Diarios de Damas de La Corte He - AA. VV - PDF
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En la poesía japonesa es frecuente comparar a Amida Buda con la luna que se eleva
por encima de las montañas e ilumina el sendero del caminante[27].
Muy distinto es, a su vez, el Diario de Sarashina, y se trata de un documento de
otras características. El diario de Murasaki Shikibu se refiere a unos pocos años de su
vida, el de Izumi Shikibu trata de un único episodio de la suya, pero el Diario de
Sarashina cubre un largo período de la vida de su autora. El comienzo fue escrito
cuando sólo contaba doce años de edad, y sus últimas páginas a los cincuenta años
cumplidos. Empieza con un viaje de Shimosa a Kioto por el Tokaido en 1021, seguido
por otro que tuvo lugar unos cuantos años después de Kioto a Sarashina, lugar nunca
satisfactoriamente identificado, aunque algunos críticos lo sitúan en la provincia de
Shinano. El resto del diario consiste en entradas escritas en momentos diversos, en
descripciones de libros que la autora había leído y de paisajes que había visto, de
peregrinaciones a templos, de sueños y prodigios ocurridos, de pensamientos íntimos
sobre la vida y la muerte y de manifestaciones de dolor y de resignación.
El nombre del libro, Sarashina Nikki, procede del segundo viaje que relata, pues,
por extraño que parezca, desconocemos el nombre de su autora. Sí sabemos, en cambio,
que fue hija de Fujiwara Takasué y que nació en 1009[28]. En 1017 su padre fue
nombrado gobernador de una provincia, y se marchó con su hija a ocupar su nuevo
cargo. El diario empieza con la narración del viaje de regreso en 1021.
La hija de Takasué compartía con muchas de sus contemporáneas un profundo amor
por la naturaleza y la capacidad de verbalizarlo. Ya he citado un par de «entradas» de
su diario. Seguimos a la comitiva por encima de montañas y atravesando ríos,
acampamos con ellos de noche y temblamos como ellos al pensar en la posibilidad de
ser atacados por bandidos. También podemos contemplar lo que veía la niña: «La
cordillera de Nishitomi parece un biombo exquisitamente pintado», «No hay encanto
alguno en la provincia de Musashi. La arena de sus playas no es blanca, sino del color
del barro. La gente asegura que el espliego crece, abundante, en esta provincia, pero,
por cuanto pude ver, es un páramo en el que sólo se encuentran cañas de diversas
clases, tan altas que no vemos los arcos de nuestros propios jinetes cuando se abren
camino entre ellas». A veces nos hace partícipes de su desencanto: «Dejamos atrás un
lugar llamado Ocho Puentes, pero se trata sólo de un nombre, pues no vimos puente
alguno».
Cuando llegan a Kioto, empieza para la autora una vida aburrida, solamente
animada por la ávida lectura de novelas como La novela de Genji. Cuando su hermana
muere al dar a luz, su existencia ya no sólo es aburrida, sino también dolorosa. Al cabo
de un tiempo obtiene un puesto en la corte, pero ni su educación ni su temperamento
resultan adecuados para su nueva forma de vida. «Mi madre fue una persona de manera
de pensar profundamente anticuada», escribe, y resulta evidente que la había preparado
mucho más para la meditación introspectiva que para llevar una vida pública. Una
breve historia de amor anima por poco tiempo la mediocridad de su existencia. La vida
se ensaña con la pobre muchacha y de año en año parece más amargada, pero de pronto
ocurre algo —como un chispazo— que parece prometer un futuro más luminoso. No
sabemos quién fue él, pero sí sabemos que se encontraron un atardecer «en que no
brillaban las estrellas y lloviznaba en medio de la oscuridad». Hablaron y se
intercambiaron poemas, pero ella no volvió a verlo hasta el año siguiente. En aquella
ocasión, tras un festejo nocturno al que no asistió, «cuando, abriendo la puerta que daba
al corredor, miré hacia afuera y vi la luna de la mañana muy tenue y hermosa», allí
estaba él. Volvieron a intercambiar poemas y la dama creyó que la felicidad había
llegado al fin. Él acudiría con su laúd y le cantaría. «Deseaba oírlo», escribe, «y
esperaba una ocasión propicia, pero no se presentó nunca». Pasó un año entero, perdió
las esperanzas, escribió un poema y añadió: «Compuse este poema… y no hay nada
más que contar». Y no hubo, efectivamente, nada más, pero lo contado es más que
suficiente para dejar constancia de su frustración.
El resto del diario se ocupa mayoritariamente de peregrinaciones y sueños. La
autora se casó (no sabemos cuándo ni con quién) y tuvo hijos. Pero su esposo murió y
con ello puso punto final a la primavera de su vida. La última entrada resulta muy triste:
«Los míos se fueron a vivir a otra parte y me quedé sola en mi casa solitaria». Y así
dejamos para siempre este «espíritu hermoso y tímido que tanto dolor conoció mientras
viviera».
AMY LOWELL
NOTA SOBRE EL CALENDARIO HEIAN
Como tendrá ocasión de comprobar el lector de estos diarios, la referencia a los meses
y a los días es constante, puesto que sirve para «situarnos» en el momento del año o de
la estación en que ocurre lo narrado. Se ha dicho que el primer «invento» de todas las
civilizaciones es el calendario y que, grosso modo, los calendarios pueden ser de dos
tipos: solares y lunares. Los japoneses estuvieron utilizando, por influencia china, el
calendario lunar hasta 1873, año en que el emperador Meiji lo sustituyó por el
gregoriano, que tiene, como es sabido, base solar. En el viejo calendario, empleado
desde los tiempos del emperador Jimmu (660 a. C.), los meses coincidían con las
lunaciones: así el primer día del mes era el de la luna nueva y el 15 coincidía con el
plenilunio. Ello daba lugar a doce meses de 29 días y pico, y, por lo tanto, a años de
unos 354 días aproximadamente. Para recuperar el «tiempo perdido», había que
introducir periódicamente un mes intercalar (uruu-zuki), con lo que se generaba un año
excepcional de trece meses y de 383 a 385 días. Algo así ocurre con el veintinueve de
febrero en nuestro calendario.
En un calendario de este tipo, los equinoccios y los solsticios tenían una especial
relevancia, pues permitían poner más o menos de acuerdo el calendario lunar con el
solar. Así, en el viejo calendario japonés el primer día del año coincidía con la
segunda luna nueva después del solsticio de invierno. Por ello, el primer mes del año,
que se consideraba el inicio de la primavera, empezaba entre mediados de enero y
mediados de febrero, según nuestro calendario, con un décalage que podía llegar a ser
de más de cuarenta días. Los días se dividían en doce horas, designadas con arreglo a
los signos del zodíaco chino (el Ratón, el Buey, el Tigre, el Conejo, el Dragón, la
Serpiente, el Caballo, etc.). Cada una de sus horas, pues, venía a durar el doble que una
de las nuestras.
Este era, pues, el calendario de Murasaki y los suyos, y lo siguió siendo del Japón
de los Tokugawa hasta la gran revolución que supuso el desembarco americano a
mediados del siglo XIX. Téngase en cuenta que, tanto en China como en Japón, países
ambos extremadamente supersticiosos, los calendarios primitivos cubrieron funciones
más astrológicas (determinar qué días eran fastos y cuáles funestos) que astronómicas
(ser rigurosamente exactos en el cómputo, la fijación y la expresión del tiempo).
Los chinos, mucho más científicos, procuraron perfeccionar su calendario mediante
la observación y el cálculo, a lo que contribuyeron no poco los conocimientos de los
misioneros jesuitas del siglo XVI. No ocurrió lo mismo en Japón, donde se mantuvieron
fieles al viejo sistema hasta que, de un plumazo, el emperador Meiji impuso a sus
súbditos el calendario de París, Londres y Nueva York. De todos modos, el nuevo
calendario mantuvo las fiestas más importantes en el día señalado en el antiguo: así, la
de los Amantes Celestes (o de Tanabata) sigue celebrándose hoy como en tiempos de
Murasaki el día siete del mes séptimo.
I.
IZUMI SHIKIBU
Diario[29]
(1002-1003)
Había pasado muchos meses lamentando el mundo[30], más turbio que una pesadilla.
Acababa de dejar atrás el día diez del cuarto mes, el primero del verano. Los árboles
pintaban una sombra más profunda sobre el suelo y la hierba de la ribera[31] era más
verde que antes. Otras damas no apreciaban esos cambios, pero ella[32] sí, y mientras
meditaba sobre ellos, un hombre se le acercó sin hacer ruido por detrás del seto. La
dama sintió curiosidad por saber quién era pero, al acercarse a ella, reconoció al paje
del príncipe difunto[33]. Llegaba en un mal momento, y ella se lo dijo:
—¿No has tardado mucho en venir? ¿Vienes por ventura a hablar del pasado?
—¿No habría parecido inconveniente? Sea como fuere, te ruego que me perdones
—repuso el paje—. He estado recitando plegarias para la salvación de mi señor en los
templos de las montañas. Pero no es bueno vivir sin un amo, de modo que acudí al
príncipe Atsumichi[34] por ver si se dignaba aceptar mis servicios.
—¡Magnífico! Es un príncipe muy elegante. ¿Sabes si sigue soltero? —dijo ella, y
él respondió:
—No, se ha casado, pero sigue siendo muy amable. Me preguntó si todavía te
visito. «Sí, la visito», contesté yo, y entonces su alteza arrancó esta rama de flores de
tachibana[35] y me ordenó: «Dale eso, y dime en qué términos lo acepta». El príncipe
estaba pensando en el viejo poema que dice:
El aroma de las flores de tachibana
en primavera
evoca las mangas perfumadas
del que se fue para no volver.
La dama, que odiaba la soledad y empezaba a sentirse atraída por él, le contestó:
Si te lamentas hoy,
tal vez signifique que tu corazón
siente algo por el mío…
¡Cuántos días y meses he pasado penando!
«¿Quieres hablar del que se fue[37]? ¿Por qué no vienes a verme una noche?».
Ella respondió:
«Al oír hablar de consuelo, quisiera hablar contigo, pero, hallándome quebrada, no
me veo con fuerzas para tenerme de pie. No puedo ir a verte…».
Así le escribió, y su alteza decidió ir a visitarla como un particular.
Como aún era de día, llamó en secreto a su criado Ukon no Zo, que se había
encargado de traerle las cartas de la dama, y le dijo:
—Voy a cierto lugar…
El otro entendió y se puso a hacer los preparativos.
Su alteza se presentó en un humilde palanquín y fue anunciado por su paje. La dama
se sintió desconcertada y no sabía qué hacer. No podía pretender que se hallaba
ausente, puesto que le había escrito una respuesta aquel mismo día. Y parecía cruel
obligarle a regresar a su casa sin dejarlo entrar. Pensando que sólo hablaría con él,
dispuso un cojín en la puerta oeste de la galería, e invitó al príncipe. ¿Fue porque el
mundo lo admiraba tanto que le pareció un hombre tan extraordinariamente fascinante?
Pero esa fascinación sólo sirvió para que se pusiera más en guardia… Mientras
hablaban, la luna fue adquiriendo un brillo inusual y casi incómodo.
Dijo él:
—Como he estado viviendo a la sombra y al margen de la sociedad, no estoy
acostumbrado a un lugar tan espléndido como éste… Déjame entrar donde tú estás
sentada[38], y te prometo que no seré grosero como otros… Supongo que no piensas
recibirme a menudo…
—¡De ningún modo! —dijo ella—. ¡Qué idea más extravagante! Sólo esta noche
hablaremos un rato, pero nunca más.
—¿Vamos a pasar toda la noche así? —preguntó él, y añadió:
Pasa la noche,
y no soñamos ni el más vago de los sueños…
¿Qué recuerdo quedará en mí
de esta noche de estío?
Y ella repuso:
Al pensar en el mundo,
mis únicas compañeras de lecho
son las mangas húmedas de llanto.
No es ésta una noche
para compartir dulces sueños…
Pero él contestó:
—No me resulta fácil abandonar mi casa. Tal vez me juzgues grosero, pero mis
sentimientos hacia ti son demasiado ardientes…
Y, apartando la cortina que los separaba, se introdujo en la habitación de la dama.
Aunque al principio ella se sintió profundamente embarazada, luego estuvieron
conversando[39] hasta el alba. Con ella, el príncipe regresó a su casa.
Al día siguiente, el hombre le envió esta carta:
«¿Qué estarás pensando de mí? Estoy ansioso por saberlo…».
Tal vez para ti resulte algo trivial
hablar de amor…
Pero lo que siento esta mañana
a nada puede compararse…
Ella repuso:
Trivial o no…
No estoy pensando en ello.
Por primera vez en la vida
me siento atrapada.
¡Qué pasión la del príncipe! ¿Y qué había hecho ella al ceder? Si pensaba en la
ternura con que le hablaba[40] el príncipe difunto… Estaba arrepentida y se sentía
intranquila… Entonces volvió a presentarse el paje, pero, para su decepción, no
llevaba carta alguna. ¡Se sentía tan enamorada! Cuando el paje regresó, llevaba una
carta dirigida a su amo. Decía:
¡Ojalá se permitiera a mi corazón
sentir el dolor de la espera!
Seguramente esperar es una pena menor…
Esta noche… ¿A qué esperar más?
Cuando el príncipe la hubo leído, se apiadó de ella, pero estaba obligado a mostrar
una cierta reserva si de salir de noche se trataba. Poco le importaba su esposa, pero no
podía andar saliendo de casa todas las noches. Quizás debiera esperar a que concluyera
el período de duelo[41] por el príncipe difunto, pero podía interpretarse como que su
amor era superficial. Le envió una carta al caer la tarde.
De haberme dicho ella
que me estaba aguardando de todo corazón,
me hubiera sentido empujado
a visitar la casa de mi amada sin tardanza.
Y ella contestó:
«¿Por qué has de importarme poco?».
Me siento como una gota de rocío
prendida de una hoja,
pero no estoy inquieta,
pues pienso que he habitado en esta rama
desde antes de que el mundo empezara.
«Te ruego que pienses en mí como en el rocío fugaz que sólo existe mientras la hoja
lo sostiene».
Su alteza recibió la carta, y, aunque deseaba acudir, pasaron los días sin que llegara
a materializar su deseo. El último día del mes, que era de luna nueva, la dama le
escribió:
Si pasa el día de hoy
sin noticias,
¿cuándo volveré a escuchar,
cuco, tu voz apagada del cuarto mes?
Le envió el poema, pero como el príncipe tenía muchas visitas que hacer, no lo
recibió hasta la mañana siguiente. Respondió:
El canto del cuco en primavera
resulta doloroso.
Presta atención y pronto oirás su canto de estío,
rotundo y alegre a más no poder[42].
Y añadió:
—Me siento desgraciado…
Ella notó su frustración y le compadeció. Le dijo:
Mi corazón carga con un dolor infinito…
Paso noche tras noche,
y ni siquiera consigo unir
mis propios párpados…
El príncipe se presentó sin anunciarse según solía. La dama, que no creía que iba a
acudir y estaba muy fatigada tras las observancias religiosas de los últimos días, se
hallaba profundamente dormida. Nadie oyó, pues, los discretos golpecitos en la puerta
de la calle. El príncipe, que había escuchado ciertos rumores, sospechó la presencia de
otro amante y se retiró sin hacer ruido. A la mañana siguiente le escribió en estos
términos:
Estuve ante tu puerta cerrada
que nadie me abrió.
Al mirarla,
vi en ella el símbolo de tu corazón implacable.
Llegó el día seis del quinto mes, y seguía lloviendo. El príncipe se había sentido
muy afectado por la respuesta que recibiera la víspera, mucho más apasionada, y
aquella mañana de diluvio envió a preguntar por ella, dejando muy patente su interés:
Fue terrible la noche de lluvia…
No quieras saber
qué cosas llegué a pensar
mientras oía la lluvia en mis ventanas…
Eso escribió ella al príncipe, y él recuperó el ánimo. He aquí su respuesta:
La noche entera no hice sino pensar en ti.
¿Cómo se vive en una casa
solitaria sin nadie
con quien compartir la lluvia?
«¿Lo sabías?».
Y ella le escribió:
En mí las aguas
no se desbordan,
pues carezco de profundidad,
pero mi pradera
está completamente inundada.
Y él contestó:
¡Cuán triste verte partir
bajo el rocío de la mañana!
Puestos a comparar…
Mejor sería que regresaras
este atardecer… Quedé insatisfecho…
«Dejemos de pensar en esas cosas. Esta noche no puedo salir a causa de los malos
espíritus que pueden sorprenderme por el camino, salvo para ir a buscarte…».
La mujer se sentía muy desgraciada porque aquella situación no podía prolongarse
indefinidamente, pero él regresó a ella en el mismo palanquín y le exigió que se
apresurara. Como en el lugar donde habían pasado la noche anterior se oían voces,
fueron a otro pabellón. Al alba, él se quejó del canto del gallo, y, acompañándola al
palanquín, salió con ella. Durante el trayecto dijo a la dama:
—En momentos como éste, acude siempre a mí…
Y ella repuso:
—¿Cómo quieres que lo haga?
Luego la dejó en su casa y regresó a palacio.
Pasaron dos o tres días. La luna brillaba magníficamente, y al salir la dama a la
galería para verla, le trajeron una carta que decía:
«¿Qué estás haciendo ahora? ¿Tal vez contemplar la luna?».
¿Estás pensando como yo
en la luna que asoma tras la silueta
de las montañas?
¿Lamenta tu memoria aquella noche breve y deliciosa?
El canto del gallo, el horror de levantarse…
Esa fue su respuesta, pero el príncipe, incapaz de olvidar lo que había visto la
noche anterior, pasó un tiempo sin escribirle. Al fin le envió este poema:
Amor e infortunio,
bajo mil formas diversas,
entran y salen de mi cabeza sin parar
y me privan del anhelado reposo.
La dama quería contestar, pero le daba vergüenza tener que dar explicaciones, de
modo que le escribió:
«Sea como tú quieras, ¡pero una separación sin amargura aliviaría no poco mi
dolor!».
Desde aquel día, él le envió muy pocas cartas.
***
Una noche de luna llena estaba ella en su casa atormentándose con pensamientos
dolorosos. Envidió la serenidad de la luna, y no pudo resistirse a la tentación de
escribir al príncipe:
En su casa solitaria
observa la luna…
Él no vendrá
y ella no puede abrir su corazón…
¿Quién va a escucharla?
Envió el poema con instrucciones de entregarlo a Ukon no Zo. En aquel momento, el
príncipe estaba hablando con otros delante del emperador. Cuando se retiró a sus
aposentos, Ukon no Zo le dio la carta.
—¡Preparad el palanquín! —ordenó él, y fue a verla.
La dama estaba sentada en la galería contemplando el cielo. Al intuir que alguien se
acercaba, hizo bajar las persianas. El príncipe no iba vestido de corte, sino con su
atuendo de diario, que aún le sentaba mejor. Mediante la punta de su abanico deslizó su
poema por debajo de la persiana hasta ponerlo delante de la dama.
—Como tu mensajero partió sin esperar mi respuesta…
La dama se lo acercó también usando la punta de su abanico.
Por un instante, el príncipe pensó en entrar, pero prefirió salir al jardín cantando:
«Mi amada es como una gota de rocío sobre una hoja…». Al fin se acercó y le dijo:
—Esta noche debo partir a casa. Vine en secreto, pero en una noche de luna
brillante como ésta resulta imposible no ser espiado. Mañana habré de permanecer en
palacio cumpliendo ciertas obligaciones religiosas, y la gente sospechará de mí si no
me dejo ver…
Parecía a punto de marcharse, pero ella le interrumpió.
—¡Ojalá caiga un chaparrón! En tal caso quizás permaneciera un rato a mi lado un
resplandor, mucho más dulce que el que el cielo nos brinda…
Él notó que la dama era más gentil de lo que se decía.
—¡Querida mía! —dijo, y volvió atrás, pero luego partió, diciendo:
En contra de su voluntad,
por culpa de la luna
que desplaza su luz entre las nubes,
su cuerpo ha de partir
pero su corazón permanece.
En cuanto se hubo ido, la dama hizo levantar la persiana y leyó el poema del
príncipe a la luz de la luna.
Mi dama está contemplando la luna,
pero sólo piensa en mí.
Al oírlo
me siento atraído a su lado.
¡Qué gran dicha! «Me ha tenido por una mujer fácil hasta hace poco —se dijo ella
—, pero su opinión sobre mí ha cambiado». El príncipe pensaba que la dama le
importaba más de lo que osaba confesarse, pero mientras se hacía esas reflexiones,
alguien le repitió que cierto general era su favorito y que la visitaba de día. Otros
sostenían que Hyobukyo era uno de sus amantes. Al oír aquellos rumores, el príncipe se
asustó y dejó de escribir.
Cierto día un pajecillo de su alteza, que era amante de una azafata de la dama, se
llegó a su casa. Mientras hablaban, la muchacha le preguntó si había traído alguna carta
para su ama, y él respondió:
—No. Una noche mi señor vino a esta casa y vio un palanquín en la puerta. Desde
entonces ya no escribe cartas. También le han contado que otros suelen visitarla.
En cuanto el pajecillo se marchó, fue a repetírselo a la interesada. La dama se sintió
profundamente humillada. No fue la ambición ni el deseo de ser mantenida por todo lo
alto lo que la llevó a amar al príncipe, pues sólo estaba dispuesta a ser suya si la amaba
y respetaba como merecía. Hubiera podido soportar verse privada de él por cualquier
otro motivo, pero se le partía el corazón al pensar que él la despreciaba. Mientras
lloraba su infortunio, le llegó una carta de él:
«Estoy enfermo y muy agitado… No hace mucho visité tu casa, pero, a lo que
parece, en un mal momento. Me siento un cobarde…».
Déjalo correr…
No miraré a la playa…
La barquita del marinero[52]
se ha hecho a la mar…
Ella repuso:
«Te han dicho cosas horribles sobre mí. Me siento humillada y no puedo seguir
escribiéndote. Seguramente ésta será mi última carta».
En la playa de Sodé,
con fuego en el corazón
y mangas chorreantes,
soy yo quien tripula
la barquita del marinero.
***
Llegó el mes séptimo. El día siete recibió muchas cartas de personajes importantes,
pues era la fiesta de los Amantes Celestes[53], pero su corazón las ignoró. Sólo pensaba
que él la había olvidado. Aquel día era una oportunidad única para escribirle, y no lo
había hecho. Al fin llegó el poema anhelado:
¡Ay! ¡Que yo sea
como el Boyero divino,
que sólo puede contemplar a la Tejedora
desde el otro lado
del Río Celestial…!
Cuando la dama vio que no había sido olvidada, se alegró mucho y escribió:
Ni siquiera puedo mirar a la orilla
donde me espera el Boyero divino.
Todas las estrellas parecen evitarme…
Dos o tres días después el príncipe se presentó al atardecer por sorpresa e hizo
entrar el palanquín en el patio. Como ella no lo había visto aún de día, se sentía
avergonzado (o eso dijo), pero no le quedaba otro remedio. Regresó pronto a palacio y
pasó tanto tiempo sin escribir que el corazón de la dama se llenó de ansiedad. Al fin le
envió esta carta:
Los días de otoño se arrastran,
cansinos…
No hay mensajes de él…
¡Silencio ominoso!
«¡Cuán dulces son las promesas de los hombres! ¡Cuán distintos sus corazones!».
Él le escribió, diciéndole que, aunque no la había olvidado, no le había sido
posible abandonar el palacio en los últimos tiempos. Y concluyó con este poema:
Aunque los días pasen
y otros puedan olvidar,
yo no olvidaré jamás
aquel encuentro al atardecer
de un día otoñal…
«¿Cuándo regresarás?».
Si pensaba que, cuando la tenía al lado, le escribía tan poco… Ella contestó:
El camino del Reencuentro…
La dama creía que él
lo había olvidado…
¿Quién será el hombre
que está ahora atravesando la barrera?
Su alteza nunca había pensado en ir tan lejos en pos de ella, pero, en cuanto recibió
esta última carta, vio que no tenía otro remedio. Fue a buscarla y regresaron juntos.
He aquí su poema:
¡Amor aciago!
¿Quién vino
(muy en contra de la ley de Buda)
a tentarte para que regresaras
a la ciudad imperial?
Y el de ella:
Abandono la montaña
y me introduzco en un sendero
mucho más oscuro
porque tú y yo
nos conocimos un día.
Cuando se acercaba el fin de mes, empezó a soplar un viento devastador. Llovía sin
cesar, y la dama estaba más triste de lo acostumbrado cuando le llegó una carta. Se dijo
que el príncipe no había dejado escapar una ocasión muy apropiada para recordarla, y
el rencor, si alguno quedaba en su pecho, se esfumó.
Este era el poema de él:
Dolorido,
contemplo el cielo de otoño.
Las nubes
se arremolinan
y el viento sopla con fuerza.
Y el de ella:
Me entristezco
cuando el viento de otoño
sopla sin ganas…
¡Un día tormentoso!
Eso es lo que me aviva…
El príncipe creyó que entendía sus verdaderos sentimientos, pero tardó unos días en
visitarla.
Había pasado ya el día diez del mes décimo. El príncipe se despertó y vio la luna
de la mañana. Pensó que hacía tiempo que no veía a la dama y que seguramente ella
estaría contemplando la misma luna, de modo que, acompañado por su paje, fue a
llamar a su puerta. La dama yacía despierta, perdida en sus meditaciones llenas de
melancolía, quizás achacable a la estación. Despertó a la criada que dormía junto a
ella, que roncaba sonoramente, y la mujer llamó a un criado. Cuando él salió a la calle,
andando con dificultad, los golpes habían cesado y el visitante se había ido.
Seguramente el huésped la consideró una dormilona y partió, desanimado. ¿De quién
pudo tratarse? Probablemente, de alguien como ella. El criado, tras dar una vuelta por
la calle, regresó y le dijo que lo había soñado.
—Incluso de noche nuestra señora vive agitada… —se quejó el hombre, antes de
regresar al lecho—. ¡Detesto las personas inquietas!
La dama se levantó y vio el cielo brumoso. Cuando llegó la mañana, puso por
escrito sus pensamientos desordenadamente, y, mientras lo hacía, le llegó una carta.
En la noche otoñal
la pálida luna empezaba a borrarse,
cuando yo me aparté
de la puerta cerrada.
Por fuerza la tenía por una mujer decepcionante, pero la dama se sentía feliz
pensando que él nunca dejaba de asociarla con el cambio de las estaciones y acudía a
su puerta siempre que el cielo le invitaba a ello, de modo que dobló las notas que
acababa de pergeñar y las envió a su alteza.
Las notas decían:
«Oigo los aullidos de un viento que sopla como si fuera a arrancar las últimas hojas
de las ramas. El cielo se llena de nubes amenazadoras mientras la lluvia empieza a
caer. Me siento terriblemente desolada…».
Antes de que el otoño acabe,
mis mangas estarán podridas de llanto,
y las lluvias diarias
del invierno
en nada podrán ya afectarlas.
«Estoy triste, pero no hablaré de ello. Del mismo modo que las hojas de los árboles
y las plantas cambian de día en día, múdase el amor en el corazón del príncipe. Me
imagino la desolación que traerán consigo los interminables chubascos de invierno. Los
vientos sacuden las hojas de un modo que da lástima, las gotas de agua sobre las hojas
pueden desvanecerse en cualquier momento, como mi vida…».
«Contemplar las hojas me hace pensar extrañamente en mi propia desolación. No
puedo entrar en casa y permanezco echada en la galería. Quizás el final no esté lejos…
Me produce un vago enfado el hecho de que los demás duerman confortablemente y no
sean capaces de compadecerme. Acabo de oír el chillido lejano de un pato silvestre[58].
A otras nada les dirá, pero yo no puedo soportarlo».
¡Ay, cuántas noches
de insomnio!
Sólo las voces
de los patos silvestres…
«No quiero pasar el tiempo así. Abriré la ventana y contemplaré cómo la luna
declina hacia el horizonte occidental. Parece distante y casi transparente. La bruma
cubre la tierra. El toque de la campana matutina me llega con el canto de los gallos…
Este momento es irrepetible… Incluso el color de mis mangas me parece nuevo…».
Alguien con los mismos pensamientos
puede estar contemplando
la pálida luna matutina
en el mes de las largas noches[59]…
No hay visión más desoladora…
«Llaman a la puerta. ¿Qué significará? ¿Quién pasa sus noches con pensamientos
como los míos?».
Hay alguien
con mis mismos pensamientos
que también se interroga sobre la luna matutina…
¡Pero no sé cómo hallarlo!
Había decidido enviar a su alteza sólo el último poema, pero cuando supo que
había acudido él en persona, se los envió todos. En cuanto el príncipe los hubo leído,
pensó que su visita no había sido en vano, si ella también estaba despierta y afligida.
Escribió deprisa y la carta fue entregada a la dama, que se hallaba a la sazón con la
mirada perdida en el vacío. He aquí sus respuestas a cada uno de los poemas de la
dama:
Al primero:
Piensa que sólo
están húmedas sus mangas…
Pero las de otro se han podrido ya…
Al segundo:
Gotas de rocío a punto de evaporarse,
olvidadas de sí mismas,
se posan sobre los pétalos,
de la flor del crisantemo[60]
que tanto dura…
Al tercero:
Las voces que profieren
los patos silvestres entre las nubes
te quitan el sueño.
Pero la tristeza
proviene de tu propio corazón.
Al cuarto:
Cabe que existan
pensamientos como los míos,
si hay otro
que también contempla el cielo
de la luna matutina.
Al quinto:
Aunque no pudimos
hacerlo juntos,
tú también estabas contemplando la luna
y pensabas que yo acudiría
aquella mañana a verte… ¡Ay!
***
Llegó el décimo mes[61], y ya habían pasado más de diez días cuando el príncipe fue
a visitarla.
—La habitación está demasiado oscura y me inquieta… —dijo—. Deja que me
siente en la galería.
El hombre la llenó de frases tiernas, y ella se sintió muy complacida. No había luna
y la lluvia caía sobre el techo. La escena armonizaba a la perfección con los
sentimientos de la pareja. De todos modos, el corazón de la dama había sido presa de
emociones contradictorias. El príncipe se dio cuenta y pensó: «¿Cómo es posible que la
gente la calumnie tanto? Se pasa la vida sola y penando…». La compadeció y la
sorprendió (en aquel momento la dama se sostenía la frente con la mano, muy afligida)
recitándole este poema:
No se trata de la lluvia que cae
ni del rocío matinal,
pero aquí está
con las mangas húmedas
sobre la almohada del reposabrazos[62]…
La emoción se apoderó de ella y no pudo responder, pero él vio los destellos de sus
lágrimas a la luz de la luna. Conmovido, le dijo:
—¿Por qué no me hablas? ¿Tanto te han desagradado mis palabras?
—No sé por qué —repuso ella—, pero siento que mi corazón está angustiado,
aunque tus palabras aún resuenan en mis oídos. Nunca olvidaré tu poema de las mangas
húmedas sobre la almohada del reposabrazos…
Así pasaron la noche, y el príncipe se dio cuenta de que ella no tenía otro amante.
¡Cuánto lamentó tener que abandonarla al rayar el día! Al llegar a palacio le envió este
mensaje:
«¿Cómo te encuentras hoy? ¿Se han secado tus lágrimas esta mañana?».
Y ella contestó:
Esta mañana estaban secas,
pues las mangas húmedas
sobre la almohada del reposabrazos
son ya sólo un sueño…
«Jamás he experimentado un dolor tan dulce en una noche de otoño. ¿Será cosa de
la estación?».
***
A partir de entonces, él ya no pudo vivir sin verla. Al tratarla con mayor asiduidad,
comprendió que no era una mujer infiel, y la situación de desamparo en que vivía le
hirió el corazón. En cierta ocasión le dijo:
—Aunque vivas sola, yo no te olvidaré jamás, pero preferiría que vinieras a vivir
conmigo a palacio. Todos esos rumores que te calumnian se explican porque vives sin
compañía, pero debo reconocer que jamás he topado con hombre alguno en tu casa:
¿será porque te visito poco? Otros, en cambio, cuentan cosas sobre ti que te dejan en
muy mal lugar. No te extrañe, pues, que me sintiera el más desgraciado de los hombres
el día que hallé tu puerta cerrada. Considerando tu soledad, a veces he decidido pedirte
que vengas a vivir conmigo, pero hasta ahora me he resistido a decírtelo por temor a
que pienses que he prestado oídos a todas esas habladurías. Nuestra relación no puede
continuar así, pues lo que hoy es únicamente un rumor, mañana puede ser verdad, y
temo que al fin te conviertas en algo tan inalcanzable como la luna del cielo. Si de
veras te sientes sola, ven a vivir conmigo, te lo ruego. Hay mucha gente viviendo en
palacio, pero te sentirás cómoda. Como mis relaciones con la princesa[63] distan mucho
de ser felices, estoy muy poco tiempo con ella, y paso la vida solo, entregado a las
devociones. Mi soledad se vería muy aliviada si pudiera hablar contigo, pues nuestras
almas se entienden muy bien.
