuántica… El
hipercampo… Las materializaciones transgresivas… La ley sintética de Lomonósov-
Lavoisier… —Hizo un gesto con la mano de impotencia, como disculpándose.
—¡Ni que decir tiene! —me apresuré a asegurar—. De ninguna manera pretendía… Por
supuesto, no tengo ningún tipo de preparación.
Entonces me di cuenta y le invité a un cigarrillo.
—Se lo agradezco —dijo el desconocido—. No uso, para mi gran desgracia.
Entonces, haciendo un gesto cortés con los dedos, quise saber (no pregunté, sino
que simplemente quise saber):
—¿Acaso me sería permitido saber a qué debo el placer de nuestro encuentro?
El desconocido bajó los ojos.
—Temo parecer indiscreto —dijo—, pero, ay, tengo que confesar que ya hace bastante
tiempo que estoy aquí. No me gustaría mencionar nombres, pero creo que incluso para
usted, por muy ajeno que sea a todo esto, Alexandr Ivánovich, está claro que ha
surgido cierto revuelo malsano en torno al sofá; está madurando un escándalo, la
atmósfera se caldea y aumenta la tensión. En este escenario es inevitable que se
produzcan errores y eventualidades extremamente indeseables… Los ejemplos abundan.
Alguien (repito que no quisiera mencionar nombres, especialmente porque es un
trabajador digno de todo respeto, aunque con respeto no me refiero a los modales,
sino a un gran talento y abnegación), pues eso, alguien pierde aquí la umclaidet
por culpa de la prisa y los nervios, y esta se vuelve el centro de la esfera de
unos acontecimientos en los que se halla involucrada otra persona que carece de
toda relación con ellos… —Se inclinó hacia mí—. Y en estas circunstancias es
totalmente imprescindible una fuerza que neutralice de alguna manera los influjos
perjudiciales… —Miró significativamente a las huellas de las botas en el techo.
Después me sonrió—. Pero no quisiera aparecer como un altruista abstracto.
Evidentemente, todos estos acontecimientos me interesan mucho, como especialista y
como administrador… Además, no tengo la intención de molestarlo más, y en vista de
que usted me ha asegurado que no experimentará más con la umclaidet, le pido
permiso para despedirme. —Hizo una reverencia.
—¡Caballero! —exclamé—. ¡No se vaya! ¡Estoy encantado de charlar con usted, y tengo
mil preguntas que hacerle!
—Estimo extraordinariamente su delicadeza, Alexandr Ivánovich, pero está usted
fatigado y necesita descansar…
—¡De ningún modo! —objeté calurosamente—. ¡Al contrario!
—Alexandr Ivánovich —dijo el desconocido con una sonrisa dulce y mirándome
fijamente a los ojos—, está usted muy fatigado. Y realmente quiere descansar.
Y entonces sentí que realmente me dormía. Los ojos se me cerraban. No quería hablar
más. No quería hacer nada más. Solo quería dormir.
—Ha sido un placer excepcional conocerlo —dijo el desconocido suavemente.
Vi como empezaba a palidecer y palidecer hasta que lentamente se disolvió en el
aire, dejando tras de sí un ligero perfume de colonia cara. No sé cómo extendí el
colchón en el suelo, apoyé la cara en la almohada y me quedé dormido al instante.
Me despertó un aleteo y un graznido desagradable. La habitación estaba en una
extraña penumbra azulada. El águila se revolvía encima de la estufa, chillaba
odiosamente y golpeaba el techo con las alas. Me senté y la miré. En medio de la
habitación, un mozo robusto con pantalones de chándal y camisa hawaiana de rayas
flotaba en el aire. Planeaba por encima del cilindro y, sin tocarlo, lo agitaba
suavemente con sus manazas enormes y huesudas.
—¿Qué pasa aquí? —pregunté.
El chicarrón me miró fugazmente de reojo y se giró.
—No le he oído —dije, enfadado. Todavía tenía mucho sueño.
—Silencio, tú, mortal —profirió el muchacho con voz silbante.
Interrumpió los movimientos de sus manos y cogió el cilindro del suelo. Su voz me
resultaba familiar.
—¡Eh, amigo! —exclamé en tono amenazador—. Deja esa cosa en su sitio y lárgate.
El chicarrón me miró sacando la mandíbula. Eché la sábana a un lado y me levanté.
—¡Que dejes la umclaidet! —grité.
El chicarrón bajó al suelo, se apoyó con firmeza en las piernas y se puso en
posición de pelea. La habitación se iluminó, aunque la bombilla no estaba
encendida.
—Chaval —dijo el robusto—, es de noche y hay que dormir. Es mejor que te metas en
la cama.
Estaba claro que el tipo era un buen luchador. Por lo demás, yo también.
—¿Salimos al patio? —le propuse con espíritu práctico, ajustándome los
calzoncillos.
De repente, alguien dijo con sentimiento:
—«¡Con el pensamiento vuelto hacia el Yo supremo, libre de deseos y egoísmos,
curado de fiebres espirituales, combate, Arjuna!»
Me sobresalté. El tipo también.
—¡Bhagavadgita! —dijo la voz—. Canto tercero, verso trigésimo.
—Es el espejo —dije sin pensar.
—Ya lo sé —rezongó el muchacho.
—Deja la umclaidet —le dije.
—¿Por qué bramas como un elefante enfermo? —dijo el tipo—. ¿Es tuya, o qué?
—¿Es que es tuya?
—¡Sí, es mía!
Entonces se me ocurrió una idea.
—O sea, ¿que también te has llevado el sofá?
—No te metas donde no te llaman —me aconsejó el tipo.
—Devuelve el sofá —le dije—. Hay un recibo por él.
—¡Vete al infierno! —exclamó el muchacho, mirando a su alrededor.
Entonces aparecieron dos tipos más en la habitación: uno flaco y otro gordo, ambos
con pijama de rayas. Parecían dos presos de Sing-Sing.
—¡Kornéyev! —gritó el gordo—. ¿Conque usted ha robado el sofá? ¡Qué escándalo!
—Idos todos a… —dijo el chicarrón.
—¡Es usted un grosero! —exclamó el gordo—. ¡Habría que expulsarlo! ¡Voy a abrirle
un expediente!
—Ábramelo —dijo lúgubre el chicarrón—. Es su ocupación favorita.
—¡No se atreva a dirigirse a mí en ese tono! ¡Es usted un crío! ¡Un insolente! ¡Se
dejó aquí la umclaidet! ¡El joven podría sufrir daños!
—Ya los he sufrido —intervine—. El sofá no está, duermo como un perro, cada noche
oigo conversaciones… El águila esta huele fatal…
El gordo se volvió hacia mí inmediatamente.
—Ha sido una violación inaudita de la disciplina —declaró—. Debería haberse
quejado… —Se dirigió de nuevo a Kornéyev—: ¡Y a usted debería darle vergüenza!
Con aire sombrío, Kornéyev se metió la umclaidet en la boca. De improviso, el flaco
preguntó en voz baja y amenazante:
—¿Ha arrancando la Tesis, Kornéyev?
—Ahí no hay ninguna Tesis —repuso el tipo con una sonrisa oscura—. ¿A qué viene
tanto escándalo? Si no quieren que robemos el sofá, dennos otro traductor…
—¿Ha leído la orden que prohíbe sacar objetos del almacén? —inquirió el flaco,
amenazador.
Kornéyev se metió las manos en los bolsillos y miró al techo.
—¿Conoce el decreto del soviet científico? —le preguntó el flaco.
—Camarada Diomin, yo solo sé que el lunes empieza el sábado —respondió lúgubremente
Kornéyev.
—Déjese de demagogias —dijo el flaco—. Devuelva el sofá inmediatamente y no se
atreva a volver aquí nunca más.
—No voy a devolver el sofá —dijo Kornéyev—. Cuando terminemos el experimento, lo
devolveremos.
El gordo montó un escándalo terrible.
—¡Esto es un atropello! —aullaba—. ¡Una gamberrada!
El águila se alteró y volvió a graznar. Kornéyev, sin sacarse las manos de los
bolsillos, les dio la espalda y atravesó la pared. El gordo se precipitó detrás de
él.
—¡No, usted devolverá el sofá! —gritaba.
—Esto es un malentendido —me dijo el flaco—. Tomaremos medidas para que no se
repita.
Me saludó con la cabeza y también se dirigió a la pared.
—¡Espere! —grité—. ¡El águila! ¡Llévense el águila! ¡Y la peste!
El flaco, que ya tenía medio cuerpo en la pared, se giró y llamó al águila con el
dedo. El buitre bajó ruidosamente de la estufa y se esfumó metiéndose debajo de la
uña del hombre. Este desapareció. La luz azulada se fue extinguiendo poco a poco y
la habitación se quedó a oscuras. En la ventana de nuevo empezó a repiquetear la
lluvia. Encendí la luz y eché un vistazo a la habitación. Todo estaba igual que
antes; lo único distinto era que en la estufa se veían los profundos arañazos de
las garras del buitre y en el techo, increíbles y absurdas, las huellas de mis
botas.
—La mantequilla clarificada que se encuentra en la vaca —dijo el espejo desde la
profundidad de su pensamiento idiota— no contribuye a su alimentación, pero
suministra un alimento óptimo si se trabaja según el procedimiento adecuado.
Apagué la luz y me tumbé. El suelo estaba duro y frío. Verás la bronca de la vieja
mañana, pensé.
VI.

—No —dijo él como respuesta a la pregunta insistente de mis ojos—, no soy un


miembro del club, sino un fantasma.
—Muy bien, pero eso no le da derecho a pasearse por el club.

H. G. WELLS
POR LA MAÑANA, EL SOFÁ ESTABA EN SU SITIO. No me sorprendí. Solo pensé que, a fin
de cuentas, la vieja se había salido con la suya: el sofá estaba en un rincón y yo
estaba tumbado en otro. Mientras recogía la cama y hacía mis ejercicios matutinos
pensaba que seguramente existía un límite para la capacidad de asombro, y al
parecer, yo ya lo había ultrapasado con creces. Incluso me notaba un poco cansado.
Intenté imaginarme algo que pudiera sorprenderme, pero la fantasía no me alcanzaba,
cosa que no me hizo ninguna gracia porque no puedo soportar a las personas
incapaces de asombrarse. No obstante, estaba lejos de la psicología del «y-a-mí-
qué-vaya-qué-cosas»; más bien mi estado recordaba al de Alicia en el país de las
Maravillas: era como si estuviera en un sueño, y aceptaba y estaba preparado para
aceptar cualquier prodigio con una reacción más compleja que simplemente quedarse
con la boca abierta y parpadear atónito.
Todavía estaba haciendo mis ejercicios cuando se oyó un portazo en el distribuidor,
pisadas y taconeos, una tos y el estrépito de algo que se había caído.
—¡Camarada Gorínich! —llamó una voz autoritaria.
La vieja no respondió, y en el distribuidor empezó una conversación.
—¿Qué es esto de detrás de la puerta? Ah, ya veo. ¿Y esto?
—Esta es la entrada del museo.
—¿Y aquí? ¿Qué es esto? Todo está cerrado, hay candados…
—La mujer se cuida mucho de la casa, Janus Poluéktovich. Y esto es el teléfono.
—¿Y dónde está el famoso sofá? ¿En el museo?
—No. Esto debe de ser el almacén.
—Está aquí —dijo una voz conocida y sombría.
La puerta de mi habitación se abrió de par en par, y en el umbral apareció un viejo
alto y enjuto con una magnífica cabellera blanca como la nieve, de cejas y bigotes
negros y unos ojos profundos y también negros. Al verme (yo estaba solo en pantalón
corto, con las manos a un lado y los pies separados en línea con los hombros), se
detuvo.
—Ah, sí —dijo con voz sonora.
A su izquierda y a su derecha, otras personas recorrían la habitación con la
mirada. Dije: «Discúlpenme» y corrí a ponerme los tejanos. De todas formas, no me
prestaban atención. Entraron cuatro personas a la habitación y se apiñaron en torno
al sofá. Conocía a dos: al sombrío Kornéyev, sin afeitar, con los ojos rojos, con
la misma camisa hawaiana tan frívola, y al moreno y narigudo Román, quien me guiñó
el ojo, hizo un signo incomprensible con la mano y se giró enseguida. Al del pelo
blanco no lo conocía. Ni tampoco al hombre grueso y alto de traje negro y grasiento
por la espalda y amplios movimientos de propietario.
—¿Este es el sofá? —preguntó el hombre del traje grasiento.
—No es un sofá —dijo Kornéyev, lúgubre—. Es un traductor.
—Para mí, esto es un sofá —dijo el del traje grasiento, mirando una libreta—. Un
sofá mullido, de uno y medio, número de inventario once veintitrés. —Se inclinó y
palpó—. Kornéyev, lo ha llevado bajo la lluvia y se ha mojado. Mire: los muelles
están oxidados, y los ribetes, podridos.
—El valor de este objeto —dijo el narigudo Román en tono de mofa, según me pareció—
ni mucho menos reside en los ribetes, ni tampoco en los muelles, que no tiene.
—Interrúmpase, Román Petróvich —le ordenó dignamente el del traje grasiento—. No
quiera defender a su Kornéyev. El sofá está registrado en el museo y es aquí donde
tiene que estar.
—Es un instrumento —dijo Kornéyev, desesperado—. Para el trabajo…
—No sé nada de eso —dijo el del traje grasiento—. No sé de qué va este trabajo con
el sofá. Yo también tengo un sofá en casa y sé cómo trabajar con él.
—Pero nosotros sí que lo sabemos —murmuró Román.
—Interrúmpase —dijo el del traje, girándose hacia él—. Esto no es un bar; esto es
una institución. ¿En qué están pensando propiamente?
—Yo estoy pensando en que esto no es un sofá —dijo Román—. O para decirlo de una
forma más comprensible para usted: esto no es solo un sofá. Es un aparato con la
apariencia externa de un sofá.
—Le pido que interrumpa esas insinuaciones —dijo el del traje grasiento con
rotundidad—. Sobre la forma comprensible para mí y todo eso. Que cada uno haga su
trabajo. El mío es interrumpir dilapidaciones, y las interrumpo.
—Ah, sí —dijo sonoramente el del pelo blanco. De inmediato se hizo el silencio—. He
hablado con Cristóbal Josévich y Fiódor Simeónovich. Piensan que este sofá
traductor solo tiene valor como pieza de museo. En su tiempo perteneció al rey
Rodolfo II, por lo que su valor histórico es incuestionable. Además, hace dos años,
si la memoria no me traiciona, ya encargamos un traductor de serie… ¿Quién lo
encargó? ¿Se acuerda, Modest Matvéyevich?
—Un minutito —dijo el del traje grasiento, Modest Matvéyevich, y se puso a hojear
rápidamente la libreta—. Un minutito… El traductor bidireccional TDJ-80E de la
fábrica de la ciudad de Kítezh… A petición del camarada Balsamo.
—Balsamo trabaja con él veinticuatro horas al día —dijo Román.
—Ese TDJ es una basura —repuso Kornéyev—. Tiene la selectividad a nivel molecular.
—Sí, sí —dijo el del pelo blanco—. Ya me acuerdo. Había un informe sobre el estudio
del TDJ. En realidad, la selectividad curva no es lisa… Sí. ¿Y este… eh… sofá?
—Es un trabajo manual —dijo rápidamente Román—. Impecable. Una obra de Liva Ben
Betsalel. Estuvo trescientos años montándolo y arreglándolo…
—¡Sí, señor! —exclamó el del traje grasiento, Modest Matvéyevich—. ¡Así se trabaja!
Era un viejo, pero se lo hacía todo él solito.
Súbitamente, el espejo tosió y dijo:
—Todas ellas rejuvenecieron tras pasar una hora en el agua, y salieron de ella tan
bellas y sonrosadas, jóvenes y sanas, fuertes y lozanas como si tuvieran veinte
años.
—Exactamente —dijo Modest Matvéyevich.
El espejo hablaba con la voz del del pelo blanco. Este frunció el cejo, molesto.
—No resolveremos esa cuestión ahora —dijo.
—¿Cuándo, pues? —preguntó el grosero Kornéyev.
—El viernes en el Consejo Científico.
—No podemos malbaratar las reliquias —intervino Modest Matvéyevich.
—¿Y qué vamos a hacer? —preguntó el grosero Kornéyev.
El espejo murmuró con voz amenazante de ultratumba:

«Yo mismo vi a Canidia, con su manto arremangado,


los pies descalzos y el pelo revuelto,
ululando con Sagana la mayor.
La palidez les daba un aspecto horrible.
Comenzaron a escarbar la tierra con las uñas
y a desgarrar a mordiscos a un cordero negro…»

El de pelo blanco, con el ceño aún más fruncido, se acercó al espejo, metió el
brazo hasta el hombro, y se oyó un clic. El espejo se calló.
—Ah, sí —dijo—. La cuestión sobre su grupo también se resolverá en el consejo. Y
usted… —Se le vio en la cara que había olvidado el nombre y el patronímico de
Kornéyev—, mientras tanto, absténgase… ejem… de visitar el museo.
Con aquellas palabras salió de la habitación. A través de la puerta.
—Se ha salido con la suya —dijo Kornéyev entre dientes, mirando a Modest
Matvéyevich.
—No dejaré que lo malbarate —respondió este, lacónico, metiéndose la libreta en el
bolsillo interior.
—¡Malbaratar! —exclamó Kornéyev—. Todo esto le importa un rábano. Lo que le
preocupa son las cuentas. No tiene ninguna gana de incluir un punto más en su lista
de gastos.
—Interrúmpase —dijo el inflexible Modest Matvéyevich—. Aún tenemos que nombrar una
comisión, y veremos si la reliquia está estropeada…
—Número de inventario once veintitrés —añadió Román a media voz.
—En ese acsepto —dijo majestuosamente Modest Matvéyevich. Después se giró y me vio
—. ¿Y usted qué hace aquí? ¿Por qué está usted durmiendo aquí?
—Pues… —empecé.
—Usted ha dormido en el sofá —pronunció Modest en un tono glacial, taladrándome con
una mirada de un agente de contraespionaje—. ¿Sabía que es un instrumento?
—No —respondí—. Acabo de enterarme ahora mismo.
—¡Modest Matvéyevich! —exclamó el aguileño Román—. ¡Este es nuestro nuevo
programador, Sasha Priválov!
—¿Y por qué duerme aquí? ¿Por qué no está en la residencia?
—Todavía no se ha inscrito —dijo Román, abrazándome por la cintura.
—¡Pues con más razón!
—A ver si tendrá que dormir en la calle —dijo con mala intención Kornéyev.
—Interrúmpase —dijo Modest—. Hay una residencia y hay un hotel. Pero esto es un
museo, un ente público. Si todos durmieran en los museos… ¿De dónde es usted?
—De Leningrado —repuse, sombrío.
—¿Qué pasaría si fuera a Leningrado y me pusiera a dormir en el Ermitage?
—Usted mismo —dije yo, encogiéndome de hombros.
Román seguía abrazándome por la cintura.
—Modest Matvéyevich, tiene usted toda la razón: no está bien. Pero hoy ya pasará la
noche conmigo.
—Eso es otra cosa. Eso me parece mejor —permitió magnánimo Modest. Recorrió la
habitación con una mirada de propietario, vio las huellas en el techo y enseguida
me miró los pies. Por suerte, iba descalzo—. En ese acsepto —añadió. Ordenó los
trastos del perchero y salió.
—Immmbécil —soltó Kornéyev—. Zopenco. —Se sentó en el sofá y se agarró la cabeza—.
Que se vayan al infierno todos esos. Esta noche me lo llevaré otra vez.
—Tranquilo —dijo dulcemente Román—. No pasa nada. No hemos tenido suerte, y punto.
¿Te has dado cuenta de qué Janus era?
—A ver, ¿cuál?
—Era Janus-A.
Kornéyev levantó la cabeza.
—¿Cómo lo sabes?
—Tengo muchísima experiencia —repuso Román y guiñó el ojo—. Pero básicamente porque
Kéldish ha llamado a Janus-C. Voló ayer y aún no ha vuelto. ¿Entiendes,
malbaratador de la valía del museo?
—Oye, me has salvado —dijo Kornéyev, y por primera vez vi su sonrisa.
—La cuestión es, Sasha —dijo Román, dirigiéndose a mí—, que tenemos un director
ideal. Es uno, pero tiene dos caras. Están Janus-A Poluéktovich y Janus-C
Poluéktovich. Janus-C es un gran científico a escala mundial. Por lo que respecta a
Janus-A, es un administrador muy normalito.
—¿Son gemelos? —pregunté, prudente.
—Qué va, es una misma persona. Es uno con dos caras.
—Está más claro que el agua —dije, y empecé a ponerme las botas.
—No pasa nada, Sasha, no tardarás en conocer todo esto —dijo Román, alentador.
Levanté la cabeza.
—¿Y eso?
—Nos hace falta un programador —dijo con fervor Román.
—A mí también me hace mucha falta —intervino Kornéyev, animado.
—A todo el mundo le hace falta un programador —dije, volviendo a mis botas—. Y, por
favor, no quiero hipnotismo ni sitios hechizados.
—Ya se lo huele —dijo Román.
Kornéyev quiso decir algo, pero al otro lado de la ventana estallaron unos gritos.
—¡Esta no es nuestra moneda de cinco kopeks! —chilló Modest.
—¿Y de quién es esta?
—¡Yo qué sé! ¡No es mi problema! Es su problema: ¡atrapar al falsificador de
monedas, sargento!
—¡Le confiscamos la moneda a un tal Priválov, que reside aquí, en su museo, en la
Cadepatiga!
—¡Ah, a Priválov! ¡Enseguida me he dado cuenta de que era un ratero!
—Bueno, bueno, Modest Matvéyevich… —dijo la voz de Janus-A con tono de reproche.
—¡No, discúlpeme, Janus Poluéktovich! ¡Esto no puede quedar así! Camarada sargento,
¡vamos! ¡Está en casa… Janus Poluéktovich, quédese junto a la ventana para que no
salte! ¡Se lo demostraré! ¡No permitiré que se ponga en entredicho a la camarada
Gorínich!
Sentí un desagradable frío interno. Sin embargo, Román ya había evaluado la
situación. Cogió un gorro mugriento del perchero y me lo encasquetó hasta las
orejas.
Y desaparecí.
Fue una sensación muy extraña. Todo estaba en el mismo sitio, todo menos yo. Pero
Román no me dio oportunidad de empaparme de las nuevas emociones.
—Es una gorra invisible —susurró—. Apártate a un lado y quédate callado.
Corrí de puntillas a un rincón y me senté debajo del espejo. En aquel instante, el
sulfurado Modest irrumpió en la habitación arrastrando al joven sargento Kovaliov.
—¿Dónde está? —vociferó Modest mirando a todos lados.
—Ahí —dijo Román, señalando el sofá.
—No se preocupe, no se ha movido —añadió Kornéyev.
—Les he preguntado dónde está su… programador.
—¿Qué programador? —se sorprendió Román.
—Interrúmpase —dijo Modest—. Aquí había un programador. Iba con pantalones y sin
botas.
—Ah, se refiere a eso —dijo Román—. ¡Era una broma, Modest Matvéyevich! Aquí no
había ningún programador. Era solo…
Román hizo un movimiento vago con las manos y en el centro de la habitación
apareció un hombre en camiseta y tejanos. Solo le vi la espalda, así que no puedo
decir nada de él, pero el joven Kovaliov balanceó la cabeza.
—No, no es él —dijo.
Modest dio una vuelta alrededor del fantasma.
—Camiseta… —murmuró—. Pantalones… Sin botas… ¡Es él!
El fantasma desapareció.
—Qué va, no es él —dijo el sargento Kovaliov—. Aquel era joven, sin barba…
—¿Sin barba? —repitió Modest. Estaba profundamente desconcertado.
—Sin barba —confirmó Kovaliov.
—Mmm, sí… —dijo Modest—. Pues yo creo que sí llevaba barba…
—Bueno, yo le entrego la notificación —dijo el joven Kovaliov, y le alargó un
papelito con pinta de oficial—, y ya se las arreglará usted con su Priválov y su
Gorínich…
—¡Y yo le digo que esta no es nuestra moneda! —aulló Modest—. No digo nada sobre
Priválov; puede que Priválov no exista como tal… ¡Pero la camarada Gorínich es
nuestra trabajadora!
El joven Kovaliov, apretándose las manos contra el pecho, intentaba decir algo.
—¡Exijo que esto se aclare inmediatamente! —aullaba Modest—. ¡Interrúmpame usted
eso, camarada policía! ¡La presente notificación arroja una sombra sobre nuestro
colectivo en su conjunto! ¡Exijo que lo compruebe!
—Tengo la orden de… —empezó Kovaliov.
Pero Modest, al grito de «¡Interrúmpase! ¡Insisto!», se abalanzó sobre él y lo sacó
a rastras de la habitación.
—Se lo lleva al museo —dijo Román—. Sasha, ¿dónde estás? Quítate la gorra, vamos a
ver…
—¿No sería mejor que me la dejara? —pregunté.
—Quítatela, anda —dijo Román—. Ahora eres un espectro. Nadie se cree que existes.
Ni la administración, ni la policía…
—Bueno, me voy a dormir —dijo Kornéyev—. Sasha, ven después de comer. Ven a ver
nuestra colección de máquinas y el resto…
Me quité la gorra.
—Interrúmpase —dije—. Estoy de vacaciones.
—Vamos, vamos —dijo Román.
En el distribuidor, Modest cogía con una mano al sargento y con la otra abría un
candado pesadísimo.
—¡Voy a enseñarle nuestra moneda! —gritaba—. Todo lo que entra está registrado.
Todo está en su sitio.
—Pero si yo no digo nada —se defendía débilmente Kovaliov—. Si yo solo digo que
igual hay más de una moneda…
Modest abrió la puerta, y todos entramos en una amplia sala.
Era un museo muy respetable, con sus expositores, diagramas, vitrinas, maquetas y
modelos. A primera vista recordaba un museo de criminalística: había muchas
fotografías y muestras un poco repulsivas. De inmediato, Modest arrastró al
sargento tras los expositores. Se oía el zumbido de sus voces como si estuvieran en
un tonel:
—Esta es nuestra moneda…
—Pero si yo no digo nada…
—La camarada Gorínich…
—¡Pero yo tengo una orden!
—¡Interrúmpase!
—Curiosea, curiosea, Sasha —dijo Román. Hizo un amplio gesto y se sentó en una
butaca junto a la entrada.
Caminé a lo largo de las paredes. Nada me sorprendía; únicamente me parecía todo
muy interesante. «Agua de la vida: efectividad del 52%. Sedimento aceptable: 0,3»
(una antigua botella cuadrada con agua; el tapón estaba sellado con lacre de
colores). «Composición para la obtención industrial de agua de la vida.» «Maqueta
del alambique para la destilación del agua de la vida.» «Filtro de Vioshkovski-
Traubenbach» (un tarro de boticario con un ungüento amarillo y venenoso). «Mala
sangre corriente» (una ampolla soldada con un líquido negro). Encima de aquellos
expositores había un rótulo que decía: «Agentes químicos activos. Siglos XII-
XVIII». Había también muchos frascos, tarros, retortas, ampollas y probetas,
instalaciones actuales y en desuso para destilar, rectificar y condensar, pero
seguí adelante.
«Espada Kladenets» (una espada bastarda muy oxidada con el filo ondulado,
encadenada a un soporte de hierro, en una vitrina sellada con esmero). «Colmillo
derecho (trabajador) del conde Drácula» (no soy ningún Cuvier, pero a juzgar por
ese diente, el conde Drácula fue una persona sumamente extraña y desagradable).
«Huella común y huella extraída. Vaciado en yeso» (para mí, ambas eran iguales,
pero un molde tenía una raja). «Estupa en pista de despegue. Siglo IX» (una
construcción fenomenal en hierro gris fundido poroso). «Dragón Gorínich, esqueleto,
escala 1:25» (parecido a un esqueleto de un diplodocus pero con tres cuellos).
«Esquema del funcionamiento de la glándula ignívoma de la cabeza del medio.» «Botas
de siete leguas gravigéneas, modelo actual» (unas botas de goma muy grandes).
«Alfombra voladora salvagravedad. Modelo actual» (una alfombra más o menos de uno y
medio por uno y medio con un circasiano abrazando a una circasianita sobre un fondo
de montañas de aquella zona).
Cuando me acercaba al expositor «Progreso de las ideas de la piedra filosofal», el
sargento Kovaliov y Modest Matvéyevich volvieron a aparecer en la sala. Al parecer
no habían conseguido moverse de punto muerto en que estaban.
—Interrúmpase —decía Modest sin fuerza.
—Tengo una orden —respondía Kovaliov, igualmente sin fuerza.
—Nuestra moneda está en su sitio.
—Pues que se presente la vieja y preste declaración.
—¿Me está usted diciendo que somos unos falsificadores?
—Yo no he dicho tal cosa…
—Qué sombra para nuestro colectivo en su conjunto…
—Vamos a aclararlo…
Kovaliov no se dio cuenta de mi presencia, pero Modest se detuvo y me miró de
arriba abajo con expresión turbia, levantó los ojos, leyó en voz alta con desidia:
«Ho-mún-cu-lo de laboratorio, especie general», y siguió andando.
Yo los seguí. Tenía un mal presentimiento. Román nos esperaba junto a la puerta.
—¿Y bien?
—Esto es un escándalo —dijo Modest sin fuerzas—. Burócratas…
—Tengo una orden —repitió testarudo el sargento Kovaliov, ya en el distribuidor.
—Venga, salga, Román Petróvich, salga —dijo Modest, agitando las llaves.
Román salió. Estaba a punto de colarme detrás de él, pero Modest me paró.
—Disculpe, ¿adónde va? —me preguntó.
—¿Cómo que adonde? —repuse con voz débil.
—Vuelva a su sitio, ande.
—¿A qué sitio?
—Pues adonde estaba. Disculpe, ¿no es usted un… jodún-culo? Pues quédese donde le
corresponde…
Aquello era el fin. Y seguramente lo habría sido, porque Román también pareció
quedarse sin saber qué hacer, pero en aquel momento Naína Kíevna irrumpió en el
distribuidor con gran estrépito, arrastrando una robusta cabra negra de una cuerda.
Al ver al sargento de policía, la cabra soltó un balido feo y pegó un tirón hacia
atrás. Naína Kíevna se cayó. Modest se precipitó al distribuidor y la levantó
haciendo un ruido tremendo. La tina vacía cayó rodando, haciendo también un buen
estropicio. Román me agarró de la mano y, susurrándome: «¡Pasa, pasa!», me empujó a
mi habitación. Cerramos la puerta a nuestras espaldas y nos apoyamos contra ella,
jadeando. El distribuidor era una algarabía:
—¡Enséñeme la documentación!
—Señores míos, ¿pero qué pasa aquí?
—¿Por qué una cabra? ¿Por qué ha traído aquí una cabra?
—¡Meeee…!
—¡Interrúmpase! ¡Esto no es un bar!
—¡Yo de sus monedas no sé de la misa la media!
—¡Meee!
—Ciudadana, saque la cabra de aquí.
—¡Interrúmpase! ¡La cabra está registrada!
—¿Cómo que registrada?
—¡No es una cabra! ¡Es nuestro colaborador!
—¡Entonces, que me enseñe su…!
—¡Por la ventana! —ordenó Román—. ¡Al coche!
Cogí la chaqueta y salté por la ventana. Oí un maullido a mis pies, y el gato
Vasili salió disparado. Corrí agachado hasta el coche, abrí la puerta y me puse al
volante. Román ya estaba abriendo la puerta de la verja. El motor no se encendía.
Mientras apretaba el estárter como un desesperado, vi que la puerta de la cabaña se
abría y la cabra salía volando del distribuidor y echaba a correr con saltos
gigantes afuera, hasta detrás de una esquina. El motor soltó un rugido. Giré el
volante y salí pitando a la calle. La tosca portalada se cerró con un chirrido.
Román apareció por la portezuela y se sentó de un salto a mi lado.
—¡Vamos! —exclamó vivamente—. ¡Al centro!
Cuando torcimos por la avenida de la Paz, me preguntó:
—Bueno, ¿qué tal te lo estás pasando con nosotros?
—Muy bien —respondí—. Aunque hay demasiado bullicio.
—La casa de Naína es muy bulliciosa —dijo Román—. Qué vieja tan cascarrabias. ¿No
te ha insultado?
—No —repuse—. Casi no hemos hablado.
—Espera —dijo Román—. Frena.
—¿Qué pasa?
—Por ahí viene Volodka. ¿Te acuerdas de él?
Frené. El barbudo Volodia subió al asiento de atrás y nos estrechó la mano con una
sonrisa alegre.
—¡Hola! —dijo—. ¡Precisamente iba a la casa!
—¡Más vale que no te pillen allí! —dijo Román.
—¿Cómo ha acabado la cosa?
—De ninguna manera —dijo Román.
—¿Y adónde vais?
—Al instituto —respondió Román.
—¿Para qué? —pregunté yo.
—A trabajar.
—Yo estoy de vacaciones.
—Eso da igual —dijo Román—. ¡El lunes empieza el sábado y, en este caso, agosto
empieza en julio!
—Mis amigos me esperan —objeté, suplicante.
—Ya nos encargaremos de eso —dijo Román—. No notarán absolutamente nada.
—Qué locura —dije.
Nos metimos entre la tienda n° 2 y el comedor n° 11.
—Ya sabe adonde va —advirtió Volodia.
—Es un tipo estupendo —dijo Román—. ¡Es un monstruo!
—Enseguida me gustó —dijo Volodia.
—Está clarísimo que necesitáis a toda costa un programador —dije yo.
—Necesitamos algo más que un simple programador —replicó Román.
Frené junto al extraño edificio con el rótulo NICASO que colgaba entre dos
ventanas.
—¿Qué significa esto? —pregunté—. ¿Puedo saber por lo menos dónde me vais a obligar
a trabajar?
—Sí —dijo Román—. Ahora ya puedes saberlo todo. Esto es el Nuevo Instituto
Científico de Adivinación y Sortilegios. Bueno, ¿qué haces aquí parado? ¡Mete el
coche!
—¿Por dónde? —pregunté.
—¿Es que no lo ves?
Y lo vi.
Pero eso es otra historia.

SEGUNDA HISTORIA
VANIDAD DE VANIDADES
I.

En los cuentos destacan uno o dos héroes;


los demás personajes se consideran secundarios.

