Bayly, Jaime - El Huracan Lleva Tu Nombre
Bayly, Jaime - El Huracan Lleva Tu Nombre
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Me equivoqué: Sebastián no tiene el teléfono de Sofía o dice no
tenerlo, porque en realidad no le creo, seguramente lo tiene pero no
quiere dármelo por celos de galán de telenovela que no puede admitir
que yo desee a alguien que no sea él. Lo he llamado al departamento
que tiene frente al malecón y me ha dicho con una voz cortante que no
es mi agenda telefónica, que no tiene ganas de hablar conmigo y que lo
deje tranquilo porque está ensayando para la obra que va a estrenar
pronto en un teatro incómodo al que irá a verlo su madre y con suerte
sus hermanos, pero no yo, que detesto las butacas crujientes de los
teatros pulgosos de esta ciudad.
Si Sebastián no quiere ayudarme a encontrar a Sofía, no debo deses-
perarme, ya daré con ella: esta ciudad es muy pequeña (al menos por
las calles donde nos movemos ella y yo) y una mujer tan notable no se
me puede perder fácilmente. Ahora tengo que apurarme porque me es-
peran en casa de mis padres para una cena familiar, un espanto de
reunión, una pesadilla, pero no tengo alternativa, tengo que ponerme
lindo, dandi, regio, ganador, a la altura de las expectativas familiares, y
acudir con el debido sosiego a la casona estilo colonial que poseen mis
padres en un barrio razonablemente acomodado de la ciudad y a la que
también han invitado, por razones que desconozco, a la familia entera
de mi padre. Me doy una ducha de prisa y mientras me enjabono escu-
cho entre los ductos de aire del baño la conversación del vecino de arri-
ba, un gerente de un canal de televisión, conversando con su amante,
una locutora guapa, sobre las pequeñas intrigas que azuzan sus minús-
culas existencias. Me avergüenza trabajar en la televisión de este país,
tan chirriante y descerebrada, y tener que fingir en cámaras que soy un
macho picarón, rápido para la galantería, zalamero con las damas cur-
vosas y las forasteras casquivanas, cuando en realidad, y esto lo sabe
sólo Sebastián, tengo muy poco interés en seducir a las mujeres, pues
lo que más me complace en la cama es que un varón debidamente do-
tado como él –dotado para el sexo, digo, pues sus dotes artísticas son
menos conspicuas– me ame sin reservas, remilgos higiénicos ni prejui-
cios de ninguna índole. No sé hasta cuándo voy a sostener en pie este
juego vicioso de la televisión, esta duplicidad entre lo que exhibo con
impudicia y lo que escondo cobardemente, entre lo que pretendo ser y
lo que en verdad soy, aunque me duela en el orgullo y ocasionalmente
también en la baja espalda. Por ahora me contento con cumplir mi con-
trato, ganar la plata decorosa que me pagan, contar los días para que-
dar libre y sobrevivir en este arenal en el que nací y del que sueño con
escapar.
Pienso todo esto mientras me ducho, me seco y me visto, eligiendo
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descuidadamente un pantalón arrugado, un saco azul, una camisa de
cuadros y un pañuelo de Burberry que me regaló un tío refinado –tanto
que dicen que es bisexual en el clóset– al que seguramente veré esta
noche en la cena de mis padres. Me miro al espejo y, no sé por qué, se-
rá por el recuerdo de Sofía, no me veo afeminado, no me veo tan gay
como me hace sentir Sebastián cuando hacemos el amor, me veo viril y
circunspecto, tal como me educó mamá que debía ser en público y más
aún en privado. Es así, viril y circunspecto, como llego esta noche, con-
duciendo mi automóvil, no demasiado lujoso pero apropiadamente so-
brio, a la casona de mis padres, dispuesto a disimular con aplomo lo
mucho que me gustan los hombres y a encubrir con elegancia lo poco
que me gustan las mujeres. Mi padre, que se conduce como un general
retirado aunque nunca fue militar, me saluda marcialmente, ins-
peccionándome con la mirada, y no me dice lo que puedo adivinar que
está pensando un tanto adusto: ya tienes veinticinco años, manganzón,
¿cuándo vas a traer una chica a la casa? No me lo dice y seguramente
piensa que soy un maricón perdido, acusación que yo no podría rebatir
pero que él basa meramente en el hecho de que me gusta leer, ir al ci-
ne y ver películas viejas en blanco y negro. Papá no va al cine y sólo ve
en la televisión los canales de noticias para regocijarse con las últimas
desgracias que azotan al mundo y, en especial, los canales del clima,
para solazarse con los más recientes huracanes, tornados, sequías y te-
rremotos. Por supuesto, no ve mi programa, y así me lo ha dicho en va-
rias ocasiones, porque no le interesa el mundo de la farándula y consi-
dera que mis apariciones públicas están signadas por un afán enfermizo
de escandalizar y causar revuelo en esta provinciana ciudad.
Mamá me saluda con un beso comedido, me amonesta por estar tan
delgado y evita mencionar el programa de televisión que la hace sufrir
tanto porque es inconcebible que yo, su hijo mayor, la promesa fami-
liar, que nací para ser presidente o cardenal, o ambas cosas en el mejor
de los casos, haya terminado entremezclándome en la televisión con
vedettes, travestís, cantantes populares y enanos libidinosos y aventa-
jados. Mamá no me lo dice pero yo adivino en su mirada triste una pre-
gunta que me lastima: ¿cuándo vas a cambiar tu vida, hijo? No lo sé,
no tengo la menor idea, sólo sé que necesito remojarme los labios y
cambiar de aire. Por eso salgo a la terraza y saludo a mis hermanos,
todos tan guapos, listos y graciosos, todos completamente ignorantes
sobre mi oculta pasión por el género masculino, todos heterosexuales,
deportistas y un tanto alcohólicos como papá, todos avergonzados por
el programa que presento en la televisión y acaso envidiosillos por el
dinero mal habido que me procuro haciendo piruetas ante cámaras.
