Hist
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― LITERATURA CONTEMPORÁNEA ―
Durante las décadas de 1940 y 1950, México fue uno de los principales centros de
difusión de la nueva narrativa hispanoamericana. El crudo realismo regionalista de la
novela revolucionaria evolucionó hasta nuevas dimensiones psicológicas y mágicas
tras incorporar novedosas técnicas narrativas y estilísticas de influencia
estadounidense (William Faulkner, John Dos Passos) y europea (Franz Kafka, James
Joyce, Virginia Woolf, Aldous Huxley) a escenarios y tramas de carácter local. Dentro
de esta nueva narrativa mexicana, caracterizada por la mezcla de subjetividad y
realidad, destacan los nombres de José Revueltas (1914-1976) ―cuya novela El luto
humano (1943) es un crudo testimonio de la miseria rural de México―, Agustín
Yáñez (1904-1980) ―autor de la novela revolucionaria Al filo del agua (1947) que,
por sus novedades técnicas y estilísticas, se considera la precursora de la novela
mexicana moderna―, Juan José Arreola (1918-2001) ―que ofrece en Confabulario
(1952) una colección de cuentos simbólicos de temática diversa y estilo poético―,
Juan Rulfo (1917-1986) ―cuya novela Pedro Páramo (1955) tuvo una gran influencia
en el desarrollo del realismo mágico hispanoamericano―, Carlos Fuentes (1928-
2012) ―que anticipa el boom de la nueva novela hispanoamericana con La región más
transparente (1958) y La muerte de Artemio Cruz (1962)― y Rosario Castellanos
(1925-1974) ―autora de novelas costumbristas de crítica social, como Balún Canán
(1957) y Oficio de tinieblas (1962), y una poesía que refleja la inadaptación del
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espíritu femenino en un mundo dominado por los hombres, como Trayectoria del
polvo (1948) y Lívida luz (1960).
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― LITERATURA CONTEMPORÁNEA ―
Paraguay
Gabriel Casaccia (1907-1980) ―considerado el iniciador de la narrativa paraguaya
contemporánea con obras de denuncia social como La babosa (1952)― y Augusto Roa
Bastos (1917-2005) ―quien, aunque de forma tardía, también contribuyó al boom de
la literatura hispanoamericana con obras tan destacadas como Yo el Supremo (1974),
que pertenece al subgénero narrativo de la “novela del dictador”.
Chile
José Donoso (1924-1996) ―que a través de sus novelas denuncia la decadencia de las
clases aristocráticas y la alta burguesía, como en Coronación (1957) y El obsceno pájaro
de la noche (1970)―, Carlos Droguett (1912-1996) ―cuyas novelas conjugan la
violencia, el amor y la muerte, como Eloy (1960) y Patas de perro (1965)― y Enrique
Lafourcade (1927) ―autor de las novelas realistas La fiesta del rey Acab (1959), en la
que satiriza el régimen del dictador dominicano Rafael Leónidas Trujillo, y Palomita
blanca (1971), retrato de la juventud chilena de los años 60.
Perú
Julio Ramón Ribeyro (1929-1994) ―destacado miembro de la “Generación del 50”
peruana, de carácter vanguardista, considerado uno de los mejores cuentistas
hispanoamericanos, con relatos urbanos de crítica social como Los gallinazos sin
plumas (1955), Cuentos de circunstancias (1958), Las botellas y los hombres (1964) y
Sólo para fumadores (1987)―, Manuel Scorza (1928-1983) ―autor de relatos
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indigenistas que reflejan los problemas y contradicciones del Perú profundo, como el
ciclo de novelas “La guerra silenciosa”, integrado por Redoble por Rancas (1970),
Historia de Garabombo el Invisible (1972), El jinete insomne (1977), Cantar de
Agapito Robles (1977) y La tumba del relámpago (1979)― y Oswaldo Reynoso
(1931) ―cuya novela El escarabajo y el hombre (1970) refleja las inquietudes de la
juventud limeña en un entorno social y político represivo.
Bolivia
Jaime Sáenz (1921-1986) ―uno de los escritores más importantes de la literatura
boliviana moderna, autor de una variada producción que abarca la poesía (Aniversario
de una visión, 1960), el teatro (La noche del viernes, 1974), la novela (Felipe Delgado,
1979) y el cuento (Vidas y muertes, 1986)― y Marcelo Quiroga Santa Cruz (1931-
1980) ―autor de la novela social Los deshabitados (1959), un clásico de la literatura
boliviana.
Colombia
Eduardo Caballero Calderón (1910-1993) ―iniciador de la narrativa colombiana
contemporánea con El Cristo de espaldas (1952), novela que refleja el sempiterno
tema de la violencia en el país sudamericano― y Jesús Botero Restrepo (1921-
2009) ―cuyas novelas Andágueda (1946) y Café exasperación (1963) presentan una
visión existencial del conflicto entre modernidad e indigenismo en Colombia.
Venezuela
Guillermo Meneses (1911-1978) ―destacado cuentista de la nueva narrativa
venezolana, con relatos de temática innovadora como La balandra Isabel llegó esta
tarde (1934) y La mano junto al muro (1952)―, Salvador Garmendia (1928-
2001) ―máximo representante de la novela urbana en Venezuela con obras como Los
pequeños seres (1959), Los habitantes (1961), Día de ceniza (1963) y Los pies de barro
(1973), protagonizadas por antihéroes de ciudad alienados y frustrados―, Miguel
Otero Silva (1908-1985) ―uno de los máximos exponentes de la literatura social en su
país con novelas como Oficina N° 1 (1961) y Cuando quiero llorar no lloro (1970), y
autor también de novelas históricas como Lope de Aguirre, príncipe de la libertad
(1979)― y Adriano González León (1931-2008) ―cuyas novelas y cuentos reflejan la
decadencia rural y el auge de la violencia urbana en Venezuela en la década de 1960,
como en País portátil (1968).
Centroamérica
Destacan los nombres de los costarricenses Carlos Luis Fallas (1909-1966) ―cuyas
novelas combinan el humor con el realismo social más crudo, como Mamita Yunai
(1941) y Marcos Ramírez (1952)― y Carlos Salazar Herrera (1906-1980) ―que en
Cuentos de angustias y paisajes (1947) muestra escenas de la realidad costarricense
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Caribe
Algunos de los nombres más destacados de la nueva narrativa caribeña son los
puertorriqueños Enrique Laguerre (1906-2005) ―escritor comprometido con la
situación social y económica de la isla, como demuestra en la “novela de la caña” La
Llamarada (1935)―, José Luis González (1926-1996) ―autor de obras fundamentales
para entender la realidad e historia puertorriqueña del siglo XX, como la novela
Balada de otro tiempo (1978) y el ensayo El país de cuatro pisos (1979)―, Emilio Díaz
Valcácel (1929) ―gran renovador de la prosa puertorriqueña en la segunda mitad del
siglo XX con novelas como Figuraciones en el mes de marzo (1972) y Harlem todos los
días (1978)― y Pedro Juan Soto (1928-2002) ―miembro de la llamada “Generación
desesperada”, grupo de escritores puertorriqueños que veía con pesimismo la difícil
adaptación de la isla a la cultura norteamericana, como refleja en sus novelas El
francotirador (1969) y Un oscuro pueblo sonriente (1982)―, los cubanos Virgilio
Piñera (1912-1979) ―maestro de la literatura del absurdo, como demuestra en el
poema La isla en peso (1943) y las novelas La carne de René (1952), Pequeñas
maniobras (1963) y Presiones y diamantes (1967)― y Dulce María Loynaz (1902-
1997) ―poeta y narradora que ofrece en la novela lírica Jardín (1951) una especie de
autobiografía poetizada con elementos precursores del realismo mágico como la memoria,
la imaginación y el sueño― y el dominicano Juan Bosch (1909-2001) ―quien, tras
darse a conocer con la novela La Mañosa (1936), se destacó como uno de los grandes
cuentistas de la nueva narrativa hispanoamericana, como demuestra en Cuentos
escritos en el exilio (1962).
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El argumento de Pedro Páramo es el siguiente: Juan Preciado cuenta cómo, por encargo
de su madre moribunda, se dirige a Comala para ajustar cuentas con su padre, Pedro
Páramo, el cacique local, al que no ha conocido. Al llegar a su destino, Juan Preciado se
encuentra con un pueblo deshabitado, lleno de fantasmas. Cuando cobra conciencia de
que está en un mundo de muertos se llena de pavor y su voz se debilita para dejar paso a
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los susurros de los fantasmas, que refieren los hechos que sucedieron en Comala en
tiempos de Pedro Páramo. El lector se identifica con Juan Preciado porque aprecia en su
narración el mismo estado de ansiedad y duda que él tiene en la lectura. Uno de los
aciertos narrativos de Rulfo en su novela es precisamente la creación de esa atmósfera de
suspense, que finaliza cuando el lector se da cuenta de que la narración no iba dirigida a
él, sino a Dorotea, con la que Juan Preciado comparte tumba.
El siguiente pasaje de Pedro Páramo, en el que Juan Preciado conversa con Dorotea en el
lugar en el que ambos están enterrados, ilustra el sorprendente cambio de estilo
narrativo en la novela, que pasa de un relato supuestamente dirigido al lector a una
narración en primera persona de Juan Preciado a Dorotea:
Allá afuera debe estar variando el tiempo. Mi madre me decía que, en cuanto comenzaba a llover,
todo se llenaba de luces y del olor verde de los retoños. Me contaba cómo llegaba la marea de las
nubes, cómo se echaban sobre la tierra y la descomponían cambiándole los colores... Mi madre,
que vivió su infancia y sus mejores años en este pueblo y que ni siquiera pudo venir a morir aquí.
Hasta para eso me mandó a mí en su lugar. Es curioso, Dorotea, cómo no alcancé a ver ni el cielo.
Al menos, quizá, debe ser el mismo que ella conoció.
―No lo sé, Juan Preciado. Hacía tantos años que no alzaba la cara, que me olvidé del cielo. Y
aunque lo hubiera hecho, ¿qué habría ganado? El cielo está tan alto, y mis ojos tan sin mirada, que
vivía contenta con saber dónde quedaba la tierra. Además, le perdí todo mi interés desde que el
padre Rentería me aseguró que jamás conocería la gloria. Que ni siquiera de lejos la vería... Fue
cosa de mis pecados; pero él no debía habérmelo dicho. Ya de por sí la vida se lleva con trabajos.