METODOLOGÍA DE LA ENSEÑANZA DE LA LITERATURA


HACIA LAS DOS DEL MEDIODÍA, CUANDO AL Aldan se le volvió a quemar el fusible del
diferencial, sonó el teléfono. Era el director adjunto del departamento de
Administración y Contabilidad, Modest Matvéyevich Comepiédrov.
—Priválov —dijo severamente—, ¿por qué vuelve a no estar en su puesto?
—¿Cómo que no estoy en mi puesto? —repuse, molesto. El día había sido muy
ajetreado, y yo me había olvidado de todo.
—Interrúmpase —dijo Modest Matvéyevich—. Hace cinco minutos que tenía que haberse
presentado en mi despacho para recibir instrucciones.
—¡Cáspita! —exclamé, y colgué el auricular.
Apagué la máquina, me quité la bata y dije a las chicas que no se olvidaran de
cortar la corriente. El pasillo principal estaba vacío y al otro lado de las
ventanas heladas soplaba la ventisca. Poniéndome la chaqueta por el camino, corrí a
la sección de Contabilidad.
Modest Matvéyevich, con su traje grasiento, me esperaba majestuoso en su sala de
recepción. A su espalda, un gnomo pequeño de orejas peludas pasaba los dedos por
una lista larguísima con tristeza y aplicación.
—Usted, Priválov, es como aquel… jodúnculo —dijo Modest—. Nunca está en su sitio.
Con Modest Matvéyevich todos trataban de tener buenas relaciones, puesto que era
poderoso, inflexible y tremendamente inculto. Por eso rugí: «¡A sus órdenes!» y
entrechoqué los tacones.
—Todos tienen que estar en su puesto —prosiguió Modest Matvéyevich—. Siempre.
Usted, que tiene estudios superiores, lleva gafas y se ha dejado barba, no puede
entender este teorema tan simple.
—¡No volverá a repetirse! —dije, abriendo los ojos como platos.
—Interrúmpase —dijo Modest Matvéyevich, ablandándose. Se sacó del bolsillo un papel
y lo estuvo examinando unos momentos—. Así pues, Priválov —dijo por fin—, hoy tiene
usted guardia. Hacer guardia en la institución los días de fiesta es una tarea de
responsabilidad. Es mucho más complejo que apretar simples botones. En primer
lugar, la seguridad contra incendios. Eso es lo primero. Evite cualquier combustión
espontánea. Debe cortar la corriente en las áreas de producción a su cargo. Y
hágalo personalmente, sin usar esos trucos de sus propias duplicaciones y
triplicaciones. Sin esos dobles que se hacen. Cuando detecte agentes de combustión,
llame inmediatamente por teléfono al o1 y tome medidas. En ese caso necesitará un
silbato para avisar a los equipos de emergencia. —Me entregó un silbato de platino
con un número de inventario—. No deje entrar a nadie. Esta es la lista de personas
que están autorizadas a usar los laboratorios en el periodo nocturno, pero de todas
maneras no las deje entrar, porque es fiesta. Que no haya en el instituto ni un
alma. Tiene que conjurar a los demonios de entrada y salida. ¿Entiende la
situación? No puede entrar ni un alma, y el resto no puede salir. Porque ya hubo un
pren-cen-dente: un diablo se escapó y robó la Luna. Es un pren-cen-dente muy
famoso: hasta hicieron una película. —Me miró significativamente y de repente me
pidió la documentación.
Obedecí. La estudió atentamente y me la devolvió.
—Todo está en orden —dijo—. Tenía la sospecha que fuera un doble. Eso es todo. Así
pues, en conformidad con la legislación laboral, a las quince cero cero termina la
jornada de trabajo, y todos deberán entregarle la llave de su área de producción,
después de lo cual, usted personalmente inspeccionará el territorio. Ulteriormente,
efectuará una ronda cada tres horas con el objeto de evitar combustiones
espontáneas. Visite el vivero por lo menos dos veces durante el periodo de la
guardia. Si el vigilante bebe té, interrúmpale. Tenemos indicios: no es té lo que
bebe. En ese acsepto. Su puesto está en el recibidor del director. Puede descansar
en el sofá. Mañana a las dieciséis cero cero le reemplazará Pochkin Vladímir, del
laboratorio del camarada Oira-Oira. ¿Me he expresado con claridad?
—Absoluta —respondí.
—Le llamaré esta noche y mañana. Personalmente. Es posible que tenga lugar un
control por parte del camarada jefe de personal.
—Comprendido —dije, y eché un vistazo a la lista.
El primero de la lista era el director del instituto Janus Poluéktovich Extémporov
con una marca a lápiz que decía: «dos ej.». El segundo era el propio Modest
Matvéyevich; el tercero, el camarada jefe de personal, el ciudadano Diomin Cerbero
Pérrovich. Pero después figuraban apellidos que no había visto ni oído nunca.
—¿Algo no se comprende? —se interesó Modest Matvéyevich, que me observaba
celosamente.
—Tenemos aquí —dije con autoridad, con el dedo en la lista— un número de… mmm…
veintidós nombres de camaradas desconocidos para mi persona. Me gustaría deliberar
personalmente con usted acerca de estos apellidos. —Lo miré directamente a los ojos
y añadí con dureza—: En evitación de Modest Matvéyevich cogió la lista y la miró a
la distancia de su brazo extendido.
—Todo está en orden —dijo con condescendencia—. Lo que ocurre es que usted no está
al corriente, Priválov.
Las personas mencionadas desde el número cuatro hasta el número veinticinco, ambas
incluidas, están incluidas en la lista de personas a quienes se permite trabajar
por la noche a título postumo. Con el objetivo de reconocer sus méritos pasados.
¿Ahora se comprende?
Me quedé un poco atontado porque todavía me costaba mucho acostumbrarme a todo
aquello.
—Ocupe su puesto —dijo Modest Matvéyevich con majestuosidad—. Por mi parte, y en
nombre de la administración, le deseo a usted, camarada Priválov, que este año que
comienza le traiga felicidad y merecidos éxitos tanto en el plano profesional como
en su vida privada.
Yo también le deseé los éxitos que se merecía y salí al pasillo.
Cuando supe el día anterior que me habían asignado la guardia, me alegré: tenía la
intención de terminar unos cálculos para Román Oira-Oira. Sin embargo, al salir del
despacho de Modest sentí que la cosa no sería tan sencilla. La perspectiva de pasar
la noche en el instituto se me presentó bajo una luz muy diferente. Ya me había
quedado otras veces trabajando hasta altas horas, cuando los que estaban de guardia
apagaban cuatro bombillas de cinco en cada pasillo para ahorrar y había que llegar
hasta la salida pasando al lado de unas sombras peludas y encabritadas. Al
principio esto me causaba mucha impresión, pero luego me acostumbré, y después
volví a desacostumbrarme cuando, al volver un día por el pasillo principal, oí a mi
espalda un rítmico toc-toc-toc de garras por el parqué. Me giré y descubrí una
especie de animal fosforescente que corría inequívocamente en pos de mí. Es verdad
que, cuando me recogieron de la cornisa, me explicaron que aquello era un perro
vivo y normal de un trabajador. El trabajador vino a pedirme perdón y Oira-Oira me
echó un sermón humillante sobre los perjuicios de las supersticiones, pero, de
todas formas, en mi alma quedó un poso indisoluble. Lo primero que haré será
conjurar los demonios, pensé.
En la puerta del recibidor del director me encontré con el malhumorado Vitka
Kornéyev. Me saludó con la cabeza, hosco, y quiso pasar de largo, pero le cogí del
brazo.
—¿Qué? —dijo el grosero Kornéyev, deteniéndose.
—Hoy me toca guardia —le informé.
—Qué tonto —dijo Kornéyev.
—Mira que eres grosero, Vitka —dije—. No voy a hablar más contigo.
Vitka se estiró el cuello del jersey con un dedo y me miró con interés.
—¿Y qué harás? —me preguntó.
—Ya encontraré algo —respondí, un poco desconcertado.
—Espera —dijo Vitka, animándose de repente—. ¿Es tu primera guardia?
—Sí.
—Ajá —dijo Vitka—. ¿Y qué piensas hacer?
—Lo que se me ha ordenado —respondí—. Conjurar los demonios y tumbarme a dormir.
Evitar las combustiones espontáneas. Y tú, ¿dónde te vas a meter?
—En casa de Vérochka se juntarán unos cuantos —dijo vagamente—. ¿Qué es eso que
llevas? —Me cogió la lista—. Ah, las almas muertas…
—No puedo dejar entrar a nadie —dije—. Ni vivos ni muertos.
—Una buena decisión —dijo Vitka—. Archisegura. Pero echa una ojeada a mi
laboratorio. Habrá un doble trabajando allí.
—¿Un doble de quién?
—Mío, naturalmente. ¿Quién me daría uno suyo? Lo he encerrado allí. Toma, la llave,
ya que estás de guardia.
La cogí.
—Oye, Vitka, podrá trabajar hasta las diez, pero después cortaré la corriente del
edificio. Lo dice la legislación.
—De acuerdo, ya hablaremos luego. ¿Has visto a Edik?
—No —dije—. Y no me tomes el pelo. A las diez cortaré la corriente.
—¿Acaso te he dicho algo? Córtala. Como si la cortas en la ciudad entera.
Entonces la puerta del recibidor se abrió y salió al pasillo Janus Poluéktovich.
—Ah, sí —dijo al vernos.
Me incliné en señal de respeto. En la cara de Janus Poluéktovich se veía que no se
acordaba de mi nombre.
—Tenga —me dijo, entregándome la llave—. Está usted de guardia, si no me equivoco…
Por cierto… —titubeó—. ¿No estuvimos charlando ayer usted y yo?
—Sí —respondí—. Pasó por la sala de electrónica.
—Sí, sí, es verdad —dijo, asintiendo—. Hablamos de los estudiantes de prácticas…
—No —repliqué respetuosamente—, en absoluto. Hablamos sobre nuestra carta al
Tsentracademsnab[*]. Por lo de los accesorios electrónicos.
—Ah, era eso —dijo—. Bien, le deseo una guardia tranquila… Víctor Pávlovich, ¿puedo
hablar con usted un minuto?
Cogió a Vitka del brazo y se lo llevó por el pasillo. Yo entré en el recibidor.
Allí, el segundo Janus Poluéktovich estaba cerrando la caja de caudales. Al verme,
dijo: «Ah, sí», y de nuevo agitó las llaves. Aquel era Janus-A; ya había aprendido
a distinguirlos un poquito. Janus-A parecía un poco más joven, hablaba poco y era
frío y siempre correcto. Contaban que trabajaba mucho, y la gente que lo conocía
desde hacía tiempo afirmaba que este administrador mediocre se estaba convirtiendo,
de manera lenta pero segura, en un científico notable. Janus-C, por el contrario,
siempre era dulce y muy atento, y tenía la extraña costumbre de preguntar: «¿No
estuvimos charlando ayer usted y yo?». Decían que se había debilitado mucho
últimamente, aunque seguía siendo un científico de renombre mundial. Y sin embargo,
Janus-A y Janus-C eran una y la misma persona. Pero a mí eso no había manera de que
me cupiera en la cabeza. Parecía algo establecido por convención. Incluso
sospechaba que era simplemente una metáfora.
Janus-A cerró el último candado, me dio una parte de las llaves y, tras despedirse
fríamente, salió. Me senté a la mesa del ayudante, me puse delante la lista y llamé
a la sala de electrónica, la mía. No contestó nadie; al parecer, las chicas ya se
habían ido. Eran las catorce horas y treinta minutos.
A las catorce horas y treinta y un minutos, resoplando ruidosamente y haciendo
crujir el parqué, irrumpió en el recibidor el renombrado Fiódor Simeónovich Kivrin,
gran mago y taumaturgo, jefe del Departamento de Felicidad Lineal. Fiódor
Simeónovich era célebre por su incorregible optimismo y la fe en un futuro hermoso.
Había tenido un pasado muy agitado. Bajo el reinado de Iván el Terrible, los
opríchniks del entonces ministro de Seguridad Nacional, Maliuta Skurátov, lo
quemaron entre bromas y chistes en una sauna de madera, acusado de brujería por
culpa de la delación de su vecino el escribiente; bajo Alexis el Apacible, lo
apalearon sin piedad y quemaron en su espalda la colección completa de sus
manuscritos; bajo Pedro el Grande, volvió a elevarse como un sabio de la química y
el arte de los minerales, pero no se sabe en qué desagradó al príncipe césar
Romodánovski y lo condenaron a trabajos forzados en la fábrica de armas de Tula; de
allí se escapó a la India, estuvo mucho tiempo viajando, le picaron serpientes
venenosas y le mordieron cocodrilos, dominó el yoga sin dificultad, regresó a Rusia
en plena insurrección de Pugachov, lo acusaron de ser curandero de los sediciosos,
lo desnarigaron y lo deportaron para siempre a Solovets. Allí también tuvo un
montón de problemas, hasta que se incorporó a NICASO, donde no tardó en ocupar el
puesto de jefe de sección. Últimamente trabajaba mucho en los problemas de la
felicidad de la humanidad y discutía con ardor con los colegas que creían que la
satisfacción era la base de la felicidad.
—¡B-buenas tardes! —dijo con voz grave, dejando delante de mí la llave de su
laboratorio—. P-pobrecillo, ¿cómo es que le ha caído esto? T-tiene que divertirse
esta n-noche. V-voy a llamar a Modest. M-menuda tontería, yo me quedaré de g-
guardia…
Era evidente que aquella idea se le acababa de ocurrir y estaba impaciente por
llevarla a cabo.
—B-bueno, ¿d-dónde está su teléfono? M-maldición, n-nunca me acuerdo de los t-
teléfonos… ¿Uno q-quince o c-cinco once?
—¡Pero bueno, Fiódor Simeónovich! ¡Haga el favor! —exclamé—. ¡Ni se le ocurra!
¡Precisamente iba a ponerme a trabajar un poco!
—¡Ah, a t-trabajar! ¡Eso es otra c-cosa! ¡E-eso está b-bien, es m-magnífico! ¡B-
bien por usted! Pero yo, d-diablos, no tengo ni pajolera idea de electrónica… Hay
que estudiarla, porque t-toda esa m-magia son solo palabras, cosas viejas, hocus
pocus con campos psíquicos, p-primitivismo…
M-métodos de los antepasados…
Entonces, sin apenas moverse, creó dos grandes manzanas. Una me la dio; arrancó la
mitad de la otra de un bocado y se puso a masticarla con deleite.
—M-maldición, otra v-vez la he hecho con g-gusano… La suya, ¿cómo está? ¿Está b-
buena? Eso está b-bien… P-pasaré a verlo más t-tarde, Sasha, porque no entiendo n-
nada de n-nada del sistema de m-mandos… Me b-bebo un traguito de vodka y v-vuelvo…
V-veintinueve mandos t-tiene esa m-máquina… O la m-máquina miente, o yo n-no
entiendo n-nada… V-voy a t-traerle una novela de d-detectives, una de G-gardner.
¿L-lee en inglés? ¡Ese g-granuja escribe m-maravillosamente! Tiene a ese P-perry
Mason, una f-fiera de abogado, ¿lo c-conoce? Y también le daré algo de s-science
fiction… A-Asimov o B-bradbury…
Se acercó a la ventana y dijo, encantado:
—¡C-cómo me gusta la v-ventisca, diantres!
Arrebujado en un abrigo de visón, entró el delgado y elegante Cristóbal Josévich
Junta. Fiódor Simeónovich se volvió.
—¡Ah, C-cristo! —exclamó—. ¿Tú crees? El estúpido de C-comepiédrov ha puesto a
hacer la g-guardia a este joven la n-noche de Nochevieja. V-vamos a liberarlo y q-
quedémonos nosotros dos, recordando los v-viejos t-tiempos y echándonos unos t-
tragos, ¿eh? ¿P-por qué tiene q-que estar aquí m-mortificándose? T-tiene que
echarse unos b-bailes con las ch-chicas…
Junta dejó su llave en la mesa.
—El trato con chicas causa placer solo en aquellas ocasiones en que se alcanza
después de haber superado obstáculos —dijo con toda tranquilidad.
—¡S-sin duda! —tronó Fiódor Simeónovich—. M-mucha sangre, muchas c-canciones corren
por damas encantadoras… ¿Cómo era eso? Solo conseguirá su objetivo aquel que no
conozca la palabra «temor»…
—Precisamente —dijo Junta—. Y además… no soporto la caridad.
—¡No soporta la caridad! ¿Y quién me m-mendigó a Odijmantiev? Engañó a aquel
auxiliar, sabes… Saca una b-botella de champán, como m-mínimo… ¡E-espera, n-nada de
champán! ¡Amontillado! ¿T-todavía te queda de la r-reserva de T-toledo?
—Nos esperan, Teodoro —le recordó Junta.
—S-sí, es verdad… Aún t-tengo que buscar la c-corbata… y las botas de fieltro; no
encontraremos t-taxi… Nos vamos, Sasha. N-no te aburras m-mucho…
—Los que están de guardia en el instituto no se aburren en Nochevieja —dijo Junta
en voz baja—. Sobre todo los novatos.
Se dirigieron a la puerta. Junta cedió el paso a Fiódor Simeónovich y, antes de
salir, me miró de reojo y como un rayo dibujó con el dedo la estrella de Salomón en
la pared. La estrella se inflamó y se fue apagando poco a poco, como el rastro de
un haz de electrones en la pantalla de un osciloscopio. Yo escupí tres veces por
encima de mi hombro derecho.
Cristóbal Josévich Junta, jefe del Departamento del Sentido de la Vida, era un
hombre extraordinario, pero, por lo visto, del todo insensible. En otros tiempos,
en su temprana juventud, había sido durante mucho tiempo gran inquisidor, pero
luego había incurrido en la herejía, aunque desde entonces conservaba los mismos
hábitos, que por cierto le habían sido muy útiles, por lo que cuentan, en los
tiempos de la guerra de España contra cinco colonias. Casi todos sus experimentos
incomprensibles los hacía bien sobre sí mismo, bien sobre sus trabajadores, cosa de
la que se había hablado con indignación en la reunión general del sindicato. Se
ocupaba del estudio del sentido de la vida, pero no había avanzado mucho, y eso que
había conseguido resultados interesantes. Por ejemplo, había mostrado que, en
teoría, la muerte no es en absoluto un atributo indispensable de la vida. Por este
descubrimiento también se había montado un escándalo en el seminario de filosofía.
No dejaba pasar a casi nadie a su despacho, y por el instituto corrían vagos
rumores de que allí había un montón de cosas interesantísimas. Contaban que en un
rincón había una figura soberbiamente disecada de un viejo conocido de Cristóbal
Josévich, un Standartenführer de las SS, en uniforme de gala, con su monóculo, su
daga, su Cruz de Hierro, sus hojas de roble y todos sus ajilimójilis. Junta era un
magnífico taxidermista. Según sus propias palabras, el Standartenführer también.
Pero Cristóbal Josévich había progresado antes. Le encantaba progresar deprisa,
siempre y en todo. No le era ajeno cierto escepticismo. En uno de sus laboratorios
colgaba un letrero enorme: «¿Somos necesarios para nosotros mismos?». Era un tipo
muy insólito.
Exactamente a las tres en punto, de acuerdo con la legislación laboral, me entregó
la llave el doctor en ciencias Amvrosi Ambruásovich Sfugallo. Llevaba unas botas de
fieltro forradas de piel y una zamarra que olía a cochero. Por encima del cuello
levantado le salía la barba gris y desaliñada. Llevaba el pelo cortado a lo casco,
con lo cual nunca se le veían las orejas.
—Uséase… —dijo, acercándose—. Hoy hay alguien que puede que salga del cascarón.
Uséase, en el laboratorio. Asín que habría que echarle un ojo. Le he dejado unas
provisiones, uséase, unos panecillos, uséase, cinco hogazas, y también salvado
cocido y dos cubos de leche. Bien, cuando se lo coma todo, empezará a pasearse, y
tal y tal. Así que avísame, mon cher, si pasa algo, querido.
Dejó enfrente de mí un manojo de llaves de granero y abrió la boca un poco turbado,
mirándome fijamente. Sus ojos eran transparentes y en la barba tenía granos de
mijo.
—¿Adónde debo avisarle? —pregunté.
No me gustaba nada aquel hombre. Era cínico y estúpido. Podríamos atrevernos a
llamar eugénico al trabajo que hacía por trescientos cincuenta rublos al mes, pero
nadie lo llamaba así: tenían miedo de tener algo que ver con él.
Aquel Sfugallo declaraba que todas las desgracias, uséase, se derivaban de la
insatisfacción, y asín, si a la persona se le daba todo —hogazas de pan, salvado
cocido, y tal y tal—, no sería una persona, sino un ángel. Había lanzado aquella
idea ingenua por todas partes, ostentando los libros de los clásicos, de los cuales
extraía citas de cuajo con una simpleza impresionante, eliminando y tachando sin
piedad lo que no le convenía. Al principio, el Consejo Científico había cedido a
las presiones de aquella demagogia impetuosa e incluso primitiva, y habían incluido
el tema de Sfugallo en el plan de trabajo.
Siguiendo estrictamente aquel plan, midiendo con celo sus progresos en porcentajes
de cumplimiento de plazos y sin olvidarse nunca del régimen económico, de la
circulación del capital de trabajo ni de los lazos con la vida, Sfugallo había
creado tres modelos experimentales: el modelo de Hombre Totalmente Insatisfecho, el
modelo de Hombre Insatisfecho Estomacalmente y el modelo de Hombre Totalmente
Satisfecho. El antropoide totalmente insatisfecho había sido el primero en madurar:
había salido del cascarón hacía dos semanas. Era un ser miserable, cubierto de
llagas, como Job, medio podrido, atormentado por todas las enfermedades conocidas y
desconocidas, increíblemente hambriento, y sufría de frío y de calor al mismo
tiempo. Se había caído en el pasillo, había llenado el instituto con una sarta de
quejidos ininteligibles y la había palmado. Sfugallo lo había celebrado. Ya podía
considerarse demostrado que si a una persona no se le daba de comer ni de beber, ni
se la curaba, entonces, uséase, sería desgraciada e incluso, quizás, moriría. Como
se había muerto aquel.
El Consejo Científico se había horrorizado. La empresa de Sfugallo estaba tomando
un giro siniestro. Se había creado una comisión para controlar el trabajo de
Sfugallo. Sin embargo, este, sin inmutarse, había presentado dos informes que
decían lo siguiente: en primer lugar, que tres ayudantes de su laboratorio salían
todos los años para trabajar en un sovjoz asociado al instituto, y en segundo
lugar, que él mismo, Sfugallo, había sido un preso del zarismo tiempo atrás e
impartía regularmente conferencias populares en salas municipales y de provincias.
Y mientras la perpleja comisión intentaba comprender la lógica del asunto, él había
llevado tranquilamente cuatro camiones de cabezas de arenque para su antropoide
insatisfecho estomacalmente desde la fábrica de conservas de pescado asociada al
instituto (en régimen de vínculos con la producción). La comisión estaba
escribiendo un informe, y el instituto esperaba atemorizado los futuros
acontecimientos. Los vecinos de planta de Sfugallo habían cogido vacaciones por su
cuenta.
—¿Adónde tengo que avisarle, pues? —pregunté.
—¿Avisarme? Pues a casa. ¿Dónde voy a pasar la Nochevieja, si no? Hay que tener
moral, monín. Hay que celebrar la Nochevieja en casa. Esta es nuestra costumbre,
n’est-ce pas?[*]
—Ya sé que estará en casa. ¿A qué número?
—Pues, uséase, míralo en la agenda. ¿Sabes leer? Pues asín míralo en la agenda. No
tenemos secretos, no como otros, en masse.[†]
—Muy bien —dije—. Le avisaré.
—Avísame, mon cher, avísame. Si empieza a morder, dale en los morros, sin miedo.
C’est la vie.[‡]
Reuní valor y protesté:
—Usted y yo no hemos brindado por nuestra amistad.
—Pardon?
—Nada, cosas mías —dije.
Se rae quedó mirando unos instantes con sus ojos transparentes que no tenían la más
mínima expresión.
—Pues nada, está bien que no sea nada —siguió—. Feliz año nuevo. Que tengas salud.
Au revoir,[§] asín.
Se enfundó el gorro de orejeras y se retiró. Inmediatamente abrí el ventanuco de
ventilación. Entró volando Román Oira-Oira con un abrigo verde de cuello de cordero
y movió ligeramente la nariz aguileña.
—¿Sfugallo se ha sfugado?
—Se ha sfugado —repuse.
—Hum, sí —dijo Román—. Es un arenque. Toma las llaves. ¿Sabes dónde ha descargado
un camión? Debajo de las ventanas de Gian Giacomo Justo debajo de su despacho. Un
regalito de año nuevo. Voy a fumarme un cigarrillo aquí contigo.
Se dejó caer en una gran butaca de piel, se desabrochó el abrigo y se encendió un
cigarrillo.
—Bien, considera lo siguiente —dijo—. Tenemos un olor de arenque en salmuera cuya
intensidad es de dieciséis microhachas y ocupa un volumen de… —Echó un vistazo a la
habitación—. Bueno, tú mismo puedes calcularlo. Es año de cambios, Saturno está en
la constelación de Libra… ¡Elimínalo!
Me rasqué detrás de la oreja.
—Saturno… Pero ¿por qué me das Saturno? ¿Y el vector magistatum?
—Vaya, hermano —dijo Oira-Oira—, eso tendrías que calcularlo tú…
Me rasqué detrás de la otra oreja, calculé mentalmente el vector y tartamudeé la
influencia acústica (pronuncié un encantamiento). Oira-Oira se tapó la nariz. Me
arranqué dos pelos de la ceja (cosa tremendamente dolorosa y estúpida) y polaricé
el vector. El olor se hizo más fuerte.
—Mal —me reprochó Oira-Oira—. ¿Qué haces, aprendiz de mago? ¿Es que no ves que el
ventanuco está abierto?
—Ah, es verdad —dije.
Calculé la divergencia y la rotación, intenté resolver mentalmente la ecuación de
Stokes, me lié, me arranqué dos pelos más respirando por la boca, olfateé y murmuré
el conjuro de Auers. Estaba a punto de arrancarme dos pelos más, pero resultó que
el recibidor se había aireado por medios naturales, y Román me aconsejó economizar
las cejas y cerrar el ventanuco.
—Regular —dijo Román—. Vamos con la materialización.
Nos ocupamos de la materialización durante un rato. Creé unas peras, y Román me
pidió que me las comiera. Yo me negué, y él me obligó a crear más. «Trabajarás
hasta que consigas algo comestible —decía—. Esto ya se lo puedes dar a Modest. Por
algo es nuestro Comepiédrov.» Al final conseguí crear una pera de verdad, grande,
amarilla, tierna como la mantequilla y amarga como la quina. Me la comí, y Román me
dejó descansar.
Entonces trajo las llaves el bachiller de magia negra Magnus Fiódorovich Rábanin,
gordo, siempre preocupado y enfadado. Había conseguido el título de bachiller hacía
trescientos años por la invención de los calzones invisibles. Desde entonces no
había dejado de perfeccionarlos. Primero se habían transformado en unos marianos
invisibles, luego en unas botargas invisibles, y por fin, hacía muy poco, se había
empezado a hablar de ellos como de pantalones invisibles. Pero no había manera de
que acabaran de funcionar. En la última asamblea del seminario sobre magia negra,
cuando hizo la ponencia ordinaria «Sobre ciertas nuevas propiedades de los
pantalones invisibles de Rábanin», le había ocurrido una nueva desgracia. Durante
la presentación del modelo actualizado, algo se trabó en el mecanismo de botones y
tirantes, y de repente los pantalones soltaron un fuerte chisporroteo y, en vez de
hacer invisible al inventor, se volvieron invisibles ellos. La situación resultó
muy incómoda.
Sin embargo, la ocupación principal de Magnus Fiódorovich era una tesis cuyo tema
sonaba algo así: «Materialización y naturalización lineal de la Tesis Blanca como
argumento de la suficientemente arbitraria función sigma de una felicidad humana
inimaginable plenamente». En aquel campo había conseguido resultados significativos
e importantes, de los que se desprendía que la humanidad se bañaría en una
felicidad no imaginada plenamente si se encontraba la Tesis Blanca, y lo más
importante, si se entendía qué era y dónde había que buscarla.
La Tesis Blanca solo se mencionaba en los cuadernos de Ben Betsalel. Al parecer,
este había aislado la Tesis Blanca como producto residual de una reacción
alquímica, y sin tener tiempo de ocuparse de tal nimiedad, la había incorporado en
calidad de elemento secundario en uno de sus aparatos. En sus últimas memorias,
escritas ya en las mazmorras, Ben Betsalel informa: «¿Podéis imaginaros? Esta Tesis
Blanca, a pesar de todo, no satisfizo mis expectativas, no las satisfizo. Y cuando
entendí cuál podía ser su utilidad —hablo de la felicidad para todas las personas,
sean cuantas sean—, ya había olvidado en qué lugar la había incorporado». En el
instituto había siete aparatos que habían pertenecido a Bel Betsalel. Rábanin había
cogido seis y los había desmontado hasta los tornillos, pero no había encontrado
nada de particular. El séptimo aparato era el sofá traductor. Pero Vitka Kornéyev
le había puesto las manos encima, y en el alma sencilla de Rábanin se había colado
la duda más punzante. Había empezado a espiar a Vitka, y este se había puesto de
inmediato hecho una furia. Habían reñido y desde entonces se la tenían jurada el
uno al otro.
Como representante de las ciencias exactas, Magnus Fiódorovich me trataba con
amabilidad, aunque reprobase mi amistad con «ese plagiario». En general, Rábanin no
era mala persona; era muy trabajador, muy porfiado, y decididamente no tenía ni
pizca de codicia. Había hecho un trabajo colosal: había recopilado una colección
ingente de definiciones de la felicidad. Había definiciones negativas simplísimas
(«En el dinero no está la felicidad»), definiciones positivas simplísimas («La
mayor satisfacción, el pleno contento, es el éxito y la suerte»), definiciones
casuísticas («La felicidad es la ausencia de infelicidad») y paradójicas («Los más
felices son los estultos, tontos, imbéciles y necios, pues no tienen remordimientos
de conciencia, no se asustan de los fantasmas ni duendes, no temen los infortunios
que les amenazan ni les turban las esperanzas de los bienes futuros»).
Magnus Fiódorovich dejó en la mesa una cajita con las llaves.
—He encontrado otra definición —dijo, mirándonos de reojo con desconfianza.
—¿Cuál? —le pregunté.
—Es una especie de poema, pero sin rima. ¿Quieren oírlo?
—Claro que sí —dijo Román.
Magnus Fiódorovich sacó una libreta y leyó tartamudeando:

Preguntáis qué considero


la más alta felicidad en la Tierra.
Dos cosas:
Cambiar mi humor
como si trocase un chelín por peniques,
y
escuchar el canto de una joven
desligada de mi vida,
después de que le haya enseñado,
su propio camino.

—No he entendido nada —dijo Román—. Déjemelo ver.


Rábanin le dio la libreta.
—Son de Christopher Logue —explicó—. Del inglés.
—Son estupendos —dijo Román.
Magnus Fiódorovich suspiró.
—Uno dice una cosa, y otro, otra.
—Es difícil —dije yo con compasión.
—¿Acaso no es verdad? Pero ¿cómo se relaciona todo esto? Escuchar el canto de una
chica… Y no cualquier canción, y la chica es joven y está lejos de su vida, y
encima, después de que le preguntara por el camino… ¿Cómo es posible? ¿Es que se
puede expresar como un algoritmo?
—No creo —dije—. Yo ni lo intentaría.
—¿Lo ve? —continuó Magnus Fiódorovich—. ¡Y usted es el jefe del centro de
computación! ¿Quién, entonces?
—¿Y si no existe? —preguntó Román con el tono provocativo de un actor.
—¿El qué?
—La felicidad.
Magnus Fiódorovich se enfadó al instante.
—¿Cómo no va a existir —dijo muy digno— si yo mismo he experimentado con ella
varias veces?
—¿Cambiando un chelín por un penique? —preguntó Román.
Magnus Fiódorovich se enfadó aún más y le arrebató la libreta.
—Todavía es usted joven… —empezó a decir.
Pero en aquel instante se oyó un estrépito y un crujido, una llama relampagueó y se
extendió un olor a azufre. En el centro del recibidor apareció Merlín. Magnus
Fiódorovich, cogido de improviso, saltó hacia un lado diciendo: «¡Váyase al
diablo!» y se marchó corriendo.
—Good God! —dijo Oira-Oira, restregándose los ojos cubiertos de polvillo—. Canst
thou not come in by the usual way as decent people do?… Sir[*] —añadió.
—I beg thy pardon[*] —dijo Merlín con aire engreído.
Me miró pagado de sí mismo. Seguramente yo estaba pálido porque tenía mucho miedo
de las combustiones espontáneas.
Merlín se compuso el manto apolillado y echó en la mesa un manojo de llaves.
—¿Han observado, sires, qué tiempo hace?
—El previsto —dijo Román.
—¡Exacto, sir Oira-Oira! ¡Exactamente el previsto!
—La radio es un objeto muy útil —repuso Román.
—Yo no escucho la radio —dijo Merlín—. Tengo mis propios métodos.
Se sacudió el dobladillo del manto y se levantó un metro del suelo.
—La lámpara de araña —le advertí—. Cuidado.
Merlín miró la lámpara y empezó a decir de buenas a primeras:
—Oh, vosotros, empapados por el espíritu del materialismo occidental, el
mercantilismo vil y el utilitarismo, cuya pobreza espiritual es incapaz de elevarse
por encima de las tinieblas y el caos de las preocupaciones mezquinas y lúgubres…
No puedo dejar de recordar, queridos sires, como el año pasado el sir presidente
del soviet regional, el camarada Pereyaslavlski, y yo…
Oira-Oira soltó un bostezo desgarrador, y yo también me aburría. Probablemente,
Merlín sería aún peor que Sfugallo si no fuera tan arcaico y presuntuoso. Por
distracción de alguien había conseguido ascender a jefe en el Departamento de
Predicciones y Vaticinios, porque en todos los formularios escribía acerca de la
lucha implacable que libraba contra el imperialismo yanqui desde la Edad Media y
adjuntaba a los formularios copias mecanografiadas de ciertas páginas de Mark
Twain, certificadas por un notario. Posteriormente, con motivo de algunos cambios
en la situación interna y del calentamiento de la Tierra, lo trasladaron al puesto
de jefe del servicio meteorológico; a partir de entonces, como hace mil años, se
ocupaba de pronosticar los fenómenos atmosféricos, tanto gracias a medios mágicos
como según el comportamiento de las tarántulas, la intensificación de los dolores
reumáticos y la tendencia de los cerdos de Solovets a revolcarse en el barro o
salir de él. Pero en realidad, la fuente fundamental de sus pronósticos era la
intercepción radiofónica más vulgar, que realizaba con un receptor de galena, según
los rumores, robado de la exposición dedicada a jóvenes técnicos que se celebró en
Solovets en los años veinte. En el instituto lo aguantaban por consideración a su
vejez. Tenía una gran amistad con Naína Kíevna Gorínich, y ambos se ocupaban de
coleccionar y propagar rumores sobre las apariciones en el bosque de una mujer
gigante y peluda y sobre el cautiverio de un estudiante a manos del hombre de las
nieves del monte Elbrus. También decían que de vez en cuando participaba en las
vigilias nocturnas del republicana monte Pelado con Ce Eme Viy, Jomá Brut y otros
gamberros.
Román y yo esperábamos en silencio a que desapareciera. Pero él, envuelto en el
manto, se instaló cómodamente bajo la lámpara de araña y entonó un largo discurso
que todos tenían atravesado hacía tiempo. El relato explicaba cómo el presidente
del soviet regional de Solovets, el camarada Pereyaslavlski, y el propio Merlín
habían realizado un viaje de inspección por la provincia. Aquella historia era una
sarta de mentiras y una trasposición mediocre de situaciones de Mark Twain. Hablaba
de sí mismo en tercera persona, y al presidente a veces lo confundía y lo llamaba
rey Arturo.
—Así pues, el presidente del soviet regional y Merlín se pusieron en camino y
llegaron a casa de un colmenero, el Héroe del Trabajo sir Anacorenko, que era un
buen caballero y un excelente recolector de miel. Y sir Anacorenko nos refirió sus
éxitos laborales y trató a sir Arturo de radiculitis con veneno de abejas. Y sir
presidente vivió con él tres días, y la radiculitis se le calmó, y ellos retomaron
su camino, y por el camino, sir Art…, el presidente dijo: «No tengo espada». «No
importa —le dijo Merlín—, yo te conseguiré una.» Y llegaron a un gran lago, y
Arturo vio que del lago salía una mano, callosa y peculiar, que sujetaba una hoz y
un martillo. Y dijo Merlín: «Esa es la espada de la que te hablé…».
Entonces sonó el teléfono y yo descolgué con sumo placer.
—¿Diga? —respondí—. Diga, le escucho.
Del auricular salió un murmullo, pero Merlín seguía con su discurso gangoso: «… Y
al pasar por Lézhnev se encontraron con sir Pellinor. Sin embargo, Merlín hizo de
tal manera que Pellinor no advirtiera la presencia del presidente…».
—Sir camarada Merlín —dije—. ¿Le importaría hablar un poco más bajo? No oigo nada.
Merlín calló, pero se veía que estaba dispuesto a continuar en cualquier momento.
—Diga —repetí al auricular.
—¿Quién está al aparato?
—¿Por quién pregunta? —pregunté, siguiendo la antigua costumbre.
—Interrúmpaseme. No está en un teatro de feria, Priválov.
—Discúlpeme, Modest Matvéyevich. El empleado de guardia Priválov le escucha.
—Así está mejor. Infórmeme.
—¿De qué?
—Escuche, Priválov. Vuelvo a no entender su comportamiento. ¿Con quién hablaba?
¿Por qué hay un extraño en su puesto de trabajo? ¿Por qué hay gente en el instituto
después que haya terminado la jornada laboral, con lo cual se viola la legislación?
—Es Merlín —le dije.
—¡Sáquelo por el cuello!
—Con mucho gusto —dije.
A Merlín, que sin duda estaba escuchando la conversación, le salieron manchas en la
cara, dijo: «¡Grrrosero!», y se disipó en el aire.
—Con mucho gusto o sin él; eso a mí me es indiferente. Se me ha notificado que las
llaves que le han sido confiadas están amontonadas en la mesa en vez de estar
guardadas en el cajón.
Ha sido Sfugallo, pensé.
—¿Por qué no dice nada?
—Así se hará.
—En ese acsepto —dijo Modest Matvéyevich—. La vigilancia tiene que estar a la
altura. ¿Me he explicado bien?
—Perfectamente.
—Nada más por mi parte —dijo Modest Matvéyevich, y colgó.
—Bueno —dijo Oira-Oira, abrochándose el abrigo verde—. Voy a abrir las conservas y
a destapar una botella. Que vaya bien, Sasha, vendré a verte más tarde.

II.

Caminaba, bajaba a oscuros pasillos y después volvía a subir a los pisos


superiores. Estaba solo. Gritaba, pero no me contestaban. Estaba solo en aquella
casa vasta y tortuosa como un laberinto.

G. MAUPASSANT
ME METÍ LAS LLAVES EN EL BOLSILLO DE LA CHAQUETA Y empecé la primera ronda. Por la
escalera principal —que, según recordaba, solamente habían usado una vez, cuando el
instituto recibió la visita de una personalidad augusta africana— bajé al inmenso
vestíbulo, decorado con estratos centenarios de excesos arquitectónicos, y miré por
la ventanilla de la portería. En la bruma fosforescente se vislumbraban dos
macrodemonios de Maxwell. Jugaban al más estocástico de los juegos: a las chapas.
Dedicaban a lo mismo todo su tiempo libre. Eran enormes, lánguidos,
indescriptiblemente absurdos, igualitos a una colonia de virus de la poliomelitis
vista a través del microscopio electrónico, pero vestidos con libreas gastadas.
Como corresponde a los demonios de Maxwell, toda la vida se dedicarían a abrir y
cerrar puertas. Eran ejemplares veteranos y bien amaestrados, pero uno de ellos, el
que controlaba la salida, que había alcanzado ya la edad de la jubilación
(comparable a la edad de la galaxia), de vez en cuando chocheaba y se ponía a hacer
tonterías. Entonces, alguien del Servicio Técnico se ponía una escafandra, pasaba
por la portería llena de argón comprimido y le hacía volver en sí.
Siguiendo las instrucciones, los conjuré a los dos, es decir, cerré los canales de
información y bloqueé el sistema de entrada y salida. Los demonios no reaccionaron;
estaban demasiado ocupados. Uno ganaba, y el otro, evidentemente, perdía, cosa que
los inquietaba porque rompía el equilibrio estadístico. Cerré la ventanita con el
postigo y recorrí el vestíbulo. Estaba húmedo y oscuro, y hacía eco. El edificio
del instituto era muy antiguo, pero al parecer se empezó a construir por el
vestíbulo. La blancura de los esqueletos encadenados refulgía por los rincones
mohosos; se oía como el agua caía gota a gota; en los nichos de entre las columnas
había estatuas con armaduras oxidadas en posturas antinaturales; a la derecha de la
entrada, junto a la pared, había una pila de ídolos antiguos, y encima de ella,
unas piernas de yeso con botas. A ras de techo, venerables ancianos miraban con
severidad desde sus retratos ennegrecidos, y en sus caras se descubrían los rasgos
familiares de Fiódor Simeónovich, del camarada Gian Giacomo y de otros maestros.
Tendrían que haber tirado hace ya mucho tiempo toda aquella basura ancestral, abrir
ventanas en las paredes y poner tubos fluorescentes de luz natural, pero todo
estaba registrado e inventariado, y Modest Matvéyevich en personalmente había
prohibido su dilapidación.
En los capiteles de las columnas y en los laberintos de las gigantescas lámparas de
araña que colgaban del techo negro, revoloteaban murciélagos de varias especies,
contra los cuales Modest Matvéyevich sostenía una eterna lucha. Los rociaba con
trementina y creosota, les echaba pesticida, les pulverizaba hexaclorofeno… Se
morían por millares, pero nacían decenas de miles. Mutaban y surgían variantes que
cantaban o hablaban; los descendientes de las primeras generaciones se alimentaban
ya exclusivamente de pelitre mezclado con metrifonato, y el operador de cine del
instituto, Sania Zorzal, juraba que una vez había visto con sus propios ojos un
murciélago que se parecía al camarada jefe de personal como un huevo a otro.
En un nicho profundo, del cual salía un hedor gélido, alguien se puso a gemir y a
hacer sonar las cadenas. «Interrúmpase —dije severamente—. ¡Otra vez con la dichosa
mística! ¿Cómo no le da vergüenza?…» El nicho quedó en silencio. Coloqué con cariño
la alfombra y subí por la escalera.
Como ya se ha dicho, desde fuera el instituto parecía tener dos plantas. Pero en
realidad no tenía menos de doce. No había subido más arriba de la duodécima porque
el ascensor siempre estaba en reparación y yo aún no sabía volar. La fachada de las
diez ventanas, como la mayoría de las fachadas, también era una ilusión óptica. El
instituto se extendía por lo menos un kilómetro a izquierda y derecha del
vestíbulo, y no obstante todas las ventanas daban a la misma calle curva y al mismo
cobertizo. Aquello me sorprendía muchísimo. Al principio no dejaba de dar la lata a
Oira-Oira para que me explicara cómo cuadraba aquello con las ideas clásicas —o, al
menos, relativistas— de las propiedades del espacio. No entendí nada de las
explicaciones, pero poco a poco me acostumbré y la sorpresa fue desapareciendo.
Estoy totalmente seguro de que dentro de diez o quince años cualquier colegial
entenderá la teoría general de la relatividad mejor que un especialista actual. No
hace ninguna falta comprender cómo funciona la curvatura espacio-temporal; solo es
necesario que esa noción forme parte de la vida cotidiana desde la infancia.
Todo el primer piso estaba ocupado por el Departamento de Felicidad Lineal. Aquel
era el reino de Fiódor Simeónovich; allí olía a manzanas y bosques de coniferas;
allí trabajaban las chicas más bonitas y los chicos más capaces. Allí no había
crueles fanáticos, expertos y adeptos a la magia negra; nadie se arrancaba los
pelos susurrando y retorciéndose de dolor; nadie murmuraba conjuros que parecían
trabalenguas indecentes; nadie cocía sapos y cuervos vivos bajo la luna llena la
noche de san Juan o los días de mala suerte. Allí se trabajaba con optimismo. Allí
se practicaba toda la magia blanca, submolecular e infraneuronal, que permitían los
límites, para aumentar el tono espiritual de cada individuo en particular y del
colectivo humano en general. Allí se acumulaba y se propagaba por todo el mundo la
risa alegre y sin malicia; se desarrollaban, se experimentaban y se implantaban
modelos de conducta y relaciones que fortalecían la amistad y destruían la
discordia, y se destilaban y se sublimaban extractos para sosegar las penas que no
contenían ni una molécula de alcohol ni otros narcóticos. En aquel momento se
estaba preparando un triturador universal portátil del mal para un experimento de
campo y se desarrollaban nuevas aleaciones rarísimas de inteligencia y bondad.
Abrí la puerta de la sala central y me quedé unos momentos en el umbral admirando
el destilador gigante Risa Infantil, que trabajaba de forma parecida a un generador
de Van de Graaff, pero en un silencio absoluto, y a su alrededor olía bien. Según
las instrucciones, yo debía girar los dos interruptores grandes blancos del panel,
y el resplandor dorado de la sala se apagaría, y se quedaría oscura, fría e
inmóvil; en fin, las instrucciones me obligaban a cortar la corriente del presente
lugar de producción. Pero sin dudarlo un instante, regresé al pasillo y cerré la
puerta a mis espaldas. Cortar la corriente de cualquier cosa de los laboratorios de
Fiódor Simeónovich me parecía simplemente un sacrilegio.
Caminaba despacio por el pasillo, observando atentamente los graciosos dibujos de
las puertas de los laboratorios, y en la esquina me encontré al domovói Tijon, que
hacía aquellos dibujos y los cambiaba todas las noches. Nos dimos un apretón de
manos. Tijon era un domovói grisáceo y amable de la provincia de Riazán, a quien
Viy había deportado a Solovets por cierta falta: parece que o bien no saludó a
alguien o bien se negó a comer una víbora hervida… Fiódor Simeónovich lo acogió, lo
lavó y lo arrancó de su arraigado alcoholismo, y él se acostumbró a vivir aquí, en
el primer piso. Dibujaba a las mil maravillas, al estilo de Bidstrup, y era famoso
entre los domovóis locales por su sensatez y su conducta prudente.
Estaba a punto de subir a la segunda planta, pero me acordé del vivero y me dirigí
al sótano. El celador del vivero, el vampiro rehabilitado y entrado en años Alfred,
estaba bebiendo té. Al verme, intentó esconder la tetera debajo de la mesa, rompió
el vaso, se ruborizó y bajó los ojos. Me dio pena.
—Feliz año —dije, haciendo ver que no había notado nada.
Carraspeó cubriéndose la boca con la mano.
—Muchas gracias —respondió, ronco—. Igualmente.
—¿Todo está en orden? —le pregunté, echando un vistazo a las hileras de jaulas y
establos.
—Briareo se ha roto un dedo —dijo Alfred.
—¿Cómo?
—Así como así. Uno de la decimoctava mano derecha. Se estaba hurgando la nariz, lo
giró mal (ya sabe que los hecatónquiros son patosos) y se lo rompió.
—Habrá que llamar al veterinario —dije.
—¡Ya se le curará! No es la primera vez…
—No, no podemos dejarlo así —dije—. Vamos a verlo.
Nos internamos en el vivero. Pasamos junto al Caballito Jorobadito, que dormitaba
con el hocico metido en el morral de avena; junto a la pajarera de las harpías, que
nos siguieron con los ojos turbios de sueño; junto a la jaula de la Hidra de Lerna,
sombría y huraña en aquella época del año. Los hecatónquiros, los hermanos gemelos
de cien brazos y cincuenta cabezas, primogénitos del Cielo y la Tierra, estaban en
una espaciosa cueva hormigonada condenada con gruesas barras de hierro. Giges y
Coto dormían acurrucados, formando gigantescos nudos monstruosos de los que
sobresalían unas cabezas azules y rapadas con los ojos cerrados y unos brazos
peludos y relajados. Briareo sufría. Estaba en cuclillas, estrechado contra la
reja, con la mano del dedo roto extendida hacia el medio del paso y cogida por
otras siete. Con las otras noventa y dos se agarraba a los barrotes y las cabezas,
algunas de las cuales dormían.
—¿Qué pasa? —pregunté con compasión—. ¿Te duele?
Las cabezas que estaban en vela se pusieron a gruñir en griego y despertaron a una
cabeza que sabía ruso.
—Vaya si duele —dijo la cabeza.
El resto de cabezas se calmaron y se me quedaron mirando con las bocas abiertas.
Examiné el dedo. Estaba sucio e inflamado, y no estaba roto, solo estaba dislocado.
En nuestro gimnasio, estos traumatismos se curaban sin ningún médico. Agarré el
dedo y di un tirón hacia mí con todas mis fuerzas. Briareo rugió con sus cincuenta
gargantas y se cayó de espaldas.
—Ea, ea, ea —dije, limpiándome la mano con un pañuelo—. Ya está, ya estáis.
Sorbiéndose los mocos, Briareo se miró el dedo. Las cabezas de atrás estiraron el
cuello con ansia, mordiendo con impaciencia las orejas de las que estaban delante
para que no les taparan. Alfred sonrió.
—Habríamos podido sangrarle un poco —dijo con una expresión olvidada hacía tiempo.
Después suspiró y añadió—: Pero ¿cómo será su sangre? Debe de ser mera apariencia.
A fin de cuentas, es un ser fantástico.
Briareo se levantó. Sus cincuenta cabezas sonreían beatíficamente. Le dije adiós
con la mano y di la vuelta. Me detuve junto a Koschéi el Inmortal. El grandísimo
canalla vivía en una jaula individual la mar de cómoda, con alfombras,
climatización y una estantería para los libros. En las paredes de la jaula había
retratos de Gengis Kan, Himmler, Catalina de Médici, un Borgia y alguien que era
Goldwater o McCarthy. Koschéi, con una bata irisada y las piernas cruzadas, leía
una copia en offset del Martillo de las brujas frente a un enorme pupitre. Sus
dedos largos se movían en gestos desagradables: hacía como que atornillaba, clavaba
o arrancaba. Estaba en prisión preventiva infinita mientras durara la instrucción
infinita del sumario de sus delitos infinitos. En el instituto era muy apreciado,
ya que aprovechaban para usarlo para ciertos experimentos únicos y como intérprete
del dragón Gorínich. (El dragón Gorínich estaba encerrado en la vieja sala de
calderas, desde donde llegaban sus ronquidos metálicos y sus gruñidos entre
sueños.) Me quedé reflexionando sobre qué pasaría si en algún momento de un
lejanísimo futuro condenaran a Koschéi. El jurado, quienquiera que fuese, se
encontraría en una situación muy extraña: sería imposible aplicar la pena de muerte
a un criminal inmortal, y la prisión eterna, si se considerara la preventiva, ya la
habría cumplido…
De repente me cogieron por la pernera del pantalón.
—Qué, socios, ¿nos lo bebemos entre los tres? —dijo una voz aguardentosa.
Conseguí escabullirme. Tres vampiros de la jaula vecina me miraban con avidez,
apretando las caras azuladas contra la malla metálica conectada a una corriente de
doscientos voltios.
—¡Me has pisado la mano, escoba de cuatro ojos! —dijo uno.
—Pues no me cojas —dije—. ¿Quieres un palo de chopo?
Alfred llegó corriendo, restallando el látigo, y los vampiros se recogieron en un
rincón oscuro. Se pusieron a blasfemar de la peor manera y a jugar con una baraja
casera, echando las cartas a palmetazos.
—Bien —dije a Alfred—. Creo que todo está en orden. Sigo con la ronda.
—Que vaya bien —respondió con buena voluntad.
Mientras subía los peldaños oí como restañaba la tetera y gorgoteaba el té.
Eché un vistazo a la sala de máquinas y vi que el generador de energía estaba en
marcha. El instituto no dependía de las fuentes municipales. Después de dilucidar
el principio del determinismo, se decidió dar un mejor uso a la Rueda de la
Fortuna: como fuente gratuita de energía mecánica. En el suelo de cemento de la
sala solo se veía una pequeña parte del aro brillante y pulido de la gigantesca
rueda. Su eje estaba en algún lugar del espacio infinito, por lo que el aro parecía
una cinta transportadora que iba de una pared a otra. Durante un tiempo se puso de
moda escribir tesis sobre el radio de curvatura de la Rueda de la Fortuna, pero
como se conseguían resultados muy poco exactos, del orden de diez megapársecs, el
Consejo Científico del instituto decidió suspender la revisión de las tesis sobre
aquel tema hasta que se crearan medios transgalácticos de comunicación que
permitieran hacer cálculos sustancialmente más exactos.
Unos espíritus malignos del personal de servicio estaban jugando en la Rueda: se
subían a la cinta, llegaban hasta la otra pared, bajaban de un salto y corrían de
vuelta. Los llamé al orden con determinación. «Interrúmpanse —dije—. Esto no es un
teatro de feria.» Se escondieron detrás de la caja de transformadores y me
bombardearon con bolas de papel masticado. Decidí desentenderme de aquellos
mocosos, di una vuelta por los paneles y, después de asegurarme de que todo estaba
en orden, subí al segundo piso.
Allí reinaban el silencio, la oscuridad y el polvo. Al lado de una puerta bajita y
medio abierta, apoyado en un fusil largo de pedernal, dormitaba un soldado
decrépito con el uniforme del regimiento Preobrazhenski y un tricornio. Aquel era
el Departamento de Magia de Defensa, entre cuyos trabajadores hacía tiempo que no
había un alma viva. Todas nuestras viejas glorias, con excepción quizás de Fiódor
Simeónovich, habían manifestado en algún momento su pasión por esta rama de la
magia. Ben Betsalel había usado con éxito su golem en dos motines palaciegos; el
monstruo de arcilla, insensible a los sobornos e invulnerable al veneno, custodiaba
tanto el laboratorio como el tesoro del emperador. Giuseppe Balsamo había sido el
primero en la historia en crear un escuadrón volador de escobas, que había tenido
un papel relevante en la guerra de los Cien Años. Sin embargo, el escuadrón se
había desintegrado rápidamente: una parte de las brujas se había casado, y las
demás se habían enrolado en el regimiento de los reiter en concepto de cantineras.
El rey Salomón había capturado y encantado a doce docenas de ifrits y había formado
un batallón lanzallamas para destruir elefantes. El joven Cristóbal Junta había
llevado a la guardia de Carlomagno un dragón chino amaestrado para atacar a los
moros, pero al saber que el emperador no se disponía a luchar contra los moros,
sino contra las tribus de vascos, había montado en cólera y había desertado. A lo
largo de la historia de las guerras, distintos magos habían propuesto el uso de
vampiros en el combate (para las exploraciones nocturnas), basiliscos (para que el
enemigo se convirtiera en piedra por culpa del miedo), alfombras voladoras (para el
lanzamiento de suciedad a las ciudades enemigas), espadas Kladenets de distintas
cualidades (para compensar las tropas reducidas) y muchos otros recursos. Sin
embargo, después de la primera guerra mundial, después del Gran Berta, los tanques,
la iperita y el cloro, la magia de defensa había empezado a marchitarse. La sección
había sufrido una desbandada total. Quien más había aguantado fue un tal Pitirim
Schwarz, antiguo monje e inventor de un soporte para mosquetes, que trabajaba con
abnegación en el proyecto del bombardeo con genios. La esencia del proyecto
consistía en lanzar a la ciudad enemiga botellas con genios que llevaran encerrados
no menos de tres mil años. Es bien sabido que los genios, cuando están en libertad,
solo son capaces de destruir ciudades o construir palacios. Un genio encerrado
tanto tiempo (razonaba Pitirim Schwarz) no se pondría a construir un palacio, y el
enemigo las pasaría canutas. Un obstáculo para la realización del proyecto era la
insuficiencia de botellas con genios, pero Schwarz había pensado reponer los fondos
mediante un rastreo profundo de los mares Rojo y Mediterráneo. Cuentan que al saber
de la bomba de hidrógeno y la guerra bacteriológica, el viejo Pitirim se había
trastocado, había regalado los genios a los demás departamentos y se había marchado
a buscar el sentido de la vida junto a Cristóbal Junta. Nadie lo había vuelto a
ver.
Cuando me paré en el umbral, el soldado entreabrió un ojo, dijo con un ronquido:
«No se puede pasar, siga su camino» y volvió a dormirse. Pasé la vista por la
habitación desierta y llena de cacharros. Había pedazos de modelos extraños y
trozos de diseños llenos de errores; removí con la puntera de la bota una carpeta
tirada junto a la entrada con el título borroso de «Sumamente secreto. Quemar antes
de leer» y salí. Allí no había nada que desconectar, y por lo que respectaba a la
combustión espontánea, todo lo que podía quemarse espontáneamente ya se había
quemado hacía muchos años.
En aquel piso estaba también el depósito de libros. Era una sala algo tétrica y
polvorienta parecida al vestíbulo, pero considerablemente más amplia. Con respecto
a sus dimensiones se contaba que en sus profundidades, a medio kilómetro de la
puerta, había una carretera bastante buena que corría a lo largo de las
estanterías, con pilares para indicar las verstas. Oira-Oira había llegado hasta el
19, y el obstinado de Vitka Kornéyev, cuando buscaba documentos técnicos sobre el
sofá traductor, se había agenciado las botas de siete leguas y había llegado hasta
el 124. Habría seguido de no ser porque una brigada de danaides con chaquetones de
guata y picos de minero le había cerrado el paso. Estaban levantando el asfalto y
colocando unos tubos bajo la mirada del carigordo Caín. El Consejo Científico había
planteado repetidamente la cuestión de la construcción de una línea de alto voltaje
a lo largo de la carretera para las transmisiones por cable de los abonados del
depósito; sin embargo, todas las propuestas positivas se habían estrellado contra
la falta de fondos.
El depósito estaba abarrotado de libros interesantísimos en todas las lenguas del
mundo y de la historia, desde la lengua de la Atlántida hasta el pidgin english.
Pero lo que más me interesaba era la edición en varios volúmenes del Libro de los
Destinos. Aquel libro estaba impreso con letra gallarda en finísimo papel de arroz
y contenía en orden cronológico datos más o menos completos de 73.619.024.511
personas juiciosas. El primer volumen empezaba con el pitecántropo Aiuijj. («Nace
el 2 ago. 965543 a. C., muere el 13 de ene. 965522 a. C. Padres ramapitecos. Mujer
ramapiteca. Hijos: macho Ad-Amm, hembra E-Ua. Nomadeaba con su tribu por los valles
del Ararat. Comía, bebía y dormía a placer. Hizo el primer agujero en una piedra.
Se lo comió un oso cavernario mientras cazaba»). El último del último tomo de la
edición regular, que había salido el año anterior, se consideraba Francisco
Cayetano Agustín Lucía y Manuel y Josefa y Miguel Lucas Carlos Pedro Trinidad
(«Nace el 16 de jul. 1491 d. C., muere el 17 de jul. 1491 d. C. Padres: Pedro
Carlos Lucas Miguel y Josefa y Manuel y Lucía Agustín Cayetano Francisco Trinidad,
y María Trinidad [véase]. Portugués. Anacéfalo. Caballero de la Orden del Espíritu
Santo, coronel de la guardia»).
El colofón aclaraba que el Libro de los Destinos había salido con una tirada de un
(1) ejemplar, y aquel último volumen se había enviado a imprenta aún en el tiempo
de los vuelos de los hermanos Montgolfier. Por lo visto, para satisfacer las
necesidades de sus contemporáneos, la editorial había emprendido la publicación
urgente de fascículos suplementarios en los que solo figuraban los años de
nacimiento y fallecimiento. En uno de aquellos fascículos encontré mi nombre. No
obstante, con las prisas se les habían colado un montón de erratas, y para mi
sorpresa descubrí que moriría el año 1611. Pero en los tomos de las erratas, y ya
llevaban ocho, aún no habían llegado a mi apellido.
Para la edición del Libro de los Destinos se consultaba a un grupo especial de la
sección de Predicciones y Vaticinios. La sección estaba muy débil y descuidada, y
no había manera de que se recobrara después de la dominación efímera del sir
camarada Merlín. El instituto había convocado varios concursos para ocupar la
vacante de jefe de la sección, pero la única solicitud que se presentaba era
siempre de la misma persona: Merlín. El Consejo Científico estudiaba las
solicitudes con atención y las arruinaba, afortunadamente; siempre salían cuarenta
y tres votos en contra y uno a favor. (Por tradición, Merlín también formaba parte
del Consejo Científico.)
El Departamento de Predicciones y Vaticinios ocupaba toda la tercera planta. Caminé
a lo largo de las puertas leyendo los letreros: «Grupo del poso del café», «Grupo
de auguros», «Grupo de pitonisas», «Grupo sinóptico», «Grupo de solitarios»,
«Oráculo de Solovets»… No había nada que apagar, ya que el departamento trabajaba a
la luz de las velas. En la puerta del grupo sinóptico ya había aparecido la
inscripción escrita con tiza: «Todo este asunto es muy oscuro». Todas las mañanas,
Merlín, maldiciendo las intrigas de los envidiosos, limpiaba aquella inscripción
con un trapo húmedo, pero todas las noches volvía a aparecer. No me cabía en la
cabeza cómo se mantenía el prestigio de aquella sección. De tanto en cuanto, los
trabajadores hacían ponencias sobre temas extraños, por ejemplo: «De la expresión
de los ojos del augur» o «Propiedades elocuentes del poso del café moca de la
cosecha de 1926». A veces, el grupo de las pitonisas conseguía predecir algo, pero
en aquellas ocasiones se sorprendían y se asustaban tanto de sus éxitos que se
perdía el efecto. Tal como se observaba muchas veces, Janus-C, un hombre de lo más
considerado, no podía reprimir una sonrisa vaga cada vez que presenciaba un
seminario de pitonisas y augures en las asambleas.
En el cuarto piso por fin tuve algo que hacer: apagué la luz de las celdas del
Departamento de la Eterna Juventud. No eran precisamente jóvenes los que había
allí. Aquellos viejos, que padecían demencia senil desde hacía mil años, siempre se
olvidaban de apagar la luz. Por otra parte, yo sospechaba que no se trataba solo de
demencia. Muchos todavía temían que les pasara la corriente. Y seguían llamando
«correo» al tren eléctrico…
En el laboratorio de sublimación, entre las mesas largas, vagabundeaba un triste
modelo de muchacho eternamente joven con las manos en los bolsillos. Su barba gris
de dos metros de largo barría el suelo y se le enganchaba en las patas de las
sillas. Por si acaso guardé en el armario una garrafa de agua regia que había en un
taburete y me dirigí a mi lugar de trabajo, a la sala de electrónica.
Ahí estaba mi Aldan. Me quedé un rato admirándolo: era tan compacto, bonito y tenía
un brillo tan misterioso… En el instituto, cada cual nos trataba distinto. Por
ejemplo, los de contabilidad me recibían con los brazos abiertos, y el contable
jefe, parco en sonrisas, me abrumaba con sus cálculos agotadores de los salarios y
la rentabilidad. Gian Giacomo, el director del Departamento de Metamorfosis
Universales, al principio también se había alegrado, pero tras convencerse de que
el Aldan no era capaz de calcular ni siquiera la transformación elemental de un
cubo de plomo en uno de oro, había perdido el entusiasmo en mi electrónica y nos
honraba raras veces con trabajillos ocasionales. En cambio, no me libraba de su
aprendiz favorito y subordinado, Vitka Kornéyev Y Oira-Oira no dejaba de darme la
murga con sus problemas irresolubles de matemática irracional. Cristóbal Junta, que
quería ser el primero en todo, había tomado como costumbre conectar la máquina a su
sistema nervioso central por las noches, con lo que durante todo el día siguiente
la cabeza le zumbaba y le martilleaba, y el desconcertado Aldan, en vez de calcular
en sistema binario, no sé cómo pasaba al antiquísimo sistema sexagesimal y cambiaba
su lógica negando categóricamente el principio del tercero excluido. Fiódor
Simeónovich Kivrin jugaba con la máquina como un crío. Podía pasarse horas jugando
a par e impar, le enseñaba ajedrez japonés, y para que fuera más interesante, le
insuflaba el espíritu inmortal de alguien, alguien alegre y trabajador. Janus
Poluéktovich (ya no me acuerdo si A o C) había usado la máquina una sola vez.
Conectó al Aldan una cajita semitransparente, y aproximadamente al cabo de diez
segundos, todos los dispositivos de seguridad de la máquina saltaron. Janus
Poluéktovich se disculpó, recogió su cajita y se fue.
A pesar de todos los pequeños estorbos y contrariedades, a pesar de que la máquina
ya animada Aldan imprimiera a veces en la bandeja de salida: «Estoy pensando. No
molesten, por favor», a pesar de la falta de piezas de repuesto y el sentimiento de
impotencia que me dominaba cuando me pedían un análisis lógico de «las
transgresiones incongruentes en el campo psi de la transformación del íncubo», a
pesar de todo aquello, trabajar ahí era increíblemente interesante, y me sentía
orgulloso de ser tan claramente imprescindible. Hacía todos los cálculos del
trabajo de Oira-Oira sobre el mecanismo de la herencia en los homúnculos bipolares.
Preparaba las tablas de intensidad del campo M del sofá traductor en el espacio
mágico de nueve dimensiones. Llevaba los costes de la fábrica asociada de pescado.
Calculaba el transporte más económico del elixir de la Risa Infantil. Incluso
computaba la probabilidad de solucionar los solitarios «Gran elefante», «Duma del
Estado» y «La fuerza de Napoleón» para los bromistas del grupo de solitarios y
hacía todas las cuadraturas del método numérico de Cristóbal Josévich, a cambio de
lo cual me había enseñado a llegar al nirvana. Estaba contento, me faltaban los
días y mi vida estaba llena de sentido.
Todavía era pronto: aún no eran las siete. Encendí el Aldan y trabajé un poco. A
las nueve de la noche volví en mí, apagué con pena la sala de electrónica y subí al
quinto piso. La nevasca no se calmaba. Era una tormenta de año nuevo en toda regla.
Rugía y ululaba por los viejos y dejados conductos de ventilación, acumulaba
montones de nieve bajo las ventanas y sacudía y zarandeaba con furia las escasas
farolas de la calle.
Esquivé el territorio del Departamento de Administración y Contabilidad. La entrada
del recibidor de Modest Matvéyevich estaba atravesada con dos vigas de hierro de
doble T puestas en cruz, y a cada lado había un ifrit robusto con su turbante y su
equipo completo de guerra con el sable desenvainado. Ambos tenían la nariz, roja y
congestionada por el catarro, perforada con un anillo de oro macizo del que colgaba
el número de hojalata del inventario. Alrededor olía a azufre, pelo quemado y
elixir de sulfanilamida. Me entretuve allí un poco observándolos, porque los
ifrites son escasos en nuestras latitudes. Pero el de la derecha, sin afeitar y con
una tira negra en un ojo, empezó a comerme con el otro ojo. Tenía mala fama: se
dice que antes era caníbal, y me marché al instante. Oí a mis espaldas como se
sorbía los mocos y chasqueaba la lengua.
En las dependencias del Departamento del Conocimiento Absoluto estaban abiertos
todos los ventanucos de ventilación, porque se colaba el olor de las cabezas de
arenque del profesor Sfugallo. En el antepecho de las ventanas había nieve
acumulada, y debajo de los radiadores se habían formado charquitos. Cerré los
respiraderos y paseé entre las mesas limpísimas de los trabajadores del
departamento. Encima de ellas resplandecían las escribanías nuevas, en cuyos
tinteros había colillas en vez de tinta. Qué extraño era aquel departamento. Su
consigna era la siguiente: «El, conocimiento del infinito requiere tiempo
infinito». No lo discutía, pero ellos extraían la insólita conclusión de que: «Y
por eso, trabajar o no trabajar es lo mismo». No trabajaban para no aumentar la
entropía del universo. Por lo menos, la mayoría de ellos. En masse, como diría
Sfugallo. En esencia, su tarea se reducía al análisis de la curva del conocimiento
relativo en la región de su acercamiento asintótico a la verdad absoluta. Por eso
unos trabajadores se ocupaban todo el rato de dividir el cero por cero en las
Mercedes de mesa, y otros pedían permiso para irse de comisión de servicio durante
un tiempo infinito. Volvían de las comisiones más animados, tras haberse puesto las
botas, y no tardaban en pedir un permiso por motivos de salud. En los intervalos
entre comisión y comisión se paseaban de un departamento a otro, sentándose por las
mesas ajenas con sus cigarrillos encendidos y contando chistes sobre el
descubrimiento del método de indeterminación de L’Hôpital. Se reconocían fácilmente
por sus miradas vacías y los arañazos de las orejas, provocados por el afeitado
constante. En el medio año que llevaba en el instituto dieron una sola tarea al
Aldan, que se reducía a aquella división del cero por cero y que no contenía
ninguna verdad absoluta. Tal vez alguno de ellos se ocupara de un asunto serio,
pero nunca había tenido noticia de ello.
A las diez y media entré en las dependencias de Amvrosi Ambruásovich Sfugallo. Con
un pañuelo en la nariz e intentando respirar por la boca, me dirigí directamente al
laboratorio, conocido entre los trabajadores como la «Casa de Maternidad». Según
afirmaba el profesor Sfugallo, en aquellos matraces se engendraban modelos de
persona ideal. Uséase, salían del cascarón. Comprenez vous?[*]
El laboratorio era sofocante y oscuro. Encendí la luz y vi las paredes grises y
lisas, decoradas con retratos de Esculapio, Paracelso y el propio Amvrosi
Ambruásovich, quien estaba representado con un gorrito negro encima de los rizos
aristocráticos, y en el pecho le brillaba una medalla indescifrable. En otros
tiempos, en la cuarta pared había habido otro retrato, pero solo quedaba un
cuadrado oscuro y tres clavos oxidados y doblados.
En el centro del laboratorio había un autoclave, y otro más grande en un rincón.
Junto al autoclave del centro, en el suelo, había unas hogazas de pan, unos cubos
galvanizados con leche azulada y una tina enorme de salvado cocido. A juzgar por el
olor, las cabezas de arenque estaban muy cerca, pero no pude descubrir dónde. En el
laboratorio reinaba el silencio, solo roto por unos chasquidos rítmicos que salían
de las entrañas del autoclave.
De puntillas, no sé por qué, me acerqué al autoclave del centro y miré por el ojo
de buey. La peste me daba náuseas, y me encontré peor, aunque no vi nada de
especial: algo blanco e informe se movía suavemente en la penumbra verdosa. Apagué
la luz, salí y cerré la puerta con diligencia. «En los morros», recordé. Me
acosaban turbios presentimientos. Solo entonces me di cuenta de que alrededor del
umbral habían trazado una gruesa línea mágica, pintada con retorcidos signos
cabalísticos. Al observarla con atención vi que era un conjuro contra el gaki, el
demonio hambriento del infierno.
Dejé los dominios de Sfugallo con alivio y subí al sexto piso, donde Gian Giacomo y
sus trabajadores estudiaban la teoría y la práctica de las Metamorfosis
Universales. En el descansillo colgaba un cartel de vivos colores con unos versos
que invitaban a crear una biblioteca pública. La idea había sido del comité local y
los versos eran míos:

