Los Anos Perdidos de Sherlock H - Jamyang Norbu

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En 1891, el público se quedó horrorizado al saber que Sherlock

Holmes había muerto, en un mortal forcejeo con el profesor Moriarty,


en las cascadas de Reichenbach. Dos años más tarde, la demanda
popular hizo que Conan Doyle resucitara para el mundo el gran
detective: «Viajé durante dos años por el Tíbet, y pasé un tiempo
entretenido en Lhasa», dice Holmes a un estupefacto Dr. Watson.
Nada se había sabido sobre estos años perdidos hasta que
Jamyang Norbu descubrió, en el interior de una caja, un manuscrito
donde Hurree Chunder Mookerjee cuenta sus viajes con el célebre
detective a través de los adustos caminos de China a Simla, por el
medieval esplendor de Lhasa, y por el remoto y helado Himalaya,
donde el Bien y el Mal lucharán por su hegemonía.
Norbu nos ofrece una nueva aventura de Sherlock Holmes con la
fascinación de quien, admirador del mundo creado por Conan Doyle,
sabe recrearlo con talento.
Jamyang Norbu

Los años perdidos de Sherlock


Holmes
ePub r1.0
Titivillus 16.10.2020
Título original: Sherlock Holmes: The Missing Years
Jamyang Norbu, 1999
Traducción: Roser Vilagrassa

Editor digital: Titivillus


ePub base r2.1
Viajé durante dos años por el Tíbet, y pasé un tiempo entretenido en
Lhasa y unos días con el Gran Lama. Quizás haya oído hablar de la
insólita exploración de un noruego llamado Sigerson, pero estoy
seguro de que nunca se le había ocurrido que estaba recibiendo
noticias de su amigo.
SHERLOCK HOLMES
La casa vacía

¿Acaso no es patética y vana la vida? (…) Extendemos la mano y


tratamos de aferramos a ella. ¿Y qué nos queda entre las manos al
final? Una sombra. Peor que una sombra…, sufrimiento.
SHERLOCK HOLMES
El fabricante de colores retirado

El Mandala (en tibetano, dkyil-'khor) es un círculo sagrado rodeado


de rayos de luz, o el lugar purificado de todas las ideas transitorias o
duales. Está considerado la esfera de la conciencia, infinitamente
amplia y pura, en la que las deidades se manifiestan (…) los
Mandalas deben contemplarse como representaciones interiores de
un mundo entero (íntegro); son símbolos primarios creativos de la
evolución y la involución cósmica, que surgen y se revelan según las
mismas leyes. Desde esta perspectiva, no es más que un mero
adelanto concebir el Mandala como un principio creativo, en relación
con el mundo exterior, el macrocosmos, y convertirlo, así, en el
centro de toda existencia.
DETLEF INGO LAUF
Tibetan Sacred Art

Cada cierto tiempo, Dios hace nacer a hombres —y tú eres uno de


ellos— que tienen ansia de viajar, y poner su vida en peligro y
descubrir cosas nuevas; hoy, cosas lejanas, mañana, alguna
montaña oculta y al día siguiente, algún hombre próximo él que ha
cometido alguna insensatez contra el Estado. Estas almas son
pocas, pero solo una decena son las mejores. Entre estas diez,
puedo contar al babu.
RUDYARD KIPLING
Kim

Cuando todos hayan muerto, el Gran Juego habrá acabado. No


antes. Escúchame hasta el final.
RUDYARD KIPLING
Kim
PREFACIO

En los últimos años, han salido a la luz demasiados manuscritos del


doctor Watson (que normalmente se han descubierto en «un maletín
de hojalata, viejo y abollado, con documentos» en alguna cámara
acorazada del banco Cox & Company en la localidad de Charing
Cross), para que los sufridos lectores no acojan el descubrimiento
de otra historia de Sherlock Holmes con recelo, por no decir con
absoluta incredulidad. Por tanto, debo rogar al lector que sea
indulgente, y pedirle que difiera su juicio hasta que haya leído esta
breve explicación sobre cómo, dadas las circunstancias peculiares
de mi nacimiento, llegó a mis manos este extraño relato, aunque
verdadero, de los dos años más importantes de la vida de Sherlock
Holmes, de los que nada se ha sabido hasta ahora.
Yo nací en la ciudad de Lhasa, la capital del Tíbet, en 1944, el
año del Mono de Madera, en el seno de una familia de comerciantes
adinerada. Mi padre era un hombre sagaz, que al haber viajado por
muchos lugares —Mongolia, el Turquestán, el Nepal y la China—
por asuntos de negocios, era más consciente que muchos otros
tibetanos de la precariedad en que vivía nuestro feliz, si bien
atrasado, país. Al darse cuenta de las ventajas que tenía el recibir
una educación moderna, me internó en un colegio jesuita de la
estación de montaña de Darjiling, en la India británica.
Al principio, mi vida en el St. Joseph’s College fue solitaria, pero
en cuanto aprendí a hablar inglés hice muchos amigos; pero lo
mejor de todo fue descubrir los libros. Al igual que otras
generaciones de colegiales, leí las obras de G. A. Henty, John
Buchan, Rider-Haggard y W. E. Johns, que tanto disfruté. Aun así,
nada podía compararse con la formidable emoción de leer a Kipling
o a Conan Doyle, sobre todo, las últimas aventuras de Sherlock
Holmes. Para un muchacho tibetano, en estas historias había
detalles desconcertantes. Así, durante un tiempo, creí que un
«gasógeno» era un hornillo portátil, y que un «abogado de Penang»
no era otra cosa que un abogado de Penang. Sin embargo, estos
eran obstáculos nimios, que nunca me impidieron apreciar lo más
esencial de estas historias.
De todas las historias de Sherlock Holmes, la que más me
fascinó fue la aventura de La casa vacía. En este relato excepcional,
Sherlock Holmes revela al doctor Watson que los dos años en que el
mundo entero creía que el gran detective había perecido en las
cataratas de Reichenbach, en realidad había estado viajando por mi
país, ¡el Tíbet! Holmes da una explicación tan lacónica que
desconcierta, y hasta ahora solo se conocen dos frases sobre este
histórico viaje:

Viajé durante dos años por el Tíbet, y pasé un tiempo


entretenido en Lhasa y unos días con el Gran Lama. Quizás
haya oído hablar de la insólita exploración de un noruego
llamado Sigerson, pero estoy seguro de que nunca se le
había ocurrido que estaba recibiendo noticias de su amigo.

Cuando regresé a Lhasa para pasar los tres meses de


vacaciones de invierno, traté de hacer averiguaciones acerca del
explorador noruego que había estado en nuestro país cincuenta
años atrás. Un tío abuelo materno creía haber visto a aquel
extranjero en Shigatse, pero en realidad se refería a Sven Hedin, el
famoso geógrafo y explorador sueco. De todas formas, los adultos
tenían problemas más serios en los que pensar que considerar las
indagaciones de un niño sobre un viajero europeo de antaño.
En aquella época, las tropas comunistas habían ocupado nuestro
país. Habían invadido el Tíbet en 1950, y, tras derrotar al exiguo
ejército tibetano, habían entrado en Lhasa. Inicialmente, los chinos
no aplicaron una represión abierta, sino que pusieron en práctica, de
forma gradual, unas medidas atroces y radicales para aniquilar la
sociedad tradicional. Los miembros guerreros de las tribus Khampa
y Amdowa del Tíbet oriental protagonizaron violentos alzamientos,
que se extendieron rápidamente por todo el país. El ejército de
ocupación chino tomó feroces represalias: masacraron a decenas
de miles de personas, y encarcelaron y obligaron a huir de sus
hogares a otros tantos miles.
En marzo de 1959, la ciudad de Lhasa se alzó contra China para
defender la vida de su gobernante, el joven Dalai Lama. En la
ciudad estallaron los enfrentamientos, pero las fuerzas chinas eran
superiores y arrollaron a los tibetanos, causando numerosas
víctimas y daños en los edificios. Yo estaba cursando el último año
en el colegio de Darjiling cuando estalló la gran revuelta. Con las
pocas noticias que llegaban de Lhasa, me angustiaba al pensar qué
sería de mis padres y familiares, pues lo poco que se sabía era vago
y no demasiado tranquilizador. Sin embargo, después de un mes de
preocupación, la emisora All India Radio difundió la feliz noticia de
que el Dalai Lama y su séquito, además de otros refugiados, habían
podido huir de un Tíbet devastado por la guerra, y habían llegado
sin problemas a la frontera india. Dos días después, recibí una carta
con matasellos de Gangtok. Era de mi padre. Él y el resto de la
familia estaba sanos y salvos en la capital del pequeño reino
himalaya de Sikkhim.
Las garantías y las muestras de buena voluntad de los chinos no
habían conseguido engañar a mi padre, de modo que había ido
preparando su huida en silencio. Consiguió trasladar buena parte de
sus bienes a Darjiling y Sikkhim, de modo que nuestra situación era
bastante afortunada en comparación con la mayoría de refugiados
tibetanos, que casi vivían en la indigencia.
Cuando terminé el bachillerato, decidí ofrecer mis servicios para
ayudar a los compatriotas que habían corrido peor suerte. Viajé
hasta la pequeña estación de montaña de Dharamsala, donde el
Dalai Lama había instaurado su gobierno en el exilio, y al poco
empecé a trabajar como maestro de niños refugiados. El director de
nuestra oficina era un viejo erudito, que había sido el jefe de los
archivos del Gobierno tibetano en Lhasa, y un historiador de
renombre. Tenía amplios conocimientos sobre todo lo relacionado
con el Tíbet, y le encantaba compartirlos. Bien entrada la noche, en
una tienda de té pequeña y destartalada, solía hablar largo y tendido
ante un público de jóvenes embelesados como yo, y nos imbuía de
conocimientos y maravillas sobre nuestro hermoso país.
Un día le pregunté si había oído hablar de un viajero noruego
llamado Sigerson, que había estado en Lhasa. Al principio también
pensó que le preguntaba por Sven Hedin, una confusión
comprensible, teniendo en cuenta que las interpretaciones
geográficas tibetanas eran bastante inexactas y fabulosas, y a
menudo consideraban las naciones bálticas y escandinavas
dominios feudales homogéneos del zar de Rusia. Sin embargo, al
explicarle que el noruego había viajado al Tíbet en 1892 y no en
1903, como era el caso del sueco, conseguí despertar algún
recuerdo en su memoria laberíntica.
Se acordaba de haber encontrado una referencia a un europeo
en los archivos gubernamentales del año del Dragón de Agua
(1892). Señaló que esto había ocurrido cuando recopilaba
documentos estatales en los archivos centrales de Lhasa, con vistas
a preparar la biografía oficial del XIII Dalai Lama. Se percató de una
breve nota referida a la emisión de un pase de caminos para dos
extranjeros. Estaba seguro de que uno de los extranjeros era
europeo, pero no alcanzaba a recordar su nombre. La otra persona
era un indio. Recordaba bien aquel detalle, pues más tarde, el indio
fue sospechoso de ser un espía británico. Se llamaba «Hari
Chanda».
La importancia de esta revelación me dejó atónito, pues también
había oído hablar, o, mejor, había leído sobre Hurree Chunder
Mookerjee (según el nombre completo y la grafía inglesa) en Kim, la
novela de Rudyard Kipling. Son pocas las personas de fuera de la
India que saben que Kipling basó a su espía bengalí imaginario,
aquel Hurree Babu gordo, adulador, locuaz, aunque siempre
ingenioso, en una persona real, un gran erudito bengalí, que en una
ocasión había sido espía para los británicos, pero que hoy se le
recuerda más por sus contribuciones al campo de la tibetología.
Pasó la mayor parte de su vida adulta en Darjiling, y era un tanto
célebre en aquella pequeña ciudad debido a los títulos de C. I. E. y
F. R. S.,[1] y al enorme respeto que le profesaban los británicos más
importantes del momento. Murió en 1928 en su casa, Lhasa Villa.
La siguiente vez que acudí a Darjiling a ver a mi familia, que se
había establecido allí, di un paseo por el camino de Hill Cart, en
dirección a Lhasa Villa. Allí vivía un cultivador de té retirado,
Siddarth Mukherjee (o «Sid», como insistió en que le llamara), un
bisnieto del famoso espía erudito. Escuchó pacientemente la larga y
enrevesada historia que tenía que contarle. Hurree Chunder
Mookerjee había publicado un libro sobre su viaje al Tíbet, Viaje a
Lhasa a través del Tíbet occidental, pero en él no menciona a
ningún europeo que le acompañara. Seguramente, esta omisión se
debió a la insistencia de Sherlock Holmes, en un intento de
mantener en secreto su existencia. Esperaba que si tenía acceso a
las notas, cartas, diarios y otros documentos personales de Hurree,
podría encontrar alguna referencia a Sherlock Holmes, o, cuando
menos, al explorador noruego[2]. A Sid le encantó saber que su
bisabuelo podía haber conocido al detective más famoso del mundo,
y estaba más que dispuesto a ayudarme en mi búsqueda. A la
muerte de Hurree, habían guardado la mayor parte de sus
documentos en un gran baúl de hojalata que había en alguna parte
del desván de Lhasa Villa. Tardé alrededor de una semana en
revisar todos aquellos documentos llenos de moho, pero no pesqué
más que un buen catarro. No encontré una sola referencia sobre
alguien que pudiera ser Sherlock Holmes. No pude ocultar mi
decepción. Sid fue muy amable y trató de animarme prometiendo
que se pondría en contacto conmigo si encontraba algo que pudiera
ayudarme en mi investigación.
Pasaron los años. Mi trabajo me absorbía todo el tiempo y la
energía, y casi había olvidado la investigación fallida, cuando hace
solo cinco meses, recibí un telegrama de Darjiling. Era corto, pero
exultante:

Eureka. Sid

Hice la maleta.
Sid tenía el pelo algo más canoso, y Lhasa Villa tampoco había
resistido demasiado bien las inclemencias del tiempo. Advertí que
parte de la pared del fondo de la casa se había derrumbado. Sid
desbordaba entusiasmo. Nada más llegar, me hizo sentar, me puso
en la mano un gran pani de whisky, y esperó a que me lo tomara.
Una semana atrás, Darjiling había sufrido un terremoto
relativamente intenso, ya que desde el punto de vista geológico, el
Himalaya es una cordillera joven, que aún está creciendo. El
terremoto no fue lo bastante fuerte para causar graves daños, pero
un monzón más largo de lo habitual había reblandecido la tierra de
las laderas y había socavado algunas casas. Lhasa Villa no había
sufrido grandes daños, y solo se había desmoronado parte de la
pared trasera. Al examinar los daños, Sid había descubierto una
caja con documentos sepultada en una parte de la pared destruida.
Al sacarla de entre los escombros, descubrió que contenía un
paquete cuidadosamente envuelto en papel parafinado y bien atado
con un cordel resistente. Abrió el paquete, y dentro encontró un
manuscrito de doscientas y tantas páginas, escritas con la
inconfundible caligrafía ampulosa e ininterrumpida de su bisabuelo.
Empezó a leerlas con impaciencia, hasta terminar la historia al día
siguiente de madrugada. Y allí estaba todo. En efecto, Hurree había
conocido a Sherlock Holmes. Había viajado con él al Tíbet, y
además se había visto involucrado en situaciones increíblemente
extrañas y peligrosas.
Así pues, Babu no había resistido el impulso de contar por
escrito sus experiencias, pero había tenido la precaución de
esconderlo bien dentro de la pared trasera de su casa; quizá con la
esperanza de que saldría a la luz algún día, en un futuro lejano,
cuando hubiera terminado «El Gran Juego», y cuando la gente
leyera, maravillada y asombrada, las aventuras que había corrido
con el detective más famoso del mundo.
Sid sacó el manuscrito de una cómoda y lo puso en mis trémulas
manos.
Como Sid sabía que yo era escritor —si se me puede considerar
tal— insistió en que yo me encargara de editar y publicar el
manuscrito. Aparte de añadir algunas notas explicativas, apenas
tuve que hacer nada. Babu era un escritor experto y capaz, con un
estilo vigoroso y original, que se habría resentido de haber tenido un
trato editorial de mano dura.
Sid y yo nos repartiremos a medias cuanto recaudemos por el
libro, pero hemos acordado que el manuscrito original y la copia del
pase de caminos tibetano adjunto, dado su valor histórico, deberían
ser entregados a alguna institución educativa, para permitir que
estudiosos y otros interesados en la materia tengan libre acceso a
ellos.
Puede que el Tíbet quedara aplastado por el peso muerto de la
tiranía de China, pero la verdad sobre el Tíbet no puede enterrarse
tan fácilmente; incluso un fragmento de la historia tan extraño como
este puede contribuir a poner al descubierto algunas mentiras de los
tiranos.
Octubre de 1988
JAMYANG NORBU
Nalanda Cottage
Dharamsala
INTRODUCCIÓN

«El Gran Juego…» ¡Santo cielo! ¿A quién se le habría podido ocurrir


una expresión tan desafortunada y espantosa para definir la
actividad diplomática más esencial del Servicio Cartográfico
Etnológico, ese departamento del gobierno indio, pequeño pero
importante, para el que he tenido el honor de trabajar desde un
humilde puesto en los últimos treinta y cinco años? Esta
denominación excretoria fue idea de un tal señor Rudyard Kipling,
antiguo colaborador del Pioneer de Allahabad, que, con una ligereza
periodística deplorable y un maligno golpe de pluma, consiguió
rebajar la actividad tan importante de nuestro departamento al nivel
de uno de esos partidos de cricket, descritos con tanta elocuencia
en los poemas de Sir Henry Newbolt.
No estoy al corriente de cómo ocurrió todo, pero sé que,
lamentablemente, el señor Kipling obtuvo los detalles sobre el
asunto relacionado con «El pedigrí del semental blanco»[3], que tuvo
el atrevimiento de publicar en la edición dominical del Pioneer el 15
de junio de 1891, bajo el título «El Gran Juego: La respuesta del
León a las intrigas del Oso». Básicamente, trataba de cinco reyes de
la frontera noroeste de la India conjurados (sin asunto alguno que
conjurar), que iniciaron serias —aunque secretas— negociaciones
con una empresa belga de fabricación de armas, un banquero hindú
de Peshawar, un importante dirigente mahometano del sur, medio
independiente, y —el mayor descaro de todos— un poder del norte
que no comparte intereses, ni mucho menos, con el imperio.
Este suceso no fue del todo una sorpresa para el Departamento,
que durante más de un año me encargó vigilar las actividades de los
cinco sahibs rajás. No es necesario que aclare el modus operandi
de lo que vino después; basta decir que con establecer relaciones
amistosas con un secretario mal pagado, y con transferir una
generosa suma de rupias conseguí que me entregaran una mursala
(«carta del Rey»), o correspondencia estatal, de vital importancia,
que permitió, por decirlo de algún modo, descubrir el pastel. Remití
la revelación al coronel Creighton, el jefe de nuestro departamento,
a través de E.23, C.25 y, por último, de K.21.
El gobierno actuó con una prontitud y diligencia poco habituales.
Se envió armas al norte y a un ejército de ocho mil hombres que
atacó por sorpresa a los cinco reyes. No obstante, la guerra no llegó
a estallar. Se reunió a las tropas porque el gobierno creía que los
cinco reyes se dejarían intimidar, y no es fácil alimentar a los
hombres en desfiladeros a gran altura. No fue la mejor solución; de
hecho, pensé que el gobierno había mostrado una laxitud
censurable, incluso al dejar con vida a los cinco reyes, más
traicioneros que una cobra amamantada por escorpiones. Sin
embargo, oficialmente, se me prohíbe criticar los actos de mis
superiores, y solo menciono estos hechos extraoficialmente, para
dilucidar la situación política.
Cuando en aquel número del Pioneer se publicó la historia
indiscreta (por no decir más) del señor Kipling, se armó un enorme
escándalo en el Departamento. El sahib coronel se percató de que
la inspiración del señor Kipling para escribir el cuento procedía de
dentro, ab intra, por decirlo de algún modo, y este acto de traición
tan indigno lo sacó de sus casillas. Pese a ser un hombre frío y
reservado, el coronel se precipitó por los pasillos del bungalow del
Departamento en Umballa, con la «furia justificada de un Juvenal».
Concertó una serie de entrevistas severas en su oficina con todos
los miembros del Departamento, y con otros relacionados con el
caso; hasta yo pasé una hora insoportable bajo la mirada penetrante
del coronel. Por supuesto, me desenvolví bastante bien, aunque,
para ser escrupulosamente exacto, debo admitir que no pude sudar
un poco hasta el final de la entrevista, sine die, y hasta que no se
me permitió abandonar la sala.
La conclusión resultante de la investigación reveló que el fallo de
integridad de nuestro departamento era menos importante de lo que
se había temido en un principio. Dos babus encargados de los
archivos fueron despedidos de inmediato, y un joven capitán inglés
con aspiraciones literarias (había escrito algunos poemas para el
Pioneer) fue trasladado a una división de transporte del ejército, en
Mewar, para criar camellos y bueyes hasta el final de su carrera. El
director del Pioneer informó al señor Kipling que su conducta en el
asunto no había sido del todo caballerosa; por otro lado, aunque el
Gobierno había decidido no tomar medidas, se abstenía de seguir
su carrera periodística en la India, y regresaba a Inglaterra, su país
natal. Y así fue.
Para nuestro alivio, todos los oficiales fuimos absueltos, aunque
C.25 pensó que el coronel había puesto en entredicho su izzat con
sus sospechas. Pero un patán siempre se muestra susceptible
cuando se trata de asuntos de honor y caballos.
Entonces, un día, el cuerpo delgado y negro de E.23 fue hallado
en un sombrío barranco, tras las sombrillas doradas de los palacios
de Chatter Munzil en Lucknow. Doce puñaladas y otras horribles
mutilaciones fueron la causa de la muerte prematura del pobre
muchacho.
Creo que soy un buen Herbert Spencer[4] para enfrentarme a
algo tan insignificante como la muerte, que es parte de mi destino.
Sin embargo, los largos brazos de los cinco reyes, que llegaban —
por encima de las leyes de la Reina (que habían sido acordadas, en
circunstancias lamentables, en el asunto de «El pedigrí del semental
blanco» mencionado más arriba)— más allá de los desfiladeros,
como los del nabab de aquella provincia mahometana del sur, no se
detuvieron ni ante la muerte. Al vil asesinato precedieron torturas
brutales, dolorosas hasta de contemplar.
Estas cavilaciones me impulsaron a pedir al coronel que
concediera permiso indefinido, con paga completa, a quienes las
indiscreciones del señor Kipling habían comprometido, de modo que
pudiéramos permanecer en el anonimato hasta que los ánimos se
calmaran. El coronel aceptó mi propuesta, salvo en un aspecto que
modificó ligeramente. Así, según este, K.21 fue enviado con su
Lama para retirarse temporalmente a un monasterio situado en la
frontera tibetana, y C.25 a Peshawar, para estar bajo la protección
de sus parientes de sangre. Y yo, que recibiría media paga,
abandoné rápidamente mi territorio habitual de las montañas para
instalarme en la gran ciudad portuaria de Bombay, a fin de
mezclarme con una ingente multitud de gujaratíes, majaratíes, sijs,
goaneses, británicos, chinos, judíos, persas, armenios, árabes del
Golfo y muchas otras nacionalidades que constituían la «Puerta de
la India».
No obstante, pese a todo, debo expresar mi agradecimiento al
señor Kipling, pues de mi exilio secreto a Bombay, se derivó mi
encuentro providencial con cierto caballero inglés, en compañía del
cual me embarqué en la mayor aventura de mi vida, que me permitió
(gracias a la publicación posterior de algunos aspectos etnológicos
selectos del viaje) cumplir el sueño de mi vida, ser nombrado
miembro de la Royal Society.
Sin embargo, por encima de este gran honor, siempre valoraré la
verdadera amistad y el verdadero afecto que me brindó este
caballero, un hombre a quien siempre consideraré el mejor y el más
sabio de todos hombres que he conocido jamás[5].
INDIA
1
EL NORUEGO MISTERIOSO
Tras la estación del monzón, el cielo sin bruma del mar de Omán es
de un azul tan nítido como el de una turquesa persa. Las lluvias
recientes habían limpiado el aire, que es tan fresco y claro que,
desde la Punta Malabar de Bombay, uno cree poder divisar la costa
de Arabia, y hasta oler las «(…) fragancias de Saba, procedentes de
la costa especiada de la Arabia bendita»[6], que la brisa transporta.
Por supuesto, no son más que imaginaciones románticas por mi
parte; aquel condenado lugar está demasiado lejos para poderlo ver
u oler, pero desde mi punto estratégico conseguía vislumbrar lo que
allí había ido a buscar.
Entre unos cuantos dhows aislados, con sus velas latinas
infladas, el S. S. Kohinoor, de la empresa naviera Peninsular and
Oriental Steam Navigation Company, surcaba las aguas azules
dejando a su paso el tenue rastro de humo que arrojaban las
chimeneas gemelas del buque. Este llegaba con retraso, pues debía
haber entrado en el puerto por la mañana. Con los inútiles
binoculares que había comprado en el bazar de Bhindi, solo
alcanzaba a leer el nombre del barco en la proa de babor. Me dirigí
enseguida hacia un ticca-ghari que esperaba junto a la carretera. Me
subí de un salto al asiento e indiqué al cochero que arrancara.
—Chalo!
—¿Adonde, babuji?
—¡Al puerto, jaldi!
Azotó al escuálido poni con una caña de bambú, y el coche
avanzó por Ridge Road. Me metí en la boca un trozo de areca.
Mientras masticaba, meditabundo, volví a repasar el plan de acción.
Hacía cuatro meses que había llegado a Bombay. Ya había
pasado cierto tiempo allí tranquilamente, tomando notas etnológicas
sobre el culto a Mumba, la diosa local que daba nombre a la ciudad.
Pero el coronel debió de pensar que, fueran cuales fueran los
posibles problemas que hubieran surgido, ya habían dejado de
existir (y yo ya había invertido la media paga del Departamento en
bastantes diversiones edificantes), ya que hace apenas una
semana, el cartero del vecindario, un viejo tamil esquelético de
Tuticorin, acudió con un taar (el término nativo para un telegrama) a
mi residencia temporal, situada detrás de la mezquita Zakariya.
La misiva iba dirigida a «Hakim Mohendro Lall Dutt» —uno de
mis alias más comunes—, y estaba formulada en los típicos
circunloquios inocentes que el Departamento recomendaba, a fin de
garantizar la seguridad de nuestra correspondencia, sub rosa. Lo
esencial del mensaje era que un viajero noruego, llamado Sigerson,
probablemente un agente del hostil poder del norte, llegaba a
Bombay en el S. S. Kohinoor; que yo debía congraciarme con él, a
ser posible como un guía o algo similar, y descubrir los motivos que
le llevaban a viajar a la India.
Para preparar esta misión me afilié, solo en calidad de
supernumerario, a una agencia marítima que pertenecía a un viejo
conocido parsi.
—Hai, rukho —gritó el cochero a su jamelgo, tirando del ticca-
ghari al llegar a las verjas de entrada al muelle de Ballard. Me bajé
y, aunque aquel Automedonte me exigía, no con poca picardía, dos
annas, solo le di uno, el precio justo, y me dirigí a toda prisa hacia el
embarcadero. El puerto estaba abarrotado de navíos mercantes y
buques de guerra británicos, pero conseguí localizar el Kohinoor,
que unos pequeños remolcadores humeantes arrastraban hacia el
puerto.
La oficina del capitán del puerto, oscura y polvorienta, estaba
casi vacía salvo por un oficinista gujaratí que sentado a su mesa,
recostado, completamente absorto, escarbaba unos dientes
manchados de paan. Gracias a una generosa baksheesh de una
rupia, conseguí echar una ojeada al manifiesto de pasajeros del
Kohinoor. El noruego tenía el camarote 33, en primera clase.
Cuando salí de la oficina, ya habían iniciado las maniobras de
acoplamiento, y culis y estibadores corrían de un lado a otro de la
amplia franja gris del muelle, tirando con fuerza de cabos inmensos.
El trasatlántico blanco descollaba sobre todo lo que le rodeaba,
como un imponente iceberg. Cuando colocaron las pasarelas, subí a
bordo en calidad de consignatario, y me abrí paso entre la multitud
de oficiales de puerto, culis, lashkars y demás. Pasé por pasillos
atestados de gente, comedores, una sala de juegos, una sala de
billar y un salón de baile señorial, hasta llegar a la cubierta superior
de babor, y al camarote 33.
El noruego estaba frente a la puerta de su camarote, reclinado
sobre la barandilla, con una pipa en la boca, y contemplaba con aire
pensativo la vorágine humana del muelle. Su físico y apariencia
llamaban la atención del observador más indiferente. Medía
bastante más de un metro ochenta, y era muy delgado. Cuando me
dirigí a él, se enderezó y pareció crecer en altura.
—¿Señor Sigerson?
—¿Sí?
Se volvió hacia mí. Su nariz aguileña y delgada le confería una
expresión de alerta y decisión, y su barbilla también le otorgaba la
prominencia propia de un hombre resuelto. Sin duda, no era un
hombre al que tomarse a broma. Me dispuse a ser humilde y
halagador.
—Soy Satyanarayan Satai, admisión rechazada en la
Universidad de Allahabad —dije haciendo una reverencia formal y
un salaam—. Es un inmenso privilegio y un gran honor para mí,
como representante de los señores Allibhoy Vallijee e Hijos, agencia
marítima, dar a Su Señoría la bienvenida a las costas del imperio
indio, y cubrir todas las comodidades necesarias durante su
estancia en la gran metrópolis de Bombay.
Para un babu, siempre es ventajoso intentar anticiparse a la idea
preconcebida que un sahib tiene de un nativo medio educado.
—Gracias —dijo, y se dio la vuelta y vi en sus ojos una mirada
insólita, tan perspicaz y penetrante como inquietante—. Veo que ha
estado usted en Afganistán.
Por supuesto, yo no esperaba aquello, pero creo que conseguí
recuperarme de mi estupefacción a tiempo para dar una respuesta
aceptable, si bien no del todo convincente.
—Wha…! Oh, no, no sahib. Soy hindú muy humilde de Oudh,
actualmente en empleo remunerativo y retribuido, en posición medio
oficial de agente interino para una empresa marítima. ¿Afganistán?
¡Ja! ¡Ja! ¿Por qué, sahib? Tierra de horrible frío, carente de servicios
básicos y civilizados, y gente del lugar, salvajes asesinos,
musulmanes de peor calaña, por encima de autoridad de justicia
británica. ¿Por qué yo tener que ir Afganistán?
—Cierto, ¿por qué iba a ir? —dijo, con una risa apagada que me
pareció bastante siniestra—. Pero volvamos a lo que decía usted
hace un momento. Me temo que no me será difícil prescindir de sus
servicios, a pesar de lo necesarios y útiles que, sin duda, serían. En
cuanto al equipaje, llevo poco y puedo arreglármelas solo. Gracias.
Frente a la puerta de su camarote había un maletín y una maleta
oval, que parecía desgastada. Recordaba un estuche de violín,
como la que Da Silva, el músico goanés, vecino mío, solía llevar
consigo cuando iba por las noches a la residencia del gobernador,
donde tocaba para acompañar la cena.
Este detalle era en sí sospechoso. Un sahib que se preciara
viajaba a la India con, al menos, tres baúles, y, por supuesto, otros
artículos de viaje como sombrereras, pistoleras, petates y un
maletín. Además, ningún sahib inglés, a menos que fuera un pukka,
tocaba el violín. La música era una actividad exclusiva de franceses,
euroasiáticos y misioneros (y, en todo caso, la armónica era el
instrumento más apreciado).
Y un sahib nunca cargaba con su propio equipaje. Pero,
precisamente, es lo que se dispuso a hacer. Con el maletín en la
mano izquierda, el estuche de violín en la derecha y la pipa en la
boca, cruzó la cubierta y bajó por la pasarela, impasible ante el
bullicio de la multitud del muelle y los culis que pululaban a su
alrededor, ofreciéndose para cargar con su equipaje.
Obviamente, aquel inesperado revés de mis planes fue una
simple cuestión de mala suerte, o kismet, como decíamos en la
lengua vernácula. Pero no podía evitar sentir cierta inquietud por la
perspicacia del noruego. Por todos los dioses del Indostán, ¿cómo
sabía que yo había estado en Afganistán? No negaré que había
estado, no hacía mucho, en aquel país que vivía en la ignorancia. La
primera vez que viajé allí —como hakim, o médico autóctono—, fue
para buscar información sobre unos supuestos contactos nefandos
entre los cinco reyes aliados y el emir de Afganistán, que
lamentablemente no hallé. Mucho más tarde, tras el castigo que se
impuso a dichos reyes, volvía a encontrarme en los pasos nevados
al otro lado del Kyber, esta vez como un oficial en cartilla de los culis
que construían una nueva carretera británica. Y una noche, durante
una exploración, en medio de una terrible tormenta de nieve, mi guía
afridi me abandonó a mi suerte deliberadamente. Se me congelaron
los pies y perdí un dedo…, pero esto no viene al caso.
En nuestro amigo noruego había, sine dubio, algo más de lo que
se percibía a simple vista. Había despertado mi curiosidad. Los
bengalíes somos —y digo esto con toda humildad—, a diferencia de
otros indostaníes, una raza con ansia de saber. Dicho de otro modo,
somos curiosos.
Seguí al noruego por el muelle, entre el bullicio. Destacaba por
su altura, lo cual me ayudó a no perder de vista su cabeza angulosa
entre aquel agitado mar de humanidad. Tuve cuidado de no dejarme
ver, y, para esconderme, aproveché los montones de equipajes y
mercancías que cubrían el muelle.
Atisbé por encima de unas cajas embaladas, y le vi entrar en la
aduana: una larga kacha, o construcción provisional, cubierta con un
tejado de zinc ondulado, del tipo de las del Departamento de Obras
Públicas. Aceleré el paso hasta llegar a la barraca, me acerqué
sigilosamente a la puerta abierta y miré al interior. El noruego había
depositado el maletín y el estuche del violín sobre uno de los
mostradores revestidos de zinc, y, mientras esperaba, repiqueteaba
con impaciencia la superficie con sus dedos largos y delgados. Las
sombras del atardecer empezaban a alargarse, y debido a la
penumbra de aquel triste edificio, tardé en ver al joven agente de
policía, vestido de caqui, que se aproximó al noruego. Era un
comisario de la policía del distrito —correaje de oficial, casco,
espuelas pulidas—, más bien alto y cetrino, que se retorcía un
bigote negro.
Di un respingo. ¡Era Strickland! ¡Por Júpiter! Sin duda, aquella
tarde los acontecimientos estaban tomando derroteros inesperados.
Unas palabras aclaratorias para el lector: el señor capitán
E. Strickland, aunque nominalmente era un oficial de la policía india
serio y responsable, en otra esfera de su vida, era uno de aquellos
misteriosos participantes del «Juego» (para emplear el abyecto
apelativo del señor Kipling), y uno de los mejores[7]. Me habían
dicho que estaba en Bikaner, esa misteriosa ciudad india situada en
el gran desierto indio (donde los pozos están a más de ciento veinte
metros de profundidad, alineados, señalados con huesos de
camello), pero yo debía de haber imaginado que no era así. El
capitán era como un cocodrilo, siempre estaba al acecho.
Él y el noruego se dieron las manos y empezaron a hablar. Con
el agobiante clamor del muelle, era imposible oír la conversación.
Poco después, Strickland se dirigió a un oficial de aduanas mestizo
y, tras coger el maletín, se dispuso a salir de la barraca con el
noruego. Les seguí a una distancia segura. Una vez fuera,
Strickland hizo señas a un ticca-ghari. Ambos subieron a un coche,
que salió traqueteando de la zona portuaria, en dirección a Frere
Road.
Una feliz intuición me llevó a permanecer tras una de las grandes
columnas corintias del edificio principal del puerto. Justo entonces,
un hombre bajo, con aspecto de hurón, ataviado con un traje tropical
de dril blanco y sucio, y tocado con un salacot demasiado grande,
surgió furtivamente de la penumbra de los almacenes contiguos, al
resplandor crepitante de las lámparas de gas que iluminaban la
parada de taxis y la entrada al gran puerto. Su actitud subrepticia
revelaba que, bien seguía en secreto a Strickland, o bien al noruego;
y, para confirmar mi sospecha, se subió a uno de los coches de la
fila, dio una serie de instrucciones inaudibles al cochero, y señaló
claramente en la dirección que había tomado el coche de sus
presas. El conductor azotó al animal, y el coche salió tras ellos.
Parecía que iba a ser una noche bastante animada, llena de
«algazaras e incursiones», como habría dicho Shakespeare. Yo
también llamé a un coche y ordené seguir al otro con presteza.
La vida nocturna en la ciudad empezaba a despertar, y los
faroleros municipales casi habían terminado su recorrido. Culis
morenos y sudorosos, con carretillas sobrecargadas, se mezclaban
con oficiales y subalternos de las oficinas del gobierno, vestidos de
blanco, que regresaban a sus hogares. Los confiteros y kunjris
(verduleros y fruteros) mestizos ejercían su oficio, a voz en grito en
las aceras, desde sus puestos iluminados con balizas humeantes.
Estas desprendían un olor acre que se confundía con una mezcla de
olores diversos: especias, jazmín, caléndula, sándalo y el inevitable
polvo. Unos golfillos medio desnudos gritaban y correteaban por las
calles, se colgaban de los coches que pasaban, e incluso subían a
los tranvías y bajaban de un salto, algo que enfurecía a los
atribulados conductores.
A la altura del Círculo Horniman, una procesión nupcial casi
paralizó el tráfico. Unos culis con faroles y bengalas iluminaron
aquella escena caótica llena de color, mientras una banda local
tocaba con notas discordantes timbales y caramillos que servían de
acompañamiento, ensordecedor pero animado, al grupo frenético de
bailarines que precedían al novio. Este personaje espléndido, que
vestía el atavío de un príncipe rajputa, estaba visiblemente nervioso.
Montado a horcajadas sobre un caballo viejo, se agarraba a duras
penas a la perilla de la alforja. Se dirigía a la casa de la novia, con el
rostro cubierto por un velo de caléndulas.
Alcancé a ver dos coches estacionados a poco menos de seis
metros de mí. El hombre con aspecto de hurón afectaba interés por
la procesión. No dejaba de lanzar miradas furtivas al otro coche,
para controlar su avance en la congestión del tráfico. Tenía un rostro
delgado y demacrado, que se correspondía con una nariz
igualmente delgada y afilada, y llevaba unas patillas extravagantes
—poco apropiadas para su fisonomía famélica—, que, si no
recuerdo mal, se conocen como «chuletas», y que estuvieron en
boga hace una década. Era un hombre blanco, si se le podía
considerar tal, aunque, sin lugar a dudas, no era un caballero.
Finalmente, gracias a la firme actuación y al enérgico silbido de
un «ranúnculo de Bombay» —nombre con el que se conocen a los
policías de la ciudad, por las gorras características de forma circular
y color amarillo que llevan—, la procesión nupcial se desvió hacia
Churchgate Station, y el tráfico empezó a descongestionarse. Pocos
minutos después, el coche de Strickland y el noruego torció a la
izquierda en dirección al Apollo Bunder, y luego entró en una
bocacalle, hasta llegar al hotel Taj Mahal. Este magnífico edificio de
cinco plantas, con balcones con arcadas y ornamentos, coronado
con una inmensa cúpula central (y otras menores a cada lado),
parece más el palacio de un maharajá, que un simple hotel.
Perdí de vista el ticca-ghari del Cara de Hurón. Procuré mirar
bien a mi alrededor, pero había desaparecido. Pagué al conductor
en la verja de entrada y tomé el camino que llevaba al hotel.
Pese a la mirada de sospecha que me dedicó el gigante portero
sij, crucé el portal de aquel antiguo palacio de las noches árabes a
tiempo para ver a Strickland hablando con un europeo vestido con
traje de noche. Supuse correctamente que se trataba del gerente del
establecimiento. Entonces, el gerente condujo amablemente a
Strickland y al noruego por el pasillo, para regresar instantes
después. Crucé el salón rápidamente, tratando de no llamar
demasiado la atención. Una burra mem de aspecto severo,
seguramente la esposa del administrador de algún distrito, ataviada
con un impecable vestido de noche blanco, me miró con unos
impertinentes. Con los ojos entornados en un gesto de altivez y un
parpadeo, me dio a entender que mi presencia en aquel lugar era
intolerable. Le dediqué una sonrisa obsequiosa, pero dio un
resoplido despectivo, y volvió a su lectura. Nadie más se fijó en mí.
A los lados del pasillo se encontraban los servicios, y al final, el
despacho del gerente. Me acerqué de puntillas a la puerta y pude
oír, de forma algo ininteligible, la voz del noruego. El ojo de la
cerradura era grande. Pensé que allí nadie me vería desde el salón,
y que si alguien se acercaba por el pasillo, podría retirarme
discretamente a uno de los servicios. Así pues, recé a toda la
variedad de dioses que conozco, me incliné y apliqué con destreza
el oído derecho sobre la cerradura. Reconozco que fue un acto
propio de un canalla, pero en mi profesión no se espera que un
indígena sea un caballero.
—Le ruego que disculpe cualquier posible molestia que haya
podido sufrir —oía la voz de Strickland como si estuviera justo junto
a mí—. Pero el coronel Creighton recibió el telegrama de Londres
hace solo dos días, y me envió aquí lo antes posible para recibirle.
—Espero que la información concerniente a mi llegada haya sido
estrictamente confidencial.
—Por supuesto. Solo el coronel y yo estamos al corriente —
Strickland hizo una pausa—. Bueno, para ser estrictamente honesto,
otra persona ha sido informada, pero ahora mismo eso no importa.
—No obstante, apreciaría que me dijera de quién se trata.
—Verá, hace unas tres semanas, recibimos un mensaje de uno
de nuestros agentes, un amigo egipcio de Port Said. Nos informó de
que un hombre que decía ser un viajero noruego, pero sin equipaje
ni bolsas de ningún tipo, llegó a Port Said en un barco de
aprovisionamiento, y compró un pasaje a la India en el buque de
pasajeros Kohinoor de la compañía P&O. Todos nuestros
muchachos han recibido órdenes estrictas de dar cuenta, desde sus
puestos, de todos los europeos que podrían estar viajando a la India
con propósitos distintos de los habituales. Esto se debe a que en los
últimos años hemos tenido una serie de problemas con los malditos
agentes de…, digamos, un poder hostil del norte, que se dedica a
fomentar el descontento entre los gobernantes indígenas y ese tipo
de cosas. De modo que, antes de recibir el telegrama de Londres, el
coronel nos envió a uno de los nuestros para vigilarle. Pero todo
está en orden. Parece que conseguí contactar con usted antes que
él.
—Yo no estaría tan seguro…
Se hizo un silencio y, de repente, la sólida puerta sobre la que yo
estaba apoyado se abrió de golpe, una mano me agarró por el
pescuezo y me arrastró al interior de la habitación. Fue una entrada
de lo más ignominiosa, y me sentí abochornado.
—¿Qué demonios…? —exclamó Strickland, pero entonces me
reconoció y se tranquilizó.
El noruego me soltó y se dio la vuelta para cerrar la puerta.
Entonces se acercó a la mesa de caoba cubierta con un paño, se
sentó tras ella, y procedió a encenderse la pipa.
—Hacía cinco minutos que lo oía, pero no deseaba interrumpir
su narración, pues me resultaba interesante —se volvió para
dedicarme una vez más aquella mirada penetrante—. Demasiado
ruidoso, ¿no le parece, caballero? Resopla demasiado para ejercer
este tipo de trabajo.
—Me temo que se trata de un… —intentó decir Strickland.
—No es necesario dar explicaciones, querido Strickland —dijo el
noruego, con un gesto de desdén que acompañó con la mano—. Es
evidente que todo está perfectamente claro. Este gran, si bien
contrito, caballero indio es sin duda el agente que el coronel
Creighton envió para no perder de vista al siniestro noruego. Al
menos, su aspecto y sus aptitudes hacen honor al criterio del
coronel. Un hombre de inteligencia, no cabe duda, y un erudito, o,
cuando menos, un hombre con cierto interés por asuntos eruditos
abstrusos. Además, un topógrafo con experiencia y un explorador
que ha pasado mucho tiempo recorriendo el Himalaya. Y, como he
tenido ocasión de informarle en un encuentro anterior, un hombre
que ha estado en Afganistán. Es más, me temo que tiene alguna
relación con usted, Strickland, aunque no directamente con su
departamento; ¿me equivocaría al decir que a través de una
sociedad secreta?
—¡Por Júpiter! —exclamó Strickland— ¿Cómo demonios ha
adivinado todo eso?
—Yo nunca adivino —dijo el noruego con cierta acritud—. Es una
costumbre espantosa, destructiva para las facultades de la lógica.
—¡Qué maravilla! —solté de forma involuntaria, algo confuso y
asombrado por aquellas revelaciones inesperadas.
—Es algo normal —fue su respuesta—. Una mera cuestión de
acostumbrarse a ver lo que pasa inadvertido a los demás.
Se respaldó contra la silla, con sus largas piernas extendidas, y
las yemas de los dedos juntas.
—Como podrá observar, querido Strickland —empezó a decir en
un tono que recordaba el de un catedrático en su clase—, a pesar
de la falsa apariencia sedentaria de la parte superior del cuerpo de
este caballero, bajo su atuendo de indígena se revelan unas
pantorrillas prominentes, lo cual es indicativo de un desarrollo
vascular y muscular que solo puede deberse a recorridos a pie
arduos y prolongados, seguramente, en zonas montañosas. Las
sandalias caladas revelan que le falta el dedo corazón del pie
derecho. No podría haberlo perdido a causa de un accidente ni de
una acción violenta, ya que los dedos contiguos no parecen haber
sido afectados; y hay que tener en cuenta que los dedos de los pies
no pueden separarse como los de las manos, para realizar una
amputación adecuada. Dado que la apariencia sana del caballero es
señal de que no padece ninguna enfermedad como la lepra, podría
concluir, sin miedo a equivocarme, que perdió el dedo por
congelación, y las únicas montañas de este país en las que nieva se
encuentran en el Himalaya.
»También me he percatado de que tenía un tic nervioso en el ojo
derecho, un trastorno profesional del que a menudo suelen adolecer
los astrónomos, los técnicos de laboratorio e investigadores y los
topógrafos, pues suelen forzar más un ojo al mirar a través del
telescopio, microscopio o teodolito. Teniendo en cuenta las
extenuantes caminatas por el Himalaya, la profesión más probable
en este caso sería la de topógrafo. Claro está que la topografía es
una ocupación inocente, que suele asociarse con personas que
fingen ser lo que no son. De modo que, en este caso, concluyo que
ha aplicado sus conocimientos en lugares donde debía ocultar la
verdadera naturaleza de su trabajo e identidad, es decir, en zonas
hostiles y, por tanto, inexploradas. Voilà tout.
—¿Y la inteligencia y erudición que me ha atribuido?
—Eso ha sido sencillo —se rio—. El nivel de inteligencia es
fácilmente deducible por el tamaño de su cabeza, algo mayor que la
media. Es una cuestión de volumen. Un cerebro tan grande ha de
tener algo dentro. La suposición de que tenía intereses eruditos fue
fácil de adivinar al ver el extremo del periódico azul que asomaba
tímidamente por el bolsillo de su chaqueta. El color y la cubierta del
Asiatic Quarterly Review son muy característicos.
—¿Y lo de Afganistán? —exclamé.
—¿Acaso no es evidente? No quiero insultar la inteligencia que
acabo de elogiar, describiendo lo fácil que fue descubrirlo.
Sus ojos titilaron claramente al volverse hacia Strickland.
—Y cuando la camisa de un agente de policía inglés revela el
contorno de un amuleto indígena, curiosamente el mismo que el
caballero indio lleva alrededor del cuello, es inevitable presuponer
que existe una relación. En su conjunto, la probabilidad de que
ambos pertenezcan a algún tipo de sociedad, seguramente una
sociedad secreta, es, por tanto, elevada. Es más, gracias a mis
lecturas sobre el tema, estoy informado de que, con China, este es
el país donde más han proliferado este tipo de organizaciones.
Ryder, en su History of Secret Cults, proporciona mucha información
sobre el tema.
—¡Cielo santo! —exclamó Strickland, moviendo la cabeza,
maravillado—. Menos mal que no vivimos en la Edad Media, señor
Holmes, porque le habrían quemado en la hoguera.
Se recostó en la silla y susurró:
—Los Saat Bhai, o los Siete Hermanos, era una antigua
organización tántrica, que se extinguió hace mucho tiempo, y que el
señor Hurree Chunder Mookerjee, aquí presente, recuperó por el
bien de algunos miembros del Departamento. La hechicera Huneefa
me entregó este amuleto, el hawa-dilli (exaltador de corazones), en
mi dawat, o ceremonia de iniciación. Los hace solo para nosotros.
La vieja hechicera cree que los hace para una auténtica sociedad
secreta, y, en cada uno, introduce un pedacito de papel en el que
hay escritos los nombres de santos, dioses y demás. El amuleto nos
ayuda a reconocernos entre nosotros si nunca nos hemos visto
antes, o si llevamos un atuendo para pasar desapercibidos.
Obviamente, todo esto no es oficial.
El tono de Strickland me dio a entender que el supuesto
«noruego» no era un intruso, sino alguien relacionado con el
Departamento, seguramente alguien importante e influyente.
—Verá, señor —expliqué amablemente—, también es una
medida preventiva. Entre los indios, existe la creencia de que la
Saat Bhai no solo existe, sino que es una sociedad poderosa,
compuesta de muchos miembros. Y la mayoría de indios, si no se
dejan llevar por la pasión, siempre se paran a pensar antes de matar
a un hombre que pueda pertenecer a una determinada organización.
De modo que, en un momento de apuro, si alguien intenta cortarte el
cuello o algo parecido, siempre tienes la posibilidad de decir «soy
Hijo del Hechizo», lo cual significa que puede que seas miembro de
la Saat Bhai, y, quizás así, recobres fuerzas.
—Yo fui miembro de muchas sectas —dijo Strickland con un
suspiro de añoranza—. Pero mis superiores pensaron que les
estaba dejando mal al recorrer el país con todo tipo de vestimentas
nativas, y me pidieron que dejara de lado mis creencias[8]. Todo lo
que me queda ahora es la Saat Bhai, así que espero que no me
delaten.
—Querido amigo —dijo el noruego, riéndose de una forma
peculiar, sin emitir sonido alguno— mientras las veladas de su
sociedad no estén amenizadas con sacrificios humanos y muertes
rituales, me llevaré el secreto a la sepultura.
—Muy bien, entonces, eso es todo —dijo Strickland en tono
alegre—. Más vale que vaya a enviar un telegrama al coronel para
informarle de que ha llegado usted bien. El gerente ya debe de tener
lista su suite.
—Debo decir que hay un asunto pendiente —dijo el noruego, y
me miró—. A través de sus propios esfuerzos, el señor Mookerjee
ha descubierto buena parte de mis actividades, de modo que no
tiene sentido, y es quizás hasta poco prudente, no depositar en él
toda nuestra confianza.
—Claro —contestó Strickland—. Hurree es la discreción en
persona, y sabe mantener un secreto —al decir esto, se volvió hacia
mí y me ofreció una sonrisa de suficiencia—. Bien, Hurree, este
caballero por el que has mostrado, no con poca imprudencia, una
curiosidad incontenible no es otro que el detective más famoso del
mundo, el señor Sherlock Holmes.
—Va a hacer que me ruborice, Strickland —le reprobó.
En aquel momento, un grito aterrador rompió el silencio de los
pasillos del hotel Taj Mahal.
2
EL HORROR SANGRIENTO
La insólita coincidencia de la increíble revelación de Strickland y
aquel grito aterrador alteró el curso natural de mis pensamientos. En
cambio, Strickland se puso de pie enseguida.
—¡¿Qué demonios ha sido eso?!
Otro grito desgarró el aire.
—¡Deprisa! —gritó Sherlock Holmes—. Venía del salón.
Salimos del despacho del gerente y atravesamos el pasillo a
toda prisa. Mientras corríamos, de súbito, me vino a la mente una
idea desconcertante. Sherlock Holmes había muerto hacía dos
meses. Todos los periódicos del imperio, de hecho, los de todo el
mundo, se habían hecho eco de la trágica historia sobre el
encuentro fatídico del detective con el archicriminal profesor Moriarty
en las cataratas de Reichenbach, en Suiza. ¿Cómo diantre había
vuelto a la vida? Pero antes de poder siquiera plantear esta
pregunta, me hallé ante una escena tan singular y sobrecogedora,
que seguramente quedará grabada en mi memoria hasta el día de
mi muerte. En el salón, iluminado con tres arañas venecianas, había
damas y caballeros, vestidos con trajes de gala, que miraban con
una expresión de horror la parte superior de la escalera que dividía
en dos partes el fondo del salón. Quien había gritado era la vieja
burra mem que, momentos antes, había censurado mi presencia en
el salón del hotel. Ahora estaba al frente del grupo, a los pies de la
escalera, lista para proferir otra de sus desgarradoras muestras de
aflicción.
En el rellano superior —el centro de todas las miradas aterradas
— había una figura horrorosa, salida de Jehannum. Era un hombre
—o, al menos, tenía forma de hombre— cubierto de sangre hasta tal
punto que tras la superficie roja, reluciente y horrenda, no podía
distinguirse ni un detalle de su ropa ni de su anatomía. Aquella
figura escarlata, a tientas, dio un paso adelante. En la superficie roja
de su rostro, se abrió un orificio negro. Entonces emitió el alarido de
un animal angustiado, que terminó en un horrible borboteo, como si
se ahogara en su propia sangre. Lentamente, se fue desplomando,
cayó rodando por las escaleras hasta detenerse al pie de estas,
junto a la burra mem, y salpicó de sangre el blanco impecable de su
vestido de noche.
La señora prorrumpió otro grito desgarrador, y se desmayó.
Strickland corrió en su ayuda, y yo tras él. Levantamos a la vieja
dama para llevarla hasta una chaise longue, donde la atendieron el
gerente y las damas que contemplaban la escena.
—Por favor, procuren no acercarse —gritó Strickland sobre el
barullo que se había formado—. Soy agente de policía, y no hay
motivos para alarmarse.
Hizo una señal al gerente, y este se acercó.
—Envíe un mensajero al inspector MacLeod, en la comisaría del
Horniman Circle —ordenó, apuntando algo en una nota que entregó
al gerente.
Este estaba completamente azorado.
—Lo ocurrido es terrible, señor, algo así nunca había…
—¡Espabile, hombre! —lo interrumpió Strickland con impaciencia
—. Envíe a alguien a la thana inmediatamente.
Sherlock Holmes estaba de rodillas junto a la figura sangrienta.
Le había levantado el párpado con un pellizco y estaba mirando
atentamente la pupila de aquel hombre. Mientras Strickland trataba
de ganar tiempo, Holmes sacudió la cabeza con un gesto de
gravedad.
—Está tan muerto como Nebuchadnezzar.
Sherlock Holmes se limpió los dedos en su pañuelo.
—Hay una cantidad considerable de sangre…, hmm…, y sale de
casi todas las partes del cuerpo.
Pese a ser un hombre de cultura, y, por tanto, sentir aversión por
la sangre y la violencia, he visto la muerte en formas y
circunstancias diversas por exigencias de mi profesión. Pero aquella
figura postrada —la sangre que la recubría tapaba por completo la
forma y los rasgos, hasta el punto de que no parecía un ser
humano, sino un monstruo deforme y rojo— despertó en mi interior
un terror indescriptible. Claro está, no lo demostré.
El señor Holmes parecía más estimulado que asombrado por la
situación. No había rastro alguno del horror que yo había sentido
ante aquella visión angustiosa. Más bien mantenía una compostura
tranquila, y mostraba interés, como un sadhu sagrado, sentado con
las piernas cruzadas sobre su estera de gavanza, meditando sobre
los misterios de la vida y la muerte.
Con un movimiento rápido, limpió el rostro del muerto con su
pañuelo. No vi indicio de herida alguna en la piel, pero segundos
después, los rasgos volvían a estar cubiertos de sangre.
—Qué raro —fue el único comentario que hizo, al tiempo que
tiraba el pañuelo empapado en sangre.
Se volvió hacia Strickland.
—¿Le supondría una molestia quedarse aquí para procurar que
nadie se acerque al cuerpo mientras yo echo una ojeada por arriba?
—Claro que no. Me reuniré con usted en cuanto lleguen los
muchachos.
Sherlock Holmes se volvió hacia mí.
—¿Le importaría acompañarme, señor Mookerjee? Es posible
que tenga que hacer preguntas, y mi desconocimiento del
indostanés será, sin duda, un impedimento para tal labor.
—Para mí sería un honor, señor, que alguna de mis aptitudes
pudiera serle de ayuda.
Yo había imaginado que Sherlock Holmes se sumiría en el
estudio del misterio, pero nada parecía estar más lejos de su
intención. Con un aire despreocupado, que, bajo aquellas
circunstancias, parecía rozar la afectación, subió tranquilamente por
las escaleras. Al llegar al rellano, miró con expresión ausente a su
alrededor. El techo, las paredes y el suelo manchados de sangre
parecían los de un matadero. Una vez dio por terminado su
escrutinio superficial, y sin hacer el menor ruido, siguió a grandes
zancadas el inequívoco rastro de huellas rojas y grandes manchas
de sangre por el pasillo izquierdo.
Al llegar a la quinta habitación a ambos lados del pasillo, las
huellas desaparecían, y sobre la moqueta solo quedaban unas
pocas gotas de sangre. Holmes intentó abrir las dos puertas, pero
solo la de la derecha, la de la habitación 289, estaba abierta. La
llave aún estaba en la cerradura. Holmes abrió la puerta de un
empujón y miró dentro.
—Hmm, parece bastante vacía.
—¿Esperaba encontrar a alguien, señor?
—¿Por qué me lo pregunta?
—Bueno, señor, si el individuo que buscamos contempla cometer
algún acto de violencia contra nosotros, no quisiera que ocurriera
como un incidente inesperado. Soy reacio a sufrir este tipo de
impresiones.
—Así pues, ¿cree que nuestra víctima fue asesinada?
—¿Qué otra explicación cabe?
—Docenas. Es un error garrafal especular sin datos suficientes.
¿Hola? ¿Quién anda ahí?
Al final del pasillo apareció un anciano bhangi con una escoba de
mango corto.
—No es más que un barrendero, señor, seguramente, un
empleado del hotel.
—Hágale venir aquí un momento, por favor.
—Ahora mismo, señor. Bhangi! Idhar aao, jaldi!
El viejo, que iba descalzo, se acercó a nosotros con pasos
silenciosos, y saludó al señor Holmes.
—Namaste, sahib.
—Pregúntele si ha visto algo fuera de lo común hace un rato.
—Escúcheme, anciano —le pregunté en la lengua vernácula—.
¿Ha visto usted algo fuera de lo normal hace un momento?
—No he visto nada, babuji —dijo, y su rostro anciano se iluminó
— pero he oído un fuerte grito, como el de un churail.
—Todo aquel al que Dios ha dado oídos lo ha oído —interrumpí,
impaciente—. Escuche bien, siervo de Lal Beg (dios de los
barrenderos). Este sahib alto es un sakht burra afsar de la policía.
Ha muerto un hombre. A eso se debía el grito, y el sahib está
investigando. Si desea usted mantener su nowkri en el hotel,
cuéntemelo todo.
—Hai mai! —se lamentó—. Qué zoolum. No he visto nada,
babuji. No ha pasado nadie por aquí, solo otro sahib angrezi que ha
salido por la escalera de atrás.
—¿Es normal que los sahibs usen la escalera de atrás?
—No, babuji. Es solo para el servicio del hotel.
—Gadha! ¿Por qué no lo ha dicho al principio?
Interrumpí la conversación para explicar al señor Holmes lo que
me había contado el barrendero.
—Vamos a ver, anciano —dije, fijando una vez más sobre él una
mirada severa—, ¿qué aspecto tenía ese sahib, y cuándo se fue?
—Babuji —se lamentó otra vez— todos los sahibs angrezi se
parecen.
—Podría usted verse implicado en un nizamut —dije con dureza
—, si no empieza a recordar, jaldi!
—Babuji, he visto a un sahib delgado, no muy joven, con patillas
extrañas y nariz larga. Parecía muy asustado cuando pasó corriendo
delante de mí.
Sherlock Holmes apretó los labios cuando le dije esto.
—Pregúntele cuándo lo ha visto salir exactamente.
—Dice que justo ahora, señor, justo antes de llamarle.
—¡Será posible! ¿Dónde está esa escalera?
—El barrendero dice que está al final del pasillo, señor, y que
conduce a la entrada comercial.
Holmes echó a correr por el pasillo y bajó por la estrecha
escalera, sin dejarme otra alternativa que seguirle. Cruzamos la
puerta trasera y fuimos a parar a un callejón. Pero, claro está,
nuestra presa había huido, pues a poco menos de cien metros un
ecca ghari se alejaba a toda prisa en la oscuridad del callejón.
Cuando torció la esquina, hacia la calle principal, la luz de un farol
iluminó por un instante el ghari. Justo en ese momento, el ocupante
se levantaba para mirar atrás. ¡Era el Cara de Hurón!
—Me temo que llegamos un poquito tarde —observó Sherlock
Holmes, guardándose un revólver de buen tamaño en el bolsillo de
la chaqueta—. Por casualidad, ¿no se habrá fijado en el número de
matrícula del vehículo?
—No, señor, pero he visto otra cosa.
Le hablé del hombre con cara de hurón mientras subíamos las
escaleras.
—Claro, claro. Seguramente es un cómplice —señaló, cuando ya
habíamos llegado al pasillo—. Debí haber previsto algo así. Vaya,
ahí está Strickland. La policía ya debe de haber llegado.
—Señor Holmes, ¿ha descubierto usted algo? —preguntó
Strickland con ansiedad.
—No he podido hacer más que una inspección superficial de la
escena del crimen, antes de que otro incidente distrajera mi
atención.
Sherlock Holmes procedió a explicar a Strickland lo que nos
había contado el viejo barrendero y el encuentro fugaz con el
misterioso tipo con cara de hurón.
—De manera que, con su permiso, daré comienzo a mi
inspección.
Al decir esto, con un movimiento rápido, sacó del bolsillo una
lupa de gran aumento y una cinta métrica. Con estos dos
instrumentos empezó a caminar silenciosamente por el pasillo. Se
detuvo y se arrodilló varias veces, y se tendió boca abajo una vez.
En un momento dado, se detuvo y nos hizo señas a Strickland y a
mí.
—¿Qué dirían que es? —preguntó, señalando al suelo.
—Parece un gran coágulo de sangre —contestó Strickland.
—Mm…, es una posibilidad; aun así, ¿pueden dejarme un
pañuelo?
Ofrecí el mío. Frotó la mancha roja de sangre, bajo la que
apareció otra mancha de color gris.
—Vaya, es un trozo de caucho —exclamé.
—¿Usted cree? —comentó Holmes—. Bien, creo que eso es
todo lo que podemos encontrar aquí. Sigamos inspeccionando.
Holmes entró en la habitación 289, y dedicó quince minutos a
una de aquellas laboriosas investigaciones que constituían la sólida
base de su éxito. Para mí fue una experiencia memorable ver, de
primera mano, el modus operandi de un hombre cuyos
incomparables logros eran famosos en todo el mundo. La expresión
de interés de Strickland reflejaba que sentía lo mismo que yo. En
aquel momento, sin poder evitarlo, me hacía gracia la forma en que
el señor Holmes hablaba para sí entre dientes todo el tiempo, sin
dejar de emitir exclamaciones y silbidos, a modo de lo que parecían
ser signos de ánimo y expectación, combinados con algún que otro,
gruñido o suspiro, que seguramente indicaban lo contrario.
Al llegar cerca de la cama se detuvo y exclamó, señalando al
suelo:
—Vaya, vaya. ¿Qué tenemos aquí?
—Parecen marcas dejadas por las patas de una silla —sugirió
Strickland.
—De una mesa, querido Strickland, sin duda, de una mesa. Las
huellas están demasiado separadas entre sí para ser de una silla.
Este no es el lugar habitual de la mesa, ya que las huellas serían
bastante más profundas, y el color de la moqueta sería ligeramente
distinto del de alrededor. Además, la mesa ha sido desplazada de
esta posición hace muy poco rato. Observe cómo los pelos de la
moqueta recuperan su posición.
Se puso en pie y miró a su alrededor.
—Y allí está el mismísimo objeto.
—Pero justo en el otro extremo de la habitación hay otra mesa
igual —observé.
—Ah. Pero es más probable que se trate de la mesa de la
derecha. Uno suele usar lo que tiene más a mano.
Se acercó a la mesa y la inspeccionó.
—Veo que tengo razón. Observen estos arañazos profundos en
el barniz. Vaya una forma de tratar un mueble tan delicado. Es
evidente que alguien se ha puesto de pie sobre esta mesa. Alguien
que usaba unas botas pesadas. Hmm. Veamos cómo podría encajar
todo. ¿Podrían echarme una mano?
Ayudé al señor Holmes a acercar la mesa a la cama, y la
dejamos en el suelo, procurando que la base de las patas
coincidieran con las marcas de la moqueta.
—Encaja perfectamente, señor Holmes.
Pero Sherlock Holmes ya estaba sobre la mesa, y tenía el brazo
extendido para alcanzar la lámpara de latón, de fabricación
autóctona, que colgaba de una cadena fina sobre la cama. La
lámpara, de latón de Benarés, tenía la forma de un elefante
lujosamente engualdrapado. Holmes la asió con cuidado, usando el
pañuelo, y la examinó de cerca con la lupa. Después de unos diez
minutos, soltó la lámpara, que se balanceó sobre la cama, y saltó al
suelo.
—Ingenioso. Un auténtico ingenio diabólico. No podía esperar
menos…
Escudriñó el cubrecama con la lupa.
—Lógicamente, debería haber… ¡Aquí está! Como esperaba.
Con la ayuda de un cortaplumas rascó la tela y separó unas
partículas, que sostuvo cerca de la luz de gas para examinar.
—No cabe duda de que es lacre. ¿No creen, caballeros?
—Holmes —preguntó Strickland con impaciencia—, ¿hay una
relación entre todo esto y el hombre muerto? ¿Fue asesinado? Y, si
es así, ¿cómo? ¿Y a qué se debe semejante hemorragia? Creo que
merecemos un trato más sincero por su parte.
—En toda mi experiencia, no recuerdo un estudio más singular.
Casi he concluido mis investigaciones, pero antes de poder
comunicarles los resultados, debo verificar algunos detalles. No
obstante, les doy mi palabra de que revelaré las respuestas lo antes
posible. Mientras tanto, creo que deberían saber que nuestro pobre
hombre muerto de abajo ha sido víctima tanto de un asesinato como
de un accidente.
—Eso es una paradoja, señor —intervine.
—Se está burlando de nosotros, señor Holmes —dijo Strickland,
enfadado.
—Vamos, señor Strickland. Es la primera muestra de cólera que
advierto en usted. Aun así, la culpa es mía. Debería haberlo dejado
más claro.
—¿Más claro, señor Holmes? Ni siquiera sabemos quién es el
muerto.
—El muerto es un sirviente indio de este hotel. No cabe duda de
que fue asesinado. Pero su muerte fue un accidente, me refiero a
que, desgraciadamente, se encontró en una situación en la que
debería haberse encontrado la verdadera víctima.
—Entonces, ¿tras quién iba el asesino?
—Tras de mí, si no me equivoco.
—¿De usted, señor Holmes?
—Oh, debo reconocer que gozo de mala reputación en los
círculos criminales —dijo Holmes, riendo—, pero es una larga
historia y…
Un vago recuerdo que me perseguía desde hacía un rato surgió
de súbito en mi mente, y lo vi claro.
—El barco, señor Holmes —grité.
—¿Qué pasa con el barco? —preguntó Strickland, irritado.
—El Kohinoor debía haber llegado a puerto, a más tardar, a
mediodía, pero llegó ya entrada la tarde. Si todo hubiera ido según
lo previsto, el señor Holmes no solo habría llegado al hotel al
atardecer, sino que podría haber estado en su habitación, tal vez
esta misma, en el momento del incidente.
—Y, en tal caso, ¿el señor Holmes habría sido la desventurada
víctima, en vez del otro hombre? —preguntó Strickland.
—Posiblemente —dijo Sherlock Holmes en un susurro—. Solo
posiblemente. Les aseguro, caballeros, que no me jacto de ser
clarividente al decir que esperaba un ataque a mi persona. Solo en
este mes, he sido víctima de cuatro intentos, aunque debo admitir
que este, en concreto, presenta las características más interesantes.
—Pero ¿y la habitación? —exclamó Strickland—. ¿Cómo podía
saber el asesino que…?
En aquel momento entró en la habitación un agente de policía de
aspecto adusto, vestido de caqui. Con un gesto de preocupación, y
tirándose de un bigote desgreñado, dijo:
—El cuerpo ya ha sido trasladado al depósito de cadáveres,
señor —informó a Strickland con un fuerte acento de Aberdeen—.
En todos mis años en el cuerpo de policía, nunca había visto un
desastre tan sangriento como este. ¿A qué podría deberse una
muerte tan horrible?
—A saber —respondió Strickland—. Pero una vez hayan
examinado el cuerpo, las cosas deberían aclararse un poco más.
¿Quién está de guardia en el laboratorio?
—Seguramente, el viejo Patterson, señor.
—Dígale que quiero la autopsia enseguida. Me reuniré con él en
cuanto termine de interrogar al señor Sigerson y a su guía indio. El
señor Sigerson atendió al hombre que murió, y podría haber visto u
oído algo que podría tener alguna relación con el caso.
El sahib «Istrikin» era capaz de mentir como un ladrón si era
necesario.
—En tal caso, ¿le parece bien que el servicio del hotel empiece a
limpiar? Lo hemos examinado todo minuciosamente, pero no hemos
encontrado nada.
—Si estáis seguros de que no habéis pasado nada por alto,
adelante.
—No, señor. Estoy seguro de que no se me ha escapado nada
—respondió el inspector, y luego se rio entre dientes—. Abajo están
celebrando una cena de reunión de exalumnos, del United Services
College, creo, y el gerente está muy nervioso con lo de la sangre y
todo el engorro.
Se dirigió a la puerta, ajustándose el salacot.
—Dejaré al havildar Dilla Ram y a dos muchachos de guardia.
—Gracias, MacLeod. Buenas noches.
Una vez el inspector hubo salido de la habitación, Holmes alzó la
vista hacia el techo y suspiró.
—De manera que el cuerpo de policía de la ciudad de Bombay
desempeña sus funciones de un modo bastante similar al de
Scotland Yard.
—Mire, señor Holmes —dijo Strickland en un tono de voz
ofendido—. Reconozco que todos estamos desconcertados con este
misterio, y estoy seguro de que usted no. Ha dado una pista aquí,
otra allá, pero creo que tenemos derecho a pedirle que nos haga
partícipes de todo cuanto sabe de este asunto.
—Querido amigo, no pretendía, ni mucho menos, ofenderle.
Permítame confirmar algún que otro detalle más, y le prometo que
entonces le revelaré cuanto sé. Ahora quiero que esté presente
durante la autopsia y que observe cada detalle. No tengo la menor
duda de que los resultados podrían ser decisivos para resolver el
caso.
—Lo cierto, señor Holmes —dijo Strickland, algo más tranquilo
—, es que tiene una forma de actuar evasiva, pero supongo que si
he aguantado su condenada reticencia todo este tiempo, podré
soportarla un poco más.
—Bien hecho —bromeó Sherlock Holmes, dándole una palmada
en el hombro—. Y, ahora, una última cosa que tal vez entre en el
campo de interés del señor Mookerjee; ¿dónde podría conseguir
libros sobre la fauna y la flora de este país?
—La verdad, señor —contesté, algo perplejo ante aquella
inesperada pregunta—, el mejor lugar sería la biblioteca de la
Sociedad de Historia Natural de Bombay. Conozco al secretario, el
señor Symington, bastante bien (en calidad medio oficial, le
conseguí unos especímenes raros de prímulas tibetanas), y la
biblioteca tiene unos servicios excelentes. Pero me temo que ahora
estará cerrada.
—De acuerdo. En tal caso, iremos mañana —dijo Sherlock
Holmes, aceptando la situación—. Le esperaré aquí, señor
Mookerjee, bien temprano, para que me acompañe.
Bajemos, pues, a concertar mi alojamiento y cenar algo.
—Tendrá usted mucha hambre —dijo Strickland, en tono
pesaroso—. La verdad es que tendría que haberle…
—En absoluto, querido amigo —le interrumpió el señor Holmes,
mientras salía de la habitación delante de nosotros—. Ha sido una
tarde de lo más instructiva. No me la habría perdido por nada del
mundo. ¿Le importaría cerrar la puerta? No me gustaría que nadie
supiera que hemos estado husmeando por aquí.
El gerente parecía haberse apresurado a poner las cosas en
orden, pues los barrenderos del hotel estaban muy ocupados
fregando la escalera. Aún no habían llegado al rellano cubierto de
sangre. Holmes se detuvo bruscamente antes de bajar por la
escalera, y miró al suelo con expresión de desconcierto.
—¿No notan ustedes algo extraño en esta sangre?
—No —dijo Strickland—. Solo parece que está por todas partes.
¿Por qué? ¿Hay algo anormal?
—No me haga caso —respondió Holmes, bajando la escalera,
pero le oí murmurar para sí—. Curioso, muy curioso.
Al cruzar el salón hacia la recepción, el gerente vino directo a
nosotros.
—Le pido mil disculpas, señor Sigerson. He faltado en mi
responsabilidad como anfitrión. Pero este terrible accidente y…
—No se preocupe. He pasado media hora provechosa ultimando
los detalles de la excursión prevista a esta ciudad con mi guía, el
señor Mookerjee. Y ahora, ¿sería tan amable de…?
—Por supuesto, señor. ¡Señor Carvallo! —hizo una seña al
empleado de recepción—, una habitación para el caballero.
El señor Carvallo, un joven y pulcro caballero regordete,
seguramente de ascendencia portuguesa, cogió una llave bajo la
mesa de recepción y golpeó con la palma de la mano el timbre. Un
portero indio de librea se acercó a nosotros arrastrando los pies. El
recepcionista le dio la llave de la habitación y unas instrucciones.
Fue al despacho del gerente para recoger el escaso equipaje del
señor Holmes, y subió las escaleras sin dejar de arrastrar los pies.
Sherlock Holmes empezó a seguirle, pero entonces se volvió hacia
nosotros.
—¿Les importa esperarme en el comedor? En un minuto me
reuniré con ustedes. He de coger un pañuelo limpio de la maleta.
Strickland y yo fuimos al comedor, donde había una mesa
dispuesta para nosotros en un rincón de la sala. Era obvio que la
cena de la reunión de exalumnos (acompañados de sus señoras)
del United Services College no había terminado, ya que en el centro
del salón había alineadas unas largas mesas de banquetes,
ocupadas por las damas y caballeros que algo antes se habían
llevado el susto de ver a un hombre muerto. No hace falta decir que
el banquete no parecía demasiado animado. Mientras un camarero
de uniforme blanco y turbante nos servía el agua en silencio, el
señor Holmes entró con brío en el salón. Riendo entre dientes, a su
extraña manera, se sentó y desdobló la servilleta.
—¡Es increíble! ¿Saben qué habitación me han dado?
—¿No será la…? —dije, atónito.
Pero se me adelantó.
—Sí, la 289.
—¡Por todos los santos! —exclamó Strickland—. Habrá sido ese
gerente que no deja de sonreírse. Permítame llevarlo a la thana, y le
haré hablar antes que un verdugo.
—Cálmese, Strickland —le dijo Sherlock Holmes con un ademán
imperioso—. Le aseguro que había previsto esta jugada. Además,
no tenemos pruebas de que el gerente sea cómplice en este asunto.
De todas formas, quienquiera que sea, no debemos espantarlo en
esta fase inicial del juego.
—¡Pero su vida corre peligro! No dormirá allí esta noche,
¿verdad?
—Esa es mi intención. Esta noche no ocurrirá nada en esa
habitación, querido amigo. Me va algo más que mi reputación en
ello. Y ahora, no permitamos que estos interrogantes nos saquen de
quicio. Ah, esta sopa solferino y este pollo al mogol es justo lo que
necesitaba. ¿Puedo proponer una botella de Montrachet para
celebrar mi…, mm, llegada algo agitada a las costas del imperio
indio?
3
SHERLOCK HOLMES REMEMORA
Durante el café, el señor Holmes nos contó cómo había conseguido
engañar a todo el mundo.
—Supongo que ya habrán oído hablar del profesor Moriarty —
dijo Sherlock Holmes, apartando la silla de la mesa para extender
sus largas piernas.
—El Times of the India publicó un artículo sobre su imperio
criminal, que aparecía junto a las dos necrológicas[9] —me aventuré
a decir.
—Desde Londres nos informaron sobre el profesor y su banda —
dijo Strickland—. También leí, en el Strand Magazine, una historia
bastante pintoresca sobre todo lo ocurrido.
—Debía de tratarse del relato que mi amigo, el doctor Watson,
escribió sobre lo que creía que había sucedido —señaló Holmes con
aire pensativo, mientras se rellenaba la pipa—. Lo único que
lamento en todo este asunto es la preocupación y la aflicción que le
he causado. Pero supongo que era inevitable. Había mucho en
juego, y los adláteres de Moriarty estaban demasiado
desesperados.
»Ah, era todo un genio —prosiguió el señor Holmes, dando
chupadas a la pipa—. La mayor mente criminal del siglo, sin que
nadie hubiera oído hablar de él. En ello residía el encanto. Puede
que hayan leído los detalles más escabrosos de su carrera. Lo cierto
es que era un hombre de origen muy respetable. Desde una edad
muy temprana, demostró una facilidad precoz para las matemáticas,
que, gracias a una excelente educación, desarrolló hasta niveles
espectaculares. A los veintiún años, escribió una tesis sobre el
Teorema binomial, que ganó renombre en toda Europa. En virtud de
este teorema, ganó la cátedra de Matemáticas en una de nuestras
universidades más modestas. También es el autor de la célebre obra
La dinámica de un asteroide, un libro que alcanza niveles tan
elevados de matemática pura, que se ha dicho que ningún
especialista en prensa científica es capaz de criticar. Por desgracia,
por su sangre corría una predisposición al crimen, que sus
extraordinarias facultades mentales exacerbaron e hicieron
infinitamente más peligrosa. En el ambiente académico, corrían
rumores sombríos en torno a él, y al final se le obligó a renunciar a
la cátedra y a retirarse a Londres[10].
»Durante unos años, fui consciente de que, tras el mundo
criminal londinense, había una fuerza organizada, siniestra y
omnipresente. Durante años, trabajé para sacar a la luz esta
conspiración, y al fin, tras dar miles de vueltas, mis investigaciones
me llevaron hasta el profesor Moriarty, de gran renombre en el
campo de las matemáticas. Él organizaba casi todo lo maléfico y
misterioso que ocurría en Inglaterra, y, quizás, hasta más allá de sus
fronteras. Permanecía inmóvil como una araña en el centro de su
red, pero una red con miles de radios, y conocía muy bien la mínima
vibración de cada uno de ellos. Él mismo no hacía casi nada. Se
limitaba a hacer los planes. Pero contaba con un gran número de
agentes, perfectamente organizados. Este fue el gran dominio que
descubrí, caballeros, y dediqué toda mi energía para
desenmascararlo y desarticularlo.
»Sin embargo, el profesor estaba protegido por medidas ideadas
con tal astucia que, al cabo de tres meses, me vi obligado a
reconocer que había encontrado a un contrincante de mi nivel, si no
de un nivel superior. Pero perseveré en mis investigaciones, hasta
que un día el profesor cometió un error. Fue un error nimio, se lo
aseguro, un mero descuido, pero me brindó una oportunidad. A
partir de aquel momento, empecé a tejer mi tela a su alrededor.
No es necesario relatar toda la historia que nos contó Sherlock
Holmes sobre la brillante manera en que logró desenmascarar y
atrapar al profesor y a su organización; ni sobre cómo la torpeza de
Scotland Yard permitió que el profesor y algunos de sus secuaces
se escabulleran de la red del señor Holmes. Seguramente, el lector
habrá leído el número especial del Strand Magazine, que relata con
gran emoción toda la historia, incluso el encuentro posterior del
profesor Moriarty y Sherlock Holmes; y donde, además, para
consternación de todo el imperio, llegaba a la errónea conclusión de
que el gran detective había perecido entre el rugido de las cataratas
de Reichenbach.
Strickland y yo escuchábamos embelesados, mientras Sherlock
Holmes narraba los últimos momentos que había pasado con el
profesor.
—Tenía pocas dudas, caballeros —prosiguió el señor Holmes,
tras dar un sorbo a su brandy—, de que había llegado al final de mi
provechosa carrera; pero de pronto vi aparecer la figura siniestra del
fallecido profesor Moriarty ante mí, al final del único camino que
podía llevarme a la salvación. Sus ojos grises reflejaban
resentimiento y una intención maliciosa. Pero me saludó con
bastante cortesía. Mantuvimos una conversación interesante,
aunque breve, y me explicó en líneas generales los métodos con los
que había burlado al cuerpo de policía. A mi vez, le conté algunos
detalles de cómo había conseguido sacar a la luz su organización, y
las actividades que esta mantenía. Entonces, tuvo la cortesía de
concederme el permiso para escribir una breve nota al doctor
Watson, que dejé junto a mi cigarrera y mi bastón. Avancé por el
sendero, con Moriarty aún pisándome los talones, hasta llegar al
final. Ante mí, las aguas atronadoras se sumergían en un caldero
profundo y mortal que bullía y se arremolinaba. Me di la vuelta.
Moriarty no sacó ningún arma, pero su expresión de aparente calma
empezó a descomponerse. El bulto de su frente palpitaba como si
tuviera vida propia. Sus ojos reflejaban un odio horroroso, como
nunca había visto. Movía la boca constantemente, murmurando
alguna maldición para condenar mi alma, que, por suerte, no pude
oír por el ruido de las cataratas.
»Luego soltó un gruñido y se abalanzó sobre mí. Parecía y tenía
la fuerza de un loco. Físicamente, tengo la misma fuerza que
muchos hombres, pero la furia que el profesor descargó sobre mí
me confundió en un primer instante. Me agarró el pescuezo con sus
largos dedos cadavéricos, y empezó a apretarlos para
estrangularme. De su boca, deformada por el odio y el ansia de
venganza, salía espuma, como si fuera un perro rabioso.
»“¡Muere, Holmes! ¡Maldito seas! ¡Muere!”, gritó, rociándome la
cara con baba asquerosa. Forcejeamos al borde del precipicio. No
obstante, como tengo algunos conocimientos de bujitsu[11] que
incluye el sistema japonés de lucha, que me ha sido de gran ayuda
en más de una ocasión, le agarré con firmeza del cuello, le di una
patada acertada en el estómago y me eché al suelo, boca arriba. Le
di un empujón limpio, pasó por encima de mí[12] y cayó por el
precipicio, gritando. Pero el deseo de vivir es el más fuerte y
desesperado que existe en todo ser vivo. Me levanté bastante
aturdido y vi que el profesor no había caído, sino que se había
agarrado al borde del precipicio. Allí estaba, colgando sobre aquel
abismo furibundo, tratando de no desprenderse del borde del
despeñadero. Su mirada aterrada buscó mis ojos.
»—Ayúdeme, por favor —imploró con la voz ronca.
»En aquel momento se desvaneció en mí la animadversión que
sentía por aquel desdichado. Di un paso adelante, sin sospechar la
vil traición que albergaba su corazón. Arrastró la mano derecha
hasta mi pierna izquierda, sin llegar a alcanzarla. Aquella fue su
perdición, ya que la otra mano no pudo soportar todo el peso, y
resbaló. Tras un último intento de asirse, se despeñó por el
acantilado. Le vi caer de aquella gran altura. Se estrelló contra una
roca, rebotó y cayó al agua.
»Fui incapaz de moverme durante unos instantes. Me han
odiado muchos hombres, pero la malevolencia implacable de
Moriarty, de la que yo había sido objeto, había conseguido alterarme
los nervios.
»Estaba a punto de regresar por el camino, cuando pensé en
qué posición tan afortunada me había situado el destino. Moriarty no
era mi único enemigo. Al menos tres de sus hombres habían podido
escapar de la policía, y no dudarían en vengarse. Eran hombres
temibles y peligrosos, y me habría engañado a mí mismo si hubiera
pensado que iba a poder evitarlos siempre. El peor de todos era el
propio jefe del estado mayor de Moriarty, un hombre con horribles
antecedentes, aunque una mente deslumbrante; tan reservado y
desconocido para la mayoría, como para su difunto maestro. Los
demás eran más conocidos. Es posible que recuerden el caso de
Oiseau, el acróbata de circo, tan famoso como las cataratas del
Niágara, que asesinó al primer ministro griego, y que consiguió
darse a la fuga, sin dejar rastro, tras ser detenido por la policía; y
Luff, también conocido como el “terrorista loco”, cuyas fulminantes
hazañas llenaban las páginas de nuestros periódicos hace solo un
par de años. Y es que Moriarty creía en el principio empresarial
americano de apostar por los mejores talentos de cada campo. Y
estos tipos eran los mejores. Uno u otro lograría, sin duda,
atraparme. Por otra parte, si convencía al mundo entero de que yo
estaba muerto, se confiarían; quedarían expuestos, y, tarde o
temprano, les daría caza.
»Me escondí bajo una cornisa bastante alta, y entonces llegó el
equipo de salvamento que el doctor Watson había organizado. Al
fin, cuando hubieron extraído sus conclusiones, inevitable y
absolutamente erróneas, se marcharon, y me quedé solo.
»De repente, una roca inmensa pasó silbando ante mí y cayó en
el abismo. Primero pensé que se trataba de un accidente, pero, al
momento, al mirar arriba, vi la silueta de una cabeza contra el cielo
vespertino. Otra roca golpeó la cornisa bajo la que estaba
escondido, y pasó a unos treinta centímetros de mi cabeza. Aquello
significaba algo evidente. Moriarty no estaba solo. Un cómplice —y
la primera impresión me decía que se trataba de un cómplice
peligroso— había estado al acecho durante el ataque del profesor.
Desde una posición oculta para mí, había presenciado la muerte de
su maestro y mi huida. Había esperado el momento adecuado para
subir a la cima del precipicio, desde donde intentó lo que su maestro
no había podido conseguir.
»No tardé mucho en atar cabos, caballeros. Empecé a
descender como pude por el camino, cuando se despeñó otra roca,
que casi me hizo caer al vacío. A medio recorrido, resbalé, pero,
gracias a Dios, caí sobre el camino. Sangraba y llevaba la ropa
hecha jirones. Salí corriendo de allí y logré atravesar unos dieciséis
kilómetros de montaña en plena oscuridad. Finalmente, llegué hasta
una de esas cabañas de pastor que hay en los valles altos de los
Alpes. Estaba vacía, y solo una viga corta de madera atrancaba la
sólida puerta. Entré a trompicones y, buscando a tientas, di con un
farol de latón abollado. Tras encender aquella luz alentadora, me
dispuse a acomodarme. Los objetos de la casa eran algo
rudimentarios, pero más que suficientes para mis escasas
necesidades; de hecho, dada mi situación, eran todo un lujo. Me
limpié y me vendé las heridas, que, por suerte, eran superficiales.
»A la mañana siguiente, con el corazón alegre, inicié mi camino
por las praderas alpinas. Pese a haber tomado las precauciones
debidas, alejé a Moriarty y a su banda de mis pensamientos. Al fin y
al cabo, el sol brillaba, la nieve de las cimas era de un blanco
inmaculado, y mi vieja pipa de cerezo había sobrevivido a mi caída
en picado y tiraba estupendamente. Aquella noche llegué al pueblo
de Hospenthal. Con la ayuda de un guía, crucé el paso de
St. Gotthard, que estaba cubierto de nieve, y seguimos hacia el sur,
hasta llegar al pueblo fronterizo de Como. A los diez días, llegué a
Florencia, la ciudad de Dante, que, al afirmar “Nel mezzo del camin
di nostra vita”, podría haberse referido perfectamente a la situación
de mi vida en aquel momento.
»Envié un telegrama a un viejo amigo de Londres, para que me
enviara dinero[13]. Era la única persona en quien podía confiar. Fue
mi único confidente, y fue él quien comunicó al coronel Creighton
por telegrama que me asistiera aquí, en la India. Para entonces,
estaba bastante claro que iba a necesitar mucha ayuda, sobre todo,
por hallarme en un entorno desconocido, y siempre y cuando
ninguno de los vengadores de Moriarty consiguiera su propósito.
Hubo cuatro intentos aislados de atentar contra mi vida. En uno de
ellos, casi lo consiguen; tuvo lugar en el hotel Gezirak Palace de El
Cairo, donde dos figuras con capa negra me atacaron con unas
cimitarras descomunales. Por suerte, había tenido la precaución de
comprar un revólver y cien cartuchos Boxer, con lo cual el conflicto
fue más bien unilateral.
»Y ahora nos encontramos con este extraño asesinato, que, si
mis suposiciones no son erróneas, ha sido el último intento de
atentar contra mi vida y, por el momento, el más interesante. Sin
embargo, la tentación de elaborar suposiciones prematuras a partir
de datos insuficientes es la cruz de nuestra profesión. No podemos
llegar a ninguna conclusión antes de conocer los resultados de la
autopsia. Strickland, dejaré que sea usted quien aporte la pieza final
de este puzzle mañana. Hasta entonces, pues, buenas noches.
De camino a mi alojamiento en un ghari, por las calles oscuras
de la ciudad, intenté ordenar en mi mente todo lo acontecido aquel
día. ¿Cómo habían asesinado a aquel pobre hombre? ¿A qué se
debía tanta sangre? ¿Dónde encajaba todo aquello con el gerente,
Moriarty y el hombre con cara de hurón? Pero no alcanzaba a
comprender. Sabía que tendría que esperar al día siguiente para
conocer la respuesta.
Aquella noche tuve sueños espantosos.
4
FLORA Y FAUNA
Aunque pasé mala noche, al día siguiente llegué temprano al hotel.
Por segunda vez, fui objeto de la mirada hostil del portero sij, pero
conseguí evitar al gerente y al recepcionista, de modo que me
apresuré a subir a la habitación de Sherlock Holmes.
—Pase, pase —me invitó una voz aguda, al llamar a la
habitación 289.
La habitación estaba llena de humo de tabaco, y una única
cortina abierta permitía el paso de la luz matutina. Estaba sentado
con las piernas cruzadas, como un rajá indio, sobre una suerte de
diván oriental, que había dispuesto en el suelo con las almohadas
de la cama y los cojines del sofá y el sillón. El efecto de esplendor
oriental se acentuaba con la resplendente bata rococó de color
púrpura que vestía, y la opulencia de la hookah que tenía delante,
con el tubo satinado, terminado en una delicada boquilla de ámbar,
que sostenía, pensativo, entre sus largos dedos. Tenía los ojos fijos,
con la mirada ausente, sobre un ángulo del techo. El humo azulado
ascendía lánguidamente desde el recipiente, mientras él
permanecía en silencio, inmóvil, bajo un rayo de sol que resaltaba
unos rasgos aquilinos.
—Buenos días, señor Holmes. Veo que hoy prefiere fumar la
pipa india.
—Tiene sus ventajas —respondió con languidez—, sobre todo,
durante momentos sedentarios como este. Hace poco descubrí que
el aroma balsámico del tabaco indio tiene el curioso efecto de
ayudar a mantener largos períodos de meditación.
Dio unas chupadas con aire meditabundo. El humo hizo borbotar
el agua de rosas.
—¿No ha dormido usted, señor? —pregunté con preocupación.
—No. No. He estado dando vueltas a un problemilla…, y a otras
cosas. Dígame… —dijo, de repente—, ¿cuál es el sentido de la
vida, este perpetuo ciclo de miseria, temor y violencia[14]?
—Bueno, señor… —balbucí, sin saber qué decir—. Yo soy, si me
permite la expresión, un hombre de ciencia, y, por tanto, no me
resulta fácil formular una opinión sobre temas…, ah…, tan
espirituales. Pero un lama tibetano a quien tuve el privilegio de
entrevistar en una ocasión, por cuestiones estrictamente
etnológicas, relacionadas con los ritos y las creencias lamaístas,
opinaba que la vida es sufrimiento. De hecho, es el artículo
fundamental de su credo.
—Un hombre sabio —murmuró Holmes—, un hombre sabio.
Quedó en silencio unos instantes. Sus ojos miraban al vacío con
una extraña expresión ausente y férvida. Por un momento, bajo
aquella presencia tranquila, racional y superior, me pareció ver un
alma más intensa e inquieta, que no parecía, ni mucho menos,
europea, y que en Oriente se reconocería como un alma
«buscadora». Entonces, con un esfuerzo consciente, rompió aquel
ensueño singular.
—¿Ha desayunado ya? —preguntó.
Vi una bandeja de desayuno vacía, echada a un lado.
—¿Una taza de café? ¿No? En tal caso, si no es demasiado
temprano, ¿sería tan amable de acompañarme a la Sociedad de
Historia Natural de Bombay, a la que se refirió anoche?
—El señor Symington, el secretario, suele acudir bastante
pronto, señor. Realiza su propia investigación en la biblioteca por las
mañanas, porque no hace tanto calor.
—Excelente. En tal caso, no perdamos más tiempo.
Enrolló con cuidado el tubo de la hookah, se quitó la bata y se
puso la chaqueta de lino del día anterior. A diferencia de la mayoría
de europeos en la India, no llevaba un sombrero de tiras de caña, un
salacot, sino que iba tocado con una gorra ligera, si no me equivoco,
una gorra de cazador.
Nos apresuramos escaleras abajo. Antes de abandonar el hotel,
el señor Holmes se acercó a la recepción y dejó una nota dentro de
un sobre cerrado, que entregó a uno de los recepcionistas del hotel,
allí presentes. Me figuré que sería una nota para Strickland. Acto
seguido, el señor Holmes y yo salimos del hotel en un ghari.
Al pasar por la carretera de la playa, el olor penetrante del agua
salada flotaba en el aire. Unos niños medio desnudos vendían agua
de coco fresca, que ofrecían dentro de la propia cáscara, y dos
sadhus adoraban al sol en el mar. El ambiente era más agitado en el
bazar de Borah, donde tenderos, vendedores, tongawallahs, culis y
transeúntes de todo tipo empezaban el día con mucho ajetreo.
Llegamos al bungalow de ladrillo que albergaba la Sociedad de
Historia Natural de Bombay.
Esperamos en una gran sala, mientras un chaprasi fue a buscar
al señor Symington. La sala estaba llena de una variedad insólita de
especies de pájaros y otros animales disecados, todos ellos
apolillados, expuestos en vitrinas de cristal etiquetadas. Pasados
unos minutos, el chaprasi regresó.
—El sahib les espera. Por favor, por aquí.
Le seguimos, tropezando con cocodrilos disecados y con las
pezuñas de unas alfombras de sambhars, a través de un pasillo,
hasta una habitación larga con botellas de varios productos
químicos, alineadas y desparramadas por todas partes. Había unas
mesas bajas, repletas de alambiques, tubos de ensayo y lámparas
Bunsen con llamas azules que parpadeaban. Aquel desbarajuste no
parecía molestar a Symington, que estaba sentado tras una larga
mesa de mármol, sosteniendo con la ayuda de unas pinzas algo que
parecía una lenteja acuática sucia. Era un hombre de baja estatura,
desaliñado, con una cabeza calva y reluciente, cubierta a los lados y
en la parte trasera con escasos mechones grises. Levantó la vista y
miró a través de sus gafas gruesas, con unos ojos débiles y llorosos.
—Hola, ¿eres tú, Mookerjee?
—Sí, señor Symington. ¿Cómo está?
—Tan bien como cabe esperar. Por cierto, no tuve ocasión de
darte las gracias por aquella muestra de Prímula glacialis[15]. Es un
auténtico triunfo personal, ¿sabes? Ni siquiera Hooker[16] ha sido
capaz de conseguir una.
—Es normal, señor, los auténticos especímenes solo crecen a
más de seis mil metros. Esas alturas son todo un desafío para la
vida humana.
—Pero tú lo conseguiste, ¿verdad, viejo diablo? —dijo riendo, a
la vez que se empujaba las gafas, pues tendían a resbalarle por la
nariz—. ¿Quién es tu amigo?
—El señor Sigerson es de Noruega, señor. Es…, ah…,
explorador.
—¿Explorador? Qué interesante. Encantado de conocerle, señor.
¿En qué puedo servirle?
—Si no supone demasiada molestia para usted —dijo Sherlock
Holmes—, me gustaría consultar cualquier libro que tenga sobre la
Hirudinea.
—¿La Hirudinea? Ah. Ha venido usted al lugar adecuado.
Tenemos todas las referencias clásicas sobre este tema, incluso
algunos informes muy especiales, y bastante importantes, de los
que me atrevería a decir que, en la actualidad, no pueden
encontrarse en ningún lugar de Europa. Por favor, síganme.
Nos condujo hasta una habitación estrecha, flanqueada por
estanterías de caoba. Abrió las puertas de cristal de una de ellas y
miró de cerca, como un miope, la colección de libros que contenía.
—¿Les importaría acercarme aquello?
Se dio la vuelta y señaló una escalera de mano que había cerca
de nosotros. Se la llevé.
—Gracias.
Subió los tres primeros escalones y, con la vista pegada a los
lomos de los libros, empezó a recitar los nombres de los autores
que, supongo, eran expertos en Hirudinea, fuera aquello lo que
fuere.
—Fowler… Merridew… Konrad… Hacket, hmm…, Hacket. No
creo que este le sirviera de mucho; trata Phyla invertebrada en
general. Konrad y Merridew son los más expertos en la Hirudinea de
este país.
Extrajo dos volúmenes finos, sopló el polvo de las tapas y se los
dio a Holmes.
—Espero que aquí encuentre lo que busca. A mí tampoco me
gustan mucho. Prefiero la flora. En una ocasión, esas bestias
sanguinarias mataron a la mitad de mi grupo de animales durante
una expedición. Bueno, le dejaré con su investigación.
Holmes se sentó sobre la escalera de mano y empezó a leer.
Pasaba las páginas del primer libro con impaciencia, y cuando llegó
al final, lo dejó a un lado, con un gruñido de disgusto. Debió de
encontrar lo que buscaba en el segundo volumen, ya que dejó de
pasar páginas de repente y soltó un ligero grito de sorpresa.
—¡Ja, ja! ¡Estupendo! —dijo, riendo, rebosante de entusiasmo.
Empezó a leer minuciosamente la página, subrayando las líneas
con un dedo impaciente. De vez en cuando interrumpía la lectura
para tomar unas notas sobre el puño de la camisa. Pasado un rato,
se volvió hacia mí y movió la cabeza con un gesto de dolor fingido.
—Ay, vivimos en un mundo perverso; y un hombre inteligente
que busca venganza es lo peor que hay. Creo que ya tengo
bastante información por el momento…
—¡Señor, Holmes! ¿Ha resuelto…?
—Exactamente, señor Mookerjee. Pero llegué a mis
conclusiones anoche, gracias a la ayuda del humo de unos gramos
de tabaco indio. Esto… —dijo, cerrando el libro—, no es más que
para confirmarlas.
—Pero no entiendo cómo…
—Paciencia —respondió—. Todo será revelado en su momento,
se lo aseguro. Tengo una forma de trabajar algo peculiar, por la que
debe disculparme. Y ahora, un poco de distracción. Quisiera
aprovechar los servicios que me ofreció en nuestro primer encuentro
a bordo del barco, y visitar los lugares de interés de la ciudad.
Salimos de la biblioteca y bajamos al laboratorio para
despedirnos de Symington. El viejo botánico estrechó la mano a
Holmes e hizo un intento muy poco sutil de obtener información
sobre las supuestas exploraciones de Holmes.
—Bien, señor Sigerson, le deseo mucha suerte en su empresa.
Mookerjee está al tanto de todo, y le guiará sin problemas a…,
¿adonde ha dicho usted que iría para seguir con sus exploraciones?
—No se lo he dicho —dijo el señor Holmes con un ligero tono de
regodeo en su voz—. Pero su colaboración ha sido inestimable, y
sería una ingratitud por mi parte mostrarme reticente. Le diré, en
confianza, que tengo intención de entrar en el Tíbet y visitar la
legendaria ciudad de Lhasa.
Como temía, Symington empezó a enumerar con avaricia una
larga lista de especies de plantas, que debíamos traerle de la
altiplanicie del Tíbet.
—… recuerden, quiero la amapola azul y la Stelleria decumbens,
con raíces y todo…, y que las espinas no les disuadan…, la
Gentiana depressa debe ser de la clase de las enanas, sino…
Con respuestas diplomáticas, pero evasivas, conseguí eludir la
compañía de Symington, que nos habría acompañado hasta la calle
con su interminable catálogo de especímenes botánicos, de no
haber tenido la suerte de encontrar un ticca-ghari en la entrada del
edificio. Subimos al coche a toda prisa y huimos.
Sherlock Holmes se recostó en el asiento de piel ajada del ghari
y se rio entre dientes.
—La etimología de la palabra «entusiasmo» se remonta a la
palabra griega enthousia, que significa estar poseído por un dios o
un demonio. Pero nunca me había dado cuenta hasta hoy hasta qué
punto la palabra ha mantenido su sentido original.
—Me temo que le he puesto en una situación comprometida,
señor Holmes —me disculpé—, al presentarlo como un explorador.
—No sea ridículo, Hurree. Aunque su explicación haya sido
espontánea, ha sido clarividente. Cuando haya resuelto este caso,
tengo intención de emprender una exploración y hacer mi pequeña
contribución a ampliar las fronteras de la humanidad.
—Pero ¿por qué el Tíbet, señor Holmes?
—¿Acaso no es evidente? Es uno de los últimos lugares
secretos del mundo, que desafía al más aventurero de los viajeros a
abrir sus puertas cerradas.
«Nunca podrá entrar», me dije. «Usted, señor Holmes, quizá sea
el detective más importante del mundo, pero los sacerdotes que
gobiernan el Tíbet no adoran precisamente a los extranjeros, y
menos aún a los europeos. Ningún hombre se acerca siquiera a la
Ciudad Sagrada sin un pasaporte oficial, y nunca proporcionan uno
a un hombre blanco. Hasta yo me quedé a medio camino de Lhasa;
las autoridades descubrieron mi verdadera identidad y casi me
cortan la maldita cabeza».
—Últimamente —prosiguió Holmes—, me interesa más
investigar los problemas generados por la naturaleza, que aquellos
más superficiales, de los que nuestra existencia artificial es
responsable. De estos problemas, el más importante es el
significado de nuestra existencia. Tengo la esperanza de encontrar
alguna explicación en el Tíbet, ya que, correcta o incorrectamente,
se me ha informado de que es el último eslabón que nos une a las
civilizaciones de nuestro pasado antiguo, y donde aún se conserva
el conocimiento de las ciencias ocultas del alma humana.
Encendió la pipa y dio unas chupadas con aire pensativo.
—La deducción es necesaria en la religión, más que en ningún
otro campo. La mente del pensador puede desarrollarla como una
ciencia exacta[17].
El coche avanzaba lentamente por Hornby Road, en dirección al
templo de Mumba Devi. Yo hacía de guía, y le hablé del culto a la
diosa Mumba (una forma de Parvati, consorte de Shiva), que da
nombre a la ciudad. El señor Holmes, al igual que Strickland (y, por
tanto, a diferencia de la mayoría de ingleses) sabía escuchar, y el
interés que mostraban era sincero y científico. Así pues, para mí era
todo un placer describirle los lugares más interesantes de la ciudad
e ilustrar mi discurso con anécdotas pintorescas. Por ejemplo, no
todo el mundo sabe —ni siquiera los ciudadanos de esta bonita
ciudad— que, ya en la Edad de Piedra, esta zona estaba ocupada
por el hombre. Hace muy poco, un científico amigo mío, el señor
Cunningham, de la Royal Asiatic Society, ha descubierto en Kandivli,
en el Gran Bombay, unos utensilios de piedra del Paleolítico.
Al norte del Gran Bombay están las cuevas de Kanheri (un lugar
de vacaciones muy agradable) y el yacimiento de una antigua
universidad budista. Se han descubierto más de cien cuevas, que
albergan unas esculturas budistas gigantescas. El portugués que
conquistó las islas en 1534, las entregó a Gran Bretaña en 1661,
como parte de la dote de Catalina de Braganza, la hermana del rey
de Portugal, cuando se casó con Carlos II. Desde entonces, bajo los
auspicios de la virreina de la India, representante de su Graciosa
Majestad, la Reina Emperatriz, esta ciudad ha progresado
enormemente, pro bono publico, en el ámbito de la industria, la
construcción, la educación y mucho más; es, sin duda, la
megalópolis más importante del imperio, después de Londres, claro
está, ciudad que aún no he tenido el privilegio de visitar.
El señor Holmes y yo pasamos un día muy agradable visitando la
ciudad, y no fue hasta entrada la tarde, tras ver las colecciones del
museo Victoria & Albert, tan didácticas y exquisitas, cuando volvió a
mencionar el caso del asesinato.
—Bueno, creo que ya hemos refrescado bastante la mente por
hoy —dijo, mientras subía a un coche aparcado en la entrada del
museo—. Strickland ya habrá pensado en el marco para la
resolución final de nuestro problema. Por favor, indique al cochero
que nos lleve de vuelta al hotel.
El señor Holmes lanzó una moneda a un pilluelo que pedía
limosna, y se acomodó en el asiento para fumarse un cigarrillo.
Luego me dio una serie de instrucciones.
—Hurree, es de vital importancia que siga mis indicaciones al pie
de la letra. Cuando lleguemos al hotel, me acompañará hasta el
vestíbulo, donde me dará las buenas noches, para dejar claro que
se marcha. Acto seguido, irá hasta el callejón que hay detrás del
hotel, entrará por la puerta de servicio y vendrá hasta mi habitación
sin que nadie se dé cuenta. Dará tres golpes suaves en la puerta, y
Strickland le abrirá. A partir de entonces, seguirá sus instrucciones.
En lo que a mí respecta, informaré al gerente o al recepcionista de
que estoy agotado después de un día de excursiones, y que deseo
retirarme pronto, tras una cena rápida en el comedor. Eso dará a
nuestro amigo, quienquiera que sea, tiempo suficiente para hacer
sus propios planes.
Obviamente, yo estaba entusiasmado ante la idea de que el
desenlace del caso estaba en perspectiva, y me consolaba del
secretismo exasperante que el señor Holmes mantenía sobre el
caso. Llegamos al hotel. Al entrar en el vestíbulo, le di las buenas
noches y me marché por la entrada principal, bajo la inevitable
mirada desdeñosa del portero. Mientras mi coche se alejaba por el
camino de entrada, alcancé a ver al señor Holmes hablando con el
recepcionista portugués, que siempre tenía aquella actitud servil,
siempre con el cuerpo inclinado, como si hiciera una media
reverencia.
5
EL ELEFANTE DE LATÓN
Al salir por la verja del hotel, pagué al cochero. Sin embargo, el
caradura del ghariwallah me exigió el doble de la tarifa habitual por
llevar a un sahib inglés conmigo. Lo mandé a paseo por su descaro
y me dirigí rápidamente a la parte trasera del hotel Taj Mahal. Ya era
de noche. Entré en el callejón sigilosamente, y avancé en la
penumbra. Esperé unos instantes detrás de una pila de cajas
vacías, mientras unos culis entraban por la puerta trasera del hotel
con bloques de hielo. Cuando los perdí de vista, crucé el callejón y
entré en el edificio. Subí por las oscuras escaleras y salí al pasillo
iluminado. No había nadie. Llamé a la puerta de la habitación 289
con tres golpes bruscos. Strickland me abrió furioso y me hizo entrar
de un tirón.
—¿Es necesario armar ese jaleo de mil demonios? Entra.
Deprisa. Estará aquí en cuestión de minutos.
Nos escondimos detrás de una mampara de mármol enrejado,
que separaba la ventana del balcón del resto de la habitación.
Sentía curiosidad por saber por qué el señor Holmes había
encargado a Strickland que vigilara la habitación, y por conocer la
identidad del intruso misterioso al que esperábamos; pero si algo he
aprendido en los años que he trabajado en el Departamento, es que
hay que aguantar cuando el malhumor lleva la batuta, si se me
permite la expresión.
Esperamos en silencio tras la mampara. A través del enrejado se
distinguían las siluetas de los objetos en la penumbra de la
habitación. Strickland husmeó, escamado.
—¡Qué mal huele! —susurró con irritación—. ¿No te habrás
echado perfume o algo así, verdad, Hurree?
—Por supuesto que no —le contesté, ofendido—. El aroma se
debe a una loción capilar que me aplico a diario sobre el cuero
cabelludo. Es un medicamento de primera calidad, y muy caro, a
una rupia y cuatro annas la botella, que Armitage & Anstruthers
elaboran en su moderna fábrica de Liverpool. Se lo recomiendo,
señor Strickland, haría milagros con su peinado.
Strickland dio un suspiro. Reanudamos la vigilancia en un
silencio circunspecto. De pronto, Strickland me agarró el brazo con
fuerza. Oímos una llave en la cerradura. La puerta se abrió sin ruido,
y las luces de gas del pasillo recortaron la silueta de un hombre. La
puerta se cerró rápidamente. La figura se acercó a la cama con un
movimiento furtivo. Encendió una cerilla. El resplandor nos mostró
los rasgos opulentos del recepcionista portugués. Encendió una vela
pequeña, y la colocó en el tocador, cerca de la cabecera de la cama.
Luego desplazó una mesa situada en un rincón de la habitación (la
misma mesa a la que se había referido el señor Holmes el día
anterior), para colocarla junto a la cama. Cogió la vela, se subió a la
cama, y luego a la mesa. Acercó hacia sí el elefante de latón que
colgaba sobre la cama, y empezó a realizar una serie de
operaciones furtivas que, desde nuestra posición, no podíamos ver
en qué consistían.
La dificultad de tener que sostener la vela en una mano y frenar
el balanceo del elefante con la otra le provocaba un estado de
ansiedad que le hacía sudar y temblar. Extrajo un objeto del bolsillo
de su chaqueta, que parecía un pequeño recipiente, y sacó algo de
dentro, para depositarlo en la lámpara. Entonces encendió la
lámpara que había sobre la howdah del elefante, y, por último, la
soltó con cuidado. Esta recuperó su posición inicial tras ir y venir en
un balanceo sobre la cama.
Acto seguido, bajó de la mesa, la dejó en el rincón
correspondiente, y se secó la cara con un pañuelo grande.
Entonces, abandonó la habitación con sigilo y cerró la puerta con
llave. Strickland y yo permanecimos otros diez minutos detrás de la
mampara, hasta que se oyeron tres golpes secos en la puerta.
Strickland la abrió con una llave que se sacó del bolsillo. El señor
Holmes entró y miró la lámpara del elefante, que aún se movía con
un vaivén casi imperceptible.
—¡Ajá! Veo que nuestro visitante ha venido. ¡Estupendo,
estupendo! —exclamó, frotándose las manos—. Me harían un favor
si subieran el gas. Puede que esta noche tengamos que recibir a
alguien, y esta vez nuestro amigo debe ver las consecuencias de
sus hechos con más luz que la de su lámpara maravillosa.
La alegría que mostraba el señor Holmes no disipó mis temores.
Era evidente que la lámpara no era un objeto de arte corriente, y el
hecho de estar en la misma habitación me ponía algo nervioso.
—Espero que el plan no sea peligroso —dije, expresando mi
preocupación.
—Por el momento, no.
Le dio la espalda a la lámpara y miró a Strickland.
—Strickland, le ruego me explique los detalles.
Se estiró en el sofá mientras Strickland le informaba de todo lo
sucedido en la habitación:
—Seguí sus instrucciones al pie de la letra. A las cinco, justo
antes del anochecer, entré en el hotel por la puerta de servicio, sin
que nadie se percatara, y recogí la llave que me había dejado bajo
la estera de coco, frente a la habitación. He esperado desde
entonces…, y ha sido una larga espera.
—Ah, pero una espera propicia, que nos habrá ayudado a llegar
a una conclusión satisfactoria —dijo Sherlock Holmes, riendo—,
como habrá presagiado con el incidente que ha observado. Pero
nos estamos anticipando. Antes de proceder, examinemos los datos.
¿Qué dice el informe del juez de instrucción?
—Verá, señor Holmes, el juez, el doctor Patterson, no ha sabido
qué decir. Asegura que nunca se había encontrado con un caso así.
No hay indicios de que se haya administrado veneno a la víctima, y
esta no presenta ninguna herida que justifique semejante derrame,
salvo unos hematomas superficiales, que seguramente se deben a
los golpes que se dio al caer por las escaleras. De hecho, cuando el
juez lavó el cuerpo para examinarlo, casi no quedaba sangre en las
venas. En todos los años que llevo en la policía, nunca había visto
un cuerpo indio tan pálido.
—¿Está seguro de que no había heridas? —insistió Holmes—.
¿Ni marcas? ¿Ni siquiera una punción insignificante en la piel, en la
parte posterior de la cabeza o en la nuca?
—Señor Holmes, si cree que ese hombre murió porque le mordió
una serpiente, le puedo asegurar que no fue así. Ningún reptil, por
muy venenoso que fuera, podría…
—¿Había marcas de alguna punción? —le interrumpió Holmes,
impaciente.
—Bueno, más que punciones, tenía unos rasguños en la nuca.
He visto todo tipo de mordeduras de serpiente en este país, y
conozco la marca que dejan en la piel. Estas eran más superficiales,
simples cortes y…
—Este es el aspecto de los rasguños, ¿verdad? —dijo Holmes a
la vez que le mostraba un papel sobre el que había hecho unas
marcas.