Lo único que la hace a una mover los pies es la esperanza de que al morir la lleven a una de un
lugar a otro; pero cuando a una le cierran una puerta y la que queda abierta es nomás la del
infierno, más vale no haber nacido... El cielo para mí, Juan Preciado, está aquí donde estoy ahora.
―Y tu alma? ¿Dónde crees que haya ido?
―Debe andar vagando por la tierra como tantas otras; buscando vivos que recen por ella. Tal vez
me odie por el mal trato que le di; pero eso ya no me preocupa. He descansado del vicio de sus
remordimientos. Me amargaba hasta lo poco que comía, y me hacía insoportables las noches
llenándomelas de pensamientos intranquilos con figuras de condenados y cosas de ésas. Cuando
me senté a morir, ella rogó que me levantara y que siguiera arrastrando la vida, como si esperara
todavía algún milagro que me limpiara de culpas. Ni siquiera hice el intento: «Aquí se acaba el
camino ―le dije―. Ya no me quedan fuerzas para más». Y abrí la boca para que se fuera. Y se
fue. Sentí cuando cayó en mis manos el hilito de sangre con que estaba amarrada a mi corazón.
Pedro Páramo
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YO despierto... Me despierta el contacto de ese objeto frío con el miembro. No sabía que a veces
se puede orinar involuntariamente. Permanezco con los ojos cerrados. Las voces más cercanas no
se escuchan. Si abro los ojos, ¿podré escucharlas?... Pero los párpados me pesan: dos plomos,
cobres en la lengua, martillos en el oído, una... una como plata oxidada en la respiración. Metálico
todo esto. Mineral otra vez. Orino sin saberlo. Quizás —he estado inconsciente, recuerdo con un
sobresalto— durante esas horas comí sin saberlo. Porque apenas clareaba cuando alargué la mano
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y arrojé —también sin quererlo— el teléfono al piso y quedé boca abajo sobre el lecho, con mis
brazos colgando: un hormigueo por las venas de la muñeca. Ahora despierto, pero no quiero abrir
los ojos. Aunque no quiera: algo brilla con insistencia cerca de mi rostro. Algo que se reproduce
detrás de mis párpados cerrados en una fuga de luces negras y círculos azules. Contraigo los
músculos de la cara, abro el ojo derecho y lo veo reflejado en las incrustaciones de vidrio de una
bolsa de mujer. Soy esto. Soy esto. Soy este viejo con las facciones partidas por los cuadros
desiguales del vidrio. Soy este ojo. Soy este ojo. Soy este ojo surcado por las raíces de una cólera
acumulada, vieja, olvidada, siempre actual. Soy este ojo abultado y verde entre los párpados.
Párpados. Párpados. Párpados aceitosos. Soy esta nariz. Esta nariz. Esta nariz. Quebrada. De
anchas ventanas. Soy estos pómulos. Pómulos. Donde nace la barba cana. Nace. Mueca. Mueca.
Mueca. Soy esta mueca que nada tiene que ver con la vejez o el dolor. Mueca. Con los colmillos
ennegrecidos por el tabaco. Tabaco. Tabaco. El vahovahovaho de mi respiración opaca los
cristales y una mano retira la bolsa de la mesa de noche.
—Mire, doctor: se está haciendo...
—Señor Cruz...
—¡Hasta en la hora de la muerte debía engañarnos!
No quiero hablar. Tengo la boca llena de centavos viejos, de ese sabor. Pero abro los ojos un poco
y entre las pestañas distingo a las dos mujeres, al médico que huele a cosas asépticas: de sus
manos sudorosas, que ahora palpan debajo de la camisa mi pecho, asciende un pasmo de alcohol
ventilado. Trato de retirar esa mano.
La muerte de Artemio Cruz
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del absurdo. Para ello, adopta elementos surrealistas en la visión humana del mundo,
como la intuición, el sueño, los instintos, el azar y el humor. Por otro lado, Cortázar
también se aleja de la novela fantástica que se desarrolló en Hispanoamérica durante
las décadas de 1930 y 1940, ya que su intención no es recrear mundos irreales en los
que los protagonistas puedan escapar de la rutina cotidiana, sino mostrar los aspectos
absurdos e irracionales de la vida real. A diferencia de los relatos fantásticos de Borges,
para Cortázar lo imaginario ha de estar basado en la realidad cotidiana y adaptarse a
sus esquemas objetivos, pese a no poder someterse a un análisis lógico. La conclusión
es que lo fantástico no nos proporciona una postura escapista de la realidad, sino que
supone un compromiso ante ella, rompiendo las barreras que impiden la realización
total del hombre.
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Cartas de mamá
El cuento parte de una situación de orden, que se ve rota por la aparición de un elemento
disruptivo. El protagonista, Luis, que vive en París en absoluta tranquilidad, recibe una
carta de su madre en la que le habla de su hermano muerto, Nico, que fue el antiguo
novio de su mujer, como si estuviera vivo y planeara visitarles. Poco a poco, este
elemento disruptor va ganando terreno a la realidad y desestabilizando a Luis, de manera
que su vida se desarrolla en función de la ausencia de Nico. Se empiezan a descubrir
lagunas en la aparentemente tranquila relación entre Luis y su mujer, Laura, debido a
asuntos del pasado que con las cartas de su madre afloran a la superficie. Al enterarse de
que Nico va a ir a París, ambos se dirigen por separado a la estación de trenes para
confirmar su íntima creencia de que ha muerto y todo se trata de un error de su madre.
Al final se confirma lo que pensaban, pero ya todo es inútil porque la desestabilización va
a anidar desde ese momento en sus vidas, aunque la aceptación de la presencia de Nico
en su relación abre la puerta por donde podría renacer el diálogo.
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realiza sus trabajos, y por otra el egoísmo de otras personas (la burguesía) para lograr
llevar a cabo sus intereses aprovechándose de alguien. La sirvienta evoca con nostalgia
los tiempos pasados, sobre todo la cálida imagen de Monsieur Bébé, unico elemento
amigo en una sociedad hipócrita y de incomunicación.
Tras tomar una foto de una pareja en un parque parisino y pegarla en la pared de su
habitación, Roberto Michel contempla cómo las imágenes comienzan a moverse. Se
revive de nuevo la escena y ocurre lo que tendría que haber ocurrido sin su intervención:
la mujer era simplemente un señuelo para que el hombre del coche pudiera secuestrar al
chico. La primera visión era subjetiva por parte de la cámara, mientras que la segunda
desarrolla la verdadera realidad de lo ocurrido. Al final, parece como si permaneciera
sólo una visión general de todo, con las nubes y los pájaros de nuevo.
El perseguidor
Inspirado en la vida del genial músico de jazz Charlie Parker, Cortázar recrea a través de
una música golpeada por la desesperanzada la búsqueda de otro ser cuyas circunstancias
espacio-temporales pertenecen a un ámbito inalcanzable desde un yo anclado en la
contingencia de su cotidianeidad. El eje del relato es la obsesión por el tiempo: el tiempo
puede ser ambivalente y relativo, lo que puede trastrocar la realidad. Cortázar expone la
interrogante de la existencia o no de dos planos vitales.
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―¿Qué querías encontrar, hermano? ―le digo―. No hay que pedir imposibles, lo que tú has
encontrado bastaría para...
―Para ti, ya sé ―dice rencorosamente Johnny―. Para Art, para Dédée, para Lan... No sabes
cómo... Si, a veces la puerta ha empezado a abrirse... Mira las dos pajas, se han encontrado, están
bailando una frente a la otra... Es bonito, eh... Ha empezado a abrirse... el tiempo... yo te he dicho,
me parece, que eso del tiempo... Bruno, toda mi vida he buscado en mi música que esa puerta se
abriera al fin. Una nada, una rajita... Me acuerdo en Nueva York, una noche... Un vestido rojo. Sí,
rojo, y le quedaba precioso. Bueno, una noche estábamos con Miles y Hal... llevábamos yo creo
que una hora dándole a lo mismo, solos, tan felices... Miles tocó algo tan hermoso que casi me tira
de la silla, y entonces me largué, cerré los ojos, volaba. Bruno, te juro que volaba... Me oía como
si desde un sitio lejanísimo pero dentro de mí mismo, al lado de mí mismo, alguien estuviera de
pie... No exactamente alguien... Mira la botella, es increíble cómo cabecea... No era alguien, uno
busca comparaciones... Era la seguridad, el encuentro, como en algunos sueños, ¿no te parece?,
cuando todo está resuelto, Lan y las chicas te esperan con un pavo al horno, en el auto no atrapas
ninguna luz roja, todo va dulce como una bola de billar. Y lo que había a mi lado era como yo
mismo pero sin ocupar ningún sitio, sin estar en Nueva York, y sobre todo sin tiempo, sin que
después... sin que hubiera después... Por un rato no hubo más que siempre... Y yo no sabía que era
mentira, que eso ocurría porque estaba perdido en la música, y que apenas acabara de tocar,
porque al fin y al cabo alguna vez tenía que dejar que el pobre Hal se quitara las ganas en el piano,
en ese mismo instante me caería de cabeza en mí mismo...
Llora dulcemente, se frota los ojos con sus manos sucias. Yo ya no sé qué hacer, es tan tarde, del
río sube la humedad, nos vamos a resfriar los dos.
―Me parece que he querido nadar sin agua ―murmura Johnny―. Me parece que he querido tener
el vestido rojo de Lan pero sin Lan. Y Bee está muerta, Bruno. Yo creo que tú tienes razón, que tu
libro está muy bien.
―Vamos, Johnny, no pienso ofenderme por lo que le encuentres de malo.
―No es eso, tu libro está bien porque... porque no tiene urnas, Bruno. Es como lo que toca
Satchmo, tan limpio, tan puro. ¿A ti no te parece que lo que toca Satchmo es como un cumpleaños
o una buena acción? Nosotros... Te digo que he querido nadar sin agua. Me pareció... pero hay que
ser idiota... me pareció que un día iba a encontrar otra cosa. No estaba satisfecho, pensaba que las
cosas buenas, el vestido rojo de Lan, y hasta Bee, eran como trampas para ratones, no sé
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explicarme de otra manera... Trampas para que uno se conforme, sabes, para que uno diga que
todo está bien. Bruno, yo creo que Lan y el jazz, sí, hasta el jazz, eran como anuncios en una
revista, cosas bonitas para que me quedara conforme como te quedas tú porque tienes París y tu
mujer y tu trabajo... Yo tenía mi saxo... y mi sexo, como dice el libro. Todo lo que hacía falta.