Desenterrad vuestros sótanos


y revolved los armarios,
traed libros y diarios
en la medida que podáis.

Me ruboricé y seguí adelante. Cuando entré en la sexta planta enseguida vi que la


puerta del laboratorio de Vitka estaba entreabierta y oí una voz ronca que cantaba.
Me acerqué sigilosamente.

III.

Quiero celebrarte,
A ti que atraviesas la tormenta en las noches de invierno.
Tu respiración pesada y el latido rítmico de tu corazón…

W. WHITMAN
VITKA ME HABÍA DICHO ANTES QUE SE IRÍA A UNA FIESTA y que en el laboratorio se
quedaría trabajando un doble. El doble era una cosa muy interesante. Solía ser una
copia bastante exacta de su creador. Por ejemplo, ¿a una persona le faltan manos?
Pues se hace un doble estúpido, sumiso, que solo sepa soldar, arrastrar pesos o
escribir al dictado, pero que lo sepa hacer bien. ¿Que una persona necesita un
modelo antropoide para cierto experimento? Pues se hace un doble estúpido, sumiso,
que solo sepa caminar por el techo o que sepa recibir telepatía, pero que lo sepa
hacer bien. O para cualquier cosa más sencilla. Digamos que una persona tiene que
ir a cobrar el salario pero no quiere perder tiempo, así que envía al doble en su
lugar, que solo sabe que no tiene que dejar colar a nadie, firmar en el registro y
contar el dinero antes de alejarse de la caja. Por supuesto, no todo el mundo sabe
crear dobles. Por ejemplo, yo aún no sabía. Todo lo que había conseguido era un
engendro que no sabía hacer nada, ni siquiera andar. Estabas en la cola pensando
que estabas con Vitka, Román o Volodia Pochkin, pero no podías hablar con nadie.
Estaban plantados como farolas, sin pestañear, sin respirar, sin apoyarse ahora en
un pie y ahora en el otro. No le podías pedir un cigarrillo a nadie.
Los verdaderos maestros podían crear dobles muy complejos, multiprogramados y que
aprendían por sí solos. Como aquel tan increíble que había enviado Román en mi
lugar con el coche el verano anterior. Ninguno de mis amigos se había dado cuenta
de que no era yo. El doble conducía a la perfección mi Moskvich, maldecía cuando le
picaban los mosquitos y cantaba a coro con gran placer. Cuando llegaron a
Leningrado, los había llevado a todos a su casa, había devuelto el coche de
alquiler por iniciativa propia, había pagado y había desapareció en las narices del
estupefacto director de la agencia.
Durante un tiempo pensé que Janus-A y Janus-C eran el doble y el original. Pero no.
En primer lugar, ambos directores tenían pasaporte, diplomas, permisos y otros
documentos indispensables. Ni los dobles más sofisticados podían tener ningún
documento de identidad. Cuando veían el sello oficial en su fotografía, montaban en
cólera e inmediatamente rompían en pedazos los documentos. Magnus Rábanin se ocupó
durante mucho tiempo de aquella misteriosa peculiaridad de los dobles, pero la
labor resultó estar claramente fuera de sus alcances.
Además, los Janus eran seres albuminosos. Apropósito de los dobles, todavía seguía
abierta la disputa entre filósofos y cibernéticos: ¿podían considerarse seres vivos
o no? La mayoría de los dobles tenía una estructura organosilícica; había dobles de
base de germanio, y últimamente se habían puesto de moda los dobles de
polialuminio.
Y lo más importante era que ni a Janus-A ni a Janus-C los había creado nadie de
manera artificial. No eran copia y original, no eran hermanos gemelos. Eran una
persona, Janus Poluéktovich Extémporov. En todo el instituto no había una persona
que lo entendiera, pero todos lo tenían tan asumido que nadie lo intentaba.
El doble de Vitka estaba con las manos apoyadas en la mesa del laboratorio y seguía
con la mirada atenta el trabajo del pequeño homeostato Ashby. Tarareaba una
cancioncilla popular en otra época:

No somos Descartes, no somos Newton,


para nosotros la ciencia es un bosque oscuro,
un milagro.
Somos astrónomos normales, ¡sí!
Cogemos las estrellitas del cielo…

Nunca había oído que los dobles cantasen. Pero de un doble de Vitka podía esperarse
cualquier cosa. Recuerdo uno que se atrevía a discutir con el propio Modest
Matvéyevich sobre el gasto excesivo de psicoenergía. Y eso que hasta los peleles
sin manos y sin piernas que creaba yo se echaban a temblar cuando veían a Modest
Matvéyevich. Debía de ser instintivo.
A la derecha del doble, en un rincón, debajo de una lona impermeabilizada, estaba
el traductor bidireccional TDJ-8oE, el artículo inútil de la fábrica de Kítezh de
técnicas mágicas. Al lado de la mesa del laboratorio estaba mi viejo amigo el sofá,
cuya piel remendada brillaba a la luz de tres reflectores. Encima de él había una
bañera infantil con agua y una perca muerta flotando panza arriba. En el
laboratorio también había estantes repletos de aparatejos y una garrafa de cristal
verde, grande, de veinticinco litros y cubierta de polvo, junto a la puerta. Estaba
sellada. Dentro había un genio que se removía con los ojos centelleantes.
El doble de Vitka dejó de observar el homeostato, se sentó en el sofá, al lado de
la bañera y, mirando al pez muerto con los ojos petrificados, se puso a cantar la
siguiente coplilla:

Con el fin de controlar la naturaleza,


con el fin de disipar las tinieblas de la ignorancia,
cogeremos la imagen del universo, ¡sí!
y miraremos como tontos qué pasa…

La perca seguía sin cambios. Entonces el doble metió la mano hasta el fondo del
sofá y empezó a girar algo con esfuerzo, resoplando.
El sofá era traductor. Generaba a su alrededor un campo M que transformaba, para
decirlo de forma sencilla, la realidad real en realidad fantástica. Yo lo había
experimentado en mis carnes la memorable noche que pasé en la casa tan hospitalaria
de Naína Kíevna, y entonces me había salvado solo el hecho de que el sofá trabajaba
a un cuarto de sus capacidades, en las corrientes de oscuridad; de lo contrario, me
habría despertado en forma de un Garbancito con botas o algo parecido. Para Magnus
Rábanin, el sofá era un posible depositario de la incógnita de la Tesis Blanca.
Para Modest Matvéyevich, el ejemplar de museo con el número de inventario 1123, y
estaba prohibido dilapidarlo. Para Vitka, el instrumento número uno; por eso lo
había estado robando todas las noches. Magnus Fiódorovich, celoso, informaba al
jefe de personal, el camarada Diomin, y la reacción de Modest Matvéyevich se
reducía a decir que aquello debía interrumpirse. Vitka estuvo robando el sofá hasta
que Janus Poluéktovich había tomado cartas en el asunto, en íntima colaboración con
Fiódor Simeónovich y con el apoyo activo de Gian Giacomo, y había presentado una
carta oficial de la presidencia de la Academia de las Ciencias firmada
personalmente por cuatro académicos. Así había conseguido neutralizar totalmente a
Rábanin y frenar ligeramente a Modest Matvéyevich.
Modest Matvéyevich había declarado que él, como persona materialmente responsable,
no quería saber nada más del asunto, y deseaba que al sofá, número de inventario
1123, se le encontrara un lugar especialmente asignado para él y no se moviera de
allí. Y si aquello no se cumplía —amenazaba Modest Matvéyevich—, entonces todos,
académicos incluidos, cargarían con las culpas. Janus Poluéktovich había consentido
en cargar con las culpas y Fiódor Simeónovich también, y Vitka se había apresurado
a arrastrar el sofá a su laboratorio. Vitka era un trabajador serio, no como esos
haraganes del Departamento del Conocimiento Absoluto, y se proponía transformar
toda el agua de los océanos del planeta en agua de la vida. Claro que todavía se
encontraba en la fase de experimentación.
La perca de la bañera empezó a moverse y se giró panza abajo. El doble sacó la mano
del sofá. La perca agitó las aletas con apatía, bostezó, se tumbó de costado y
volvió a girarse panza arriba.
—A-animal —dijo el doble con fervor.
De inmediato me puse en guardia. Había dicho aquello con emoción. Ningún doble de
laboratorio podía hablar así. El doble se metió la mano en el bolsillo, se levantó
despacio y me vio. Nos miramos unos momentos.
—¿Qué, trabajando? —le pregunté con mala sombra.
El doble me miro con cara inexpresiva.
—Nada, nada, déjalo —dije—. Ya lo veo.
El doble no decía nada. Estaba quieto como una piedra, sin pestañear.
—Bueno —dije—. Son las diez y media. Te doy diez minutos. Ordena esto, tira esta
carroña y corre a bailar. Yo desconectaré las cosas.
El doble juntó los labios como si fuera a silbar y empezó a retroceder. Retrocedía
con mucho cuidado; rodeó el sofá y se colocó de forma que entre nosotros quedara la
mesa del laboratorio. Miré el reloj con intención. El doble murmuró un conjuro, en
la mesa apareció una Mercedes, una pluma estilográfica y una pila de papeles en
blanco. Con las rodillas dobladas se quedó suspendido en el aire y se puso a
escribir, echándome de vez en cuando una mirada cautelosa. Se parecía mucho al
original, y empecé a dudar. No obstante, tenía un recurso fidedigno para
comprobarlo. Normalmente, los dobles no sentían el dolor. Me rebusqué en el
bolsillo y saqué unas tenacillas afiladas. Empecé a acercarme al doble chascándolas
expresivamente. El doble dejó de escribir. Mirándolo fijamente a los ojos, arranqué
un clavo que sobresalía de la mesa.
—Bueno, ¿qué? —dije.
—¿Por qué no me dejas en paz? —dijo Vitka—. ¿Es que no ves que hay una persona
trabajando aquí?
—Tú eres un doble —repliqué—. No te atrevas a hablar conmigo.
—Guarda las tenazas —me dijo.
—Y tú no hagas tonterías. Vaya doble.
Vitka se sentó en el borde de la mesa y se frotó las orejas, cansado.
—Hoy no me sale nada —me explicó—. Hoy estoy tonto. He hecho un doble y me ha
salido un completo estúpido. Todo se le caía, se sentaba encima de la umclaidet, el
muy bruto… Le he dado un golpe en el cuello y me he hecho daño en la mano… Y la
perca se me muere todo el rato.
Me acerqué al sofá y miré la bañera.
—¿Qué le pasa?
—¡Y yo qué sé!
—¿De dónde la has sacado?
—Del mercado.
Levanté la perca por la cola.
—¿Y qué esperabas? Es un pescado muerto normal y corriente.
—Imbécil —dijo Vitka—. Esto es agua de la vida…
—Ah, ah —dije, y me puse a pensar qué aconsejarle.
Tenía una noción muy vaga del mecanismo de funcionamiento del agua de la vida. En
realidad, mi información venía de los cuentos de El príncipe Iván y El lobo gris.
El genio de la botella se movía y se puso a limpiar con las palmitas el cristal,
que estaba cubierto de polvo por fuera.
—Podrías limpiar la botella —dije, sin que se me ocurriera nada más.
—¿Qué?
—Quítale el polvo a la botella. Debe de estar aburrido ahí.
—Sí, hombre. Que se aburra —respondió distraídamente Vitka.
Volvió a meter la mano en el sofá y giró algo. La perca se reanimó.
—¿Lo ves? —dijo Vitka—. Cuando doy la máxima intensidad, todo va bien.
—Es un ejemplar desgraciado —dije al azar.
Vitka sacó la mano del sofá y me miró fijamente.
—Es un ejemplar… —repitió— desgraciado. —Sus ojos volvieron a parecerse a los de un
doble—. El ejemplar lupus est para el ejemplar…[*]
—Además, seguro que es congelado —dije envalentonado, pero Vitka no me escuchaba.
—¿Dónde puedo coger peces? —preguntó, mirando a todos lados y dándose palmadas en
el bolsillo—. Un pececito…
—¿Para qué? —le pregunté.
—¡Eso es! —dijo Vitka—. ¿Para qué? Si no hay otro pez —razonó—, ¿por qué no coger
otra agua? ¿No?
—Eh… No —objeté—. No funcionará.
—Entonces ¿qué? —preguntó Vitka con ansia.
—Lárgate de aquí —le dije—. Sal del edificio.
—¿Adonde voy?
—Adonde quieras.
Se arrastró por encima del sofá hasta mí y me cogió por las solapas.
—Escúchame, ¿te enteras? —me dijo, amenazador—. En el mundo no hay nada igual. Todo
se clasifica según Gauss. Hay aguas y aguas… Este tonto no entiende que existe una
dispersión de los rasgos…
—Oye, guapo —le recordé—. ¡El año nuevo está al caer! No te emociones.
Me soltó y se puso a trajinar.
—¿Dónde la he puesto? ¡Vaya memo! ¿Qué he hecho con ella? Ah, aquí está…
Se abalanzó sobre la silla; en ella estaba la umclaidet, de pie. La misma. Corrí a
la puerta.
—¡Recapacita! ¡A las doce! ¡Te esperan! ¡Vérochka te espera!
—No —respondió—. Les he mandado un doble. Es un buen doble, fuerte… El más tonto de
los tontos. Cuenta chistes, hace el mono, baila como un burro…
Giraba la umclaidet entre los dedos, calculando mentalmente, apuntando, entornando
un ojo…
—¡Lárgate, te digo! —chillé, frenético.
Vitka me miró un instante y me caí de culo. Se habían terminado las bromas. Vitka
estaba en aquel estado del mago entusiasmado por el trabajo que era capaz de
transformar a los presentes en arañas, cochinillas, lagartos u otros animales
silenciosos. Me puse en cuclillas al lado del genio y observé.
Vitka se quedó inmóvil en la postura clásica para los encantamientos materiales (la
postura de la mantícora). Por encima de la mesa se levantó un vapor rosado; sombras
con aspecto de pequeños murciélagos saltaban arriba y abajo; la Mercedes y el papel
desaparecieron, y de golpe toda la superficie de la mesa se cubrió de recipientes
con soluciones transparentes. Sin mirar, Vitka puso la umclaidet en la silla, cogió
un recipiente y lo examinó con atención. Definitivamente, estaba claro que no se
iría de allí. Quitó la bañera del sofá con brío, se acercó de un salto a los
estantes y arrastró hasta la mesa un engorroso acuavitómetro de cobre. Me puse
cómodo y le limpié una ventanita al genio para que viera, pero entonces desde el
pasillo llegaron una voz, pasos y un portazo. Me levanté de un salto y salí del
laboratorio deprisa y corriendo.
La sensación de vacío nocturno y calma oscura había desaparecido del enorme
edificio sin dejar rastro. El pasillo estaba vivamente iluminado. Alguien corría
escaleras abajo; otro gritaba: «¡Valka! ¡La tensión ha bajado! ¡Aprisa, al
acumulador!»; un tercero se sacudía el abrigo en el rellano de la escalera, y la
nieve húmeda volaba por todas partes. El elegante y algo encorvado Gian Giacomo
caminaba rápidamente hacia mí con cara pensativa; detrás de él trotaba un gnomo con
su cartera enorme bajo el brazo y su bastón entre los dientes. Nos saludamos. El
gran prestidigitador olía a buen vino y perfume francés. No me atreví a detenerlo,
y entró a su despacho a través de la puerta cerrada. El gnomo le pasó la cartera y
el bastón y se zambulló en el radiador de la calefacción.
—¿Qué diablos…? —exclamé y corrí a la escalera.
El instituto estaba abarrotado de trabajadores. Parecía haber más que un día
normal. Las luces de los despachos y los laboratorios estaban todas encendidas, y
las puertas estaban abiertas de par en par. Reinaban los ruidos habituales del
trabajo: los estallidos de las descargas, voces monótonas que dictaban cifras y
murmuraban encantamientos, el golpeteo intermitente de las Mercedes y los
Rheinmetales. Y por encima de todo, el rugido atronador y triunfal de Fiódor
Simeónovich: «¡E-esto va b-bien! ¡E-esto va de m-maravilla! ¡Muy bien, querido mío!
P-pero ¿quién ha sido el idiota que ha d-desconectado el g-generador?». Me dieron
un golpe en la espalda con algo punzante, y me agarré a la barandilla. Me invadió
la ira. Eran Volodia Pochkin y Edik Amperian, que se llevaban a su piso la máquina
de medir coordenadas, de media tonelada, a peso.
—Ah, Sasha —me saludó Edik amistosamente—. ¡Hola!
—¡Sashka, deja paso libre! —gritó Volodia Pochkin, caminando de espaldas—.
¡Levántalo de ahí!
—¿Por qué estás en el instituto? —le pregunté, cogiéndole por el cuello—. ¿Cómo has
entrado aquí?
—Por la puerta, por la puerta… Suéltame… —dijo Volodia—. ¡Edka, más a la derecha!
¿No ves que no pasa?
Lo solté y corrí al vestíbulo. Me dominó la indignación administrativa. «Voy a
enseñaros —farfullaba yo, bajando los escalones de cuatro en cuatro—, voy a
enseñaros lo que es holgazanear. ¡Os vais a enterar qué es esto de dejar entrar a
todo quisqui!»
En lugar de ocuparse de su trabajo, los macrodemonios Entrada y Salida jugaban a la
ruleta, apostando fuerte, temblando de frenesí y fosforesciendo febrilmente. En mis
narices, el desentendido Entrada desbancó unos setenta mil millones de moléculas al
desentendido Salida. Reconocí la ruleta enseguida. Era la mía. La había fabricado
yo mismo para una fiesta y la había guardado en el armario de la sala de
electrónica, y solo Vitka Kornéyev sabía que estaba allí. Esto es un complot,
pensé. Voy a cargármelos a todos. Y por el vestíbulo no dejaban de pasar
trabajadores empapados de nieve, rubicundos y alegres.
—¡Menuda tormenta! Se me han tapado las orejas…
—¿Tú también te has marchado?
—Sí, era un rollazo… Estaban todos como cubas. Y he pensado: «Venga, mejor vete a
trabajar». Les he dejado un doble y me he ido…
—Sabes, estaba bailando con ella y notaba que me crecía el pelo. Me había puesto
fino de vodka, cosa que no ayuda…
—¿Y si hay un manojo de electrones? ¿La masa es grande? Pero entonces los fotones…
—Alexéi, ¿tienes un láser de sobra? O uno de gas, al menos…
—Galka, ¿cómo es que has abandonado a tu marido?
—Por si te interesa, hace una hora que he salido. Me ha caído en un montón de nieve
y casi no salgo…
Entendí que no estaba a la altura de la situación. Ya no tenía sentido quitar la
ruleta a los demonios; solo quedaba subir y pelearse a puñetazo limpio con el
provocador de Vitka, y que sucediera lo que Dios quisiera. Amenacé a los demonios
con el puño y me arrastré escaleras arriba, intentando imaginarme qué pasaría si en
aquel momento apareciera Modest Matvéyevich.
De camino al recibidor del director me detuve en la sala de los paneles. Estaban
calmando a un genio que habían dejado salir de la botella. El colosal genio, lívido
de cólera, se movía como un loco en la jaula protegida con escudos de Dgian-ben-
Dgian y cubierta por arriba por un poderoso campo magnético. Azotaban al genio con
descargas de alto voltaje, y él aullaba, maldiciendo en no sé cuántas lenguas
muertas, brincaba y escupía lenguas de fuego. En un arrebato empezó a construir un
palacio y luego lo destrozó, y por fin, cedió y se sentó en el suelo.
—Basta —aullaba lastimeramente, estremeciéndose por las descargas—, dejadme ya, no
lo haré más… Oy, oy, oyoyoy… Ya estoy del todo tranquilo…
Junto al panel de las descargas había gente joven y sosegada que no pestañeaba: no
eran más que dobles. Los originales se apiñaban cerca del panel vibratorio, echaban
vistazos al reloj e iban destapando las botellas. Me acerqué a ellos.
—¡Ah, Sashka!
—Sashentsia, dicen que te toca guardia hoy… Después me paso a verte a la sala.
—Eh, que alguien le haga un vaso. Tengo las manos ocupadas…
Estaba perplejo. Un vaso apareció en mi mano sin que me enterara. Los tapones de
corcho rebotaron contra los escudos de Dgian-ben-Dgian y la espuma del champán
helado empezó a correr. Las descargas cesaron, el genio dejó de gemir y olfateó. En
aquel momento, el reloj empezó a dar las campanadas.
—¡Chicos! ¡Viva el lunes!
Los vasos entrechocaron.
—¿Quién ha hecho el vino? —preguntó alguien, examinando la botella.
—Yo.
—No te olvides de pagarlo mañana.
—Bueno, ¿qué?, ¿abrimos otra botella?
—No, que nos resfriaremos.
—El buen genio se ha rendido… Estaba un poco nervioso.
—A caballo regalado…
—Nada, volará como un corderito. Que aguante cuarenta vueltas y luego que se vaya a
paseo con sus nervios.
—Chicos —dije yo tímidamente—, ya es de noche… y es fiesta. Tendríais que iros a
casa…
Me miraron, me dieron golpecitos en el hombro, me dijeron: «No pasa nada, ya se te
pasará», y el grupo se desplazó a la jaula. Los dobles arrancaron un escudo y los
originales rodearon al genio con profesionalidad, lo cogieron con fuerza de los
brazos y las piernas y lo arrastraron al panel vibratorio. Cobarde, el genio se
lamentaba y les prometía, inseguro, todos los tesoros de los zares de la tierra. Yo
me quedé a un lado, mirando como lo sujetaban con correas y prendían microsensores
a distintas partes de su cuerpo. Después toqué un escudo. Era enorme, pesado y
estaba abollado por los rayos esferoidales, incluso carbonizado en algunos puntos.
Los escudos de Dgian-ben-Dgian estaban hechos de siete pieles de dragón encoladas
con bilis de un parricida y resistían el impacto de un rayo. Todos los escudos que
había en el instituto los habían requisado tiempo atrás del tesoro de la reina de
Saba. Aquella tarea la había realizado bien Cristóbal Junta, bien Merlín. Junta
nunca hablaba de eso, pero Merlín presumía de ello a la primera de cambio, citando
como testimonio la dudosa autoridad del rey Arturo. Cada escudo llevaba su número
de inventario clavado con un chatón. En teoría, en la cara del escudo debía haber
representaciones de todas las batallas ilustres de tiempos pasados, y en la parte
de atrás, de todas las grandes batallas futuras. En la práctica, en la cara del
escudo que tenía delante se veía una especie de avión a reacción que asaltaba un
convoy, y la parte interior estaba cubierta de dibujos extraños y recordaba un
cuadro abstracto.
Empezaron a sacudir al genio en el panel vibrador. Soltó una risilla y gritó: «¡Ay,
que me da cosquillas! ¡Ay, no puedo!». Volví al pasillo, que olía a bengalas. Los
cohetes giraban por el techo, golpeando las paredes y dejando tras de sí un chorro
de humo de colores, y explotaban los petardos. Me topé con un doble de Volodia
Pochkin que arrastraba un incunable gigante con un cierre de cobre; con dos dobles
de Román Oira-Oira, agotados bajo una viga de hierro pesadísima; después, con Román
en persona, que llevaba una pila de carpetas de color azul vivo del archivo del
Departamento de Problemas Irresolubles, y luego, con un feroz auxiliar de
laboratorio del Departamento del Sentido de la Vida, que llevaba un hato de
fantasmas maldicientes con capas de cruzados para que Junta los sometiera a
interrogatorio… Todos estaban ocupados y activos.
Se estaba incumpliendo la legislación laboral premeditadamente y por doquier, y
sentí que ya no deseaba pelearme contra aquellas infracciones, porque allí, a las
doce de aquella Nochevieja que se abría paso a través de la nevasca, iban llegando
personas a quienes les apetecía más terminar una tarea provechosa o volverla a
empezar que agarrarse una melopea de vodka, patalear sin sentido, jugar a las
prendas o practicar el flirteo en sus diversos grados de frivolidad. Iban llegando
personas a quienes le gustaba más estar con otros que solos, que no soportaban
ningún tipo de domingo, porque los domingos se aburrían. Los magos, las Personas
con mayúscula, tenían como lema «El lunes empieza el sábado». Sí, conocían algunos
encantamientos, sabían transformar agua en vino, y para ninguno representaría un
problema alimentar a mil personas con cinco panes. Pero no eran magos por eso. Eso
era la cáscara, lo de fuera. Eran magos porque sabían mucho, tanto que la cantidad
se convertía en calidad, y su relación con el mundo era distinta a la de la gente
normal. Trabajaban en un instituto que se ocupaba principalmente de los problemas
de la felicidad y el sentido de la vida humanas, pero entre ellos no había nadie
que supiese exactamente qué eran ni lo uno ni lo otro. Y habían establecido como
hipótesis de trabajo que la felicidad y el sentido de la vida residían en ir
ganando terreno ininterrumpidamente al campo de lo desconocido. Todas las personas
tienen alma de mago, pero solo se convierten en uno cuando dejan de pensar tanto en
sí mismos y más en los demás, cuando trabajar les resulta más interesante que
distraerse en el sentido originario de la palabra. Y seguramente, su hipótesis de
trabajo no estaba lejos de la verdad, porque, puesto que el trabajo había
convertido al mono en hombre, de la misma manera la ausencia de trabajo convierte
al hombre en mono en periodos de tiempo mucho más cortos. Incluso en algo peor que
un mono.
No siempre nos damos cuenta de esto en nuestra vida. Los holgazanes y los
parásitos, los libertinos y los arribistas, caminan sobre las patas traseras y
hablan de forma bastante inteligible (aunque sus temas de conversación se cuenten
con los dedos de una mano). Por lo que se refiere a los pantalones estrechos y la
pasión por el jazz, factores según los cuales se había intentado determinar el
grado de similitud del hombre con el mono, enseguida se había aclarado que a veces
eran propios incluso de los mejores magos.
Pero en el instituto era imposible ocultar la involución. Si bien el instituto
brindaba posibilidades ilimitadas para transformar a un hombre en mago, era
implacable con los renegados y los señalaba infaliblemente. Bastaba con que un
trabajador se entregara siquiera una hora a actividades egoístas e instintivas (y a
veces solo a pensamientos), para darse cuenta con horror de que el vello de sus
orejas se espesaba. Aquello era una advertencia. Igual que el silbato de un policía
avisa de una posible multa o el dolor avisa de un posible trauma. Entonces todo
dependía de uno mismo. Uno no puede pelear cada dos por tres contra sus
pensamientos amargos; en este aspecto, la persona es un ser transitorio del
neandertal al mago. Pero puede comportarse de manera contraria a esos pensamientos,
y entonces aún le queda una oportunidad. Sin embargo, puede flaquear y desistir
(«Solo se vive una vez», «Hay que aprovechar la vida al máximo», o «Nada humano me
es ajeno»), pero en tal caso solo le resta una cosa por hacer: dejar el instituto
lo antes posible. Al menos, fuera puede convertirse en un trabajador probo que se
sustenta, honrada pero perezosamente, con su propio trabajo. Pero es difícil
decidir marcharse. En el instituto no hace frío, hay comodidades, el trabajo es
limpio y respetable, no pagan mal, la gente es maravillosa, y la vergüenza,
soportable. Así deambulan por pasillos y laboratorios, acompañados por miradas de
compasión y reprobación, con las orejas cubiertas de pelos grises y duros,
perdidos, hablando sin coherencia e idiotizándose a la vista de todos. De estos,
aun así, se podía sentir lástima, se podía intentar ayudarlos, se podía confiar en
devolverlos a su apariencia humana…
Hay otros. Con los ojos vacíos. Buenos conocedores del árbol que mejor cobija. A su
manera son incluso muy inteligentes. A su manera son grandes expertos en naturaleza
humana. Calculadores y sin escrúpulos, saben reconocer la fuerza de las debilidades
humanas y sacar un beneficio propio de cualquier mal, cosa en la que son
infatigables. Se afeitan las orejas con sumo esmero y a menudo encuentran medios
sorprendentes para eliminar el vello. Llevan corsés de bigotes de dragón que
disimulan la desviación de la columna vertebral, se envuelven en mantos ingentes de
la Edad Media y pellizas de boyardos, y proclaman la lealtad a la antigüedad de la
nación. Se quejan en público de su reumatismo crónico, pero en invierno y en verano
llevan botas altas de fieltro forradas de piel. No tienen escrúpulos en usar
determinados medios y son perseverantes como las arañas. Y muy a menudo alcanzan
resultados excelentes y éxitos de peso en su ocupación principal: la construcción
de un futuro luminoso en un piso particular y en un huerto particular, aislado del
resto de la humanidad por un alambre de espinas electrificado…
Volví a mi puesto en el recibidor del director, tiré las inútiles llaves al cajón y
leí algunas páginas del clásico trabajo de J. P. Extémporov Ecuaciones de magia
matemática. Aquel libro se leía como una novela de aventuras, porque estaba lleno
de problemas planteados sin resolver. Tenía unas ganas terribles de trabajar, y ya
estaba completamente decidido a abandonar la guardia y marcharme con mi Aldan,
cuando llamó Modest Matvéyevich.
—¿Dónde estaba, Priválov? —me preguntó enfadado con la boca llena—. ¡Es la tercera
vez que llamo! ¡Es un escándalo!
—Feliz año nuevo, Modest Matvéyevich —le dije.
Masticó en silencio unos instantes y luego contestó en un tono más bajo:
—Igualmente. ¿Qué tal la guardia?
—Acabo de recorrer el edificio —dije—. Todo está bien.
—¿No ha habido combustiones espontáneas?
—Ninguna.
—¿Ha desconectado todos los aparatos?
—Briareo se había roto un dedo —le contesté.
—¿Briareo? —Se alarmó—. Un momento… Ah, el número de inventario 1.489… ¿Y eso?
Se lo expliqué.
—¿Y qué iniciativa ha tomado usted?
Se lo conté.
—Decisión correcta —dijo Modest Matvéyevich—. Continúe con la guardia. Nada más por
mi parte.
Justo después de Modest Matvéyevich llamó Edik Amperian desde el Departamento de
Felicidad Lineal y me pidió cortésmente si podía computar los coeficientes óptimos
de despreocupación en los trabajadores con cargos de responsabilidad. Accedí y
quedamos en vernos en la sala de electrónica al cabo de dos horas. Después pasó el
doble de Oira-Oira, que me pidió con voz inexpresiva las llaves de la caja de
caudales de Janus Poluéktovich. Me negué. Insistió y lo eché.
Un minuto después llegó corriendo el propio Román.
—Dame las llaves.
—No.
—¡Dame las llaves!
—¡Vete a paseo! Soy la persona materialmente responsable.
—¡Sashka, me llevaré la caja fuerte!
—Adelante —dije yo con una sonrisa.
Román miró fijamente la caja con todas sus fuerzas, pero la caja estaba o bien
encantada o bien atornillada al suelo.
—¿Y qué quieres de ahí? —le pregunté.
—La documentación del RU-16 —respondió—. ¡Venga, dame las llaves!
Me eché a reír y alargué la mano hacia el cajón de las llaves. Y, justo en aquel
instante, un grito penetrante llegó desde arriba. Me levanté de un salto.

IV.

¡Qué desgracia! Soy pequeño y débil;