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Traicionando mis votos de abstinencia alcohólica, me sirvo, sin que
asome la culpa todavía, una copa de vino tinto, sólo una, nada más, pa-
ra relajarme y entrar en confianza. Pero sé bien que ésa es una gran
mentira, por algo soy hijo de mi padre, y una vez que empiezo a tomar
no puedo detenerme, olvido mis temores de recaer en el vicio insano de
la cocaína y me abandono al goce de la embriaguez, empresa en la que
me acompañan con entusiasmo mis hermanos, mis tíos, mi padre, la
familia entera, con excepción de mamá, que no toma vino porque le da
sueño, salvo en la misa, cuando el cura se lo da a beber, en cuyo caso
se resigna, bebe un sorbo de ese vino barato y luego conjura el sueño
rezando con un celo de otro mundo, porque mamá oye misa diaria con
la misma intensidad como papá, ya retirado de los negocios, engrasa y
lustra los cañones de sus pistolas recortadas.
Algo borracho, pero en mis cabales todavía, y sin ganas de meterme
cocaína, porque no quiero volver más a esas noches abyectas de las
que sobreviví de milagro, me siento a una mesa en el jardín, al borde
de la terraza, con dos de mis tíos más estupendos, Ian y Brian, un par
de ganadores en toda la línea, ricachones, elegantes y encantadores,
un seductor profesional el tío Ian, que ha hecho una carrera importante
en la banca privada, y un empresario pujante y querido el bueno de
Brian, que, calladamente, sin hacer alardes, y a pesar de su corta esta-
tura y prominente vientre, ha amasado considerable fortuna en el ne-
gocio de la crianza de aves ponedoras. Tragos van, tragos vienen, ter-
minamos hablando del futuro del país, que avizoramos tan incierto, y
yo les digo que cuando cumpla en medio año mi contrato con la televi-
sión voy a vender todas mis cosas, todas, mi auto, mi departamento y
todo lo demás, y me voy a ir al extranjero, a Miami o a Madrid, porque
Lima es una mierda, un silo profundo, una ciudad sin futuro, un pozo
séptico en el que la gente se envilece y se corrompe, se torna apática,
mediocre y pusilánime.
Ellos, sorprendidos por la ferocidad de mis comentarios, pero relaja-
dos por el buen tinto que papá ha servido sin mesura, me dicen no,
Gabrielito, no te vayas, sobrino, esta ciudad será medio jodida, pero
acá somos los reyes, acá eres un príncipe, si te vas a Miami vas a ser
uno más del montón, piénsalo bien, no te vayas, pero yo me mantengo
firme y tajante, este país se va a la mierda, no tiene futuro, es un de-
sierto lleno de gente fea e ignorante, un arenal de borrachos desdenta-
dos y gordas jorobadas con ocho hijos, nada va a cambiar, seremos un
paisucho pobre, feo e inculto toda nuestra puta vida, hasta que ustedes
sean viejos y se mueran, y yo también, y entonces el tío Ian, un con-
quistador con fama bien extendida por la ciudad, hace un gesto fatiga-
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do, de hombre de mundo, bebe un poco de vino y me dice puede ser
verdad todo lo que dices, sobrino, pero la plata que ganamos acá, que
ganas acá, no la vas a ganar en ninguna otra parte del mundo, y por
eso mejor quédate y cuando quieras ver gente bonita y empaparte de
cultura, te tomas un avión y después regresas, y el tío Brian, que es
muy campechano, muy realista, claro, Gabrielito, no te precipites, no es
bueno salir corriendo, si no cambia este país, por lo menos tú puedes
cambiar de casa y de carro, y ya es una manera de cambiar un poquito
el país, ¿no es cierto?, y hace un gesto cínico y a la vez gracioso y reí-
mos los tres, y yo, será el vino que me enardece, lo que pasa es que
ustedes ya son mayores y les da flojera vender todo y comenzar de ce-
ro afuera, pero yo soy joven, tengo veintiséis años, si no me arriesgo
ahora, no me voy a arriesgar nunca, y el tío Ian ¿por qué no te arries-
gas, Gabrielito, y te robas otra botella de tinto del bar?
Me levanto y me alejo de la mesa, procurando caminar con sobriedad
para que mis hermanos, que son tan listos, no adviertan que estoy bo-
rracho a pesar de que sólo he tomado tres copas de vino, suficientes
para inducirme a este estado de laxitud y buen humor que hacía tiempo
no me permitía por temor a recaer en la cocaína. Voy al baño y me en-
cuentro con mi tío Chris, el menor de los hermanos de papá, un tipo es-
tupendo, un ganador, el más inteligente y exitoso de la familia con mu-
cha diferencia, porque, nada más terminar la universidad, se fue a
Nueva York, trabajó como banquero, ganó mucha plata y regresó a Li-
ma con una reputación de primera y un trabajo espléndido en el mejor
banco del país. Al verlo, recuerdo que mi padre, diez o quince años
atrás, cuando yo era un niño y Chris todavía un muchacho, le decía chi-
quilín, y se lo decía con un aire burlón, condescendiente, mirándolo pa-
ra abajo. El chiquilín creció y le dio una lección a papá, que ahora, por
supuesto, ya no lo llama así, sino le pregunta muy respetuoso, leve-
mente adulón, dónde compró esa camisa de seda tan fina y ese reloj de
oro, y si es verdad que las playas de Saint Barts son las mejores del
Caribe, mejores incluso que las de La Romana. Chris, saliendo del baño,
los ojos risueños de siempre, el rostro mofletudo y regordete, palmotea
mi espalda y ahora yo me siento el chiquilín porque es Chris el grandu-
llón, el millonario, el que triunfó en Nueva York y regresó a Lima a dis-
frutar de su bien ganada fortuna. Y, Gabrielito, ¿qué planes tienes, en
qué andas?, me pregunta cariñosamente y yo, con aire humilde, sa-
biendo que a su lado seré siempre un perdedor, ahí, jodido, esperando
a que termine mi contrato en la tele para irme un tiempo afuera, y él,
para mi sorpresa, buena idea, buena idea, ¿adonde quieres irte?, y yo a
Miami o a Madrid, y él ¿a qué?, y yo no sé, a descansar de Lima y a es-
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cribir una novela, y él ¿por qué no te vas a estudiar mejor, por qué no
te vas por ejemplo al Kennedy School of Government en Harvard?, y yo
me quedo pasmado porque Chris tiene una pronunciación impecable en
inglés y porque ¿cómo se le ocurre que yo, con veintiséis años, después
de haber sido un coquero, un fumón y la oveja negra de la familia, voy
a ser admitido en una universidad tan estricta como Harvard, a la que a
duras penas podría entrar como limpiador de baños, asistente de cafe-
tería o chofer de los carros para minusválidos? Buena idea, le digo, pe-
ro me quedo pensando que lo que quiero no es irme a Miami ni a Ma-
drid sino, primero que nada, a echar una meada y luego escaparme de
esta cena familiar y salir a recorrer la noche con ánimo pendenciero.
