Breve Historia de Los Estados Unidos
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Sección de Obras de Historia
BREVE HISTORIA
DE LOS ESTADOS UNIDOS
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60 ANIVERSARIO
Título original:
A Pocket History ofthe United States
© 1992,Henry Steele Commager y The Trustees of Columbia University in the City of New
York (como beneficiarios de Alian Nevins)
ISBN 0-671-79023-4
ISBN 968-16-4256-2
Impreso en México
PROLOGO
11
12 EL ESTABLECIMIENTO DE LAS COLONIAS
Misisipí. Era igualmente cierto que las personas que dominaran la cuen-
ca del Misisipí tendrían que llegar a dominar toda la zona situada al
oeste de la misma. Gracias a su número y a su energía superiores, los
estadunidenses sacaron el máximo provecho de sus ventajas geográficas.
Afortunadamente para los colonos blancos, los indios de aquella parte
de la América del Norte eran demasiado poco numerosos y demasiado
atrasados como para constituir un grave impedimento a la colonización.
La acosaron y a veces la demoraron; jamás lograron detenerla duran-
te mucho tiempo. Cuando los primeros europeos llegaron, los indios al
este del Misisipí probablemente no pasaban de las 200 000 personas. Los
de todo el continente, al norte de México, indudablemente no pasaban de
500 000. Armados tan sólo de arcos y flechas, con la tomahawk y la po-
rra de guerra, e ignorantes de todo arte militar con excepción del de la
emboscada, por lo común no fueron rival para los grupos de blancos
bien pertrechados y vigilantes. Por lo demás, no habían mostrado mayor
capacidad para someter a la naturaleza, y, como vivían principalmente
de la caza y de la pesca, sus recursos eran precarios. La mayoría de los
centenares de tribus de las 59 "familias" reconocidas al norte de México
eran pequeñas y no podían formar bandas guerreras formidables. La or-
ganización india más poderosa fue la de las Cinco (más tarde Seis) Na-
ciones de la familia iroquesa, cuyo bastión se encontraba en la porción
occidental de Nueva York, que tenía un consejo general y llevaba a cabo
una política agresiva por la cual los temían sus vecinas tribus algonqui-
nas. En el Sudeste, los creek habían formado otra fuerte confederación
de la familia muskogea; en el remoto Noroeste, en las llanuras altas, los
sioux habían forjado una organización un poco más débil.
La lucha entre los colonos y los indios durante el periodo colonial
pasó por varias etapas bien definidas. Tan pronto se establecieron las
primeras colonias, la mayoría de ellas entró en agudo conflicto local con
las pequeñas tribus vecinas. Un buen ejemplo es el de la breve y feroz
Guerra Pequot en la Nueva Inglaterra, que en 1637 concluyó con la des-
trucción completa de la tribu pequot que habitaba el valle del Connecti-
cut; otro ejemplo nos lo proporciona la guerra entre los colonos de Vir-
ginia y las tribus powhatan, que empezó en 1622 y terminó también con
la completa derrota de los indios. Pero a medida que los recién llegados
blancos fueron avanzando y se apoderaron de espacios más grandes de
tierras, los indios formaron amplias alianzas tribales para hacer resis-
tencia. El rey Felipe, por ejemplo, reunió a varias tribus importantes de
Nueva Inglaterra, que lucharon heroicamente durante dos años antes
de que los aplastaran; en tanto que los colonos de Carolina del Norte tu-
EL ESTABLECIMIENTO DE LAS COLONIAS 1
favoritos para ocupar la vasta región que ahora abarca a las dos Caro-
linas y a Georgia. Los propietarios pusieron a la colonia y a la primera
ciudad el nombre de su benefactor real, y convencieron a John Locke
para que les redactara una Constitución fundamental, la cual, afortu-
nadamente, jamás se puso en práctica. Desde Virginia se fueron desper-
digando colonos, y otros, entre los que figuraron numerosos hugonotes
franceses, llegaron directamente a la costa desde Inglaterra y las Anti-
llas. Charleston, establecida en 1670, se convirtió rápidamente en la ca-
necticut, que fue primera Constitución escrita, concebida por una co-
la
munidad norteamericana por sí misma, la primera, por cierto, en el
puestos eran gravosos. Los mercados estaban lejos de las granjas más
remotas, y cuando el precio del tabaco bajaba, los agricultores queda-
ban en situación difícil.
Finalmente, un ataque de los indios contra los asentamientos despro-
tegidos dio lugar a una gran revuelta. Los colonos clamaron porque se
les diera protección, y cuando el gobernador Berkeley y los hacendados
de la costa les dieron respuestas dilatorias, se sintieron indignados. Na-
thaniel Bacon, a la cabeza de hombres enfurecidos de las riberas supe-
riores de los ríos James y York, dio un golpe que destruyó el principal
bastión indio y dio muerte a 150 salvajes. Más tarde, cuando acudió a su
sitial en la asamblea de Williamsburg, el altanero gobernador lo captu-
Maryíand
Tomado de: Alian Nevins, A brief bistory of tbe United Status, Clarendon Press, 1942.
28 EL ESTABLECIMIENTO DE LAS COLONIAS
El desarrollo de la nacionalidad
33
34 LA HERENCIA COLONIAL
36 LA HERENCIA COLONIAL
Un europeo, cuando llega por primera vez, parece limitado tanto en sus inten-
cionescomo en sus concepciones; pero muy rápidamente cambia su visión.
Tan pronto respira nuestro aire, comienza a formarse nuevos proyectos y se
lanza a empresas que jamás se le hubiera ocurrido emprender en su propio
país. Allí, la plenitud de la sociedad confina numerosas ideas útiles y a
menudo extingue los planes más laudables que aquí en cambio pueden llegar
a su madurez... Empieza a sentir los efectos de una suerte de resurrección;
hasta entonces, no había vivido, sino simplemente vegetado; ahora siente que
38 LA HERENCIA COLONIAL
es hombre, porque se le trata como tal; las leyes de su propio país han hecho
caso omiso de él por su insignificancia; las leyes de éste lo cubren con su man-
to. ¡Júzguense los cambios que tienen que darse en el espíritu y los pen-
del sábado hasta la puesta del sol del domingo, se guardaba con todo
rigor; no estaba permitido viajar, ninguna taberna podía dar servicio, es-
taban prohibidos los juegos e incluso podía detenerse a un grupo de
hombres que conversaran en las calles. Entre otras, se introdujo la moda
de las pelucas, los anglicanos festejaron alegremente las navidades, y
enriquecimiento, el amor sexual y las fiestas comenzaron a
la política, el
desempeñar un papel reconocido con mayor franqueza en la vida coti-
diana.
Un documento que nos proporciona un cuadro incomparable de la
gran transición desde el viejo orden al nuevo en Massachusetts es el dia-
rio que Samuel Sewall, quien se graduó en Harvard en 1671, empezó a
llevar tres años más tarde, en 1674, y que siguió redactando hasta 1729.
Este tétrico y anticuado puritano, que llegó a ser justicia mayor, gustaba
de beberse un vaso de vino de Madeira, y de pasear en su coche, pero de-
testaba toda innovación. Al leer sus tres tomos, se pone ante nuestros
ojos una visión multicolor. Vemos a la pequeña ciudad de Boston, sólida-
mente construida sobre su lengua de tierra, con las tres colinas, las agu-
jas de sus iglesias, la fortaleza y el puerto abarrotado de barcos. Oímos
al sereno gritar las horas y al pregonero hacer sus rondas. Sentimos el
estremecimiento que corre por la ciudad cuando llegan noticias de que
hay piratas en la costa, o de que el conde de Frontenac está a punto de
lanzarse contra la Nueva Inglaterra con sus fuerzas francesas y sus alia-
dos indios. Vemos a los ciudadanos correr en pos de sus reses extra-
viadas, como hizo el propio Sewall "de un extremo de la ciudad al otro";
los vemos reunirse en grupos para discutir los nombramientos para el
consejo; y también mientras se dirigen a su entretenimiento favorito, un
funeral. Cuando la bahía se cubre de grueso hielo hasta la isla de Castle,
nos estremecemos como los pobres feligreses mientras oímos el sagrado
pan sacramental endurecido por el hielo "golpetear tristemente mien-
tras lo parten en las bandejas". La viruela corre por la ciudad. Los naci-
mientos son numerosos, pues las mujeres son fecundas, pero las muertes
de los niños casi no les van a la zaga. Vemos la celebración del día del
entrenamiento en el Common, a las compañías de la antigua y honora-
ble artillería y de otras armas vistiendo sus vistosos uniformes, dispa-
rando sus armas con gran alboroto y a las damas y caballeros cenando
en tiendas armadas sobre el césped. Miramos con malos ojos a los ca-
sacas rojas y nos enteramos con horror de que el gobernador real ha
dado un baile en su palacio que duró hasta las tres de la mañana. Nos
sumamos a la multitud que se dirige a la colina de Broughton para ver
colgar delincuentes. Vemos a los alguaciles interrumpir juegos de bolos
en la colina Beacon, o como los censorios puritanos la llamaban, el
Monte de la Putería. Y observamos a Sewall, en su calidad de magistra-
42 LA HERENCIA COLONIAL
do, cabalgar por Charleston o Boston a la caída del sol de sábado mien-
tras ordena cerrar las puertas y cortinas de las tiendas. Pero, poco a
poco, vemos cómo el viejo rigor puritano va cediendo su lugar a la edad
moderna.
La delincuencia y la pobreza extrema fueron más raras en la ahorrati-
va y ordenada Nueva Inglaterra que en otras colonias. Los sirvientes por
contrata, inexistentes al principio, fueron algo común en el siglo xvm,
pero a ellos y a otros trabajadores les fue fácil alcanzar la independen-
cia, y fuera de Rhode Island la esclavitud cayó en decadencia. El sistema
municipal de gobierno, conforme al cual todos los asuntos públicos se
ventilaban en una reunión municipal de gente apta para votar, fomentó
la confianza en sí mismo. Boston, New Haven y otros centros grandes
llegaron a tener numerosos aristócratas dueños de excelentes casas, es-
cudos de armas y una vajilla, mientras los límites entre las clases fueron
reales y muy claros. Pero, en ninguna parte del mundo, el pueblo común
mostró un respeto por sí mismo más firme.