Trampas, querido... porque no puede ser que no haya otra cosa, no puede ser que estemos tan cerca,
tan del otro lado de la puerta...
―Lo único que cuenta es dar de sí todo lo posible ―digo, sintiéndome insuperablemente estúpido.
―Y ganar todos los años el referendum de Down Beat, claro ―asiente Johnny―. Claro que sí,
claro que sí, claro que sí. Claro que sí.
Lo llevo poco a poco hacia la plaza. Por suerte hay un taxi en la esquina.
―Sobre todo no acepto a tu Dios ―murmura Johnny―. No me vengas con eso, no lo permito. Y
si realmente está del otro lado de la puerta, maldito si me importa. No tiene ningún mérito pasar al
otro lado porque él te abra la puerta. Desfondarla a patadas, eso sí. Romperla a puñetazos, eyacular
contra la puerta, mear un día entero contra la puerta. Aquella vez en Nueva York yo creo que abrí
la puerta con mi música, hasta que tuve que parar y entonces el maldito me la cerró en la cara nada
más que porque no le he rezado nunca, porque no le voy a rezar nunca, por que no quiero saber
nada con ese portero de librea, ese abridor de puertas a cambio de una propina, ese...
“El perseguidor” (Las armas secretas)
7.7. Rayuela
La obra maestra de Córtazar, Rayuela (1963), es una extensa narración introspectiva, en
forma de monólogo interior de su protagonista, Horacio Oliveira, que presenta una
estructura de mosaico con múltiples finales, de entre los que el lector debe elegir uno
según su interpretación subjetiva del texto. Por apartarse de las estructuras narrativas
tradicionales (ignorando elementos básicos como el argumento y el diálogo), Rayuela se
define como una “antinovela”. Con ella, Cortázar intenta crear un nuevo lenguaje
metaliterario que trascienda el umbral de la realidad, suprimiendo deliberadamente los
elementos narrativos que actúan como reflejo del mundo real y poseen una carga
emocional que puede distraer al lector.
Rayuela puede leerse de cuatro maneras distintas: 1) mediante una lectura lineal de sus
155 capítulos; 2) mediante una lectura propuesta por el autor, únicamente desde el
capítulo 1 hasta el 56 (que forman una unidad narrativa); 3) mediante una lectura basada
en una “tabla de dirección” al comienzo del libro, que incluye saltos aleatorios entre los
capítulos; 4) mediante una lectura libre, elegida por el propio lector. Es precisamente la
existencia de este lector activo que participa en la narración (al que Cortázar denomina
“lector macho”, por oposición al “lector hembra” o pasivo, que se limita a aceptar las
enseñanzas de la novela) lo que corrobora la tesis que pretende demostrar el autor de
Rayuela: la realidad no es unívoca, sino que requiere varios puntos de vista.
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Saberse enamorado de la Maga no era un fracaso ni una fijación en un orden caduco; un amor que
podía prescindir de su objeto, que en la nada encontraba su alimento, se sumaba quizá a otras
fuerzas, las articulaba y las fundía en un impulso que destruiría alguna vez ese contento visceral
del cuerpo hinchado de cerveza y papas fritas. Todas esas palabras que usaba para llenar el
cuaderno entre grandes manotazos al aire y silbidos chirriantes, lo hacían reír una barbaridad.
Traveler acababa asomándose a la ventana para pedirle que se callara un poco. Pero otras veces
Oliveira encontraba cierta paz en las ocupaciones manuales, como enderezar clavos o deshacer un
hilo sisal para construir con sus fibras un delicado laberinto que pegaba contra la pantalla de la
lámpara y que Gekrepten calificaba de elegante. Tal vez el amor fuera el enriquecimiento más alto,
un dador de ser; pero sólo malográndolo se podía evitar su efecto bumerang, dejarlo correr al
olvido y sostenerse, otra vez solo, en ese nuevo peldaño de realidad abierta y porosa. Matar el
objeto amado, esa vieja sospecha del hombre, era el precio de no detenerse en la escala, así como
la súplica de Fausto al instante que pasaba no podía tener sentido si a la vez no se lo abandonaba
como se posa en la mesa la copa vacía. Y cosas por el estilo, y mate amargo.
Hubiera sido tan fácil organizar un esquema coherente, un orden de pensamiento y de vida, una
armonía. Bastaba la hipocresía de siempre, elevar el pasado a valor de experiencia, sacar partido
de las arrugas de la cara, del aire vivido que hay en las sonrisas o los silencios de más de cuarenta
años. Después uno se ponía un traje azul, se peinaba las sienes plateadas y entraba en las
exposiciones de pintura, en la Sade y en el Richmond, reconciliado con el mundo. Un
escepticismo discreto, un aire de estar de vuelta, un ingreso cadencioso en la madurez, en el
matrimonio, en el sermón paterno a la hora del asado o de la libreta de clasificaciones
insatisfactoria. Te lo digo porque yo he vivido mucho. Yo que he viajado. Cuando yo era
muchacho. Son todas iguales, te lo digo yo. Te hablo por experiencia, m’hijo. Vos todavía no
conocés la vida.
Y todo eso tan ridículo y gregario podía ser peor todavía en otros planos, en la meditación siempre
amenazada por los idola fori, las palabras que falsean las intuiciones, las petrificaciones
simplificantes, los cansancios en que lentamente se va sacando del bolsillo del chaleco la bandera
de la rendición. Podía ocurrir que la traición se consumara en una perfecta soledad, sin testigos ni
cómplices: mano a mano, creyéndose más allá de los compromisos personales y los dramas de los
sentidos, más allá de la tortura ética de saberse ligado a una raza o por lo menos a un pueblo y una
lengua. En la más completa libertad aparente, sin tener que rendir cuentas a nadie, abandonar la
partida, salir de la encrucijada y meterse por cualquiera de los caminos de la circunstancia,
proclamándolo el necesario o el único. La Maga era uno de esos caminos, la literatura era otro
(quemar inmediatamente el cuaderno aunque Gekrepten se re-tor-cie-ra las manos), la fiaca era
otro, y la meditación al soberano cuete era otro. Parado delante de una pizzería de Corrientes al
mil trescientos, Oliveira se hacía las grandes preguntas: «Entonces, ¿hay que quedarse como el
cubo de la rueda en mitad de la encrucijada? ¿De que sirve saber o creer saber que cada camino es
falso si no lo caminamos con un propósito que ya no sea el camino mismo? No somos Buda, che,
aquí no hay árboles donde sentarse en la postura del loto. Viene un cana y te hace la boleta.»
Rayuela (capítulo 48)
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—No, doctor —dijo Larsen llenando los vasos— afortunadamente la salud anda bien. No estoy en
Santa María. Y créame, no la hubiera vuelto a pisar si no fuera porque quería verlo. Ya le voy a
explicar —alzó los ojos y remedó, gravemente, la mueca que hacía con la boca al sonreír—. Estoy
en Puerto Astillero, en lo de Petrus. Me ofreció la Gerencia y allí estoy.
—Sí —asintió Díaz Grey con cautela, temeroso de que el otro dejara de hablar, agradecido a lo
que la noche había querido traerle, incrédulo. Bebió un trago y sonrió como si comprendiera y
aprobara todo—. Sí, conozco al viejo Petrus, a la hija. Tengo clientes y amigos en Puerto Astillero.
Volvió a beber para esconder su alegría y hasta pidió un cigarrillo a Larsen aunque tenía una caja
llena encima del escritorio. Pero no deseaba burlarse de nadie, nadie en particular le parecía risible;
estaba de pronto alegre, estremecido por un sentimiento desacostumbrado y cálido, humilde, feliz
y reconocido porque la vida de los hombres continuaba siendo absurda e inútil y de alguna manera
u otra continuaba también enviándole emisarios, gratuitamente, para confirmar su absurdo y su
inutilidad.
—Un puesto de gran responsabilidad —dijo sin énfasis—. Sobre todo en estos momentos de
dificultad para la empresa. ¿Y Petrus lo conocía a usted desde hace tiempo?
—No, no sabe nada de la historia. Nadie sabe en Puerto Astillero. Más bien un encuentro fortuito,
doctor. Me permití dar su nombre como referencia.
—Nunca me preguntaron —volvió a beber y escuchó la lluvia; se sentía ocupado por una
curiosidad sin ansias, confiada. Dejó de mirar a Larsen, dejó de hablar y contempló los lomos de
los libros en los estantes. En la mitad del silencio, Larsen carraspeó.
—A propósito. Dos cosas. Quería preguntarle, doctor. Yo sé que con usted se puede hablar.
«Este hombre envejecido, Juntacadáveres, hipertenso, con un resplandor bondadoso en la piel del
cráneo que se le va quedando desnuda, despatarrado, con una barriga redonda que le avanza sobre
los muslos.»
—En cuanto a Petrus —dijo Díaz Grey— está durmiendo en la esquina, en el hotel Plaza. Hablé
con él, apenas, esta tarde.
—Lo sabía, doctor —sonrió Larsen—, y quién le dice que no es por eso que estoy aquí.
«Este hombre que vivió los últimos treinta años del dinero sucio que le daban con gusto mujeres
sucias, que atinó a defenderse de la vida sustituyéndola por una traición, sin origen, de dureza y
coraje; que creyó de una manera y ahora sigue creyendo de otra, que no nació para morir sino para
ganar e imponerse, que en este mismo momento se está imaginando la vida como un territorio
infinito y sin tiempo en el que es forzoso avanzar y sacar ventajas.»
—Pregunte lo que quiera. Espere un momento —fue hasta el comedor e hizo funcionar el aparato
de los discos; había dejado la puerta entornada, de modo que la música no llegaba más fuerte que
la lluvia.
—Primero la empresa, doctor. ¿Qué cree? Usted tiene que saber. Digo, si hay probabilidades de
que Petrus salga a flote.
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― LITERATURA CONTEMPORÁNEA ―
—Hace más de cinco años que se discute eso en Santa María, en el hotel y en el club, a la hora del
aperitivo. Yo tengo mis datos. Pero usted está allá, es el Gerente.
Larsen volvió a torcer la boca y se miró las uñas. Los dos se buscaron los ojos; ya no se oía la
lluvia y el coro empezaba a llenar el consultorio. Breve y perezosa sonó una bocina en el río.
—Como en la iglesia —dijo Larsen con dulzura y respeto, cabeceando—. Le voy a ser franco. No
me ocupo de la parte administrativa. Lo que hago por ahora es un estudio general, para
empaparme del asunto, y examino los costos —alzó los hombros para disculparse—. Pero aquello
es una ruina.