Bebí, me alivié y ya me voy, no me esperen para los postres, lamento
no despedirme pero es mejor partir así, sin que nadie se dé cuenta. Al
timón de mi auto sueco, grande y pesado como el de un ministro, ex-
traño con desusada intensidad a Sofía, me invaden de pronto los re-
cuerdos de la otra noche y me dirijo por eso al Nirvana, pero está ce-
rrado, seguro que lo están fumigando o el dueño cayó preso por dro-
gas. Dada la sed que me atenaza la garganta y las ganas que tengo de
ver a Sofía, manejo a toda prisa, escuchando a Tracy Chapman, hasta
otra discoteca, Amadeus, que está de moda, escondida en una calle
apacible de los suburbios, cerca del museo de Oro. En otras épocas
menos felices, no estaría buscando a una mujer a medianoche, sino
aventurándome por barrios peligrosos para comprar un papelito de co-
caína, pero los tiempos han cambiado y ahora sólo quiero juntar plata,
sobrevivir al carnaval de la televisión y escapar ileso, o casi, de esta
pérfida ciudad que no va a poder doblegarme y a la que voy a someter
con la furia arrebatada de las historias que me perturban y que algún
día, acallado el fragor histérico de la televisión, me atreveré a escribir.
Entro a la discoteca, que lleva un nombre insólito, Amadeus, pobre Mo-
zart, terminar apadrinando las titilantes luces de una discoteca con ai-
res pretenciosos en los extramuros de Lima, y, aunque lo disimulo, es-
toy borracho y sólo quiero prolongar un rato más esta sensación de feliz
y burbujeante aturdimiento. Por eso, sin saludar a nadie, y poniendo
cara de pocos amigos, me dirijo a la barra, pido una copa de vino y me
quedo allí, encorvado, los brazos apoyados sobre el espejo de la barra
que me devuelve un rostro que no reconozco del todo, tal vez porque el
alcohol me permite distinguir todas las mentiras, embustes y falsifica-
ciones que llevo como caretas en este rostro de ex cocainómano, gay
de clóset y borrachín por una noche.
La discoteca está llena de chicos lindos y chicas deliciosas y suena la
música de moda y casi todos bailan y algunos colapsan los baños para
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meterse más cocaína, y yo no quiero ni acercarme a los servicios para
que no me tienten esos malandrines peligrosos. Es entonces cuando, de
la nada, como salida de los humos de colores que se confunden con las
sombras de los que bailan, aparece a mi lado Sofía, bella y misteriosa,
sin decir nada, sonriendo con esa cara de bailarina odalisca que me tur-
ba tanto, la mujer que estaba buscando con desesperación alcohólica, y
sólo me dice, al verme con una copa de vino y esta camisa floreada que
me compré en mi último viaje a Fort Lauderdale para parecer un escri-
tor bohemio, ¿qué haces tú acá?, y yo buscándote, y ella ¿qué?, porque
no oye, la música es un bullicio salvaje que te golpea las costillas, y yo
grito en su oído ESTABA BUSCÁNDOTE, Y ella apenas sonríe y me mira con
una dulzura que no merezco, y luego me grita al oído ¿por qué?, y yo
también gritando para pedirte perdón, y ella me mira intrigada y vuelve
a preguntar ¿por qué?, y yo porque la otra noche fui un desastre, lo
siento, y ella no, para nada, ¿por qué dices eso?, y yo porque como
amante soy un cagón, terminé en un minuto y tú no terminaste, lo
siento, y ella se ríe y me acaricia el pelo con cariño, enternecida al pa-
recer por esa confesión, y me toma de la mano y me lleva a la pista de
baile, que es un hervidero de cuerpos sudorosos, un amasijo de lujuria
y arrogancia, una masa movediza de apellidos de alcurnia, tetas glorio-
sas, vergas circuncidadas y sospecho que ninguna mujer virgen. Yo no
bailo merengue, le grito a Sofía, muy nervioso, porque están tocando
un merengue del gran Juan Luis Guerra, pero ella ni caso, se echa a
bailar, me coge de la cintura, me lleva y me trae, cimbrea como una
zamba dominicana en el malecón frente al Jaragua, se mueve y zigza-
guea con una gracia deliciosa, y yo hago malamente lo que puedo para
acompañarla mientras los parlantes se estremecen con el cántico inspi-
rado de Juan Luis, ojalá que llueva café en el campo. Gracias a Dios es-
toy borracho. No podría bailar merengue si no lo estuviera. Pero así,
ebrio, gozando este merengue, apiñado en medio de la muchedumbre
concupiscente, hechizado por Sofía, atrapados mis ojos por los suyos,
moviéndome como un bufón y aguantando los codazos y los pisotones
del rubio guapo y arrogante que baila a mi costado, me siento mejor de
lo que me he sentido en mucho tiempo. Por eso, nada más terminar, le
digo a Sofía ¿con quién has venido?, y ella con unas amigas, y yo ¿po-
demos salir un ratito?, y ella claro, y la tomo de la mano y salimos a la
calle y se despide de mí el moreno embutido en un uniforme guinda, un
pobre hombre que tiene que tolerar los maltratos y las humillaciones de
los muchachos altaneros que llegan a la discoteca en camionetas doble
tracción. Entonces cae la noche fresca y neblinosa sobre nosotros, lo
que es un agrado saliendo de aquel antro enrarecido, y caminamos
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hacia mi auto.