Las colonias centrales tuvieron una sociedad mucho más variada, cos-
mopolita y tolerante, de menor elevación espiritual pero también menos
austeras. Pensilvania, con su hermana provincia de Delaware, hacia las
fechas de la Guerra de Independencia tenía unos 350 000 habitantes;
Nueva York y Nueva Jersey juntas poseían una población casi igual a
ésa. Como en otras partes de la América del Norte, la gran masa de la
población dependía del suelo para su subsistencia. En las mejores por-
ciones de estas provincias los dueños de tierras prosperaron rápida-
mente. Las granjas de los cuáqueros de Pensilvania, por ejemplo, podían
presumir de grandes casas de ladrillo de habitaciones con paredes em-
papeladas o forradas de maderas, muebles pesados y buenas porcelanas
y cristalería. Las mesas, en las que hacendados y criados comían juntos,
se hallaban repletas de alimentos sencillos pero variados. La carne, es-
casa en muchas partes de Europa, se comía tres veces al día. Aumen-
taron tan rápidamente los aperos y vehículos agrícolas que hacia 1675
Pensilvania se vanagloriaba de contar con 9 000 carretas. La agricultura
era más variada que en otras partes; se cultivaba toda una variedad de
granos y hortalizas, había excelentes huertos, toda clase de ganado y
muchos hacendados contaban con sus propios estanques para peces. El
valle del Hudson se hallaba repartido entre las haciendas señoriales de
los Van Rensselaer, Cortlandt, Livingston y otros aristócratas, que te-
nían grandes casas atendidas por docenas de criados, y que poseían una
LA HERENCIA COLONIAL 43
calidad feudal los días en que se pagaba la renta anual. Pero Long Island
y el alto Nueva York estaban llenos también de pequeñas granjas.
Además de los que cultivaban la tierra, Pensilvania y Nueva York
tenían un número creciente de comerciantes, artesanos y mecánicos. La
industria del transporte, dedicada principalmente a la exportación de
maderas, pieles, granos y otros productos naturales, así como a la im-
portación de manufacturas, azúcar y vinos, era amplia y lucrativa. Un
poco antes de la Guerra de Independencia, cerca de 500 navios, con más
de 7 000 marineros, zarpaban de la bahía de Delaware, en tanto que la
desembocadura del Hudson y Rhode Island estaban repletas de navios.
Tanto Filadelfia como Nueva York se habían convertido en grandes pun-
tos de distribución para el comercio con el interior. Una manera de ga-
narse una fortuna consistía en enviar granos y pescado seco a las Anti-
llas, y traer de ellas esclavos o melazas; otra consistía en cargar pieles en
así como las chozas dispersas en que vivían los negros. Muchas de las
grandes casas, como las de Fountain Rock del general Ringgold, la de
Westover de William Byrd, la de Gunston Hall de George Masón y la
hacienda cercana a Charleston de John Rutledge, eran de hermoso dise-
ño y acabado. En su interior había salones recubiertos de maderas, exce-
lentes escaleras y grandes recámaras. Las mejores casas estaban dotadas
de hermosos muebles de caoba (unos hechos en América, pero en su ma-
yor parte importados de Inglaterra), pesados cubiertos de plata con sellos
de Londres, colgaduras de seda o de terciopelo, buenos retratos de fa-
milia, grabados (Hogarth era un gran favorito) y bibliotecas bien do-
tadas. Robert Cárter, de Nomini Hall, tenía más de 1 500 volúmenes, y el
tercer William Byrd más de 4000. Muchos hacendados tenían casas en
Annapolis, Williamsburg o Charleston, ciudades a las que viajaban du-
rante el otoño, en el coche familiar, para asistir a los bailes, cenas, jue-
gos de cartas, carreras y actividades legislativas. A la clase de los hacen-
dados a menudo se le acusó de indolencia. Pero el buen cuidado de una
gran hacienda requería mucho trabajo y era causa de grandes ansieda-
des; Washington trabajaba duramente para vigilar su hacienda de Mount
Vernon, mientras que Robert Cárter, de Nomini Hall, cuyas propiedades
abarcaban unas 24 000 hectáreas de tierras de Virginia, una fábrica de
tejidos, acciones en una fundición, varias minas y talleres de artesanías,
estaba incesantemente atareado. A los hacendados se les acusó también
de falta de gustos intelectuales. Pero eran apasionados de la política, de-
sempeñaban la mayor parte de los cargos electivos y hablaban y escri-
bían sobre cuestiones de gobierno con extraordinaria capacidad, aparte
de que muchos de ellos se interesaron en las ciencias y fueron elegidos
como miembros de la Royal Society.
Los hacendados menores y los granjeros del Sur — cuyo tipo encon-
tramos en Peter, el padre de Thomas Jefferson, que adquirió baratas tie-
rras de "frontera" trabajando como topógrafo y que él mismo ayudó a
desmontar — eran hombres trabajadores, inteligentes y frugales. Rotu-
raron las tierras vírgenes, construyeron casas modestas y se hicieron de
propiedades; muchos labraron amplias superficies con la ayuda de es-
clavos; algunos, como Peter Jefferson, se casaron con aristócratas. Eran
hombres recios, que se valían por sí mismos, independientes de carácter
y resueltos a mantener sus libertades británicas. Si carecían de puli-
mento y educación, les sobraba un sólido sentido común y produjeron
destacados jefes políticos de ideas democráticas, como Jefferson, James
Madison y Patrick Henry. Ciertamente, las diferencias entre las clases
superior y media en el Sur a menudo fueron vagas, y las alianzas matri-
moniales entre las dos clases propendieron a entretejerlas. En Mary-
land, especialmente, el siglo xvtii fue testigo de una vigorosa tendencia a
LA HERENCIA COLONIAL 47
pasando por el valle del Shenandoah en Virginia hasta las regiones del
Piedmont de las Carolinas y Georgia. En este territorio vivió un pueblo
rudo, sencillo e intrépido, cuya manera de entender la vida era pura-
mente norteamericana.
Compraron tierra barata por tres o cuatro chelines la hectárea, o se
apoderaron de ella por el "derecho de tomahawk", desmontaron algunas
extensiones en los bosques salvajes, quemaron las malezas y sembraron
maíz y trigo entre los tocones. Construyeron cabanas toscas de troncos
de pacanas, de nogal o de caqui, ensamblando las maderas en las cuatro
esquinas, rellenando las grietas con arcilla, apisonando la tierra para
50 LA HERENCIA COLONIAL
formar piso y sustituyendo los vidrios de las ventanas por hojas de pa-
el
y digno de los guerreros, que a menudo mostraban "en sus rostros algo
grande y venerable", así como la cordialidad de las doncellas de piel co-
briza, que no eran ni muy limpias ni muy castas, pero se mostraban ver-
gonzosas ante el hombre blanco. Una vez que probaron los deleites de la
vida en los parajes silvestres, muchos pioneros los prefirieron a cual-
quier otro ambiente.
52 LA HERENCIA COLONIAL
Cultura
LA HERENCIA COLONIAL
Océano ¡Atlántico
XiíómttTos
150 300
I _J
Tomado de: Samuel Eliot Morison y Henry Steele Commager, The growth tbe American
republic, Oxford L'niversíty Press, 1962.
LA HERENCIA COLONIAL 57
59
60 EL PROBLEMA IMPERIAL
das con piedras preciosas y calles enteras de atareados orfebres. Los es-
pañoles fundaron su primer establecimiento en San Agustín, en Florida,
en 1565. Antes de que concluyera el siglo xvi, sacerdotes y soldados espa-
ñoles, luego de sangrientas luchas, se habían establecido en Nuevo Méxi-
co, en donde, desde Santa Fe, una larga línea de gobernadores militares
habría de gobernar después la adormilada provincia. Mientras tanto, un
sufrido misionero jesuíta de ascendencia italiana, Eusebio Francisco
Kino, había explorado la Baja California y la región de Arizona, había
construido iglesias y bautizado a los asombrados indios. Pero no fue sino
hasta 1769 cuando la California propiamente dicha fue ocupada por una
tropa de soldados españoles, con la que llegaron misioneros francisca-
nos, a la cabeza de los cuales iba Junípero Serra, para ayudar a fundar
San Diego y Monterey.
Los franceses no consolidaron su presencia en Canadá sino un poco
antes de que los colonos ingleses se establecieran en Virginia. Indis-
cutiblemente, un voyageur bretón, Jacques Cartier, en 1535, había lleva-
do la bandera francesa aguas arriba del río San Lorenzo hasta el lugar
de la futura Montreal, y media docena de años después había realizado
un fallido intento de colonizar parte del nuevo territorio. La hostilidad
de los indios y el terrible frío del invierno hicieron que los colonos regre-
saran a su patria totalmente desalentados. Hasta 1603 no apareció el
fundador de la Nueva Francia, Samuel de Champlain, quien a los 36 años
de edad ya era un soldado y marino veterano, el cual había narrado tan
bien sus aventuras sobre la ruta de los galeones españoles al rey, que
éste lo había convertido en geógrafo real. En 1 608 fundó Quebec, el pri-
mer poblado europeo permanente de la Nueva Francia. Con fines de ex-
ploración, al año siguiente acompañó a una partida de hurones y algon-
quinos que iban a luchar contra los iroqueses, cruzó el lago que ahora
lleva su nombre y cerca de Ticonderoga descargó su mosquete contra
salvajes hostiles. Al incidente se le ha achacado haber sido la causa de
la prolongada enemistad de los iroqueses contra los franceses, pero esa
enemistad fue producida más bien por la geografía y el tráfico de pieles,
en el que las Cinco Naciones eran intermediarias naturales entre los in-
gleses y las tribus occidentales. La Compañía de la Nueva Francia, for-
mada bajo auspicios de Richelieu en 1628, contribuyó en algo para pro-
porcionar energía a la empresa de colonización. Y cuando Luis XIV
ejerció el control total del poder en Francia, en 1661, teniendo al sagaz
Colbert como su principal ministro de Estado, las autoridades reales
proporcionaron un generoso apoyo a los establecimientos canadienses.