—¿Cómo demonios…? —exclamó Strickland, atónito.


—Me lo figuraba —dijo Holmes, dando un chasquido con sus
largos dedos—. El caso está resuelto, caballeros. Ahora solo queda
zanjar el asunto. Strickland, ¿sería tan amable de escoltar al señor
Carvallo, el recepcionista, hasta la habitación? Tengo la impresión
de que solo la presencia de una autoridad lo convencerá de volver a
subir aquí otra vez. Lo traerá derecho a la cama y lo hará sentarse
en el borde.
Holmes colocó unos asientos frente a la cama.
—Luego, si le parece bien, usted se sentará en esta silla. Yo me
sentaré en medio, en la butaca. Creo que de este modo
impondremos lo bastante para infundir terror a una conciencia
culpable.
Strickland salió de la habitación y, al poco, volvió con el
recepcionista portugués. El tipo se apocó ante el desconcierto y
miedo evidentes que le provocó nuestro aspecto judicial, pero
Strickland le dio un empujón, que le obligó a sentarse a un lado de
la cama.
—Siéntese, señor Carvallo, siéntese —le invitó Sherlock Holmes
con simpatía—. Sentimos que haya tenido que interrumpir sus
funciones, pero, como comprenderá, debemos dar prioridad a la
investigación de la tragedia acaecida anoche. No, no, por favor,
siéntese en medio de la cama, los lados son tan incómodos,
¿verdad? No es necesario que se muestre ceremonioso con
nosotros.
El recepcionista trataba de desplazarse con disimulo hacia un
lado de la cama y, de vez en cuando, lanzaba miradas furtivas a la
lámpara de latón que tenía encima. Tenía un gesto nervioso, y el
sudor le corría por el rostro, incluso más que la última vez que le
había visto.
—Muy bien —dijo Holmes, recostándose contra la butaca—.
Veamos, señor Carvallo, ¿nos dirá la verdad sobre el incidente de
ayer?
El portugués se quedó blanco.
—No sé qué quiere decir, señor —farfulló a duras penas.
—Vamos, hombre. ¿No creerá usted que somos tan cortos de
alcances?
—Señor, ignoro por completo lo que sucedió.
—Es una lástima —dijo Holmes, sacudiendo la cabeza—. Pero le
daré unas pistas que quizá le sirvan para disipar ese terrible lapso
de memoria. Tenemos motivos para creer que usted fue el
instrumento de la tragedia de ayer. Estamos dispuestos a hacer la
concesión de que aquel hombre no pretendía ser su víctima, aunque
dudo que eso sea suficiente para impedir que un juez le condene a
la horca. Su víctima debía ser yo, ¿no es así? Otro error por su
parte (quizá los nervios le traicionaron) hizo que el dispositivo se
activara antes de lo previsto. Puede que no usara bastante cera. O
que moviera el artificio al prepararlo. No nos lo dirá, ¿verdad? Vaya
por Dios, ¡qué poco amable por su parte!
El tipo se humedeció los gruesos labios, pero no dijo nada.
—No importa. Ese es un asunto menor del que ya hablaremos
más tarde, cuando tenga más ganas de colaborar.
—¡Ni se le ocurra! —dijo Strickland con violencia, al tiempo que
empujaba contra la cama al aterrado recepcionista, que había vuelto
a intentar apartarse disimuladamente del centro de la cama.
—No, señor Carvallo —dijo el señor Holmes, moviendo el dedo
en un ademán reprobatorio—. Se quedará ahí sentado, en silencio,
hasta que yo haya terminado de hablar. A ver, ¿por dónde iba? Ah,
sí. ¿Cómo murió el infeliz sirviente? Creo que es muy probable que
pasara por esta habitación, viera la puerta abierta (que, por los
nervios, usted olvidó cerrar), y viera el cubrecama algo
desarreglado. Me temo que otra grave negligencia por su parte.
Como buen empleado de este hotel, entró en la habitación y se
dispuso a estirar el cubrecama. Entonces fue cuando ocurrió,
¿verdad? Bueno, nunca lo sabremos exactamente. Pero creo que
mi razonamiento no va por mal camino, cuando menos, para
convencer a un jurado. ¿Está usted de acuerdo, Strickland?
—Completamente de acuerdo —dijo Strickland con gravedad.
—¡Por favor! ¡Por favor! —imploró el recepcionista con voz
quebrada.
Aquel desdichado temblaba de terror y no dejaba de mirar, con
ojos extraviados, la lámpara encendida que pendía sobre él.
—¿Le interesa el elefante? —dijo el señor Holmes, fingiendo
observar la lámpara con el interés de un coleccionista—. No cabe
duda de que es un trabajo excelente, de latón de Benarés, si no me
equivoco; aunque es la primera vez que veo uno con una lámpara
bajo el dosel. Si se para a pensar, es una idea muy inteligente. De
hecho, muy hábil.
Trató de dar a estas últimas palabras un tono amenazador.
Impulsado por el pánico, el portugués se apartó de la cama en
un arrebato y se echó al suelo, a los pies del señor Holmes. Se
agarró a sus piernas y gimió:
—Lo confieso. Lo confieso. Esa cosa está en la lámpara. Es una
trampa. Déjenme salir de la habitación antes de que…
Justo en aquel instante sonó un chasquido procedente de la
lámpara. Al mirar arriba, vimos abrirse una trampilla en la parte
inferior del elefante, y algo pequeño y reluciente cayó sobre la cama.
El recepcionista lanzó un grito de horror. Aquella cosa era roja y
viscosa, y medía más de quince centímetros, y era ancha como una
manguera de jardín. Uno de sus extremos se levantó y quedó
suspendido en el aire, coleando.
—¿Qué demonios es eso? —preguntó Strickland.
—Brujería —dijo Holmes, llevándose una mano al bolsillo.
En aquel momento, aquella cosa dejó de menearse, se envaró
un instante y, con una rapidez sorprendente, empezó a avanzar
hacia nosotros. Pese a que el terror del recepcionista era
contagioso, mi curiosidad científica me obligó a observar el insólito
método que empleaba aquella criatura para arrastrase. Cuando el
extremo superior tocaba el suelo, el trasero se alzaba y serpenteaba
hacia delante. El extremo superior volvía a levantarse y volvía a
serpentear con el trasero hacia delante. Hacía esto a una velocidad
asombrosa y venía directa hacia nosotros.
El recepcionista se hizo atrás, presa del pánico, y cayó de
espaldas sobre mi silla. Strickland y yo, si bien no estábamos tan
asustados como él, retrocedimos un poco, conscientes de la
amenaza que representaba, a pesar de su tamaño insignificante.
Solo Sherlock Holmes permaneció absolutamente impasible. Se
quedó sentado en la silla y, cuando la criatura estuvo cerca de sus
piernas, se llevó la mano al bolsillo, extrajo un salero de plata y se
inclinó para echarle el contenido encima. En cuanto la sal tocó el
cuerpo del animal, empezó a retorcerse con violencia, como si
agonizara.
—¡Pero si es una sanguijuela! —exclamé sorprendido.
—Pero no es una variedad común, ni de las que hay en los
jardines —dijo Holmes con seriedad—. Es una sanguijuela roja
gigante[18] del bajo Himalaya, una Hirudinea himalayaca giganticus,
del género Haemadipsa. Gracias a la buena providencia, su
existencia se restringe a la pequeña región de Kaladhungi, en el
Himalaya occidental. Solo su extrema rareza le ha valido la
merecida fama de asesina brutal. Deben de saber que la saliva de la
sanguijuela común contiene unas substancias químicas que no
solamente anestesian la zona de la herida, sino que, además,
contiene el anticoagulante hirudina, que se emplea en medicina para
evitar que la sangre se coagule. Gracias a la consulta que he hecho
esta mañana en el museo de Historia Natural, he descubierto que la
sanguijuela roja gigante no solo es mucho más grande que la
sanguijuela común, sino que su saliva contiene las mismas
substancias químicas en una concentración miles de veces superior.
—No me extraña que el pobre hombre sangrara tanto —dije,
sobrecogido.
—Eso no es todo —dijo Holmes con gravedad, a la vez que
revisaba las notas que había tomado en el puño de la camisa—. La
saliva de la sanguijuela roja gigante presenta otros dos
componentes. Uno activa el sistema de reacción alérgica de los
tejidos del cuerpo para producir histamina, un concentrado de
amina, formado a partir de histidina, que dilata los vasos sanguíneos
y los poros de la piel. La tercera substancia provoca una taquicardia
paroxismal, una afección que provoca un aumento excesivo del
ritmo cardíaco (de doscientos cincuenta a trescientos latidos por
minuto), que dura bastante tiempo. De modo que, una vez la saliva
penetra en el riego sanguíneo, se da la circunstancia de que un
corazón demasiado acelerado bombea con fuerza fuera del cuerpo,
por cada poro dilatado de la piel, la sangre infectada.
—¡Dios mío! —dijo Strickland, estremeciéndose—. Pero ¿cómo
llegó hasta él esa criatura?
—Le cayó en la nuca cuando se inclinó sobre la cama para
arreglar la colcha.
—Eso explica las marcas —exclamó Strickland.
—Eso es. La sanguijuela tiene tres mandíbulas con dientes
afilados, que hacen la característica incisión en forma de «Y» que le
he mostrado hace unos momentos. Las mandíbulas y las ventosas
de la boca se agarran a la carne con tenacidad. Es posible que la
víctima consiguiera arrancarse la sanguijuela del cuello justo
después de salir corriendo por el pasillo, aterrado. Allí es donde
empiezan las manchas de sangre. Seguramente, luego lanzó al
suelo aquella cosa horrible, para matarla de un pisotón. Hurree,
usted lo recordará como ese «trozo de caucho» que encontré ayer
en el pasillo. Pero, claro, la sanguijuela ya había inyectado su saliva
letal en la víctima, y ya nadie podría haber hecho nada para evitar
que los latidos de su corazón bombearan la sangre fuera del cuerpo
hasta matarlo. Había tanto anticoagulante en la sangre, que incluso
después de haberse derramado y estar expuesta al aire más de una
hora, no parecía siquiera haber empezado a secarse.
—Usted se aventuró a comentarlo ayer al bajar al vestíbulo,
después de las indagaciones, señor Holmes —exclamé al
recordarlo.
Pero Sherlock Holmes estaba ocupado subiéndose a la mesa
que había acercado a la cama. Extendió el brazo para agarrar la
lámpara delicadamente. Con la ayuda de un pañuelo, la desprendió
de las cadenas que colgaban del techo. Acto seguido, se bajó al
suelo de un salto y colocó el elefante sobre la mesa.
—Hmm. Ingenioso. Un arma insólita y terrible —dijo mientras
examinaba el elefante de cerca—. Y, además, es una obra de arte
exquisita. Observen cómo el calor de la lámpara que hay dentro de
la caja del dosel…
—La howdah, señor —corregí.
—Gracias —replicó bruscamente— cómo el calor de la lámpara
que hay dentro de la howdah está comunicada con la panza del
elefante a través de estos cables de cobre. El calor funde poco a
poco la cera que sostiene esta trampilla en la panza del elefante.
Pasado el tiempo necesario, según el espesor de la cera utilizada,
se abre la trampilla, y sale el animal. Anoche hice pruebas con la
trampilla, y descubrí que, una vez encendida la lámpara, no puede
permanecer cerrada más de dos horas. De modo que estaba seguro
de que nadie volvería a preparar este artificio diabólico otra vez
antes de que anocheciera. Sin embargo, para estar seguro, le pedí a
usted, Strickland, que vigilara la habitación antes del crepúsculo.
Cuando me he encontrado con el señor Carvallo en el vestíbulo, le
he informado de que cenaría pronto y me retiraría. Así, nuestro
amigo ha podido calcular su jugada con precisión, mientras yo
tomaba un ágape frugal y, de paso, me llevaba prestado un salero
lleno.
—Pero ¿qué salió mal ayer, señor Holmes? —pregunté.
—Aquí, nuestro amigo es muy nervioso —Holmes se volvió hacia
el recepcionista, que estaba encogido de miedo en un rincón de la
habitación—, y ayer aplicó demasiado calor para pegar la cera a la
trampilla, de modo que cayeron algunas gotas sobre el cubrecama.
En consecuencia, el sello perdió espesor, y la trampilla se abrió
antes de lo previsto. Pero le atribuyo demasiada culpa, señor
Carvallo. Al fin y al cabo, era un encargo demasiado desesperado y
excepcional para un hombre tan pusilánime como usted. Manejar un
bicho así pondría a prueba el valor de cualquier hombre, ¡y no
digamos dos veces! Eso era demasiada responsabilidad. ¿O acaso
es que su señor no tolera un solo fallo? Es un hombre duro,
¿verdad? Cuesta imaginar a alguien más implacable que el villano al
que tiene la desgracia de servir. ¿Qué tipo de dominio ejerce sobre
usted?
—No se lo puedo decir —dijo el pobre diablo, cubriéndose el
rostro con las manos—. Es demasiado tarde —gimió.
Al poco, alzó la cabeza y trató de controlarse a duras penas.
Respiró hondo y se dirigió a nosotros en un tono de desafío
desesperado, que acentuaba el patetismo de su voz:
—No, caballeros, no puedo decírselo. Cualquiera que sea el
destino que me imponga la justicia, será más agradable que el que
sufriré si traiciono a mi señor.
—Eso es lo que cree, ¿verdad? —dijo Strickland con dureza,
mientras le ponía las esposas—. Permítame decirle que, si yo tengo
algo que decir al respecto, será ahorcado desde el cadalso más alto
de la presidencia de Bombay.
El capitán se volvió hacia mí.
—¿Te importa hacer sonar la campana, Hurree?
Instantes después, el inspector MacLeod y dos agentes de
policía entraron en la habitación. Strickland les dio una serie de
instrucciones, tras lo cual se marcharon con el desdichado
prisionero.
—La fuerza del miedo —dijo Holmes con gravedad, mientras se
acomodaba en la butaca—. No debería haberlo subestimado. Fíjese
en cómo un pobre diablo como nuestro recepcionista portugués ha
sido capaz de armarse de valor para desafiarnos, cuando el miedo a
las represalias de Moriarty se cernía sobre él.
—Pero Moriarty está muerto —alegué—. Usted dijo que…
—El hombre está muerto —corrigió Holmes—, pero su obra
perdura. Puede que el profesor yazca en las cataratas de
Reichenbach, pero su encantadora organización aún tiene poder
para recompensar, o, lo que más se ajusta a nuestro caso, para
castigar a aquellos que lo traicionen. Aquí, en la India, un íntimo
amigo de Moriarty gobierna un gran imperio criminal. Es el hombre
que ha ocupado su siniestro lugar. Es el hombre que ahora me
persigue.
—Deme su nombre, señor Holmes —dijo Strickland—, y pronto
lo tendré sudando la gota gorda entre rejas.
—Elogio su afán, Strickland. Pero temo que sería inútil tomar una
medida tan directa. El coronel Sebastian Moran es un adversario
astuto y peligroso. Por el momento, la única red que tenemos es
demasiado frágil para capturar a una presa tan temible.
—Pero ¡caray! —exclamó Strickland—. Ese hombre es un
soldado honorable.
Holmes alzó las manos, con un ademán de resignación.
—Nuestra red es demasiado débil cuando un representante de la
ley no es capaz de reconocer a su mayor adversario.
—Me deja de piedra, señor Holmes —le reprochó Strickland—.
¿Espera usted que me crea que un caballero inglés, un antiguo
integrante del ejército indio de Su Majestad, el mejor tirador de caza
mayor de la India, un hombre con una cantidad de tigres en su
haber, que nadie ha superado todavía, es un criminal peligroso?
Pero si hace dos noches estuve con él en el Old Shikari Club,
jugando unas partidas de whist.
—Bueno —dijo Sherlock Holmes encogiéndose de hombros—,
supongo que no es de esperar que usted se dé cuenta de la farsa
de este hombre. Al fin y al cabo, Scotland Yard no supo de la
existencia del profesor James Moriarty hasta hace un par de meses.
Pero créame si le digo que, después del profesor, el coronel Moran
es, seguramente, el criminal con vida más peligroso.
Se llevó la mano al bolsillo de la parte interior de su abrigo y
sacó una libreta fina, encuadernada en tafilete.
—Hmm. Veamos qué sabemos sobre él. He copiado unas pocas
notas en mi índice de biografías. ¡Ah! Aquí está.
Le entregó una ficha a Strickland. Yo me levanté y me situé
detrás de él, para leer por encima de su hombro:

«Moran, Sebastian, coronel. Desempleado. Sirvió en el


primer regimiento de zapadores. Nació en Londres, en 1840.
Hijo de Sir Augustus Moran, miembro de la Orden de Bath,
antiguo ministro británico de Persia. Estudió en Eton y
Oxford. Sirvió en las campañas de Jowaki, Afganistán,
Charasiab (con mención de honor), Sherpur y Kabul. Autor de
La caza mayor en el Himalaya occidental (1881); Tres meses
en la jungla (1884). Dirección en Londres: Conduit Street.
Clubs: el Anglo-Indian, el Tankerville, el Bagatelle Card Club.
Dirección en la India: Aucland Villa, acantonamiento de
Lahore. Clubs: el Punjab (Lahore), el Old Shikari (Bombay), el
Black Hearts (Simla)».

