Te llamaré Tristeza
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Tristeza es nombre de muchacha recién salida de la adolescencia. Así la llaman, y así la reconocen quienes conviven con ella. Y será Tristeza quien dé voz a su propia historia, a su propio desgarro, una voz única, intensa, fresca y poética.
En instantes deshilvanados en tiempo y en espacio, la historia de Tristeza nos subyuga y conmueve. La inteligente y bella joven conoce demasiado pronto el sufrimiento y encadena desdichas. Esperanzada siempre, busca ángeles en la Tierra y lee, sobre todo lee, porque le fascina, y también para abstraerse de su propio mundo y de la angustia que la corroe. Hasta que encuentra a su ángel en una partida de póker. Su nombre es Nemo, y todo cambiará…, pero por poco tiempo.
Entre el nihilismo y la verdad poética, es ésta una novela sobre esa luz que la alegría no ve, pero sí la desgracia. Miguel Sánchez Robles borda una historia cautivadora, narrada como un caudal incesante, en mil pedazos rotos, como es la vida de su protagonista, con una prosa vibrante, moderna y enérgica, de recuerdo en recuerdo. Y el resultado es sencillamente inolvidable.
Algunos Premios Tiflos novela anteriores: La piel del lagarto, Retrato de cadáver con fondo vegetal, El asesinato de Lord Conan Whitehall
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Te llamaré Tristeza - Miguel Robles
Un jurado presidido por
Andrés Ramos Vázquez,
vicepresidido por
Ángel Luis Gómez Blázquez e Imelda Fernández Rodríguez,
y compuesto por:
Luis Mateo Díez Rodríguez,
Manuel Longares Alonso,
Ángel Basanta Folgueira,
Pilar Adón,
Penélope Acero Cayuela, editora,
y Clara Barbero Penas,
que actuó como secretaria,
otorgó a la presente obra el
XXIV PREMIO TIFLOS DE NOVELA
convocado por la
onceEn nuestra página web: https://www.edhasa.es encontrará el catálogo completo de Edhasa comentado.
logosDiseño de la sobrecubierta: Edhasa
Ilustración de la cubierta: «El tiempo entre las manos»,Francisco Martínez López
Primera edición: mayo de 2022
Primera edición en e-book: mayo de 2022
© Miguel Sánchez Robles, 2022
© de la presente edición: Edhasa (Castalia), 2022
Diputación, 262, 2º 1ª
08007 Barcelona
Tel. 93 494 97 20
España
E-mail: [email protected]
Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita descargarse o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra. (www.conlicencia.com; 91 702 1970 / 93 272 0447).
ISBN: 978-84-9740-902-5
Producido en España
La vida es una flor
que le hemos podido robar al infinito.
Dedico este libro a las personas
que me enseñaron eso.
«No hay viento favorable para
quien no sabe dónde va».
Sófocles
«Eros...
esa pequeña bestia dulce y amarga».
Anne Carson
Naces, creces, te tomas los biberones y el Apiretal, pasas fiebre, eres feliz con tus muñecas y tus lápices, vas a la escuela, tienes la regla, comienzan a despuntar tus pechos, te tatúas una letra china en la espalda, terminas el bachillerato y enseguida la vida se pone a jugar contigo como si fueras la bola de una de esas máquinas de pinball.
TE LLAMARÉ TRISTEZA
INSTANTES EN UNA
MÁQUINA DE PINBALL
No se lo he dicho nunca, pero mamá sabe que, si no existiesen los libros, yo no podría vivir o no sabría vivir o no querría vivir, por eso me mira ahí tan preocupada. También sabe que no me interesan las películas en las que vuelan dragones, que no sobrevivo bien a las fiestas ni a los cumpleaños, que no sé digerir esa vida frenética que es como un after que no cierra nunca y que mis ojos se queman fácilmente con las llamas de la realidad. Le atormenta que yo no sea normal como las otras chicas de mi edad y tenga siempre esa palidez mía como de no tener sangre; y eso nos hace desdichadas a ambas. Ella y yo pertenecemos a ese grupo de gente pobre sin ninguna clase de ambiciones que, cuando se le rompen las gafas, le atan la pata con esparadrapo, a esa clase de gente que cree que las tortugas lloran, aunque solo sea sal eso que sale siempre por sus ojos, a esa gente que se asombra de que la leche sea tan blanca y el mundo tan sucio, a esa gente humilde y sin estudios que, si entra al Museo del Prado, a lo mejor se tira mucho rato mirando El sueño de Jacob.