Las empresas coloniales de los españoles, franceses y británicos se
asemejaron por haberse realizado un poco a la buena de Dios, sin un
plan preciso, pero en otros aspectos se distinguieron entre sí marcada-
EL PROBLEMA IMPERIAL 6
Penetraron por una tierra helada, inhóspita, poblada por indios nómadas,
muchos de ellos hostiles. Cuanto más penetraran por el interior, tantas
más pieles podrían conseguir. Luego de establecer cierto número de
débiles poblamientos agrícolas, hicieron avanzar sus puestos a distan-
cias cada vez mayores por los territorios salvajes, siguiendo los prin-
cipales cursos de agua: el río San Lorenzo, los Grandes Lagos, los ríos
Wisconsin, Illinois, Wabash y Misisipí, para finalmente llegar hasta las
corrientes de Manitoba. Mientras que los colonizadores ingleses crearon
-T-"
62 EL PROBLEMA IMPERIAL
dia luna, que se extendía desde Quebec en el noreste, pasando por De-
troit y San Luis, hasta Nueva Orleáns en el sur. Abrigaban la esperanza
de conservar y desarrollar este gran territorio del interior, sujetando a
los británicos en la estrecha faja al este de los Apalaches. Francia, mili-
tarmente, era una nación más fuerte que la Gran Bretaña y podía enviar
poderosos ejércitos. El gobierno altamente centralizado de la Nueva
Francia estaba mejor capacitado para conducir una guerra que la débil
asociación de gobiernos coloniales mal coordinados.
Pero por tres razones principales era segura una victoria británica fi-
nal. En primer lugar, el millón y medio de habitantes de las colonias
británicas, en 1754, constituía un cuerpo de rápido crecimiento, sólido,
tenaz e ingenioso; en tanto que la Nueva Francia tenía menos de 100 000
habitantes, valerosos pero dispersos y deficientes en materia de empre-
sa. En segundo lugar, los británicos ocupaban una mejor posición es-
tratégica. Como actuaban dentro de líneas interiores, podían atacar efi-
cazmente hacia el oeste, en lo que ahora es Pittsburgh, hacia el noroeste
en dirección del Niágara y hacia el norte en dirección de Quebec y Mon-
treal. Poseían también una armada mejor, podían reforzar y abastecer
64 EL PROBLEMA IMPERIAL
más rápidamente a sus tropas y ponerle sitio a Quebec por agua. Final-
mente, estaban dotados también de mejores capitanes. En Chatham en-
contraron a un líder político, y en Wolfe, Amherst y lord Howe (a quien
Massachusetts le levantó un monumento en la abadía de Westminster)
tuvieron generales incomparablemente superiores a los franceses; en tan-
to que oficiales coloniales como el sagaz Washington, que guió al ejército
de Braddock, Phineas Lyman, quien rechazó a los franceses en el lago
George, y el teniente coronel Bradstreet, que capturó el fuerte Frontenac,
se distinguieron en la guerra. Chatham, un verdadero genio, contó con ca-
si dos años para concertar los esfuerzos anglonorteamericanos antes de
68 EL PROBLEMA IMPERIAL
tanto del poder centralizado como de la autonomía local, tal era el pro-
blema, y fue una de las cuestiones más difíciles a que se hayan tenido
que enfrentar estadistas en cualquier época. ¿Podría concebirse algún
sistema por el cual el gobierno general de Westminster ejerciera control
sobre todos los asuntos de carácter imperial general —
guerra, paz, asun-
tos exteriores, tierras, del Oeste, indios, comercio y así sucesivamente
a la vez que los diversos gobiernos locales de Massachusetts, Virginia,
Carolina del Sur y otras partes se encargaran de todos los asuntos de
carácter estrictamente local? ¿Podría trazarse una línea entre estos pro-
blemas generales y locales con tanto acierto que le dejara al gobierno
central poderes suficientes y, sin embargo, no limitara las libertades de
los hombres en sus asuntos locales?
Es claro que éste fue el problema del federalismo. El Imperio británi-
co de mediados del siglo xvm era en su funcionamiento de hecho, aunque
no desde el punto de vista teórico o estrictamente jurídico, un imperio
federal. Era un imperio en el que los poderes estaban distribuidos entre
un gobierno central y gobiernos locales. Durante siglo y medio el Parla-
mento se había hecho cargo de todos los asuntos de carácter general; las
asambleas locales, desde un principio, habían ejercido un control prácti-
co sobre todas las cuestiones de carácter local. Si el Imperio hubiera
quedado congelado, de alguna manera, en 1750, esto habría sido patente.
Pero jurídicamente, el Imperio no era federal, sino que estaba centra-
lizado. Jurídica y teóricamente en el Parlamento estaba depositado todo
el poder. Y cuando, después de 1763, los estadistas británicos se pusie-
no era delito. Las autoridades inglesas miraban para otro lado y algunas
de ellas señalaron francamente que, en resumidas cuentas, el dinero
procedente de este tráfico ilícito quedaba en manos de mercaderes y fa-
bricantes ingleses. La familia Livingston, en Nueva York, y la de John
Hancock, en Massachusetts, se enriquecieron con artículos introducidos
por contrabando.
La Ley sobre Azúcares de 1764 fue virtualmente una repromulgación
de la vieja Ley sobre Melazas de 1733, reformada de manera tal que se
pudiera hacerla cumplir. El viejo impuesto prohibitivo y de imposible
recaudación de seis peniques por galón se redujo a tres peniques, y se
tomaron medidas para apresar a todos los barcos que trataran de eludir
la Ley. Quizá una tasa de dos peniques hubiera sido justificable, pero la
camarilla antillana en el Parlamento consiguió que se escogiera la cifra
más alta. Esto representó un duro golpe para los intereses económicos
de la Nueva Inglaterra. Rhode Island protestó diciendo que los negocios
antillanos constituían todo el fundamento del comercio de esta colonia
con Inglaterra y que de sus 14 000 toneles grandes de melazas, las Anti-
llas británicas les podían proporcionar 2 500 como máximo. Una cláusu-
la estipulaba que los casos sujetos a la Ley sobre Azúcares podían ser
vistos por cualquier tribunal del vicealmirantazgo en América del Norte,
lo que significaba que un mercader podía encontrarse con que su barco
-Sí
se
Si
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i
§
EL PROBLEMA IMPERIAL 73
ira, el consejo privado casi siempre los vetó. El resultado fue un indigna-
do sentimiento de que los ricos de Inglaterra estaban aplastando a los
pobres. El Parlamento trató de prohibir el recurso de las colonias al pa-
pel moneda. La mayoría de las provincias emitió mucho papel moneda
después de 1730 y algunas lo hicieron de curso legal, pero tropezaron
con una creciente oposición en Londres. Finalmente, en 1764, el Parla-
mento prohibió de plano a las colonias que el papel moneda fuera de
curso legal para el pago de deudas, con lo cual creó un nuevo e impor-
tante motivo de agravio en los grupos de deudores de toda la América
británica.
Otro gran interés económico lo constituyó la especulación en tierras y
el poblamiento del Oeste. En las regiones del Oeste, la riqueza se alcan-
zaba principalmente de dos maneras: traficando pieles con los indios y
organizando compañías para la adquisición, fraccionamiento y venta de
grandes extensiones de tierras salvajes. El traficante de pieles y el espe-
culador de tierras deseaban que les dejaran manos libres en aquellos
años, tal y como los que buscan petróleo y los madereros desean hoy
que les dejen manos libres en el Oeste. Además de estos dos grupos, des-
pués de 1760 encontramos otro, el de los veteranos coloniales de la Gue-
rra de los Siete Años, a quienes se había premiado con tierras del Oeste.
Virginia, en particular, había recompensado de esta manera a sus sol-
dados, en tanto que el gobernador Dinwiddie había prometido 80 000
hectáreas a los soldados que habían sido lo suficientemente valientes
como para expulsar a los franceses de sus grandes propiedades en el
valle de Ohio.
Buena parte del pueblo común de Pensilvania, Virginia y las Carolinas
tenía hambre de tierras. Al finalizar la guerra era patente que no tarda-
ría en producirse una gran estampida hacia el Oeste. Compañía tras
compañía de bienes raíces se empezaron a organizar; los hombres de
mayor talla del continente — Benjamín Franklin, George Washington,
sir William Johnson — estaban vivamente interesados en ello. Hubo una
avalancha de reclamaciones de tierras, compras y levantamientos to-
pográficos.
Pero mientras esta multitud trataba de apoderarse de tierras en el
Oeste, el gobierno británico estaba decidido a practicar una nueva polí-
tica de estricto control y vigilancia. Para mantener la paz con los indios,
impedir que los colonizadores se extendieran demasiado por el oeste y
quedaran fuera del alcance del control inglés, y para poner fin al caos de
títulos sobre tierras que se traslapaban unas a otras, en 1763 proclamó
que la colonización debía detenerse en las crestas de los Apalaches. Las
tierras que quedaban más allá de este "Límite de Proclamación" queda-
ron temporalmente prohibidas, en calidad de dominio de la Corona, y
74 EL PROBLEMA IMPERIAL
EL PROBLEMA IMPERIAL
junto a los asentamientos más antiguos. Los futuros Estados Unidos tu-
vieron un sistema que se fue haciendo más representativo; Inglaterra,
un sistema que se había vuelto menos representativo. Ambos pueblos
creían en los derechos naturales y la Declaración de Derechos era una
gran herencia británica; pero muchos británicos se inclinaban a aceptar
una autoridad parlamentaria casi absoluta, en tanto que la mayoría de
los norteamericanos la rechazaba como a cualquier otra autoridad abso-
luta. Cuando estallaron los conflictos con la madre patria en 1765, los
norteamericanos descubrieron que contaban con una filosofía política
que satisfacía plenamente sus necesidades.