Es un placer sentir este silencio. No sé qué decirle a la mujer que me
acompaña, no sé cómo decirle que estoy idiotizado por su belleza, por
su capacidad de estar callada y decirme con una mirada todo lo que me
hace feliz, y por eso no le digo nada, sólo la beso, la aprieto contra mi
cuerpo esmirriado y devoro sus labios con un placer que Sebastián nun-
ca podría darme con aquella barba que me raspa y su lengua vulgar,
insaciable. Nos besamos de pie, recostados en mi auto, y ella me dice
estás borracho, y yo le digo sí, pero es verdad que estaba buscándote,
no sabía dónde encontrarte, no puedo creer la suerte que estuvieras
acá, fui al Nirvana y estaba cerrado, y vine acá pensando que tal vez te
encontraría, y ella se queda callada, como avergonzada, con una ti-
midez que revela su fineza, y nos besamos nuevamente, y ella me pre-
gunta ¿y Sebastián?, y yo me quedo en silencio, sorprendido, porque
no sé si ella sabe lo que nadie debería saber, que Sebastián es mi
amante, el primer hombre que me la ha metido, y yo no sé, no lo he
visto desde la otra noche, creo que se molestó porque nos fuimos jun-
tos a mi depa y lo dejé en el Nirvana, y ella Sebastián es un amor, a
veces me llama y salimos juntos, somos muy amigos, y entonces yo me
muero de celos, celos de que él quiera acostarse con ella y de que ella
todavía sienta algo por él, y no sé por qué le digo ten cuidado con Se-
bastián, y ella sorprendida ¿por qué?, y yo no te puedo decir más, sólo
te aconsejo que tengas cuidado con Sebastián, que no le creas nada, y
ella ríe, me mira intrigada, como si supiera que le escondo algo, pero
no me lo pregunta, sólo me dice tú sabrás, tú sabrás, y luego acaricia
mi pecho, mis brazos y dice linda camisa, y yo ¿te gusta?, y ella sí, es
original, y yo haciéndome el interesante me la compré el mes pasado
en Fort Lauderdale, y ella me encanta, y yo, por borracho, para impre-
sionarla, desabotono la camisa, me la saco y, el pecho descubierto, el
aire de la madrugada acariciando mis tetillas, se la regalo, toma, es tu-
ya, y ella ríe, me la devuelve, póntela, tonto, te vas a resfriar, y yo
¿vamos a mi depa?, y ella seria no, hoy no puedo, y yo no le pregunto
por qué, pero pienso que soy un amante tan desastroso que Sofía no
quiere humillarse una vez más conmigo, así que, resignado, descami-
sado, la beso nuevamente, me resisto a ponerme mi camisa y subo a
mi auto, mientras ella me mira divertida y se pone, encima de la cami-
seta sin mangas que lleva puesta, mi camisa floreada y tropical, todo
un gesto de complicidad.
Luego se inclina hacia mí y me da un último beso, largo y entregado,
y, ante mi insistencia, se resigna a darme su número de teléfono, que,
como no tengo lapicero, memorizo en el acto, y ella ¿no lo vas a olvi-
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dar?, y yo no, tengo buena memoria, y ella llámame, y yo no regales
mi camisa, pobre de ti que se la regales a Sebastián, y ella ríe y yo me
voy, cerradas las ventanas porque se mete un viento traidor que me
podría resfriar, pensando que Sofía es un misterio, que muero por verla
otra vez y que es un placer manejar borracho a las dos de la mañana
en esta ciudad y que sería mucho más rico si estuviera Sebastián a mi
lado besándome, arrancándome un suspiro y poniéndomela dura como
la tengo ahora que acelero, ignoro la luz roja y pienso que cuando me
vaya de Lima voy a extrañar toda esta fealdad tan familiar.
Mis tardes han cambiado. Antes las pasaba en la cama, leyendo y es-
perando a que Sebastián viniese a amarme, lo que ocurría tres veces
por semana en el mejor de los casos, no más, porque el pobre andaba
siempre corriendo y a duras penas tenía tiempo para mí. Ahora ha de-
jado de venir porque le molesta que me acueste con Sofía. Es una pe-
na. Sofía viene todas las tardes, sin falta, y yo la espero con tanta ilu-
sión o más de la que esperaba a Sebastián. No hago nada, o casi nada,
desde que despierto, pasado el mediodía, hasta que ella aparece, entre
las cuatro y las cinco de la tarde, manejando su auto guinda con asien-
tos de cuero y trayéndome algo rico para comer, porque esta mujer me
engríe como nunca nadie me mimó, incluyendo a mi madre, que, a pe-
sar de que en el colegio me obligaban a escribir mi mamá me mima, no
me mimó nunca y ahora menos, pues detesta que salga en la televisión
haciendo travesuras libertinas y sospecha, sin que yo le haya dicho na-
da, que tengo una pasión secreta por los hombres, inquietud que habré
heredado de su hermano, ya que en la familia de mamá hay un tío gay
y en la de papá se sospecha que otro, sólo que lo ha ocultado la vida
entera sin que por eso la gente deje de murmurar a sus espaldas.
No hago nada desde que me levanto hasta que Sofía llena de vida es-
te oscuro escondrijo, sólo comer yogures que ella me deja en la nevera,
leer los periódicos que me trae un chico en bicicleta y luego tirarme en
la cama a leer, salir a caminar por el barrio, comprar unas frutas, hacer
tiempo –es decir, malgastarlo– hasta que Sofía venga a sacudirme de
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esta modorra que se apodera de mí y que tal vez viene con la niebla.