Ustedes lo entienden todo a la primera, ven lo fácil, lo simple, lo correcto, la puta línea recta, el universo mismo como pequeños fragmentos de melón, pero yo, no. Yo nací turbia, espesa, complicada, me trago la vida como si fuera comida de hospital y el día en que cumplí quince años mi padre murió por sobredosis en un descampado de Alcobendas. Estamos ahí esperándole muchas horas para celebrarlo, mamá y yo con la tarta encima de la mesa y esa ansiedad terrible de verle entrar por la puerta y comenzar a encender las velas. Esa noche lloré mucho. Vino la policía a decírnoslo como rompen un charco las ruedas de los coches. Gasté todas mis lágrimas y las que tenía guardadas para cuando muriera la abuela. No he vuelto a llorar así. Desde entonces el mundo me ha parecido siempre un sanatorio enorme lleno de enfermos pendientes de diagnóstico. Una semana después de aquello, entré en una iglesia, me senté en un banco y miré durante casi una hora entera a un Cristo muy grande clavado en una cruz de madera. Hablé con él muy despacio, en voz baja. Creo que solté esporas. Ese día tuve miedo de convertirme en una de esas niñas que no vuelven a casa porque ya no pueden soportar lo que allí les espera y viven para siempre como un sucedáneo de Robinson Crusoe.
«Mi vida se arrastra por la realidad como si llevara sobre sus espaldas los restos podridos de un elefante con arrugas. Nunca pedí a Dios: «Hazme pura, Señor, pero no todavía», porque jamás tuve fe ni soñé con ser casta. Pensar es como tener fe, escribir es como tener fe, acudir al instituto es como tener fe, aprenderte los pronombres y los verbos irregulares y los ríos más largos de España y el complemento directo es como tener fe, pintarse las uñas y comprar vitaminas y hacer yoga y poner una lavadora es como tener fe. La gente tiene fe. Somos criaturas con fe atrapadas en el túnel de la existencia, enterradas vivas en ello. Ni tan siquiera he servido para vender ropa o hacer cosas idiotas con serpientes en circos. Nunca he olido como las azafatas de FITUR. Yo solo sirvo para pensar cuánto de tristes son los ojos húmedos y hermosos de los caballos de color hígado...». Le cuento todo esto a Nemo entre sollozos para que me dé calor y me abrace un poco porque estamos desnudos y borrachos a las seis y media de la tarde de un miércoles de febrero en la habitación número siete de un puticlub de Albacete, y lo hace. Sabe darme calor. Besarme con la fiebre de su lengua en mi boca.
Mamá dice que, cuando yo nací, todavía sonaban un poco los Bee Gees. Mamá dice que la abuela, de joven, se peinaba como si fuera una diosa. Mamá me habla de cuando era niña y el abuelo le perfumaba las alas a las palomas sentado en la puerta de un cortijo que tenía dos álamos enfrente. Estamos solas, y le escucho decirme todas esas cosas con ternura y con lágrimas que no llegan abajo, se pierden en su rostro. Estamos muy solas, y nuestra casa es enorme, antigua y con ventanas viejas que dan a las vías del tren. Es un hogar sin alma, con goteras, sin cuadros, sin enseres, sin nada que nadar, sin alegría. Papá lo vendió todo poco a poco. El estuco es azul claro y se cae a pedazos. Ni siquiera tenemos calefacción. Nos tapamos con mantas y nos estamos calladas o hablando con nostalgia del pasado sentadas en un sofá de escay. Papá ya no existe, le mataron las deudas y la heroína, y mamá lleva ahora un rosario blanco en el bolsillo de su bata. El teléfono no suena nunca porque nos lo han cortado. A veces alguna rata cruza por la sala pegada a los zócalos y luego se acerca un poco a nosotras moviendo su hocico para intentar olernos, como queriendo tomar confianza y meterse despacio en nuestra vida. Mañana es lunes, viene la asistente social y mamá y yo hacemos eso: hablar un poco de cuando nací, mirar la pared de enfrente y escuchar pasar los cercanías con un ruido brutal que estremece los cuerpos y las ansias y vuelca casi siempre un nuevo pedacito de estuco. Todo está limpio, quieto y ordenado. Existir era eso, y yo lo escupiría como cuando, de niña, tiré un juguete al agua de una acequia y no volví jamás a por él.
«¡Nena, la belleza siempre duele! Es como un ángel que no sabe dónde posarse ni cómo ni cuándo detener sus alas. Pero, si aterriza en un rostro como el tuyo o en unas piernas así, entonces nos deja a los demás un pico de amargura y de deseo». Él, adulto y atrevido, me dice eso en un bar. Yo sé que va bebido o drogado. Le agradezco sus palabras, pero me siento incómoda. No sé seguir estando ahí. Pienso que quiere hacerme daño. Me gustaría mucho seguir hablando con él. Me gustaría preguntarle si también ha leído a Cioran, pero soy incapaz; cojo el gabán de cuero de papá y salgo corriendo sin saber hacia dónde.