Malentendido
cierto, tenían sus propios gobiernos. Pero las colonias, no obstante, eran
simplemente corporaciones y, como tales, quedaban sujetas todas al de-
recho inglés; el Parlamento podía limitar, ampliar, o disolver sus gobier-
nos cada vez que lo quisiera hacer. Pero los dirigentes norteamericanos
afirmaban que esto era falso, puesto que no existía un parlamento "im-
perial". Sus únicas relaciones legales, afirmaron, los vinculaban a la Co-
rona. Era la Corona la que había aceptado establecer colonias al otro
lado del mar, y la Corona les había proporcionado gobiernos. El rey era
por igual rey de Inglaterra y rey de Massachusetts. Pero el Parlamento
inglés no tenía más derecho a formular leyes para Massachusetts que el
que tenía la legislatura de Massachusetts de promulgar leyes para Ingla-
terra. Si el rey necesitaba dinero de una colonia, lo podía conseguir so-
licitando una donación; pero el Parlamento carecía de autoridad para
recaudarlo mediante la promulgación de una Ley del Timbre o de cual-
quier otra ley sobre rentas. En pocas palabras, a un subdito británico, lo
mismo en Inglaterra que en América, sólo se le podían fijar impuestos
por y mediante sus representantes.
Cabe señalar, sin embargo, que tanto en la Gran Bretaña como en
Norteamérica los sentimientos respecto de las cuestiones principales es-
taban marcadamente divididos; que la disputa que se estaba realizando
no era tanto una lucha entre las colonias y la madre patria como un con-
flicto civil dentro de las colonias y también dentro de la Gran Bretaña.
En el Parlamento, los líderes whig eminentes, como Chatham, Burke,
Barré y Fox, se inclinaban fuertemente por el lado de los patriotas norte-
americanos; en las colonias, un firme grupo de tories apoyaba al gobierno
británico. Cabe señalar también que algunos extremistas de ambos ban-
dos veían con gusto la oportunidad de utilizar la disputa en provecho
propio. Lord Bute se habría complacido en someter a duro trato a los
habitantes de las colonias para reducir el espíritu de democracia que ex-
presaban John Wilkes y otros en Inglaterra. Samuel Adams en Mas-
EL PROBLEMA IMPERIAL 79
a los que se habían fijado los impuestos británicos. Esta medida se tomó
en Boston, en marzo de 1768, y se propagó por las colonias hasta que, al
cabo de dos años, las había afectado a todas ellas. En algunas colonias,
las importaciones británicas bajaron casi a la mitad; en otras, los acuer-
dos no se cumplieron rigurosamente. El movimiento concluyó en 1770,
cuando el Parlamento suprimió todos los impuestos Townshend, con ex-
cepción del fijado al té.
80 EL PROBLEMA IMPERIAL
82
LA REVOLUCIÓN Y LA CONFEDERACIÓN 83
Éste es el más espléndido movimiento de todos. Hay una dignidad, una majes-
tad, una solemnidad en este último esfuerzo de los patriotas que admiro
grandemente. Esta destrucción del té es tan audaz, tan atrevida, tan firme, in-
trépida e inflexible, y debe tener consecuencias tan importantes, y tan perdu-
rables, que no puedo menos de considerar que hará época en la historia.
Mediante este acto de violencia, que fue aplaudido desde Maine hasta
Georgia, Boston lanzó su desafío a los pies de la Corona y el gobierno
británico lo recogió rápidamente.
Jorge III y la mayoría del Parlamento estaban decididos a castigar a la
rebelde Boston. Burke y Chatham buscaron la conciliación. Pero el mi-
nisterio logró arrancarle al Parlamento una serie de cinco decretos drás-
84 LA REVOLUCIÓN Y LA CONFEDERACIÓN
La guerra revolucionaria
vo sus filas y esta vez saltaron sobre las trincheras mientras los patriotas
descargaban sus últimas dos andanadas. Fue una acción magnífica pero
criminalmente innecesaria. Una fuerza igual, que bajo protección de la
armada hubiera ocupado Charlestown Neck, podría haber rodeado a los
norteamericanos y obligarlos pronto a rendirse por hambre. En suma,
las pérdidas británicas fueron de 1 054 hombres, y las norteamericanas
de sólo 441.
La batalla demostró a los norteamericanos que, aun sin una organi-
zación o pertrechos suficientes, podían rechazar a las mejores tropas
regulares de Europa, y la confianza en sí mismos aumentó enorme-
mente. Howe, en quien recayó inmediatamente el mando de las tropas
británicas, quedó tan impresionado por la matanza que jamás la olvidó.
Cuando sustituyó a Gage, quien tuvo que regresar a Inglaterra caído en
LA REVOLUCIÓN Y LA CONFEDERACIÓN 87
desgracia, mostró tanta cautela para trabar batalla con las tropas de los
norteamericanos que contribuyó a que Inglaterra perdiera la guerra.
tupida dirección que Burgoyne, Howe y Clinton dieron a las tropas bri-
tánicas. Wolfe había muerto, y no surgió ningún Wellington.
La ventaja suprema de los norteamericanos fue la del mando, pues
ellos tuvieron a George Washington. Elegido por el Congreso que no es-
taba mayormente informado de sus capacidades, demostró ser, en todo
y por todo, el mejor guía y sostén para la causa de los patriotas. Se le po-
drá criticar por razones estrictamente militares. Jamás dirigió a un
ejército más grande que lo que es una división moderna, cometió mu-
chos yerros, fue derrotado una y otra vez. Sin embargo, luego de tomar
el mando a los 43 años de edad, se convirtió en el alma de la guerra. Este
hacendado de Virginia y coronel de las luchas de la frontera fue el espí-
ritu de la Revolución de Independencia, gracias a su infatigable patrio-
tismo, su tranquila sabiduría, su sereno valor moral; porque en las horas
más negras jamás perdió su dignidad, su aplomo o su decisión; porque
supo combinar el atrevimiento en la empresa con la cautela; porque su
integridad, elevación de espíritu y magnanimidad jamás menguaron y
porque su fortaleza de carácter jamás vaciló. Supo esperar el momento
oportuno para dar un golpe, por lo que su paciente vigilancia le ganó el
apodo de "Fabio".
Podía montar en cóleras terribles cuando se le provocaba más allá del
límite, como lo supo por propia experiencia el traidor Charles Lee en la
batalla de Monmouth; pero, en general, ejercía sobre sí un férreo domi-
nio, tan completo que cuando, en años posteriores, las noticias de la te-
rrible derrota sufrida por Wayne a manos de los indios llegaron hasta él
durante una cena presidencial, no dejó transparentar su emoción ante
sus invitados. Escrupuloso en todo, dirigía a sus soldados con todo rigor
y castigaba severamente los delitos contra el ejército, pero su justicia y
su devoción para con sus hombres le conquistaron una absoluta lealtad.
Cuando comenzó a hablar ante las tropas descontentas (que no habían
recibido su paga), en Newburgh, diciéndoles "caballeros, permitid que
me ponga mis lentes, porque no sólo he encanecido sino que me he
quedado casi ciego al servicio de mis paisanos", muchos derramaron lá-
grimas. Fue característico de él no aceptar más que el pago de sus gastos
por sus servicios a la Revolución y llevar cuidadosamente la cuenta de
dichos gastos. Cuando terminó la guerra, pensó tan sólo, como cincina-
to, en regresar a su amada hacienda, a la que deseaba convertir en la
razón que las tres mejores cosas de la Revolución son "el carácter de
Washington, el comportamiento de su ejército en Valley Forge y la devo-
ción de los mejores entre los leales".
La Independencia
Lo que había empezado siendo una guerra por los "derechos de los ingle-
ses" y la mera rectificación de agravios, en poco más de un año se con-
virtió en una guerra de independencia. Esto fue perfectamente natural.
Al principio, el Congreso declaró apasionadamente su lealtad a la Coro-
na. Pero el encono causado por los derramamientos de sangre y la des-
trucción, el resentimiento provocado por la actitud implacable de Jorge
IIIy el sentido de que era un derecho natural de los norteamericanos de-
terminar su propio destino, no tardaron en conducir a la separación
completa. A principios de 1776, el ejército de Washington enarboló una
bandera claramente norteamericana. Al mismo tiempo, estaba produ-
ciendo un impacto profundo el folleto titulado Cornmon Sense, escrito
por un agudo joven radical, Thomas Paine, que hacía poco había llegado
desde Inglaterra. Argumentó que la independencia era el único remedio;
que costaría tanto más trabajo conquistarla cuanto más tiempo se apla-
zara, y que sólo ella haría posible la unión americana. Al llegar junio,
muchos miembros del Congreso se impacientaron. Un delegado de Vir-
ginia, Richard Henry Lee, propuso una resolución en favor de la inde-
pendencia, que John Adams secundó. Un comité de cinco personas, cuyo
redactor fue Thomas Jefferson, escribió una declaración formal de inde-
pendencia que el Congreso adoptó el 2 de julio y proclamó el 4 de julio
de 1776.
Los hombres que redactaron y adoptaron este documento, que hizo
época, no se contentaron con una simple declaración de independencia.
Confesaron sentir "un honorable respeto por las opiniones de la huma-
nidad", y se esforzaron en establecer pormenorizadamente las causas
que los "empujaron a la separación", así como la filosofía que la justifi-
caba. Estas causas — —
una lista de 25 o 30 no se citaron como si justi-
ficaran por sí solas un paso tan decisivo. Su lista se compuso, antes bien,
con el fin de demostrar que Jorge III tenía "la intención de reducirlos
bajo un despotismo absoluto". Es significativo que desde los mismísi-
mos comienzos de su historia nacional los norteamericanos se hayan
fundado en principios y hayan proclamado una filosofía.
