A. S. Turberville - La Inquisicion Española
A. S. Turberville - La Inquisicion Española
A. S. Turberville - La Inquisicion Española
Turberville
La Inquisición española
Título original: The Spanish Inquisition
A. S. Turberville, 1932
No se sabe cuál fue la causa que decidió finalmente a los Reyes Católicos a
establecer una Inquisición realmente eficaz en sus dominios. Ello fue, en realidad,
el corolario lógico de su política anterior. Con el fin de hacer observar las leyes y de
mantener el orden en un país en que el mecanismo de la justicia central se había
venido abajo, habían instituido una cierta asociación de vigilancia especial
conocida con el nombre de la Santa Hermandad, la cual, mediante unos métodos
sumarios y despiadados, contenía la anarquía y castigaba los delitos que los
tribunales ordinarios no habían sabido reprimir. ¿Qué fue el establecimiento de la
Inquisición si no la aplicación a la esfera eclesiástica del mismo sistema? Los
tribunales episcopales ordinarios no habían sido capaces de hacer respetar las leyes
y de mantener el orden, ni de preservar a la fe de la anarquía doctrinal; por
consiguiente, debían complementarse con tribunales dotados de un procedimiento
más eficaz y que aplicasen medidas más drásticas.
Una vez llegados al lugar donde debían ejercer sus funciones, los dos
inquisidores convocaron a todos los nobles de las proximidades para que les
entregasen a las personas sospechosas de herejía, confiscándoles sus bienes. Pronto
encontraron demasiado reducidas sus sedes primitivas y se trasladaron a la gran
fortaleza de Triana, en los suburbios de la ciudad. Algunos de los más destacados
conversos de Sevilla y de la región circundante tramaron un complot para matar a
los inquisidores con la esperanza de provocar un pánico tal que hiciese abandonar
la idea de establecer un tribunal allí. Pero la conspiración fue traicionada y muchos
de los conversos influyentes de la ciudad fueron detenidos bajo el cargo de
complicidad. El 6 de febrero de 1418[3] tuvo lugar la primera ceremonia pública o
auto de fe de la flamante Inquisición, y fueron quemadas en la hoguera seis
personas. Unos días más tarde siguieron otras víctimas. Aterrorizados por estos
sucesos, cierto número de conversos buscaron su salvación en la huida. El complot,
en vez de entorpecer a la nueva Inquisición, le había facilitado el camino. El
primitivo tribunal de Sevilla fue complementado por otros en Córdoba, Jaén y
Ciudad Real, este último trasladado después a Toledo.
Aparte del abortado complot a que nos hemos referido, parece que los
tribunales de Castilla encontraron poca oposición, e incluso fueron bien recibidos
por la mayoría de sus habitantes. No ocurrió así en Aragón cuando Fernando
decidió sustituir la casi desaparecida Inquisición papal, por otra semejante a la de
Castilla. Cuando trató de hacer esto se encontró con la resistencia obstinada del
Papa, quien ya comprendía que el nuevo tipo de Inquisición en España estaba
mucho más dominado por el Rey que por él mismo. Pero finalmente, después de
una prolongada controversia, Sixto IV cedió y Torquemada fue el Inquisidor de
Aragón como ya lo era de Castilla. Se establecieron tribunales permanentes en las
ciudades de Zaragoza, Barcelona y Valencia. Hubo disturbios en todas las
provincias del reino de Aragón. Las Cortes de Valencia protestaron contra la nueva
Inquisición como una violación de sus fueros o libertades; los funcionarios se
abstuvieron de prestar ayuda a los inquisidores; los nobles les pusieron trabas
ocultando a los fugitivos, hasta que Fernando les ordenó, bajo la pena de una
fuerte multa, que entregaran estas personas al oficial del Inquisidor, o alguacil.
Cataluña había sido siempre particularmente amante de sus libertades y se opuso a
someterse a la jurisdicción de Torquemada. De hecho, Barcelona tenía ya sus
propios inquisidores, frailes dominicos que continuaban actuando bajo la antigua
dispensa papal. Fernando estaba decidido a deshacerse de ellos, y por fin Inocencio
VIII, con la excusa de que habían sido demasiado oficiosos, consintió en
desautorizarlos y ocuparon su lugar los designados por Torquemada. Aunque el
área de la jurisdicción del Tribunal de Barcelona era muy vasta, pues se extendía
desde Tarragona hasta el norte de Perpiñán en sus primeros años, intervino en
muy pocos casos; cosa que probablemente indica que continuaba encontrando
poco apoyo local.
Donde se hallaron las más graves dificultades fue en Aragón. Allí los
marranos gozaban de especial influencia, no sólo por razones de riqueza, sino
porque muchos de ellos estaban ligados, por matrimonio, a las familias nobles. Los
dos primeros inquisidores de Zaragoza fueron un fraile llamado Gaspar Juglar y
un canónigo de la catedral, Pedro Arbués d’Epila. Sus procedimientos iniciales se
realizaron sin obstáculos, y celebraron autos de fe en mayo y junio de 1484, en los
que fueron quemados por judaizantes varios cristianos nuevos. Pero no pasó
mucho tiempo sin que sus actividades se viesen entorpecidas por la falta de apoyo
sincero de parte de los funcionarios y abogados, muchos de los cuales eran
conversos. La resistencia activa se originó primero en la ciudad de Teruel, donde se
tomó la decisión de establecer otro tribunal. Los funcionarios de este lugar,
respaldados, sin duda, por el pueblo, rehusaron admitir a los inquisidores dentro
de la ciudad. Fernando, que estaba furioso, retiró los sueldos de todos los
magistrados de Teruel y, evidentemente, proyectó una acción mucho más drástica,
pero no se sabe si hubo necesidad de ella.