el vampiro se me comerá entero…

A. S. PUSHKIN
—HA SALIDO DEL CASCARÓN —dijo tranquilamente Román, mirando al techo.
—¿Quién? —Estaba confuso: el grito era de mujer.
—El vampiro de Sfugallo —dijo Román—. Para ser más exactos, el muerto viviente.
—¿Y por qué ha gritado una mujer?
—Ahora lo verás.
Me cogió de la mano, pegó un brinco y volamos a través de los pisos. Al atravesar
el techo nos quedamos encallados en el armazón como un cuchillo en la mantequilla
helada; después chasqueó los labios y saltamos en el aire, pero nos volvimos a
encallar en el siguiente armazón. Aquel espacio entre el techo y el suelo estaba
oscuro. Pequeños gnomos y ratones se apartaban de nosotros chillando asustados, y
los trabajadores de los laboratorios y los despachos por los que pasábamos miraban
hacia arriba con la cara estupefacta.
En la Casa de Maternidad nos abrimos paso entre la multitud de curiosos y vimos al
profesor Sfugallo totalmente desnudo detrás de la mesa del laboratorio. Su piel
entre blanca y azulada brillaba húmeda; la barba mojada le colgaba en forma de
cuña, y el cabello húmedo se le pegaba en la frente estrecha, en la que un grano
rojísimo parecía estar en erupción. Guiñaba de vez en cuando sus ojos vacíos y
transparentes, que recorrían inexpresivamente la habitación.
El profesor Sfugallo comía. En la mesa, frente a él, humeaba una gran cubeta
fotográfica repleta hasta el borde de salvado cocido. Sin prestar especial atención
a nadie, cogía el salvado con sus grandes palmas, lo amasaba con los dedos como si
fuera arroz hasta formar una bola y se lo introducía en la cavidad bucal, tirándose
un montón de migas en la barba. Masticaba ruidosamente, chasqueaba los labios,
gruñía, resoplaba, torcía la cabeza a un lado y fruncía el ceño como si
experimentara un intenso placer. En ocasiones, sin dejar de tragar y atragantarse,
caía en un estado de agitación, cogía el cubo de salvado por el borde y la tina de
leche, que estaban en el suelo, a su lado, y cada vez se los acercaba más. En el
otro extremo de la mesa, la joven brujita de prácticas, Stella, de orejitas rosadas
y limpias, pálida y llorosa, con los labios temblorosos, cortaba hogazas de pan en
enormes rebanadas y se las alargaba a las manos extendidas de Sfugallo, girando la
cara hacia otro lado. El autoclave central estaba abierto y volcado, y a su
alrededor había un extenso charco verdoso.
De repente, Sfugallo se puso a hablar de forma incomprensible.
—Eh, chica… uséase… ¡Dame leche! Echala aquí mismo, asín, en el salvado… S’il vous
plait, y tal y tal…
Stella cogió el balde a toda prisa y vertió un poco de leche en la cubeta del
salvado.
—¡Eh! —exclamó el profesor Sfugallo—. ¡El plato es pequeño, uséase! Tú, chica, como
te llames, échala en la tina, asín. Comeremos de la tina, asín…
Stella empezó a volcar el cubo en la tina con el salvado, pero el profesor cogió la
cubeta a modo de cuchara y se puso a coger el salvado y metérselo en la bocaza, que
de repente se abrió de una manera increíble.
—¡Pero llamadlo! —gritó Stella con pena—. ¡Va a comérselo todo!
—Ya le hemos llamado —dijeron en la multitud—. De todas formas, es mejor que te
apartes de él. Anda, vete.
—¿Y vendrá? ¿Vendrá?
—Ha dicho que salía ya. Que se ponía los chanclos, uséase, y salía. Te estamos
diciendo que te alejes de él.
Por fin comprendí de qué iba todo aquello. Ese no era el profesor Sfugallo, sino un
muerto viviente recién nacido, el modelo de Hombre Insatisfecho Estomacalmente.
Gracias a Dios, y yo que había pensado que al profesor le había dado una parálisis
cerebral como consecuencia de un exceso de trabajo…
Stella se apartó con cautela. La cogieron por los hombros y la metieron en la
multitud. Se escondió detrás de mí, agarrándose a mi codo, y yo me erguí de
inmediato, aunque aún no entendía qué estaba pasando ni por qué estaba tan
asustada. El muerto viviente seguía comiendo. En el laboratorio abarrotado reinaba
un silencio atónito, y solo se oía como el muerto viviente resoplaba y masticaba
como un caballo y rascaba las paredes de la tina con la cubeta. Le observábamos. Se
deslizó de la silla y metió la cabeza en la tina. Las mujeres se giraron de
espaldas. Lílechka Risanueva se encontró mal y la sacaron al pasillo. Entonces se
oyó la voz clara de Edik Amperian.
—Bien. Seamos lógicos. Ahora se terminará el salvado. Luego se comerá el pan. ¿Y
luego?
Un movimiento recorrió las primeras filas. La multitud se acercó a las puertas. Yo
empecé a entender.
—Quedan las cabezas de arenque… —dijo Stella con una vocecita finísima.
—¿Hay muchas?
—Dos toneladas.
—Mmm —dijo Edik—. ¿Y dónde están?
—Deberían llegar por la cinta transportadora —dijo Stella—. Pero he probado y está
rota…
—Por cierto —dijo Román bien alto—, durante dos minutos he intentado aplacarlo, sin
ningún resultado…
—Yo también —dijo Edik.
—Por lo tanto —dijo Román—, estaría muy bien que alguno de los más aprensivos se
dedicara a arreglar la cinta. Como paliativo. ¿Hay algún maestro aquí? Veo a Edik.
¿Hay alguien más? ¡Kornéyev! Víctor Pávlovich, ¿estás aquí?
—No está. ¿Hay que ir a buscar a Fiódor Simeónovich?
—Creo que de momento no hay que preocuparse. Nos las arreglaremos de una manera u
otra. Edik, vamos a concentrarnos juntos.
—¿En qué régimen?
—En el de inhibición. Hasta llegar al tétanos. Chicos, que todos los que sepan nos
ayuden.
—Un momento —dijo Edik—. ¿Y si le hacemos daño?
—Sí, sí, sí —intervine—. Mejor no lo hagáis. Es mejor que me coma.
—No te pongas nervioso, cálmate. Vamos a tener cuidado. Edik, vamos con el
contacto. En un roce.
—Ya —dijo Edik.
El silencio se hizo más profundo. Solo se oía como el muerto viviente se revolvía
en la tina y como al otro lado de la pared los voluntarios ocupados con la cinta
intercambiaban impresiones y daban golpes. Pasó un minuto. El muerto viviente salió
de la tina, se enjugó la barba, nos miró soñoliento y de repente, con un movimiento
hábil, alargó la mano increíblemente lejos para agarrar la última hogaza de pan.
Después soltó un eructo atronador y se recostó en el respaldo de la silla con las
manos en la enorme barriga abultada. Su cara rebosaba felicidad. De vez en cuando
soltaba un resoplido y sonreía estúpidamente. Sin duda era feliz como un hombre
extenuado que llega por fin a la ansiada cama.
—Parece que le ha hecho efecto —dijo alguien de la multitud con un suspiro de
alivio.
Román apretó los labios, dudoso.
—No tengo la misma sensación —repuso Edik, educado.
—¿Se le habrá acabado la cuerda? —pregunté, esperanzado.
—Solo se ha relajado… Es un paroxismo de satisfacción —informó Stella, compungida—.
Se despertará enseguida.
—Vaya maestros más debiluchos —dijo una voz varonil—. Dejadme ir a llamar a Fiódor
Simeónovich.
La gente intercambió miradas y sonrió con inseguridad. Román jugaba distraídamente
con la umclaidet haciéndola rodar en la palma de la mano. Stella temblaba y
susurraba: «¿Qué va a pasar? ¡Sasha, tengo miedo!». Y yo, por mi parte, sacaba
pecho, fruncía las cejas y luchaba contra el deseo vehemente de llamar a Modest
Matvéyevich. Tenía unas ganas desenfrenadas de librarme de mi responsabilidad. Era
una debilidad, y me sentía impotente ante ella. Modest Matvéyevich se me aparecía
bajo una luz muy distinta, y recordé con esperanza la tesina que había defendido el
mes anterior, «Sobre la razón de las leyes de la naturaleza y las de la
administración», en la que demostraba, en particular, que las leyes
administrativas, en virtud de su inflexibilidad específica, resultaban muy a menudo
más eficaces que las de la naturaleza y la magia. Estaba seguro de que Modest
Matevéyevich no tenía más que aparecer por la puerta y gritar al vampiro:
«¡Interrúmpase, camarada Sfugallo!», y el vampiro se interrumpiría inmediatamente.
—Román —dije como el que no quiere la cosa—, ¿tú no serías capaz de
desmaterializarlo, llegado el caso?
Román se echó a reír y me dio unos golpecitos en el hombro.
—No tengas miedo —dijo—. Solo es un juguete. Es que no me apetece meterme en los
asuntos de Sfugallo… ¡Pero no temas a este, sino a aquel! —señaló el segundo
autoclave, que soltaba chasquidos tranquilamente en el rincón.
Mientras tanto, el muerto viviente empezó a moverse intranquilo. Stella lanzó un
gritito ahogado y se estrechó contra mí. El muerto viviente abrió los ojos. Primero
se inclinó y miró en la tina. Luego se puso a dar golpes con los cubos vacíos.
Después paró y se quedó un rato sentado inmóvil. La expresión de satisfacción de su
cara se transformó en una de enfado amargo. Se incorporó, olfateó rápidamente la
mesa haciendo vibrar las aletas de la nariz, sacó la lengua larguísima y roja y
lamió las migas.
—Venga, aguantad, chavales… —murmuraron en la multitud.
El muerto viviente metió la mano en la tina, sacó la cubeta, la miró por todos
lados y con reserva le dio un mordisco en una punta. Arqueó las cejas en signo de
dolor. Dio otro mordisco y ronzó. La cara se le puso azulada como si estuviera
colérico y se le humedecieron los ojos, pero no dejó de morder la cubeta hasta que
se la terminó. Se quedó un minuto sentado como meditando, comprobándose el estado
de los dientes, y luego pasó lentamente la mirada por la multitud petrificada.
Tenía una mirada siniestra, como si evaluara y escogiera. A Volodia Pochkin se le
escapó un «Ea, ea, tranquilo…». Y entonces aquellos ojos vacíos y transparentes se
posaron en Stella, que lanzó un grito, el mismo grito desgarrador que alcanzaba el
ultrasonido y que Román y yo habíamos oído en el recibidor del director cuatro
pisos más abajo. Me estremecí. El muerto viviente también se turbó: bajó los ojos y
tamborileó nerviosamente con los dedos sobre la mesa.
Se oyó un ruido en las puertas y todos se movieron, y entre la multitud
boquiabierta se abrió paso a codazos, quitándose los carámbanos de la barba,
Amvrosi Ambruásovich Sfugallo. El de verdad. Olía a vodka, a tabardo y a frío.
—¡Monín! —gritó—. ¿Qué pasa, eh? Quelle situation![*] Stella, ¿qué estás mirando
asín plantada? ¿Dónde están los arenques? ¡Tiene necesidades! ¡Y le van en aumento!
¡Tienen que leer mis trabajos!
Se acercó al muerto viviente, que lo olfateó con glotonería. Sfugallo le dio el
tabardo.
—¡Hay que satisfacer sus necesidades! —decía, golpeando rápidamente los
interruptores del panel de la cinta—. ¿Por qué no se los has dado enseguida? Oh,
estas les femmes, les femmes!…[†] ¿Quién te ha dicho que está rota? No está rota,
está encantada. Asín no la emplea cualquiera, porque, uséase, necesidades tienen
todos, pero los arenques son para los modelos…
Se abrió una ventanita en la pared, la cinta empezó a traquetear y un torrente de
apestosas cabezas de arenque cayó directamente al suelo. Los ojos del muerto
viviente brillaron. Se tiró al suelo a cuatro patas, se acercó a la ventanilla con
un trote irregular y se dedicó a lo suyo. Sfugallo, a su lado, aplaudía, gritaba de
alegría, y de tanto en tanto rascaba al muerto viviente detrás de las orejas,
emocionado.
La multitud suspiró con alivio y se movió. Se supo que Sfugallo había llevado
consigo dos periodistas de un periódico regional. Ya los conocíamos: G. Perspicaz y
B. Criadero. También olían a vodka. Se pusieron a hacer fotos con flash y a tomar
notas en una libreta. G. Perspicaz y B. Criadero eran especialistas en ciencia. G.
Perspicaz tenía fama por la frase: «Oort fue el primero en mirar al cielo
estrellado y notar que la galaxia giraba». También eran suyos los apuntes
literarios de la narración de Merlín sobre el viaje con el presidente del soviet
regional y la entrevista al doble de Oira-Oira (sin saberlo). La entrevista llevaba
el nombre de «Un Hombre con mayúscula» y empezaba con la frase: «Como cualquier
científico auténtico, era parco en palabras…». B. Criadero era un parásito de
Sfugallo. Sus belicosas crónicas sobre los zapatos autocalzables, las zanahorias
que se autocargaban y autodescargaban de los camiones y otros proyectos de Sfugallo
eran ampliamente conocidas en la región, y el artículo «El mago de Solovets» había
aparecido incluso en un periódico principal.
Cuando al muerto viviente le sobrevino el paroxismo de satisfacción consiguiente y
se adormeció, los ayudantes de laboratorio de Sfugallo, muy malhumorados porque los
habían arrancado de sus mesas de Nochevieja, lo vistieron a toda prisa con un traje
negro y le pusieron una silla debajo. Los periodistas colocaron a Sfugallo al lado
del muerto viviente, le pusieron la mano encima del hombro y, preparando los
objetivos, le pidieron que continuara.
—¿Qué es lo más importante? —proclamó, encantado—. Lo más importante es que la
persona sea feliz. Digo entre paréntesis que la felicidad es una idea humana. ¿Y
qué es la persona, filosóficamente hablando? La persona, camaradas, es el Homo
sapiens, que quiere y puede. Asín, puede hacer todo lo que quiere, y quiere todo lo
que puede. N’est-ce pas, camaradas? Si esta, uséase, la persona, puede todo lo que
quiere y quiere todo lo que puede, entonces es feliz. Asín la definimos. ¿Qué
tenemos aquí delante, camaradas? Tenemos un modelo. Pero este modelo, camaradas,
quiere, y eso ya está bien. Diríamos, por ejemplo, excellent, exquis, charmant…[*]
Y ya ven con sus propios ojos, camaradas, que puede. Y esto aún es mejor, porque si
es asín, será feliz. Hay un tránsito metafísico de la infelicidad a la felicidad,
lo cualo no puede sorprendernos, porque uno no nace feliz, sino que se vuelve
feliz. Uséase, gracias a los cuidados y el trato correcto que recibe. Ahora se
despertará y querrá. Y, mientras tanto, no será feliz. Pero puede, y a través de
este querer se realiza un salto dialéctico. ¡Oh, oh! ¡Miren! ¿Ven como puede? Uy,
mi cielito, uy, mi corazón… ¡Oh, oh! ¡Miren! ¡Miren como puede! Durante diez o
quince minutos podrá… Camarada Criadero, deje su cámara fotográfica y coja la de
filmar, porque aquí tenemos un proceso… ¡Aquí todo está en movimiento! La quietud
es relativa, como tiene que ser, pero el movimiento es absoluto. Asín es. Ahora él
podrá efectuar el tránsito dialéctico hacia la felicidad. Uséase, hacia la
satisfacción. ¿Ven? Ha cerrado los ojos. Está gozando. Se encuentra bien. En
sentido científico, afirmo que estaría dispuesto a cambiarme por él. Solo en este
preciso momento, claro… Camarada Perspicaz, apunte todo lo que digo y luego démelo.
Lo puliré y le pondré notas… Ahora está medio dormido, pero aquí no se termina la
cosa. Nuestras necesidades tienen que extenderse a lo largo y a lo ancho. Este será
el único y auténtico proceso, y tal. On dit que,[†] dicen que Sfugallo está en
contra del mundo espiritual. Camaradas, esto es una etiqueta. Hace tiempo,
camaradas, que deberíamos haber olvidado tales modales en las discusiones
científicas. Todos sabemos que lo material va por delante y lo espiritual, detrás.
Satur venter, como todo el mundo sabe, non studit libenter.[‡] En el caso presente,
lo traducimos así: quien con hambre se acuesta, con pan sueña…
—Es todo lo contrario —dijo Oira-Oira.
Sfugallo lo miró unos instantes con sus ojos vacíos.
—Rechazamos la réplica de la sala con indignación, camaradas —dijo—. Por estar
fuera de lugar. No vamos a distraernos de lo principal: la práctica. Dejemos la
teoría para los individuos poco capacitados para ella. Continúo y paso al siguiente
nivel del experimento. Lo aclaro para la prensa. Partiendo de la idea materialista
de que se ha cubierto la satisfacción temporal de las necesidades materiales,
podemos pasar a las necesidades espirituales. Uséase: ver películas y la
televisión, escuchar música popular o cantarla, y hasta leer algún libro, por
ejemplo, El cocodrilo, o un periódico… Camaradas, no olvidemos que hay que tener la
capacidad de hacer estas cosas. Sin embargo, la satisfacción de las necesidades
materiales no exige unas capacidades especiales; siempre están ahí, pues la
naturaleza se rige por el materialismo. De momento no podemos decir nada acerca de
las capacidades espirituales del presente modelo, puesto que su núcleo racional es
la insatisfacción estomacal. Pero ahora vamos a aislar estas capacidades
espirituales.
Los sombríos auxiliares de laboratorio pusieron en la mesa un magnetófono, una
radio, un proyector y una pequeña biblioteca portátil. El muerto viviente echó un
vistazo inexpresivo a aquellos instrumentos de la cultura y probó el sabor de la
cinta magnetofónica. Saltaba a la vista que las capacidades espirituales del modelo
no se manifestarían espontáneamente. Entonces Sfugallo ordenó empezar, como él
mismo lo expresó, la inculcación violenta de las prácticas culturales. El
magnetófono empezó a cantar dulcemente: «Mi amado y yo nos despedimos, jurándonos
nuestro amor…». La radio pitó y ululó. El proyector mostró en la pantalla los
dibujos animados de «El lobo y los siete cabritillos». Dos auxiliares con
periódicos en las manos se colocaron a los lados del muerto viviente y se pusieron
a leer en voz alta, a cual mejor…
Como era de esperar, el modelo estomacal acogió todo este griterío con total
indiferencia. Mientras tuviera hambre, le importaba un pepino su mundo espiritual,
porque solo quería comer, y comía. Pero al saciarse, despreciaba su mundo
espiritual, porque se amodorraba y durante un rato no deseaba nada más. El astuto
Sfugallo, sin embargo, se las ingenió para captar una indudable relación entre el
sonido del tambor (de la radio) y el temblor reflejo de las extremidades inferiores
del modelo. Aquel temblor lo llevó al éxtasis.
—¡Las piernas! —gritó, cogiendo de la mano a B. Criadero—. ¡Fotografíele las
piernas! ¡Un primer plano! La vibration de son mollet gauche était un grand signe?
[*] ¡Esta pierna rechaza todas las intrigas y arranca todas las etiquetas que se me
han colgado! Oui, sans doute,[†] un individuo no especialista quizás se sorprenda
de mi reacción ante esta pierna. Pero en efecto, camaradas, todo lo grande se
manifiesta en lo pequeño, y tengo que recordar que el modelo presente es un modelo
de necesidades limitadas; en concreto, solo tiene una necesidad, y si llamamos a
las cosas por su nombre, sin rodeos, a nuestra manera, sin todos esos velos, este
es el modelo de la necesidad estomacal. Por eso es tan limitado en las necesidades
espirituales. Y afirmamos que solo la variedad de necesidades materiales puede
garantizar una variedad de necesidades espirituales. Ofrezco a la prensa un ejemplo
comprensible para ella. Si tuviera, digamos, una necesidad destacada hacia el
presente magnetófono Astra-7 de ciento cuarenta rublos, necesidad que deberemos
entender como material, y se hiciera el dueño de este magnetófono, entonces lo
encendería, porque, como ya saben, ¿qué se hace con un magnetófono? Y si lo
encendiera, entonces sonaría la música, y si hay música, hay que escucharla o
bailar… ¿Y qué es, camaradas, escuchar música, tanto si se baila como si no? Es la
satisfacción de las necesidades espirituales. Comprenez vous?
Hacía rato que había advertido que la conducta del muerto viviente había cambiado
sustancialmente. O algo fallaba, o era normal, pero su tiempo de relajación cada
vez era más corto, de modo que al final del discurso de Sfugallo ya no se separaba
de la cinta transportadora. Por otra parte, sencillamente, quizás le era muy
difícil moverse.
—Permítame una pregunta —dijo Edik educadamente—. ¿Cómo explica el cese de los
paroxismos de satisfacción?
Sfugallo no contestó y miró al muerto viviente, que seguía comiendo. Después miró a
Edik.
—Le responderé —dijo con aires de suficiencia—. La pregunta es justa, camaradas.
Incluso diría que es inteligente, camaradas. Tenemos ante nosotros un modelo
concreto cuyas necesidades materiales van en aumento ininterrumpido. Pero solo a un
observador superficial podría parecerle que los paroxismos de satisfacción han
cesado. En realidad, se han convertido dialécticamente en una nueva cualidad.
Camaradas, se han propagado en el propio proceso de satisfacción de las
necesidades. Ya no se sacia. Ahora las necesidades han aumentado; ahora necesita
comer todo el tiempo; ahora ha aprendido por sí mismo y sabe que masticar también
es bello. ¿Está claro, camarada Amperian?
Miré a Edik. Sonreía cortés. A su lado, cogidos de las manos, estaban los dobles de
Fiódor Simeónovich y Cristóbal Josévich. Sus cabezas, cuyas orejas estaban muy
separadas, giraban lentamente sobre su eje como los radares de un aeropuerto.
—¿Puedo hacerle otra pregunta? —dijo Román.
—Adelante —respondió Sfugallo, mirándolo entre cansado y condescendiente.
—Amvrosi Ambruásovich —dijo Román—, ¿y qué pasará cuando se lo haya comido todo?
Los ojos de Sfugallo se enfurecieron.
—Solicito a todos los presentes que retengan esta pregunta provocadora, que apesta
a maltusianismo, a neomaltusianismo, a pragmatismo, a existencio-oanalismo y falta
de fe en el poder ilimitado de la humanidad, camaradas. ¿Qué quiere decir con esta
pregunta, camarada Oira-Oira? ¿Que en la actividad de nuestra institución
científica puede llegar un momento de crisis, de retroceso, en que a nuestros
consumidores no les basten los productos de consumo? ¡No está bien, camarada Oira-
Oira! ¡No ha reflexionado! Y nosotros no podemos admitir que nos pongan etiquetas
en nuestro trabajo ni arrojen sombra sobre él. Camaradas, no vamos a permitirlo.
Se sacó un pañuelo y se secó la barba. G. Perspicaz, con la cara arrugada por la
concentración, hizo la siguiente pregunta:
—Por supuesto, yo no soy especialista. Pero ¿qué futuro le espera al presente
modelo? Entiendo que el experimento ha sido un éxito. Pero come muy… activamente.
Sfugallo sonrió con amargura.
—Ya ve, camarada Oira-Oira —dijo—. Así es como surgen las malas sensaciones. Ha
hecho esta pregunta sin reflexionar. Y ahora un camarada común se orienta
erróneamente. Mira al ideal equivocado… —Se volvió directamente al periodista—:
¡Mira al ideal equivocado, camarada Perspicaz! ¡El presente modelo es ya una etapa
superada! ¡Este es el ideal al que hay que mirar! —Se acercó al segundo autoclave y
posó la mano cubierta de vello rojo en el pulido lado. Levantó el mentón—. ¡Este es
nuestro ideal! —proclamó—. O para decirlo más exactamente, este es el modelo de
nuestro ideal. Tenemos aquí el consumidor universal, que todo lo quiere y, en
consecuencia, todo lo puede. Lleva en su interior todas las necesidades que existen
en el mundo. Y podrá satisfacerlas todas. Naturalmente, con ayuda de nuestra
ciencia. Lo aclararé para la prensa. El modelo de consumidor universal, contenido
en este autoclave (o como diríamos a nuestra manera, un autocerrado), quiere
ilimitadamente. Todos nosotros, camaradas, con todos nuestros respetos hacia
nosotros mismos, somos un cero a su izquierda. Porque quiere unas cosas que
nosotros ni siquiera imaginamos. Y no esperará benevolencia por parte de la
naturaleza. Cogerá de ella todo lo que necesite para su plena felicidad, es decir,
para su satisfacción. También las fuerzas mágico-materiales extraen de la
naturaleza circundante todo lo que necesitan. La felicidad del presente modelo será
indescriptible. No conocerá ni el hambre, ni la sed, ni el dolor de muelas, ni las
desgracias personales. Todas sus necesidades se satisfarán al instante a medida que
surjan.
—Disculpe —dijo Edik muy educadamente—, ¿y todas esas necesidades serán materiales?
—¡Por supuesto! —exclamó Sfugallo—. ¡Las necesidades espirituales se desarrollarán
en consonancia! Ya he señalado que cuantas más necesidades materiales tenga, más
variadas serán sus necesidades espirituales. ¡Será un titán del alma y un maestro!
Observé a los presentes. Muchos estaban estupefactos. Los periodistas escribían
atropelladamente. Advertí que algunos tenían una extraña expresión y dirigían la
mirada desde el autoclave hasta el muerto viviente, que no paraba de zampar, y a la
inversa. Stella, con la frente apoyada en mi hombro, sollozaba y susurraba: «Yo me
voy de aquí, no puedo, me voy…». Yo también empecé a entender lo que temía Oira-
Oira. Me imaginé una enorme bocaza abierta en la que caían, arrojados por fuerzas
mágicas, animales, personas, ciudades, continentes, planetas y el sol.
—Amvrosi Ambruásovich —dijo Oira-Oira—, ¿y un consumidor universal podría crear una
piedra que no fuera capaz de levantar ni siquiera con su deseo más fuerte?
Sfugallo se quedó pensando, pero solo un segundo.
—Eso no es una necesidad material —respondió—. Es un capricho. No he creado mis
dobles para eso, uséase, para que tengan caprichos.
—Un capricho puede ser también una necesidad —objetó Oira-Oira.
—No vamos a dedicarnos a la escolástica y la casuística —repuso Sfugallo—. Ni
estableceremos analogías místico-eclesiásticas.
—No —respondió Oira-Oira.
B. Criadero le echó una mirada furiosa y se dirigió de nuevo a Sfugallo.
—¿Y cuándo y dónde se hará la demostración del modelo universal, Amvrosi
Ambruásovich?
—Respuesta —dijo Sfugallo—: la demostración tendrá lugar aquí, en este laboratorio
mío. La prensa será informada del momento oportunamente.
—¿Pero será en los próximos días?
—Se cree que será en las próximas horas. Por lo tanto, los camaradas de la prensa
harán bien en quedarse y esperar.
En aquel momento, los dobles de Fiódor Simeónovich y Cristóbal Josévich, como si
hubieran recibido una orden, se dieron la vuelta y salieron.
—¿No le parece, Amvrosi Ambruásovich —le preguntó Oira-Oira—, que puede ser
peligroso hacer la demostración en una sala que además está en el centro de la
ciudad?
—No hay nada que temer —respondió autoritario Sfugallo—. Asín que nos teman
nuestros enemigos.
—Acuérdese de que le dije que es posible que…
—Camarada Oira-Oira, usted no está suficientemente capacitado. Uséase, hay que
saber diferenciar, camarada, la posibilidad de la realidad, la casualidad de la
necesidad, la teoría de la práctica, etc.
—Con todo, puede que en el campo de pruebas…
—No estoy experimentando con bombas —replicó con soberbia Sfugallo—. Experimento
con un modelo de persona ideal. ¿Hay más preguntas?
Una lumbrera del Departamento del Conocimiento Absoluto le preguntó sobre el
régimen de funcionamiento del autoclave. De buen grado, Sfugallo se extendió en la
explicación. Mientras, los sombríos auxiliares recogieron su utillaje de
satisfacción de las necesidades espirituales. El muerto viviente zampaba. Su traje
negro se abría y se deshilachaba por las costuras. Oira-Oira lo observaba con
atención. De repente, dijo bien alto:
—Propongo una cosa. Que todos los que no estén personalmente implicados abandonen
la sala.
Todos se giraron para mirarlo.
—Esto se va a poner muy sucio —aclaró—. Hasta más no poder.
—Esto es una provocación —dijo Sfugallo con dignidad.
Román me cogió de la mano y me arrastró hacia la puerta, y yo a mi vez cogí a
Stella. Detrás de nosotros se precipitaron el resto de espectadores. En el
instituto creían en Román; en Sfugallo, no. Solo se quedaron los periodistas y los
ayudantes de Sfugallo; los demás nos agolpamos en el pasillo.
—¿Qué ocurre? —preguntaban a Román—. ¿Qué pasará? ¿Por qué se ensuciará?
—Va a reventar —dijo Román, sin apartar los ojos de la puerta.
—¿Quién va a reventar? ¿Sfugallo?
—Pobres periodistas —intervino Edik—. Oye, Sasha, ¿la ducha funciona hoy?
La puerta del laboratorio se abrió y salieron dos auxiliares de laboratorio
arrastrando la tina con los cubos vacíos. El tercer auxiliar, mirando hacia atrás
con recelo, revoloteaba a su alrededor, murmurando: «Venga, chicos, dejad que os
ayude, pesa mucho…».
—Cerrad la puerta —aconsejó Román.
El tercer auxiliar se apresuró a cerrar la puerta de un portazo y se nos acercó,
sacando un cigarrillo. Tenía los ojos como platos y no paraba de moverlos.
—Bueno, está a punto… —dijo—. Perspicaz es idiota, yo le estaba guiñando el ojo…
¡Cómo zampa! Qué barbaridad, cómo zampa…
—Son las dos y veinticinco… —empezó Román.
Y entonces se oyó un estruendo y un estallido de cristales. La puerta del
laboratorio crujió y se desprendió de los goznes. Por la grieta salieron volando
una cámara fotográfica y una corbata. Nos echamos a un lado. Stella volvió a
chillar.
—Tranquila —dijo Román—. Ya está. Ya hay un consumidor menos en la tierra.
El auxiliar, pálido como una sábana, se fumaba el cigarrillo sin dejar de chupar.
Del laboratorio llegaban sollozos, toses y maldiciones ininteligibles. Olía mal.
—Habría que mirar si… —mascullé, indeciso.
Nadie respondió, y todos me miraron con simpatía. Stella lloraba en silencio y me
cogía de la chaqueta. Alguien susurró a alguien: «Hoy está de guardia, ¿entiendes?
Alguien tiene que ir a sacarlo…».
Di algunos pasos inseguros hacia la puerta, pero entonces, agarrados entre sí,
salieron del laboratorio los periodistas y Sfugallo.
¡Dios mío, qué aspecto tenían!
Cambié de idea. Me saqué el silbato de platino del bolsillo y silbé. Entre los
trabajadores se abrió paso a toda prisa un equipo de emergencia de domovóis de la
limpieza.

V.

Creedme: fue el espectáculo más terrible del mundo.

F. RABELAIS
LO QUE MÁS ME SORPRENDIÓ FUE QUE A SFUGALLO NO LE desanimó en absoluto lo ocurrido.
Mientras los domovóis lo limpiaban, echándole líquido absorbente y perfumándolo de
arriba abajo, proclamaba con voz de falsete:
—Ustedes, camaradas Oira-Oira y Amperian, ustedes también han tenido miedo. Dicen:
«Qué pasará», dicen: «Cómo lo pararemos»… Ustedes, camaradas, ustedes tienen en su
interior un escepticismo malo, muy malo. Yo diría inclusive: una desconfianza hacia
las fuerzas de la naturaleza, uséase, hacia las posibilidades de la humanidad. ¿Y
dónde está ahora su desconfianza? ¡Ha explotado! Ha explotado ante los ojos de la
extensa opinión pública, camaradas, y me ha salpicado, a mí y a los camaradas de la
prensa…
La prensa guardaba silencio, atónita, colocándose sumisa bajo los chorros silbantes
del absorbente. Un temblor intenso torturaba a G. Perspicaz. B. Criadero sacudía la
cabeza y se relamía involuntariamente.
Después de que los domovóis hicieran la primera pasada al laboratorio, miré
adentro. El equipo de limpieza estaba colocando con destreza los cristales y
quemaba en el horno de mufla los restos del modelo estomacal. Había quedado poca
cosa: un montón de botones con la inscripción for gentlemen,[*] una manga de la
chaqueta, unos tirantes increíblemente largos y una dentadura postiza que recordaba
la del gigantopiteco. Al parecer, el resto se había convertido en polvo. Sfugallo
miró el segundo autoclave, uséase, el autocerrado, y declaró que todo estaba en
orden.
—Convoco a la prensa —dijo—. Sugiero al resto que vuelvan a sus obligaciones
inmediatas.
La prensa sacó las libretas, y los tres se sentaron a la mesa para precisar los
detalles del reportaje «El nacimiento de un descubrimiento» y el artículo
informativo «Habla el profesor Sfugallo».
Los espectadores se dispersaron. Oira-Oira se fue después de cogerme las llaves de
la caja fuerte de Janus Poluéktovich. Stella también se fue, desesperada porque
Sfugallo no la dejaba marcharse a otro departamento. Los ayudantes de laboratorio
se fueron visiblemente más animados. Edik también se fue, calculando con una
cohorte de teóricos la presión mínima del estómago del muerto viviente que había
reventado. Yo también volví a mi puesto tras haberme asegurado de que el
experimento del segundo muerto viviente no se realizaría antes de las ocho de la
mañana.
El experimento me había dejado una sensación opresiva. Me arrellané en la butaca
enorme del recibidor, y traté de desentrañar si Sfugallo era un estúpido o un
chapucero astuto y demagogo. El valor científico de los muertos vivientes era,
evidentemente, igual a cero. Cualquier trabajador que tuviera aprobada su tesina y
los dos años del cursillo de transgresión no lineal podía crear modelos basados en
sus propios dobles. Dotarlos de características mágicas tampoco costaba mucho,
porque existían guías, tablas y manuales para magos doctorandos. Los modelos nunca
probaban nada por sí mismos y desde el punto de vista científico no presentaban más
interés que los trucos de cartas o un tragasables. Desde luego, era comprensible la
actitud de aquellos periodistas de tres al cuarto que se pegaban a Sfugallo como
las moscas a un basurero. En efecto, desde el punto de vista de un profano, todo
aquello era muy espectacular y provocaba temblores considerables y una confusa
sensación de que había posibilidades ilimitadas. Lo más difícil era entender a
Sfugallo y su pasión enfermiza de montar funciones de circo y explosiones públicas
para complacer a los curiosos, privados de la posibilidad (y del deseo) de
comprender el quid de la cuestión. Si excluíamos a dos o tres absolutistas,
cansados de irse de comisión de servicio, que adoraban conceder entrevistas sobre
el estado de los asuntos en el infinito, nadie del instituto, por decirlo
suavemente, abusaba de los contactos con la prensa: estaba mal visto por un buen
motivo.
El hecho es que los resultados científicos más interesantes y refinados tienen la
característica de presentarse abstrusos, aburridos e incomprensibles a los
profanos. En nuestros tiempos, la gente ajena a la ciencia espera de ella milagros
y solo milagros, y no son capaces de distinguir un auténtico milagro científico de
un truco o de cualquier salto mortale intelectual. La ciencia de la magia y el
sortilegio no constituye una excepción. Muchos pueden organizar un debate de
fantasmas famosos en un plato de televisión o taladrar un agujero con la mirada en
un muro de hormigón de medio metro de ancho. Esto no le hace falta a nadie, pero
deja admirado al respetable público, que no se imagina hasta qué punto la ciencia
entrelaza y confunde los conceptos de los cuentos y los de la realidad. En cambio,
buscad el lazo profundo e intrínseco entre las propiedades taladradoras de la
mirada y las características filosóficas de la palabra «hormigón». ¡Intentad
resolver este pequeño problema concreto, conocido como «el gran problema de Auers»!
Lo resolvió Oira-Oira, tras crear la teoría de la comunidad fantástica y fundar los
principios de una disciplina nueva de la magia matemática. Pero casi nadie ha oído
hablar de Oira-Oira; en cambio, todo el mundo sabe perfectamente quién es el
profesor Sfugallo. («¿Cómo? ¿Usted trabaja en NICASO? ¿Qué tal está Sfugallo? ¿Qué
ha descubierto de nuevo?») Esto sucede porque las ideas de Oira-Oira solo son
capaces de entenderlas doscientas o trescientas personas en todo el mundo, entre
las cuales hay muchos miembros de la Academia de las Ciencias, pero, ¡ay!, ningún
periodista. El trabajo clásico de Sfugallo, «Los fundamentos de la producción
tecnológica de los zapatos autocalzables», lleno de charlatanería demagógica, hizo
mucho ruido en su momento gracias a las atenciones de B. Criadero. (Más tarde se
supo que los zapatos autocalzables eran más caros que una motocicleta y eran
sensibles al polvo y la humedad.)
Era tarde. Como era normal, estaba cansado y me quedé dormido sin enterarme. Soñé
cosas feas: mosquitos gigantes de muchas patas con la barba de Sfugallo, cubos de
leche parlantes, una tina con unas patitas cortas que corría por la escalera… En el
sueño, de vez en cuando, un domovói indiscreto echaba un vistazo, pero tras ver
semejantes horrores, se largaba asustado. Me desperté de dolor y vi un tenebroso
mosquito barbudo que intentaba clavar su aguijón, gordo como una estilográfica, en
mi pantorrilla.
—¡Fuera! —grité, y le di un puñetazo en el ojo saltón.
El mosquito se puso a murmurar, furioso, y se apartó corriendo. Era grande como un
perro, rojo a manchas. Seguramente, mientras soñaba había pronunciado
inconscientemente alguna fórmula de materialización y había traído de la nada a
aquel animal sombrío. No conseguí enviarlo de vuelta a la nada. Entonces me armé
con el tomo de Ecuaciones de magia matemática, abrí el ventanuco y eché el mosquito
al frío. La nevasca lo rodeó, y desapareció en la oscuridad. Así es como surgen las
malas sensaciones, pensé.
Eran las seis de la mañana. Agucé el oído. El instituto estaba en silencio. O la
gente trabajaba con afán, o se habían ido a casa. Me faltaba una ronda por hacer,
pero no tenía ganas de ir a ninguna parte y tenía hambre, ya que había comido por
última vez hacía dieciocho horas. Así que decidí enviar a un doble en mi lugar.
En realidad, aún soy un mago muy malo. Inexperto. Si hubiera tenido a alguien a mi
lado, no me habría aventurado a mostrar mi impericia. Pero estaba solo, y decidí
arriesgarme y, de paso, practicar un poco. En las Ecuaciones de magia matemática
encontré una fórmula general, la sustituí con mis coordenadas, realicé todas las
manipulaciones necesarias y pronuncié todas las frases necesarias en caldeo
antiguo. Dicen que con esfuerzo y perseverancia todo se consigue. Por primera vez
en mi vida conseguí un doble decente. Tenía todo en su sitio, y hasta se parecía un
poco a mí, aunque el ojo izquierdo no se le abría, no sé por qué, y tenía seis
dedos en cada mano. Le expliqué su misión; él asintió, entrechocó los pies y se
retiró tambaleándose. Nunca volvimos a vernos. Tal vez se metiera por descuido en
el búnker de D. Gorínich, o tal vez se embarcara en un viaje infinito en la cinta
de la Rueda de la Fortuna. No lo sé, no lo sé. La cuestión es que me olvidé
enseguida de él porque me dispuse a prepararme algo para desayunar.
No soy un tipo exigente. No quería más que un bocadillo de embutido del doctor[*] y
una tacita de café. No entiendo cómo me salió algo así, pero en la mesa apareció
una bata de doctor untada con una espesa capa de mantequilla. Cuando se me pasó la
primera y natural parálisis de asombro, observé atentamente la bata. No sé con qué
estaba untada, pero no era ni mantequilla ni aceite. Bien. Debería haber hecho
desaparecer la bata y haber vuelto a empezar desde el principio, pero con
detestable presunción me imaginé como un dios creador y opté por el camino de las
transformaciones sucesivas. Junto a la bata apareció una botella con un líquido
negro y, al cabo de un poco, la bata empezó a carbonizarse por los extremos. Me
apresuré a especificar mis representaciones haciendo especial hincapié en las
imágenes de una taza y carne de ternera. La botella se transformó en una taza, pero
el líquido no cambió; una manga de la bata se encogió, se alargó, se volvió roja y
empezó a retorcerse. Sudando de miedo, vi que era la cola de una vaca. Me deslicé
de la butaca y me aparté a un rincón. El asunto de la cola no fue más allá, pero
aun así el espectáculo era terrible. Volví a intentarlo, y la cola empezó a echar
espigas. Me cogí las manos, fruncí el entrecejo y con toda la claridad posible me
imaginé una rebanada de pan normal, de centeno; me imaginé cómo la cortaban de la
hogaza, la untaban de mantequilla —que estaba en una mantequera de cristal— y le
ponían encima una loncha de embutido. Al cuerno con el del doctor, me conformaba
con el vulgar semiahumado de Poltava. Decidí esperar de momento para el café.
Cuando abrí los ojos con precaución, encima de la bata de doctor había un trozo
grande de cristal de roca, dentro del cual había algo. Levanté el cristal y con él
la bata, que, incomprensiblemente, estaba pegada a él. Dentro del cristal distinguí
la anhelada rebanada, muy parecida a una de verdad. Me puse a gemir y a intentar
romper mentalmente el cristal. Se cubrió de una densa red de grietas de manera que
la rebanada casi desapareció de mi vista. «Burro —me dije—, te has comido mil
bocadillos y eres incapaz de imaginarte uno con la mínima claridad. No te pongas
nervioso, no hay nadie, no te ve nadie. Esto no es un control ni un examen. Prueba
otra vez.» Y lo intenté. Habría sido mejor que no. No sé por qué, mi imaginación
estaba desbocada; en mi cerebro estallaban y se apagaban las asociaciones más
inesperadas, y a medida que probaba, el recibidor se llenaba de objetos extraños.
Parece que muchos salieron de mi subconsciente, de la jungla espesa de la memoria
heredada, de los miedos primitivos reprimidos tiempo atrás por la enseñanza
superior. Tenían extremidades y no paraban de moverse, emitían sonidos abominables,
eran indecentes y agresivos, y se peleaban todo el tiempo. Acorralado, miré a mi
alrededor; todo aquello me recordaba vivamente los antiguos grabados de las escenas
de las tentaciones de san Antonio. Especialmente desagradable era una fuente oval
con patas de araña, cuyos bordes estaban cubiertos de pelos ralos. No sé qué quería
de mí, pero se alejaba al último rincón de la habitación, cogía carrerilla y me
golpeaba con todas sus fuerzas en la espinilla. La chafé con la butaca contra la
pared. Al final conseguí hacer desaparecer buena parte de los objetos, y el resto
corrieron a los rincones y se escondieron. Solo quedaron la fuente, la bata con el
cristal y la taza con el líquido negro, que había crecido hasta convertirse en un
jarro. La cogí con ambas manos y la olfateé. Me pareció que era tinta. Detrás de la
butaca, la fuente se revolvía, arañando con las patas el linóleo de colores, y
soltaba gruñidos asquerosos. Me resultaba muy desagradable.
Se oyeron pasos y voces en el pasillo; la puerta se abrió y apareció en la puerta
Janus Poluéktovich y dijo como siempre: «Ah, sí». Empecé a andar de acá para allá.
Janus Poluéktovich pasó a su despacho y liquidó como si tal cosa, con el movimiento
universal de la ceja, todo mi museo de los horrores. Tras él iban Fiódor
Simeónovich, Cristóbal Junta con un puro negro y gordo en la comisura de la boca,
un enfurruñado Sfugallo y un resuelto Román Oira-Oira. Todos estaban preocupados,
tenían mucha prisa y no me prestaron ninguna atención. La puerta del despacho se
quedó abierta. Me senté en mi sitio con un suspiro de alivio y descubrí que me
estaba esperando un tazón de porcelana lleno de café humeante y un plato con
bocadillos. A pesar de todo, uno de los titanes se había preocupado por mí, aunque
no sabía quién. Me puse a desayunar con el oído atento a las voces que salían del
despacho.
—Empecemos con el hecho de que su, permítame, Casa de Maternidad —decía Cristóbal
Junta con frío desdén— se encuentra exactamente debajo de mis laboratorios. Acaba
de originar una explosión, y como resultado me he visto obligado a esperar durante
diez minutos a que pusieran los cristales de mi despacho. Tengo la fuerte sospecha
de que a usted le traen sin cuidado los argumentos de carácter general, y por eso
parto de consideraciones puramente egoístas…
—Lo que haga en mi planta es cosa mía, querido —replicó Sfugallo con voz de falsete
—. Yo no me he metido en ningún momento con su planta, y eso que últimamente no
para de gotear agua de la vida de sus dependencias. Tengo todo el techo con
humedades y me salen chinches. Pero yo no me meto con su planta y usted no se mete
con la mía.
—¡A-amigo mío, Amvrosi Ambruasóvich! —tronó Fiódor Simeónovich—. Hay que p-prestar
atención a las posibles c-complicaciones… E-en efecto, nadie hace experimentos
dentro del edificio, por ejemplo, con el d-dragón, aunque haya materiales r-
refractarios, y…
—Yo no tengo ningún dragón, ¡tengo un hombre feliz! ¡Un gigante del alma! ¡Qué
manera tan rara de razonar, camarada Kivrin! ¡Qué analogías tan extrañas e
impropias! El modelo de persona ideal, comparado con un dragón que escupe fuego,
ajeno a las clases sociales…
—A-amigo mío, el problema no es que sea ajeno a las c-clases sociales, sino que p-
puede provocar un incendio…
—¡Ya estamos otra vez! ¡La persona ideal puede provocar un incendio! ¡No ha
reflexionado, camarada Fiódor Simeónovich!
—M-me refería al d-dragón…
—¡Y yo me refiero a su planteamiento incorrecto! Usted confunde, Fiódor
Simeónovich. ¡Borra todas las diferencias! Por supuesto, nosotros eliminamos los
antagonismos… entre lo intelectual y lo físico…, entre la ciudad y el campo…, e
incluso entre hombres y mujeres. ¡Pero no le permitiremos eliminar el abismo,
Fiódor Simeónovich!
—¿Q-qué abismo? ¿Qué d-diablos es esto, R-román? ¡Pero si se lo ha explicado
delante de mí! Le digo, Amvrosi Ambruasóvich, que su e-experimento es p-peligroso,
¿entiende? Puede perjudicar a la ciudad, ¿entiende?
—Pues claro que lo entiendo. ¡Pero no permitiré que la persona ideal salga del
cascarón a cielo descubierto!
—Amvrosi Ambruasóvich —dijo Román—, puedo repetirle una vez más mi argumentación.
El experimento es peligroso porque…
—Hace tiempo que le observo, Román Petróvich, y no puedo entender cómo puede
aplicar semejantes expresiones a la persona ideal. ¿Ven? ¡Para quien es peligrosa
la persona ideal es para él!
Entonces Román, seguramente por ímpetu juvenil, perdió la paciencia.
—¡Qué va a ser una persona ideal! —exclamó—. ¡Es su genio del consumo!
Se hizo un silencio terrible.
—¿Cómo ha dicho? —inquirió Sfugallo con voz terrible—. Repítalo. ¿Cómo ha llamado a
la persona ideal?
—Janus P-poluéktovich —dijo Fiódor Simeónovich—, estimado, así es imposible…
—¡Es imposible! —gritó Sfugallo—. ¡Muy cierto, camarada Kivrin, es imposible!
¡Tenemos un experimento de resonancia científica internacional! ¡El gigante del
alma debe aparecer aquí, entre las paredes de nuestro instituto! ¡Es simbólico! ¡El
camarada Oira-Oira, con su tendencia al pragmatismo, camaradas, trata el problema
de forma utilitaria! ¡Y el camarada Junta también es corto de miras! No me mire
asín, camarada Junta; no me daban miedo los gendarmes del zar, ¡y usted tampoco!
¿Es que en nuestra alma, camaradas, existe temor al experimento? Por supuesto que
al camarada Junta, como extranjero y ex trabajador de la Iglesia, se le permite
equivocarse de vez en cuando, pero usted, camarada Oira-Oira, y usted, Fiódor
Simeónovich…, ¡ustedes son gente rusa simple!
—¡B-basta de d-demagogia! —estalló por fin Fiódor Simeónovich—. ¿Cómo no le da v-
vergüenza decir t-tales disparates? ¿En qué soy una p-persona simple? ¿Qué
palabrita es esa, «simple»? ¡Nuestros dobles son simples!
—Yo solo puedo decir una cosa —replicó con indiferencia Cristóbal Junta—. Soy el
simple ex gran inquisidor, y cierro el acceso a su autoclave hasta que no me
garantice que el experimento se llevará a cabo en el campo de pruebas.
—Y a una d-distancia mínima de cinco k-kilómetros de la c-ciudad —añadió Fiódor
Simeónovich—. O d-diez.
Era evidente que Sfugallo no estaba dispuesto a arrastrar su aparato ni a sí mismo
al campo de pruebas, bajo la nevasca y con una iluminación insuficiente para la
filmación.
—Muy bien —dijo—. Entendido. Quieren separar nuestra ciencia del pueblo. Asín pues,
en vez de a diez kilómetros, ¿por qué no a diez mil, Fiódor Simeónovich? ¿En algún
lugar bien lejos? ¿En algún lugar de Alaska, Cristóbal Josévich, o de donde sea
usted? Dígalo así, sin rodeos… ¡y nosotros tomaremos nota!
De nuevo se instaló el silencio, y se oyó con cuánta fiereza resoplaba Fiódor
Simeónovich, a quien no le salían las palabras.
—Hace trescientos años —dijo glacialmente Junta—, por lo que ha dicho, le habría
invitado a dar un paseo por las afueras, donde le habría sacudido el polvo de las
orejas y lo habría abierto en canal.
—Menos lobos —dijo Sfugallo—. Esto no es su Portugal. No le gustan las críticas.
Hace trescientos años yo tampoco le habría ido con ceremonias, maldito católico.
Me retorcía de odio. ¿Por qué Janus no decía nada? ¿Qué más podía soportarse? En el
silencio se oyeron unos pasos y salió al recibidor Román, pálido y furioso.
Chasqueó los dedos y creó un doble de Sfugallo. Con deleite, cogió al doble por la
pechera, lo sacudió, le tiró de la barba unas cuantas veces con placer, se
tranquilizó, hizo desaparecer al doble y volvió al despacho.
—Habría que e-expulsarlo, S-sfugallo —dijo Fiódor Simeónovich en un tono
sorprendentemente tranquilo—. Ha resultado ser un personaje desagradable.
—No, no les gustan las críticas —respondió Sfugallo, resollando.
Y entonces, por fin, intervino Janus Poluéktovich. Su voz era poderosa y directa,
como la de un capitán de Jack London.
—De acuerdo con la petición de Amvrosi Ambruásovich, el experimento se llevará a
cabo hoy a las diez cero cero. En vista de que conllevará destrucciones
considerables que podrían acarrear víctimas humanas, fijo el sector más lejano del
campo de pruebas, a quince kilómetros de los límites de la ciudad, como lugar del
experimento. Aprovecho la ocasión para dar las gracias a Román Petróvich por su
agudeza y coraje.
Durante un tiempo, al parecer, cada uno estuvo digiriendo aquella decisión. En
cualquier caso, yo la estuve digiriendo. La verdad era que Janus Poluéktovich tenía
una manera muy extraña de expresar sus pensamientos. Pero todos creían que sus
decisiones eran las mejores. Había precedentes.
—Voy a avisar que saquen el camión —dijo de improviso Román, y seguramente atravesó
la pared, porque no salió por el recibidor.
Fiódor Simeónovich y Junta seguramente menaban la cabeza al unísono.
—¡Una decisión acertada, Janus Poluéktovich! —gritaba Sfugallo, ya repuesto—. Menos
mal que nos ha recordado a tiempo que hay que ir con cuidado. Lejos, bien lejos de
ojos ajenos. Pero me haría falta un mozo de carga. El autoclave pesa mucho para mí,
uséase, unas cinco toneladas…
—Claro —dijo Janus—. Disponga de lo que necesite.
En el despacho se movieron las butacas, y yo me terminé el café a toda prisa.
Durante la hora siguiente, los que quedábamos en el instituto estuvimos plantados
en la entrada mirando como cargaban el autoclave, el estereoscopio, unos escudos de
ametralladoras y tabardos, por si acaso. La tormenta se había aplacado; la mañana
era gélida y clara.
Román acercó el camión con orugas. El vampiro Alfred llevó los cargadores: los
hecatónquiros. Coto y Giges caminaban contentos y animados, hablando
alborotadamente con sus cien gargantas a la vez y arremangándose las numerosas
mangas por el camino. Briareo se arrastraba el último, enseñando su dedo nudoso y
quejándose de que le dolía, de que algunas cabezas le daban vueltas y de que no
había pegado ojo en toda la noche. Coto cogió el autoclave, y Giges, el resto de
cosas. Entonces Briareo, al ver que no le tocaba nada, se puso a organizar y a dar
indicaciones y consejos. Iba corriendo por delante, abría y cerraba las puertas, a
cada instante se ponía en cuclillas y, mirando por debajo, gritaba: «¡Vamos!
¡Vamos!» o: «¡Más a la derecha! ¡Agárralo bien!». Al final le pisaron una mano y le
pillaron entre el autoclave y la pared. Se echó a llorar, y Alfred lo llevó de
vuelta al vivero.
Subió mucha gente al camión. Sfugallo se encaramó a la cabina del conductor. Estaba
muy disgustado y preguntaba a todo el mundo qué hora era. El camión partió, pero
volvió al cabo de cinco minutos porque se habían dejado a los periodistas. Mientras
los buscaban, Coto y Giges empezaron a tirarse bolas de nieve para entrar en calor
y rompieron dos cristales. Después Giges se metió con un borracho rezagado que
gritaba: «Todos contra uno, ¿eh?». Se llevaron a Giges a rastras y lo metieron otra
vez en la carrocería. Revolvía los ojos y blasfemaba amenazador en griego. G.
Perspicaz y B. Criadero aparecieron tambaleándose de sueño, y el camión por fin se
marchó.
El instituto quedó desierto. Eran las ocho y media. La ciudad entera dormía. Tenía
muchas ganas de ir con los demás al campo de pruebas, pero qué se le iba a hacer.
Suspiré y empecé mi segunda ronda.
Caminaba bostezando por el pasillo apagando las luces de todas partes, hasta que
llegué al laboratorio de Vitka Kornéyev Los experimentos de Sfugallo no le
interesaban. Decía que a los tipos como Sfugallo habría que entregarlos sin piedad
a Junta en calidad de conejillos de indias para que investigaran si eran mutantes
letales. Por eso Vitka no fue a ningún lado. Estaba sentado en el sofá traductor
fumando un cigarrillo y charlando perezosamente con Edik Amperian. Este estaba
tumbado a su lado, mirando pensativamente al techo y chupando una piruleta. La
bañera estaba encima de la mesa, y en ella nadaba vivamente la perca.
—Feliz año nuevo —saludé.
—Feliz año —respondió Edik, afable.
—Que lo diga Sashka —dijo Kornéyev—. Sasha, ¿existe la vida no albuminosa?
—No lo sé —contesté—. No la he visto nunca. ¿Por qué?
—¿Qué quiere decir que no la has visto? Tampoco has visto nunca el campo M, pero
calculas su intensidad.
—¿Y qué? —Miré la perca de la bañera. Nadaba en círculos, girando en virajes
atrevidos, y entonces vi que estaba destripada—. Vitka, ¿lo has conseguido?
—Sasha no quiere hablar de la vida no albuminosa —dijo Edik—. Y tiene razón.
—Se puede vivir sin albúmina —repuse—, pero ¿cómo se puede vivir sin entrañas?
—Pues el camarada Amperian dice que no se puede vivir sin albúmina —dijo Vitka,
convirtiendo la bocanada de humo en un torbellino que recorrió la habitación
esquivando los objetos.
—Yo digo que la vida es albúmina —dijo Edik.
—No veo la diferencia —replicó Vitka—. Dices que si no hay albúmina, no hay vida.
—Sí.
—Entonces, ¿qué es esto? —preguntó Vitka, moviendo débilmente la mano.
En la mesa, al lado de la bañera, apareció un ser detestable, parecido a la vez a
un erizo y a una araña. Edik se incorporó y echó una ojeada a la mesa.
—Ah —dijo, y volvió a tumbarse—. Eso no es vida. Es un ser fantástico. ¿No es
Koschéi el Inmortal un ser sin albúmina?
—¿Y qué más da? —objetó Vitka—. ¿Se mueve? Sí. ¿Come? Sí. Y puede reproducirse.
¿Quieres que se reproduzca ahora mismo?
Edik se incorporó de nuevo y miró la mesa. El erizo-araña pisaba torpemente sin
moverse del sitio. Parecía que quisiera caminar en las cuatro direcciones al mismo
tiempo.
—Los seres fantásticos no son vida —dijo Edik—. Solo existen en la medida en que
existe vida racional. O, dicho más exactamente, en la medida en que existen los
magos. Los seres fantásticos son restos de la actividad de los magos.
—Muy bien —dijo Vitka.
El erizo-araña desapareció. A su lado, encima de la mesa, apareció un diminuto
Vitka Kornéyev, una copia exacta del original, pero del tamaño de un brazo.
Chasqueó sus deditos y creó un minidoble aún más pequeño, quien también chasqueó
los dedos e hizo aparecer un nuevo doble del tamaño de una pluma estilográfica.
Después, otro del tamaño de una caja de cerillas. Y luego, otro del de un dedal.
—¿Es suficiente? —preguntó Vitka—. Todos son magos. Y ni uno tiene una molécula de
albúmina.
—Este ejemplo no sirve —dijo Edik con pesar—. En primer lugar, en esencia no se
diferencian en nada de una máquina programada. En segundo lugar, no son un producto
del progreso, sino de tu maestría albuminosa. No creo que valga la pena discutir si
la evolución sería capaz de dar máquinas programadas que se autorreprodujeran.
—Sí que sabes sobre evolución… —dijo Kornéyev, grosero—. ¡Menudo Darwin estás
hecho! ¿Qué diferencia hay entre un proceso químico y una actividad consciente? No
todos tus antepasados fueron albuminosos. Tu tatara-tatara-tatarabuela era un ser
bastante complicado, es cierto, pero no era una molécula albuminosa. Y puede ser
que nuestra actividad consciente, tal como la llamamos, también sea una variedad
evolutiva. ¿Cómo sabemos que la naturaleza tenía como objetivo crear al camarada
Amperian? Puede que el objetivo de la naturaleza sea la creación de seres
fantásticos a manos del camarada Amperian. Podría ser…
—Ah, ya lo entiendo. Primero, un protovirus; luego, una albúmina; luego, el
camarada Amperian, y después todo el planeta se puebla de seres fantásticos.
—Exactamente —corroboró Vitka.
—Y nos extinguiremos por innecesarios.
—¿Y por qué no? —dijo Vitka.
—Conozco a un tipo —dijo Edik— que afirma que el hombre es algo así como un eslabón
intermedio que la naturaleza necesita para producir la perla de la creación: una
copita de coñac con una rodajita de limón.
—¿Y por qué no podría ser, al fin y al cabo?
—Pues porque no me da la gana —dijo Edik—. La naturaleza tendrá sus objetivos, pero
yo tengo los míos.
—Antropocéntrico —dijo Vitka con aversión.
—Sí —repuso Edik, orgulloso.
—No me apetece discutir con antropocentristas —dijo Kornéyev, rudo.
—Entonces vamos a contar chistes —propuso tranquilamente Edik, y se metió en la
boca otra piruleta.
En la mesa, los dobles de Vitka seguían trabajando. El más pequeño no era más alto
que una hormiga. Mientras escuchaba la discusión entre el antropocéntrico y el
cosmocéntrico me vino a la cabeza una idea.
—Chavales —dije con animación afectada—. ¿Cómo es que no habéis ido al campo de
pruebas?
—¿Para qué? —preguntó Edik.
—Hombre, puede ser interesante…
—Nunca voy al circo —apuntó Edik—. Además: ubi nihil vales, ibi nihil velis.[*]
—¿Eso lo dices por ti? —preguntó Vitka.
—No, por Sfugallo.
—Chavales —dije—, a mí me encanta el circo. ¿Os importaría contaros los chistes en
otro lado?
—¿Qué quieres decir? —preguntó Vitka.
—Haced la guardia por mí el rato que voy y vuelvo al campo de pruebas.
—¿Y qué hay que hacer?
—Desconectar aparatos, apagar incendios y recordar a todo el mundo la legislación
laboral.
—Hace frío —dijo Vitka—. Está todo helado. Y es Sfugallo.
—Tengo muchas ganas —supliqué—. Todo esto es muy misterioso.
—¿Dejamos ir al chico? —preguntó Vitka a Edik. Este asintió.
—Váyase, Priválov —dijo Vitka—. Esto le costará cuatro horas de la máquina.
—Dos —me apresuré a decir. Me esperaba algo así.
—Cinco —replicó el muy sinvergüenza.
—Bueno, tres —accedí—. Y en ese tiempo trabajaré todo el rato para ti.
—Seis —dijo Vitka a sangre fría.
—Vitia —intervino Edik—, te crecerá pelo en las orejas.
—Y rojo —dije con malicia—. Igual hasta con mechas verdosas.
—De acuerdo —dijo Vitka—. Vete gratis. Dos horas está bien.
Pasamos juntos por el vestíbulo. Por el camino, los maestros emprendieron una
discusión incomprensible sobre algo llamado ciclotación y tuve que interrumpirlos
para que me transgredieran al campo de pruebas. Ya estaban hartos de mí y tenían
muchas ganas de librarse de mí. Me transgredieron con tanta energía que ni me dio
tiempo a abrigarme, y entré en la multitud de espectadores de espaldas.
En el campo de pruebas estaba ya todo preparado. El público estaba protegido tras
los escudos. Sfugallo sobresalía de una trinchera recién excavada y miraba
intrépidamente por el enorme estereoscopio. Fiódor Simeónovich y Cristóbal Junta,
con prismáticos de cuarenta aumentos, conversaban en voz baja en latín. A un lado,
Janus Poluéktovich, envuelto en una gruesa pelliza, escarbaba la nieve con el
bastón, indiferente. B. Criadero estaba en cuclillas al lado de la trinchera con la
libreta abierta y la pluma preparada; detrás de él, G. Perspicaz, cubierto de
cámaras fotográficas y filmadoras, se frotaba las mejillas heladas, gruñía y se
golpeaba una pierna con la otra.
El cielo estaba límpido; la luna se ponía en el oeste. Los débiles rayos del
resplandor polar aparecían temblorosos entre las estrellas y desaparecían. La nieve
refulgía en la llanura, y el cilindro redondeado del autoclave se veía
perfectamente desde nuestra distancia de cien metros.
Sfugallo se separó del estereoscopio y carraspeó.
—¡Camaradas! —proclamó—. ¡Ca-ma-ra-das! ¿Qué vemos por este estereoscopio? Imbuidos
de sentimientos complejos, pasmados por la espera, camaradas, por este
estereoscopio observamos como la campana de protección empieza a desatornillarse
automáticamente… Escriba, escriba —dijo a B. Criadero—. Y escriba exactamente lo
que digo… Asín, desatornillarse automáticamente. Entre nosotros, dentro de unos
minutos aparecerá la persona ideal, un chevalier, uséase, sans peur et sans
reproche…[*] ¡Tendremos aquí a nuestro espécimen, nuestro símbolo, nuestro sueño
alado! Y nosotros, camaradas, debemos recibir a este gigante de las necesidades y
las capacidades como corresponde, sin discusiones, sin porfías mezquinas ni
ataques. Que nuestro querido gigante vea cuán sólida es nuestra formación y cuán
cerradas están nuestras filas. ¡Escondamos, camaradas, nuestras manchas de
nacimiento, que algunos tienen todavía, y tendamos la mano hacia nuestro sueño!
Sin necesidad de estereoscopio vi como se desenroscaba la tapa del autoclave y caía
en la nieve sin hacer ruido. Un larguísimo chorro de vapor salió disparado del
autoclave hasta las estrellas.
—Aclararé para la prensa que… —empezó Sfugallo, pero justo entonces se oyó un
bramido aterrador.
El suelo vaciló y empezó a moverse. Se levantó una nube gigantesca de nieve. La
gente se cayó una encima de otra, y yo también me caí y rodé. El bramido se hizo
más intenso, y cuando conseguí levantarme, agarrándome a la oruga del camión, vi a
la luz muerta de la luna que la línea del horizonte se replegaba espantosamente,
como si el espacio fuera un tazón gigante. Vi como los escudos se balanceaban,
amenazadores, y los espectadores se revolcaban por la nieve, corrían a la
desbandada, se caían y se volvían a levantar de un salto. Vi como Fiódor
Simeónovich y Cristóbal Junta, protegidos con pantallas protectoras iridiscentes,
retrocedían ante el empuje del huracán y luchaban con las manos levantadas por
extender la protección a los demás, pero el torbellino la hizo pedazos, pedazos que
volaron sobre la llanura como pompas gigantes de jabón y explotaron en el cielo
estrellado. Vi como Janus Poluéktovich, de espaldas al viento, apuntalado
firmemente con el bastón en el suelo desnudo, se levantaba el cuello del abrigo y
miraba el reloj. Una nube turgente de vapor de cuyo interior salía una luz roja
remolinaba en el lugar donde antes había estado el autoclave. El horizonte se
plegaba precipitadamente, cada vez más, y parecía que estábamos en el fondo de un
jarro gigantesco.
Y de repente, al lado del epicentro de aquel horror cósmico, apareció Román con su
abrigo verde hecho jirones desde los hombros. Hizo un movimiento amplio con los
brazos, echó al vapor rugiente algo grande y brillante como el cristal de una
botella y se tiró al suelo boca abajo tapándose la cabeza con las manos. El rostro
de un genio, deforme, desfigurado por la rabia y con ojos revueltos de cólera,
emergió de la nube. Abrió la bocaza en una carcajada muda y agitó las orejas
enormes y peludas. Se extendió un olor de chamusquina. En la ventisca se elevaron
las paredes fantasmagóricas de un palacio suntuoso, luego temblaron y se
derrumbaron; el genio se transformó en una lengua larguísima de fuego naranja y
desapareció en el cielo.
El silencio reinó unos segundos, y entonces el horizonte se asentó con un pesado
estrépito. Salí despedido hacia arriba, muy alto, y al volver en mí me descubrí
sentado con las manos apoyadas en el suelo, cerca del camión. La nieve había
desaparecido; el suelo estaba negro. En el lugar donde un minuto atrás estaba el
autoclave había un cráter de grandes dimensiones, del que ascendía un humillo
blanco y un olor de quemado.
Los espectadores empezaron a levantarse del suelo. Tenían la cara sucia y crispada.
Muchos no podían hablar, tosían, escupían y gemían suavemente. Al empezar a
limpiarse descubrieron que algunos no llevaban más que la ropa interior. Se oyó un
rumor y después gritos:
—¿Dónde están mis pantalones? ¿Por qué voy sin pantalones? ¡Antes los llevaba!
—¡Camaradas! ¿Alguien ha visto mi reloj?
—¡Y el mío!
—¡El mío también ha desaparecido!
—¡Mi diente de platino! Me lo puse el verano pasado…
—Oh, y a mí me ha desaparecido un anillito… ¡y la pulsera!
—¿Dónde está Sfugallo? ¿Qué es esta monstruosidad? ¿Qué significa todo esto?
—¡Que se vayan al cuerno, él, los relojes y los dientes! ¿Todo el mundo está bien?
¿Cuántos éramos?
—Pero ¿qué ha pasado en realidad? Una explosión… Un genio… ¿Y dónde está el gigante
del alma?
—¿Dónde está el consumidor?
—¿Y dónde está Sfugallo?
—¿Habéis visto el horizonte? ¿Sabéis a qué se parecía?
—A una convolución del espacio; conozco el tema…
—Tengo frío solo con la camiseta; dejadme algo más, por favor.
—P-pero ¿d-dónde está este S-sfugallo? ¿Dónde está ese c-cretino?
El suelo tembló y Sfugallo salió arrastrándose de la trinchera. No llevaba las
botas de fieltro.
—Lo aclararé para la prensa —dijo en un silbido.
Pero no le dejaron. Magnus Fiódorovich Rábanin, que había venido solo para saber
por fin qué era la verdadera felicidad, se le acercó corriendo con los puños muy
apretados y temblorosos.
—¡Esto es una tomadura de pelo! —vociferó—. ¡Responderá de esto! ¡Menuda farsa!
¿Dónde está mi gorro? ¿Dónde está mi abrigo? ¡Voy a quejarme de usted! ¡Dónde está
mi gorro, le digo!
—En plena conformidad con el programa… —farfulló Sfugallo, mirando a todas partes—,
nuestro querido gigante…
Fiódor Simeónovich se le acercó.
—Q-queridísimo, d-dejaquesut-talentosed-desperdicie. D-debería contribuir a r-
reforzar el D-Departamento de M-magia de Defensa. T-tiene que arrojar a sus p-
personas ideales a las b-bases enemigas. Para aterrorizar al a-agresor.
Sfugallo retrocedió, protegiéndose con las mangas del tabardo. Cristóbal Josévich
se le aproximó midiéndolo en silencio con la mirada, arrojó a sus pies los guantes
sucios y se alejó. Gian Giacomo, creándose a toda prisa un traje bien elegante,
gritó desde lejos:
—¡Esto es fenomenal, signori! Siempre había sentido por él cierta antipatía, pero
no podía imaginarme nada parecido…
Por fin, G. Perspicaz y B. Criadero comprendieron la situación. Hasta entonces
habían estado bebiendo cada palabra de los demás con una sonrisa de vacilación,
esperando entender algo. Pero en aquel momento vieron que las cosas estaban muy
lejos de ir en conformidad con el programa. G. Perspicaz se acercó a Sfugallo
pisando con fuerza y le tocó en el hombro.
—Camarada profesor —le dijo con voz férrea—, ¿dónde puedo recuperar mi equipo? Tres
cámaras fotográficas y una filmadora.
—Y mi anillo de boda —añadió B. Criadero.
—Pardon —dijo Sfugallo, todo digno—. On vous demandera quand on aura besoin de
vous.[*] Esperen a las explicaciones.
Los periodistas se apocaron. Sfugallo se dio la vuelta y fue hasta el cráter. Román
ya estaba allí.
—¡Aquí hay de todo! —dijo desde lejos.
El gigante del consumo no estaba en el cráter. En cambio, estaba todo lo demás y
más cosas. Allí estaban las cámaras de fotografiar y de filmar, carteras, abrigos,
anillos, collares, pantalones y el diente de platino. Allí estaban las botas de
Sfugallo y el gorro de Magnus Fiódorovich. Allí se encontraba mi silbato de platino
para llamar al comando de limpieza. Además, descubrimos dos automóviles Moskvich y
tres Volga, una caja fuerte de hierro con la insignia de la caja de ahorros local,
un gran trozo de carne asada, dos cajas de vodka, una caja de cerveza
Zhigulióvskoye y una cama de hierro con bolas de níquel.
Tras calzarse las botas, Sfugallo declaró con una sonrisa indulgente que ya podía
empezar el debate. «Pueden hacerme preguntas», dijo. Pero las preguntas no llegaron
a hacerse. Enfurecido, Magnus Fiódorovich había llamado a la policía. El joven
sargento Kovaliov llegó a toda prisa en el GAZ y se vio obligado a registrarnos a
todos como testigos. Caminó alrededor del cráter intentando descubrir huellas del
malhechor, y encontró una dentadura postiza enorme que le dio mucho que pensar. Los
periodistas, tras recuperar sus aparatos, ya veían las cosas de otra manera y
escuchaban con atención a Sfugallo, quien de nuevo pronunciaba un galimatías
demagógico sobre las ilimitadas y distintas necesidades. Era aburrido y yo estaba
helado.
—Vámonos a casa —dijo Román.
—Vamos —respondí—. ¿De dónde has sacado el genio?
—Lo pedí ayer al almacén. Para otra cosa totalmente distinta.
—¿Y qué ha pasado en realidad? ¿Se ha pegado otro atracón?
—No; sencillamente, que Sfugallo es imbécil —dijo Román.
—Qué novedad —repuse—. Pero ¿y el cataclismo?
—Ese era el problema —dijo Román—. Se lo dije mil veces: «Está usted programando un
superegocéntrico estándar. Acumulará todas las cosas materiales de valor que pueda,
y luego plegará el espacio, se envolverá en su capullo y parará el tiempo». Pero no
hay manera de convencerlo de que el verdadero gigante del alma, más que consumir,
piensa y siente.
Mientras volábamos al instituto, siguió:
—Eso no importa. Eso lo ve todo el mundo. Pero dime, ¿cómo sabía Janus-C que todo
saldría exactamente tal como ha salido y no de otra manera? Lo tenía todo previsto.
La destrucción y que yo me las ingeniaría para liquidar al gigante en el embrión…
—Es cierto —dije—. Incluso te lo agradeció. Por adelantado.
—Qué raro, ¿no? —dijo Román—. Tendremos que pensar en esto detenidamente.
Y nos pusimos a pensar en ello detenidamente, cosa que nos tuvo ocupados mucho
tiempo. No fue hasta la primavera y por casualidad que conseguimos entenderlo.
Pero esa es otra historia muy distinta.