Es mi mirada de asombro frente al mar cuando tenía cuatro años. Me llevaron por primera vez y, al verlo, me puse las manos en la cabeza y dije:
–¡Hostia, papá, cuánta agua en la calle!
He terminado de leer La campana de cristal de Sylvia Plath. Me arreglo un poco delante del espejo del armario de luna. Me pongo mis medias blancas de criatura perfecta y delicada. Cojo otra vez ese chaquetón de piel marrón de papá que me viene grande y salgo a la calle. Me voy a buscar gente que intenta ponerse de acuerdo con la vida, ponerse guapa de alcohol en los bares, apuntarse a algo, buscar un acto cultural que dé sentido a su existencia, gente normal con ganas de vivir y ser feliz un poco, aunque solo sea un rato.
«Hola. Soy la hija con piercing del dueño del bar de al lado. No he ido a la universidad, no he hecho másteres ni posgrados, no tengo una formación en nada, no he leído mucho, casi no poseo opinión sobre lo que sucede en el mundo, no soy interesante, solo soy normal, pero de combustión rápida, ¿entiendes? Te veo muchas mañanas deambulando por aquí ¿Quieres un cigarrillo? ¿Te vienes a un concierto? Tengo dos entradas». Y me voy con ella. En ese momento no sabía que intentaría después besarme muchas veces con lengua. Todo el mundo ha querido besarme siempre la boca o ponerse de rodillas para quitarme despacio los vaqueros.
Hubiera deseado que papá fuese un héroe normal, aunque pesara más de cien kilos o le faltaran los dientes de delante. Que hubiera tenido una pastelería o una tienda de vender vinagre y hubiese ido siempre con la camisa bien metida dentro de los wrangler. Me hubiera gustado un padre que me besara por las noches antes de acostarme. Uno de esos padres de amplio espectro que son buenos como el pan y dulces como una miel espesa y nutritiva. Pero mi padre no tuvo nunca una pastelería ni se pasaba las noches trabajando en ella ni me leía cuentos ni creía en el Ratoncito Pérez ni pesaba más de cien kilos. Mi padre no era ninguna clase de héroe. Ni siquiera era un padre corriente que ejerciera de padre. Ni siquiera llegué a saber nunca cuánto me quería. Mi padre era un funcionario autonómico que estaba alcoholizado desde joven y después se pasó a la heroína y metió el infierno en casa. Los padres así, en vez de un corazón, tienen una pequeña puerta en el pecho que, si la abres, puedes ver cómo ladra un perro enloquecido.
Ese día siento angustia en un vagón de metro. Me encuentro desprotegida y débil andando por Madrid rodeada de mendigos violinistas, de patinadores con auriculares sin cable, de negros vestidos como aves del paraíso, de intelectuales con bufanda abrazados a una bolsa de papel repleta de productos dietéticos y botellas de ginebra o de vodka, de otras muchachas de mi edad que son afortunadas y le dan gracias a Dios por sus muslos perfectos y sus cabellos rubios y por sus clítoris intactos y por sus dentaduras con aparatos de metal, de vallas publicitarias enormes que exhiben rostros gigantescos de personas extrañas y famosas que sonríen sin motivo, de autobuses cargados de gente callada y pálida que parece no ir a ningún sitio y que quizás lo haga todo con el espíritu de esos cangrejos oportunistas que se alimentan de cualquier cosa.
Miento. Estoy en el instituto y miento cuando me preguntan en qué trabajan mis padres. Soy adolescente y ya sé mentir. Incluso creo que sé que Dios ha muerto. Siempre sospeché eso y apenas me hace gracia el melodrama de nuestra existencia. Esa de ahí soy yo mintiendo. Sí, ahí. De pie. El primer día de clase del primero de bachillerato que repetí varias veces. Diciéndole al profesor de Lengua que es nuestro tutor: «Me dan miedo las tarántulas y los coches de choque, pero creo mucho en los ángeles, en las golondrinas y en los escapularios. Tengo dieciséis años y muchas pecas y no sé lo que quiero ser de mayor. Ah, y también tengo algo de niña áspera y vieja que pilla enfados silenciosos contra el mundo y la gente».
Es Navidad, y aún no he roto mi vida para siempre. Todos están comprando gambas baratas o flipando con las luces como si hubiera aterrizado un ovni y una paloma triste bebe el agua sucia de un charco. Voy pensando por la calle y mirando mucho al suelo con indolencia distinguida. Llevo mi abrigo rojo que me encontré en el parque. Siento lástima por todas esas tiendas que tienen en la puerta una vaca de plástico y venden imanes para la nevera y cosas pequeñas que no sirven para nada. He entrado a una y estoy mirando por mirar. La palabra felicidad no es sometida a examen por nadie. Es clara como un segmento y no debería serlo. Eso me da rabia.