Entre los no excluidos por la mala sangre estaba muy extendido el deseo de
ocupar algún puesto en el Santo Oficio, máxime si aquél era meramente nominal.
Debido a la autoridad autocrática, pertrechada con las armas espirituales del
anatema y la excomunión, apoyada por la Corona, que exigía a todos los
funcionarios seculares un juramento no sólo para ayudarla en su labor, sino
también para velar por sus inmunidades, la Inquisición podía ser tan útil a sus
amigos como temible para sus enemigos.
Pérez, protegido por el Príncipe de Éboli, el consejero más docto de Felipe II,
sucedió a su protector en calidad de Primer Ministro. Don Juan de Austria, que
trataba de sofocar la sublevación de los Países Bajos, en el verano de 1557, envió a
Madrid a su secretario Escobedo para pedir un mayor abastecimiento de material
bélico. Pérez, que continuamente había tratado de indisponer al Rey contra Don
Juan, le convenció de que el verdadero objeto de la misión de Escobedo era
fomentar una rebelión. Felipe dio instrucciones a su Ministro para asesinar a
Escobedo, hecho que tuvo lugar el 31 de marzo de 1578. Muchos personajes
poderosos de la Corte sospecharon la culpabilidad de Pérez y con el tiempo el Rey
juzgó oportuno repudiar a su esbirro y autorizar su persecución. Con la tortura,
Pérez reconoció su culpa, pero declaró cómplice al Rey. Sin embargo, en abril de
1590 logró escapar de la prisión, y por ser aragonés fue a Zaragoza e hizo valer el
derecho de manifestación, esto es, el recurso de ser juzgado por el tribunal popular
de los Justicia y no por uno de los tribunales reales. Este viejo privilegio de los
súbditos aragoneses no había podido ser anulado por Felipe. Ocurría que en esta
época los aragoneses estaban enfrascados en una violenta disputa con el monarca
oponiéndose a su determinación de nombrar un virrey extranjero, y en estas
circunstancias Pérez fue recibido con los brazos abiertos. A su debido tiempo fue
juzgado por el tribunal del Justicia, el cual decretó su libertad.
Si parecía que iba a ser un caso prima facie, entonces el Fiscal pedía
formalmente, como medida de seguridad el arresto del acusado.
Después que el acusado había contestado a los cargos como mejor podía,
tenía lugar la llamada consulta de fe, acerca del veredicto, entre el Inquisidor, el
Obispo o su ordinario, y quizás uno o dos peritos en teología o derecho. Siempre
que estuviesen en desacuerdo, el voto decisivo correspondía al Supremo. Cuando
se hizo más frecuente la intervención del Supremo en los asuntos de los tribunales,
la importancia de la consulta de fe disminuyó mucho y más tarde se suprimió esta
fase del juicio inquisitorial. La consulta podía dar lugar a una decisión inmediata
del caso, o bien, si las pruebas no eran satisfactorias o se dudaba por cualquier otra
razón, se recurría a la tortura.
Tales eran las fases del procedimiento de la Inquisición española. Sus rasgos
más destacados fueron el uso de la tortura, la situación desventajosa en que
actuaba la defensa y el papel principal que desempeñaba en todo el proceso el
Inquisidor que presidía.
Gran parte del odio que la Inquisición española despertó en el espíritu del
pueblo ha sido la asociación de aquélla con las crueldades de la cámara de tortura.
La idea de infligir graves tormentos físicos a fin de forzar las confesiones de un
hombre enjuiciado por sus opiniones religiosas repugna actualmente a la
sensibilidad, y ciertamente esta repugnancia tiene que aumentar con la relación de
los hechos que se encuentran en los archivos de la Inquisición acerca de todo lo
que ocurrió durante la aplicación de los tormentos. Se tomaron notas meticulosas,
no sólo de todo lo que la víctima confesó, sino de sus giros, llantos, lamentaciones,
interjecciones entrecortadas y voces pidiendo misericordia. Lo más emocionante de
la literatura de la Inquisición no son los relatos de las víctimas acerca de sus
sufrimientos, sino los sobrios informes de los funcionarios de los tribunales. Nos
angustian y horrorizan precisamente porque no tienen intención de conmovernos.
El escribano que de manera metódica registra estos penosos detalles, no tiene idea
de que haya en ellos nada conmovedor. Esta actitud de despego por su parte se
debe, no al hecho de que fuese un funcionario del tribunal acusador, sino a que
vivió en una época de mentalidad distinta a la nuestra.
Esta actitud suponía que había algún grado de culpa que confesar; y se
puede comprender perfectamente que el punto de vista inquisitorial era el de que
no hay humo sin fuego. Y aun a aquellos cuya inocencia se demostraba claramente
en el curso del juicio inquisitivo, se les censuraba por haber sido tan descuidados e
imprudentes que se encontraban en estas tribulaciones; la conducta de un buen
católico debía ser la de no exponerse nunca a ser sospechoso. La Inquisición
española, al igual que la medieval, consideraba el hecho de incurrir en sospecha
como delito y lo castigaba en proporción a su gravedad, como leve, moderado o
fuerte. De este modo era extraordinariamente difícil que un hombre que hubiese
sido llevado ante el Santo Oficio saliera de allí materialmente sin una sola mancha
en su reputación. Si existía la más remota duda de inocencia absoluta, se le
declaraba levemente sospechoso. Solía decirse: «Un hombre puede salir de la
Inquisición sin ser quemado, pero tiene la seguridad de que saldrá chamuscado».