Ella no se sentía inclinada a hacerle caso y nunca le había hablado del amor que le
inspirara su hermano, el príncipe difunto. Pero carecía de un refugio entre montañas en
que poder ocultarse y escapar de las tribulaciones del mundo, y su existencia era como
una noche sin fin. Muchos hombres la habían deseado —de aquí procedían todos los
rumores que la manchaban—, pero ninguno le inspiraba confianza, salvo el príncipe. Lo
cierto es que, a pesar de todo, se sentía tentada a seguirlo.
Pensó: «Tiene una esposa, pero él vive en un pabellón aparte, y allí su nodriza se
encarga de que nada le falte. Pero si exhibo mi amor y me enorgullezco de él, seré muy
criticada. ¡Ojalá pudiera ocultarme a los ojos del mundo!».
—Aunque me visitas muy poco —dijo al príncipe—, tus visitas son la mejor
medicina para mi corazón. Sea como fuere, me doblegaré a todos tus deseos. Pero ten
en cuenta que ya están circulando cosas muy feas sobre ambos. ¡Si nuestra relación se
consolida, debemos esperar lo peor!
—Será sobre mí que se dirán palabras duras, no sobre ti —dijo él—. Té encontraré
una casita retirada, para que podamos hablar tranquilamente.
La colmó de promesas y partió cuando todavía era negra noche: la puerta que daba
a la calle seguía abierta a propósito para dejarlo salir.
La dama pensó, muy agitada: «Si continúo viviendo sola, se me seguirá respetando,
pero si le acompaño a palacio y luego me abandona, todos se reirán de mí».
Al poco de haberse retirado, le llegó este poema:
Recorrí el sendero
cuando la noche empezaba a iluminarse…
Las mangas sobre la almohada del reposabrazos
chorreaban aún…
Al ver que no había olvidado el poema de las mangas, ella se alegró y le respondió:
Tus mangas están húmedas del rocío
que cubre la hierba
del sendero matutino.
Las mías también están húmedas,
pero no precisamente de rocío.
La noche siguiente la luna brilló inusualmente radiante. En todas partes había gente
que la contemplaba. A la mañana siguiente, el príncipe quiso enviarle un poema, y
esperó al paje para que se lo llevara. La dama había observado la blancura de la
escarcha y le escribió:
Había escarcha en las mangas
sobre la almohada de mi reposabrazos…
Y, de pronto, esta mañana
todo el mundo aparece blanco de escarcha…
Pasaron dos o tres días sin que le llegaran noticias de él, pero ella no olvidaba su
promesa, y se sentía esperanzada. Con todo, la ansiedad no la dejaba dormir. Un día,
estando aún en el lecho, oyó llamar a la puerta. «¿Quién puede ser?», se dijo, y envió
un criado a preguntar. Le traían una carta del príncipe. Se extrañó de la hora y se
preguntó si el príncipe tenía conocimiento de sus emociones. Abrió la ventana y leyó la
carta a la luz de la luna:
¿Ves cómo amanece
y que sobre las cumbres de las montañas
luce
con resplandor sereno
la luna de la noche de otoño?
A partir de este día, sus visitas se hicieron más frecuentes para alegría de la dama.
Pero sus viejos amigos seguían escribiéndole y visitándola, de modo que decidió ir al
palacio del príncipe inmediatamente para evitar que ocurriera alguna desgracia, pero su
corazón ansioso no cesaba de agitarse.
Un día él le envió un mensaje que decía:
«Los arces de la montaña están preciosos. ¡Ea! ¡Vayamos juntos a admirarlos!».
Ella contestó:
«Te acompañaré muy gustosamente».
Pero en cuanto llegó el día fijado, su alteza le escribió:
«Hoy debo encerrarme para asistir a un servicio religioso».
Aquella noche se desencadenó una gran tempestad y todos los árboles perdieron las
hojas. Al despertar, la dama escribió al príncipe diciéndole cuánto sentía no haberlo
acompañado el día anterior.
Él respondió:
Ella repuso:
¿Fue una tormenta con lluvia?
¡Cuán húmedas están mis mangas!
No puedo hablar,
pero medito mucho…
«La tormenta ha acabado con las hojas de los arces. ¡Ojalá hubiésemos ido ayer a la
montaña!».
Su alteza replicó:
«¡Ojalá hubiéramos ido a ver las hojas de los arces, porque esta mañana de nada
sirve pensar en ellas!».
Y al margen escribió este poema:
Aunque pienso
que ya no quedan hojas de arce en las ramas,
tal vez podamos
ir a admirar las que aún están en el suelo…
Y ella contestó:
***
La dama no podía seguir resistiéndose al deseo de su alteza ni tratarlo por más
tiempo con una indiferencia más fingida que real. Decidió, pues, ir a vivir con él, y,
aunque no pocos se lo desaconsejaron, no les hizo caso. Como había sido desgraciada,
quiso probar un cambio de suerte, pero en cuanto se puso a pensar en su papel en la
corte, volvió a dudar y se dijo: «En el fondo no es lo que yo deseo. Preferiría una vida
religiosa retirada lejos de las inquietudes del mundo. ¿Qué voy a hacer el día que se
harte de mí? La gente se reirá de mi ingenuidad… ¿Y si continúo viviendo como hasta
ahora, confiando en el respaldo de mis padres y hermanos…? Así podré cuidar de mi
hija[73], que ahora parece un obstáculo».
Un día llegó una carta del príncipe que decía:
«Fui un necio al creer en ti».
Pocas palabras, pues, acompañadas de un viejo poema:
Me eres infiel,
pero no me quejo.
Como el mar silencioso,
profundo es el odio
de mi corazón.
Aquella carta partió el corazón de la dama. Corrían muchos rumores sobre ella, a
cuál más fantasioso, pero estaba convencida de que en nada podían perjudicarla. ¡De
modo que alguien la había calumniado, creyendo que estaba a punto de ceder a los
deseos de su alteza e ir a vivir a palacio! Se sentía desolada, pero no podía escribirle.
Si pensaba en qué historias podían haber llegado a oídos del príncipe, moría de
vergüenza. Al ver que no daba explicaciones, su alteza volvió a escribirle:
«¿Por qué no me contestas? Ahora sí creo en los rumores. ¡Cuán rápidamente
cambia tu corazón! Escuché algo a lo que no di crédito, y te escribí para que lo
desmintieras».
Aquellas palabras aligeraron el corazón de la dama. Quería saber qué le habían
contado y de pronto deseó volver a verlo cuanto antes.
«¡Ojalá pudieras acudir a mi lado al instante! Me estoy fundiendo en deseos de
verte, pero no puedo ir porque estoy manchada por la calumnia».
El príncipe le contestó:
«Las calumnias te asustan demasiado, y creo saber por qué. Estoy furioso…».
La dama pensó que bromeaba y repuso:
«No puedo evitarlo… Ven de todos modos».
Y él le escribió:
«Me digo a mí mismo: “No sospeches, no seas rencoroso”, pero mi corazón no se
pliega a mis deseos».
Ella contestó:
«Tu hostilidad no cesará nunca… Me fío de ti, pero sospecho de tu fidelidad…».
Por la noche, el príncipe se presentó y dijo:
—Te escribí sin creer en los rumores. Si no quieres que proliferen, sígueme a
palacio.
Ella respondió:
—Llévame, pues.
Pero al alba el príncipe regresó solo a su casa. Seguía escribiéndole sin parar, pero
la visitaba muy poco. Un día se desencadenó una terrible tormenta, y el príncipe no
mandó a preguntar por ella. La dama pensó que su alteza no se compadecía de su
soledad y le escribió a última hora de la tarde:
La estación de la escarcha
es muy triste.
El viento de otoño
sopla con furia,
y las cañas de bambú no cesan de suspirar.
Y él le contestó:
Con el paso de los días
fueron disminuyendo las penas del amor,
pero ¿cómo recuperar
esos días que ya se desvanecieron?
Él repuso:
Todos estamos tristes
al morir el día.
¿Estás tú más triste que los demás?
Espérame…
Y ella contestó:
Tú eres tú
y yo soy yo.
Pero entre tu corazón y el mío
no cabe un alfiler.
No hagas distinciones.
La dama se resfrió, pero no fue grave. El príncipe se interesó por su salud, y al fin
ella le escribió:
«Estoy algo mejor. El hilo de mi vida se adelgazó y pareció que se iba a romper,
pero tengo demasiadas ganas de seguir viviendo gracias a ti. ¿Será porque tengo
demasiados pecados encima?».
Él le contestó:
Me alegra saberlo:
el hilo de tu vida
no es fácil de romper
porque está asegurado
con prendas de afecto duradero.
El fin del año estaba al caer. El primer día del undécimo mes amaneció como un día
de primavera, pero a la mañana siguiente nevó. El príncipe envió un poema:
Y ella respondió:
¡Las primeras nieves!
Os veo todos los inviernos,
eternamente jóvenes,
pero mi rostro
envejece con cada invierno.
Por la mañana, su alteza se puso a hablar de temas más alegres, y regresó a su casa.
Aunque ella no estaba ya tan segura de su propósito de tomar el hábito, seguía dando
vueltas a la idea para consolarse en su soledad. Cada vez más confusa, se lo hizo saber
al príncipe:
Despierta,
me cuesta decidirme.
¡Ojalá lo que hablamos ayer
fueran sólo sueños!
«Lloro de pensarlo…».
Al leerlo, el príncipe contestó:
«Quería ser el primero en escribir…».
No quiero pensar que fuera real…
Aquellas tristes reflexiones
sólo fueron sueños
soñados en una noche de sueños…
El poema de la dama le hizo sonreír. Como había estado leyendo sutras en los
últimos días, le envió estos versos:
Los dioses no han prohibido
el camino del encuentro,
pero estoy sentado
en el sitial de la Ley[78]
y no puedo abandonarlo.
Ella contestó:
Entonces seré yo
quien venga a buscarte.
Haz que el sitial
sea un poco más ancho
para que quepamos los dos.
Un día nevó muchísimo, y él le envió una carta atada a una rama cubierta de nieve:
Cae la nieve,
pero en las ramas
las flores del ciruelo apuntan ya,
aunque la primavera
no ha llegado aún.
Ella contestó:
¿Puede ser cierto?
En las noches de invierno
lágrimas escarchadas nos sellan los ojos
y la medianoche sólo trae penas consigo…
Yo sigo esperando la aurora desesperanzadamente…
El príncipe se había estado preguntando en qué lugar podía ocultarla, pues pensaba:
«No está acostumbrada a la vida de palacio y se sentiría muy incómoda. En cuanto a mí,
se me criticaría mucho. Mejor será que vaya personalmente a por ella y la traiga como
mi azafata».
***
La noche decimoctava del último mes fue a visitarla. La luna brillaba radiante.
Como de costumbre, le dijo: «Ven, por favor…», y ella pensó que era sólo para una
noche. Pero cuando estuvo sola en el palanquín, le dijo:
—Trae contigo una sirvienta. Si quieres, podremos hablar tranquilamente mañana y
también pasado mañana…
Nunca antes le había hablado así, y ella, adivinando sus intenciones, se llevó a su
sirvienta. No fueron a la misma casa de anteriores salidas. En cuanto llegó a su nueva
mansión, la esperaba un aposento delicadamente adornado para recibirla.
—Vivirás aquí —le dijo—, y puedes tener varias sirvientas.
La dama estaba segura de haberlo entendido y tuvo por una suerte haber sido
transportada con tanta discreción. La gente se asombraría cuando supieran que había
ido a vivir a palacio sin que nadie se enterara. En cuanto amaneció, envió a sus mujeres
a buscar su caja de peines y otros objetos personales. El príncipe abandonó el aposento
con las ventanas aún cerradas. Al reconsiderar el lugar al que la había llevado, no le
pareció malo, pero sí incómodo.
—Es mi deseo que vivas en el pabellón del norte —le dijo—. Este aposento está
demasiado cerca de la Sala de las Audiencias, y corremos el riesgo de que te
descubran.
Al enterarse de dónde se hallaba, ella se encerró y se puso a escuchar sin hacer
ruido. Durante el día se presentaron cortesanos del ex emperador[79] a visitar a su
alteza. Él le preguntó:
—¿Cómo te sientes aquí? ¿Quieres quedarte? Temía que te desagradaría estar a mi
lado.
—Yo también lo temía —dijo ella.
—A decir verdad, ándate con cuidado mientras no esté contigo —le dijo él—. Es
posible que algún impertinente quiera observarte… Dentro de unos días pasarás a
ocupar los aposentos de mi nodriza y allí estarás segura.
Tres días después se trasladó al ala norte de palacio para asombro de sus
habitantes, que corrieron a informar a la princesa.
—Incluso prescindiendo de este último agravio, me he sentido profundamente
maltratada —dijo la esposa del príncipe—. Tengo entendido que la mujer en cuestión
es de muy baja estofa… ¡Su alteza se ha saltado todas las reglas!
Estaba furiosa porque su marido no le había dicho nada. El secretismo del hombre
le parecía imperdonable, y se sentía desconsolada. Su esposo la compadecía y trataba
de pasar más tiempo a su lado, pero ella le dijo, llorando:
—Estoy harta de oír rumores y he acabado por odiar toda clase de visitas… ¿Por
qué no me lo contaste antes? No me hubiese opuesto, pero no voy a tolerar que me
trates como a una mujer sin importancia. Si pienso que toda la corte se está riendo de
mí, me muero de vergüenza…
—La traje aquí sólo en calidad de azafata —se excusó él—, pensando que lo
aprobarías. Tú estás furiosa conmigo, pero todavía me odia más tu hermano, el teniente-
general. Te repito que la he traído únicamente para que me peine, y también te peinará a
ti, si así lo deseas.
Aquellas palabras no amansaron la cólera de la princesa, pero prefirió callar.
Pasaron los días y la dama se acostumbró a la vida de la corte. Peinaba al príncipe
y le servía en cuanto podía. Como su alteza no le permitía retirarse a su aposento
particular y quería tenerla siempre a su lado, las visitas a su esposa fueron cada vez
más raras y la princesa estaba muy dolida. El año acabó y el primer día del año
siguiente todos los cortesanos se presentaron en palacio para felicitar al emperador.
También estaba el príncipe. Aunque era el más joven y hermoso de todos, la dama se
sentía avergonzada de estar allí. Las azafatas de la esposa salieron de su pabellón a
contemplar el desfile, pero lo que de veras querían ver era la nueva concubina de su
alteza, de manera que la curiosidad enfermiza de aquellas mujeres dio lugar a un triste
espectáculo.
Al caer la noche, cuando la ceremonia hubo concluido, su alteza regresó a sus
aposentos y, con él, casi todos los nobles de la corte, con ánimo de divertirse. Entre
todos montaron un banquete muy alegre, y la dama también disfrutó lo suyo, sobre todo
en comparación con los días solitarios pasados en su casa.
Un día el príncipe se dio cuenta de que incluso los criados más insignificantes
hablaban mal de su dama, y, achacándolo a los celos de su esposa, dejó de visitarla por
completo. La dama compadecía a la princesa, pero no sabía qué hacer por ella. De
momento se quedó donde estaba, esperando órdenes de su alteza.
La hermana mayor de la princesa estaba casada con el heredero aparente y por
aquel entonces se hallaba en casa de sus padres. Un día escribió a su hermana menor:
«¿Cómo te encuentras? He oído algo de lo que la gente anda murmurando
últimamente. ¿Debo darle crédito? Yo también me siento profundamente humillada…
Ven a nuestra mansión durante la noche».
La princesa era incapaz de consolarse: ¡cuánta gente pasaba la vida murmurando!
Contestó a su hermana:
«He recibido tu carta. Mi vida junto a mi esposo ha sido muy infeliz, y hemos
llegado a una situación insostenible. De momento, pienso volver a casa una temporada,
donde ver a la princesita[80] me reconfortará… Envía a alguien a reclamarme, pues no
puedo partir cuando me dé la gana. Él no lo toleraría».
A continuación se puso a empaquetar sus cosas procurando ocultar aquéllas que no
quería que vieran los demás. Dijo:
—Voy a casa de mis padres a pasar unos días, pues, si permanezco en palacio, mi
esposo se sentirá incómodo y no me visitará. Resulta muy doloroso para ambos…
La gente le decía:
—Todos comentan lo mismo y no paran de reír. ¡Salió a buscarla en persona!
Realmente es una belleza espectacular… Vive en el ala de las damas, en los aposentos
que ocupara su nodriza… Y acude a los del príncipe tres o cuatro veces al día…
¡Haces muy bien castigándolo! Vete sin despedirte…
Todos odiaban a la dama, pero el príncipe la compadecía. Imaginaba qué estaba a
punto de hacer su esposa y vio que sus temores se materializaban cuando se presentaron
los hijos de su cuñado a buscarla. Una azafata dijo al chambelán:
—La princesa ha cogido objetos importantes y está a punto de partir.
El hombre, angustiado, fue al encuentro del príncipe y le dijo:
—¡La princesa se va! ¡La princesa se va! ¿Qué pensará el heredero aparente? Corre
a consolarla…
La dama sufría mucho al ver lo que estaba ocurriendo, pero, no sabiendo qué decir,
se mantuvo en silencio. Le hubiera gustado abandonar aquel lugar tan desagradable,
pero no sabía adónde ir. De todos modos, estaba segura de que, si permanecía en
palacio, nunca hallaría el anhelado reposo. Mientras tanto, el príncipe fue al encuentro
de su esposa, que le saludó como si nada hubiese ocurrido:
—¿Es cierto que vas a irte a casa de tu hermana mayor? ¿Por qué no me has pedido
el palanquín?
—Ha ocurrido algo y debo hacer acto de presencia. Han enviado mensajeros a por
mí.
No dijo nada más. A partir de entonces, tanto sus palabras y cartas como las de su
hermana dejaban traslucir un profundo enojo.
II.
MURASAKI SHIKIBU
Diario[81]
(1007-1010)
(Un alumbramiento imperial)[82]
***
Aún es de noche, la luna ha desaparecido detrás de las nubes y las tinieblas reinan
todavía sobre las copas de los árboles, pero ya se oyen voces que repiten: «¡Levantad
las persianas del aposento de su majestad!», «Pero si las criadas aún duermen…»,
«¡Levantadlas de una vez!». Súbitamente, los gongs quiebran el silencio nocturno y
comienza en cinco altares el servicio dedicado a los Reyes Místicos[87]. Las voces
ondulantes de los acólitos, que rivalizan en litúrgico entusiasmo, resuenan por doquier,
llenas de fervor y solemnidad. Se presenta, procedente del ala oriental, el abad del
templo de Kannon-in, acompañado de veinte bonzos, para proceder a los ensalmos, y
bajo sus pies resuena sordamente el suelo de tablas de madera del puente que ha de
atravesar de un modo que no había oído nunca antes. Se diría que cada uno de sus pasos
tiene algo de sagrado. Tan fascinada estoy que casi no me doy cuenta de que el prior del
templo de Hoji se dirige al pabellón de los Establos y el del templo de Henji a la
biblioteca, desplazándose ambos, vestidos de blanco inmaculado, bajo los árboles
copudos y cruzando los magníficos puentes chinos que adornan el jardín. También está
allí el maestro Saigi, y se prosterna ante la imagen de Daiitoku. Con la llegada de la
aurora entran en escena las azafatas.
***
—¡Muy bien! —dice él, y, tras pedirme papel y pincel, improvisa a su vez:
El rocío matinal
tiene poco que ver con el asunto.
Son los ominaeshi que eligen el color
que más les place.
***
***
***
Hacia fines del octavo mes[96] los nobles y los dignatarios de la corte que se
esperaba se trasladaron al palacio de su excelencia para quedarse.[97], Pasaban las
noches en el puente o en la galería del ala este, tocando música cuando podían. Los
jóvenes que aún no habían sido iniciados en los secretos del koto o la flauta intentaban
cantar sutras o melodías en el nuevo estilo[98]. Parecía lo más adecuado en aquellas
circunstancias.
Algunas noches Tadanobu, chambelán imperial, Tsunefusa, consejero de la
izquierda, Norisada, comandante de la guardia militar y el capitán Narimasa,
gobernador de Mino, se juntaban para tocar. De todos modos, nunca se dio un concierto
por todo lo alto porque su excelencia no lo creyó oportuno: sus razones tendría.
Muchos que habían abandonado la corte hacía tiempo para vivir con sus familias
volvían en masa, avergonzados de su negligencia, a interesarse por la salud de su
majestad imperial. Entre unos y otros, apenas nos permitían descansar de vez en
cuando.
***
***
***
El día diez, desde las primeras horas de la mañana, se procedió a cambiar las
cortinas, los biombos y las ropas del aposento de su majestad[102], y se la instaló en un
lecho de cortinajes blancos. Su excelencia, sus hijos, y una serie de cortesanos del
cuarto y del quinto rango se afanaban colgando cortinas y trayendo colchones, colchas y
almohadas. Durante todo el día su majestad se mostró profundamente inquieta, mientras
a su alrededor reinaba la mayor confusión. Los hombres gritaban ensalmos para
ahuyentar a los malos espíritus. Estaban, por descontado, los bonzos que llevaban ya
tiempo alojados en palacio, pero además se había hecho acudir de templos y santuarios
a todos cuantos pasaban con mayor o menor razón por ser exorcistas, y, cuando se
juntaron para unir sus esfuerzos en la tarea común, pude imaginar todos los budas del
universo prestando atención a sus cánticos. También fueron convocados todos los
adivinos habidos y por haber… Por fuerza, los miles de millones de dioses de Japón
estaban ya pendientes de lo que se anunciaba… Mientras tanto no paraban de partir
mensajeros para ordenar la lectura de sutras en templos y capillas. Y así se pasó la
noche.
En la galería oriental estaban las azafatas de su majestad y en la del oeste las
médiums destinadas a recibir los malos espíritus, cada una de ellas encerrada tras un
muro de biombos. Todos esos cubículos improvisados habían sido cerrados mediante
una cortina. Delante de cada una de esas cortinas improvisadas había un exorcista
orando a voz en cuello. Al sur, los abades, priores y bonzos más ilustres estaban
sentados en varias filas: resultaba una experiencia terrible escuchar sus voces roncas
que rezaban y gemían invocando a Fudo, Rey de la Luz Inmutable, para que hiciera acto
de presencia. En el espacio que quedaba entre el aposento del norte y el dormitorio de
su majestad se habían dado cita más de cuarenta personas según mis propios cálculos.
De pie e incapaces de hacer el menor movimiento de apretadas que estaban, se hubiera
dicho que habían caído en trance. Las damas y azafatas que aún estaban llegando de sus
casas no tenían ya sitio donde meter sus anchos ropajes y larguísimas mangas. Las más
ancianas trataban de ahogar sus sollozos en algún rincón.
***
Al amanecer del undécimo día retiraron las puertas correderas del norte que
separaban dos aposentos y acercaron a su majestad a la galería. Como no hubo manera
ni tiempo de instalar persianas, hubo que rodearla de kichós[103]. El abad Jojo y el prior
y ecónomo Kyocho, entre otros clérigos, recitaban ensalmos, mientras el reverendo
Ingen leía una plegaria escrita el día anterior por su excelencia con voz solemne y
cargada de emoción añadiendo algunos votos de su propia cosecha. No cabía imaginar
nada más impresionante, y en cuanto su excelencia en persona se unió a las preces de
los demás, parecía impensable que nada saliera mal. De todos modos, ninguno de los
presentes podía reprimir una cierta sensación de angustia, y no eran pocos los que
lloraban copiosamente. Por más que algunos les repitiéramos que el llanto en aquellas
circunstancias resultaba de mal augurio, no podían evitarlo y las lágrimas fluían sin
cesar.
Su excelencia estimó que aquella muchedumbre no podía dejar de molestar a su
majestad, de modo que echó a la mayoría de las azafatas y las obligó a refugiarse en los
aposentos del sur y del este: tan sólo las más imprescindibles se quedaron junto a su
señora. La esposa del ministro, Saisho no Kimi y Kura no Myobu fueron invitadas a
pasar al espacio, delimitado por cortinas, donde se hallaba el lecho de la parturienta, y,
detrás de ellas, el abad de Ninnaji y el limosnero mayor de Miidera. Cuando su
excelencia daba órdenes, lo hacía con un vozarrón tan potente que tapaba los de los
bonzos, de modo que apenas se les oía. En la parte aún libre de la galería posterior se
hallaban las damas Dainagon, Koshosho, Miya no Naishi, Ben no Naishi, Tayu no
Myobu y Oshikibu, esta última en funciones de portavoz de su excelencia. Llevaban
muchos años al servicio de su majestad, y es lógico que estuvieran muy agitadas, pero
yo misma, que había estado mucho menos tiempo a su lado, también me sentía
profundamente afectada por el acontecimiento excepcional al que me tocaba asistir.
Además de las citadas, en la parte exterior de la cortina que colgaba a modo de
división detrás de nosotras, «formaron», notablemente apretujadas, Nakatsukasa,
Shonagon y Koshibu, nodrizas de la segunda, tercera y cuarta hijas de su excelencia
respectivamente, de modo que el corredor, ya de por sí estrecho, que discurría por la
parte posterior de ambas alcobas, quedó poco menos que impracticable. Había más
gente rondando por allí, pero no pude distinguir sus rostros.
De vez en cuando, los hombres allí presentes echaban un vistazo detrás de las
cortinas. Era lógico y natural tratándose de los hijos de su excelencia, del consejero de
la derecha Kanetaka y del capitán de cuarto rango Masamichi. En cambio, no parecía
tan correcto en personajes como el consejero de la izquierda Tsunefusa o el chambelán
Tadanobu, de los cuales cabía esperar mayor circunspección. Sea como fuere, todos
perdimos un poco la vergüenza. Allí estábamos con los ojos hinchados, nuestras
cabezas llenas de arroz como si nos hubiese nevado encima[104] y las ropas
espantosamente arrugadas. Estoy segura de que dábamos asco, pero la situación tenía
también su lado cómico. Al menos eso me parece ahora, al evocarla como un recuerdo
más.
***
En cuanto raparon la cabeza de su majestad y le hicieron pronunciar los votos[105],
nos quedamos horrorizadas: no entendíamos qué estaba ocurriendo. Pero parió
felizmente. Los requisitos que siguen al parto tomaron su tiempo y, mientras tanto, todos
se fueron al espacio libre que se extendía entre la cámara principal y la galería del sur
y su balaustrada. Allí se congregaron clérigos y laicos para cantar sutras y tocar el
suelo con la frente en acción de gracias.
Entre las azafatas que se encontraban en los aposentos orientales se mezclaron
algunos cortesanos[106], y Kochujo no Kimi vino a darse de bruces nada menos que con
Yorisada, primer secretario de la izquierda. Ni él ni ella sabían qué cara poner, y aquel
encuentro inesperado fue motivo de risa durante meses. La dama tenía fama de destacar
siempre por su elegancia y meticulosidad en el atuendo, y aquella mañana se había
maquillado y arreglado como para superarse a sí misma, pero en el momento crucial las
lágrimas habían llenado de surcos su cara empolvada y sus ojos estaban rojos e
hinchados de llanto: era una visión sencillamente espantosa. ¡Nadie hubiese dicho que
se trataba de la misma persona! La cara de Saisho no Kimi había cambiado también
considerablemente, y prefiero no pensar cómo estaba la mía. Por suerte en aquellas
circunstancias muy pocos se fijaban en el aspecto que presentaban los demás.
Al acercarse el momento del parto, los malos espíritus, sintiéndose frustrados,
chillaban de tal manera que se nos helaba la sangre. A cada médium se le asignó un
clérigo para que la apaciaguara: el maestro Shin-yo se hizo cargo de Minamoto no
Kurodo, un tal Myoso de la pobre Hyoé no Kurodo, y el prior del templo de Hojuji de
Ukon no Kurodo. Miya no Naishi fue confiada al maestro Chisan: este último fue
derribado al suelo por los malos espíritus, y hubo que asignarle un auxiliar, el maestro
Nengaku, que se puso a rezar a gritos. Y no puede decirse que ambos religiosos fueran
inexpertos, sino que el demonio era de los peores. A Saisho no Kimi le tocó el
exorcista Eiko, cuya voz estaba ronquísima de lo mucho que había vociferado a lo largo
de la noche. No obstante, había otras mujeres que habían acudido para recibir en su
interior malos espíritus que no habían sido atacadas, y se sentían terriblemente
disgustadas[107].
A la hora del Caballo[108] tuve al fin la impresión de que el sol de la mañana se
había levantado en un cielo sin nubes. Saber que la madre y el niño se encontraban
sanos y salvos nos llenaba de alegría, y en cuanto nos enteramos de que el recién
nacido era un varón, nuestro gozo rayó en éxtasis. Las damas y azafatas que habían
pasado el día anterior en trances continuos y que aquella mañana aún se debatían entre
las nieblas otoñales fueron enviadas a sus alcobas respectivas para que pudiesen
reposar. Quedaron las damas de más edad, pues parecieron las más adecuadas para
atender a su majestad imperial.
Sus excelencias regresaron a sus aposentos, y desde allí hicieron repartir ofrendas a
los bonzos que habían rezado y leído sutras, a los exorcistas que habían acudido en el
último momento reclamados por razones de urgencia, a los médicos y a los adivinos
que se habían distinguido en el ejercicio de su arte. Previamente ya habían dado las
órdenes oportunas para que se preparase la ceremonia del primer baño.
Empezaron a llegar a los aposentos de las azafatas numerosos paquetes y hatillos
llenos de ropas ceremoniales: una locura fastuosa de prendas bordadas al modo chino
con ornamentos de nácar y madreperla, de colas de brocado de mil colores y todo lo
que quepa imaginar para emperifollarse. Las mujeres fingían no darse cuenta y se
afanaban maquillándose o preguntando dónde estaba cierto abanico que había sido
reclamado.
Mirando desde mi aposento en el extremo del corredor pude ver al chambelán
imperial Tadanobu esperando junto a la puerta. Con él estaban Yasuhira, mayordomo
del príncipe heredero, y algunos nobles más. En aquel momento se presentó su
excelencia y mandó que limpiaran el arroyo de las hojas que habían ido cayendo en él
en los últimos días hasta obstruir su curso[109]. Todos parecían de excelente humor.
Incluso los que tenían razones particulares para estar preocupados, se olvidaron de
ellas. En medio de aquella euforia general, Tadanobu parecía el más satisfecho de
todos, aunque procuraba que no se le notara demasiado. Mientras tanto, Kanetaka,
consejero de la derecha, sentado en la galería del ala este, intercambiaba chanzas con
el consejero supernumerario Takaie[110].
Trajeron la espada ceremonial de palacio. Su excelencia ordenó que el primer
secretario Yorisada se encargara de anunciar el alumbramiento al emperador, pero
como era el día en que este funcionario, en su calidad de representante imperial, debía
partir a Ise, hubo de cumplir el mandato sin entrar en palacio. Parece que también fue
generosamente obsequiado por su excelencia.
La esposa de su excelencia se encargó de cortar el cordón umbilical, y Tachibana
no Sami de administrarle el primer alimento. Osaemon no Omoto fue elegida para el
cargo de nodriza del recién nacido, pues lleva tiempo sirviendo a su majestad y tiene
muy buen carácter. Es hija de Michitoki, gobernador de Bitchu, y esposa del quinto
secretario Hironari.
El niño tomó el primer baño a la hora del Pájaro[111]. Tal como estaba previsto,
encendieron todas las antorchas y los servidores de su majestad trajeron el agua
caliente. Todavía llevaban túnicas blancas sobre sus breves atuendos verdes, y la
bañera y sus accesorios aparecían cubiertos con blancos paños. Habían instalado dos
mesas para los recipientes. Chikamatsu, gobernador de Owari, y Nakanobu, jefe del
servicio doméstico de la emperatriz, llevaban los cubos hasta las persianas, y allí los
entregaban a dos mujeres, Kiyoiko no Myobu y Harima, que se aseguraban de que el
agua estuviera tibia, mezclando la fría con la caliente. Ambas vestían uwagis de gasa,
colas de seda y llevaban saishis[112] de oro. A continuación otras dos, Omoku y Urna, la
ponían en dieciséis jarras y la que sobraba se echaba en la bañera. Todas vestían
uchikis de gasa, con colas y chaquetas de tafetán, y llevaban el pelo sujeto con agujas y
cintas[113]. ¡Resultaba un espectáculo realmente encantador! Saisho no Kimi se instaló
en la bañera con la criatura, y su compañera Dainagon se encargó de ayudarla. Ambas
se habían puesto unos delantales elegantísimos para la ocasión.