TERCERA HISTORIA
TODO ES REVUELO
I.

Cuando Dios creó el tiempo —dicen los irlandeses—, creó el suficiente.

H. BÖLL
EL OCHENTA Y TRES POR CIENTO DE LOS DÍAS DEL AÑO empieza igual: suena el
despertador. Este sonido se mezcla con los últimos sueños, bien como el ruido
febril de una perforadora de papel, bien como la voz grave, atronadora e iracunda
de Fiódor Simeónovich, bien como el chirrido de las garras de un basilisco que
juega en el termostato.
Aquella mañana soñé con Modest Matvéyevich Comepiédrov. Se convertía en el jefe del
centro de cálculo y me enseñaba a manejar el Aldan. «Modest Matvéyevich —le decía—,
pero si todo lo que me dice es un delirio enfermizo…» Y él gritaba:
«¡Interrrrúmpaseme! ¡Solo dice burrrradas! ¡Un absurrrdo!». Entonces me di cuenta
de que no era Modest Matvéyevich, sino mi despertador Amistad de once piedras con
un dibujo de un elefantito con la trompa levantada. Yo balbucía: «Ya te oigo, ya te
oigo», mientras daba golpes con la palma de la mano en la mesita alrededor del
despertador.
La ventana estaba abierta de par en par; el cielo primaveral era de color azul
vivo, y noté el frescor cortante de la mañana. Las palomas caminaban por la
cornisa, picoteando. Alrededor del plafón de cristal del techo, tres moscas se
movían casi sin fuerza; debían de ser las primeras de aquel año. De vez en cuando
se lanzaban con furia repentina de un lado a otro, y entre sueños me vino a la
cabeza una idea genial: que seguramente trataban de salir del plano espacial en el
que estaban, y compadecí aquella tarea desesperada. Dos moscas se posaron en el
plafón, pero la tercera desapareció, y entonces me desperté definitivamente.
Lo primero que hice fue retirar la manta e intentar elevarme sobre la cama. Como
siempre, sin haber hecho la gimnasia, ducharme ni desayunar, aquello solo podía
conducir a que el momento de fuerza me hundiera en el sofá cama y los muelles
chirriaran lastimeramente. Después me acordé de la noche anterior, y me entristecí
porque durante todo aquel día no tendría trabajo. A las once de la noche del día
anterior, Cristóbal Josévich había entrado en la sala de electrónica y, como de
costumbre, se había conectado al Aldan para resolver con él un nuevo problema sobre
el sentido de la vida. Cinco minutos después, el Aldan se había incendiado. No sé
que pudo haberse prendido, pero tenía para largo, y por eso, en vez de trabajar,
tendría que vagabundear sin rumbo de departamento en departamento, quejándome de mi
mala suerte y contando chistes, igual que los parásitos de orejas peludas.
Fruncí el ceño, me senté en la cama y me llené el pecho de prana mezclado con el
aire frío de la mañana. Esperé un rato a que el prana se asimilara y, haciendo caso
de las recomendaciones, pensé en cosas luminosas y alegres. Después exhalé el aire
frío y me puse a hacer mis ejercicios de gimnasia matutina. Me contaron que la
vieja escuela prescribía la gimnasia de los yoguis, pero estos ejercicios, así como
los de los mayas (actualmente casi olvidados), ocupaban quince o veinte horas al
día, y con el nombramiento del nuevo presidente de la Academia de las Ciencias de
la URSS, la vieja escuela tuvo que ceder. La juventud del NICASO se cargaba
encantada las viejas tradiciones.
En el salto número ciento quince, mi compañero de habitación, Vitka Kornéyev,
irrumpió en el cuarto. Como todas las mañanas, estaba fresco, enérgico y hasta de
buen humor. Me azotó con una toalla mojada en la espalda desnuda y se puso a volar
por la habitación, moviendo los brazos y las piernas como si nadara a braza.
Mientras tanto, me contó su sueño y luego lo interpretó según Freud, según Merlín y
según la señorita Lenormand. Fui a lavarme, ordenamos el cuarto y nos fuimos al
comedor.
Nos sentamos en nuestra mesa favorita, debajo de un cartel grande y ya desteñido
que decía: «¡Con valentía, camaradas! ¡Chasquead las mandíbulas! G. Flaubert».
Destapamos una botella de kéfir y empezamos a comer mientras escuchábamos las
noticias locales y los cotilleos.
La noche anterior se había celebrado la asamblea tradicional de la primavera en el
monte Pelado. Los asistentes se habían comportado de manera increíblemente
escandalosa. Viy y Jomá Brut, abrazados, se habían ido a callejear por la ciudad
oscura, borrachos, molestando a los viandantes y diciendo palabrotas. Luego Viy se
había pisado el párpado izquierdo y se había puesto hecho una fiera. Jomá y él se
habían peleado, habían volcado un quiosco de periódicos y habían acabado en la
policía, donde los habían condenado a quince días de arresto por gamberrismo. Para
cortarle el pelo al rape a Jomá Brut hubo que cogerlo entre seis, mientras el calvo
Viy estaba sentado en un rincón riéndose con malicia. Lo que Jomá Brut había dicho
durante el corte de pelo hizo que el asunto se transfiriera al tribunal popular.
El gato Vasili se había cogido unas vacaciones de primavera: se casaba. Pronto en
Solovets aparecerían gatitos parlantes que heredarían su memoria empañada.
Louis Sillínov, del Departamento del Conocimiento Absoluto, había inventado una
máquina del tiempo y aquel día informaría de ello en el seminario.
Sfugallo había reaparecido en el instituto. Iba por todas partes jactándose de que
se le había ocurrido una idea titánica. El discurso de muchos monos, figúrense,
recuerda a uno humano grabado en una cinta magnetofónica y pasado del revés muy
deprisa. Asín pues, había grabado en la reserva natural de Sujum las conversaciones
de los babuinos y las había escuchado pasándolas del revés a velocidad baja. De
aquello había resultado algo fenomenal, pero no dijo qué exactamente.
En el centro de computación se había quemado el Aldan, pero Sashka Priválov no
tenía la culpa, sino Junta, a quien últimamente solo le interesaban aquellas
cuestiones que se había probado que no tenían solución.
El anciano brujo Perún Márkovich Nodecaigas-Tarugu, del Departamento del Ateísmo
Beligerante, se había cogido vacaciones con motivo de su próxima reencarnación.
En el Departamento de la Eterna Juventud, después de una larga y prolongada
enfermedad, había fallecido el modelo de persona inmortal.
La Academia de las Ciencias había concedido al instituto una suma ilimitada para la
adecuación del entorno. Con ese dinero, Modest Matvéyevich se disponía a construir
alrededor del instituto una valla de hierro fundido con representaciones alegóricas
y macetas en los postes, y en el patio trasero, entre la garita de los
transformadores y el depósito de gasolina, una fuente con un chorro de nueve metros
de altura. La oficina de deportes le había pedido dinero para construir una pista
de tenis, pero Modest se había negado, declarando que la fuente era imprescindible
para la meditación científica, y en cambio el tenis solo servía para dar patadas y
manotear.
Después de desayunar, cada uno se fue a su laboratorio. Yo también entré un momento
al mío y deambulé con pena alrededor del Aldan, que tenía las tripas abiertas, en
las que hurgaban los antipáticos ingenieros del Departamento de Servicio Técnico.
No quisieron hablar conmigo; lo único que hicieron fue recomendarme lúgubremente
que me largara y no me metiera en sus asuntos. Cabizbajo, me fui a ver a mis
colegas.
Vitka Kornéyev me echó porque no le dejaba concentrarse. Román estaba enseñando a
los de prácticas. Volodia Pochkin charlaba con un periodista. Al verme, se alegró
con malicia y gritó: «¡Ah, aquí está! Le presento al director del centro de
computación. Él le contará cómo». Pero, muy astutamente, me hice pasar por mi
propio doble, di un buen susto al periodista y me largué. En el departamento de
Edik Amperian me invitaron a pepinillos frescos, y se entabló una conversación
animada sobre las ventajas de la visión gastronómica de la vida, pero entonces
estalló un alambique y se olvidaron de mí al instante.
Totalmente desesperado, salí al pasillo y me encontré a Janus-C, que dijo: «Ah,
sí», se demoró un poco y me preguntó si no habíamos estado charlando el día
anterior. «No —le contesté—, por desgracia no estuvimos hablando.» Siguió su camino
y oí como al final del pasillo le hacía aquella insólita pregunta a Gian Giacomo.
Al final me dejé caer por la planta de los absolutos. El seminario estaba a punto
de empezar. Los trabajadores, bostezando y pasándose la mano por las orejas,
estaban arrellanados en la pequeña sala de conferencias. En el lugar del
presidente, el maestro académico y jefe del Departamento de Todas las Magias,
Blanca, Negra y Gris, el sapientísimo Maurice Johann Lavrenti Quiste-Sacro estaba
sentado con solemnidad y los dedos entrelazados, mirando con benevolencia al
ajetreado ponente, que con dos dobles mal hechos y de orejas peludas colocaba en el
expositor una máquina con sillín y pedales, parecida a una de esas para obesos que
hay en los gimnasios. Me senté en un rincón separado del resto, saqué mi bloc de
notas y la pluma y adopté una expresión de interés.
—Venga pues, señores —dijo el maestro académico—, ¿está preparado?
—Sí, Maurice Johannovich —respondió L. Sillínov—. Estoy listo, Maurice Johannovich.
—Entonces, ¿podemos empezar? Me parece que no veo a Podríayo…
—Está en comisión de servicio, Johann Lavréntievich —dijo alguien de la sala.
—Ah, sí, ya me acuerdo. ¿Investigaciones exponenciales? Ajá, ajá… Está bien. Hoy
Louis Ivánovich hará una breve ponencia acerca de algunos tipos posibles de
máquinas del tiempo… ¿Me equivoco, Louis Ivánovich?
—Eh… En realidad… En realidad, llamaría a mi ponencia de manera que…
—Ah, bueno. Adelante, titúlela usted.
—Gracias. Eh… Se llamaría así: «La viabilidad de una máquina del tiempo para el
traslado en los espacios temporales construidos artificialmente».
—Muy interesante —apuntó el maestro académico—. Sin embargo, me recuerda una
ocasión en que nuestro trabajador…
—Permítame, precisamente querría empezar por ahí.
—Ah, muy bien. Entonces, adelante, por favor.
Al principio escuchaba con bastante atención. Incluso me entusiasmé. Resultó que
algunos de aquellos chicos se dedicaban a cosas muy curiosas. Hasta aquel momento,
algunos se habían roto la cabeza con los problemas de la traslación en tiempo
físico, pero sin resultados. No obstante, alguien, no entendí el apellido, uno de
los viejos y famosos, había demostrado que podía efectuarse la traslación de un
cuerpo material a un mundo ideal, es decir, a un mundo creado por la imaginación
humana. De modo que, además de nuestro mundo ordinario con su métrica de Riemann,
el principio de indeterminación, el vacío físico y el borracho de Brut, existían
otros mundos con un alto grado de realidad: mundos creados por la fantasía a lo
largo de la historia de la humanidad. Por ejemplo, existen el mundo de las ideas
cosmológicas, el mundo creado por los pintores, e incluso el mundo semiabstracto
que varias generaciones de músicos han construido de manera imperceptible.
Hace unos años, un alumno del personaje famoso había construido una máquina con la
que había viajado por el mundo de las ideas cosmológicas. Durante algún tiempo se
había mantenido con él un contacto telepático unidireccional. Había logrado
comunicar que se encontraba en el límite de la Tierra plana, que veía abajo la
trompa retorcida de uno de los tres elefantes-atlantes y que se disponía a bajar
hasta la tortuga. Ya no se habían recibido más noticias de él.
Al parecer, el ponente, Louis Ivánovich Sillínov, no era mal científico ni maestro,
pero sufría mucho de reminiscencias paleolíticas en la conciencia y por eso se veía
obligado a afeitarse las orejas con regularidad. Había construido una máquina para
viajar por el tiempo descrito en los libros. Según sus palabras, existe realmente
un mundo en el que viven y actúan Anna Karénina, don Quijote, Sherlock Holmes,
Grigori Mélejov y hasta el capitán Nemo. Este mundo tiene sus propias
características y leyes, bastante curiosas, y la gente que lo puebla era más
brillante, real e individual cuanto más talento, pasión y sinceridad ponía el autor
en describirla en sus obras.
Todo aquello me interesó mucho, porque Sillínov, entusiasmado, hablaba de manera
viva y ilustrativa. Pero entonces cayó en la cuenta de que no estaba siendo
demasiado científico, y empezó a colgar esquemas y gráficos en el estrado y a
disertar con un lenguaje aburrido y horriblemente especializado sobre engranajes
cónicos decrecientes, transmisiones temporales polidireccionales y un manillar
penetrable. No tardé mucho en perder el hilo de la argumentación y me puse a
observar a los presentes.
El maestro académico dormía majestuosamente; de vez en cuando levantaba la ceja
derecha en un acto reflejo, como si las palabras del ponente le suscitaran alguna
duda. En las últimas filas jugaban, apostando fuerte, a la guerra funcional de
barcos en el espacio de Banach. Dos auxiliares externos de laboratorio apuntaban
con aplicación cada palabra; sus caras reflejaban profunda desesperación y una
sumisión total al destino. Alguien fumaba a hurtadillas, soltando el humo debajo de
la mesa, entre las piernas. Los maestros y los bachilleres de la primera fila
escuchaban con su habitual atención y preparaban preguntas y observaciones. Unos
sonreían sarcásticos; las caras de otros reflejaban perplejidad. El tutor de
Sillínov asentía aprobadoramente después de cada frase. Miré por la ventana, pero
allí no había más que el mismo cobertizo de siempre, y de vez en cuando pasaban
corriendo niños con cañas de pescar.
Me despabilé cuando el conferenciante anunció que había terminado la parte
introductoria y que le gustaría mostrar la máquina en acción.
—Interesante, interesante —dijo el recién despertado maestro académico—. Y bien…
¿viajará usted mismo?
—Mire —dijo Sillínov—, a mí me gustaría quedarme aquí para informar sobre el
desarrollo del viaje. Tal vez alguno de los presentes…
Los presentes se encogieron. Era evidente que no habían olvidado el destino
misterioso del viajero que había llegado hasta el límite de la Tierra plana. Un
maestro propuso enviar a un doble, pero Sillínov objetó que no sería interesante
porque los dobles son poco susceptibles a los estímulos externos y sería un mal
transmisor de información. Desde las últimas filas preguntaron de qué tipo podían
ser los estímulos externos. Sillínov respondió que los habituales: visuales,
olfativos, táctiles y acústicos. Entonces, desde el mismo sitio preguntaron qué
tipo de estímulos táctiles prevalecerían. Sillínov abrió los brazos y dijo que
dependía del comportamiento del viajero en el sitio donde estuviera. «Ajá…»,
dijeron en las últimas filas y ya no hicieron más preguntas. Sillínov miró a todos
lados, impotente. Todo el mundo se hacía el despistado. El maestro académico decía
en tono bondadoso: «Venga, ¿qué? ¿Qué ocurre? ¡Los jóvenes, venga! ¿Quién se
anima?». Entonces me levanté y me acerqué en silencio a la máquina. No puedo
soportar que un conferenciante sufra semejante agonía: es un espectáculo
vergonzoso, lastimero y doloroso.
—¿Adónde vas, Sashka? —me gritaron desde las últimas filas—. ¿Estás loco?
Los ojos de Sillínov brillaron.
—Permítame —dije.
—¡Por favor, por favor, adelante! —balbució Sillínov, cogiéndome de un dedo y
conduciéndome a la máquina.
—Un momentito —dije, soltándome con delicadeza—. ¿Será mucho rato?
—¡El rato que usted quiera! —exclamó Sillínov—. Haré lo que usted me diga…
¡Conducirá usted mismo! Todo es muy sencillo. —Volvió a cogerme y a llevarme hacia
la máquina—. Esto es el volante. Este es el pedal del embrague de la realidad. Este
es el freno. Y este, el acelerador. ¿Sabe conducir un coche? ¡Perfecto! Aquí está
el botón… Vaya adonde quiera. ¿Al pasado o al futuro?
—Al futuro.
—Ah —dijo, me pareció que decepcionado—. Al futuro descrito… Es decir, a una de
esas novelas fantásticas o utopías. También es interesante, por supuesto. Pero
tenga en cuenta que ese futuro probablemente será discreto y habrá saltos
temporales enormes que ningún autor habrá llenado. Pero da igual… Bien, apriete el
botón dos veces. Una vez ahora, con el estárter, y la segunda, cuando quiera
volver. ¿Entendido?
—Entendido —repuse—. ¿Y si se rompe algo?
—¡No hay absolutamente ningún peligro! —Manoteó—. Apenas algo se estropee, incluso
si entrase una mota de polvo en una conexión, volverá aquí inmediatamente.
—Atrévase, joven —dijo el maestro académico—. Cuéntenos qué hay allí, en el futuro,
ja, ja, ja…
Me encaramé al sillín procurando no mirar a nadie y sintiéndome muy estúpido.
—Apriete el botón, apriételo —susurró con pasión el ponente.
Lo apreté. Al parecer, era algo parecido a un estárter. La máquina arrancó, rugió y
se quedó vibrando regularmente.
—El eje está doblado —susurró enfadado Sillínov—. Pero no se preocupe, no pasa
nada… Conecte la velocidad. Así. Y ahora dele gas, dele gas…
Di gas a la vez que levantaba suavemente el embrague. El mundo se oscureció. Lo
último que oí en la sala fue la pregunta apacible del maestro académico: «¿Y cómo
vamos a observarle?». Y la sala desapareció.

II.

La única diferencia entre el tiempo y cualquiera de las tres dimensiones espaciales


es que nuestra conciencia se mueve a lo largo de él.

