Los pelos en la mano
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Los pelos en la mano - Julieta García González
Los pelos en la mano. Antología del cuento político y social mexicano reciente
EditorialLos pelos en la mano. Antología del cuento político y social mexicano reciente (2020)
Rogelio Guedea
D.R. © Editorial Lectorum S.A. de C.V. (2018)
D.R. © Editorial Cõ
Leemos Contigo Editorial S.A.S. de C.V.
Cõeditor digital
Edición: Octubre 2020
Imagen de portada: Shutterstock
Diseño de portada: Ana Gabriela León Cabajal
Prohibida la reproducción parcial o total sin la autorización escrita del editor.
Índice
Prólogo
Acólito
Bienaventurados los mansos
Algo que ya no sirve
Los héroes de la generación
Clara circunstancia del tiempo en el lago Chapultepec
La decadencia de la familia Wilde
La vida en otro lugar
Los leones de norte
Picota
Manifiesto por un neocorrido
Salir adelante
Luces azules
Prólogo
La historia de la narrativa mexicana se ha construido a partir de dos vertientes claramente identificadas dentro de la tradición canónica: una que tiene como característica principal retratar la realidad (sobre todo cuando ésta, convulsa, requiere de una atención irrenunciable) y otra que, si bien no indiferente a ella, se interesa por las propias tribulaciones padecidas por el escritor, quien no cree que la literatura tenga que retratar a pie juntillas esa realidad que lo circunda y, en el peor de los casos, lo acecha.
En los últimos dos siglos tenemos, sin intenciones de ser reduccionistas sino didácticos, una serie de acontecimientos históricos que marcaron la obra narrativa de nuestros escritores más emblemáticos: el periodo independentista y de Reforma, en el siglo XIX, y la Revolución Mexicana, La Cristiada y el Movimiento del 68, en el XX, que dieron, dentro de la rama realista, una serie de sugerentes obras capaces de mostrar la historia política, social y cultural de nuestro país. En el siglo XIX, por ejemplo, encontramos novelas ineludibles como Los bandidos de río frío (1893) y el Fistol del Diablo (1859), de Manuel Payno, el Martín Garatuza (1868) de Vicente Riva Palacio, Tomóchic (1893) de Heriberto Frías, La bola (1887), de Emilio Rabasa, y Navidad en las montañas (1871), de Ignacio Manuel Altamirano. En esta última, Altamirano expresa sus deseos de paz y prosperidad para los mexicanos por encima de sus diferencias políticas, religiosas y sociales, mostrando con ello la situación álgida vivida por una sociedad recién salida del lacerante proceso de descolonización que significó la Independencia. Estas obras tuvieron como principal propósito describir y mostrar a la sociedad mexicana emancipada y a todos los problemas de identidad a los que ésta se enfrentaba. Obras realistas que, a su vez, tuvieron su contrapunto en otras obras de autores que no se interesaron por las problemáticas políticas ni sociales sino por explorar ámbitos poco abrevados por la literatura nacional, tales como el de la literatura fantástica, en el que tenemos ejemplos en el propio Amado Nervo o en un autor hoy casi olvidado: Guillermo Vigil y Robles, quien publicó en 1890 Cuentos, considerado el primer libro de narrativa fantástica de Latinoamérica.
El siglo XX fue también nutrido en la publicación de obras de corte realista. Al amparo de la Revolución Mexicana aparecieron novelas como La majestad caída (1911), de Juan A. Mateos, Los de abajo (1916), de Mariano Azuela, Fuertes y débiles (1919), de José López Portillo, Águila o sol (1923), de Heriberto Frías, La sombra del caudillo (1929) o Memorias de Pancho Villa (1940), de Martín Luis Guzmán, La tormenta (1936), de José Vasconcelos, y Cartucho (1931), de la gran narradora Nellie Campobello, por nombrar a los más canónicos. Como consecuencia de La Cristiada se tiene a la que es hoy la obra narrativa de mayor resonancia del siglo XX mexicano: El llano en llamas (1953) y Pedro Páramo (1955), de Juan Rulfo. A este mismo periodo pertenecen otros escritores que permanecieron un poco impermeables a esta realidad, muchos de los cuales pertenecieron, por ejemplo, a la generación aglutinada en el Ateneo de la Juventud, donde Alfonso Reyes figuraba como uno de sus más importantes miembros. Escritores como Julio Torri, por ejemplo, autor del clásico Ensayos y poemas (1917), son una clara muestra de esa otra corriente estética desinteresada de los conflictos sociales y políticos y de esa vocación por escudriñar en lo puramente literario y libresco, incluso de ese regusto por alejarse de la realidad para insertarse en realidades literarias lejanas, tal como fue el caso de esta generación de escritores (los del Ateneo) que tuvieron como misión recuperar todo el legado grecolatino del pensamiento y la literatura para insertarlo en la corriente literaria nacional. En esta misma línea se encuentra el conocido grupo Contemporáneos (Villaurrutia, Novo, Ortíz de Montellano), forjadores de la novela lírica
, y dos escritores que fueron pioneros de lo que José Joaquín Blanco llamó la corriente profesionalista y puntillosa de la escritura culta y hasta cultista
: Juan José Arreola, máximo representante de la literatura fantástica de sesgo ultrabreve en nuestro país, y Carlos Díaz Dufoo hijo, singular aforista.