No extraño a Sebastián, no todavía, porque Sofía sabe tenerme conten-
to. Hacemos el amor todas las tardes y es estupendo. Ella me ama de
un modo sutil que en nada puede compararse al acto brutal que com-
partía con Sebastián en esta misma cama, cuando venía a redimirse de
la vida de mentiras a la que se ha entregado sólo para triunfar como
actor y para que la prensa no ponga en entredicho su virilidad. Es como
una rutina, una coreografía: Sofía llega apurada y yo la espero sucio,
desgreñado, sin bañarme, vestido con unas ropas viejas que encuentra
divertidas, y ella, optimista y risueña como yo nunca puedo estar, me
regala un chocolate o unas galletas o un sánguche, porque sabe que en
esta madriguera nunca hay nada rico, y luego vamos a mi cuarto y
hacemos el amor sin prisas, con el júbilo de dos amantes que descu-
bren maravillados una suma de pequeñas complicidades íntimas. Des-
pués, y esto es tan rico como amarnos, dormimos una larga siesta des-
nudos, más desnuda ella que yo en realidad, porque yo siempre me
resfrío y por eso me pongo una camiseta y unas medias, aunque ella
insiste en sacarme los calcetines al hacer el amor, lo que a mí me debi-
lita, me llena de dudas, conspira de un modo sibilino contra el dudoso
poder de mi virilidad.
Ya de noche, Sofía y yo nos vestimos y ella se marcha a su casa, es
decir, a la casa de su madre, allá lejos por los extrarradios de la ciudad,
y yo me voy a correr por el malecón con una lentitud pasmosa, tan len-
to, desganado y apático, como si fuese un enfermo, que hasta los seño-
res gordos que salen a trotar me sobrepasan, ni qué decir de los atletas
que se entrenan para la maratón de Nueva York, que me desbordan a
unas velocidades que encuentro inhumanas. Después de correr, me doy
una ducha, me pongo encima un terno estragado y una corbata chillona
y voy a la televisión a hacer mis piruetas disparatadas y entretener al
público.
Así son mis días, lentos, previsibles, tristes porque no escribo. Cada
día que pasa es una derrota secreta para mí, que sigo soñando con es-
capar de esta miseria y redimirme en los libros. Pero hoy no es una tar-
de cualquiera, es mi cumpleaños. No pienso ir a casa de mis padres,
que son tan pesados y quieren reformarme, curarme, llevarme por el
camino del bien. Tampoco creo que aparezca Sebastián, a quien no le
he contado de mi cumpleaños y seguro que lo ha olvidado. Sólo Sofía
se acuerda de que hoy cumplo veintisiete años, veintisiete años malvi-
vidos en esta ciudad en la que nací, veintisiete años a los que he sobre-
vivido tras dos tentativas de suicidio y toda la cocaína que me metí.
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Sofía llega con globos, muchos globos, un montón de globos inflados
de todos los colores, y llena el departamento de globos que se elevan y
tocan el techo, y yo río y la abrazo y la beso, y ella me dice feliz día,
uno de estos globos tiene tu regalo. Yo me quedo perplejo con la ale-
gría y la vitalidad de esta chica, ¿cómo pudo haber inflado y traído tan-
tos globos?, ¿cómo pudo pensar que mi regalo debía colgar de un glo-
bo?, ¿cómo encontró un regalo tan liviano para meterlo en un sobre y
amarrarlo a ese globo amarillo?, ¿cómo pudo abrir ahora las puertas
que dan al balcón, maldita sea, que se están saliendo todos los globos?,
¿cómo se te ocurre abrir las puertas, Sofía?, grito, porque los globos
han salido volando llevados por el viento y el amarillo con mi regalo
también. Vuelan los globos y vuela mi regalo, y Sofía ríe a carcajadas y
yo también, y es una escena memorable contemplar desde el balcón
aquel puñado de globos multicolores preñando de alegría el cielo grisá-
ceo de esta ciudad, caracoleando en diversas direcciones, provocando
en los peatones, los niños mendigos y los perros chuscos un instante de
asombro y felicidad, pues todos miran hacia arriba, a esos globos que
avanzan díscolos, caprichosos, según los lleva el viento que viene del
mar. Entonces Sofía sale corriendo, vamos, corre, tenemos que seguir
al globo de tu regalo, y, nada más bajar del ascensor, yo corro detrás
de ella, pero ella es más rápida que yo y no pierde de vista el globo
amarillo con mi regalo colgando, y yo me pregunto si habrá fumado
marihuana o qué, porque sigue riéndose de un modo eufórico y yo me
contagio y río también, y la gente nos ve pasar y nos mira con caras de
desconcierto, pensando tal vez que somos un par de locos corriendo a
toda prisa tras un globo amarillo.
Lima en ese momento es una ciudad perfecta, alucinantemente feliz.