Todo el que comparecía ante un auto de fe como penitente, tenía que llevar
un hábito especial, conocido generalmente como sambenito. Este sistema proviene
de los primeros tiempos de la Inquisición medieval; los Concilios de Narbona
(1229), y de Béziers (1233), establecieron minuciosas regulaciones relativas a estas
vestimentas. En tiempos de Torquemada los sambenitos eran todos negros, pero
posteriormente este color quedó reservado para los herejes obstinados y
reincidentes (llevaban estampados dibujos espeluznantes de espantosas llamas o
de demonios empujando al impío hacia el infierno), mientras que otros eran
amarillos, con la cruz de San Andrés roja o azafranada bordada en la espalda y en
el pecho. Además de vestir el reo con estas ropas de ignominia en el momento
solemne del auto de fe, los tribunales, con frecuencia, prescribían como pena el uso
permanente del sambenito durante un período determinado. No era éste un castigo
leve, puesto que el que lo llevaba se exponía al escarnio y al insulto cuando pasaba
por las calles o cuando estaba en su trabajo. La Inquisición disponía también que
después de cumplida la condena no se destruyera el sambenito, sino que fuese
colgado en lo alto de la iglesia parroquial para perpetua memoria de la vergüenza
en que había incurrido el que lo llevó, y para advertencia a sus descendientes. Y no
sólo eso, sino que cuando se destruía el hábito de viejo, era reemplazado por
pedazos de tela amarilla con los nombres, familia, delito y castigo del delincuente.
La Inquisición dio, sencillamente, gran importancia al sistema del sambenito, y uno
de los deberes del Inquisidor cuando hacía las inspecciones periódicas a sus
distritos era el de ver si los sambenitos y los pedazos de tela se conservaban
debidamente en las iglesias. Naturalmente, con frecuencia se hicieron tentativas
para esconder o robar estos perdurables símbolos de vergüenza.
Moriscos y marranos
Por lo que a los moriscos se refiere, la historia del uso del Santo Oficio para
este fin puede explicarse muy brevemente, puesto que la experiencia de poco más
de un siglo bastó para persuadir al Gobierno español, en 1609, de que no podía
asimilar esta población extraña y que debía ser expulsada. Si los moros convertidos
en Granada llegaron a ser cristianos en algo más que el nombre o tuvieron una
oportunidad de aprender algo acerca de su nueva religión, dependió en gran parte
de si se relacionaban con los misioneros impregnados del espíritu de Talavera o
simplemente con las autoridades eclesiásticas con fuerza para obligarlos a asistir a
la misa. En el momento de la conquista de Granada se prometió a sus habitantes
que se librarían de la presencia de la Inquisición por un período de cuarenta años.
Se les concedió este largo plazo para que pudiesen estar tan instruidos en el credo
cristiano que después de ese tiempo se consideraría delito cualquier error de
doctrina. Pero esta promesa no se cumplió. Cuando Carlos V visitó Granada en
1526, recibió muchas quejas de malos tratos a sacerdotes, así como a funcionarios,
y se le presentó un cuadro tristísimo acerca de la situación del cristianismo entre
los moriscos. El resultado final fue la publicación de un edicto de Manrique, el
Inquisidor general, estableciendo un tribunal en Granada. Al mismo tiempo que se
concedía una amnistía para los delitos pasados y se otorgaba un tiempo de gracia
durante el cual se aceptarían las confesiones voluntarias, se indicó que después se
cumplirían rigurosamente las leyes contra la herejía.
Por lo que se refiere a los habitantes moros de otras partes de España, aun
después de 1510, de vez en cuando tenían que publicarse edictos de gracia
atendiendo al hecho de que muchos habían caído en el error debido a la falta de
instrucción adecuada, y las confesiones realizadas dentro del período estipulado
fueron aceptadas sin ocasionar las consecuencias normales de confiscación y
abjuración pública. Pero los que no se beneficiaban de este privilegio quedaban
expuestos a la delación por parte de informadores privados; en caso de que se
incriminasen ellos mismos o fuesen incriminados por otros, la reincidencia
implicaba igualmente, para todos, las mismas terribles penas. De esta manera,
mientras los moros de Granada se habían librado de molestias, la persecución de
sus compatriotas diseminados por otras partes de España había sido frecuente. Los
inquisidores se apresuraron a descubrir las pruebas de apostasía en el
mahometismo en indicios como la abstinencia de vino y de carne de puerco y la
práctica de canciones y de danzas típicas moras en matrimonios y otros festivales,
pues se incluyeron en los edictos de fe listas exactas de costumbres moras y otros
signos que denotaban mahometismo a fin de facilitar el reconocimiento y la
denuncia de los síntomas de apostasía. Como resultado de la labor de la
Inquisición, los moriscos fueron reducidos a una conformidad aparente en muchas
partes de España, especialmente en Castilla, donde gran número de ellos
abandonaron sus vestidos típicos y su lengua nativa.