¿Y cuáles son esos principios de gobierno que entonces recibieron ex-
presión inmortal? "Afirmamos que estas verdades son evidentes por sí
mismas", escribió Jefferson:
LA REVOLUCIÓN Y LA CONFEDERACIÓN 93
Que todos los hombres han sido creados iguales; que su Creador los ha dotado
de ciertos derechos inalienables; que entre éstos están los de la vida, la liber-
tad y la búsqueda de la felicidad. Que, para garantizar estos derechos, se han
instituido gobiernos entre los hombres, que derivan sus justos poderes del con-
sentimiento de los gobernados; que cada vez que alguna forma de gobierno
impide la realización de estos fines, el pueblo está en su derecho de alterarlo o
suprimirlo, y de instituir un nuevo gobierno, poniendo sus fundamentos en
tales principios y organizando sus poderes de la forma que les parezca más
conveniente para la consecución de su seguridad y su felicidad.
Marchas y batallas
Kilómetros
Océano Atíántico
'fuertes estadunidenses
X 'Escenarios de bataílas
Tomado de: Leland O. Baldwin, 7he adalt's American bistory, Richard R. Smith, 19^5.
96 LA REVOLUCIÓN Y LA CONFEDERACIÓN
los leales mientras avanzaban. En los últimos días de 1778 tomaron Sa-
vannah y en 1779 ocuparon zonas del interior de Georgia y Carolina del
Sur. Los norteamericanos despacharon al general Benjamin Lincoln, para
hacer frente a la situación. Pero éste se dejó encerrar en Charleston, y, en
mayo de 1 780, los británicos lo capturaron, junto con sus 5 000 hombres,
y se apoderaron así del principal puerto del Sur. Fue uno de los golpes
más duros asestados a los norteamericanos durante la Revolución. No
tardaron en avasallar toda Carolina del Sur. Un segundo jefe norteame-
ricano, el "héroe de Saratoga", Horatio Gates, se dirigió hacia el Sur pa-
ra contener el avance. En vez de lograrlo, su pequeño ejército de 3000
hombres, la mitad de los cuales eran milicianos bisónos, fue aplastado
por lord Cornwallis en Camden (el 16 de agosto de 1780). Sus pérdidas
totales en muertos, heridos y prisioneros ascendieron a 2000 hombres, y
Gates no se detuvo en su huida hasta más de 300 kilómetros adelante.
Pero, en Kings Mountain, una fuerza de 1 000 leales al rey procedentes
de la parte occidental de Carolina había sido derrotada mientras tanto por
un ejército de patriotas más grande. Un tercer jefe norteamericano, Na-
thanael Greene, mucho más capaz que sus predecesores, llegó ahora a la
escena sureña. También él fue derrotado — en Guilford Courthouse a prin-
cipios de 1781 — pero hizo gala de una pericia asombrosa en materia de
,
EL TRATADO DE PAZ
El desarrollo de la democracia
Penn 130 000 libras, pero Harford recibió solamente 10 000 libras de
Maryland. Virginia confiscó cierto número de latifundios, sobre todo el
del íntimo amigo de Washington, el sexto lord Fairfax. Carolina del Norte
incautó los millones de acres de la familia Granville. Nueva York expro-
pió todas las tierras de la Corona y además 59 latifundios tories, entre los
que se contaron las propiedades de los Phillips, de alrededor de unos
900 kilómetros cuadrados. El latifundio De Lancey en Westchester y las
tierras de Roger Morris en el condado de Putnam se vendieron a más de
500 propietarios. El latifundio confiscado de sir John Johnson en el alto
Nueva York finalmente se entregó a 10000 agricultores. Massachusetts
expropió cierto número de propiedades, incluyendo la que tenía en Maine
sir William Peperell, barón que podía cabalgar hasta 50 kilómetros en lí-
nea recta por sus propias tierras. Desde Nueva Hampshire, donde sir
John Wentworth perdió su propiedad, hasta Georgia, donde sir James
Wright corrió la misma suerte, pequeños granjeros se trasladaron alegre-
mente a las ricas tierras en las que antes sólo habrían podido quedarse
como aparceros.
La aristocracia religiosa relacionada con el régimen británico se de-
rrumbó junto con la aristocracia de latifundistas y de funcionarios. En
la Nueva Inglaterra persistieron los privilegios especiales de la Iglesia
congregacional, que nada tenía que ver con la Corona. Massachusetts,
inclusive, les dio nueva fuerza. Pero, en el Sur, los privilegios de la Igle-
sia anglicana desaparecieron.
La Revolución arruinó totalmente a la Iglesia establecida en Carolina
del Norte, en la que no quedó ocupado uno solo de sus pulpitos. En otros
estados, proporcionó a los políticos radicales y a las sectas de inconfor-
mes, como las de los bautistas y las de los presbiterianos, una oportuni-
dad de oro. En 1776, Carolina del Norte adoptó una Constitución que
garantizaba la libertad religiosa y prohibía cualquier Iglesia oficial. Ca-
rolina del Sur hizo otro tanto en su Constitución de 1778, y Georgia en la
de 1777. Pero la lucha más enconada se libró en Virginia. Aquí la Iglesia
oficial estaba fuertemente parapetada, pues la mayoría de las familias aris-
tocráticas eran anglicanas. Hasta un político tan exaltado como Patrick
Henry creía que el apoyo estatal a la religión era indispensable para man-
tener la fe religiosa y las buenas costumbres. Pero las sectas de inconfor-
mes encontraron dirigentes en dos grandes liberales que habían sido cria-
dos dentro de la Iglesia de Inglaterra, Thomas Jefferson y James Madison.
No les costó trabajo a estos dirigentes tomar por asalto la primera
trinchera, al conseguir una garantía de tolerancia religiosa. Madison es-
cribió, en la Declaración de Derechos de 1776, un sencillo principio: "to-
dos los hombres tienen derecho igual al libre ejercicio de la religión".
Pero la Iglesia establecida subsistió y se necesitó de una lucha de 10
—
1 02 LA REVOLUCIÓN Y LA CONFEDERACIÓN
años para quitarle su poder. A esta lucha, Jefferson la llamó "la disputa
más dura en la que haya yo participado jamás". A partir de 1776, él y sus
amigos, año tras año, lograron suprimir los impuestos para la Iglesia y
en 1779 abolieron los diezmos para siempre. Pero sus rivales obtuvieron en
1776 resoluciones en las que se declaró que la cuestión de la fijación de un
impuesto general para todas las Iglesias debía reservarse, y detrás de
esta demanda en favor de un impuesto religioso general, se agrupó un
poderoso partido. En esencia, el plan habría convertido en oficiales a to-
das las Iglesias cristianas, habría convertido por igual a todas en religio-
nes oficiales y se habrían sostenido con dinero público. El más formi-
dable de sus abogados fue el elocuente Patrick Henry.
La crisis estalló en 1784-1786. Henry, gracias a su irresistible poder de
persuasión, obtuvo de la cámara de burgueses una resolución que de-
cía: "el pueblo de esta República debe pagar un impuesto o contribución
moderados para el sostén de la religión cristiana, o de alguna Iglesia
cristiana o comunidad de cristianos". Pero cuando se hizo el esfuerzo de
poner en práctica esta declaración mediante un decreto concreto, la opo-
sición reunió todas sus fuerzas. En un terrible debate entre Henry y
Madison, este último se llevó todos los honores. El decreto se aplazó
y esto permitió a los dirigentes liberales realizar una campaña educati-
va. En 1786, el decreto desapareció para siempre de la lista, y al mismo
tiempo se promulgó el famoso decreto de Jefferson en materia de liber-
tad religiosa, decreto que declaró que el gobierno no debía intervenir en
los asuntos de la Iglesia, o en cuestiones de conciencia, o imponer algu-
nas trabas a la opinión religiosa. Esta disposición, que hizo época, se
convirtió en la piedra sillar de la libertad religiosa no sólo en Virginia,
sino también en muchos nuevos estados del Oeste.
Es mucho lo que podría decirse también respecto de las medidas que
no tardaron en tomarse en diversos estados para fortalecer los cimientos
de la educación. Durante estos años de guerra y turbulencia, los norte-
americanos lograron fundar no menos de siete nuevos colleges — entre
los que figuraron Dickinson y Franklin en Pensilvania, Hampden Sid-
ney y Washington en Virginia, y Transilvania en el remoto Kentucky
en tanto que tres estados pusieron los cimientos de universidades es-
tatales. No obstante, al mismo tiempo, el conflicto tuvo un efecto nocivo
sobre las escuelas y colleges privados. El Yale College fue cerrado du-
rante algún tiempo y lo mismo el King's College, que hoy es la Universi-
dad de Columbia. Ya en 1797, el presidente de William y Mary enseñaba
a un grupo de chicos descalzos, en tanto que en 1800 el personal de Har-
vard estaba formado por el presidente, tres profesores y cuatro tutores.
Durante los años de 1780-1784, ni un solo librero se anunció en el prin-
cipal periódico de Boston.
LA REVOLUCIÓN Y LA CONFEDERACIÓN 1 03
es deber propio del gobierno de un estado libre (en el que los más altos cargos
están a disposición de los ciudadanos de cualquier categoría que sea) esfor-
zarse, mediante el establecimiento de escuelas y seminarios, en difundir ese
grado de instrucción que es necesario para el establecimiento de los organis-
mos públicos.
los poderes que eran generales y los que debían ser locales, constituía un
sano principio. Fueron un importante, e incluso necesario avance por el
camino que llevaba desde la independencia y la soberanía de los diver-
sos estados hasta la unión federal de 1789.
La Revolución, en resumen, había proporcionado al pueblo norte-
americano un lugar independiente en la familia de las naciones. Le ha-
bía proporcionado un renovado orden social, en el que la herencia, la
riqueza y el privilegio contaban menos y la igualdad humana contaba
más; en el que las normas de la cultura y los usos y costumbres descen-
dieron transitoriamente, pero se elevaron las de la equidad. Les propor-
cionó miles de recuerdos para profundizar su patriotismo: Washington
desenvainando su espada bajo un olmo de Cambridge; la ensangren-
tadas laderas de Bunker Hill; la muerte de Montgomery ante las mura-
llas de Quebec; Nathan Hale diciendo "lo único que lamento es no haber
tenido más que una vida para perderla por mi patria"; los barcos-cárcel
en el Hudson; Benedict Arnold frustrado en sus intentos de traicionar a
su país; el frío taladrante de Valley Forge; los guerrilleros de Marión en
Carolina del Sur, que le valieron el apodo de "el zorro de los pantanos";
Robert Morris, el banquero patriota, recaudando pacientemente dinero
para la causa; Alexander Hamilton atacando el bastión de Yorktown; la
flota británica saliendo de la bahía de Nueva York en su gran evacuación.