Mientras corro y veo el globo amarillo y la promesa de mi regalo que se
esfuma o tal vez no y el cuerpo liviano de esta mujer que corre delante
de mí, me digo en silencio que no recuerdo un instante en el que me
haya sentido más feliz en esta ciudad, no recuerdo un mejor cumplea-
ños que el de hoy, corriendo con una chica linda detrás de un globo,
oyendo el eco de sus risas impúdicas y olvidando por un momento los
pesares que me agobian, como que mis padres no me han saludado
porque se avergüenzan de mí y Sebastián tampoco y que a la noche
tengo que ir al programa de televisión y el público, qué espanto, ¡me va
a cantar happy birthdayl ¡Se ha enganchado en un cable, se ha engan-
chado en un cable!, grita Sofía, con un júbilo que no declina, y yo llego
a su lado, jadeando, después de correr varias cuadras, y veo que el
globo amarillo con mi pequeño regalo hamacándose por el viento se ha
atracado en un cable de electricidad, y pregunto ¿y ahora qué hace-
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mos?, y Sofía lo que sea, pero tienes que abrir tu regalo, no lo podemos
perder, y yo pero no podemos llegar allá arriba, es imposible, y ella na-
da es imposible, búscate una piedra, y yo ¿para qué?, y ella me contes-
ta tirando una piedra al globo, pero no le da, para reventar el globo, a
ver si se cae, responde. Ahora Sofía y yo estamos tirando piedritas al
globo amarillo y no le acertamos una sola y un par de niños de la calle,
que han corrido detrás de nosotros porque me reconocieron y segura-
mente quieren una propina, tiran piedras también, sin saber bien por
qué, pero por el mero placer de apuntarle a un globo y tirarle una pie-
dra. Así estamos unos minutos, tirando piedras fallidas, hasta que de
pronto alguien se asoma de un edificio vecino, en cuyo jardín al parecer
están cayendo todas las piedras que no consiguen desinflar al globo, y
grita
Sigo extrañándolo. Cuento los días que no viene a verme. Van seis.
No me toco pensando en él, porque mi energía sexual, que no es mu-
cha, la dedico toda a Sofía, pero lo extraño cada día más y a veces,
cuando estoy haciendo el amor con ella, pienso fugazmente en él, aun-
que después me siento un canalla. Tal vez por eso, porque lo echo de
menos, me provoca ir al teatro a verlo actuar en una obra que acaba de
estrenar sobre Rimbaud y Verlaine en la que hace de Rimbaud, con
buena crítica y éxito de público. Estoy seguro de que no ha leído una lí-
nea de Rimbaud o Verlaine o del periódico siquiera, porque él, siendo
un amante delicioso, no cuenta entre sus aficiones la lectura. Sin em-
bargo, no dudo de que estará encantado en el teatro, gimoteando, des-
garrándose, hiperventilándose, protagonizando escenas histéricas, todo
lo cual le permite dar una imagen de actor serio, comprometido con el
arte y al que le duele este país en que nació y sin la menor codicia por
el dinero, porque ésas son cosas para espíritus chatos como el mío y él
no se rebaja a esa carrera de ratas, él vive para el arte y para acostar-
se a escondidas con chicos como yo.
Buena falta me hace Sebastián, buena falta me hace un revolcón con
él, pero esto no se lo digo a Sofía porque no quiero lastimarla, sólo le
digo acerca de ir a verlo al teatro hoy sábado y ella acepta encantada y
me pide, si no me molesta, que antes de ir al teatro tomemos un hela-
do con Lucho, su padre, sólo un ratito, media hora nomás, él muere por
los helados y ya le dije que lo vamos a invitar, y yo bueno, genial, va-
yamos a tomar helados con tu papá, ojalá que no me pregunte cuánto
gano y me diga que tengo los dientes amarillentos, digo, sarcástico, y
ella sonríe y me acaricia el pelo y dice no, no, ya verás que te va a caer
bien, es un loco como tú. Muy bien, iremos a tomar helados con su pa-
dre, el lunático que volvió de las montañas, y de ahí al teatro a gozar
con Sebastián.
Vamos en mi coche nuevo, que es un agrado, y Sofía pone un disco
de REM que me fascina, y cantamos Losing my religion y yo me siento
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tan leve porque he perdido mi religión, a los curas mañosos del Opus
Dei y a mis padres fundamentalistas.
Llegamos al edificio donde vive su padre y él nos espera en la calle.
Bajo del auto, le doy la mano y él me dice hola y me mira con una in-
tensidad perturbadora, con un brillo de loco bueno y genial. Está vesti-
do de un modo descuidado, con pantalones viejos, sandalias de jebe y
una camisa cualquiera, y huele fuerte a tabaco. Se monta en el auto,
Sofía baja el volumen y yo me dirijo a la heladería de moda, a pocas
cuadras de allí. Espero a que Sofía tome la iniciativa y lleve la conver-
sación, pero no dice nada y su padre tampoco, va en el auto sin decir
nada, mirándome con curiosidad, y yo ¿qué tal, Lucho?, ¿todo bien?, y
él con una voz nasal ahí, medio jodido, como todos, y yo me río pero él
no se ríe, permanece serio, ensimismado.
Lo miro por el espejo: es un hombre de cara alargada, ojos vivara-
chos y nariz de gancho que en su juventud debió de ser muy apuesto.
Le pregunto ¿extrañas tu casa en el campo?, porque no sé de qué
hablarle pero quiero llenar estos silencios tan incómodos, y él sí, claro,
esto es una mierda, y entonces comprendo que es un tipo estupendo,
que me cae muy bien y que podríamos ser buenos amigos si dejase de
fumar, porque ya encendió un cigarrillo y ahora sufro pensando que me
va a dejar el auto apestando, pero no le digo nada por amor a Sofía, y
ella por suerte se da cuenta y me mira con cariño y le dice papi, mejor
bota el cigarro, que a Gabriel le molesta que fumen en su carro, y Lu-
cho, sin hacerse problemas, ah, carajo, no sabía, y ahora veo que con
él se habla así, como en la calle, sin remilgos, y entonces aspira una pi-
tada larga y bota el cigarrillo, y yo gracias, Lucho, perdona la molestia,
y él no dice nada, se calla, no sé si está molesto, se ve que le gusta ir
callado y eso me desconcierta por momentos.
Apenas llegamos, se arma un revuelo en la heladería porque las chi-
cas uniformadas del mostrador, con sus gorros verdes y sus mandiles
rojos, me reconocen, se alborotan, me hacen ojitos y se confunden en
risas ahogadas y murmullos picaros, mientras los clientes del local, en
su mayoría señores barrigones que han sido derrotados por la vida y tal
vez intentan olvidarlo, me miran con recelo y antipatía, y las señoras
que los acompañan, revestidas de ese aire beatífico que es tan común
entre las damas mayores de esta ciudad, me miran con ojos de honda
tristeza, como diciéndome ay, pero qué pena, tú que eras la última es-
peranza blanca para salvar a este país, ¡haciendo ese programa adefe-
siero, mamarrachento, de calatas y maricas en la televisión, tú que eres
hijo de nuestra devota amiga, la supernumeraria del Opus Dei, que no
merece la vergüenza de tener un hijo así!