Felipe II decidió revivir la política del edicto de 1526. Tenían que acabarse
los baños y las canciones y danzas en que se divertían los moros; no se podía
celebrar boda alguna salvo en el rito cristiano; las mujeres no debían ir por las
calles con los rostros cubiertos; se prohibió el uso de la lengua árabe después de un
plazo de tres años. Tras esta política estaba Espinosa, el nuevo Inquisidor general,
y se encargó de ejecutarla a un miembro del Supremo, llamado Deza. El resultado
de sus esfuerzos fue una rebelión de moriscos que estalló en diciembre de 1568.
Aunque desde el principio se vio perdida, no pudo ser sofocada totalmente hasta
después de prolongadas operaciones militares dirigidas por Don Juan de Austria,
en 1571. Mucho antes de que se completara la pacificación, Deza propuso que los
habitantes moros de Granada fuesen trasladados a otras partes de España, donde
en vez de formar una sola comunidad serían diseminados entre los cristianos
viejos. A pesar de las dificultades inherentes, la operación se llevó a cabo con tal
perfección que en un auto de fe, en Granada, en 1593, sólo uno de los 81 reos fue
acusado de mahometismo secreto.
En 1604 los nuevos cristianos portugueses lograron hacer un trato con Felipe
III. A cambio del pago de una suma muy grande obtuvieron condiciones
especiales, que fueron sancionadas en agosto por un breve papal. Los residentes en
Europa que entraron en los nueve meses siguientes, y los de fuera de Europa que
lo hicieron dentro de dos años, podían ser conciliados mediante la sola imposición
de penas espirituales. Pero la tan mercadeada inmunidad no fue permanente, y
hubo un recrudecimiento de persecución en Portugal, al comenzar el reinado de
Felipe IV. A esto siguió una nueva y grande afluencia de judíos a Castilla. El rigor
de los tribunales portugueses en esta época parece haber sido tal que la emigración
a España daba una perspectiva de mayor seguridad. Pero también en 1632 se
achaca la decadencia de Portugal —que de hecho era debida, en gran parte, a la
conquista española—, a la influencia corruptora de los judíos que de modo
singular minaban el carácter nacional y ejercían una acción perniciosa en la
industria del país, especialmente en su agricultura. Había fanáticos que creían que
la raza judía era incorregible, y que como llevaba en la sangre la hostilidad hacia el
cristianismo, los judíos conversos no podían ser sinceros y constituían un solapado
peligro para la fe de los verdaderos cristianos. La persecución de los conversos
continuó con ferocidad durante el siglo XVIII y casi todas las víctimas fueron
portugueses que habían emigrado a España en distintas fechas desde 1580.
Sin embargo, uno de los ataques más violentos se dirigió contra los judíos
nacidos en España. Ésta fue la gran persecución de Mallorca de los años de 1678 a
1691. El tribunal de esta isla había estado singularmente inactivo por espacio de
unos 150 años y, en consecuencia, la población judía, en su mayor parte, había
vivido sin ser molestada; pero en 1678 un Inquisidor descubrió una congregación
de judíos en un jardín en las afueras de Palma. Llegó a la conclusión de que esto
era una reunión para el culto de la sinagoga, y la Inquisición brotó de nuevo. Las
persecuciones que siguieron son notables por el hecho de que no hubo quemas —
desde el momento en que las confesiones eran espontáneas—, sino grandes
confiscaciones de bienes. En 1691, sin embargo, treinta y siete judíos que habían
reincidido desde su reconciliación en 1679, fueron ejecutados: tres quemados vivos
y los restantes estrangulados antes de entregar sus cuerpos a las llamas.
Protestantes
Alguna conversación indiscreta por parte de uno de los conversos hizo que
se descubriese la comunidad, si se puede describir como tal a este conjunto de
protestantes diseminados, y en la primavera de 1558 se hicieron dos denuncias a la
Inquisición. Sánchez, Domingo de Rojas y el mismo De Seso, al ser avisados,
intentaron la fuga. Sánchez logró escapar, pero fue atrapado al año siguiente.
Domingo de Rojas y De Seso llegaron a Pamplona; cuando ya casi se encontraban a
salvo a través de los Pirineos, fueron reconocidos.
Éstas son expresiones hiperbólicas, por inconsciente que sea el autor de tales
exageraciones. España nunca estuvo en grave peligro de contagio luterano.
Aunque no hubiese existido en absoluto la Inquisición, parece improbable que el
movimiento protestante hubiese podido hacer ningún progreso apreciable al sur
de los Pirineos; en parte debido al movimiento de reforma entre el clero español, y
en parte porque la población, principalmente como resultado de su odio a los
moros y judíos, sentía una intensa repugnancia por todas las formas de la herejía.
Místicos
Por espacio de unos setenta y cinco años, el Supremo mantuvo con firmeza
su actitud eminentemente moderada e inteligente, haciendo lo posible por
combatir la credulidad de la multitud, y para mitigar el imprudente celo de
algunos tribunales. En 1610 hubo un retroceso temporal, ya que en aquel momento
los miembros del Consejo estaban aparentemente alarmados de su incredulidad
ante la evidente cantidad de pruebas lanzadas sobre ellos desde Navarra.
Realmente parecía como si Satanás anduviera muy ocupado en aquellas regiones, y
que los inquisidores locales tuviesen razón en actuar contra él.