Después de la Revolución Mexicana se hizo más evidente esta dicotomía entre los escritores que comprometían su literatura con una causa (sin con ello comprometer necesariamente su propia estética y estilo) y los que permanecían al margen de ella. El boom latinoamericano, que irrumpió en la década del cincuenta con obras de claro cifrado realista, pero con tendencia hacia lo mágico y maravilloso, dio puerta abierta al escritor que le interesaba su realidad, sí, pero sin darle un tratamiento objetivista sino alegórico, como queriendo dejar en el fondo una enseñanza imperecedera. Esto es: era una narrativa de claro cifrado cosmopolita que partía de una realidad concreta para terminar convirtiéndose en una verdad universal.
En México, el integrante de esta vertiente narrativa fue Carlos Fuentes, quien escribió obras importantes que corroboran esta visión: La región más transparente (1958), La muerte de Artemio Cruz, (1962) etcétera, pero el modelo ejemplar de este compromiso radical con la realidad sería José Revueltas, especialmente con sus dos primeras novelas: Los muros de agua (1941) y El luto humano (1943). Otro autor notable es, sin duda, Jorge Ibargüengoitia, quien supo hacer una crítica feroz a la doble moral del poder mexicano (incluso de la propia Revolución Mexicana) con la sola gravedad impuesta por un humor corrosivo y desternillante, como lo demostró en novelas como Los relámpagos de agosto (1965) y Maten al león (1969). Si bien Fernando del Paso podría bien ocupar un lugar de privilegio en esta vertiente con la sola inclusión de su novela Noticias del imperio (1987), los que no podrían faltar dentro de esta obsesión por lo realista son Paco Ignacio Taibo II (creador y principal promotor del neopoliciaco mexicano y autor de la ejemplar Cosa fácil, 1977), Luis González de Alba (con Los días y los años, 1971) y Federico Campbell (con Pretexta, 1979). La respuesta a esto que bien podría considerarse neorralismo tuvo su contrapunto en obras de otro cifrado, incluso de matiz fantástico, como la del propio Francisco Tario (hoy por fortuna un autor mejor revalorado), Elena Garro (con Los recuerdos del porvenir, 1963), Juan García Ponce (con La noche, 1963, o La casa en la playa, 1966), Salvador Elizondo (con la inclasificable Farabeuf, 1965), Hugo Hiriart (con Galaor, 1972, y Cuadernos de Gofa, 1981), Sergio Pitol (con El tañido de una flauta, 1973) y Margo Glantz (con Síndrome de naufragios, 1984).
Varias generaciones después, incluso saltándonos a la crucial literatura de La Onda, cuyos máximos representantes (José Agustín y Gustavo Sáinz) oxigenarían la narrativa del momento con una prosa desenfadada y psicodélica, emergería la respuesta más visible a lo que fue la propuesta del boom latinoamericano en México: la llamada Generación del Crack (Jorge Volpi, Ignacio Padilla, Pedro Ángel Palou, lo más visibles), en cuyo manifiesto se desmarcan de una narrativa con interés social y político, mexicanísima incluso, y tratan de zambullirse en otra geografía para demostrar que la literatura mexicana podía subsistir sin tener que tocar el tema nacional. El Crack intentó alejarse del conflicto mexicano y se puso a explorar, con fortuna o no, eso lo sabremos con el tiempo, motivos ajenos a nuestra realidad. Novelas emblemáticas de esta generación son, sin duda, En busca de Klingsor (1999), de Volpi, y Amphrytrion (2000), de Ignacio Padilla.
En la actualidad, por lo menos entre los escritores que integran esta antología, todos nacidos en la década del setenta, seis hombres y seis mujeres, y todos con una obra ya consolidada pese a su corta edad, es notoria una vuelta al interés por México y sus problemáticas sociales y políticas. No sabemos muy bien si ha sido la crudeza de la realidad vivida a partir de la degradación social y política padecida en las últimas décadas, teniendo como marco histórico la guerra del narcotráfico, o si esto se debe a un alejamiento natural a una estética predominante (la del Crack) que agotó sus presupuestos estéticos y estilísticos, pero en los escritores del setenta es notorio un interés por tratar las calamidades que subyugan nuestra contemporaneidad. La mayoría de los cuentistas que integran esta muestra, novelistas también, han publicado por lo menos una obra narrativa que tiene que ver con alguna de las problemáticas sociales y políticas actuales: Yuri Herrera con Trabajos del Reino (2004) y La transmigración de los cuerpos (2013), Antonio Ortuño con La fila india (2013) y México (2015), Luis Felipe Lomelí con Indio Borrado (2014), Martín Solares con Los minutos negros (2006) y No manden flores (2015), Jaime Mesa con Las bestias negras (2015), Nadie Villafuerte con Por el lado Salvaje (2011), etcétera.