—Pero, señor Holmes —objeté—, su trayectoria es la de un


soldado honorable.
—Así es —dijo Holmes a su vez—. Hasta cierto punto, hizo bien
las cosas. Siempre fue un hombre con los nervios de acero, y estoy
seguro de que usted, Strickland, habrá oído la historia de cómo una
vez bajó por un sumidero, tras un tigre herido que devoraba
hombres. Hurree, hay árboles que crecen hasta una altura
determinada y, de la noche a la mañana, desarrollan anomalías.
Esto ocurre a veces con el hombre. Tengo la teoría de que un
individuo refleja en su desarrollo el conjunto de sus antepasados, y
que un giro repentino hacia el bien o el mal se debe a una fuerte
influencia de su linaje. De este modo, la persona en cuestión se
convierte, por decirlo de algún modo, en un compendio de toda su
ascendencia.
—Es una idea descabellada —reprobó Strickland.
—Bueno, no insistiré en ello. Cualquiera que fuera la causa, el
coronel Moran empezó a ir por mal camino. Strickland, si bien el
escándalo de las cartas de Hyderabad no mancilló la buena
reputación del coronel, no me dirá que la misteriosa muerte de su
mayordomo indio, cuando menos, no tuvo que hacer dudar a la
policía de su inocencia.
—Señor Holmes, estamos al corriente de algunas manchas en
su historial, pero hace falta algo más que unos acontecimientos
sospechosos para acusar a un hombre de ser el jefe de una banda
de criminales peligrosos.
—Por supuesto, tiene usted toda la razón —dijo Holmes con
irritación.
Sacó un puro de una caja que había sobre la mesa, y lo
encendió. Volvió a recostarse sobre la butaca y, con la mirada
puesta sobre el techo, empezó a exhalar grandes bocanadas de
humo.
—Es cierto que es una posibilidad muy remota, pero debo
contemplarla si no quiero que mi humilde reputación, si se le puede
llamar así, se hunda. Strickland, como usted juega a las cartas con
Moran, se habrá percatado de un rasgo singular que tiene en el
dedo gordo de la mano derecha.
—Tiene una cicatriz larga que le cruza el dedo en diagonal. Tuvo
un accidente con un cuchillo de caza.
—De hecho, fue herido en una pelea que tuvo con una mujer a la
que traicionó y arruinó vilmente. Pero eso no viene al caso. Ahora,
Hurree, si es tan amable de dejarme un lápiz de mina, uno de esos
que lleva en el bolsillo superior, intentaré demostrar mi afirmación de
que el coronel Sebastian Moran fue el autor de este horrible crimen.
El señor Holmes extrajo un cortaplumas de su bolsillo y empezó
a sacar punta al lápiz. Recortó la madera y dejó al descubierto algo
más de cinco centímetros de la mina, que luego raspó sobre un
papel blanco. Al cabo de unos diez minutos, se formó un montoncito
de polvo negro y fino. A continuación, empezó a examinar el
elefante con la lupa. Este emitía unos destellos al hacer girar la lente
aquí y allá, también en la parte de abajo, destinada a la lámpara de
gas; pero me fijé en que tenía cuidado de tocarla solo con el
pañuelo.
—Señor Carvallo, señor Carvallo —murmuró para sí—, no
tendría que haberlo manoseado tanto con las manos sudadas.
Pasados unos veinte minutos, durante los que su ceño se fue
frunciendo, en un gesto de frustración y fastidio crecientes, se
levantó de la silla, dando un grito de satisfacción.
—¡Ajá! ¡Magnífico! Si son tan amables de acercarse, caballeros,
quizá pueda entretenerlos con este truco de salón.
Nos colocamos a su alrededor, tomó el papel y sopló parte del
polvo de grafito sobre el flanco derecho del elefante. Dio unos
golpéenos secos con el cortaplumas sobre el latón para hacer caer
en la mesa el polvo sobrante. Como por arte de magia, sobre la
superficie de latón cubierta de grafito, aparecieron una serie de
huellas dactilares. Las líneas negras de las impresiones destacaban
contra el amarillo claro de la lámpara.
—Bien —dijo Holmes—, la mayoría pertenecen a los dedos
sudorientos de nuestro amigo portugués, pero si miran de cerca…
Con la punta del cortaplumas, señaló una huella grande y clara:
era la de un pulgar con una hendidura en diagonal.
—No es una prueba concluyente —dijo Sherlock Holmes,
doblando el cortaplumas para guardarlo en su bolsillo—, pero puede
servir para demostrar que el coronel Sebastian Moran tuvo este
objeto en sus manos en algún momento.
—Es una demostración increíble, señor; quod erat
demonstrandum, si me disculpan la expresión —exclamé,
maravillado.
—Le debo una disculpa, señor Holmes —dijo Strickland con
arrepentimiento—. Debía haber tenido más fe en sus excelentes
facultades.
—Me concede usted demasiado mérito, Strickland. Debo
reconocer que, en este caso, he tenido suerte. Había pocas
probabilidades de encontrar una muestra tan perfecta del dedo del
Coronel, sobre todo, porque el recepcionista casi borró todas las
huellas anteriores al manejar el objeto con tanta imprudencia. Pero
me arriesgué, pues à vaincre sans péril, on triomphe sans gloire.
Corneille sabe describir estas cosas muy bien. Pero para una
prueba irrefutable, haría falta otra huella del dedo del Coronel para
compararla con la que tenemos en el elefante. Como saben, no hay
dos huellas digitales idénticas.
—Así es, señor Holmes —respondió Strickland—. Eso he oído;
aunque hasta hoy no he sido consciente de las ventajas que puede
tener su aplicación, sobre todo, en la resolución de un delito.
—Para perfeccionar el arte de la investigación, es fundamental
tener un amplio abanico de conocimientos exactos —explicó
Sherlock Holmes en tono didáctico—. Los babilonios marcaban las
huellas digitales sobre la arcilla para identificar al autor de las
escrituras cuneiformes y evitar, así, las falsificaciones. Los chinos
también emplearon las huellas digitales como elemento de
identificación en una época muy temprana. Es posible que no estén
al corriente de una monografía sin importancia que escribí sobre el
tema, que lleva por título Sobre la identificación y clasificación de
huellas dactilares humanas. En ella enumero cinco grupos
principales con detalles característicos, que incluyen otras
categorías, que ayudan a clasificar y archivar de forma sistemática
las huellas digitales. Dedico dos capítulos enteros al método de
localización de huellas dactilares sobre objetos como el vidrio, el
metal, la madera e, incluso, el papel. Yo mismo he desarrollado un
método, del que acaban de ver una demostración rudimentaria, y
que puede revelar una huella digital casi invisible, mediante una
aplicación delicada de polvos finos, que tengan un color que
contraste con el de la superficie del objeto. Los polvos se pegan a
las líneas de las huellas, porque en la palma de la mano tenemos
una grasa y un sudor permanentes, que se adhieren a todo lo que
tocamos. Unas huellas así de claras pueden fotografiarse para
presentarse como prueba ante un tribunal.
»Esta monografía también es una clara muestra de superioridad
de mi sistema dactiloscópico frente al sistema “antropométrico” de
monsieur Bertillon[19] para la identificación de delincuentes. Pero
creo que les estoy aburriendo con estas nimiedades.
—En absoluto —dijo Strickland con seriedad—. Tiene mucho
interés para mí. No cabe duda de que un sistema como el que ha
descrito revolucionaría el trabajo de la policía.
—Indudablemente, pero no es competencia de un solitario
detective asesor aplicar este sistema en toda su extensión. Harían
falta los recursos de toda una organización oficial, como la de
Scotland Yard para fichar las huellas digitales de todos los
delincuentes o sospechosos que se detuvieran, y clasificarlos de
forma que fuera fácil acceder a cualquiera de ellas a fin de
compararlas con las que se hallaran en la escena del crimen. Pero
los hombres de Scotland Yard no están abiertos a ningún sistema
revolucionario.
—La verdad, señor Holmes, para mí sería todo un honor que me
permitiera aplicar su sistema dactiloscópico en este país[20]. La
policía imperial india, pese a tener alguna que otra deficiencia, aún
es lo bastante joven para ser la primera en aplicar nuevas técnicas.
—El honor sería mío, Strickland. Mis métodos no están
patentados. Solo le pido que no aparezca mi nombre, sobre todo si
los resultados de su empeño son lo bastante productivos para atraer
a la prensa. Por el momento, mi intención es hacer creer al mundo
que estoy muerto. Siento no llevar una copia de la monografía
conmigo, pero, si lo desea, puede pedirla en la editorial Huber de
Londres. También me han publicado otras obras menores que
podrían interesarle. Hay una que podría serle útil, De la distinción de
las cenizas de distintas clases de tabacos. Si es capaz de reconocer
la ceniza negra de un Trichinopoly en la escena del crimen, puede
considerar al coronel Sebastian Moran un sospechoso, porque sé
que fuma esos puros.
—Bueno, señor Holmes, ya fume Trichinopolys o Lunkahs,
puede confiar en que tendremos al coronel entre rejas dentro de
poco. Cuando ese recepcionista haya tenido tiempo de reflexionar
en la soledad de su celda, contemplará la idea de confesar y ser
trasladado a las islas Andaman, en vez de morir colgado.
Justo en aquel momento llamaron con brusquedad a la puerta.
Strickland abrió. En el pasillo había un policía indio que parecía
nervioso.
—Havildar, kya hai? —preguntó Strickland.
El policía murmuró unas palabras inaudibles. Strickland se volvió
hacia nosotros con un gesto de alarma.
—Acaban de matar de un tiro al recepcionista enfrente de la
comisaría.
6
UN DISPARO EN LA OSCURIDAD
Sin mediar palabra, Sherlock Holmes salió disparado de la
habitación. Strickland y yo le seguimos desde el hotel hasta la
parada de coches, ante la verja de la entrada. Cuando el coche al
que subimos avanzaba por Frere Street, en dirección al Horniman
Circle, el señor Holmes encendió un cigarrillo y exhaló el humo con
ímpetu e irritación.
—Ha sido una negligencia vergonzosa por mi parte no haberme
adelantado a la jugada de Moran —dijo—. Ahora temo que el único
lazo que teníamos para atar bien esta acusación acaba de
romperse.
—Pero aún tenemos la prueba de la huella del pulgar, señor
Holmes —me atreví a decir—. ¿No podría servirnos, ad interim, para
detener al coronel Moran, hasta que se formule una acusación más
grave?
—Querido Hurree, cualquier juez consideraría la huella una
prueba demasiado estrambótica para expedir una orden de
detención contra un hombre con el prestigio de Moran. Tampoco
debemos olvidar que nuestro viejo shikari es un hombre de
recursos; ahora mismo, sería capaz de sortear cualquier obstáculo
que interpusiéramos en su camino.
—Me temo que está usted en lo cierto, señor Holmes —dijo
Strickland con desánimo—. Necesitábamos la confesión de aquel
maldito recepcionista, y ahora está muerto. Debería haber advertido
a MacLeod…
—Toda la culpa es mía, Strickland —dijo Sherlock Holmes con
gravedad—. Usted no podía haber previsto semejante eventualidad.
¡Vaya! Veo que ya hemos llegado. Solo un asesinato atraería a tanta
gente…, si es que la morbosidad de una multitud de londinenses
puede extenderse al resto de la humanidad.
Así era. La afluencia de personas frente a la comisaría del
Horniman Circle era tal, que obstaculizó el paso del coche en el que
íbamos. A pesar de mis exhortaciones, los pilluelos de la calle se
colgaban del vehículo como monitos, a fin de tener una perspectiva
más alta de la escena. Al final, Strickland y el sargento de la policía
tuvieron que apearse y abrirse camino a través de la aglomeración.
El señor Holmes y yo los seguimos tras pagar al ghariwallah.
—Chale jao, muchachos —gritó Strickland por encima del bullicio
—, por aquí.
Con la ayuda del bastón, consiguió abrirse un camino entre la
turba. Unos agentes de policía nos vieron y, blandiendo sus lathis,
acudieron a ayudarnos. Tras pasar entre el gentío, vi un inmenso
charco de sangre en el suelo. El cuerpo había sido trasladado a la
comisaría. Una vez dentro, nos encontramos con el inspector
MacLeod, que estaba claramente consternado; su bigote gris estaba
más desgreñado que nunca.
—Siento mucho lo ocurrido, señor —balbuceó—. No podía
imaginar por nada del mundo que…
—Por favor, MacLeod —le interrumpió Strickland—, cuéntenos
qué ha sucedido.
—Verá, señor —empezó a decir el inspector—, he traído aquí al
prisionero del hotel en la victoria de la policía. Me acompañaban dos
agentes. Cuando la victoria ha llegado a la thana, y yo bajaba del
vehículo, el prisionero ha recibido un golpe en el pecho con algo,
que le ha causado una horrible herida. El efecto ha sido el mismo de
una herida de bala, pero tiene que haber sido otra cosa, porque ni
los agentes ni yo hemos oído el tiro del arma de fuego. Hemos
conseguido llevar al herido dentro, y el doctor Patterson lo ha
atendido enseguida, pero ha sido en vano. Ha muerto a los pocos
minutos.
Un inglés de mediana edad, vestido con una bata blanca, salió
de otra habitación. Supuse que era el doctor Patterson.
—Buenas noches, señor Strickland…, caballeros —nos dedicó
un saludo rápido y se volvió hacia el inspector MacLeod—. No cabe
duda de que su hombre ha sido víctima de un disparo, y esta es la
bala que lo ha matado. Acabo de extraérsela del pecho.
Tenía en la mano un plato de esmalte blanco, sobre el que una
bala manchada de sangre se movía en un vaivén.
—Es una bala blanda de revólver —declaró—. Como
observarán, se ha dilatado bastante después de la descarga, y eso
es lo que ha provocado esa horrible herida a la que antes aludía el
inspector MacLeod.
—Pero no puede haber sido un revólver —dijo el inspector,
desconcertado, atusándose los bigotes desgreñados con un gesto
de irritación—. Como he dicho antes, no se ha oído ningún disparo.
Y a estas horas de la noche, no hay tanto ruido en la calle como
para no oírlo.
—Compruébelo usted mismo —replicó Sherlock Holmes,
señalando la bala del plato.
—No niego que sea una bala, señor —protestó el inspector,
molesto—, pero, capitán Strickland, señor, usted sabe que el patio
frente a la comisaría está bien iluminado con faroles de gas. Me
jugaría mi pensión a que no había nadie cerca del prisionero y de
mí, al menos, no lo bastante cerca para el alcance de un arma.
—Pero puede que algo más lejos, al otro lado de la calle hubiera
alguien —sugirió Strickland.
—Estamos hablando de algo más de veinticuatro metros —
replicó el inspector—, y no podría asegurarlo.
—¿Había tráfico en la calle en ese momento? ¿Pasaba algún
coche?
—No, estoy seguro. Bueno, había una camioneta, uno de esos
coches cerrados que usan los repartidores, estacionado frente a las
tiendas del otro lado de la calle. Pero ni siquiera un tiro de primera
podría haber alcanzado a un hombre a esa distancia con solo una
pistola, y menos de noche.
—¿No es algo tarde para hacer repartos? —señaló Holmes,
mientras abría la ventana y se asomaba a la calle—. De todos
modos, ya no está.
Se apartó de la ventana para dirigirse a nosotros:
—Por Dios. Vaya un problema.
Algo en su tono me llamó la atención. Me pareció que, sin
parecer desconcertado, ni mucho menos, su tono de voz revelaba
que poseía información privilegiada. Quizá Strickland también lo
percibió, porque se apresuró a poner fin a la conversación y a
llevarse a Sherlock Holmes de la comisaría.
—Bien, ya no podemos hacer nada más por esta noche —dijo
Strickland en tono eficiente, mientras se dirigía hacia la puerta—.
MacLeod, mañana, antes de nada, quiero que pregunte a todos los
tenderos y residentes de esta zona si hoy han visto alguna actividad
fuera de lo común, o a alguien sospechoso, en torno a la hora que
se produjo el disparo.
La multitud frente a la comisaría ya se había dispersado. La luz
de los faroles de gas iluminaba las figuras de los mendigos que
dormían sobre el suelo duro de la acera. En la brisa nocturna
flotaban las notas lejanas de un sitar. Por un momento, pensé en el
recepcionista portugués, que ahora yacía sin vida sobre un bloque
de cemento en el depósito de cadáveres de la policía, mientras su
alma iniciaba el viaje a «ese país desconocido, de cuyas fronteras
ningún viajero regresa». Un agente de policía hizo parar un coche,
que nos condujo hasta el hotel, al frescor de la noche.
Sherlock Holmes parecía consternado. Su rostro, escondido bajo
la gorra de cazador, tenía una expresión taciturna. Estaba tan
absorto en sus cavilaciones, que no pareció oír la pregunta que le
hizo Strickland:
—¿Cómo ocurrió todo, señor Holmes?
—¿Qué?
—El disparo, señor Holmes. ¿Cómo consiguieron acabar con el
portugués?
—Ah, se refiere a eso —contestó Holmes con bastante
indiferencia, levantando lentamente la cabeza—, con una pistola de
aire comprimido.
—¿Cómo?
—Una pistola de aire comprimido, querido Strickland. O, más
bien, un rifle de aire comprimido. Créame, un arma así existe[21]. Es
un arma única, silenciosa y de una fuerza tremenda. Yo conocí a
Von Herder, el ciego mecánico alemán que creó el rifle a petición del
profesor Moriarty. Dispara una bala blanda de revólver. Es una idea
genial, porque ¿quién puede esperar que un rifle de aire comprimido
dispare una bala así? El propio Moran ha intentado cazarme con
ese artilugio en más de una ocasión, pero el destino ha sido más
amable conmigo que con los tigres del coronel.
—Pero no hay duda de que volverá a intentarlo —objeté—, si no
logramos arrestarlo o impedírselo. Su vida corre grave peligro, señor
Holmes.
—No soy una persona nerviosa, ni mucho menos, Hurree, pero
entiendo su punto de vista. ¿Qué medidas recomienda que
tomemos?
—La prudencia es la madre de la ciencia, así que recomendaría
una pronta retirada de esta metrópolis, que ahora es poco
recomendable —sugerí.
—Hurree tiene razón, señor Holmes —dijo Strickland—. Aquí, el
coronel Moran tiene muchísimas ventajas. Aparte de la extensión y
la agitación de la ciudad, que entorpece el trabajo de la policía, hay
muchas organizaciones criminales en Bombay, que Moran podría
contratar sin problemas para su vulgar propósito.
—Yo le recomendaría una estancia en Simla, señor Holmes —
dije—. En esta época del año, el clima es agradable y se adapta
asombrosamente a la complexión europea. Ah…, «las verdes
colinas, los arroyos cristalinos, el viento fresco de las montañas,
perfumado con el hálito de los pinos imperecederos…», o eso dice
el Manual de Simla de Towell.
—Que la poesía de Hurree no le disuada, señor Holmes —dijo
Strickland—. Simla es el mejor lugar al que puede retirarse por el
momento. Aunque es la capital estival del gobierno, es lo bastante
pequeña para poder vigilar a todos los visitantes poco habituales; y
sus habitantes son gente de montaña, sencilla y honrada. Es más,
en las montañas, Hurree está en su elemento, y puede protegerle
con efectividad.
Me alegré de saber que iba a acompañar a Sherlock Holmes a
Simla. Solo hacía dos días que le conocía, pero me bastaba para
saber que entablar una relación con aquella persona extraordinaria,
no solo iba ser una experiencia instructiva, sino también
emocionante.
—El tren correo que va a Peshawar, el Frontier Mail, sale esta
noche a la una, señor Strickland —dije, tras consultar mi guía
Bradshaw de ferrocarriles de la India y el gran reloj de bolsillo que
había heredado de mi padre—. Si no es precipitado para el señor
Holmes, tenemos unas dos horas antes de partir.
—Soy un veterano —dijo a su vez Sherlock Holmes—, y dos
horas son más que suficiente para pasar por el hotel a recoger mi
maletín.
—Entonces ya está resuelto —dijo Strickland cuando el coche se
detenía a las puertas del hotel—. Cuanto antes abandone Bombay,
menos fácil le resultará a Moran intentar atacarle otra vez. Hurree —
se volvió hacia mí—, vaya a recoger sus cosas y espérenos en la
estación terminal de Victoria, en el quiosco que hay junto a la sala
de espera de primera clase.
7
EL FRONTIER MAIL
Sin lugar a dudas, la terminal de Victoria es la estación de ferrocarril
más espléndida del mundo. Fue inaugurada hace cinco años, con
ocasión del cincuenta aniversario de nuestra Augusta Soberana, la
Reina Emperatriz, y su esplendor y opulencia fueron aclamados en
todo el reino. Solo lady Dufferin, la virreina, no aprobó su
construcción, por considerarla «demasiado magnífica para una
muchedumbre bulliciosa de pasajeros de tren». Este inmenso
edificio combina de forma armoniosa estilos arquitectónicos
distintos, como el veneciano, el gótico, el neoclásico, el hindú y el
islámico. Las columnas que sostienen el techo son de granito negro,
importado ex profeso de Aberdeen, y confieren un toque de
austeridad imperial a la majestuosidad del conjunto.
Con la espalda apoyada sobre una de estas sobrias columnas de
granito, y la maleta y el petate a mis pies, observaba el remolino de
gente que iba y venía, pasando con cuidado entre figuras abúlicas,
envueltas en sábanas. Eran los pasajeros de tercera clase, que ya
habían comprado los billetes y dormían sobre los andenes.
Dulceros, aguaderos, vendedores de té y paan-bidi wallahs
lanzaban sus gritos de oferta sobre el rumor constante del gentío.
Compré un ejemplar del Times of India del quiosco de la editorial
A. H. Wheeler, que también tenía expuestas las obras de Kipling,
con las inconfundibles tapas verdes de la colección «Indian Railway
Library», (1 rupia), para aquellos pasajeros que buscaban una
distracción para un viaje de varios días. Mientras pagaba al
quiosquero y me colocaba el periódico bajo el brazo, vi a un hombre
de baja estatura, vestido con un traje de dril blanco de estilo tropical,
y un salacot demasiado grande. Salió precipitado de una sala de
espera inter[22] y desapareció en un abrir y cerrar de ojos entre un
grupo de soldados de caballería sijs. ¡El Cara de Hurón! ¿Era
realmente él? Muchas personas de la India llevaban salacots
demasiado grandes y trajes de dril sucios, pero también…
Antes de llegar a una conclusión, alguien me dio unos golpecitos
en el hombro, que me sobresaltaron.
—¡Ah! ¡Es usted, señor Strickland! —exclamé, aliviado.
—Escucha, Hurree. He conseguido un coupé en primera clase
para dos con la cuota del gobierno, de modo que puedes viajar con
el señor Holmes sin tener problemas con los demás pasajeros
europeos.
—Oh, no. No se preocupe, señor, no habrá problemas.
—No lo sé, Hurree. No tengo tan claro que debáis hacer este
viaje.
—Pero ¿por qué, señor Strickland? Estábamos de acuerdo en
que…
—Ya lo sé. El señor Holmes está más seguro lejos de Bombay,
pero un tren en marcha parece el lugar ideal para otro intento…
—No se preocupe, señor. Estaré alerta todo el tiempo.
El Frontier Mail entró con estruendo en la estación, con unos
minutos de retraso sobre el horario previsto, la 1:45 de la
madrugada. Las figuras que dormían en el andén empezaron a
levantarse. La agitación normal de la estación fue en aumento, a
medida que los pasajeros recogían sus cajas y petates, y reunían a
sus hijos y familiares, y se precipitaban hacia las puertas y ventanas
de los vagones. Una demencia colectiva parecía haberse apoderado
de vendedores ambulantes, culis y mendigos, que proferían gritos y
alaridos para atraer a la clientela o implorar caridad.
Recogimos a Sherlock Holmes en la sala de espera de primera
clase. Con la ayuda de un mozo, vestido con la camisa roja y el
brazalete de latón reglamentarios, que cargó sobre la cabeza el
poco equipaje que llevábamos, pasamos a empujones entre la
ingente multitud, hasta llegar finalmente a nuestro vagón. Como
precaución contra los dacoits, los trenes indios no tienen pasillos, y
cada vagón tiene un acceso independiente desde el andén. Un
grupo alborotado de soldados británicos de aspecto bravucón —
tommies del regimiento inglés Royal Warwick— ocupaban el vagón
justo detrás del nuestro.
—¿Va usted armado, señor Holmes? —preguntó Strickland.
—He traído un revólver. He pensado que era lo mejor.
—Sería todo un alivio para mí que lo lleve encima día y noche, y
que no baje la guardia. Hurree tiene experiencia en esto, y puede
confiar en él sin reservas.
—Por supuesto. Bien, au revoir, Strickland. Nunca podré
agradecerle bastante su ayuda.
—Adiós, señor Holmes —dijo Strickland, mientras el tren se
ponía en marcha, y los golfillos hacían últimos intentos de obtener
alguna limosna de los pasajeros—. Adiós, Hurree. Procura ir con
cuidado.
Tras ahuyentar a los niños colgados de las ventanas del vagón,
me recliné en el asiento y me abaniqué con el periódico. El tren ya
salía de la estación para iniciar un largo viaje hacia Peshawar, a los
pies del paso de Khyber. Pasaría por Deolali, Burhanpur, Khandwa,
Bhopal, Jhansi, Gwalior, Agra, Delhi, Umballa, Amritsar y Lahore,
pero nosotros nos apearíamos en Umballa, donde tendríamos que
tomar un carro tirado por un poni, que nos llevaría hasta Simla.
El señor Holmes había asomado la cabeza por la ventana y
estaba observando algo. Pasados unos minutos, volvió a introducirla
en el vagón, se acomodó en su asiento y encendió la pipa. Yo
guardé mi equipaje en el portaequipajes que teníamos encima y me
metí un paan en la boca. Empecé a masticarlo lentamente, a la vez
que hacía un repaso mental de lo ocurrido aquel día. De súbito,
recordé al Cara de Hurón.
—¿Ocurre algo, Hurree? —la voz tranquila de Holmes me sacó
de mi ensueño—. Tiene cara de haberse tragado una moneda de
tres peniques.
Le conté que me había parecido ver al Cara de Hurón en la
estación.
—Pero no estoy del todo seguro, señor —dije—. ¡Caray, todo fue
tan rápido!
—Hmm. Aun así, sería una imprudencia no contemplarlo como
un aviso fortuito. Seguramente, a estas alturas, Moran ya sabe de
nuestra huida de Bombay.
No era precisamente una idea alentadora. Estar expuesto otra
vez a una fauna de instintos asesinos y balas, sobre todo en un
espacio tan reducido como el vagón de un tren, era demasiado para
mis nervios. Por suerte, Sherlock Holmes me distrajo de estas
cavilaciones al dar un giro más reconfortante y académico a la
conversación.
—Usted está especializado en etnología, ¿verdad, Hurree? —
dijo Holmes—. ¿Sería tan amable de decirme si el dibujo de una
mano abierta tiene algún significado simbólico en este país?
—¿Una mano abierta? Bueno, es un símbolo muy conocido de la
diosa Kali.
—Le ruego que me ilustre con detalles.
—Verá, señor Holmes, Kali no es precisamente una divinidad
benévola, ni mucho menos. Es el aspecto más feroz y aterrador que
presenta Devi, la Diosa Suprema; seguramente, la deidad más
violenta del panteón hindú. Se la representa como una horrible
hechicera, embadurnada de sangre, con dientes listados y una
lengua prominente. Tiene cuatro manos que sostienen una espada,
un escudo, la mano cortada de un gigante y una soga. En sus ritos
se ofrecen sacrificios, y en épocas pasadas, sacrificios humanos. Se
supone que Kali desarrolló…, ah…, cierto gusto por la sangre
humana cuando se le pidió que matara al demonio Raklavija.
»Pero eso nos es más que superstición y salvajismo, señor
Holmes, y algo impropio de una mentalidad científica. Yo mismo soy
brahmo somajista[23]. Me abstengo de este tipo de barbaries y me
acojo a los principios nobles de la razón y el humanismo, como
dicen los Upanishads, que representan la auténtica doctrina
filosófica del hinduismo incorrupto.
Sherlock Holmes se sacó la pipa de la boca y se incorporó.
—Interesante —dijo—, pero ese demonio o el símbolo de la
mano abierta, ¿tienen alguna relación con algo más, aparte del
aspecto mitológico…, no sé, quizá con el crimen?
—Lo cierto es que sí, señor. La diosa era adorada por los thugs.
—Aah… Recuerdo haber leído algo sobre ellos hace unos años.
Eran algo así como una banda de asesinos profesionales, ¿verdad?
—Así es, señor Holmes. Eran miembros de una confederación
de asesinos bien organizada, que viajaron en bandas por toda la
India durante más de trescientos años.
—Por favor, prosiga —dijo Holmes.
Se reclinó contra el asiento, juntó las yemas de los dedos y cerró
los ojos.
—El modus operandi de estos ruines asesinos era ganarse la
confianza de los caminantes y, tras entablar un trato jovial con ellos,
estrangularlos por detrás con un pañuelo, con una moneda de plata
en un extremo (para manejarlo mejor), consagrada a Kali. Todo esto
se hacía según un procedimiento antiguo, que debía seguirse al pie
de la letra y que iba acompañado de unos ritos religiosos
específicos, donde la consagración de unas piquetas y la ofrenda de
azúcar constituían una parte importante. Pese a que su credo
religioso fundamental era la adoración a Kali, en sus rituales había
vestigios de prácticas islámicas. Esta hermandad criminal tenía
además una jerga propia llamada ramasi. También tenían una serie
de signos que permitían a sus miembros reconocerse entre ellos.
—¿Cuándo supieron las autoridades de la existencia de esta
organización?
—La existencia de la secta Thugee no se confirmó hasta que
lord William Bentinck fue gobernador general de la India. Debió de
ser en torno a la década de 1830, en la época de la Compañía
Bahadur, la Honorable Compañía de la India Oriental. Su Señoría
designó al capitán Sleeman para hacer cuanto fuera necesario para
erradicar aquel atroz desafío a la justicia británica. En cinco años,
atraparon y condenaron a nada menos que tres mil thugs; uno de
ellos admitió haber cometido ni más ni menos que setecientos
diecinueve asesinatos, y otros no se alejaban mucho de esta cifra.
Así, colgaron a unos cuatrocientos thugs, y el resto fue trasladado,
seguramente, a las islas Andaman.
—¿Y acabaron con toda la carnada?
—Bueno…, esa sería la situación de las cosas…, eh…, ex oficio,
pero no es exactamente e concensu gentium.
—¿Algunos sobrevivieron?
—No muchos, pero los suficientes para mantener viva la
organización. Cuando el joven capitán Sleeman ordenó su busca y
captura, los thugs estaban operando en la India central, sobre todo,
en zonas rurales y junglas. Los que permanecieron en el interior
fueron atrapados tarde o temprano. Solo sobrevivieron aquellos que
modificaron su forma de actuar habitual y se trasladaron a grandes
ciudades, como Calcuta o Bombay. Por eso era preferible que se
marchara de Bombay, señor Holmes. Siguen allí, más peligrosos
que nunca, y estarían dispuestos a ofrecer sus servicios a tipos
como el coronel Moran.
Al salir de Bombay, el tren redujo la velocidad y se detuvo en una
pequeña estación. Quizá las vías no estaban despejadas, o aún
tenían que cambiar las agujas. En nuestro vagón entró un revisor
euroasiático, tocado con un salacot. Parecía abrumado y amargado,
y la piel le brillaba de sudor. Me lanzó una mirada despectiva.
—¡Eh, tú, babu! ¿Qué haces aquí? Nikaljao Jaldi!
—Este caballero viaja conmigo —dijo Holmes serenamente, pero
con firmeza—. Hemos tomado todo el coupé. Aquí tiene los billetes.
El revisor se pasó por el rostro un pañuelo no muy limpio y
estudió las hojas húmedas de la lista de pasajeros, que llevaba
pinzadas sobre una tablilla, y, al fin, perforó los billetes de mala
gana. Cuando iba a marcharse, Sherlock Holmes se dirigió a él:
—Disculpe, ¿no tendrá usted una tiza?
Aquella pregunta pareció sorprender al revisor, pero sacó una
barrita de tiza blanca del bolsillo de un uniforme azul descolorido, y
se la ofreció a Holmes. Los revisores y los guardias solían llevar
barras de tiza encima, para hacer marcas temporales a los lados de
los vagones, con el fin de identificarlos.
—Muchísimas gracias —dijo Holmes.
El revisor salió del vagón con la tablilla de hojas bajo el brazo. Yo
también salí, para localizar el vagón restaurante. Por suerte no
quedaba muy lejos, y pude comprar una cerveza de Murree para el
señor Holmes y un agua tónica para mí. Recogí las bebidas y me
apresuré a volver; tan pronto entré en nuestro vagón, el tren
arrancó.
El señor Holmes también había salido del tren y se subió
después de mí. Al acercarse a la puerta, observé que tenía las
palmas de las manos blancas de tiza. Luego entró en el lavabo
anejo a nuestro coche. Al salir, vi que se había lavado las manos.
Cuando el tren ganó velocidad y se adentró con un estruendo en
la noche india, el señor Holmes y yo nos acomodamos para iniciar el
viaje. Él con su cerveza y yo con mi agua tónica, comiendo
pistachos y uvas cabuli, que había comprado en el bazar Bhindi,
conversamos cordialmente sobre la vida, el arte y la filosofía, antes
de acostarnos a dormir.

Cerca de las tres de la madrugada, me despertó un tremendo


alboroto procedente del coche contiguo, y hasta oí un disparo.
Seguramente, los tommies habían bebido demasiado y, como
siempre, habían montado un escándalo, para vergüenza de sus
uniformes. También me pareció oír a alguien gritar algo en
indostanés, pero no estaba seguro. Al poco rato, la barahúnda se
calmó, y volví a entregarme a los brazos de Morfeo. Pero justo antes
de dormirme, oí a Sherlock Holmes reír por lo bajo en la oscuridad
del vagón.
Lo primero que vi al despertar fue al señor Holmes vestido con la
bata púrpura, fumando en pipa y leyendo The Times of India,
mientras un camarero de librea blanca servía el desayuno sobre la
mesa de alas desplegada.
—Buenos días, Hurree —dijo Holmes, pasando una página del
periódico—. Supongo que habrá descansado.
—Sí, señor Holmes. He dormido como un niño. Solo me molestó
un poco el barullo del coche de atrás. Seguro que a usted también lo
despertó, ¿no?
—Babuji! —dijo el camarero, que había tenido la impertinencia
de estar pendiente de nuestra conversación—. Anoche dos dacoits
irrumpieron en el vagón de al lado.
—¿Cómo lo sabe? —pregunté en indio.
—Babuji, he entrado a este ghari sobre raíles con los chota-
hazris en el cruce de Jalgaon a primera hora de la mañana. Tres
wallahs de la policía se han llevado a un dacoit del vagón de atrás.
El babu de los billetes me ha dicho que dos dacoits intentaron robar
en un vagón lleno de soldados angrezi. Hai! Bewakoof! Al darse
cuenta del error, uno de esos tontos saltó por la ventana. Al otro, un
soldado sahib le disparó con un bundook. Ahora debo ir a servir a
otros hazris.
—No es muy normal que unos dacoits entren en un vagón lleno
de soldados armados —me dije, tras traducir al señor Holmes lo que
había contado el camarero—. Por lo general, unos delincuentes de
este tipo suelen cuidar y preparar bien sus acciones.
Sin embargo, el señor Holmes no parecía compartir mis dudas.
En sus ojos había una mirada de complicidad.
—¡Por Júpiter, señor Holmes! —exclamé—. Intuyo que usted
sabe algo de este asunto. Le ruego que no dilate más tiempo mis
dudas.
—Verá —dijo, dejando el periódico a un lado—. Todo empieza
con el dibujo de una mano abierta. Recuerda que anoche le
pregunté qué podía significar, ¿verdad?
—Sí, señor. Y le expliqué que era el símbolo de Kali.
—Me fijé en un garabato hecho con tiza, que había en el lado de
nuestro vagón, justo antes de salir el tren de la estación de Bombay.
—Pero si yo no vi nada.
—Sí que lo vio, pero no observó. La distinción es evidente. Por
ejemplo, usted habrá viajado cientos de veces en tren, y habrá visto
muchas veces las ruedas de los vagones.
—Sí, señor.
—Entonces, dígame, ¿cuántas tiene cada vagón?
—¿Cuántas? Supongo que cuatro. No estoy seguro.
—¡Con toda razón! Porque no ha observado. Pero sí que ha
visto. A eso me refiero. Yo sé que cada vagón tiene ocho ruedas,
porque he visto y he observado. Pero volvamos a lo que decíamos
antes. En cuanto vi el dibujo, supe que solo podía ser una de dos: o
el garabato inocente de un niño, o una señal trazada con un
propósito. Cuando me explicó que la marca de una mano era el
símbolo de la diosa Kali y, por tanto, de la secta Thugee, supe que
el juego se había acabado y que habían descubierto nuestra huida.
—Pero ¿quién podría haberla hecho? El señor Strickland hizo las
reservas de nuestro compartimiento justo antes de que el tren
entrara en la estación, y no nos hemos alejado del coche desde
entonces.
—Podía haber sido uno de esos mendigos que se colgaron de
las ventanas del vagón. Seguramente, Moran habrá procurado tener
observadores en la estación, por si tratábamos de huir por allí.
—Seguramente el Cara de Hurón era uno de ellos, señor.
—Es más probable que él fuera el organizador, y que controlara
a un número determinado de observadores en diversos puntos de la
estación, que debían de mantenerlo informado si veían algo.
—Claro, claro. Tiene razón, señor Holmes.
—Pero no podía llamar a la policía por un mero dibujo, y eso si
es que se puede recurrir a su ayuda en un tren en marcha. No hay
que olvidar que la policía habría querido saber qué papel tengo yo
en este asunto, lo cual habría resultado difícil de explicar. También
existía la posibilidad de que Moran hubiera disfrazado a algunos de
sus hombres de policías, para cogernos desprevenidos. De modo
que, a falta de una alternativa mejor, borré el dibujo de nuestro
coche y, con la tiza, hice uno parecido en el coche de atrás, que
está lleno de soldados armados.
—¡Ajá! ¡Claro! Así que, en realidad, anoche entraron thugs en el
vagón contiguo, y no dacoits. ¡Válgame Dios! Si usted no hubiera
estado alerta, señor Holmes, esta mañana tendríamos pañuelos
retorcidos alrededor del cuello. Baapre-baap!
—No tendría por qué haber ocurrido. Podríamos haber recurrido
a mi revólver. Pero habría sido muy justo. Bueno, ¿qué tenemos
aquí?
Holmes levantó la tapa que cubría un plato, y olisqueó la comida.
—¡Ah, huevos con tocino! ¿Quiere que le sirva un poco, Hurree?
Si no me equivoco, unas lonchas de tocino no suponen ninguna
inobediencia a su fe particular.
Llegamos a Delhi sobre las once de aquella misma noche. Me
levanté de la litera y asomé la cabeza por la ventana del coche. La
estación no era nada bonita; parecía una fortaleza y estaba
construida con arenisca de un rojo apagado. Hacía calor, mucho
más calor que en Bombay, y había mucho polvo en el aire. El único
bhisti que regaba el andén con agua de un mussak de piel de búfalo
no ayudaba a reducir el polvo ni a refrescar el aire. En aquella
estación, los mendigos aún gritaban más. Compré un paan a un
vendedor tuerto, y lo mastiqué hasta que, al fin, el tren se puso en
marcha. En el vagón entraba un poco de brisa, de modo que volví a
conciliar el sueño.
A las cinco de la mañana siguiente, el tren entró en la estación
de Umballa, donde el señor Holmes y yo bajamos. Una suave
llovizna había asentado el polvo, y había refrescado el aire matutino.
Mientras desayunábamos en el restaurante de la estación, que,
aunque era pequeño, estaba limpio, el Frontier Mail partió rumbo a
Peshawar; un largo viaje hasta el final de la línea.
En aquella época, la red ferroviaria aún no llegaba a Simla, de
modo que optamos por el servicio de tonga de la Compañía de
Coches de Montaña, que contratamos en la misma estación, y nos
pusimos en marcha hacia Kalka, la primera parada de camino a
Simla.
8
BAJO LOS DEODARAS
El tonga es un carro sólido y resistente de dos ruedas, tirado, al
estilo de los carruajes ingleses, por uno o dos caballos, con asientos
adosados para cuatro o seis personas, aparte del conductor. Como
el señor Holmes y yo tomamos un tonga solo para nosotros, había
espacio de sobras para los dos y los pocos artículos de viaje que
llevábamos. Nuestro tongawallah, o conductor, era un viejo
arrugado, de barba gris, que lucía sobre una cabeza huesuda un
turbante rojo y sucio; pero mantuvo el paso de los ponis de
Kathiawar rápido y constante en el camino de Kalka, al frescor de un
amanecer lluvioso.
El tonga avanzaba traqueteando por un camino difícil, cubierto
de kankars, y solo se detenía de vez en cuando, en algún parao (un
lugar de descanso para viajeros), para que los ponis pudieran
reposar un rato. Aprovechábamos aquellos altos para estirar las
piernas y tomar un té de color caoba, endulzado con un azúcar
moreno de savia de palma, la única bebida que sirven en estos
lugares tan sencillos.
A unos cincuenta y seis kilómetros de Umballa, atisbé las
montañas sobre el lejano horizonte del norte. La lluvia fina de la
mañana había limpiado el aire, de modo que los picos eran
cristalinos y brillantes bajo el sol y el cielo azul.
—¡Mire, señor Holmes, el Himalaya! La morada de los dioses…,
o eso dicen los Skanda Puranas.
Sherlock Holmes alzó la vista. La expresión de su rostro se
transformó, y sus ojos destellaron. Todo el mundo queda
impresionado la primera vez que ve el Himalaya, pero en el caso del
señor Holmes, fue como si le hubieran quitado el peso de sus
preocupaciones, al menos por un momento; como si hubiera estado
de viaje durante largo tiempo, y al fin regresara a casa. Durante
unos instantes, contempló en silencio los picos en la lejanía.
—¿Cómo era aquello de Beethoven? —musitó para sí—. «En las
cumbres hay paz, paz para servir». Tra la la…, la…, la…, la…, la
la…, lira…, lay…[24]
El señor Holmes cogió el estuche de violín que tenía junto a él,
desabrochó los cierres y sacó un instrumento bastante estropeado.
Colocó el violín bajo su prominente barbilla, y se puso a afinarlo. Al
fin, empezó a tocar. Con aquella melodía evocadora, adoptó una
expresión distraída. Seguramente, tocaba aquella pieza de
Beethoven. Yo no la conocía. Confieso que soy un ignorante en
materia musical.
Sea como fuere, la habilidad musical del señor Holmes podía
conmover hasta a un cernícalo. Me cautivó. El tongawallah soltó una
alegre carcajada, y hasta los ponis, que estaban cansados,
parecieron aligerar el paso.
De hecho, con la combinación de otros sonidos, como el
traqueteo constante del carro, el ritmo de los cascos de los ponis, el
murmullo remoto del río Gugger, y el canto de las palomas y los
barbudos en los jamun que flanqueaban el camino, la naturaleza
había compuesto una sinfonía, que tocaba ante la llegada inminente
a las estribaciones del Himalaya.
La pieza llegó a su fin, y las últimas notas memorables se
desvanecieron. Permanecí en silencio unos instantes, y, acto
seguido, no pude evitar aplaudir.
—Wah! Señor Holmes, ¡bravo! Tiene más talento que brazos
tiene la diosa Shiva.
Sherlock Holmes sonrió e inclinó ligeramente la cabeza. Pese a
su mente fría y científica, y a su forma de ser imperiosa, el gran
detective era capaz de conmoverse si alguien reconocía sus
facultades.
Pasamos la noche en Kalka. Al amanecer, pusimos rumbo a
Simla. Al pasar junto a los jardines de Pinjore, el camino se hizo
más escarpado y se adentraba en las estribaciones, cada vez más
abundantes, de la cordillera; el murmullo de los riachuelos se oía por
todas partes, y el chachareo de los monos inundaba los bosques de
cedros deodaras que cubren las colinas. El tránsito era cada vez
mayor. Había oficiales británicos sobre caballos badakshanis;
tratantes de caballos de Patán montados a horcajadas sobre briosos
ponis cabuli; familias indias enteras, subidas a carros tirados por
bueyes; pasajeros como nosotros, sobre tongas ruidosas; e incluso,
un mahout con turbante, montado en un elefante… Todos se dirigían
a algún lugar, cada uno a su ritmo, por aquel sinuoso camino de
montaña.
Cuanto más nos acercábamos a Simla, más frío era el aire, más
exuberante la vegetación, y más empinado el camino. El señor
Holmes dio una chupada con satisfacción a una de las muchas
pipas que siempre parecía tener a mano, a la vez que marcaba con
sus largos dedos el ritmo de una melodía que tarareaba para sí.
Los horribles sucesos de Bombay parecían quedar lejos. El
siniestro coronel Moran, el hombre con cara de hurón, el cadáver
ensangrentado, el portugués muerto y los thugs de la noche en el
tren: todo había adoptado el cariz remoto e irreal de una pesadilla
casi olvidada.
Sin embargo, no olvidaba que me habían encomendado la
seguridad de Sherlock Holmes, y como hasta el momento no había
hecho gran cosa para merecer aquella gran responsabilidad, debía
hacer honor al Departamento y no volver a bajar la guardia. De
modo que, en cuanto llegamos a Simla, fui muy prudente y
cauteloso, por si el coronel Moran intentaba perpetrar otra de sus
malévolas acciones.

Simla, la capital estival del gobierno indio desde 1864, es una


ciudad deliciosa y sofisticada. El sector europeo del lugar —con la
iglesia, el bulevar, el Gaiety Theatre, la residencia del virrey y los
mejores edificios, casas y tiendas— está situado en la parte alta de
las colinas, y las lomas unidas entre sí. Más abajo se encuentra el
bazar indio, una auténtica amalgama de casas de latón herrumbroso
y de madera, tan hacinadas en la ladera de la montaña, que dan la
impresión desconcertante de estar amontonadas de cualquier
manera.
Tras comer algo en Peleti’s y llevar al señor Holmes al hotel
Dovedell, bajé hasta la parte baja del bazar, donde tenía un modesto
apartamento. Nikku, mi criado fiel, me sirvió té y me puso al
corriente de todo lo sucedido en Simla durante mi ausencia. Luego
salí al encuentro de diversas personas: jhampanees, saises,
tenderos, funcionarios del gobierno, empleados de hotel, mendigos
y una bella dama mahometana de vida airada. Ninguno de ellos se
mostró reacio a darme información ni a hacerme unos encargos, a
cambio de una remuneración pecuniaria, ad valorem. De este modo,
me aseguré de que ni el maldito coronel Moran, ni su cómplice, el
Cara de Hurón, ni ninguno de sus asesinos a sueldo cometieran
ningún acto nefasto, o siquiera llegaran a Simla, sin que yo, Hurree
Chunder Mookerjee, licenciado en Humanidades, lo supiera de
antemano.
A los dos días conseguí alquilar una casita, pequeña pero bien
amueblada, para el señor Holmes en Runnymeade, cerca de Chota
Simla. El inquilino anterior había sido un mujeriego de cuidado, un
decano de Simla de buena posición que, por causas diversas —
entre ellas, la embriaguez—, se había caído del caballo, para ir a
parar a un campo de maíz indio, casi trescientos metros más abajo.
Me preocupaba que, a pesar de mis esfuerzos, el señor Holmes
no se comportara comme il faut en sociedad. Pensé que, una vez
superadas las dificultades y los peligros que habíamos sufrido, se
relajaría un poco y disfrutaría de la compañía de otros europeos que
estaban de vacaciones en la estación de montaña. Pero no fue así,
ni mucho menos. No pasó a visitar al virrey, ni se inscribió en la lista
de invitados de la residencia del gobernador, ni siquiera pasó
tarjetas de visita a las residencias de personalidades y funcionarios
importantes. En consecuencia, no se le invitó a los grandes bailes y
banquetes, ni a salir a cenar. Aquella situación le venía de perlas.
Los torneos que organizaba la Sociedad de Aficionados al Tiro al
Arco, e incluso las carreras de caballos que se celebraban en
Annandale no le causaban la menor impresión.
Yo estaba desesperado; hacía lo posible para que disfrutara de
su estancia. No obstante, también debía tener cuidado de no tratar
de convencer al señor Holmes de hacer algo que no quisiera. Aquel
aire frío e indiferente hacía de él la última persona con quien uno se
atreviera a tomarse libertades. Al conocer su afición a la música,
pensé que no sería desacertado sugerirle una visita al Gaiety
Theatre, donde estaban representando una opereta cómica de
Gilbert y Sullivan. No supe hasta más tarde que sus intereses
musicales se inclinaban por los conciertos de violín, las sinfonías y
las grandes óperas.
—¿Una opereta? ¿Una opereta cómica? —exclamó Sherlock
Holmes, con un dejo de espanto en el tono de voz.
—Sí, señor Holmes —dije, un poco a la defensiva—, y, según he
oído, la representación es bastante divertida. Todo Simla habla de
ella. Y Su Excelencia, el virrey, hasta la ha visto dos veces.
—Y eso es un motivo, claro está, para que se me recomiende a
mí también. No, no. Que Su Excelencia haga lo que quiera. En
cuanto a mí, odi profanum vulgus et arceo. Puede que Horacio no
tuviera precisamente una opinión democrática, pero, al menos,
refleja la mía al respecto —dijo esto, y me entregó una larga lista—.
Mire, Hurree, si de verdad quiere ayudarme, puede bajar a la botica
y comprarme estos reactivos.
Esta era otra afición del señor Holmes que me resultaba difícil de
tratar. Como se habrá percatado el lector, soy un hombre de ciencia,
pero no por ello tolero que se hagan experimentos hediondos en la
sala de estar. En cambio, el señor Holmes sí. El mismo día que se
instaló en la casita de Runnymeade, me pidió que le consiguiera
toda una colección de cubetas de precipitación, retortas, tubos de
ensayo, pipetas, lámparas Bunsen y productos químicos (algunos
tenían que mandarse a buscar fuera de Simla), que colocó sobre los
estantes de un rincón de la sala de estar; y manchó con ácidos y
demás una preciosa mesa georgiana, que usó para sus
experimentos.
Me estremecía al pensar en el día en que tendría que dejar la
casita y los muebles a Oswal Jain, un aprovechado agente
inmobiliario, ya que no solo tendría que dar cuenta de la mesa, sino
también de un corte profundo en la repisa de la chimenea, donde el
señor Holmes había clavado una espantosa daga tibetana, que
había comprado a un vendedor de curiosidades en el bazar, y que
atravesaba toda su correspondencia pendiente de respuesta. Por si
fuera poco, en la misma repisa había desparramados cartuchos de
revólver, pipas, petacas, jeringuillas, navajas y otros despojos.
Pero aquello no era nada, comparado con lo que ocurrió una
vez. Un día, el criado pahari que había contratado para el señor
Holmes acudió corriendo a mi apartamento, gritando que en la
casita había habido un tiroteo y un asesinato. Con el corazón
acelerado, salí disparado hacia allí, donde hallé al señor Holmes
sano y salvo, repantigado en una butaca, en una habitación llena de
humo de cordita. Tenía a su lado el revólver y una caja de cartuchos,
y, para mi horror, la pared frente a él presentaba un místico OM,
escrito con agujeros de bala.
Sin embargo, había algo a lo que no podía oponerme, y era su
pasión por la lectura, por la que yo mismo tenía inclinación, aunque
nunca había contado con los medios para poder entregarme a ella
como el señor Holmes. No compraba los libros por míseros
volúmenes, sino por pilas y paquetes generosos, que tenía
dispersados sin orden ni concierto por toda la casa, para disgusto
del sirviente pahari. De hecho, cuando acompañaba al señor
Holmes al bulevar, siempre acabábamos comprando en el almacén
de libros de Wheeler’s o Higginbotham’s.
No obstante, la tienda preferida de Sherlock Holmes era una
librería especializada en libros antiguos, que pertenecía al señor
Lurgan. Había montones de libros raros, documentos, mapas y
grabados cubiertos de capas de polvo, entre todo tipo de objetos
extraños. Había collares de turquesa, adornos de jade, trompetas
hechas con fémures humanos y ruedas de rezos tibetanos de plata;
figurillas doradas de budas y bodhisattvas, máscaras de demonios y
armaduras japonesas, montones de lanzas, espadas del tipo khanda
y kuttar, jarras persas y quemadores de incienso de cobre deslucido;
cinturones de plata deslustrada y de cuero sin curtir, horquillas de
marfil y ágata y muchas otras rarezas, guardadas en cajas, apiladas
o, sencillamente, expuestas por toda la sala, que apenas dejaban
espacio para una mesa desvencijada de madera de pino, que
Lurgan usaba como escritorio.
Cómo no, Lurgan trabajaba para nuestro Departamento; era un
hombre sumamente eficiente en la labor de entrenar investigadores
de campo y prepararlos para grandes viajes a lugares
desconocidos. Era muy culto y tenía habilidad para los idiomas.
Hablaba inglés, indostanés, persa, árabe, chino, francés y ruso con
soltura. Compartíamos afinidades sobre religiones extrañas y
costumbres nativas, aunque debo reconocer que nunca llegué a
estar del todo cómodo en su compañía. Tenía una habilidad
desconcertante, que consistía en dilatar y contraer las pupilas a
voluntad. También tenía poderes hipnóticos, y yo mismo le había
visto utilizarlos con algunas personas; además, era conocido por sus
prácticas de jadoo, ¡magia! Sin lugar a dudas, Lurgan era el
personaje más misterioso que había trabajado para el Servicio
Cartográfico de la India. Tenía unos antecedentes imprecisos:
afirmaba tener ascendencia húngara, francesa y persa, y tenía la
extraña costumbre de inclinarse por una u otra, según el humor que
tenía. Solo el coronel Creighton conocía la verdadera historia de
Lurgan y, dado que era un caballero que pecaba de discreto,
seguramente se llevaría el secreto a la tumba.
Lurgan disfrutaba de la compañía del señor Holmes —aunque yo
no le había revelado la verdadera identidad del explorador noruego
—, y entre largas peroraciones sobre naturaleza y metafísica, y las
rarezas del comercio de libros en Simla, solía ofrecernos unas
galletitas de frutos secos y té verde de la China en unas exquisitas
tacitas de porcelana fina.
Una noche, al volver de la tienda de Lugan, de camino a la casita
de Runnymeade, Sherlock Holmes me miró y dijo:
—Lurgan dice que habla usted tibetano.
—Tengo algunos conocimientos de la lengua.
—¿Algunos? —dijo el señor Holmes con sequedad—. Es el autor
de la obra de mayor autoridad sobre gramática tibetana, y ha
compilado el primer diccionario tibetano-inglés.
—En realidad, no es el primero, señor Holmes. Ni mucho menos.
Mi antiguo gurú, el gran orientalista húngaro, Alexander Csoma de
Körös, no solo creó el primer diccionario tibetano-inglés, sino que
promovió un estudio moderno de la lengua y la civilización tibetanas.
—¿Qué le llevó a interesarse por este campo?
—Bueno, señor, es una larga historia, pero seré breve. Me
licencié en Humanidades en la Universidad de Calcuta en 1862, a
los veinticuatro años. Como tenía la suerte de conocer a sir Alfred
Croft, el director de la Enseñanza Pública de Bengala, que siempre
ha sido mi mentor, además de un buen amigo, me nombraron
director del internado bhutia de Darjiling. En aquella agradable
ciudad de montaña, en la frontera con Sikkhim, conocí a Csoma de
Körös.
»Era un hombre extraordinario y un erudito, uno de los más
grandes que he conocido. Había abandonado Hungría de joven,
para ir hasta aquella ciudad himalaya, a fin de aprender todo lo que
pudiera sobre el Tíbet. Estaba convencido de que, siglos atrás, el
pueblo húngaro (los magiares) había emigrado a Hungría desde el
Tíbet; y todo lo relacionado con este extraño país le fascinaba.
Cuando yo le conocí, ya era un hombre muy anciano, y me pesa en
el alma no haber podido imbuirme más a fondo de su fuente de
sabiduría, ya que murió un año después. Aun así, me transmitió una
gran pasión por el Tíbet.
»Verá, tras estudiar con profundidad la lengua y las escrituras
sagradas tibetanas, De Körös llegó a la conclusión de que el Tíbet
era el último eslabón vivo que nos une a las civilizaciones más
antiguas; que, así como los cultos misteriosos de Egipto,
Mesopotamia y Grecia, de los incas y los mayas, desaparecieron
con sus civilizaciones y ya no existe la posibilidad de conocerlos, el
Tíbet ha podido, gracias a su aislamiento natural y su
inaccesibilidad, no solo conservar, sino mantener vivas sus
tradiciones más inmemoriales, el conocimiento de las fuerzas
ocultas del alma humana, los logros más importantes y las
enseñanzas esotéricas de los santos y sabios indios.
»Me apliqué a fondo en el estudio de la lengua tibetana y entablé
una relación cordial con el rajá de Sikkhim (que es de pura estirpe
tibetana) y con muchos de los lamas más importantes de aquel país,
de modo que, al final, no solo estaba familiarizado con la lengua,
sino que podía leer y comprender muchos de sus libros antiguos. En
un momento dado, las autoridades se dieron cuenta de mis
conocimientos en este campo insondable y pensaron que serviría
mejor al gobierno de la India si abandonaba la enseñanza pública y
me incorporaba a otro departamento en el que pudiera dar un uso
más, digamos, productivo a mis aptitudes. Y así es como he
acabado a su servicio, señor Holmes.
—Y sería un servicio muy útil, Hurree, si me enseñara tibetano.
—Valora usted demasiado mis nociones, señor Holmes, pero lo
poco que sé está a su disposición. No obstante, debo advertirle que
el mero hecho de conocer la lengua no le ayudará a entrar en el
Tíbet.
—¿A qué se refiere, Hurree?
—Puede que haya oído alguna referencia al Tíbet como la
«Tierra Prohibida»…, y para cualquier extranjero es exactamente
eso, sobre todo si es europeo. La teocracia de aquel país es muy
celosa de su poder, sus riquezas y sus secretos, y le preocupa que
el hombre blanco se los pueda arrebatar. Por tanto, la entrada al
Tíbet de ciudadanos o agentes europeos está prohibida bajo pena
de muerte. La situación ha empeorado en los últimos años, ya que
el Dalai Lama, el Sumo Pontífice de la iglesia tibetana y dirigente del
país, ha perdido seguidores, y el poder del representante manchú
del imperio chino en Lhasa ha ganado supremacía.
—¿Qué tienen que ver los manchúes con el Tíbet?
—Desde que las tropas del emperador Yung-Cheng entraron en
el Tíbet a principios del siglo pasado, la corona manchú ha
reclamado algunos derechos feudales sobre el Tíbet y ha instalado
a dos representantes, llamados ambanes, en Lhasa, la capital. Las
prerrogativas imperiales en el Tíbet siempre han sido bastante
irregulares, lo cual también ha afectado a quienes han pretendido
viajar a este país. Por el momento (y por desgracia) el amban
manchú superior de Lhasa, el conde O-erh-t’ai, no solo ha ganado
terreno político al Dalai Lama y al gobierno tibetano, sino que
además siente un odio profundo y violento por todos los europeos,
en concreto, los ingleses.
—Hmm… Ya veo. Pero ¿usted ha conseguido entrar en el Tíbet?
—Sí, señor Holmes. Una persona con rasgos indígenas tiene
ciertas ventajas para hacerlo. Por eso el Departamento encarga a
sus miembros autóctonos las exploraciones e investigaciones de
lugares como el Tíbet; sobre todo, a los de razas originarias de la
zona fronteriza.
»Yo mismo viajé al Tíbet disfrazado de hombre sagrado, de
pundit, pero tuve la mala suerte de despertar sospechas a las
autoridades, a medio camino de Lhasa, en la ciudad de Shigatse,
donde se encuentra el gran monasterio del lama Teshoo[25]. El
oficial manchú de la pequeña guarnición china del lugar es uno de
los representantes del Imperio Celestial más desagradable que he
tenido ocasión de conocer. El tipo me habría decapitado solo por la
acusación de sospecha…, malditos sean sus ojos.
»Caray, mi situación era claramente irrevocable. Sin embargo, en
el último momento, me libré de la espada del verdugo gracias a la
intervención de la madre del lama Teshoo, a la que había curado de
una leve dispepsia con una bebida efervescente que yo mismo
preparé. La buena mujer envió un soborno considerable al oficial en
cuestión, que, por suerte, suprimió toda sospecha sobre mi situación
y mis actividades. Sin embargo, me obligaron a restringir las
exploraciones y a retirarme inmediatamente a Darjiling. Así que ya
ve, señor Holmes. Una visita al Tíbet no es todo Jauja, como dicen.
Además, con la altitud, las tormentas de nieve, los animales
salvajes, los bandidos y demás, puede ser toda una aventura.
—Bueno, Hurree, creo que ha dejado bien claro el peligro que
puede representar un viaje al Tíbet. Pero uno debe resolver los
problemas cuando se le presentan. Por el momento, limitaré mis
investigaciones a las dificultades de la lengua tibetana.
Así pues, empecé a dar clases diarias al señor Holmes. Era un
alumno admirable, y me sorprendió el buen oído que tenía para las
sutiles inflexiones tonales de la lengua, que normalmente sacaban
de quicio a los europeos. Por ejemplo, el término tibetano «la» podía
ser un paso de montaña, un sufijo para un nombre de persona, un
dios, un almizclero, un sueldo, perder algo, o incluso un alma, según
la inflexión tonal usada al pronunciarlo.
Sherlock Holmes tampoco tuvo dificultades para aprender a usar
los tratamientos. Y es que el tibetano no es una sola lengua, sino
tres a la vez: la común, la honorífica y la honorífica elevada. La
primera variante se emplea con la gente corriente; la segunda, con
los caballeros; y la tercera con el Dalai Lama. Uno podría pensar
que estas distinciones son una simple cuestión de prefijos y sufijos,
pero no es así en absoluto. A menudo, hasta las raíces de las
palabras que corresponden a cada tratamiento no tienen ninguna
relación entre ellas.
Pero no quiero aburrir al lector con más digresiones sobre las
sutilezas de la lengua tibetana, ya que esta materia solo puede
interesar a un especialista. Sin embargo, para aquellos lectores que
quieran saber algo más de tibetano, recomendaré mi Tibetano para
principiantes, (1 rupia) publicado por Bengal Secretariat Book Depot,
y la Gramática del tibetano coloquial (2 rupias y 4 annas).
9
UN BANDIDO PUKKA
La casita de Runnymeade estaba justo al salir de Chota Simla.
Detrás de la casita había un camino de mulas que llegaba hasta la
carretera indostanesa-tibetana (o H-T), a unos once kilómetros de
Chota Simla. A veces, cuando los comerciantes tibetanos pasaban
pausadamente por el camino, los cencerros de las mulas cargadas
interrumpían nuestras lecciones. De vez en cuando pasaban lamas
con togas de color granate, haciendo girar sus ruedas de rezos, y
sanyasis medio desnudos, que pedían limosna con lustrosos
cuencos de coco-de-mar y pieles de cervicabra, de camino a una
cueva santuario lejana, donde pasarían el verano con comida
mendigada al pueblo más cercano. También pasaban pastores
pahari, vestidos con abrigos de puttoo (lana tejida a mano), entre
rebaños de cabras y ovejas, tocando a veces extrañas melodías con
flautas de bambú.
Yo hablaba al señor Holmes de estos viajeros. Le explicaba sus
orígenes, sus costumbres religiosas y demás. Mostraba mucho
interés por ellas. A veces, se acercaba a un mulero o a un arriero de
Ladakhi para practicar con ellos su tibetano. Fumaban su tabaco y
se reían con asombro cuando aquel extraño sahib les hablaba,
quizá con titubeos, pero sin duda en su misma lengua. Y así
pasaron los meses, con lecciones, largos paseos y conversaciones,
sin que el coronel Moran ni las actividades de su sociedad
perturbaran la paz en la casita de Runnymeade.
Aquella calma me permitió observar la personalidad del señor
Holmes y descubrir en él rasgos menos serenos. No era un hombre
feliz. Parecía que sus grandes facultades fueran para él una
maldición, más que una bendición. A menudo, su cruel clarividencia
parecía negarle el consuelo de las ilusiones, que suponen un alivio
en la corta vida de la mayoría de los seres humanos, que viven
absortos en sus problemas cotidianos y sus humildes placeres,
ajenos a la miseria que les rodea y al desdichado e inevitable fin de
la existencia. Por desgracia, cuando su mente lo abrumaba,
Sherlock Holmes tomaba drogas perjudiciales como morfina y
cocaína, que se inyectaba a diario durante semanas.
Aparte de tener este triste hábito, Holmes era un hombre muy
noble y espiritual. Era célibe, y no mostraba interés por flaquezas
humanas como la riqueza, el poder, la fama o el atractivo físico. Por
la sencillez de la vida que llevaba, bien podría haber sido un asceta
retirado en la cueva de una montaña.
Strickland vino a pasar la Navidad a Simla. La nieve había
cubierto todo el lugar, pero en la casita nos sentamos al calor de un
tronco crepitante y tomamos bebidas fuertes, mientras
escuchábamos el informe de Strickland. El caso estaba estancado.
Pese a los esfuerzos de la policía de Bombay, no podía
establecerse ningún vínculo entre el recepcionista portugués y el
coronel Moran. Tampoco habían encontrado ningún testigo que
hubiera visto algo sospechoso el día en que el portugués recibió el
disparo frente a la comisaría. Strickland había intentado hacer
perder la confianza del coronel Moran, enviando «batidores» que le
hicieran salir de su guarida. Apostó policías vestidos de paisano
cerca de la casa del Coronel y de su club habitual, e incluso tenía
media docena de hombres que le seguían allí donde iba. Pero el
coronel Moran no era un hombre que se dejara intimidar tan
fácilmente por estas tácticas y mantenía su rutina cotidiana, como si
los «batidores» no existieran. En una ocasión, al salir del club, hasta
pidió a uno de los policías que le sostuviera el caballo, y luego le dio
una rupia de propina. El sahib coronel era un tipo impasible.
Strickland también traía consigo instrucciones de otro coronel,
nuestro jefe de departamento, el coronel Creighton. Por el momento,
debía permanecer con el señor Holmes y ayudarle en todo cuanto
quisiera. También debía tomar precauciones para evitar cualquier
posible atentado contra su vida, ¡y debía estar ojo avizor!
Seguramente, esta última observación —bastante fuera de lugar—
era la forma que tenía el coronel Creighton de expresar su
desaprobación por hallarme desprevenido el día en que los thugs
del coronel Moran intentaron matar a Sherlock Holmes en el Frontier
Mail. Como soy un hombre honesto e impecable en mi trabajo, no
vacilé en incluir el incidente en mi informe al coronel, a pesar de
quedar en evidencia. Aunque no lo hubiera incluido, el coronel se
habría enterado tarde o temprano. Así era el coronel.
Los babus tenemos nuestro orgullo. Estaba decido a no volver a
permitir que se produjera una situación tan lamentable. De modo
que redoblé las precauciones, obligué a mis informantes y agentes a
aumentar la vigilancia y hasta contraté a tiempo completo a dos
chokras, para que observaran bien los aledaños de la casita de
Runnymeade, por si veían a alguien que se interesara demasiado
por esta o su ocupante. En mi trabajo, considero que la energía y el
tiempo invertidos en tomar precauciones nunca es poco. Y al cabo
de una semana, quedó demostrado, quod erat demonstrandum.
Un día, uno de los golfillos harapientos, el que siempre
moqueaba, acudió corriendo a mi casa del bazar.
—Babuji. Un hombre extraño ha aparecido en la parte de atrás
de la casa del sahib hace un rato —dijo el niño, sorbiéndose los
mocos de forma asquerosa.
—¿Y qué tiene de extraño? —pregunté con impaciencia—. Por
el camino de atrás de la casa pasan toda clase de hombres todos
los días.
—¡No, babuji! Este hombre ha hecho algo más. Ha entrado en la
casa.
—Kya? ¿Qué tipo de hombre era?
—Parecía un budmash de verdad, babuji. Tenía el pelo largo y
apelmazado, e iba vestido como un bhotia, con un bukoo largo y una
gorra de piel de borrego. También llevaba una burra talwar en el
cinturón.
—¿Y el sahib? —le pregunté con preocupación.
—No sabemos, babuji. No le hemos visto.
Me imaginé al señor Holmes sentado tranquilamente a su mesa,
estudiando las declinaciones tibetanas, mientras un asesino se le
acercaba en silencio por la espalda, con la espada alzada. Sentí un
ligero mareo.
Fui hasta la cama y saqué de debajo mi baúl de hojalata. Tras
hurgar en su interior, al fin encontré el pequeño revólver niquelado
que había comprado hacía unos años en el bazar Multanni de
Kabul. Sin embargo, debo confesar que soy un tirador negado.
Nunca he podido quitarme la costumbre inconveniente, si bien
involuntaria, de cerrar los ojos al apretar el gatillo. Pero, dada mi
aversión a la violencia, siempre había considerado esta cosa
infernal como un objeto que debía usarse más in theorem que in
mortiferus, así que mi puntería no importaba demasiado.
Corrí resoplando tras el muchacho. El otro chokra nos esperaba
en la curva del camino, justo antes de llegar a la casita de
Runnymeade.
—Ohe, Sunnoo —dijo el niño que me acompañaba a su amigo
—, ¿qué ha pasado?
—Kuch nahin —contestó el otro—, el hombre sigue en la casa.
—¿Y el sahib? —inquirí, preocupado, llevándome la mano a la
pistola, bajo el abrigo.
—No le he visto por ninguna parte, babuji.
—¿Y el sirviente?
—Salió hacia el bazar hace una hora…, antes de que el hombre
bhotia entrara en la casa.
—Quedaos aquí. Yo voy a echar un vistazo —dije con tanta
seguridad como pude.
No tenía muchas ganas de entrar, pero tenía que hacerlo. Me
aproximé a la casita por la parte este, la que tenía menos ventanas,
de la forma más ligera que mis ciento veinte seers de masa corporal
me lo permitían. Salté la cerca sin dificultades —apenas me hice
unos rasguños aunque me rasgué el dhoti— y me acerqué
furtivamente al margen de piedra de la casa. Luego me desplacé
con sigilo hasta la puerta principal, y me preparé para entrar en
acción. Me arremangué —en este caso, literalmente, pues tuve que
atarme bien los cordones del dhoti a la cintura, por una cuestión de
comodidad y conveniencia— y, apretando con fuerza la culata del
revólver, abrí la puerta despacio.
La sala pequeña estaba vacía, pero vi que la puerta de la sala de
estar que Holmes usaba para estudiar estaba entornada. Con los
nervios a flor de piel, me acerqué de puntillas y miré adentro.
Había un bandido pukka de las montañas, de pie sobre la mesa,
junto a la chimenea, rebuscando entre los papeles del señor
Holmes. Tenía un aspecto de lo más siniestro. Con unos ojos
pequeños y rasgados echaba miradas furtivas a los papeles, que
agarraba con unos dedos delgados y sucios. Tenía los labios
grasientos, y un bigote desgreñado que le caía a cada lado de las
comisuras. La misma suciedad le apelmazaba la mata de pelo y la
gorra de piel de cordero que le cubría la cabeza. Iba envuelto en un
bukoo —un tipo de manto de corte tibetano— y calzaba unas botas
de fieltro de estilo tártaro. Llevaba un sable tibetano envainado en el
cinturón del vestido, lo cual fue para mí un alivio. Parecía un
budmash, un forajido, y seguramente era uno de aquellos
personajes de la cuenca alta del Gharwal, expertos en robar a los
peregrinos procedentes del monte Kailash.
Pero ¿qué hacía? Si era un ladrón, debería estar recogiendo
todos los objetos de valor que le cupieran en las manos, y no
escudriñando entre la correspondencia ajena, que, en todo caso, no
sabría leer. Aquello encerraba algún misterio, y no iba a resolverlo
quedándome allí plantado.
Amartillé el revólver y entré en la habitación.
—Khabardar! —grité, armado de valor.
Se volvió hacia mí lentamente. El tipo tenía un aspecto más
temible del que había imaginado. Torció el labio con un gesto
despectivo y se llevó las manos a las caderas.
—Ten cuidado, budmash —le advertí con firmeza—. Sí tocas la
empuñadura de la espada te haré volar en tantos pedazos que
llegarán hasta Jehannum.
Debí de impresionarle con mi firmeza, porque enseguida se puso
de rodillas y balbuceó una serie de disculpas y excusas en una
extraña mezcla de indostanés y tibetano.
—Perdona a tu esclavo, amo y señor. Solo he venido a buscar lo
que es mío por derecho. Lo que el alto sahib inglés me robó. Mi
ghau sagrado, mi caja-amuleto aún cuelga de la pared de la casa de
este infiel.
¿Que el señor Holmes le había robado su caja-amuleto? ¿Qué
paparruchas esperaba hacerme creer aquel maleante embrollón?
Volví la cabeza hacia la pared que él señalaba, pero allí no había
ninguna caja-amuleto. Cuando miré otra vez a aquel granuja para
cantarle las cuarenta, tenía ante mí a Sherlock Holmes de pie,
sonriente, junto a la chimenea.
—Le pediría que no apretara tanto el revólver, Hurree —dijo en
su habitual tono seco e indiferente—. Al fin y al cabo, esa cosa tiene
gatillo, ¿no?
—¡Santo cielo, señor Holmes! —exclamé, asombrado—. Esto se
lleva la palma. ¿Cómo demonios…?
—Confiese que se lo ha creído todo —dijo, riéndose para sí,
mientras tiraba la gorra, la peluca y el falso bigote sobre la butaca.
—Por supuesto que sí, señor. Ha sido una actuación
espectacular. Pero no debería tomarme el pelo de esa manera,
señor Holmes. Estaba muy preocupado por usted.
—Le debo unas disculpas por ello. No pretendía gastarle una
broma con este disfraz. Es mi pasaporte para entrar en el Tíbet.
—Lo cierto es que es tan…
—He conseguido engañarle, ¿verdad? Pensaba que era un
comerciante bhotia.
—Un bandido bhotia, señor. No un comerciante.
—Pero un bhotia.
—Bueno, no puedo negarlo, señor Holmes… Por Júpiter, era un
bhotia, puede decirse que de la cabeza a los pies; un bhotia ad
vivium, si me permite la expresión. Aun así, debo pedirle que no se
precipite, señor. A fin de cuentas, yo soy el responsable de su
bienestar, y un viaje al Tíbet requiere mucho más que un disfraz
adecuado. Necesitará animales de carga, provisiones,
medicamentos, tiendas, abrelatas, un largo etcétera…, y, cuando
menos, la ayuda de un guía experto y de confianza.
—¿Alguien como usted, por ejemplo?
—¿Yo, señor? Ah…, ejem. Bueno. Lo cierto es que no insinuaba
esto, ni mucho menos. Pero, lo cierto es que…, ¿por qué no?
—Eso es, ¿por qué no? Así que, ¿por qué no me acompaña?
—Señor Holmes, es una propuesta muy atractiva. Al fin y al cabo
soy un hombre de ciencia, y ¿qué son unos pocos peligros e
incomodidades para nuestro insignificante ser, comparados con las
oportunidades de ampliar nuestras fronteras de conocimiento…,
cosa que, sin duda, haremos en esta aventura que me propone?
—Sin duda.
—Pero es una pena, señor. Por desgracia, debo ceñirme a las
órdenes oficiales y solo puedo emprender viajes de este tipo bajo
instrucciones autorizadas, ex cátedra.
—Que serían las del coronel Creighton.
—Por desgracia, sí, señor Holmes.
—Bueno, en tal caso tendré que hablar con el coronel al
respecto, ¿no?
—Pero seguramente el coronel se opondrá. Puede que hasta me
eche la culpa…
—Ahórrese las preocupaciones, por favor —dijo, alzando una
mano en actitud imperiosa—. Déjelo en mis manos —dijo esto y se
quitó el vestido tibetano—. Le agradecería que, de vuelta a su casa,
tuviera la amabilidad de devolverle este disfraz a Lurgan, y esta
peluca y este bigote tan espantosos al director del Gaiety Theatre.
Salí de la casita con aquellos objetos de disfraz en la mano. El
señor Holmes manejaba cualquier situación con tal habilidad, y
pedía las cosas con tal firmeza, que era difícil poner en duda sus
acciones. Aun así, yo estaba muy preocupado. El coronel Creighton
era un hombre muy suspicaz. Sabía que yo era capaz de cualquier
cosa por tener otra ocasión de ir al Tíbet, y sabía cuánto me
molestaba la resolución del Departamento de no enviarme otra vez
a aquel país por el percance de mi última visita. Seguramente, el
viejo Creighton llegaría a la conclusión de que yo había influido
deliberadamente en la decisión del señor Holmes de emprender un
viaje tan peligroso, a fin de poder acompañarle.
Suspiré. Me preocupaba que el coronel fuera demasiado duro
con aquellos que él creía que desacataban sin contemplaciones la
disciplina del Departamento. Pensé que pronto tendría una
entrevista desagradable con él. Y no me equivocaba.