Su excelencia tomó el niño en sus brazos. Abrían el desfile las damas Koshosho y
Miya no Naishi, la primera de las cuales portaba la espada y la segunda la cabeza de
tigre[114]. Miya no Naishi llevaba un uwagi con piñas bordadas y arrastraba una cola
estampada con un diseño especial de olas y algas que producía el efecto de una marina.
La faja de tisú estaba también bordada a la usanza china con un motivo de viña
silvestre. En cambio, la de Koshosho aparecía decorada con hojas y hierbas otoñales,
mariposas y aves de plata. Debido a su rango, tenían prohibido el tisú excepto para la
faja.
Los dos hijos de su excelencia, Yorimichi y Norimichi, el capitán Minamoto no
Masamichi y unos cuantos cortesanos más esparcían arroz mientras gritaban,
rivalizando sobre quién se mostraba más ruidoso. El abad de Jodoji, que actuaba en
funciones de protector religioso, hubo de cubrirse la cabeza y la cara con su abanico
para no recibir el impacto de los granos blancos para diversión de las damas más
jóvenes. El erudito encargado de leer los textos clásicos fue el quinto secretario
Elironari. Se erguía debajo de la balaustrada y leía los pasajes prescritos del Libro de
las crónicas, mientras veinte hombres, diez del quinto rango y diez del sexto, hacían
resonar las cuerdas de sus arcos[115].
En cuanto al rito llamado del «baño nocturno» es una mera repetición del anterior, y
la ceremonia resultó prácticamente idéntica, aunque se contó con otro lector. Creo que
fue Munetoki, gobernador de Ise, que leyó del Tratado clásico sobre la Piedad Filial.
Takachika, en cambio, leyó el capítulo del rey Bun del Libro de las crónicas. Durante
siete días los tres hombres se fueron relevando en la tarea de las lecturas.
Al ver a todas las mujeres, empezando por su majestad, vestidas de blanco
inmaculado, me acordé de esos dibujos preciosos en que las largas cabelleras negras
de las damas, trazadas con tinta china, parecen crecer del papel. Cansada y un tanto
indispuesta por culpa de la inestabilidad del tiempo, apenas salía de mi aposento en las
horas de luz. Prefería descansar dentro y observar cómo las azafatas pasaban de las
estancias del ala este al cuerpo principal de palacio. Las que tenían permiso para vestir
de color llevaban la chaqueta a la china blanca sobre el uchiki de brocado estampado
de colores: aunque causaban una cierta impresión, tomadas en conjunto resultaban no
poco adocenadas por falta de un toque más personal. Las que no podían llevar ropas de
colores, especialmente las de más edad, procuraban rehuir todo lo vulgar y vestían
conjuntos de tres a cinco uchikis, uwagis de seda y chaquetas sencillas. Algunas habían
recurrido al damasco y a la gasa.
A primera vista, sus abanicos no parecían espectaculares, pero todos tenían algún
mérito especial. Damas y azafatas habían decorado sus abanicos respectivos con un
poema de circunstancias, y, aunque cada una de ellas estaba segura de haberse mostrado
original, saltaba a la vista que todas las de una misma edad habían recurrido a idénticos
lugares comunes. En eso, como en todo lo demás, cada una de ellas era un calco de las
otras. Las más jóvenes llevaban ropas bordadas, incluso en los puños de las mangas.
Las largas colas aparecían rematadas con hilo de plata mientras lentejuelas de oro
hacían resaltar las muestras tejidas en los brocados de seda. Era como mirar una
cordillera de montañas nevadas a la luz de una luna clara. Despedían tantos destellos
que se hubiese dicho que las paredes de la estancia estaban cubiertas de espejos.
***
El tercer día los miembros de la casa de su majestad imperial, a las órdenes del
chambelán Tadanobu, llevaron las ofrendas al recién nacido. Tadanobu, que también
ostentaba el cargo de comandante de la guardia de la puerta derecha, sirvió la comida a
su majestad: le puso delante una mesita de madera de áloe y platos de plata, pero no
pude verlos con detalle. Los consejeros Minamoto no Toshikata y Fujiwara no Sanenari
le entregaron ropas de vestir y de cama para el príncipe. Todo —el forro de las cajas,
las envolturas de las prendas, las coberturas y los soportes— era del mismo tejido
blanco y había sido diseñado para hacer juego aunque se había procurado que no
faltaran algunos toques originales. Supongo que fue Takamasa, gobernador de Omi,
quien se encargó de ello. Los nobles estaban sentados formando dos hileras de norte a
sur en la galería occidental del ala este. Los cortesanos de más edad se hallaban en la
galería del sur, instalados de oeste a este. Habían colocado multitud de kichós con
cortinas blancas para que separaran la galería de la estancia central.
La noche del quinto día después del parto tuvo lugar la entrega de los obsequios de
su excelencia al recién nacido. La luna del día quince del mes brillaba en un cielo
limpio de nubes mientras, cerca del estanque, se habían colocado braseros encendidos,
y distribuido por el suelo bandejas con bolitas de arroz. Incluso los criados más zafios,
que recorrían el jardín atendiendo al fuego de los braseros, parecieron tomar
conciencia de la trascendencia de la ocasión. En todas partes había servidores con una
antorcha en las manos para iluminar la escena, y a la sombra de las rocas o bajo los
árboles se entreveían grupos de gente que tomé por guardias de las escoltas de los altos
dignatarios. Todos sonreían, como si estuvieran muy satisfechos de sí mismos, y
parecían estarse diciendo:
—¡Cuánto hemos llegado a rezar en secreto para que naciera este príncipe,
destinado a ser la luz del mundo[116]!
Con mayor motivo, los escuderos y criados del palacio de su excelencia, incluso
los más insignificantes que no habían superado el quinto rango, se afanaban yendo de un
lado a otro como si estuvieran ocupadísimos dando a entender a fuerza de sonrisas y
reverencias qué gran honor había supuesto para ellos poder participar en aquellos
faustos acontecimientos.
Cuando se dio la orden de servir la comida, acudieron ocho damas de honor
vestidas de blanco y con el cabello sujeto con cintas del mismo color llevando las
viandas sobre bandejas de plata. Obedecían a Miya no Naishi, que siempre se había
distinguido por su magnífica presencia, pero aquella noche, con la cabellera sujeta con
albos cordones, parecía más radiante que nunca. Pude verle el perfil parcialmente (el
resto lo cubría su abanico), y merecía ser descrito como perfecto. El mismo peinado
llevaban Minamoto Shikibu, Kozaemon, Kohyoe, Tayu, Omuma, Komuma, Kohyobu y
Kornoku, todas ellas jóvenes y atractivas. Es habitual que las mujeres se sujeten la
melena para servir a la mesa, pero, tratándose de una ocasión tan especial, su
excelencia había elegido aquellas damas a quienes mejor sentaba aquel peinado, y las
que habían sido eliminadas lloraban amargamente en un rincón, aunque sólo
consiguieron hacer el ridículo.
A la derecha de la alcoba imperial se sentaban más de treinta damas, y debo
reconocer que ofrecían un espectáculo espléndido. Las criadas sirvieron el banquete
ceremonial. Delante de los biombos que separaban el baño del resto del espacio, se
colocó otro juego de biombos, encarado al sur, y, enfrente, dos mesas blancas sobre las
que se depositaron los platos. A la luz de la luna pude ver criadas, pinches, peluqueras,
aguaderas, fregonas y sirvientas de todas clases que no había visto jamás. Había otras
mujeres, quizás las que tienen a su cargo las llaves, que, aunque se habían maquillado y
vestido con un gusto más que dudoso, procuraban dárselas de distinguidas con sus
cabezas erizadas de peines. El espacio de la galería entre el acceso al corredor de atrás
y el puente estaba atestado y no se podía dar un paso.
Después de la cena, las mujeres salieron y se sentaron delante de las persianas. A la
luz de las linternas, los brocados, las sedas y los bordados de oro y plata brillaban.
Algunas damas destacaban por su excepcional porte y elegancia. Oshikibu no Omoto,
esposa del gobernador de Michinokuni, arrastraba una cola soberbia y vestía una
chaqueta a la china con un paisaje bordado representando un bosquecillo de pinos
jóvenes sobre el monte Oshio que era una maravilla. Tayu no Myobu llevaba una
chaqueta sin bordar, pero el tejido de su cola destacaba por un estampado de olas
doradas, que, sin ser vistoso en exceso, cautivaba la vista. Ben no Naishi se había
puesto una cola con un estampado sorprendente: una grulla sobre un paisaje dorado.
Como la grulla es un símbolo de longevidad, complementarlo con unas ramas de pino
bordadas fue un toque genial[117]. En cambio, el motivo de hojas plateadas que había
elegido Shosho no Omoto, de dudoso gusto, dio lugar a sonrisas irónicas. Cuando hablo
de Shosho no Omoto, me estoy refiriendo a la hija menor de Sukemitsu, gobernador de
Shinano, que lleva bastantes años al servicio de su majestad imperial.
Su majestad estaba tan hermosa aquella noche, que deseé que todos pudieran
participar de tanta belleza.
—Estoy segura de que nunca has visto nada tan bello —dije, retirando el biombo
que la ocultaba a la vista del monje de guardia.
Al descubrirla cesó de rezar, y, frotándose las manos de gusto, se puso a repetir,
entusiasmado:
—¡Pero qué buena eres! ¡Pero qué buena eres!
Los dignatarios se levantaron y se dirigieron al puente y allí, en compañía de su
excelencia, se pusieron a jugar a los dados. No resulta agradable ver personajes tan
importantes disputándose pedazos de papel[118]… Cuando llegó la hora de los poemas,
todas preparamos uno, por si acaso nos encontrábamos con la copa en la mano. Este fue
el mío:
Que esta copa
que circula ahora de mano en mano
bajo la luna llena,
pueda brillar con luz resplandeciente
y repartir mil años de buena fortuna.
—Si hay que ofrecer la copa al gran consejero de la Quinta Avenida, habrá que
esmerarse no sólo en que el poema sea bueno, sino también en recitarlo lo mejor
posible —comentábamos las mujeres, pero los hombres se hallaban tan ocupados que
finalmente se retiraron sin dirigirse a ninguna de nosotras.
Concluida la ceremonia, se repartieron regalos a los nobles para sus esposas, entre
los que se incluyeron algunos de los recibidos por el recién nacido. Creo que se
obsequió a los cortesanos de cuarto rango con un conjunto de uchikis forrados y unas
calzas, pero los del quinto hubieron de conformarse con el conjunto de uchikis y los del
sexto sólo con las calzas.
La noche del día siguiente la luna fue magnífica, y como el tiempo era inmejorable,
las mujeres más jóvenes se divirtieron a bordo de los botes. Todas iban vestidas de
blanco y sus cabelleras lucían más hermosas que cuando vestían ropas de colores.
Kodayu, Minamoto Shikibu, Miyagi no Jiju, Gosechi no Ben, Ukon, Kohyoe, Koemon,
Muma, Yasurai y la dama de Ise se hallaban sentadas en el borde mismo de la galería
cuando Tsunefusa, consejero de la izquierda, y Norimichi, hijo segundo de su
excelencia, se les acercaron y les propusieron un paseo en bote. Kanetaka, consejero de
la derecha, se hizo cargo de manejar la pértiga. Sin embargo, la mitad de las muchachas
no hicieron caso de la invitación y se metieron en palacio, aunque no perdieron de vista
a las más atrevidas con no poca envidia en los ojos. La luna derramaba sus rayos sobre
la arena blanca del jardín, ahora adornada por la belleza de los albos atuendos de las
azafatas.
Alguien vino a comunicarnos que frente al pabellón de la guardia del norte se
habían congregado numerosos palanquines procedentes del palacio del emperador. Eran
las consortes y concubinas del soberano, entre las que me pareció reconocer (puesto
que no las había visto a todas antes) a Tozami, la más principal de ellas, que es una
Fujiwara perteneciente al tercer rango, Jiju no Myobu, Toshosho no Myobu, Muma no
Myobu, Sakon no Myobu, Chikuzen no Myobu, Sho no Myobu y Omi no Myobu. Las
damas de los botes se apresuraron a desembarcar. Su excelencia salió a recibirlas de
muy buen humor y prodigando bromas. Como es natural, también recibieron regalos con
arreglo a sus rangos respectivos.
La noche del séptimo día llegaron los regalos del emperador. Michimasa, quinto
secretario en funciones de emisario imperial, entregó a la joven madre una caja de
sauce que contenía un largo rollo con la relación de los obsequios. Ella lo tomó y lo
devolvió en seguida. A continuación entraron en procesión los alumnos del
Kangakuin[119] con la lista de los participantes. Su majestad imperial le dio un vistazo y
la pasó a sus servidores. También ellos esperaban regalos. El ceremonial de aquella
noche fue todavía más elaborado y ruidoso que los de las anteriores.
Me permití espiar detrás de las cortinas que protegían a su majestad: debo
reconocer que la que estaba siendo homenajeada como «madre del imperio» no me dio
la impresión de grandiosidad que se hubiese esperado en aquellas circunstancias.
Yacía, doliente, entre almohadones con semblante pálido y consumido, pero debo
reconocer que parecía más frágil, hermosa y joven que nunca. Al menos eso me pareció
a mí. Habían colgado una linterna en el interior de las cortinas que iluminaba todo el
espacio: a su luz, la piel blanquísima de la dama parecía casi traslúcida, y su cabellera
magnífica, atada formando un moño enorme, asombraba por su opulencia. Pero lo que
entonces admiré no cuesta imaginarlo, de modo que no voy a escribir más.
En líneas generales, la ceremonia se pareció mucho a la del día anterior. Los
dignatarios fueron gratificados con obsequios procedentes de los almacenes de palacio:
ropas de mujer y del príncipe recién nacido. Los dos jefes del secretariado, seguidos
por numerosos cortesanos, se acercaron a las persianas a recibirlos. Los obsequios
consistían, como de costumbre, en uchikis, ropa de cama y rollos de seda. Tachibana no
Sarni, que había sido la primera en dar de mamar al niño, recibió, además de los
presentes de rigor, un largo uwagi de seda estampada en un cofre de plata, cubierto, si
no recuerdo mal, con un paño blanco. Parece que también recibió otros obsequios
envueltos, pero no llegué a verlos.
La octava noche regresaron las ropas de colores.
La noche del noveno día, el chambelán supernumerario del príncipe heredero se
encargó de traer sus regalos. Los trajo en dos armarios blancos y arreglados a la última
moda. Había también un cofre de plata repujada que representaba un paisaje marino y
el monte Horai, un tema banal si se quiere, pero primorosamente ejecutado, repleto de
ropas. Su majestad las recibió y las repartió entre sus azafatas.
Por la noche, todo regresó a la normalidad, y las cortinas blancas fueron sustituidas
por otras estampadas imitando los tonos de la madera añeja. Las mujeres se pusieron
uchikis de color granate oscuro, que se entreveían debajo de las chaquetas casi
transparentes. Fue casi una sorpresa verlas de nuevo vestidas de color, y estaban
extraordinariamente elegantes. Fue precisamente aquella noche cuando Koma no Omoto
hizo el ridículo estrepitosamente.
Habían pasado diez días del mes décimo y su majestad se hallaba convaleciendo.
Nosotras la velábamos desde los aposentos que se hallaban al oeste de su alcoba. Su
excelencia se dejaba caer a cualquier hora del día y de la noche. A veces sorprendía a
la nodriza dormida, y la pobre mujer se despertaba, asustada, al advertir que alguien le
estaba tocando los pechos y nos daba pena. El niño era aún muy pequeño pero resultaba
comprensible que su excelencia quisiera levantar en brazos a su nietecito y juguetear
con él. En cierta ocasión, la criatura se dejó ir y su excelencia hubo de quitarse la
casaca y secársela junto a un brasero que había detrás de la cortina.
—¡Mirad! —exclamó, radiante—. ¡Qué gran honor ser mojado por la orina del
príncipe! Nuestras plegarias han sido escuchadas…
Sentía una especial simpatía por el príncipe Nakatsukasa, y me solía hablar de él
sobre ciertos proyectos nupciales, pues sabía que yo contaba con el favor del
interesado[120].
Al acercarse la visita del emperador, su excelencia dio órdenes de que la casa fuera
soberbiamente adornada para recibirle. Se buscaron por todas partes los crisantemos
más raros para trasplantarlos al jardín: los había blancos, que la helada empezaba a
mustiar, tiñéndolos de tonos varios, pero otros eran aún de un amarillo radiante.
Cuando los vi plantados a través de la bruma matinal, estuve a punto de sentirme más
joven. ¿Qué me estaba ocurriendo? Si mis anhelos hubiesen sido algo más mundanos,
habría hallado más gozo en vivir e incluso recuperado parte del entusiasmo de mis años
mozos… Quizás hubiese sido capaz de subsistir en este mundo impermanente entregada
a placeres más o menos frívolos. Y, sin embargo, la visión de aquellas maravillas de
tan buen augurio sólo sirvió para reforzar mi anhelo de una vida de recogimiento. ¡El
mundo me pesaba más que nunca! Intenté olvidar por unos instantes, pero todo fue en
vano…
«¿Por qué sigo de ese modo?», me dije. «Ya es hora de olvidar. De nada sirve
atormentarse. Es una completa equivocación».
Mientras amanecía me puse a contemplar el jugueteo de los patos en el estanque.
Patos flotando en el agua…
¡Parecen tan alegres!
¿Puedo mirarlos con indiferencia,
yo, que en el mundo
ando vagando a merced de las olas?
El día previsto su excelencia hizo llevar los botes a un lugar adecuado para la real
inspección. Las cabezas de dragón y los animales fantásticos que remataban las proas
parecían vivos. Se decía que la comitiva imperial llegaría al rayar el día, de manera
que las damas habían empezado a acicalarse cuando aún era noche oscura. Como estaba
previsto que los nobles se instalaran en el ala occidental, esta parte del palacio no
conocía la animación acostumbrada, pero oí decir que las mujeres que servían a la
segunda hija de su excelencia se superaron vistiendo ropas realmente magníficas.
Koshosho regresó al alba, y nos vestimos y peinamos juntas. Mientras nos
tomábamos nuestro tiempo pensando que esas ceremonias nunca son puntuales y
esperábamos que nos trajeran abanicos nuevos puesto que los nuestros no eran nada del
otro mundo, llegó a nuestros oídos redoble de tambores y tuvimos que darnos prisa de
una manera no muy digna[122]. Mientras la orquesta instalada en las barcas ejecutaba
una música deliciosa, llegó el palanquín de su majestad[123]. Los porteadores, aunque
eran personas honorables, inclinaban la cabeza con enorme humildad a medida que
subían los escalones. Incluso dentro de la alta sociedad hay grados de cortesía, pero
aquellos hombres me parecieron demasiado serviles. De todos modos me pregunté en
qué se diferenciaba realmente su suerte de la mía. Todos los «inferiores» que nos
mezclamos con la aristocracia estamos sujetos a la tiranía de los rangos y debo
reconocer que no resulta agradable. He aquí lo que me dije al verlos.
Reservaron un espacio a la derecha para el emperador[124], y en la parte oriental de
la galería del sur instalaron su trono. Las damas de honor se sentaban detrás de las
persianas que colgaban de norte a sur en el extremo este de la galería. Levantaron un
poco la persiana del pilar del sur y entraron dos azafatas, elegantemente ataviadas y con
los cabellos formando un moño. Parecían salidas de una pintura china. Saemon no
Nashi portaba la espada imperial. Llevaba una chaqueta de color amarillo verdoso, una
cola oscura y un cinturón de seda naranja y blanca ricamente bordado. Su uwagi, de
seda carmesí, cubría un conjunto magnífico de cinco uchikis. Su actitud y la parte del
rostro que el abanico dejaba entrever parecían rebosantes de vitalidad y frescas como
una flor.
Ben no Naishi llevaba la joya imperial en un cofrecito. Sobre un conjunto de
uchikis carmesí vestía un uwagi de color púrpura, y una cola y una chaqueta parecidas
a las de Saemon no Nashi. Tratándose de una mujer pequeñita y atractiva, su reconocida
timidez la hacía parecer un tanto embarazada y nerviosa. Empezando por su abanico,
evidenciaba mejor gusto que su compañera, y la faja era a cuadros verdes y púrpura.
Sus ropas y fajas serpenteaban en torno a ambas como dragones mágicos y nos
preguntábamos si no serían un par de esas danzarinas que, según cuentan, descienden
del cielo.
Los hombres de la guardia imperial, impecablemente vestidos, se ocupaban del
palanquín y eran todo un espectáculo. El capitán Fujiwara no Kanetaka recibió la
espada y la joya y las puso en manos de sus escuderos.
Mirando tras las persianas pude ver aquellas damas que no tienen colores
prohibidos vistiendo las consabidas chaquetas chinas verdes y rojas con sus colas de
seda estampada. Sus uwagis eran mayoritariamente de seda granate estampada, salvo el
de Muma no Chujo, de tono púrpura claro. Sus atuendos hacían pensar en una
combinación de hojas otoñales, y los colores de sus uchikis, muy variados, iban del
azafrán, en todas sus gamas forrado de púrpura, al amarillo forrado de verde. Algunas
damas vestían conjuntos de hasta cinco uchikis debajo del uwagi.
De entre las que tenían ciertos colores prohibidos, las más mayores llevaban
chaquetas de color amarillo verdoso o granate, con puños de damasco. Los magníficos
diseños estampados de sus colas llamaban la atención y las fajas destacaban por sus
ricos bordados. Llevaban conjuntos de tres a cinco uchikis de seda blanca forrada de
rojo oscuro. Las mujeres más jóvenes llevaban chaquetas de puños de diversos colores,
blancos por fuera y con forros de tonalidades variadas —granate, amarillo verdoso,
rosa pálido—, formando exquisitas combinaciones. También observé algunos abanicos
pintados excepcionalmente bellos.
En circunstancias normales siempre destaca alguna dama por su falta de cuidado a
la hora de vestirse, pero en aquella ocasión todas se habían superado a sí mismas. La
única diferencia apreciable se debía a la edad: mientras las cabelleras de las más
mayores empezaban a adelgazarse, las más jóvenes lucían espléndidas trenzas. De
todos modos —y por extraño que pueda parecer— bastaba con dar una ojeada a la
parte de sus rostros que sobresalía de los abanicos para dictaminar si una dama era
auténticamente elegante o no, y las que destacaban en el conjunto eran poquísimas.
Allí estaban las cinco mujeres de palacio que habían sido asignadas al servicio de
la emperatriz: dos en calidad de azafatas, dos de damas de honor y una quinta de
camarera para el servicio de mesa. En cuanto se ordenó servir a su majestad, Chikuzen
y Sakyo, con las cabelleras recogidas en un moño, acudieron por la misma esquina
utilizada por las azafatas. Ni una ni otra estaban realmente a la altura de las
circunstancias. La última llevaba una chaqueta china de seda con puños blancos
forrados de verde pálido y la primera, otra de puños blancos forrados de granate. Las
colas eran las de siempre. Se encargó del servicio de mesa Tachibana no Sami,
perteneciente al tercer rango. No pude verla muy bien —un pilar me la tapaba—, pero
también ella llevaba el cabello formando un moño y vestía lo que parecía una chaqueta
color amarillo verdoso en lugar de un uwagi, sobre un conjunto de uchikis de damasco
chino forrados de verde.
Su excelencia sacó al príncipe y lo presentó a su majestad, que lo tomó en brazos.
Entonces la criatura soltó un gritito que nos pareció delicioso. Saisho trajo la espada, y
llevaron al príncipe por el corredor central a los aposentos de su excelencia en el ala
occidental. En cuanto su majestad se retiró, Saisho volvió a entrar.
—¡Qué exceso de formalidad! —se quejó, con la cara como la grana—. ¡Me
avergüenza ser el centro de todas las miradas!
Tenía unas facciones preciosas y los tonos de su atuendo evidenciaban un buen
gusto realmente superior.
Al caer la noche, la música nos pareció deliciosa. Los nobles rodeaban a su
majestad y se representaron diversas danzas: la de los «Diez mil años», la de la «Gran
Paz» y la del «Palacio Afortunado», entre otras. El concierto concluyó con la
interpretación del conocido Chokeishi. Cuando los botes hubieron dado la vuelta a la
colina del estanque y a medida que se iban alejando, la voz de la flauta, el son de los
tamboriles y el viento entre los pinos parecieron confabularse para producir una
armonía soberbia. El arroyuelo, como de cristal, discurría plácidamente hasta
desembocar en el lago, y allí el agua se rizaba bajo los efectos del viento. Empezaba a
hacer fresco, pero el emperador solamente vestía dos túnicas de seda. Sakyo no Myobu,
siempre tan friolera, expresó su preocupación por la salud del soberano, y todas
intentamos disimular nuestras risas.
—Recuerdo que cuando la emperatriz retirada vivía aún
—dijo Chikuzen no Myobu—, menudeaban las visitas imperiales a esta casa con
cualquier pretexto… ¡Qué tiempos aquéllos!
Y se puso a contarnos sus recuerdos. Temiendo que su comportamiento no era
precisamente el más adecuado a las circunstancias, las otras damas evitaron contestarle
y se refugiaron al otro lado de la cama imperial. Poco faltó para que nuestra sentimental
compañera se nos deshiciese en llanto…
Precisamente cuando la orquesta atacó un pasaje especialmente delicioso en honor
de su majestad, el niño se puso a chillar.
—¡Escuchadle! —dijo celebrándolo el ministro de la derecha Akimitsu—. ¡Intenta
cantar el himno de los «Diez mil años»!
Entonces Kinto, comandante de la guardia de la izquierda, empezó a cantar (y no
faltaron los que le hicieron coro) el himno de los «Diez mil años» y el de los «Mil
otoños».
Su excelencia, que había trasegado lo suyo, exclamó entre sollozos:
—¡Ay! ¿Cómo es posible que anteriores visitas imperiales me hayan parecido tan
maravillosas? No recuerdo ninguna comparable a ésta…
Se trataba de una observación obvia, si se quiere, pero todos se alegraron de que el
hombre supiera apreciar su buena suerte.
Su excelencia se fue al ala oeste. Su majestad el emperador entró en la sala y mandó
al ministro de la derecha Akimitsu que compareciera ante él y tomara nota de la lista de
las promociones. Todos los candidatos pertenecientes a la casa de la emperatriz y de su
excelencia se vieron favorecidos. Tengo entendido que la lista provisional había sido
preparada por el primer secretario Michikata.
Los dignatarios del clan Fujiwara se inclinaron ante su majestad para agradecerle
que hubiese proclamado príncipe de la sangre al recién nacido, pero sólo los
directamente emparentados con el primer ministro[125]. A continuación, el comandante
de la guardia de la derecha y el chambelán de la casa de la emperatriz, que había sido
designado intendente de la del príncipe, acompañados del segundo chambelán y del
chambelán asesor, ambos recién promovidos, dirigieron a todos los demás asistentes en
una danza formal de reconocimiento.
El soberano fue a ver a su majestad la emperatriz, pero pronto resonaron gritos de
que ya era muy tarde y el palanquín estaba a punto de partir, de manera que hubo de
despedirse.
A la mañana siguiente, apenas se hubo levantado la niebla, llegó un mensajero de
palacio. Desgraciadamente me dormí y no pude asistir. Aquel día tocaba el primer
afeitado de la cabeza del príncipe. Parece ser que lo habían pospuesto deliberadamente
a la visita imperial. También tocaba decidir quiénes iban a formar en el futuro la casa
del príncipe: su nuevo mayordomo, su intendente y sus damas de honor. Nada se había
filtrado aún sobre el particular y hubo muchas decepciones.
En los últimos tiempos, la decoración y el mobiliario de los aposentos de su
majestad habían sido excepcionalmente escasos, pero al fin todo cambió y el lugar
recuperó su aspecto espléndido. La esposa de su excelencia, que a lo largo de tantos
años[126] había estado esperando aquel momento, se sentía felicísima, y solía
presentarse al alba a ocuparse de la criatura de un modo que llegó a emocionarme.
Aquella noche brillaba una luna espléndida, y el segundo chambelán Sanenari,
queriendo quizás expresar su especial gratitud a su majestad y al observar que el suelo
del lugar en que había tenido lugar el baño estaba aún mojado y no se oía nada, se
dirigió a la habitación de Miya no Naishi, que estaba en el extremo este del corredor.
—¿Hay alguien aquí? —preguntó.
Pero la dama no se dejó ver.
A continuación, el chambelán de su majestad Tadanobu, que le había seguido, se
acercó a la pieza de en medio y, levantando el pestillo con un dedo, inquirió a su vez:
—¿Hay alguien aquí?
Pero yo me abstuve de contestar. Ambos insistieron tanto que al fin me pareció
infantil seguir ignorándolos, de modo que les hice llegar una respuesta evasiva que no
pareció desconcertarlos.
—Me ignoras a mí, pero dedicas mucha atención al chambelán de su majestad —
dijo Saenari con un deje de sarcasmo—. Supongo que es fácilmente comprensible, pero
me parece sencillamente deplorable. ¿Tanto te importan los rangos?
Y se puso a cantar «Hoy es un día fasto como pocos…» con una voz
sorprendentemente hermosa.
A medida que la noche avanzaba, la luna parecía ganar en esplendor.
—¡Levanta la parte inferior de la celosía! —insistían ambos.
Me pareció de muy mal gusto que dos dignatarios como ellos insistieran en meterse
en los aposentos de los demás, sobre todo teniendo en cuenta el lugar donde se
hallaban. Aunque tal vez el comportamiento frívolo de personas más jóvenes que yo
pudiera perdonarse, achacándolo a su falta de experiencia, no me sentí con ganas de
darles gusto y no abrí la ventana.
)
Las celebraciones del quincuagésimo día tuvieron lugar el uno del mes undécimo.
Su majestad la emperatriz estaba sentada en medio de un círculo de damas vestidas a la
altura de las circunstancias. Parecía una pintura representando un concurso. Se había
instalado su trono al este de la alcoba, dividida para la ocasión por unas cortinas que
discurrían desde las puertas correderas del fondo hasta el pilar de la galería de
enfrente. Sirvieron el ágape ceremonial delante de ella. Su comida, servida en las
habituales bandejas de áloe, fue colocada sobre unos pies al este del trono. La dama
encargada del servicio fue Saisho. Las mujeres que trajeron los platos llevaban las
cabelleras sujetadas con agujas y peines formando un moño. Dainagon se encargó del
príncipe, y se le sirvió en el lado este. Los platos, bandejas, boles, palillos y centro de
mesa decorado del niño parecían una vajilla de muñecas. Las persianas de la galería
oriental estaban algo levantadas para que las damas de servicio —Ben no Naishi,
Nakatsukasa no Myobu y Kochujo— pudieran introducir las viandas. No pude verlo
muy bien porque estaba sentada detrás de su majestad.
Aquella noche se permitió a la nodriza Sho que vistiera los colores prohibidos.
¡Parecía tan joven! Tomó el niño en brazos y lo acercó a la parte de la habitación donde
se hallaba la alcoba protegida por las cortinas. La esposa de su excelencia lo tomó en
brazos y se dirigió a la zona principal. La dama impresionaba a la luz de las antorchas.
También me deslumbró cómo iba vestida, con su chaqueta china de color encarnado y
una cola suntuosa estampada en oro y plata. Llevaba un conjunto de cinco uchikis de
tonos púrpura claro y, encima, un uwagi granate oscuro. El ministro ofreció los
pastelillos de arroz rituales[128] a su nieto.
Los nobles se sentaban según costumbre en la galería occidental del ala este.
También se hallaban presentes los otros dos ministros, Akimitsu y Kinsue. Luego se
trasladaron al puente con gran estrépito, pues casi todos estaban borrachos. El servicio
trajo cajas y cestas de provisiones y las colocó a lo largo de las balaustradas. Como la
luz de las antorchas resultaba insuficiente, el capitán del cuarto rango Masamichi y
algunos más recibieron órdenes de sostener las teas de manera que todos pudieran ver.
Había que llevar aquellos alimentos a palacio aquella misma noche, porque el día
siguiente era de rigurosa abstinencia.
Tadanobu, chambelán de la casa de su majestad la emperatriz, se acercó a las
persianas.
—Que los nobles avancen —dijo, y todos obedecieron.
