Alphonse Daudet - Los Aduaneros
Alphonse Daudet - Los Aduaneros
Alphonse Daudet - Los Aduaneros
Alphonse Daudet
textos.info
Biblioteca digital abierta
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Texto núm. 1392
Edita textos.info
Maison Carrée
c/ Ramal, 48
07730 Alayor - Menorca
Islas Baleares
España
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Los Aduaneros
Una vieja embarcación de la Aduana, semicubierta, era la Emilia, de
Porto—Vecchio, a bordo de la cual hice aquel viaje lúgubre a las islas
Lavezzi. Para resguardarse en ella del viento, de las olas y de la lluvia,
sólo había un pequeño pabellón embreado, lo suficientemente amplio para
contener escasamente una mesa y dos literas. Con tan pobres recursos,
merecían verse nuestros marineros con el mal cariz del tiempo.
Chorreaban los rostros, las blusas caladas de agua humeaban como ropa
blanca puesta a secar en estufa, y en pleno invierno los infelices pasaban
así días enteros, hasta las noches inclusive, acurrucados en sus mojados
asientos, tiritando entre aquella humedad malsana, porque no se podía
encender fuego a bordo, y muchas veces era difícil ganar la costa… Pues
bien, ni uno de aquellos hombres se quejaba. En los más recios
temporales, siempre los vi con idéntica placidez, del mismo buen humor.
Y, no obstante, ¡qué triste vida la de esos carabineros de mar!
Casados casi todos ellos, con esposa e hijos en tierra, permanecen meses
enteros separados de sus familias dando bordadas por aquellas tan
peligrosas costas, alimentándose solamente de pan enmohecido y
cebollas silvestres. ¡Jamás beben vino, nunca comen carne, porque la
carne y el vino cuestan caros, y su sueldo es sólo quinientos francos al
año! ¡Figúrense ustedes si habrá oscuridad en la choza de allá abajo, en la
marina, y si los niños irán bien calzados!… ¡No le hace! Todas esas gentes
parecen contentas con su suerte. A popa, delante del camarote, había un
gran balde lleno de agua llovida, donde la tripulación calmaba la sed, y
recuerdo que, apurado el último buche, cada uno de esos pobres diablos
sacudía su escudilla con un ¡ah! de satisfacción, una expresión de
bienestar tan cómica como enternecedora.
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iba a venir, entonces, entre el silencio absoluto y la ansiedad de a bordo,
comenzaba a canturrear la voz reposada de Palombo:
No, señor,
Es gran honor.
Es honrada Liseta y no fe…a:
Se queda en la alde…a…
Y por muchas que fueran las rachas que hacían crujir el velamen,
zarandeando e inundando la barca, no dejaba de oírse la canción del
aduanero, balanceada cual una gaviota en la cresta de las olas. El viento
acompañaba en ocasiones con demasiada fuerza, y no se oían las
palabras; pero después de cada golpe de mar, entre el murmullo del agua
que chorreaba, oíase constantemente el estribillo de la canción:
Pero llegó un día de viento y lluvia muy fuertes, en que ya no lo oí. Era tan
extraordinario el caso, que saqué del camarote la cabeza:
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casita blanca, con postigos grises, era el puesto de la Aduana. En medio
de ese desierto, aquel edificio del Estado, con cifras como una gorra de
uniforme, producía una impresión desagradable de indecible malestar. El
pobre Palombo fue desembarcado allí. ¡Triste asilo para un enfermo!
Encontramos al aduanero disponiéndose a comer al amor de la lumbre, en
compañía de su mujer y sus hijos. Todas aquellas gentes tenían caras
pálidas, amarillentas, grandes ojos sombreados por la fiebre. La madre,
joven todavía, con un niño de pechos en los brazos, estremecíase de frío
cuando hablaba con nosotros.
—Es un puesto mortífero —me dijo en voz baja el inspector—. Nos vemos
en la necesidad de relevar a nuestros aduaneros cada dos años. La fiebre
de las marismas los mata.
—¡Cecco!… ¡Cecco!
—Es mi primo —nos dijo—. No hay temor de que éste se pierda entre la
espesura.
Durante ese tiempo los niños, que parecían aterrados por la presencia del
inspector, concluyeron pronto de comer las castañas y el queso blanco. ¡Y
siempre agua, sólo agua en la mesa! Sin embargo, ¡hubiera venido tan
bien un trago de vino a los pequeños! ¡Ah, miseria! Al fin, la madre subió a
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acostarlos; el padre, encendiendo el farol, fuese a inspeccionar la costa, y
nosotros continuamos velando a nuestro enfermo, que se revolvía en su
camastro cual si aun estuviese en alta mar, zarandeado por el oleaje. Para
calmar un poco su puntura, calentamos guijarros y ladrillos, poniéndoselos
en el costado. Una o dos veces, al acercarme a su lecho, el infeliz me
conoció, y para darme las gracias me tendió trabajosamente la mano, una
manaza rasposa y tan ardiente como uno de aquellos ladrillos sacados del
fuego.
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Alphonse Daudet
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ejercerá como cronista del periódico Le Figaro, sino que se dedicará
también a la novela y la narración. Más tarde y tras un viaje a Provenza
Alphonse empezará a escribir los primeros textos que formarán parte de
los relatos: Cartas desde mi molino (Lettres de mon moulin, 1866),
evocaciones de su Provenza natal.
La primera novela que como tal escribió Alphonse Daudet fue una
semiautobriografía: Poquita cosa (Le petit chose, 1868), en ella evocaba
su pasado como maestro de estudios en el colegio d’Alès. En 1874 Daudet
se inclina por las novelas de costumbres contemporáneas y escribe
Fromont hijo y Risler padre (Fromont jeune et Risler aîné, 1874), Mujeres
de artistas (Les femmes d'artistes, 1874), Jack, (1876), El nabab (Le
nabab, 1877), Los reyes en el exilio (Les rois en exil, 1879), Numa
Roumestan (1881), El evangelista (L’Évangéliste, 1883), Sapho (1884), El
inmortal (L’inmortel, 1883). Como dramaturgo escribió varias obras de
teatro: El último ídolo (La dernière idole, 1862), Los ausentes (Les absents,
1863), etc. No olvida, sin embargo, su vocación de narrador y en 1872
escribe Tartarín de Tarascón, que fue su personaje mítico. Le siguieron
Tartarín en los Alpes (Tartarin sur les Alpes, 1885) y Port-Tarascon, 1890.
Cuentos del lunes (Les contes du lundi, 1873) una colección de relatos
inspirados por la guerra franco-prusiana dan testimonio de su inclinación
por este género literario y por los cuentos fantásticos. Asimismo escribió
dos libros de memorias: Recuerdos de un hombre de letras (Souvenirs
d’un homme de lettres) y Treinta años de París (Trente ans de Paris).