H. G. WELLS
AL PRINCIPIO, LA MÁQUINA SE MOVÍA A TROMPICONES y solo podía estar pendiente de no
caerme de la silla. Apretaba con fuerza el chasis con las piernas y me agarraba con
todas mis fuerzas al volante. Por el rabillo del ojo atisbaba espléndidas
construcciones quiméricas, llanuras de un verde turbio y un astro álgido en una
bruma gris cerca del cénit. Entonces entendí que el tembleque y los trompazos se
debían a que había levantado el pie del acelerador y la máquina no tenía suficiente
potencia para avanzar (igual que en un coche), y por eso se movía a sacudidas,
tropezando con ruinas antiguas y utopías medievales. Di un poco de gas y al
instante el movimiento se allanó, y pude por fin ponerme más cómodo y mirar a mi
alrededor.
Estaba en un mundo fantasmagórico. Unas construcciones enormes de mármol multicolor
adornadas con columnatas se elevaban entre diminutas casitas rurales. A su
alrededor, el trigo ondeaba en el aire quieto. Gruesos rebaños transparentes
pastaban en la hierba, y pastores guapos y canosos estaban sentados en las colinas.
Absolutamente todos leían libros y extraños manuscritos. Después aparecieron a mi
lado dos individuos transparentes, adoptaron una pose y se pusieron a hablar. Los
dos iban descalzos, llevaban una corona e iban envueltos con túnicas plisadas. Uno
llevaba una pala en la mano derecha, y con la izquierda apretaba un rollo de
pergamino. El otro se apoyaba en un zapapico y jugaba distraídamente con un tintero
enorme de cobre que le colgaba del cinturón. Hablaban respetándose el turno a
rajatabla, y al principio me pareció que se dirigían el uno al otro, pero enseguida
vi que me estaban hablando a mí, aunque ninguno me miraba. Presté atención. El de
la pala exponía larga y monótonamente las bases de la organización política de un
hermoso país del cual era ciudadano. Era una organización excepcionalmente
democrática; ni hablar de coaccionar a los ciudadanos (destacó esto varias veces
con un énfasis particular), todos eran ricos y no tenían preocupaciones, e incluso
el último agricultor no tenía menos de tres esclavos. Cuando calló para tomar
aliento y humedecerse los labios, el del tintero tomó la palabra. Presumía de que
acababa de trabajar sus tres horas como barquero en el río y no había cogido de
nadie ni un kopek, porque no sabía qué era el dinero, y en ese momento se dirigía
al amparo de una sombra a componer versos.
Hablaron mucho rato —a juzgar por el cuentakilómetros, durante unos cuantos años— y
de repente desaparecieron. No quedó nada. Un sol inmóvil brillaba a través de los
edificios quiméricos. De improviso, unos pesados aparatos voladores de alas
membranosas como las del los pterodáctilos navegaban despacio a poca altura del
suelo. En principio me pareció que estaban ardiendo, pero luego advertí que el humo
les salía por unos grandes tubos cónicos. Me sobrevolaron aleteando pesadamente.
Empezó a caer ceniza y me tiraron un leño nudoso.
Los edificios suntuosos de mi alrededor empezaron a sufrir cambios. Sus columnatas
eran igual de grandes y la arquitectura seguía siendo lujosa y disparatada, pero
aparecieron nuevos colores, y me pareció que el mármol se transformaba en un
material más moderno. En lugar de estatuas y bustos ciegos, los tejados se poblaron
con unas construcciones centelleantes parecidas a antenas de radiotelescopio. Las
calles se llenaron de gente y de una gran cantidad de coches. Los rebaños y los
pastores que leían desaparecieron, pero el trigo siguió ondeando, aunque no había
viento, igual que antes. Apreté el freno y me detuve.
Miré a mi alrededor y entendí que me había parado en la cinta de una acera móvil.
La gente hormigueaba a mi alrededor; qué gente tan distinta. La verdad es que la
mayoría era un poco irreal, mucho menos real que las máquinas fuertes, complejas y
casi silenciosas que allí había, de modo que cuando una máquina se topaba por
casualidad con una persona, no se producía el choque. La máquinas me interesaban
poco, seguramente porque en su coraza frontal iba sentado su inventor,
semitransparente de tan inspirado, que explicaba prolijamente la construcción y el
objetivo de su obra. Nadie escuchaba a aquellos inventores, y ellos no parecían
dirigirse a nadie en particular.
Observar a la gente era más interesante. Vi unos chicos robustos con traje de faena
que caminaban abrazados, maldiciendo y vociferando canciones de melodía y letra
malísimas. Continuamente pasaba gente vestida solo en parte: por ejemplo, con un
sombrero verde y una chaqueta roja encima del cuerpo desnudo (y nada más), o con
unas botas amarillas y una corbata estampada (ni pantalones, ni camisa, ni ropa
interior), o con zapatitos finos en los pies desnudos. Las personas se trataban
entre sí con normalidad, pero yo estuve desconcertado hasta que me acordé de que
algunos autores tienen la costumbre de escribir algo así como: «La puerta se abrió,
y en el umbral apareció un tipo esbelto y musculoso con una gorra de felpa y gafas
oscuras». Es verdad que también había gente vestida normal, aunque con trajes de
corte extraño. De vez en cuando se abría paso a codazos algún hombre moreno y
barbudo con clámide blanco inmaculado, que llevaba en una mano un ketmén[*] o un
yugo y en la otra un caballete o un plumier. Los del clámide tenían aspecto
perplejo, se apartaban de las máquinas de muchas piernas y miraban a su alrededor,
acorralados.
Sin tener en cuenta el barboteo de los inventores, había bastante silencio. La
mayoría de gente estaba callada. En una esquina, dos jóvenes se entretenían con una
artilugio mecánico. Uno dijo con seguridad: «La mente del constructor no puede
estancarse. Es una ley del progreso social. Lo inventaremos. Lo inventaremos aunque
no les guste a burócratas como Funcionáriov y a conservadores como Cerrílov». El
otro joven iba a la suya: «He descubierto cómo acoplar neumáticos indesgastables de
fibra poliestructural con enlaces degenerados amínicos y grupos incompletos
oxigenados. Pero aún no sé cómo emplear el reactor regenerante ante los neutrones
subtérmicos. ¡Misha, Mishok! ¿Qué hay que hacer con el reactor?». Después de echar
un vistazo al aparato vi que era una bicicleta.
La acera me llevó a una plaza gigantesca abarrotada donde habían colocado unas
cosmonaves muy diferentes entre sí. Bajé de la acera y arrastré mi máquina. Al
principio no entendía qué pasaba. Tocaban música y pronunciaban discursos. Aquí y
allá, jóvenes sonrosados de pelo rizado recitaban versos con sentimiento desde
sitios elevados, sujetándose mechones indómitos de pelo que les caían
constantemente sobre la frente. O los versos eran conocidos, o eran muy malos; el
caso era que provocaban abundantes lágrimas en los numerosos oyentes, ya masculinas
y avaras, ya femeninas y amargas, ya infantiles y brillantes. Hombres duros se
abrazaban con fuerza entre sí y se palmeaban la espalda, apretando los dientes.
Como muchos iban desnudos, las palmadas parecían aplausos. Dos tenientes apuestos
de ojos cansados pero bondadosos pasaron junto a mí empujando a un lechuguino,
doblándole el brazo a la espalda. El hombre se retorcía y gritaba chapurreando en
inglés. Parecía acusar a todo el mundo y contaba que alguien le había pagado para
que pusiera una mina en una nave espacial. Algunos niños que llevaban libros de
Shakespeare se acercaron cautelosamente a las toberas de una astronave cercana,
mirando a todas partes con aire picaro. La multitud no se dio cuenta.
Enseguida entendí que una mitad de la gente se estaba despidiendo de la otra mitad.
Era algo parecido a una movilización total. Por los discursos y las conversaciones
me quedó claro que los hombres partían hacia el cosmos. Unos iban a Venus, otros a
Marte, y otros, con cara ya completamente enajenada, se preparaban para ir a otras
estrellas e incluso al centro de la galaxia. Las mujeres se quedaban a esperarlos.
Muchas hacían cola en un edificio colosal y monstruoso, al cual unos llamaban
Panteón, y otros, Refrigerador. Pensé que había llegado en el momento oportuno. Si
hubiera tardado una hora más, en la ciudad solo habrían quedado las mujeres,
congeladas por mil años.
Un muro alto y gris que separaba la plaza del oeste atrajo mi atención. Detrás de
él se alzaban torbellinos de humo negro.
—¿Qué es eso? —pregunté a una mujer guapa con una pañoleta que caminaba triste
hacia el Panteón-Refrigerador.
—El Muro de Hierro —me respondió sin detenerse.
A medida que pasaba el rato me aburría más y más. Todos lloraban, y los oradores ya
estaban roncos. A mi lado un joven con mono azul de trabajo se despedía de una
chica con un vestido rosa. «Me gustaría ser polvo estelar —decía ella monótonamente
—, una nube cósmica que abrazara tu nave…» El joven la escuchaba con atención.
Luego retumbó una banda de música por encima de la multitud. Yo estaba a punto de
perder los nervios, así que me monté en la máquina y di gas. Aún tuve tiempo de ver
como despegaban con un rugido las naves espaciales, las planetarias, las
astronaves, las naves de ion y las de fotones, y después todo, menos el muro gris,
se cubrió de una niebla fosforescente.
Dos mil años después empezaron los saltos temporales. Volaba por tramos de tiempo
sin materia. Eran sitios oscuros, y solo en contadas ocasiones se oía una explosión
y resplandecía un incendio detrás del muro gris. A veces, la ciudad volvía a
rodearme, y cada vez los edificios eran más altos, las cúpulas redondas eran más
transparentes y había menos naves espaciales en la plaza. No dejaba de verse humo
al otro lado del muro.
Me detuve de nuevo, cuando desapareció la última nave de la plaza. Las aceras se
movían. No había muchachos alborotadores con monos de trabajo. Nadie blasfemaba.
Algunas personas descoloridas paseaban inseguras por la calle de dos en dos o de
tres en tres, vestidas de forma extraña o pobre. Por lo que pude entender, todos
hablaban de ciencia. Estaban a punto de resucitar a alguien, y un profesor de
medicina, un intelectual atlético con una pinta muy rara, pues solo llevaba un
chaleco, explicaba el procedimiento de resurrección a un biofísico alto y
desgarbado. A todos con los que se encontraba, el médico presentaba al biofísico
como el autor, promotor y ejecutor principal de aquella empresa. En algún sitio se
disponían a practicar un agujero a través de la Tierra. El proyecto se discutía a
pie de calle ante una gran aglomeración, y dibujaban esquemas en las paredes y en
las aceras con tiza. Me puse a escuchar, pero resultó tan aburrido, además de
espolvoreado con ataques contra un conservador a quien no conocía, que me cargué la
máquina al hombro y me fui. No me sorprendió que la discusión del proyecto se
interrumpiera y todos se fueran a hacer sus cosas. Pero apenas me detuve, un
ciudadano de profesión indeterminada empezó a soltar una perorata. Sin ton ni son,
desvió el tema del discurso a la música. De inmediato empezaron a acudir oyentes.
Se lo comían con los ojos y le hacían preguntas que reflejaban una profunda
ignorancia. Entonces, con un grito, un hombre echó a correr por la calle. Lo
perseguía una máquina con forma de araña. A juzgar por los gritos, la cosa era «un
robot cibernético autoprogramado de retrocomunicación con cuatores trigénicos que
se han estropeado y… ¡Ay, ay, me desmembrará!». Qué raro, nadie siquiera pestañeó.
Por lo visto, nadie creía en la rebelión de las máquinas.
Por una calle aparecieron dos máquinas metálicas con forma de araña, no tan altas y
con un aspecto menos fiero. Antes de que pudiera darme cuenta, una me limpió
rápidamente las botas y la otra me lavó y planchó el pañuelo. Una cisterna grande y
blanca con orugas y muchísimas lucecitas se me acercó y me roció con perfume.
Estaba a punto de marcharme, pero entonces se oyó un estrépito ensordecedor, y un
enorme cohete oxidado cayó en la plaza. La multitud se puso a hablar:
—¡Es la Estrella de los Sueños!
—¡Sí!
—¡Claro que lo es! ¡Despegó hace doscientos dieciocho años, y todos se habían
olvidado ya de ella, pero gracias a la compresión einsteniana del tiempo, que se
produce con el movimiento a velocidad sublumínica, la tripulación solo ha
envejecido dos años!
—¿Gracias a quién? Ah, a Einstein… Sí, sí, ya me acuerdo. Lo dimos en la escuela,
en segundo.
Un hombre con un solo ojo, sin brazo izquierdo y sin pierna derecha salió
renqueando del cohete oxidado.
—¿Esto es la Tierra? —preguntó en tono irritado.
—¡Es la Tierra! ¡La Tierra! —le respondieron desde la multitud. En sus caras empezó
a brotar una sonrisa.
—Gracias a Dios —dijo el hombre, y todos se miraron entre sí. No le entendían o
fingían no entenderle.
El mutilado viajero espacial adoptó una pose y estalló en un discurso en el que
llamaba a la humanidad entera, sin excepciones, a volar al planeta Quieras-o-no del
sistema estelar Eoella, en la Pequeña Nube de Magallanes, para liberar a sus
hermanos de raciocinio, que plañían (así lo dijo: plañían) bajo el yugo de un feroz
dictador cibernético. Un rugido de toberas ahogó sus palabras. Otros dos cohetes
igualmente oxidados cayeron en la plaza. Unas mujeres cubiertas de escarcha
salieron corriendo del Panteón-Refrigerador. Empezaron las aglomeraciones.
Comprendí que estaba en la época del regreso, y me apresuré a apretar el pedal.
La ciudad desapareció y no apareció en un buen rato. Detrás del muro ardían los
incendios y relumbraban los relámpagos con monotonía deprimente. El espectáculo era
muy extraño: un vacío total solo roto por el muro al oeste. Pero por fin se iluminó
vivamente y me detuve.
A mi alrededor se extendía un país despoblado y florido. El trigo ondeaba. Gruesos
rebaños deambulaban de aquí para allá, pero no se veían pastores ilustrados. Las
familiares cúpulas transparentes, viaductos y bajadas en espiral brillaban en el
horizonte con reflejos plateados. El muro se alzaba al oeste, como antes.
Alguien me tocó detrás de la rodilla, y me sobresalté. A mi lado había un niño
pequeño de ojos ardientes y profundamente hundidos.
—¿Qué pasa, chiquitín? —le pregunté.
—¿Se te ha roto tu aparato? —inquirió con una voz melodiosa.
—A los adultos hay que tratarlos de usted —dije con tono instructivo.
Primero se sorprendió y luego se le iluminó la cara.
—Ah, sí, ya me acuerdo. Si no me falla la memoria, era una costumbre de la época de
la Cortesía Forzada. Si el tuteo discrepa con tu ritmo emocional, estoy dispuesto a
adecuarme a otro trato más rítmico.
No supe qué contestar, y entonces se puso en cuclillas delante de mi máquina, la
tocó en varios sitios y profirió algunas palabras que no entendí en absoluto. Era
un mozalbete estupendo, muy limpio, sano y bien cuidado, pero me parecía demasiado
serio para su edad.
Desde el otro lado del muro llegó un crujido atronador, y los dos nos giramos. Vi
como una pata horrible, cubierta de escamas y de ocho dedos, se agarraba a la cima
del muro e intentaba subir, pero abrió los dedos y desapareció.
—Oye, chiquitín —le dije—, ¿qué hay al otro lado del muro?
Me miró muy serio y tímido.
—Se llama el Muro de Hierro —respondió—. Por desgracia, ignoro la etimología de
ambas palabras, pero sé que separa dos mundos: el de la Imaginación Humana y el del
Miedo ante el Futuro. —Calló y añadió—: La etimología de la palabra «miedo» también
la desconozco.
—Qué curioso —dije—. ¿Y se puede mirar? ¿Qué es ese Mundo del Miedo?
—Claro que se puede. Allí hay una aspillera de comunicación. Satisfaz tu
curiosidad.
La aspillera de comunicación era un arco bajito, cerrado por una portezuela
blindada. Me acerqué y cogí el picaporte con vacilación.
—No puedo no prevenirte —me dijo el niño, detrás de mí—. Si te ocurre algo allí,
tendrás que comparecer ante el Consejo Unido de los Ciento Cuarenta Mundos.
Entreabrí la puerta. ¡Traj! ¡Bam! ¡Oy! ¡Ay, ay, ay! ¡Du, du, du, du, du! Mis cinco
sentidos sufrieron un ataque al mismo tiempo. Vi a una bonita rubia con un tatuaje
indecoroso entre los omoplatos, desnuda y de piernas largas, que disparaba con dos
pistolas automáticas a un moreno feo, del cual volaban gotas rojas a cada impacto.
Oí una explosión y el grito desgarrador de un monstruo. Me llegó un hedor
indescriptible de carne no albuminosa podrida y chamuscada. El viento candente de
una explosión nuclear me quemó la cara, y sentí en la lengua el sabor asqueroso del
protoplasma disperso en el aire. Salté atrás y cerré la puerta de un portazo; por
poco no me pillé la cabeza. El aire se me hizo dulce, y el mundo, hermoso. El niño
había desaparecido. Tardé un tiempo en recobrarme, y luego de repente me asusté por
si aquel granuja había ido con el cuento al Consejo Unido ese. Corrí a mi máquina.
El crepúsculo del tiempo sin espacio volvía a cernerse sobre mí. Pero yo no
apartaba los ojos del Muro de Hierro: me moría de curiosidad. Para no perder
tiempo, salté un millón de años hacia delante. Por encima del muro crecía maleza de
hongos atómicos, y me alegré cuando en mi lado volvió a aparecer la luz. Frené y me
puse a gemir de desilusión.
El Panteón-Refrigerador se erguía cerca de allí. Una nave espacial oxidada en forma
de bola cayó del cielo. No había nadie a mi alrededor; el trigo ondeaba. La bola
aterrizó. De ella salió aquel piloto vestido de azul claro, y en el umbral del
Panteón apareció la chica de rosa, toda cubierta de llagas rojas de decúbito. Se
lanzaron el uno contra el otro y se cogieron de la mano. Desvié la mirada porque me
sentía incómodo. A lo lejos, casi sin turbarse, un vejete impasible pescaba
pececillos dorados de un acuario. El piloto azul y la chica rosa se enfrascaron en
una conversación.
Para estirar las piernas, bajé de la máquina y solo entonces me di cuenta de que el
cielo del otro lado del muro estaba insólitamente limpio. No se oían explosiones ni
disparos. Me envalentoné y me dirigí al aspillero de comunicación.
Al otro lado se extendía un campo completamente llano, atravesado hasta el
horizonte por una zanja profunda. A su izquierda no se veía ni un alma, y el campo
estaba cubierto de cúpulas chatas metálicas que parecían tapas de alcantarilla. A
la derecha de la zanja, en el horizonte, cabalgaban unos jinetes. Luego vi a un
hombre rechoncho de tez oscura con una armadura metálica sentado en el borde de la
zanja con los pies colgando. Una correa de la que colgaba una especie de
ametralladora con un cañón muy grueso le atravesaba el pecho. Masticaba despacio y
escupía constantemente, y me miró sin particular interés. Apoyado en la puerta, yo
también lo miré sin decidirme a hablar con él. Tenía una pinta muy rara. Un poco
insólita. Salvaje. Quién sabía qué clase de hombre era.
Después de mirarme durante un buen rato, se sacó de debajo de la armadura una
botella plana, arrancó el tapón con los dientes, echó un trago, volvió a escupir en
la zanja y dijo con una voz ronca:
—Hello! You from that side?[*]
—Sí —respondí—. Digo, yes.[†]
—And how’s it going out there?[‡]
—So-so —dije, entornando la puerta—. And how’s it going here?[§]
—It’s ok[¶] —repuso, flemático, y calló.
Al cabo de un rato le pregunté qué hacía ahí. Al principio contestó de mala gana,
pero luego se soltó. Resultaba que, a la izquierda de la zanja, la humanidad vivía
bajo el yugo de unos crueles robots. Se habían vuelto más inteligentes que las
personas, habían usurpado el poder, disfrutaban de todos los bienes, metían a la
gente bajo tierra y la ponían a trabajar en cintas transportadoras. A la derecha de
la zanja, en el territorio que él vigilaba, unos extraterrestres vecinos habían
esclavizado a la gente. También habían usurpado el poder, habían establecido un
sistema feudal y gozaban cuanto podían del derecho de pernada. Aquellos forasteros
vivían como reyes, y los que disfrutaban de su benevolencia también recibían parte
del pastel. Pero a treinta kilómetros de ahí siguiendo la zanja había una región
donde los habían esclavizado los extraterrestres de Altair, unos virus racionales
que aparecían en el cuerpo de la gente y la obligaban a hacer lo que ellos querían.
Más al oeste estaba la gran colonia de la Federación Galáctica. Allí la gente
también estaba esclavizada, pero no vivía tan mal, porque su excelencia el virrey
la cebaba y reclutaba de entre ellos la guardia personal de Su Majestad el
Emperador Galáctico Au 3562. Había aún otras regiones esclavizadas por parásitos
racionales, plantas racionales y minerales racionales, y también por comunistas. Y
por fin, detrás de las montañas había regiones esclavizadas por no se sabía quién,
pero se contaban un montón de cuentos que una persona seria no podía creer…
Nuestra conversación se interrumpió. Unos aparatos con forma de platillo pasaron
volando bajo sobre la llanura y tiraron unas bombas que giraban y daban volteretas.
«Ya empezamos otra vez», dijo el hombre. Se tumbó con los pies en dirección a las
explosiones, levantó la ametralladora y abrió fuego hacia los jinetes que
cabalgaban en el horizonte. Salí de allí, cerré la puerta y estuve un tiempo
apoyado en ella escuchando como aullaban, zumbaban y retumbaban las bombas. El
piloto de azul y la chica de rosa estaban en los escalones del Panteón y no había
manera de que terminasen de hablar, y el vejete indiferente, que ya había pescado
todos los peces, los miraba y se enjugaba los ojos con un pañuelo. Volví a mirar
con cautela por la puerta. Sobre la llanura se estaban hinchando lentamente unas
bolas de fuego. Una tras otra, las cubiertas metálicas se abrieron rápidamente y de
ellas salió gente pálida y harapienta de rostro barbudo y cruel con barras de
hierro en ristre. Los jinetes acorazados, armados con espadas largas, llegaron al
galope y cosieron a espadazos a mi interlocutor, que gritaba y se defendía con la
ametralladora. A lo largo de la zanja, justo delante de mí, se arrastraba un tanque
enorme de tres orugas, disparando desde los cañones y las ametralladoras. Los
aparatos de forma de platillo reaparecieron a través de las nubes radiactivas…
Cerré la puerta y eché bien el cerrojo.
Volví a mi máquina y me senté en el sillín. Tenía aún ganas de volar un millón de
años adelante y ver la Tierra en sus últimos días descrita por Wells. Pero por
primera vez, algo falló en la máquina: el embrague no funcionaba. Apreté una vez,
luego dos, y pisé el pedal con todas mis fuerzas; algo crujió, tintineó, el trigo
ondeante se erizó, y tuve la sensación de despertar. Estaba sentado en el expositor
de la pequeña sala de conferencias del instituto, y todos me miraban con
veneración.
—¿Qué le pasa al embrague? —pregunté, buscando la máquina con la mirada. No estaba.
Había vuelto solo.
—¡Da igual! —exclamó Louis Sillínov—. ¡Muchísimas gracias! Me ha sacado usted de un
buen apuro… Ha sido interesante, ¿verdad, camaradas?
El auditorio se puso a gritar dando a entender que sí, que había sido interesante.
—Pero yo he leído todo eso en alguna parte —dijo vacilante un maestro de la primera
fila.
—¡Pues claro! ¡Cómo no! —exclamó L. Sillínov—. ¡Porque él ha estado en el futuro
descrito!
—Pues vaya una aventura —dijeron en las filas de atrás los jugadores de guerra
funcional de barcos—. Todo el rato diálogos y diálogos…
—Eso no es culpa mía —dijo Sillínov con aplomo.
—Sí, anda, diálogos… —dije yo, bajando del expositor. Me acordé de cómo habían
rajado a mi interlocutor de piel oscura y me sentí mal.
—No, claro que no —dijo un bachiller—. Uno puede aterrizar en sitios curiosos. Cómo
era aquella máquina… ¿se acuerdan? La de los cuatores trigénicos. Ya saben, esa sí
que…
—Venga pues, señores —dijo Quiste-Sacro—. Por lo visto, ya tenemos un motivo de
debate. Pero tal vez… ¿Alguien tiene alguna pregunta para el ponente?
El bachiller meticuloso planteó lentamente una pregunta sobre la transmisión
temporal polidireccional (es que le interesaba el coeficiente de dilatación del
volumen), y yo me escabullí disimuladamente.
Tenía una sensación extraña. A mi alrededor, todo parecía tan material, tan sólido,
tan real… La gente pasaba, y yo oía como crujían sus zapatos y notaba la brisa de
sus movimientos. Hablaban muy poco, todos trabajaban y pensaban, nadie decía
tonterías, ni recitaba versos, ni soltaba discursos encendidos. Todos sabían que
los laboratorios eran una cosa; los tribunales del sindicato, otra, y un mitin
festivo, una tercera. Y cuando me crucé con Sfugallo, que se acercaba taconeando
con sus botas forradas de piel, incluso sentí una especie de simpatía por él,
porque tenía las acostumbradas migas de las gachas en la barba, porque se escarbaba
entre los dientes con un clavo largo y fino y porque no me saludó. Estaba vivo y
gordo, era un zafio de solemnidad, no agitaba las manos y no adoptaba poses
académicas.
Pasé un momento por el laboratorio de Román porque tenía muchas ganas de contarle a
alguien mi aventura. Estaba de pie delante de la mesa del laboratorio, agarrándose
en mentón, y miraba un pequeño papagayo verde que estaba en una placa de Petri. El
papagayo estaba muerto y tenía los ojos cubiertos con una membrana blancuzca.
—¿Qué le pasa? —pregunté.
—No lo sé —dijo Román—. Se ha muerto, como ves.
—¿De dónde ha salido?
—Eso digo yo —repuso Román.
—¿Puede ser artificial?
—Qué va, es un papagayo normal y corriente.
—Probablemente, Vitka se ha vuelto a sentar encima de la umclaidet.
Nos inclinamos sobre el papagayo y lo observamos atentamente. En la patita negra y
encogida llevaba un anillito.
—Fotón —leyó Román—. Y hay una cifra… Diecinueve, cero, cinco, setenta y tres.
—Ah, sí —dijo una voz conocida a nuestras espaldas.
Nos giramos y nos incorporamos.
—Buenos días —dijo Janus-C, acercándose a la mesa. Había salido de su laboratorio,
al fondo de la sala, y tenía un aspecto cansado y muy triste.
—Buenos días, Janus Poluéktovich —dijimos a coro con el máximo respeto.
Janus miró al papagayo y volvió a decir: «Ah, sí». Cogió al pajarito en las manos
con mucho cuidado y dulzura y le pasó la mano por la cresta de un vivo color rojo.
—¿Qué te ha pasado, Fotoncito? —dijo suavemente.
Quiso decir algo más, pero nos miró y calló. Nos quedamos a su lado y miramos como
fue caminando despacio como un viejo hasta el otro extremo del laboratorio, abrió
la portezuela del horno eléctrico y echó el pequeño cadáver dentro.
—Román Petróvich —dijo—. Sea tan amable de encender el interruptor, por favor.
Román obedeció. Parecía haberle venido una idea a la cabeza. Janus-C, con la cabeza
agachada, estuvo un rato rascando con afán las cenizas calientes del horno, después
abrió una ventana y la arrojó al viento. Miró unos momentos por la ventana, luego
dijo a Román que lo esperaba en su despacho al cabo de media hora y se marchó.
—Qué extraño —dijo Román, siguiéndolo con la mirada.
—¿Qué es extraño? —le pregunté.
—Todo —respondió.
A mí también me parecía muy extraña la aparición de aquel papagayo verde muerto
que, por lo visto, tan bien conocía Janus Poluéktovich, así como el ceremonial de
la incineración y la dispersión de las cenizas en el viento. Pero ya no podía
aguantar más y me puse a contar a Román mi viaje al futuro descrito. Este me
escuchaba sin ninguna atención, me miraba sin verme y asentía a deshora. Pero de
repente dijo: «Sigue, sigue, te escucho», se agachó debajo de la mesa, sacó a
rastras la papelera y se puso a rebuscar entre los papeles arrugados y las tiras de
cinta magnetofónica.
—¿Y ese Sillínov no ha probado a viajar al presente descrito? —me preguntó cuando
terminé mi relato—. Creo que sería mucho más divertido…
Mientras yo reflexionaba sobre aquella idea y admiraba la agudeza mental de Román,
este volcó la papelera y esparció el contenido en el suelo.
—¿Qué haces? —le pregunté—. ¿Has perdido tu tesis?
—Sabes, Sashka —me dijo, mirándome con los ojos ofuscados—, es increíble. Ayer
limpié el horno y encontré una pluma verde. La tiré a la papelera, y ya no está.
—¿De quién era la pluma?
—Ya sabes que en nuestras latitudes es muy raro que aparezcan plumas de pájaros
verdes. Y el papagayo que acabamos de quemar era verde.
—Qué tontería —dije yo—. Tú encontraste la pluma ayer.
—Esa es la cuestión —dijo Román, volviendo a meter la basura en la papelera.

III.

La poesía no es natural; ningún hombre ha hablado nunca en verso, excepto los


monaguillos el día del aguinaldo, Warren con su betún, Rowland con su pomada o
algunas personas simples. Nunca caigas en la poesía, mi niño.

C. DICKENS
ESTUVIERON ARREGLANDO EL ALDAN TODA LA NOCHE. Cuando a la mañana siguiente aparecí
en la sala de electrónica, los ingenieros soñolientos y enfadados estaban sentados
en el suelo poniendo verde a Cristóbal Josévich. Decían que era un salvaje, un
bárbaro y un huno que había puesto sus manazas en la cibernética. Estaban tan
desesperados que hasta escucharon mis consejos y trataron de ponerlos en práctica.
Pero después llegó su jefe, Savaoth Baálovich Odín, que me apartó de inmediato de
la máquina. Me retiré a un ladito, me senté a mi mesa y observé como Savaoth
Baálovich examinaba detenidamente el problema.
Savaoth Baálovich era muy viejo, pero estaba fuerte, fibrado y moreno. Le brillaba
la calva, llevaba las mejillas bien afeitadas y vestía un traje de tusor blanco e
inmaculado. Todo el mundo lo trataba con mucho respeto. Yo mismo había visto una
vez como recriminaba a media voz a Modest Matvéyevich por algo, y el terrible
Modest se había inclinado adulador y le había dicho: «Como usted diga… Ha sido
culpa mía. No se repetirá…». Savaoth Baálovich desprendía una energía monstruosa.
Se había observado que, en su presencia, los relojes iban más deprisa y las
trayectorias de las partículas elementales, curvadas por el campo magnético, se
enderezaban. Y eso que no era mago. En todo caso, no ejercía de mago. No atravesaba
paredes, nunca transgredía a nadie y no se creaba dobles, aunque trabajaba
muchísimo. Era el jefe del Servicio Técnico, conocía a fondo todo el material del
instituto y figuraba como consultor de la fábrica de técnicas mágicas de la ciudad
de Kítezh. Además, se dedicaba a los asuntos más imprevistos y alejados de su
profesión.
Me enteré de la historia de Savaoth Baálovich relativamente tarde. En tiempos
inmemoriales, S. B. Odín había sido el mago dominante en el globo terráqueo.
Cristóbal Junta y Gian Giacomo fueron discípulos de sus discípulos. Con su nombre
conjuraban los demonios y metían a los genios en los recipientes y los sellaban. El
rey Salomón le escribía cartas exaltadas y levantaba templos en su honor. Parecía
todopoderoso. Y entonces, en algún momento de mitades del siglo XVI, realmente se
había vuelto todopoderoso. Había conseguido la solución numérica de la ecuación
integral y diferencial de la Altísima Perfección, postulada por un titán antes de
la época glaciar, y así había adquirido la capacidad de hacer cualquier milagro.
Todos los magos tenían sus límites. Algunos eran incapaces de eliminar los pelos de
las orejas. Otros dominaban la ley general de Lomonósov-Lavoisier, pero eran
impotentes ante el segundo principio de la termodinámica. Unos terceros, muy pocos,
podían parar el tiempo, pero solo en el espacio de Riemann y no durante mucho rato.
Savaoth Baálovich se había convertido en todopoderoso. Lo podía todo. Y no podía
nada. Porque la condición de la ecuación de la Perfección le establecía como límite
que los milagros no causaran daño a nadie. A ningún ser racional. Ni en la Tierra,
ni en ningún sitio del universo. Y nadie, ni el propio Savaoth Baálovich, podía
imaginar un milagro que cumpliera aquella condición. S. B. Odín abandonó la magia
para siempre y se convirtió en el jefe del Servicio Técnico de NICASO.
Después de que él llegara, el trabajo de los ingenieros mejoró. Sus movimientos se
volvieron inteligentes y cesaron los chistes rabiosos. Cogí la carpeta con los
encargos de la jornada y me dispuse a trabajar, pero entonces entró Stéllochka, la
encantadora brujita de nariz respingona y ojos grises, estudiante de Sfugallo, que
venía a buscarme para hacer el periódico mural del día. Stella y yo formábamos
parte del consejo de redacción. Escribíamos epigramas, fábulas y pies de
ilustraciones. Aparte, yo dibujaba muy bien un buzón para las noticias y cartas con
alitas que llegaban volando desde todas partes. Pero en realidad el artista del
periódico era mi tocayo Alexandr Ivánovich Zorzal, operador de cine, que no se
sabía cómo había entrado a trabajar en el instituto. Era el especialista en
titulares. El redactor en jefe era Román Oira-Oira, y su ayudante, Volodia Pochkin.
—Sasha —dijo Stéllochka, mirándome con sus ojos grises y honrados—. Vamos.
—¿Adónde? —pregunté. Ya lo sabía.
—A hacer el periódico.
—¿Por qué?
—Román insiste mucho, porque Cerbero se ha puesto como una furia. Dice que quedan
dos días y no hay nada hecho.
Cerbero Pérrovich Diomin, el camarada jefe de personal, era el encargado del
periódico, nuestro supervisor y censor.
—Oye —dije—, lo hacemos mañana, ¿vale?
—Mañana no puedo —dijo Stéllochka—. Mañana me voy a Sujum a grabar a los babuinos.
Sfugallo dice que hay que grabar al cabecilla porque es el más importante… Pero él
tiene miedo de acercarse a él porque le tiene celos. Vamos, Sasha, ¿eh?
Suspiré, cerré la carpeta y seguí a Stéllochka, porque yo solo no podía componer
versos. Necesitaba a Stéllochka. A ella siempre le salía la primera línea y daba la
idea principal, que es lo más importante, creo yo, en poesía.
—¿Dónde lo haremos? —le pregunté por el camino—. ¿En el comité local?
—Está ocupado, le están metiendo un rapapolvo a Alfred. Por el té. Pero Román nos
dejará hacerlo en su sala.
—¿Y de qué hay que escribir? ¿Otra vez sobre los baños?
—Sí, de eso también. Sobre los baños, sobre el monte Pelado… Hay que abochornar a
Jomá Brut.
—Este Jomá Brut es un mamut —dije yo.
—Et tu, Brute —dijo Stéllochka.
—Es una idea —dije—. Hay que desarrollarla.
En la mesa del laboratorio de Román estaba extendido el periódico mural: una hoja
enorme y blanca de papel Whatman. A su lado, entre tarros de gouache, aerosoles y
noticias estaba el pintor y operador de cine Alexandr Zorzal con un cigarrillo en
los labios. Como siempre, llevaba la camisa desabrochada que le dejaba al
descubierto la barriguita abultada y peluda.
—Buenas —dije.
—Hola —dijo Sania.
La música era ensordecedora. Sania tenía puesto su transistor portátil.
—Bueno, ¿qué hay? —pregunté, cogiendo las noticias.
Había poca cosa. El editorial era «A punto de celebrar la fiesta». Había una
noticia de Cerbero Pérrovich, «Los resultados de la indagación del cumplimiento de
la orden directiva sobre disciplina laboral en el periodo de finales del primer
trimestre y principios del segundo»; un artículo del profesor Sfugallo, «Nuestro
deber es el deber para con nuestras economías municipales y regionales asociadas»;
otro de Volodia Pochkin, «La conferencia nacional de magia electrónica»; otro de un
domovói, «¿Cuándo desatascarán la calefacción en el cuarto piso?»; otro del
presidente del comité de comedores, «Ni carne ni pescado», seis páginas
mecanografiadas a espacio simple, que empezaba con las palabras: «El fósforo es tan
necesario para la gente como el aire»; una noticia de Román sobre los trabajos del
Departamento de Problemas Irresolubles, y en la sección de «Nuestros veteranos», un
artículo de Cristóbal Junta, «De Sevilla a Granada. Año 1547». Había, además,
noticias breves en las que se criticaba el desorden del socorro mutuo, la falta de
organización en el trabajo del equipo voluntario de bomberos y la permisión de los
juegos de azar en el vivero (aquello lo escribía el Caballito Jorobadito, que había
perdido su ración semanal de avena jugando al chemin de fer con Koschéi el
Inmortal). También había algunas caricaturas. Una era de Jomá Brut, descamisado y
con la nariz lila. En la otra se ridiculizaban los baños: un dibujo de un hombre
desnudo y azulado, congelado bajo una ducha helada.
—¡Pero qué rollo! —dije—. ¿Y no hay que poner epigramas?
—Sí —dijo Stéllochka con un suspiro—. Ya he colocado las noticias así y asá, y aún
queda espacio libre.
—Pues que Sania dibuje algo. Unas espigas, unos pensamientos en flor… ¿Eh, Sanka?
—Trabajad, trabajad —dijo Zorzal—. Tengo que escribir el nombre del periódico.
—Figúrate —repliqué—. Hay que escribir cuatro palabras.
—Sobre el fondo de una noche estrellada —dijo Zorzal con aire imponente—. Y un
cohete. Y los titulares de los artículos. Y aún no he comido. Y no he desayunado.
—Pues vete a comer —le dije.
—No tengo dinero —dijo, irritado—. Me he comprado un magnetófono. En una tienda de
segunda mano. No hacéis más que ocuparos de tonterías; mejor sería que me hicierais
un par de panecillos. Con mantequilla y mermelada. O mejor, hacedme un billete de
diez.
Me saqué un rublo y se lo enseñé desde lejos.
—Cuando termines el nombre, te lo daré.
—¿Me lo regalas? —preguntó Sania vivamente.
—No. Te lo presto.
—Bueno, es lo mismo —dijo—. Imagínate que estoy a punto de morir. Ya me han
empezado los espasmos. Las extremidades se me han helado.
—Qué mentiroso —dijo Stéllochka—. Sasha, vamos a sentarnos a esa mesita a escribir
los versos ahora mismo.
Nos sentamos a una mesita alejada y esparcimos las caricaturas delante de nosotros.
Las observamos un rato con la esperanza de que nos inspiraran.
—Este Brut es un ratero: te robará hasta el babero —dijo Stéllochka al final.
—¿Es un ratero? —pregunté—. ¿Es que te ha robado algo?
—No —contestó Stéllochka—. Hizo el gamberro y se peleó. Era para la rima.
Seguimos esperando. Aparte de «ratero-babero» no se me ocurría nada más.
—Vamos a pensar con lógica —dije yo—. Tenemos a Jomá Brut. Se emborrachó. Se peleó.
¿Qué más hizo?
—Molestar a las chicas —respondió Stella—. Romper cristales.
—Bien. ¿Qué más?
—Decía palabrotas…
—Qué extraño —intervino Sania Zorzal—. Trabajé con Jomá Brut en la cabina del cine.
Era un tipo normal, como cualquier otro…
—¿Y? —pregunté.
—Nada.
—¿Se te ocurre algo que rime con Brut?
—Mamut.
—Ya ha salido —objeté.
—Pues knut. Eso que sirve para azotar.
—Camarada —dijo Stella con entusiasmo—, aquí tienes a Brut. Coge el knut y dale
fuerte como si fuera un mamut.
—No está bien —dijo Zorzal—. Es hacer apología de los castigos corporales.
—Kaput —dije.
—Camarada —dijo Stella—, con los discursos de Brut, hasta las ovejas hacen kaput.
—Más bien, harán kaput con tus versos —repuso Zorzal.
—¿Ya has escrito el nombre? —le pregunté.
—No —respondió con chulería.
—Pues tú, a lo tuyo.
—Borrachos como ese bruto deshonran nuestro instituto —dijo Stéllochka.
—Eso está bien —dije—. Eso lo pondremos al final. Apúntalo. Será la moraleja, nueva
y original.
—¿Y qué tiene de original? —preguntó el simple Zorzal. No me molesté en
contestarle.
—Ahora hay que describir qué gamberradas hizo —seguí diciendo a Stella—. Por
ejemplo: coge a su amigacho y se emborracha sin empacho; ya no es un hombre, sino
un mamarracho.
—Qué horror —dijo Stella con repugnancia.
Apoyé la cabeza en las manos y me puse a mirar las caricaturas. Zorzal, con el
trasero en pompa, paseaba el pincel por el papel Whatman. Sus piernas arqueadas
estaban enfundadas en unos tejanos muy estrechos. Me iluminé.
—¡Con las rodillas hacia atrás! —exclamé—. ¡La canción!
—«Un pequeño saltamontes estaba sentado con las rodillas hacia atrás» —dijo Stella.
—Eso es —dijo Zorzal sin girarse—. La conozco. «Todos los invitados se marcharon
con las rodillas hacia atrás» —cantó.
—Espera, espera —dije. Estaba inspirado—. Se pelea y dice palabrotas, y este es el
resultado: lo llevan a la policía con las rodillas hacia atrás.
—No está mal —dijo Stella.
—¿Entiendes? —pregunté—. Un par de estrofas más, y en todas, el estribillo «con las
rodillas hacia atrás». Se puso como una cuba… Perseguía a las señoritas… Algo así.
—Brut, bebe que beberás —dijo Stella—, persigue a rubias y morenas, abre las
puertas ajenas con las rodillas hacia atrás.
—¡Brillante! —exclamé—. Apúntalo. Pero ¿las abría?
—Sí, sí, claro.
—¡Perfecto! —dije—. Venga, una estrofa más.
—No lo conoce ni su madre —recitó Stella con aire pensativo—. En el primer verso
tiene que haber…
—Cofradía —dije—. Policía. Alcaldía. Cobardía.
—Se revuelca —dijo Stella—. Se deleita. No se lava ni se afeita.
—Eso es cierto —corroboró Zorzal—. Os ha salido una verdad artística. No se ha
afeitado ni lavado desde el día en que nació.
—¿Vamos a por el segundo verso? —siguió Stella—. Atrás… Chas… Jamás…
—Gas —dije—. Además.
—Compás —intervino Zorzal—. Salir de compás.
Volvimos a quedarnos callados un buen rato, mirándonos como tontos y moviendo los
labios. Zorzal repiqueteaba con el pincel en el borde del tarro con agua.
—Gamberrea a sus anchas —dije al final—, jurando como un barrabás. No lo conoce ni
su madre, con las rodillas hacia atrás.
—Barrabás es un poco… —dijo Stella.
—Entonces: bebe que beberás.
—Esto ya está puesto.
—¿Dónde? Ah, sí, es verdad.
—De todo es capaz —sugirió Zorzal.
Entonces se oyó un leve arañazo, y nos giramos. La puerta de Janus Poluéktovich se
abrió lentamente.
—¡Mirad! —exclamó maravillado Zorzal, inmóvil con el pincel en la mano.
Un pequeño papagayo verde con una cresta de un rojo intenso se deslizó por la
abertura.
—¡Papagayito! —gritó Zorzal—. ¡Papagayo! Ps, ps, ps, ps…
Se puso a mover los dedos como si desmenuzara pan en el suelo. El papagayo nos miró
con un ojo. Después abrió el pico negro y encorvado como la nariz de Román y gritó
con voz áspera:
—¡El rrreactor! ¡El rrreactor! ¡Derrritrinitación! ¡Hay que rrresistir!
—¡Qué mooono! —exclamó Stella—. Sania, cógelo…
Zorzal se acercó al papagayo, pero se detuvo.
—A ver si me va a picar —dijo, temeroso—. Mirad qué pico tiene.
El papagayo se levantó del suelo, agitó las alas y revoloteó un poco torpe por la
habitación. Lo seguí con la mirada, asombrado. Se parecía mucho al de ayer. Debía
de ser su gemelo de sangre. Esto está lleno de papagayos, pensé. Zorzal lo espantó
con el pincel.
—Ya veréis como me pica —dijo.
El papagayo aterrizó en la barra oscilante de la balanza del laboratorio, se
sacudió y encontró el equilibrio.
—¡Prrróxima Centaurrra! ¡Rrrubidio! ¡Rrrubidio! —graznó claramente.
Después erizó las plumas, encogió la cabeza y cerró los ojos con los párpados
membranosos. Creo que temblaba. Enseguida Stella creó un trozo de pan con
mermelada, pellizcó la corteza y se la puso debajo del pico. El papagayo no
reaccionó. Tenía escalofríos, y los platillos de la balanza vibraban ligeramente
tintineando en el soporte.
—Creoqueestáenfermo —dijo Zorzal. Automáticamente cogió el pedazo de pan de la mano
de Stella y se lo comió.
—Chicos —dije—, ¿habíais visto antes un papagayo en el instituto?
Stella negó con la cabeza. Zorzal se encogió de hombros.
—Hay demasiados papagayos últimamente —seguí—. Y ayer…
—Probablemente Janus Poluéktovich esté experimentando con papagayos —dijo Stella—.
La antigravedad o algo por el estilo…
Se abrió la puerta del pasillo y Román Oira-Oira, Vitka Kornéyev, Edik Amperian y
Volodia Pochkin entraron en tropel. La habitación se llenó de ruido. Kornéyev, que
había dormido bien y estaba muy animoso, se puso a hojear las noticias y a mofarse
a voces del estilo. El vigoroso Volodia Pochkin, que ejercía de redactor adjunto
con funciones policiales, cogió a Zorzal por la gruesa nuca y lo dobló hasta que la
nariz le rozó el periódico, diciendo: «¿Dónde está el nombre? ¿Dónde está el
nombre, Zorzallo?». Román nos exigió los versos. Y Edik, que no tenía ninguna
relación con el periódico, fue al armario y se puso a cambiar los aparatos de sitio
haciendo mucho ruido.
—¡Overrrsun! ¡Overrrsun! —chillo de repente el papagayo.
Todos se quedaron pasmados. Román se quedó mirándolo. En su cara apareció otra vez
aquella expresión, como si se le acabara de ocurrir una idea excepcional.
—¡Caramba! ¡Un papagayo! —exclamó Volodia Pochkin soltando a Zorzal.
El bruto de Kornéyev de inmediato alargó la mano para coger al pajarillo por el
cuerpo, pero este se escapó, y Kornéyev lo agarró por la cola.
—¡Déjalo, Vitka! —gritó Stéllochka, enfadada—. ¿Qué manera es esa de martirizar a
un animal?
El papagayo empezó a graznar. Todos se agolparon a su alrededor. Kornéyev lo acunó
en las manos como a una paloma; Stéllochka le acariciaba la crestita, y Zorzal le
pasaba los dedos por las plumas de la cola con ternura. Román me miró.
—Qué curioso, ¿no? —dijo.
—¿De dónde ha salido, Sasha? —preguntó Edik con cortesía.
Yo señalé con la cabeza el laboratorio de Janus.
—¿Y para qué quiere Janus un papagayo? —inquirió Edik.
—¿Y a mí qué me preguntas? —respondí.
—No, era una pregunta retórica —dijo Edik muy serio.
—¿Para qué quiere Janus dos papagayos? —pregunté.
—O tres —añadió en voz baja Román.
Kornéyev se giró para mirarnos.
—¿Y dónde están los otros? —preguntó, mirando a todos lados con interés.
El papagayo se agitó débilmente en sus manos e intentó pellizcarle los dedos.
—Suéltalo —le dije—. Míralo, está enfermo.
Kornéyev empujó a Zorzal y de nuevo dejó encima de la balanza al papagayo, que se
erizó y abrió las alas.
—Dejadlo —zanjó Román—. Ya lo entenderemos. ¿Dónde están los epigramas?
Stella dijo rápidamente como un loro todo lo que habíamos conseguido. Román se
rascó el mentón, y Volodia Pochkin soltó una risa artificial.
—Fusiladlos —dijo Kornéyev con voz de mando—. Con una ametralladora de calibre
grueso. ¿Algún día aprenderéis a escribir versos?
—Escríbelos tú —repliqué, enfadado.
—Yo no puedo escribir versos —dijo Kornéyev—. No tengo la madera de Pushkin, sino
la de Belinski.
—Tú tienes madera de muerto viviente —dijo Stella.
—Pardon! —repuso Vitka—. Me gustaría que en el periódico hubiera una sección de
crítica literaria. Quiero escribir críticas. ¡Os destrozaré a todos! Os recordaré
vuestra obra de arte sobre las dachas.
—¿Cuál? —preguntó Edik.
—«Quiero construirme una dacha —citó Kornéyev enseguida—. Pero no tengo lugar,
porque el comité local hace gala de poca lacha.» ¿Era así? ¡Confesad!
—¿Y qué? —respondí—. Pushkin también tenía versos desafortunados. No los publican
todos en los libros de texto.
—Pues yo sé —dijo Zorzal.
Román se giró hacia él.
—¿Tendremos el nombre hoy, o no?
—Sí —respondió Zorzal—. Ya he dibujado la letra C.
—¿Qué C? ¿A qué viene ahora esta C?
—¿Qué pasa? ¿No tiene que estar?
—Lo mato —dijo Román—. El periódico se llama Por una Mapa Progresista. ¡Dime dónde
ves una C!
Zorzal se quedó mirando la pared, moviendo los labios.
—¿Cómo puede ser? —dijo por fin—. ¿De dónde he sacado la letra C? ¡Había una C!
Román se enfureció y ordenó a Pochkin que nos colocara a cada uno en su puesto. A
Stella y a mí nos pusieron a las órdenes de Kornéyev. Zorzal se puso a transformar
febrilmente la letra C en una estilizada P. Edik Amperian intentó escabullirse con
el psicoelectrómetro, pero fue atrapado, subyugado y condenado a reparar el aerosol
que servía para representar el cielo estrellado. Después le llegó el turno al
propio Pochkin. Román le ordenó que escribiera las noticias a máquina con
corrección tanto estilística como ortográfica. El propio Román empezó a pasearse
dignamente por el laboratorio supervisando a los demás.
Durante un rato, el trabajo bullía. Tuvimos tiempo de hacer y deshacer un buen
número de variantes sobre el tema de los baños: «El agua de nuestros baños sale
fría como de un caño», «Por muy sucio que el hombre vaya, retrocede ante el agua
helada», «En el instituto hay doscientos maldicientes que se mueren por una ducha
caliente», y cosas así. Kornéyev nos insultaba sin compasión como un crítico
literario de verdad.
—¡Aprended de Pushkin! —intentaba convencernos—. O, por lo menos, de Pochkin. A
vuestro lado tenéis un genio y ni siquiera sois capaces de imitarlo… «Oh, ZIM que
te acercas por el eje vial, con tu brío y bravura me vas a arrollar…» ¡Qué fuerza
física encierran estos versos! ¡Qué claridad de sentimiento!
No fuimos capaces de responder a los ataques. Sania Zorzal llegó a la letra o de la
palabra «magia». Edik arregló el aerosol y lo probó en los resúmenes de Román.
Volodia Pochkin, escupiendo maldiciones, buscaba en la máquina la letra z. Todo iba
bien. Pero de repente dijo Román:
—Sasha, mira.
Miré. El papagayo yacía debajo de la balanza con las patitas encogidas, sus ojos
estaban cubiertos de una membrana blanquecina y tenía la cresta mustia.
—Se ha muerto —dijo Zorzal con pena.
De nuevo nos agolpamos alrededor del papagayo. Yo no estaba pensando en nada en
concreto y, si era así, lo era de forma subconsciente, pero el caso es que cogí al
papagayo y le miré la pata.
—¿Está? —me preguntó Román.
—Sí —respondí.
En la patita izquierda, negra y encogida, había un anillito de metal blanco con la
inscripción «Fotón» y las cifras 190573. Miré perplejo a Román. Seguramente ambos
pusimos una cara extraña porque Vitka Kornéyev dijo:
—Bueno, explicadnos qué pasa.
—¿Se lo contamos? —preguntó Román.
—Es una especie de delirio —dije—. Seguro que son trucos. Son dobles.
Román volvió a observar el pequeño cadáver atentamente.
—Qué va —dijo—. Esa es la cuestión. No es un doble. Es el más original de los
originales.
—Déjame ver —dijo Kornéyev.
Vitka, Volodia y Edik examinaron minuciosamente el papagayo y declararon de manera
unánime que no era un doble. No entendían por qué nos extrañaba tanto.
—Yo, por ejemplo, tampoco soy un doble —dijo Vitka—. ¿Por qué no os sorprende?
Entonces Román observó a Stella, que ardía de curiosidad, a Volodia Pochkin con la
boca abierta y la sonrisa de mofa de Vitka, y se lo contó todo: cómo dos días antes
había encontrado una pluma verde en el horno eléctrico y la había tirado a la
papelera; cómo el día anterior la pluma ya no estaba en la papelera, pero en la
mesa (en aquella misma mesa) había aparecido el papagayo muerto, idéntico a este, y
tampoco era un doble; cómo Janus había reconocido el papagayo y lo triste que se
había quedado, y cómo lo había quemado en el horno eléctrico y había arrojado sus
cenizas por la ventana por algún motivo desconocido.
Nadie dijo nada durante un rato. Zorzal, a quien el relato de Román le interesaba
poco, se encogió de hombros. Su cara reflejaba claramente que no entendía a qué
venía este follón y que en aquella institución pasaban cosas mucho más raras.
Stéllochka también parecía desilusionada. Pero el trío de maestros lo entendió todo
a la perfección, y sus caras manifestaron protesta.
—Estáis mintiendo —dijo Kornéyev resueltamente—. Y encima, mal.
—No puede ser el mismo papagayo —dijo Edik muy cortés—. Seguramente os equivocáis.
—Sí que lo es —repliqué—. Verde, con el anillito.
—¿Fotón? —preguntó Volodia Pochkin con voz de fiscal.
—Fotón. Janus lo llamó Fotoncito.
—¿Y las cifras? —preguntó Volodia.
—Son las mismas.
—¿Seguro? —preguntó Kornéyev amenazador.
—Yo creo que sí —respondí inseguro, mirando a Román.
—¿No estás seguro? —exigió Kornéyev. Tapó la patita del papagayo—. Repite el
número.
—Diecinueve… —dije—. Eh… Cero dos, ¿no? Sesenta y tres.
Kornéyev miró debajo de su mano.
—No —dijo—. ¿Y tú? —preguntó a Román.
—No me acuerdo —dijo tranquilamente Román—. Me parece que no era cero dos, sino
cero cinco.
—No —dije yo—. Cero seis. Recuerdo que había un garabato.
—Un garabato —dijo Pochkin con desdén—. ¡Mirad los Holmes! ¡Los Pinkertones! Se han
hartado de la ley de la causalidad…
Kornéyev se metió las manos en los bolsillos.
—Eso es otra cosa —dijo—. No creo que mintáis. Solo os habéis confundido. Todos los
papagayos son verdes, muchos llevan anillos, y este par puede ser de la serie
«Fotón». Y tenéis una memoria de pez. Como todos los poetastros y redactores de
periódicos murales.
—¿De pez? —preguntó Román.
—De besugo.
—¿De besugo? —repitió Román con una sonrisa extraña.
—Como un besugo viejo —se recreó Kornéyev—. Chocho. Senil.
Entonces Román, que seguía con su sonrisa, se sacó del bolsillo del pecho una
libretita y la hojeó.
—Así que un besugo chocho y senil, ¿eh? —dijo—. Veamos… Diecinueve, cero, cinco,
setenta y tres —leyó.
Los maestros se abalanzaron sobre el papagayo y entrechocaron las frentes con un
golpe seco.
—Diecinueve, cero, cinco, setenta y tres —leyó con voz débil Kornéyev en el anillo.
Aquello fue espectacular. Stéllochka empezó a gritar de contento.
—Figúrate —dijo Zorzal, sin apartarse del periódico—. Una vez acerté un número en
la lotería y corrí a la caja de ahorros a que me dieran un coche. Pero luego
resultó que…
—¿Por qué escribiste el número? —inquirió Kornéyev, mirando a Román con los ojos
entornados—. ¿Tienes esta costumbre? ¿Te apuntas todos los números? ¿También te
apuntas los números del reloj?
—¡Qué agudo! —exclamó Pochkin—. Muy bien, Vitka. Has dado en el clavo. ¡Román, qué
vergüenza! ¿Por qué has envenenado al papagayo? ¡Qué crueldad!
—¡Idiotas! —dijo Román—. Pero ¿quién creéis que soy? ¿Sfugallo?
Kornéyev se le acercó de un salto y le miró las orejas.
—¡Vete al infierno! —exclamó Román—. Pero ¿tú los has visto, Sasha?
—Chicos —dije en tono de reproche—, ¿creéis que os tomamos el pelo? ¿Por quién nos
tomáis?
—¿Y qué remedio nos queda? —dijo Kornéyev—. Alguien miente. O vosotros o las leyes
de la naturaleza. Y yo creo en ellas. Todo el resto cambia.
No obstante, se puso de mal humor y se sentó aparte, pensativo. Sania Zorzal
dibujaba con calma el nombre. Stella miraba asustada a todos por turno. Volodia
Pochkin escribía deprisa fórmulas y las tachaba. El primero en hablar fue Edik.
—Incluso si no se ha violado ninguna ley —dijo con sensatez—, la aparición
repentina de tantos papagayos en la misma habitación no deja de ser extraña, así
como su alta mortalidad. Pero no me sorprende tanto porque tengo en cuenta que esto
está relacionado con Janus Poluéktovich. ¿A vosotros no os parece que Janus
Poluéktovich es un personaje de lo más curioso?
—Sí —respondí.
—A mí también —dijo Edik—. ¿A qué se dedica exactamente, Román?
—Depende de qué Janus. Janus-C se dedica al nexo con los espacios paralelos.
—Hum —dijo Edik—. No creo que esto nos ayude.
—No, por desgracia —dijo Román—. Yo tampoco he dejado de darle vueltas a la
relación de los papagayos con Janus, pero no se me ocurre nada.
—Pero ¿verdad que es un tipo extraño? —preguntó Edik.
—Claro, sin duda. Para empezar, son dos pero es uno. Estamos tan acostumbrados que
no pensamos en ello…
—Precisamente me refería a eso. Casi no hablamos de Janus; lo respetamos demasiado.
Pero, de hecho, cada uno de nosotros le ha notado por lo menos una rareza.
—Rareza número uno —dije—: el amor a los papagayos que se mueren.
—Muy bien —admitió Edik—. ¿Alguna más?
—Sois unos chismosos —dijo Zorzal—. Una vez le pedí dinero prestado.
—¿Sí? —dijo Edik.
—Y me lo dio —siguió Zorzal—. Pero no me acuerdo de cuánto. Y ahora no sé qué
hacer.
Calló. Edik esperó que continuara unos momentos, pero luego dijo:
—¿Sabéis, por ejemplo, que siempre que he trabajado con él por la noche, se va
exactamente a medianoche y vuelve al cabo de cinco minutos? Y siempre tengo la
impresión de que de una manera u otra procura enterarse de qué hemos estado
haciendo antes de que se marchara.
—Es verdad —intervino Román—. Lo sé perfectamente. Hace tiempo que me he dado
cuenta de que justamente a medianoche se le va el santo al cielo. Y él está muy
bien enterado de ese defecto suyo. Se disculpa varias veces y dice que es un
reflejo consecuencia de una fuerte contusión.
—Tiene una memoria desastrosa —dijo Volodia Pochkin. Arrugó el papel de los
cálculos y lo tiró debajo de la mesa—. Todo el tiempo pregunta si nos vimos ayer o
no.
—Y de qué hablamos si nos vimos —añadí.
—La memoria, la memoria —farfulló Kornéyev, impaciente—. ¿A qué viene ahora la
memoria? Esa no es la cuestión. ¿Qué ha estado haciendo con los espacios paralelos?
—Primero hay que reunir los hechos —dijo Edik.
—Papagayos, papagayos, papagayos —siguió Vitka—. ¿Y si son dobles, a pesar de todo?
—No —dijo Volodia Pochkin—. Lo he calculado. Según todas las categorías, no es un
doble.
—Todas las noches —dijo Román— se va a su laboratorio y se encierra allí unos
minutos. Una vez entró corriendo con tanta prisa que no cerró la puerta…
—¿Y qué? —preguntó Stéllochka a media voz.
—Nada. Se sentó en la butaca un ratito y volvió. Lo primero que hizo fue
preguntarme si habíamos hablado de algo importante.
—Me voy —anunció Kornéyev, levantándose.
—Y yo —dijo Edik—. Tengo un seminario.
—Y yo —dijo Volodia Pochkin.
—No —le retuvo Román—. Tú te sientas y escribes. Te nombro jefe. Tú, Stéllochka,
coge a Sasha y escribe los versos. Yo me voy. Volveré por la tarde, y espero que el
periódico esté listo.
Ellos se fueron, y nosotros nos quedamos a hacer el periódico. Al principio
intentamos componer algo, pero enseguida nos cansamos y nos dimos cuenta de que no
éramos capaces. Entonces escribimos un poemita sobre un papagayo que se moría.
Cuando Román volvió, el periódico estaba listo. Zorzal estaba tumbado encima de la
mesa engullendo bocadillos, y Pochkin nos explicaba a Stella y a mí por qué el
incidente del papagayo era totalmente imposible.
—Muy bien —dijo Román—. Un periódico perfecto. ¡Y qué título! ¡Qué cielo estrellado
tan profundo! ¡Y qué pocos errores! Pero ¿dónde está el papagayo?
El papagayo yacía en la placa de Petri, en aquella misma placa, en aquel mismo
lugar donde Román y yo lo vimos el día anterior. Hasta se me cortó la respiración.
—¿Quién lo ha colocado aquí? —preguntó Román.
—Yo —respondió Zorzal—. ¿Pasa algo?
—No, nada —dijo Román—. Que se quede ahí. ¿No, Sasha? —Yo asentí—. Mañana veremos
qué pasa con él.