Su excelencia abría el desfile, y los cortesanos fueron ocupando sus asientos con
arreglo a su rango empezando por el extremo de la derecha de los peldaños principales
hasta la puerta lateral. Las damas de honor, que estaban sentadas en dos o tres hileras
frente a los hombres, levantaron sus persianas. Akimitsu, ministro de la derecha, se
acercó al lugar que ocupaban las damas Dainagon, Saisho, Koshosho y Miya no Naishi,
y corrió las cortinas. ¡Qué vergüenza! ¡Y a su edad!
—No está ya para esas cosas… —comentamos nosotras, pero no nos hizo el menor
caso. Tomándonos «prestados» algunos abanicos, empezó a hacer bromas de muy
dudoso gusto. El chambelán Tadanobu llevó un gran copa de sake a los nobles y, aunque
se trataba de una formalidad más, interpretó «Los montes de Mino» con mucho acierto.
Apoyado en un pilar, el general de la derecha Sanesuke empezó a «pasar revista» a
nuestras mangas y forros. Fue muy extraño… Convencidas de que estaba completamente
bebido, nos pusimos a burlarnos de él, y algunas, pensando que luego no las
reconocería, incluso a flirtear. Sorprendentemente, el hombre dio unas muestras de
ingenio que nadie esperaba, y puedo asegurar que vale mucho más que otros que pasan
por auténticos «espíritus selectos». Cuando le llegó el turno de tomar la copa para el
brindis general, no tuvo miedo de ella, la apuró y fue capaz de pasarla al siguiente
entonando un canto de felicitación tradicional.
El comandante de la guardia de la izquierda Kinto asomó la cabeza.
—¡Excusadme! —dijo—. Supongo que Murasaki está en alguna parte…
Escuché sus palabras pensando para mis adentros: «¿Cómo pretende que Murasaki
esté en un lugar donde no hay nadie digno de aparecer en el Genji?».
Su excelencia gritó:
—¡Chambelán asistente Sanenari, acepta esta copa!
El increpado se levantó y, hallándose presente su padre Kinsue, ministro del centro,
subió los peldaños que separaban el jardín de la sala para recibir el sake. Al verle, su
padre se puso a llorar de emoción.
El consejero medio Takaie, que se apoyaba en el pilar de una esquina, se puso a
tirar de la manga de Hyobu no Omoto cantando cancioncillas obscenas, pero su
excelencia no intervino.
Temiendo que la fiesta estuviera a punto de degenerar en una borrachera general, en
cuanto se acabaron las ceremonias decidí retirarme en compañía de Saisho. Estábamos
a punto de hacerlo cuando los dos hijos de su excelencia, Yorimichi y Norimichi, el
consejero de la derecha Kanetaka y algunos cortesanos más empezaron a armar jaleo en
la galería oriental. Nos ocultamos detrás de las cortinas, pero su excelencia las corrió y
fuimos sorprendidas.
—¡Componedme un poema para el príncipe —gritó—, y luego os dejaré marchar!
Molesta y asustada, improvisé:
—En el quincuagésimo día
después de su nacimiento,
¿cómo se pretende que contemos los años sin cuento
que durará el reinado de nuestro príncipe?
—¡Magnífico! —dijo él, y se lo repitió dos veces en voz baja, antes de improvisar
a su vez:
—Si yo pudiera vivir
tantos años como la grulla,
tal vez entonces podría contar
cuántos miles de años durará su reinado eterno…
(Preparando el regreso)
Se acercaba el día en que la emperatriz tenía que regresar a palacio y, mientras las
mujeres se entregaban a un sinfín de actividades estrechamente ligadas con el
ceremonial, ella se puso a encuadernar sus libros, de manera que, desde primeras horas
de la mañana, hube de estar a su lado ayudándola a elegir papeles de colores,
escribiendo cartas y enviándolas juntamente con los libros y novelas que debían
copiarse. También encuadernábamos las copias hechas, a medida que iban llegando.
—¿Qué diablos estáis haciendo con este tiempo tan frío? —preguntó su excelencia
—. ¡Se supone que aún deberías estar convaleciente!
A pesar de todo no paraba de regalar a su hija papel exquisito y finos pinceles.
Incluso le regaló una piedra de tinta. Cuando las damas constataron que ella me la había
dado a mí, pusieron el grito en el cielo murmurando que yo me la había ganado con
malas artes. Pero su majestad no les hizo caso y añadió a su obsequio excelente papel
de colores y algunos pinceles.
Yo había traído conmigo mis manuscritos[128] y los guardaba en mi aposento. En
cierta ocasión —yo estaba con mi señora—, su excelencia entró en mi dormitorio, los
encontró y los llevó a su segunda hija y primera dama de honor. Como no tenía ya
ninguna copia satisfactoria en mi poder, temí que los papeles que me habían «robado»
perjudicarían mi reputación.
Mientras tanto, el niño empezaba a proferir los primeros balbuceos, y parecía
natural que su padre el emperador estuviera impaciente por tenerlo en palacio.
Al ver que cada día había más aves acuáticas en el estanque, me dije que sería
magnífico que nevara antes de nuestro regreso, porque el jardín estaría precioso. Y he
aquí que, mientras yo estaba fuera dos días visitando a mi familia, cayó la nevada que
tanto había aguardado. A la vista de los bosquecitos de mi casa natal, que no son nada
del otro mundo, mi ánimo se sintió deprimido y confuso. Me acordé de aquellos años
melancólicos anteriores a mi marcha a la corte durante los cuales solía contemplar
aquellos tristes arbolillos, cuando ni los tonos de las flores, ni el canto de los pájaros,
los cielos de primavera y otoño, las sombras de la luna o la nieve ni la escarcha
significaban nada para mí, y el tiempo iba pasando sin aclararme qué me reservaba el
futuro. Entonces trataba de conjurar la tristeza escribiendo a aquellos que suponía tan
solitarios y aburridos como yo, sin excluir a personas con las que tenía muy leves
vínculos y casi ninguna amistad, pero aquellas naderías me servían de consuelo.
Aunque nunca me consideré una persona importante[129], pasé la vida sin sentir
menosprecio alguno hacia mí misma hasta que fui a la corte… Pero desde que me
integré en ella, ¡cuántos sinsabores y amarguras hube de apurar!
Intenté reemprender mi novela, pero ya no me parecía tan buena como antes y me
sentí defraudada. Aquellos con quienes solía debatir por correspondencia asuntos de
interés recíproco, me decía, deben considerarme ahora una persona vana y frívola, pero
luego, avergonzada de mis propios temores, descubrí que me costaba continuar
escribiéndoles. Aquellas personas a quienes me había dirigido antes como más dignas
de consideración me veían ahora como una dama de honor más que trataría sus cartas
sin el menor respeto. Era obvio que serían incapaces de percibir la sinceridad de mis
sentimientos… Con todo, hice un esfuerzo y continué escribiéndoles cartas cuando
podía, aunque muchos de ellos dejaron de contestar. Otros pusieron fin a sus visitas,
como si dieran por supuesto que carecía de domicilio fijo[130]. Un cúmulo de
circunstancias nuevas, incluso las más triviales, se confabularon para hacerme notar
que había ingresado en un mundo completamente distinto. El hecho de estar de nuevo en
mi casa sólo servía para hacerme sentir aún más desamparada.
Hube de reconocer que sólo me quedaban como interlocutores mis conocidos de la
corte, y que bastaba que cualquiera de ellos supiera testimoniarme la menor muestra de
simpatía, dirigirme una palabra amable o la expresión justa que yo estaba esperando
para que recuperara la confianza en mí misma. ¡Tan desarraigada me sentía! Echaba
mucho de menos a mi compañera Dainagon, con la que solía conversar mientras
yacíamos en lechos cercanos junto a la alcoba de su majestad. ¿Había acabado por
sucumbir a las «delicias» de la vida cortesana?
Le envié este poema:
No puedo olvidar aquellas noches
que pasamos como dos patos silvestres
flotando en un sueño inquieto…
Las plumas húmedas y frías,
las lágrimas más frías aún…
Y ella contestó:
Despertarse
en lo más oscuro de la noche
y no hallar a la amiga
para limpiar la escarcha de las lágrimas…
¡Cuánto la echo de menos!
(El regreso)
Su majestad debía volver al palacio del emperador el día diecisiete. Nos habían
ordenado estar a punto a la hora del Perro[132], pero pasó la noche entera sin que nos
pusiéramos en marcha. Eramos unas treinta damas: con el cabello perfectamente
peinado, estábamos sentadas, esperando. No era fácil reconocerse en plena noche.
Aguardábamos en la galería del sur, y una puerta lateral nos separaba de las diez o más
damas de la casa imperial que ocupaban el aposento que daba a la galería este.
Su majestad compartía el palanquín con su portavoz Miya no Senji. Detrás de ellas,
en un carruaje muy ornamentado, iban la esposa de su excelencia y la nodriza Sho,
llevando el niño. Las damas Dainagon y Saisho iban detrás en un coche con adornos
dorados, y las seguían Koshosho y Miya no Naishi. Yo viajaba detrás de ellas,
compartiendo carruaje con Muma no Chujo, consorte del teniente general encargado de
los establos reales, pero mi compañera parecía sentirse molesta por mi presencia. ¿Por
qué se mostraba siempre tan altiva y distante?, me preguntaba, y su actitud mezquina me
ofendía. Seguían las damas Jiju y Ben no Naishi, Saemon y Shikibu en sus palanquines
respectivos. A partir de aquí ya no había un orden «oficial» y cada cual iba a donde
quería y con quien quería.
Cuando llegamos, el resplandor de la luna era tan intenso que tenía ganas de
esconderme. Dejé que me guiara la esposa del teniente general, y cuando vi que
tampoco ella sabía adónde se dirigía, pensé que formábamos una pareja absolutamente
ridícula.
Al fin entré en mi aposento (el tercero contando por el final de una de las galerías
exteriores), y me eché en la cama para dormir. Koshosho entró al poco rato y ambas
estuvimos quejándonos de lo triste que resultaba nuestro sino. Nos quitamos las ropas
de encima, que el frío había acartonado, y nos pusimos túnicas acolchadas. Mientras
empezaba a añadir carbón al brasero, lamentándome de lo duro que resultaba sentirse
congelada hasta el tuétano, se presentaron el chambelán asesor Sanenari, el consejero
de la izquierda Tsunefusa y el capitán medio Kinobu. No puedo decir que su visita nos
hiciera saltar de contento. Esperaba que aquella noche nos dejarían tranquilas, pero
debió de correr la noticia de nuestra llegada.
—Volveremos mañana temprano. Esta noche hace muchísimo frío. ¡Estamos
helados! —dijeron atropelladamente, y se dirigieron al pabellón de la guardia.
Mientras los miraba partir, me preguntaba qué clase de mujeres los estarían esperando
en sus hogares. No es que pretenda compararme con ellas, pero pensaba en Koshosho,
elegante y atractiva como pocas, a la cual le había salido todo tan mal en la vida. Desde
que su padre se retiró, el destino parece haberse ensañado con ella.
A la mañana siguiente, su majestad examinó los regalos que había recibido la noche
anterior. Los accesorios de sus cajas de peines eran tan maravillosos que nunca me
hubiese hartado de mirarlos. Había, también, un par de cajas más, y en el cajón superior
de una de ellas unos libritos de papel blanco estampado, que no eran sino las tres
antologías poéticas conocidas como Kokinshu, Gosenshu y Suishu, cada una de ellas
en cinco volúmenes. El chambelán y consejero medio Yukinari y el clérigo Enkan
habían hecho las copias. Las cubiertas eran de seda y los cordones del mismo material
al gusto de China. En el cajón inferior había otras colecciones de poesía de autores
antiguos y modernos como Yoshinobu y Motosuke. Los libros copiados por Yukinari y
Enkan eran algo extraordinario y según la última moda, porque estaban destinados a que
su majestad los tuviera siempre a mano.
(El festival)
—Si vais a darle este regalo —dijo su majestad—, debéis hacerlo más atractivo.
Añadid más abanicos o cualquier otra cosa.
—No —contestamos nosotras—. Tampoco queremos que resulte demasiado
ostentoso. Si viniera de su majestad, perdería el efecto alusivo. Se trata de una broma
casera.
Elegimos una dama que ella no conocía para el papel de mensajera, y se dirigió al
lugar donde se encontraba, anunciando en alta voz:
—Una carta de parte de Chunagon. La envía su majestad a Sakyo no Muma.
En cuanto hubo dejado el obsequio, se dio la vuelta y regresó corriendo para no
tener que dar explicaciones. Nos contó que oyó decir a alguien:
—¿Por dónde ha entrado?
De todos modos, parece que la burlada quedó convencida de que era un regalo de
su majestad la emperatriz.
Concluido el festival, pasaron unos cuantos días sin que se produjeran acontecimientos
dignos de mención. El palacio se volvió un lugar aburrido, al que sólo los ensayos para
la celebración de la noche del día veinticuatro aportaban un poco de animación. Los
nobles jóvenes no sabían qué hacer y vagaban de un lado a otro como perdidos.
Cuando la emperatriz hubo regresado al palacio imperial, se permitió que los hijos
que su excelencia había tenido con Takamatsu[136] visitaran los aposentos de las
mujeres. Resultaba muy molesto verlos entrar y salir continuamente, y yo me mantuve al
margen pretextando que había dejado atrás la juventud. Parece que no se interesaron en
absoluto por las danzas Gosechi, y pasaban el día agarrados a las faldas de Yasurai,
Kohyoe y otras damas de honor, jugando y piando como pajaritos.
Fue elegido representante imperial para el festival del Kamo el hijo segundo de su
excelencia, vicegeneral Norimichi. Siendo día de abstinencia en palacio, su excelencia
llegó la noche anterior y se quedó a dormir. Los nobles y los jóvenes que habían de
intervenir en las danzas también se hallaban allí, de manera que los corredores que
rodeaban los aposentos de las mujeres se llenaron de una animada concurrencia que
sólo pensaba en divertirse. A la mañana siguiente se presentaron unos cuantos
servidores del ministro del centro Kinsue con un regalo que entregaron a un escudero
de su excelencia: una caja de libros de plata colocada encima de la que nosotras
habíamos enviado a la pobre Sakyo. En su interior había un espejo, unos cuantos peines
de áloe, uno de plata, y, en general, cuanto hacía falta para que el representante imperial
se arreglara el cabello. Sobre la tapa de la caja había un poema trazado sobre un fondo
de cañas pintadas que parecía una respuesta al nuestro del «peinado», pero faltaban dos
caracteres y el resultado era muy extraño. Luego nos enteramos de que el ministro había
hecho este regalo tan formal convencido de que el destinado a Sakyo procedía de la
emperatriz en persona. ¡Lo que sólo había sido un juego para nosotras se interpretó
como algo muy serio en las alturas!
La esposa de su excelencia acudió también a palacio para ver partir al
representante imperial. Al verlo tan crecido e impresionante con el cabello adornado
de flores de glicinia, su vieja nodriza Kura no Myobu dejó de mirar a los que bailaban
y sólo tenía ojos para él, llorando como una fuente. Como no había concluido el
período de abstinencia, en cuanto regresaron todos del santuario sobre la hora del
Buey[137] de la mañana siguiente, las danzas se ejecutaron como una mera formalidad.
Kanetoki, que, hasta el año pasado, se había distinguido por su brío, danzó
mediocremente; aunque no tenga nada en común con él, me dio lástima y comparé su
suerte con la mía.
Regresé a palacio el veintinueve del duodécimo mes. Al recordar que había entrado en
él por vez primera en la misma fecha, me puse a evocar mi vida anterior como un
viajero que deambula por caminos de ensueño, y me odié por haberme familiarizado
tanto con la vida de la corte. La noche estaba muy avanzada, y como su majestad se
había retirado para sus abstinencias, no fui a saludarla y me encerré sola en mi estancia.
Sin proponérmelo empecé a escuchar las conversaciones de las damas que estaban de
cháchara en la habitación contigua.
—¡Qué distinta es la vida en palacio! —comentaban—. ¡En nuestras casas todas
estaríamos durmiendo, pero aquí el ruido incesante de pasos no te deja pegar ojo!
Yo me dije:
Como el año
también mis días tocan a su fin.
Resuena fríamente
la voz del viento nocturno.
***
(Retratos de damas)
Dainagon es menuda, casi demasiado, pálida y, en conjunto, encantadora, aunque tal vez
un poco demasiado llena. Lleva la cabellera algo más larga que su estatura, pero su
mata de pelo es tan exuberante y se la cuida tanto, que casi ninguna la supera en
elegancia. Tiene un rostro inteligente y se mueve con mucha gracia.
Senji, la altivez personificada, también es pequeña, pero está muy delgada. También
lleva los cabellos largos, casi dos palmos más de lo habitual, pero siempre tan en su
sitio que casi nos avergüenza. Se mueve con tanta dignidad que, cuando la vemos pasar,
nos sentimos incómodas bajo su sombra. De todos modos, al oírla razonar o,
simplemente, hablar, todas estamos de acuerdo en que no se puede pedir más de una
auténtica aristócrata.
(Lo cierto es que, si sigo describiendo a mis compañeras, me llamarán vieja
criticona, de modo que pasaré por alto las que me resultan más cercanas, y todas las
que me parecen cuestionables o imperfectas).
Saisho, hija de Kitano del tercer rango, tiene una figura llena y compacta y un rostro
inteligente que mejora con el trato. Destaca por su aire refinado y luce una sonrisa
deliciosa en las comisuras de los labios. Aunque en un primer momento pueda parecer
excesivamente vistosa, lo cierto es que es gentil y amable, lo cual no significa que sea
perfecta.
Koshosho es tan distinguida y graciosa que recuerda un sauce llorón en primavera.
Tiene una figura encantadora y maneras impecables, pero peca de un natural
desconfiado y dubitativo, hasta el extremo de que es incapaz de tomar una decisión
incluso en los asuntos más triviales. A veces resulta tan ingenua que hace llorar. Si
alguien poco escrupuloso intenta aprovecharse de ella o se pone a divulgar rumores, se
lo toma muy a pecho. Es tan vulnerable y fácil de herir que se diría que está al borde de
la muerte. Lo cierto es que me preocupa.
También Miya no Naishi es muy atractiva. Tiene una estatura perfecta y cuando está
sentada, resulta imponente y elegantísima. Aunque no es una mujer cuyo atractivo deba
atribuirse a una sola de sus cualidades, su piel tiene una frescura que le confiere una
distinción enorme, y el contraste de su tez blanquísima con sus cabellos negros la
colocan en una categoría aparte. La forma de su cabeza, su cabellera, su frente… todo
en ella nos admira por su perfección y, al mismo tiempo, el conjunto rebosa candor y
espontaneidad. Se mueve con mucha naturalidad, es amable con todos y jamás molesta a
nadie. Merecería ser tomada como modelo y ojalá todas nos pareciésemos a ella.
Shikibu no Omoto, su hermana menor, está demasiado llena. Además tiene una tez
muy pálida, aunque debe reconocerse que sus facciones son muy delicadas. Su
cabellera tiene unos reflejos soberbios, pero no es muy larga porque acude a la corte
con peluca. En líneas generales, sin embargo, recuerdo su figura regordeta como algo
delicioso. Tiene, además, unos ojos muy bonitos, y, cuando sonríe, resulta francamente
seductora.
Entre las damas más jóvenes, Kodayu y Gen Shikibu tienen fama de atractivas.
Kodayu es bajita y muy refinada. Tiene un pelo precioso, y, en tiempos, fue todavía más
espeso y largo de lo que es ahora. Su rostro posee carácter y deja huella en quienes la
miran. Gen Shikibu es esbelta y elegante, con una talla ideal. Tiene unas facciones muy
bellas y cuanto más la miras, más te impresiona. Su encanto y frescura son las que uno
espera de «una muchacha de buena familia».
Kohyoe y Shoni también son bonitas.
Todas esas damas de honor han despertado más de una vez el interés de algún
cortesano. Si alguna resbala, resulta muy difícil enmascarar el desliz, pero, sea como
fuere, debe reconocerse que han sabido tomar las precauciones necesarias para que sus
asuntillos no salieran a la luz pública.
La belleza de Miyagi no Jiju destacaba por su delicadeza. Era de una constitución
muy grácil, como si estuviera destinada a ser siempre una niña, pero se dejó vencer por
la edad y se hizo monja. Luego desapareció. Tenía los cabellos tan largos que le
arrastraban por el suelo, pero se los cortó cuando se despidió de palacio. No la he
olvidado. Tenía unas facciones preciosas.
Hay una mujer llamada Gosechi no Ben, que, según dicen, fue educada como hija
adoptiva por el consejero medio Taira Korenaka. Tiene la clase de carita que aparece
en las pinturas: frente amplia, ojos estrechos y facciones impersonales. Además, está
muy pálida y sus brazos y manos son una maravilla, pero su melena, que era dos palmos
más larga que ella misma y excepcionalmente gruesa, se ha adelgazado
considerablemente como si lo hubiera hecho a propósito. ¡Cuesta de creer! De todos
modos, sigue cayendo bien hasta rozar al suelo e incluso un poco más.
La mujer a la que llaman Roma tenía también una cabellera larguísima. En tiempos
fue una dama de honor maravillosa, pero ahora parece el puente de un koto pegado con
cola y se pasa el día encerrada en sus aposentos.
Hasta ahora he descrito su aspecto exterior, pero entrar en detalles sobre sus
caracteres ya es harina de otro costal. Todas tienen sus cosidas, aunque no puede
decirse que ninguna de ellas sea realmente malvada. No se pueden tener todas las
gracias a la vez, y, además, ser atractiva, modosa, inteligente, elegante y de fiar. Todas
somos distintas, y no es fácil determinar cuál debe llevarse las mayores alabanzas. Pero
mejor dejar las cosas aquí.
(Las cartas de Dama Chujo)
Oí hablar de cierta dama llamada Chujo[138] que se hallaba al servicio de la gran vestal
del Kamo. En cierta ocasión, alguien me mostró unas cartas que había intercambiado
con otra persona. La autora se mostraba en ellas terriblemente afectada y parecía
convencida de que no había nadie en este mundo tan inteligente y perspicaz como ella.
Todas las demás éramos zafias e insensibles. En cuanto las hube leído, me costó
contenerme y mi corazón rebosó de furia. Aunque quizás era únicamente un modo de
expresarse, decía cosas como: «A la hora de juzgar en materia de poesía, ¿quién puede
rivalizar con nuestra gran vestal? ¡Hoy sólo ella sería capaz de reconocer un talento
prometedor!». Tal vez tenga algo de razón, pero si dispone de un círculo de amistades
tan excepcional, ¿por qué producen tan pocos poemas de mérito? Cierto que parece
gente muy elegante y sofisticada, pero, puestos a comparar, dudo mucho que sean
mejores que las mujeres que tengo a mi alrededor.
Por otra parte, viven muy encerradas en sí mismas. Siempre que las he visitado,
porque es un lugar famoso por sus noches de luna, sus delicadas auroras, sus cerezos en
flor y el canto de los zorzales, la gran sacerdotisa me ha parecido una mujer muy
sensible. El lugar resulta tan recoleto como misterioso, y las que lo habitan cuentan con
muy pocas distracciones. Jamás se ven perturbadas por momentos de tumulto como
cuando su majestad visita al emperador o su excelencia decide venir a pasar la noche
aquí. Bien mirado, el lugar en que se desenvuelven debe fomentar por fuerza la calidad
de su poesía. Rodeadas de una elegancia tan perfecta, ¿cómo podrían componer poemas
que no fuesen excelentes?
Si un pobre fósil como yo me pusiera al servicio de la sacerdotisa, conociera allí a
un hombre y empezara a intercambiar poemas con él, estoy segura de que me relajaría,
absorbiendo automáticamente mucho de la belleza del lugar, con la seguridad, además,
de que nadie me dirigiría reproches por superficial. Y si alguna de mis jóvenes
compañeras de palacio, sin nada de que avergonzarse en cuanto a belleza y años, se
pusiera a servir en el santuario y decidiera entablar una conversación poética con otra
persona, estoy convencida de que lo haría mejor que las que ya están allí.
En cambio, aquí, en palacio, no hay otras consortes o emperatrices que intenten
rivalizar con su majestad, ni damas de honor o azafatas capaces de desafiarnos, de
manera que todos, hombres y mujeres, somos demasiado conformistas por falta de
auténticos acicates que nos obliguen a superarnos. Su majestad frunce el ceño ante
cualquier conducta mínimamente frívola como si fuese el colmo de la vulgaridad, y, en
consecuencia, ninguna dama que pretenda hacer carrera se permite nada que pueda ser
interpretado como mera coquetería. Con ello no pretendo ignorar que hay mujeres entre
nosotras de talante muy distinto, a las que poco les importa que las tengan por ligeras
de cascos y descaradas, ni ganarse una reputación detestable. Los hombres establecen
relaciones con este tipo de damas puesto que son presa fácil, mientras se burlan de
nosotras y nos tildan de tímidas y poco sociables. Por otra parte, las damas de los
rangos superiores suelen ser excesivamente altivas y soberbias, y ello no redunda
precisamente en honor de su majestad la emperatriz.
Quizás parezca que tengo ganas de criticar a estas últimas, pero no existe nadie que
sea del todo despreciable o absolutamente perfecto. Las que son buenas en algo, son
malas en otra cosa, y cada virtud aparece contrapesada por un defecto. De todos modos,
en un mundo donde las jóvenes tratan de pasar por graves y dignas, quedaría muy fuera
de lugar que las que las superan en edad se entregaran a conductas de dudoso gusto. Sea
como fuere, preferiría que no se mostraran tan poco sociables.
Sabéis que su majestad, tan refinada y perspicaz, es de un natural tan reservado que
jamás osa hacer observaciones, y, si hiciera alguna, no por ello estaría menos
convencida de que son muy pocas las personas realmente imprudentes y
desvergonzadas. Pero hay que reconocer que, a veces, sus actuaciones un tanto
ambiguas han sido peores que el mal. En cierta ocasión, siendo mucho más joven, oyó
que una azafata muy descuidada y pagada de sí misma hacía unos comentarios muy
desafortunados sobre un acontecimiento importante. Estaban tan fuera de lugar que la
afectaron profundamente. De manera que ahora piensa que las personas capaces de
comportarse sin caer en deslices graves merecen ya todos los respetos. Ello explica las
maneras pueriles de las jovencitas «de buena familia» de que se ha ido rodeando a lo
largo de los últimos años y cómo han ido creándose los hábitos que ahora dominan en
su corte.
Su majestad ha madurado mucho en los últimos tiempos[139] y empieza ya a entender
cómo funciona el mundo, es decir, que las personas tienen sus virtudes y sus defectos y
que a veces cometen excesos o errores. También se ha dado cuenta de que los
cortesanos con experiencia se quejan por lo bajo de que en sus aposentos todo resulta
banal y poco interesante, pero lo cierto es que no se puede complacer a todo el mundo a
la vez. Si deja que nos relajemos y tropezamos, puede ocurrir lo peor. Por ello, por más
que ahora desearía que fuéramos menos timoratas y reservadas, resulta muy difícil
cambiar hábitos largamente establecidos. Más aún: cuando los cortesanos jóvenes están
entre nosotras, hacen por adaptarse al estilo de la casa y se muestran taciturnos y
aburridos.
En cambio, si estuvieran en la residencia de la gran vestal, se sentirían estimulados
a escribir poemas alabando la belleza de la luna y de los árboles floridos. Pero aquí, en
este lugar carente de todo encanto pero siempre lleno de gente que entra y sale, la
elegancia brilla por su ausencia y resulta casi imposible dar con un mujer capaz de
mantener una conversación que suene mínimamente interesante o de componer una
respuesta aceptable a un poema. Eso es lo que, sin duda, se comenta a nuestras
espaldas, aunque nadie ha osado hasta ahora decirlo delante de mí. Cuando se presenta
un visitante, y, aun respondiéndole una trivialidad, el hombre se molesta, se produce
una situación desagradable. Conviene, pues, no bajar nunca la guardia. ¡Y qué pocas
tienen el tacto suficiente para evitar esa clase de malentendidos! ¿Por qué ha de resultar
siempre preferible batirse en retirada ante los comentarios picantes de los demás
cuando hay tanta gente aficionada a meter la nariz en los asuntos ajenos? El problema
radica, en última instancia, en saber distinguir y adaptarse a las circunstancias para no
molestar a nadie.
Cuando el chambelán de la casa de su majestad Tadanobu llega con un mensaje para
la emperatriz, las principales damas de honor se sienten tan desamparadas que son
incapaces de salir a su encuentro a recibirle y, si lo hacen, jamás las oiréis decir nada
mínimamente sensato. Y no es porque les falten palabras o inteligencia, sino que se
sienten tan embarazadas y nerviosas que temen decir alguna estupidez, de modo que
prefieren callar y hacerse invisibles. ¡En ninguna corte que yo conozca las mujeres se
comportan así! Cierto que, una vez se ha ingresado en un círculo especial, incluso las
damas de mejor cuna procuran adaptarse a él, pero nuestras mujeres siguen actuando
como niñitas en casa de sus papás. Como su excelencia ha dejado claro que no le gusta
ser recibido por personal subalterno, con frecuencia debe irse sin ser recibido por
nadie, pues la dama «adecuada» se encuentra de visita con su familia y las que podrían
sustituirla prefieren quedarse en sus aposentos. Otros dignatarios que frecuentan los
aposentos de su majestad suelen tener sus propias interlocutoras y se retiran no poco
decepcionados si da la casualidad que la elegida está ausente. A la vista de todo ello,
¿cómo puede sorprendernos que se estén quejando siempre de que los aposentos de la
emperatriz parezcan un cementerio?
Por ello, pienso, las damas que rodean a la gran vestal nos miran con desprecio y
burla. De todos modos, aunque debe reconocerse que llevan su parte de razón, no
encuentro aceptable que las mujeres del círculo de la sacerdotisa se harten de repetir
que no merecemos ser visitadas ni escuchadas. Es más fácil criticar que realizar el
ideal propio. Esas damas cargadas de soberbia ignoran que al tratar a las demás con
tanto desdén, sólo consiguen poner de manifiesto sus propias limitaciones. ¡Cuánto me
gustaría mostrar las cartas de Chujo a su majestad, pero me las quitó la misma persona
que me las había enseñado, pues, según parece, también las había sustraído a alguien!
¡Qué no daría por recuperarlas!
(Otras damas)
Aquella a la que llaman Izumi Shikibu[140] escribe unas cartas espléndidas, pero su
conducta deja mucho que desear. Hay en su carácter aspectos francamente negativos,
aunque debe reconocérsele auténtico genio a la hora de escribir cartas llenas de
espontaneidad, y la observación más banal brilla como un astro gracias a su pluma
inimitable. Sus poemas son auténticamente deliciosos. Aunque su conocimiento de
nuestro canon poético y su criterio a la hora de juzgar poesía ajena distan mucho de ser
perfectos, es capaz de improvisar cuantos poemas le vengan en gana y siempre consigue
poner en ellos alguna frase rutilante. En cambio (lo hemos dicho ya), a la hora de juzgar
los poemas ajenos, pocas veces acierta plenamente. Es de la clase de personas
excepcionalmente dotadas para la improvisación, pero sus limitaciones me impiden
colocarla entre los poetas de primerísima categoría[141].
Su majestad y su excelencia llaman Masa Hira a la esposa del gobernador de Tanba.
Tal vez no sea un genio, pero tiene muy buen gusto y no se siente obligada a componer
un poema sobre todo lo que ve u oye por el mero hecho de que es poeta. A juzgar por lo
leído, su obra es muy competente, incluso en los poemas de ocasión. En cambio, las que
tienen tan alta opinión de sí mismas que, al ver caer un sombrero, se ponen a escribir
versos cojos que apenas se tienen en pie o producen las composiciones más
pretenciosas que imaginarse pueda, resultan sencillamente patéticas.
Sei Shonagon[142], sin ir más lejos, estaba cargada de pretensiones. Se consideraba
un auténtico talento y llenaba sus escritos de caracteres chinos, pero, si se examinan con
detalle, lo cierto es que dejan mucho que desear. Las que se creen superiores al resto de
la humanidad como ella sufren mucho y suelen acabar mal, y las que se han vuelto tan
«preciosas» que se salen del camino para dar rienda suelta a su sensibilidad en las
situaciones menos prometedoras, tratando de sacar jugo poético de cualquier bobada,
son ridículas y superficiales. ¿Cómo pueden esperar que les sonría un futuro brillante?
(Hablemos de mí…)
Cuando toco el koto para mi propio solaz, bastante mal, por cierto, con la brisa fresca
del anochecer, me preocupa que alguien pueda oírme y piense que no hago más que
«sumarme a la tristeza general»[143]. ¡Ay de mí! De modo que ahora mis dos
instrumentos, el de trece cuerdas y el de seis[144], permanecen en un cuartucho
miserable y negro de hollín, pero siempre con las cuerdas a punto. Debido a mi
negligencia —olvidé, por ejemplo, hacer retirar los puentes en los días lluviosos—,
han acumulado polvo y reposan entre el armario y un pilar.