«Y justamente este hombre, que debía estar hasta su muerte por lo menos a cien kilómetros de
aquí, tuvo que volver para enredarse las patas endurecidas en lo que queda de la telaraña del viejo
Petrus.»
—Por lo que yo sé —dijo Díaz Grey— no hay la menor esperanza. No liquidaron todavía la
sociedad porque a nadie puede beneficiar la liquidación. Los accionistas principales dieron el
asunto por perdido hace tiempo y se olvidaron.
—¿Seguro? Petrus habla de treinta millones.
—Sí, ya lo sé, lo oí también esta tarde. Petrus está loco, o trata de seguir creyendo para no
volverse loco. Si liquidan cobrará cien mil pesos y yo sé que debe, él, personalmente, más de un
millón. Pero mientras, puede seguir presentando escritos y visitando ministerios. Está muy viejo,
además. ¿Usted cobra sueldo?
—No de manera efectiva, por ahora.
—Sí —dijo Díaz Grey, dulcemente—: he conocido otros gerentes de Petrus; muchos se
despidieron en Santa María mientras esperaban la balsa. Una lista larga. Y no había dos parecidos.
Como si el viejo Petrus los eligiera o los encargara siempre distintos, con la esperanza de
encontrar algún día alguno diferente a todos los hombres, alguno que hasta engorde con el
desencanto y el hambre y no se vaya nunca.
El astillero (Santa María-II)
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― LITERATURA CONTEMPORÁNEA ―
Tengo pocos amigos. A decir verdad, nunca está abierto mi corazón al amigo presente sino al ausente.
Abrazamos a los que fueron y a los que todavía no son, no menos que a los ausentes. Uno de ellos, el
general Manuel Belgrano. Hay noches en que viene a hacerme compañía. Llega ahora libre de cuidados, de
recuerdos. Entra sin necesidad de que le abra la puerta. Más que verlo, siento su presencia. Está ahí
presenciando mi ausencia. Ni el más leve ruido lo anuncia. Simplemente está ahí. Me vuelvo de costado en
mi pensamiento. El general está ahí. Hinchado monstruosamente, menos por la hidropesía que por la pena.
Flota a medio palmo del suelo. Ocupa la mitad y media de la no-habitación. Mi pierna hinchada, el resto
del cuarto. Sin necesidad de apretarnos mucho ocupamos en el tiempo mayor lugar del que limitadamente
nos concede en esta vida el espacio. Buenas noches, mi estimado general. Me escucha, me contesta a su
modo. La nebulosa persona se remueve un poco. ¿Está usted cómodo? Me dice que sí. Me hace entender
que, pese a nuestras desemejanzas, se siente cómodo a mi lado. Lo que yo más apreciaba en los hombres,
murmura, la sabiduría, la austeridad, la verdad, la sinceridad, la independencia, el patriotismo... Bueno,
bueno, general, no nos haremos cumplidos ahora que todo está cumplido. Nuestras desemejanzas, como
usted dice, no son tantas. Sumergidos en esta obscuridad, no nos distinguimos el uno del otro. Entre los no-
vivos reina igualdad absoluta. Así el débil como el fuerte son iguales. Como están las cosas, general, me
habría gustado más sin embargo vivir la vida de un peón de campo. Acuérdese, Excelencia, me consuela el
general con el vano consuelo de Horacio: Non omnis moriar. ¡Ah latinajos!, pienso. Sentencias que sólo
sirven para discursos fúnebres. Lo que sucede es que nunca uno llega a comprender de qué manera nos
sobrevive lo hecho. Tanto los que mucho creen en el más allá como los que sólo creemos en el más acá. O
altitudo!, dijo mi huésped y sus palabras rebotaron contra las piedras... udo... udo... udo... Cuando acallaron
los ecos del versículo entre el zumbido de las moscas, volvió a nosotros el silencio de las profundidades.
Sólo deseo, general, que no haya acabado usted desesperado del pensamiento de su Mayo, del mismo modo
que desesperado de nuestro Mayo sin pensamiento. ¿Recuerda que usted mismo me lo aconsejó en una
carta? El recuerdo pesa mucho, lo sé. El recuerdo de las obras pesa más que las obras mismas.
Comunicábanse nuestras almas-huevos sin necesidad de voz, de palabras, de escritura, de tratados de paz y
guerra, de comercio. Fuertes en nuestra suprema debilidad, nos íbamos al fondo. Sabiduría sin fronteras.
Verdad sin límites, ahora que ya no hay límites ni fronteras.
Yo el Supremo
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― LITERATURA CONTEMPORÁNEA ―
Todo resultó tal como misiá Raquel lo dispuso. Las asiladas se entretuvieron durante toda la tarde en
ayudarme a decorar la capilla con colgaduras negras. Otras viejas, las íntimas de la finada, lavaron el
cadáver, lo peinaron, le metieron los dientes postizos en la boca, le pusieron su ropa interior más
primorosa, y lamentándose y lloriqueando durante las deliberaciones acerca de la toilette final más
adecuada, se decidieron por el vestido de jersey gris-marengo y el chal rosado, ése que la Brígida
guardaba envuelto en papel de seda y se ponía los domingos. Arreglamos alrededor del féretro las
coronas enviadas por la familia Ruiz. Encendimos los cirios. ¡Así, con una patrona como misiá Raquel,
sí que vale la pena ser sirviente! ¡Qué señora tan buena! ¿Pero cuántas tenemos la suerte de la Brígida?
Ninguna. La semana pasada no más, miren lo de la pobre Mercedes Barroso: un furgón de la
Beneficencia Pública, ni siquiera respetuosamente negro, vino a llevarse a la pobre Menche, y
nosotras mismas, sí, parece mentira que nosotras mismas hayamos tenido que cortar unos cuantos
cardenales colorados en el patio de la portería para adornarle el cajón, y sus patrones, que por teléfono
se lo llevaban prometiéndole el oro y el moro a la pobre Menche, espera, mujer, espera, ten paciencia,
para el verano será mejor, no, mejor cuando volvamos del veraneo porque a ti no te gusta la playa,
acuérdate cómo te azorochas con el aire de mar, cuando volvamos, vas a ver, te va a encantar el chalet
nuevo con jardín, tiene una pieza ideal para ti encima del garage... y ya ven, los patrones de la Menche
ni se aportaron por la Casa cuando falleció. ¡Pobre Menche! ¡Tan mala suerte! Y tan divertida para
contar chistes cochinos y tantísimos que sabía. Quién sabe de dónde los sacaba. Pero el funeral de la
Brígida fue muy distinto: tuvo coronas de verdad, con flores blancas y todo, como deben ser las flores
para los entierros, y hasta con tarjetas de visita. Lo primero que hizo la Rita cuando trajeron el ataúd
fue pasarle la mano por debajo para comprobar si esa parte del cajón venía bien esmaltada como en
los ataúdes de primera de antes: yo la vi fruncir la boca y dar su aprobación con la cabeza. ¡Bien
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― LITERATURA CONTEMPORÁNEA ―
terminadito, el ataúd de la Brígida! Hasta en eso cumplió misiá Raquel. Nada nos defraudó. Ni la
carroza tirada por cuatro caballos negros enjaezados con mantos y penachos de plumas, ni los autos
relucientes de la familia Ruiz alineados a lo largo de la vereda esperando la partida del cortejo.
El obsceno pájaro de la noche (capítulo I)
Entre los más destacados autores del realismo mágico figuran el guatemalteco Miguel
Ángel Asturias (1899-1974) ―que en Hombres de maíz (1949) explora el mundo
mágico de las comunidades indígenas―, el cubano Alejo Carpentier (1904-
1980) ―autor de El reino de este mundo (1949), novela de “lo real maravilloso” en el
marco histórico de la revolución haitiana, y Los pasos perdidos (1953), que añade una
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― LITERATURA CONTEMPORÁNEA ―
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― LITERATURA CONTEMPORÁNEA ―
Pero la dicha dura lo que tarda un aguacero con sol... por una vereda de tierra color de leche, que
se perdía en el basurero, bajó un leñador seguido de su perro: el tercio de leña a la espalda, la
chaqueta doblada sobre el tercio de leña y el machete en los brazos como se carga a un niño. El
barranco no era profundo, mas el atardecer lo hundía en sombras que amortajaban la basura
hacinada en el fondo, desperdicios humanos que por la noche aquietaban el miedo. El leñador
volvió a mirar. Habría jurado que le seguían. Más adelante se detuvo. Le jalaba la presencia de
alguien que estaba allí escondido. El perro aullaba, erizado, como si viera al diablo. Un remolino
de aire levantó papeles sucios manchados como de sangre de mujer o de remolacha. El cielo se
veía muy lejos, muy azul, adornado como una tumba altísima por coronas de zopilotes que
volaban en círculos dormidos. A poco, el perro echó a correr hacia donde estaba el Pelele. Al
leñador le sacudió frío de miedo. Y se acercó paso a paso tras el perro a ver quién era el muerto.
Era peligroso herirse los pies en los chayes, en los culos de botellas o en las latas de sardina, y
había que burlar a saltos las heces pestilentes y los trechos oscuros. Como bajeles en mar de
desperdicios hacían agua las palanganas...
Sin dejar la carga —más le pesaba el miedo— tiró de un pie al supuesto cadáver y cuál asombro
tuvo al encontrarse con un hombre vivo, cuyas palpitaciones formaban gráficas de angustia a
través de sus gritos y los ladridos del can, como el viento cuando entretela la lluvia. Los pasos de
alguien que andaba por allí, en un bosquecito cercano de pinos y guayabos viejos, acabaron de
turbar al leñador. Si fuera un policía... De veras, pues... Sólo eso le faltaba...
—¡Chú-chó! —gritó al perro. Y como siguiera ladrando, le largó un puntapié—. ¡Chucho, animal,
dejá estar!...
Pensó huir... Pero huir era hacerse reo de delito... Peor aún si era un policía... Y volviéndose al
herido:
—¡Preste, pues, con eso lo ayudo a pararse!... ¡Ay, Dios, si por poco lo matan!... ¡Preste,
no tenga miedo, no grite, que no le estoy haciendo nada malo! Pasé por aquí, lo vide botado y...
—Vi que lo desenterrabas —rompió a decir una voz a sus espaldas— y regresé porque creí que era
algún conocido; saquémoslo de aquí...