Tres semanas más tarde, el coronel Creighton llegó a Simla. Se


encontró con el señor Holmes. De hecho, cenaron juntos un par de
veces, y parece que ambos disfrutaban de la compañía del otro. Yo
no fui invitado, de modo que no sé exactamente de qué hablaron. Yo
tuve mi propio encuentro con el coronel en la parte de atrás de la
tienda de Lurgan. Durante al menos una hora, mantuve la entrevista
más violenta e incómoda de toda mi carrera. El coronel se excedió
en sus insinuaciones de sospecha y antipatía. Al final, aceptó mi
explicación, aunque con bastante renuencia.
—Muy bien. Digamos que tú no le diste la idea. Entonces,
¿quién? ¿Por qué demonios quiere irse al Tíbet, con la de sitios que
hay? Es detective, ¿no?, y no explorador.
—Verá, señor. A pesar de mi empeño por disuadirle, está
decidido a ir. No puedo decir más.
—Bueno, pues no puede ir. Y no hay más.
—Disculpe, señor, pero sería difícil impedírselo, y más retenerlo
físicamente. Es un caballero de muchos recursos, y una persona
muy decidida. Es impresionante. Podría hacerse pasar por un
habitante de la zona cuando quisiera.
—¿Tan bueno es? En sus disfraces, me refiero.
—No exagero, señor, cuando digo que nunca he visto mejor
experto en el arte del disfraz.
—Hmm… —el coronel adoptó un semblante pensativo—, ¿y
cómo van sus progresos con el idioma?
—Bueno, aún no lo habla con absoluta soltura, pero lo bastante
para hacerse pasar, por ejemplo…, por un ladakhi o alguien así. Sí,
eso es, un disfraz de ladakhi sería lo más acertado para el señor
Holmes. Así, podrían explicarse los pocos rasgos que no podría
disimular, como esa nariz prominente, para empezar.
—Sí, y la caravana de primavera de Lhasa a Leh parte en pocos
meses. ¿Por qué será, Hurree, que aún no puedo evitar tener la
terrible sospecha de que tú mismo has dispuesto las cosas según tu
conveniencia?
—¡Señor! Le aseguro que…
Rechazó mi queja con un ademán de la mano.
—De todos modos —dijo—, no podemos detenerle. Hay una
serie de razones por las que no podemos, y la más importante de
todas es Londres…, pero eso a usted no le incumbe.
Miró a través de la ventana los tejados de latón rojo de las casas
del bazar. Luego se volvió hacia mí y se encogió de hombros.
—En fin, la violencia y los peligros que pueda encontrar en el
Tíbet no serán peores de los que ha encontrado en este país. ¿Y tú,
Hurree? El señor Holmes me ha preguntado si puedes acompañarle
en su viaje.
Me dio un vuelco el corazón, pero procuré que no se reflejara en
mi expresión.
—¿Yo, señor?
—Sí, tú, Hurree. ¿Qué piensas al respecto?
—La verdad, señor, como es natural, me complace saber que el
señor Holmes tenga tan buena opinión de mis servicios. Pero, claro,
no hay ninguna posibilidad de que pueda acompañarle al Tíbet…,
sin la aprobación del Departamento, por supuesto —añadí a
conciencia.
—Sí, claro, ninguna —dijo el coronel con sequedad—. Hurree,
como bien sabrás, y como has procurado asegurarte, vas a
acompañar al señor Holmes al Tíbet. Pero no creas que vas a estar
a tus anchas, recopilando información sobre costumbres y religiones
nativas. ¡Tendrás que trabajar! —exclamó, y abrió su maletín para
hurgar en unos fajos de cartas y documentos.
—Por supuesto, señor —contesté con dignidad.
—Hmm… Preste atención —dijo, a la vez que me daba una carta
escrita en un áspero papel tibetano, el tipo de papel que elaboran a
partir de la corteza de un tipo de Daphne (Edgeworthia gardneri),
que se da, sobre todo, en Bután—. Es un informe secreto que recibí
de K.21 hace solo una semana. Como sabes, su monasterio está
cerca de la ruta de la caravana de Kashgar a Lhasa, de modo que
es un buen lugar para informarse de noticias procedentes de la
capital tibetana. Según parece, en Lhasa las cosas no están como
deberían estar. Se rumorea que el gabinete ha destituido dos
importantes ministros y ha encarcelado a un respetado abad del
monasterio de Deprung, como si fuera un vulgar delincuente. K.21
tiene la impresión de que el amban manchú está detrás de lo
ocurrido, y que es posible que estén intentando debilitar la autoridad
del Gran Lama, con el fin de reforzar la influencia china en el Tíbet.
Parece que estos ministros en concreto, y el abad, querían hacer
subir al trono al Gran Lama antes de su mayoría de edad. Se
oponían a la regencia británica, que, al parecer, está influenciada
por el representante chino, el amban.
—¿Se refiere al conde O-erh-t’ai, el hombre que odia tanto a los
ingleses?
—Ese mismo. Y hemos descubierto a qué se debe esa
desmedida xenofobia. Por lo visto, su padre, el marqués T’o-shish,
murió abrasado cuando las tropas británicas prendieron fuego al
Palacio Imperial de Verano en Pekín[26].
—Y ahora quiere asegurarse de que solo la China tenga
influencia en el Tíbet.
—Exacto. Los tibetanos no se han tomado demasiado bien su
intervención. Según unos informes, una muchedumbre enfurecida
se ha manifestado varias veces frente a la legación china de Lhasa,
y el Emperador podría enviar más tropas chinas para reforzar la
guarnición de la ciudad.
—Pardiez, señor. Ahí se está cociendo algo gordo. Yo mismo he
oído rumores aislados de algunos comerciantes bhotias que
conozco.
—Necesito algo más que rumores. Es de vital importancia que
llegues a Lhasa y me confirmes la veracidad de la situación.
TÍBET
10
MÁS BUNDOBUST
Sherlock Holmes tenía muchas ansias de partir, pero el coronel y yo
le recomendamos que era preferible tener paciencia. Los pasos
estarían cubiertos de nieve hasta finales de la primavera, y la
caravana Leh-Lhasa[27] no saldría hasta entonces. También parecía
más sensato no unirse a la caravana en Leh, ya que allí había una
agencia de comercio tibetana que podría interesarse demasiado en
nuestras referencias. Así pues, tomaríamos la ruta Indostán-Tíbet y
entraríamos en el Tíbet a través del la de Shipki, o el paso de Shipki,
y si teníamos suerte, encontraríamos la caravana cerca de Kailash,
la montaña sagrada.
Mientras tanto, había que hacer muchos preparativos. Por una
serie de razones de responsabilidad, siempre me tomo muy en serio
mi capacidad de organización, o bundobust, como lo llamamos en
este país, y el lector me perdonará la descripción detallada de todos
los preparativos que hice para asegurar el éxito de nuestra
expedición.
Por orden de importancia, lo primero que tuve que hacer fue
contratar al sirdar de nuestra expedición. Fue una suerte poder
contratar los servicios de Kintup, un alpinista robusto, originario de
Sikkhim, que en varias ocasiones había realizado encargos para el
Departamento[28], también había sido mi guía en mi último viaje
frustrado al Tíbet. En aquel momento, vivía en Darjiling, ganándose
la vida como podía, trabajando de sastre. Pero le envié un
telegrama y unas dietas, y llegó a Simla una semana después,
ansioso por empezar otra aventura.
—Esta vez sí que llegaremos a la Ciudad Sagrada, babuji —me
aseguró, al saludarme estrechándome una mano con las suyas,
duras y callosas—. No cometeremos el error de quedarnos
demasiado tiempo en Shigatse, como hicimos la última vez.
Era un hombre macizo y activo, con una mirada resuelta y
obstinada, de facciones duras y piel curtida. Como buen alpinista,
siempre estaba alerta, tenía la fuerza de un león, lo que hacía de él
una hueste en sí mismo. Él y el señor Holmes hicieron buenas
migas enseguida.
También contratamos a otros dos hombres. Así, Shuk-kur Ali
Gaffuru nos buscó unas bestias de carga; su padre era de Yarkand,
su madre, una lamaísta de Spiti, y él, argon, una raza mezclada,
conocida por su audacia y lealtad. Contratamos a Jamspel como
cocinero, un ladakhi risueño que, pese a sus limitaciones culinarias,
no era reacio a bañarse de vez en cuando, y era un experto en
encender fuegos y mantener hogueras con excrementos de yak bajo
cualquier circunstancia y condiciones climáticas.
Kintup me acompañó a Narkhanda, un pueblo cercano, para la
mela (feria) de animales, donde compramos doce mulas fuertes y
robustas en las que cargar el equipaje y las provisiones. Para
montar, compramos cinco tats (ponis de montaña) lanudos, que, a
pesar de su ridículo tamaño y su pelaje hirsuto, eran más fuertes y
estaban mejor preparados para sobrevivir en las zonas montañosas
del Tíbet, que la mayoría de caballos.
También tuve que comprar y preparar otros artículos para el
viaje: tiendas, sillas de montar, albardas y alforjas, yakdans —unas
cajitas de madera cubiertas de lana, como las que usan en el
Turquestán— utensilios de cocina y dekchis, mantas con dibujos de
cenefas, colchones de gutapercha, una tienda con cama para el
señor Holmes, bashliks, rifles, cuchillos, libretas, artículos para
escribir, talkan (harina de cebada tostada, a la que los tibetanos
llaman tsampa), carne en conserva, tabaco y un largo etcétera. Pedí
a Jamspel que cocinara grandes cantidades de khura, un tipo de
bizcochos ladakhis que nunca se estropean. Yo tenía debilidad por
ellos, y era un bocado ideal para picar, y aliviar, así, el tedio de un
largo viaje.
Conseguí encargar a Burroughs & Wellcome, una empresa
farmacéutica de Londres, un arcón con medicamentos, preparados
para un clima frío y de altitud. Todos los remedios iban en prácticas
tabletas, dentro de un robusto arcón de madera artesanal.
Ahora creo que debo informar al lector de algunos preparativos
medio oficiales que hice por puro bien de la ciencia y el progreso del
imperio. Los investigadores de campo no solo nos dedicábamos a
recopilar información política, como habrá podido pensar el lector a
raíz de la conversación previa con el coronel Creighton. De hecho,
buena parte de nuestro trabajo, el meollo de las actividades del
Departamento, consistía en obtener información geográfica y
etnológica. Así pues, los investigadores de campo estábamos
entrenados y equipados, sobre todo, para desempeñar estas
funciones.
Primero, el entrenamiento se centraba en trabajos de cartografía
y reconocimiento del terreno. Nos enseñaban a usar el sextante y el
compás, a calcular altitudes con el punto de ebullición del agua. Por
desgracia, todo este condenado sistema no puede emplearse de
forma segura, a causa del carácter suspicaz y hostil de los
lugareños ignorantes de las tierras inexploradas, y dado que es
inoportuno llevar cadenas de agrimensor y otros instrumentos del
oficio que llamen la atención, el Departamento ha ideado otros
métodos y artilugios ingeniosos, a fin de evitar toda posible
sospecha u hostilidad.
Lo primero que aprendimos, con mucha práctica, fue a mantener
siempre el mismo paso —en mi caso, medía unos setenta y cinco
centímetros—, ya ascendiéramos montañas, ya descendiéramos
valles, o camináramos por terreno llano. También nos enseñaron a
llevar la cuenta exacta del número de pasos al día, o entre dos hitos.
Esto se hacía con la ayuda de un rosario budista, que, como sabrá
el lector, consta de ciento ocho cuentas. Se eliminaban ocho de
ellas, de forma qué quedaban cien —un número más conveniente
para nuestro fin— y la reducción era inapreciable. Cada cien pasos,
había que correr una cuenta. Así, cada vuelta completada de un
rosario representaba diez mil pasos, en mi caso, ocho kilómetros, ya
que cada dos mil pasos, recorría un kilómetro y seiscientos metros.
El rosario budista tiene dos cordeles cortos secundarios, cada uno
con diez cuentas menores, que empleábamos para señalar cada
vuelta completa del rosario.
No solamente se había adaptado el rosario budista a las
exploraciones, sino también las ruedas de rezos (mani lag-'khor).
Estas tenían un cierre secreto, que permitía abrir el cilindro de cobre
e introducir o extraer los rollos de papel en los que tomábamos las
notas de la expedición y otra información. Allí también escondíamos
los compases. Otros objetos más aparatosos, como los azimutes y
cronómetros se escondían en los falsos fondos de las yakdans y en
los bolsillos secretos de la ropa. Los termómetros, que usábamos
para medir la altitud, iban escondidos en duelas ahuecadas, y el
mercurio —necesario para crear un horizonte artificial y poder medir
con el sextante— iba escondido en la concha de un cauri, y, cuando
lo necesitábamos, lo vertíamos en un cuenco de peregrino.
Lurgan, que era un maestro del engaño, había diseñado la
mayor parte de estos artilugios, y nos había enseñado a usarlos.
11
EN LA RUTA DEL INDOSTÁN – TÍBET
—¡Eh, Gaffuru!
Era la voz cavernosa de Kintup, que, en la espesa niebla de la
mañana, sonaba apagada.
—Ciñe la cincha de la mula castaña, no sea que tire la carga.
Comprobó las cargas de las mulas y los arreos de los ponis, y
vino hasta mí, pisando con las gruesas botas de fieltro la grava del
jardín de la casita de Runnymeade.
—Babuji, puede decir al sahib que todo está listo para el viaje.
Entré en la casita, donde el señor Holmes se estaba despidiendo
del viejo Lurgan. Un mes antes, el coronel Creighton le había
revelado la verdadera identidad de Sigerson, el viajero noruego, y lo
había contratado para que nos ayudara con los preparativos.
Cuando entré, se volvió hacia mí.
—Ah, creo que el viejo Hurree babu quiere decirle que todo está
listo para partir, señor Holmes —dijo, y se llevó una mano al bolsillo
de su abrigo para sacar una antigua pipa tártara, cincelada en plata,
con la boquilla de jade—. Es una costumbre oriental hacer un regalo
a alguien que emprende un viaje. De todas formas, no creo que
pudiera seguir fumando con esa pipa de cerezo tan inglesa, vestido
de ladakhi. Por favor, insisto.
El señor Holmes aceptó el regalo y lo agradeció con mucho
afecto. Lurgan se volvió hacia mí y me ofreció un estuche cilíndrico
de hierro para guardar plumas, de estilo tibetano.
—Dado que sus modernos anteojos levantaron sospechas entre
las autoridades chinas en su último viaje, he pensado que esta vez
deberíamos ser más cautos. Solo tiene que quitarle la tapa y mirar
por un agujerito del fondo y, ¡voilà! Es un telescopio. ¿Verdad que es
una idea brillante? Creo que es lo mejor que he hecho desde la
rueda de rezos hueca. Bueno, viejo amigo. Le deseo la mejor
suerte. Trate de no volver a provocar otro incidente diplomático.
Altera al coronel, y ya sabe lo difícil que resulta trabajar con él
entonces.

En silencio, salimos del jardín a caballo. Me di la vuelta para ver la


oscura silueta de Lurgan contra el cálido resplandor de la puerta
abierta de la casita. Alzó la mano derecha en señal de despedida.
Tuve un ligero escalofrío, en parte por el frío penetrante de la niebla,
y en parte porque me di cuenta de que volvía a abandonar la
comodidad y la seguridad para afrontar los peligros y las dificultades
de lo desconocido. Como ya he confesado, soy un hombre muy
temeroso —lo cual es un perjuicio para mi profesión—, pero, de uno
u otro modo, cuanto más miedo tengo, más capaz soy de afrontar
situaciones difíciles.
Aun así, el miedo tiene la ventaja de hacerlo a uno más cauto.
Había tomado una serie de precauciones para asegurarme de que,
si alguien se interesaba demasiado en nuestras actividades, no
llegara a enterarse de mucho. Incluso nuestra partida silenciosa y
furtiva en una mañana oscura había sido un intento de «enturbiar el
pozo de las preguntas con la vara de la precaución», como dirían en
Afganistán.
Nuestra pequeña khafila puso rumbo a Chota Simla por el
camino que unía el Indostán con el Tíbet, que se inició en 1850, con
el comandante Kennedy, secretario de sir Charles Napier quien
completó la conquista del Punjab y Sind. La construcción de este
camino imperial fue toda una hazaña, pues atraviesa con
majestuosidad las altas barreras del Himalaya, en un recorrido de
casi trescientos treinta kilómetros, para terminar en el la de Shipki,
en la frontera tibetana.
La oscuridad se disipó lentamente, aunque la niebla, húmeda y
sombría, permaneció en la ladera de la montaña. Las formas vagas
de nuestros animales y jinetes se fundían como manchas de tinta
entre el contorno de árboles y arbustos, mientras que el ruido sordo
de cascos herrados, el crujir del cuero tensado, la respiración
constante y los resoplidos ocasionales de nuestros sufridos
animales se oían tan apagados en la niebla, que parecían los
sonidos de un sueño casi olvidado.
—Lha Gyalo! ¡Victoria a los dioses!
La voz profunda de Kintup, que iba en cabeza, llegó hasta
nosotros. Era la invocación lamaísta que suelen proferir los
tibetanos al iniciar un viaje, o al final de un paso de montaña.
Jamspel, nuestro cocinero ladakhi, y correligionario de Kintup, la
repitió. Yo montaba junto a la figura larguirucha de Sherlock Holmes,
que iba envuelto en un manto ladakhi forrado de piel de cordero, y
montaba con torpeza su poni de montaña.
—Bien, señor —me atreví a decir— aquí empieza nuestra
búsqueda.
—«Caelum non animum mutant qui trans mare current». Horacio
no es demasiado tranquilizador en cuanto a las ventajas de viajar,
pero esperemos que nuestro viaje por estas montañas nos inspire
más de lo que el mar le inspiró a él.
A unos veinte kilómetros de Simla, a un día de viaje por el
interior de las montañas, se encuentra Fagu. En este lugar, y algo
más adelante, hasta donde el camino atraviesa territorio británico, el
gobierno dispuso unos dak bungalows para alojar a los viajeros por
un precio único al día.
Aunque están en mal estado, y resultan muy incómodas cuando
llueve, estas casas siempre vienen bien, ya que permiten a los
viajeros prescindir de las tiendas.
El camino de Simla a Fagu seguía el recorrido de la sierra
principal, y no siempre en la cresta de la colina, a veces a una gran
distancia de esta. A unos seis kilómetros y medio de Simla, el
terreno se elevaba bruscamente, a la vez que se torcía hacia el
sureste en un giro abrupto. El camino ascendía en zigzag por el lado
escarpado de la sierra. Cuando casi había alcanzado la parte más
elevada, de repente nos llevó por encima de la espesa niebla ante
una vista del magnífico pico de Shali, iluminado con la luz del
amanecer, justo al otro lado del valle, al noreste. Aquella imponente
masa rocosa parecía emerger del valle de Sutlej.
Llegamos al bungalow de Fagu bien entrada la tarde, bajo un
aguacero diluvial. Sin embrago, con unas tazas de té caliente y el
calor de un fuego intenso, enseguida nos olvidamos de las molestias
del recorrido a caballo bajo la lluvia. Avanzamos durante dos días
más por la cresta de la sierra principal, y pasamos por las aldeas de
Matiana, Narkhanda y Kotgarh. Esta última era la sede de una
fundación de misioneros europeos que realizaban obras de caridad
y conversión entre los toscos lugareños.
A partir de Kotgarh, iniciamos el descenso de la sierra principal
hacia el valle del río Sutlej. La pendiente del camino era muy
pronunciada, y el cambio de la vegetación era espectacular: en un
momento, había pasado de ser alpina a ser tropical. También
aumentó el calor, hasta que llegamos al pueblo de Kepu, situado en
la orilla del Sutlej. Durante poco más de once kilómetros,
proseguimos el viaje por el valle del Nirat, y al día siguiente
llegamos a Rampur, la capital de Bushair.
La zona de Bushair es un estado independiente de montaña,
gobernado por un rajá hindú. Sus dominios se extienden hasta
Kunawar, una región en la parte más alta del valle, cuyos habitantes
son de raza tártara, y budistas de creencia lamaísta.
La ciudad de Rampur está situada en una pequeña extensión de
territorio, a unos treinta metros sobre el nivel del río. Las casas son
de construcción consistente, aunque la mayoría son de una planta y
tienen tejados de pizarra con mucha pendiente. La ciudad mantiene
relaciones de comercio con el Tíbet, sobre todo, de lana para
chales, y es un importante centro de fabricación de un tipo de tela
blanca y delicada para hacer chales. El río se cruza sobre un puente
colgante, formado por nueve cuerdas resistentes, que van de un
lado al otro del río. A la altura del puente, el ancho del río es de
unos sesenta y cuatro metros.
El Sutlej es uno de los cuatro ríos principales que nacen en la
sagrada montaña de Kailash y los legendarios lagos dobles que hay
junto a esta. Los tibetanos imaginan que fluye de la boca de un pavo
real, y así lo llaman en su lengua. Los ríos Indo, Brahmaputra y
Karnali también nacen por esta zona, y los tibetanos los conocen
como «el que fluye de la boca de un león», «el que fluye de la boca
de un elefante» y «el que fluye de la boca de un caballo»,
respectivamente. Al igual que el resto de asiáticos, estos prefieren la
explicación legendaria a la científica.
Nos quedamos en Rampur dos días, como invitados del viejo
rajá, un hombre aficionado al whisky, que se mostró dispuesto a
ayudarme. Y es que la última vez que había pasado por la ciudad
(en calidad de hakim) lo curé de gota, y a la mezcolanza de su corte,
de otras dolencias.
De Rampur en adelante, el valle del Sutlej se estrechaba, y las
montañas se elevaban y se hacían más escarpadas. Al cabo de
cuatro días, al llegar a la ciudad de Chini, la vegetación exuberante
de la parte baja del valle quedaba atrás, y solo se veían de vez en
cuando enebros azotados por el viento y arbustos secos. La brisa
era cortante, de modo que me ajusté a la cabeza las orejeras que
colgaban de mi apolillada gorra de conejo.
En cambio, nada parecía perturbar al señor Holmes. Cuanto más
viento y más frío hacía, cuanto más inhóspito era el paraje y cuanto
más cerca estábamos del Tíbet, más alegre y animado estaba él.
Cuando no me hacía preguntas sobre la lengua y las costumbres
tibetanas, tarareaba fragmentos de melodías y sonreía de un modo
enigmático.
Desde Chini —no había más que un grupo de cabañas de piedra
habitadas por unos montañeses cetrinos, grasientos, ataviados con
unos mantos de lana gruesa, y sus ovejas, tan grasientas como
ellos— nos dirigimos a Poo, el penúltimo pueblo antes de llegar al la
de Shipki. Normalmente, de Chini a Poo a caballo se tarda cinco
días, pero a nosotros nos costó seis. Como verán, el cuarto día
ocurrió algo inesperado.
12
UNA SITUACIÓN DIFÍCIL
Aquel día, al mediodía nos detuvimos para descansar y comer.
Mientras Kintup colocaba los morrales a los animales, Jamspel iba
de acá para allá con las ollas y cacerolas, y Gaffuru encendía una
pequeña hoguera con excrementos de yak. Sherlock Holmes estaba
apoyado sobre una roca plana quemada por el sol, y fumaba la pipa
tártara contemplando plácidamente el paisaje. Me acerqué al borde
del camino. Al fondo del abismo, rugían las aguas del Sutlej.
El camino serpenteaba entrando y saliendo de la ladera de la
montaña, siguiendo los meandros del río. A unos cuatrocientos
metros más arriba del camino, un puente estrecho cruzaba el río,
que, a aquella altura de su recorrido, no llegaba a los veinte metros
de ancho. Era un tipo de puente al que los montañeses llaman
sanga, que significa «puente de madera» o «puente de tablas», a
diferencia de un jhula o puente de cuerda. La pila del puente en la
orilla izquierda estaba formada por una roca aislada, que sobresalía
peligrosamente de un lado del precipicio.
Saqué el estuche-telescopio del bolsillo y enfoqué el acantilado
del otro lado del río. Seguí su longitud hasta donde me alcanzó la
vista, pero aparte de un quebrantahuesos solitario, que comía de un
cordero muerto, no advertí nada anormal. Pero, como decimos en el
Departamento, «uno no ha comprobado nada hasta que no lo ha
comprobado dos veces». De modo que volví a mirar a través del
telescopio y empecé a hacer comentarios en voz alta sobre lo que
veía, sin dejar de farfullar. Sé que es una mala costumbre, pero la
he adquirido con los años, a fuerza de intentar memorizar todo
aquello que observaba.
—¿Qué es eso? Una roca curiosa. Parece más un maldito
salacot que otra cosa. Por Júpiter, es un salacot…, ¿cómo diablos
ha llegado hasta allí…? ¡Caramba! También hay una cabeza
debajo…, vamos a fijarnos mejor. Ah, maldito objetivo, está
demasiado duro. Maldito Lurgan…, ya está, mucho mejor. A ver…,
¡el Cara de Hurón! O Shaitan!
La cabeza desapareció tras las rocas en cuanto la localicé, lo
cual me hizo dudar de si realmente la había visto. Corrí hacia donde
estaban los demás, y expliqué a Sherlock Holmes lo que creía haber
visto.
—Hmm —dijo, frunciendo el ceño—, parece que ese tipo va a
traernos problemas. Debemos irnos de aquí de inmediato. Estamos
demasiado expuestos.
—¡Sí señor! Voy a prepararlo todo para irnos enseguida. Arre,
Kintup. Idhar aao.
Le expliqué la situación a Kintup y a los demás. Kintup (un tipo
admirable) había vivido muchas aventuras, de modo que se
mantenía impasible ante este tipo de imprevistos. Al instante,
empezó a preparar las cosas para nuestra apremiante partida. Los
demás siguieron su buen ejemplo. Apenas habíamos cargado a la
última mula, cuando Gaffuru, el argon, lanzó un grito, señalando con
el dedo el camino de abajo, que habíamos dejado atrás poco antes.
—Dekho sahib! Jinetes.
A poco menos de dos kilómetros, una nube de polvo avanzaba
por el camino con rapidez hacia nosotros. Saqué el telescopio
especial, y lo enfoqué para ver lo que parecía un grupo de terribles
bandidos armados hasta los dientes, azotando con furia a los ponis
lanudos en los que galopaban.
—¡Mire, señor Holmes! —grité, a la vez que le pasaba el
telescopio—. Corremos un grave peligro.
—Eso parece —contestó con serenidad.
Me devolvió el telescopio y se acercó a las mulas cargadas para
extraer un rifle Martini-Henry, que habíamos escondido, pro re nata,
bajo su alforja. Empezó a cargarlo a toda prisa.
—Ponga en marcha a las mulas por el camino. Si conseguimos
cruzar el puente antes de que nos alcancen, tendremos la ligera
posibilidad de evitar que crucen el río.
Enseguida vi que el plan del señor Holmes era la única medida
viable. Aun así, había trescientos buenos metros de allí hasta el
puente, o quizá más, y las mulas nos obligarían a ir bastante más
despacio, y los jinetes no tardarían en darnos alcance. En el mejor
de los casos, nos salvaríamos por poco.
—Arre! Chalo! Chu, chu!
Kintup, Jamspel y Gaffuru fustigaban a los animales para que
avanzaran camino arriba, mientras Sherlock Holmes, con el rifle en
alto, y yo, con el revólver niquelado, les seguíamos en la
retaguardia. En aquel tramo, a un lado del camino había un
acantilado casi perpendicular, que seguía las curvas de aquel río
salvaje, treinta metros más abajo.
Habíamos avanzado unos doscientos metros, cuando, de súbito,
una bala de rifle procedente de la otra orilla levantó polvo y esquirlas
en la pared de nuestro lado. Los ponis recularon y se tambalearon,
asustados.
—¡Santo cielo! —gritó Holmes—, parece que tienen tiradores en
la otra orilla del río. Ten cuidado Hurree.
Apenas había pronunciado estas palabras el señor Holmes,
cuando una bala se hundió en el flanco del desdichado poni que yo
montaba; dio unos pasos a duras penas, tropezó y se desplomó
sobre el borde del camino con un relincho lastimero. Yo mismo sufrí
una caída ignominiosa —como la de una pelota de fútbol—, y
seguramente habría ido directo al acantilado, de no ser por el señor
Holmes, que tuvo el gesto providencial de desmontar para acudir en
mi ayuda. Justo a tiempo, cuando empecé a caer por el acantilado,
me agarró por la parte de atrás del cuello, y me libró de caer al
abismo.
—Gracias por su ayuda tan oportuna, señor —conseguí decir
con la voz ahogada.
—No hay de qué —dijo a su vez, al tiempo que nos
arrastrábamos para protegernos tras una roca—. No puedo
permitirme perder a un guía tan valioso nada más empezar el viaje.
Dispararon más veces contra nosotros. Sherlock Holmes
devolvió unos cuantos disparos, pero, por desgracia, el ruido asustó
a su poni, y este echó a correr. De modo que ambos estábamos
sans cheval. El grupo principal de jinetes ya estaba muy cerca.
Algunos habían desmontado y seguían disparando. Era una
situación alarmante, se lo aseguro, querido lector; a nuestro
alrededor los proyectiles pasaban zumbando como abejorros
desquiciados. Pero, gracias al hábil uso que dimos a las rocas, a las
paredes rocosas y otros recursos para ponernos a cubierto, y
gracias a la buena puntería de Sherlock Holmes —que, en cierto
modo, desalentó el fervor inicial de aquellos granujas temerarios—
habíamos logrado mantenernos sanos y salvos hasta el momento.
Una curva cerrada en el camino nos impedía ver el puente.
Esperaba que nuestros hombres hubieran podido cruzarlo con los
animales, y estuvieran a salvo.
—Esos tipejos se acercan, señor —grité sobre el ruido de otra
descarga de balas del enemigo.
—Ya los veo —replicó, volviendo a cargar su arma con una
facilidad metódica—. Tenemos que salir de aquí antes de que estén
lo bastante cerca para echársenos encima. Escuche, Hurree. En
cuanto empiece a disparar, quiero que se levante y eche a correr. Ni
se le ocurra detenerse antes de girar esa curva. ¿Listo? ¡Corra!
El señor Holmes abrió fuego y, así, consiguió que nuestros
oponentes agacharan un momento la cabeza. Me asomé sobre la
roca, disparé unas cuantas veces con el revólver y salí dando saltos
camino arriba; mis malditas piernas corrían al ciento veinte por
ciento de su capacidad. Sherlock Holmes lanzó unos disparos más y
salió corriendo tras de mí.
En nuestra huida por aquel camino escarpado, los proyectiles
pasaban silbando a nuestro alrededor y se estrellaban contra las
rocas con un chasquido. Era una carrera interminable y agónica,
pero la curva ya estaba cerca, y con un último esfuerzo
sobrehumano, entré en aquel recodo que podía salvarme la vida.
Estaba a punto de soltar un suspiro de alivio, cuando una visión
inesperada me hizo renunciar a toda esperanza por mantener una
existencia corpórea.
Allí, en medio del camino, implacable como la muerte, estaba el
Cara de Hurón de pie. Lo primero que vi fue el enorme revólver
Mauser automático que llevaba en la mano derecha, y que apuntaba
hacia mí.
—Ángeles y ministros del cielo, protegednos.
Detrás de él, en formación, había el mayor grupo de tibetanos
que había visto jamás. Estaban dispersados por el camino y la
ladera, tras rocas y troncos, pero sus rifles, mosquetes y jingals[29]
estaban cargados y amartillados, listos para disparar. Sherlock
Holmes entró en la curva cargando contra el enemigo, y casi chocó
contra mí. Entonces se dio cuenta del punto muerto en que nos
hallábamos.
—¿Qué demonios…? —exclamó.
No obstante, al percatarse de la gravedad de nuestro apuro,
recobró la compostura admirablemente. Con las manos firmes, se
encendió la pipa y empezó a fumar con serenidad, como si el mundo
no le importara. El Cara de Hurón alzó su pistola. Vi cómo cerraba el
dedo alrededor del gatillo, y pensé en el pueblecito de palmeras al
sur de Bengala, donde yo había nacido. Los ojos se me llenaron de
lágrimas.
Oí un fuerte disparo, seguido de la aguda descarga de los rifles y
el estruendo de los mosquetes. Sentí cómo me desmayaba, muerto,
y todo se oscurecía de repente. Pero al abrir los ojos, me di cuenta
de que aún estaba de pie…, ¡y vivo! Y Sherlock Holmes seguía a mi
lado, fumando su pipa.
El Cara de Hurón y sus hombres aún estaban allí, entre las
volutas de humo que salían de los cañones de sus armas. Me di la
vuelta.
Los cuerpos lánguidos de aquellos bandidos malvados que nos
habían intentado matar yacían ahora, muertos, en el camino. El
Cara de Hurón y sus hombres los habían acribillado; al seguirnos al
señor Holmes y a mí en una ardiente persecución hasta la curva,
fueron sorprendidos con un recibimiento más ardiente todavía.
Algunos de los villanos, sobre todo aquellos que estaban en la
retaguardia de la columna, habían sobrevivido a la descarga de
fusilería, y huían como cobardes. El Cara de Hurón disparó unos
tiros más para animarles a correr, y luego guardó el arma en la
pistolera de madera (a juego con la culata) que llevaba a un lado. Se
acercó a nosotros y extendió la mano al señor Holmes.
—El señor Sigerson, si no me equivoco.
—Sí.
—Me llamo Jacob Asterman. Soy un agente de Su Santidad, el
Gran Lama del Tíbet, y tengo órdenes de entregarle este pasaporte
especial, que les permitirá, a usted y a su acompañante, visitar la
ciudad sagrada de Lhasa.
13
PASAPORTE AL TÍBET
Asterman hizo una señal, y un joven tibetano de aspecto refinado se
acercó a nosotros, saludó con una reverencia y le dio un documento
envuelto alrededor de una flecha. Los tibetanos llaman a esto da-
yig, una «flecha-misiva», lo cual significa que se trata de un
documento oficial. Asterman hizo una reverencia formal y entregó la
«flecha-misiva» al señor Holmes, que rompió el lacre, desató el
cordel y desenrolló el pasaporte. Estaba escrito en una elegante
umay, una escritura fluida, que el señor Holmes aún no dominaba;
de modo que me la dio a mí. Leí en voz alta. Más abajo aparece una
copia del documento y una traducción, para deleite del lector:

Todos los gobernadores, oficiales regionales, jefes de


poblado y personas que se hallen en la ruta de Tholing a
Lhasa, ¡escuchad y obedeced! El extranjero Siga-sahab
(Sigerson sahib) y su acompañante, el indio pundit de
nombre sagrado, Hari Chanda, están haciendo un viaje
honorable a la morada de los dioses (Lhasa). En su viaje, se
exige a todos los oficiales regionales que les proporcionen
ponis de montar y las bestias de carga que pidan, con las
monturas, los arreos y los accesorios necesarios. A los
propietarios de los animales alquilados, se les pagará de la
forma acostumbrada y, a cambio, entregarán los recibos
correspondientes. En todas las paradas se proporcionará
forraje a los animales de los titulares de este pasaporte.
Además, cuando sea necesario, se les debe facilitar
combustible, pasajes a las balsas, a las barcas de cuero y a
los funiculares. Todo ello debe ser suministrado sin falta en
su viaje. No debe haber retrasos ni impedimentos.
Primer día de la segunda luna
del año del dragón de agua
El sello del Gran Lama del Tíbet

Adenda: Con este pasaporte van dos «togas de los Dioses» de


ashe, o de calidad mediana, para dar la bienvenida a nuestros
honorables visitantes.

El tibetano que llevaba la «flecha-misiva» —que debía de ser un


funcionario oficial— introdujo las manos entre los pliegues de su
manto para extraer dos pañuelos de seda blancos, las «togas de los
Dioses» a las que se aludía con majestuosidad en el pasaporte. Los
tibetanos y algunos tártaros suelen usar estos pañuelos, a los que
normalmente se denomina khatags, para honrar todas las
ceremonias que celebran en sus vidas. Es parte de sus costumbres
recibir invitados, despedirse, hacer peticiones a sus amos, adorar a
Buda, propiciar la voluntad de los dioses, celebrar casamientos y
llorar en funerales. El blanco del pañuelo simboliza la pureza de los
motivos de la persona que lo regala.
Desplegó los pañuelos y, con una reverencia, nos entregó uno a
cada uno.
—Caramba —dijo Holmes, al tiempo que aceptaba el regalo y
hacía, a su vez, una reverencia—. La situación ha dado un giro
singular. ¿Qué piensa usted, Hurree?
—La verdad es que esto es el colmo, señor. Tengo la mente
echa un lío, aunque yo diría que el pasaporte parece auténtico.
—Claro que sí —se apresuró a decir Asterman, algo ofendido—.
Lo ha expedido el propio secretario principal del Gran Lama, y ha
ordenado personalmente que les fuera entregado. Esto… —señaló
el sello cuadrado de lacre, impreso sobre el documento con
minúsculas letras en sánscrito—, es el sello del Gran Lama. No hay
otro igual en el Tíbet ni en la gran Tartaria.
Al ver nuestros gestos extrañados, añadió:
—¡Ah! Veo que necesitan más explicaciones. Muy bien.
Vayamos, pues, a nuestro campamento, a la otra orilla del río,
donde podrán descansar, tomar un refrigerio y obtener respuestas.
Sus hombres y animales ya están allí, sanos y salvos.
Cruzamos el puente y, tras andar unas centenas de metros
camino arriba, llegamos a una extensión de tierra llana. Alrededor
de una pequeña hoguera, habían levantado unas tiendas de
campaña de algodón y una gran shamiana. Kintup y los demás
estaban agachados en el suelo, junto al fuego, y, en cuanto nos
vieron, corrieron a recibirnos. Vi que el señor Holmes se conmovió
ante la clara muestra de alegría de los hombres, al vernos vivos e
ilesos. Kintup dijo que estaba seguro de que nos habían matado,
sobre todo al oír el estruendo de la última descarga. Ellos mismos
creían que eran prisioneros de un contingente de bandidos. Para su
alivio, les aseguré que no era así, y que Asterman y sus hombres no
eran nuestros captores, sino, más bien, nuestros salvadores.
Así pues, nuestro «salvador» nos invitó a sentarnos en unas
otomanas, a la sombra de unos toldos, y pidió refrigerios. Es curioso
cómo los prejuicios pueden alterar la apariencia de una persona.
Tras lo ocurrido, Asterman parecía un tipo simpático y decente, y no
tenía nada que ver con el papel del «Cara de Hurón» que yo le
había asignado. Aun así, era algo gárrulo.
—Señor, si quiere saber qué sentido tiene todo esto, debo
contarle mi historia desde el principio.
Asterman se quitó el mugriento salacot, para descubrir una calva
rosada y huesuda, con cuatro pelos grises y maltratados. Su cara
delgada y demacrada adquirió una expresión animada cuando
empezó a hablar.
—Como habrá adivinado, soy judío, señor. El desdichado hijo de
Shem, que, por culpa de la historia y las circunstancias, ha tenido
que soportar más rigores de la vida de los que le tocaban.
»Mi familia es originaria de Alejandría, y mi padre fue el tercer
hijo de David Asterman, uno de los comerciantes más distinguidos
de la ciudad. Pero mi padre quería enfrentarse a la vida solo, de
modo que se llevó la parte de la herencia que le correspondía, y
partió junto a mi madre hacia Calcuta, donde abrió su propio
comercio de especias. Pero no fue previsor, señor, y aunque solo
cometió un error —apostar a los caballos—, bastó para arruinar a
nuestra familia, y para que él mismo muriera de pena. En paz
descanse. A fin de ayudar a mi madre y a mis muchos hermanos y
hermanas, intenté llevar un kabari, una tienda de artículos de
segunda mano, en el bazar Bow de Calcuta, pero fue una empresa
desalentadora. Carecía de capital y de formación, y por mucho que
lo intentara, nunca ganaba lo bastante para sacar a mi familia de la
miseria. Pero somos una familia piadosa, señor, y cumplíamos los
mandamientos de Dios religiosamente. A pesar de estar al borde de
la desesperación, no perdíamos la fe en el Todopoderoso. Creó
cuervos para alimentar a Elías en un lugar inhóspito, así que no iba
a dejarnos perecer. Entonces, un día, un cliente no habitual entró en
la tienda.
»Era un caballero joven, de estatura media y rasgos claramente
orientales. Vestía unos ropajes estrafalarios, pero eran de seda
cara, e iba acompañado de un kayeth, un escritor de cartas de
bazar, que hacía las veces de intérprete. El escritor de cartas me
explicó que aquel caballero era de Bhotiyal, o el Tíbet. Hacía
algunos años, el escritor de cartas había ejercido su oficio en el
pequeño municipio de Kalimpong, en la frontera del Tíbet, donde
había aprendido a hablar un poco la lengua. El caballero tibetano
ansiaba comprar un artículo especial, y ya había acudido a diversas
tiendas de la ciudad, donde no le habían dejado entrar por no creer
lo que veían, o, a veces, por miedo al ridículo. Finalmente, se había
dado por vencido. El escritor de cartas le instó a hacer un último
intento, y lo convenció para entrar en mi humilde tienda. Procuré
que se sintiera cómodo, y, muy amablemente, me preguntó sobre el
objeto que deseaba comprar. ¡Simplemente contestó que quería un
rayo!
»“Jacob, hijo mío” me dije, “no es el momento de mostrar
sorpresa ni regocijo. Los idiotas no visten sedas tan caras (mi
abuelo había trabajado con todo tipo de sedas, y yo sabía distinguir
una de buena calidad), ni van acompañados de intérpretes para que
traduzcan sus desvaríos. Quizá se pueda sacar algún provecho de
esto, y solo a cambio de un poco de paciencia y cortesía”.
Asterman tomó un sorbo de té y añadió:
—De modo que llegué a la conclusión de que había un
malentendido, acentuado, quizá, por la incompetencia del escritor de
cartas como intérprete. Pregunté pacientemente al caballero
tibetano varias veces cómo era exactamente el objeto que quería,
qué forma tenía, qué color y características, pero no llegamos a
ninguna parte. Luego recordé que, en la colección de libros de
segunda mano, había un viejo diccionario tibetano-inglés, que había
comprado entre los efectos personales de un misionero fallecido.
Corrí a la trastienda, y lo encontré sobre una pila de revistas
Blackwoods llenas de polvo. En cuanto mostré el diccionario al
caballero tibetano, supe que se habían terminado nuestras
complicaciones. Era evidente que era una persona culta, a su
manera, ya que pasó las páginas del diccionario con avidez, hasta
que encontró lo que buscaba. Con un grito de satisfacción, puso un
dedo sobre la página, y en su extraña jerigonza, me hizo mirar allí.
»Para ser justo con el escritor de cartas, la traducción literal de la
palabra tibetana era “rayo”, pero lo que el caballero tibetano
buscaba en realidad era hierro de meteorito.
»Conseguí obtenerle algunos pedazos en la tienda de un tratante
que suministraba muestras minerales y geológicas a colegios y
universidades. Me pagó una comisión generosa y, a partir de aquel
momento, acudía a mí para encontrar cosas extrañas e insólitas. Él
era un oficial del Gran Lama y buscaba estas cosas para su
maestro. Nunca supe por qué las quería y consideraba que no era
de mi incumbencia preguntarle. ¿Acaso para hacer magia?[30] No
me importaba, ya que mis dificultades se veían recompensadas,
aunque, de vez en cuando, aún pasaba apuros económicos. Pero es
sorprendente lo que uno es capaz de encontrar, por muy
estrambótico que parezca; sobre todo, cuando recibe una suma
generosa a cambio, y tiene carta blanca para los gastos. Podría
contarles historias muy curiosas, que me sucedieron cuando
buscaba algunas cosas. Por ejemplo, la vez que tuve que negociar
la venta de un huevo de Ave Fénix de un tesoro escondido del Gran
Mago de Kafiristán; eso sería un cuento más apasionante que todas
las novelas de Haggard juntas.
—Todo es muy interesante, sin duda —dijo Sherlock Holmes con
sequedad—, pero le agradecería mucho que me contara cómo se
enteró de nuestra presencia en estas montañas, y por qué se nos ha
concedido el singular honor de recibir un pasaporte para el Tíbet.
—Claro, señor Sigerson, claro —contestó Asterman, algo
avergonzado—. A eso iba. ¿Quieren, antes, un poco de té?
Dio una palmada, y uno de sus hombres se acercó a él.
—Sirve más té para nuestros invitados. Tienen las tazas vacías.
¿Han servido ya comida y té a los criados del Sahib? Muy bien.
Puedes marcharte —dijo, y se volvió hacia nosotros con un gesto de
escepticismo—. Como les decía, desde entonces, hay pocas cosas
que me sorprendan, pero todo el asunto relacionado con ustedes ha
sido para mí un rompecabezas chino. Hace cuatro meses, el oficial
del Gran Lama, el mismo que acudió a mí en busca del «rayo» y, de
hecho, el mismo que ha encargado ofrecerles los pañuelos blancos
de bienvenida, me dio instrucciones de localizar cierto chilingpa, o
europeo, en el que estaban sumamente interesados. Era la primera
vez que me pedían que localizara a una persona, y no sabía muy
bien en qué me estaba metiendo. Pero me prometieron una buena
remuneración si lo encontraba. No me dieron más que una versión
incomprensible de su nombre, señor Sigerson, pero me
proporcionaron una exacta descripción física de usted, y el día y la
hora de llegada de su barco al puerto de Bombay.
Sentí un picor incómodo en la nuca.
—Pero ¿cómo lo sabían? —murmuró Sherlock Holmes,
frunciendo el ceño.
—Pues lo sabían —protestó Asterman—. Que Dios me castigue
si no estoy diciendo la verdad. Hasta mencionaron su pipa y el
estuche de violín.
—Y usted siguió al señor Sigerson desde el puerto hasta el hotel
—apunté—, ¿verdad?
—Así es, babuji, lo seguí —contestó, con una sonrisa de
satisfacción, que reveló unos dientes amarillos y montados—. No
crea que no le vi en el coche, detrás de mí. Aunque debo confesar
que no supe que usted tenía algo que ver con el señor Sigerson
hasta mucho más tarde. Cuando se produjo el asesinato en el hotel,
me dije que me había involucrado en el asunto más de lo que
esperaba.
Tuvo un ligero escalofrío.
—Aún tengo pesadillas sobre esa horrible figura sanguinolenta
que se tambaleaba en el pasillo del hotel. Hui, aterrado. Por suerte,
había tomado la precaución de dejar mi coche en la parte trasera del
hotel. De modo que conseguí huir de allí deprisa, justo a tiempo, ya
que dos policías salieron de la entrada de servicio y vinieron a por
mí.
De manera que Asterman no nos había reconocido en la
oscuridad del callejón.
—Verá, señor —dijo Asterman—, aquella noche regresé a mi
alojamiento, decidido a no implicarme más en un asunto tan
espantoso. Pero durante la noche reflexioné y me di cuenta de que
tenía un Compromiso con los que habían contratado mis servicios y,
cuando menos, debía comunicarles dónde se hallaba usted y qué
planes tenía. Así que al día siguiente procuré estar cerca del hotel
para observar sus idas y venidas; y cuando abandonó el hotel con
su equipaje a altas horas de la noche, le seguí hasta la estación. Le
di una baksheesh al wallah encargado de las reservas, y me dijo
que habían comprado billetes para Umballa. Entonces, pensé que
iban a Simla; y no me equivocaba.
»Tuve que ir hasta Darjiling para dar mi informe. El joven oficial,
de nombre Tsering, o “Vida Larga”, consideró que los hechos eran
de gran trascendencia. Me preguntó muchas cosas sobre usted,
señor Sigerson. Es más, para él fue un disgusto enterarse del
asesinato en el hotel. Por último, le dije que lo sentía mucho, pero
no podía seguir con un encargo tan peligroso. Me dijo que era un
asunto muy importante, y que me pagarían lo que quisiera por
llevarlo hasta el final. Le pedí una suma exagerada para
desanimarlo, pero, para mi consternación, enseguida la aceptó. De
modo que si sobrevivo a esto, mi familia y yo tenemos la vida
solucionada. Entonces, Tsering me dio instrucciones. Dijo que usted
intentaría entrar en el Tíbet en primavera, y que, de camino, sus
enemigos tratarían de matarlo. Mi misión era salvarle. Él mismo
cruzaría la frontera desde Tholing, que está justo al otro lado del
paso de Shipki, con un contingente de tropas armadas, y se uniría a
mí para ayudarme. También llevaría con él un pasaporte oficial para
entrar en el Tíbet.
»Me temo que todo fue muy justo, señor Sigerson. Las tropas no
consiguieron llegar hasta ayer, y, aunque reconocimos toda la zona
y conseguimos dar con el grupo principal de bandidos, nos pasaron
por alto los tres tiradores que apostaron al otro lado del río. No es
muy normal que en esta zona ronden bandidos armados, y menos
aún que estén al acecho de una caravana tan pequeña. Sin ir más
lejos, esta mañana, una caravana de mulas cargada de mercancías
ha pasado por este camino, pero han hecho caso omiso. Parece
atraer el peligro, señor Sigerson: primero, el asesinato en el hotel, y
ahora estos bandidos. Señor —añadió, llevándose un dedo a los
labios en actitud conspiradora—, detrás de todo esto debe de haber
algo importante. ¿No? Quizá pregunte demasiado… Supongo que
debería aprender a no meterme en lo que no me importa.
—Bueno, señor Asterman —dijo Sherlock Holmes con una
sonrisa—, dado que mi compañero y yo le debemos la vida, sería
una grosería por mi parte no saciar su curiosidad. Sin embargo,
lamento tener que decirle que, por el momento, no podemos
contarle todo cuanto habría que contar sobre nosotros; pero sí
puedo decirle que, últimamente, una peligrosa organización criminal
ha hecho varios intentos de atentar contra mi vida. El asesinato del
hotel fue una de las más interesantes. Verá…
Sin revelar su verdadera identidad, ni el carácter exacto de la
organización criminal, Sherlock Holmes explicó la historia del
elefante de latón y la sanguijuela gigante asesina. A pesar de las
modificaciones que introdujo, no dejó de ser una historia
apasionante. Asterman estaba extasiado. El señor Holmes tuvo
cuidado de atribuir a la policía la resolución del caso, y de asignarse
el papel de la víctima confundida.
—¡Qué historia, señor! ¡Qué historia! —exclamó Asterman—. Me
aterra pensar cuan cerca estuve de la muerte en el pasillo de ese
hotel. Es una lástima que la policía no atrapara al cerebro que había
detrás del crimen. Me habría ahorrado muchos problemas a mí
también con estos bandidos…, porque supongo que también los
habrá contratado él.
—Seguro —contestó el señor Holmes, a la vez que rellenaba la
pipa con el tabaco que guardaba en su petaca de piel gris.
—Fue una negligencia reprensible por mi parte, señor —señalé,
disculpándome—, pero no entiendo por nada del mundo cómo han
podido enterarse de nuestro viaje. Yo mismo me aseguré de que
nuestros preparativos no despertaran el interés ni la sospecha de
nadie.
—Estoy seguro de que lo hiciste bien, Hurree. Pero no estamos
ante una banda de aficionados, como he tenido ocasión de
comentar previamente. Se trata de una organización nunca vista en
la historia del crimen.
Asterman se rascó la calva rosada y añadió con alegría:
—Bueno, señor Sigerson, ya no tendrá que preocuparse por
ellos en cuanto entre en el Tíbet. Dudo que estos criminales, por
muy especiales que sean, puedan entrar sin problemas en este
país, cuando varios exploradores expertos han fracasado en el
intento. Pero aún me tiene intrigado por qué las autoridades
tibetanas les dieron a ustedes dos un pasaporte para entrar en el
Tíbet. En fin, Tsering se lo explicará tarde o temprano. Él les
acompañará hasta Lhasa.

—¿Por qué cree que nos dieron el pasaporte, señor Holmes? —


le pregunté aquella noche, en nuestra pequeña tienda. Estaba
cómodo y bien abrigado dentro de mi saco de dormir de cordero,
pero el recuerdo de los acontecimientos y las revelaciones de aquel
día agitado me impedían conciliar el sueño. Sherlock Holmes tenía
medio cuerpo cubierto con su saco de dormir, y fumaba la pipa con
la espalda apoyada contra su poshteen enrollado.
—Una pregunta muy aguda, ¿verdad?
De su pipa salió una espiral de humo azul.
—Pero será un misterio, al menos, hasta que lleguemos a Lhasa,
porque no tengo respuestas. Aun así, podríamos atrevernos a
descartar cualquier atisbo de malevolencia en sus intenciones, ya
que si nos hubieran puesto una trampa, ¿qué razón tendrían para
hacerlo de una forma tan intrincada? ¿Por qué iban a enviar a
Asterman para rescatarnos de los rufianes que trabajan para Moran,
y luego hacernos caer en otra trampa? No, no puede tratarse de
eso. De todos modos, no tenemos bastantes datos sobre el
problema para dar con una solución inmediata. Tendremos que
confiar en que la providencia nos sea propicia, Hurree, cuando
pasemos el Rubicón, el paso de Shipki, mañana.
Dicho esto, dejó a un lado la pipa y se inclinó para apagar la
vela.
—Buenas noches.
—Buenas noches, señor Holmes.
Podía imaginar que íbamos a pasar por muchas situaciones
difíciles, antes de que aquello llegara a su fin. Suspiré y me tapé la
cabeza con el saco de dormir.
14
EN EL TECHO DEL MUNDO
Al día siguiente pusimos rumbo al la de Shipki. Los soldados y el
joven oficial, Tsering, nos escoltarían hasta Tholing, la ciudad más
importante del primer distrito tibetano al otro lado de la frontera.
Tsering tenía los cabellos largos, recogidos en un moño, y lucía un
pendiente de turquesa que indicaba su categoría de oficial y
caballero. Era un joven concienzudo, que siempre estaba pendiente
de nuestras necesidades, aunque bastante nervioso. No cabía duda
que cuidar a los invitados del Gran Lama era una responsabilidad
onerosa. Desde el punto de vista social, el señor Holmes era el
primer europeo que había conocido; aparte de Asterman que, en
realidad, no era un sahib propiamente dicho.
Asterman se despidió de nosotros. Se alegraba de haber
cumplido con su parte del trato, y estaba deseando abrir un negocio
próspero con la espléndida recompensa recibida. En cuanto al señor
Holmes y a mí, pensábamos que se había ganado cada pie de la
recompensa, y mucho más. Le deseamos suerte en su futuro
negocio y le observamos alejarse al trote, sobre una yegua
anquiboyuna, por aquel largo camino tortuoso, rumbo a Simla.
El paso de Shipki no es muy imponente, si se compara con otros
pasos del Himalaya, ya que solo está a cuatro mil seiscientos
noventa y cuatro metros sobre el nivel del mar, pero la presión que
notaba en los pulmones y la ligera fibrilación del corazón me decían
que volvía a estar en un lugar en el que no debía estar. En el paso,
el viento era helado y azotaba con fuerza. Los tibetanos, junto con
Kintup y Jamspel, amontonaron unas piedras a un hito hecho
también de piedras, y profirieron sus salutaciones.
—Lha Gyalo! ¡Victoria a los dioses!
Los más devotos colgaron, de unos palos erosionados por el
viento, que había clavados en el hito de piedras, banderines de
rezos de algodón de baja calidad. Esta costumbre tibetana siempre
ha sido bastante incomprendida por los viajeros europeos que han
llegado a la frontera del Himalaya; algunos de ellos han observado
que los autóctonos tendían a adorar montañas y piedras. En
realidad, los tibetanos consideran sagrados estos objetos
inanimados por ser la morada de un dios o lha, que está presente
como animus assistentis, y no como animus animantis. Algunos de
estos lha tienen sus equivalentes en la numina romana.
El señor Holmes también colgó una khatag en lo alto de un hito.
Se percató de que le miraba, y me animó con cierta picardía a
unirme al ritual:
—Vamos, Hurree, presenta tus respetos a los dioses, como buen
habu. Ahora estamos en su tierra de origen. A partir de este
momento, la ciencia, la lógica y Herbert Spencer simplemente dejan
de existir. Lha Gyalo!
Nunca lo había visto tan alegre y de tan buen humor. Quizás era
la falta de costumbre a respirar el aire de las alturas. La altitud suele
afectar de forma extraña a las personas. A mí, me daba dolor de
cabeza, y al señor Holmes, parecía provocarle alegría. Además,
había dejado de tomar aquellas drogas tan perjudiciales de forma
gradual.
Aquella noche, hicimos parada en un pueblo situado al pie del
paso. Armamos las tiendas junto a un arroyuelo, bajo una preciosa
arboleda de albaricoqueros. Era una lástima que no fuera la
estación de la fruta, pero la dulce fragancia de los árboles en flor
bastó para deleitarnos en nuestro reposo.
Pero de allí en adelante, la tierra se fue haciendo cada vez más
árida y desértica, lo que un geógrafo describiría como dorsum orbis.
A los dos días, llegamos a la ciudad de Tsaprang, la que fuera
capital del antiguo reino tibetano de Guge, y que fue abandonada en
1650 debido a las continuas guerras, y a un descenso del nivel
freático. La ciudadela de los reyes, una fortaleza inexpugnable, se
alzaba en la cima de un escarpado acantilado que dominaba las
ruinas de la ciudad. En unos documentos del archivo de la Sociedad
Asiática, había leído que la primera misión católica del lugar fue
fundada en 1624. El jesuita portugués Antonio de Andrade había
conseguido formar una comunidad católica, y se dice que hasta
llegó a construir una iglesia. Le conté esta curiosa historia al señor
Holmes, y buscamos los posibles vestigios de un edificio cristiano
entre las ruinas, pero no hallamos nada.
—¿El buen padre consiguió convertir a muchos lugareños? —
preguntó Holmes, mientras daba golpecitos con la pipa contra una
pared derruida para vaciarla de ceniza.
—Diría que no muchos. Entre los misioneros, los tibetanos tienen
fama de aferrarse a sus ídolos y supersticiones.
—Se deleitan en su pecado original, ¿verdad? —dijo Holmes,
riendo sin emitir ningún sonido—. De todos modos, en este país ya
hay una plétora de religión. ¿Por qué un misionero iba a querer traer
otra?