IV.

Este pobre pájaro viejo e inocente maldice como mil demonios, pero no sabe lo que
dice.

R. L. STEVENSON
SIN EMBARGO, AL DÍA SIGUIENTE DESDE POR LA MAÑANA tuve que ocuparme de mis
obligaciones. El Aldan estaba arreglado y preparado para el combate, y cuando
llegué a la sala de electrónica después de desayunar, en la puerta ya me esperaba
una pequeña cola de dobles con solicitudes de tareas. Lo primero que hice fue echar
vengativamente al doble de Cristóbal Junta después de escribirle en el papel que no
podía descifrar su letra. (Su caligrafía era realmente ilegible: escribía en ruso
con letra gótica.) El doble de Fiódor Simeónovich trajo un programa elaborado
personalmente por Fiódor Simeónovich. Era el primero que elaboraba sin ningún
consejo, pista o indicación por mi parte. Examiné el programa con atención y me
alegré al comprobar que estaba hecho correctamente, con sentido de la economía y
agudeza. Corregí algunos errores insignificantes y se lo di a mis chicas. Después
advertí que un contable de la fábrica de conservas, pálido y asustado, languidecía
en la cola. Estaba aterrorizado e incómodo, y lo recibí inmediatamente.
—Me resulta un poco violento —balbució, mirando de reojo a los dobles con recelo—.
Estos camaradas también están esperando y han llegado antes que yo…
—No se preocupe, no son camaradas —le tranquilicé.
—Pues ciudadanos…
—Tampoco son ciudadanos.
El contable palideció como una sábana y se me acercó.
—Ya… Ya lo veo… No pestañean —dijo en un susurro entrecortado—. Y ese de azul, yo
diría que no respira…
Ya había despachado la mitad de la cola cuando llamó Román.
—¿Sasha?
—Sí.
—El papagayo no está.
—¿Cómo que no está?
—Que no está.
—¿No lo habrá tirado la mujer de la limpieza?
—Ya se lo he preguntado. No es que no lo haya tirado, es que ni siquiera lo ha
visto.
—Puede que los domovóis hayan hecho de las suyas. —¿En el laboratorio del director?
Lo dudo.
—Vaya —dije—. ¿Y Janus?
—Aún no ha llegado. Además, me parece que no ha vuelto de Moscú.
—Entonces ¿cómo se entiende? —pregunté.
—No sé. Ya lo veremos.
Guardamos silencio.
—¿Me llamarás si pasa algo interesante? —le pedí.
—Claro. Seguro. Hasta luego, amigo.
Me obligué a no pensar en el papagayo, con el cual, en el fondo, no tenía nada que
ver. Atendí a los dobles, verifiqué los programas y me puse con una tarea odiosa
que tenía pendiente desde hacía tiempo. Me la habían encomendado los absolutistas.
Al principio les había dicho que no tenía ni sentido ni solución, como la mayoría
de sus encargos. Pero después había pedido consejo a Junta, quien para esas cosas
tenía buen ojo, y me había dado algunas recomendaciones útiles. Había empezado
aquella tarea mil veces y otras tantas la había dejado, pero aquel día la liquidé.
Me salió la mar de bien. Precisamente cuando la había terminado y, feliz, me había
reclinado en el respaldo de la silla mirando el resultado de lejos, entró Junta,
encolerizado como una nube negra. Mirándome los pies, me preguntó con voz seca y
desagradable desde cuándo no entendía yo su letra. Aquello le recordaba
extremamente el sabotaje de Madrid de 1936, dijo, y por aquellas acciones había
ordenado llevar a unos cuantos al paredón.
Lo miré enternecido.
—Cristóbal Josévich —dije—. Al final lo he resuelto. Tenía usted toda la razón. El
espacio de los conjuros puede comprimirse por cualquiera de las cuatro variables.
Por fin, levantó los ojos y me miró. Probablemente tenía una expresión muy feliz,
porque se ablandó.
—Déjemelo ver, por favor —rezongó.
Le di los papeles, y se sentó a mi lado. Examinamos juntos la tarea desde el
principio hasta el final y degustamos con deleite dos transformaciones de lo más
fino, una de las cuales me sugirió él; la otra la encontré yo solo.
—No tenemos mala cabeza, Alejandro —dijo al final Junta—. Tenemos un pensamiento
artístico. ¿Qué le parece?
—Creo que somos buenos —dije sinceramente.
—Yo también —dijo—. Lo publicaremos. A nadie le daría vergüenza publicarlo. No son
unos chanclos autocalzables ni unos pantalones invisibles.
Nos pusimos de un humor excelente y empezamos a estudiar su nueva tarea. De
inmediato me dijo que antes, a veces, se había considerado a sí mismo un
desgraciado, y que cuando nos conocimos, enseguida se había dado cuenta de que yo
era un ignorante en matemáticas. Yo le di la razón fervorosamente y expresé la
opinión de que quizás ya era hora de que se jubilara, y que a mí tendrían que
echarme del instituto con cajas destempladas y mandarme a talar árboles porque no
valía para nada más. Me llevó la contraria. Dijo que ni hablar de pensión, que como
mucho podrían hacer abono de él, y que a mí no me dejarían acercarme ni a un
kilómetro de las explotaciones forestales, donde se necesita un mínimo nivel
intelectual; tendrían que enviarme como aprendiz del último mono que recoge los
excrementos en las barracas del cólera. Nos sentamos con la cabeza apoyada en las
manos y nos entregamos a la autohumillación, pero entonces pasó por la sala Fiódor
Simeónovich. Por lo que vi, estaba impaciente por saber mi opinión sobre el
programa que había elaborado.
—¡Un programa! —dijo Junta, sonriendo agriamente—. No he visto tu programa,
Teodoro, pero estoy seguro de que es genial comparado con esto… —Con asco,
cogiéndolo con dos dedos, dio el papelito de su trabajo a Fiódor Simeónovich—. Mira
qué modelo de mezquindad y nulidad.
—Q-queridos —dijo Fiódor Simeónovich, perplejo, después de descifrar la caligrafía
—. Este es el p-problema de B-ben Betsalel. C-cagliostro mostró que no t-tenía s-
solución.
—Ya sabemos que no tiene solución —dijo Junta, mientras se enfurecía lentamente—.
Pero nos gustaría solucionarlo.
—Qué m-manera tan rara de razonar, C-cristo… ¿C-cómo va a b-buscarse una solución,
si n-no existe? Vaya d-disparate…
—Perdona, Teodoro, pero eres tú quien razona de manera extraña. El disparate es
buscar la solución cuando ya existe. Estamos hablando de cómo afrontar un problema
que no tiene solución. Esta es la pregunta principal, que, por desgracia, está
claro que no comprendes. Creo que he empezado a hablar contigo de este tema en
balde.
El tono de Cristóbal Josévich era inusualmente ofensivo, y Fiódor Simeónovich se
enfadó.
—B-bueno, querido —dijo—. No p-puedo discutir c-contigo en este tono d-delante del
joven. E-estoy s-sorprendido. N-no es p-pedagógico. Si te apetece c-continuar, haz
el f-favor de salir c-conmigo al p-pasillo.
—Cómo no —respondió Junta, irguiéndose como por un resorte y cogiendo
inconscientemente una empuñadura inexistente de la cadera.
Salieron ceremoniosamente, con la cabeza levantada con orgullo y sin mirarse entre
sí. Las chicas empezaron a soltar risitas. Yo tampoco estaba demasiado asustado. Me
senté delante de la última hoja y apoyé la cabeza en las manos. Oía de refilón como
tronaba en el pasillo la voz grave y potente de Fiódor Simeónovich, cortada por los
gritos iracundos de Cristóbal Josévich. Después Fiódor Simeónovich rugió: «Haga el
favor de venir a mi despacho». «¡Cómo no!», ladró Junta. Ya se trataban de usted.
Las voces se alejaban. «¡Un duelo! ¡Un duelo!», piaban las chicas. Junta tenía la
mala fama de ser un chulo y un camorrista. Decían que llevaba a su enemigo a su
laboratorio y le daba a escoger entre el estoque, la espada y la alabarda, y luego
se ponía a saltar por las mesas y a volcar armarios à la Jean Marais. Pero no había
que preocuparse por Fiódor Simeónovich. Estarían callados con cara lúgubre durante
media hora, uno a cada lado de la mesa del despacho, y después Fiódor Simeónovich
suspiraría pesadamente, abriría un cofrecito y llenaría dos copitas de elixir de la
Beatitud. A Junta le vibrarían las aletas de la nariz, se retorcería el bigote y
bebería. Fiódor Simeónovich le llenaría la copita de nuevo y pediría a gritos
pepinillos frescos al laboratorio.
Mientras tanto, Román llamó y me dijo con una voz muy rara que subiera a verle
inmediatamente. Corrí escaleras arriba.
En el laboratorio estaban Román, Vitka y Edik. También estaba el papagayo verde.
Vivo. Estaba en la barra oscilante de la balanza, como el día anterior. Nos miraba
por turno ya con un ojo, ya con el otro, se hurgaba entre las plumas con el pico y
tenía aspecto de encontrarse muy bien. A diferencia de él, los científicos tenían
mala cara. Román, cabizbajo, estaba junto al papagayo y de vez en cuando lo sacudía
un suspiro involuntario. Edik, pálido, se masajeaba cuidadosamente las sienes con
una expresión de dolor en el rostro, como si le atormentara la jaqueca. Y Vitka
estaba sentado a horcajadas en la silla, balanceándose como un niño que juega, al
caballito, murmurando algo ininteligible con los ojos febriles y desencajados.
—¿Es el mismo? —pregunté a media voz.
—El mismo —dijo Román.
—¿Fotón? —Yo también empecé a encontrarme mal.
—Fotón.
—¿Y el número es el mismo?
Román no respondió.
—Si supiéramos cuántas plumas tienen los papagayos en la cola —dijo Edik con voz
enfermiza—, podríamos contárselas para ver si falta una, la que se perdió anteayer.
—¿Queréis que vaya a buscar a Brehm? —me ofrecí.
—¿Dónde está el muerto? —preguntó Román—. ¡Es con eso que hay que empezar! A ver,
detectives, ¿dónde está el cadáver?
—¡Cadáverrr! —chilló el papagayo—. ¡Cerrremonia! ¡Cadáverrr por la borrrda!
¡Rrrubidio!
—Quién sabe qué está diciendo —dijo Román irritado.
—«Cadáver por la borda» es una expresión típica de piratas —aclaró Edik.
—¿Y el rubidio?
—¡Rrrubidio! ¡Rrreserrrva! ¡Enorrrme! —dijo el papagayo.
—Las reservas de rubidio son enormes —tradujo Edik—. Sería interesante saber dónde.
Me incliné y miré el anillito.
—¿Y no puede ser que no sea el mismo?
—Entonces, ¿dónde está el otro? —preguntó Román.
—Bueno, esa es otra pregunta —repuse—. Al fin y al cabo, sería más sencillo de
explicar.
—Explícalo —pidió Román.
—Espera —dije—. Primero vamos a contestar la pregunta de si es el mismo o no.
—Yo creo que es el mismo —dijo Edik.
—Pues yo creo que no —dije yo—. El anillito tiene un rasguño aquí, en el tres…
—¡Trres! —dijo el papagayo—. ¡Trres! ¡A la derrrecha, rrrápido! ¡Torrrbellino!
¡Torrrbellino!
De repente, Vitka revivió.
—Tengo una idea.
—¿Cuál?
—Un interrogatorio basado en la asociación.
—¿Qué es eso?
—Ya veréis. Sentaos, callaos y no os metáis. Román, ¿tienes un magnetófono?
—Tengo un dictáfono.
—Tráelo. Vosotros quedaos callados. Voy a hacer cantar a este bribón. Me lo dirá
todo.
Vitka acercó una silla a rastras, se sentó con el dictáfono en la mano enfrente del
papagayo, se puso muy serio y miró con un ojo al papagayo.
—¡Rrrubidio! —graznó Vitka.
El papagayo se sobresaltó y por poco no se cayó de la balanza. Sacudió las alas
para recuperar el equilibrio.
—¡Rrreserva! —respondió—. ¡Crrrater de Rrritchey!
Cruzamos miradas.
—¡Rrreserva! —gritó Vitka.
—¡Enorrrme! ¡Rrriquísima! ¡Rrriquísima! ¡Rrritchey tenía rrrazón! ¡Rrritchey tenía
rrrazón! ¡Rrrobots! ¡Rrrobots!
—¡Robots!
—¡Crrrac! ¡Arrrden! ¡Atmósferrra arrrde! ¡Atrrrás! ¡Drrramba, atrrrás!
—¡Dramba!
—¡Rrrubidio! ¡Rrreserva!
—¡Rubidio!
—¡Rrreserva! ¡Crrráter de Rrritchey!
—Se ha cerrado el círculo —dijo Román.
—Espera, espera —dijo Vitka—. Ahora…
—Prueba con otra cosa —le aconsejó Edik.
—¡Janus! —dijo Vitka.
El papagayo abrió el pico y estornudó.
—Ja-nus —repitió Vitka con severidad.
El papagayo se puso a mirar por la ventana con aire soñador.
—No lleva la letra erre —dije.
—Puede ser —dijo Vitka—. Pues… ¡Extémporrrov!
—¡Le rrrecibo! —dijo el papagayo—. ¡Hechicerrro! ¡Hechicerrro! ¡Gorrrión al habla!
¡Gorrrión al habla!
—Este papagayo no es de los piratas —dijo Edik.
—Pregúntale por el cadáver —pedí yo.
—Cadáver —dijo Vitka de mala gana.
—¡Cerrremonia del entierrro! ¡Tiempo rrrestringido! ¡Discurrrso! ¡Discurrrso!
¡Chácharrra! ¡Chácharrra! ¡Trrrabajar! ¡Trrrabajar!
—Tenía unos amos muy interesantes —dijo Román—. ¿Qué hacemos?
—Vida —dijo Edik—. Me parece que tiene una terminología cósmica. Prueba con algo
más simple y habitual.
—Bomba de hidrógeno —dijo Vitka.
El papagayo inclinó la cabeza y se limpió el pico con la patita.
—¡Locomotora! —dijo Vitka.
El papagayo no dijo nada.
—No funciona —dijo Román.
—Diablos —dijo Vitka—, no se me ocurre nada habitual con la letra erre. Silla,
mesa, techo… Sofá… ¡Oh! ¡Trrraductor!
El papagayo miró a Vitka con un ojo.
—¡Korrrnéyev, porrr favorrr!
—¿Qué? —dijo Vitka. Era la primera vez en la vida que veía a Vitka desconcertado.
—¡Korrrnéyev grrrosero! ¡Grrrosero! ¡Trrrabajador sobrrresaliente! ¡Crrretino a
rrratos! ¡Un prrrimor!
Nos reimos. Vitka nos miró y dijo vengativo:
—¡Oirrra-Oirrra!
—¡Carrrcamal, carrrcamal! —respondió de buena gana el papagayo—. ¡Alegrrre! ¡Lo
logrrró!
—No es así —dijo Román.
—¿Y por qué no? —preguntó Vitka—. Y tanto que sí… ¡Prrriválov!
—¡Prrroyecto simple! ¡Prrrimitivo! ¡Currrante!
—Compañeros, nos conoce a todos —dijo Edik.
—Compañerrros —respondió el papagayo—. ¡Grrranito de pebrrre! ¡Cerrro! ¡Cerrro!
¡Grrravitación!
—Amperian —se apresuró a decir Vitka.
—¡Crrrematorio! ¡Parrrtida prrrematura! —dijo el papagayo, pensó y añadió—:
¡Amperrrímetro!
—Qué galimatías —dijo Edik.
—Los galimatías no existen —dijo Román, pensativo.
Vitka abrió el dictáfono con un chasquido.
—Se ha acabado la cinta —dijo—. Qué pena.
—¿Sabéis? —dije—. Creo que lo más fácil sería preguntar a Janus. Qué es este
papagayo, de dónde ha salido y todo eso…
—¿Y quién se lo pregunta? —inquirió Román.
Nadie se ofreció. Vitka propuso escuchar la cinta, y estuvimos de acuerdo. Todo
aquello sonaba muy extraño. Con las primeras palabras del dictáfono, el papagayo
voló al hombro de Vitka y escuchó con evidente interés, introduciendo de vez en
cuando réplicas como: «Drrramba desprrrecia urrranio», «Corrrecto» y «¡Korrrnéyev
grrrosero, grrrosero, grrrosero!».
—En principio —dijo Edik cuando terminó la cinta—, podría crearse un diccionario
léxico y analizarlo en la máquina. Pero hay algo claro. En primer lugar, nos conoce
a todos. Esto ya es sorprendente. Eso quiere decir que ha oído nuestros nombres
muchas veces. En segundo lugar, sabe de robots. Y de rubidio. Por cierto, ¿dónde se
usa el rubidio?
—Aquí, en el instituto, no se usa en ninguna parte —dijo Román.
—Es algo parecido al sodio —dijo Kornéyev.
—Que sepa sobre el rubidio, bueno —dije—. Pero ¿cómo conoce los cráteres de la
Luna?
—¿Por qué precisamente de la Luna?
—¿Es que en la Tierra las montañas se llaman cráteres?
—Bueno, por un lado, está el cráter de Arizona, y por otro, un cráter no es una
montaña, sino más bien un agujero.
—Agujerrro temporrral —dijo el papagayo.
—Usa una terminología curiosísima —dijo Edik—. Nunca la podría llamar «de uso
común».
—Sí —corroboró Vitka—. Si el papagayo siempre está con Janus, eso quiere decir que
Janus se dedica a cosas muy raras.
—Rrrraro trrránsito orrrbital —dijo el papagayo.
—Janus no se ocupa del cosmos —dijo Román—. Yo lo sabría.
—Tal vez se había dedicado antes.
—Tampoco.
—Robots… —dijo Vitka, decaído—. Cráteres… ¿Qué pintan aquí los cráteres?
—¿Y si Janus lee literatura fantástica? —sugerí.
—¿En voz alta? ¿Al papagayo?
—Mmm… Ya.
—Venus —dijo Vitka al papagayo.
—Horrror morrrtal —dijo el papagayo. Pensó un poco y aclaró—: Destrrrozado. Parrra
nada.
Román se levantó y se puso a caminar por el laboratorio. Edik puso la mejilla en la
mesa y cerró los ojos.
—¿Y de dónde ha salido? —pregunté.
—Como ayer —dijo Román—. Del laboratorio de Janus.
—¿Lo habéis visto con vuestros propios ojos?
—Ajá.
—Hay una cosa que no entiendo —dije—: ¿se murió o no?
—¿Y cómo lo vamos a saber? —dijo Román—. No soy veterinario. Y Vitka no es
ornitólogo. Y puede que esto no sea un papagayo.
—¿Y qué es?
—¿Cómo lo voy a saber?
—Puede ser una alucinación inducida compleja —dijo Edik, sin abrir los ojos.
—¿Quién nos la ha inducido?
—Precisamente ahora pienso en eso —dijo Edik.
Me apreté un ojo con el dedo y miré al papagayo, que se duplicó.
—Se duplica —dije—. No es una alucinación.
—He dicho una alucinación compleja —recordó Edik.
Me apreté los dos ojos. Me quedé ciego un instante.
—Bien —dijo Vitka—. Declaro que nos las estamos viendo con una violación de la ley
causa-efecto. Por eso la única salida es decir que es una alucinación, así que
tenemos que levantarnos, formar e irnos al psiquiatra con nuestra canción. ¡A
formar!
—Yo no voy —dijo Edik—. Todavía tengo una idea.
—¿Cuál?
—No os la diré.
—¿Por qué?
—Me pegaréis.
—Si no nos la dices, sí que te pegaremos.
—Pegadme.
—Tú no tienes ninguna idea, solo te lo parece —dijo Vitka—. Hala, al psiquiatra.
La puerta del pasillo chirrió y entró en el laboratorio Janus Poluéktovich.
—Ah, sí —dijo—. Buenos días.
Nos levantamos. Se nos acercó y nos dio la mano a uno detrás de otro.
—¿Fotoncito está aquí otra vez? —dijo al ver al papagayo—. ¿No le molesta, Román
Petróvich?
—¿Molestarme? —dijo Román—. ¿A mí? ¿Por qué tendría que molestarme? Claro que no.
Al contrario…
—Hombre, es que todos los días… —empezó Janus Poluéktovich, pero se cortó en seco—.
¿De qué hablamos usted y yo ayer? —le preguntó frotándose la frente.
—Ayer usted estaba en Moscú —respondió Román con voz sumisa.
—Ah… Sí, sí. Bien. ¡Fotoncito! ¡Ven aquí!
El papagayo alzó el vuelo y se posó en el hombro de Janus.
—Grrrano, grrrano —le dijo al oído—. ¡Azucarrrillo!
Janus Poluéktovich sonrió con ternura y se fue a su laboratorio. Nosotros nos
miramos unos a otros como lelos.
—Vámonos de aquí —dijo Román.
—¡Al psiquiatra! ¡Al psiquiatra! —farfulló rabioso Kornéyev, mientras íbamos a su
laboratorio, donde estaba el sofá—. Al cráter de Ritchey. ¡Drrramba! ¡Azucarrrillo!

V.

Los hechos siempre son suficientes; es la fantasía la que no alcanza.

D. BLOJÍNTSEV
VITKA PUSO EN EL SUELO LOS RECIPIENTES CON AGUA VIVA; nos derrumbamos en el sofá
traductor y nos encendimos un cigarrillo.
—Vitka —preguntó Román al cabo de un rato—, ¿has desconectado el sofá?
—Sí.
—Se me ha ocurrido una tontería.
—Está desconectado y bloqueado —dijo Vitka.
—No, chicos —dijo Edik—, ¿y por qué no puede ser una alucinación, al fin y al cabo?
—¿Quién ha dicho que no lo sea? —preguntó Vitka—. Yo ya os he propuesto que vayamos
al psiquiatra.
—Cuando cortejaba a Maika —dijo Edik—, provocaba tales alucinaciones que hasta yo
tuve miedo.
—¿Por qué? —preguntó Vitka.
—No lo sé —dijo después de reflexionar—. Probablemente, de entusiasmo.
—Lo que preguntó es por qué alguien nos induciría alucinaciones —dijo Vitka—.
Además, nosotros no somos Maika. Gracias a Dios, somos maestros. ¿Quién puede
superarnos? Bueno, Janus. Bueno, Kivrin, Junta. Tal vez también Giacomo.
—Sasha es un poco más débil —dijo Edik con tono de disculpa.
—¿Y qué? —dije—. ¿Es que solo he tenido visiones yo?
—En realidad, podríamos comprobarlo —dijo Vitka, pensativo— si Sashka… esto… bueno…
—¡Eh, eh! —dije yo—. Interrúmpanme eso. ¿Es que no hay otros métodos? Apretaos un
ojo. O dad el dictáfono a otra persona. Que la escuche y diga si hay algo grabado o
no.
Los maestros sonrieron con compasión.
—Eres un buen programador, Sasha —dijo Edik.
—Arenque —dijo Kornéyev—. Larva.
—Sí, Sáshenka —suspiró Román—. Está claro que no te puedes imaginar cómo es una
alucinación verdadera, minuciosa y escrupulosamente inducida.
En la cara de los maestros apareció una expresión soñadora: parecían estar
recordando momentos dulces. Los miré con envidia. Sonreían. Fruncían las cejas.
Guiñaban el ojo a alguien.
—Todo el invierno en su casa florecieron las orquídeas —dijo Edik repentinamente—.
Olían tan bien como me podía imaginar…
Vitka se despertó.
—Berkeleyanos —dijo—. Sucios solipsistas. «¡Qué horrible es mi idea!»
—Sí —dijo Román—. Las alucinaciones no son objeto de discusión. Es demasiado
sencillo. No somos niños ni viejas. No quiero ser agnóstico. ¿Cuál era tu idea,
Edik?
—¿Mi idea? Ah, sí. También soy primitivo, por lo general. Matricatos.
—Hum —dijo Román, dudoso.
—¿Y eso qué es? —pregunté.
Edik me explicó de mala gana que además de los dobles, que yo ya conocía, existían
también los matricatos: unas copias exactas y totales de los objetos o los seres. A
diferencia de los dobles, los matricatos eran idénticos al original hasta en la
estructura atómica. Distinguirlos por los métodos habituales era imposible. Se
necesitaban aparatos especiales, y normalmente era un trabajo complicado y
laborioso. En sus tiempos, Balsamo consiguió el título de maestro académico por
demostrar que Felipe de Borbón, conocido popularmente por el sobrenombre de Máscara
de Hierro, era un matricato. Este matricato de Luis XIV fue creado en los
laboratorios secretos de los jesuítas con el objetivo de usurpar el trono de
Francia. Actualmente, los matricatos se fabrican con el método de la
bioesterografía al estilo de Richard Cirugue.
Entonces yo no sabía quién era Richard Cirugue, pero contesté enseguida que la idea
de los matricatos podía explicar solo el parecido extraordinario entre los
papagayos. Nada más. Por ejemplo, seguía sin saberse cómo había desaparecido el
papagayo muerto del día anterior.
—Sí, es cierto —dijo Edik—. No insistiré. Y más sabiendo que Janus no tiene ninguna
relación con la bioestereografía.
—Exacto —dije yo, envalentonado—. Es mejor pensar en un viaje al futuro descrito.
¿Sabéis? Como el de Louis Sillínov.
—¿Y? —preguntó Kornéyev sin interés particular.
—Janus vuela a una novela fantástica, coge a un papagayo de allí y se lo trae aquí.
El papagayo estira la pata, él vuelve a volar a la misma página, y vuelta a
empezar… Así se explica el parecido de los papagayos. Es el mismo papagayo, y por
eso tiene un vocabulario de ciencia ficción. Y, además —continué, sintiendo que no
sonaba tan estúpido—, incluso podría explicarse por qué Janus siempre hace las
mismas preguntas: tiene miedo de no haber vuelto al día que toca… Creo que lo he
explicado bien, ¿no?
—¿Y hay alguna novela fantástica así? —preguntó Edik—. ¿En la que salga un
papagayo?
—No lo sé —respondí sinceramente—. Pero en aquellas naves espaciales había toda
clase de animales. Gatos, monos, niños… Además, en Occidente existe una literatura
fantástica amplísima, nunca podrías leerla toda…
—Bueno… En primer lugar, dudo mucho que un papagayo de la literatura fantástica
occidental hable ruso —dijo Román—. Y lo más importante: es totalmente
incomprensible cómo estos papagayos cósmicos, aunque pertenezcan a la literatura
fantástica rusa, conocen a Kornéyev, a Priválov y a Oira-Oira…
—Por no mencionar que una cosa es enviar un cuerpo material a un mundo ideal —dijo
con pereza Vitka—, y otra es enviar un cuerpo ideal a un mundo material. Dudo que
encontráramos un escritor que hubiera creado la imagen de un papagayo apto para una
existencia autónoma en el mundo real.
Recordé al inventor semitransparente y no supe qué replicar.
—Por lo demás —continuó Vitka con benevolencia—, nuestro Sashentsia ofrece unas
esperanzas incuestionables. En su idea se percibe cierta locura noble.
—Janus no quemaría un papagayo ideal —dijo Edik, convencido—. En efecto, un
papagayo ideal no podría siquiera descomponerse.
—Pero ¿por qué? —preguntó de repente Román—. ¿Por qué somos tan incoherentes? ¿Por
qué Sillínov? ¿A santo de qué Janus haría lo mismo que Sillínov? El quid está en
Janus. Él tiene su propia problemática. Janus estudia los espacios paralelos.
¡Partamos de ahí!
—Sí —dije yo.
—¿Crees que Janus ha conseguido establecer contactos con un espacio paralelo? —
preguntó Edik.
—Hace tiempo que estableció contacto. ¿Por qué no suponemos que ha progresado? ¿Por
qué no suponemos que intenta trasladar cuerpos materiales? Edik tiene razón: son
matricatos, deben ser matricatos, porque es imprescindible que se garantice una
identidad total del objeto enviado. Escogen el régimen de traslación dependiendo
del experimento. Los dos primeros traslados no tuvieron éxito: los papagayos
murieron. Hoy el experimento ha salido bien, por lo visto…
—¿Por qué hablan ruso? —preguntó Edik—. ¿Y por qué tienen ese vocabulario?
—Eso quiere decir que allí también es Rusia —dijo Román—. Pero ya extraen rubidio
del cráter de Ritchey.
—Es demasiado forzado —dijo Vitka—. ¿Por qué precisamente un papagayo? ¿Por qué no
un perro o un cobaya? ¿Por qué no sencillamente un magnetófono, a fin de cuentas? Y
otra vez: ¿cómo saben estos papagayos que Oira-Oira es un carcamal y Kornéyev, un
trabajador sobresaliente?
—Grosero —apunté yo.
—Grosero, pero sobresaliente. ¿Y dónde se ha metido el papagayo muerto?
—A ver —dijo Edik—. Así no se puede. Estamos trabajando como aficionados. Como
diletantes que escriben cartas del tipo: «Queridos científicos: Desde hace unos
cuantos años se oyen ruidos subterráneos en el sótano. Explicadme, por favor, a qué
se deben». Hay que ser sistemático. ¿Dónde tienes un papel, Vitia? Vamos a
apuntarlo todo…
Y lo apuntamos todo con la hermosa caligrafía de Edik.
En primer lugar, partimos del postulado de que no era una alucinación; de lo
contrario, sencillamente, el asunto perdería todo el interés. Después formulamos
preguntas a las cuales la hipótesis buscada debería dar respuesta. Dividimos
aquellas preguntas en dos grupos: «Papagayo» y «Janus». El grupo Janus fue
introducido a instancia de Román y Edik, que tenían la intuición fulminante de que
había una relación entre las rarezas de Janus y las del papagayo. No podían
responder a la pregunta de Kornéyev sobre cuál era el sentido físico de las
nociones de «intuición» y «fulminante», pero subrayaron que Janus en sí era un
objeto curiosísimo de investigación, y que cuando el río suena, agua lleva. Como yo
no tenía una opinión propia, ellos dos resultaron mayoría, así que la lista
definitiva de preguntas quedó así:
¿Por qué los papagayos uno, dos y tres, que se observaron los días 10, 11 y 12,
respectivamente, se parecen tanto entre sí hasta el punto de que dimos por supuesto
al principio que eran el mismo?
¿Por qué Janus quemó el primer papagayo, y también, probablemente, el que había
antes que el primero (el cero) y del cual solo había quedado una pluma?
¿Adonde fue a parar la pluma?
¿Adonde fue a parar el segundo papagayo (el muerto)?
¿Qué explicación tiene el vocabulario extraño del segundo y tercer papagayo?
¿Cómo se explica que el tercero supiera quiénes éramos nosotros, y en cambio
nosotros era la primera vez que lo veíamos?
(«¿Por qué y de qué murieron los papagayos?», quise añadir yo, pero Kornéyev gruñó:
«¿Por qué y para qué el primer signo de envenenamiento es la lividez del cadáver?»,
y mi pregunta no llegó a apuntarse.)
¿Qué tienen en común Janus y el papagayo?
¿Por qué Janus nunca se acuerda con quién ni de qué habló el día anterior?
¿Qué le pasa a Janus a medianoche?
¿Por qué Janus-C tiene aquella manera rara de hablar en futuro, mientras que no se
ha advertido nada semejante en Janus-A?
¿Por qué hay dos Janus, y de dónde viene propiamente la leyenda de que Janus
Poluéktovich es una sola persona con dos caras?
Después de aquello estuvimos pensando durante un rato, echando continuamente
vistazos a la hoja. Esperaba que volviera a poseerme una locura noble, pero mis
pensamientos se dispersaban, y cuanto más pensaba, más me convencía el punto de
vista de Sania Zorzal: que en aquel instituto pasaban cosas mucho más raras. Ya
sabía que aquel escepticismo barato era simplemente una consecuencia de mi
ignorancia y mi falta de familiaridad con las categorías de un mundo distinto, pero
qué se le iba a hacer. Todo lo ocurrido, reflexionaba yo, era sorprendente solo si
se consideraba que los tres o cuatro papagayos eran uno y el mismo. Se parecían
tanto entre sí que al principio caí en el error. Es natural. Soy matemático,
respeto los números, y automáticamente asocié su coincidencia (sobre todo porque
eran seis cifras) con la coincidencia del objeto. Sin embargo, estaba claro que no
podía ser uno y el mismo papagayo: se habría infringido la ley causa-efecto, ley
que no estaba dispuesto a negar por culpa de unos papagayos sarnosos, y encima
algunos muertos. Y si no era uno y el mismo papagayo, el problema disminuía. Bueno,
sí, el número coincidía. Bueno, alguien había tirado el papagayo sin que nos
diéramos cuenta. ¿Qué más? ¿El vocabulario? Qué más daba el vocabulario… Sin duda
había una explicación muy sencilla para eso. Ya casi me disponía a soltar mi
discurso sobre todo esto, cuando Vitka dijo de repente:
—Chicos, me parece que ya lo tengo.
Nadie abrió la boca. Nos giramos ruidosamente todos a la vez. Vitka se levantó.
—Es sencillo como un blin —dijo—. Es trivial. Es elemental y banal. Ni siquiera
resulta interesante explicarlo…
Nos levantamos lentamente. Yo tenía la sensación de estar leyendo las últimas
páginas de una apasionante novela de detectives. Todo mi escepticismo se evaporó de
golpe.
—¡La contramoción! —exclamó Vitka.
Edik se tumbó.
—¡Bien! —dijo este—. ¡Bravo!
—¿La contramoción? —dijo Román—. Entonces… Ajá. —Empezó a mover los dedos—. Claro…
Sí… ¿Y si es así? Sí, entonces se entiende por qué sabe quiénes somos… —Román hizo
un amplio gesto de invitación—. O sea, vienen desde allí…
—Y por eso siempre pregunta de qué se habló el día anterior —continuó Vitka—. Y el
vocabulario fantástico…
—¡Eh! ¡Esperad! —empecé a gritar. La última página de la novela parecía estar
escrita en árabe—. ¡Esperad! ¿Qué es la contramoción?
—No —dijo Román con pena, y entonces la cara de Vitka manifestó que también había
entendido que la contramoción no funcionaba—. No sirve —añadió—. Es como el cine…
Imagínate el cine…
—¡¿Qué cine?! —chillé yo—. ¡Que alguien me lo explique!
—El cine es al revés —explicó Román—. ¿Entiendes? La contramoción.
—Maldita sea —dijo Vitka, desolado, y se tumbó en el sofá tapándose la cara con las
manos.
—Sí, no sirve —dijo Edik, también apenado—. Sasha, no te alteres: tampoco sirve. La
contramoción, por definición, es el movimiento en el tiempo en sentido contrario.
Como los neutrinos. Pero lo malo es que, si el papagayo fuera contramotor, volaría
hacia atrás y no se moriría delante de nosotros, sino que resucitaría… Sin embargo,
es una buena idea. En efecto, un papagayo contramotor podría saber cosas sobre el
cosmos. Vive desde el futuro hacia el pasado. Y un Janus contramotor, en efecto, no
podría saber qué sucedió en nuestro «ayer». Porque nuestro «ayer» sería su
«mañana».
—Eso es —dijo Vitka—. Por eso pensé: ¿por qué decía el papagayo que Oira-Oira era
un carcamal? ¿Y por qué a veces Janus predice qué pasará al día siguiente con tanta
exactitud y con tantos detalles? ¿Te acuerdas del incidente del campo de pruebas,
Román? Se imponía que vinieran del futuro…
—Escuchad, pero ¿es que es posible la contramoción? —pregunté.
—Teóricamente, sí —dijo Edik—. La mitad de la materia del universo se mueve en
sentido contrario al tiempo. Prácticamente nadie se ha dedicado a ello.
—¿A quién le hace falta? ¿Y quién lo soportaría? —preguntó Vitka, oscuro.
—Sería un experimento extraordinario —observó Román.
—Un experimento, no; un sacrificio de sí mismo —murmuró Vitka—. Como queráis, pero
aquí hay algo de contramoción… Tengo una intuición fulminante.
—¡Ah, fulminante! —dijo Román, y todos guardamos silencio.
Mientras estábamos callados, yo resumía febrilmente nuestros datos. Si la
contramoción era posible en la teoría, eso quería decir que en teoría era posible
una violación de la ley causa-efecto. En realidad, no sería ni siquiera una
violación, porque la ley seguiría siendo válida por separado para el mundo normal y
para el de la contramoción… Lo cual quería decir que podíamos suponer que los
papagayos no eran tres o cuatro, sino uno y el mismo. Así pues, ¿que resultaba de
todo aquello? El día 10 por la mañana yace muerto en la placa de Petri. Luego lo
queman, se transforma en cenizas y lo dispersan en el viento. Sin embargo, el 11
por la mañana está vivo otra vez. No solo no está incinerado, sino entero e ileso.
Cierto que hacia el mediodía se muere y yace otra vez en la placa de Petri. ¡Esto
es muy importante, diablos! Sentía que lo de la placa de Petri era muy importante…
¡En el mismo sitio! El papagayo del día 12 vuelve a estar vivo y pide un
azucarillo… Aquello no era contramoción, aquello no era una película en sentido
inverso, pero algo de contramoción sí que había ahí… Vitka tenía razón… En la
contramoción, el orden de los sucesos es: el papagayo está vivo, el papagayo se
muere, y queman al papagayo. Desde nuestro punto de vista, si prescindimos de los
detalles, ocurre precisamente al revés: queman al papagayo, el papagayo se muere,
el papagayo está vivo… Como si la película estuviera cortada en tres trozos y
enseñaran primero el último trozo, luego el segundo y por último el primero. Hay
unas rupturas de la continuidad… Se rompe la continuidad… Los puntos de ruptura…
—Chicos —dije con voz helada—, ¿la contramoción tiene que ser obligatoriamente
continua?
Tardaron en reaccionar. Edik fumaba echando el humo hacia el techo; Vitka estaba
tumbado inmóvil boca abajo, y Román me miraba inexpresivo. De golpe abrió
desmesuradamente los ojos.
—¡A medianoche! —susurró en un tono extraño.
Todos se incorporaron bruscamente.
Fue exactamente como si hubiera marcado el gol decisivo en un partido de copa. Se
abalanzaron encima de mí, me besaban en las mejillas, me pegaban en la espalda y en
la nuca, me tiraron al sofá y se tiraron ellos también. «¡Genio!», gritaba Edik.
«¡Lumbrera!», rugía Román. «¡Y yo que pensaba que eras el más tonto de nosotros!»,
decía el grosero de Kornéyev. Después se calmaron y todo fue como la seda.
En primer lugar, Román declaró sin más ni más que ya había descubierto el secreto
del meteorito de Tunguska. Quería contárnoslo enseguida, y nosotros accedimos
encantados, por muy paradójico que sonara. No teníamos prisa por ocuparnos de lo
que más nos interesaba. ¡No, no teníamos ninguna prisa! Nos sentíamos unos
gourmets. No nos abalanzábamos sobre la comida. Aspirábamos los aromas,
entornábamos los ojos y chasqueábamos la lengua, nos frotábamos las manos caminando
alrededor, saboreando de antemano…
—Por fin —empezó Román con voz cautivadora— vamos a arrojar luz sobre el embrollado
problema del prodigio de Tunguska. Hasta ahora, había estudiado este problema gente
sin un ápice de fantasía. Todos esos cometas, meteoritos de antimateria, naves
atómicas autodestructivas, mil clases de nubes cósmicas y generadores cuánticos,
todo eso es tremendamente banal, y por lo tanto alejado de la verdad. Siempre había
creído que el meteorito de Tunguska era una nave extraterrestre, y si no había
podido encontrarse era simplemente porque hacía mucho que ya no estaba allí. Hasta
el día de hoy había pensado que la caída del meteorito de Tunguska no era el
aterrizaje de una nave, sino su despegue. E incluso ese esbozo de hipótesis ya
explicaba muchas cosas. La idea de la contramoción discreta permite resolver este
problema de una vez para siempre…
»¿Qué sucedió el 30 de junio de 1908 en la provincia del Tunguska Pedregoso? A
mediados de julio de aquel mismo año, una nave extraterrestre irrumpió en el
espacio circunsolar. Pero no eran extraterrestres sencillos y poco sofisticados
como los de las novelas fantásticas. ¡Eran contramotores, camaradas! Gente que
había llegado a nuestro mundo desde otro universo, donde el tiempo corre al revés
que el nuestro. Como resultado de la interacción de los flujos inversos de tiempo,
los contramotores normales (que interpretaron nuestro universo como una película en
sentido contrario) se convirtieron en contramotores de tipo discreto. De momento,
las peculiaridades de esta naturaleza discreta no nos interesan; son más
importantes otras cosas. Lo más importante es que su vida en nuestro universo se
sometió a un ritmo cíclico determinado. Si suponemos, para simplificar, que su
unidad cíclica era igual a un día terrestre, entonces su existencia, desde nuestro
punto de vista, aparecería como algo así: por ejemplo, durante el 1 de julio, ellos
viven, trabajan y comen exactamente igual que nosotros. Sin embargo, exactamente a
medianoche, por ejemplo, ellos y sus instalaciones no pasan al 2 de julio, como
nosotros, sino a cuarenta y ocho horas antes, visto desde nuestro punto de vista.
Del mismo modo, cuando acaba el 30 de junio no pasan al 1 de julio, sino al
principio del 29 de junio. Y así sucesivamente. Al llegar muy cerca de la Tierra,
nuestros contramotores descubrieron asombrados, si no lo sabían de antes, que
nuestro planeta daba unos saltos muy extraños en su órbita, saltos que complicaban
extraordinariamente la navegación de la nave. Además, el 1 de julio de nuestro
calendario, día en que se encontraban junto a la Tierra, descubrieron un incendio
espantoso en pleno centro del enorme continente euroasiático, cuyo humo habían
observado los días anteriores (el 2, el 3 y los siguientes de julio, según nuestro
calendario) a través de un potente telescopio. El cataclismo les interesó, pero su
curiosidad científica se inflamó definitivamente cuando la mañana del 30 de junio
(de nuestro calendario) vieron que no había ningún incendio ni rastro de él, y que
bajo la nave se extendía un mar verde y tranquilo de taiga. El intrigado capitán
ordenó aterrizar en el mismo lugar donde el día anterior (según su calendario)
había visto con sus propios ojos el epicentro de la catástrofe ígnea. El resto
ocurrió como tenía que ocurrir. Encendieron los interruptores, centellearon las
pantallas, tronaron los motores planetarios, en los que explotó el ka-gamma-
plasmoin…
—¿Qué? ¿Qué? —preguntó Vitka.
—El ka-gamma-plasmoin. O, digamos, el mu-delta-ionocapa. La nave, envuelta en
llamas, cayó en la taiga y, naturalmente, la incendió. Esta fue justamente la
imagen que vieron los campesinos del pueblo de Karélinskoye y otras personas que
más tarde pasaron a formar parte de la historia como testigos. El incendio fue
terrible. Los contramotores se asomaron, se echaron a temblar y decidieron esperar
entre las paredes refractarias e incombustibles de la nave. Hasta la medianoche
estuvieron escuchando los bramidos y chisporroteos feroces de las llamas, y justo a
medianoche todo cesó de repente. Normal: los contramotores entraron en su nuevo
día, el 29 de junio, según nuestra cronología. Y cuando el osado capitán decidió,
muy precavido, hacia las dos de la noche, asomarse fuera, vio a la luz de sus
potentes proyectores el tranquilo balanceo de los pinos y fue atacado por nubes de
insectos chupópteros conocidos con el nombre de mosquitos en nuestra terminología.
Román tomó aliento y nos miró. Nos estaba gustando mucho. Gozábamos de antemano,
como si estuviéramos conquistando el secreto del papagayo.
—La suerte posterior de los extraterrestres contramotores no nos interesa —
prosiguió Román—. Tal vez, el 15 de junio, tranquilamente y en silencio, sin usar
esa vez ningún antigravitatorio alfa-beta-gamma inflamable, se marcharan de aquel
extraño planeta y volvieran a casa. Tal vez murieran todos, envenenados por la
saliva de los mosquitos, y su nave cósmica hace tiempo que esté en nuestro planeta,
sumergida en las profundidades del tiempo, y los trilobites del fondo del mar
silúrico se arrastren por encima de ella. También podría ser que en algún momento
del año 1906, o de 1901, tropezara con ella un cazador de la taiga y después lo
explicara largo y tendido a sus amigos, quienes, como es lógico, no le creerían ni
una palabra. Para terminar mi breve presentación, me permito expresar mi simpatía
por los estupendos investigadores que intentaron hallar algo en la región del
Tunguska Pedregoso sin éxito. Hechizados por las evidencias, se interesaron solo
por lo que pasó en la taiga después de la explosión, pero ninguno de ellos intentó
saber que había pasado hasta aquel momento. Dixi![*]
Román carraspeó y bebió una taza de agua de la vida.
—¿Alguien tiene alguna pregunta para el ponente? —preguntó Edik—. ¿No hay
preguntas? Perfecto. Volvamos a nuestros papagayos. ¿Quién pide la palabra?
Todos la pedimos. Todos intentábamos hablar, incluso Román, que se había quedado un
poco afónico. Nos quitábamos mutuamente el papel con la lista de preguntas y las
tachábamos una tras otra. Al cabo de media hora ya habíamos presentado una
explicación exhaustiva, clara y elaborada al detalle del fenómeno observado.
En 1841, en el seno de la familia del humilde terrateniente y alférez retirado
Poluekt Jrisánfovich Extémporov, nació un hijo. Lo llamaron Janus en honor del
pariente lejano Janus Poluéktovich Extémporov, quien predijo con exactitud el sexo,
el día e incluso la hora del nacimiento del bebé. Aquel pariente, un viejecito
tranquilo y sencillo, se trasladó a la hacienda del alférez retirado poco después
de la invasión napoleónica. Allí vivía en un ala del edificio y se entregaba a los
estudios científicos. Era un poco estrafalario, como suele ser la gente de ciencia,
y tenía muchas rarezas, pero se encariñó con su ahijado con toda su alma y no se
separaba de él ni un paso. Le inculcó sus conocimientos de matemáticas, química y
otras ciencias. Puede decirse que el joven Janus no pasó ni un día sin la presencia
del viejo Janus y probablemente por eso no notó aquello que asombraba a los demás:
el viejo no solo no envejecía con los años, sino que, por el contrario, se volvía
más fuerte y vigoroso. A finales de siglo, el viejo Janus inició al joven en los
secretos finales de la magia analítica, relativista y abstracta. Siguieron viviendo
y estudiando codo con codo, participando en todas las guerras y revoluciones,
soportando con más o menos coraje los altibajos de la historia, hasta que fueron a
parar, por fin, al Nuevo Instituto Científico de Adivinación y Sortilegios…
Francamente, toda esta parte introductoria era mera literatura. Del pasado de los
Janus solo sabíamos con certeza el hecho de que J. P. Extémporov nació el 7 de
marzo de 1841. No teníamos ni idea de cuándo ni cómo J. P. Extémporov se había
convertido en el director del instituto. Tampoco sabíamos quién había sido el
primero en descubrir y dar a conocer que Janus-C y Janus-A eran la misma persona
con dos caras. Yo lo había sabido por Oira-Oira y me lo había creído porque no
podía entenderlo. Oira-Oira se había enterado por Giacomo y también se lo había
creído porque era joven e impresionable. A Kornéyev se lo había dicho la mujer de
la limpieza, y en aquel momento había decidido que el hecho era tan trivial que no
merecía ni una reflexión. Y Edik había oído cómo hablaban de aquello Savaoth
Baálovich y Fiódor Simeónovich. Edik era entonces un ayudante de laboratorio joven
y creía en todo excepto en Dios.
De modo que nuestro conocimiento del pasado de los Janus era muy incierto. En
cambio, conocíamos el futuro con exactitud total. Janus-A, que se ocupaba más del
instituto que de la ciencia, en un futuro próximo se entusiasmaría tremendamente
por las ideas de la contramoción práctica. Consagraría a ella toda su vida. Tendría
un amigo: un pequeño papagayo verde que se llamaba Fotón, que le habrían regalado
unos famosos cosmonautas rusos. Esto sucedería el 19 de mayo, o bien de 1973, o
bien de 2073: así descifró el listo de Edik el misterioso número 190573 del anillo.
Probablemente, poco después de aquello, por fin Janus-A obtendría un éxito decisivo
y se transformaría en contramotor, él y el papagayo Fotón, que en el momento del
experimento estaría en su hombro pidiéndole un azucarillo. Precisamente en aquel
momento, si es que entendíamos algo de la contramoción, el futuro de la humanidad
perdería a Janus Poluéktovich Extémporov; en cambio, el pasado de la humanidad
encontraría a dos Janus, puesto que Janus-A se transformaría en Janus-C y se
deslizaría hacia atrás por el eje del tiempo. Se encontrarían todos los días, pero
ni una vez en la vida a Janus-A se le pasaría por la cabeza sospechar algo, porque
estaría acostumbrado a ver la cara dulce y cubierta de arrugas de Janus-C, su
pariente lejano y maestro, desde que estaba en la cuna. Y todos los días a
medianoche, justo a la hora cero, cero minutos, cero segundos, cero terceros de la
hora local, Janus-A pasaba, como todos nosotros, de la noche de hoy al día de
mañana, mientras que Janus-C y su papagayo pasaban, en un instante, en un
microcuanto de tiempo, de nuestra noche de hoy a nuestra mañana de ayer.
He ahí por qué los papagayos uno, dos y tres, observados respectivamente los días
10, 11 y 12, eran tan parecidos entre sí: eran uno y el mismo. ¡Pobre Fotón! Puede
que muriera de viejo o que le diera una corriente de aire, pero enfermó y llegó
volando para morir en la querida balanza del laboratorio de Román. Se murió, y su
dueño, afligido, lo incineró y esparció sus cenizas, e hizo esto porque no sabía
cómo se comportaban los contramotores muertos. O precisamente porque sí lo sabía.
Naturalmente, nosotros habíamos observado todo este proceso como si fuera una
película con las partes traspuestas. El día 9, Román encuentra una pluma que había
quedado intacta de Fotón. El cadáver de Fotón ya no está: lo incinerarán el día
después. Al día siguiente, el 10, Román lo encuentra en la placa de Petri. Janus-C
coge el cuerpo y lo quema en el horno. La pluma se queda en el horno hasta el final
del día, y a medianoche pasa a nuestro día 9. El día 11 por la mañana, Fotón está
vivo, aunque ya está enfermo. Muere delante de nosotros debajo de la balanza (en la
que tanto le gusta estar ahora), y el bueno de Sania Zorzal lo pone en la placa de
Petri, donde se queda hasta la medianoche, pasa a la mañana del día 10, lo
encuentra ahí Janus-C, lo incinera, lo esparce en el viento, pero la pluma se queda
hasta la medianoche y pasa a la mañana del día 9, cuando la encuentra Román. El día
12 por la mañana, Fotón está vivo y sano, se deja entrevistar por Kornéyev y pide
un azucarillo. A medianoche pasará a la mañana del día 11, se pondrá enfermo, se
morirá y lo colocarán en la placa de Petri; a medianoche pasará a la mañana del día
10, será incinerado y esparcido en el viento, pero quedará la pluma, que a
medianoche pasará a la mañana del día 9, cuando Román la encontrará y la tirará a
la papelera. El día 13, el 14, el 15 y los días sucesivos, Fotón, para alegría de
todos nosotros, estará contento y locuaz, y nosotros lo mimaremos, le daremos
azucarillos y granos de pimienta, y Janus-C entrará y nos preguntará si no nos
molesta. Aplicándole el interrogatorio de asociación de ideas, averiguaremos muchas
curiosidades relativas a la expansión de la humanidad en el cosmos y, sin duda,
algo sobre nuestro propio futuro personal.
Cuando llegamos a aquel punto del razonamiento, Edik se ensombreció de repente y
dijo que no le había gustado la alusión de Fotón sobre su muerte prematura.
Kornéyev, con su falta de tacto habitual, advirtió que todas las muertes de los
magos son prematuras y que a todos nos llegaría de todas formas. «O también —dijo
Román— puede que te quisiera más que a los demás y solo se acordara de tu muerte.»
Edik entendió que no tenía por qué morirse antes que nosotros y se puso de mejor
humor.
Sin embargo, la conversación sobre la muerte llevó nuestros pensamientos por un
cauce melancólico. Todos, excepto Kornéyev, por supuesto, empezamos a sentir
compasión por Janus-C. En realidad, si se piensa, su situación era terrible. En
primer lugar, se mostraba como un ejemplo de infinita generosidad científica,
porque a la práctica estaba privado de la posibilidad de utilizar el fruto de sus
ideas. En segundo lugar, para él no había ningún futuro luminoso. Nosotros
caminábamos por el mundo de la razón y la fraternidad, pero él iba día tras día al
encuentro de Nicolás el Sangriento, el régimen de servidumbre, la matanza de la
plaza del Senado y —¿quién sabe?— tal vez hacia el periodo de Arakchéyev, el de
Biron o la opríchnina. Y en algún momento, atrás en el tiempo, en el parqué
encerado de la Academie des Sciences de San Petersburgo, un día gris se encontraría
con un colega con una peluca empolvada, un colega que desde hacía una semana lo
observaba con extrañeza. Soltaría un grito, juntaría las manos asombrado y con los
ojos aterrorizados farfullaría: «¡Herr Extémporrroff! ¿Cómo puede serrr? Perrro si
ayerrr en La Gaceta escribierrron indudablemente que usted fallesió de un golpe…».
Y él tendría que contestar algo de un hermano gemelo o de rumores infundados,
mientras sabía y entendía perfectamente qué significaba esa conversación…
—Cortad el rollo —dijo Kornéyev—. Sois unos llorones. Pensad que él conoce el
futuro. Ya ha estado en el lugar que para nosotros aún está tan lejano. Y quizás
sepa muy bien cuándo moriremos.
—Esa es otra cuestión —dijo Edik, triste.
—Debe de ser duro para el viejo —dijo Román—. Haced el favor de tratarlo con más
dulzura y calidez. Sobre todo tú, Vitka. Eres muy maleducado con él.
—¡Pero es que es un pesado! —replicó Vitka—. Que si de qué hemos hablado, que si
dónde nos hemos visto…
—Pero ahora ya sabes por qué es pesado, así que compórtate bien.
Vitka se enfurruñó y se puso a mirar el papel de la lista de preguntas, todo
ofendido.
—Tenemos que explicarle las cosas con todo detalle —dije yo—. Todo lo que sabemos.
Tenemos que predecirle su futuro inmediato regularmente.
—¡Sí, maldita sea! —exclamó Román—. Este invierno se rompió una pierna. En el
hielo.
—Hay que advertirle —dije con resolución.
—¿Qué? —dijo Román—. ¿Sabes lo que estás diciendo? Ya se le cicatrizó hace tiempo…
—Claro, aún no se la había roto —objetó Edik.
Nos llevó un tiempo intentar comprender todo aquello.
—¡Un momento! —exclamó Vitka de repente—. ¿Qué es esto? Chicos, hay una pregunta
que no está tachada…
—¿Cuál?
—¿Adonde fue a parar la pluma?
—¿Cómo que adonde? —dijo Román—. Pasó al día 8. Y precisamente el día 8 encendí el
horno para fundir una cosa…
—¿Y qué conclusión sacamos?
—No, la tiré a la papelera… No la vi allí ni el 8, ni el 7, ni el 6… Hum… ¿Dónde
estaba?
—La tiraría la mujer de la limpieza —sugerí.
—Sería interesante reflexionar sobre esto —dijo Edik—. Supongamos que nadie la
quema. ¿Qué aspecto tendría en un futuro?
—Hay cosas más interesantes —dijo Vitka—. Por ejemplo, ¿qué pasa con las botas de
Janus cuando las lleva hasta el día que las hacen en la fábrica El Andarín? ¿Y que
ocurre con lo que come para cenar? Y muchas más…
Pero ya estábamos muy cansados. Todavía discutimos un poco más, luego llegó Sania
Zorzal y nos echó del sofá. Nosotros seguimos discutiendo, y él encendió su Spidola
y nos pidió dos rublos. «Venga, dádmelos», gemía. «No tenemos», le contestábamos.
«Va, que son los últimos… ¡Por favor!» Se hizo imposible discutir y decidimos ir a
comer.
—Al fin y al cabo —dijo Edik—, nuestra hipótesis no es tan fabulosa. Quizás el
destino de Janus-C sea aún más sorprendente.
Era muy posible, pensamos todos, y nos dirigimos al comedor.
Yo pasé un momento por la sala de electrónica para decir que me iba a comer. Por el
pasillo me tropecé con Janus-C, quien me miró atentamente, sonrió misteriosamente y
me preguntó si no nos habíamos visto el día anterior.
—No, Janus Poluéktovich —dije—. Ayer no nos vimos. Ayer usted no estaba en el
instituto. Se fue muy temprano por la mañana a Moscú.
—Ah, sí —dijo—. Se me había olvidado.
Me sonrió con tanta dulzura que me decidí. Era un poco descarado por mi parte, por
supuesto, pero últimamente Janus Poluéktovich me había estado tratando bien, y eso
significaba que no me iba a pasar nada malo con él. Así que miré con recelo a mi
alrededor y le pregunté en voz baja:
—Janus Poluéktovich, ¿puedo hacerle una pregunta?
Levantó las cejas y me miró unos segundos fijamente; después se acordó de algo y
dijo:
—Claro, adelante. ¿Solo una?
Tenía razón. Todo aquello no cabía en una sola pregunta. ¿Habría una guerra?
¿Resultaría algo bueno de mí? ¿Se encontraría la fórmula de la felicidad universal?
¿Moriría algún día el último imbécil?…
—¿Podría pasar por su despacho mañana por la mañana? —le pregunté.
Negó con la cabeza.
—No —respondió, me pareció que con un regocijo un poco malicioso—. Es imposible.
Mañana por la mañana, Alexandr Ivánovich, le llamarán de la fábrica de la ciudad de
Kítezh, y yo tendré que enviarle en comisión de servicio.
Me sentí idiota. Había algo de humillante en aquel determinismo que me condenaba a
mí, una persona autónoma con libre albedrío, a unas acciones y conductas totalmente
determinadas y que ya no dependían de mí. No se trataba de si me apetecía ir a
Kítezh o no. A partir de aquel momento no podía morir, ni ponerme enfermo, ni hacer
lo que me diera la gana («¡hasta el cese de la relación laboral!»); estaba
predestinado, y por primera vez entendí el terrible significado de aquella palabra.
Siempre había sabido que era malo estar predestinado, por ejemplo, a un castigo o a
la ceguera. Pero incluso estar predestinado al amor de la chica más buena del
mundo, a una interesantísima vuelta al mundo y a una visita a Kítezh (adonde, por
cierto, deseaba ir desde hacía tres meses) también podía ser extremamente
desagradable. El hecho de conocer el futuro se me presentó bajo una nueva luz…
—No es bueno empezar a leer un buen libro por el final, ¿verdad? —dijo Janus
Poluéktovich, observándome con sinceridad—. Y por lo que respecta a sus preguntas,
Alexandr Ivánovich… Intente entender que no existe un futuro único para todos. Hay
muchos futuros, y cada uno de sus actos crea uno distinto… Ya lo entenderá —afirmó
convencido—. Sí que lo entenderá.
Efectivamente, más tarde lo entendí.
Pero esa es otra historia totalmente distinta.