El leñador volvió la cabeza para responder y por poco se cae del susto. Se le fue el aliento y no
escapó por no soltar al herido, que apenas se tenía en pie. El que le hablaba era un ángel: tez de
dorado mármol, cabellos rubios, boca pequeña y aire de mujer en violento contraste con la negrura
de sus ojos varoniles. Vestía de gris. Su trape, a la luz del crepúsculo, se veía como una nube.
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― LITERATURA CONTEMPORÁNEA ―
Llevaba en las manos finas una caña de bambú muy delgada y un sombrero limeño que parecía
una paloma.
El señor Presidente (primera parte, capítulo IV)
Durante su juventud, Carpentier mostró su gran vocación por dos ámbitos que
marcarían su posterior producción literaria: la música y la política. Tras ser
encarcelado en 1927 durante la dictadura de Gerardo Machado en Cuba, se exilió en
Francia. Allí, en contacto con las nuevas vanguardias literarias (en particular el
Surrealismo), Carpentier desarrolló una visión del continente americano más amplia
que el mero nativismo, dentro de un contexto histórico y telúrico de mayor
trascendencia, que desarrolló en su primera obra, Écue-Yamba-Ó (1933), novela de
temática negra y estilo surrealista en la que el escritor busca las raíces espirituales de
Cuba al tiempo que denuncia la explotación de la isla por parte del capital extranjero.
Después de un largo silencio literario, Carpentier reanudó su producción narrativa
con la colección de cuentos Viaje a la semilla (1944) y una de sus obras más
representativas: El reino de este mundo (1949), novela de estilo barroco que narra un
episodio histórico de la revolución haitiana mediante una visión de la realidad
americana que bordea los límites de lo mágico; este nuevo estilo narrativo, que
Carpentier definió como “lo real maravilloso”, representa el elemento diferenciador
entre las culturas americana y europea ―puesto que la primera no necesita recurrir al
Surrealismo para lograr efectos insólitos, ya de por sí abundantes en la geografía,
historia y mitos de América― y establece las bases del posterior realismo mágico.
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― LITERATURA CONTEMPORÁNEA ―
Con su siguiente novela, Los pasos perdidos (1953) ―relato ambientado en la jungla
venezolana en el que se mezclan realidad, música y mito―, Carpentier se adscribe
plenamente a la nueva corriente del realismo mágico y se consagra definitivamente
como uno de los grandes autores hispanoamericanos del momento. Tras una nueva
incursión en la historia con la novela corta El acoso (1956), en la que ofrece un análisis
psicológico del ambiente de represión y violencia que se vivió en Cuba antes de la
Revolución, Carpentier retorna a la literatura fantástica con la colección de relatos
Guerra del tiempo (1958). En la novela histórica El siglo de las luces (1962),
ambientada en el Caribe durante el periodo de la Revolución Francesa, el escritor
cubano atrapa el espíritu del siglo XVIII mediante un lenguaje de asombrosa riqueza y
textura narrativa. Tras un nuevo periodo de silencio creativo, Carpentier retorna con
fuerza a la escena narrativa hispanoamericana con Los convidados de plata (1973),
Concierto barroco (1974), El recurso del método (1974) ―perteneciente al subgénero
narrativo de la “novela del dictador”―, La consagración de la primavera (1978) y El
arpa y la sombra (1978), relatos en los que vuelve a demostrar su genio creativo para
fusionar historia y ficción.
El siguiente fragmento de El reino de este mundo (1949) ilustra un aspecto de “lo real
maravilloso” mediante la fe colectiva de los esclavos haitianos en su líder, Mackandal,
al que consideran dotado de poderes sobrenaturales con los que conseguirá
metamorfosear su espíritu y salvarse de la muerte:
De pronto, todos los abanicos se cerraron a un tiempo. Hubo un gran silencio detrás de las cajas
militares. Con la cintura ceñida por un calzón rayado, cubierto de cuerdas y de nudos, lustroso de
lastimaduras frescas, Mackandal avanzaba hacia el centro de la plaza. Los amos interrogaron las
caras de sus esclavos con la mirada. Pero los negros mostraban una despechante indiferencia.
¿Qué sabían los blancos de cosas de negros? En sus ciclos de metamorfosis, Mackandal se había
adentrado muchas veces en el mundo arcano de los insectos, desquitándose de la falta de un brazo
humano con la posesión de varias patas, de cuatro élitros o de largas antenas. Había sido mosca,
ciempié, falena, comején, tarántula, vaquita de San Antón y hasta cocuyo de grandes luces verdes.
En el momento decisivo, las ataduras del mandinga, privadas de un cuerpo que atar, dibujarían por
un segundo el contorno de un hombre de aire, antes de resbalar a lo largo del poste. Y Mackandal,
transformado en mosquito zumbón, iría a posarse en el mismo tricornio del jefe de las tropas, para
gozar del desconcierto de los blancos. Eso era lo que ignoraban los amos; por ello habían
despilfarrado tanto dinero en organizar aquel espectáculo inútil, que revelaba su total impotencia
para luchar contra el hombre ungido por los grandes Loas.
Mackandal estaba ya adosado al poste de torturas. El verdugo había agarrado un rescoldo con las
tenazas. Repitiendo un gesto estudiado la víspera frente al espejo, el gobernador desenvainó su
espada de corte y dio orden de que se cumpliera la sentencia. El fuego comenzó a subir hacia el
manco, sollamándole las piernas. En ese momento Mackandal agitó su muñón que no habían
podido atar, en un gesto combinatorio que no por menguado era menos terrible, aullando conjuros
desconocidos y echando violentamente el torso hacia adelante. Sus ataduras cayeron, y el cuerpo
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― LITERATURA CONTEMPORÁNEA ―
del negro se espigó en el aire, volando por sobre las cabezas, antes de hundirse en las ondas negras
de la masa de esclavos. Un solo grito llenó la plaza.
—Mackandal sauvé!
Y fue la confusión y el estruendo. Los guardias se lanzaron, a culatazos, sobre la negrada aullante,
que ya no parecía caber entre las casas y trepaba hacia los balcones. Y a tanto llegó el estrépito y
la grita y la turbamulta, que muy pocos vieron que Mackandal, agarrado por diez soldados, era
metido de cabeza en el fuego, y que una llama crecida por el pelo encendido ahogaba su último
grito. Cuando las dotaciones se aplacaron, la hoguera ardía normalmente, como cualquiera
hoguera de buena leña, y la brisa venida del mar levantaba un buen humo hacia los balcones donde
más de una señora desmayada volvía en sí. Ya no había nada que ver.
Aquella tarde los esclavos regresaron a sus haciendas riendo por todo el camino. Mackandal había
cumplido su promesa, permaneciendo en el reino de este mundo. Una vez más eran birlados los
blancos por los Altos Poderes de la Otra Orilla. Y mientras Monsieur Lenormand de Mezy, de
gorro de dormir, comentaba con su beata esposa la insensibilidad de los negros ante el suplicio de
un semejante —sacando de ello ciertas consideraciones filosóficas sobre la desigualdad de las
razas humanas, que se proponía desarrollar en un discurso colmado de citas latinas— Ti Noel
embarazó de jimaguas a una de las fámulas de cocina, trabándola, por tres veces, dentro de uno de
los pesebres de la caballeriza.
El reino de este mundo (primera parte, capítulo VIII)
Vargas Llosa se inicia en el mundo de la narrativa con Los jefes (1959), colección de
cuentos de ambiente urbano cuyo tema central es la violencia. Con su primera novela,
La ciudad y los perros (1963), obra de carácter realista a la vez que simbólico, el
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― LITERATURA CONTEMPORÁNEA ―
escritor peruano logra un reconocimiento literario inmediato como uno de los grandes
autores del emergente boom de la literatura hispanoamericana. Vargas Llosa alcanza
su madurez literaria con la novela La casa verde (1966), en la que prodiga nuevas y
experimentales técnicas narrativas, como una estructura argumental fragmentaria que
únicamente al final se completa, la combinación de diferentes acciones y tiempos de
forma simultánea y la mezcla de diálogo y narración descriptiva. El escritor peruano
continúa experimentando en sus dos siguientes novelas, Los cachorros (1967) y
Conversación en La Catedral (1969) ―esta última, una de sus más logradas
narraciones―, en las que lleva a cabo una crítica social y política del Perú. Durante la
década de 1970, Vargas Llosa aborda la problemática social y religiosa de
Latinoamérica en sus novelas Pantaleón y las visitadoras (1973), La tía Julia y el
escribidor (1977) ―obra de carácter autobiográfico que mezcla humor y
melodrama― y La guerra del fin del mundo (1981). En su siguiente novela, Historia
de Mayta (1984), el escritor peruano pretende descubrir los motivos que han hecho de
la violencia un elemento continuo en la historia del Perú. Con ¿Quién mató a
Palomino Molero? (1986), Vargas Llosa se interna en el ámbito de la novela policiaca
para examinar el lado oscuro de la naturaleza humana, la corrupción política y las
injusticias sociales. El hablador (1987) introduce una novedosa técnica literaria con la
presencia de dos narradores: el propia novelista y un “hablador” (cuentacuentos
indígena peruano) que se alternan de forma ordenada a lo largo de la obra. Elogio de
la madrastra (1988) es una novela erótica de lenguaje poético en la que el autor
reflexiona sobre la felicidad y la corrupción de la inocencia. En Lituma en los Andes
(1993), Vargas Llosa fusiona la realidad peruana del terrorismo guerrillero con la
mitología andina. Tras conseguir la nacionalidad española en 1993, siguió publicando
novelas de temática diferente aunque con un estilo personal inconfundible: Los
cuadernos de don Rigoberto (1997), La Fiesta del Chivo (2000), El paraíso en la otra
esquina (2003), Travesuras de la niña mala (2006), El sueño del celta (2010) y El héroe
discreto (2013).
La labor de Vargas Llosa como periodista y crítico literario se refleja en sus ensayos,
entre los que destacan García Márquez: historia de un deicidio (1971), La orgía
perpetua: Flaubert y "Madame Bovary" (1975) y las colecciones Contra viento y marea
(1990) y Desafíos a la libertad (1994). En su continua experimentación literaria, el
escritor peruano cultivó incluso el teatro, como en La señorita de Tacna (1981).
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Cemí llegó a su casa con el peso de una intranquilidad que se remansaba, más que con la angustia
de una crisis nerviosa de quien ha atravesado una oscuridad, una zona peligrosa. La presencia de
Fronesis, el conocimiento de Foción, lo habían sobresaltado, pues cuando la revuelta parecía que
había llegado a su final, surgía la nueva situación.