Pero el pueblo norteamericano todavía tenía que demostrar que po-
seía una auténtica capacidad para gobernarse a sí mismo, para conse-
guir que su república fuera un éxito. Aún tenía que demostrar que era
capaz de resolver el problema de la organización imperial. Aún no lo ha-
bía demostrado. Su "liga de amistad" parecía estarse convirtiendo en
una liga de disensiones. Su Congreso estaba cayendo en un tremendo
menosprecio. Las disputas entre los estados se iban tornando franca-
mente peligrosas. Ningún grupo padeció más a causa del estado caóti-
co de los asuntos que el ejército, que no lograba recibir los alimentos, las
ropas o la paga que necesitaba. Sus oficiales a menudo brindaban di-
ciendo: "brindemos por un aro para el barril", y si no se proporcionaba
el aro, el barril probablemente se desharía en un montón de duelas.
V. LA FORJA DE LA CONSTITUCIÓN
1786 fue la fecha culminante del periodo crítico. El país no sólo carecía
de todo aparato de gobierno nacional riguroso; los 13 estados habían
caído en tal desorden que se hablaba de una posible guerra entre algu-
nos de ellos. Se peleaban por los límites, y en Pensilvania y Vermont in-
clusive se rompieron algunas cabezas a causa de ellos. Sus tribunales
emitían fallos que chocaban unos contra otros. El gobierno nacional,
que debería haber contado con la facultad de fijar cualesquier aranceles
105
106 LA FORJA DE LA CONSTITUCIÓN
Puesto que el dinero en papel servía de moneda legal para pagar las
deudas contraídas con personas de otros estados, Connecticut y Massa-
chusetts, indignados, tomaron medidas de represalia. Sin embargo, las
LA FORJA DE LA CONSTITUCIÓN 1 07
Está claro para mí que no podemos seguir existiendo dentro de nuestro actual
sistema, y a menos de que dotemos pronto de mayor fuerza a la Unión por
cualesquier medios que sean, surgirán insurgentes y posiblemente nos quita-
rán las riendas de las manos. Nos veremos inevitablemente lanzados a... con-
vulsiones que darán como resultado la formación de uno o más gobiernos,
establecidos con mucho derramamiento de sangre.
La convocatoria a la Convención
La Convención en acción
todo el mundo creía en que debería existir un solo ejecutivo; pero se ca-
llóa los que abogaban por un ejecutivo plural, recurriendo al ejemplo
general de las colonias y los estados.
La decisión de crear una legislatura de dos cámaras facilitó mucho el
del gobierno eran elegidos por una tan amplia variedad de periodos, que
iban desde lo vitalicio hasta los dos años, que un cambio completo de
personal sólo lo podía efectuar una revolución.
Algunos estudiosos, que han tratado a la Convención más que como
cuerpo político como cuerpo económico, han declarado que sus conclu-
siones principales favorecieron a la "clase" de los dueños de propieda-
des, del comercio y de los acreedores. Pero, una vez más, debemos re-
cordar que en 1787 los Estados Unidos eran un país en el que casi todos
— granjeros, hacendados, tenderos, profesionistas — eran personas aco-
modadas y en el que las fronteras entre las clases eran pocas y no muy
pronunciadas. Y que la seguridad y la estabilidad beneficiaban a todo el
mundo, ya que a todo el mundo le interesaba el dinero estable, el comer-
cio floreciente, la protección de las tierras occidentales, la firme admi-
nistración de la justicia, y la administración eficiente de los asuntos co-
tidianos de gobierno. Y, respecto a que la Constitución haya sido un
documento "clasista", es pertinente señalar que, de acuerdo con sus dis-
posiciones, no se ponían condiciones de propiedad o religiosas para te-
ner derecho al voto o para desempeñar cualquier cargo federal.
Las decisiones en virtud de las cuales la Convención se aseguró de que
el gobierno federal fuera lo bastante fuerte para mantener el orden y
Ratificación
Era una república vigorosa la que se hallaba lista ahora para iniciar su
desarrollo histórico. Un censo efectuado al año siguiente de la toma de
poder por Washington mostró que tenía cerca de cuatro millones de ha-
bitantes, de los cuales alrededor de tres millones y medio eran blancos.
Esta población era casi totalmente rural. Existían sólo cinco ciudades
dignas de tal nombre: Filadelfia con 42 000 habitantes, Nueva York con
33 000, Boston con 1 8 000, Charleston con 1 6 000 y Baltimore con 1 3 000.
La gran masa de la población vivía en granjas y haciendas o en pueblos
pequeños. Las comunicaciones eran malas y lentas, pues los caminos se
hallaban en muy mal estado, las diligencias eran incómodas y los barcos
de vela inseguros. Comenzaban a formarse compañías para la construc-
ción de caminos de peaje (no tardó en construirse un camino modelo
desde Filadelfia hasta Lancaster), y pronto se excavaron canales. La ma-
yor parte de la gente hacía una vida relativamente aislada, las escuelas
eran malas, había pocos libros y no abundaban los periódicos. A los via-
jeros europeos, los Estados Unidos les dejaban una impresión de rude-
za, incomodidad, malos modales y escasa cultura, junto a un espíritu de
independencia, ilimitada confianza en sí mismos y bienestar material.
Sin embargo, tanto cultural como materialmente sus circunstancias iban
mejorando.
El país crecía sólidamente. La inmigración desde el Viejo Mundo flu-
yó en tales cantidades que los estadunidenses llegaron a pensar que la
mitad de la Europa occidental se había lanzado a América. Por poco di-
nero se conseguían buenas granjas; como la demanda de mano de obra
era grande, recibían los trabajadores buena paga. El gobierno miraba
con buenos ojos esta inmigración, y a Washington en particular le gusta-
ba la idea de traer de Inglaterra agricultores expertos que enseñaran a
los norteamericanos mejores métodos de cultivo. Las ricas tierras de los
valles del Mohawk y el Genesee en el alto Nueva York, del Susquehanna
en la alta Pensilvania y del Shenandoah en Virginia pronto se convir-
tieron en grandes zonas cerealeras. Personas de Nueva Inglaterra y de
Pensilvania se estaban trasladando a Ohio, y de Virginia y de las Caroli-
nas se iban a Kentucky y Tennessee.
También las manufacturas iban en aumento, estimuladas por subsi-
dios del gobierno. Massachusetts y Rhode Island estaban poniendo los
cimientos de importantes industrias textiles, y conseguían subrepticia-
mente sus modelos de máquinas de hilar y telares de Inglaterra. Con-
necticut empezaba a fabricar productos de estaño y relojes; los estados
centrales fabricaban papel, vidrio y hierro. Pero en U s Estados Unidos
todavía no había poblados industriales cuyos habitantes se dedicaran
1 22 LA FORJA DE LA CONSTITUCIÓN
se fueron tornando cada vez más importantes. Era preciso hacer frente
LA FORJA DE LA CONSTITUCIÓN 123
a las guerras con los indios, a la malaria, a los animales salvajes, a los
asaltantes de caminos de los confines remotos, y a otros peligros más; la
rudeza de la vida, la pobreza y las enfermedades cobraron muchas vi-
das. Pero, no obstante, 10 000 arroyuelos de colonización corrieron por
los territorios salvajes, la línea de la frontera avanzó y se confirmó lo que
el obispo Berkeley, de la época colonial, había dicho: "hacia el oeste
avanza el camino del imperio".
VI. LA REPÚBLICA SE DESCUBRE A SI MISMA
124
LA REPÚBLICA SE DESCUBRE A SÍ MISMA 125
La Declaración de Derechos
El primer Congreso, que en total realizó más cosas que cualquier otro
Congreso en toda la historia de los Estados Unidos, no sólo tuvo el méri-
126 LA REPÚBLICA SE DESCUBRE A SÍ MISMA
Alexander Hamilton
Thomas Jefferson
—
vida salvaje y tocar el violín; leía novelas Fielding, Smollett y Sterne
y le entusiasmaba Ossian. Su vida posterior, plena de amplios contactos
con la naturaleza, los libros y los hombres, simplemente estimuló su ver-
satilidad intelectual. Adquirió el conocimiento de media docena de len-
guas, de matemáticas, topografía y mecánica, de música y arquitectura
y de derecho y gobierno. Reunió con entusiasmo una gran biblioteca y
una notable colección de estampas. Escribió acerca de plantas y anima-
les, sobre historia, política y educación, y lo hizo siempre con originali-
cies: laOhio Company del general Rufus Putnam consiguió 600 000 hec-
táreas, en las cuales Putnam trazó el poblado de Marietta, en lo que hoy
es el sur de Ohio; la Scioto Company obtuvo dos millones de hectáreas;
y el juez J. C. Symmes de Nueva Jersey obtuvo 400 000 hectáreas, dentro
de las cuales, con el tiempo, se levantó la ciudad de Cincinnati. Los colo-
nos, que llegaron en gran número para talar árboles y construir cabanas,
amenazaron los mejores territorios de caza de los indios. Fue patente
para los pieles rojas que tenían que detener el flujo de colonos o perder-
lo todo. De aldea en aldea se transmitió el mensaje: "El blanco no sem-
brará granos norte del Ohio."
al
Cuando los colonos blancos mataron indios y los indios quitaron la
vida a hombres, mujeres y niños blancos, Washington decidió enviar
una expedición de 1 500 hombres de las milicias de Pensilvania y Ken-
tucky para castigar a la tribu de los miamis. Desgraciadamente, un jefe
bisoño, Josiah Harmar, metió a sus hombres no menos bisónos en un
avispero, fue derrotado en lo que es ahora la Indiana septentrional, y
tuvo que retirarse con la pérdida de unas 200 vidas. Entonces, Washing-
ton, en el otoño de 1791, ordenó a un viejo general, que se hallaba en mal
estado de salud y no era muy atinado en sus juicios, Arthur St. Clair, que
se pusiera a la cabeza de un ejército mucho más grande, en el que figu-
raban dos regimientos de regulares para penetrar en la región india. El
resultado fue la peor derrota que un cuerpo semejante hubiera recibido
desde el desastre de Braddock. En una emboscada que les tendieron a
unos 160 kilómetros al norte de Cincinnati, en un denso bosque, la fuer-
za de St. Clair fue hecha pedazos, unos 700 perdieron la vida y muchos
quedaron heridos. Cuando Washington oyó esas noticias, manifestó una
angustia y un pesar profundísimo. Lo único que se podía hacer era in-
tentarlo de nuevo, con un jefe más capaz y una tropa más formidable.
