Alphonse Daudet - Los Aduaneros

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Los Aduaneros

Alphonse Daudet

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Biblioteca digital abierta

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Texto núm. 1392

Título: Los Aduaneros


Autor: Alphonse Daudet
Etiquetas: Cuento

Editor: Edu Robsy


Fecha de creación: 14 de septiembre de 2016

Edita textos.info

Maison Carrée
c/ Ramal, 48
07730 Alayor - Menorca
Islas Baleares
España

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Los Aduaneros
Una vieja embarcación de la Aduana, semicubierta, era la Emilia, de
Porto—Vecchio, a bordo de la cual hice aquel viaje lúgubre a las islas
Lavezzi. Para resguardarse en ella del viento, de las olas y de la lluvia,
sólo había un pequeño pabellón embreado, lo suficientemente amplio para
contener escasamente una mesa y dos literas. Con tan pobres recursos,
merecían verse nuestros marineros con el mal cariz del tiempo.
Chorreaban los rostros, las blusas caladas de agua humeaban como ropa
blanca puesta a secar en estufa, y en pleno invierno los infelices pasaban
así días enteros, hasta las noches inclusive, acurrucados en sus mojados
asientos, tiritando entre aquella humedad malsana, porque no se podía
encender fuego a bordo, y muchas veces era difícil ganar la costa… Pues
bien, ni uno de aquellos hombres se quejaba. En los más recios
temporales, siempre los vi con idéntica placidez, del mismo buen humor.
Y, no obstante, ¡qué triste vida la de esos carabineros de mar!

Casados casi todos ellos, con esposa e hijos en tierra, permanecen meses
enteros separados de sus familias dando bordadas por aquellas tan
peligrosas costas, alimentándose solamente de pan enmohecido y
cebollas silvestres. ¡Jamás beben vino, nunca comen carne, porque la
carne y el vino cuestan caros, y su sueldo es sólo quinientos francos al
año! ¡Figúrense ustedes si habrá oscuridad en la choza de allá abajo, en la
marina, y si los niños irán bien calzados!… ¡No le hace! Todas esas gentes
parecen contentas con su suerte. A popa, delante del camarote, había un
gran balde lleno de agua llovida, donde la tripulación calmaba la sed, y
recuerdo que, apurado el último buche, cada uno de esos pobres diablos
sacudía su escudilla con un ¡ah! de satisfacción, una expresión de
bienestar tan cómica como enternecedora.

El que mostraba más alegría y satisfacción entre todos era un natural de


Bonifacio, tostado, pequeño y rechoncho, a quien llamaban Palombo. Este
pasábase el tiempo cantando aun en medio de los mayores temporales.
Cuando el oleaje tomaba el color del plomo, cuando el cielo oscuro por la
cerrazón llenábase de menudo granizo y venteaban todos la borrasca que

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iba a venir, entonces, entre el silencio absoluto y la ansiedad de a bordo,
comenzaba a canturrear la voz reposada de Palombo:

No, señor,
Es gran honor.
Es honrada Liseta y no fe…a:
Se queda en la alde…a…

Y por muchas que fueran las rachas que hacían crujir el velamen,
zarandeando e inundando la barca, no dejaba de oírse la canción del
aduanero, balanceada cual una gaviota en la cresta de las olas. El viento
acompañaba en ocasiones con demasiada fuerza, y no se oían las
palabras; pero después de cada golpe de mar, entre el murmullo del agua
que chorreaba, oíase constantemente el estribillo de la canción:

Es honrada Liseta y no fe…a:


Se queda en la alde…a…

Pero llegó un día de viento y lluvia muy fuertes, en que ya no lo oí. Era tan
extraordinario el caso, que saqué del camarote la cabeza:

—¡Eh, Palombo! ¿No cantas hoy?

Palombo no respondió. Estaba inmóvil, tendido en su banco. Me acerqué a


él. Castañeteábanle los dientes; la fiebre hacía temblar todo su cuerpo.

—Tiene una puntura —me dijeron afligidos sus camaradas.