Al toque en la puerta de su casa había acudido Rialta, que lo esperaba sentada muy cerca de la
puerta, ansiosa por ver llegar a su hijo. Con ese olfato típicamente maternal, se había dado perfecta
cuenta de que su hijo acudía a la inauguración de las clases en Upsalón y que el curso comenzaría
con algazaras y protestas, pues los estudiantes cada día iban penetrando con más ardor en la
inquietud protestaria del resto del país. Cuando lo vio llegar se sintió alegre, pues siempre que las
madres ven que su hijo parte para un sitio de peligro, se atormentan pensando que fuera de su
cuidado le pasará a su hijo lo peor. La alegría de su equivocación maternal se hacía visible en
Rialta.
—Tenía ganas ya de que llegaras, he oído decir que ha habido disturbios en Upsalón y he estado
toda la mañana rezando para que no te fuera a suceder algo desagradable. Ya sabes que cuando te
agitas, el asma te ataca con más violencia. Mi hijo —Rialta se emocionó al decir esto—, perdí a tu
padre cuando tenía treinta años, ahora tengo cuarenta y pensar que te pueda suceder algo que
ponga en peligro tu vida, ahora que percibo que vas ocupando el lugar de él, pues la muerte habla
en ocasiones y sé como madre que todo lo que tu padre no pudo realizar, tú lo vas haciendo a
través de los años, pues en una familia no puede suceder una desgracia de tal magnitud, sin que
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― LITERATURA CONTEMPORÁNEA ―
esa oquedad cumpla una extraña significación, sin que esa ausencia vuelva por su rescate. No es
que yo te aconseje que evites el peligro, pues sé que un adolescente tiene que hacer muchas
experiencias y no puede rechazar ciertos riesgos que en definitiva enriquecen su gravedad en la
vida. Y sé también que esas experiencias hay que hacerlas como una totalidad y no en la
dispersión de los puntos de un granero. Un adolescente astuto produce un hombre intranquilo.
El egoísmo de los padres hace que muchas veces quisieran que sus hijos adolescentes fueran sus
contemporáneos, más que la sucesión, la continuidad de ellos a través de las generaciones, o lo
que es aún peor, se dejan arrastrar por sus hijos, y ya éstos están perdidos, pues ninguno de los dos
está en su lugar, ninguno representa la fluidez de lo temporal; unos, los padres, porque se dejaron
arrastrar; otros, los hijos, que al no tener qué escoger, se perdían al estar en oscuridad en el
estómago de un animal mayor. Después, al paso del tiempo, cuando llegan a ver a sus hijos
serenos, maduros dentro de su circunstancia, no pueden pensar que fueron esos riesgos, esos
peligros, la causa de su serenidad posterior, y que sus consejos egoístas, cuando ya sus hijos son
mayores, son un fermento inconcluso, una espina que se va pudriendo en el subconsciente de todas
las noches.
—Mientras esperaba tu regreso, pensaba en tu padre y pensaba en ti, rezaba el rosario y me decía:
¿Qué le diré a mi hijo cuando regrese de ese peligro? El paso de cada cuenta del rosario era el
ruego de que una voluntad secreta te acompañase a lo largo de la vida, que siguieses un punto, una
palabra, que tuvieses siempre una obsesión que te llevase siempre a buscar lo que se manifiesta y
lo que se oculta. Una obsesión que nunca destruyese las cosas, que buscase en lo manifestado lo
oculto, en lo secreto lo que asciende para que la luz lo configure. Eso es lo que siempre pido para
ti y lo seguiré pidiendo mientras mis dedos puedan recorrer las cuentas de un rosario. Con
sencillez yo le pedía esa palabra al Padre y al Espíritu Santo, a tu padre muerto y al espíritu vivo,
pues ninguna madre, cuando su hijo regresa del peligro, debe de decirle una palabra inferior.
Óyeme lo que te voy a decir: no rehúses el peligro, pero intenta siempre lo más difícil. Hay el
peligro que enfrentamos como una sustitución, hay también el peligro que intentan los enfermos,
ése es el peligro que no engendra ningún nacimiento en nosotros, el peligro sin epifanía. Pero
cuando el hombre, a través de sus días, ha intentado lo más difícil, sabe que ha vivido en peligro,
aunque su existencia haya sido silenciosa, aunque la sucesión de su oleaje haya sido manso, sabe
que ese día que le ha sido asignado para su transfigurarse verá, no los peces dentro del fluir,
lunarejos en la movilidad, sino los peces en la canasta estelar de la eternidad.
Paradiso (capítulo IX)
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― LITERATURA CONTEMPORÁNEA ―
inherente al ser humano, sino a toda América Latina en su relación con el resto del
mundo. Otro de los temas importantes en sus obras es la política y sus distintas
manifestaciones como forma de gobierno.
Durante su primera etapa literaria, entre 1947 y 1952, García Márquez escribe una
serie de cuentos de influencia surrealista en los que experimenta con nuevas formas
narrativas de influencia extranjera (Faulkner, Hemingway, Joyce, Woolf) aunque sin
lograr aún un estilo literario propio y definido; dentro de esta serie de relatos juveniles
destacan La tercera resignación (1947), Eva está dentro de un gato (1948), Ojos de
perro azul (1950) y Nabo, el negro que hizo esperar a los ángeles (1951). Tras volver a
su pueblo natal, Aracataca, y darse cuenta de que aquello ya no era lo que había
conocido durante su niñez, García Márquez se muestra decidido a recuperar su
infancia, lo que consigue en la novela breve La hojarasca (1955), en donde, además de
introducir dos de los personajes que posteriormente aparecerían en Cien años de
soledad (Macondo y el coronel Aureliano Buendía), adelanta técnicas narrativas del
realismo mágico (como la manipulación del tiempo y el uso de múltiples perspectivas).
A partir de un suceso real ―el hundimiento de un buque de guerra colombiano que
transportaba una carga de contrabando y el naufragio de uno de sus marineros―,
García Márquez escribe un reportaje periodístico novelizado, Relato de un náufrago
(1955), que fue censurado por el régimen del general Gustavo Rojas Pinilla y provocó la
salida del escritor de Colombia. En su siguiente novela breve, El coronel no tiene quien
le escriba (1961) ―compuesta durante su estancia en Europa como corresponsal del
diario El Espectador―, García Márquez refleja su propia situación económica,
constantemente en espera del giro mensual que debía recibir: la novela relata la
desesperanza de un viejo oficial de la Guerra de los Mil Días (1899-1902) mientras
aguarda la pensión de su retiro que nunca llega. Sus dos siguientes obras son el libro de
relatos Los funerales de la Mamá Grande (1962) y la novela breve La mala hora (1962).
Tras la aparición de su obra maestra, Cien años de soledad (1967), García Márquez
alcanza un reconocimiento literario inmediato como uno de los grandes autores
hispanoamericanos del momento. Esta novela, inscrita dentro de la corriente del
realismo mágico, recrea un tiempo cíclico ―las distintas generaciones de los Buendía―
en el que ocurren historias fantásticas. Cien años de soledad es una inmensa metáfora de
América Latina en la que la historia de los Buendía en el mundo mágico de Macondo,
desde la fundación del pueblo hasta la completa extinción de su estirpe, refleja la historia
de Colombia desde su independencia. En la novela corta La increíble y triste historia de
la cándida Eréndira y de su abuela desalmada (1972), García Márquez refleja de forma
metafórica la explotación de los países pobres por parte de las naciones desarrolladas. Su
siguiente obra, El otoño del patriarca (1975), fábula sobre la soledad del poder en la
figura de un anciano gobernante autoritario, pertenece al subgénero narrativo de la
“novela del dictador”. En 1976, García Márquez decide que no volverá a publicar
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― LITERATURA CONTEMPORÁNEA ―
El día que lo iban a matar, Santiago Nasar se levantó a las 5.30 de la mañana para esperar el buque en
que llegaba el obispo. Había soñado que atravesaba un bosque de higuerones donde caía una llovizna
tierna, y por un instante fue feliz en el sueño, pero al despertar se sintió por completo salpicado de
cagada de pájaros. «Siempre soñaba con árboles», me dijo Plácida Linero, su madre, evocando 27
años después los pormenores de aquel lunes ingrato. «La semana anterior había soñado que iba solo
en un avión de papel de estaño que volaba sin tropezar por entre los almendros», me dijo. Tenía una
reputación muy bien ganada de intérprete certera de los sueños ajenos, siempre que se los contaran en
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― LITERATURA CONTEMPORÁNEA ―
ayunas, pero no había advertido ningún augurio aciago en esos dos sueños de su hijo, ni en los otros
sueños con árboles que él le había contado en las mañanas que precedieron a su muerte.
Tampoco Santiago Nasar reconoció el presagio. Había dormido poco y mal, sin quitarse la ropa, y
despertó con dolor de cabeza y con un sedimento de estribo de cobre en el paladar, y los interpretó
como estragos naturales de la parranda de bodas que se había prolongado hasta después de la
medianoche. Más aún: las muchas personas que encontró desde que salió de su casa a las 6.05 hasta
que fue destazado como un cerdo una hora después, lo recordaban un poco soñoliento pero de buen
humor, y a todos les comentó de un modo casual que era un día muy hermoso. Nadie estaba seguro de
si se refería al estado del tiempo. Muchos coincidían en el recuerdo de que era una mañana radiante
con una brisa de mar que llegaba a través de los platanales, como era de pensar que lo fuera en un
buen febrero de aquella época. Pero la mayoría estaba de acuerdo en que era un tiempo fúnebre, con
un cielo turbio y bajo y un denso olor de aguas dormidas, y que en el instante de la desgracia estaba
cayendo una llovizna menuda como la que había visto Santiago Nasar en el bosque del sueño. Yo
estaba reponiéndome de la parranda de la boda en el regazo apostólico de María Alejandrina
Cervantes, y apenas si desperté con el alboroto de las campanas tocando a rebato, porque pensé que
las habían soltado en honor del obispo.
Santiago Nasar se puso un pantalón y una camisa de lino blanco, ambas piezas sin almidón, iguales a
las que se había puesto el día anterior para la boda. Era un atuendo de ocasión. De no haber sido por la
llegada del obispo se habría puesto el vestido de caqui y las botas de montar con que se iba los lunes a
El Divino Rostro, la hacienda de ganado que heredó de su padre, y que él administraba con muy buen
juicio aunque sin mucha fortuna. En el monte llevaba al cinto una 357 Magnum, cuyas balas blindadas,
según él decía, podían partir un caballo por la cintura. En época de perdices llevaba también sus
aperos de cetrería. En el armario tenía además un rifle 30.06 Mannlicher-Schönauer, un rifle 300
Holland Magnum, un 22 Hornet con mira telescópica de dos poderes, y una Winchester de repetición.