Al día siguiente, llegamos a Tholing, la otra capital del reino de


Guge. Esta ciudad está algo más poblada y es bastante próspera.
Tiene un monasterio pintoresco, con baldaquines dorados y
chapiteles, y está considerado el de mayor tamaño y antigüedad del
Tíbet occidental. Por desgracia, no pudimos visitarlo, ya que tuvimos
que encontrarnos con el gobernador de la región.
Sus criados nos esperaban en la entrada de las dependencias
que nos habían asignado, una pequeña construcción blanqueada,
hecha de ladrillos secados al sol. Cuando desmontamos, todos ellos
se quitaron las gorras e hicieron una reverencia, sacando la lengua
al mismo tiempo. Me pareció que era un ejemplo excelente de la
«renuncia que hace de sí misma la persona que saluda, para
entregarse al individuo al que saluda», algo que Herbert Spencer ha
demostrado que se encuentra en la base de muchas de nuestras
prácticas de salutación. Nos ofrecieron regalos de parte del
gobernador: cuerpos enteros de ovejas muertas, bolsas de queso y
mantequilla, bandejas de huevos y sacos de tsampa, el alimento
básico de los tibetanos. Tras descansar un poco y refrescarnos,
fuimos a presentar nuestros respetos al gobernador a su residencia
oficial, una lúgubre mansión de piedra, situada en los límites del
pueblo.
Se llamaba Phurbu Thondup, o «Martes Deseo-Cumplido», y era
un hombre de unas proporciones comparables a las de Falstaff, e
incluso más grande que yo. Vestía unos mantos amarillos, y llevaba
el pendiente de turquesa y un moño, al igual que Tsering. Pero para
indicar su superioridad de rango —era de cuarto rango, superior a
Tsering, de sexto—, llevaba un pequeño amuleto en el moño. Los
nobles tibetanos se clasifican en siete clases, de las que las últimas
seis están por debajo de la primera, a la que solo pertenece el Gran
Lama. Sin embargo, pese a su aparente superioridad jerárquica, el
gobernador se mostraba muy deferente con Tsering y se dirigía a él
con absoluta cortesía. Había algo más que llamaba la atención en
nuestro joven. Phurbu Thondup se aclaró la garganta con un
carraspeo ruidoso y ceremonioso, antes de disponerse a explicarnos
las últimas instrucciones que había recibido del secretario del Gran
Lama.
Debíamos llegar cuanto antes a Lhasa. Todos los pueblos y
campamentos nómadas del camino se habían organizado para
ayudarnos; hasta los edificios aislados de los tasam, unos pequeños
caravasares donde se podía cambiar la mula y encontrar
alojamiento. Pero trataríamos de pasar tan desapercibidos como
nos fuera posible. Sobre todo, añadió, debíamos tener cuidado al
llegar a Shigatse, y no debíamos acercarnos, bajo ningún concepto,
a la oficina consular china de la ciudad.
«¡Oh-oh! De modo que se trata de una cuestión política», pensé.
¿Cabía la posibilidad de que nuestra entrada en el Tíbet tuviera
alguna relación con los problemas que estaban teniendo los
tibetanos con el amban manchú en Lhasa?
De vuelta de la mansión del gobernador confié a Sherlock
Holmes esta conjetura, pero no pareció impresionarle.
—No digo que no tenga usted razón, Hurree, pero, como ya le he
dicho en alguna ocasión, es un error capital especular sin datos
suficientes. Considere lo contrario. Quizá, si se descubre que han
invitado a un extranjero al Tíbet, tendrían más problemas con el
representante manchú, dado que su xenofobia, según tengo
entendido, es de una desmesura insólita, incluso para el carácter
suspicaz de un chino. De modo que, ahórrese más especulaciones,
se lo ruego.

Al alba, temblando y gruñendo por el frío de la mañana, me eché el


paraguas a la espalda (lo llevaba atado de los dos extremos a una
cuerda, como un portafusil) y, con los ojos entornados por el sueño,
me subí al poni.
Cabalgamos durante una semana por la orilla del río Sutlej, a
través de un país de belleza singular, pese a la aridez del paisaje.
Toda clase de pajarillos revoloteaban entre las aulagas y las rocas, y
unas torpes grullas de cola blanca buscaban peces desde los
bancos de arena. También tuvimos nuestro primer encuentro con el
kiang (Equus hemionus), el burro salvaje tibetano. Una manada de
estos gráciles animales se acercó a nosotros para ver mejor la
caravana. Una vez satisfecha su curiosidad y como si respondieran
a una misma orden, se alejaron al trote con elegancia.
Por suerte, estos animales podían permitirse acercarse a
nosotros, ya que al señor Holmes no parecía entusiasmarle la
shikar. Era una actitud poco corriente por su parte, dado que otros
ingleses que conocía, se deleitaban matando tigres, ciervos, cerdos,
aves, peces y demás. La aversión del señor Holmes por los
deportes sangrientos le ayudó a ganarse la estima de los tibetanos y
de Kintup y Jamspel, que suscribían la doctrina budista y jain de la
idea sagrada de la vida en todas sus formas. En el camino, también
encontramos varios campamentos nómadas, con sus rebaños de
ovejas y los famosos yaks de Tartaria (Bos grunnions).
Entonces, cuando ya estábamos cerca de la tasam, en Barga,
apareció ante nosotros, junto al imponente pico Gurla Mandatha —la
montaña más sagrada de Kailash—, una cadena de glaciares que
brillaban bajo el sol del atardecer. Esta montaña no es solo sagrada
para los budistas, que la consideran una morada divina, Demchong
(en sánscrito, Chakrasamvara), sino también para los hindúes, que
la consideran el trono de Shiva. Así, a lo largo de los últimos dos mil
años, muchos ascetas y peregrinos budistas e hindúes se han
desplazado hasta este lugar para rendir culto a la montaña, vivir en
la austeridad y caminar a su alrededor en un acto de devoción. Los
tibetanos lo llaman monte Kailash, Kang Tise o Kang Rimpoche, la
«Montaña Preciosa», y tiene un papel importante, incluso en la
religión prebudista chamanista, conocida como Bon. El monte Meru,
el eje central de la montaña en la cosmología hindú y budista,
probablemente se formó gracias a las propiedades físicas y
geográficas únicas del Kailash.
Teníamos muchas ganas de viajar alrededor de la montaña como
peregrinos —me habría encantado hacer observaciones y
mediciones desde distintas partes del terreno—, pero Tsering tenía
que seguir sus instrucciones y se mostró reacio a perder siquiera un
día. Al final, en cierto modo, llegamos a un compromiso.
Renunciaríamos al viaje por la montaña, pero al pasar por ella y el
lago sagrado, iríamos más despacio, de forma que, al menos,
pudiéramos disfrutar de la famosa belleza del lugar.
Avanzamos a través de las inmensas llanuras de Barga durante
dos días, junto a las montañas y la extensión de glaciares, hasta
llegar al Manasrowar. Montamos las tiendas en la orilla de este lago
sagrado que, seguramente, es la acumulación de agua dulce a
mayor altitud del mundo. He realizado una serie de estudios
científicos sobre el lago, y los resultados han sido publicados en mi
primera narración de este viaje, bajo el título Viaje a Lhasa a través
del Tíbet occidental (Elphenstone Publications, Calcutta, 1894, 3
rupias y 8 annas), del que el diario Statesman de Calcuta tuvo la
amabilidad de decir: «una obra monumental de exploración e
investigación científica». Por razones de espacio, y por considerarlo
apropiado, la presente narración no contiene detalles científicos de
nuestros viajes y exploraciones. De modo que aconsejo a los
lectores que deseen conocer dicha información, que compren el
libro mencionado más arriba, en cualquier librería del imperio.
La montaña se refleja en las aguas del Manasrowar, que, con el
terreno que lo rodea, forma un paisaje bellísimo, seguramente
incomparable a cualquier otro del mundo. Todavía me gustó más
cuando supe que pocos exploradores se habían fijado siquiera en él,
ni siquiera se habían interesado en realizar un estudio científico, de
modo que tuve la ocasión de hacerlo yo mismo. Me bañé en el lago,
como los demás peregrinos, aunque mis motivos eran más una
cuestión de higiene que de devoción. Pero, fuera por el motivo que
fuera, el agua estaba helada.
La parada siguiente fue el poblado de Thokchen, o «Gran
Trueno», que, pese a tener un nombre tan contundente, estaba
formado por una sola casa. Además, estaba tan sucia, que
repugnaba. Pasamos la noche en las tiendas.
De allí en adelante, seguimos el curso del río Brahmaputra, o
Tsangpo, como lo llaman los tibetanos. Debido a los muchos
afluentes, el caudal iba creciendo a medida que pasaban los días.
Salvo por un poco de lluvia y un par de granizadas, tuvimos
suerte de encontrar buen tiempo. Yo solía montar con el paraguas
azul y blanco abierto para protegerme del sol, que, dada la altitud y
la poca densidad del aire, es más intenso. A veces, las ráfagas de
viento inesperadas me volvían el paraguas del revés o,
sencillamente, se lo llevaban, para regocijo de Kintup y los demás
sirvientes, que salían tras él al galope para cazarlo como un conejo
o algo parecido. Pero los peores vendavales del invierno ya
quedaban atrás, y las tormentas de polvo del verano aún estaban
por llegar, de modo que uno podía ir sentado en el poni, leyendo un
libro tranquilamente, a la sombra fresca del paraguas, o, como solía
ocurrirme, quedarse absorto en sus pensamientos.
—Seguramente tiene razón, Hurree —la voz del señor Holmes
me sacó de mi ensueño en una ocasión—. Solo con la ciencia no
pueden responderse todas las preguntas de la vida. El destino
superior del hombre solo puede descubrirse a través de la religión.
—Exacto, señor —aprobé—. Aunque me inquieta… ¡Santo cielo,
señor Holmes! —exclamé—. ¿Cómo demonios ha podido conocer
mis pensamientos más recónditos?
Sherlock Holmes soltó aquella risa sorda y, tras recostarse
contra la silla, tiró de las riendas de su poni para igualar su
velocidad a la mía.
—¿Cómo cree que lo he sabido? ¿Por arte de magia? ¿Quizá
por clarividencia? ¿O simplemente por una serie de razonamientos
lógicos y sencillos?
—Señor, no entiendo cómo un razonamiento le ha permitido
seguir el curso de mi proceso mental. Mis pensamientos están bien
encerrados en mi maldita cabeza, como un trozo de carne dentro de
un coco. ¡No, señor! La única explicación es jadoo. Tal vez lo hizo
con la ayuda de algún djinn que lee la mente, como Buktanoos, o
Dulhan, o Musboot…, hasta puede que de Zulbazan, hijo de Eblis.
Sherlock Holmes soltó una carcajada.
—Siento desilusionarle acerca de sus moradores de la
oscuridad, pero todo es más sencillo. Permítame explicarle. Le he
estado observando durante los últimos diez minutos. Tenía en las
manos el libro de Herbert Spencer Principios de la biología, y lo
estaba leyendo con ávido interés. Luego lo ha dejado sobre la silla,
abierto por la mitad, y ha adoptado una expresión pensativa. Se le
han entornado los ojos. Es evidente que reflexionaba sobre lo que
acababa de leer. Si no me equivoco, Spencer discute algunas
teorías de Darwin y otros, en alguna parte de la mitad del libro…,
habla del desarrollo continuo de las especies, de formas simples a
formas complejas. No estaba completamente seguro, pero usted ha
confirmado mi hipótesis al abandonar sus pensamientos a
conciencia para observar con curiosidad a los animales salvajes que
nos rodean. He visto que estaba de acuerdo con Spencer, ya que ha
asentido con la cabeza un par de veces.
El señor Holmes encendió su pipa tártara y, tras exhalar el humo
blanco, prosiguió:
—Pero, entonces, sus pensamientos se han interrumpido
bruscamente. ¿Recuerda los lastimosos restos de una gacela,
víctima de los lobos, junto a la que hemos pasado hace un rato? Ha
parecido afectarle. Es muy fácil hablar o escribir sobre «la
supervivencia del más fuerte»[31] en una sala cómoda y cálida en
Londres; pero, en realidad, ver con los propios ojos este aspecto de
la naturaleza, incluso en la muerte insignificante de una pobre
gacela, es una experiencia humillante. Ha fruncido el ceño. Parecía
preguntarse: ¿qué teorías pueden explicar el sufrimiento, la
violencia y la brutalidad de la vida? Ha pensado en sus propios
encontronazos con la violencia y la muerte. He observado cómo se
miraba el pie derecho y he supuesto que pensaba en el dedo que
perdió, y en que casi perdió la vida, ya que luego ha tenido un
escalofrío. Su expresión se ha sumido en la tristeza, la melancolía
que nos embarga al ser conscientes de la eterna tragedia humana
que vivimos.
»Luego ha visto el resplandor de las torres del monasterio en la
lejanía y ha parecido recuperarse un poco de su abatimiento. Ha
alzado la mirada al cielo abierto. Su rostro ha adoptado una
expresión de escepticismo, menos melancólica. Seguramente, se
preguntaba si la religión tiene las respuestas sobre el sufrimiento
humano que la ciencia no puede darnos. Entonces ha sido cuando
me he aventurado a decirle que estaba de acuerdo con usted.
—Wahl Shabash! Señor Holmes. Esto es más increíble que
cualquier forma de magia —exclamé, ante aquella nueva revelación
asombrosa de otra faceta de su genialidad—. Ha seguido el curso
de mis pensamientos con una precisión extraordinaria. Una
demostración sorprendente de lógica, señor.
—¡Bah! Elemental, querido Hurree.
—Pero ¿cómo lo hace, señor Holmes?
—El truco está en construir la cadena de razonamientos a partir
de la premisa inicial…, digamos «generación subordinada», para
emplear este profundo concepto budista. A partir de una gota de
agua, por lógica podría deducir la posibilidad de la existencia de un
océano Pacífico o de unas cataratas del Niágara, sin haber visto
ninguno de estos lugares, o sin haber oído hablar de ellos. La vida
entera es una cadena inmensa, y su naturaleza se nos revela cada
vez que se nos muestra un único eslabón de esta[32].
El monasterio estaba construido sobre una colina, y a sus pies
se hallaba el poblado de Tradun. Era una metrópolis bastante
animada para aquella zona, constituida por unas veinte casas y
cabañas nómadas, repartidas por las inhóspitas llanuras.
Estábamos cerca del reino de Nepal, y al mirar en dirección a este
país, se veían tres picos de hielo en la lejanía[33].
Tardamos tres semanas más en llegar a Shigatse. Tuvimos la
suerte de poder visitar el monasterio de Tashi Lhunpo y ver los
tesoros que albergaba; pero evitamos acercarnos al consulado
chino, que estaba en la parte oeste de la ciudad. Kintup y yo
teníamos demasiados malos recuerdos de nuestra última visita a
aquel lugar. En el bazar de la ciudad, oímos toda suerte de rumores
sobre las intrigas del amban manchú en Lhasa, y su ayudante,
alojado en Shigatse, así como de la inminencia de una invasión de
las tropas chinas. Pero no dimos crédito a ninguna de aquellas
historias.
De Shigatse a Lhasa había diez días de viaje.
15
LA CIUDAD DE LOS DIOSES
Llegamos a Lhasa al atardecer, el 17 de mayo de 1892. Al torcer la
última curva del camino de peregrinos que viene desde Gyangtse,
apareció ante nosotros por primera vez el gran Palacio Potala. Este
se alzaba sobre los verdes campos de cebada del valle de Kyichu
(Río Feliz).
La construcción del Palacio Potala se inició en el año del Pájaro
de Agua (1645), bajo el gobierno del quinto Gran Lama, o
Dalai-Lama, para referirnos a él con su verdadero título. Hay indicios
que sugieren que la construcción central, el «Palacio Rojo», ya
existía desde el siglo vil, en tiempos de los antiguos reyes tibetanos.
El edificio lleva el nombre del monte Potalaka, al sur de la India, una
de las montañas sagradas del dios hindú Shiva. Sin embargo, los
budistas creen que la montaña está consagrada a Avalokitesvara, el
Buda de la Compasión, y aseguran que es el Gran Lama en su
forma divina. El Palacio Potala sería una construcción imponente en
cualquier gran metrópolis del mundo, pero en el paisaje inhóspito y
salvaje del Tíbet, una creación tan monumental del ingenio y la
energía humana alcanzaba unas dimensiones impresionantes.
Solo un hombre blanco, Thomas Manning, la había visto hasta
ese momento[34]; y en nuestro Departamento, solo K.21 la había
visto antes que yo. Di humildemente las gracias a mi Creador por
concederme el privilegio de aquella visión. Observé que la escena
provocó en mis compañeros el mismo efecto. Tsering, Kintup y los
otros budistas desmontaron y se postraron en reverencia. Incluso
Gaffuru, un acérrimo mahometano, sintió la necesidad de dedicarle
un salaam. Los ojos del señor Holmes parecieron llenarse de una
felicidad serena al contemplar el palacio en la lejanía. Sus cejas,
siempre tensas por las constantes elucubraciones, se relajaron poco
a poco y permitieron que en sus labios se esbozara una sonrisa.
Todos los padecimientos y penurias del viaje parecieron
desvanecerse por arte de magia. Con ánimo y buen humor, nos
dirigimos hacia la ciudad sagrada.
Avanzamos por el camino de peregrinación y pasamos bajo una
alameda, junto a jardines y huertos —que abastecen los mercados
de Lhasa con verduras y frutas— y campos y tramos de tierra con
bosques frondosos. En el aire no había polvo, tan insoportable en
Shigatse; seguramente, se debía al conjunto de pantanos y
riachuelos, que proporcionaban a la ciudad una vegetación fresca y
exuberante. Aunque los arroyos están repletos de truchas gordas,
no se permite pescar, como tampoco se permite matar aves, ya que
podría matarse un alma humana transmigrada. Las orillas de estos
incontables arroyuelos forman un conjunto de flores silvestres, que
compiten entre ellas en vivos matices: potentillas, mayas moradas y
azules, ranúnculos, prímulas y campánulas. Valle arriba, se
extendían, como un mar, kilómetros de campos de cebada madura.
Los segadores ya habían iniciado su trabajo y cantaban con alegría;
las mujeres llevaban coronas de clemátides amarillas.
Pasamos junto a un reducido grupo de personas que celebraban
un funeral. El fallecido, un muchacho joven, era llevado en andas,
sentado y envuelto en una manta. Seguramente, lo conducían a un
cementerio fuera de la ciudad, donde sería despedazado, según
dictaba la truculenta tradición, para alimentar a buitres y cuervos.
Como Manning cuenta en los relatos de sus viajes, «no comen
pájaros, sino que dejan que los pájaros se los coman».
Entramos a la ciudad por la famosa puerta del oeste, que en
realidad es una enorme stupa, con un pasaje que la atraviesa. Junto
a nosotros iba un grupo de peregrinos bulliciosos, de la provincia de
Tsang, que ayudaba a desviar la atención de nuestra caravana.
Nuestro guía, Tsering, nos condujo a través de calles atestadas de
peregrinos, monjes, mendigos, villanos arrogantes y caballeros con
ropas de seda. Mujeres con tocados fantásticos pasaban montadas
a caballo, acompañadas de sus criados, mientras que sus hermanas
menos afortunadas iban a pie, algunas, con barriletes de madera
llenos de agua a cuestas. Los nómadas, vestidos con pieles de
cordero de la cabeza a los pies, iban cogidos de las manos por
precaución. Las mujeres de Khams, o del Tíbet Oriental, peinadas
con ciento ocho trenzas distintas, hacían girar grandes ruedas de
rezos de forma mecánica, según un devoto ritual. Los comerciantes
del Turquestán, de Bután, del Nepal, de la China y de Mongolia,
exponían en sus puestos una rica variedad de productos: té, seda,
pieles, brocados, turquesas, ámbares, corales, vinos y frutos secos,
y hasta simples agujas, hilos, jabones, telas de calicó, especias y
baratijas, que traían de los lejanos bazares de la India. Lhasa es una
ciudad que sorprende por ser tan cosmopolita, y a ella acuden
comerciantes y viajeros de todas partes, vide supra, como Armenia,
Cachemira o Moscú.
Finalmente, después de entrar y salir por calles estrechas y
callejones oscuros, llegamos hasta el muro elevado que rodeaba
una mansión. Tsering golpeó con el puño la sólida puerta de madera
y dio un grito para hacerse oír. Instantes después, la puerta se abrió,
y pasamos al interior de un gran patio. Cuando todos hubimos
entrado, la puerta se cerró rápidamente. Al señor Holmes y a mí nos
asignaron una habitación muy bien equipada, decorada al estilo
tibetano, con pinturas religiosas (thangka) y objetos rituales. El suelo
estaba cubierto de alfombras ricamente elaboradas, y divanes. Nos
sirvieron té y galletas con crema de chocolate de la marca
Huntley & Palmer.
Tsering fue a informar de nuestra llegada al secretario del Gran
Lama. Nos pidió que permaneciéramos en la casa y que no
saliéramos a la calle hasta que él regresara. De todos modos, el
señor Holmes y yo estábamos cansados, ya que empezamos a
notar el agotamiento del viaje. Después de darnos un baño caliente
y tomar una buena cena —que nos sirvieron unos criados
silenciosos y bien enseñados— nos acostamos a dormir. Las camas
eran blandas, las sábanas estaban limpias y los edredones
abrigaban. Como dice la expresión, dormimos como troncos.

Había terminado mis abluciones matutinas, cantado un corto himno


brahmo somajista (de carácter teísta) y metido en la boca la primera
areca del día, cuando el señor Sherlock Holmes apareció por la
puerta.
—¡Ah! Veo que ya está en pie, Hurree —dijo, risueño—. Es una
suerte, porque Tsering tiene algo que decirnos. Nos espera en el
comedor.
Tras tomar el desayuno, recompusimos nuestros disfraces y
seguimos a Tsering hasta el Norbu Lingka (Jardín de las Joyas), la
residencia estival del Gran Lama. Estaba a poco más de tres
kilómetros de la ciudad. Unos altos sauces flanqueaban el largo y
recto camino que conducía hasta el lugar. Durante los meses de
primavera y verano, el Gran Lama vive en este delicioso retiro
espiritual, desde donde dirige sus asuntos. Este lugar, en el que no
faltan jardines, lagos, una colección de animales exóticos,
pabellones y confortables edificios residenciales, es más agradable
y habitable que las frías y sombrías habitaciones del Palacio Potala.
El Jardín de las Joyas está rodeado por un muro elevado.
Llegamos a la entrada principal, que estaba vigilada por unos
soldados armados. Era evidente que nos esperaban, pues
enseguida aparecieron unos mozos de cuadra, que se llevaron los
ponis y nos instaron a entrar en el recinto. Pasamos por un delicioso
bosquecillo de coníferas y sauces, hasta llegar al centro del jardín,
donde se encuentran la residencia y el jardín privado del Gran
Lama. Estaban protegidos por un alto muro amarillo con dos
enormes verjas en la entrada, que unos monjes guerreros inmensos
custodiaban. Cruzamos la entrada, para entrar en un jardín
fabuloso, cubierto de árboles frutales y enebros retorcidos, propios
de un grabado japonés. Por todo el lugar había mastines tibetanos,
que tiraban de las cadenas a las que estaban atados; eran
espléndidos ejemplares de su raza. Un arroyo de agua clara
cintilaba a su paso entre los árboles, para afluir a un lago apacible,
cubierto de lotos. Extrañas aves de plumaje exótico revoloteaban
entre las ramas. Incluso había un papagayo verde de la India,
posado en la copa de un melocotonero, salmodiando con
solemnidad el mantra «Om Mani Padme Hum».
El palacio en sí era un edificio de dimensiones modestas,
adecuado para un entorno natural tan bucólico. Los monjes
guardianes nos hicieron pasar a un amplio salón con alfombras
suntuosas, de paredes cubiertas con murales sobre temas
religiosos, finamente elaborados. Sin embargo, los muebles eran
occidentales, y entre ellos había unas cómodas butacas y unas
mesas de estilo Regencia. En la sala se oía el segundero de un reloj
de similor ornamentado, colocado sobre un aparador de estilo Reina
Ana. Junto a este había, de pie, un hombre de baja estatura, vestido
con el hábito monástico, y con la cabeza afeitada, según prescribía
su orden. Al acercarse para recibirnos, y ver sus ojillos negros, que
tenían el típico epicanto[35], me percaté de que era corto de vista.
Llevaba unas gafas redondas de diseño chino, hechas de un bilaur
(o cristal) grueso. Tenía una voz aguda, aunque fuerte y clara.
—Bienvenido al Tíbet, señor Sherlock Holmes; y usted también,
babuji.
16
TÉ EN EL JARDÍN DE LAS JOYAS
Aquella revelación del secreto del señor Holmes me sobrecogió de
tal manera, que a duras penas oí las palabras del lama al darme la
bienvenida.
—Me lleva usted ventaja, señor —dijo Sherlock Holmes en voz
baja— en más de un aspecto.
—Debe disculparme. Soy el lama Yonten, Secretario Principal de
Su Santidad, el Dalai Lama. Por favor, por favor, tomen asiento.
Con un ademán, nos instó a sentarnos en las butacas revestidas
de brocado, y mandó llamar a los criados, que nos sirvieron té con
un juego de porcelana de la casa Crown Derby. Una vez los criados
salieron de la sala, el Lama reanudó la conversación:
—Seguramente se preguntará cómo conseguimos descubrir su
verdadera identidad. Hay una sencilla explicación, aunque quizá no
logre convencer a alguien que no comparta nuestra fe. Verá mucha
ignorancia y superstición en estas tierras, señor Holmes, pero aún
quedan algunos que poseen el poder del Tercer Ojo. El Gran Profeta
de Taklung, la «Profecía del Tigre», es uno de ellos. Su visión
interior traspasó la noche de los tiempos para encontrarle.
—Sabía que, últimamente, mi reputación se había visto
favorecida, gracias a los relatos animados que el señor Watson ha
hecho de mi trabajo, pero me sorprende que haya podido trascender
las leyes de la física…, aunque no deja de ser halagador. Aun así,
siempre queda la famosa lógica de Tertuliano, certum est quia
impossibile est —dijo el señor Holmes, encogiéndose de hombros.
El lama Yonten sonrió, y la piel del rostro se le arrugó como
cuero viejo.
—Señor Holmes, le aseguro que nadie en el Tíbet sabía siquiera
que existía, antes de que el Gran Profeta le descubriera en su
visión. De hecho, me sorprendió sobremanera que escogiera a un
chilingpa, un extranjero.
—¿Escoger? ¿Para qué?
—Para proteger la vida de mi señor, señor Holmes —dijo el lama
con naturalidad.
Se acercó a la ventana que había al fondo de la sala, descorrió
un poco las cortinas y nos hizo unas señas. Nos acercamos hasta
allí y, a través del cristal, vimos un jardín exquisito con animales
exóticos. Dos bellas gacelas, que pacían tranquilamente junto a un
argali (Ovis orientalis himalayaca), y unos almizcleros (Moschus
chrysogaster). Un camello lanudo (Camelus bactrianus) miraba
hacia arriba, a unos árboles abarrotados de loros, hermosos
baloncitos azules de Severtzoff (Leptopoecile sophice), paros de
colores y una especie de motacila de cabeza roja, que no supe
identificar. Unos cuantos monos —de una variedad sin rabo de
Bután— estaban sentados apaciblemente sobre las ramas,
espulgándose unos a otros. En la parte trasera del jardín, cerca de
los muros, había dos jaulas con los habitantes más feroces de aquel
zoo particular: dos leopardos dormidos, un panda rojo (Ailurus
fulgens), un tejón (en tibetano, dumba) y un enorme tigre de
Bengala, que se paseaba de un lado a otro, dentro de una jaula de
aspecto frágil, y rugía de vez en cuando, como si le inquietara estar
en cautividad[36].
Un muchacho de unos catorce años caminaba pausadamente
por un camino en dirección a las jaulas. Tenía el cabello muy corto y
vestía ropas monásticas rojas. La palidez de su piel le daba un
aspecto enfermizo, a diferencia de la mayoría de tibetanos, que
suelen ser más rubicundos. Pero sus ojos eran brillantes e
inteligentes, y se llenaron de afecto y dicha al dirigirse a los
animales. Estos también parecieron alegrarse de ver al joven
visitante, y hasta el tigre inquieto dejó de dar vueltas en la jaula y se
apaciguó.
—Es el Dalai Lama —dijo el lama Yonten, echando las cortinas
con delicadeza— la manifestación del Buda de la Compasión, el
Océano de Sabiduría, la fuente de toda la felicidad y prosperidad en
la Tierra de las Grandes Nieves. Pero en estos tiempos de tinieblas
que vivimos, los hombres malvados podrían conspirar para hacerle
daño.
—Le ruego sea más exacto con los detalles —dijo Sherlock
Holmes.
—Por supuesto, señor Holmes. Deberá disculparme si me
expreso con torpeza, ya que la historia es tan larga y compleja,
como triste. El Tíbet es un país pequeño y pacífico, y todo cuanto
sus habitantes desean es tener una vida tranquila y seguir las
nobles enseñanzas de Nuestro Señor Buda. Sin embargo, estamos
rodeados de naciones guerreras, de titanes poderosos y agitados. Al
sur está el imperio de los sahibs ingleses, que ahora gobiernan la
tierra de los shakyamuni, y, al norte, el Kesar de Oros, aunque, por
suerte, queda muy lejos.
»Pero al este se encuentra nuestro mayor peligro y nuestra peor
maldición, la China Oscura…, astuta, y ávida de tierras. No
obstante, pese a su codicia, es paciente y sutil. Sabe que una
conquista militar abierta del Tíbet solo despertaría la ira de las
muchas tribus tártaras, que son fieles al Dalai Lama, y siempre han
sido una amenaza para la propia seguridad de la China. Es más, el
propio emperador de la China es budista, como todos los manchúes,
y, al menos por conservar su propiedad, debe mostrarse amable y
cordial con el Dalai Lama.
»Pero lo que el Emperador no puede conseguir de forma
inmediata, intenta conseguirlo con intrigas. A lo largo de los últimos
años, por medio de sobornos, chantajes y asesinatos (perpetrados
con la intervención de su representante en Lhasa, el amban), el
Emperador ha conseguido acercarse a su objetivo poco a poco. El
actual amban de Lhasa, Su Excelencia, el conde O-erh-t’ai es, por
desgracia, no solo un hombre muy inteligente y peligroso, sino un
hombre muy astuto y persuasivo. Ha logrado llenar la cabeza del
regente del Tíbet, el lama encarnado del gran monasterio de
Tengyeling, con ideas sacrílegas y peligrosas.
—Que él, el regente, debe permanecer en el poder, incluso
cuando el joven Dalai Lama llegue a la edad legítima de asumir el
poder —intervino Sherlock Holmes.
—Exactamente, señor Holmes, y como el Dalai Lama ya ha
llegado a la mayoría de edad…
—Disculpe mi interrupción, Reverendo Señor —dije con docilidad
—, pero ¿Su Santidad no tiene solo catorce años?
—Así es, babuji, y casi todos los Dalai Lamas anteriores
subieron al trono a los dieciocho o diecinueve años. Pero, los años
no tienen nada que ver con la mayoría de edad. Ese gran
acontecimiento suele anunciarse con una señal, cuando el Templo
de Hielo de Shambala, que está enterrado bajo un glaciar, al norte,
se abre paso entre la inmensa capa de hielo. En el pasado, esto
siempre había ocurrido cuando los Dalai Lamas alcanzaban los
dieciocho años. Pero hace solo un mes, los «Guardianes del Templo
de Hielo» nos informaron de que el templo había vuelto a emerger.
El regente, con la ayuda de su aliado, el amban, no perdió tiempo en
reaccionar a esta amenaza inesperada para sus planes. Ordenaron
detener a dos importantes ministros del kashag, el gabinete; y
cuatro miembros del Tsongdu, el parlamento, fueron expulsados.
Dos de estos eran abades de los monasterios de Deprung y Sera.
Todos criticaban abiertamente las pretensiones del regente, y
habían declarado que el Dalai Lama, a pesar de su temprana edad,
debía subir al trono inmediatamente, como indicaba la señal divina.
—¿No se pudo hacer nada por evitar su encarcelamiento? —
pregunté amablemente.
—Ya hicimos lo que pudimos para evitar su ejecución —contestó
el Lama con un escalofrío—. El amban procuró invertir mucha
energía y mucho dinero para inventar pruebas y falsos testigos para
declararlos culpables. El regente se sirvió de su autoridad para
ejercer presión sobre los testigos, amenazándoles con condenarlos
por traición si no mantenían aquellas acusaciones falsas. Les faltó
poco para detenernos al primer ministro y a mí; y no sabemos
cuándo lo harán. Pero la vida de nuestro señor es lo más
importante, y creemos que vuelve a estar amenazada.
—¿Que vuelve a estar amenazada?
—Señor Holmes, las tres últimas encarnaciones del Dalai Lama
abandonaron esta tierra para subir a los campos del cielo, o, dicho
con otras palabras menos respetuosas, murieron, antes de alcanzar
la mayoría de edad…, todos ellos, bajo circunstancias sospechosas.
Al menos, sabemos que una de las muertes fue instigada por los
chinos, aunque, como siempre, no hay pruebas directas de su
complicidad. En todo caso, la confusión política y la inestabilidad a
las que han dado lugar estos tristes acontecimientos eran muy
ventajosas para la China, que ha ido aumentando su poder e
influencia en el Tíbet. Ahora tiene tanta influencia, que tenemos la
impresión de que podrían estar tratando de absorber todo el poder
de nuestro país, e interrumpir para siempre la suprema línea de
Dalai Lamas. Hay mentiras y profecías falsas, difundidas sin duda
por la legación china, que afirman que el Dalai Lama actual no
sobrevivirá a su mayoría de edad, y que será el último de su estirpe.
Por desgracia, estas sucias mentiras han ganado crédito, porque Su
Santidad es un muchacho enfermizo y acaba de recuperarse de una
grave fiebre. Los chinos también se han apresurado a advertir a los
ignorantes y supersticiosos que Su Santidad es el decimotercero en
la línea de encarnaciones.
—¿Y creen que tratarán de atentar contra su vida?
—Estoy seguro. Han oído al propio amban alardear de que la
vida del Dalai Lama está tan a salvo como la de un piojo aplastado
entre sus uñas. Hay un infiltrado en la legación china que me
proporciona información de lo que allí sucede. Por precaución, hago
probar la comida de Su Santidad dos veces. He doblado la guardia.
E incluso he ampliado el contingente de monjes guerreros para
custodiar los muros interiores.
—¿Y no cree que esas medidas son suficientes?
—No, señor —contestó el Lama en tono cansino.
Las arrugas del rostro parecieron acentuarse al dar la respuesta.
Con unos dedos nerviosos, toqueteaba una sarta de cuentas de
jade para calmarse.
—He dedicado la mayor parte de mi vida al estudio y la
meditación, y el primer ministro es un hombre muy anciano. Ninguno
de los dos estamos preparados para afrontar las intrigas del amban
y la conspiración traicionera del regente. Pero algo teníamos que
hacer. La vida de nuestro maestro está en juego. Por eso pedimos
ayuda en secreto al Profeta de Taklung. No es un simple adivino de
bazar, señor Holmes, sino un mahasiddha, un gran maestro de lo
oculto, cuya sabiduría trascendental no surge de su dependencia de
los dioses mortales, sino de su propia represión de la ilusión de la
dualidad y de su comprensión espontánea de la naturaleza esencial
del vacío primario. Él es la visión suprema.
—¿Y yo he sido recomendado? —dijo Holmes, algo
desconcertado.
—Así es, señor Holmes, y no quiero ni pensar qué haría el
regente si descubriera que he permitido entrar a un inglés en el país.
Pero si eso ha de salvar a mi señor, la visión del Profeta debe
cumplirse, aunque por ello tenga que pagar con mi cabeza.
Pese a la baja estatura y a la inquietud que mostraba, era obvio
que el lama Yonten era un hombre valiente. Yo esperaba que el
señor Holmes pudiera hacer algo para ayudarle.
Sin embargo, Sherlock Holmes negó con la cabeza y dijo con
tristeza:
—Señor, las pocas facultades que tengo se limitan a representar
a la justicia, y no veo cómo puedo ayudarle en este asunto. Usted
ha tomado todas las precauciones posibles para proteger a su
señor. Prueban dos veces lo que come para comprobar que no está
envenenado. Ha duplicado la guardia y ha ampliado el contingente
de…, hmm…, monjes guerreros para protegerlo.
—Pero el amban está al corriente de todas estas medidas —
protestó el lama Yonten—. Seguro que nos atacará con algo
inesperado. Por algo los habitantes de esta ciudad lo conocen como
el «Padre del Engaño»; le odian, y sus arrogantes esbirros nunca
pierden ocasión de humillar a un tibetano.
—¿Cuántos hombres…, soldados chinos, tiene para protegerse?
—No muchos. No más de doscientos. En realidad, no nos
costaría nada irrumpir en la legación china y acabar con todos ellos.
Pero entonces el Emperador tendría la excusa definitiva para enviar
sus tropas e invadirnos y someternos. Casi ocurrió algo así cuando
prendieron a los ministros leales al gobierno tibetano, ya que una
multitud se reunió frente a la legación para protestar contra la
intervención china en los asuntos del Tíbet. Tuve que enviar a los
guardias del palacio para dispersar a la muchedumbre, para evitar
que el amban ni ningún chino sufriera daño alguno. Fue una tarea
mortificante para mis hombres, y a pesar de que yo, como monje
budista, hice voto de no hacer daño a ningún ser sensible, no fue
fácil proteger a los malvados que pretendían perjudicar a mi señor.
—Pero ¿qué espera que haga yo, Reverendo Señor —dijo a su
vez Sherlock Holmes—, cuando sus propias manos están bien
atadas? Si hubiera tiempo para poder…
—Eso es lo de menos —interrumpió el Lama—, si los infiltrados
en la legación están en lo cierto. Hace dos semanas llegó a la
legación un palanquín a altas horas de la noche. El amban recibió
personalmente a su ocupante, y lo condujo hasta unas habitaciones
situadas en la zona posterior de la residencia. Mi informador no llegó
a ver al misterioso invitado, ya que se mandó a los sirvientes que se
mantuvieran alejados de las puertas de la entrada a su llegada.
También ordenaron, bajo pena de muerte, no acercarse nunca a
aquellas habitaciones. El misterioso invitado trajo consigo a sus
propios criados, hombres silenciosos y adustos, según me han
dicho, vestidos de librea negra. No sabemos quién es el hombre en
cuestión, pero me temo lo peor.
—¿Cree que podría ser un asesino a sueldo? —pregunté.
—Es posible. Mi informador oyó algo que dijo el amban al salir
de la habitación del visitante. El amban estaba exaltado de
entusiasmo, y al alejarse de la puerta, golpeó un puño contra la
palma de la otra mano y dijo ente dientes: «…, unos días más, y es
nuestro».
—Interesante —observó Sherlock Holmes—, pero siniestro, sin
duda. ¿Cuándo ocurrió exactamente?
—Hace solo dos días.
—Entonces, el amban podría actuar en cualquier momento, sea
lo que sea aquello que estén tramando él y el invitado nocturno. ¿Ha
consultado al eh…, Profeta de Taklung al respecto?
—No ha habido tiempo, señor Holmes. Hay cinco días de viaje
de aquí a la montaña del Cristal Azul, donde vive el Profeta; y no
puedo dejar solo a mi señor, ahora que el peligro es inminente. De
todos modos, es innecesario. El Profeta ha hablado, y usted, señor
Holmes, triunfará sobre el enemigo. Nunca he visto equivocarse al
Profeta en sus predicciones.
—Siempre hay una primera vez —suspiró Holmes con desánimo.
Permaneció en silencio, absorto en sus pensamientos, durante
un buen rato. Al fin, se inclinó hacia el Lama y le dijo con delicadeza:
—Le ruego que me disculpe, Reverendo Señor. No tengo
intención alguna de restar importancia a sus creencias, pero toda mi
carrera, toda mi vida, ha seguido los dictados de la lógica y la razón.
Por tanto, en este momento, no veo por qué iba yo a merecer su fe
en mi infalibilidad. La tarea que me pide implica demasiada
responsabilidad, es demasiado compleja, y dista mucho del ámbito
de mi experiencia, para poderla aceptar con la esperanza de que
será un éxito. De hecho, ahora parece que las cosas escapan a mi
control. Usted necesita un ejército, señor, no un detective asesor. Lo
lamento mucho, pero debo declinar esa responsabilidad.
El lama Yonten quedó abatido con la respuesta de Sherlock
Holmes. Debo reconocer que yo también quedé algo decepcionado
con mi amigo. Me había acostumbrado tanto a la fecundidad de su
genio, y a que su impresionante capacidad de observación y
concentración le permitieran afrontar cualquier problema, que había
pasado por alto sus limitaciones inherentes como ser humano. Ni
siquiera podía esperarse que el detective más importante del mundo
pudiera enfrentarse a las ambiciones de la China imperial sin la
ayuda de nadie.
El Lama se levantó de la silla, algo vacilante, y alzó las manos en
un ademán de resignación. A través del grueso cristal de sus gafas,
vi unos ojos tristes y cansados, aunque procuró que su tono de voz
no revelara la decepción que debía de sentir en aquel momento.
—En fin, señor Holmes. Veo que su rechazo es definitivo. Me
consta que es un hombre valiente y honorable, y que no se negaría
a ayudarnos si pensara que puede hacerlo de algún modo. Por
tanto, no trataré de hacer algo tan vulgar como ofrecerle dinero por
sus servicios, ni voy a hacerle perder más tiempo con los ruegos de
un viejo como yo. Me despido de ustedes. Que las Tres Joyas les
protejan en su viaje de vuelta a casa. Ahora, si me permiten, tengo
algunos asuntos que atender —dijo esto, e hizo sonar una
campanilla—. Tsering les acompañará hasta su residencia.
Nos despedimos de él. Cuando aquella figura menuda y alicaída
salió de la habitación para entrar en otra contigua, no pude evitar
sentirme desencantado con mi amigo por abandonar antes, siquiera,
de intentarlo. Debió de darse cuenta, ya que al descender el corto
tramo de escalera frente al palacio Holmes me comentó:
—Desaprueba mi falta de entusiasmo, ¿verdad?
—Oh, no, señor Holmes —me quejé—. Estoy seguro de que, ex
facto, su decisión es cien por cien acertada. Yo solo creía que, con
sus grandes facultades…, y ese amban sinvergüenza…, y como
casi me llegan a cortar la cabeza…
En ese momento Tsering bajó por las escaleras para unirse a
nosotros. Acababa de hablar con el lama Yonten, que le dio
instrucciones para informarnos de que ya habían empezado a hacer
los preparativos para nuestra vuelta a la India, aunque todavía
tardarían unos días en tenerlo todo a punto. Entretanto, debíamos
permanecer en nuestras dependencias, y evitar salir a la calle.
El trayecto a caballo, de regreso a la ciudad, fue taciturno.
Holmes iba delante, fumando en pipa, absorto en su reflexión. Yo
iba junto a Tsering, y trataba de mostrarme cordial, pero bien se dio
cuenta de que ocurría algo, bien el lama Yonten le había hablado de
la negativa de Holmes, pues la conversación no fue muy animada.
La cena tampoco fue precisamente alegre. El filete de yak con
col china y salsa de queso estaba delicioso, pero Sherlock Holmes
comió poco y conversó menos. Tras la cena, me retiré a mí
dormitorio y pasé una hora escribiendo el informe de la situación
política en Lhasa para el coronel Creighton, que tuve que entregar a
un comerciante newari, en el bazar Barkhor, situado en el centro de
la ciudad. Este lo llevaría a Darjiling y lo entregaría a un agente del
Departamento que habría allí. En el informe, no mencionaba nuestro
encuentro con el lama Yonten.
Me acosté y traté de dormir. Oí al señor Holmes pasearse por su
habitación, la inmediata a la mía. Exactamente, daba seis pasos, se
detenía, daba media vuelta (se oía un ligero arrastrar de pies), y
volvía a andar seis pasos, daba media vuelta (volvía a oírse el
arrastrar de pies), y así sucesivamente. Sobre la vuelta que hacía
once, me quedé dormido.
Y MÁS ALLÁ
17
ESPADAS VOLADORAS
Una mano me sacudió con fuerza de un hombro y me despertó de
un sueño profundo.
—¿Qué…? ¿Quién?
Parpadeé para despabilarme y vi que aún era de noche. El
resplandor de la vela que Sherlock Holmes sostenía iluminaba el
gesto de preocupación de su rostro, que me dijo enseguida que algo
ocurría.
—Vamos, Hurree —me instó—, ha empezado el juego. ¡No diga
ni una palabra! Vístase y venga.
—¿Qué pasa, señor Holmes? Pero ¿qué…? —intenté preguntar,
pero ya había salido de la habitación.
Hice lo que se me había ordenado y estuve listo en un periquete.
Crucé corriendo la sala de estar, atándome a la vez las orejeras
de la vieja gorra de conejo bajo la barbilla. Salí al patio, donde unos
sirvientes ensillaban nuestros ponis sin perder un minuto. En unos
instantes, el señor Holmes, Tsering y yo íbamos montados en
nuestros corceles, y salíamos por la verja principal, con el tibetano a
la cabeza, para guiarnos a través de las calles oscuras y desiertas.
No entendía por nada del mundo qué estaba ocurriendo. Hice un
intento de preguntar al señor Holmes, pero era difícil plantear una
pregunta cabalgando en fila india, entre estrechos callejones.
Además, no quería cometer la indiscreción de gritar. Una vez en las
afueras de la ciudad, podíamos cabalgar uno junto a otro, de
manera que pensé que era una buena ocasión para preguntar al
señor Holmes a qué se debía aquella excursión nocturna. Pero
apenas había empezado a acercarme a su poni, llegamos a la
Puerta Oeste de la ciudad y emprendimos, al galope, el camino de
tierra que llevaba al Jardín de las Joyas, de modo que fue imposible
tratar de mantener una conversación en aquel momento.
El brillo de la luna de verano nos iluminó el camino desde un
cielo con nubes dispersas.
Tras un trayecto intenso de unos veinte minutos, llegamos a la
entrada principal del Jardín de las Joyas.
Dos soldados con los rifles levantados salieron corriendo del
puesto de guardia y nos dieron el alto. Tsering se apresuró a
desmontar e identificarse. También hizo preguntas, aunque no oí
bien qué dijo exactamente, ya que habló muy bajo.
—Pero es muy tarde —contestó uno de los soldados—. Se habrá
retirado a sus aposentos hace horas.
—… y ahora no podemos molestarle —dijo el otro soldado.
Sherlock Holmes desmontó y se acercó a ellos.
—En estos instantes —dijo en tono grave—, la vida del Gran
Lama corre un terrible peligro. Es de vital importancia encontrarnos
con el lama Yonten.
—Pero nosotros cumplimos órdenes —replicó uno de los
guardias, algo afectado por la solemne declaración del señor
Holmes—. No podemos abandonar el puesto.
—Una conducta digna de elogio —dijo a su vez Holmes con
sorna—, pero no cabe duda de que uno puede vigilar la entrada
mientras el otro va a buscar al lama Yonten.
—Bueno, no sé, señor —dijo el soldado, rascándose la cabeza,
desconcertado.
—Si algo le ocurre al Gran Lama, les haré responsables a los
dos —amenazó Sherlock Holmes con aquella austeridad y
autoridad, típica de él, que puso nerviosos a aquel par de ingenuos
—. Vamos, muévanse —les instó.
Desconcertados y vacilantes, abrieron de mala gana una
portezuela de la verja principal. Uno de los soldados entró al recinto
a través de ella y desapareció en la oscuridad.
Esperamos. Sherlock Holmes extrajo una linterna sorda de su
alforja y la encendió. Luego, cerró la tapa y me la pasó. No emitía
luz alguna, pero el olor del metal y el aceite calientes me dijo que
estaba lista para usar.
—Téngala a mano. Puede que necesitemos usarla en algún
momento.
Sherlock Holmes andaba de un lado a otro con impaciencia,
conteniendo su frustración, y de vez en cuando lanzaba las manos
al aire, como si le irritara la inactividad. Por fin, al cabo de unos
quince minutos, la verja se abrió, y la pequeña figura del Secretario
Principal apareció ante nosotros, bajo un manto, acompañado del
soldado y un monje guerrero gigantesco.
—Señor Holmes, qué sorpresa… —dijo el lama Yonten.
—Reverendo Señor —interrumpió Holmes—, no tenemos tiempo
que perder. Temo que Su Santidad está a punto de ser atacado.
El lama miró a Sherlock Holmes de una forma extraña. No era
una mirada de desconcierto ni de perplejidad, sino más bien de
aturdimiento; pero, al fin y al cabo, una mirada tranquila y satisfecha.
—Entonces, hay que tomar medidas —dijo con firmeza—. ¿Qué
hemos de hacer, señor Holmes?
—Deprisa, síganme —nos acució Sherlock Holmes, que salió a
toda prisa al Jardín de las Joyas.
No cabía duda de que el señor Holmes era un corredor veloz, y
todos hicimos cuanto pudimos para alcanzarle. El muro interior nos
permitió hacer una breve pausa, ya que el lama Yonten tuvo que
ordenar que abrieran las verjas. Entramos y emprendimos la carrera
de nuevo, a través de los jardines oscuros. Debo confesar que
tropecé varias veces, pero me levanté lo bastante deprisa para
seguir detrás del señor Holmes. Este debía de tener la vista de una
pantera, para ser capaz de correr hacia el edificio del palacio sin
tropezar en la oscuridad. Una vez allí, se detuvo un momento en la
puerta para esperarnos. Tan pronto llegué, me arrancó la linterna de
las manos y entró en el palacio. Cruzamos corriendo el vestíbulo y
salimos a un pasillo con puertas a los lados.
—Esta es la cámara de Su Santidad —susurró el lama Yonten,
señalando la segunda puerta a la derecha.
Pero Holmes no pareció haberle oído, ya que cruzó el pasillo a
zancadas, hasta la quinta puerta de la izquierda, frente a la que se
detuvo para levantar la pantalla de metal de la linterna, y sacar el
revólver que guardaba en una petaca, bajo su manto ladakhi.
Entonces, con una señal, me instó a abrir la puerta. Me apoyé sobre
esta con un poco de aprensión.
La puerta se abrió con pesadez, debido a las toscas bisagras de
hierro forjado. Un rayo de luz de la linterna penetró en la oscuridad
de la habitación, para iluminar un rostro rojo y espantoso, con una
boca distorsionada y unos largos colmillos blancos. Di un respingo.
De hecho, casi solté un grito, pero lo reprimí a tiempo, para darme
cuenta de que la espantosa aparición no era más que el ídolo de un
yidam, una deidad iracunda del panteón lamaísta. Era evidente que
estábamos ante una capilla. El señor Holmes no mostró ni un atisbo
de sorpresa, y mantuvo la luz de la linterna sobre el ídolo. Luego,
lentamente, desplazó el haz de luz por toda la habitación, y alumbró
otras imágenes de deidades tántricas, budas y bodhisattvas
pacíficos, que, con el silencio y la penumbra de la capilla, parecían
estar vivos. El aroma penetrante de incienso de eneldo acentuaba el
misterio del lugar.
El haz claro y resplandeciente de la linterna se posó sobre la
imagen de una divinidad (o quizás un demonio) ataviada de negro,
que sostenía dos espadas cortas, una a cada mano. Tenía la cabeza
cubierta con un pañuelo negro, entre el que solamente asomaban
un par de ojos oscuros y siniestros, que relucían como feldespatos.
Entonces, parpadearon.
—¡Caramba! —exclamé.
—¡Cuidado! Va armado —gritó Holmes, que apuntó con el
revólver cuando la figura se lanzó hacia nosotros para atacarnos.
Casi con la misma rapidez, otra figura, nuestro monje guerrero,
dio un salto adelante para enfrentarse al atacante. El monje también
había desenvainado su arma —una pesada pieza de hierro, como
una llave grande, suspendida a un extremo por una correa de cuero
—, que hizo girar ante él con la destreza e infalibilidad de un
experto. Los dos protagonistas de la escena entablaron una lucha
entre alaridos salvajes. Durantes unos minutos, hubo una refriega
confusa de brazos, piernas y destellos de armas. Solo con la luz de
la linterna, era difícil seguir con claridad el curso de la lucha.
El pandemónium despertó a más guardias y sirvientes, que
fueron llegando al corredor entre gritos, con velas y lámparas. El
relativo resplandor de las luces colectivas pareció turbar al intruso
enmascarado.
De súbito, empezó a blandir la espada con movimientos
perversos, que hicieron retroceder al monje guerrero. El intruso
aprovechó la ocasión. Corrió hacia la ventana abierta que había a
un lado de la habitación y saltó a través de ella; debía de ser la
misma ventana por la que había entrado.
—¡Tras él! —gritó Holmes.
Sin vacilar, el monje guardián saltó por la ventana, seguido del
señor Holmes y de mí mismo, a la zaga. No soy una persona muy
ágil, debo reconocerlo, es cierto que tropecé con el alféizar y caí
sobre un arriate de rosas con bastantes espinas. Pero me puse de
pie enseguida y salí corriendo, detrás del señor Holmes. Era casi
imposible ver nada con claridad en aquella oscuridad infernal, pero
de vez en cuando alcanzaba a ver la figura del señor Holmes
corriendo, de modo que pude seguirle entre la maraña de árboles y
arbustos. Entonces, la sombra del muro del jardín surgió de la
oscuridad, y vi al señor Holmes correr hacia él…, ¡y desaparecer!
Al llegar a la parte del muro donde había desaparecido Sherlock
Holmes, encontré una pequeña puerta de madera gruesa. Al ver que
estaba abierta, entré a toda prisa. Cuando pasé al otro lado, la luna
salió entre unas nubes, y la luz me permitió ver que estaba en una
parte del recinto cerrado del palacio, en un descampado, quizá la
parte posterior del Jardín de las Joyas. Gracias a la tenue luz de la
luna, vi con claridad al monje guerrero y al señor Holmes pisándole
los talones al intruso de negro, que se dirigía hacia un puentecillo de
piedra que había sobre un arroyo. Junto al puente, seis figuras de
uniforme cargaban con un palanquín.
El intruso corría más deprisa que nunca. Cogió las dos espadas
con la mano izquierda, y con la derecha, extrajo un objeto tubular de
entre sus ropas, y lo sostuvo ante sí, como si lo quisiera dar a
alguna de las figuras que lo esperaban.
—¡Detenedle! —gritó Holmes, con el revólver a punto para
disparar.
Pero el valeroso monje guerrero volvió a anticiparse, e hizo girar
el arma con rapidez sobre su cabeza, para lanzarla al intruso. El
arma cruzó el aire zumbando, y golpeó al fugitivo de lleno en la
cabeza con un crujido seco. Se desplomó de una vez, como bosta
reciente de búfalo. Las dos espadas cayeron al suelo con un sonido
metálico, y el cilindro blanco cayó rodando de su mano sin vida. Era
un pergamino enrollado, o algo parecido.
Sherlock Holmes corrió a recoger el objeto. Justo entonces,
apareció una mano pálida y enfermiza de entre las gruesas cortinas
que cubrían los lados del palanquín. La mano trazó en el aire una
señal extraña, como un pase que haría un jadoo wallah de los que
hay en los caminos, y —que me reencarne en un baluchi barbudo si
miento— el rollo se alzó del suelo, quedó suspendido en el aire un
instante y voló hasta el palanquín, directo a la mano delgada y
nudosa que lo esperaba. Esta agarró el rollo, se retiró al interior del
palanquín, y las cortinas se cerraron. Desde el otro lado de las
cortinas, se oyó una voz débil, como un lamento, que debió de dar
una orden, ya que los hombres uniformados cargaron a hombros la
litera cubierta, y se dispusieron a partir.
Sin duda, el monje guerrero era un tipo con un profundo sentido
del deber, ya que no vaciló en lanzar su arma para interceptar al
grupo de prófugos. La mano delgada volvió a aparecer de entre las
cortinas y trazó en el aire otros pases extraños. Como si hubiera
dado una orden, las dos espadas que había en el suelo se alzaron y
quedaron suspendidas, moviéndose de un lado a otro, como la
aguja de una brújula gigantesca que busca el Norte. De repente,
apuntaron hacia nosotros y quedaron inmóviles. En un instante,
salieron disparadas como dos flechas.
Una de ellas se lanzó hacia el monje. La otra fue directa al señor
Holmes. Este alzó la mano derecha para protegerse. En el último
momento, la espada pareció desviarse un poco, le dio en el hombro
derecho y se hundió en el tronco de un árbol que había tras él. El
señor Holmes soltó el revólver con un grito. Acudí en su ayuda, para
reanimarlo, pero entonces advertí que la primera espada se había
clavado en medio del pecho del monje; lo había atravesado como a
un espécimen de lepidóptero.
Por un momento, me quedé paralizado de terror e indecisión,
pero luego me di cuenta de que el palanquín desaparecía en la
oscuridad, al otro lado del puente. Me apresuré a recoger el revólver
del señor Holmes y disparé varias veces al enemigo. Obviamente,
fue un intento inútil, sobre todo, dada mi incompetencia con las
armas. Pero, al menos, la detonación sirvió para llamar la atención
de Tsering y los demás —que se habían perdido por el parque—,
pues enseguida acudieron a ayudarnos.
—¿Qué ha ocurrido…? —gritó Tsering, mirando a su alrededor
—. Señor Holmes, le han herido.
—No es más que un rasguño, amigo —dijo Holmes,
apretándose, dolorido, el brazo derecho, que no parecía tener tan
buen aspecto como él decía—. Pero ¿y él, cómo está…, el monje?
El monje guerrero —un tipo valiente— estaba muerto. La espada
le había atravesado el corazón. Pero su muerte fue, en parte, una
venganza, porque el intruso enmascarado, según supimos luego,
estaba muerto. El monje había lanzado con tal fuerza el arma, que
el golpe que le asestó le había aplastado la parte anterior de la
cabeza. Tsering retiró el pañuelo negro que cubría la cara del
asesino muerto.
—¿Ve estas marcas de fuego que tiene en el cráneo, señor
Holmes? —dijo Tsering, con la luz de la linterna sobre la cabeza
afeitada del muerto—. Indican que era un monje chino.
—Hmm…, sí. He oído que algunos monasterios de la China
enseñan a los miembros de su orden a ser asesinos, en vez de
santos —comentó Sherlock Holmes, algo abstraído.
Entonces, una punzada de dolor le llevó a agarrarse el brazo con
fuerza y dijo, apretando los dientes:
—Pero estamos perdiendo un tiempo valioso. Hay que ir tras el
palanquín.
El señor Holmes explicó a Tsering que la extraña persona que
había en el palanquín se había llevado el objeto cilíndrico, y dio
instrucciones a Tsering de ordenar a algunos guardias que lo
siguieran.
—…, hace pocos minutos que se ha ido, así que no será muy
difícil alcanzarle. No os acerquéis demasiado. Y, si apreciáis
vuestras vidas, no intentéis detenerlo ni apresarlo. Solo quiero saber
hacia dónde se dirige.
Dicho esto, Tsering se marchó con dos soldados, mientras otros
guardias se llevaban los cuerpos. La herida del señor Holmes
empezaba a sangrar con profusión, y tenía el rostro pálido y
cadavérico.
18
EL MANDALA DESAPARECIDO
El lama Yonten enseguida hizo llamar a un monje médico, que lavó
la herida del señor Holmes, y la untó con un bálsamo aromático de
hierbas. Los sirvientes trajeron té caliente y algunos refrigerios, que
agradecimos, después de aquella aventura agotadora. Mientras
recibía atención, el señor Holmes explicó al lama los sucesos
extraños del puente. Pareció inquietarse mucho al saber lo ocurrido.
—Es terrible; terrible —dijo el lama, moviendo la cabeza de un
lado a otro—. Pero, al menos, de momento, han evitado un mal
inimaginable y una catástrofe nacional.
—¿Su Santidad se encuentra bien? —preguntó el señor Holmes.
—Sí. Acabo de estar en su cámara. No ha sufrido ningún daño.
Por suerte, el asesino debió de equivocarse y, en vez de entrar en
su cámara, entró en la capilla de Su Santidad.
—Hmm…, tal vez —dijo Sherlock Holmes, en tono especulativo
—. Aunque esa podría haber sido su intención desde el principio.
—¿Qué quiere decir? —preguntó el lama, desconcertado.
—Verá, cuando perseguía al intruso, vi que tenía algo en la
mano, que trató de entregar a quien iba en esa litera cubierta,
quienquiera que fuera.
—Yo también lo vi, señor —me atreví a decir—. Parecía un
manuscrito enrollado, o un pergamino.
—Exactamente. De modo que no sería descabellado pensar que
lo encontró en la capilla. Y, como el intruso no me pareció un ladrón
accidental, era razonable concluir que aquel hombre había entrado
en la capilla intencionadamente, con el fin de robar el rollo.
—Así que, ¿cree que no tenía intención de cometer un
asesinato? —preguntó el lama.
—No podría afirmarlo con certeza —respondió Holmes,
encogiéndose de hombros—. Claro que debo decir que, a un intruso
semejante, armado con dos magníficas espadas, no se le pueden
atribuir buenas intenciones. Pero, teniendo en cuenta lo ocurrido,
parece ser que su intención principal no era matar, sino hurtar un
objeto de la capilla.
—Bueno, no será difícil comprobarlo —dijo el lama Yonten—. El
encargado principal de la capilla está arreglando el desorden. Él nos
dirá si han robado algo. Le haré llamar.
Hizo ademán de coger la campanilla, pero Sherlock Holmes alzó
la mano.
—Quizá sería más provechoso que fuéramos y miráramos
nosotros mismos.
—Pero ¿y su herida, señor Holmes?
—Un simple rasguño. No me impide andar.
—Muy bien —asintió el lama.
Holmes se levantó del diván, con un ligero gesto de dolor. Fui a
ayudarle, pero me hizo una señal para que me apartara.
La capilla, esta vez bien iluminada por las lámparas de aceite
que llevábamos, aún presentaba cierto desorden, a pesar de que
unos monjes seguían trabajando para ponerlo todo en su sitio. Uno
de ellos —un anciano arrugado y desdentado, con una escasa
barba gris, de ojos rasgados y bizcos y mejillas hundidas— estaba
claramente consternado.
—Oh, es terrible…, oh…, oh… —gemía, con los restos de un
exquisito jarrón Ming esmaltado en las manos—. ¿Cómo voy a
arreglarlo todo para el oficio de mañana?
—No te preocupes, kusho —dijo el lama Yonten—. Su Santidad
sabe que, gracias a tu buen trabajo, todo estará en orden. Dime,
¿falta algo?
—¿Si falta algo? —preguntó el monje, que alzó las manos y
siguió lamentándose—. ¡Oh! Aunque tuviera tantos ojos como el
demonio Za, sería imposible saberlo con este caos.
—¿Ha desaparecido algo de allí? —preguntó el señor Holmes,
señalando con el dedo un rincón de la pared del fondo.
—¿Dónde dice?
El hombre miró en aquella dirección, confuso. El señor Holmes
cruzó la habitación hasta allí y le indicó el lugar. El viejo dijo:
—Creo que había un…, ¿qué era? Ah, sí…, ahí había un
thangka colgado.
—¿De unos sesenta centímetros de alto y unos cuarenta y cinco
de ancho? —preguntó Holmes.
—¿Cómo sabía que…? —empezó a preguntar el lama Yonten,
maravillado, y luego rio—. Ah, señor Holmes, advirtió la
decoloración en la parte de la pared donde colgaba el pergamino.
—Así es, una observación cuidadosa es la base de toda
investigación.
—¿Qué thangka era? —preguntó el lama Yonten al viejo
encargado de la capilla.
—A ver… Sí, era el del Mandala del Gran Tantra de la Rueda del
Tiempo. Aquel tan antiguo.
—¿Era de mucho valor? —preguntó el señor Holmes.
—No tenía mucho valor material —contestó el lama—. Hay otros
como este. De hecho, puede encargarse a cualquier artista que
pinte uno igual por poco dinero. Pero este en concreto perteneció al
primer Gran Lama, o eso dicen, con lo cual es de gran valor
espiritual. Aun así, no acabo de entender por qué alguien iba a
arriesgar su vida para robarlo.
Al salir de la capilla, el lama Yonten se volvió hacia el viejo
encargado y le dijo unas palabras de consuelo y ánimo:
—No te preocupes. Puedes coger los jarrones y los objetos
rituales de la parte de atrás de la sala de actos para reemplazar a
los que se han roto. Todo irá bien.
Una vez sentados, de vuelta al salón, Sherlock Holmes encendió
la pipa y se dirigió al lama Yonten:
—¿Podría explicarme todo lo relativo al pergamino pintado? Mis
conocimientos de los simbolismos de su teología son muy limitados.
—Primero, señor Holmes, permítame explicarle en líneas
generales qué son los mandalas, antes de ponerme a hablar del que
nos concierne.
—Por favor, si es tan amable.
El lama tomó un pellizco de rapé de un frasco de jade y se limpió
la nariz delicadamente con un pañuelo amarillo de seda. Parpadeó
varias veces y procedió a dar una detallada explicación sobre este
insólito aspecto cosmológico y psicológico del budismo lamaísta. La
explicación del lama Yonten fue muy abstrusa, y una persona que
no está familiarizada con los principios lamaístas podría interpretarla
de forma incorrecta. Por tanto, me he tomado la libertad de dar una
versión más sencilla (y más científica) de lo que nos contó.
El mandala es un dibujo circular de muchos colores y formas
geométricas muy complejas. Esencialmente, es un mapa simbólico
del mundo; del mundo de la mente y la conciencia humana. Los
diversos círculos y cuadrados que lo componen representan los
distintos estados de desarrollo psíquico en el largo camino de la
ignorancia al conocimiento supremo. El centro del círculo es el
último estado, en el que reside un buda o bodhisattva, que
representa el objetivo final de la búsqueda espiritual.
El mandala que nos ocupaba era el del Gran Tantra de la Rueda
del Tiempo (en sánscrito, Sri Kalachakra). Este tantra era el más
complejo de todos estos sistemas ocultos, y se decía que había
llegado al Tíbet desde el reino legendario de «Shambala del Norte»,
en el siglo XI.
En el sistema del mundo lamaísta, Shambala se considerada
una tierra maravillosa, similar a la de Utopía de Tomás Moro, a la
Nueva Atlántida de Francis Bacon, o a la Ciudad del Sol de
Campanella, donde la virtud y la sabiduría habían creado una
sociedad ideal. Esta tierra fabulosa está considerada la fuente de
todas las ciencias ocultas supremas, con conocimientos científicos y
tecnológicos muy superiores a los de nuestro mundo. Las sagradas
escrituras del Tíbet vaticinan que, cuando las fuerzas del mal
esclavicen finalmente al ser humano, los Señores de Shambala
enviarán —en el Año de la Oveja de Agua del ciclo Vigésimo Cuarto
(el 2425)— su gran ejército para destruirlas. Tras esto, el budismo
volverá a florecer, y empezará una Era Perfecta. El lama Yonten,
claro está, creía de forma incondicional en este mito encantador, al
igual que el resto de tibetanos y mogoles.
Cuando el lama terminó de contar la historia, Sherlock Holmes
se estiró sobre su espalda en el diván y fijó la mirada en el techo,
meditabundo. Luego, volvió a incorporarse y preguntó:
—¿No mencionó ayer que el Gran Lama tenía intención de ir a
un templo lejano, para hacer un retiro espiritual?
—Sí, al Templo de Hielo de Shambala. Partirá dentro de una
semana.
—¿Este templo tiene alguna relación con el reino de «Shambala
del Norte» que acaba de describir?
—Seguramente sí, señor Holmes. El templo, que normalmente
está enterrado bajo el gran hielo, fue el lugar exacto donde el
mensajero de Shambala habló de la ciencia secreta de la Rueda del
Tiempo al primer Gran Lama. Desde entonces, es tradición que
todos los Grandes Lamas pasen un período de retiro espiritual antes
de subir al trono. Allí, mediante oración y meditación, establecen
una comunión cósmica con las fuerzas ocultas de Shambala, que
despiertan su poder y sabiduría latentes, de modo que les permitan
gobernar esta tierra sabiamente, y protegerla de las fuerzas
oscuras.
—¿Y los últimos tres Grandes Lamas, que murieron antes de
alcanzar la mayoría de edad? Supuestamente, no llegaron a ir a
este templo.
—Ay, no. Las maquinaciones de los abogados del mal y la
presión de la China se lo impidió. Ahora es sumamente importante
que no ocurra nada que impida a Su Santidad ir al Templo del Hielo
a meditar.
—¿Y luego?
—Nuestro trabajo habrá terminado, señor Holmes; el suyo y el
mío. Entonces, el asunto ya no estará en sus manos.
El lama Yonten dirigió una mirada miope hacia la puerta, que
estaba justo detrás de mi diván.
—¿Eres tú, Tsering?
—Sí, Honorable Tío.
—Pasa. Pasa y siéntate.
Me di la vuelta y vi a Tsering junto a la puerta. De modo que era
sobrino del lama Yonten. Ello explicaba la deferencia que había
mostrado con él el gobernador de Tholing. El lama había tenido la
prudencia de encargar a una persona próxima a él, con la que
tuviera una relación de sangre y de confianza, el cuidado de los dos
invitados extranjeros que podían comprometerlo. Tsering se sentó
en un diván bajo, junto al lama, y se tomó de un trago un cuenco de
té que le había servido un monje criado.
—¿Y bien? —dijo Holmes, al tiempo que Tsering dejaba el
cuenco de té sobre la mesa.
—No fue difícil perseguirles, señor —dijo Tsering, limpiándose
los labios con el dorso de la mano—. Y tuvimos cuidado de no ser
vistos, como usted nos dijo. Salieron de la ciudad, para tomar el
camino de Lingkor[37], al sur de la Colina de Hierro. Avanzaron en
dirección este, siempre por callejones, hasta llegar cerca del
caravasar Kashgar, que bordearon, para entrar en el edificio del
yamen, la legación china.
—¿Está seguro? —preguntó el lama Yonten con inquietud.
—Estoy completamente seguro. Se abrieron las verjas de la
entrada principal de la legación, y el propio amban les esperaba con
sus guardias y criados. Todos hicieron una gran reverencia cuando
el palanquín entró en el recinto.
—¡Entonces es él! —exclamó el lama Yonten, que se puso
blanco como el papel, y le empezaron a temblar las manos.
—¿Quién? —preguntó Holmes.
—El misterioso invitado que ha llegado a la legación china, la
persona que estaba en el palanquín e hizo volar las espadas, el
poder ante el que el mismo amban debe inclinarse. Es él. ¡El Ser
Oscuro!
—¿El Ser Oscuro? —repitió Holmes con incredulidad, enarcando
una ceja.
—Ha vuelto de la oscuridad remota para volver a acabar con
nuestro señor otra vez, como hizo dieciocho años atrás.
—Reverendo Señor —dijo Holmes, desconcertado—, hasta aquí
llegan los límites de mi investigación sobre los asuntos de este
mundo. Como he tenido ocasión de señalar, lo sobrenatural no es
de mi competencia.
—Oh, no, señor, el Ser Oscuro es una persona viva, se lo
aseguro. Se le llama así porque se alejó de la luz de la Noble
Doctrina y distorsionó conocimientos sagrados para satisfacer su
codicia y ambición. Es una historia tétrica y siniestra, pero es
importante que la conozca, y desde el principio.
»La Escuela de Ciencias Ocultas de Lhasa es la institución más
importante sobre conocimientos y costumbres ocultas que hay en el
Tíbet. Se admiten a pocos alumnos, solo a los mejores de las
universidades monásticas, y no sin antes superar unas pruebas
rigurosas. Cada doce años, cuando el calendario de los doce
animales da la vuelta completa, el colegio convoca un importante
examen. El año del Mono de Agua (1873), salieron del colegio dos
de los mejores maestros de las ciencias ocultas que ha tenido el
país en más de cien años, desde que el Yogui Risueño del Pico del
Buitre Gris cubrió los campos de cebada con su mano, y los salvó
de una tormenta de granizo.
»Se les concedieron grandes honores. El propio Gran Lama —el
XII niño sagrado— estuvo presente en los exámenes finales, y más
tarde los invistió (con sus propias manos sagradas) con las capas
blancas de la maestría oculta. Su fama se extendió más allá de las
fronteras de la Tierra de las Grandes Nieves, incluso llegó a la corte
del emperador de la China; y fueron invitados a Pekín para ofrecer
sus servicios para el bienestar del Emperador y sus súbditos, y para
proteger sus ríos y montañas.
»Fue allí, señor Holmes, cuando unos ministros demoníacos del
Emperador atrajeron a uno de ellos al camino del mal. Con su
astucia consiguieron llenar su mente de indecencia y abominación, y
hasta le inculcaron una ambición tan inconcebible como arrebatar el
trono al Gran Lama y gobernar el Tíbet. A su regreso a Lhasa,
ambos recibieron la invitación correspondiente a la corte del Gran
Lama. Con la astucia de una serpiente, el Ser Oscuro consiguió
ocultar sus viles intenciones a casi todo el mundo, pero no se dio
cuenta de que había despertado la sospecha de su compañero, el
Gangsar trulku, el antiguo abad de un pequeño monasterio en el sur
del Tíbet. En la China, este astuto lama ya había percibido un ligero
cambio en la conducta del Ser Oscuro, que le inquietaba.
»En la víspera de la Fiesta del Gran Año Nuevo, entre el ajetreo
de los preparativos de las ceremonias, el Gasar trulku vio al Ser
Oscuro entrar en la capilla del Gran Lama —la misma en la que
entró el asesino de anoche— y arremeter contra Su Santidad con
una espada. El leal trulku corrió a ayudar a su señor, pero llegó
demasiado tarde. Entabló un valiente forcejeo contra el Ser Oscuro,
y perdió la vida. Pero esta encarnación del mal sufrió las
consecuencias de su acto cuando el Gran Maestro del Colegio de
las Ciencias Ocultas entró en escena. Antes de que el Ser Oscuro
volviera a atacar, el Gran Maestro lanzó contra él una corriente de
energía mental, que casi lo aniquiló. Destrozó parte de su mente, y
perdió la memoria y casi todos los poderes que tenía. Fue
encarcelado en una de las mazmorras más profundas de Potala. Sin
embargo, el amban, por orden de la corte imperial de Pekín, y
mediante sobornos y coacciones, logró liberarlo en secreto, y
sacarlo del país de forma clandestina. Desde entonces, no sabemos
qué fue de él, porque la distancia debilita las ondas telepáticas. Es
posible que haya recuperado parte de sus poderes, y haya creado
una pantalla mental.
—¿Cómo puede estar seguro de que es él?
—No lo estoy, señor Holmes, al menos, no del todo. Pero siento
su presencia. Lo que me contó de las espadas que volaban es algo
propio de él.
—¿A qué se refiere?
—Una espada voladora atravesó al Gangsar trulku por detrás
mientras luchaba con el Ser Oscuro.
Pese a haber presenciado una cosa así aquella noche, mi
educación científica se resistía a aceptar una magia tan
supersticiosa sin, al menos, aducir una explicación científica a un
fenómeno aéreo tan poco habitual.
—El poder de la mente humana es ilimitado, babuji —intentó
explicarme el lama Yonten—. Las únicas barreras que impiden
aplicarlo son nuestra propia ignorancia y apatía. Aquí, en el Tíbet,
con meditación y ejercicios de yoga, los maestros preparan la mente
para concentrarse, aprovechando el potencial ilimitado de esta para
dar muerte al demonio del ego, la fuente de todo nuestro sufrimiento
y dolor.
—… y para hacer volar espadas —dijo Holmes con sorna.
—El poder de la mente es energía pura y, por tanto, es neutral
en esencia: ni bueno, ni malo. Por ello, antes de permitir que un
novicio sea instruido en las ciencias ocultas, con estudio y reflexión
le inculcamos un afán altruista verdadero en la búsqueda de estos
poderes. Esta instrucción de motivación raras veces ha fallado.
—Como en el caso del Ser Oscuro —dijo Holmes.
—Por desgracia, así es.
Sherlock Holmes se puso la pipa en la boca y miró a lo lejos con
aire pensativo durante un par de minutos. Luego se volvió hacia
nosotros y dijo:
—Supongamos que nuestro amigo misterioso del palanquín es el
mismo «Ser Oscuro» que mató al XII Gran Lama; entonces, el robo
del pergamino empieza a adquirir tintes más siniestros.
Holmes miró al lama Yonten con una expresión grave.
—Debe de estar en un error, Reverendo Señor. Ese pergamino
ha de tener algo fuera de lo común.
—Quizá robaron la pintura con el fin de perturbar el retiro
espiritual en el templo que el Gran Lama tiene previsto —dije,
aventurando otra hipótesis—. ¿Necesita, por ventura, el dibujo del
Mandala para sus meditaciones?
—Sí, babuji —respondió el lama Yonten—, pero no tiene por qué
ser el mismo. Cualquier copia idéntica valdría. El Mandala solo sirve
de guía al meditador, para que proyecte su energía psíquica por los
canales correctos durante las meditaciones. De hecho, en el propio
Templo de Hielo hay un enorme mandala de piedra, uno
tridimensional, del tantra de la Rueda del Tiempo. Es más que
suficiente para los ejercicios mentales de Su Santidad.
—Entonces, la conclusión lógica es que el que han robado esta
noche ha de tener algo especial —dijo Sherlock Holmes, con
irritación.
—Así es, señor.
El muchacho que habíamos observado el día anterior jugando en
el jardín con los animales estaba de pie, solo, en medio del pasillo.
Llevaba el cuerpo cubierto con una capa granate, como la del lama
Yonten. Este y Tsering se pusieron en pie al instante. El señor
Holmes y yo los emulamos.
—Su Santidad, debería estar en la cama —dijo el lama Yonten,
preocupado.
—¿Cómo voy a dormir con este jaleo? De todos modos, quería
ver a los extranjeros.
Se acercó a nosotros y nos observó con mucha curiosidad, pero
con una mirada amable.
—¿Usted es de la Tierra Noble (Aryavarta o la India)? —me
preguntó cortésmente con una voz aguda e infantil.
—Sí, Su Santidad. Soy de la provincia de Vangala (Bengala),
donde nació el gran sabio Atisha[38].
—Algún día, espero poder hacer una peregrinación a todos los
lugares sagrados de la Tierra Noble, cuando se hayan resuelto
todos los problemas actuales.
Entonces se volvió hacia Sherlock Holmes e inclinó la cabeza
una vez.
—Deseo darle las gracias, Honorable Señor, por salvarme la vida
esta noche. Hace un rato, el lama Yonten me ha dicho que, de no
ser por su vigilancia y valor, un asesino podría haberme… hecho
daño.
Al darse cuenta de lo que acababa de decir, pareció inquietarse,
pero su lado infantil se reafirmó, y volvió a mostrarse curioso y a
hacer preguntas.
—Pero usted no parece extranjero.
—Se supone que voy disfrazado de ladakhi —dijo el señor
Holmes con una sonrisa.
—Entonces, es mejor que diga que es medio kazakh. Eso
explicaría el tono claro de sus ojos.
—Su Santidad es muy observador —dijo Holmes—. Quizá por
eso ha visto algo especial en el thangka que han robado.
—Que yo recuerde, siempre ha estado colgado en la capilla.
Pero un día, un mono del jardín entró en la capilla y, aparte de
romper algunas cosas, hizo caer la pintura. Hice salir al mono de la
capilla y recogí el pergamino para colgarlo en su sitio, y entonces vi
algo escrito en el dorso.
—¿Algo escrito? —preguntó Sherlock Holmes con un dejo de
entusiasmo en el tono de voz—. ¿Qué decía exactamente?
—Había unas pocas líneas en que explicaban que el thangka
había sido un encargo de mi primer cuerpo, a su regreso del reino
de Shambala del Norte. Creo que eso es todo. No. Un momento,
también había unos versos extraños, compuestos por el mismo
Primer Cuerpo.
—¿Los recuerda?
—No. Solamente los leí una vez. Eran muy confusos, y no los
entendía. Es todo lo que recuerdo.
El muchacho debió de darse cuenta de la decepción que causó
con su respuesta, porque miró al señor Holmes con preocupación.
—¿Es muy importante? Me encantaría poder recordarlo.
Desearía poder ayudar.
—Su Santidad no debe preocuparse —dijo Holmes con
amabilidad—. Ya nos ha ayudado bastante al comunicarnos la
existencia de los versos.
—Sí, y el señor Holmes desconcertará a nuestros enemigos con
sus poderes, mi Señor —dijo el lama Yonten en un intento de animar
al muchacho, alicaído—. Ahora debe descansar. El Venerable
Médico Abad ha insistido en que debe hacer reposo absoluto para
recuperarse del todo de su enfermedad.
El lama Yonten miró al monje barbudo que había de pie en la
entrada.
—Venga. El Señor Chambelán le espera.
Todos hicimos una reverencia cuando el joven Gran Lama se
despidió con cortesía de nosotros y abandonó la sala con su
chambelán. No podía dejar de pensar en cómo, a pesar de su
enfermedad, podía ser un niño tan brillante e inteligente; un niño que
no se había malcriado con la superioridad de su posición única; un
niño amable y cortés, a pesar de la traición y la violencia que le
rodeaban. Me entristecí y me asusté al pensar en lo que aquel niño
tendría que afrontar muy pronto. Me pareció que Sherlock Holmes
pensaba lo mismo que yo, pues fijó la mirada al frente y quedó en
silencio, con una mueca adusta y pensativa, y los párpados caídos,
que daban a sus ojos un aspecto sombrío. El tictac del similor
llenaba el silencio de la habitación.
—¡Debemos recuperarlo! —exclamó Sherlock Holmes de
repente, golpeándose la palma de una mano con un puño.
—¿Qué? —dije, sorprendido.
—¿Se refiere al thangka, señor Holmes? —preguntó el lama
Yonten.
—Sí. Estoy convencido de que es el hilo suelto que aclarará el
misterio.
—Pero, señor, todo en este asunto es tan extraño y complicado
—dije.
—Por lo general —dijo Holmes—, cuanto más extraño es algo,
menos misterioso resulta ser. Los crímenes sin ninguna
característica especial son los más desconcertantes, igual que una
cara sin ninguna característica especial es más difícil de recordar o
de identificar.
—Pero ¿por qué iba a ser el pergamino la solución a este asunto
tan confuso?
—En el arte de la investigación, es fundamental saber distinguir,
entre diversos hechos, cuáles son incidentales y cuáles son de vital
importancia. De lo contrario, la energía y la atención invertidas se
disipan, en vez de concentrarse. Veamos, si por el momento
pasamos por alto todos los extraños sucesos de esta noche, incluso
la desventurada muerte del monje guerrero, nos queda el pergamino
pintado. Esta es la única causa en la que recae todo lo demás, por
extraño que sea.
—Pero ¿cómo lo va a recuperar?
—Es sencillo. Voy a entrar a hurtadillas en la legación china —
respondió Holmes con serenidad.
La respuesta me sobresaltó, aunque la inventiva y la audacia de
mi compañero me impresionaron.
—Pero, no puede hacer eso —se lamentó el lama Yonten.
—No veo por qué no. Considere el asunto desde el punto de
vista equitativo. Ellos entraron en la capilla del Gran Lama, de modo
que lo más justo y apropiado es devolverles el cumplido.
—¡Ah! Un quid pro quo, señor Holmes —dije.
—Exactamente.
—Si lo descubren, seguramente se producirá un violento
incidente diplomático —dijo el lama, muy nervioso.
—Bueno, ahora no podemos descartar del todo la posibilidad de
hacerlo, ¿no? Pero mírelo así. La única forma que tenemos de
descubrir los planes del enemigo es a través de ese thangka. De
modo que, bien evitamos cualquier posible incidente y esperamos a
que ataquen, o bien corremos el riesgo e intentamos frustrar sus
alevosos ardides.
—Entendido así, no veo que haya otra alternativa —dijo el lama
Yonten con desánimo.
—¡Excelente! —exclamó Holmes, frotándose las palmas de las
manos—. Bien, entonces, elaboremos la ejecución de nuestro plan.
El comentario del incidente diplomático me ha dado una idea. ¿Qué
ocurriría si divulgáramos los acontecimientos de esta noche?
—Habría disturbios frente a la legación china —exclamó el lama,
llevándose las manos a la cabeza, horrorizado.
—Exacto. Y eso haría que todos los guardias y demás personas
de la legación se concentraran en el muro delantero del edificio para
protegerlo.
—Y entonces podríamos entrar sin ser vistos por la parte de
atrás —dije, lleno de excitación—. Una estratagema muy acertada,
señor.
—Caramba, Hurree —dijo Holmes—. Ya casi es tan bueno en
adivinar los pensamientos ajenos como yo. Pero se ha equivocado
en un detalle. Usted no viene conmigo.
—Pero, señor —protesté—, seguramente necesitará ayuda.
—Dos flechas en el carcaj son mejor que una —dijo Tsering con
seriedad—, y tres, mejor aún.
—No, Tsering —dijo Sherlock Holmes con firmeza—. Su trabajo
será asegurarse de que los disturbios frente a la legación empiecen
a la hora que le diga.
—Pero la multitud puede descontrolarse —dijo el lama Yonten,
toqueteando con unos dedos nerviosos las cuentas del rosario.
—Precisamente —dijo Holmes en tono afable—. Por eso Tsering
estará allí. Él se ocupará de que la turba no llegue a irrumpir en la
legación, ni a prenderle fuego.
—Al Emperador le bastaría como excusa para enviar un ejército
al Tíbet —masculló el lama con tristeza.
Sin hacer caso de las jeremiadas del lama Yonten, Holmes siguió
dando instrucciones a Tsering.
—Prepare a unos cuantos guardias del palacio vestidos de
paisano, y sitúelos delante de la multitud. Deles firmes instrucciones
de controlar a los manifestantes si se alborotan.
—Creo que puedo encargarme de ello, señor —dijo Tsering con
seguridad—. ¿Cuándo quiere que estallen los disturbios?
—Mañana, mejor que ningún otro día. Necesitaré actuar al
amparo de la oscuridad, de modo que tendrá que ser por la noche.
Veamos… —se volvió hacia el lama Yonten— por cierto, ¿no
comentó usted ayer que tiene un espía en la legación china, que
hace de criado?
—Así es, ¿por qué?
—¿Cabría la posibilidad de hacerlo venir mañana? Necesitaría
información sobre la distribución del conjunto de edificios de la
legación y el lugar exacto en que se aloja el Ser Oscuro.
—Podría hacerle venir mañana a mediodía. ¿O más pronto…?
No, creo que antes sería imposible.
—Como en esta época del año hay luz del día hasta las seis,
creo que los disturbios podrían empezar a partir de entonces. Yo
haré mi entrada cuando la revuelta esté en pleno apogeo.
—De acuerdo, señor Holmes —dijo Tsering, levantándose del
diván—. Iré a la ciudad y haré correr la voz en las tabernas de
chang. ¿Ustedes regresarán también a la ciudad?
—Creo que lo más prudente es que el señor Holmes y su
compañero se queden en el Jardín de las Joyas —dijo el lama—,
ahora que el Ser Oscuro les ha visto. Envía a alguien a buscar sus
cosas a la ciudad.