Hay, también, dos armarios grandes llenos hasta los topes. Uno de ellos contiene
viejos poemas y cuentos, convertidos hoy en refugio de incontables insectos que se
mueven de un lado a otro de un modo tan desagradable que nadie se molesta ya en
mirarlos; el otro rebosa de libros chinos olvidados desde que aquel que los atesoró
abandonó este mundo[145]. Cuando la soledad amenaza con abrumarme, saco uno o dos
libros para ojearlos; pero mis sirvientas se reúnen a mis espaldas para murmurar.
—¿Qué clase de mujer lee libros chinos? ¡Ahí está la causa de sus desgracias!
—repiten—. Antes ni siquiera estaba bien visto leer los sutras.
«Sí», quisiera replicarles, «¡pero no he conocido nunca a nadie que viviera más
años por creer en tantas supersticiones como vosotras!». De todos modos, sería
desconsiderado por mi parte, pues hay algo de verdad en lo que dicen.
Todos somos distintos. Unos son alegres, abiertos y de buen conformar, otros han
nacido pesimistas y, como nada les divierte, se sepultan bajo libros viejos, hacen
penitencia, entonan sutras y pasan la vida con el rosario en la mano, actividades todas
ellas que detesto profundamente. Tanto me inquietan las miradas de espía de mis
sirvientas que a veces me lo pienso dos veces antes de hacer lo que otra dama en mi
posición haría sin dudarlo un instante. Sobre todo en la corte… ¡Hay tantas cosas que
quisiera decir y que acabo callando! Carece de sentido tener que dar explicaciones a la
gente sobre asuntos que jamás comprenderán, y como sólo conseguiría malquistarme
con mujeres llenas de pretensiones y que únicamente gozan con la maledicencia, guardo
mis pensamientos para mí misma. Resulta muy difícil encontrar personas auténticamente
inteligentes, pues la mayoría está cargada de prejuicios y desprecia las opiniones
ajenas…
Se diría que no me entienden, y paso por tímida. Cuando me he visto obligada a
sentarme con ellas, he procurado esquivar sus críticas miserables manteniendo la boca
cerrada, y no porque sea especialmente retraída, sino porque sus conversaciones me
parecen de mal gusto. Con ello sólo he conseguido ganarme fama de «aburrida».
«Hermosa pero tímida, poco amiga de miradas ajenas, retraída, amante de las
viejas historias, tan aficionada a la poesía que casi todo lo demás no cuenta para ella, y
desdeñosa del mundo entero», he aquí la opinión desagradable que la gente tiene de mí.
Y, sin embargo, cuando me conocen me consideran dulce y muy distinta de lo que les
han hecho creer. Sé que la gente me tiene por una especie de proscrita, pero me he
acostumbrado a ello y me repito para mis adentros: «soy como soy». Me consta que su
majestad dijo en cierta ocasión que al conocerme pensó que yo no era la clase de
persona que la ayudaría a relajarse, pero que ahora no puede prescindir de mi
compañía y me antepone a todas las demás. ¡Ojalá consiguiera ganarme también la
simpatía de todas esas personas altaneras que la rodean, incluso la de las más afectadas
y desagradables!
Por regla general, la gente no suele criticar a las que son modestas, amables y
tranquilas, y una mujer con esas cualidades suele considerarse encantadora. Aunque sea
frívola y caprichosa, nadie la detestará si evita molestar a las que la rodean. En
cambio, el mundo no perdona a las muy pagadas de sí mismas que estudian todos y cada
uno de sus gestos para causar siempre «la mejor impresión posible»: se las critica
incluso por su modo de sentarse o despedirse. También llaman poderosamente la
atención —y no precisamente para bien— las que se contradicen cuando hablan y
menosprecian a sus compañeras. Mientras se eviten estas faltas, el mundo está
dispuesto a concedernos el beneficio de la duda y demostrar su «buena voluntad»,
aunque sólo sea superficialmente.
No hay mal alguno en burlarse de los que hacen daño al prójimo deliberadamente,
aunque a veces el daño no sea realmente querido y deba atribuirse a su falta de juicio.
Hay personas tan virtuosas que compadecen a los que las odian, pero yo no me coloco
entre ellas. El mismo Buda, que es todo compasión, ¿perdonaría al que insultara los
Tres Tesoros en que se basa su doctrina? ¿Cómo esperar, pues, que en este mundo
mancillado no se responda a la injuria con la injuria? Pero no todos reaccionan ante
ella de la misma manera, y mientras unos descargan su rencor en forma de comentarios
maliciosos o dando pábulo a rumores terribles, otros son capaces de guardarse su
resentimiento y aparentar una indiferencia absoluta. No hay dos caracteres iguales.
***
Había una dama llamada Saemon no Naishi que, por razones que desconozco, me
detestaba e hizo correr los rumores más peregrinos sobre mí. En cierta ocasión, su
majestad el emperador estaba escuchando una lectura de La novela de Genji.
—¡La autora debe de haber leído las Crónicas de Japón! —dijo—. Por fuerza es
persona muy leída.
Saemon no Naishi lo oyó, sacó sus propias conclusiones, y se puso a contar a toda
la corte que yo era una mujer muy sabia que se moría por lucir su erudición… ¡y me
sacó el mote de «Nuestra Señora de las Crónicas»! ¡Qué ridiculez! ¿Cómo iba yo que,
incluso en casa, me resisto a mostrar lo que sé ante mis criadas, a hacer gala de mis
conocimientos delante de toda la corte?
Cuando mi hermano, hoy secretario del Gabinete de los Putos, era un niño que
estudiaba los clásicos chinos, solía escucharle y, cuando él tropezaba o no entendía
alguna cosa, me veía capaz de ayudarle y sacarlo del atolladero. Mi padre, al oírnos,
solía repetir, suspirando: «¡Qué lástima que el niño no sea ella!». Pero pronto me di
cuenta de que la gente empezaba a murmurar: «Ya parece mal que un hombre exhiba su
saber…», de modo que en adelante me abstuve incluso de trazar el número uno en
caracteres chinos. De ahí que mi caligrafía sea detestable. En cuanto a los llamados
«clásicos» que solía leer, me olvidé de ellos, pero no conseguí que dejaran de circular
esos rumores maliciosos sobre mi persona. Obsesionada por lo que podían pensar los
que llegaran a oírlos, fingí que era incapaz de entender incluso las inscripciones chinas
que aparecen en los biombos.
En cierta ocasión, su majestad la emperatriz me pidió que le leyera algunos
fragmentos de las obras completas de Po Chu-I[146], porque quería profundizar en sus
versos, de modo que elegimos una hora en la que no hubiera nadie más y, aunque me
consideraba una simple aficionada, leímos juntas los dos libros de las Nuevas baladas
del poeta. Empezamos hace dos veranos. Aunque lo mantuvimos en secreto, llegó (no
sabemos cómo) a conocimiento de su excelencia y del emperador, de manera que
mandaron hacer bellísimas copias de algunos libros chinos que regalaron a la
emperatriz. ¡Afortunadamente parece que la chismosa de Saemon no Naishi no llegó a
enterarse de lo que hacíamos su majestad y yo, porque, en caso contrario, no se hubiera
hablado de otra cosa en la corte durante siglos! En nuestro mundo, cualquier minucia
adquiere proporciones desmesuradas.
De todos modos voy a ser franca: me importa un comino lo que piensen los demás.
He decidido depositar mi confianza en Buda Amida y dedicarme a leer los sutras.
Tampoco existe inconveniente alguno que me impida hacerme monja, porque he dejado
atrás los leves vínculos que siempre tuve con las pruebas y fatigas que nos depara la
vida… Y, sin embargo, aún tengo mis dudas. Incluso si diera el paso definitivo y me
despidiera del mundo, temo que me costaría mostrarme absolutamente firme hasta el
momento en que el Iluminado me acogiera desde su nube gloriosa. Ha llegado la hora.
Si espero más tiempo, envejeceré más todavía, y mis ojos, mucho más débiles, no
podrán ya leer los sutras… ¿Qué será entonces de mi espíritu? He aquí la razón por la
que, aun a riesgo de parecerme a los auténticos devotos, no puedo quitarme esas
reflexiones de la cabeza. Claro que un ser que ha de pedir perdón por tantas cosas[147]
difícilmente podrá esperar la salvación[148]. Cuando veo acumularse las pruebas del
peso de mis vidas pasadas, la tristeza se adueña de mi ser.
(Una carta)[149]
«¡Ojalá pudiera hacerte saber todas las cosas buenas y malas que hallo en este mundo,
empezando por las que hacen referencia a mi propia vida, cosas que jamás llegué a
consignar en carta alguna! ¿Acaso esperabas esta clase de confesiones de una amiga?
Quizás la vida te parece difícil de soportar… ¡Mira, te lo ruego, en mi corazón!
Escríbeme, por favor. Lamentaría que mis escritos se dispersaran y llegaran a
conocimiento de los demás. He escrito muchas cosas de este tipo, pero no hace mucho
rasgué mis papeles, quemé algunos y de otros hice casas de muñecas.
»Desde entonces no he recibido más cartas y he tomado la decisión de no volver a
escribir sobre papel nuevo… ¡Ya ves cuán ahorrativa me he vuelto! Pero pienso que no
me equivoco. Una vez hayas terminado de leer esto, devuélvemelo. Seguramente hay
partes difíciles de entender, y no es imposible que haya omitido una o dos palabras,
pero pasa por alto esas faltas y léelo de arriba abajo. Ya ves… Todavía me angustia lo
que los demás puedan pensar de mí, y si hubiera de resumir mi estado de ánimo en este
momento, tendría que admitir que aún me siento fuertemente ligada a las cosas de este
mundo. Pero ¿cómo evitarlo?»
(Regreso a la corte)
El día once del primer mes[150] su majestad fue a la capilla de palacio muy de mañana.
La acompañó la esposa de su excelencia mientras las damas de honor se dirigían allí en
bote. Yo fui mucho más tarde. Para aplacar a los malos espíritus se procedió a la
distribución de pétalos de loto mientras se entonaba la confesión general tal como se
hace en los grandes templos. Los nobles habían estado pintando pagoditas blancas
sobre pétalos de papel para distraerse, pero la mayoría se había ido y quedaban muy
pocos.
A primera hora, todos los predicadores —hubo veinte— pronunciaron un sermón de
felicitación dedicado a su majestad la emperatriz, y muchos se pusieron en ridículo
porque no paraban de interrumpirse los unos a los otros y luego no sabían cómo seguir.
Cuando todo hubo concluido, los cortesanos que quedaban se subieron a los botes y
remaron por el lago[151] formando una procesión. En la galería oriental de la capilla,
delante de la puerta que da al norte, se sentaba Tadanobu, chambelán imperial,
apoyándose en la balaustrada de la escalinata que llega hasta el agua. Mientras su
excelencia conferenciaba con el emperador, Tadanobu aprovechó la ocasión para
intercambiar unas palabras con Saisho y otras damas, pero como estábamos en
presencia de la emperatriz, no nos sentíamos cómodas. Entonces apareció una luna
brumosa, y los jóvenes, instalados en botes, se pusieron a entonar canciones de moda.
Masamitsu, secretario del Tesoro, que se había unido a ellos y nos daba la espalda, no
se atrevía a unir su voz a la de los otros, y resultaba muy divertido. Detrás de las
cortinas de los kichós las mujeres se partían de risa.
—Al meterse en el bote se ha dado cuenta de su edad —dije yo.
Parece que Tadanobu me oyó y murmuró:
—Hsu Fu y Wen Ch’eng, dos ancianos a la busca de la inmortalidad… La historia
está llena de mentiras[152]….
La cita me impresionó.
Los jóvenes cantaban «Algas sobre el lago», y les acompañaba una flauta que
parecía intensificar la frescura de la brisa del alba. El lugar y la estación hicieron de
aquel instante algo inolvidable.
***
Una noche, mientras dormía en mi aposento junto al corredor, alguien se puso a dar
golpecitos en mi puerta. Me asusté tanto que pasé en silencio el resto de la noche. Por
la mañana recibí este poema:
Más triste que el rascón de agua
que se lamenta toda la noche,
la he pasado entera
golpeando una puerta de ciprés.
Y yo repuse:
¡Ojalá hubiese podido abrir sin temor al rascón de agua!
Pero franquearle la entrada me pareció peligroso…
Durante los tres primeros días del presente año[154] las damas de honor de mayor rango
acompañaron a los príncipes imperiales a palacio para la ceremonia de los mochi.
Yorimichi, capitán de la guardia de la puerta de la izquierda, llevaba los niños en
brazos, y su excelencia se encargó de presentar los pastelillos de arroz al emperador.
El mismo soberano, volviéndose a la puerta doble situada al este de la estancia, colocó
los pastelillos sobre la cabeza de los príncipes. Tanto al ir como al volver, la procesión
fue una maravilla, pero la emperatriz no hizo acto de presencia.
Aquel día de año nuevo fue Saisho la que se encargó de servir a la mesa. Como de
costumbre iba vestida con muy buen gusto y estaba muy atractiva. Le ayudaban dos
muchachas, Takumi y Hyogo, también con el pelo recogido, lo cual hacía resaltar su
belleza. En cambio, la dama que tenía a su cargo el toso[155] y los remedios, Fuya no
Hakase, destacaba por oficiosa y cargada de pretensiones. Como todos los años se
distribuyó ungüento entre las damas.
***
El día dos se canceló el banquete de la emperatriz, pero los huéspedes que se
habían presentado fueron acomodados en la galería oriental. Los nobles se sentaron en
dos hileras enfrentadas. Estaban presentes el gran consejero y preceptor Michitsuna, el
general de la derecha Sanesuke, el chambelán Tadanobu, el consejero mayor Kinto, el
consejero medio supernumerario Takaie, el consejero medio Yukinari, el capitán de la
guardia de la puerta de la izquierda Yorimichi, el consejero Arikuni, el secretario del
Tesoro Masamitsu, el capitán de la guardia de la izquierda Sanenari y el consejero
Minamoto no Yorisada. El consejero medio Minamoto no Toshikata, el capitán de la
guardia de la puerta de la derecha Yasuhira y el consejero de la izquierda Tsunefusa y
el de la derecha Kanetaka estaban sentados en la parte exterior de la galería, a la
cabeza de los cortesanos principales.
Su excelencia tomó en brazos al príncipe más mayor y lo sacó fuera, obligándole a
saludar a los huéspedes con unas vocecitas que le extrajo a fuerza de bromas. Luego,
volviéndose a su esposa, le preguntó:
—¿Saco también al pequeño?
Al oírle, el niño se puso muy celoso y lloró para expresar su protesta. Su excelencia
hubo de reemprender sus bromas para hacerle callar. El general de la derecha Sanesuke
y algunos cortesanos más se rieron mucho.
Luego, todos fueron a rendir homenaje a su majestad el emperador, que salió a
recibirlos en el Gran Salón. Hubo música y su excelencia se emborrachó como siempre.
Temiendo complicaciones, procuré pasar desapercibida, pero de poco me sirvió.
—¡Ea! —gritó él, dándoselas de ofendido—. Cuando invitaba a tu padre a un
concierto, ¿piensas que escapaba de este modo? ¿A qué tanta prisa?
Y siguió acosándome:
—Vamos… Quiero que me des un poema para hacerte perdonar… —insistió—. A
la memoria de tu padre en el día de la Rata. ¡Ea! Quiero ver este poema cuanto antes…
Pero hubiese quedado muy mal por mi parte seguirle el juego. De todos modos, su
excelencia tampoco estaba tan borracho como todo eso. Erguido entre las antorchas,
incluso parecía francamente hermoso y atractivo.
—Ha sido muy triste ver a su majestad sin hijos durante tanto tiempo —dijo su
excelencia—, pero ahora en todas partes huele a niños… ¡Me siento en la cúspide del
mundo!
Luego se acercó a la cortina, la levantó y dirigió una última mirada a los
principitos.
—Si en el prado no hubiera pinos tiernos… —murmuró para sí.
Debo reconocer que aquella cita resultaba más apropiada que cualquier poema mío
escrito especialmente para la ocasión, y me dejó impresionada.
Al caer la tarde del día siguiente, una niebla espesa cubrió el cielo, o, al menos, la
estrecha franja de él que me era dado ver desde mi corredor entre los tejados. Estaba
con Nakatsukasa, la dama-nodriza, y le conté cuánto me había admirado la
improvisación de su excelencia durante la noche anterior. ¡Nakatsukasa es un mujer muy
espiritual e inteligente, y da gusto hablar con ella!
***
Regresé a casa por unos pocos días, pero volví a palacio para celebrar la fiesta del
quincuagésimo día del príncipe Atsunaga, que tuvo lugar el quince del primer mes. Me
presenté en palacio poco antes de la aurora, pero Koshosho llegó mucho más tarde,
cuando ya era de día, y debo decir que se la veía un tanto avergonzada. Como siempre,
lo compartimos todo. Habíamos comunicado nuestras habitaciones, que eran contiguas,
y cada una de nosotras las usaba incluso cuando la otra se hallaba fuera. Cuando ambas
coincidíamos en la corte, instalábamos una cortina entre las dos para poder tener una
cierta intimidad. Su excelencia se divertía mucho.
—¿Qué ocurriría si alguna de vosotras aprovechase la ausencia de la otra para
invitar a otra conocida? —dijo en tono sarcástico.
Me pareció un comentario de un gusto deplorable, pero nos entendíamos tan bien
que no imaginé que aquello pudiera ocurrir nunca.
A mediodía fuimos a hacer compañía a su majestad la emperatriz. Koshosho llevaba
una chaqueta china encarnada sobre un conjunto de uchikis de seda blanca forrados de
rojo, además de la cola estampada de rigor. Yo vestía una chaqueta de mangas blancas
forradas de verde pálido sobre un conjunto de uchikis carmesí forrados de púrpura y
verde claro forrados de verde oscuro, además de la cola. Mi atuendo me hacía parecer
tan joven, que hubiese hecho bien intercambiándolo con el de mi compañera Koshosho.
Otras diecisiete damas habían acudido de palacio para hacer compañía a su majestad.
Tachibana no Sami estaba encargada de servir la comida al príncipe Atsunaga.
Kodayu y Gen Shikibu debían traer las bandejas desde el otro lado de la galería, y
Koshosho recibirlas en el interior.
El emperador y su consorte estaban sentados en sus respectivos sitiales protegidos
por las cortinas. Iluminados por el sol de la mañana, resplandecían como dos joyas. Su
majestad vestía el traje de corte ordinario y calzas bombachas, y su esposa un conjunto
de uchikis de tonos rojo ciruela, amarillo verdoso y hoja de sauce sobre la túnica
carmesí sin forro. A ello había que añadir un uwagi de brocado color vino. El efecto
general podría describirse como una atrevida combinación de formas y colores según la
última moda. Como su presencia casi deslumbraba, me coloqué entre las filas de atrás
para hacerme invisible.
Nakatsukasa apareció por el espacio que mediaba entre los dos sitiales con el
Principito en brazos y lo llevó a la parte sur de la sala. Aunque no es especialmente
hermosa ni distinguida, parecía la estampa de la dignidad. Se veía que era muy
inteligente y que había nacido para dar lecciones. Vestía un atuendo ligero de seda
púrpura estampada, un uchiki liso de color verde y una chaqueta china de mangas
blancas forradas de verde oscuro.
Todas las mujeres estaban espléndidas, excepto dos que, por falta de gusto, no
acabaron de acertar la combinación de los colores de sus mangas. Además, siendo las
encargadas de traer la comida, todos los nobles y cortesanos las pudieron examinar de
arriba abajo. Luego oí decir que Saisho estaba escandalizada, aunque no había para
tanto. En realidad, no se las puede acusar de nada. Digamos que estuvieron poco
inspiradas. Kodayo llevaba una túnica carmesí sin forrar y un conjunto de cinco
uchikis de diversas tonalidades de encarnado forrados de púrpura. Su chaqueta china
era blanca y forrada de granate. Parece que Gen Shikibu vestía un atuendo de seda
estampada de tonos rojos y púrpura. Muchos la criticaron, diciendo que no era de
brocado, pero seguramente ello responde a una mentalidad un tanto convencional.
Comprendo que, tratándose de una ceremonia pública, se critique la falta de gusto
cuando es muy evidente, pero juzgar los pros y los contras de determinados atuendos no
está al alcance de todo el mundo…
Cuando la ceremonia de los mochi hubo concluido, las damas de palacio fueron a la
alcoba occidental, que es donde solía estar el emperador, y se sentaron en apretadas
hileras aprovechando que las persianas de la galería habían sido levantadas. También
se colocó allí Tachibana no Sami, junto con numerosas asistentas domésticas. En cuanto
a las damas de honor de la emperatriz, las más jóvenes se sentaron en la antecámara de
la galería oriental, en cuyo lado sur se habían retirado los cerramientos de papel y
sustituido por persianas. Yo me dirigí al lugar donde se hallaban las damas Dainagon y
Koshosho, un pequeño espacio entre la alcoba de la consorte imperial y la galería del
este, desde donde ambas contemplaban el espectáculo.
Su majestad ocupó su trono y se le sirvieron los platos del almuerzo. Me siento
incapaz de describir la belleza de los enseres, vajilla y cubiertos utilizados. En la
galería del sur, mirando al norte y alineados de oeste a este, estaban los nobles: los tres
grandes ministros de la izquierda, de la derecha y del centro, el preceptor del príncipe
Michitsuna, el chambelán de su majestad Tadanobu y el consejero mayor Kinto, que
vive en el palacio de la Cuarta Avenida. Desde donde estaba no pude ver a los demás.
Hubo música. Los cortesanos principales estaban instalados en el corredor de la
esquina sureste del ala, y los de rango inferior ocupaban sus puestos habituales en
ocasiones como aquélla, en el jardín. Estoy pensando en hombres como Kagemasa,
Korekaze, Yukiyoshi y Tomasa. Arriba, el consejero mayor Kinto marcaba el ritmo con
los maderos, el primer secretario Michitaka tocaba el laúd, Tsunetaka no Ason el koto y
el consejero de la izquierda Tsunefusa la flauta. Cantaron «¡Qué gran día!»,
«Mushiroda» y «Esta mansión», las tres en la tonalidad de sojo[156]. Luego, los
instrumentistas tocaron los dos últimos movimientos de la «Danza del ave Kalavinka».
En el jardín, las flautas hacían el acompañamiento. El gobernador de Ise cometió un
error de tiempo y fue reprendido. El ministro de la derecha Akimitsu se entusiasmó
tanto con los solos de koto y lo puso de manifiesto de un modo tan ruidoso que acabó
poniéndose en ridículo. ¡Sentí vergüenza ajena!
Luego, su excelencia regaló al emperador un cofre que contenía la famosa flauta
Hafutatsu[157].
III.
ANÓNIMO
Diario de Sarashina[158]
(1009-1059)
(Primeros viajes)
Aquella noche nos alojamos en la playa de Kurodo. Era una cinta de arena blanca
que parecía no tener principio ni fin. Las oscuras ramas de los pinos, agitadas por la
suave brisa, me hacían sentir sola mientras la luna brillaba. Hubo más poemas y éste
fue el mío:
Sólo esta noche
la luna otoñal de la playa de Kurodo
brillará únicamente para mí.
¡Sólo esta noche!
No puedo dormir.
De buena mañana dejamos aquel lugar y llegamos hasta el río Futoi[168], que separa
las provincias de Shimofusa y Musashi. Nos alojamos junto al transbordador de
Matsusato a poca distancia de los rápidos de Kagami, y durante toda la noche
estuvieron transportando nuestro equipaje al otro lado. Mi nodriza acababa de enviudar
y dio a luz un niño en la frontera de las dos provincias, de modo que hubimos de
continuar el viaje a la ciudad imperial por separado. Yo me moría de ganas de verla, y
fue mi hermano mayor quien me llevó junto a ella en brazos. Estábamos en una morada
provisional, pero, mientras nosotros nos cubríamos con mantas de algodón, mi nodriza
se hallaba en un rincón inhóspito tapada con un trapo. Entonces la luna apareció,
iluminándolo todo, y a su luz la mujer me pareció transparente. Blanca y pura como un
ser de otro mundo, lloraba y me acariciaba, y yo me resistía a abandonarla. Incluso
cuando me fui, su imagen permaneció en mi mente y nada conseguía distraer mi
atención.
A la mañana siguiente, tras cargar los palanquines en el transbordador, cruzamos el
río. Los que nos habían acompañado por deseo propio dieron la vuelta y regresaron al
punto de origen. Los que íbamos a la ciudad imperial permanecimos un rato
siguiéndoles con la mirada, y, al pensar que nunca más volveríamos a verlos, lloramos.
Incluso mi corazón infantil me dolía.
No hay encanto alguno en la provincia de Musashi. La arena de sus playas no es
blanca, sino del color del barro. La gente asegura que el espliego crece, abundante, en
esta provincia, pero, por cuanto pude ver, es un páramo en el que sólo se encuentran
cañas de diversas clases, tan altas que no vemos los arcos de nuestros propios jinetes
cuando se abren camino entre ellas. Al atravesar los cañizales descubrí las ruinas del
templo de Takeshibadera. También estaban los cimientos de una casa con corredores.
—¿Qué lugar es ése? —pregunté al pasar, y me contestaron:
—Hace muchos años vivió en Takeshiba cierto aventurero famoso por su coraje. El
gobernador le ofreció un puesto de capitán en la brigada contra incendios del palacio
del emperador. En cierta ocasión se hallaba barriendo el jardín delante de la ventana de
una princesa mientras cantaba:
¡Ay de mí! ¡Ay de mí! Suerte perra la mía
condenado a trabajar en este palacio…
Tengo siete jarras de buen vino
y tres en mi provincia.
Allí donde las guardo he colgado unas calabazas espléndidas…
Cuando sopla el viento del oeste, se mueven hacia el este,
cuando sopla el viento del este, se mueven hacia el oeste,
cuando sopla el viento del sur, se mueven hacia el norte,
cuando sopla el viento del norte, se mueven hacia el sur…
Y allí estoy yo mirando cómo giran de un lado a otro,
continuamente,
mis calabazas. ¡Ay, mis jarras de vino…!
»Así cantaba mientras una princesa, la hija preferida del emperador, se hallaba
sentada detrás de la persiana. Se levantó e, inclinándose hacia delante, se puso a
escuchar la canción del hombre. La imagen de las calabazas encima de las jarras de
vino girando sin parar le impresionó profundamente, y, apartando la persiana, llamó al
hombre.
»—Acércate, buen hombre… —le dijo.
»Él la escuchó con enorme respeto y se acercó a la balaustrada.
»—Repíteme lo que has estado cantando… —ordenó la princesa.
»Él volvió a cantar la canción de las jarras y las calabazas.
»—He de verlas —dijo ella—. Tengo mis propias razones para querer verlas.
»El hombre estaba atemorizado, pero se decidió y se la llevó a la provincia
oriental. Temiendo que les perseguirían, aquella noche depositó a la princesa en el
puente de Seta, que atraviesa el lago Biwa, y destruyó una parte de él. Luego partieron
juntos en dirección a su aldea natal, y, tras siete días y siete noches de viaje, la
alcanzaron.
»El emperador y la emperatriz se alarmaron mucho al ver que la princesa no estaba
en palacio y empezaron a buscarla. Alguien contó que un capitán del soberano,
procedente de la provincia de Musashi, había sido visto huyendo hacia el este con un
bulto que despedía una fragancia exquisita[169] sobre la espalda. Hicieron llamar al
capitán, pero no lo hallaron en el aposento que tenía destinado y llegaron a la
conclusión de que había regresado a su hogar. El gobierno envió emisarios con órdenes
de perseguirles, pero al llegar al puente de Seta, lo encontraron parcialmente
destrozado y no pudieron continuar. En el tercer mes, los emisarios lograron al fin
alcanzar la provincia de Musashi y buscaron al hombre. La princesa les hizo
comparecer ante ella y les dijo:
»—Fui yo la que, por razones que no os importan, quería conocer a toda costa el
hogar de este hombre y le supliqué que me trajera hasta aquí. Él se limitó a obedecer. Si
ahora le castigáis y matáis, ¿qué voy a hacer yo? Este es un buen lugar para vivir. Por
fuerza estaba ya decidido cuando nací que mis descendientes verían la luz en esta
provincia… Regresad a palacio y decídselo al emperador.
»Los emisarios obedecieron y regresaron junto al emperador. Enterado de la
historia, sentenció:
»—Ya todo es inútil. Aunque castigue al hombre, no puedo traer a la princesa. ¿Y
cómo voy a devolverlos a ambos a la ciudad imperial? No puedo hacer gobernador de
la provincia de Musashi a ese hombre, pero sí a mi hija.
»He aquí cómo se construyó aquí un palacio que imitaba en todo el del emperador,
y la princesa se quedó en él. Cuando murió, lo convirtieron en un templo: el de
Takeshiba. Los descendientes de la princesa recibieron su nombre de familia de la
provincia de Musashi. A partir de entonces se permite a los miembros de la brigada
contra incendios imperial que vivan con sus mujeres en palacio[170].
Atravesamos un páramo de cañizales de todas clases, abriéndonos camino a través
de una vegetación altísima. A lo largo de la frontera de las provincias de Musashi y
Sagami discurre el río Asuda, en cuya ribera y junto al transbordador Arihara no
Narihira compuso su famoso poema[171]. No obstante, en el libro de sus obras poéticas
el río recibe el nombre de Sumida.
Lo atravesamos en una embarcación, y llegamos a la provincia de Sagami. La
cordillera de Nishitomi parece un biombo exquisitamente pintado. A nuestra izquierda
divisamos una playa preciosa a la que iban a dar largas olas blancas. Había allí un
lugar especialmente hermoso llamado Morokoshi-ga-Hara[172], cuya arena destacaba
por su excepcional blancura. Durante dos o tres días estuvimos viajando por su ribera.
Un hombre nos dijo:
—En verano florecen aquí claveles japoneses de color pálido y hacen que el prado
parezca de brocado. Pero en otoño ya no se ven…
A pesar de sus palabras, aún pude ver algunos claveles sobreviviendo tristemente.
Alguien comentó:
—Resulta curioso ver claveles japoneses creciendo en prados chinos.
Hay allí una montaña llamada Ashigara Hakoné, que se extiende a lo largo de diez o
más millas y que tiene su base cubierta de espesos bosques. Apenas veíamos el cielo.
Nos alojamos en una cabaña al pie de la montaña.
Era una noche oscurísima sin luna y me sentí como tragada por las tinieblas, cuando
tres cantantes llegaron no se sabe de dónde. La de más edad tendría unos cincuenta
años, y las otras dos veinte y catorce o quince aproximadamente. Las pusimos delante
de nuestra morada y las protegimos del sol con una gran sombrilla de papel. Mi criada
encendió el fuego, y al fin pude verlas. Nos dijeron que eran descendientes de un
cantante famoso llamado Kobata. Llevaban el pelo tan largo que cubría sus frentes. Con
sus rostros blancos y limpios, más parecían sirvientas de una familia noble que
humildes cantantes ambulantes. Sus voces sonaban claras y dulces, y su bellísimo canto
parecía remontarse a los cielos.
Todos quedamos fascinados y les pedimos que se nos acercaran más. Alguien
observó:
—Las cantantes de las provincias occidentales no son tan buenas…
Desde entonces, las artistas solían concluir todas sus canciones con las palabras:
«¡Comparadnos con las cantantes de Naniwa!»[173].
Eran hermosas e iban muy bien vestidas, sus voces destacaban por un timbre
bellísimo, y viajaban solas entre aquellas montañas siniestras. Cuando se perdieron de
vista, nuestros ojos se llenaron de lágrimas, y mi corazón infantil abandonó de muy
mala gana aquel humilde refugio que, por lo visto, frecuentaban artistas como ellas.
A la mañana siguiente atravesamos la montaña, y no tengo palabras para describir
el miedo que pasé. Anduvimos por encima de las nubes. A medio camino había un claro
con unos cuantos árboles. Allí vimos unas matas de acebo. Mis compañeros se
asombraron de que en aquella montaña tan alejada de los hombres creciera aquella
planta sagrada[174]. En la montaña nos esperaban tres ríos y nos costó atravesarlos.
Aquel día nos detuvimos en Sekiyama. Ahora estamos en la provincia de Suruga, y
hemos pasado por un lugar llamado Iwatsubo junto a la barrera de Yokobashiri. Allí
admiramos una roca inmensa y cuadrada, con un agujero en el centro del que manaba
agua muy fría.