No bastaba con publicar Índices; era necesario comprobar que no se leían los
libros prohibidos. La Inquisición utilizaba agentes para inspeccionar las librerías y
aun las bibliotecas particulares. Pero donde más vigilancia había era en los puertos
de mar y en la frontera francesa. No sólo se examinaban los paquetes de libros,
sino toda clase de mercadería, pues el episodio de Hernández nunca se olvidó. A la
llegada de un barco al puerto, su tripulación, pasajeros y mercaderías tenían que
ser examinados por un comisionado de la Inquisición. Estas visitas de navíos eran
molestas, imponían demoras y gastos, pues el agente cobraba por sus servicios. Los
comerciantes elevaban constantes quejas, especialmente en Bilbao, puerto principal
de la costa de Vizcaya; estas quejas eran apoyadas por los embajadores de
potencias extranjeras, pero todo resultaba inútil. El Estado aprobó plenamente el
sistema inquisitorial de protección al pueblo contra el veneno de la literatura
nociva, y sus propias leyes de imprenta fueron excesivamente drásticas.
Todo esto puede ser cierto, pero el que cree en la libertad de prensa puede,
por su parte, alegar que la censura introdujo en el reino de las letras y en el
comercio de libros la misma clase de inseguridad que en los negocios en general
implicaban las confiscaciones de bienes hechas por la Inquisición. La profesión de
autor y la investigación científica se desanimaron igualmente, y España, en cierta
medida, se mantuvo aislada de las corrientes intelectuales del resto del mundo. [18]
IX
En el siglo XV, Sicilia era parte de los dominios de la Casa de Aragón, pero
cuando Fernando estableció la Inquisición en España no la implantó
inmediatamente en aquella isla. Sin embargo, en 1478, Torquemada envió un
Inquisidor allí, y como el edicto de 1492 contra los judíos se extendía a Sicilia,
vinieron los bautismos forzados, seguidos de la inevitable aparición de herejes
judaizantes. En Sicilia se elevaron muchas quejas contra los métodos
inquisitoriales, tales como la obtención de pruebas mediante la tortura excesiva; la
quema de personas que persistían, hasta el fin, en mantener su inocencia; la
injusticia que se cometía con las viudas cuyas dotes no se exceptuaban de la
confiscación de bienes de sus maridos; el nombramiento de los nobles como
familiares; los excesivos privilegios concedidos a éstos, y el aumento de
funcionarios. Carlos V y Felipe II intervinieron para satisfacer estas críticas, por lo
menos en lo que se refería a los agravios de los familiares. Pero las disputas entre el
tribunal siciliano y las autoridades civiles continuaron y los inquisidores locales se
quejaban de que los cargos formulados contra ellos interferían seriamente la
eficacia de su trabajo. En 1713, la isla pasó a manos del Duque de Saboya, quien la
cedió a cambio de Cerdeña cinco años más tarde, cuando pasó a ser posesión del
Emperador Carlos VI. A pesar de estos cambios, la Inquisición siciliana
permaneció sujeta al Supremo. En 1735 Austria tuvo que ceder la isla, junto con
Nápoles, a Don Carlos, el futuro Carlos III de España. Éste obtuvo del Papa un
Inquisidor general especial para Sicilia, independizándose así la isla de la
Inquisición española.
En 1505 se creó un tribunal en las islas Canarias, que al principio tuvo poca
independencia por estar subordinado al tribunal de Sevilla. Las islas habían
atraído a una considerable población judía debido a la ausencia del Santo Oficio;
sin embargo, no hubo mucha persecución hasta que el tribunal se hizo
independiente y apareció un enérgico Inquisidor en la Gran Canaria. Poco después
de su establecimiento en Las Palmas —en otoño de 1569—■, tuvo lugar un gran
auto de fe que atrajo espectadores de otras islas del archipiélago. Verdaderamente,
había el doble de espectadores que la población de la Gran Canaria. Aunque hubo
muchos casos de reincidencia al judaísmo por parte del contingente de judíos de
las Canarias y de reincidencia al mahometismo por parte de los esclavos moros
bautizados, la mayoría de los delitos conocidos por la Inquisición son de
solicitación en el confesonario, blasfemia y brujería. Pero los procesos más
interesantes son aquellos contra los herejes extranjeros, con más frecuencia
ingleses, holandeses o flamencos, que se encuentran en número considerable en las
últimas décadas del siglo XVI.
Morelos, que como Hidalgo era sacerdote, fue un jefe militar más
afortunado, pero con el tiempo también la suerte le fue adversa. A diferencia de
Hidalgo, una vez capturado, fue alojado en la cárcel secreta de la Inquisición, y
juzgado por este tribunal antes que las autoridades civiles comenzaran su proceso,
que ya de antemano había decidido su ejecución. El juicio inquisitorial se resolvió
en cuatro días, sin duda porque la autoridad civil estaba impaciente. Se le declaró
culpable de deísmo y ateísmo, secuaz de Hobbes y de Voltaire —la fórmula fue
casi tan extensa como en el caso de Hidalgo—, y fue privado de su sacerdocio
antes de ser entregado para su enjuiciamiento como traidor al Estado.
Lo mismo que en México, en el Perú los obispos tenían al principio la
exclusiva jurisdicción sobre las causas de herejía, y hasta 1570 —treinta y cinco
años después de ser completada la Conquista por Pizarro—, no se introdujo en el
país la Inquisición. El territorio sobre el que el nuevo tribunal tenía jurisdicción era
inmenso, pues se extendía no sólo sobre el Perú, sino sobre Chile y toda la América
española del Sur. Se establecieron comisionados en Buenos Aires y en Santiago de
Chile, pero aun así el radio de acción de la efectiva jurisdicción debió haber sido
muy limitado, y las posibilidades de escapar de las garras de la Inquisición eran
considerables. Nueva Granada (es decir, Colombia y Venezuela) se separó, en
cuanto a la Inquisición se refiere, del Virreinato del Perú en 1563, estableciéndose
un tribunal independiente en Cartagena, en 1610; pero las posteriores propuestas
de crear aún otro tribunal en Sudamérica se rechazaron por razones pecuniarias.