Siempre dormía como durmió su padre, con el arma escondida dentro de la funda de la almohada,
pero antes de abandonar la casa aquel día le sacó los proyectiles y la puso en la gaveta de la mesa de
noche. «Nunca la dejaba cargada», me dijo su madre. Yo lo sabía, y sabía además que guardaba las
armas en un lugar y escondía la munición en otro lugar muy apartado, de modo que nadie cediera ni
por casualidad a la tentación de cargarlas dentro de la casa. Era una costumbre sabia impuesta por su
padre desde una mañana en que una sirvienta sacudió la almohada para quitarle la funda, y la pistola
se disparó al chocar contra el suelo, y la bala desbarató el armario del cuarto, atravesó la pared de la
sala, pasó con un estruendo de guerra por el comedor de la casa vecina y convirtió en polvo de yeso a
un santo de tamaño natural en el altar mayor de la iglesia, al otro extremo de la plaza. Santiago Nasar,
que entonces era muy niño, no olvidó nunca la lección de aquel percance.
La última imagen que su madre tenía de él era la de su paso fugaz por el dormitorio. La había
despertado cuando trataba de encontrar a tientas una aspirina en el botiquín del baño, y ella encendió
la luz y lo vio aparecer en la puerta con el vaso de agua en la mano, como había de recordarlo para
siempre. Santiago Nasar le contó entonces el sueño, pero ella no les puso atención a los árboles.
Crónica de una muerte anunciada
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― LITERATURA CONTEMPORÁNEA ―
no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra”. Mediante los avatares de las
distintas generaciones de los Buendía, García Márquez refleja de forma simbólica la
historia reciente de Colombia ―y, por extensión, de toda América Latina―, dominada
por dos temas recurrentes a lo largo de toda la obra: la predestinación y la soledad. La
ruina final de Macondo, desde su Edad de Oro inicial, es una alegoría de la decadencia
del mundo americano por la injusticia y violencia que allí se consuman. En un plano
superior, de carácter existencial, la novela de García Márquez puede ser vista como
una inmensa metáfora del hombre americano ―o incluso del ser humano en
general―, caracterizado por la soledad, la incomunicación y el destino
predeterminado.
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― LITERATURA CONTEMPORÁNEA ―
Macondo estaba en ruinas. En los pantanos de las calles quedaban muebles despedazados,
esqueletos de animales cubiertos de lirios colorados, últimos recuerdos de las hordas de
advenedizos que se fugaron de Macondo tan atolondradamente como habían llegado. Las casas
paradas con tanta urgencia durante la fiebre del banano habían sido abandonadas. La compañía
bananera desmanteló sus instalaciones. De la antigua ciudad alambrada sólo quedaban los
escombros. Las casas de madera, las frescas terrazas donde transcurrían las serenas tardes de
naipes, parecían arrasadas por una anticipación del viento profético que años después había de
borrar a Macondo de la faz de la tierra. El único rastro humano que dejó aquel soplo voraz fue un
guante de Patricia Brown en el automóvil sofocado por las trinitarias. La región encantada que
exploró José Arcadio Buendía en los tiempos de la fundación, y donde luego prosperaron las
plantaciones de banano, era un tremedal de cepas putrefactas, en cuyo horizonte remoto se alcanzó
a ver por varios años la espuma silenciosa del mar. Aureliano Segundo padeció una crisis de
aflicción el primer domingo que vistió ropas secas y salió a reconocer el pueblo. Los
sobrevivientes de la catástrofe, los mismos que ya vivían en Macondo antes de que fuera sacudido
por el huracán de la compañía bananera, estaban sentados en mitad de la calle gozando de los
primeros soles. Todavía conservaban en la piel el verde de alga y el olor de rincón que les
imprimió la lluvia, pero en el fondo de sus corazones parecían satisfechos de haber recuperado el
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― LITERATURA CONTEMPORÁNEA ―
pueblo en que nacieron. La calle de los Turcos era otra vez la de antes, la de los tiempos en que los
árabes de pantuflas y argollas en las orejas que recorrían el mundo cambiando guacamayas por
chucherías hallaron en Macondo un buen recodo para descansar de su milenaria condición de
gente trashumante. Al otro lado de la lluvia, la mercancía de los bazares estaba cayéndose a
pedazos, los géneros abiertos en la puerta estaban veteados de musgo, los mostradores socavados
por el comején y las paredes carcomidas por la humedad, pero los árabes de la tercera generación
estaban sentados en el mismo lugar y en la misma actitud de sus padres y sus abuelos, taciturnos,
impávidos, invulnerables al tiempo y al desastre, tan vivos o tan muertos como estuvieron después
de la peste del insomnio y de las treinta y dos guerras del coronel Aureliano Buendía. Era tan
asombrosa su fortaleza de ánimo frente a los escombros de las mesas de juego, los puestos de
fritangas, las casetas de tiro al blanco y el callejón donde se interpretaban los sueños y se
adivinaba el porvenir que Aureliano Segundo les preguntó con su informalidad habitual de qué
recursos misteriosos se habían valido para no naufragar en la tormenta, cómo diablos habían hecho
para no ahogarse, y uno tras otro, de puerta en puerta, le devolvieron una sonrisa ladina y una
mirada de ensueño, y todos le dieron sin ponerse de acuerdo la misma repuesta:
―Nadando.
Cien años de soledad (capítulo XVI)
Resumen
Durante la década de 1940, Hispanoamérica experimentó un crecimiento urbano sin
precedentes (especialmente México, Argentina y Uruguay), lo que dio lugar a una nueva
corriente narrativa que superó el realismo regionalista de la primera mitad del siglo XX.
Durante las décadas de 1940 y 1950, México fue uno de los principales centros de
difusión de la novela hispanoamericana contemporánea en su etapa inicial (con
escritores tan destacados como Juan Rulfo). Durante las décadas de 1960 y 1970, los
novelistas hispanoamericanos adoptaron técnicas narrativas originales que dieron lugar
al llamado boom latinoamericano. Íntimamente ligado al anterior se halló el realismo
mágico, género narrativo por excelencia de la literatura hispanoamericana
contemporánea que mezcla lo racional, lo onírico y lo fantástico. Los principales
representantes de esta nueva narrativa latinoamericana de la segunda mitad del siglo XX
son Carlos Fuentes, Julio Cortázar, Juan Carlos Onetti, Gabriel García Márquez, Mario
Vargas Llosa, Alejo Carpentier, Miguel Ángel Asturias, José Lezama Lima, Augusto Roa
Bastos y José Donoso.
Actividades
1) ¿A qué subgéneros narrativos dio lugar la novela urbana a comienzos de la segunda mitad del siglo
XX?
2) Hombres de maíz (1949), de Miguel Ángel Asturias, mezcla elementos de la mitología maya y el
realismo mágico para narrar en tono alegórico la desaparición del mundo primitivo americano ante el
avance de la modernidad. ¿Cuáles de estos elementos aparecen reflejados en el siguiente fragmento?
El todo era para llegar a la conclusión de que desde esa vez me quedó la fama de que tenía pacto con el Diablo:
tuve la visión anticipada de lo que le iba a pasar al coronel, de lo que le estaba pasando; mirá vos, no sé si lo vi
antes de que sucediera, o lo vi en el mismo momento, pero a mucha distancia. Por supuesto que esa facultad
de adelantarse a ver lo que va a ocurrir la tienen muchos, que siempre serán pocos y por eso es rara; pero la
tienen, sin haber hecho pacto con el Diablo. Es algo natural o sobrenatural, como el pensamiento. Decime, vos,
qué cosa hay en el hombre más admirable que el pensamiento. Y ¿por qué no pudo haber sido Dios el que me
dio ese don divino? Ahora ya no lo tengo. Antes era cosa que de repente me llegaba, no se de dónde, como en
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― LITERATURA CONTEMPORÁNEA ―
el vuelo de un ave que no veía, que se me entraba por las narices, por los ojos, por los oídos, por la frente, que
se posesionaba de mí. Después, tuve ya que reconcentrarme algo, y algo daba en el clavo.