En esta provincia se encuentra el monte Fuji. En la que me crié[175] podía divisar
esta montaña muy a lo lejos mirando en dirección oeste. Se levanta teñida de un azul
profundo y coronada por nieves eternas. Se diría que va vestida de violeta oscuro y que
lleva un velo sobre los hombros. Desde la cima se eleva una columnita de humo. Por la
noche divisamos también pequeños fuegos en su cúspide[176]. El río Fuji desciende a
saltos desde la cúspide del monte sagrado. Un hombrecillo del lugar nos obsequió con
esta historia:
—En cierta ocasión se me envió a hacer un recado. Era un día muy caluroso y me
eché a descansar junto a un arroyo cuando, de pronto, divisé algo amarillo que flotaba
río Fuji abajo. Lo cogí y descubrí que se trataba de un pedazo de papel amarillo con
unas palabras escritas elegantemente con cinabrio. Lo leí lleno de asombro. Era una
profecía relativa a quienes iban a ser nombrados gobernadores de la provincia al año
siguiente. Más asombrado aún, sequé aquel trozo de papel y lo guardé. Cuando llegó el
día que se publicaban los nombramientos, comprobé que el papel no se había
equivocado. El hombre nombrado en primer lugar falleció a los tres meses y también le
sucedió el que ponía el papel. Por extraño que parezca, tales cosas ocurren. Parece que
los dioses se reúnen en la cima de esta montaña[177] para decidir los asuntos del año
siguiente.
En Kiyomigaseki, el mar quedaba a nuestra izquierda, y pudimos ver muchas casas
que ocupaban los consumeros encargados de vigilar las barreras. A veces, sus vallas
llegaban hasta el agua. En Taganoura, las olas destacaban por su altura tremenda. Allí
tomamos una embarcación que nos llevó por Numajiriri hasta el río Oi. Nunca había
visto antes un torrente como aquél: el agua era tan blanca que parecía que se había
mezclado con harina de arroz.
En la provincia de Totomi caí enferma. Cuando cruzamos el paso montañoso de
Sayono Nakayama, no me enteré pues casi había perdido el sentido. Como estaba
exhausta, nos llegamos a la ribera del río Tenryu, y allí se ordenó levantar una morada
provisional, donde pasé algunos días hasta que me recuperé.
Como el invierno ya estaba avanzado, el viento soplaba desde el río sin piedad
alguna y resultaba insoportable. Una vez atravesado el río, fuimos al puente de Hamana.
Cuatro años antes, durante el viaje de ida, había existido allí un puente de madera,
pero no dimos con él y tuvimos que cruzar en botes. Nos comentaron que el puente
había sido trasladado a una bahía cercana. En alta mar, las olas nos parecían enormes y
pudimos verlas a través de los gruesos pinos que crecían sobre la franja arenosa que
nos separaba del agua. Parecían estrellarse contra las copas de los pinos y deshacerse
en piedras preciosas mínimas que resplandecían. Era un panorama muy interesante.
Seguimos adelante y cruzamos las montañas por Inohana (¡una ascensión realmente
terrible!) hasta que alcanzamos la costa de Takashi de la provincia de Mikawa.
Dejamos atrás un lugar llamado «Ocho puentes», pero se trata sólo de un nombre, pues
no vimos allí puente alguno.
Montamos nuestro campamento en la montaña de Futamura bajo un árbol de
generosa copa. Durante la noche derramó sus frutos sobre nuestra cabeza, y la gente los
recogía. Pasamos por el monte Miyaji, donde atisbamos aún hojas encarnadas en los
árboles aunque ya nos encontrábamos en el décimo mes[178]. Escribí:
Vientos furiosos
de las montañas,
respetad este lugar,
pues todavía se ven hojas rojizas
agarrándose a las ramas de los arces.
Entre Mikawa y Owari había un fuerte llamado de «Si tú quieres». Ahora resulta
divertido recordar cuán complicado fue aquel viaje. Pasamos por la costa de Narumi en
la provincia de Owari. Como se acercaban las mareas del crepúsculo, pensamos que si
el agua seguía subiendo, no podríamos cruzar. El pánico nos hizo volar…
En la frontera de Mino cruzamos por el punto llamado de Kuromata mediante un
transbordador y llegamos a Nogami. Allí nos esperaban otras cantantes, y cantaron
durante toda la noche. Nos hicieron recordar con cariño las de Ashigara.
Se puso a nevar, y pasamos la barrera de Fuha en el monte Atsumi envueltos en la
tempestad. Ni siquiera nos atrevimos a disfrutar de sus magníficas vistas. Una vez en la
provincia de Omi, descansamos tres o cuatro días en una casa de Okinaga. Al pie de la
montaña de Mitsukasa caía una llovizna mezclada con granizo, pero aquel paisaje
resultaba tan melancólico que pasamos por Inugami, Kanzaki y Yasu casi sin enterarnos.
Divisamos un lago muy grande y ocasionalmente la silueta de las islas de Nadeshima y
Chikubushima. Fue un espectáculo muy bello. Nuevas dificultades nos esperaban en el
puente de Seta, pues se hallaba medio destruido. Nos volvimos a detener en Awazu y
llegamos a la ciudad imperial a primeras horas de la noche del segundo día del último
mes del año.
Al acercarnos a la barrera vi el rostro de un Buda de unos dieciséis pies de altura
esculpido toscamente en la roca. Sereno e indiferente a cuanto le rodeaba, se limitaba a
estar allí, en aquel lugar tan solitario. Pero cuando pasé por delante de él, me hizo
llegar un mensaje. De entre las provincias que atravesé, fueron las barreras de
Kiyomigata y de Osaka[179] las que me gustaron más. Cuando llegamos a la residencia
del ala este de la mansión de la princesa Sadako[180], ya era negra noche.
Nuestro jardín era muy grande y estaba lleno de árboles tan altos como las montañas
que acababa de atravesar. Como allí no lograba sentirme en casa ni mantener una mente
ecuánime, pedía a mi madre que me facilitara novelas, esas novelas por las que había
estado suspirando durante mis años de provincias. Mi madre envió un mensaje a Emon
no Myogu, una parienta nuestra que servía a la princesa hija de Sanjo. La mujer se
interesó por nuestras «pasiones» y me envió unos cuantos manuscritos excelentes en una
caja de laca, diciendo que le habían sido regalados por la propia princesa. Mi alegría
no conocía límites y pasaba día y noche leyéndolos. Muy pronto empecé a desear más,
pero, siendo una completa extraña en la ciudad imperial, ¿quién iba a conseguírmelos?
Una de las consortes de mi padre había sido dama de honor en la corte y, a lo que
parece, le tocó sufrir algún desengaño. No sintiéndose feliz en su matrimonio[181], se
disponía a abandonar nuestra casa. Llamó a su único retoño, que a la sazón contaba
cinco años, y le dijo:
—Nunca te olvidaré, corazón mío.
Y, señalando un enorme ciruelo que crecía hasta casi tocar el alero de la casa,
añadió:
—Cuando florezca, regresaré.
Se marchó a continuación, y yo sentí amor y piedad por ella, y, mientras lloraba en
secreto, el año pasó también.
Medité largo tiempo sobre sus palabras: «Cuando florezca, regresaré». Me
preguntaba si ocurriría tal como había prometido. Esperé y esperé con los ojos
clavados en el árbol. Estaba cubierto de flores y no nos habían llegado noticias de ella.
Al fin no pude aguantar más, quebré una de sus ramas y se la envié con este poema:
Me confiaste palabras de esperanza…
¿No te estás retrasando demasiado?
La primavera no se ha olvidado
del ciruelo,
que parecía muerto por las heladas.
En nuestro jardín, los árboles crecían tan gruesos como en el tenebroso bosque de
Ashigara, y en el mes sin dioses[193] las hojas encarnadas de los arces eran todavía más
bellas que las de las montañas de los alrededores. Dijo un visitante:
—En mi camino hacia aquí pasé por un lugar donde las hojas encarnadas eran
hermosísimas…
Improvisé:
—Ninguna visión puede ser
más otoñal
que mi jardín,
cuidado por una persona otoñal
harta del mundo.
Por aquel entonces seguía leyendo novelas de la mañana a la noche, mientras era
capaz de mantener los ojos abiertos.
Tuve otro sueño: soñé con un hombre que decía que haría un arroyo en el jardín de
la torre hexagonal para solaz de la emperatriz. Le pregunté la razón, y me respondió:
—Reza a la diosa que ilumina el cielo[194].
No conté a nadie mi sueño ni volví a pensar en él. ¡Así era yo de superficial!
En primavera disfruté del jardín de la princesa. ¡Qué alegría cuando florecieron los
cerezos! ¡Qué tristeza cuando perdieron las flores! En primavera adoro las flores en el
jardín, tanto en el suyo como en el mío.
A fines del tercer mes fui a casa de cierta persona para evitar la mala influencia del
Señor de la Tierra[195]. Allí pude ver aún cerezos floridos y al día siguiente de mi
regreso a casa, les envié este poema:
Sola, contemplé
las flores de cerezo de vuestro jardín
sin hartarme de ellas.
La primavera estaba a punto de terminar
y las flores de caer.
Siempre que las flores llegaban y se iban recordaba los días en que murió mi
nodriza, y la tristeza descendía sobre mi alma, una tristeza que no hacía sino aumentar
cuando empecé a estudiar la caligrafía de la honorable hija del primer consejero…
Una noche del quinto mes, mientras estaba leyendo una novela, oí el maullido de un
gato. Me di la vuelta y vi una gata preciosa.
—¿De dónde ha salido? —pregunté.
—No se lo digas a nadie —dijo mi hermana, imponiéndole silencio—. Es una gata
muy bonita y pienso quedármela.
La gata era muy afectuosa y no se apartaba de nosotras. Temiendo que alguien
pudiera estar buscándola, la guardamos en secreto. El animal no se mezclaba con la
servidumbre, y se sentaba siempre con nosotras. Si la comida que se le servía no estaba
lo bastante limpia, apartaba la cara con disgusto, y nosotras no nos hartábamos de
mimarla y acariciarla.
Cierto día mi hermana cayó enferma y toda la familia se alarmó mucho. Llevaron a
la gata a unos aposentos que daban al norte[196], y no la visitamos durante semanas. El
animal gritaba como regañándonos, pero yo preferí ignorarla y no me acerqué a verla;
Una noche mi hermana despertó de repente y me dijo:
—¿Dónde está la gata? Tráela en seguida.
Pregunté a mi hermana la razón de tanta premura, y me dijo:
—Nuestra gata se me ha aparecido en sueños y me ha dicho, llorando amargamente:
«Yo soy la reencarnación de la honorable hija difunta del primer consejero imperial…
La razón de toda esta historia es la siguiente: tu hermana siempre pensó en mí con
enorme cariño, de manera que decidí ir a vivir con vosotras, pero ahora me habéis
encerrado con los criados. ¡Me siento tan mal!». Parecía un espíritu noble y sensible, y
al despertar lo primero que oí fue un terrible maullido. ¡Qué pena!
El caso me conmovió y a partir de entonces no volví a enviar a la gata a los
aposentos del norte, sino que la cuidé con el máximo cariño. Una vez que yo estaba
sola, se presentó y se me sentó delante. Acariciándole la cabeza, le hablé así:
—¿Es verdad que eres la honorable hija del primer consejero? Quiero que tu padre
lo sepa…
La gata me miró a los ojos y maulló, alargando mucho los sonidos. Tal vez sea una
fantasía mía, pero al mirarla me pareció que no era una gata corriente. Parecía entender
mis palabras y la compadecí profundamente.
Por aquel entonces llegó a mis oídos que cierta persona tenía en su biblioteca el
Chogonka[197], traducido del original chino de Li Tai Po. Me apetecía mucho pedirlo
prestado, pero, por mi timidez, no me atrevía.
El día siete del mes séptimo[198] hallé un modo de enviar mi solicitud por medio de
este poema:
Ésta es la noche en que, en tiempos remotos,
el Boyero se embarcó para reunirse con la Tejedora.
En memoria de ellos, las olas crecen en el Río Celeste.
Así crece también en mi pecho el deseo
de tener el famoso libro entre mis manos.
He aquí la respuesta:
Las estrellas divinas se encuentran en la ribera
del Río Celeste.
Al igual que ellas, mi corazón se halla en éxtasis
y ha olvidado asuntos más graves de la vida cotidiana
desde que recibiera tu mensaje nocturno.
El día trece del mismo mes la luna brilló con resplandor excepcional, y los rincones
más extremos del cielo se iluminaron. Era medianoche y todos dormían profundamente.
Sólo nosotras dos estábamos en la galería. Mi hermana, que estaba contemplando el
cielo pensativamente, dijo:
—Si yo desapareciera volando, sin dejar traza alguna detrás de mí, ¿qué pensarías
de ello?
Vio que sus palabras me sorprendían, y pasó a hablar de otros temas hasta hacerme
reír. De pronto oí un carruaje que se acercaba a la puerta de la casa precedido por un
escolta que gritaba: «Ogi no ha! Ogi no ha!»[199], pero nadie le respondió. El hombre
repitió su grito hasta cansarse, y luego se puso a tocar una melodía muy hermosa en su
flauta hasta que se marchó. Dirigiéndome a mi hermana, improvisé:
—Música nocturna
de flauta, suspirando
las notas de Viento de otoño…
¿Por qué la «hoja de caña»
se ha negado a contestar?
Nuestra nueva morada provisional era mucho más pequeña que la anterior. Me sentía
triste porque tenía un jardín muy pequeño y sin árboles. Echaba de menos el amplio
jardín, espeso y silvestre como un bosque que, cuando había flores y las hojas estaban
teñidas de rojo, nada tenía que envidiar a las montañas de los alrededores.
En el jardín de la casa de enfrente había profusión de ciruelos floridos, con sus
pétalos blancos y encarnados, y el viento me traía su perfume y me llenaba de nostalgia
por mi anterior mansión. Improvisé:
Cuando la brisa cargada de fragancias
del jardín vecino
llena mi alma de recuerdos,
me pongo a pensar en mi amado ciruelo
que crecía bajo el alero de la casa desaparecida.
A principios del quinto mes, mi hermana murió al dar a luz. Desde muy pequeña me
afectaron muchísimo las muertes, incluso las de los desconocidos. Esta vez, incapaz de
expresar con palabras mi pena y mi compasión[201], lloré largamente. Mientras mi
madre y otras mujeres velaban a la difunta, yo estaba con el niño recién nacido, y su
hermanito mayor, uno a cada lado. La luz de la luna se abría paso por las grietas del
techo e iluminaba la carita de la criatura. Aquella visión me provocó tanto dolor que
cubrí su faz con la manga, y apreté al otro a mi costado, como si fuera la madre de
ambos.
Algunos días después una parienta me envió una novela titulada El príncipe que
echaba de menos a los difuntos, con esta nota:
«La dama fallecida me pidió que tratara de hallarle esta novela. En aquel momento
no pude complacerla, pero ahora alguien me la ha enviado».
Contesté:
¿Por qué extraña razón
buscaría una novela
que trataba de enterrados?
También la que la buscaba,
está ahora enterrada bajo el musgo espeso.
La nodriza de mi hermana dijo que, habiendo fallecido su señora, no tenía ya
motivo alguno para quedarse en casa, y regresó a su hogar, llorando. Improvisé:
He aquí cómo la muerte
o la partida
separan a los unos de los otros.
¿Por qué estamos condenados a marchar?
¡Este mundo es demasiado triste para mí!
La parienta que nos había enviado la novela El príncipe que echaba de menos a los
difuntos escribió a su vez:
¡Cuánto debe de haber vagado
buscando lo inencontrable
por ignotos prados de bambúes,
mientras lloraba en vano!
Tras leer esos poemas, mi hermano, que había asistido aquella noche a la ceremonia
fúnebre, compuso éste:
Ante mis ojos
el fuego y el humo de la cremación
aparecieron y desaparecieron.
No hay regreso ya a los prados de bambúes…
¿A qué buscarla en vano?
Durante días no cesó de nevar, y me acordé de la monja que vivía en las montañas
de Yoshino. Le escribí:
Ha nevado mucho,
y ni siquiera debes de gozar
de la visión de los hombres
que recorren los intrincados senderos
del pico de Yoshino.
Yo le respondí:
Larga fue la noche.
En vano la campana nos recordaba
nuestros sueños…
Al fin su repicar no celebró
el cumplimiento de nuestras esperanzas.
A fines del quinto mes fui al templo de Higashiyama. En mi viaje de ida pude
contemplar los campos verdes del arroz joven inundados de agua. Era un espectáculo
que alegraba el ánimo. Sólo la sombra oscura de la montaña a mis espaldas ponía una
nota de soledad en el ambiente. En el plácido atardecer, los rascones parloteaban sin
parar en los campos.
Improvisé:
Los rascones hacen ruido
como si estuvieran llamando a la puerta,
pero ¿quién se dejaría engañar
y la abriría, diciendo:
Nuestro amigo ha llegado recorriendo de noche
el camino de la montaña…?
El lugar estaba cerca del santuario de Reizan, y me paré a orar. Había andado
mucho y me sentía fatigada, de modo que bebí en un pozo de piedra que se encontraba
junto al templo de la montaña, cogiendo el agua con la mano.
Mi amiga dijo:
—Jamás me hartaría de esta agua…
—¿Es la primera vez —le pregunté— que has probado la dulzura del agua de un
pozo de la montaña bebida en el cuenco de tu propia mano?
—Es más dulce que beber de una fuente, pues ésta se enturbia en seguida de barro
incluso con las gotas de agua que caen de la mano que se zambulle en ella[202].
Al regresar del templo llegamos a casa en un atardecer glorioso, y pudimos gozar
de una espléndida visión de Heian Kyo a nuestros pies.
Mi amiga que había dicho que el agua de las fuentes se enturbia fácilmente hubo de
regresar a la capital. Lamenté mucho su partida y a la mañana siguiente le escribí:
Cuando el sol de la tarde
desciende tras los picos de las montañas,
¿olvidarás que soy yo
quien mira con añoranza
en dirección al lugar en que vives?
Como el sonido de las voces de los bonzos que recitaban sutras en el oficio matinal
llegaba hasta mi casa, abrí la puerta. Apuntaba el alba, y la bruma velaba el verde
bosque, que parecía más espeso y tenebroso que en la estación de las flores y las hojas
encarnadas. El cielo parecía encapotado y los cucos cantaban en los árboles cercanos.
Improvisé:
¡Ojalá tuviera un amigo al lado
para poder contemplar y escuchar juntos!
Hermosa es la aurora en el villorrio montañés…
Y esas voces del cuco que parecen
acercarse y alejarse…
A fines de mes, los cucos cantaban a voz en cuello en los árboles del valle.
—Los poetas de la ciudad imperial —les dije— os están esperando, cucos, y
vosotros seguís cantando sin cesar de día y de noche…
Alguien que estaba sentado a mi lado dijo:
—¿Crees que hay por lo menos una persona en la capital que está escuchando los
cucos y pensando en nosotras en este momento?
Y añadió:
—En la ciudad imperial hay muchos
que gustan de contemplar la calma luna.
Pero ¿crees que hay uno solo entre ellos
que piense en la montaña fragosa
y en nosotras que nos ocultamos aquí?
Y yo repuse:
—En la ciudad imperial hay muchos
que gustan de contemplar la luna en la noche oscura,
a quienes asusta pensar en las lejanas montañas.
Pero mi corazón no puede desprenderse
del recuerdo del villorrio montañés…
Cierto día, al alba, oí pasos como de varias personas que bajaban de las montañas.
Me pregunté quiénes serían y miré afuera. Eran una manada de ciervos que se acercaron
a nuestra casa. Gritaban, pero no me gustó oírles tan cerca. Compuse:
Es dulce escuchar
la llamada amorosa del ciervo a su pareja
las noches de otoño
en las colinas lejanas.
Me enteré de que una conocida había venido a una casa que se encontraba muy
cerca de la mía y se había ido sin visitarme. Le escribí:
Incluso el viento que va y viene
entre los pinos de las montañas,
anuncia su partida
murmurando dulcemente…
En el noveno mes vi una luna de veinte días. Se acercaba la mañana, las sombras se
habían adueñado de la ladera de la montaña y sólo se oía la voz de la cascada. ¡Ojalá
que a todos los que aman la naturaleza les sea dado ver esta luna matinal en un villorrio
de montaña cuando se retira la noche de otoño[203]!
(Desplazamientos)[204]
Visité Heian-jo cuando los campos de arroz, que había visto inundados, estaban ya
secos y el arroz cosechado. Mientras estuve lejos de casa, los campos se habían
llenado de agua, crecieron las plantas nuevas, alguien las cortó y los campos se
secaron… Fue en el mes sin dioses[205] cuando regresé a mi morada provisional. Las
hojas que nos daban tanta sombra habían caído y el panorama resultaba deplorable. El
riachuelo cantarín que nos alegraba la vida con sus murmullos se hallaba enterrado bajo
una alfombra de hojas caídas y apenas se adivinaba su curso. Compuse:
Incluso el agua
no ha sobrevivido…
¡Tan solitaria es la montaña
cuando el viento tormentoso
desparrama las hojas…!
Hice un viaje, y pasé muchas noches de luna en una casa que se hallaba junto a un
bosque de bambúes. El viento resonaba en sus hojas y no me dejaba dormir. Compuse:
Noche tras noche
suspiran las cañas de bambú…
Mi sueños se rompen
y una tristeza indescriptible
llena mi corazón…
En el otoño del mismo año fui a vivir a otra parte y envié otro poema a la religiosa:
Soy como el rocío sobre la hierba…
Pero aunque me compadezca de mí misma
en todas partes,
estoy especialmente triste
en este campo donde los bambúes crecen ralos.
Al fin mi padre fue nombrado gobernador de una provincia en los confines orientales
del país[209].
Un día me dijo:
—Siempre pensé que, si obtenía un puesto de gobernador no lejos de la capital,
podría cuidar de ti tal como mi corazón desea. Me hubiera gustado llevarte conmigo
para que pudieras admirar paisajes maravillosos de montañas y mares, y que hubieras
podido contar con una servidumbre muy por encima de lo que ahora podemos
permitirnos. Pero parece que el karma que hemos arrastrado de otras vidas no es bueno.
Después de esperar muchísimo, me toca ir a un lugar en los confines del país.
»Cuando te llevé conmigo a la provincia del este que goberné en tiempos, cuantas
enfermedades me atacaban, incluso las más leves, me hacían sufrir muchísimo al pensar
que podía morir dejándote abandonada en tierra extraña. Hubiese vivido mucho más
tranquilo y con menos temores de haber estado solo. Como me acompañaba toda mi
familia, a veces no podía decir o hacer lo que hubiese querido decir o hacer, y me
sentía avergonzado. Ahora eres mayor[210], y no estoy seguro de que vaya a vivir mucho
tiempo.
»No es una suerte quedar desprotegida en la capital, pero no hay cosa peor en el
mundo que obligarte a vivir como una campesina entre los bárbaros del este.
Carecemos de parientes en la ciudad que puedan encargarse de tu bienestar, pero yo no
puedo rehusar el cargo después de una espera tan larga. De manera que tienes que
quedarte aquí, y yo me iré para siempre… ¿Cómo voy a hallar el modo de que puedas
vivir en la capital con un mínimo de decencia?
Día y noche se lamentaba, repitiendo discursos como el anterior, y yo me olvidé del
todo de las flores del arce, incapaz de ver una salida para mi triste situación. Se fue a
su provincia el día trece del mes séptimo[211].
Durante los días que precedieron a su partida me costó mucho mantenerme tranquila
en mi dormitorio, pero no me atrevía a volver a verlo. El día de su marcha, tras muchas
horas de inquietud e insomnio, levanté una punta de la persiana y mi mirada topó con la
suya. Estaba llorando, y, para no avergonzarle[212], me acosté en la cama.
Antes de su partida definitiva llamó a un criado de la casa, que regresó con este
poema para mí:
Si pudiera hacer lo que quisiese,
reconocería públicamente
el dolor que me causa partir
en otoño…
Nadie vino a hacerme compañía y me sentí muy sola. Pasaba la vida preguntándome
a cada momento dónde debía de encontrarse. Como conocía el camino que iba a
recorrer, pensé en él y sufrí por él con mayor conocimiento de causa. Pasaba mañanas y
atardeceres contemplando la silueta de las montañas dél este con el corazón en un puño.
Cuando empezó el otoño fui al templo de Uzumaza a pasar una temporada. Al salir
de Ichijo encontramos a dos hombres que viajaban en palanquín y que habían hecho un
alto en el camino para descansar. Tal vez estaban esperando a alguien para proseguir el
viaje juntos. Cuando pasé por su lado, me enviaron un criado con una nota que decía:
«¿Vas a contemplar flores? Se diría que sí…».
Pensé que quedaría en mal lugar si no contestaba a una pregunta tan banal, y repuse:
Hay tantas razones
para ir a ver los campos,
como miles de flores
en los campos mismos…
Estuve siete días en el templo, pero no podía dejar de pensar en el camino que
conduce al este. Recé a Buda y le dije:
—No hay manera de cambiar el presente, pero asegúrame que volveremos a
encontrarnos en algún lugar después de esta separación…
Estaba convencida de que el Iluminado me escucharía y atendería mi ruego.
Mediado el invierno tuvimos muchísima lluvia, pero sólo caía de día. De noche
soplaba un viento huracanado que limpiaba el cielo de nubes. La luna resplandecía
exquisitamente, pero al ver las altas cañas que crecían en los alrededores de la casa
partidas por los embates del tifón, me ponía muy triste. Compuse:
Los tallos de las cañas muertas
recuerdan con nostalgia los días de otoño…
En mitad del invierno la tempestad las abate
y las rompe…
Un día llegó un mensajero del este. Mi padre me había escrito esta carta:
«Atravesé la provincia de Hitachi y me detuve en todos los santuarios sinto que
hallaba en mi camino. Así descubrí un extenso prado que cruzaba un río soberbio. No
lejos se divisaba un bosque magnífico. Pensé en ti, y en cómo me gustaría que lo
pudieras ver. Pregunté cómo se llamaba; y me contestaron que el Bosque de la
Añoranza de Nuestro Propio Hijo. Imaginé quién le había puesto aquel nombre y sentí
mucha pena por él. Desmonté de mi caballo, y estuve allí dos horas».
Tras partir…
Como yo, debía de echar de menos
a su retoño…
Entristece contemplar
el Bosque de la Añoranza de Nuestro Propio Hijo.
(Templos y sueños)
Pasé bastante tiempo sin hacer nada, y empecé a pensar en emprender unas cuantas
peregrinaciones. Pero mi madre era una mujer muy anticuada, y me dijo:
—¡El templo de Hatsuse es terrible! ¿Qué sería de ti si algún malvado te
sorprendiera en la subida de Nara? También Ishiyama resulta muy peligroso… En
cuanto al paso de Sekiyama, junto al lago Biwa, es realmente como para echarse a
temblar… En cuanto al pico de Kurama, ¿qué voy a decirte? Espera para hacer tus
peregrinaciones a que tu padre haya vuelto.
A la vista de las opiniones manifestadas por mi madre, no tenía otra opción que
visitar el templo de Kiyomizu[214]. Pero mi viejo vicio de entregarme a ensoñaciones
románticas no había desaparecido del todo, y me costaba mucho fijar la mente en
pensamientos de tipo religioso.
En la semana del equinoccio hubo un gran tumulto provocado por un festival, y el
estrépito fue tan grande que consiguió asustarme. Cuando al fin logré dormir, soñé con
un sacerdote que se hallaba delante del altar vestido de azul y con tocado y zapatos de
brocado. Parecía el intendente del templo y me dijo:
—Demasiado ocupada con pensamientos mundanos, eres incapaz de rogar por la
paz en las vidas futuras…
Indignado, se ocultó tras una cortina. Desperté con un sobresalto, pero no conté a
nadie mi sueño y no volví a pensar en él.
Mi madre encargó dos espejos de bronce de dos palmos de diámetro y mandó a un
sacerdote que los llevara al templo de Hatsuse. Le ordenó que pasara dos o tres días
rezando en el templo para que nos fuera revelado mi futuro en un sueño. Durante este
tiempo se me obligó a mantener la abstinencia ritual.
He aquí lo que nos dijo el clérigo al regresar:
—No quería volver sin haber tenido antes un sueño que contaros, y, tras participar
en numerosas ceremonias, me fui a dormir. Entonces se me apareció una dama
sumamente gentil y soberbiamente vestida que, saliendo de detrás de una cortina, aceptó
los espejos y me preguntó si no había ninguna carta pegada a ellos. Le respondí con
toda la cortesía de que fui capaz que no había cartas y que sólo tenía órdenes de
entregar los espejos.
»—¡Qué extraño! —dijo ella—. Es preciso acompañarlos de cartas. Mira qué nos
muestra uno de ellos. ¡Da lástima contemplarlo!
»La dama lloraba amargamente y pude ver en la superficie del espejo sombras de
gente que parecía lamentarse.
»—Ver esas cosas parte el corazón —dijo ella—, pero ver esto lo llena de alegría.
»Entonces me mostró el otro espejo: en él contemplé una hermosa persiana verde,
por debajo de la cual asomaban vestidos de muchos colores. Los ciruelos y los cerezos
estaban cargados de flores, y en todos los árboles había ruiseñores que cantaban.
Ni siquiera le presté atención. Tampoco le hice preguntas.
Oí a alguien que decía: «Reza a la diosa celestial que ilumina el cielo», pero mi
mente irreverente pensó: «¿Dónde está? ¿Será una diosa o un buda?». Esas fueron la
primeras palabras que acudieron a mis labios, pero luego recapacité y pregunté a
alguien que me contestó:
—Se trata de la diosa que habita en Ise[215]. Se la adora en el santuario de los
ancestros imperiales, pero también le tiene una gran devoción el gobernador de la
provincia de Kii.
Yo no tenía manera de desplazarme a Ise. ¿Y cómo voy a prosternarme en el
santuario de los ancestros que se encuentra en el palacio del emperador? ¡Jamás me
dejarán entrar! Tendría que rogar para que me fuese concedida la iluminación.
Una parienta mía se hizo monja y pasó a vivir en el templo de Sugaku. En invierno
le envié este poema:
Derramo lágrimas
por ti
al pensar en la aldea de montaña
donde se desata la ira
de las tempestades de nieve…
Me contestó:
A veces creo entreverte
saliendo del bosque tenebroso,
cuando sobre mi cabeza
crecen las hojas en verano.
(En la corte)
La primera vez pasé allí sólo una noche. Me vistieron con un conjunto de siete uchikis
de tonos crisantemo claros y oscuros, y encima llevaba otro más amplio, de seda
púrpura. Tal como he explicado, por aquel entonces sólo pensaba en novelas, y no tenía
parientes cercanos capaces de enseñarme buenas maneras y los usos de la corte, que
sólo podía intuir gracias a los libros que leía. Siempre fui la sombra de unos padres
pasados de moda y se me había acostumbrado a no salir salvo para ir a contemplar la
luna y las flores. De modo que cuando dejé mi casa, tuve la sensación de que había
dejado de ser yo misma y de que el mundo que me esperaba no era el real. Partí al alba.
En mi mente poco ilustrada siempre había imaginado que algún día podría escuchar
cosas más interesantes y que darían más consuelo a mi corazón que lo que solía oír en
casa.
En la corte me sentía extraña y triste, pero no tenía a quien quejarme. Pasé días con
la cabeza vacía y la desagradable sensación de ser espiada. A los diez días me dejaron
salir. Mi padre y mi madre me estaban esperando junto al brasero. Al verme bajar del
palanquín mis sobrinas[219] dijeron:
—Mientras vivías en casa, la gente venía a visitarnos, pero ahora no escuchamos
una sola voz ni se recorta la sombra de nadie sobre las paredes de la casa. Nos
sentimos muy deprimidos. ¿Qué podrías hacer para mejorar nuestra situación?
Me destrozó el corazón verlas llorar mientras se me quejaban así. A la mañana
siguiente me dijeron:
—Cuando estás aquí, hay mucha gente entrando y saliendo. La casa parece mucho
más animada.
Los ojos se me empañaron al comprobar la admiración que despertaba en mis
sobrinas, cuando me consideraba con tan pocos méritos.
Incluso a un santo le costaría soñar con la vida que precedió a su nacimiento. Y, sin
embargo, cuando estaba delante del templo de Kiyomizu, medio despierta medio
dormida, creí ver a un hombre que parecía ser el abad del templo. Se me acercó y me
dijo:
—En tiempos fuiste un monje de este templo y renaciste en un estado mejor por
virtud de una serie de imágenes de Buda que tallaste en tu calidad de artista búdico. El
Buda entronizado de treinta palmos de altura que se encuentra en la parte oriental del
templo es obra tuya. Mientras estabas recubriéndolo de pan de oro, te alcanzó la
muerte.