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Supernumerarias superlocas, déjenme comer mi helado y no me mi-
ren con esas caras de consternación, mírenme como las señoritas uni-
formadas, que son tan adorables y no me juzgan y al parecer no les
molesta la imagen de libertino deslenguado que me esmero en cultivar,
pues me sonríen con cariño y me miran muy taimadamente con aire co-
queto pero a la vez comedido, sin ignorar que me acompaña Sofía, que
pide un helado de chocolate, y su padre, el loco de Lucho, que reclama,
con su voz nasal y un tanto áspera, a mí dame puro chocolate, pero
sirve sin miedo, pues, métele bastante que estoy con hambre, y cuando
toca mi turno pido, muy consciente de la barriga que escondo mal, sólo
fresa al agua, por favor, y no en barquillo, en vasito. Luego nos vamos
al carro con nuestros helados, ignorando las miradas de censura de los
caballeros honorables y sus señoras avinagradas y sintiéndome extra-
ñamente bien con Lucho, que no debería haber abandonado a sus hijos
cuando eran niños pero que tuvo el coraje de mandar al diablo a esta
ciudad de pacatos, cucufatas y pusilánimes.
En el auto, las ventanas abajo, la música suave en REM, comemos sin
apuro, no importa que lleguemos tarde a la función de Sebastián. Es-
tamos disfrutando de los helados cuando Lucho me dice yo no veo tu
programa, pero todo el mundo dice que es el deshueve, y lo dice atro-
pelladamente, tan de prisa que no resulta fácil entenderlo. Sofía sonríe
porque no ignora que Lucho ha querido decirme que le caigo bien, y yo
¿no ves nada de televisión?, y él, con una franqueza desusada en esta
ciudad de embusteros, no, la televisión es una basura, me llega al pin-
cho. Yo me río porque no deja de ser curioso que Lucho hable con tanta
crudeza delante de su hija y de mí mismo, que he hecho una carrera en
el contenedor de basura que él repudia en términos tan virulentos. Tra-
tando de cambiar de tema y relajar la tensión, le pregunto ¿y a ti qué
te gusta hacer, Lucho?, y él me mira como diciéndome no me hagas
preguntas tontas, que yo no tendré plata pero tampoco soy un huevón,
y luego dice comer helados. Yo no digo nada porque comprendo que es
mejor no hablar mucho con este señor, que al parecer no miente y
habla a una velocidad alucinante, y él agrega también me gusta pintar,
y Sofía sí, pinta increíble.
De pronto Lucho, sin más rodeos, me dice oye, ¿es verdad que eres
cabro como dice la gente?, y yo casi me atoro, se me chorrea el helado,
me quedo pasmado, y Sofía suelta una carcajada, relajando la tensión
del momento, y dice papá, ¿qué dices?, la gente habla un montón de
tonterías, y Lucho, al parecer muy divertido, bueno, yo no sé, eso dicen
pues, a mí me da igual, yo tengo amigos cabros, no tengo nada contra
los cabros, es más, mi hermano menor es medio cabro, sólo que no se
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atreve a decirlo porque le da miedo la opinión de la gente, debería ca-
garse en la gente y hacer lo que le dé la gana nomás, y yo saboreo mi
helado de fresa y digo bueno, Lucho, la verdad es que me gustaría ser
más cabro, pero tu hija me gusta mucho, y él ríe y ella también, y yo
siento que he pasado la prueba.
Ahora Lucho baja del carro, de regreso en su edificio, y yo le doy la
mano y él gracias, chau, y yo nos vemos pronto, encantado de conocer-
te, pero él ya se fue, gracias, chau, se fue con su helado y habiendo
conocido al cabro de la televisión basura que sale con su hija pero al
menos tiene plata para invitarle helados.
Un loco genial tu papá, me cayó muy bien, le digo a Sofía, mientras
manejo por el malecón, rumbo al centro de Miraflores, donde presumo
que ya comenzó Sebastián a dar sus alaridos desgarrados, y ella sabía
que te iba a caer bien, se parece en algo a ti, y yo me quedo pensando
que en realidad no nos parecemos mucho, porque yo tengo más entre-
namiento en el oficio de mentir, y ella me pregunta ¿te molestó lo de
cabro?, y yo, no, para nada, me hizo mucha gracia, sólo me sorprendió
que me dijera que todo el mundo piensa eso, y ella no es así, tú sabes
que la gente siempre habla estupideces de los famosos, y yo ¿tú crees
que soy amanerado?, y ella sorprendida no, para nada, y yo ¿pero tú
alguna vez, viéndome en la tele, pensaste que era gay?, y ella no, pen-
sé que eras churrísimo y que quería conocerte, y me da un beso y yo
acelero por amor a Sebastián.
Miami me ha recibido con más calor del que esperaba en abril. He pa-
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sado las primeras noches en el hotel Hampton de la avenida Brickell,
que es barato y bien ubicado, y luego he alquilado un apartamento en
un edificio nuevo, a pocas cuadras del hotel, en el número 550 de la
avenida Brickell. En el auto que también he arrendado, he ido a com-
prar a regañadientes –porque detesto ir al centro comercial de Da-
deland– las cosas mínimas para estar cómodo, es decir, una cama, una
mesa, un teléfono y un televisor. Una vez instalado, no hago nada. Pa-
so los días durmiendo, hablando por teléfono con Sofía, saliendo a co-
rrer por el vecindario y comiendo en los cafés cercanos. No quiero salir
más en televisión. Me han llamado de un canal en español, ofreciéndo-
me un programa de entrevistas, pero he sido evasivo y no he querido
comprometerme porque no deseo seguir esclavizado a la televisión,
prefiero esperar a Sofía y luego viajar adonde ella decida.