Ahora se le dio el mando al "loco Anthony" Wayne, quien se había hecho
famoso en media docena de campos de batalla de la Guerra de Indepen-
dencia por su atrevimiento y destreza; entrenó a un ejército más grande
en los mejores métodos de la lucha contra los indios, y luego de recibir
un refuerzo de 1 400 duros milicianos de Kentucky, puso en marcha al
más fuerte y decidido grupo de soldados que hubiera sido visto jamás
al oeste de los Alleghenies. En Fallen Timbers, sobre el río Maumee, no
lejos de la actual Fort Wayne, derrotó a los indios de manera tan decisi-
va que cesaron todas las luchas (20 de agosto de 1794). Wayne se convir-
tió en héroe nacional.
La colonización del Noroeste recomenzó con mayor amplitud que
nunca antes. Los emigrantes se hicieron de granjas a todo lo largo del
Ohio, levantaron poblaciones y se desbordaron por la "reserva occiden-
tal" de Connecticut, sobre el lago Erie, donde fundaron Cleveland.
1 34 LA REPÚBLICA SE DESCUBRE A SÍ MISMA
Interpretación de la Constitución:
"Poderes implíctos"
John Adams
El gobierno de Jefferson
140
EL SURGIMIENTO DE LA UNIDAD NACIONAL 141
LA COMPRA DE LUISIANA.
LA CONSPIRACIÓN DE BURR
cho, pues los precios se vinieron abajo cuando los granjeros del Sur y del
Oeste no pudieron mandar a ultramar sus excedentes de grano, carne y
tabaco. Hubo observadores que compararon la medida con la amputa-
ción de una pierna por el cirujano a fin de salvar una vida. En un solo
año, las exportaciones estadunidenses se redujeron hasta una quinta
parte de lo que habían sido anteriormente. Pero la esperanza de que el
embargo obligaría a la Gran Bretaña, por hambre, a cambiar de política,
no se hizo realidad, pues el gobierno británico no cedió en nada. Cuando
la inconformidad y las quejas fueron aumentando en el país, Jefferson
recurrió a una medida menos severa. Al embargo lo sustituyó una ley de
no intercambio. Prohibía el comercio con Gran Bretaña o con Francia,
así como con sus dependencias, pero prometía que se suspendería en
relación con cualquiera de los dos países tan pronto como ese país ce-
sara sus ataques contra el comercio neutral. En 1810 Napoleón anunció
oficialmente que renunciaba a sus disposiciones. Era una mentira, pues-
to que sus medidas siguieron en efecto. Pero los Estados Unidos le cre-
yeron y limitaron su suspensión del tráfico a la Gran Bretaña.
La Guerra de 1812
Esto empeoró las relaciones con la Gran Bretaña y los dos países co-
rrieron rápidamente hacia la guerra. Varios incidentes habían desperta-
do sentimientos de animadversión. Por ejemplo, un navio de guerra bri-
tánico, el Leopard, había ordenado a un barco de guerra estadunidense, el
Chesapeake, que le entregara a algunos desertores británicos, aun cuando
realmente sólo uno de éstos iba a bordo; como los estadunidenses va-
cilaran en hacerlo, el buque británico disparó contra el Chesapeake du-
rante 15 minutos, se lanzó luego al abordaje, se produjo derramamiento
de sangre en las cubiertas y, finalmente, secuestró a cuatro hombres. Un
poco más tarde el presidente de los Estados Unidos le presentó al Con-
greso un informe detallado, en el que se hacía mención de 6 057 casos de
secuestro de ciudadanos estadunidenses por los británicos en los últi-
mos tres años. También los problemas con los indios formaron parte de
la situación. Los colonos del Noroeste, que habían sufrido los ataques
de una liga de tribus indias formada por un hábil jefe, llamado Tecum-
seh, estaban convencidos de que los agentes británicos en Canadá alen-
taban a los salvajes.
Y un motivo era completamente egoísta. Personas del Oeste, codicio-
sas de tierras, hábilmente representadas en el Congreso por el elocuente
Henry Clay, de Kentucky, querían apoderarse de todo el Canadá, y te-
nían de su parte a los sureños dirigidos por el joven John C. Calhoun,
EL SURGIMIENTO DE LA UNIDAD NACIONAL 147
LA UNIDAD NACIONAL
cho de la Suprema Corte a revisar cualquier ley del Congreso o de una le-
gislatura estatal. "Marcadamente, es jurisdicción y deber del departamen-
to judicial fijar la ley", escribió. En el caso de Cohens vs. Virginia (1821)
hizo a un lado los argumentos de quienes declaraban que el fallo de un
tribunal estatal en casos sometidos a las leyes estatales debería ser defi-
nitivo. Luego de señalar la confusión en que caería el país por esto — pues
los estados se formarían numerosas concepciones diferentes acerca de
la validez de las leyes de acuerdo con la Constitución federal o los trata-
dos federales — insistió en que el juicio final debía ser el de los tribunales
nacionales. En el caso de McCulloch vs. Maryland (1819), se ocupó del
viejo tema de los poderes implícitos del gobierno, conforme a la Consti-
1 52 EL SURGIMIENTO DE LA UNIDAD NACIONAL
153
1 54 UNA CULTURA NACIONAL
conocía tan bien — como, por ejemplo, la leyenda de Rip Van Winkle y la
leyenda de Sleepy Hollow — .Luego de un prolongado periodo de absor-
ción en Inglaterra, Alemania y España, Irving retornó a los temas ame-
ricanos, proporcionó a sus paisanos la primera biografía seria de Colón,
la primera buena biografía de Washington y tres libros de capital impor-
tancia sobre el Lejano Oeste, entre los que cabe contar el relato clásico
de Astoria.
Irving se consideró cosmopolita y se desenvolvía con igual felicidad en
el Viejo y en el Nuevo Mundo. No podemos decir lo mismo de James
Fenimore Cooper, quien cultivó con toda intención temas americanos y
pintó escenas americanas para contrapesar las novelas románticas euro-
peas, y se lanzó con gusto a la guerra literaria con Inglaterra. Fue Cooper
quien descubrió realmente las posibilidades literarias de los indios y de
los "hombres de la frontera", y quien, en su gran serie Leatherstocking,
nos dejó un registro del choque entre las civilizaciones de los indígenas
americanos y los blancos, que captó la imaginación de todo el mundo
occidental. Autor de grande y variado talento, Cooper escribió una serie
de relatos marinos que más tarde habrían de inspirar a autores como
Marryat y Conrad, y otra serie de novelas acerca de la sociedad norte-
americana en el Nueva York rural y urbano, que tienen algún derecho a
que se les considere como los primeros ejemplos de novela sociológica
en los Estados Unidos. Mientras tanto, William Cullen Bryant, cuyo poe-
ma "Thanatopsis", escrito a la edad de 17 años, anunció la aparición de
un auténtico talento poético, cantaba las glorias de la naturaleza norte-
americana en su poesía y de la democracia en los editoriales que escri-
bía para el Evening Post de Nueva York.
El primer gran florecimiento de la literatura estadunidense, sin em-
bargo, se produjo en Nueva Inglaterra, en los años transcurridos desde
mediados de la década de 1830 hasta los de la Guerra Civil. Podemos
fechar ese florecimiento, con alguna seguridad, desde la aparición, en
1836, de Nature, de Ralph Waldo Emerson, y su ocaso quizá en la muer-
te de Hawthorne, en 1864. Al cabo de unos cuantos años, luego de la
pero fue con Moby Dick (1851) como dio inicio a lo que puede conside-
rarse como literatura característicamente estadunidense, pues Moby
Dick le debe menos, quizá, a la novela inglesa tradicional que cualquier
otra que haya sido escrita en los Estados Unidos hasta esa fecha. Este
gran relato alegórico de la persecución de la ballena blanca contiene en
sus tumultuosas páginas personajes indudablemente estadunidenses,
pero trata también cuestiones morales de valor universal. Unos cuantos
años después apareció otra voz auténticamente estadunidense. En
1855, Walt Whitman, de Brooklyn, publicó la primera de las numerosas
ediciones de Leaves of Grass. Nada ortodoxos por su estilo y su con-
tenido, estos poemas fueron considerados, en su tiempo, como indis-
ciplinados y afrentosos. De hecho, fueron compuestos con extrema ha-
bilidad y los mejores de ellos nos revelan un talento poético más rico
que el de cualquier otro poeta estadunidense del siglo xx; así también,
su romanticismo sí fue muy ortodoxo. La poesía estadunidense y, por —
cierto, la poesía moderna —
jamás se recuperó del todo del impacto de
Leaves of Grass.
Historia
dos Unidos sobre todas las demás naciones. Bañero ft inauguró y du- —
rante medio siglo presidió —
la edad de oro de la literatura histórica es-
tadunidense. Poco después, William H. Prescott recreaba las civiliza-
ciones inca y azteca; poco después, John Motley narraba la historia
gloriosa de la lucha de los holandeses para liberarse de los españoles;
luego Francis Parkman debutó como historiador con su Conspiracy of
Pontiac, el primero de una larga serie de volúmenes que registran las
luchas entre España, Francia e Inglaterra por la América del Norte.