Algo más tarde, nos acompañaron hasta un conjunto de


habitaciones del ala este de palacio. Eran las tres de la madrugada
cuando, al fin, nos instalamos; pero el señor Holmes no parecía
disponerse a dormir. Al contrario, se sirvió un poco del whisky de su
frasco de plata y llenó la pipa con tabaco de su petaca de piel gris.
Se volvió hacia mí.
—¿No se va usted a la cama, Hurree?
—No, señor Holmes —respondí con un tono ofendido—. No
quiero ser pesado, pero me gustaría preguntarle si tiene algún
motivo para estar poco satisfecho con mis servicios.
—Por supuesto que no, Hurree. Au contraire…
—Entonces, ¿por qué demonios, señor, no quiere que le
acompañe en la operación de mañana?
—Querido amigo. Será muy peligroso.
—¿Peligroso, señor Holmes? —dije, indignado—. He puesto mi
vida en peligro desde que empecé a seguirle al bajar de aquel
barco: en el hotel Taj Mahal, con aquel maldito insecto; en el tren,
con aquellos malditos thugs; y en todo este viaje, con esos malditos
bandidos y demás. A estas alturas, ¿qué me importa correr más
riesgos?
—Puede que en parte tenga razón.
—Además, podría prestarle una ayuda inapreciable, señor —me
apresuré a añadir, aprovechando aquella primera duda en su
decisión—. Tengo experiencia en entrar ilegalmente en edificios
vigilados para hurtar documentos confidenciales.
—Bien, Hurree —dijo Sherlock Holmes, encogiéndose de
hombros—, teniendo en cuenta que hemos llegado tan lejos en este
viaje, quizá sería grato, si sucediera lo peor de lo peor, seguir juntos
en lo sucesivo.
19
EL SER OSCURO
—Casi son las seis —susurré, tras consultar el reloj de bolsillo—.
¿Por qué no se ha alborotado todavía esa condenada multitud?
—No puede esperarse que un disturbio estalle a la hora en
punto, como una cena concertada —dijo Holmes con un dejo de
sorna.
Estaba cómodamente recostado sobre unos sacos de grano en
el rincón de la habitación, fumando en pipa.
—Tsering es un tipo responsable. Dele un poco de tiempo.
Vendrá de un momento a otro.
Miré a través de una ventana tosca y pequeña. Desde allí
alcanzaba ver, al otro lado del callejón, los imponentes muros de la
legación imperial china a la luz del crepúsculo. El señor Holmes y yo
estábamos en un pequeño almacén, situado en la parte de atrás del
serai Kashgar, en la parte sur de Lhasa, donde las caravanas de
camellos procedentes del Turquestán —de la especie peluda con
dos jorobas, Camelus bactrianus— llegaban al final de su trayecto.
Kintup se había encargado de buscarnos aquel estratégico
alojamiento, a un tiro de piedra del muro de atrás de la legación
china. Este había dicho al posadero tungano que el señor Holmes y
yo éramos comerciantes ladakhis, que esperábamos la salida de la
caravana hacia Yarkand.
Si bien la sala no era precisamente un lugar muy habitable —de
hecho, era sucia, estaba llena de chinches y ofendía al olfato—, era
el punto de partida ideal para nuestro plan.
Pero aquel golpe de suerte se vio desvirtuado por la mala noticia
de que el agente secreto del lama Yonten no iba a poder venir a
explicarnos la distribución de las habitaciones de la legación. Las
labores de los sirvientes se habían duplicado con la llegada del Ser
Oscuro, y el agente temía que se dieran cuenta de su ausencia. Aun
así, había accedido a encontrarse con nosotros en la parte de atrás,
tan pronto hubiera empezado la manifestación, para guiarnos hasta
la entrada de servicio, que normalmente estaba muy bien cerrada.
De modo que esperamos. Me recosté y observé el tenue
resplandor de la pipa del señor Holmes en la penumbra de la
habitación. Cuando se hizo más oscuro, aquella luz solitaria parecía
una débil estrella, sola, en medio de la inmensidad del espacio
infinito.
De súbito, y sin ninguna razón particular, sentí miedo y soledad.
Pero enseguida se impuso mi lado racional, el lado prudente que
siempre pedía paz, estabilidad y sensatez (y que mi otro lado no
dejaba de reprimir, aquel lado que siempre me metía en situaciones
difíciles).
¡Por Herbert Spencer! ¿Qué hacía yo, un hombre de ciencia,
embarcado en aquella descabellada operación contra el crimen,
entregándome a las garras de la muerte, después de librarme de
ellas por un pelo en mi último viaje al Tíbet? Claro está que
comprendía perfectamente la difícil situación del Gran Lama, pero,
al fin y al cabo, la China imperial es la China imperial; y nadie
desafiaba con impunidad a un país vengativo como aquel, sobre
todo, cuando tenía a su servicio tipos que atravesaban a hombres
con espadas que levitaban con solo mover un dedo. Además,
¿cómo un subordinado de un departamento menor del gobierno de
la India iba a ayudar a los condenados tibetanos, cuando, la tarde
anterior, el detective más grande del mundo, el mayor defensor de la
justicia, había rogado ser eximido de aquella responsabilidad?
Porque eso es lo que había hecho. Pero, un momento…, ¿por qué
demonios había cambiado de parecer, y había decidido ayudar al
Gran Lama? Y, ¿cómo diantres había sabido que el Gran Lama iba
a necesitar ayuda la noche anterior, y en el momento exacto en que
la necesitó? ¡Uuh! Shaitan!
Durante unos instantes, quedé abrumado al plantearme todas
aquellas preguntas. Me di cuenta de que era incapaz de responder a
ninguna. De modo que decidí preguntarle a él, ex tacito, claro está.
En lugar de responderme al momento, dio unas largas chupadas a
la pipa, que ardía con intensidad. El resplandor iluminaba el gesto
de preocupación de su rostro.
—Usted nunca pensaría que soy un hombre irracional, ¿verdad
Hurree?
—Por supuesto que no, señor. Si me permite, creo que es usted
el hombre de ciencia más racional que he tenido el privilegio de
conocer.
—Sin embargo, ni la razón ni la ciencia tienen nada que ver con
lo que hice anoche.
—¿Qué quiere decir?
—Sencillamente, lo sabía. De un momento a otro, mientras
fumaba la última pipa de la noche y pensaba en nuestro encuentro
con el lama Yonten, supe que un peligroso asesino iba a entrar en el
Palacio de Verano del Gran Lama.
—¿Como si fuera una premonición, señor?
—No, no era una vaga impresión de lo que iba a ocurrir. Lo más
curioso era la certeza absoluta que tenía de aquella asombrosa
revelación. No había forma lógica de explicarlo. Fue una experiencia
de lo más singular.
—Los acontecimientos posteriores le dan la razón, señor
Holmes.
—Sí, y eso hace que todo sea más inquietante todavía.
—Y eso le ha hecho cambiar de idea, y ayudar al Gran Lama,
¿no?
—Lo cierto es que me toca el amor propio no poder resolver
algunas cosas, Hurree. Claro que es una sensación sin importancia,
pero me toca el amor propio. ¡Pero, bueno! ¡Pero, bueno! ¿Qué es
eso?
Se levantó de un salto y se acercó a la ventana. Desde allí se oía
el rumor apagado de una multitud tumultuosa.
—Parece que Tsering tendrá que enfrentarse a una buena turba.
¿Está bien escondida la linterna sorda?
—Sí, señor Holmes.
—Bien, Hurree, antes de empezar, quiero decirle que me alegro
de que me acompañe en esto. Algunas situaciones de la vida es
mejor afrontarlas con un amigo al lado.
Aquella muestra de afecto y confianza del señor Holmes me
conmovió.
Me apretó la mano derecha un instante, para luego salir a toda
prisa de la habitación. Yo le seguí.
El vestíbulo principal, que hacía las veces de comedor, estaba
vacío, y también la cocina. Todo el mundo había salido a la calle
para enterarse del motivo de la agitación, que era más intensa y
amenazadora por momentos. Salimos por la puerta trasera de la
cocina negra y mugrienta, que daba al callejón de la parte de atrás
de la legación china. Nos llegó un tufo a excremento y orines de
camello, procedente de los jardines del serai. Al mirar al final del
lado este del callejón, que daba a la calle del Fabricante de
Monturas, vimos una procesión bulliciosa de tibetanos con
antorchas, que gritaba amenazas e insultos. Pasaron de largo del
callejón, para concentrarse frente a la legación. El señor Holmes y
yo nos apretamos contra el muro de atrás, para ocultarnos en la
sombra, hasta que la multitud acabó de pasar. Cuando desapareció
el último tibetano, nos desplazamos juntos, sin separarnos del muro,
con sigilo, hasta el final del otro lado del callejón y miramos a
nuestro alrededor. No había rastro de nuestro cómplice. Esperamos.
Por el creciente clamor, parecía que la manifestación se iba
enardeciendo. La multitud gritaba consignas violentas, que
denunciaban las atrocidades perpetradas por el perro del amban.
Sonaban de lo más escandalosas, y más aún con las antorchas en
llamas y demás. Esperaba que Tsering fuera capaz de controlar la
situación. De repente, el señor Holmes se puso tenso y susurró:
—No hagas ruido. En esa esquina hay alguien. Podría ser
nuestro hombre.
Con aquella oscuridad era imposible ver nada, pero, como ya
había observado en otra ocasión, el señor Holmes tenía una visión
nocturna extraordinaria. Avanzó rápidamente y en silencio, y yo le
seguí de puntillas. Un susurro inquietante hizo pararnos en seco.
—Por aquí.
Una figura oscura surgió de la sombra del muro y nos hizo unas
señas apremiantes.
Al acercarnos a ella, vi una puerta baja, empotrada en el muro de
la legación. Estaba abierta. Junto a esta había un tipo de baja
estatura, vestido con un traje de algodón azul oscuro, de corte
chino, e iba tocado con un casquete negro. Miró a su alrededor
nerviosamente, como un conejo asustado, parecido que se
acentuaba con sus dientes salidos.
—¿Les envía el lama Yonten? —preguntó con un susurro ronco.
—Sí.
—Síganme, deprisa. Debo cerrar la puerta antes de que alguien
se dé cuenta.
Entramos en un gran patio, lleno de arcones revestidos de piel,
como los que se emplean para transportar el té empaquetado de la
China al Tíbet. Seguramente, el amban complementaba su salario
con el negocio del té empaquetado, considerado una exquisitez por
los tibetanos. Junto al patio había algunas casas y, detrás de estas,
el edificio principal de la legación, de dos plantas. Sobre el tejado y
en el muro exterior de la parte delantera, se veía el contorno oscuro
de las filas de soldados armados, que se movían arriba y abajo.
Nuestro minúsculo guía se agachó detrás de un montón de arcones
y nos hizo señales para hacer lo mismo que él.
—Escúchenme atentamente. Tengo muy poco tiempo. Todos los
soldados del amban están en la parte delantera, para evitar que la
multitud rompa las verjas. Todos se han refugiado en el edificio
principal de la legación, que está más protegido.
—¿Dónde están las dependencias del invitado especial del
amban, el que llegó hace unas semanas?
—Misericordiosa Kuan-yin —susurró, muy agitado—. No os
acerquéis a él.
—¿Dónde están? —insistió Sherlock Holmes con firmeza, tras
agarrarlo por los hombros.
—Es aquella casa grande…, la de la izquierda…, la que está
más cerca del muro. Pero ahora tengo que irme, los otros criados
notarán mi ausencia.
—Ha sido usted de gran ayuda —dijo Holmes, soltando a aquel
hombre intimidado.
—Tengan cuidado. Y no se acerquen a él —dijo con la voz ronca.
Cruzó corriendo el patio y se desvaneció entre las sombras de
unas casas.
Debo reconocer que aquellas nefastas advertencias y aquella
muestra tan evidente de miedo me inquietaron bastante. En cambio,
el señor Holmes no parecía afectado en absoluto. Así, en silencio,
pero confiado, se dirigió inmediatamente hacia las que debían de
ser las dependencias del Ser Oscuro. Le seguí, pegado a sus
talones. La casa parecía vacía, ya que no se veían luces al otro lado
de las ventanas, y no se oía nada. En cuanto llegamos, el señor
Holmes intentó abrir una ventana. Con la ayuda de una daga ligera
(que Kintup le había prestado), y un pedacito de alambre recto,
enseguida corrió el pestillo y aflojó el marco. Lo hizo con tal destreza
y maestría que, de haber sido otro, habría bastado para sospechar
de él. Cuando estuvimos dentro, cubrió la ventana con la pesada
cortina de lana.
—Encienda la luz, Hurree.
Abrí la tapa de la linterna. Estábamos en una pequeña
antecámara vacía, salvo por unas pocas sillas pequeñas que había
a los lados. Una puerta conducía hasta un pasillo corto, que llegaba
hasta la puerta principal. Abrí la otra, para descubrir un estudio
amplio y opulento. Dos lámparas de aceite de estilo Dragón Imperial
iluminaban la habitación; una colgaba del techo con unas cadenas
de latón, y la otra estaba sobre un aparador. Unas gruesas cortinas
de damasco evitaban que la luz saliera por las ventanas. El estudio
estaba amueblado con una mezcla de estilo oriental y europeo. Las
paredes estaban cubiertas de ricos tapices de brocado, en los que
había colgados retratos con marcos dorados, de dignatarios
manchúes vestidos con trajes de corte. Los armarios, estantes, sillas
y mesas eran de ébano, y de una excelente calidad artesanal. La
pieza más delicada era una mesa grande, con patas con forma de
zarpas de león, y una serie de cajones con tiradores de jade.
—Esto no me gusta —me susurró Holmes al oído—. Aquí hay
algo extraño. Pero no tenemos tiempo que perder. Empecemos por
ahí —dijo, señalando la mesa.
Acabábamos de abrir el tercer cajón, cuando, detrás de mí, sentí
una ligera corriente de aire. Me di la vuelta. Contra la tenue luz de la
puerta, se recortaba la silueta de un hombre encorvado, con algo en
la mano.
—Acaso estén buscando esto —dijo, entre dientes, con una voz
que me resultaba familiar.
Dos soldados chinos de uniforme negro, con turbantes,
aparecieron detrás de él y entraron en la habitación, apuntándonos
con rifles. El hombre encorvado les siguió, arrastrando la pierna
derecha. La luz reveló a un hombre de aspecto cadavérico, con un
cuerpo inclinado y deforme, cojo de una pierna, vestido con el lujoso
atavío de seda de un alto cargo mandarín, que resultaba
incongruente con su aspecto físico. Tenía el rostro deformado, sobre
todo la boca, de la que le caía un hilillo de saliva. Tenía la piel
blanca y enfermiza, y los ojos, hundidos en sus cuencas, parecían
emitir un ardiente resplandor. Pero lo que más llamaba la atención
en su cara era el bulto de la frente, que se movía y palpitaba por la
gran emoción que parecía estar sintiendo.
—¡Moriarty! —gritó Holmes.
Se me heló la sangre al oír aquel nombre.
—Sí, soy yo, Holmes.
Sus labios se torcieron en una horrible sonrisita.
—Vamos, ¿por qué no dedica un saludo más cálido a su viejo
enemigo? ¿Tan sorprendido está de verme con vida?
Impresionado como debía de estar ante la inesperada
resurrección de su Némesis, Sherlock Holmes no perdió la
compostura.
—Debo confesar que así es —reconoció Holmes con serenidad
—. Sin embargo, si me permite, su experiencia reciente no ha
mejorado su aspecto.
—Aah…, se burla de mí, Holmes. Pero me las pagará… Fue un
acto perverso y cruel arrojarme por el precipicio…, ¡un acto
perverso! Pero ¿sabe que aquel día me hizo un gran favor? ¿Le
desconcierto? Cree que digo estupideces…, pues escuche. Al caer
al vacío…, y verme ante la muerte, de pronto, volví a recuperar la
memoria. Recordé mi verdadero yo…, y recordé mis poderes…, sí,
mis grandes poderes. Casi fue demasiado tarde. Me estrellé contra
una roca y me destrocé la cadera…, la pierna…, la cara…, pero
luego…, aah…, recuperé mis poderes. Así que estoy vivo…,
destrozado y dolorido…, pero vivo. Maldito Holmes…
—… pasará, sin duda, a mejor vida —dijo mi amigo en tono
filosófico, dando un paso adelante.
Los guardias alzaron los rifles al instante.
—No, no Holmes. Se quedará quieto. Ha conseguido zafarse con
mucho ingenio del coronel Moran en toda ocasión. Pero esta vez,
como se enfrenta a mí, el maestro del coronel, exijo un final muy
distinto. Así que, saquen sus armas…, poco a poco. Déjenlas en el
suelo…, y vayan hasta el otro lado de la habitación. Muy bien. Chen
Yi, recoge las pistolas.
Mientras un guardia nos apuntaba con su arma, el otro dio un
paso adelante, cogió nuestras pistolas, y las encajó en su cinturón.
Moriarty se acercó, renqueando y quejándose del dolor, hasta la
mesa de ébano, tras la que se sentó. Luego lanzó encima el
pergamino enrollado.
—De modo que busca el Gran Mandala. No le serviría de nada,
aunque lo tuviera. Idiota. ¿Cómo iba a descubrir el gran secreto que
encierra, cuando nunca supo el mío? Creía que yo era un genio,
cuando en realidad era un hombre al que le destrozaron la mente…,
que perdió la memoria, y cuyos poderes mentales quedaron
reducidos a simples funciones intelectuales. Pero esa mísera parte
de poder que me quedaba y la ayuda de mis amigos chinos, que me
ayudaron a establecerme en Europa para vengarse de las naciones
que habían humillado a la China, me bastaron para crear el mayor
imperio criminal del mundo. ¿Qué va a hacerme ahora, ahora que
he recuperado mis poderes?
Hizo una pausa para observar el efecto de su discurso sobre
Sherlock Holmes, que más impasible que nunca, le devolvió la
mirada con digna serenidad.
—¿No me cree? Quizá convendría hacerle una demostración. Al
menos, le debo eso. Me lanzó a aquel abismo…, y, la verdad, soy
un hombre que cree que los favores deben devolverse.
Alzó las manos y empezó a trazar extraños mudras (o señales
ocultas) con los dedos en el aire. Puede que fuera mi imaginación
trastocada, pero percibí claramente una energía en la habitación.
Las lámparas parpadearon, y tuve una extraña sensación en la
barriga, como si una mano hurgara dentro. Puede que los dos
soldados también sintieran algo, pues los oí respirar hondo.
El efecto en el señor Holmes fue preocupante. Abrió los ojos y la
boca en un gesto de terror y emitió un alarido que terminó en un
borboteo desesperado. Sacudió el cuerpo, y empezó a agitar los
brazos hacia delante, como si tratara de mantener el equilibrio para
no perder la vida, al borde de un lugar aterrador. Yo sabía que el
señor Holmes estaba bajo la influencia de una poderosa fuerza
hipnótica, que le hacía creer que caía por un precipicio. Yo mismo
tuve una experiencia en Simla con esta extraña fuerza, en una
ocasión en que, a mi pesar, fui el objeto de una sesión de
espiritismo de Lurgan[39], aunque ahora eso no viene al caso. La
fuerza brusca e insoportable de aquel nuevo fenómeno superaba los
límites de lo imaginable. El señor Holmes empezó a perder el
equilibrio poco a poco, hasta que cayó al suelo, lanzando un grito de
angustia. A pesar de que los dos guardias me apuntaban con sus
rifles, corrí a asistir a mi amigo.
Justo en aquel instante, oímos una seca detonación de rifles,
procedente del exterior. ¿Qué demonios ocurría afuera? ¿Acaso los
soldados chinos habían abierto fuego contra la multitud? El profesor
Moriarty bajó las manos, volvió la cabeza en la dirección de la
descarga y bramó una orden a uno de los guardias:
—¡Tú! Ve a la entrada enseguida y pregunta a Su Excelencia el
amban qué ocurre. Vuelve a informarme inmediatamente.
Yo estaba atendiendo al señor Holmes y trataba de reanimarlo
por todos los medios. Fue un alivio para mí ver que no estaba
muerto, ni gravemente incapacitado. Respiraba con dificultad y, de
vez en cuando, jadeaba, pero al sentir mis manos sobre el hombro,
abrió los ojos. Durante un instante, pareció desconcertado —nunca
lo había visto en aquel estado—, pero la indomable fuerza de su
carácter pronto se reafirmó, y sus ojos recuperaron su característica
mirada despierta e inteligente. Le ayudé a sentarse sobre una silla.
—¿Se ha recuperado usted, Holmes? —se regodeó Moriarty—.
Bien. Muy bien. Lo cierto es que por muy patéticas que sean sus
facultades mentales, comparadas con las mías, siempre me
sorprenden. Después de esto, cualquier otro hombre sería un
despojo humano. Pero no cabía esperar menos del gran Sherlock
Holmes.
Volvieron a oírse más disparos procedentes de fuera. Moriarty
descorrió la cortina de la ventana junto a la que estaba, y miró a
través de ella.
—No espere que sus sucios amigos tibetanos acudan a salvarles
—dijo, tras volverse a nosotros otra vez—. Unas cuantas descargas
más de los guardias, y todos echarán a correr. «Mano dura». ¡Eh!,
«mano dura». Bonaparte sabía cómo tratar a la plebe…
El profesor se inclinó sobre la mesa y miró fijamente al señor
Holmes con ojos de maníaco.
—… y sabía muy bien cómo mantener el poder; por muy
rudimentarias que fueran sus nociones, sabía cómo ejercerlo: ¡por la
fuerza y sin piedad!
«Fanfarrón», pensé. La presunción de aquel tipo era insufrible.
No pude evitar refutar lo que acababa de decir, aunque me arrepentí
al instante de hacerlo.
—Sin embargo, si me permite hacer un comentario retrospectivo
—dije, con delicadeza—, ese bruto corso terminó sus días como
desdichado prisionero de Su Soberana Majestad, el rey Jorge III.
—Sí, idiota —me gruñó—. Fracasó porque sus poderes se
limitaban a los del intelecto, la estratagema militar y las
conspiraciones políticas. Por muy grande que una inteligencia de
esas dimensiones pueda parecerle a un imbécil como tú, es una
nulidad en comparación con el poder de la mente primigenia. Quizá
no te ha convencido la demostración que he hecho con Holmes y
quieras que haga otra contigo.
Antes de poder rechazar cortésmente su propuesta, alzó su
mano derecha y juntó el dedo índice con el pulgar. Aunque estaba a
unos tres metros de aquel hombre espantoso, noté cómo algo me
pellizcaba la nariz, ¡y fuerte! Me llevé un maldito susto.
—Dime, indio gordinflón, ¿esto te convence? ¿O quizás un
poquito más de presión, para reforzar el beneficioso efecto de esta
lección?
—¡Ay! ¡Au! ¡Au! —no podía dejar de gritar—. ¡Da badta! ¡Cdeo
que ya edtoy absodutabente codvedcido!
No solo no me soltó la nariz —malditos sean sus ojos—, sino
que la apretó un rato más, y con más fuerza, y, antes de soltármela,
me dio un último pellizco salvaje.
—¡Aau!
Mientras me frotaba mi pobre nariz, Moriarty volvió a recostarse
en la silla y terminó su discurso jactancioso.
—A pesar de que la fuerza que he demostrado pueda parecerte
formidable, solo está sujeta a las leyes de la naturaleza y el cosmos,
y, por tanto, tiene una limitación intrínseca. Hay más personas,
aunque pocas, que poseen estos mismos poderes. Pero hay una
forma de aumentarlos cien veces más, mil veces más, y yo, al fin, he
dado con ella.
Levantó un dedo. Como si respondiera a una orden, el rollo que
había sobre la mesa se desplegó.
—Y esto me ayudará a conseguirlos —dijo esto señalando el
dibujo geométrico y circular, de unos colores que brillaban como un
arco iris, bajo aquel dedo blanco y esquelético—. Y solo yo los
llegaré a dominar. Esta vez, no permitiré que ninguno de esos lamas
mentecatos se interponga en mi destino con su tediosa devoción.
Cuando Moriarty terminó su demente diatriba, los gritos de la
muchedumbre fueron a más. De repente, una piedra lanzada desde
el exterior hizo estallar la ventana que había detrás del guardia. ¡Por
Júpiter! Los manifestantes habían empezado a arrojar proyectiles en
respuesta a los disparos. El guardia se dio la vuelta, sorprendido.
El señor Holmes no vaciló en aprovechar la oportunidad del
momento. Se puso en pie de un salto y dio un puñetazo a aquel
bellaco en la cabeza. Fue un golpe fuerte y bien dado. Obviamente,
Sherlock Holmes era un hombre versado en el viril arte del boxeo,
ya que el guardia quedó impedido con aquel único revés.
Mis propios reflejos fueron casi tan rápidos como los del señor
Holmes. Mi experiencia en situaciones peliagudas había afinado mi
capacidad de reacción; además, el miedo es un poderoso estímulo
para actuar con rapidez. Tal es la tremenda fuerza impulsiva del
reflejo humano cualificado, que antes de pensar siquiera en atacar
al enemigo, ya tenía agarrada entre los dedos la base de la lámpara
encendida de la mesilla que había a mi lado. Y antes de que
Moriarty pudiera imaginar cuáles eran mis intenciones, la levanté y
la arrojé contra él.
Pero fallé. Estaba a casi un metro del blanco. La lámpara pasó
volando junto al villano, se estrelló contra la pared y cayó, rota, al
suelo. Moriarty ni siquiera pestañeó. Se limitó a mirarme con uno
ojos aterradores. Debo reconocer que aquel nuevo giro de los
acontecimientos me hizo sentir cierta vergüenza.
—Yo diría que el artículo dañado no era de mucho valor… —dije
en tono avergonzado.
—¡Silencio, idiota! —gruñó, a la vez que las venas de su frente
hinchada palpitaban y temblaban de un modo espantoso—.
¿Esperabas salvar tu pellejo miserable con un truco tan penoso?
Alzó las manos, como si fuera a lanzar otro de sus horribles
maleficios, mientras yo seguía en mi lugar, de pie, sin ninguna
posibilidad, como una rana ante una cobra. Pero entonces vi un
tenue resplandor detrás de él. De súbito, se puso a dar saltos y a
gritar como un lunático. El resplandor se hizo más intenso, y luego vi
que las llamas de la lámpara ascendían por el borde de su túnica y
se extendían por la parte del suelo alfombrado, donde se había
derramado el aceite.
—¡Vamos, hombre! —gritó Holmes—. ¡Corra!
No vacilé en salir directo por la puerta, seguido de Sherlock
Holmes. Llegué a la antecámara, y habría salido corriendo por la
puerta principal —y me habría topado con Dios sabe qué otros
peligros—, de no ser porque el señor Holmes me agarró a tiempo
por los hombros y me empujó en dirección a la ventana por la que
habíamos entrado. Salimos a empujones por allí. Sin detenerme
siquiera para pensar o actuar con cautela, crucé el patio a todo
correr y, aunque choqué contra una pila de cajas, llegué al muro de
la parte de atrás y busqué con desesperación la puertecilla.
—¡Por aquí, Hurree! —susurró Holmes, abriendo la puerta de
barrotes. Ah, bendito alivio.
Salimos al callejón sin problemas. Corrimos hasta la entrada de
la posada, donde Kintup nos esperaba con los ponis. Nos alejamos
al galope de aquel horrible lugar. Los cascos de los caballos
ahogaban el clamor de la multitud, que iba quedando atrás.
20
RUMBO AL TRANS-HIMALAYA
Al regresar al Jardín de las Joyas, nos esperaba una cena
sustanciosa, con sopa de cola de yak y momos. La comida siempre
ha sido un consuelo para mí en momentos de dificultades, en que
tengo los nervios alterados. En cambio, Sherlock Holmes hizo retirar
sus platos. Una de sus características más peculiares era que, en
los momentos de mayor tensión, se privaba de comer y, en
ocasiones, durante alguna investigación, incluso estaba días enteros
sin probar bocado[40].
—En este momento, no puedo malgastar energía ni esfuerzo con
la digestión —dijo al lama Yonten, que pareció comprender y
aprobar la abstinencia del señor Holmes, pues enseguida ordenó a
los sirvientes que no volvieran a molestarle.
Algunas enseñanzas budistas e hinduistas contemplan la
costumbre del ayuno como un buen estímulo para el intelecto. Sin
embargo, el señor Holmes era el primer europeo que yo había
conocido con esta costumbre.
Así, en vez de comer, abrió su pitillera, se encendió un cigarrillo y
relató al preocupado lama la aventura de aquella noche. Como era
de esperar, el lama Yonten se horrorizó al saber que todo había ido
mal, y que habíamos huido de las garras del Ser Oscuro por los
pelos.
—Bendita Tara. Es terrible. Es imperdonable por mi parte haber
expuesto sus vidas a ese peligro.
—No debe preocuparse, Reverendo Señor —dijo Holmes para
tranquilizarlo—. Al fin y al cabo, hemos conseguido escapar sin
sufrir demasiados daños.
—No exactamente, señor Holmes. Tsering acaba de decirme que
dos hombres han sido heridos por los disparos de la legación china,
aunque, gracias a Buda, no han muerto. Sin embargo, su encuentro
con el Ser Oscuro, o Moriarty, como usted lo conoce, es mucho más
grave. Seguramente, el amban presentará una queja al regente por
la presencia de extranjeros no autorizados en la ciudad.
—Dado que nuestro locus standi en este país empieza a ser
cada vez más dudoso —dijo Holmes—, debemos tomar medidas lo
antes posible.
—El regente tampoco perderá tiempo en presentar cargos contra
mí —dijo el lama Yonten con tristeza.
La melancolía del lama era contagiosa, y hasta agotó la vitalidad
que yo sentía en aquel momento por haber sobrevivido al espantoso
encuentro con Moriarty. El desánimo del lama también me hizo
pensar en el propósito inicial de nuestra misión…, pero también en
su fracaso.
—¡Oh! ¡Maldita sea! —exclamé, indignado conmigo mismo—.
Después de todas las preocupaciones y todos los problemas que
hemos tenido, y no se me ha ocurrido siquiera pensar en llevarme el
pergamino antes de huir.
—No sea tan duro con usted, viejo amigo —dijo Holmes—. Con
toda la agitación, yo también he estado a punto de olvidarlo.
—¡Lo tiene! —grité, exaltado de alegría.
Extrajo el pergamino de la bolsa del interior de su pesada túnica.
—Sí. Aún no hemos vivido nuestra batalla de Waterloo, Hurree,
si me permiten recurrir a la analogía napoleónica de Moriarty, pero sí
nuestra batalla de Marengo, que empezó con una derrota y terminó
en victoria.
Hizo a un lado los platos vacíos, desenrolló el pergamino con
cuidado, y lo dejó abierto sobre la mesa. Entonces lo examinó
minuciosamente con la lupa.
El dibujo, pintado sobre algodón aprestado, medía unos cuarenta
y cinco centímetros por sesenta, pero con el lujoso margen brocado
tenía las medidas que el señor Holmes había mencionado con
anterioridad. El dibujo del mandala era exactamente igual a otros
que yo había visto del tantra de Kalachakra, aunque los colores de
aquel eran mucho más intensos, acaso por su antigüedad.
—Es evidente que ha estado colgado mucho tiempo —comentó
Holmes, sin dejar de mirar con la lupa.
—La verdad es que yo siempre lo he visto colgado en la capilla
—dijo el lama Yonten—. Y entré al servicio de la encarnación
anterior de Su Santidad cuando este era un niño.
—El diseño del brocado —observó Holmes—, se ha deformado
al dilatarse la trama vertical del tejido…, es el efecto acumulativo del
tiempo y la gravedad. Veamos qué hay en la otra cara.
Dio la vuelta a la tela con delicadeza. El dorso del dibujo
presentaba una serie de líneas escritas en tibetano, con la letra
uniforme de tipo uchen. Como había dicho el joven Gran Lama,
afirmaba en pocas palabras que el Gran Lama había encargado la
pintura, tras su encuentro con el «Mensajero» y a su regreso de
Shambala; a continuación, aparecían la fecha y el sello del Gran
Lama. Debajo había diecisiete versos. Los siete primeros eran una
suerte de bendición, mientras que los restantes formaban el poema
en sí, al parecer, una descripción de las distintas partes de la
estructura del Mandala, pero mezclado con extrañas instrucciones.
Era un curioso galimatías, con el ritmo de una canción infantil. Los
diecisiete versos estaban escritos con la letra cursiva umay, y era
evidente que se había empleado la plumilla de bambú de forma
angular que solían usar los calígrafos tibetanos. Como he dicho en
una ocasión anterior, el señor Holmes desconocía este tipo de
escritura, de modo que pidió al lama Yonten que la leyera para él. El
lama se ajustó las gafas, se inclinó sobre la mesa para ver mejor la
tela y leyó lo siguiente en voz alta y cantarina:

Om Svasti!
Venerados Budas de las Tres Edades y Protector de
Todas las Criaturas.
Oh, Gurús y Guerreros de Shambala reunidos.
Por vuestra gran piedad, mostradnos el verdadero
camino.
Guiadnos por el verdadero camino cuando vaguemos por
el engaño del samsara.

De frente a la dirección sagrada


sin dejar de dar vueltas por el camino de la Rueda del
Dharma
rodea tres veces la Montaña de Fuego
dos veces los Muros Adamantinos
pasa una vez alrededor de los Ocho Cementerios
y una vez por el Cerco del Loto Sagrado,
permanece de pie, frente a los Muros de la Ciudad
Celestial.
Luego, desde la Puerta Sur, dirígete hacia el Este,
entra en el palacio más recóndito de los portales del Norte
Y siéntate victorioso en el trono de Vajra. ¡EE-TI!

—Vaya una jerigonza —dije, cuando el lama acabó de leer.


—No, no es del todo así, babuji, —objetó el lama Yonten—. Las
ciencias ocultas siempre han empleado un lenguaje simbólico e
inescrutable para proteger los conocimientos secretos, y evitar, así,
que sean revelados a los profanos.
—Entonces, señor, ¿cree que el texto tiene algún significado
oculto? —pregunté.
—En verdad sí, pero está oculto a mis ojos.
—Y diría que a los de los demás también —dije, rascándome la
cabeza, absolutamente perplejo.
Con aire distraído, Sherlock Holmes tomó un sorbo de té chino
—el único refrigerio del día que se había permitido— y, una vez
más, encendió la insípida pipa, su compañera en las meditaciones
más profundas.
—Me pregunto… —dijo, y se recostó y miró fijamente al techo—.
Tal vez se le ha escapado algo a tu intelecto spenceriano.
Contemplemos el problema a la luz de la razón pura. El común
denominador de las distintas piezas del puzzle (el retiro espiritual
que piensa hacer el Gran Lama, el Templo de Hielo, la pintura del
Mandala y este verso críptico) ha de estar relacionado con
Shambala. Este es nuestro punto de partida.
—Un punto de partida bastante amplio, ¿no, señor? —dije, con
reservas.
—En tal caso, veamos si podemos ceñirlo. Cuanto más pienso
en este verso, más impenetrable parece. Pese a su naturaleza
críptica, no es difícil darse cuenta de que se trata de una serie de
instrucciones.
—¡Es una guía a Shambala! —exclamé en tono triunfal.
—¿Una guía?
—Me refiero a que es la ruta que lleva hasta el lugar. Existe la
leyenda de que el Gran Lama podría haber estado allí. Tal vez dejó
constancia de la ruta que siguió en su viaje.
—Hmm. ¿Hay alguna otra razón para pensar eso?
—Bueno, algunas palabras del texto parecen indicaciones para
el itinerario de un viaje. Por ejemplo…, mm, el verbo «pasar», en el
verso siete…, ah…, y habla de direcciones, en los versos…, diez y
once. Además, hay alusiones a «montañas», «muros», y a una
«ciudad».
—¡Bien Hurree, muy bien! Pero, si me permite, no lo bastante
bien. Su hipótesis presenta algunos problemas. Observe, por
ejemplo, los versos ocho y nueve…, «Rodea tres veces la Montaña
de Fuego, Dos veces los Muros Adamantinos»…, y otros parecidos.
Aunque supusiéramos que estos lugares existen, dar vueltas
alrededor de ellos no nos llevaría a ninguna parte.
—Estaríamos dando vueltas en círculo —reconocí, algo
avergonzado.
—Exactamente. Hay demasiadas referencias a círculos, para
creer que se trata de una descripción real de una ruta a un lugar
determinado.
—Tiene razón, señor Holmes —dijo el lama Yonten—.
Seguramente, el significado es simbólico. El círculo, o la rueda, es el
símbolo omnisciente de los principios esenciales de nuestra fe, de la
causa y el efecto, y del nacimiento y la muerte, es decir, del ciclo de
la existencia en sí misma. Quizá no significa más que eso…, y solo
es un discurso religioso, expresado en términos metafísicos
abstrusos.
—Eso no puede ser, Reverencia —dijo Holmes, mostrando su
objeción con un movimiento de la cabeza—. No es lógico que un
hombre tan impenitente como Moriarty se haya tomado la molestia
de robar un opúsculo religioso. No, no hay duda de que el texto
encierra un significado que puede ser de gran provecho para el
profesor. Según sus propias palabras, parece que está buscando
una enorme fuente de poder.
—Pero ¿exactamente qué, señor Holmes? —pregunté.
—Sus preguntas son terriblemente directas, Hurree —dijo
Holmes, moviendo su pipa hacia mí—. Las lanza como proyectiles.
—Perdone, señor. No pretendía…
Holmes hizo una seña para que no me disculpara.
—La respuesta a su pregunta está en el Templo de Hielo. Creo
que hasta aquí pueden llegar nuestras conclusiones, si no visitamos
el lugar.
—Bien, señor Holmes —dijo el lama—, deberíamos estar allí
dentro de una semana, cuando Su Santidad se traslade para su
retiro espiritual. Es decir, siempre y cuando el regente no me
detenga antes, y frustre la visita.
—Así, cuanto antes lleguemos al templo, mejor —dijo Holmes,
con resolución—. ¿El Gran Lama podría adelantar su viaje?
—Iría contra la tradición —se lamentó el lama—. La fecha de
partida de Su Santidad ha sido designada especialmente por el
astrólogo del Estado.
—En tal caso, señor —replicó Holmes con cierta brusquedad—,
tendrá que decidir entre dejar a un lado la tradición, o ver el fin de
todo aquello por lo que ha luchado, sobre todo, la vida de su señor.
El lama Yonten permaneció en silencio unos instantes, con la
cabeza gacha, sin dejar de hacer girar con un suave chasquido las
cuentas del rosario que tenía entre las manos. Al fin, se puso en pie
y dijo con resignación a Sherlock Holmes:
—Tiene usted toda la razón, señor Holmes. ¿Cuándo cree que
debemos partir?
—Lo antes posible. No debemos olvidar que Moriarty podría
estar preparando su propio viaje al templo, siempre y cuando el
percance de esta noche no se lo impida. ¿Cree que Su Santidad
estaría en condiciones de partir mañana?
—¿Mañana? —se lamentó el lama—. Eso es imposible.
Pero, claro está, no fue imposible.