—¡No me merezco tu bendición! —le dije—. De todos modos, estoy dispuesta a
concluir mi trabajo.
Pero él me contestó:
—Al morir tú, otro hombre se encargó de concluirlo y hacer la ceremonia del
ofrecimiento.
En el último mes del año regresé a la corte, y se me asignó una habitación para mí
sola, pero todas las noches me tocaba acudir a los aposentos de la princesa y echarme
entre desconocidas, de modo que no podía dormir. Era tímida y apocada, y me pasaba
la vida derramando lágrimas en secreto. A la mañana siguiente me retiraba a mi cámara
antes de que amaneciera: echaba de menos mi hogar y mis ancianos y débiles padres,
que tenían mucha confianza en mi persona y esperaban que me mostrara a la altura de
mi familia. ¡Yo pensaba mucho en ellos y me sentía muy sola y desvalida!
Aunque hacía cuanto podía para servir a la princesa, había días en que me sentía tan
mal que no podía acudir a sus aposentos al atardecer. No parecía que ella se enterase
de qué ocurría en mi corazón y atribuía todas mis «faltas» a una excesiva timidez, de
manera que procuraba tratarme con mayores atenciones que a las demás azafatas. Solía
ordenar:
—¡Que acudan las damas más jóvenes!
Pero me arrastraban a su presencia en contra de mis deseos.
Las que estaban acostumbradas a la vida en la corte se sentían como en casa, pero
yo, que ya no estaba entre las más jóvenes, aunque tampoco merecía ser contada entre
las «entradas en años», pasaba casi desapercibida y se me utilizaba para acompañar a
las visitas. Sea como fuere, nunca me hice grandes ilusiones sobre mi futuro cortesano,
y no envidiaba a las que eran más agraciadas que yo. Poco a poco, fui ganando en
aplomo, y de vez en cuando iba a hacer compañía a la princesa o conversaba con las
compañeras que me resultaban simpáticas sobre temas placenteros. Evité
conscientemente excederme a la hora de sonreír así como hacerme demasiado popular
para no hallarme a la postre envuelta en situaciones de difícil salida.
Una noche que dormía en la antecámara de la princesa, me despertaron las aves
acuáticas del estanque con sus chillidos y aleteos. Compuse este poema:
Al igual que nosotras,
las aves del estanque pasan la noche
flotando en sueños.
Parecen cansadas
de sacudirse la escarcha de las plumas.
Mis compañeras pasaban el tiempo charlando sobre novelas con las puertas que
separaban nuestros aposentos abiertas. De vez en cuando llamaban a otra dama que
dormía con la princesa. Al fin les contestó con esta nota:
«Volveré si debo hacerlo».
Y le enviaron estos versos:
Es fácil doblar
las largas hojas de las cañas,
de manera que no intentaremos persuadirla
y dejaremos que el viento
se ocupe de ella.
Las damas que tienen a su cargo acompañar a los nobles de la corte despiertan muy
poco interés. Una noche muy oscura del mes sin dioses, cuando un coro de recitadores
de melosa voz se disponía a leer los sutras, una dama de la corte y yo nos dirigimos a la
entrada de la sala de audiencias para escuchar, y nos quedamos dormidas en nuestro
rincón… De pronto me desperté sobresaltada y pude ver cómo la princesa recibía a un
caballero. Mi amiga me dijo:
—Parece absurdo que corramos a nuestros aposentos para evitarlo. Permanezcamos
aquí y ya veremos qué ocurre.
Le hice caso y permanecí a su lado, escuchando.
El hombre hablaba suavemente y con gentileza. Nada había en él que pareciera
impropio.
—¿Quién es la otra dama? —preguntó, refiriéndose a mi compañera.
No dijo nada que sonara grosero o lascivo como es común en otros hombres, sino
que habló con enorme delicadeza del triste encanto de las cosas de este mundo[226], y
muchas de sus frases me indujeron a conversar con él. Se sorprendió de que en la corte
hubiese una dama que aún no conocía, y parecía tener ganas de quedarse un rato.
No había estrellas, y la lluvia caía suavemente en la oscuridad. ¡Qué bien sonaba su
música sobre las hojas!
—¡Qué bella es la noche! —observó—. La luna llena estaría de más… Aunque
todas las estaciones tienen su encanto. Me gustan las brumas de la primavera, que
filtran el resplandor de la luna, empañándolo. Cuando el cielo se muestra apacible, el
astro nocturno parece flotar en un río lejano… En momentos como éste, una lenta
melodía primaveral tocada en el koto parece exquisita… En cambio, en otoño la luna
suele brillar espléndidamente. Aunque haya neblina en el horizonte, podemos ver las
cosas tan claramente como si pudiésemos tocarlas. La canción del viento, las voces de
los insectos, todo lo bello parece fundirse y convertirse en algo único. Cuando en esta
estación escuchamos la música otoñal de un koto, nos olvidamos de la primavera… No
la cambiaríamos por nada… ¡Y qué magnífico nos parece el mundo cuando el invierno
lo envuelve en un espeso manto de hielo! ¡Contemplar cómo la nieve cubre la tierra y su
blanco resplandor combina con el de la luna! ¡Y en cuanto las notas del hitchiriki[227]
hacen vibrar el aire, olvidamos los encantos de la primavera y el otoño!
Mi amiga se pronunció a favor del otoño, pero yo, que no quería imitarla,
improvisé:
—Pálida noche verde
que se mezcla con las flores
tras una suave bruma…
Y la luna por todas partes,
brillando en medio de la noche primaveral…
Eso dije yo, y él, tras repetir mi poema por lo bajo, dijo:
—¿De modo que dejas de lado el otoño? A partir de ahora, mientras viva, las
noches de verano como ésta me traerán recuerdos de ti…
Mi compañera replicó:
—Que favorezcan la primavera quienes quieran… No me importa seguir
contemplando sola la luna de otoño.
El hombre parecía muy interesado, y, sintiéndose inseguro, comentó:
—Incluso los poetas del imperio T’ang[228] no supieron decidir a quién reconocer la
primacía, si a la primavera o al otoño[229]… Vuestras decisiones me hacen pensar que
por fuerza hay algo profundamente personal a la hora de inclinarse por una o por otro.
Nuestras almas se sienten invadidas por los colores del cielo, de la luna o de las flores
de un determinado momento. Me encantaría saber cómo llegasteis a descubrir los
encantos de la primavera y el otoño. Suele ponerse la luna del invierno como ejemplo
de monotonía, y, como hace mucho frío, nunca había hecho nada por verla, pero hube de
ir a Ise para presenciar en representación del emperador la ceremonia de entronización
de la gran vestal que tiene a su cargo el santuario. Quería regresar al alba, de modo que
fui a despedirme de la princesa en una noche de luna radiante tras varios días de
intensas nevadas, y debo confesar que el viaje que me esperaba no me hacía ninguna
ilusión.
»Su residencia parecía un palacio de otro mundo, pero ella me hizo pasar a un
aposento muy adecuado. Allí había monjes que habían llegado en tiempos del
emperador Enyu, y su aspecto admiraba por lo vetusto, sagrado y místico. Hablaban del
pasado con lágrimas en los ojos. La música tampoco parecía cosa de este mundo.
Lamenté que estuviera a punto de amanecer y me emocioné tanto que casi olvidé que
debía regresar a la capital. Desde entonces, las noches de invierno me traen a la
memoria aquella escena, y no dejo de contemplar nunca la luna de invierno aunque haya
de hacerlo abrazando un brasero… Estoy seguro de que me entenderéis, y a partir de
hoy todas las noches oscuras en que caiga una suave lluvia me conmoverán. Pienso que
no ha sido inferior a la noche de nieve que me tocó vivir en el palacio de la gran vestal
de Ise.
Dichas estas palabras, partió y pensé que seguía ignorando quién era yo.
En el octavo mes del año siguiente[230] fuimos al palacio imperial, pues se había
anunciado una serie de espectáculos y diversiones que habían de durar toda la noche.
Ignoraba que él también estaba presente, y pasé toda la noche en mi habitación. Al
amanecer, cuando abrí la puerta corredera que daba al pasillo y me asomé al exterior,
pude ver la luna matinal tan borrosa como bella. Oí pasos y voces de gente que se
acercaba recitando sutras. Uno de los hombres se me acercó y me saludó. Le contesté, y
él me reconoció súbitamente, exclamando:
—¡Aquella noche de la lluvia suave! No he dejado nunca de pensar en ella… ¡Ojalá
se repitiera!
Yo no disponía de mucho tiempo para contestarle, pero fui capaz de improvisar:
—Muy intensa
es la memoria de tu corazón…
La lluvia suave sobre las hojas…
Por un instante
nuestras almas se rozaron…
Apenas acabé de pronunciar estas palabras cuando llegó más gente y hube de
retirarme.
Aquella misma tarde, encontrándome ya en mi dormitorio, mi amiga vino a verme y
me trajo una nota de él:
«Si volviéramos a tener una noche tan tranquila como aquella de la lluvia, me
gustaría hacerte escuchar mi koto y tocaría para ti todas las canciones que sé…».
Hubiese querido escucharle y esperé una ocasión propicia, pero no se presentó.
Una tarde plácida del año siguiente oí que había vuelto al palacio de la princesa, de
modo que salí de mi habitación junto con mi amiga con la esperanza de encontrarlo,
pero había mucha gente fuera y dentro del palacio de modo que acabamos por regresar.
Parece que él pensó lo mismo. Vino porque la noche se anunciaba plácida, y se retiró
cuando empezó el ruido. Compuse este poema:
Anhelo un momento tranquilo
para poder surcar el mar
de la armonía
en este bote encantado.
Barquero, ¿qué sabes de mi corazón?
Esos son los versos que compuse, y no hay más que contar. Era un hombre de fuerte
personalidad, pero pasó el tiempo y ninguno se dirigió decididamente al otro[231].
Una noche entera de invierno (la nieve aún no había llegado y el cielo, iluminado
por las estrellas, era claro y frío) estuve hablando largamente con mis compañeras de
palacio[232]…
Sintiéndome una mujer inútil, me retiré de la corte.
(Peregrinajes)
El día veinticinco del último mes asistí, a petición de la princesa, al servicio religioso
en que se recitan los nombres de Buda. Sólo acudí para aquella noche. Había cuarenta
damas con atuendos rojos. Me senté detrás de la persona que me acompañó y me retiré
antes del alba. De camino a mi casa nevó copiosamente, y la luna, gélida y fantasmal, se
reflejaba en mis mangas rojas de seda brillante. Incluso aquel reflejo me entristeció.
Pensé: «El año toca a su fin y, con él, la noche y este reflejo de la luna en mi manga…
Todo pasa. Cuando se está en la corte, una acaba por familiarizarse con los que allí
sirven. Así llega a conocer mejor las cosas del mundo, y, si sabe mostrarse amable, se
la recibirá como a una dama y quizás obtenga favores dignos de tenerse en cuenta…».
Eso pensaba, pero mi padre se sentía decepcionado y me mantenía en su casa.
¿Cómo podía imaginar que mi suerte cambiaría en un abrir y cerrar de ojos? Supongo
que eso era lo que mi padre soñaba, pero me trataba como si lo hubiese traicionado.
Compuse este poema:
Aunque mil veces (o muchas más)
recogí perejil
en los campos,
mis anhelos no se vieron cumplidos[233]…
Aunque el templo de Seki era magnífico, me hizo pensar en aquel viejo Buda
rudamente esculpido que nunca olvidaré. La playa de Uchide no había cambiado con el
paso de los años, pero mi corazón sí.
Llegué al templo al atardecer y, tras tomar un baño, me dirigí al santuario principal.
El viento de las montañas soplaba furioso. Me quedé dormida en el templo, y oí una
voz que me decía: «De lo más profundo del santuario está manando perfume. Hazlo
saber en seguida…». Aquellas palabras me despertaron y, advirtiendo en ellas un buen
presagio, pasé la noche rezando.
Al día siguiente, el viento sopló con mayor fuerza todavía. Consolé mi corazón
solitario conversando con la amiga de la princesa, que me había acompañado. A los
tres días regresamos a casa.
***
El día veinticinco del mes décimo del año siguiente[236] la capital estaba
agriadísima con las lustraciones que preparaban la gran ceremonia[237]. Yo deseaba
partir aquel mismo día al templo de Hase para mi propia purificación, pero en mi casa
me detuvieron, asegurándome que el espectáculo que se avecinaba sólo se veía una vez
en cada reinado. Incluso la gente del campo acudía a la ciudad para presenciar la
procesión, y parecía locura abandonar la capital precisamente aquel mismo día.
—La gente se enterará de lo que has hecho y todos murmurarán —dijo mi hermano.
—No, no… que haga lo que quiera —repuso mi esposo, y me dejó marchar.
Su amabilidad me llegó al alma, pero no pude dejar de compadecer a los que me
acompañaban, y que, por mi culpa, iban a perderse la ceremonia. Pero ¿qué significan
esos espectáculos? Estaba segura de que Buda se sentiría profundamente complacido si
renunciaba a ellos para visitarlo. Ansiosa por recibir el favor divino, partí antes de la
aurora. Al cruzar el puente de Nijo, con las antorchas de pino ardiendo delante de mí y
todos mis sirvientes ataviados de blanco[238], los hombres a caballo, en carruajes o de a
pie que se cruzaban con mi comitiva y que estaban buscando un buen lugar para
presenciar los festejos, se decían, sorprendidos ante mi partida:
—¿Qué significa esto?
Y muchos se burlaban de mí sin disimulo alguno. Gritaban, riendo:
—¡Aquí hay unos que van al templo! ¡Como si el año no tuviera suficientes días!
Un hombre, sin embargo, pronunció estas palabras:
—¿A qué saciar la vista durante unos momentos? Ved cuán determinados parecen.
Seguro que obtendrán el favor de Buda. Deberíamos imitarlos y prescindir de las
diversiones.
El hombre parecía hablar en serio.
Yo había querido abandonar la capital antes de que se hiciera de día, y me puse en
marcha a medianoche, pero me vi obligada a esperar a ciertas personas y la espesa
niebla se fue aclarando. Una riada dé gente llegaba del campo, y nadie estaba dispuesto
a hacerse a un lado para dejar paso a los demás. Incluso los niños más vulgares y
groseros, al pasar junto a mi carruaje, nos dirigían expresiones de sorpresa y desprecio.
Lamenté haberme puesto en marcha precisamente aquel día, pero, rezando al
Iluminado de todo corazón, alcanzamos el transbordador de Uji. También allí había
multitudes que se dirigían a la capital, y el hombre que se encargaba de él se las daba
de persona importante. Cubriéndose la cara con las mangas y apoyándose en su pértiga,
fingía no ver a los que reclamaban sus servicios. Miraba al cielo, como ausente,
silbando una canción. Pasamos mucho rato sin poder cruzar el río, de manera que me
puse a contemplar el lugar, que siempre había tenido curiosidad por ver desde que
leyera La novela de Genji, en la que se nos cuenta que las princesas de Uji vivían
allí[239]. Me pareció un sitio encantador. Al fin conseguimos atravesar el río y pudimos
contemplar la mansión de Uji. Entonces recordé el personaje de Ukifune[240], de la
misma novela, que también había vivido allí.
Como habíamos partido tan de mañana, mi gente estaba muy fatigada y se quedó en
Hiroichi para comer. Nuestro guardián nos advirtió:
—¿Es éste el famoso monte Kurikoma? Se acerca la noche. No olvidéis tener a
mano las armas para protegeros de bandidos y malos espíritus.
Sus palabras me produjeron un escalofrío, pero cruzamos la montaña sin incidentes
y cuando llegamos al lago Nieno, el sol estaba en su cénit. Envié a mis acompañantes a
buscar alojamiento, pero regresaron diciendo que no había ningún lugar adecuado,
salvo una pobre cabaña. No habiendo otra cosa, buscamos refugio en ella.
Hallamos sólo dos hombres en la casa, pues todos sus demás habitantes habían ido
a la capital. Durante la noche montaron guardia para nuestra seguridad. Mis criadas se
habían instalado en un anejo exterior que servía de cocina, y al verlos moverse sin
parar, les preguntaron:
—¿Por qué no dejáis de andar?
—¿Que por qué? Pues porque hemos alquilado nuestra casa a unos perfectos
extraños. ¿Qué vamos a hacer si nos roban las ollas o las teteras? No os extrañe que no
podamos dormir…
Al oírlos experimenté a la vez miedo y ganas de reír.
Al día siguiente partimos y fuimos a postrarnos en el gran templo del este[241]. El
templo de Iso no Kami estaba medio en ruinas. Aquella noche nos alojamos en Yamabe.
Aunque estaba muy fatigada, recité los sutras antes de dormir. En sueños vi a una mujer
de aspecto noble y puro y noté una brisa deliciosa. Me miró y me dijo, sonriendo:
—¿A qué has venido?
—No podía hacer otra cosa, puesto que estás aquí —le respondí.
—Harías bien volviendo a la corte imperial e intimando con la dama que llaman
Hakase.
Sus palabras me animaron.
Atravesamos el río y llegamos al templo de Hatsuse de noche. Después de las
lustraciones, entré en el templo, donde permanecí tres días. Por las noches me dormía
«esperando» verme favorecida con un sueño especial. A medianoche soñé que alguien
arrojaba una rama de cedro en la habitación como una prenda del dios Inari[242]. Me
sobresalté, pero al salir de mi dormitorio me di cuenta de que sólo se trataba de un
sueño.
Reemprendimos el viaje pasada la medianoche, y, no hallando mejor alojamiento,
volvimos a pasar la noche en una casucha, que resultó ser no poco curiosa.
—¡No duermas aquí! ¡Algo raro te sucederá!
—No te asustes…
—Échate a dormir y procura que no se note que respiras…
Todas esas cosas me tocó oír, y pasé la noche sintiéndome muy sola y atemorizada.
Me pareció que pasaban mil años hasta que amaneció, y cuando apuntó el día, descubrí
que nos hallábamos en el refugio de unos ladrones. Se decía en el lugar que la dueña de
aquella casa tenía un «extraño oficio».
Cruzamos el río Uji en medio de un vendaval, y el transbordador estuvo a punto de
tropezar con la red de unos pescadores. Compuse este poema:
Han pasado los años
y aún creo oír el estruendo de la corriente
Hoy todavía sigo contando
los rizos del agua
en torno a la red de pescar.
Si, como estoy haciendo ahora, sigo poniendo por escrito eventos ocurridos hace
cuatro o cinco años, mi vida parecerá la de un peregrino, pero no es así. Estoy narrando
acontecimientos ocurridos a lo largo de varios años.
En primavera fui al templo de Kurama. Era un día suave, y las brumas se
arrastraban por entre las montañas. Los montañeses nos trajeron tokoro[243] para comer
—no tenían nada más—, y no me pareció malo. Cuando dejé el lugar, las flores ya
habían desaparecido.
En el mes sin dioses regresé allí, y el panorama de las montañas, vestidas ahora con
los brocados de otoño, me pareció más hermoso. La corriente del río hervía como
metal líquido y se deshacía en gotas de cristal.
Cuando llegué al monasterio, las hojas de los arces, húmedas de la lluvia,
resplandecían de modo incomparable.
La forma de las hojas de los arces,
en otoño y bañadas por la lluvia.
¡Qué belleza
en lo más profundo de las montañas!
Dos años después volví a Ishiyama. Pensé que estaba lloviendo, y alguien me dijo
que la lluvia hace los viajes poco agradables, pero al abrir la puerta contemplé la luna
menguante iluminando las profundidades del valle escarpado. El ruido que tomé por
lluvia era la canción de un riachuelo que se deslizaba entre las raíces de los árboles.
El canto del arroyo montañés
imita el de las gotas de lluvia,
pero la calma de la luna menguante
brilla sobre todo…
La siguiente vez que fui al templo de Hase mi viaje no resultó tan solitario. A lo
largo del trayecto, varias personas me invitaron a cenas de ceremonia, y avanzamos
muy lentamente. El bosque de Hahasono en la provincia de Yamashiro estaba precioso
con sus colores otoñales. Crucé el río Hase, y nos quedamos tres días en la otra orilla.
Como éramos demasiados para alojarnos en la casita que había al otro lado del paso de
Nara, acampamos en el prado. Nuestros hombres pasaron la noche sobre esteras de
cuero extendidas sobre el césped y, como el rocío no cesaba de caer sobre sus cabezas,
no pudieron dormir. La luna parecía más límpida y pintoresca que nunca.
En nuestros peregrinajes
la luna solitaria nos acompaña
iluminándonos desde el cielo…
La luna menguante
que solía contemplar en la ciudad imperial…
Como podía hacer según mi gusto, fui a orar a templos lejanos, y mi corazón hallaba
consuelo en los placeres y fatigas del viaje. Aunque me divertía con ello, mis plegarias
reforzaban mi esperanza[244]. No tenía especiales preocupaciones en aquel tiempo y
trataba de educar a mi hijo de la mejor manera que sabía, mientras iban pasando los
días. Mi marido aspiraba también a la felicidad, y el futuro parecía prometedor.
Una amiga muy querida, con la que habíamos intercambiado poemas desde antiguo
en situaciones muy distintas y con la que todavía seguía escribiéndome, aunque con
menos frecuencia, se casó con el gobernador de Echizen y lo acompañó a su provincia.
Esta circunstancia puso fin a nuestra relación epistolar, aunque aún le envié este último
poema, que me costó mucho hacerle llegar:
¡Afecto indestructible!
¿Es posible que acabe con el tiempo
mientras la nieve sigue cubriendo la tierra
en la provincia del norte?
Ella me contestó:
Ni siquiera una piedrecita deja de existir
aunque se halle enterrada bajo la nieve
de Hakusan.
Lo mismo ocurre con mi afecto,
aunque parezca oculto.
Fui a visitar un valle de Nishiyama al oeste de la capital. Allí había flores por todas
partes. Era hermoso, pero solitario, y no se veía un alma. Una delicada neblina parecía
envolvernos.
Lejos de las ciudades,
en el corazón de las montañas,
florece el cerezo,
y malgasta sus flores
sin que nadie las admire.
(Penas y consuelos)
Una vez que mi esposo me causó un gran dolor[245], me retiré al templo de Uzumasa.
Allí me llegó una carta de alguien que había servido a la princesa. Mientras la estaba
contestando, oí la campana del templo.
El mundo del dolor
no puede olvidarse ni siquiera en este lugar…
Al escuchar el tañido de la campana del atardecer
mi corazón se siente aún más solo.
Recordé que cierto día había ido al palacio de la princesa a hablar con dos buenas
amigas. Al día siguiente, hallando la vida tediosa, pensé mucho en aquella
conversación y les envié este poema:
Aunque sabíamos que el lugar de nuestro encuentro
era un mar de lágrimas, donde los recuerdos
son rizos en el agua y el afecto una marea que se retira,
nos aventuramos a surcarlo[246]…
Y mi anhelo por recobrarlos crece cada día.
Y la otra:
¿Quién se aventuraría por el mar de lágrimas
buscando una ocasión
con celoso cuidado,
si no hubiera visto las flores
de una visión encantadora flotando en él?
Como esta amiga pensaba como yo, solíamos hablar de las penas y alegrías del
matrimonio, pero ella hubo de irse a la provincia de Chikuzen en Kyushu. Una noche de
luna clara fui a la cama pensando en ella con nostalgia, porque, cuando ambas
estábamos en palacio, en noches como aquélla no solíamos dormir, sino que las
pasábamos contemplando la luna. Soñé que estábamos en palacio juntas como en otros
tiempos. Me desperté sobresaltada: la luna se hallaba sobre la vertiente occidental de
la montaña y pensé en aquel verso del poema famoso que dice: «¡Ojalá no me hubiera
despertado!». Improvisé:
Dile, luna que te encaminas al oeste, que, pensando en ella, no pude dormir, y que
toda la noche un rocío de lágrimas de afecto humedeció mi almohada…
En otoño[247] tuve ocasión de viajar a la provincia de Izumi. A partir de Yodo, el
viaje resultó muy pintoresco. Pasamos una noche en Takahama. Era muy oscura, y de
pronto oí el ruido de un remo. Me dijeron que había llegado una cantante. Mis
compañeros le pidieron que acompasase su embarcación con la nuestra. Un farol en
cubierta iluminaba a la mujer: llevaba un vestido de largas mangas y, cubriéndose la
cara con el abanico, se puso a cantar. Nos pareció maravillosa. El atardecer siguiente,
mientras el sol se mostraba aún detrás de la cima de las montañas, pasamos por delante
de la playa de Sumiyoshi. Estaba envuelta en niebla, y las ramas de los pinos, la
superficie del mar y la playa, a la que iban a dar las olas cansinas, se conjugaban para
crear una cuadro de enorme belleza.
Un atardecer de otoño…
La costa de Sumiyoshi…
¿Hay palabras para describirlo?
¿A qué podría compararse?
Hice cuanto pude para contentar a mi esposo. También cuando se sirve en la corte
hay que esforzarse para contentar a gauchos. ¿Qué favor obtiene la que pasa la vida
volviendo a casa de sus padres ante cada contrariedad? Al ir envejeciendo empezó a
parecerme impropio comportarme como si todavía fuéramos una joven pareja[249]. No
obstante, los sinsabores me ocasionaron muchas lágrimas y enfermé, de manera que ya
no podía ir a visitar templos. No tenía esperanzas de vivir mucho más tiempo, pero
quería asegurar a mis hijos la mejor posición posible mientras estuviera con vida[250].
Me guardé mi dolor y esperé que se le asignara un buen cargo a mi esposo. En
otoño obtuvo uno[251], pero no tan bueno como hubiésemos esperado, y nos sentimos
muy desilusionados. No quedaba muy lejos del lugar del que acabábamos de regresar,
de manera que decidió partir y nos pusimos a hacer los preparativos. Emprendió el
viaje desde la casa en que acababa de ir a vivir su hija[252]. Fue después del día diez
del mes sin dioses. Todo parecía ir bien, y le acompañaba nuestro hijo. Mi esposo iba
vestido de púrpura con arreglo a su rango, y llevaba una larga espada. El muchacho
llevaba calzas rojas y una chaqueta azul estampada. Montaron a caballo junto a la
galería.
En cuanto hubieron partido (¡con cuánto ruido!), me sentí muy sola. De todos
modos, como había oído decir queda provincia no estaba muy lejos, me sentí menos
abandonada que en otras ocasiones. Los que le acompañaron en la primera etapa de su
viaje regresaron al día siguiente y me contaron que la comitiva había sido espléndida
pero que, al observarlos desde lejos por la mañana, habían creído ver un «fuego
humano[253]» que se desprendía del cortejo y volaba en dirección a la capital. Quise
pensar que se trataba de alguno de los acompañantes. ¿Cómo iba a imaginar lo peor?
Sólo pensaba en cómo educar a nuestra prole.
Regresó el cuarto mes del año siguiente[254] y pasó el verano y el otoño en casa. El
día veinticinco del mes noveno se puso enfermo.
Falleció el día cinco del mes décimo[255], y mi dolor fue indescriptible.
Ahora sé que mis circunstancias actuales se habían reflejado veinticinco años atrás
en uno de los dos espejos que mi madre llevó al templo de Hatsuse. Yo era aquella
imagen que lloraba desconsoladamente. La felicidad anunciada en el otro espejo ya no
se realizaría nunca.
El día veintitrés quemamos sus restos con el corazón dolorido, y mi hijo, que le
había acompañado el otoño anterior a su provincia exquisitamente ataviado, siguió la
caja cubierta de las insignias de luto llorando y vestido de negro. Mis sentimientos al
verlo salir no pueden expresarse con palabras. Me sentía como si anduviera en sueños
y pensaba que mi vida tocaba a su fin.
(Remordimientos)
En el décimo mes dirigí mis ojos, anegados en llanto, a la luna radiante. Improvisé:
Incluso en el pensamiento
nublado por el dolor
se refleja
la luna resplandeciente.
(Soledad)
Pasaron los meses y los años, y siempre que evocaba la pesadilla de su muerte, mi
mente se turbaba de modo que no puedo recordar claramente estos días. Los míos
fueron a vivir a otra
parte y quedé sola en mi casa solitaria: estaba cansada de tanto meditar y envié este
poema a alguien que llevaba mucho tiempo sin escribirme:
Crecen los hierbajos delante de mi puerta,
y el rocío humedece mis mangas.
Nadie me visita…
Lloro sola… ¡ay!
IZUMI
[29]A partir de la traducción de Annie Shepley Orfiori y Kochi Doi (Diaries of Court
Ladies of Old Japan, Boston-NuevaYork, Houghton Mifflin, 1920). Hemos ordenado
los diarios partiendo de los años en que ocurren los hechos narrados. De haberlo hecho
por el orden de su composición, éste sería seguramente el último de los tres. <<
[30]En el lenguaje de la autoras de la época, la palabra «mundo» (yononaka) suele
usarse como sinónimo de relación amorosa con un hombre. Así se refiere a su marido la
autora del Diario de Sarashina. <<
[31]Se refiere seguramente a la ribera del riachuelo artificial que discurre por el jardín
de palacio. <<
[32]Este diario, a diferencia de los otros dos contenidos en este mismo volumen y de lo
que era práctica habitual en la época, está escrito en tercera persona. Ello ha llevado a
hacer pensar a algunos especialistas, entre los que se encuentran Waley y Bowring, que
en realidad se trata de una novelita romántica (monogatari) sobre un episodio real de
la vida de la protagonista «adornado» con sus propios poemas. Algo así como una
antología «dramatizada» en la línea de los Cuentos de Ise. Sea como fuere, no se
conocen paralelos de la misma época. <<
[33]El príncipe Tametaka, tercer hijo del emperador Reizei, fallecido en el mes de junio
de 1002.También fue amante de Izumi Shikibu. <<
[34] También conocido como Sochi no Miya. Es el hermano menor del difunto. <<
[35] Árbol de la familia del naranjo. <<
[36]El cuco (el hototogisu) canta cuando florecen los tachibana. En el poema, el
«cuco» es el joven príncipe. <<
[37] El príncipe difunto. <<
[38]Hay que imaginar al príncipe y a la dama separados por una persiana o por la
cortina de un kichó (estructura de madera lacada desplazable que permitía colgar una
cortina para separar a hombres y mujeres en visitas de este tipo). <<
[39] Entiéndase aquí «conversar» en un sentido muy amplio que engloba otras
actividades no menos placenteras. <<
[40] También aquí debe entenderse «hablar» de manera amplia. <<
[41] Que duraba un año. <<
[42] Parece que el canto del cuco (hototogisu), pájaro muy querido en Japón y muy
presente en su poesía, cambia a partir del mes de abril, ganando en brillantez y
estridencia. <<
[43]Se trata del Iris sibirica, en japonés ayame. El quinto día del quinto mes se
celebraba una fiesta en la que los nipones adornaban su casa con esta flor. <<
[44]
Heian Kyo (Kioto) formaba un rectángulo cuyos lados derecho e izquierdo venían
más o menos delimitados por los ríos Kamo (a la derecha) y Katsura (a la izquierda).
<<
[45]Parece que había servido al difunto príncipe Tametaka, que también fue amante de
Izumi Shikibu. <<
[46]Se trata de Fujiwara no Michinaga, también protagonista del diario de Murasaki
Shikibu. <<
[47] Fujiwara no Michitaka, hermano mayor de Michinaga. <<
[48] Entiéndase «hasta que hayas afianzado tu posición». <<
[49]De ello se deduce que la entrevista nocturna ha tenido lugar dentro del palacio que
habita el príncipe. Debe recordarse que las casas y los palacios del tipo llamado
shinden estaban formados por numerosos pabellones unidos (y separados) por
corredores y caminitos, y rodeados de jardines que imitaban falsos paisajes (el río, el
arroyo, la colina, el puente…). En estos microcosmos urbano-rústicos no era difícil
elegir un lugar recóndito para un encuentro romántico. <<
[50]El príncipe cree que el palanquín ha transportado a otro amante de su dama, cuando,
en realidad, se trata de un amante de la vecina de enfrente. <<
[51]El príncipe «sabía» que tenía rivales en el amor de su dama, pero no imaginaba que
ella los aceptara en su casa. <<
[52] Referencia al palanquín que descubriera en su visita nocturna. <<
[53]«Tanabata-himé» y el boyero. Tanabata-tsume era hija del dios del cielo. Pasaba la
vida tejiendo vestidos para su padre (de ahí que se la conociera como «la Tejedora»)
hasta que un día conoció a un boyero joven y hermoso, Hikiboshi, del cual se enamoró.