Bancroft, Prescott y Motley fueron muy leídos, pero no fue en sus
resplandecientes páginas donde el estadunidense medio descubrió su
sentimiento del pasado. Antes bien, lo hizo en los poemas del amado
Longfelow, que cubrió con una aura romántica a los indios en su "Hia-
watha", cantó la expulsión de los indios de la Arcadia canadiense en su
"Evangeline", y dramatizó el pasado estadunidense en poemas como
"Paul Revere's Ride", "The Courtship of Miles Standish" y muchos otros
que pasaron a formar parte de la corriente principal de la memoria
estadunidense. En los poemas de Whittier, como "Skipper Ireson's
Ride", "Snowbound" y otras recreaciones poéticas del pasado de Nueva
Inglaterra; en los relatos y novelas de Nathaniel Hawthorne, en las "lec-
turas" de la gramática de Noah Webster, utilizada durante 50 años en
todas las escuelas del país o en los numerosos libros de lectura publi-
cados por los infatigables hermanos McGuffey; en las grandilocuen-
tes oraciones de Daniel Webster, quien según la leyenda podía ganarle
en una discusión al diablo mismo, y cuya peroración ante la Unión, en
su réplica al senador Hayne, fue una recitación favorita durante medio
siglo:
Cuando mis ojos se vuelvan a contemplar por última vez al sol en el cielo, que
no lo vea yo brillando sobre los quebrados y deshonrados fragmentos de lo
que en otro tiempo fue una gloriosa Unión; sobre estados desmembrados, dis-
cordantes, beligerantes entre sí; sobre una tierra desgarrada por disputas
civiles o empapada quizá en sangre fraterna. Que su último rayo débil y lento
contemple, antes bien, la espléndida enseña de la república, conocida y honra-
da ahora por toda la tierra, todavía izada en todo lo alto, sus armas y trofeos
brillando con su lustro original, sin que ni una barra se haya borrado o man-
chado, sin que una sola estrella haya palidecido, y teniendo como lema no una
pregunta miserable como la de ¿para qué sirve todo esto?, ni tampoco esas
otras palabras de engaño y enajenación que dicen, primero la Libertad y des-
pués la Unión; sino dondequiera, por sobre los mares y las tierras y en cada
viento bajo los cielos enteros, ese otro sentimiento, caro a todo corazón
norteamericano auténtico, el lema de Libertad y Unión, ahora y para siempre,
uno e inseparable.
UNA CULTURA NACIONAL 1 59
LAS ARTES
Educación
La Doctrina Monroe
que chocaba con los títulos que decían tener estadunidenses e ingleses
sobre el Pacífico noroccidental. La segunda fue inducida por la amenaza
que la reaccionaria Cuádruple Alianza europea representaba para los
pueblos latinoamericanos que acababan de liberar Bolívar y San Martín.
164
LLEGA AVASALLADORA LA DEMOCRACIA JACKSONIANA 1 65
EL ARREGLO DE MlSURI
te, fueron trasladados en gran número hacia el Sur bajo y el Oeste. Esta
difusión de la esclavitud tranquilizó a numerosos observadores, porque
reducía el riesgo de una insurrección de esclavos como la Rebelión de
Nat Turner, sublevación de unos 60 o 70 esclavos de Virginia en 1 83 1 la ,
EL SURGIMIENTO DE JACKSON
mandado a ahorcar allí a dos escoceses. Adams pensó que sería un vice-
presidente ideal. Sería un cargo honroso para él; su fama restauraría su
prestigio, ¡y ya no existiría el peligro de que decidiera colgar a alguien!
Pero la elección mostró que Jackson sacaba mucha ventaja en la vota-
ción popular. Sin embargo, ningún hombre obtuvo la mayoría en el co-
legio electoral y la decisión pasó a la Cámara, que finalmente escogió a
Adams, instruido, experimentado y con dotes de estadista, pero terca-
mente intratable.
Adams asumió la mérito de haber rea-
presidencia teniendo a su favor el
lizado dos grandes logros nacionales, pues la Doctrina Monroe había si-
do primordialmente obra suya, al mismo tiempo que, en 1819, había sido
él quien había forzado al gobierno español a ceder, mediante tratado,
La vida que llevo es más regular que la que haya hecho yo en cualquier otro
periodo. La costumbre establece que el presidente de los Estados Unidos no
salga a buscar la compañía de particulares; y a este uso me ajusto. Por con-
siguiente, me veo obligado a hacer mis ejercicios, cuando puedo, por la ma-
ñana antes del desayuno. Comúnmente me levanto entre las cinco y las seis;
es decir, en esta época del año, de una y media a dos horas antes de la salida
del sol. Camino a la luz de la luna o de las estrellas, o sin luz ninguna, unos
seis kilómetros, y suelo estar de regreso a tiempo para ver al sol elevarse des-
de la recámara oriental de Casa [Blanca]. Enciendo entonces mi fuego y
la
leo tres capítulos de la Biblia, o los Coméntanos de Scott y Hewlett. Leo do-
cumentos hasta las nueve. Desayuno y desde las nueve hasta las cinco p.m.
recibo a una sucesión de visitantes, sin interrupción — muy rara vez con un
intervalo de media hora — y nunca tan grande como para no permitirme
atender ningún asunto que requiera atención. Desde las cinco hasta las seis y
media cenamos. Luego de lo cual, me paso unas cuatro horas a solas en mi
recámara, escribiendo en este diario, o leyendo documentos acerca de algún
asunto público.
por las calles gritando huirás para Jackson, muchos se mostraron tan al-
borotadores que los caballeros los vieron con prevención. Un observa-
dor nos ha dejado un registro gráfico:
A
convirtió, como por obra de una varita mágica, en el color brillante de 10000
rostros emocionados, levantados y radiantes de repentina alegría. El vocerío
que estalló desgarró los aires y pareció estremecer hasta el suelo mismo.
Jackson fue uno de los pocos presidentes cuya alma y corazón se habían
entregado completamente a la gente común. Simpatizaba con ella y creía
en ella debido, en parte, a que siempre había sido hombre del vulgo. Ha-
bía nacido en un medio muy pobre. Su padre, escocés pobre del Ulster,
de oficio pañero, había llegado a los bosques de Carolina del Norte, des-
montado tierras para hacerse una granja y muerto antes aun de que na-
ciera Andrew; la familia no pudo comprarle una lápida. Su madre pasó
a ser la parienta pobre y ama de llaves de un cuñado. El chico, criado en
medio de privaciones e inseguridad, vestido con las telas más baratas y
sujeto a una enfermedad nerviosa, fue probablemente humillado una y otra
LLEGA AVASALLADORA LA DEMOCRACIA JACKSONIANA 1 7
de olote de maíz y que cuando tenía que decir Europa decía uropa, re-
cibió una preparación que lo convirtió en un gran líder nacional. En Illi-
nois estaba creciendo un alto y flaco partidor de rieles totalmente igno-
rante de los buenos modales de salón y de las conjugaciones latinas,
pero destinado a salvar a la Unión. Jackson había visto a los hombres de
los bosques pegar una tunda a los veteranos de Wellington. Había visto a
hombres que se habían hecho a sí mismos, como Benton y Clay, domi-
nar al Congreso nacional. Conocía la tremenda energía del Oeste y la
fuerza de su carácter.
En suma, el credo principal de Jackson puede resumirse en unas cuan-
tas frases: fe en el hombre común; creencia en la igualdad política;
creencia en la igualdad de oportunidad económica; odio a los monopo-
lios, a los privilegios y a las complicaciones de las finanzas capitalistas.
Pueden distinguirse dos elementos principales en el heterogéneo par-
tido democrático que apoyó a Jackson. El más grande de ellos fue el que
formaron los electores agrarios de la nación, los pioneros, los granjeros,
los pequeños hacendados y los tenderos de pueblo. El Oeste del otro
lado de los Alleghenies, que hacia 1830 poseía alrededor de un tercio de
la población, estaba marcado por características especiales. Era alta-
mente nacionalista; las nuevas regiones se sentían menos vinculadas a
su estado y más apegadas a la Unión, que los 13 estados originales. En el
Oeste, además, la igualdad política no se discutía. Casi todos los varones
adultos blancos que lo poblaban podían votar y ser elegidos para el des-
empeño de un cargo. Las restricciones al sufragio sobrevivieron mucho
tiempo en el Este, y contra el movimiento para abolirías se alzaron ho-
rrorizados conservadores como Webster en Massachusetts, el canciller
James Kent en Nueva York y John iMarshall en Virginia. Pero Alabama y
Misuri, Indiana e Illinois le dieron el voto a todos los blancos.
Al Oeste, otra vez, le gustaba una forma directa de democracia. Los
partidarios de Jackson atacaron el viejo método de nombrar candidatos
presidenciales mediante los cabildeos del Congreso y dieron su apoyo al
nuevo método de convenciones para la nominación directa, que quedó
firmemente establecido hacia 1836. Preferían jueces elegidos a jueces
nombrados. Por último, los electores agrarios del Oeste estaban intere-
sados en un nuevo conjunto de demandas políticas. Aborrecían a las ins-
tituciones bancarias sujetas al control del Este. Preferían al deudor y no
LLEGA AVASALLADORA LA DEMOCRACIA JACKSONIANA 173
para los varones se extendió por la mayoría de los estados que hasta en-
tonces habían fijado algunas restricciones de propiedad. Un sufragio
para todos los hombres adultos significaba el aumento del interés en los
asuntos nacionales. En 1824, el total de votos emitidos en la elección
presidencial fue de sólo 356 000; en 1836 se elevó a 1 500000, y en 1840
el voto fue de 2 400 000, o sea, siete veces más que apenas 16 años antes.
La edad de la Reforma
Pero ahora todas estas cosas y muchas otras más oyen la trompeta y tienen
que presentarse a juicio: el cristianismo, las leyes, el comercio, las escuelas,
las granjas, el laboratorio; y no hay un reino, ciudad, estatuto, rito, vocación,
hombre o mujer que no se vea amenazado por este nuevo espíritu.
gruente con las verdades que Dios había puesto en la mente y en el cora-
—