Ellos llaman puntura a una punzada de costado, una pleuresía. Aquella


gran cerrazón plomiza, aquella barca chorreando agua, aquel pobre
febricitante arrebujado en un viejo capote de caucho que relucía bajo la
lluvia como una piel de foca: jamás he presenciado nada más lúgubre. El
frío, el viento y el vaivén de las olas no tardaron en agravar en su
enfermedad al pobre aduanero. Lo acometió el delirio y fue necesario
atracar.

Después de mucho tiempo y no pequeños esfuerzos, entramos al


oscurecer en una ensenadita árida y silenciosa, animada solamente por el
vuelo circular de algunas aves. En cuanto de la playa alcanzaba la vista,
erguíanse altas rocas escarpadas, intrincados laberintos de arbustos
verdes, de un verde oscuro y hojas perennes. Abajo, junto al agua, una

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casita blanca, con postigos grises, era el puesto de la Aduana. En medio
de ese desierto, aquel edificio del Estado, con cifras como una gorra de
uniforme, producía una impresión desagradable de indecible malestar. El
pobre Palombo fue desembarcado allí. ¡Triste asilo para un enfermo!
Encontramos al aduanero disponiéndose a comer al amor de la lumbre, en
compañía de su mujer y sus hijos. Todas aquellas gentes tenían caras
pálidas, amarillentas, grandes ojos sombreados por la fiebre. La madre,
joven todavía, con un niño de pechos en los brazos, estremecíase de frío
cuando hablaba con nosotros.

—Es un puesto mortífero —me dijo en voz baja el inspector—. Nos vemos
en la necesidad de relevar a nuestros aduaneros cada dos años. La fiebre
de las marismas los mata.

Sin embargo, se pretendía ir a buscar un módico. Para encontrar al más


próximo era preciso ir hasta Sartène, es decir, a seis u ocho leguas de allí.
¿Cómo arreglárselas? Nuestros marineros estaban completamente
extenuados de cansancio, y no se podía enviar a uno de los niños tan
lejos. Entonces la mujer, inclinándose fuera, llamó:

—¡Cecco!… ¡Cecco!

Y entró un mocetón muy fornido, verdadero tipo de cazador en vedado o


de bandito, con su gorro de lana parda y su gabán de pelo de cabra. Al
desembarcar ya me había fijado en él, al verle sentado a la puerta, con su
pipa roja entre los dientes y un fusil entre las piernas, pero, ignoro por qué,
había huido al aproximarnos. Tal vez creyó que iban gendarmes con
nosotros. Cuando entró, ruborizose un poco la aduanera.

—Es mi primo —nos dijo—. No hay temor de que éste se pierda entre la
espesura.

Díjole después algunas palabras en voz baja, señalándole el enfermo.


Inclinose el hombre sin replicar, silbó a su perro y salió corriendo a todo
escape, escopeta al hombro, saltando de peña en peña a grandes
zancadas.

Durante ese tiempo los niños, que parecían aterrados por la presencia del
inspector, concluyeron pronto de comer las castañas y el queso blanco. ¡Y
siempre agua, sólo agua en la mesa! Sin embargo, ¡hubiera venido tan
bien un trago de vino a los pequeños! ¡Ah, miseria! Al fin, la madre subió a

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acostarlos; el padre, encendiendo el farol, fuese a inspeccionar la costa, y
nosotros continuamos velando a nuestro enfermo, que se revolvía en su
camastro cual si aun estuviese en alta mar, zarandeado por el oleaje. Para
calmar un poco su puntura, calentamos guijarros y ladrillos, poniéndoselos
en el costado. Una o dos veces, al acercarme a su lecho, el infeliz me
conoció, y para darme las gracias me tendió trabajosamente la mano, una
manaza rasposa y tan ardiente como uno de aquellos ladrillos sacados del
fuego.