Al día siguiente, al anochecer, una pequeña expedición de jinetes


salió discretamente por la verja del muro de atrás del Jardín de las
Joyas, por la orilla desierta del río Kyichu. Solo unas pocas aves
acuáticas (en tibetano, damcha) vieron pasar la fila de hombres y
caballos. Yo cabalgaba junto al señor Holmes, detrás del Gran Lama
y del lama Yonten. Tsering, Kintup y diez soldados tibetanos iban en
cabeza. El señor Holmes había insistido en que la expedición fuera
pequeña, pues consideraba —y no se equivocaba— que un grupo
mayor podía afectar al ritmo de la marcha o, lo que era peor, podía
llamar demasiado la atención.
El joven Gran Lama no solo no opuso reparos en la decisión
precipitada de Holmes, sino que la acogió con grandes muestras de
entusiasmo y se negó a escuchar las reservas del Secretario
Principal, que no eran pocas. Sin embargo, hay que reconocer que
el lama Yonten dejó a un lado sus preocupaciones iniciales, y
enseguida procedió a organizar lo necesario para nuestra partida, ya
que había mucho que hacer. No podíamos limitarnos a hacer un
viaje sin comodidades, pues el Gran Lama en persona iba con
nosotros, de modo que debían prepararse tiendas, provisiones y
camas apropiadas para las circunstancias. Pero todo estuvo listo
con gran eficiencia antes de la hora acordada para partir.
El Templo de Hielo de Shambala estaba a unos ciento sesenta
kilómetros al norte de Lhasa, a tres arduos días a caballo. Su
situación era de lo más singular. Estaba bajo una inmensa masa de
hielo glacial, aprisionado en una profunda grieta en la cordillera
Trans-Himalaya. Los tibetanos llamaban a esta cadena montañosa
Nyenchen-thang-lha, nombre que venía de un antiguo dios
(prebudista) de la montaña al que se veneraba en el lugar.
Normalmente, el templo estaba enterrado bajo el glaciar, y hasta su
entrada quedaba cerrada por una enorme pared de hielo. Sin
embargo, por alguna razón desconocida hasta el momento, este
precipicio de hielo que cubre la fachada se derrite y se deshace una
vez cada cincuenta años, y queda abierto así el acceso al templo.
Los tibetanos creen que la pared de hielo se abre cuando los dioses
del Tíbet consideran que ha llegado el momento propicio para que el
Gran Lama suba al trono, y que siempre se ha abierto (aunque no
hay pruebas científicas de ello) con cada encarnación del Gran
Lama, si bien las tres últimas no alcanzaron la edad para visitar el
lugar; sus vidas fueron trágicamente cortas, y el país pasaba por
malos momentos.
El Templo de Hielo es accesible durante un período de tiempo. A
partir de la tercera o cuarta semana de su apertura inicial, el glaciar
empieza a moverse otra vez, y cierra la entrada al templo
sacrosanto, hasta que la siguiente reencarnación del Gran Lama
esté lista para ocupar el Trono del León del Tíbet.
No se ha conseguido dar una explicación científica a este lusus
naturae, aunque algunos exploradores rusos dicen que hay una. Yo
tengo mi visión personal de este fenómeno —única hasta el
momento—, aunque no me empeño en que sea la correcta por
excelencia. El lector puede entenderla como una simple hipótesis;
no obstante, una hipótesis formulada por un observador inteligente y
empírico.
Es posible observar dos hechos evidentes, 1) El glaciar está
obligado a avanzar en un profundo desfiladero. 2) La pared rocosa
que hay frente al desfiladero —que se alza junto a la pared de hielo
— es de un tipo de roca granítica muy dura, mientras que las
paredes de la garganta son de una piedra caliza más blanda. Así,
cada cierto tiempo, la parte interior de la garganta se desgasta más
que la boca, lo cual hace que la parte delantera del glaciar se
comprima y se concentre.
Mi teoría se basa en que la intensa presión que ejerce toda la
masa del glaciar en una abertura tan pequeña provoca un
considerable descenso de la temperatura del hielo en ese punto, y el
consiguiente endurecimiento de su consistencia (un fenómeno
natural que puede observarse al comprimir la nieve al formar bolas).
De este modo, se forma una dura y fría pared de hielo en la parte
delantera, y, así, detiene la fusión y el movimiento gradual y natural
de la masa del glaciar.
No obstante, si bien es cierto que el curso de la naturaleza
puede interrumpirse, nunca puede detenerse del todo. Con los años,
se va acumulando presión en la pared de hielo, hasta que la
temperatura de la parte delantera ya no puede descender más, ni el
hielo endurecerse. Esta presión se va acumulando lentamente
durante un período de cincuenta años, de ahí que coincida con la
llegada a la mayoría de edad de los Grandes Lamas. Al alcanzar
este estado crucial, la parte delantera de la pared de hielo se rompe
entera, para dejar al descubierto la entrada al templo oculto. Esta
brusca disminución de la presión y la temperatura hace que el
proceso inicie un nuevo ciclo, y, poco a poco, durante unas
semanas, la entrada al templo vuelve a quedar cubierta por una
sólida pared de hielo.
El segundo día acampamos cuando casi era de noche al pie del
paso que cruzaba las montañas. Sobre nosotros, contra el cielo
oscuro y nublado, se elevaban los picos blancos e irregulares de la
extensa cadena montañosa. Bajo las nieves, las laderas grises
estaban cubiertas de piedras y rocas lisas, entre las que había algún
que otro pino enano azotado por el viento, y tojos resistentes,
aislados, que daban algo de vida a aquel panorama desolador.
Ni aquel paisaje inhóspito, ni el duro viaje parecían afectar al
Gran Lama. Al contrario, más bien parecía disfrutar de lo lindo. Al fin
y al cabo era un niño, y, ¿qué niño que fuera confinado toda la vida,
en compañía de maestros aburridos, y criados y guardias viejos, no
iba a disfrutar de la libertad que suponía una excursión así, por muy
ardua que fuera? Corría por el campamento lanzando piedras a los
arbustos; hacía innumerables preguntas al señor Holmes sobre su
vida, sobre Inglaterra y el mundo. Me sorprendió ver cómo el señor
Holmes escuchaba y respondía con paciencia las muchas preguntas
del muchacho. Pero, como ya había observado en otras ocasiones,
tras aquella apariencia severa y racional, y aquel egotismo confiado
que tanto molestaba a muchos, revelaba una amabilidad y una
cortesía sorprendentes con las mujeres y los niños.
Al día siguiente nos adentramos por las elevadas e imponentes
montañas. El camino estaba lleno de rocas y placas de hielo, y, más
arriba, la nieve lo cubría todo. A lo largo de toda la mañana, los
robustos ponis avanzaron lenta y pesadamente, sin detenerse, entre
el inhóspito laberinto de picos helados, y nosotros nos
acurrucábamos en las sillas, para protegernos de la furia de los
elementos. Cuando empezó a caer aguanieve, recurrí a mi paraguas
para protegerme, pero el viento helado lo volvió del revés en cuanto
lo abrí, y tuve que enzarzarme en una pelea monumental para
cerrarlo.
Tsering y los soldados, todos de cabello largo, se colocaron los
mechones sobre los ojos para evitar que la nieve les cegara. El
resto, tuvimos que arreglárnoslas con unas gasas de colores. Sobre
las dos de la tarde, pasamos por un valle entre dos grandes picos,
donde el viento azotaba con fuerza. Tras cruzarlo, vislumbramos por
primera vez nuestro lugar de destino.
Las montañas dieron paso a un campo de nieve refulgente de
algo más de un kilómetro y medio de largo, que terminaba
abruptamente en una extensa sima, que lo atravesaba de lado a
lado, de la misma forma espectacular que el Gran Cañón del
Colorado. Un puente natural de hielo cruzaba el abismo y, al
parecer, era la única forma de sortearlo. La extensión de nieve se
prolongaba al otro lado, y toda la superficie presentaba inmensos
pedazos de detritos helados. Unos escarpados precipicios de roca
se abrían en abanico desde la pared delantera del glacial —elevada
y estrecha—, rodeando la extensión blanca. La pared de hielo, lisa y
vertical, alcanzaba unos ciento cincuenta metros de altura, y unos
treinta de ancho, como un gigantesco cristal. En la base de la pared,
había una abertura oscura y regular, e imaginé que se trataba de la
entrada al Templo de Hielo de Shambala. El suelo frente a la pared
estaba cubierto de miles de pedazos de hielo partido, que le daba el
aspecto de un mar tempestuoso, congelado.
Desde los ponis, contemplamos aquel panorama impresionante,
temblando de frío. Tomé la precaución de examinar minuciosamente
la topografía de los alrededores con el pequeño telescopio.
—Bien, señor Holmes —dije en tono alegre, tras apartar la vista
del instrumento—, parece que su insistencia en apresurarnos ha
surtido el efecto deseado. No cabe duda de que hemos llegado,
antes que el profesor Moriarty y sus compinches chinos. No he
detectado ningún indicio de presencia humana.
—Pero no debería ser así —dijo el lama Yonten, preocupado.
—¿Qué quiere decir, señor? —preguntó Sherlock Holmes.
—Dos monjes, los «Guardianes del Templo de Hielo», viven
aquí, en una cueva al lado de aquella loma —el lama señaló la
montaña a nuestra derecha—. Además, su tarea principal es evitar
que los viajeros crucen el puente, y profanen sin querer el suelo
sagrado. Pero ¿dónde están?
—Quizás estén en la cueva. Puede que no nos hayan oído
llegar.
—No es posible. Las montañas de alrededor canalizan los
sonidos del valle hasta la cueva. Por eso la eligieron. Tendrían que
habernos oído llegar hace al menos una hora.
—Hmm… No estaría de más ser cautelosos —dijo Holmes con
gravedad, frunciendo el ceño—. ¿Me permites un momento el
catalejo, Hurree?
—Claro, señor.
Se encajó el instrumento en torno a los ojos, e hizo un
reconocimiento sistemático de los alrededores. Los demás
esperamos en silencio. Sentí un ligero escalofrío de miedo, al darme
cuenta de que tal vez había hablado demasiado pronto.
—La puertecilla de madera de la cueva de los «Guardianes»
está abierta, y el viento la balancea —dijo Holmes, con
preocupación—. En la loma de enfrente, una bandada de palomas
de las nieves sobrevuelan nerviosas y en círculos sus nidos.
Dondequiera que estén, están bien escondidos.
—Tenemos que pasar entre esas dos lomas para llegar al puente
de hielo —dijo Tsering gravemente—. Creo que podrían estar
esperándonos detrás de ellas.
—¿Cuándo cree que podrían atacar?
—Seguramente, cuando estemos cerca del puente y bajemos de
los ponis para cruzarlo. Ese sería el momento más peligroso.
Estaríamos atrapados como chinches entre las pinzas de un
escorpión.
—Bueno, habrá que verlo —dijo Holmes con serenidad.
Luego se dio la vuelta hacia nosotros y nos dijo en un tono firme
y comedido:
—Cabalgaremos en fila india, con Su Santidad y el lama Yonten
en el centro. Tsering y yo iremos al frente con cinco soldados. Kintup
y los otros cinco soldados seguirán a los lamas. Usted, Hurree, irá
en la retaguardia. Ante el primer signo de ataque, corran directos al
puente, y crúcenlo a caballo. Puede que parezca una insensatez,
pero es la única posibilidad que tenemos para afrontar una fuerza
enemiga numerosa. A este lado, el valle es demasiado llano y está
al descubierto. Una vez hayamos cruzado el puente, usted, Tsering,
apostará a los soldados detrás de esos grandes bloques de hielo, y
hará retroceder a todo el que nos siga. No será muy difícil, porque
tendrán que cruzar el puente en fila india. El lama Yonten y yo
llevaremos a Su Santidad al interior del templo. Recuerden, no se
detengan al cruzar el puente. Vayan hasta el otro lado. No
esperarán que reaccionemos así, de modo que el factor sorpresa
debería ayudarnos a llevar el plan hasta el final. Buena suerte.
Ante la gran personalidad de aquel hombre, y la serena
confianza y autoridad con que esbozó el plan, nadie expresó
objeción alguna, ni hizo preguntas. Al contrario, todos nos
preparamos para seguir sus instrucciones. Atravesamos a caballo el
valle en fila india. Yo iba a la retaguardia, no muy contento con mi
posición, pero preparado para lo peor. Saqué de entre los pliegues
de mi túnica el revólver que me habían dado del arsenal de los
guardias del Jardín de las Joyas, quité el seguro y encajé el arma en
la parte delantera de mi cinturón. Al pasar por el final de las dos
lomas, vi la bandada de palomas de las nieves (Columba leuconota)
revoloteando sobre sus nidos, tal como lo había descrito el señor
Holmes; pero no vi indicios del enemigo. Pensé que quizá solo las
había asustado un leopardo de las nieves (Felis uncia). Esta feliz
ocurrencia me animó sobremanera, pues no me hacía mucha gracia
cruzar al galope el puente de hielo, que apenas debía de medir dos
metros de ancho y, además, seguro que resbalaba como el
demonio. Justo cuando empezaba a estar más tranquilo, el señor
Holmes lanzó un grito de alarma.
—¡Ya vienen! ¡Adelante!
No me molesté en mirar alrededor, y azoté a mi corcel, que
aceleró el trote. Cuando había recorrido unos treinta metros, vi a un
grupo de soldados vestidos de negro, que venía directo hacia
nosotros, desde la loma en que habíamos visto a las aves. Me volví
para mirar la loma opuesta, con la esperanza de no ver lo que me
temía, pero lo vi. Otro grupo de jinetes salió de atrás de la ladera de
la montaña y arremetió hacia nosotros.
Hubo un instante en que los dos grupos de atacantes frenaron
los caballos y miraron a su alrededor, confundidos. Era evidente que
les desconcertó la carrera que emprendimos hacia el puente. Pero
se recuperaron al momento y reanudaron la persecución, profiriendo
aterradores gritos de guerra chinos: Sha! Sha! (¡Matad! ¡Matad!)
Nuestra columna de jinetes avanzaba a toda velocidad, pero los
atacantes empezaron a ganarnos terreno. Por si fuera poco, se
acercaban por la retaguardia, donde iba yo. Espoleé a mi pobre poni
en la ijada para hacerlo correr más.
Al ganar velocidad, me di la vuelta para observar a mis
perseguidores. Debían de ser un total de sesenta. Vestían uniformes
negros y turbantes del mismo color. Llevaban colgados unos
cinturones de municiones, que les cruzaban el pecho, y, a la
espalda, modernos fusiles de repetición y largas espadas de
verdugo —o da dao, como las llaman en chino—, iguales a la que vi
tan claramente el día en que casi me ejecutan en Shigatse, durante
mi visita anterior al Tíbet. Por Júpiter. No cabía duda, eran soldados
de caballería manchúes, y no unos simples escoltas del amban.
Al mirar al frente, vi que Tsering había alcanzado el puente de
hielo. No vaciló —valiente compañero— en espolear su montura. El
puente se arqueaba ligeramente en el centro, lo cual me permitía
verle cruzar con claridad. Su poni se tambaleó al tratar
desesperadamente de agarrar los cascos a la superficie helada,
hasta que lo consiguió, y, al poco, ya estaba al otro lado. Los cinco
primeros soldados le siguieron sin problemas, así como el señor
Holmes, el Gran Lama y el lama Yonten. Los demás lograron pasar
el puente, hasta que le llegó el turno al último soldado de la
columna.
Su poni subió sin problemas hasta la mitad del arco que hacía el
puente, pero justo cuando empezaba a descender, los cascos de
atrás resbalaron, y sufrió una caída aparatosa sobre un lado. Al
agitar las patas en el aire desesperadamente, en un vano intento de
enderezarse, el animal fue resbalando hasta el borde del abismo.
Entonces dio un último relincho conmovedor y se despeñó por el
abismo. El jinete se había tirado a un lado al caer el poni, pero los
pies se le habían enredado en los estribos, y fue arrastrado con él.
Soltó un grito horroroso al caer por aquel desfiladero de hielo, y el
eco de los gritos de terror del hombre y el animal retumbaron en las
montañas como el anuncio de una fatalidad.
Espoleé a mi corcel con desesperación, pero cuando apenas
había llegado al puente, oí un alarido enloquecido a mis espaldas y
me volví. Los soldados de la caballería imperial me pisaban los
talones y agitaban en el aire sus horribles espadas con ferocidad.
Justo detrás de mí iba un soldado, un diablo amarillo picado de
viruelas. Enarboló su inmensa espada, y yo me encogí. Entonces oí
un disparo. De súbito, en medio de la frente, le apareció una
mancha roja como un clavel en flor, y con una mirada de absoluta
perplejidad, se desplomó hacia atrás y cayó del caballo.
Nuestros soldados ya ocupaban las posiciones defensivas detrás
de los bloques de hielo y disparaban a los atacantes, que, pese a
ser muchos, estaban en una situación bastante expuesta a su
enemigo. Me apresuré a cruzar el puente, aprovechando la
confusión de mis perseguidores. Al llegar al otro lado, me dirigí
hacia la pared de hielo y desmonté para ponerme a cubierto tras los
inmensos pedazos de hielo dispersos por el lugar. Tsering, Kintup y
los soldados se habían colocado en lugares seguros, y era evidente
que no necesitaban mi ayuda, de modo que empecé a andar con
cuidado entre el hielo, detrás del señor Holmes y los lamas, en
dirección al templo.
En la base de aquella pared de hielo gigantesca había una
entrada, que más bien parecía la de una cueva inmensa, pero
tallada de forma más regular, como un rectángulo vertical, de unos
doce metros de alto. A cada lado de la entrada, sobre enormes
pedestales de roca basáltica oscura, se alzaban dos estatuas
colosales de leones en couchant, que medían casi ocho metros
desde la parte superior de la cabeza hasta la base del pedestal.
Nunca había visto una representación como aquella de unos leones.
Sin duda, no estaban esculpidos según el estilo indio. Las alas
presentaban cierta influencia babilónica, pero el resto, las cabezas,
los rasgos, los contornos y la postura no tenían nada que ver con el
estilo mesopotámico; ni siquiera parecían ser de origen asiático o
chino.
¿Acaso eran obra de una civilización perdida que había existido
miles de años antes de que los tibetanos actuales habitaran aquel
territorio? El estado excelente de las estatuas, que apenas estaban
estropeadas o erosionadas, podía explicarse por el hecho de que
normalmente estaban enterradas bajo el hielo y solo quedaban
expuestas durante un período corto de tiempo, dos veces cada cien
años. Quizás, al igual que Herr Schliemann había descubierto las
ruinas de Troya pocos años atrás, yo había descubierto una antigua
civilización desconocida para el resto del mundo. Decidí
denominarla la civilización tetisiana, por el prehistórico mar de Tetis,
del que había emergido la altiplanicie del Himalaya millones de años
atrás.
Una bala pasó silbando junto a mi cabeza, de modo que dejé a
un lado las cavilaciones científicas y, con el paraguas en la mano,
entré corriendo por la inmensa puerta del templo.
21
EL TEMPLO DE HIELO DE SHAMBALA
Cuando mis ojos se acostumbraron a la tenue luz del interior, me di
cuenta, para mi decepción, que la cueva era bastante pequeña; solo
medía unos doce metros de alto por doce de ancho. Las paredes
estaban cubiertas de inscripciones y relieves extraños, que
recordaban los jeroglíficos egipcios, pero con representaciones
mucho más abstractas y fantásticas. En la cueva hacía un frío
espantoso, y de las esquinas del techo colgaban carámbanos de
hielo, que cubrían parte de las paredes. El suelo tenía una capa de
nieve pulverulenta, que crujía al contacto con las botas.
El lama Yonten atendía al Gran Lama. Lo había llevado hasta un
rincón del templo, y había dejado su manto en el suelo para que el
joven pudiera echarse. No hay que olvidar que el muchacho
acababa de recuperarse de una grave enfermedad, y la
desesperada carrera para cruzar el puente había sido un esfuerzo
desmesurado para su débil complexión. Saqué una pequeña petaca
con brandy (que solo llevo para casos de urgencia médica, ya que
soy absolutamente abstemio), quité la tapa y le di de beber aquel
líquido vital. Tosió y resolló, pero sus pálidas mejillas recuperaron el
color.
El señor Holmes estaba junto a la pared, encendiendo cerillas en
vano, con el fin de prender la linterna sorda que habíamos traído.
Por lo visto, las cerillas estaban húmedas, de modo que le acerqué
una caja de otras secas que, por suerte, llevaba conmigo. Encendió
la linterna enseguida. Tras ajustar el obturador, arrojó un intenso haz
de luz sobre la pared contraria. Desplazó la luz por toda la
habitación, que, aparte de las inscripciones en la pared, parecía
bastante vacía, hasta que iluminó una extraña estructura con varias
gradas, que había sobre un pedestal de piedra. La cubría un manto
de nieve en polvo, que le daba el aspecto de un pastel nupcial.
—Este es el Gran Mandala —dijo el lama Yonten—. El mismo
que usaron los Mensajeros de Shambala para la iniciación original
del primer Gran Lama.
Sherlock Holmes se aproximó a la estructura y empezó a retirar
la nieve de la superficie con su bufanda. Le ayudé en la tarea, y
pronto terminamos. El Mandala medía casi dos metros, mientras
que la base, formada por un disco de madera de unos treinta
centímetros de grosor, tenía casi dos metros de diámetro. Sobre
este se amontonaban, uno sobre otro, discos, cuadrados y
triángulos de piedra de tamaño cada vez menor, formando una
estructura de cono achaparrado y, al mismo tiempo, de pirámide. La
parte superior estaba coronada con una delicada reproducción de
una pagoda, con un elegante tejado en dosel. A pesar de que las
líneas y círculos básicos de aquel Mandala de piedra eran casi
iguales a los de la pintura, este no tenía la decoración ni los colores
del otro. Era más austero y funcional. Parecía más una
demostración gráfica de una fórmula matemática compleja que un
símbolo religioso.
Yo sostenía la linterna y enfocaba la luz allí donde el señor
Holmes me indicaba. Él se agachó para examinar aquella extraña
estructura con la lupa. Con cinco minutos tuvo suficiente, ya que se
puso en pie y guardó la lupa. Luego, asió con firmeza los lados del
grueso disco de piedra y ejerció toda la fuerza que pudo, al parecer,
en una dirección oblicua, sobre el pesado objeto. No percibí nada
particular, pero debió de haber algún extraño cambio, porque el
señor Holmes se detuvo y gruñó de satisfacción.
—Se mueve —dijo con un ligero tono de triunfo.
—¿Y eso qué significa? —pregunté.
—Significa que nuestro pequeño misterio, el enigma del verso
críptico, casi está resuelto.
—No le entiendo, señor Holmes.
—Recordará que habíamos llegado a la conclusión de que el
verso era un conjunto de instrucciones, seguramente, para
desentrañar algo oculto, algo valioso. Como el simbolismo de la
estructura del Mandala se emplea en el verso, lo más lógico es
concluir que las instrucciones se refieren a un Mandala de verdad,
pero uno que pueda tocarse y que sea vertical.
—¿Para que podamos andar a su alrededor en una serie de
círculos específicos, como indican las instrucciones? —pregunté,
desconcertado—. Pero…
—No, no, querido Hurree. La cuestión no es movernos a su
alrededor, sino moverlo. Gracias al rápido examen que he hecho de
esta estructura, he descubierto que no está esculpida de una sola
piedra, sino que más bien cada una de las capas que la forman
están montada unas sobre otras, a partir de piezas esculpidas de
forma individual; y cada una de ellas puede moverse o, más bien,
girar, alrededor de un eje central.
—¿Como las gachetas de una cerradura?
—Exactamente. Ha escogido la analogía perfecta, porque este
Mandala es una cerradura, si mi razonamiento es correcto, aunque
una cerradura poco corriente y de tamaño considerable.
—Entonces, ¿y la llave, señor Holmes? No la tenemos.
—¡Oh, vamos, hombre! No es necesario ser tan literal. El verso
es la llave.
—Qué obtuso he sido… —dije, avergonzado, pero el señor
Holmes no tenía tiempo para mis remordimientos y estaba ansioso
por comprobar su teoría.
—Veamos, Hurree, si me ayuda con esto y… Disculpe,
Reverendo Señor —dijo al lama Yonten, volviéndose hacia él—,
¿sería tan amable de leernos el verso?
El Gran Lama ya se había recuperado, e insistió en sostener la
linterna, mientras el lama Yonten desenrollaba la pintura del
Mandala, y leía los versos del dorso. «Om Svasti! Venerados
Budas…».
—Podemos saltarnos los versos reverenciales —interrumpió el
señor Holmes— y pasar directamente a las instrucciones
propiamente dichas.
—Como usted desee, señor Holmes —contestó el lama, que
examinó detenidamente el texto, subrayando cada palabra con su
huesudo índice—. Veamos. Hmm…, ah sí…, las instrucciones
empiezan aquí. «De frente a la dirección sagrada…».
—¿Cuál sería?
—El Norte, señor Holmes. Shambala se conoce como
«Shambala del Norte».
—Entonces, tendríamos que ponernos de espalda a la entrada y
de cara al Mandala desde esa dirección. Veamos qué más…
—Lo tengo, señor Holmes —exclamé, exultante, apartando la
nieve que cubría la base del Mandala, justo enfrente de la entrada.
En el suelo hay inscrita una vajra[41] cruzada. Seguramente indica la
dirección desde la que empezar.

—Ese es el lugar exacto en el que debe sentarse el Gran Lama


para meditar en el Mandala —dijo el lama Yonten.
—Entonces podemos tomarlo como el punto de partida —dijo
Holmes en tono enérgico—. Veamos qué dice el siguiente verso.
—«Sin dejar de dar vueltas por el camino de la Rueda del
Dharma…».
—Hurree, tenga presente que debemos seguir cada movimiento
en la dirección de las agujas del reloj. Por favor, continúe, señor.
—«Rodea tres veces la Montaña de Fuego».
—Eso sería la base del Mandala. Mire los dibujos de llamas que
hay tallados en la piedra. Vamos, Hurree, pongamos el mayor
empeño posible.
No fue una tarea fácil. El señor Holmes y yo empujamos la
piedra, resoplando por el esfuerzo, pero al fin aquel disco
gigantesco se movió lentamente. Seguimos las instrucciones y
rotamos aquel maldito peso muerto tres veces alrededor del eje,
para al final dejarlo en la posición inicial, junto a la marca de la vajra
cruzada del suelo. Me dejé caer al suelo, exhausto.
—«Dos veces los Muros Adamantinos…» —siguió leyendo el
lama sin variar el tono.
—Vamos, Hurree —me exhortó el señor Holmes—. Este será
más fácil. Es mucho más pequeño.
El señor Holmes tenía razón. El disco del «Muro Adamantino» no
era tan pesado como el disco de la «Montaña de Fuego», y solo
tuvimos que hacerlo girar dos veces. El disco de los «Ocho
Cementerios» aún fue más fácil, y el siguiente, el del «Cerco del
Loto Sagrado», pude girarlo solo.
La quinta pieza del Mandala cambiaba; de la forma circular de
los primeros discos de las montañas, muros y cercos, pasaba a
tener la forma cuadrada de un plinto con protuberancias a cada
lado, los cuatro muros de la Ciudad Sagrada y las cuatro puertas.
—«Luego, desde la Puerta Sur, dirígete hacia el Este…».
Ciñéndonos a las instrucciones, dimos al plinto cuadrado tres
cuartos de un giro. Quedaba el último elemento del verso. «El
palacio más recóndito», la pagoda con el tejado en dosel, en la parte
superior del Mandala. Fue un momento de lo más excitante.
Mientras el señor Holmes daba medio giro a la pequeña pagoda de
norte a sur, según indicaban las instrucciones, los demás
contuvimos la respiración, expectantes.
No ocurrió nada.
Un escalofrío de desilusión me sacudió el cuerpo entero. Pensé
que tal vez el señor Holmes había cometido un error importante en
algún paso de su razonamiento.
—Aún no hemos terminado, Hurree —dijo, con un gesto de
aflicción.
Se dio la vuelta y, mordiendo con fuerza la boquilla de la pipa, se
puso a dar vueltas por la cueva, levantando una polvareda de nieve
a su paso. Hizo durar sus coléricos preámbulos unos diez minutos,
hasta que, de súbito, pareció ocurrírsele algo que le alegró. El rostro
se le iluminó, y chasqueó los dedos.
—El trono de Vajra —exclamó—. Hemos olvidado «y siéntate
victorioso en el trono de Vajra».
—Pero eso no parece más que un final simbólico, señor Holmes
—dijo el lama Yonten.
—Hemos movido todo lo que podía moverse del Mandala —dije
con desánimo—. No queda nada por manipular.
—Vamos a comprobarlo —dijo el señor Holmes, acercándose al
Mandala.
Examinó cuidadosamente la pagoda con la lupa y, luego, con la
fina hoja de su cortaplumas, abrió con delicadeza las puertas en
miniatura del templo diminuto. Dentro de la pagoda había un
minúsculo trono de cristal, tallado en forma de vajra cruzada. Era
precioso. El Gran Lama lo enfocó con la luz de la linterna, y el señor
Holmes estudió aquel objeto de arte en miniatura de cerca, con la
lupa.
—¿Qué hacemos ahora, señor Holmes? —dije—. No tenemos
instrucciones sobre qué hacer con esto.
—Ah, sí que las tenemos, Hurree —dijo en tono optimista—.
Debemos sentarnos en él.
Dicho esto, puso la punta del dedo índice sobre el trono de
cristal, y lo apretó con suavidad. Se oyó un chasquido, como si se
hubiera accionado una palanca. Entonces el trono de cristal empezó
a despedir un resplandor verde, fantasmagórico. Poco a poco, se
fue haciendo más intenso, hasta que el fulgor bañó la pared norte de
la cueva, con una luz brillante como la de una luna llena en una
noche de verano. El Mandala empezó a vibrar con sacudidas cada
vez más fuertes, hasta que el templo entero empezó a temblar de
forma preocupante.
Para consternación de todos, del techo de la cueva se
desprendían carámbanos, que, al estrellarse, esparcían por todas
partes la nieve del suelo. El señor Holmes agarró al instante al Gran
Lama, e hizo lo posible por cubrir el cuerpo del muchacho con el
suyo, en un rincón de la cueva. El lama Yonten y yo nos apartamos
enseguida del Mandala, que parecía ser la fuente de aquella
inmensa energía.
Al retroceder hacia la pared del fondo, tropecé con un trozo de
carámbano que había caído, y perdí el equilibrio hacia atrás.
Esperaba caer sobre la pared y poner las manos detrás para
apoyarme, pero para mi sorpresa, no encontré ningún punto de
apoyo. Caí de espaldas, pero en vez de desplomarme sobre el
suelo, me precipité al vacío, en plena confusión. Me estrellé en el
fondo del abismo con un doloroso golpe, y en la más absoluta
oscuridad.

—¡Hurree! ¿Me oye?


La voz distante del señor Holmes penetró poco a poco en mi
mente confusa. Sacudí la cabeza para despejarme.
—¡Estoy aquí, señor Holmes! —contesté con un grito.
—¿Está usted bien?
Examiné mi condición y situación.
—Creo que sí, señor. No me he roto ningún hueso.
—Excelente. ¿Dónde está exactamente?
—Creo que estoy en el fondo de un abismo espantoso, señor.
Creo que la entrada debería estar en algún lugar del centro de la
pared opuesta a la entrada del templo.
—Pobre hombre. Espere un segundo. Enseguida le traeré algo
de luz.
Momentos después, vi aparecer sobre mí el resplandor de una
luz que agradecí. Poco a poco, como si descendiera, la luz se hizo
cada vez más brillante, y vislumbré el contorno familiar y
reconfortante de la alta figura de Sherlock Holmes, que bajaba, con
la linterna en la mano, por una escalera de piedra, seguramente, la
escalera sobre la que yo había caído. Tras él venían los dos lamas.
—Hay que felicitarle, Hurree —dijo Holmes con júbilo mientras
venía hacía mí—. El honor de haber descubierto el secreto del
Mandala es suyo.
—¿Eso era todo? —dije, decepcionado—. ¿Todo ese misterio,
todo ese ruido y alboroto para descubrir un pasadizo oculto?
—Paciencia. Lo sabremos cuando sepamos adonde nos lleva.
Enfocó la linterna en la dirección opuesta a la escalera.
—¿Ve? No termina aquí, sino que va mucho más lejos.
El lama Yonten y el Gran Lama mostraron interés por mi estado
físico, preguntaron cómo me encontraba tras aquella caída
inesperada y dieron las gracias en voz alta a las «Tres Joyas», la
Trinidad budista, por no haberme hecho daño.
Descendimos con precaución por el pasaje. El señor Holmes iba
a la cabeza con la linterna, seguido de los demás, muy cerca de él.
A pesar de que el pasaje era muy largo, era asombrosamente recto
y real, sin una sola curva, subida o bajada en toda su extensión. Las
paredes estaban construidas con tal precisión, que podrían haberse
atribuido perfectamente a un ingeniero de nuestra época. Al
avanzar, la luz de la linterna se reflejaba sobre la superficie de la
pared. Extendí la mano para tocarla y me sorprendió descubrir cuan
suave era, más suave que el mármol o, incluso, que el cristal. La
superficie era tan regular que no podía ser natural; no presentaba
grietas ni junturas, ni interrupciones de ningún tipo. Era obvio que
aquello había sido construido por un pueblo con unos conocimientos
técnicos muy avanzados. Repasé mentalmente toda la información
que había reunido hasta el momento de mi civilización tetisiana, e
intenté darle un orden sistemático para clasificarla.
De repente, el señor Holmes se detuvo y nos indicó con una
señal que interrumpiéramos la marcha. Entonces dirigió el haz de
luz sobre el suelo, que, al igual que el del templo, estaba cubierto
con una alfombra de nieve polvorienta. Seguramente, estábamos
cerca de un lugar, donde los ventisqueros llegaban al pasillo
subterráneo.
—¿Qué les parece esto? —preguntó, señalando unas huellas
claramente marcadas sobre la nieve blanda.
—Es evidente que alguien nos ha tomado la delantera —dije,
preocupado.
—Me temo que más de una persona. Hay tres tipos distintos de
huellas. Las he visto hace un momento. Uno de ellos está tullido. Si
se fijan en la huella de ese pie derecho, está bastante torcida y algo
desdibujada, porque ha arrastrado el pie.
—¡Moriarty! —exclamé, lleno de pavor.
—Sí. Como esperaba, el Ser Oscuro ha llegado antes que
nosotros. Uno de sus acompañantes va en cabeza, el otro en la
retaguardia y él en el medio. No cabe duda de que las huellas están
superpuestas.
—¿Cree que el amban va con él? —preguntó el lama Yonten.
—Seguramente, no. Las dos otras marcas son del mismo tipo de
calzado…, diría que botas chinas baratas, con suelas de tela, de las
que pueden usarse indistintamente en ambos pies. He visto que los
soldados chinos las llevaban.
No me hacía ninguna gracia seguir con aquella aventura
peligrosa, y menos cuando al final nos esperaban unos tipejos sin
escrúpulos, dispuestos a recurrir a la violencia para atacarnos.
—¿No sería mejor que…? —empecé a sugerir.
—Eso estamos haciendo —me interrumpió Holmes
bruscamente.
Extrajo un revólver de entre los pliegues de su túnica y lo
amartilló.
—Lo mejor es que actuemos con cautela. Hurree, ¿va usted
armado?
—Sí, señor —dije con resignación.
Saqué mi ridícula arma del cinturón y la preparé para hacer
frente a la lucha que nos esperaba.
—Hurree, usted cubrirá la retaguardia. Si me ocurriera algo,
saque a su Santidad y al lama Yonten de este lugar. Baje la pantalla
de la linterna. Tendremos que arreglárnoslas a oscuras.
Avanzamos con mucho cuidado por el pasadizo, que iba
ganando anchura de forma casi imperceptible. Curiosamente, cada
vez era menos oscuro, o eso me parecía. A medida que nos
adentramos, el fenómeno se hizo más evidente. Como no quería
fiarme de mi propia percepción visual, comenté tímidamente al
señor Holmes que había notado un aumento de luz progresivo. Él
también lo había advertido.
—Tiene razón, Hurree, y cuanto más avancemos por el pasaje,
más luz habrá. Debemos doblar las precauciones. La luz nos hará
más visibles y, por tanto, más vulnerables.
Avanzamos sigilosamente durante otra media hora. El pasaje se
había ensanchado tanto, que había adquirido las proporciones de
una inmensa catedral. Y en ese punto del recorrido ya sabíamos de
dónde procedía la luz. A decenas de metros sobre nosotros, había
un grandioso techo de hielo glacial y cristalino, a través del cual se
filtraba la remota luz del sol, que daba a la caverna una
luminiscencia pálida y sobrenatural.
Mientras nos desplazábamos furtivamente junto a la pared
izquierda del gigantesco pasaje, miré hacia arriba con inquietud,
para contemplar aquella tremenda anomalía de la naturaleza, y la
idea de que millones de toneladas de hielo pendían peligrosamente
sobre nosotros me corroboraba que había sido un desacierto
emprender aquella aventura. Algo más adelante había una estrecha
abertura en la pared. Parecía una grieta en la roca, pero era las
líneas regulares de una entrada. Quizás era el principio de una
bifurcación del pasaje, o el acceso a una cueva.
Sherlock Holmes se detuvo unos instantes frente a la abertura,
se apoyó sobre una rodilla e inspeccionó con minucia el manto
blanco del suelo.
—Esto no me gusta nada. Aquí cambia la alineación de las
pisadas. Ya no apuntan hacia delante, sino que forman un círculo
desigual y apuntan las unas a las otras. Es evidente que en este
punto se han reunido para consultar algo entre ellos.
Mientras, yo me había adelantado para echar una ojeada a la
entrada en la pared. Apenas había puesto un pie en esta, cuando el
señor Holmes me advirtió con un grito:
—¡Deténgase, Hurree! ¡Es una trampa!
Instintivamente, y por suerte, me hice atrás; se oyeron dos tiros,
y las balas pasaron silbando peligrosamente muy cerca de mí.
Pegué la espalda contra la pared e intenté moderar el ritmo de la
respiración y de los latidos del corazón, pues estaban
completamente fuera de control. El señor Holmes se arrimó a la
pared y se acercó con sigilo hasta mí.
—Moriarty y sus hombres se han congregado justo aquí para
prepararnos una trampa —susurró—. Pero al cebar una ratonera
con queso, hay que pensar en dejar sitio al ratón. La entrada era
demasiado evidente. Y las huellas son una confirmación que nos ha
servido de mucho.
—Pero ¿qué haremos ahora, señor Holmes? —pregunté—. No
tenemos otra alternativa que arriesgar nuestras vidas.
—Tratemos de no sucumbir a expectativas pesimistas antes de
haber agotado nuestros recursos —dijo Holmes con severidad—. En
primer lugar, debemos conocer la situación exacta de nuestros
adversarios. Hurree, si se agacha bien y se asoma un segundo para
dispararles en la dirección en que más o menos se encuentren,
quizá pueda darme ocasión para hacer un reconocimiento rápido.
¿Está listo? ¡Ahora!
Con un movimiento veloz, disparé el arma desde la esquina, y
enseguida volví a mi posición inicial para resguardarme. Justo
entonces se oyó una ráfaga de disparos de rifle, que pasó volando
junto a mí y resonó en la inmensidad de aquella caverna. El señor
Holmes también se había echado a un lado a tiempo, y tenía la
espalda contra la pared y una mirada de frustración.
—¡Al diablo! —exclamó con amargura—. Su posición es
invulnerable.
—¿Cuál es su posición exactamente, señor? No he tenido
tiempo de ver nada.
—Los dos soldados están atrincherados detrás de unos grandes
bloques de hielo que les resguardan completamente de nuestras
balas. No hay forma posible de flanquearlos, y tienen despejado el
campo de fuego de toda la entrada. Estamos atrapados aquí.
—Siempre podemos retroceder, señor —grité en medio de
aquella locura, agitando los brazos en señal de protesta.
No discutiré que fue una negligencia por mi parte hacer
aspavientos en medio de tantos disparos, porque debí de asomar un
poco la mano en la esquina. Oí un estallido agudo y, de repente,
sentí un calor intenso en la mano izquierda, como si me hubieran
hundido en el dorso la punta de un atizador al rojo vivo. Me habían
disparado. ¡Santo Cielo! Retiré de inmediato la mano herida y me la
cubrí con la mano que sostenía el revólver. Por desgracia, en medio
de la confusión, el arma cayó al suelo y, para colmo de males, al
estar amartillada, se disparó por accidente.
—¿Qué demonios…?
El señor Holmes saltó hacia atrás para esquivar la bala, que
pasó silbando junto a su nariz.
Algo avergonzado por aquel desventurado accidente, bajé la
cabeza y fingí examinarme la herida con interés. Sin embargo, para
mi consternación, la reacción del señor Holmes a aquella metedura
de pata de poca importancia y absolutamente involuntaria, fue
violenta e inesperada. Me agarró por el cuello de la túnica y me
lanzó a un lado con brusquedad. Al recuperar la compostura tras
aquel ataque contra mi persona y mi dignidad, reprendí su reacción:
—La verdad, señor, este comportamiento no es propio de un
caballero ingl…
Justo en ese instante, una gran masa de picos de hielo se
desplomó sobre el lugar en que yo me hallaba apenas unos
segundos antes. La bala perdida había dado en el techo y, en
consecuencia, buena parte de este se había derribado. El señor
Holmes debía de haberse dado cuenta y había hecho lo justo para
salvarme la vida. Me reproché mi falta de fe en él. ¿Cómo podía
haber dudado un solo instante de la integridad de mi noble y
valeroso amigo?
—Yo…, yo… —titubeé para disculparme.
Pero el señor Holmes se reía entre dientes y se frotaba las
manos.
—¡Ja, ja! ¡Estupendo! Nunca sé cuáles son sus límites, Hurree.
—Pero… —empecé a decir.
Pero Holmes alzó una mano.
—Una vez más, Hurree, a su manera inimitable, ha encontrado
la solución, le mot de l’énigme.
—Pero…
—¿Cómo está su herida, babuji? —preguntó el lama Yonten con
interés, al tiempo que cogía mi mano herida con la suya—. Si me
permite…
Por suerte, era una herida superficial. Tenía un corte en la piel,
pero apenas sangraba. El lama Yonten aplicó un ungüento de
hierbas y lo envolvió con mi pañuelo.
—Veamos, Hurree —dijo Holmes, cargando mi revólver
metódicamente—, cuando dé la señal, asomaremos un instante las
armas por la entrada y dispararemos unas cuantas veces, no a los
soldados, sino al techo que hay sobre ellos, y las retiraremos
enseguida.
Me devolvió el revólver. Me arrodillé junto a la entrada. El señor
Holmes se agachó junto a mí, con el alma sobre su cabeza.
—¿Listo? ¡Ahora!
Asomamos las cabezas en la entrada, descargamos media
docena de tiros y volvimos a nuestras posiciones, en el momento
exacto en que los soldados chinos respondieron con una descarga
mortífera. Con la espalda pegada a la fría pared, contuvimos la
respiración y esperamos. Al cabo de un par de segundos, se oyó un
estallido atronador, y una auténtica tormenta de nieve en polvo llenó
el aire, hasta reducir al completo la visibilidad durante unos
momentos.
Poco a poco, la nieve se asentó, y el señor Holmes y yo, con las
armas listas, cruzamos la entrada con cautela. Nuestro plan había
surtido mejor efecto del esperado, pues los dos desdichados
soldados habían quedado sepultados bajo la masa de escombros
helados. El efecto del tiro había sido mucho mayor en esta parte de
la cueva porque habíamos descargado más tiros, el techo era más
bajo, y de él colgaban grandes carámbanos terminados en punta.
Rodeamos la sepultura de hielo. El lama Yonten murmuró unas
plegarias, que seguramente dedicó a las almas de los dos
desdichados que habían quedado enterrados. Al otro lado, a unos
doce metros de nosotros, había otra abertura. Así que aquella cueva
era una suerte de antecámara. Atravesamos el lugar y entramos por
aquel nuevo acceso.
Salimos a un inmenso recinto circular que parecía un vestíbulo,
que medía perfectamente unos kilómetros de diámetro, cubierto por
una gigantesca cúpula de hielo, en cuyo centro debía de alcanzar
una altura máxima de, al menos, ochocientos metros. Alrededor de
esta rotonda colosal había veinte grandes estatuas de guerreros
adustos, ataviados con una extraña armadura. Eran figuras de
proporciones titánicas, comparadas con las grandes estatuas de
Buda que había visto en el valle Bamiyan de Afganistán. Mientras
contemplábamos aquella escena imponente —que habría hecho
parecer «la majestuosa cúpula del placer» del Kubla Khan un
cuenco de pudín invertido—, el lama Yonten vislumbró algo.
—En el centro hay un resplandor.
Miré a través del telescopio, pero no veía con claridad. Con el
frío y la humedad, se había condensado vapor en el interior del
ocular; por otra parte, no era un instrumento muy potente.
—No hay duda de que por allí hay algo que brilla —informé—.
Pero no acabo de ver cuál es el origen del fenómeno.
—Pronto lo sabremos —dijo Holmes lacónicamente—. Ahora
debemos ponernos en marcha.
Tras caminar durante diez minutos, llegamos ante una gran
columna de hielo —una estalagmita truncada— de casi dos metros
de altura. La columna parecía estar hecha de una clase de hielo
poco corriente, de aspecto metálico y oscuro, pero de un tono
plateado, como el color del cielo en luna llena. El extraño lustre de la
columna creaba la ilusión de no ser sólida, sino de ser una entrada a
un espacio más profundo. La cúpula de hielo reflejaba sobre aquella
superficie unos puntitos de luz que parecían estrellas, lo cual
acentuaba el efecto ilusorio. Pero aún era más fantástico lo que
había sobre la parte superior de la columna o, más bien, lo que
parecía estar suspendido unos centímetros sobre esta. Un cristal
perfecto, del tamaño de un coco grande, emitía un resplandor desde
una llama que ardía en su interior; tenía unas facetas perfectamente
talladas, que distribuían la luz en miles de formas maravillosas.
—¡Es el Norbu Rimpoche! (en sánscrito, el Chintamani) —
susurró el lama Yonten, claramente atemorizado—. La Gran Piedra
del Poder de Shambala.
—Pero eso no es más que una leyenda —dije, escéptico, pues
había oído hablar de muchas historias durante mis estancias en el
Himalaya y en Asia Central[42].
—No, babuji —me interrumpió el lama Yonten—. Reconozco la
piedra por la descripción que se hace de ella en el Tantra Sagrado
de la Rueda del Tiempo. En este se cuenta que el Mensajero de
Shambala plantó dos Piedras, una en cada polo espiritual del
planeta. La primera se perdió cuando el continente sagrado de
Ata-Ling fue devorado por las grandes olas. El segundo fue traído al
Tíbet, pero se creía que lo habían vuelto a llevar a Shambala
cuando las fuerzas del mal se extendieron en nuestro país.
—Y resulta que siempre ha estado aquí —dijo Holmes en tono
reflexivo—. Oculto, en esta vasta caverna, el verdadero Templo de
Shambala. Quizá la situación y el secreto de este templo se
perdieron tras la muerte del IX Gran Lama; y, desde entonces, se ha
creído erróneamente que la cueva de la entrada era el templo
verdadero.
—Se perdió mucho con el deceso del IX Cuerpo Santificado —
dijo el lama Yonten, moviendo la cabeza con un gesto de tristeza—.
Pero ahora, el descubrimiento del Templo Verdadero y la Piedra del
Poder asegurarán el reinado de Su Santidad y la futura felicidad de
nuestra nación. Y todo gracias a usted, señor Holmes; a usted y a
su valeroso compañero.
—¿Y no me da las gracias a mí?
Una risa áspera y estentórea quebró la santidad del templo.
—A mí, el primero en descubrir la Gran Piedra del Poder.
22
EL OJO DE LA SABIDURÍA SE ABRE
El señor Holmes y yo alzamos las pistolas a la vez cuando apareció
el cuerpo encorvado y cadavérico del profesor Moriarty, el Napoleón
del crimen, el Ser Oscuro, arrastrando los pies y cojeando de detrás
de la columna de hielo en la que se había escondido.
—Los viajes terminan en encuentros de amantes —dijo Moriarty
con alegría fingida—. Excelente. No podía esperarse una reunión
tan perfecta, incluso habiendo enviado una invitación a todos.
Tenemos, cómo no, a Holmes, el entrometido, a su gordo Sancho
Panza hindú (a quien debo una cosita) y, aah…, sí, el lama Yonten,
el mono principal de nuestro mocoso…, el último Gran Lama del
Tíbet.
—Hurree, si mueve un solo dedo, dispárele —dijo Sherlock
Holmes con gravedad, a la vez que empuñaba su revólver y cubría
el cuerpo del Gran Lama con el suyo propio.
—Será un placer, señor —dije con resolución, apuntando a
Moriarty con mi revólver.
Moriarty nos miraba con desdén. Sin duda, su desagradable
aspecto general había empeorado desde nuestro último encuentro
en la legación, ya que, además, presentaba unos cuantos
verdugones y algunas quemaduras recientes.
—¿De verdad creen que es necesario seguir haciendo esos
movimientos y pases estúpidos? Siguen sin creerme. ¡Miren!
Una ligera perturbación pareció cruzar el aire entre sus ojos y la
Piedra del Poder. Luego, una onda concentrada de alguna forma de
energía salió disparada de la Piedra y nos alcanzó las manos.
Nuestras armas desaparecieron en un destello.
—Les aseguro, caballeros —dijo Moriarty con falsa cortesía—,
que los mismos átomos que componían el metal de sus armas
primitivas han sido descompuestos y dispersados por el lugar más
lejano del universo. Quizá haya sido una demostración demasiado
extravagante. Deben disculpar esta demostración infantil. Uno no
descubre todos los días la fuente de energía más poderosa del
mundo.
»Aunque siempre se ha creído que la Gran Piedra del Poder de
Shambala se había perdido, o había sido devuelta a Shambala, yo,
a través de una larga y ardua investigación, descubrí que seguía
existiendo. Con los estudios que realicé, también descubrí que la
clave para localizarla estaba en el dibujo del pergamino que colgaba
en la capilla del Gran Lama, en el Jardín de las Joyas. En mis
intentos de hacerme con el pergamino, me vi obligado a eliminar al
Gran Lama, al predecesor de este mocoso, que, a su pesar, estaba
rezando en la capilla, sin duda, por el bien de toda criatura sensible
y patética. También tuve que deshacerme de ese bobo Gangsar
trulku, mi antiguo compañero, que se inmiscuyó en la escena con su
típica hipocresía y en un intento inefectivo de salvar a su desdichado
señor.
»Por desgracia, el Gran Maestro de las Ciencias Ocultas,
¡maldito sea!, me cogió desprevenido y destruyó buena parte de mi
memoria y poder. Ese viejo decrépito y engreído tiene suerte de
estar muerto, porque tenía una cuenta pendiente con él. Pero aun
con la mitad de la mente destruida, quedaba en mi memoria un
atisbo de lo que buscaba. Tras huir a China y establecerme luego en
Inglaterra, sentía una atracción inconsciente por el estudio científico
de cristales y piedras extrañas —hasta de piedras extraterrestres[43]
— que me proporcionaban un entretenimiento trivial. Luego, usted,
Holmes, me devolvió los poderes, y pude reanudar mi verdadera
búsqueda y llegar hasta el final.
Se aproximó cojeando al monolito, alzó los brazos e hizo volar el
cristal hasta sus manos.
—¡Deténgase! Pertenece a Shambala —gritó el lama Yonten—.
No debe funestarlo con sus manos profanas.
—¡Viejo estúpido! —gritó Moriarty duramente, con la rabia y
maldad esperadas, que empezaron a descomponer su falsa
máscara de cortesía—. Tú y los beatos de tu clase habéis tenido en
vuestras manos el mayor poder del universo durante demasiado
tiempo, y no lo habéis aprovechado. ¡Compasión! ¡Iluminación!
¡Bah! Yo, con mis propios esfuerzos, he descubierto la Piedra del
Poder, y solo yo la poseeré. Y la usaré para lo que fue creada…,
para el poder.
Con la piedra entre las manos, Moriarty alzó los brazos en alto,
hasta que todo su cuerpo quedó bañado por todos sus destellos
mágicos de luz. Parecía arder en una pira, pero aquellas llamas no
convertían en cenizas al que las tocaba, sino que lo curaban, ¡lo
hacían revivir! Apenas daba crédito a mis ojos, pero allí estaba.
Poco a poco, el cuerpo encorvado de Moriarty se fue enderezando,
hasta quedar derecho y erguido. Su cuerpo casi cadavérico se
hinchó de músculos y sangre, los hombros y brazos se
ensancharon, y su pecho hundido se expandió como un globo. Las
arrugas, las cicatrices y todas las imperfecciones se desvanecieron
de su rostro, que adquirió un aspecto joven y bello. No obstante, sus
ojos mantuvieron la mirada sombría y siniestra de siempre, y su voz
no perdió el tono duro y desdeñoso.
—Veamos, antes de someterles a los formidables poderes de la
Piedra, si bien los efectos serán distintos en su caso, quizá lo más
indicado sería darles una explicación. Tal vez les consuele saber
cómo funciona el poder que se cobrará su última deuda con la
naturaleza. Trataré de no ser aburrido, de modo que, si me permite
poner a prueba su paciencia…
Entonces, pronunció un discurso lleno de ideas extravagantes y
teorías descabelladas que él mismo, desde una posición de
superioridad, consideraba más científicas que las leyes científicas
formuladas por Dalton o incluso Newton. Por supuesto, era una
sarta de bakivas, como decimos en indostanés. Estoy convencido
de que sus trucos tenían origen en sus conocimientos de jadoo y en
el poder de los djinns y demonios que tenía a su servicio. No había
nada científico en lo que decía. Me refiero a que hasta llegó a decir
que las ondas de luz eran vibraciones electromagnéticas, cuando
todo el mundo sabe que la luz no son más que el espectro de
colores (violeta, añil, azul, verde, amarillo, naranja y rojo), como
demostró Newton en sus famosos experimentos con prismas. Aún
más estrambótica era su teoría de que los pensamientos humanos
eran meras descargas eléctricas de las células del cerebro. ¿Cómo
un hombre de ciencia como yo iba a tolerar semejantes desvaríos?
Si Moriarty tenía razón, entonces, solo teníamos que meter un dedo
en una pila eléctrica de Galvani. Como quiera que sea, transcribiré
su discurso lunático al completo para regocijo del lector. A nadie le
sorprenderá el tono catedrático y de superioridad condescendiente
de su discurso.
—La Piedra del Poder es, en esencia, un cristal —empezó a
explicar Moriarty, en un tono que solo se consentiría de ir dirigido al
tonto del pueblo—. Para ser exacto, un cristal con la estructura de
un dodecaedro romboidal. Pese a que algunos elementos de su
composición no pertenecen a este mundo, sus propiedades únicas
se derivan, sobre todo, de los mismos componentes que el cristal.
En lo que respecta al conocimiento de los cristales, nuestra ciencia
aún está en su primera infancia, pese a que las formas geométricas
exactas de los cristales han despertado el interés de muchos
pensadores. ¿Acaso los cinco sólidos platónicos, de los que tanto
tenía que decir Platón, no son simplemente distintas formas
cristalinas? Y no hay que olvidar el diamante. Simple carbono
cristalizado, y aún así, la piedra más apreciada de la tierra.
»La característica única del cristal se debe a la estructura
reticular simétrica de sus moléculas. Cuanto más unidos están los
átomos de la retícula, más se pronuncian las cualidades del cristal, y
mejores son sus…, aah…, poderes especiales. Por ejemplo, cuando
la formación de las moléculas de carbono está poco concentrada, el
conjunto carece de la estructura reticular, y el resultado es carbón u
hollín. Si se concentran más, afecta a la forma reticular de las
moléculas de carbón, y dan lugar al grafito. Cuando las moléculas
de carbón son sometidas a una enorme presión, y la estructura
reticular es comprimida, se forma un diamante. Pero si se ejerce una
presión superior sobre las moléculas y los átomos de la forma
reticular, alcanzan un estadio superior, y algunos cristales pueden
desarrollar propiedades extraordinarias. Por ejemplo, el espato de
Islandia solo puede ser atravesado por un plano determinado de luz.
Acaso les interese saber, a pesar de todas las opiniones contrarias,
que las ondas de luz son vibraciones electromagnéticas, que se dan
en todos lo planos posibles del haz. Así, el cristal de espato ordena
las vibraciones electromagnéticas aleatorias cuando lo
atraviesan[44]. Otros cristales, como el cuarzo, también presentan la
facultad de ordenar las vibraciones eléctricas.
»La Piedra del Poder es el cristal que presenta la máxima
capacidad para ordenar la luz, y amplifica y concentra las
vibraciones eléctricas de una naturaleza específica más allá de lo
concebible. Como he dicho, las vibraciones eléctricas que necesita
la Piedra del Poder son de una longitud de onda específica. Ahora
bien, la energía de la mente consiste, básicamente, en millones de
millones de descargas eléctricas infinitesimales, que se dan cada
segundo en nuestro cerebro, y tienen la longitud de onda exacta que
se necesita para activar la Piedra del Poder. Dado que muchas
personas no tienen ningún control sobre sus actividades mentales,
la Piedra es tan útil para ellos, como un violín para una vaca. Pero
para un maestro experto en ciencias ocultas, que, no solamente es
capaz de proyectar sus impulsos eléctricos más allá de su cerebro,
sino dirigirlos hacia donde quiera, este cristal se convierte en una
auténtica Piedra del Poder. Y es mía.
Mientras Moriarty se recreaba en aquel discurso pesado y
jactancioso, yo había llegado a la conclusión de que estábamos
sentenciados a muerte si no hacíamos algo, y deprisa. Pero ¿qué
podíamos hacer? Miré al señor Holmes para ver si había pensado
en algo. Pero era evidente que no podía hacer nada sin que Moriarty
se diera cuenta, ya que el profesor tenía puesta toda su atención en
su archienemigo. De hecho, parecía que la disertación pretenciosa y
petulante de Moriarty iba dirigida exclusivamente al señor Holmes. A
los ojos de Moriarty, el resto —hasta yo— éramos, desde el punto
de vista intelectual, viles gusanos. Esta revelación fue humillante,
pero hizo germinar una idea en mi mente.
Una vez más, yo, Hurree Chunder Mookerjee (licenciado en
Humanidades) iba a tener que enseñar a nuestro arrogante profesor
Moriarty (doctorado) una pequeña lección de humildad cristiana y de
buena educación.
El señor Holmes estaba de pie, frente a Moriarty, a unos seis
metros de él. Detrás de Holmes estaban los dos lamas, quienes —
me enorgullece decir— estaban de pie, erguidos, sin mostrar un
ápice del miedo que debían de sentir. Yo me hallaba a su derecha, a
unos sesenta centímetros, distancia que fui incrementando lenta y
considerablemente, mediante desplazamientos ocasionales y casi
imperceptibles hacia un lado. Cuando consideré que no podía seguir
separándome de ellos sin atraer la atención indeseable de Moriarty,
aunque estaba bastante alejado de su visión frontal inmediata,
contuve la respiración y «solté a los perros de la guerra».
Tenía en mi mano derecha la linterna. La pasé con destreza a la
izquierda, y la lancé al profesor. Como habrá adivinado el lector, mi
intención era repetir el incidente incendiario que había provocado
con éxito en la legación china. Pero no lo conseguí. Por segunda
vez, no di en el blanco. La linterna rebotó en la columna y cayó con
un repiqueteo sobre la base de piedra. Ni una triste llama, ni una
condenada chispa, salió de aquella maldita cosa. Había olvidado
que aquellas linternas modernas eran de fabricación sólida y segura.
Moriarty —maldito sea— no se agachó, ni siquiera parpadeó ante mi
ataque, sino que soltó una siniestra carcajada.
—Ah…, qué amabilidad la tuya, recordarme nuestro asunto
pendiente. Casi lo había olvidado. Veamos…
—¡Cuidado, Hurree! —gritó Holmes.
Pero fue demasiado tarde, bastante tarde.
Una fugaz corriente de luz salió de los ojos de Moriarty hacia la
Piedra del Poder. De súbito, la piedra emitió una bola de fuego, que
me alcanzó de lleno en el pecho y me lanzó hacia atrás con
violencia. Creo que perdí la conciencia durante un momento; luego
sentí un dolor intenso. Corría por mi cuerpo como fuego líquido.
Luego vi al señor Holmes inclinarse sobre mi cuerpo lánguido, con
una expresión de pena y angustia en su rostro.
—Hurree, amigo mío. ¿Me oye?
Sentí el olor de la carne quemada de mi pecho desgarrado y
supe que todo había terminado; que me embarcaba en el viaje final
de la khafila de la vida.
—Estoy muerto, señor Holmes —dije simplemente.
Pero no iba a ser tan fácil, pues oí las estridentes objeciones de
Moriarty a dejarme morir tan rápido.
—No, no, gordinflón. No tan deprisa. Antes de morir, tendrás que
arder un buen rato. ¡Fuego de carbón! ¿Eh? ¡Fuego de carbón! ¡Ja!
¡Ja! ¡Ja!
Hasta en el momento final se me negaba la paz y el consuelo. La
risa maníaca de Moriarty impregnaba el aire, y retumbaba en cada
rincón de aquella inmensa cúpula de hielo, llenando el lugar con su
horrible y exagerada repetición.
—¿Quién será el siguiente? —dijo Moriarty con una risa horrible
y socarrona—. No, usted no, Holmes. Usted presenciará la escena
hasta el final. Es necesario que sea testigo del sufrimiento que ha
causado a sus amigos con su manía impertinente de entrometerse
en mis asuntos. Veamos, ¿por dónde empezamos? Pensemos.
¿Quizás empecemos con el viaje del Gran Lama a los campos
celestiales, como dicen, con tanto encanto, en este país?
—¡Señor Holmes! —exclamó el lama Yonten, desesperado—.
¡Debe salvar a Su Santidad!
—¡Viejo idiota! —dijo Moriarty, riendo—. ¿Qué espera que haga
este inglés contra mi poder…, y contra el poder de la Piedra?
—¡Escúcheme! —gritó el lama Yonten desesperadamente a
Sherlock Holmes—. Usted no es inglés. En realidad es uno de
nosotros. Usted también tiene el poder.
—¿A qué te refieres, simio? —rugió Moriarty.
Pero el lama Yonten tenía puesta toda su atención en Sherlock
Holmes, al que sacudía frenéticamente de la solapa de su manto
ladakhi. Fue la primera y única vez que vi al señor Holmes aturdido.
Tenía la boca abierta y los ojos vidriosos. Pero el lama Yonten
persistió en su intento de convencer a Sherlock Holmes de aquella
creencia descabellada.
—Señor Holmes, señor Holmes. Escúcheme. ¡Usted no es
Sherlock Holmes! Usted es el célebre Gangsar trulku, el antiguo
abad del Monasterio del Garuda Blanco, uno de los mayores
expertos en ciencias ocultas. El Ser Oscuro le dio muerte hace
dieciocho años, pero justo antes de que su fuerza vital abandonara
el cuerpo, conseguimos transferirlo a otro cuerpo lejos de aquí,
mediante el yoga Pho-wa[45].
—No lo recuerdo…, no lo recuerdo… —titubeó el señor Holmes,
dando uno pasos atrás, como si estuviera embriagado.
—No puede recordarlo porque estaba inconsciente y a punto de
morir cuando se realizó la Pho-wa y el Orificio de Bhrama[46] se
abrió para liberar el ave sagrada. Por eso no pudimos dirigir el
principio de la conciencia tras ser liberada, y tuvimos que confiar en
el poder de las Tres Joyas para guiarlo hasta un cuerpo
habitable[47]. Es lo mejor que pudimos hacer en aquel momento.
Quizá fue mi proximidad a la muerte, postrado en el suelo de una
caverna fría, o el intenso dolor, lo que me llevó a escuchar aquella
extraña historia sin sentir un ápice de sorpresa ni incredulidad. De
hecho, de un modo medio consciente y somnoliento, me di cuenta
de que yo mismo estaba de acuerdo con esa idea. El señor Holmes,
¿un antiguo lama? ¿Por qué diablos no iba a ser posible? Era
célibe, de semblante noble y un hombre de gran sabiduría. Según
los preceptos de altruismo y compasión del Mahayana, había
consagrado su vida a proteger a los débiles, a los pobres y a los
desamparados contra las fuerzas del mal. Ayunaba con regularidad
para purificar los conductos vitales y aclarar sus ideas; y tenía tal
capacidad de concentración que, a su lado, un yogui podía parecer
un absoluto novicio. Jamás un lama reencarnado fue tan auténtico,
ni mereció tanto la túnica monástica y el gorro de oficio como mi
querido amigo.
Nuevos espasmos de dolor me sacudieron el cuerpo, y perdí el
conocimiento durante unos momentos. Al recuperarme, oí la
ofensiva risa de Moriarty.
—Gangsar, mi piadoso y caritativo compañero de clase. De
modo que, después de todo, sobrevivió. Qué inescrutables son los
caminos del karma, ¿verdad? Mis dos mayores enemigos son, en
realidad, la misma persona. Lo cual, visto así, es muy ventajoso. De
este modo, no tendré que llegar al extremo sanguinario del
emperador Calígula, que quiso que Roma solo tuviera una cabeza,
para apreciar la necesidad de economía de acción en estas cosas.
Pero antes debemos ocuparnos del Gran Lama. Tendrá que esperar
su turno, Holmes, o Gangsar, como prefiera que le llame.
—De momento, con Holmes me basta —dijo mi amigo con una
voz clara y fuerte, erguido, con los brazos sobre las caderas—, y no
vas a hacerle daño al chico.
Aunque estaba a las puertas de la muerte, casi me animé con la
fuerza renacida de Sherlock Holmes. Sus ojos penetrantes brillaban
como gemas, así como todos los rasgos distintivos de su fisonomía:
su fiera nariz aguileña, su barbilla decidida y su frente noble
parecían acentuar y revelar la grandeza de aquel hombre.
—¡Ah! ¿Percibo cierto desafío? Idiota. Idiota —se mofó Moriarty,
agitando un índice larguirucho, como si amonestara a un niño—.
¿Cree que por el simple hecho de haber recuperado la memoria y
algunos de sus poderes ocultos puede enfrentarse a mí? ¿Ha
olvidado la Gran Piedra del Poder? Ni siquiera combinando la fuerza
del Colegio de las Ciencias Ocultas con la de todos los Grandes
Maestros, vivos y muertos, podría resistir este inmenso poder. Está
por encima de sus posibilidades resistir siquiera un ápice de la
energía que genera. ¡Inténtelo!
De sus ojos salió una onda de movimiento, y, al tocar la piedra,
surgió una onda invisible de energía destructiva dirigida a Holmes y
a los dos lamas. Sherlock Holmes alzó las manos y —como si lo
hubiera hecho toda la vida, que, en cierto modo, así era— movió los
dedos de una forma extraña para formar movimientos tántricos (en
sánscrito, mudra). Al instante, una barrera casi imperceptible, una
suerte de cortina brillante de energía, pareció formarse ante ellos.
La onda provocada por Moriarty chocó contra el escudo incorpóreo
con el estallido de un trueno. Holmes y los dos lamas cayeron al
suelo. Se pusieron en pie lentamente, y, por suerte, aunque habían
sido sacudidos, parecían estar ilesos.
—Bien, Holmes, bien —alardeó Moriarty—, pero no lo bastante,
si me permite el comentario. Es evidente que no ha aplicado con
bastante diligencia las enseñanzas de su antiguo maestro. El
meñique ha de quedar recto, como los pétalos del Utpala[48]
después de la primera lluvia, y no colgar, vacilante, como el lingam
de un eunuco. ¿Lo intentamos otra vez?
Moriarty atacó una y otra vez con la formidable fuerza de la
Piedra, y Sherlock Holmes alzó una y otra vez el escudo inmaterial
para evitar que los tres fueran aniquilados. Sin embargo, era una
evidencia trágica que Moriarty estaba jugando con Holmes y que,
como él mismo había dicho poco antes, estaba usando una mínima
parte de su poder. De pie, erguido, rebosante de vitalidad, el
profesor lanzaba con toda tranquilidad ondas letales de energía
contra Sherlock Holmes, que se estaba debilitando por momentos.
Los ojos se me llenaron de lágrimas al darme cuenta de que mi
noble amigo estaba sentenciado, y, con él, el lama Yonten y el Gran
Lama; y, por tanto, el Tíbet, aquel país fascinante al que yo había
dedicado muchos años de estudio. ¿Así era como iba a acabar
todo? Mientras yo estaba en el suelo de aquella fría caverna,
postrado y moribundo, sin poder hacer nada, Moriarty se pavoneaba
a sus anchas, ufano como un gallo sobre su propio montón de
excrementos, cacareando su quiquiriquí victorioso. Era odioso, era
intolerable. Pero ¿qué podía hacer yo? Ni siquiera podía moverme.
¿O acaso podía?
Apreté los dientes y lo intenté. Me di cuenta de que tenía el
cuerpo entero inválido, no lo sentía, ni podía moverlo, a excepción
del brazo derecho, que había conservado algo de su vitalidad, al
menos, por unos instantes. Tratando de agarrarme al suelo helado
con la mano derecha, conseguí avanzar a rastras poco a poco,
sintiendo mucho dolor.
Moriarty me daba la espalda y se desplazaba lentamente hacia
el señor Holmes y los dos lamas, que eran arrojados hacia atrás con
cada golpe demoledor de la Piedra del Poder. ¡Por favor, mi
revólver! Un arma…, cualquier cosa. Miré alrededor del suelo de la
caverna, pero no encontré nada. Sobre el hielo vi mi viejo y recurrido
paraguas, pero estaba algo alejado de mí, en el lugar en que yo
debía de haber caído tras ser golpeado por la bola de fuego.
Moriarty hizo una pausa para añadir más comentarios desdeñosos y
burlones, que él, sin duda, consideraba divertidísimos.
—¿Ya ha hecho suficientes ejercicios con los dedos, Holmes?
Espero que sí, porque la próxima lección será más difícil. Veamos,
¿qué lección escogeremos? ¡Ah! Ya lo sé. Esta le encantará,
Holmes. De hecho, le enternecerá el corazón. ¡Ja, ja, ja!
Su risa volvió a resonar en la cúpula de la caverna, y un flujo de
fuego salió disparado de la Piedra.
—¡Fuego infernal, Holmes! ¡Fuego infernal! ¡Ja, ja, ja!
Justo a tiempo, Sherlock Holmes consiguió hacer unos
movimientos mágicos y alzó el escudo inmaterial, antes de que las
llamas les alcanzaran…, y los envolvieran. Por un momento, me
desesperé al pensar que el fuego los había consumido. Pero al
instante, a través de las virulentas llamaradas, vi que el señor
Holmes y los lamas estaban a salvo, al menos por un momento,
dentro de una cúpula de energía, alrededor de la cual ardía con furia
aquella conflagración mágica.
Con los dientes apretados, conseguí llegar hasta el paraguas…,
y lo agarré. Aún no sabía qué iba a hacer con él, pero me arrastré
con denuedo hacia Moriarty. Al recordarlo, en realidad no puedo dar
una explicación de cómo mi cuerpo abatido, casi falto de vida,
consiguió, no solo no darse por vencido y expirar de una vez por
todas, sino desplazarse hacia delante de aquella manera. Debió de
ser el odio absoluto que sentía por aquel canalla maldito y socarrón,
o incluso el cariño y la preocupación por mis compañeros, lo que me
dio la inspiración y la reserva de fuerza necesarias para seguir
adelante.
A medida que me acercaba a mi Némesis, el fuego fue
aumentando su vigor malévolo y empezó a adquirir vida propia.
Extrañas criaturas demoníacas —diablillos, monstruos, demonios y
brujas— revoloteaban y bailaban en derredor de las llamas, soltando
risillas y carcajadas, y gritando a mis amigos, dentro de su refugio
vulnerable.
Hice un último esfuerzo para llegar justo detrás de Moriarty. Pero
entonces me di cuenta de que, todo aquel tiempo, me había
engañado a mí mismo. No había ninguna posibilidad de poder
ponerme en pie y dar un buen golpe a aquel villano en la cabeza
con el paraguas, según había planeado vagamente. Ya era un
milagro haber conseguido arrastrarme siquiera hasta allí con la
ayuda de un solo brazo. Lágrimas de rabia e impotencia corrían por
mis mejillas y caían al suelo helado. A través de los ojos
empañados, vi a mis amigos en la última lucha por su vida.
La energía de las llamas había aumentado sobremanera.
Sherlock Holmes, exhausto y vencido, estaba hincado de rodillas,
con la mano izquierda contra el suelo, para dar un punto de apoyo a
todo su cuerpo. No obstante, aquella alma imbatible y valerosa aún
tenía fuerzas para mantener su mano derecha en alto, con los
dedos formando el mudra de protección (en sánscrito, raks mudra).
A su alrededor se movían las criaturas diabólicas, presas de
cólera, a la espera de la derrota. Tres diablillos hacían muecas y
saltaban con violencia arriba y abajo de la cúpula de energía. Una
criatura satánica negra, con los ojos en llamas, clavó con furia un
tridente en la superficie, en un intento de abrirla como una lata de
carne en conserva. Un aquelarre de brujas rascaban con uñas
afiladas los lados de la pantalla, gritando y soltando risotadas, llenas
de júbilo ante la pronta victoria…, y, bajo aquel ataque conjunto, la
cúpula se debilitaba cada vez más. Había otras muchas horribles
criaturas en aquel asalto feroz, pero era imposible verlas todas con
claridad entre aquella confusión infernal y la furia de las llamas.
La oscura figura de Moriarty pareció crecer y hacerse más
siniestra y satánica al prepararse para lanzar su último ataque.
—Bien, Holmes —bramó con regodeo sobre el rugido de las
llamas y el griterío de sus acólitos repugnantes—. Confío en que la
edad no haya mermado, ni la costumbre haya anquilosado mis
infinitos recursos. Esto no es más que un adelanto del lugar al que
voy a relegarles a usted y a sus amigos…, para siempre.
Dio un paso atrás para preparar su ataque y me pisó la mano
que tenía extendida. Casi di un grito de dolor, pero, por suerte,
conseguí aguantar y permanecer quieto. Entonces me invadió una
sensación extraña, y, en aquel incidente, vi la mano de Dios.
—Adiós, Holmes. Adiós a todos. ¡Para siempre!
Moriarty dio otro paso atrás. Agarré con firmeza la punta del
paraguas, lo eché a la pierna de Moriarty, y le enganché el tobillo
derecho con el mango. Reuní las fuerzas que me quedaban y tiré de
él. Primero, Moriarty se tambaleó hacia atrás, pero toda la fuerza del
impulso le hizo lanzar las piernas al aire y caer de bruces. Echó los
brazos hacia delante en un acto reflejo para detener la caída y, sin
darse cuenta, soltó la Piedra del Poder.
La inercia de la caída impulsó la Gran Piedra del Poder, que
cruzó el aire lentamente, emitiendo destellos, como el reflejo de la
luna llena en la superficie de un río encrespado, para pasar entre las
criaturas demoníacas y las llamaradas, cruzar el muro protector, que
empezaba a desplomarse, y caer en las manos de Sherlock Holmes.
Al levantarse del suelo, Moriarty empezó a encogerse y a
deformarse, hasta volver a ser el canalla viejo, feo, encorvado,
torcido, cubierto de cicatrices y cojo que era. Miró a su alrededor,
confuso, hasta que vio al señor Holmes con la Piedra del Poder
entre las manos con serenidad. Abrió los ojos con una mirada
alarmada. Su alarma era comprensible, pues el fuego y las
criaturillas infernales que rodeaban a Holmes dirigieron su atención
a Moriarty y, de repente, se precipitaron hacia él.
—¡No! ¡No! —aulló, aterrorizado.
Pero se abalanzaron sobre él. Moriarty ardió durante unos
instantes y, en pocos segundos, quedó reducido a un esqueleto. Se
desintegró en una nube de humo y fuego, que se alejó volando con
las demás llamas y criaturas, y desapareció.
—Noooo… —el eco del último aullido desesperado de Moriarty
se desvaneció, y se impuso el silencio y, al fin, la paz.
Sherlock Holmes se acercó pausadamente al monolito y dejó la
piedra en su lugar. Luego, vino enseguida hasta donde yo estaba
echado, ya en paz conmigo mismo, resignado a entrar en una nueva
etapa de la Rueda de la Vida. Se arrodilló a mi lado y examinó mi
herida con inquietud. El lama Yonten y el Gran Lama se agacharon
junto a él, con una mirada de preocupación.
—Confío en que esté satisfecho con los servicios prestados,
señor —susurré a duras penas, sintiendo en los labios el mismo frío
que se había apoderado de mi cuerpo.
—Más, mucho más que satisfecho, amigo.
La mirada limpia y dura del señor Holmes se empañó, y los
labios le temblaban.
—No se dé por vencido. Aún hay una posibilidad…
—No, señor Holmes —interrumpí—. Ya no hay tiempo. Solo le
pido que haga un informe completo de mi servicio al coronel
Creighton. Y, si no es una gran molestia, ¿le importaría esparcir mis
cenizas sobre el río Ganges? Soy un hombre de ciencia, pero…,
uno no puede estar seguro de todo. Adiós, señores.
—Tiene que haber un modo de hacer algo —dijo Holmes en un
tono de desesperación que me partió el corazón.
—Quizá lo haya… —dijo el lama Yonten con incertidumbre—, al
otro lado de la entrada del Mandala. Pero cómo…
—Claro —exclamó Holmes, chasqueando los dedos—.
Recuerdo cómo funciona. Podemos intentarlo. Venga conmigo, Su
Santidad. Ahora, solo usted puede salvar a nuestro amigo.
Llevó al Gran Lama de la mano hasta la plataforma de piedra. El
muchacho se sentó en la posición del loto ante la Piedra del Poder y
cerró los ojos para meditar. Sherlock Holmes se agachó a su lado y
le susurró algo al oído. Fuera lo que fuera lo que el señor Holmes
estaba intentando hacer, yo sabía que ya era demasiado tarde, pues
sentía que iba perdiendo la conciencia. Se me empezó a nublar la
vista, hasta que todo adquirió un aspecto lejano e irreal; hasta tal
punto, que ahora escribo en el papel lo que vi —o imaginé ver— a
continuación, con cierta duda y, claro está, en contra de mis
conocimientos como observador científico y archivero. No afirmo
rotundamente que lo ocurrido fuera real. Quizá fue una alucinación.
Que el lector juzgue por sí mismo.
Por alguna razón, mi visión debilitada se centró en la Gran
Piedra del Poder, cuyo resplandor, curiosamente, parecía ser la
única cosa esencial o real que me rodeaba. La luz de la Piedra fue
cambiando de forma gradual; iba adquiriendo un color más oscuro,
pero no menos luminoso. Aquel fenómeno fabuloso se hizo cada
vez más intenso, hasta que me di cuenta de que estaba mirando a
través de una abertura oscura y radiante. Aquel agujero negro fue
aumentando de tamaño, hasta ocupar toda la caverna… y el
espacio exterior de esta. Tumbado sobre la espalda, tenía ante mí
un cielo nocturno maravilloso, sin horizonte alguno que lo limitara, y
sin las restricciones normales del campo visual humano.
Aquella inmensidad no era estática. Se arremolinaba o, más
bien, bullía con energía y movimiento, como vorágines gigantescas
y trombas de agua en un mar tempestuoso. El centro de aquel
espacio oceánico pareció abrirse, para dar lugar a otro vórtice, que
fue ocupando el vacío. Esto ocurrió siete veces, hasta que tuve ante
mí siete vórtices, que se extendían en millones y millones de
kilómetros en el infinito de aquel universo de creación divina.
Luego, del centro de aquel vórtice, surgió un punto de luz, que
fue creciendo al avanzar hasta adquirir una forma precisa. Parecía
una montaña que flotaba en la lejanía, como el monte
Kinchenjoonga que se divisa desde Darjiling, que a menudo flota
sobre un mar de nubes monzónicas; o como la isla voladora de
Laputa, de Jonathan Swift. Los bordes de aquella figura con forma
de montaña refulgían con destellos de luz de distintos colores.
Al descender, vi que la figura parecía una ciudad, una ciudad
celestial, en la que descollaban torres, y palacios espléndidos se
apilaban en escalón unos sobre otros, como un monasterio tibetano
—en realidad, como el palacio Potala—, pero de un tamaño y una
altura infinitamente mayores. La ciudad emitía millones de destellos
por todas partes, mientras que los innumerables techos curvados y
en espiral de las pagodas brillaban como oro líquido. La ciudad se
apoyaba sobre una plataforma circular descomunal, de kilómetros y
kilómetros de diámetro, rodeada de unos círculos de fuego de
distintos colores, que parecían suministrarle la fuente vital de
movimiento y levitación. Claro. ¡Un mandala!
En el aire tronaba un rugido como el de miles de trompetas
tibetanas gigantes, mientras la ciudad descendía, entre luces en
movimiento, ardiendo entre destellos tan brillantes, que los sentidos
me fallaron en algún momento. Luego sentí que me elevaba hacia
las luces, lo cual, aunque parezca extraño, no me desconcertó, a
pesar del fulgor y la energía formidables que despedían. Luego, el
fulgor se convirtió en un resplandor agradable, como el de una sala
bien iluminada, e imaginé que a mi alrededor bailaban unas figuras.
Debí de haberlo soñado, pues las figuras, no solo tenían una forma
humana imprecisa, sino que eran enormes. Medían, al menos, tres
metros de altura e iban ataviadas con una extraña armadura
iridiscente, y lúgubres cascos, con penachos de fuego que se
movían de un lado a otro. ¡Claro, eran las estatuas de la caverna!
Por eso soñaba todo aquello. Una de las figuras se acercó en
silencio y se inclinó sobre mí. Era el rostro de un guerrero, noble y
adusto, pero me sonrió con amabilidad y me puso una mano sobre
los ojos. Me dormí.
Soñé que estaba tumbado sobre un altar elevado, rodeado de
sacerdotes sin rostro, vestido con túnicas blancas, que me abrieron
el cuerpo con brillante cuchillos de luz, y vertieron en mi interior
fuego líquido. Pero no sentí dolor alguno y me dormí otra vez.
23
SU ÚLTIMA REVERENCIA
Abrí los ojos y vi alondras volando en lo alto, bajo un cielo azul de
verano.
—Ah, Hurree. Está despierto —oí la voz reconfortante de
Sherlock Holmes a mi lado.
Estaba sentado cerca del lugar en que yo yacía, sobre la
pendiente de una ladera cubierta de hierba y bañada por el sol,
fumando su pipa con aire satisfecho. Yo estaba confuso, pero,
curiosamente, no me preocupaba demasiado. Sentirse vivo era
maravilloso. Me toqué el pecho. No tenía ninguna herida, no había
ni rastro de ella. ¿Había sido todo un sueño? Al apretarme el pecho
con la mano derecha, sentí una punzada de dolor en esta…, la
mano que me habían pisado.
—¡Moriarty!
—Ha pasado a mejor vida, Hurree. ¿O acaso no recuerda cómo
le hizo caer cuando estaba a punto de asestar el golpe de gracia? Si
en este país hubiera un museo público, allí deberían exponer su
paraguas.
Al oír nuestras voces, el Gran Lama, el lama Yonten, Tsering y
Kintup subieron por la ladera, desde un pequeño campamento que
había a sus pies. El Gran Lama se acercó a mí y me envolvió el
cuello con un pañuelo blanco de seda, en agradecimiento por
haberle salvado la vida. El lama Yonten, que no tenía mal aspecto, a
pesar de la terrible experiencia, me estrechó la mano con calidez, y
la sacudió una y otra vez. Tsering y Kintup se alegraban mucho de
verme vivo y despierto, aunque, a partir de ese momento, mostraron
un respeto reverencial por mí. Seguramente se debía a que el lama
Yonten, en un arrebato de entusiasmo, había descrito mi proeza en
la caverna de forma completamente exagerada. Todos mis
esfuerzos por poner las cosas claras fueron en vano, y hasta
perjudiciales, pues los dos compañeros atribuyeron mis objeciones a
mi modestia natural, y la consideraron una más de mis virtudes.
El campamento estaba en una ladera, a unos kilómetros del
glaciar, que aún se divisaba al norte. La entrada al templo volvía a
estar sepultada bajo el hielo, a la espera del advenimiento del
siguiente Gran Lama. Una parte del campamento estaba destinada
a los prisioneros, unos treinta y pico soldados chinos, abatidos,
acurrucados entre ellos para entrar en calor. Los guardias del Gran
Lama, bajo el mando espontáneo del valiente Tsering, no solo
habían conseguido embotar el ataque de los soldados chinos en el
puente de hielo, sino que, además, habían tomado la iniciativa,
encabezando el ataque y desviando su rumbo.
Al día siguiente, emprendimos el camino de regreso a Lhasa.
Durante el viaje, pregunté a Sherlock Holmes si podía hablarme de
los insólitos acontecimientos de la caverna, e intenté darles una
explicación lógica. Antes de responderme, cabalgó en silencio junto
a mí. Encendió la pipa y, tras dar unas chupadas, se volvió hacia mí.
—Tengo en demasiada estima su amistad, Hurree, para quererle
hacer creer que no estoy siendo franco con usted. Estoy bajo el
juramento sagrado de no poder revelar jamás unos secretos a nadie
que no sea de los nuestros…, aunque sea una persona digna de
confianza y una gran benefactora. He hablado de este asunto con el
lama Yonten, y está de acuerdo en que quizá sea lícito darle una
explicación general de los hechos, sin revelar información
específica, que podría interpretarse como un incumplimiento del
voto de secreto.
Incluso montado a caballo, el señor Holmes era capaz de
adoptar aquella ligera actitud didáctica que mantenía siempre al
discutir sobre un asunto.
—Una vez, el Buda dijo que existían tantos mundos y universos
en la esfera de la existencia, como granos de arena había en las
orillas del Ganges. Los teólogos budistas creen que varios Budas de
las tres edades, e incluso el propio Shakyamuni, han hecho girar la
«Rueda de la Ley Suprema» en varios de esos mundos. Muchos de
estos están más adelantados que el nuestro. En concreto hay uno,
que gobierna otros tantos miles dentro de su sistema, y que es tan
infinitamente superior a nuestro insignificante y primitivo planeta en
cuestiones de ciencia y espiritualidad, que sería tan imposible
explicar sus maravillas a un hombre moderno, como lo sería explicar
a un salvaje de la isla de Andaman el funcionamiento de una
máquina de vapor. Los seres de ese mundo nos parecerían dioses,
no solo por los poderes inimaginables que poseen, sino por su
milagrosa longevidad. Ya lo dijo el Buda: «todo lo que nace debe
morir…, hasta los dioses del cielo de Indra».
»Se cree que muchos siglos atrás, en su búsqueda de la verdad
universal, estos seres descubrieron “La Ley” y, desde entonces, han
tratado de proteger la Doctrina Noble, allá dondequiera que sea
amenazada. Siempre han velado por nuestro mundo y, a través de
una pequeña comunidad de búsqueda, en lo más recóndito de las
tierras altas del Tíbet, han mantenido un vínculo con el género
humano.
»Usted conoce la profecía de los lamas que dice que, cuando el
hombre sucumba a la codicia y a la ignorancia, causará la ruina y la
desolación en la tierra, en el mar y en el aire; y cuando las fuerzas
de las tinieblas hayan esclavizado a todo el mundo con sus
máquinas de muerte y destrucción, los Señores de Shambala
enviarán a sus poderosas flotas a través del universo y, tras librar
una gran batalla, derrotarán al mal y traerán una nueva era de paz y
sabiduría.
—¿Usted cree en esta historia, señor?
—No es necesario adherirse a una creencia como esta para ver
dónde llevará al hombre su adoración ciega por el dinero y el poder.
Cuando la tierra verde y fértil es destruida para construir lúgubres
fábricas satánicas en las que se esclaviza a niños desnutridos y a
mujeres tísicas; cuando los inocentes hombres primitivos, armados
con arcos y flechas, son convertidos a nuestras ideas de comercio y
civilización con la ayuda del cañón mortífero de nuestros fusiles
Gatling; y cuando esta diversión se hace aburrida, y todas las
naciones de Europa se convierten en campos de batalla, a la espera
de abalanzarse las unas sobre las otras…, ¿qué puede hacer una
persona racional, sino temblar por el futuro de la humanidad?
»No, no creo que sea una ligereza tomar en serio esta antigua
profecía y encontrar consuelo en su desenlace esperanzador.
Hurree, si la noche es clara y ves las estrellas, puede que hasta
veas un punto de luz al norte, en la lejanía, desde donde vendrá
nuestra salvación.