Parece que la Inquisición no tenía gran trabajo en América del Sur. Allí,
como en México, los nativos convertidos por celosos misioneros no eran
molestados en general. Felipe II, en una instrucción de 1572, ordenó un trato
especial para ellos basándose en su escasa preparación en materia de fe. Los
herejes procedían de la exigua población europea, y hasta que tuvo lugar la
inmigración de judíos portugueses, los herejes no eran numerosos, o bien su
persecución fue infructuosa. La gran mayoría de los delitos denunciados a los
tribunales de Lima y Cartagena eran aquellos en que la herejía era meramente
ilativa. Cierto número de impostores místicos fueron procesados a principios del
siglo XVII, especialmente Ángela Carranza, cuyos famosos milagros, éxtasis y
revelaciones engañaron durante quince años a todos los peruanos, de los virreyes y
arzobispos abajo. La influencia de los nativos se descubre, sin duda, en gran
número de casos de superstición culpable que fueron llevados ante el tribunal de
Cartagena; si entre ellos no existían herejes, se encontraban muchas brujas sin
embargo.
Conclusión
Consideraciones como éstas no son sólo pertinentes, sino esenciales para una
verdadera comprensión de la Inquisición española, porque no podemos apreciar
ninguna institución en una perspectiva adecuada si la consideramos aisladamente.
En ninguna ocasión es más necesario recordar la parábola de la viga y la paja que
en el estudio de la historia de la persecución religiosa. Los defensores de la
Inquisición española están autorizados para invocar el tu quoque contra muchos de
sus adversarios.
Otro de los males en la vida de España a los que contribuyó, sin duda, la
Inquisición, fueron los deplorables conceptos de limpieza y mala sangre.[22] El culto al
primero estableció el más pernicioso sistema de casta imaginable. La sangré no
contaminada valía más que la capacidad, de manera que se impedía al país sacar
pleno provecho de sus recursos naturales humanos. Los filántropos modernos
miran con interés el constante estigma arrojado sobre el malhechor, y después que
ha expiado su delito tratan de ayudarle a reanudar la vida como un miembro
honorable de la sociedad. La Inquisición no sólo deshizo la vida del culpable, sino
que castigó a generaciones de descendientes inocentes. Así el daño se causaba a la
comunidad en general y a muchos desgraciados hogares.
También es vano decir que la Inquisición y su sistema de censura no
perjudicaron el desarrollo intelectual de España. Dejó muchos campos libres para
la investigación y la especulación, pero cerró otros por completo. La actividad
intelectual estaba condicionada y dirigida por una fuerza que se ocupaba, no del
progreso, sino de restricciones e inhibiciones. La mentalidad audaz y aventurera
estaba sujeta a la influencia represiva de aquellos que, si verdaderamente no
miraban con desdén la aventura, no tenían ningún deseo de alentarla. No podía
desplegar sus alas, tomar parte en la investigación o la controversia relativa a los
problemas últimos de la existencia. Eruditos que aborrecían la misma idea de
herejía, a veces eran encarcelados durante meses y aun años, al mismo tiempo que
sus obras se sometían a juicio de censores que intelectualmente eran inferiores a
ellos. Se mencionan escritores como Fray Luis de León, San Juan de la Cruz, El
Brocense, para probar que la Inquisición no perjudicó a la vida intelectual del país.
Pero los tres, como otros, tuvieron que comparecer ante la Inquisición; algunos de
ellos vieron interrumpido su trabajo durante amargos períodos de encarcelamiento
y destruida su paz espiritual por la tortura del proceso inquisitorial. Un sistema
que trataba de esta manera a algunos de los grandes escritores y pensadores de
quienes ahora España está orgullosa con razón, era claramente perjudicial para las
ciencias y las letras. Cuando hombres de gran reputación y de vida intachable
podían ser llevados ante la Inquisición, quizás solamente por alguna descuidada
expresión, muchos debían haberse persuadido de que era mejor guardar silencio y
no manifestar en absoluto los pensamientos irreflexivos. El padre Mariana, que
critica el modo con que la Inquisición hacía sufrir al inocente, lamenta también la
privación de la libertad de palabra que imponía. Juan de Luna, que en 1620 escribía
acerca de la ignorancia de sus compatriotas, la considera excusable porque los
inquisidores eran sus causantes. Como el viento mueve las hojas, así el mismo
nombre de la Inquisición hace temblar a cualquiera.
Esto ocasiona, quizás, uno de los más odiosos rasgos del sistema
inquisitorial. Deliberadamente creó y difundió una atmósfera de miedo y de
sospecha. Mediante los edictos de fe declaró la delación sistemática como un acto
laudable; la supresión de los nombres de los testigos hizo de la delación una cosa
fácil y sin peligro. Colocaba a los distinguidos a merced de los vulgares, a los
valientes a merced de los cobardes, a los nobles de corazón a merced de los
maliciosos. Las virtudes de la confianza mutua, la comprensión y la simpatía, se
desaprobaban. No sólo eso, sino que era un rasgo perfecto del sistema, el hecho de
que incurrir en sospecha se convertía virtualmente en un delito. Era casi imposible
para un hombre salir del tribunal, ante el que había sido difamado, sin una mancha
en su reputación. La cuestión que los inquisidores decidían no era la de
«culpabilidad o no culpabilidad», sino «el grado de culpabilidad».