¡Triste velada! Fuera habíase recrudecido el temporal al expirar el día, y


era aquello un estrépito, una descarga cerrada, un surgidero de
espumarajos, la batalla entre los peñascos y las aguas. Un golpe de viento
de alta mar penetraba de vez en cuando en la caleta y envolvía nuestra
casa. Conocíase por el repentino aumento de las llamas, que iluminaban
de pronto los mohínos rostros de los marineros, agrupados en derredor de
la chimenea contemplando el fuego con esa plácida expresión que da el
hábito de las hermosas perspectivas y de los horizontes inmensos.
También, a veces, quejábase Palombo con dulzura. Entonces volvían
todos los ojos hacia el rincón oscuro, donde el pobre compañero estaba en
el trance de la muerte, lejos de los suyos y sin ayuda, y, acongojados los
pechos, oíanse grandes suspiros. Eso es todo cuanto inspiraba a aquellos
trabajadores del mar, pacientes y dulces, el sentimiento de su propio
infortunio. Nada de sublevaciones ni de huelgas.

¡Solamente un suspiro! Sin embargo, me equivoco. Al pasar uno de ellos


por delante de mí para arrojar un haz de leña al fuego, me dijo con voz
baja y conmovida:

—¡Ya ve usted, señor, que en nuestro oficio se sufren a veces muchas


penas!

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Alphonse Daudet

Alphonse Daudet (Nimes, 13 de mayo de 1840 - París, 16 de diciembre de


1897) fue un escritor francés.

Nacido en Nimes el 13 de mayo de 1840. Cursó sus estudios secundarios


en Lyon. Fue secretario del Duque de Morny, personaje influyente del
segundo Imperio. La súbita muerte del Duque de Morny (1865), fue el
detonante que influyó, de manera decisiva, en la vida de Alphonse. Desde
ese momento Daudet se consagrará por entero a la escritura: no sólo

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ejercerá como cronista del periódico Le Figaro, sino que se dedicará
también a la novela y la narración. Más tarde y tras un viaje a Provenza
Alphonse empezará a escribir los primeros textos que formarán parte de
los relatos: Cartas desde mi molino (Lettres de mon moulin, 1866),
evocaciones de su Provenza natal.

Obtuvo la autorización del director de L’Événement para publicar dichos


relatos en forma de folletín durante el verano de 1866 con el título de
Crónicas provinciales. Algunos de los relatos de esta colección forman
parte de los cuentos más populares de la literatura francesa como: La
cabra de M. Seguin (La chèvre de M. Seguin), Las tres misas menores
(Les trois messes basses) o El elixir del reverendo padre Gaucher (L’élixir
du révérend père Gaucher).

La primera novela que como tal escribió Alphonse Daudet fue una
semiautobriografía: Poquita cosa (Le petit chose, 1868), en ella evocaba
su pasado como maestro de estudios en el colegio d’Alès. En 1874 Daudet
se inclina por las novelas de costumbres contemporáneas y escribe
Fromont hijo y Risler padre (Fromont jeune et Risler aîné, 1874), Mujeres
de artistas (Les femmes d'artistes, 1874), Jack, (1876), El nabab (Le
nabab, 1877), Los reyes en el exilio (Les rois en exil, 1879), Numa
Roumestan (1881), El evangelista (L’Évangéliste, 1883), Sapho (1884), El
inmortal (L’inmortel, 1883). Como dramaturgo escribió varias obras de
teatro: El último ídolo (La dernière idole, 1862), Los ausentes (Les absents,
1863), etc. No olvida, sin embargo, su vocación de narrador y en 1872
escribe Tartarín de Tarascón, que fue su personaje mítico. Le siguieron
Tartarín en los Alpes (Tartarin sur les Alpes, 1885) y Port-Tarascon, 1890.
Cuentos del lunes (Les contes du lundi, 1873) una colección de relatos
inspirados por la guerra franco-prusiana dan testimonio de su inclinación
por este género literario y por los cuentos fantásticos. Asimismo escribió
dos libros de memorias: Recuerdos de un hombre de letras (Souvenirs
d’un homme de lettres) y Treinta años de París (Trente ans de Paris).

Fue miembro de la Academia Goncourt (1874-1880) y murió en París el 16


de diciembre de 1897.

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