Le digo: «Yo era un adolescente sedienta de literatura y de poesía que soñaba con abrazar el mundo y se perdió en la vida como una manzana recién pisada en la calle o un perro híbrido con cascabeles en los tobillos desorientado en Vietnam». Él me dice: «Bebe. Quiero verte borracha y escupir en tu boca». Y yo pienso que éste no es el mundo en que quería vivir y siento que el sol está cansado de brillar y que solo la belleza en realidad debería de hacer posible el sexo. Y que voy a dejar que me escupa en la boca.
Niños guapísimos a la orilla del mar. Olor a apio a la orilla del mar. Una sandía abierta a la orilla del mar. Mis primas me llaman. Mi madre corta el pan. Mi abuela ríe. Alguien llena los vasos y hay un perro precioso que me mira a los ojos.
Los rostros dormidos tienen algo sublime. Cuando una duerme así, ya no siente que todo es un pantano que se desborda sobre la realidad. Qué guapa era yo dormida encima del sofá mientras mamá cosía algo a mi lado con el televisor sin sonido.
«A veces, sin poder evitarlo, el corazón se me para medio segundo más de lo normal. Es en cualquier parte, hija mía, pero sobre todo en mitad de la tarde de este invierno tan raro. Entonces me apuro y me tiemblan las manos porque me acuerdo de cuando era yo quien le ponía a papá los algodones en el prepucio para sujetarle el pus. Ni siquiera era capaz de ponérselos él mismo. Hoy estaría bien no llorar». Eso me dice mamá, y yo no sé a esa edad qué hacer con sus palabras ni qué es un prepucio.
Él me da unas pastillas para abortar. Lo hice. Lo hice todo. Tomarlas. Sangrar. Abortar. Ir a urgencias... Ese día pensé que la vida es un chicle que apenas vale diez céntimos. Morirse no es nada. Una vez que estás muerto se te olvida. Estuve dos semanas andando sola por los parques y pensando esas cosas para consolarme. Por eso quise matarme, pero tuve miedo. No fui capaz de hacerlo. Me subí a un tren sin billete. Nadie me dijo nada y me quedé dormida. Cuando me desperté, miré por la ventanilla y estaba amaneciendo en un rastrojo inmenso y amarillo en las afueras de Alicante.
Creo que eso es mi corazón latiendo en alguna ecografía o el corazón de Nemo o el corazón de la abuela o el corazón de mamá.
Es uno de esos días en que la vida parece fotografiada por un optimista. Papá está ahí encantador. Nos besa mucho, y en la comida cuenta: «Me dio Francés una mujer muy guapa que fumaba Ducados...». Parece Bambi a punto de ser atropellado.
Libros. Muchos libros. La gente los considera caducados y ni siquiera los recicla, ha comenzado a tirarlos junto a los cubos de basura. A deshacerse de ellos. Sobre todo, si son viejos y llenos de palabras espesas. Ni siquiera se molestan en meterlos dentro, los arrojan directamente al suelo. Muchos días, al atardecer, salgo a coger algunos. Mamá se enfada porque le estoy llenando la casa.
Mamá es dulce y asustadiza. Viene cargada de bolsas de supermercado. Está muy delgada, como yo, y le han comenzado a salir en el rostro muchísimas arrugas de sufrir, de esas que surcan la cara a las esposas de los drogadictos. Mamá se esfuerza por hacer las mismas cosas que hace todo el mundo. Mamá adora la Navidad y las fiestas de guardar. Cree en eso de que la vida es hablar de tonterías con gente a la que quieres. Todos los sábados por la mañana va a un sitio importante y trae bolsas con compresas y comida. Venera al Papa de Roma. Vota siempre a partidos de centro o de derecha. Se horroriza cuando, en la televisión, Bart Simpson dice que Blancanieves tiene cara de ciega con diabetes que trabaja de puta en un night club. Va a misa. Sabe perfectamente quiénes son Bertín Osborne y Jorge Javier. Incluso sabe quiénes son Gloria Lasso y Betty Missiego y guarda en un cajón algunos de sus discos de vinilo. Mamá se sabe todo lo que sale en la tele porque se sienta en el sofá casi todas las mañanas y todas las tardes y se pone a ver programas en los que primero sacan gente que es desgraciada o quiere encontrar pareja, después siguen a famosos con un micrófono en la mano y al final pasan a crímenes o a guerras.