La coronación del Gran Lama o, para ser más exactos, su


«Asunción del Poder Espiritual y Temporal», tuvo lugar justo un mes
después de nuestra llegada a la ciudad. La muerte de Moriarty había
erradicado los feroces planes de la China con el Tíbet. Es más, la
prueba de los soldados chinos capturados resultó ser demasiado
embarazosa hasta para el Emperador[49], que retiró al amban
O-erh-t’ai de su cargo, lo hizo regresar a Pekín y decapitar
sumariamente, como severa advertencia para aquellos que osaran
provocar alguna diferencia entre un emperador de la China honrado
y su reverendo capellán, el Gran Lama del Tíbet. Sin el apoyo del
amban, la influencia del regente se desmoronó, y, en consecuencia,
fue detenido, juzgado ante la Tsongdu, la Asamblea Nacional, y
encarcelado de por vida.
No solo la ciudad de Lhasa, sino el país entero, celebró aquel
feliz acontecimiento. En el Gran Salón de Actos del Palacio Potala,
ante una vasta asamblea de ministros, oficiales de diversos rangos,
lamas encarnados, abades de las grandes universidades
monásticas y los embajadores del Nepal, de Sikkhim, de Ladakh, de
Bután, de la China, del Turquestán, de Mongolia, y otros pequeños
estados indios, el Gran Lama subió al Trono del León, y se le hizo
entrega de los Siete Objetos de Realeza y de los Ocho Símbolos de
Auspicio, que lo confirmaban como el Ngawang Lobsang Thupten
Gyatso, la Presencia Omnisciente, según los preceptos del Buda,
del Océano de Sabiduría, del Inmutable, del Poseedor del Rayo, del
Glorioso Décimo Tercero en la Gloriosa Línea de la Victoria y el
Poder, Gobernador Espiritual y Temporal de todo el Tíbet.
Tras esta ceremonia —en la que el señor Holmes y yo tuvimos el
honor de ocupar asientos especiales— nos fueron otorgados a
ambos, en una ceremonia más discreta, pero igualmente digna,
unos galardones por nuestros servicios. Al señor Holmes se le
obsequió con un juego de túnicas monásticas, junto con una gorra
de oficio, que le confería el rango de Huthoktu, la tercera categoría
superior después del Gran Lama, en la jerarquía lamaísta. El joven
Gran Lama en persona me entregó una singular estatuilla de bronce
del siglo XV, que representaba a Atisha, el gran maestro budista de
Bengala. Siempre recordaré, con respeto y afecto, las palabras que
acompañaron este regalo tan significativo.
—Por segunda vez en la historia —dijo el joven gobernante—, el
Tíbet debe dar las gracias a un hombre de la tierra sagrada de
Vangala.
El Gran Lama había dejado de ser el niño enfermizo que
habíamos conocido, para convertirse en el dirigente fuerte y sabio
de su pueblo. Era evidente que sabría superar cualquier obstáculo
que pudiera surgir durante su reinado[50].
Terminados los festejos de la coronación, el señor Holmes partió
hacia el Valle de la Luna Llena (Dawa Rong), al sur del Tíbet, donde
estaba situado su pequeño monasterio, el Castillo del Garuda
Dharma Blanco. Un gran séquito de monjes y criados le
acompañaron. Una vez allí, en otra ceremonia, volvió a tomar
posesión de su cargo, como lama encarnado y abad del monasterio.
Durante unos meses, también tuvo que realizar una serie de
meditaciones, pujas y ceremonias de iniciación (en tibetano, wang-
kur) con sus maestros.
Tras recibir un salvoconducto para viajar libremente por el Tíbet,
Kintup y yo, junto con Gaffuru y Jamspel, viajamos por el gran mar
interior de Chang Namtso, la masa de agua salada a mayor altitud
del mundo, con el fin de estudiar sus insólitas mareas, y hacer un
reconocimiento de la zona que lo rodea (véase mi artículo «Informe
sobre las actividades de un mar tibetano», Vol. XXV, n.º 1,
Enero/Febrero, Journal of the Geographical Society of Bengal).
Viajamos por otros muchos lagos y realizamos una serie de estudios
geográficos y etnológicos, que no es necesario enumerar. Por
último, en cuanto recibí la tercera de las severas misivas del coronel
Creighton, en que me exigía regresar, decidí, a mi pesar, que ya no
podía seguir buscando razones para prolongar mi estancia y mis
estudios en la Tierra Prohibida. Me despedí con tristeza del Gran
Lama, del lama Yonten y de Tsering. Partí de Lhasa el 10 de
noviembre de 1892.
Viajé hacia el sur, siguiendo el curso del río Brahmaputra, hasta
el precioso Valle de la Luna Llena, hasta el monasterio del señor
Holmes, que estaba situado en una ladera pintoresca, cubierta de
fragantes enebros. Pasé una semana con él y aprendí mucho de,
digamos simplemente, muchas cosas. Él había decidido quedarse
un año más en el Tíbet, para completar sus estudios. Pero después
volvería a Inglaterra[51] para terminar su labor de acabar con el
imperio criminal de Moriarty, y eliminar de todas las ciudades de
Europa su nefasta influencia. Solo volvería al Tíbet cuando hubiera
terminado su deber.
—Cumplo órdenes —dijo Holmes— y debo obedecer.
No precisó de quién procedían esas órdenes, y yo tampoco
pregunté.
En mi mente siempre quedará grabada la última visión que tuve
de mi querido amigo. Ataviado con una túnica monástica granate,
alto e imponente, permaneció de pie ante un bosquecillo de pinos
enanos junto a la verja del monasterio, acompañado de sus
discípulos, que me dedicaron una profunda reverencia al montar el
poni y alejarme. El señor Holmes alzó su mano derecha para
despedirse y me dio su bendición. Nunca más lo volví a ver.
Para mí, siempre ha sido descorazonador abandonar la soledad y la
pureza de las montañas y volver al mundo real, aunque aquella vez
los descubrimientos que había hecho me aseguraban que el mundo
iba a recibirme con medallas, galardones, nombramientos y otros
símbolos de respeto y honor. Aun así, pese a llevar una nueva vida
próspera y prominente, nunca he olvidado las sabias palabras de
Sherlock Holmes —que, sin duda, llevo en mi corazón como
palabras grabadas sobre granito— que me recuerdan el sufrimiento
y las locuras de este mundo, y la crueldad del hombre con el
hombre.
Ayer por la noche, despaché mi coche privado y al conductor,
para volver a casa andando desde el hotel Great Eastern, tras la
celebración de la cena anual de la Royal Asiatic Society de Bengala,
donde había sido invitado para hablar sobre la exploración en el
Himalaya a un grupo de caballeros elegantes y bien alimentados, y
a sus esposas aburridas y acicaladas. Fuera, una multitud de niños
hambrientos se peleaban por las sobras de comida de los cubos de
basura del hotel. Repartí entre ellos el dinero que llevaba encima.
Luego, seguí mi camino y me alejé en la oscuridad de los callejones.
Era una noche clara, sin luna. Una vez más, me encontré
mirando hacia el norte, en la dirección del lejano Himalaya, a un
cielo encendido de estrellas…, sic itur a mons ad astra…, para citar
a Virgilio.
Pero es suficiente. Aburro al lector con mis constantes cacoethes
scribindi. Que la historia llegue a su fin.
EPÍLOGO

El XIII Dalai Lama, el Gran Lama de la historia de Hurree, murió el


décimo tercer día del décimo mes del año del Pájaro de Agua (el 17
de diciembre de 1933). Unos años antes de su muerte, reveló a sus
súbditos su última voluntad política y su última advertencia.
«Puede suceder —vaticinó— que aquí, en el Tíbet, un país
extranjero ataque la religión y el gobierno desde el exterior y desde
el interior. A menos que protejamos nuestro país, el Dalai Lama y el
Panchen Lama, el Padre y el Hijo, y todos los reverendos
poseedores de la Fe, desaparecerán y quedarán en el anonimato.
Los monjes y sus monasterios serán destruidos. El imperio de la ley
se debilitará. La tierra y la propiedad de los oficiales del gobierno
serán arrebatadas. Ellos mismos serán obligados a servir al
enemigo o a vagar por el país como mendigos. Todo los seres se
sumirán en una vida de penurias; y el sufrimiento hará interminables
las noches y los días».
Sin embargo, las advertencias del XIII Gran Lama fueron
desoídas por un clero ciego y una aristocracia debilitada, que
permitieron que las obras monumentales del Dalai Lama se
deterioraran y cayeran en desuso; hasta tal punto, que el ejército
comunista chino invadió el Tíbet en octubre de 1950, para
enfrentarse a una resistencia desorganizada. Fue entonces cuando
empezaron las noches largas e interminables. Tras aplastar a la
resistencia, la China lanzó campañas sistemáticas para destruir el
pueblo tibetano y su estilo de vida. Este momento alcanzó su punto
culminante durante la Revolución Cultural, pero sigue vigente en la
actualidad, con mayores o menores grados de violencia y severidad.
En el día de hoy, han adoptado una política intencionada para
erradicar todo vestigio de identidad tibetana que sobrevivió a las
anteriores campañas de genocidio. Para ello, Pekín está invadiendo
el Tíbet con inmigrantes chinos, y tanto es así que los tibetanos se
están convirtiendo en una minoría en su propio país. En Lhasa, los
tibetanos son una anomalía insignificante en un mar de chinos.
Incluso la policía y los militares chinos de la ciudad y sus
alrededores superan en número a la población tibetana. Están allí
para controlar y reprimir.
Según los últimos cálculos, se han derruido unos seis mil
monasterios, templos y monumentos históricos; además se han
perdido inmensas cantidades de objetos artísticos y religiosos de
valor inestimable, así como innumerables libros y manuscritos de los
conocimientos únicos y antiguos del Tíbet. Alrededor de un millón de
tibetanos han muerto ejecutados, o víctimas de la tortura y el
hambre, mientras que otros cientos de miles han sido obligados a
servir como esclavos en un remoto y desolado gulag al noreste del
Tíbet, posiblemente, el mayor gulag del mundo.
Los refugiados que lograron huir de esta pesadilla han intentado
reconstruir en el exilio parte de sus vidas antiguas. Así, empezaron
a construirse monasterios, colegios e instituciones de música, teatro,
medicina, pintura, metalistería y otras artes en Dharamsala, la
capital del Tíbet en el exilio, así como en otros lugares de la India y
países del mundo donde los refugiados tibetanos encontraron un
nuevo hogar.
Fue en Dharamsala, cuando trabajaba para el Departamento de
Educación del Gobierno en el exilio, cuando, un día, oí hablar de
unos monjes del monasterio del Garuda Blanco (en el Valle de la
Luna Llena), que habían huido a la India. Hasta habían conseguido
organizar una pequeña comunidad en un bungalow británico
destartalado, justo en las afueras de la ciudad de Dharamsala. Tras
una hora subiendo por el sendero pedregoso de una montaña,
llegué a un bungalow ruinoso. Frente a la casa, había algunos
monjes leyendo sus escrituras, sentados con las piernas cruzadas
sobre una parcela de hierba rala. Pregunté a uno de ellos si podía
hablar con el responsable.
Al poco, de la casa salió un monje enorme, aunque muy alegre,
con un parecido asombroso al cómico francés Fernandel, y me
preguntó con amabilidad qué se me ofrecía. Le entregué un saco de
frutas y verduras que había llevado conmigo como un regalo, que
fue muy bien recibido, lo cual me alegró. Me invitó a sentarme en
una silla algo desvencijada en la sala de rezos, que ahora estaba
vacía, pues la mayoría de monjes jóvenes habían ido a recoger leña
a un bosque cercano. Una lámpara de mantequilla ardía en un altar
improvisado sobre la cornisa de una vieja chimenea de estilo inglés.
La pieza central del altar era un calendario con una reproducción del
retrato del Dalai Lama, enmarcada en un marco dorado de poca
calidad. A cada lado tenía unos vasos de plástico con flores de
rododendro de un escarlata intenso, que cubrían las laderas en
aquella época del año.
Entablé la tradicional charla trivial con aquel monje robusto, que
estaba entado frente a mí, sobre una caja de embalaje. Sirvieron un
té que, inevitablemente, estaba hecho con leche en polvo de la
CARE[52], con un fuerte sabor a conservantes químicos. Tras dar
unos sorbos de rigor, entré en materia.
Le pregunté si alguno de los monjes recordaba a un hombre
blanco, un sahib inglés, que había sido la reencarnación del lama de
su monasterio. Lo cierto es que no esperaba que nadie pudiera
acordarse demasiado, sobre todo, porque ya habían pasado unos
noventa años desde que Holmes había estado en el monasterio del
Tíbet, y porque solo unos pocos monjes ancianos habían
sobrevivido al éxodo desde su monasterio incendiado hasta aquel
bungalow al norte de la India. De modo que fue una sorpresa grata
para mí que aquel hombre fortachón me diera una respuesta
afirmativa.
Sí, recordaba haber oído del sahib inglés que en una época
fuera abad del monasterio. Uno o dos de los monjes también
recordaban la historia, pero los jóvenes, los novicios, la
desconocían. Le hice algunas preguntas más, sobre todo, en
referencia al día en que Sherlock Holmes había llegado al
monasterio, y el tiempo que permaneció allí. Todas las respuestas
del monje parecían convincentes.
—Señor —dijo amablemente—, si tiene usted tanta curiosidad
sobre nuestro trulku, le enseñaré algo que quizá le interese.
Hizo venir a un monje y lo envió a buscar algo. Volvió al poco
rato de una habitación interior, con un paquete rectangular envuelto
en seda vieja, que entregó al monje corpulento.
Mi anfitrión deshizo con cuidado el envoltorio de seda, para
mostrar una caja de latón bastante deteriorada; al verla, me dio un
vuelco el corazón. Abrió la caja. En su interior, entre algunos objetos
religiosos, había una lupa desportillada y una vieja pipa de cerezo
desgastada.
Durante un momento, me quedé sin habla. Me avergüenza
reconocer que me dejé llevar por el entusiasmo y, sin casi darme
cuenta, hice una pregunta descortés y precipitada:
—¿Podría venderme estos objetos? —dije, señalando la lupa y
la pipa.
—Me temo que no será posible —contestó el hombretón con una
sonrisa, y, por suerte, nada ofendido por mi falta de aplomo—. Verá,
estas cosas son muy importantes para nuestro monasterio. Y para
mí tienen un valor sentimental.
—¿A qué se refiere, señor? —pregunté, extrañado.
—Bueno, son los artículos que escogí de niño cuando llegaron a
mis manos.
—¡Pero…! —exclamé—. Quiere decir que…
—Sí —contestó, guiñando un ojo con un gesto pícaro—. No es
necesario que se sorprenda tanto.
—Pero ¡es imposible!
—¿De verdad lo cree, señor? Examine los hechos
detenidamente —dijo, en un tono didáctico—, y luego aplique esta
antigua máxima mía: «cuando ha descartado lo imposible, lo que
queda, por más imposible que sea, ha de ser la verdad».
Sentado frente a él, en aquella oscura habitación iluminada solo
con una lámpara de mantequilla, empezó a reír entre dientes, de
una forma peculiar, sin hacer ruido.

J. N.
Nalanda Cottage
Dharamsala
5 de junio de 1989
AGRADECIMIENTOS

Todos los viajes terminan saldando las cuentas: hay que pagar a los
porteadores, muleros o camelleros, y recompensar al personal,
sobre todo a los infalibles khansamah y, cómo no, al sirdar, el guía
inestimable y organizador de la caravana. También es el momento
en que uno debe buscar palabras de gratitud y recompensa por la
colaboración de compañeros leales, sobre todo, por las numerosas
muestras de amabilidad y consideración recibidas a lo largo del
recorrido.
En primer lugar, estoy en deuda con los dos célebres y mayores
escritores de la Inglaterra victoriana, Arthur Conan Doyle y Rudyard
Kipling, cuyas grandes obras han servido para concebir y nutrir este
modesto pastiche, así como una especie animal que aparece en la
historia.
Los seguidores del «Maestro» conocen las sesenta aventuras de
Sherlock Holmes, narradas por John H. Watson, como los «Escritos
Sagrados». Este canon sherlockiano, que tiene su equivalente en el
«Kangyur» del budismo tibetano, ha sido una fuente fundamental de
inspiración y referencia, y no solo en cuanto a los hechos, sino en
cuanto al estilo, e incluso a mi ambiente de trabajo.
El público general desconoce bastante la tremenda bibliografía
de crítica holmesiana que existe, que siempre ha sido considerada
como «escritos secundarios», y que tiene su equivalente en el
«Tengyur» lamaísta (comentarios). He consultado muchas de estas
fuentes secundarias para hacer posible este proyecto, entre ellas,
quiero destacar el clásico de Vincent Starrett, La vida privada de
Sherlock Holmes y, cómo no, el de William S. Baring-Gould,
Sherlock Holmes de Baker Street, así como su estupenda colección
de dos volúmenes, de las historias de Sherlock Holmes anotadas.
También debería citar dos intentos anteriores de reconstruir la época
que Holmes pasó en el Tíbet, a saber, Sherlock Holmes in Tíbet, de
Richard Wincor, y The Adamantine Sherlock Holmes.
El germen de la idea para Los años perdidos de Sherlock
Holmes surgió del fallecido John Ball («el Aviador de Oxford»),
famoso autor (En el calor de la noche, etc.), presidente de la Los
Ángeles Scion Society (la sociedad de vástagos —de Sherlock
Holmes— de Los Ángeles), y Maestro Haya-Roja-Smith de los hijos
de las Hayas Rojas de Philadelphia, quien, en 1970, una noche fría
en Dharamsala, me examinó de mis conocimientos de los «Escritos
Sagrados», y llegó a la conclusión de que me admitía formalmente a
las filas de los Baker Street Irregulars. (John Ball, «The Path of the
Master», The Baker Street Journal, marzo, 1971, Vol. 21, n.º 1,
Nueva York).
Kim, la magnífica novela de Rudyard Kipling sobre la India
británica (que Nirad Choudhari considera la mejor historia sobre la
India británica), me aportó buena parte del fondo geográfico de la
historia, el entorno del «Gran Juego», y algunos de sus personajes,
ente ellos, el más indispensable para el maestro, el bengalí Boswell.
Los cuentos de Kipling, sobre todo, las colecciones La litera
fantástica y otros cuentos, Cuentos de las colinas, y Bajo los
deodaras, me aportaron otros detalles. Debo agradecer, sin falta, los
escritos de Sarat Chandra Das, el gran estudioso y espía bengalí, el
personaje real, que sirvió de inspiración para el Hurree Chunder
Mookerjee de Kipling. Entre las obras de Das, destaca su Journey to
Lhasa and Central Tíbet, que da vida a esta historia. También debo
mencionar el título Trans Himalaya, de Sven Hedin, que me
proporcionó material para preparar la khafila de Holmes a Lhasa.
Para elaborar el fondo de la India y el Raj, me valí de:
Guide to Simla and its Environs de Sood, Plain Tales from the
Raj y A Scrapbook of British India de Charles Alien, India Britannica
de Geoffrey Moorhouse, y Costumes and Characters of the British
Raj de Evelyn Battye, a quien debo la descripción de los agentes de
tráfico de Bombay. En cuanto al ámbito esotérico, estoy en deuda
con Kazi Dawa Samdup y Evans Wentz, por sus escritos sobre Pho-
wa y trongjug, con Andrew Tomas, por Shambala: Oasis of Light, y
con Carl Jung por la relación de ovnis y mandalas en el volumen X
de sus obras completas, Civilización y transición. En las notas y
citas que aparecen en el libro, hago mención de otros estudiosos y
autores, cuyas obras han sido, bien una fuente de información, bien
una fuente de inspiración. Gracias a Gyamtso por facilitarme los dos
mapas, y a Pierre Stilli, a Lindsey y, en concreto, a Christopher
Beauchet por su colaboración en la ilustración de la primera
cubierta. Debo agradecer a Esther por transcribir el texto entero por
ordenador.
Agradezco a Shell y a Roger Larsen su cálida e inmensa
hospitalidad cuando empecé a escribir el libro, y a Tamsin por su
apoyo. Estoy en deuda con mis amigos Tashi Tsering y Lhasang
Tsering por las correcciones, las sugerencias y la implacable
persistencia para conseguir publicar «Los años perdidos». También
estoy en deuda con Patrick French por su asesoramiento en sonido
y por su generosa promoción. Debo agradecer a mi primer editor,
Aradhana Bisht, por sus útiles observaciones sobre el personaje de
Hurree. Estoy especialmente agradecido a Ian Smith, Anthony Sheil,
Elenora Tevis, Susan Schulman, Jenny Manriquez, Frank Wisner,
antiguo embajador estadounidense en la India, Tenzin Sonam, Ritu
Sarin, el profesor Sondhi y la señora Madhuri Santanam Sondhi por
animarme y ayudarme a publicar el libro. Agradezco a Amala,
Regzin y, sobre todo, a Tenzing y Namkha por su amor y apoyo
incondicionales.
GLOSARIO

Un breve glosario de palabras y frases en indostanés, anglo-indio,


sánscrito, tibetano, mogol, pahari, turco, árabe, afgano, persa y
chino.

amban: comisario manchú en Lhasa (manchú).


angrezi: inglés (indostanés).
anna: la decimosexta parte de una rupia.
argon: hijos de la unión entre yarkandis y ladakhis o nativos
de Spiti (turco).
arre!: expresión de sorpresa.
Arya-Varta: tierra noble, India (sánscrito).
baapre-baap!: ¡por mi padre! (indostanés).
babu: nativo culto con un empleo oficial (indostanés).
badakshani: caballería de Badakshan en el Turquestán
afgano.
bahadur: heroico, valiente (mogol, indostanés), un mogol, y
posteriormente el título del imperio británico en la India, el Raj.
baksheesh: limosna (indostanés).
bakwas: tonterías (indostanés).
baraat: procesión nupcial (indostanés).
Benarés: ciudad santa del Hinduismo, situada a orillas del
Ganges.
bewakoof: tonto (indostanés).
bhangi: barrendero (indostanés).
bhisti: aguador (indostanés).
bhotia: (bhutia) habitantes tibetanos o de etnia tibetana del
Himalaya indio (indostanés).
bidi: puro pequeño que fuman los nativos (indostanés).
Bikaner: antiguo estado y ciudad del príncipe en Rajastán.
Bilaur: cristal (indostanés).
bistra: petate (indostanés).
bodhisattva: en el budismo de Mahayana, persona que está
próxima a alcanzar el nirvana, pero retrasa el momento
debido a su compasión por el sufrimiento humano (sánscrito).
Brahmo Somaj: «La Sociedad Divina», fundada por el Rajá
Ram Mohán Roy, el gran reformador indio y decano del
renacimiento de Bengala.
budmash: alguien malo, un villano.
bukoo: toga de estilo tibetano (indostanés).
bundobust: aptitud para organizar (indostanés).
bundook: un rifle (indostanés).
burra: grande, importante (indostanés).
burra mem: señora importante (indostanés).
cabuli: de Kabul, Afganistán (indostanés).
chale jao: vete (indostanés).
¡chalo!: ¡adelante, muévete! (indostanés).
chang: cerveza suave y densa obtenida a partir de cebada
fermentada.
chaprasi: funcionario, mensajero —de «chapras», hebilla de
latón que se lleva sobre el cinturón— (indostanés).
Chatter Munzil: palacios de Lucknow erigidos para las
esposas de un gobernante musulmán.
chilingpa: extranjero, europeo (tibetano).
Chini: aldea de montaña situada en la frontera tibetana en
Kinnaur, en la actual Kapla.
Chintamani: joya de la mitología budista que cumple los
deseos (sánscrito).
chokra: golfillo, muchacho de la calle (indostanés).
chota-hazri: té que se toma a primera hora de la mañana
(anglo-indio).
churail: fantasma, espíritu de una mujer fallecida en la infancia
(indostanés).
C. I. E.: siglas en inglés para comandante del imperio indio
(Commander of the India Empire), título británico.
daal: lentejas (indostanés).
dacoit: bandido, de los dakoo indios (anglo-indio).
da dao: espada de hoja grande que usan los verdugos
(chino).
dak bungalow: casa de hospedaje del estado (anglo-indio).
damcha: aves acuáticas (tibetano).
dawat: banquete ceremonial.
dayig: misiva oficial, literalmente «misiva flecha» (tibetano).
dekchis: olla (indostanés).
dekho: mirada (indostanés).
deodara: subespecie del cedro (cedro deodara) autóctona del
Himalaya occidental.
dharma: en el budismo, ley o verdad universal, sobre todo,
según la revelada por Buda (sánscrito).
dhoti: pantalones holgados que utilizan algunas castas
hindúes (indostanés).
dhow: barco árabe de vela latina, con la proa saliente, la popa
elevada y el combés abajo.
dorjee: inicialmente, el arma rayo de Indra; posteriormente se
incorporó a la simbología budista como la «vajra» (sánscrito),
el Cetro Diamantino (tibetano).
dorjee doble: dos «Cetros Diamantinos» cruzados, símbolo
budista de la inmutabilidad (tibetano).
drilbu: campana (tibetano).
Eblis: equivalente de Satán en el islam (árabe).
ecca ghari: carro pequeño de dos ruedas, arrastrado por un
poni.
estación de montaña: estación situada sobre los 1500 metros
de altitud, a la que el Estado y el Gobierno central indio se
trasladaba durante las estaciones más cálidas.
gadha: asno (indostanés).
Garuda: el ave fénix o el ruc, el ave omnipotente de las
mitologías hindú y budista (sánscrito).
ghau: caja-amuleto (tibetano).
Gran Juego: enfrentamiento y contraespionaje anglo-ruso en
las fronteras del norte de la India.
hai-mai: ¡pobre de mí!, lamento de desesperación
(indostanés).
hakim: médico (indostanés).
havildar: sargento (indostanés).
hawa-dilli: «exaltador de corazones», un amuleto
(indostanés).
hookah: la pipa de agua oriental, narguile (indostanés).
howdah: silla de montar cubierta con un dosel que se coloca
sobre el lomo del elefante (indio).
huthoktu: lama de alto rango (mogol).
idhar aao: ven aquí (indostanés).
inter: del inglés intermediate. Una de las muchas clases que
había antiguamente en los trenes de la India. En este caso,
entre tercera y segunda clase (anglo-indio).
izzat: honor (indostanés).
jadoo: magia (indostanés).
jaldi: rápido (indostanés).
jamun: árbol de la India y del sur asiático, Syzygium cumini
(familia de las mirtáceas); su fruto es una baya comestible de
color purpúreo (indostanés).
jehannum: Gehenna, infierno (indostanés).
jhampanees: hombre que tira de un carrito para transportar
personas en Simla (pahari).
jhula: un puente rudimentario suspendido (indostanés).
ji: sufijo que denota respeto por la persona con la que se
utiliza (indostanés).
jingals: mosquetes pesados de mecha corta, apoyados sobre
una horquilla, que necesita de dos hombres para dispararse
(anglo-indio).
kabari: tienda de artículos de segunda mano (indostanés).
kacha: temporal, provisional, frágil (indostanés).
Kali: sanguinaria deidad femenina hinduista, muy adorada en
Bengala.
Kalka: pueblo a los pies del Himalaya, en la ruta de Ambala a
Simla.
kankar: piedra caliza (indostanés).
karma: creencia budista-hinduista, según la cual cada acción
de una persona causa una serie de repercusiones inevitables
en ella misma, ya sean estas buenas o malas, ya sea en su
vida en su reencarnación (sánscrito).
Kashag: gabinete de ministros tibetano.
Kashgar: gran ciudad al este del Turquestán.
Kathiawar: península situada en la costa noroeste de la India.
kayeth: escritor de cartas en un bazar, o persona
perteneciente a la casta del mismo nombre (indostanés).
kya hai: ¿qué es esto? (indostanés).
Kesar de Oros: Zar de Rusia (turco).
khabardar: expresión admonitoria que significa «ten cuidado»
(indostanés).
khafila: caravana (árabe).
khanda: un tipo de espada (¿afgano?).
khatag: pañuelos blancos de algodón o seda, que los
tibetanos utilizan como obsequio en muestra de
agradecimiento o respeto (tibetano).
khura: galleta ladakhi de consistencia dura.
kismet: destino, azar (indostanés).
kotgarh: yacimiento de una misión cristiana, situado al noreste
de Simla.
Kuan-yin: forma femenina del Bodhisattva de la Compasión,
típico del budismo chino y japonés (del japonés, Kannon).
kuch nahin: nada (indostanés).
kunjri: la casta de verduleros (indostanés).
kusho: señor o venerable señor (tibetano).
Kuttar: puñal (¿afgano?).
kya: ¿qué? (indostanés).
la: paso de montaña (tibetano).
lakh: cien mil (indostanés).
Las Tres Joyas: La Trinidad budista: Buda, Dharma y Sangha.
lathi: bastón de bambú (indostanés).
Leh: capital de Ladakh, y un antiguo e importante centro
comercial entre el Tíbet, Cachemira y Asia Central
(indostanés).
lha: dios, deidad (tibetano).
lha gyalo: ¡Victoria a los dioses! (tibetano).
lingam: símbolo fálico (sánscrito).
Lingkor: la via sacra tibetana, que rodea la ciudad de Lhasa.
Lopchag: caravana anual que el rey Ladakh ofrece como
tributo al Dalai Lama (tibetano).
Lunkah: cigarro puro de sabor fuerte muy apreciado en
Madrás.
mahasiddha: persona que ha alcanzado una realización
espiritual muy completa (sánscrito).
mahout: conductor de un elefante (indostanés).
Mandala: diagrama cósmico intricado (sánscrito).
mani lag-'khor: rueda de rezos que se lleva en la mano
(tibetano).
mantra: invocación (sánscrito).
mela: feria (indostanés).
momo: albóndigas de carne cocidas al vapor (tibetano).
mudra: señales místicas (tibetano).
Murree: estación de montaña al noroeste de la India, famosa
por su cerveza.
mursala: carta del rey, documento estatal enviado de forma
oficial (persa).
mussak: odre para llevar agua (indostanés).
nabab: en la India musulmana, gobernador de una provincia.
namaste: saludo (indostanés).
Narkhanda: pueblo al noreste de Simla.
nikaljao: sal de aquí (indostanés).
nizamut: acusación criminal (indostanés).
norbu rimpoche: vid. Chintamani (tibetano).
nowkri: servicio, empleo (indostanés).
Ocho Símbolos de Auspicio: el Parasol, los Dos Peces de
Oro, la Caracola (con la espiral hacia la derecha), el Nudo Sin
Fin, el Estandarte de la Excelencia Suprema, la Rueda de la
Ley, el Jarrón de las Grandes Riquezas y el Loto.
Om Mani Vadme Hum: invocación budista (mantra), que a
menudo se traduce como «¡Salve la Joya del Loto!»
(sánscrito).
Oswal Jain: división dependiente de la comunidad religiosa
Jain, conocida por la sagacidad para comerciar de sus
miembros.
paan: taco hecho de hoja de areca, especias y lima, que es
costumbre masticar entre los indios, y que produce un ligero
efecto narcótico. Mancha los dientes y los labios de rojo
(indostanés).
paan-bidi wallahs: vendedores de cigarrillos y paan
(indostanés).
pahari: montañés.
P&O: abreviatura de la Peninsular and Oriental Steam
Navigation Company, la compañía naviera más conocida por
los británicos, que hace viajes a la India y a Oriente.
parao: lugar de reposo para viajantes en un camino
(indostanés).
Peshawar: ciudad situada en la entrada del paso de Khyber, y
capital de la Provincia Fronteriza del Noroeste.
pho-wa: ejercicio de yoga, que consiste en traspasar el
principio de la conciencia de una encarnación a la siguiente
sin que haya una interrupción en la continuidad de la
conciencia (tibetano).
phurba: puñal ritual de tres hojas, llamado erróneamente
«dagas de espíritu» (tibetano).
pie: era la fracción más pequeña de la antigua rupia. 16 annas
hacían 1 rupia, 4 piezas hacían 1 anna y 3 pies hacían 1 pieza
(indostanés).
poshteen: abrigo de piel de cabra largo que se emplea en
Afganistán.
pukka: palabra de diversos significados, que puede significar
robusto, macizo, fornido, sincero o genuino (indostanés).
pundit: hombre instruido, profesor (indostanés).
punkah: abanico (indostanés).
Puranas: los dieciocho textos sagrados escritos entre
200 a. C. y 800 d. C, que contienen relatos épicos, míticos y
parte de la sabiduría popular de la religión y la ética hindú. En
sánscrito, purana significa viejo o de viejo.
puttoo: artículo de lana tejido a mano (indostanés).
Rai Bahadur: título importante otorgado por el Virrey
(indostanés).
raks mudra: mudra protector (sánscrito).
ramasi: lengua de los thugs.
Rampur: pueblo situado en las orillas del río Sutlej, al noreste
de Simla, y capital del estado de montaña independiente de
Bushair.
rukho: detente (indostanés).
saat bhai: sociedad secreta hindú.
sadhu: mendigo religioso (indostanés).
sais: mozo de cuadra (indostanés).
sakht burra afsar: oficial de alto rango (indostanés).
salaam: saludo, de ahí «Dé mis salaams a…»; también
salaam wasti: presentar los respetos a alguien (indostanés).
Sambhar: ciervo de gran tamaño, autóctono de la India
(indostanés).
samsara: en el budismo, el proceso de pasar a existir como
una criatura mortal distinta. En indostanés, el interminable
ciclo de nacimientos, muertes y renacimientos a los que están
sujetos todos los seres (sánscrito).
sanga: puente rudimentario de tablas de madera (pahari).
sanyasi: ermitaño, religioso (indostanés).
sati: costumbre india según la cual la viuda moría quemada
cuando moría su esposo, que Ram Mohán Roy condenó, y el
imperio británico ilegalizó (indostanés).
seer: medida de peso india equivalente a 907,2 gramos
(indostanés).
serai: caravasar, y hospedaje para alojar a los viajeros
(indostanés).
sha!: ¡Matad! (chino).
shabash: muy bien, bravo (indostanés).
shaitan: el Diablo (indostanés).
shamiana: entoldado, toldo, tienda (indostanés).
shikar: cabaña (indostanés).
Siete Objetos de Realeza: la Reina Preciosa, el Ministro
Precioso, el General Precioso, la Gema Preciosa de los
Deseos Cumplidos, la Rueda Preciosa, el Elefante Precioso y
el Caballo Precioso.
sirdar: jefe, dirigente, y también organizador de una caravana
o de una expedición (indostanés).
sitar: cítara, laúd indio de varias cuerdas (indostanés).
Sivaliks: cadena de estribaciones en el Himalaya occidental.
Skanda Puranas: uno de los dieciocho textos sagrados de los
Puranas.
Spiti: población situada en la frontera con el Tíbet, en el valle
de un afluente del Sutlej.
taar: telegrama, literalmente «cable» (indostanés).
talwar: espada (indostanés).
tantric: budismo esotérico (sánscrito).
tasam: hospedajes en los camino para las caravanas
(tibetano).
tat: ponis de montaña (indostanés).
thana: comisaría, cárcel (indostanés).
thugs: organización de asesinos (indostanés).
ticca-ghari: coche de cuatro ruedas que se alquila, taxi
(indostanés).
tiffin: almuerzo (anglo-indio).
tommies: soldados rasos británicos; la palabra viene de
«Tommy Atkins».
Trichinopoly: marca de cigarros puros de buena calidad,
fabricados en Worur, población próxima a la ciudad de
Thiruchirapalli (o Trichinopoly) al sur de la India (anglo-indio).
trongjug: el yoga de traspasar el principio de la conciencia de
una persona, al cuerpo de otra persona viva (tibetano).
trulku: reencarnación de un lama (tibetano).
tsampa: harina de cebada tostada (tibetano).
Tsongdu: Parlamento tibetano o Asamblea Nacional
(tibetano).
tungan: chino musulmán de Kansu.
Tuticorin: puerto de mar al extremo sureste de Madrás, que
mantiene relaciones comerciales con Ceilán.
uchen: escritura tibetana impresa.
umay: escritura tibetana cursiva.
Umballa: antigua forma de escribir Ambala, la capital de una
provincia al este del Punjab.
Upanishads: en el hinduismo, cualquiera de los tratados
especulativos, escrito normalmente en diálogo, compuestos
entre los siglos VIII y VI a. C., y escritos por primera vez en
1300 d. C. (sánscrito).
utpala: el Loto Azul, Nymphaea cerúlea (sánscrito).
vajra: vid. dorjee (sánscrito).
Vangala: Bengala (sánscrito).
wahl: expresión que denota sobrecogimiento y admiración
(indostanés).
wang-kur: ceremonia de iniciación.
yakdan: arcón de madera recubierto de piel (turco).
yamen: residencia del representante manchú en Lhasa
(manchú).
Yarkand: ciudad al este del Turquestán, situada en un gran
oasis de la cuenca del Tarim.
Yidam: deidad protectora (tibetano).
Za (demonio): demonio planetario con el cuerpo de un
escorpión cubierto de ojos (tibetano).
zoolum: opresión (indostanés).
JAMYANG NORBU (Tibet, 1949), autor comprometido con la política
y la cultura tibetana, es el director del Amnye Manchen Institute —
Centro tibetano de estudios avanzados—, y también del Tibetan
Institute of Performing Arts. Entre sus obras destacan —además de
Los años perdidos de Sherlock Holmes, galardonada con el
Crossword Book Award 2000 a la mejor novela inglesa de ficción—
Warriors of Tibet, Illusion and Reality, y, como editor, Performing
Traditions of Tibet.
Notas
[1] F. R. S: Fellow of the Royal Society. (N. de la T.). <<
[2]Creí que ya había dado con el esquivo noruego cuando encontré
este libro en la Oxford Book Store de Darjiling: A Norwegian
Traveller in Tibet, de Per Kvaerne, (Biblioteca Himaláyica, serie 1
Vol. 13), Manjusri, Nueva Delhi, 1973. Lamentablemente, se trataba
del relato de un noruego de verdad y, además, misionero. <<
[3]
Kipling ampliaba y añadía esta explicación en su novela Kim,
publicada en 1901. <<
[4]Herbert Spencer, 1820-1903: pensador Victoriano influyente y
célebre en la esfera internacional. Formuló la «filosofía sintética»,
que trataba de aplicar la teoría científica —en concreto, la evolutiva
— no solo a la biología, sino también a la psicología, la sociología, la
antropología, la educación y la política. <<
[5] Por una feliz coincidencia, Watson termina su narración de la
muerte de Holmes en las cataratas de Reichenbach (El problema
final) con una frase similar. Es posible que Watson y Mookerjee
evocaran de forma inconsciente las palabras de otro biógrafo más
antiguo sobre la muerte de su célebre amigo y mentor. Al final de El
Fedón, Platón escribió: «Ya sabes, Echecrates, cuál fue el fin del
hombre de quien podemos decir que ha sido el mejor de los
mortales que hemos conocido en nuestro tiempo, y además el más
sabio y el más justo de los hombres». <<
[6] Milton, El paraíso perdido. <<
[7]Parece ser que las indiscreciones de Kipling en cuanto al servicio
secreto indio no se limitaron al caso de «El pedigrí del semental
blanco». Los lectores de Kipling sabrán que Strickland y sus
actividades secretas no solo aparecen en Kim, sino también en
bastantes relatos. El autor presenta a Strickland como un
investigador muy competente, aunque sin duda menos cerebral que
Holmes. Es un maestro del artificio, y posee amplios conocimientos
de las costumbres y el folklore indios, sobre todo de los más
arcanos y turbios. <<
[8]Para más información sobre el relato de Strickland, véase el
cuento de Kipling «Miss Yougal’s Sais» en Cuentos de las colinas.
<<
[9]Seguramente se trata de la nota necrológica de la agencia Reuter
que se publicó en todos los periódicos del 7 de mayo de 1881, que
el doctor Watson menciona en La casa vacía. <<
[10]
Holmes relata al doctor Watson una breve biografía del profesor
Moriarty casi idéntica en El problema final y en El valle del terror. <<
[11]Con esta afirmación queda aclarada una de las meteduras de
pata menos célebres del doctor Watson como informador. En La
casa vacía, Watson cuenta cómo Holmes atribuye la derrota de
Moriarty a sus conocimientos de «(…) baritsu, el sistema japonés de
lucha (…)». En realidad, la palabra baritsu no existe en la lengua
japonesa. El término que empleó Holmes, y que Hurree menciona
correctamente, es bujitsu, la palabra genérica en japonés para las
artes marciales, que incluye el sistema japonés de lucha (jujitsu)
como esgrima, el tiro al arco, etc. El estadista y estudioso japonés,
el conde Makino, presentó una explicación similar sobre el error de
Watson, en una ponencia durante la reunión inaugural del Capítulo
de Baritsu, de los Baker Street Irregulars in Tokyo del 12 de octubre
de 1948. (Véase Foreign Devil: Thirty Years of Reporting in the Far
East, Richard Hughes, Andre Deutsch, Gran Bretaña, 1972). <<
[12]Este movimiento es semejante a una técnica de sacrificio en judo
llamada Tomoe-nage. <<
[13] Se trataba de su hermano Mycroft, como Sherlock Holmes
informaría posteriormente al doctor Watson al regresar a Londres
(véase La casa vacía). Holmes también confiaría a Watson, con
bastantes rodeos, que Mycroft era el jefe del servicio de inteligencia
británico. En El intérprete griego, Holmes señala que Mycroft
«ocupaba un modesto despacho, a las órdenes del gobierno
británico», pero en realidad era «el hombre más imprescindible del
país». Más adelante, en Los planos del «Bruce-Partington»,
Sherlock Holmes confía a Watson que el puesto gubernamental y
exclusivo de Mycroft consistía en «un intercambio esencial de
información entrante» y que, «como en otras ocasiones, su opinión
ha sido determinante para la política nacional». <<
[14]
Holmes expresa un pensamiento similar en la conclusión de La
aventura de la caja de cartón. <<
[15] La única referencia que he encontrado sobre esta planta única
ha sido en Princess of the Black Bone, de Peter Goullart, John
Murray, 1959. Goullart afirma lo siguiente: «Un botánico eminente
me dijo que en la parte más elevada de la ladera de Minya Konkka
crece, entre la nieve, una primavera extraordinaria, la Prímula
glacialis, una de las flores más raras del mundo, descubierta por un
sacerdote católico. Era comparable al cielo por la pureza de su color
azul y la delicadeza de su contorno (…) ¿Por qué las flores más
hermosas, cautivadoras y delicadas del planeta crecen a tanta
altitud, fuera del alcance de la humanidad y bajo unas condiciones
tan extremas e imposibles, en que deben afrontar temperaturas bajo
cero, granizo, desprendimientos de tierra y fuertes vientos?». <<
[16]Sir Joseph Dalton Hooker viajó por la India entre 1840 y 1850,
sobre todo, por el Himalaya de la zona de Sikkhim, con el fin de
estudiar la distribución y evolución de las plantas. Fue uno de los
científicos más ilustres del siglo XIX, y amigo íntimo de Darwin. <<
[17]Sherlock Holmes hace unas afirmaciones muy semejantes en El
problema final y en el caso anterior, El tratado naval. Es interesante
que su vena metafísica sea tan manifiesta en estas dos ocasiones,
justo antes de su último encuentro con el profesor Moriarty; sin
duda, el momento más peligroso, y el más significativo, de su vida.
<<
[18]
¿Podría tener alguna relación con «la repulsiva sanguijuela roja»
que el doctor Watson menciona en la introducción de la aventura de
Las gafas de oro? <<
[19]Alphonse Bertillon (1853-1914), el célebre detective francés, fue
el padre del sistema revolucionario de clasificación y captura de
delincuentes, que consistía en medir y clasificar partes invariables
del cuerpo humano. Llamó a esta invención «antropometría» o
medición del cuerpo. <<
[20]
En 1896, en la región bengalí de Hoogly, el inspector general de
la policía introdujo, por primera vez en el mundo, el sistema
dactiloscópico para identificar a delincuentes. No fue hasta 1901
cuando Scotland Yard adoptó el sistema Henry de clasificación de
huellas dactilares, según las líneas y formas de estas. <<
[21]A pesar de parecer una novedad, el rifle de aire comprimido ya
se usaba en épocas anteriores. Luis XIV cazaba ciervos con un rifle
de aire comprimido. Incluso los franceses lo usaron con éxito en las
guerras napoleónicas contra los austríacos. También se emplearon
en la famosa expedición de Lewis y Clark. <<
[22]Del inglés, intermediate (intermedio). Una de las muchas clases
que había antiguamente en los trenes de la India. En este caso,
entre tercera y segunda clase. <<
[23]La Brahmo Somaj, o Sociedad Divina, fue fundada en 1828 por
el rajá Ram Mohán Roy, el gran reformador indio, decano del
Renacimiento bengalí. Adoptó su postura a partir de los principios
racionales y los derechos del individuo, según se explican en los
Upanishads. Según Ram Mohán Roy, estos eran fundamentales,
tanto en el pensamiento hindú como en el occidental, y formaban
una base que podían compartir. Combatió la costumbre sati, y los
abusos de las castas, en favor de una mejora de las condiciones de
la mujer y la abolición de la idolatría. <<
[24] Posiblemente,

<<
[25]El monasterio de Tashi-lhunpo, la sede de los lamas panchen.
Los primeros viajeros al Tíbet y autores que escribieron sobre este
país se referían erróneamente al Panchen Lama como el lama
«Teshoo» o el lama «Tashi», al confundirlo con el monasterio. <<
[26]En 1860, una expedición anglo-francesa encabezada por lord
Elgin ocupó Pekín tras vencer a las tropas imperiales chinas y
obligar al Emperador a huir a Jehol. Todos los palacios, templos y
mansiones fueron saqueados, y el Palacio Imperial de Verano fue
reducido a cenizas. El detonante de esta guerra fue el incidente
«Arrow», en 1856, cuando en Cantón la policía china subió por la
fuerza a bordo de un barco perteneciente a la China, pero inscrito en
Hong Kong, el Arrow, alegando que buscaban a un temible pirata.
Casualmente, Elgin está enterrado en un antiguo cementerio de
Dharamsala, el cuartel general del Dalai Lama en el norte de la
India. <<
[27]
Esta caravana de comerciantes también era un envío del rey de
Ladakh en homenaje al Gran Lama. Era conocida como la misión
Lop-chag (postración anual), y fue creada en el siglo XVII, al fin de la
guerra entre Ladakh, el Tíbet y Mongolia. Véase «The Lapchak
Mission from Ladakh to Lhasa in British Indian Foreign Policy», John
Bray, The Tíbet Journal, Vol. XV, n.º 4. <<
[28]En 1881, Kintup (o K. P., según aparece en los documentos del
Departamento) fue enviado al sur del Tíbet en una misión secreta
para soltar troncos señalados al río Tsangpo, a fin de demostrar que
desembocaba en el Bhramaputra. Este intrépido espía se abrió
camino a través de junglas vírgenes infestadas de animales
salvajes, caníbales y cazadores de cabezas, y, tras cuatro años de
aventuras emocionantes y huidas milagrosas, consiguió soltar los
troncos señalados al río. Sin embargo, nadie los esperaba en
Assam, ya que el oficial encargado del experimento había muerto.
Para consultar una versión completa de las hazañas de Kintup,
véase «Exploration on the Tsangpo in 1880-4», Geographical
Journal XXXMIII (1911). Survey of India Records IX, L. A. Waddel.
<<
[29]Jingals. Mosquetes pesados de mecha corta que, apoyados
sobre una horquilla, necesitan de dos hombres para dispararse. <<
[30]Asterman no se equivocaba del todo. Las ceremonias tántricas
necesitan muchos objetos extraños para ser eficaces. Seguramente,
el hierro de meteorito se fundiría para crear instrumentos rituales
como «dagas de espíritu» (phurba), campanas (drilbu) y «cetros
adamantinos» (dorjee). <<
[31] Frase acuñada por Spencer en 1852. <<
[32]Holmes habla de algo muy parecido en su artículo «El libro de la
vida», que Watson menciona (en un tono bastante despectivo) en
Estudio en rojo, la primera publicación que se hizo sobre su
encuentro con el detective. Es curioso que ni Watson, ni las distintas
generaciones de estudiosos holmesianos, hayan apreciado las
inclinaciones espirituales de Holmes. <<
[33] Annapurna, Dhaulagiri y Manaslu. <<
[34]
Hurree se equivoca. John Grueber y Albert D’Orville visitaron
Lhasa en 1661, y vieron el Palacio Potala, aunque no terminó de
construirse hasta 1695. <<
[35]
Pliegue semilunar de piel que cubre el ángulo interior del ojo.
Característico de las razas mongólicas. (N. de la T.). <<
[36]Como budista, un Dalai Lama, claro está, nunca habría mandado
capturar animales por placer. Los de esta colección debían de ser
animales heridos o perdidos, encontrados por viajeros compasivos,
que los presentarían al Dalai Lama, a fin de ponerlos a buen
recaudo. Cuando había demasiados animales en el zoo, el Dalai
Lama los regalaba a funcionarios del Gobierno, que estaban
obligados a darles un hogar. <<
[37]
La vía sacra tibetana, que rodea la ciudad sagrada. La calle que
rodea la catedral principal, llamada Jokang, es más corta, aunque
también es sagrada y es conocida como Barkor. <<
[38] Atisha (en sánscrito, Dipankarajnana; en tibetano, Jowoje),
982-1055, fue un conocido maestro budista de Bengala, que fue al
Tíbet en el siglo XI para restablecer el budismo, que había sido
debilitado y corrompido, tras el desmembramiento del imperio
tibetano. <<
[39]Kipling describe el poder hipnótico de Lurgan en Kim. A través
de la hipnosis, Lurgan hace ver al héroe epónimo cómo una jarra de
agua hecha añicos es recompuesta. <<
[40]
Watson también menciona esta costumbre de Holmes. Véase La
piedra preciosa de Mazarino. <<
[41]Originalmente, la vajra era el rayo que servía de arma a Indra, el
Zeus indio. Los budistas la cambiaron por el símbolo del sumo poder
espiritual, el «Cetro Adamantino», una fuerza irresistible e
invencible. La vajra doble o cruzada (en sánscrito, visva-vajra)
simboliza la inmutabilidad, por ello se emplea en el diseño de tronos
y asientos, es inscrito en la base de las estatuas, de los pilares, en
los cimientos de las casas, dondequiera que exista un deseo de
permanencia. <<
[42]Las leyendas sobre la piedra Chintamani se extienden incluso
más allá de estos lugares. Se cree que Tamerlane y Akbar poseían
partes de esta piedra, y que la piedra del anillo mágico de Suleimán
(Salomón) era un pedazo del Chintamani. Nicholas Roerich, el
famoso místico, artista y viajero bielorruso, estaba convencido de
que el Chintamani era el «Lapis Exilis», la Piedra Errante de los
antiguos Meistersingers. <<
[43]
En El valle del terror, Holmes cuenta a Watson que Moriarty es el
célebre autor de La dinámica de un asteroide, «un libro que alcanza
niveles tan elevados de matemática pura, que se ha dicho que
ningún especialista en prensa científica es capaz de criticar». <<
[44] Lo que hoy conocemos como polarización de la luz. <<
[45]Pho-wa (tibetano) es una de las prácticas de yoga secretas más
celosamente guardadas del Tíbet. Es el yoga de traspasar el
principio de la conciencia de una encarnación a la siguiente, sin que
la continuidad de la conciencia sufra ninguna interrupción. <<
[46]El principio de la conciencia (o fuerza vital) abandona el cuerpo a
través del «Orificio de Bhrama» (en sánscrito, Bhrama-randhra),
situado en la coronilla, en la sutura sagital, donde se articulan los
dos huesos parietales. Este orificio se abre mediante un ejercicio de
yoga denominado Pho-wa. El ave sagrada que sale de él es el
principio de la conciencia, ya que la fuerza vital abandona el cuerpo
a través de este orificio, ya sea para siempre, a la muerte, o de
forma temporal, durante el ejercicio de Pho-wa. Este proceso forma
parte del Yoga Kundalini. <<
[47]A juzgar por las palabras del lama Yonten, parece que en este
caso el proceso no fue de reencarnación sin interrupción de la
conciencia, sino un traspaso radical del principio de la conciencia al
cuerpo de otra persona viva. Así, pues, parece que en este caso se
practicó el yoga de Trong-jug, y no del yoga de Pho-wa.
Seguramente, el babu no tiene la culpa de haber cometido este error
en la narración. Es posible que el lama Yonten se confundiera al
escoger los términos, un error perfectamente comprensible, dada la
situación desesperada en que se hallaban. <<
[48] El nombre del loto azul en sánscrito (Nymphaea caerulea). <<
[49]En aquel momento, la suma autoridad política en la China
estaba, en realidad, a merced de la emperatriz viuda, Cixi, una
mujer implacable, astuta, traicionera y ávida de poder, tía del
emperador testaferro, Guangxu, que languidecía recluido en palacio,
bajo sus órdenes. <<
[50]Este comentario de Hurree es muy clarividente. El XIII Dalai
Lama no solo sobrevivió a una serie de conspiraciones posteriores,
sino que, incluso tras un exilio en Mongolia y otro en la India, logró
expulsar del Tíbet toda influencia y poder chinos. Declaró la
independencia de su nación el décimo octavo día del primer mes del
año del Buey de Agua (1913). No solamente realizó importantes
reformas en el gobierno y en la iglesia, sino que creó un ejército
moderno que volvió a derrotar a las tropas chinas en la frontera este
del Tíbet, y recuperó gradualmente territorios perdidos del antiguo
imperio tibetano. Para una consulta más amplia de su vida, véase
Portrait of the Dalai Lama, Londres, 1946, de su amigo Sir Charles
Bell. <<
[51]Sherlock Holmes regresó a Inglaterra a finales de la primavera
de 1894. Al poco de llegar a Londres, logró capturar al escurridizo
coronel Moran con una ingeniosa trampa, y, a la vez, resolver el
extraño asesinato del honorable Ronald Adair, que había causado
una absoluta consternación en los círculos elegantes de Londres
(véase La casa vacía). <<
[52]
CARE: Siglas en inglés para Cooperative for American Relief
Everywhere, organización estadounidense para la ayuda y el
desarrollo internacionales. (N. de la T.). <<
ÍNDICE

Prefacio
Introducción
India
1. El noruego misterioso
2. El horror sangriento
3. Sherlock Holmes rememora
4. Flora y fauna
5. El elefante de latón
6. Un disparo en la oscuridad
7. El Frontier Mail
8. Bajo los deodaras
9. Un bandido pukka
Tíbet
10. Más bundobust
11. En la ruta del Indostán – Tíbet
12. Una situación difícil
13. Pasaporte al Tíbet
14. En el techo del mundo
15. La ciudad de los dioses
16. Té en el jardín de las joyas
Y más allá
17. Espadas voladoras
18. El mandala desaparecido
19. El ser oscuro
20. Rumbo al Trans-Himalaya
21. El templo de hielo de Shambala
22. El ojo de la sabiduría se abre
23. Su última reverencia
Epílogo
Agradecimientos
Glosario

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