La idea de una antología como Los pelos en la mano, primera en su tipo en la tradición narrativa mexicana, es precisamente dejar constancia de este nuevo rasgo temático común que caracteriza a esta generación y que, de algún modo, los hace converger dentro del panorama actual de la narrativa mexicana. Existen escritores alejados de esta vertiente, como ya lo hemos visto, no menos interesantes (lo que hace Daniel Saldaña Paris, Valeria Luiselli, Nicolás Cabral, etcétera, es su contrapunto), pero sin duda esta generación se alza como una real vuelta al realismo narrativo y al tratamiento de las tribulaciones que ahogan y azotan a nuestro país. Desde diferentes puntos de mira, los doce autores que conforman este libro nos muestran el gran fresco de lo que es hoy México y sus (en algunos casos) más terribles e hirientes circunstancias, todo para que el lector actual, de la mano de estas nuevas miradas, pueda penetrar en él, entenderlo y, de ser posible, transformarlo de la mejor manera posible.
El fin último es, sin embargo, entretener al lector y dejar en él una huella indeleble de algún pasaje de un cuento, un personaje, un guiño estilístico, un tema o una atmósfera recreada por alguno de los doce escritores que han hecho posible esta antología, todos grandes artífices del arte narrativo.
Si lo logran, este libro habrá, sin duda, cumplido su cometido.
Rogelio Guedea
ø ø ø
Rogelio Guedea nació en Colima, México, en 1974. Es abogado y escritor. Doctor en Letras Hispánicas por la Universidad de Córdoba (España), es autor de más de cuarenta libros en poesía, novela, microficción, ensayo y traducción, entre los que destacan la Trilogía de Colima, conformada por las novelas Conducir un tráiler (Premio Memorial Silverio Cañada 2009 a mejor primera novela), 41 (Premio Interamericano de Literatura Carlos Montemayor 2012) y El Crimen de los Tepames (finalista del Premo BAN! Películas de novela 2014), todas publicadas en Penguin Random House. Sus libros más recientes son la Historia crítica de la poesía mexicana siglos XIX y XX (FCE-Conaculta, 2015), Los anteojos del fabulista: reflexiones sobre el arte de leer y escribir (Lectorum, 2016), El último desayuno (Penguin Random House, 2016) y Si no te hubieras ido/If only you hadnt gone (Cold Hub Press, 2015). En 2008 ganó en España el prestigioso premio de poesía Adonáis y en 2015 recibió un Premio Fulbright por su contribución a la cultura y educación neozelandesa. Su obra ha sido traducida al inglés, francés, italiano, griego, portugués, chino y alemán. Actualmente es miembro del Sistema Nacional de Investigadores y columnista en La Jornada Semanal y SinEmbargoMX.
Acólito
—Vengo del funeral de mi hermana. Estoy por salir… —la voz le recordó a Cristóbal algo que no pudo apresar en medio del sueño.
—¿Qué…?
Del otro lado se escuchó el vacío que suena cuando alguien llama desde la calle, parado sobre la banqueta, dando pasos en algún lugar público. Por la vaguedad del espacio de nadie, Cristóbal no supo si ella pensaba, si se había enojado o siquiera lo escuchaba. Ya más despierto, reconoció a Milagros del otro lado de la línea.
—Almudena… —alcanzó a decir.
—Me gustaría decirte que se murió tranquila, dormida o algo así. No. Mira, me gustaría decirte que no sufrió y yo sí, porque se fue y todo eso. Pero no siento nada, Cristo.
—¿Dónde estás?
—Quedo sólo yo, de la dupla. Pero siento que hace mucho que ya no éramos gemelas. Digo, éramos, pero como si algo hubiera pasado en el camino. Otro accidente genético, pon tú.
—¿Estás sola?, ¿estás en la funeraria?, ¿quieres que vaya?
—Ya salí. De ahí vengo. Voy caminando, me voy a mi casa.
Cristóbal se enderezó en su cama, revuelta, con sábanas que no se habían cambiado en semanas. Levantó la vista y calculó su propio desorden antes de decir:
—¿Quieres venir? Ven.
Del otro lado, el silencio multiplicado por pasos, autos, la vida que tiene la calle, de sonido monótono. Luego una tos, una palabra inaudible, una inspiración.
—¿Puedo?
—Claro. ¿Cuánto haces para acá? ¿Te acuerdas dónde vivo?
—¿Media hora? Algo así. Tengo que ver cómo me muevo a tu casa, pero no más de cuarenta minutos. Me acuerdo. Si se me olvida el número de departamento, te marco.
—Es el tres. Te espero…