Hombres de maíz (cap. XVI)
3) Pedro Páramo (1955), de Juan Rulfo, es una de las novelas que inauguran la nueva narrativa
hispanoamericana de la segunda mitad del siglo XX, gracias a su empleo de novedosas técnicas
narrativas y estilísticas, como la alternancia entre el diálogo y el monólogo interior (con el que los
protagonistas expresan sus pensamientos más íntimos y más cercanos al subconsciente). En el siguiente
fragmento, correspondiente a una conversación entre Eduviges Dyada y el protagonista, Juan Preciado,
identifica los elementos narrativos que pertenecen al monólogo interior de los dos personajes:
4) Los cuentos que forman la colección Las armas secretas (1959), de Julio Cortázar, reflejan situaciones
absurdas y fantásticas de la vida real y la incapacidad del lenguaje literario para expresar la realidad total
que se esconde tras las apariencias y el conocimiento parcial de los personajes. En el relato “Las babas del
diablo”, esta visión subjetiva de los hechos se representa a través de una imagen fotográfica. Describe la
superposición entre realidad y ficción en el siguiente fragmento de este relato:
Cuando vi venir al hombre, detenerse cerca de ellos y mirarlos, las manos en los bolsillos y un aire entre hastiado y
exigente, patrón que va a silbar a su perro después de los retozos en la plaza, comprendí, si eso era comprender, lo
que tenía que pasar, lo que tenía que haber pasado, lo que hubiera tenido que pasar en ese momento, entre esa
gente, ahí donde yo había llegado a trastrocar un orden, inocentemente inmiscuido en eso que no había pasado
pero que ahora iba a pasar, ahora se iba a cumplir. Y lo que entonces había imaginado era mucho menos horrible
que la realidad, esa mujer que no estaba ahí por ella misma, no acariciaba ni proponía ni alentaba para su placer,
para llevarse al ángel despeinado y jugar con su terror y su gracia deseosa. El verdadero amo esperaba, sonriendo
petulante, seguro ya de la obra; no era el primero que mandaba a una mujer a la vanguardia, a traerle los
prisioneros maniatados con flores. El resto sería tan simple, el auto, una casa cualquiera, las bebidas, las láminas
excitantes, las lágrimas demasiado tarde, el despertar en el infierno. Y yo no podía hacer nada, esta vez no podía
hacer absolutamente nada. Mi fuerza había sido una fotografía, ésa, ahí, donde se vengaban de mí mostrándome
sin disimulo lo que iba a suceder. La foto había sido tomada, el tiempo había corrido; estábamos tan lejos unos de
otros, la corrupción seguramente consumada, las lágrimas vertidas, y el resto conjetura y tristeza. De pronto el
orden se invertía, ellos estaban vivos, moviéndose, decidían y eran decididos, iban a su futuro; y yo desde este lado,
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― LITERATURA CONTEMPORÁNEA ―
prisionero de otro tiempo, de una habitación en un quinto piso, de no saber quiénes eran esa mujer, y ese hombre y
ese niño, de ser nada más que la lente de mi cámara, algo rígido, incapaz de intervención. Me tiraban a la cara la
burla más horrible, la de decidir frente a mi impotencia, la de que el chico mirara otra vez al payaso enharinado y yo
comprendiera que iba a aceptar, que la propuesta contenía dinero o engaño, y que no podía gritarle que huyera, o
simplemente facilitarle otra vez el camino con una nueva foto, una pequeña y casi humilde intervención que
desbaratara el andamiaje de baba y de perfume. Todo iba a resolverse allí mismo, en ese instante; había como un
inmenso silencio que no tenía nada que ver con el silencio físico. Aquello se tendía, se armaba. Creo que grité, que
grité terriblemente, y que en ese mismo segundo supe que empezaba a acercarme, diez centímetros, un paso, otro
paso, el árbol giraba cadenciosamente sus ramas en primer plano, una mancha del pretil salía del cuadro, la cara de
la mujer, vuelta hacia mí como sorprendida iba creciendo, y entonces giré un poco, quiero decir que la cámara giró
un poco, y sin perder de vista a la mujer empezó a acercarse al hombre que me miraba con los agujeros negros que
tenía en el sitio de los ojos, entre sorprendido y rabioso miraba queriendo clavarme en el aire, y en ese instante
alcancé a ver como un gran pájaro fuera de foco que pasaba de un solo vuelo delante de la imagen, y me apoyé en
la pared de mi cuarto y fui feliz porque el chico acababa de escaparse, lo veía corriendo, otra vez en foco, huyendo
con todo el pelo al viento, aprendiendo por fin a volar sobre la isla, a llegar a la pasarela, a volverse a la ciudad. Por
segunda vez se les iba, por segunda vez yo lo ayudaba a escaparse, lo devolvía a su paraíso precario. Jadeando me
quedé frente a ellos; no había necesidad de avanzar más, el juego estaba jugado.
―Las babas del diablo‖ (en Las armas secretas)
5) La muerte de Artemio Cruz (1962), de Carlos Fuentes, es una de las novelas precursoras del boom de
la literatura hispanoamericana, corriente literaria caracterizada por el empleo de novedosas técnicas
narrativas. En esta obra, Fuente emplea un recurso novelístico experimental conocido como
“identidades fragmentadas”, consistente en que el narrador-protagonista emplea tres personas a lo largo
de su relato para referirse a sí mismo: YO, TÚ, ÉL. A partir de los siguientes pasajes escogidos de la
novela, identifica la función de cada una de estas tres personas:
YO dejo que hagan, yo no puedo pensar ni desear; yo me acostumbro a este dolor: nada puede durar
eternamente sin convertirse en costumbre; el dolor que siento debajo de las costillas, alrededor del ombligo, en
los intestinos, ya es mi dolor, un dolor que roe: el sabor de vómitos en mi lengua es mi sabor; el abultamiento
de mi vientre es mi parto, lo asemejo al parto, me da risa. Trato de tocarlo. Lo recorro del ombligo al pubis.
Nuevo. Redondo. Pastoso.
La muerte de Artemio Cruz (1924 – Junio 3)
TÚ detestarás a YO por recordártelo. Tú quisieras ser como ellos y ahora, de viejo, casi lo logras. Pero casi.
Sólo casi. Tú mismo impedirás el olvido; tu valor será gemelo de tu cobardía, tu odio habrá nacido de tu amor,
toda la vida habrá contenido y prometido tu muerte: que no habrás sido bueno ni malo, generoso ni egoísta,
entero ni traidor. Dejarás que los demás afirmen tus cualidades y tus defectos; pero tú mismo, ¿cómo podrás
negar que cada una de tus afirmaciones se negará, que cada una de tus negaciones se afirmará?
La muerte de Artemio Cruz (1941 – Julio 6)
Caminó, mirándose las puntas de los zapatos, por las viejas calles, trazadas como un tablero de ajedrez.
Cuando dejó de escuchar el taconeo sobre los adoquines y los pies levantaron un polvo reseco y gris, dirigió la
mirada hacia los muros almendrados del antiguo templo fortaleza. Cruzó la ancha explanada y entró a la nave
silenciosa, larga y dorada. Nuevamente, las pisadas resonaron. Avanzó hacia el altar.
La muerte de Artemio Cruz (1919 – Mayo 20)
6) La novela histórica El siglo de las luces (1962), de Alejo Carpentier, presenta, pese a la sobriedad del
rigor histórico que exige su argumento, ciertos elementos del realismo mágico en las ensoñaciones de
los jóvenes protagonistas, Carlos, Sofía y Esteban, y las descripciones de las increíbles aventuras por
Europa y el Caribe de Víctor Hugues. ¿Qué aspectos del realismo mágico se reflejan en el siguiente
pasaje de la novela?
Aquella noche, incapaz de dormir, anduvo hasta la madrugada por barrios viejos, resudados de pátina, cuyas
callejas tortuosas le eran desconocidas. Inesperadas esquinas, de agudo vértice, se le venían encima como las
proas de gigantescas naves, sin mástiles ni velas, cubiertas de chimeneas que se pintaban sobre el cielo con
fantástica apostura de caballeros armados. Sin revelar la naturaleza exacta de sus formas, emergiendo de
tinieblas y claroscuros, aparecían andamios, muestras, letras recortadas en hierro, banderas dormidas. Allí se
hacinaban las diablas de un mercado; allá, colgaba una rueda, sobre los mimbres enmarañados de cestas a
medio tejer. Un percherón fantasmal hacía tremolar los belfos, de pronto, en el fondo de un patio donde una
carreta alzaba las barras del tiro, en un rayo de luna, con la inquietante inmovilidad del insecto que se dispone
a disparar los dardos. Siguiendo la ruta de los antiguos peregrinos de Santiago, Esteban se detuvo donde el
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― LITERATURA CONTEMPORÁNEA ―
cielo, al cabo de la calle, parece esperar a quien tramonte la cuesta, regalando ya el olor del trigo segado, el
buen augurio de los tréboles, el húmedo y cálido aliento de los lagares. El joven sabía que era mera ilusión;
que arriba había otras casas, y muchas más donde se intrincaban los suburbios. Por lo mismo, detenido donde
había de detenerse para no perder los privilegios de una celestial y fastuosa perspectiva, contemplaba lo que
durante siglos hubiesen mirado, entonando cánticos, los hombres de veneras, bordón y esclavina, que tanto
habían arrastrado sus sandalias por este rumbo (…) Un día —serían las siete— lo halló Víctor despierto,
soñando con la Estrella Absintio del Apocalipsis, después de abismarse en la prosa de La Venida del Mesías de
Juan Josaphat Ben Ezra, autor cuyo nombre ocultaba, bajo su empaque arábigo, la personalidad de un activo
laborante americano. «¿Quieres trabajar para la Revolución?», le preguntó la voz amiga. Sacado de sus
meditaciones lejanas, devuelto a la apasionante realidad inmediata que no era, en suma, sino un primer logro
de las Grandes Aspiraciones Tradicionales, respondió que sí, que con orgullo, que con entusiasmo, y que ni
siquiera permitía que su fervor, su deseo de trabajar por la Libertad, pudiese ser puesto en duda. «Pregunta
por mí, a las diez, en el despacho del ciudadano Brissot —dijo Víctor, que estrenaba un traje nuevo, de muy
buena factura, con unas botas que aún sonaban a cordobán de almacén—. ¡Ah! Y si viene al caso hablar de eso:
nada de masonerías. Si quieres estar con nosotros, no vuelvas a poner los pies en una Logia. Demasiado
tiempo hemos perdido ya con esas pendejadas.» Advirtiendo la expresión asombrada de Esteban, añadió: «La
masonería es contrarrevolucionaria. Es cuestión que no se discute. No hay más moral que la moral jacobina.» Y,
tomando un Catecismo del Aprendiz que estaba sobre la mesa, lo rompió por el canto de la encuadernación,
arrojándolo al cesto de papeles.
El siglo de las luces (capítulo segundo, XII)
8) La “novela del dictador” Yo el Supremo (1974), de Augusto Roa Bastos, es una crítica velada hacia los
gobiernos autoritarios de Latinoamérica en la segunda mitad del siglo XX (más en concreto, hacia la
dictadura de Alfredo Stroessner en Paraguay). En el siguiente fragmento de esta novela, ¿cuál es la
ironía que se refleja en la visión que el dictador tiene de su propia persona?
Rigurosamente cierto. Investido del Poder Absoluto, El Supremo Dictador no tiene viejos amigos. Sólo tiene
nuevos enemigos. Su sangre no es agua de ciénaga ni reconoce descendencia dinástica. Ésta no existe sino
como voluntad soberana del pueblo, fuente del Poder Absoluto, del absolutamente poder. La naturaleza no da
esclavos; el hombre Corruptor de la naturaleza es quien los produce. El mojón de la Dictadura Perpetua libertó
la tierra arrancándoles del alma los mojones de su inmemorial sumisión. Si continúa habiendo esclavos en la
República ya no se sienten esclavos. Aquí el único esclavo sigue siendo el Supremo Dictador puesto al servicio
de lo que domina. Mas todavía hay quien me compara con Calígula y llega al extremo de inquietar a Incitato
nombre del caballito hecho cónsul por ocurrencia peregrina del tonto emperador romano. ¿No hubiera valido
más que mi peregrino difamante averiguara el significado de los hechos y no de los desechos de la historia?
Hubo, sí, un caballo-cónsul en la Primera Junta: Su propio presidente. Mas yo no lo elegí. El Dictador Perpetuo
del Paraguay nada tiene que ver con el cónsul solípedo de Roma ni con el bípedo cónsul de Asunción que finó
bajo el naranjo.
Yo el Supremo
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