EPÍLOGO Y COMENTARIOS
BREVE EPÍLOGO Y COMENTARIOS DEL DIRECTOR EN FUNCIONES DEL LABORATORIO DE
COMPUTACIÓN DEL NICASO, EL CIENTÍFICO I. PRIVÁLOV
LOS RELATOS OFRECIDOS DE LA VIDA DEL NUEVO Instituto Científico de Adivinación y
Sortilegios no son, en mi opinión, realistas en el sentido estricto de la palabra.
Sin embargo, tienen méritos que los distinguen favorablemente de las obras sobre
temas análogos de G. Perspicaz y B. Criadero y permiten recomendarlos a un amplio
círculo de lectores.
Ante todo, es preciso señalar que los autores han sabido comprender la situación y
separar los aspectos progresistas de los conservadores en lo que se refiere al
trabajo del instituto. Los relatos no despiertan la irritación que se experimenta
al leer los artículos aduladores acerca de los trucos oportunistas de Sfugallo o
las transcripciones entusiastas de los irresponsables pronósticos de los
trabajadores del Departamento del Conocimiento Absoluto. Además, me complace
destacar la actitud de los autores hacia la figura del mago como ser humano. No
tratan al mago con admiración distante ni reverencia temerosa; pero tampoco lo
consideran el típico estúpido de las películas ni un individuo que no es de este
mundo, pierde siempre las gafas, no es capaz de dar un puñetazo en la cara a un
gamberro y lee a la chica amada fragmentos escogidos del Curso de cálculo
diferencial e integral. Todo esto significa que los autores han adoptado un tono
fiel. Otro mérito de los relatos es que los autores describen el instituto desde el
punto de vista de un recién llegado y que no pasan por alto la profunda
correspondencia entre las leyes administrativas y las de la magia. Por lo que
respecta a los defectos de los relatos, la inmensa mayoría de ellos se debe a la
orientación humanista primigenia de los autores. Al ser literatos profesionales,
muy a menudo los autores prefieren la llamada verdad artística a la llamada verdad
de los hechos. Además, como la mayoría de literatos profesionales, son
importunamente emocionales y penosamente ignorantes en cuestiones de magia
contemporánea. Sin tener nada que objetar contra la publicación de estos relatos,
considero no obstante necesario señalar algunos defectos y errores concretos.
1. El título general de los relatos, tal como me parece, no se corresponde del todo
con el contenido. Con este proverbio nuestro tan extendido, los autores querían
decir, por lo visto, que los magos trabajan sin cesar, incluso cuando descansan. En
efecto, la realidad casi es así, pero en los relatos no se percibe. Los autores se
apasionan excesivamente por nuestro exotismo y no resisten la tentación de ofrecer
las aventuras más llamativas y los episodios más espectaculares. Las aventuras del
espíritu, que constituyen la esencia de la vida de cualquier mago, casi no
encuentran sitio en los relatos. Por supuesto, no me refiero al último capítulo de
la tercera parte, donde los autores han intentado mostrar el trabajo del
pensamiento, pero lo han hecho sobre el material ingrato de un problema lógico
bastante elemental y de aficionados (en cuya redacción han cometido un lapso lógico
muy primitivo, y encima los muy desvergonzados se lo han atribuido a sus héroes.
Qué típico). Por cierto, he expuesto a los autores mi punto de vista acerca de este
punto, pero ellos se han limitado a encogerse de hombros y me han dicho un poco
molestos que me tomaba los relatos demasiado en serio.
2. La ya mencionada ignorancia en las cuestiones de la magia como ciencia tiende
trampas a los autores a lo largo de todo el libro. Por ejemplo, al formular el tema
de la disertación de M. F. Rábanin, cometen catorce (!) errores fácticos. El
importantísimo término «hipercampo», que evidentemente les encanta, lo insertan en
el texto por todas partes y fuera de propósito. Al parecer, sus entendederas no
llegan a concebir que el sofá traductor no es un emisor de radiaciones del campo M,
sino del mu; que el término «agua de la vida» cayó en desuso hace ya dos siglos;
que el misterioso aparato llamado acuavitómetro y la máquina electrónica llamada
Aldan no existen en la naturaleza; que un jefe de un laboratorio computacional muy
pocas veces se dedica a verificar programas (para eso existen programadores
matemáticos; tenemos dos en el laboratorio, pero los autores se empeñan en
llamarlos «chicas»). La descripción de los ejercicios de materialización en el
primer capítulo de la segunda parte es horrible: en la conciencia de los autores
permanecen anclados los términos salvajes del «vector magistatum» y el «conjuro de
Auers»; la ecuación de Stokes no tiene ninguna relación con la materialización, y
en el momento descrito, es imposible que Saturno estuviera en la constelación de
Libra. (Este último lapsus es aún más imperdonable teniendo en cuenta, por lo que
tengo entendido, que uno de los autores es astrónomo profesional.) Podría seguir
elaborando una lista de este tipo de errores y despropósitos, pero no lo haré
porque los autores se han negado en rotundo a corregir nada. También se han negado
a suprimir toda la terminología que no comprenden: uno afirma que es necesaria para
el medio, y el otro, que aporta colorido. Por lo demás, me he visto obligado a
estar de acuerdo con su consideración de que la gran mayoría de lectores
seguramente no será capaz de distinguir la terminología correcta de la incorrecta y
que, sea cual sea la terminología presentada, ni un solo lector sensato se la va a
creer.
3. La aspiración a la ya mencionada verdad artística (en palabras de uno de los
autores) y a la tipificación (en palabras del otro) ha conducido a alterar
significativamente las representaciones de las personas reales que aparecen en la
narración. En general, los autores tienden a la nivelación de los héroes, y por eso
los únicos más o menos verosímiles sean tal vez Sfugallo y, hasta cierto punto,
Cristóbal Josévich Junta. (No hablo de la representación episódica del vampiro
Alfred, que les ha salido mejor que ningún otro personaje.) Por ejemplo, los
autores repiten hasta la saciedad que Kornéyev es grosero, y se creen que los
lectores pueden formarse una idea adecuada de esa grosería. Sí, Kornéyev es
realmente grosero. Pero precisamente por eso, Kornéyev el personaje tiene el
aspecto de un «inventor semitransparente» (en terminología de los propios autores)
en comparación con el Kornéyev real. Lo mismo ocurre con la tan manoseada cortesía
de E. Amperian. R. P. Oira-Oira es totalmente inmaterial en los relatos, y eso que
en el periodo descrito se estaba separando de su segunda mujer y estaba a punto de
casarse con la tercera. Los ejemplos aducidos seguramente serán suficientes para
que el lector no otorgue demasiada veracidad a mi propio retrato.
4. Unas palabras acerca de la portada.
La portada posee una alta fiabilidad y es muy satisfactoria. (Yo llegué a pensar
que la dibujante estaba directamente relacionada con nuestros colegas del Centro de
Investigación y Recursos de Cabalística y Ocultismo.) Esto es una prueba más de que
el verdadero talento, aunque esté mal informado, no es capaz de separarse del todo
de la realidad. Sin embargo, al mismo tiempo es imposible no advertir que, por
desgracia, la artista veía el mundo a través de los ojos de los autores, de cuyas
peculiaridades ya he hablado. A pesar de todo, espero que el sentido del humor
inherente a los trabajadores del CIRCO refrene su impulso de iniciar una acusación
literaria y crítica por difamación, descrédito, desinformación y aislamiento.
Los autores me han pedido que explique algunos términos desconocidos y nombres poco
familiares que se encuentran en el libro. Al cumplir esta petición me encontré con
ciertas dificultades. Naturalmente, no me propongo explicitar la terminología
inventada por los autores («acuavitómetro», «transferencia temporal», etc.). Ni
tampoco creo que sea de mucha utilidad explicitar los términos empleados que exigen
un conocimiento especializado básico. Por ejemplo, no se puede explicar el término
«hipercampo» a una persona que entiende poco de la teoría vacío físico. El término
«transgresión» aún es más denso, y además las diferentes escuelas lo usan en
sentidos distintos. En definitiva, me he limitado a comentar algunos nombres,
términos y nociones lo bastante difundidos, por un lado, y lo bastante específicos
de nuestro trabajo, por otro. En fin, comentaré algunas palabras que no tienen
relación directa con la magia, pero que, a mi modo de ver, pueden provocar
perplejidad en los lectores.
Augures: En la antigua Roma, sacerdotes que predecían el futuro según el vuelo de
las aves y su comportamiento. La inmensa mayoría de ellos eran unos granujas
deliberados. En un grado considerable, esto puede aplicarse a los augures del
instituto, aunque ahora utilizan métodos nuevos.
Anacéfalo: Monstruo privado de cerebro y cráneo. Suelen morir al nacer o algunas
horas después.
Betsalel, Liva Ben: Famoso mago de la Edad Media, alquimista de la corte del
emperador Rodolfo II.
Basilisco: En los cuentos, monstruo con cuerpo de gallo y cola de dragón que mata
con la mirada. En realidad es el el antiguo pangolín, actualmente casi extinguido,
cubierto de plumas, antecesor del ave primitiva arqueoptérix. Es capaz de
hipnotizar. En el vivero del instituto se conservan dos ejemplares.
Cirugue, Richard: Héroe de la novela fantástica El mono, que inaugura el método de
la fotografía volumétrica.
Danaides: En la mitología griega, las hijas criminales del rey Dánao que mataron a
sus maridos por orden de aquel. Primero fueron condenadas a llenar de agua un tonel
sin fondo. Más tarde hubo una apelación y el tribunal tuvo en cuenta el hecho de
que las habían obligado a casarse. Esta circunstancia atenuante les permitió
cambiar su trabajo por un menos absurdo: en el instituto se dedican a levantar el
asfalto que ellas mismas han puesto recientemente.
Demonio de Maxwell: Elemento importante del experimento mental del gran físico
inglés Maxwell. Se destinó para atacar el segundo principio de la termodinámica. En
el experimento mental de Maxwell, el demonio se dispone al lado de una abertura en
un tabique que separa un recipiente con moléculas que se mueven. El trabajo del
demonio consiste en dejar pasar las moléculas rápidas de una mitad del recipiente a
la otra y cerrar el paso ante las narices de las lentas. Un demonio ideal es capaz
de crear una temperatura muy alta en una mitad del recipiente y muy baja en la otra
sin inversión de energía, y consigue así un motor eterno de segunda clase. Sin
embargo, solo hace relativamente poco, y solo en nuestro instituto, se consiguió
encontrar y adaptar al trabajo a tales demonios.
Dgian-ben-Dgian: O un antiguo inventor o un antiguo guerrero. Su nombre siempre va
ligado a la idea del escudo y no se encuentra por separado. (Se menciona, por
ejemplo, en La tentación de San Antonio, de G. Flaubert.)
Domovói: Según la gente supersticiosa, cierto ser sobrenatural que vive en las
casas habitadas. No hay nada de sobrenatural en los domovóis. O bien son magos
degradados que se resisten a la reeducación, o bien una mezcla de gnomos con
ciertos animales domésticos. En el instituto están a las órdenes de M. M.
Comepiédrov y se emplean para trabajos auxiliares que no necesitan cualificación.
Drácula, conde: Famoso vampiro húngaro de los siglos XVII-XIX. Nunca fue conde.
Cometió un montón de crímenes contra la humanidad. Lo cazaron los húsares, que lo
atravesaron solemnemente con una estaca de álamo delante de una gran multitud. Se
caracterizaba por una capacidad vital inusitada: la autopsia descubrió un kilo y
medio de balas de plata.
Estrella de Salomón: En la literatura mundial, signo mágico con forma de estrella
de seis puntas que posee propiedades mágicas. En la actualidad, como la inmensa
mayoría de otros encantamientos geométricos, ha perdido cualquier fuerza y solo es
útil para intimidar a las gentes ignorantes.
Fantasma: Espectro, visión. Según el pensamiento contemporáneo, es un coágulo de
información necrobiótica. Los fantasmas provocan terror en los ignorantes, pero son
totalmente inofensivos. En el instituto se usan para precisar verdades históricas,
aunque jurídicamente no pueden considerarse testigos oculares.
Genio: Espíritu maligno de los mitos árabes y persas. Casi todos los genios son
dobles del rey Salomón y de magos de aquella época. Se usaban con objetivos
militares y de gamberrismo político. Se caracterizan por su carácter abominable,
desvergüenza y una ausencia total del sentimiento de gratitud. Su ignorancia y
agresividad son tales que casi todos están encerrados. En la magia contemporánea se
usan ampliamente en calidad de conejillos de indias. Por ejemplo, E. Amperian,
sobre el material de trece genios, determinó la cantidad de mal que puede causar a
la sociedad un imbécil ignorante y malvado.
Gnomo: En las leyendas de Europa occidental, enano feo que guarda tesoros
subterráneos. Yo he hablado con algunos, y son realmente feos y enanos, pero no
saben nada de ningún tesoro. La mayoría de ellos son dobles olvidados y muy
mermados.
Golem: Uno de los primeros robots cibernéticos, hecho de barro por Liva Ben
Betsalel. (Véase, por ejemplo, la película cómica checoslovaca El panadero del
emperador. El golem que sale es muy parecido al nuestro.)
Harpías: En la mitología griega, diosas del torbellino, y en realidad, un tipo de
seres fantásticos que son el producto residual de experimentos de distintos magos
del campo de la reproducción. Tenían el aspecto de grandes pájaros rojos con
cabezas de vieja muy desaliñadas, voraces y hurañas.
Hidra: Entre los antiguos griegos, dragón acuático fantástico de muchas cabezas. En
nuestro instituto existe un reptil de muchas cabezas, la hija del dragón Gorínich,
y unos plesiosauros del lago Ness.
Hombre lobo: V. Licántropo.
Homúnculo: Según la representación de los ignorantes alquimistas medievales, un ser
humanoide elaborado arificialmente en un matraz. En realidad, no se puede crear un
ser artificial en un matraz. Los homúnculos se sintetizan en autoclaves especiales
y se emplean para simulaciones biomecánicas.
Íncubo: Tipo de muerto viviente. Tiene la costumbre de casarse con vivos. No
existe. En la magia teórica, el término «íncubo» se usa en un sentido totalmente
distinto: la medida de energía negativa de un organismo vivo.
Incunable: Así se llaman los primeros libros impresos. Algunos se caracterizan por
sus increíbles dimensiones.
Ifrit: Una especie de genio. Normalmente, los ifrites son dobles bien conservados
de importantes jefes militares árabes. En el instituto, M. M. Comepiédrov los usa
en calidad de guardas armados, ya que se diferencian de los demás genios por su
estricta disciplina. El mecanismo lanzallamas de los ifrites ha sido poco
estudiado, y es dudoso que se investigue alguna vez a fondo, porque no le hace
falta a nadie.
Kitsune: V. Licántropo.
Levitación: Capacidad de volar sin ningún dispositivo técnico. Es ampliamente
conocida la levitación de los pájaros, murciélagos e insectos.
Licántropo: Persona capaz de transformarse en ciertos animales: en lobo (hombre
lobo), en zorro (kitsune), etc. No se sabe por qué en las gentes supersticiosas
despierta terror. V. P. Kornéyev, por ejemplo, cuando le duele la muela del juicio,
se vuelve un gallo, y enseguida se encuentra mejor.
Martillo de las brujas: Antiguo manual sobre el interrogatorio de tercer grado.
Compilado y adaptado por los clérigos con el fin especial de descubrir brujas. En
tiempos más recientes fue retirado por caduco.
Muerto viviente: En general, objeto sin alma resucitado: un retrato, una estatua,
un ídolo, un pelele. (Véase, por ejemplo, A. N. Tolstói, El conde de Cagliostro.)
Uno de los primeros en la historia de los muertos vivientes fue la archiconocida
Galatea, un trabajo del escultor Pigmalión. En la magia contemporánea, los muertos
vivientes no tienen uso. Por lo general son increíblemente bobos, caprichosos,
histéricos y casi no se dejan domesticar. En el instituto, a los muertos vivientes
a veces se les llama irónicamente «dobles abortados» y «trabajadores dobleformes».
Oráculo: Según los antiguos, medio de comunicación de los dioses con la gente: el
vuelo de un pájaro (para los augures), el susurro de los árboles, el delirio de un
profeta, etc. También se llama oráculo el lugar donde se daban las predicciones. El
Oráculo de Solovets es una habitación pequeña y oscura donde ya hace muchos años se
proyecta instalar una potente computadora electrónica para las pequeñas profecías.
Pitia: Sacerdotisa y profetisa de la antigua Grecia. Vaticinaba inspirando vapores
venenosos. La pitias no ejercen en nuestro instituto. Fuman mucho y se dedican a la
teoría general profética.
Ramapiteco: Según el pensamiento contemporáneo, el antecesor directo del
pitecántropo en la escala evolutiva.
Taxidermista: Disecador de animales, que rellena su piel. Recomiendo a los autores
esta palabra infrecuente, porque C. J. Junta se enfurece cuando lo llaman
simplemente «disecador».
Tercero: La sexagésima parte de un segundo.
Tribu: Aquí, clan. Decididamente, no entiendo por qué los editores del Libro de los
Destinos tienen necesidad de llamar clan a la tribu de los ramapitecos.
Upanishads: Comentarios de los antiguos hindúes a los cuatro libros sagrados.
Vampiro: En los cuentos populares, muerto que chupa sangre. No existe. En realidad,
los vampiros son magos que entraron por un motivo u otro en el camino del mal
abstracto. El método para acabar con ellos desde tiempos inmemoriales es una estaca
de álamo y balas fundidas de plata nativa. En el texto, la palabra «vampiro» se usa
en todas partes de forma imprecisa.
A. PRIVÁLOV

POSTFACIO DE BORÍS N. STRUGATSKI


LA IDEA DE UNA NOVELA SOBRE MAGOS, brujas, hechiceros y encantadores se nos ocurrió
hace mucho tiempo, ya a finales de los años cincuenta. Al principio no teníamos ni
idea de qué acontecimientos tendrían lugar en ella; sólo sabíamos que los héroes
deberían ser personajes de cuentos, leyendas, mitos e historias de miedo de todas
las épocas y pueblos. Todo esto, en el escenario de un instituto científico
contemporáneo con todos sus detalles, que uno de los autores conocía bien por
experiencia propia, y el otro, a partir de los relatos de muchos conocidos
científicos suyos. Durante mucho tiempo estuvimos reuniendo anécdotas, apodos,
características graciosas de nuestros futuros héroes, y lo apuntábamos todo en
pedacitos sueltos de papel (que luego perdíamos invariablemente). Sin embargo, no
había un progreso real: no conseguíamos concebir de ninguna de las maneras ni un
argumento ni una trama.
A la práctica, todo empezó una tarde lluviosa en la estación de Kislovódskaya
Górnaya,[*] donde mano a mano se morían de aburrimiento dos colaboradores del
observatorio de Púlkovo: el colaborador científico adjunto B. Strugatski y la
ingeniero jefe Lidia Kamionko. Era octubre de 1960. Borís Natánovich había
interrumpido sus labores de búsqueda de un lugar para el Gran Telescopio por las
montañas verdes y húmedas del norte del Cáucaso, y esperaba a que se terminaran los
mil y un formulismos relacionados con el traspaso del material, la liquidación del
dinero restante, el informe de la expedición y otros cuentos. Y Lidia Kamionko
había llegado a la estación de Górnaya para ajustar cierto aparato nuevo, pero se
pasaba el tiempo de brazos cruzados debido a que el clima no era adecuado para la
observación astronómica. Así que, llevados por el aburrimiento, una tarde se
pusieron a inventar un cuentecito sin principio ni final en el que había la misma
lluvia, la misma lámpara tenue con el mismo cable y sin pantalla, la misma veranda
húmeda hecha de un mueble viejo y cajas de maquinaria, y el mismo aburrimiento
deprimente; sin embargo, en él sucedían cosas divertidísimas y totalmente
imposibles: gente extraña y absurda aparecía de la nada, ocurrían cosas mágicas y
se pronunciaban discursos disparatados y graciosos. Este galimatías de cuatro
páginas absolutamente surrealista terminaba con las palabras: «¡¡¡EL SOFÁ NO
ESTABA!!!».
BN [Borís Natánovich Strugatski] volvió a su casa vía Moscú y pasó por casa de su
hermano-coautor, y allí, en el seno familiar, leyó en voz alta aquel borrador, que
provocó la risa general y la aprobación común. Sin embargo, la cosa se quedó ahí;
entonces no se nos pasó por la cabeza que el sofá que había desaparecido
misteriosamente era en realidad un sofá traductor mágico, y que los tipos extraños
eran magos que iban detrás de él. Las cosas tomaron su curso normal; teníamos por
delante casi un año para reflexionar y construir la historia.
Es curioso, pero la historia de cómo se escribió El lunes… se ha esfumado por
completo de mi mente. Se ha esfumado hasta el punto de que ahora, al releer líneas
sueltas de las cartas y los diarios, me sorprendo al descubrir que no siempre me
acuerdo de qué se está hablando.
Cartas:
19 de marzo de 1961, AN [Arkadi Natánovich Strugatski]: «Te has puesto a trabajar
con el octavo cielo en vano…».
(Rareza número uno: «El octavo cielo» es uno de los primeros nombres provisionales
de El lunes… Pero ¿es posible que yo me pusiera a trabajar en él tan pronto, en
marzo de 1961? Hoy esto me parece completamente imposible.)
23 de julio de 1961, AN: «¿… y si intentamos rematar Los magos? Si no hay más de
cuatro páginas, va a quedar muy mal…».
4 de agosto de 1961, AN: «Un comentario acerca de Los magos. No sé. Tendrá que ser
una cosita corta y alegre.
Tres hojas como máximo. Tres partes. La primera ya está escrita…».
(Rarezas números dos y tres. ¿Cómo que «rematar Los magos»? ¿Quería decir que ya
teníamos algo preparado que solo faltaba «rematar»? ¿Y en qué sentido «la primera
ya está escrita»? Yo creo que no habíamos escrito nada por aquel entonces, ni
siquiera un borrador… Qué extraño…)
«La segunda. El héroe está seguro de que los magos lo van a dejar ya en paz. Pero
durante todo el día, adondequiera que vaya, los magos lo persiguen, à la secretario
Prisch. Se asoman y se quejan por las paredes y las escotillas de canalización, le
hacen señales incomprensibles, le molestan en una cita con una chica y se van
volando con un aullido triste en el momento en que él empieza a ponerse furioso. La
ignorancia y el analfabetismo de ellos le provocan asombro. Es fácil distinguir a
los magos del resto de gente: pregúntales la tabla del siete. En la Tierra se
reunieron magos de todos los confines del universo. Necesitan la Tesis Blanca,
perdida en tiempos inmemoriales. La escondieron en un árbol, que luego fue a parar
a un taller y se convirtió en un sofá, y después nuestro héroe…»
Etcétera.
(¿Quién es Prisch? ¿De qué va esta carta? No obstante, tuviéramos algo escrito en
aquel entonces o no, está claro que el futuro El lunes… tenía un aspecto totalmente
distinto al principio del que tendría al final.)
1 de noviembre de 1962, AN: «Nos he apuntado en el plan de Detguiz[*] del 64 con el
título El séptimo cielo. El título no tiene por qué ser ese, pero hay que escribir
un librito. De magos. Ligero. Alegre. Sin fantasías. ¿Eh? ¡Un sueño! ¿Eh?
»En el museo Politécnico salí junto a Andréyev, Grómova, Dneprov, Poleschuk, Parnov
y Yemtsov. […] Cómo gritaba yo desde el ambón: “Así tiene que ser: escribiremos
sobre brujas y magos. La ciencia no nos mandará”. ¡La que se montó! ¡Risas,
aplausos, indignación…!»
Tengo la fuerte sospecha de que en aquel momento teníamos en reserva nada más que
el borrador de Kislovodsk, trabajado y ampliado hasta las dimensiones del futuro
capitulito de «Revuelo…». Pero por fin:
Diario de AN, 6 de septiembre de 1963: «Ha venido Borís; hemos cambiado algunas
cosas de Qué difícil es ser dios y hemos compuesto el proyecto de “Revuelo en torno
al sofá”».
Diario de AN, 18 de enero de 1964: «El 26 de diciembre [de 1963] volví de
Leningrado. Escribimos “Revuelo en torno al sofá”…».
¡Por fin! La primera parte de la futura novela había tomado forma… ¡Solo habían
pasado tres años! Sin embargo, aún faltaba mucho para completar el texto. Conservo
bastantes notas, esbozos, anécdotas e ideítas de aquella época.
«El hombre es un animal que puede convertirse en mago. El lobo nace lobo, y toda la
vida será un lobo. El cerdo nace cerdo, y toda la vida será un cerdo. El hombre
nace mono, pero puede convertirse en un lobo, un cerdo o un mago.»
«El director del instituto es el licántropo Kir Janus. Puede triplicarse. Padre,
hijo y espíritu santo.»
«Contraste: obligan a los magos a ocuparse de tonterías: reuniones, viajes al
koljós…»
«La contabilidad, donde guardan los kopeks (y no millones ni tiempo).»
«Los magos quieren desesperadamente que toda la gente sea feliz. La línea
fundamental del argumento es el trabajo del Departamento de Felicidad. IDEA: está
prohibido bombardear bienestar a la cabeza de la gente actual. PERO PARA ELLOS ES
LO MÁS FÁCIL.»
«El Departamento de Felicidad y Satisfacción. Allí nunca se consigue lo que se
pretende, sino otra cosa.»
«El Departamento de Técnica de Circo. El instituto de historia se constituyó como
ICTECCIR. Recuerdan esto con veneración, y hasta ahora sirve de modelo el
Departamento Teccir. (Analogía con la astrometría.)»
«Enseñar cómo impide trabajar la teoría oficial dogmática y que lo oprime todo.»
Etcétera. El lunes… aún no existe; los autores están tanteando el camino hacia él,
pero es el camino verdadero. El trabajo va viento en popa. Y deprisa.
Diario de AN, 25 de junio de 1964: «Mayo lo pasé en Leningrado, donde escribimos y
terminamos las dos partes de AETAD: “La noche antes del nacimiento” y “Sobre el
tiempo y sobre uno mismo”».
Presten atención al lío de nombres. Los autores aún no saben cómo deben llamarse
las partes de la nueva novela, ni siquiera la propia novela. Mientras tanto, el
título El lunes empieza el sábado ya existía entonces. Este título tiene su propia
historia, y es bastante curiosa.
Los inicios de los años sesenta fueron unos tiempos de absoluta pasión por
Hemingway. Ahora ya no se lee a nadie con tanto deleite y entusiasmo, ni se habla
de nadie con tanto ardor, ni se corre tras los libros de nadie con tanto frenesí y,
además, por parte de todos, de todo el público lector, desde el estudiante de
secundaria hasta el académico. Una vez que BN estaba en su puesto de trabajo del
observatorio de Púlkovo le llamaron por teléfono desde la ciudad: era su vieja
amiga Natasha Sventsítskaya, gran conocedora y admiradora (en aquellos tiempos) de
Hemingway. «Boria —dijo con emoción contenida—, en la Casa del Libro acaban de
sacar el nuevo librito de Hem, que se llama El lunes empieza el sábado.» El corazón
de BN dio un vuelco al instante y se detuvo de la emoción. Era un título tan
exacto, tan auténticamente hemingwayano, comedidamente triste, severamente
desesperanzado, frío y diabólicamente humano al mismo tiempo… «El lunes empieza el
sábado» quiere decir que no hay fiestas en nuestras vidas, que los días laborables
se suceden unos a otros, lo gris se queda gris, lo opaco se queda opaco… BN no dudó
ni un segundo: «¡Coge! —gritó—. Coge cuantos puedas. ¡Gástate todo el dinero!…» La
respuesta que recibió fue una carcajada angelical…
La broma resultó buena. Y no cayó en saco roto, como suele pasar con las bromas.
Inmediatamente, BN confiscó la hermosa ocurrencia y declaró que ese sería un título
excelente para una futura novela excelente sobre un amor desesperanzado y
excelente. Aquella novela no se había escrito; ni siquiera se había concebido; el
título confiscado vivía su propia vida en una libreta y esperaba a que le llegara
la hora, y esta llegó al cabo de dos años. Es cierto que ABS [Arkadi y Borís
Strugatski] le añadieron un segundo sentido, podría decirse que totalmente opuesto,
estrictamente optimista, pero nunca lo lamentaron después. Natasha tampoco se
opuso. Creo que incluso se sintió halagada en cierto modo.
De esta forma, la verdad histórica exige que se reconozca el mérito de dos mujeres
estupendas: la colaboradora del observatorio de Púlkovo, que se encuentra en el
origen de, al parecer, la novela más popular de ABS —queridos míos, gloria a Lidia
Alexándrovna Kamionko, coautora de la famosa frase que generó el argumento, «El
sofá no estaba»—, y Natasha Alexándrovna Sventsítskaya, quien inventó este aforismo
infinitamente triste, o quizás alegre y optimista, «El lunes empieza el sábado».
En general, El lunes… es en buena medida un espectáculo satírico, el resultado de
una alegre creación colectiva.
«¿Somos necesarios para nosotros mismos?» Este lema colgaba realmente en uno de los
laboratorios, me parece que el GOI.[*]
«Oh, ZIM[†] que te acercas por el eje vial, con tu brío y bravura me vas a
arrollar…». Un verso genial de mi viejo amigo Yuri Chistiakov, un gran especialista
en versificación al estilo del capitán Lebiadkin.
«Queremos construir una dacha. Pero no tenemos lugar…» Este es un verso del
periódico Por un Nuevo Púlkovo.
Etcétera, etcétera, etcétera.
Para concluir, no puedo dejar de mencionar que la censura no se metió mucho con
nuestra novela. La historieta nos salió divertida, y las objeciones que se le
hicieron también lo fueron. Por ejemplo, el censor exigió categóricamente suprimir
cualquier mención al ZIM («Oh, ZIM que te acercas por el eje vial, con tu brío y
bravura me vas a arrollar»). La cuestión era que, en aquellos tiempos, Mólotov
estaba estigmatizado, condenado, excluido del Partido, y la fábrica de automóviles
cambió urgentemente su nombre por el de GAZ (fábrica de automóviles Gorki),
exactamente igual que la ZIS (fábrica Stalin) se llamaba ya entonces ZIL (fábrica
Lijachov). Con una sonrisa amarga, los autores propusieron maliciosamente que el
versito sonara así: «Oh, ZIL que te acercas por el eje vial, con tu brío y bravura
me vas a arrollar». ¿Y qué pasó? Para nuestra enorme sorpresa, el Glavlit[‡] aceptó
de buena gana aquel delirio absurdo. Y con aquel aspecto tan poco decente, el
versito se publicó y se volvió a publicar una y otra vez.
Pero no conseguimos salvar muchas cosas. «[El] entonces ministro de Seguridad
Nacional Maliuta Skurátov», por ejemplo. O las líneas del relato de Merlín: «Vio
que del lago salía una mano, callosa y peculiar…». Y otras tonterías encantadoras
que a alguien le parecieron perniciosas…
Todo (o casi todo) lo que se perdió en otro tiempo se ha recuperado felizmente en
esta edición, gracias de nuevo a los esfuerzos conjuntos y abnegados de los
luden[*] que rebuscaron en el montón de distintas reediciones y borradores. Sveta
Bondarenko, Volodia Borísov, Vadim Kazakov, Víctor Kurilski, Yuri Fleishman…
¡Gracias a todos!

Notas

[*] La Ensenada (Lukomorie) es un lugar mítico del folklore ruso. (N. de la T.) <<

[†] Antigua medida rusa equivalente a unos 16 kilogramos. (N. de la T.) <<

[*] La cabañita de patitas de gallina es el hogar de la bruja legendaria del


folklore ruso, Baba Yaga. (N. de la T.) <<

[†] Nombre del dragón del folklore eslavo. Los personajes fantásticos que irán
apareciendo pertenecen a la tradición folklórica, y muchos aparecen en el Ruslán y
Liudmila de Pushkin. (N. de la T.) <<

[*] Bolshaya Electronno-Schótnaya Mashina: Gran Máquina Calculadora Electrónica.


Las BESM son una serie de calculadoras centrales construidas en la URSS en los años
cincuenta y sesenta. (N. de la T.) <<
[*] Sopa de col en salmuera. (N. de la T.) <<

[*] Instrumento musical ruso de muchas cuerdas, parecido a una cítara. (N. de la
T.) <<

[*] Coplas populares lírico-humorísticas escritas en dos o cuatro versos. (N. de la


T.) <<

[†] Popular canción infantil de cuatro versos. (N. de la T.) <<

[*] Billetes de banco, respectivamente, de la época de Catalina II y de la del


gobierno provisional de Kerenski. (N. de la T.) <<

[*] Marca de coche muy lujoso. (N. de la T.) <<

[*] Policía encargada de la inspección de vehículos. (N. de la T.) <<

[*] Gosudarstveni Obscherossiski Standart: Modelo Estatal de todas las Rusias. (N.
de la T.) <<

[*] Academia Central de Recursos. (N. de la T.) <<

[*] «¿No es así?» Sfugallo adora salpicar su discurso con expresiones en dialecto
francés, como él le llama. Sin ser en absoluto responsables de su pronunciación,
asumimos la tarea de proporcionar una traducción. (Nota de los autores.) <<

[†] En masa. (N. de los A.) <<

[‡] Así es la vida. (N. de los A.) <<

[§] Hasta la vista. (N. de los A.) <<

[*] ¡Buen Dios! ¿No podéis venir de manera normal, como la gente decente?… Señor
(en inglés antiguo). (N. de los A.) <<

[*] Os pido perdón. (N. de los A.) <<

[*] ¿Entiende? (N. de los A.) <<

[*] Paráfrasis del dicho latino «el hombre es un lobo para el hombre». (N. de los
A.) <<
[*] ¡Qué lío! (N. de los A.) <<

[†] ¡Mujeres, mujeres! (N. de los A.) <<

[*] Excelente, exquisito, encantador… (N. de los A.) <<

[†] Dicen que… (N. de los A.) <<

[‡] A la panza llena no le gusta estudiar. (N. de los A.) <<

[*] ¡La vibración de su pantorrilla izquierda es un gran signo! (N. de los A.) <<

[†] Sí, sin duda. (N. de los A.) <<

[*] De caballero. (N. de los A.) <<

[*] Clase de embutido muy popular en la URSS y después en Rusia, parecido a la


mortadela. (N. de la T.) <<

[*] Donde no valgas nada, no desees nada. (N. de los A.) <<

[*] Un caballero sin miedo y sin reproche. (N. de los A.) <<

[*] Se les llamará cuando se les necesite. (N. de los A.) <<

[*] Azada usada en Asia central. (N. de la T.) <<

[*] ¡Hola! ¿Eres del otro lado? (N. de los A.) <<

[†] Sí. (N. de los A.) <<

[‡] ¿Y qué tal por allí? (N. de los A.) <<

[§] Así, así. ¿Y qué tal por aquí? (N. de los A.) <<

[¶] Normal. (N. de los A.) <<

[*] He dicho. (N. de los A.) <<


[*] Centro de observación astronómica situado en el Cáucaso. (N de la T.) <<

[*] Editorial estatal de literatura infantil. (N. de la T.) <<

[*] Gosudarstvenni opticheski institut: Instituto Estatal de Óptica. (N. de la T.)


<<

[*] Zavod ímeni Mólotova: Fábrica Mólotov, de camiones. (N. de la T.) <<

[*] Dirección de Asuntos Literarios y Artísticos. (N. de la T.) <<

[*] Raza humanoide del universo del Mediodía, creado por los autores. Aparece en
Las olas matan el viento (N. de la T.) <<

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