Los rasgos característicos del proceso inquisitorial chocan con las modernas
concepciones de la justicia y la equidad. Todo el peso de la prueba caía sobre el
acusado, quien al mismo tiempo estaba privado de medios para defenderse con
efectividad. La atmósfera llena de secreto, la prohibición de todo contacto entre el
procesado y sus familiares y amigos; la supresión de los nombres de los testigos; la
ausencia de un defensor realmente eficaz; la falta de oportunidad para las
preguntas; el uso de la tortura y la lentitud agotadora del proceso que destrozaba
los nervios, todos estos inconvenientes se combinaban para hacer
extraordinariamente difícil al acusado demostrar su inocencia. Había una sola
salida que casi no presentaba obstáculos insuperables; hacer lo que la Inquisición
desease, confesar que los cargos contra él eran ciertos, declararse penitente y ser
reconciliado.
El Tractatus Universi Juris (vol. XI, pt. 11, Venecia, 1584), de Zilettus, contiene
varios manuales importantes sobre la Inquisición, tales como el de Simancas, De
Catholicis Institutionibus, con notas de Peña —un acabado compendio relativo a
ítem de procedimiento, etc., en orden alfabético—; el de J. à Royas, De Haereticis; el
de Albertini (Inquisidor siciliano), Tractatus de agnoscendis assertionibus catholicis et
haereticis; el de López de Palacios, Allegatio in materia haereticis; el de Villadiego,
Tractatus contra haeretican pravitatem.
Sobre los moriscos véase Conde Albert de Circourt, Histoire des maures,
mudejares et des morisques (3 vols., París, 1846); D. F. Jance, Condición social de los
moriscos en España (Madrid, 1857); H. C. Lea, The Moriscos of Spain (1901).
Sobre la censura: Reusch, Der Index der verboten Bücher (3 vols., Bonn, 1883-
85).
Albigenses, Cruzadas,
Alfonso VI de Castilla,
Alfonso X de Castilla,
Altamira, Rafael,
Amaury de Bène,
Apelaciones a Roma,
Arévalo,
Arrowsmith, Martin,
Autos de fe,
Avempace,
Ávila,
Balines, Jaime,
Bermigli, Pietro,
Bernáldez, Andrés,
Bernardo de Como,
Beza, Teodoro,
Buenaventura, San,
Calderón,
Calificadores,
Calvino, Juan,
Cano, Melchor,
Carcelero,
Carlos II,
Carlos III,
Carlos IV,
Carranza, Ángela,
Gaspar, Gcorge,
Castellano y de la Peña,
Cataluña,
Catarios, véase Albigenses,
Censura de prensa,
Cisma papal,
Ciudad Real,
Confesionales, Cartas,
Consulta de fe,
Córdoba,
Cromwell, Oliver,
Cuéllar,
Cuenca,
Chateaubriand,
Dellon,
Díaz, Froilán,
Díaz, Juan,
Domingo, Santo,
Don Quijote,
Drake, John,
Eckhart, Maestro,
El Greco,
Encarcelamientos,
Enrique IV de Castilla,
Enrique IV de Francia,
Erasmo,
Escribanos,
Espina, Alonso de,
Familiares,
Felipe III,
Felipe IV,
Felipe V,
Fénelon,
Fernando VI,
Fernando VII,
Ferrer, Vicente,
Flagelación,
Frampton,
Francisco, San,
Francmasonería,
Galicia,
Gonzalo de Córdoba,
Granada,
Gui, Bernardo,
Guyon, Madame,
Hawkins, Richard,
Hernández, Francisca,
Hernández, Julianillo,
Hidalgo, Miguel,
Hoguera, la,
Iluminados (alumbrados),
Índice, español; tridentino,
Inocencio VIII,
Inocencio X, papa,
Interrogatorios inquisitoriales,
Isabel de Inglaterra,
Jaime I de Aragón,
Jaime I de Inglaterra,
Jesuitas,
Joaquín de Flora,
Juan II de Castilla,
Juan II de Portugal,
Juan de Austria,
Juan de la Cruz,
Judaísmo,
Juntas de Fe,
La Chaise, padre,
Lea, C. H.,
Legate, Bartolomé,
Leigh, William,
León X, papa,
Lope de Vega,
Lucero, Inquisidor,
Ludovico á Páramo,
Luis de Granada,
Luis de León,
Lull, Ramón,
Llorente, J. A.,
Magdalena de la Cruz,
Mahometismo,
Maimónides,
Mala sangre,
Mallorca,
Maquiavelo,
María de la Visitación,
Mariana, J. de,
Martín, Isaac,
Martínez (Arcediano),
Martínez, Isabel,
Medina,
Melanchton, Philip,
Menéndez y Pelayo,
Molina, Luis,
Montemayor,
Moriscos,
Moros; en Canarias,
Napoleón Bonaparte,
Nicolás V, papa,
Ochino, Bernardino,
Olmedo,
Omeya, dinastía,
Ortiz de Zuñiga,
Pedro de Alcántara,
Penas,
Pérez, Antonio,
Personas honestas,
Pío V, papa,
Portero,
Portugal,
Prescott, W. H.,
Prisión secreta,
Puigblanch, Antonio,
Quietistas,
Ribera, José,
Ripoll, Cayetano,
Rodríguez Demorizi,
Ruiz de Alcaraz,
Rusia,
Sambenitos,
Sánchez, Francisco (El Brocense),
Sánchez, Juan,
Sarmiento, Pablo,
Segovia,
Sentencia,
Servet, Miguel,
Sevilla,
Sicilia,
Solicitación en el confesonario,
Sospecha de herejía,
Soto, Domingo de,
Sprenger, Jacob,
Strype,
Suárez, Francisco,
Supremo, el,
Talavera,
Tauler, Juan,
Tawney, R. H.,
Teresa, Santa,
Testes Synodales,
Toledo,
Tolerancia religiosa,
Tolosa,
Torralba, doctor,
Triana,
Tudor, María,
Uclés,
Valdenses,
Valencia,
Velázquez,
Vergüenza,
Verona, Conferencia de; Congreso de,
Visigodos en España,
Visitadores (inspectores),
Visitas de navíos,
Voltaire,
Wightman, Eduardo,
Zaragoza,
Zurita,
Zwinglio.