Al enterarse, el padre de Tanabata consintió en que se casaran. La pareja fue muy feliz
hasta que ella, demasiado pendiente de su marido, empezó a negligir su trabajo. El dios
del cielo, enfurecido, les condenó a vivir separados con el Río Celestial (nuestra Vía
Láctea) entre ambos. Al fin, se compadeció un tanto de ellos y les permitió que se
encontraran un solo día al año, el séptimo del mes siete, única noche en que ambas
estrellas (Altair y Vega) coinciden en el firmamento. Es una fiesta muy amada por los
japoneses desde el siglo IX, y la celebran con danzas, canciones y poemas. <<
[54]
El festival de las estrellas marca el inicio del otoño (meses séptimo, octavo y
noveno), siempre con arreglo al calendario lunar, que era el que usaban los japoneses.
<<
[55]A unos ocho kilómetros al este de Kioto. Desde allí se puede contemplar a lo lejos
el lago Biwa. <<
[56]
Recuérdese que primero fue amante del hermano mayor, el príncipe fallecido, y sólo
después del menor. <<
[57]Se trata de la barrera del puerto fronterizo de Seki, al pie del monte Seki, en el
camino de la capital al templo. Allí los viajeros eran detenidos e «investigados» por
los consumeros. <<
[58]Los patos silvestres llegan a Japón en otoño y emigran hacia el norte cuando
empieza la primavera. Nunca vuelan solos, y los chillidos que emiten llamándose los
unos a los otros hacen que las mujeres solitarias se sientan más solas aún. <<
[59]
Se trata del mes noveno, llamado también «del crisantemo», con el que concluye el
otoño. <<
[60] El crisantemo es la flor asociada al mes noveno. <<
[61] Con el que empieza el invierno. <<
[62]Mueble bajo (o un cojín grande y duro) en el que apoyaban la espalda o el brazo los
caballeros y las damas Heian cuando estaban arrodillados o sentados en el suelo y que
les ayudaba a mantenerse erguidos sin esfuerzo. <<
[63] Su esposa. <<
[64]En el interior de sus casas, las mujeres vivían en una discreta penumbra, como
peces exóticos en un acuario de aguas levemente turbias, penumbra reforzada por las
ventanas de seda blanca (que hacía las veces de nuestro cristal), las persianas de
bambú y las cortinas del kichó portátil, una penumbra que favorecía a las poco
agraciadas, pero que indudablemente «deslucía» a las auténticas bellezas. <<
[65]Se trata del Evonymoeus europus. En otoño, sus hojas se tiñen de púrpura, y
resultan tan hermosas que los japoneses las llaman «el brocado de las montañas». <<
[66] Hasta alcanzar las treinta y una preceptivas de un tanka. <<
[67] Es una experiencia común que todo tejido mojado parece más oscuro. <<
[68]
Al dejarse «cautivar» por el atuendo de un hombre, prescindiendo de sus cualidades
morales. <<
[69]Referencia a una antigua leyenda: un mago muy poderoso mandó a los dioses de
varias montañas que construyeran un puente de piedra en Kumé, sobre el monte
Katuragi, en la provincia de Yamato. La diosa de dicho monte, que era muy tímida, sólo
colaboraba en la construcción de noche para que los demás no la vieran. El mago,
molesto por la lentitud con que avanzaban las obras, la expuso a la vista de los demás,
y el puente no se concluyó. El sentido del poema es el siguiente: los sentimientos
auténticos tienden a ocultarse y actuar en la oscuridad. Si se sacan a la luz, el resultado
será probablemente un fracaso. <<
[70]Se trata del décimo mes (primero del invierno), en el cual todos los dioses
abandonan sus residencias habituales para reunirse en asamblea en el palacio del cielo.
<<
[71] Como el abeto. <<
[72] En aquel tiempo, los japoneses creían en direcciones (u orientaciones) fastas
(buenas) y nefastas (malas, peligrosas). Aquellos que iban en una dirección nefasta
podían sufrir un accidente o encontrarse con un mal espíritu. Las direcciones nefastas
venían determinadas, entre otras cosas, por la posición de los astros, y eran
«diagnosticadas» por los adivinos. Los afectados procuraban evitarlas dando
larguísimos rodeos o marchando a un lugar seguro. A veces, obedeciendo a este tabú,
las familias se veían obligadas a abandonar su casa durante días y a refugiarse en casa
de algún pariente. Los ladrones, menos escrupulosos con estas supersticiones, solían
aprovecharlas para vaciar las mansiones temporalmente abandonadas. <<
[73]Habida de su esposo, Tachibana Michisada, en el año 997, antes de convertirse en
amante del príncipe Tametaka. Andando el tiempo, esta niña, Koshikibu no Naishi,
llegó a ser también una poeta notable. <<
[74] Entiéndase: «desde siempre». <<
[75] Los pinos de Suminoye pasaban por ser los más viejos de Japón. <<
[76] De tomar el hábito. <<
[77]El príncipe quiere decir que, aunque el hábito sigue tentándolo vagamente, todavía
le atraen las cosas de este mundo. <<
[78] La ley de Buda. Este sitial suele representarse como un trono en forma de loto. <<
[79] El padre del príncipe. <<
[80] Probablemente una hija de su hermana mayor. <<
MURASAKI
[81]A partir de las traducciones de Annie Shepley Omori y Kochi Doi (Diaries of Court
Ladies of Old Japan, Boston-NuevaYork, Houghton Mifflin, 1920), René Sieffert
(Journal de Murasaki-Shikibu, Paris, Publications Orientalistes de France, 1978,
reed. 2000) y Richard Bowring (Murasaki Shikibu. Her Diary and Poetic Memoirs,
Princeton, Princeton University Press, 1982, reed. 1985). <<
[82]El diario de Murasaki está formado por una serie de párrafos más o menos conexos.
Para orientar al lector hemos añadido unos títulos que de algún modo lo sitúen ante lo
que le espera, atendiendo a los diferentes acontecimientos relatados. El mismo criterio
se ha seguido en el Diario de Sarashina. <<
[83]Se trata de la residencia de Michinaga, a la sazón jefe del clan Fujiwara, «hombre
fuerte» de Japón y padre de la emperatriz Akiko (o Fujiwara no Shoshi). Era muy
frecuente que las consortes imperiales (y las mujeres nobles en general) fueran a dar a
luz a casa de sus padres. <<
[84] Para asegurar un feliz parto a su majestad imperial. <<
[85]Fujiwara no Shoshi (988-1074), hija mayor de Michinaga, y consorte del emperador
Ichijo. <<
[86]¿Está siendo irónica Murasaki? Nada es imposible viniendo de esta mujer
excepcional. De hecho, más adelante ironizará no poco sobre el aburrimiento y
mediocridad que caracterizaba el entorno de la emperatriz Shoshi. <<
[87]
Se trata de los cinco dioses «sinto» Fudo, Gozanzei, Gundari Yasha, Daiitoku y
Kongo Yasha. <<
[88]Se trata de Fujiwara no Michinaga (966-1027), a la sazón el hombre más poderoso
de Japón. Por debajo del emperador o tenno, cuyo poder efectivo se hallaba muy
limitado en la época Fujiwara, estaban los ministros de la derecha (udaijin) y de la
izquierda (sadaijin), los dos cargos más importantes dentro del organigrama «oficial»
del Estado. Por encima de ellos sólo estaban el gran canciller (daijodaijin) y el
emperador. A veces, entre ellos y el canciller se intercalaba una especie de
«superministro», llamado ministro «de palacio» o «del centro» (naidaijin), cargo que
tenía, como el de canciller, carácter extraoficial o supernumerario, de modo que
estaban vacantes cuando convenía. A la muerte del regente y canciller Fujiwara no
Michitaka (995), su hijo Korechika se vio implicado en una conspiración que lo apartó
del poder, el cual pasó a manos de su tío Michinaga, hermano menor del difunto
Michitaka (996). En consecuencia, su hermana, la emperatriz Sadako (o Teishi) perdió
a su principal valedor en la corte. Michinaga, dueño absoluto de la situación, casó al
emperador Ichijo con su hija Akiko (o Shoshi) de once años. Nueve años después
Shoshi dio a luz un príncipe, Atsuhira (1008-1036), y luego otro, Atsunaga (1009-1045)
. Ambos fueron emperadores. Curiosamente, Michinaga, jefe indiscutido del clan
Fujiwara desde finales del siglo X, no se hizo nombrar regente y canciller hasta 1016,
año en que su nieto fue proclamado heredero aparente, ejerciendo hasta entonces su
inmenso poder desde cargos menos importantes. <<
[89] Ominaeshi, «flor virginal». <<
[90]Madame Saisho, dama Saisho, lady Saisho en otras versiones. Hemos preferido
mantener el tratamiento japonés, que se pospone. A ello nos atendremos a lo largo de
esta versión. <<
[91] Literalmente, «el señor del tercer rango». A la sazón, el joven tenía dieciséis años.
<<
[92] Recuérdese el significado de la flor: «flor virginal», es decir, «doncellas». <<
[93] Personaje no identificado. <<
[94]Por lo que se dice a continuación, parece que no se trata del go propiamente dicho
(que se jugaba con unas piezas especiales), sino del rango, juego en el que las piezas o
fichas eran piedras cuidadosamente seleccionadas. <<
[95] Frase inconexa que la tradición textual ha conservado en este lugar. <<
[96] Mediados de otoño. <<
[97] Para estar presentes cuando llegase el parto. <<
[98] Imayo. <<
[99]Se confeccionaban mezclando diversos tipos de sustancias olorosas (alcanfor, áloe,
incienso, etc.) y el resultado se enterraba en cajas bajo el suelo en lugares soleados y
cerca del agua durante doce días. Al quemarse en los pebeteros, el humo que despedían
servía para perfumar ropas, etc. <<
[100] Otra dama de la corte. <<
[101]Para proteger de las heladas las flores de los crisantemos se utilizaba una especie
de algodón en rama hecho de hilos de seda. Se atribuía a esta flor la virtud de alargar la
vida. <<
[102] El ceremonial exigía que fuesen blancas durante el alumbramiento. <<
[103]Estructuras de madera desplazables de cuyo listón transversal superior se colgaba
una cortina para ocultar a la persona que estaba detrás. <<
[104] Se echaban arroz encima de las cabezas para conjurar el mal. <<
[105] Por si, ante una muerte segura, había que hacerle tomar el hábito a toda prisa. <<
[106] Mezcla de «clases» contraria a la etiqueta. <<
[107]
Por no poder ayudar a la parturienta «absorbiendo» los demonios que le causaban
dolores. Estas médiums venían a funcionar como un papel secante o una aspiradora de
malos espíritus, actuando como «sustitutas» accidentales de su majestad imperial. <<
[108] Mediodía. <<
[109]Los jardines de todos los palacios y las mansiones Heian tenían un arroyo, una
colina artificial y un puente. El tamaño variaba con la categoría del palacio o de la
mansión. <<
[110]Los cargos «supernumerarios» eran los que, no existiendo en el organigrama de la
administración (calcada en líneas generales de la china), iban siendo creados para
«colocar» a nuevos Fujiwara a la caza de empleo y sueldo. Es decir, sinecuras. Takaie
era hermano de la emperatriz. <<
[111] Sobre las seis de la tarde. <<
[112]El saishi era un adorno de oro en forma de estrella de cinco puntas que las damas
llevaban sujeto sobre la frente con una cinta. <<
[113] Para que no se mojara. <<
[114] Para asustar a los malos espíritus. <<
[115] También para alejar el mal. <<
[116]
De hecho, el emperador Ichijo tenía ya un hijo varón de su primera consorte Teishi,
sobrina de Fujiwara no Michinaga. <<
[117] También el pino es símbolo de longevidad. <<
[118] Utilizados como premios. <<
[119]
Colegio o academia fundada en 821 por el ministro Fujiwara Fuyutsugu para que se
educasen los jóvenes del clan Fujiwara. <<
[120]
«Su excelencia» quería casar a su hijo mayor Yorimichi con una hija del príncipe
Nakatsukasa (o Tomohira), que tenía a la sazón cuarenta y cinco años. <<
[121]
Los poemas solían escribirse sobre hojas de papel rectangulares de color carmesí,
amarillo, dorado, etc., según el «sentimiento» del autor. <<
[122] Las mujeres estaban obligadas a ocultar sus rostros detrás de los abanicos. <<
[123]Los japoneses Heian se desplazaban por tierra de cuatro modos: a pie, en coches o
carruajes tirados por bueyes, montados a caballo o en palanquines o sillas de mano
llevados por porteadores, la forma más noble de viajar de todas. <<
[124]El lado izquierdo se consideraba superior en importancia (así, el ministro de la
izquierda tenía más poder que el de la derecha), pero parece que en esta ocasión el
lado derecho se hallaba ya ocupado por el lecho de la consorte imperial. <<
[125]
Dentro del clan Fujiwara había cuatro subclanes, siempre en guerra entre sí por el
favor imperial. <<
[126]Akiko (Shoshi) entró en la corte imperial en 997 y se convirtió en segunda consorte
del emperador en 1000, pero no dio a luz hasta 1007. <<
[127] Los llamados mochi. <<
[128] Se trata, obviamente, de La novela de Genji. <<
[129]Es evidente que siempre se consideró muy importante. La humildad nunca se contó
entre sus muchas virtudes. <<
[130]Las damas de la corte se desplazaban con la consorte regia a la que servían, y así,
tan pronto estaban en el palacio imperial como en casa de los padres de su señora o de
peregrinación a un templo famoso. <<
[131] Es obvio que Murasaki era una personalidad en su mundo y «se dejaba querer». <<
[132] Las ocho de la tarde. <<
[133]Las cinco muchachas que tomaban parte en estas danzas ancestrales que
conmemoraban un episodio de la vida del emperador Tenmu —se contaba que en
tiempos fue visitado por unas jóvenes celestiales que danzaron ante él— eran elegidas
por su belleza, si bien todas solían ser hijas de personajes principales (por regla
general, tres de cortesanos y dos de gobernadores de provincias). <<
[134]
El monte Horai era un símbolo de longevidad. Con él se pretende recordar a Sakyo
no Muma que ya ha dejado atrás la juventud. <<
[135] Los peines muy curvados se consideraban propios de las jovencitas. <<
[136] Una de las consortes o concubinas de Michinaga. <<
[137] Las dos de la tarde. <<
[138]Se ha sugerido que esta Chujo era amante del hermano de Murasaki, Nobunori. Tal
vez fue él quien le mostró las cartas. <<
[139]La emperatriz Akiko tenía por entonces alrededor de veinte años. Entró en la corte
y se casó con el emperador a los once. <<
[140]Se trata de la supuesta autora del primer diario contenido en este volumen y una de
las poetas más ilustres de Japón. <<
[141]
Es más que posible que Izumi Shikibu emitiera algún juicio negativo sobre algún
poema de Murasaki Shikibu, la cual, puntillosísima, no le perdonó. <<
[142] Se trata de la autora del maravilloso El libro de la almohada, la única obra en
prosa de la época capaz de rivalizar con La novela de Genji. Pertenecía al círculo
literario que giraba en torno a la primera consorte del emperador, Teishi, hija de
Fujiwara no Michitaka, y, por tanto, prima de la emperatriz Akiko o Shoshi, que la
desplazó en el favor imperial. <<
[143] Referencia a un poema del Kokinshu, obra de Yoshimine no Munesada (985). <<
[144] El koto chino y el japonés o wagon. <<
[145]
Seguramente el difunto marido de la autora. En principio, sólo los hombres leían en
chino. <<
[146]
El gran poeta chino de la época T’ang (772-846), tantas veces citado en La novela
de Genji, muy popular en Japón. Algunos traductores lo confunden con su
contemporáneo Li (T’ai) Po. <<
[147]Quizás se refiere al hecho de ser mujer, porque en aquella época los «doctores»
discutían mucho sobre si las mujeres podrían alcanzar la liberación final: mientras la
secta Tendai entendía que no, el amidismo era mucho más abierto en esta cuestión.
Seguramente la expresión debe entenderse en sentido irónico. <<
[148]La salvación entendida como liberación de la rueda implacable de las
reencarnaciones (samsara) y la entrada en el nirvana. <<
[149]Parece que aquí se produce una transición abrupta, y que lo que sigue podría ser
parte de una carta. <<
[150] Del año 1009. <<
[151] Se trata del lago del jardín de palacio. <<
[152]
Poema chino sobre dos hombres que se embarcaron para buscar la hierba de la
inmortalidad y regresaron muy viejos. <<
[153]A lo largo de todo el Diario se observa una especie de «flirteo jocoso» —lo que
los franceses llaman badinage— entre Murasaki y el poderoso Fujiwara no Michinaga,
que, en el fondo, seguramente no disgustaba a la dama. Aunque los autores discrepan
mucho a la hora de juzgar a Fujiwara no Michinaga desde el punto de vista ético, todos
le reconocen una extraordinaria capacidad de seducción. <<
[154]
Se trata de 1010. Entre la última entrada y ésta ocurrieron algunos acontecimientos
importantes: ardió el palacio de la Primera Avenida; su majestad se trasladó al palacio
del ministro de la izquierda; y la emperatriz dio a luz a la Tercera Princesa y luego
regresó junto al emperador. <<
[155]
Sake especiado que se repartía el día de la fiesta de año nuevo, y que se suponía
que alargaba la vida. <<
[156]Se trata de tres canciones populares o saibara que habían sido incorporadas al
repertorio musical de la corte. La tonalidad de sojo (basada en la escala sol-la-si-re-
mi) era una de las seis tonalidades básicas de la música cortesana o gagaku. <<
[157]Parece que este instrumento famoso había sido regalado a Fujiwara no Michinaga
por el emperador retirado Kazan. <<
[158]
A partir de la traducción de Annie Shepley Omori y Kochi Doi (Diaries of Court
Ladies of Old Japan, Boston-Nueva York, Houghton Mifflin, 1920). <<
[159]Su padre, Takasué, fue nombrado gobernador de la provincia de Kazusa en 1017, y
la autora; que tenía a la sazón nueve años, abandonó la capital para acompañar a su
padre. Como sea que el hombre estuvo cuatro años en el cargo, ella contaba trece
cuando empieza la narración. <<
[160]Más adelante la autora se refiere a su madre como viva. Por «madrastra» debemos
entender otra consorte de su padre. Parece que la madre de la escritora no la acompañó
en su viaje a provincias, pues sólo aparece cuando llega a la capital. <<
[161] Se trata, huelga decirlo, de La novela de Genji, de Murasaki Shikibu. <<
[162]
Ello demuestra la popularidad alcanzada por el Genji en su época. Hay que pensar
que las damas no lo repetían de memoria, sino que lo contaban parafraseándolo, como
ocurre con los cuentos infantiles. No se «recita» la Cenicienta, sino que se «cuenta».
<<
[163]
Se trata del Buda «de la medicina» o «de las curaciones», conocido en sánscrito
como Bhaisajyaguru-Vaiduryaprabhah, muy adorado en Japón. <<
[164] Se trata del noveno mes, último del otoño. <<
[165]Las casas japonesas, construidas básicamente de madera y papel, se destruían con
suma facilidad debido a los terremotos y a los incendios. A lo largo de cincuenta años,
el palacio imperial de Heian llegó a ser reconstruido once veces. <<
[166]La autora del diario usa los tiempos verbales de un modo bastante inconsecuente y
salta del presente al pasado y viceversa sin un criterio definido. No hemos pretendido
«corregirla». <<
[167]Los gobernadores de provincias viajaban con una gran comitiva de soldados de a
caballo, infantes, y criados de todas clases, sin contar los carruajes, siempre tirados
por bueyes, atestados de equipaje. <<
[168] Luego llamado Edo. <<
[169]
En aquellos tiempos, los vestidos de los caballeros y las damas de la corte estaban
muy perfumados. <<
[170] Para evitar que se dejen seducir por las mujeres «de la casa». <<
[171]Se trata de los famosos Cuentos de Ise, si bien allí se dice que el río discurre a lo
largo de la frontera de las provincias de Musashi y de Shimofusa (y no de Sagami).
Consiguientemente, lo manifestado por la autora parece deberse a un fallo de su
memoria o a un error en la tradición del texto. El poema aludido se dirige a una gaviota
llamada Miyakodori, que, literalmente traducido, significa ave de la capital. Dice así:
¡Miyakodori! ¡Ay, ese nombre
llena mi corazón de añoranza!
Deja que te pregunte,
oh, ave, ¿vive todavía mi adorada? <<
[172] Literalmente, «prados chinos». Parece que en tiempos aquel distrito estuvo
habitado por gentes que procedían de Corea. En la época Heian, los nativos no
distinguían entre chinos y coreanos, y de ahí el nombre del lugar. <<
[173]Naniwa es el nombre «Heian» de la actual Osaka. Tal vez el sentido de la frase es
el siguiente: «Somos superiores a las cantantes de las provincias occidentales, pero no
nos podemos comparar con las de la capital. Por lo tanto comparadnos con las de
Osaka». <<
[174]El acebo (aoi) y el laurel son plantas ligadas al famoso festival (matsuri) del
Kamo. A pesar de habernos inclinado por esta traducción del término japonés (al igual
que en nuestra versión de La novela de Genji), la identificación del aoi con el acebo
resulta dudosa, aunque es la preferida por el gran conocedor de la época, Ivan Morris.
Otros traductores nos hablan de «malva», «vid silvestre» o Asarum caulescens. <<
[175]
La provincia de Kazusa, de la que fue gobernador el padre de la autora y donde
empieza su viaje de regreso. <<
[176] En aquel tiempo, el famoso Fuji era un volcán activo. <<
[177] El monte Fuji. <<
[178] El primero del invierno. <<
[179]
No confundir con la ciudad moderna del mismo nombre, entonces llamada Naniwa.
La barrera de Osaka (en japonés, «la colina de los encuentros») se hallaba muy cerca
de Heian y debían pasarla los que iban al santuario de Ise. <<
[180] Hija del emperador Sanjo y futura esposa del emperador Goshujaku (1037-1045).
<<
[181] Con el padre de la autora. <<
[182] Se refiere a la epidemia de peste que asoló Japón en 1022, su único «mundo». <<
[183] Han pasado cuatro semanas. <<
[184] Lugar en las afueras de Heian donde tenían lugar las cremaciones de los cadáveres.
<<
[185]Los budistas se retiraban de vez en cuando a un templo para practicar algo
parecido a los «ejercicios espirituales» de los devotos contemporáneos. <<
[186] La buena mujer se refiere sin duda a los libros de tipo religioso o histórico. <<
[187] La mayor parte de estas últimas nos son desconocidas. <<
[188]
«El Sutra del Loto» en japonés (Sadharmapundarika Sutra, en sánscrito), el texto
más importante del budismo nipón que, con algunas variaciones, aplican prácticamente
todas sus sectas o escuelas. <<
[189] Personajes todos de la novela de Murasaki. <<
[190]Kaoru, fragancia. Falso hijo de Genji y de su última esposa, la Tercera Princesa,
en realidad engendrado por su amigo y sobrino Kashiwagi, primogénito de su cuñado
To no Chujo. <<
[191] Protagonista femenina de los últimos capítulos de La novela de Genji. <<
[192] Árboles parecidos a nuestro naranjo. <<
[193]
El décimo (primero del invierno), durante el cual todos los dioses se reúnen en
asamblea en el palacio del más antiguo para conferenciar y preparan el año que se
avecina. <<
[194]Se trata de Amaterasu, diosa solar, pues en la mitología japonesa el sol es
femenino. De ella descienden los emperadores sin interrupción, y ésta fue la verdad
oficial hasta la constitución impuesta por los americanos tras la derrota del país en la
segunda guerra mundial. <<
[195]El planeta Saturno. Se trata de un tabú astral que impide permanecer en un
determinado lugar o tomar una dirección concreta. <<
[196] Zona destinada a la servidumbre. <<
[197]Se trata del famoso relato sobre los amores de las estrellas conocidas en Japón
como la princesa Tanabata —o la Tejedora— y el Boyero, al cual se alude también en
el diario de Izumi Shikibu. <<
[198] La ya citada Fiesta de las Estrellas. <<
[199] «Hoja de caña», un nombre de mujer. <<
[200] Que el músico insufla en la flauta. <<
[201] Pena por la muerta y compasión por sus dos hijos. <<
[202] Este diálogo contiene numerosos juegos de palabras intraducibles. <<
[203] Porque el invierno empieza con el mes siguiente. <<
[204]Parece que en estos años la familia de la autora, al no haber obtenido su padre el
cargo que esperaba, pasó estrecheces económicas que la obligaron a cambiar de
residencia varias veces, buscando refugio, cuando no había otro remedio, en casa de
parientes. <<
[205] El décimo, primero del invierno. <<
[206] ¿1026? La autora tendría unos dieciocho o diecinueve años. <<
[207] Seis. <<
[208] La protagonista tuvo, seguramente, lo que suele llamarse una «crisis religiosa». <<
[209] Parece que ello ocurrió en el segundo mes de 1032. <<
[210] La autora tiene a la sazón unos veinticinco años. <<
[211] Del año 1032. <<
[212]Era de mala educación llorar en público. Hay que imaginar al «flamante»
gobernador preparándose para partir delante de su casa rodeado por un numeroso
séquito de arqueros, asistentes y criados de todo tipo. <<
[213] Así se denominaba un monte en el Japón oriental. <<
[214] En la parte oriental de la ciudad. <<
[215]El santuario de Ise es uno de los más antiguos de Japón, remontándose sus
orígenes, a juicio de algunos, al siglo V a. C. La diosa en cuestión es Amaterasu,
divinidad solar sintoísta, y origen del linaje imperial. Parece que la autora, educada
básicamente en el budismo, no la conocía antes. <<
[216] Es decir, en 1036. <<
[217] 1037. <<
[218] La princesa Yuko, hija del emperador Toshiyaku. <<
[219] Las hijas de su hermana difunta. <<
[220] Nombre de la provincia en que ejerciera su cargo el padre de la autora. <<
[221] Topónimo correspondiente a un lugar de la isla de Kiushu. <<
[222] La diosa solar Amaterasu. <<
[223]A diferencia de los santuarios budistas, los sinto no solían tener imágenes. Era
frecuente hallar en ellos un espejo y una luz como símbolos únicos de la divinidad a la
que estaban dedicados. <<
[224] Ocupado por la esposa favorita del emperador. <<
[225]
Madre de la princesa a la que la autora sirve. Falleció en 1039, y Umetsubo se
ganó el favor del emperador, convirtiéndose en su esposa predilecta. <<
[226] El famoso mono no aware tan apreciado por la civilización japonesa casi desde
los tiempos de Nara, aunque el término que lo define fue acuñado mucho más tarde, ya
entrado el siglo XVIII. Podría definirse como ese sentimiento especial que desprenden
las cosas (el mundo inanimado: un estanque, unas rocas, un ciruelo en flor) y que les
otorga una especial belleza a los ojos de los que saben apreciarla (algo parecido al
famoso sunt lacrimae rerum virgiliano). Parte importante de este atractivo deriva de la
conciencia de la impermanencia de todo. <<
[227]Se trata de un instrumento construido con siete cañas parecido a nuestra flauta de
Pan. <<
[228]China. La época T’ang se caracteriza por haber dado a las letras chinas poetas
excepcionales como Po Chu-I o Li Tai Po, que fueron auténticos modelos para sus
discípulos «insulares». <<
[229]
La controversia sobre los pros y los contras de las estaciones del año es un tópico
muy socorrido en la literatura china, y, por descontado, en la japonesa del período
Heian, tan influida por aquélla. <<
[230] 1043. <<
[231]Esta curiosa historia de lo que tal vez pudo ser y no fue recuerda la patética ternura
de los mejores cuentos de Chéjov. <<
[232]
No queda claro de qué. Tal vez de que había contraído matrimonio con alguien de
rango inferior. <<
[233]Según una vieja fábula, cierto rústico vivía del perejil que recogía en los campos,
y le parecía un manjar exquisito. Tan exquisito que llenó un cesto y se lo llevó al
emperador, esperando ser regiamente recompensado, pero el soberano no participó de
su entusiasmo. <<
[234] De 1045. <<
[235]Tal como se ha dicho ya, se trata de uno de los accesos de Heian Kyo. Osaka
significa «la colina de los encuentros», y no debe confundirse con la ciudad que hoy se
llama así y entonces Naniwa. <<
[236] 1046. <<
[237] Fecha de la entronización del emperador Goreizai, que reinó de 1046 a 1068. <<
[238] Porque se dirigían a un templo. <<
[239]Se trata de dos hermanas, Oigimi y Naka no Kimi, hijas del desterrado príncipe
Hachi, y que aparecen en los diez últimos capítulos de la gran novela de Murasaki
Shikibu. <<
[240]Ukifune es hermanastra de las dos princesas citadas en la nota anterior y, para los
budistas, la última reencarnación del protagonista de la obra, Genji, el cual, gracias a
ella, entrará en el nirvana. Parece que esta «mansión de Uji» era, en realidad, el
llamado Byodoin, una espléndida residencia campestre de cierto primer ministro que en
1051 fue transformada en templo. Es posible que los contemporáneos de la autora del
diario la asimilaran a la residencia «inventada» de la novela de Murasaki. <<
[241] El templo de Nara, donde se hallaba el famoso Buda de sesenta metros de altura.
<<
[242] Divinidad sintoísta que suele representarse en forma de zorro. <<
[243] Una raíz comestible. <<
[244]De obtener una «buena» reencarnación o, en el mejor de los casos, de deshacerse
en el nirvana al morir. <<
[245] Seguramente tomando otra esposa o concubina. <<
[246]Este «aventurarse a surcar un mar de lágrimas» debe entenderse seguramente como
«atreverse a contraer matrimonio». Sólo así adquieren pleno sentido los tres poemas.
<<
[247]
De 1056. El hermano de la autora, Sadayoshi, era gobernador de la provincia de
Izumi. <<
[248] Se trata de la divinidad sinto conocida como Kaminari sama. <<
[249] Entiéndase: «dejar que los celos me amargaran la vida». <<
[250]
Ello debe entenderse en el marco de una sociedad polígama, en la que un hombre
podía tener fácilmente veinte hijos de seis mujeres distintas. <<
[251] En 1057 fue nombrado gobernador de la provincia de Shinano. <<
[252]Cuando la autora se casó con su esposo, tenían, al parecer, treinta y cinco y
cuarenta y un años respectivamente. Todo conduce a pensar que había ya, por lo menos,
una primera esposa, que sería la madre de esta hija a la que aquí se alude. Los
comentaristas atribuyen el hecho de que el viaje se iniciara desde su casa a alguna
superstición poco clara. No debe olvidarse hasta qué punto las supersticiones más
increíbles gobernaban los actos de los japoneses de aquel tiempo. <<
[253]Los japoneses creían que, cuando alguien moría, podía verse su espíritu —este
«fuego humano»— abandonando el cuerpo. <<
[254]Seguramente fue removido antes de tiempo ante algún amago de su futura
enfermedad. <<
[255] De 1058. <<
[256] Del año 1055. <<
[257]El nombre del lugar (Obasuté) puede entenderse también como «la tía
abandonada». <<
[258]
Aunque éste es el diario más antiguo que se ha conservado, no es el más antiguo
que se escribió, pues nos han llegado algunos fragmentos del llamado Okisai Nikki, o
Diario de la emperatriz, obra, según parece, de una consorte del emperador Daigo
(885-930). <<
[259] Keene, D., Anthology of Japanese Literature to the Nineteenth Century,
introduced and compiled by…, Penguin Books, 1955, reedición 1978,pp. 21-22. <<
[260]
Mason, R. H. P., y Caiger, J. G., A History of Japan, Tokyo, Rutland, Vermont,
Singapore, Tuttle Publishing, 1973,1997 (ed. revisada), p. 88. <<
[261] Sieffert, R./Murasaki Shikibu, op. cit, pp. 8-10. <<
[262]En cuanto a la historia de su texto, parece que la mayoría de las versiones que nos
han llegado son reconducibles a una única fuente, el Kunitakabon, llamada así por el
príncipe Kunitaka (1456-1532), presumiblemente de principios del siglo XVI. Ulteriores
descubrimientos producidos en 1961 permitieron llenar algunas lagunas importantes de
los textos recibidos. La versión hoy establecida parte fundamentalmente de la llamada
Kurokawabon, la mejor de todas, hallada en 1967 en los Archivos Imperiales, en la que
han basado sus ediciones Hagitani (1971) y Nakano (1971). <<
[263] Bowring, R./Murasaki Shikibu, op. cit., p. 19. <<
[264] Bowring, R./Murasaki Shikibu, op. cit., p. 32. <<
[265] Bowring, R./Murasaki Shikibu, op. cit., p. 39. <<
[266] Citado en Bowring, R./Murasaki Shikibu, op. cit., p. 35. <<
[267] El libro apareció en 1920. <<