Notas
[1]
Representa la conquista de Toledo, plaza fuerte de considerable
importancia estratégica por señorear la línea del Tajo y por su misma topografía
local, uno de los momentos decisivos en el cambio de las respectivas posiciones del
poder musulmán y el cristiano. La pérdida de la ciudad impresionó fuertemente a
los mahometanos y produjo como consecuencia la reconquista de muchas ciudades
de aquella zona, desde Talavera, al oeste, hasta Uclés y Cuenca, al este. También
permitió repoblar en firme otras ciudades y distritos de retaguardia, como
Salamanca, Ávila, Arévalo, Olmedo, Medina, Segovia y Cuéllar. Altamira, Manual
de Historia de España (2.ª ed., Buenos Aires, 1946), pp. 176 y 177. [T.]. <<
H. del Pulgar, Crónica de los Reyes Católicos (Valencia, 1780), p. 136; D. Ortiz
[2]
[3]
1418: Así en el original en papel en español. Podría ser una errata y el año
correcto sea 1481. [N. del e. d.]. <<
[4]
Véase Zurita, Anales de la Corona de Aragón (Madrid y Barcelona, 1853).
Vol. V, pp. 657-62; G. de Castellano y de la Peña, Un complot terrorista en el siglo XV
(Madrid, 1927). <<
[5]
History of the Inquisition of Spain (4 vols., 1922), vol. I, p. 297. Cf. Zurita,
Anales de la Corona de Aragón, p. 641. <<
[6]
Véase infra, pp. 87-89. [Corresponde aproximadamente en este libro
electrónico compartido en ePubLibre.org, a partir del párrafo que inicia con «El
resto de los protestantes de Valladolid figuraron…» y hasta el final de ese capítulo
sexto, «Protestantes». N. del e. d.]. <<
[7]
El Inquisidor presidente, normalmente hacía una protesta formal de que si
la víctima moría o sufría graves daños corporales bajo la tortura, esto debía
atribuirse no a la Inquisición, sino al mismo reo, por no decir la verdad
voluntariamente. <<
[8]
El Inquisidor siciliano Ludovico á Páramo no estuvo muy inspirado al
pretender encontrar justificación para la hoguera en las palabras de Santiago y San
Juan, exigiendo la quema de los samaritanos, herejes de la época. <<
[9]
Véase Catálogo de las causas contra la fe seguidas ante el tribunal del Santo
Oficio de Toledo (Madrid, 1903), pp. 6-330. Resumido en Lea, vol. III, pp. 551-4. <<
[10]
La historia de Frampton se cuenta en los Annals of the Reformation, de
Strype (1824), vol. I, p. 357. <<
[11]
El texto castellano lo hemos tomado de Menéndez y Pelayo, Historia de los
heterodoxos españoles (edic. Buenos Aires, 1945). Vol. V, pp. 74 y 75 [T.]. <<
España (Madrid, 1927), divide los místicos heterodoxos en tres clases: protestantes,
panteístas y quietistas. <<
mortal, fue castigada con mucha frecuencia por la Inquisición, y con severidad: la
abjuración de levi con azotes o vergüenza eran las penas normales. <<
[15]
A. F. G. Bell, Luis de León (1925), p. 11. <<
[16]
Una vez, después que regresó a la Universidad de Salamanca, al
preguntarle un estudiante contestó: «Estoy ronco. Además es mejor hablar en voz
baja para que los caballeros de la Inquisición no puedan oír». <<
de 1752, «Verdadera cronología de los maniqueos que aún existen con el nombre
de francmasones». Véase V. de la Fuente, Historia de las sociedades secretas… en
España. (Vol. III, 1871), pp. 422-8. <<
[18]
Para un examen completo de los temas brevemente tratados en este
capítulo, véase Lea, Inquisition of Spain, vol. III, pp. 480-549; vol. IV, pp. 95-335. <<
[20]
El odio de Voltaire se expresa en sus bien conocidos versos:
Ce sanglant tribunal,
[21]
R. H. Tawney, Religion and the Rise of Capitalism (1926), p. 72. <<
[22]
En los catálogos publicados de todos los casos presentados ante el
tribunal de Toledo, 330 páginas están dedicadas a los juicios de herejía, bigamia,
etc.; 348 a investigaciones de limpieza. <<