Mi rutina es de una pereza deliciosa: me mantengo en forma, duermo
diez horas, hago una dieta sana y curiosamente no extraño a nadie, a
Sebastián ni a Sofía, ni mucho menos a mis padres. Soy extrañamente
feliz viviendo solo en este pequeño escondrijo mal amueblado, sin tra-
bajo ni ocupación conocida, esperando las once y media de la noche pa-
ra ver el programa de Letterman, que me hace reír mucho. El calor es
agobiante, pero a todo se acostumbra uno. Me molesta el aire acondi-
cionado, me irrita la garganta y me provoca dolores de cabeza, aunque
más me molesta sudar cuando lo apago y trato de sobrevivir abriendo
las ventanas y exponiéndome al aire sofocante de esta ciudad.
Sofía vendrá en unas semanas. De momento, está dedicada a vender
mis cosas en Lima. Por lo demás, ya decidió estudiar en Georgetown.
Celebro su decisión. La universidad de Ginebra no le parece una buena
idea porque Laurent estaría muy cerca. Washington nos conviene más,
dado que ella es ciudadana de Estados Unidos y yo estaré más cómodo
en esa ciudad. Todo está saliendo razonablemente bien. Animado por
ella, hago unas gestiones ante la Universidad de Georgetown y consigo
que me admitan en los cursos de inglés que comenzarán en agosto,
cuando empiece su maestría. Qué vergüenza, ella estudiará un post-
grado en ciencias políticas, y yo, ¡Inglés como segunda lengua! No es
que no pueda hablar ese idioma, sé hablarlo con algún decoro, aunque
bastante peor que Sofía, que lo habla con envidiable fluidez, pero, si
quiero estudiar en Georgetown, como ella desea, haría bien en desem-
polvar mi inglés macarrónico y hacerme a la rutina de la vida universi-
taria, que abandoné con euforia cocainómana años atrás.
Todo está bien en Miami, mis días son una fiesta de libertad y holga-
zanería. Todo está bien menos mi vida sexual, que ha entrado en franca
decadencia, a falta de Sofía y Sebastián, y se limita a tocarme en las
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noches pensando en él, en ella, en ellos. Duermo mejor si me masturbo
y termino a gritos, perturbando seguramente al vecino. Para despertar
del letargo que se ha instalado en mi vida amorosa, llamo a Sebastián y
le ruego que venga: Te extraño, vente unos días secretamente, sin que
nadie se entere allá, y quédate en mi depa, y hagamos el amor como
antes, como al comienzo, cuando nos enamoramos, pero él, con una
voz muy seria, me dice no quiero verte, quiero dejarte atrás, me haces
daño, por favor, no me llames más y olvídate de mí, que lo nuestro se
ha terminado. Luego cuelga y me deja triste, sin poder entender por
qué se permite estos exabruptos, por qué se ha ensañado conmigo
desde que empecé a salir con la chica que me presentó en el Nirvana.
Te jodiste, Sebastián, ahora me iré despechado a South Beach y bus-
caré en otros hombres el amor que tú, mezquino, me niegas. No es co-
sa de ponerse muy atildado, pues detesto las ropas ajustadas y los pro-
ductos químicos en el pelo, sólo es cuestión de recorrer el afiebrado cir-
cuito de la noche gay y, tomando las debidas precauciones, irme a la
cama con un hombre que sepa amar con ternura.
Aunque parece fácil, no lo es: las discotecas, llenas de gente tonta y
vulgar, me aturden, dejan apestando a humo y odiando a los fumado-
res, y me recuerdan el tiempo en que fui un drogadicto, pues en sus
baños la gente se droga con descaro y, además, me reducen a un pe-
dazo de carne adiposa –es obvio que no estoy en condiciones de bailar
con el torso desnudo, como esos chicos lindos, de admirable musculatu-
ra, a los que, por pura envidia, encuentro idiotas– en aquellos mercadi-
llos de carne fresca de los que me marcho disgustado, jurando no vol-
ver. Prefiero tocarme en mi cama, desintoxicado, lejos de las drogas,
sin soportar el asedio de los viejos libidinosos con miradas de hienas y
chacales. No puedo estar bien sin un hombre que me ame ocasional-
mente, pero tampoco quiero ser una loca escandalosa, chillona, deses-
perada, putísima, rogando por una verga enhiesta.
Una noche, paseando por Lincoln Road, entro en un café con aire
francés y me atiende un camarero muy guapo, francés, que extraña-
mente huele bien, y no tardamos en mirarnos con interés y curiosidad.
Espero a que termine su turno a las once de la noche, lo subo en mi au-
to y lo llevo de prisa, sin darle tiempo a que se arrepienta, a un hotel
cercano, el National, en la avenida Collins. Francois, que así se llama,
es un chico alto, delgado, con ojos de gato y manos de pianista, se
desnuda con una facilidad asombrosa, se echa en la cama y me espera.
Yo me quito la ropa, me echo en la cama y lo espero. Está claro que él
quiere que se la meta y yo también quiero que me la meta. Estamos los
dos echados, besándonos, y nadie toma la iniciativa.
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Entonces me pide que se la meta, pero yo declino cordialmente y le
digo que no me apetece, que es mucho estrés porque hay que usar cre-
mas, lubricantes, preservativos, toda una operación que me abruma y
me disgusta. Yo le sugiero que me haga el amor, pero él también decli-
na cordialmente, porque, me explica decepcionado, es sólo pasivo, no
puede ser activo. Entonces yo le digo bueno, se ve que no somos les-
bianas, no hay mucho futuro entre nosotros, casi mejor si cada uno se
toca y ya.
Luego nos tocamos mientras Francois me cuenta que está pensando
en el marroquí que se lo cogía en los baños de la universidad, y yo me
consuelo con el recuerdo pálido de Sebastián. Cuando terminamos, ca-
da uno se va a su casa y trato de olvidar tan desafortunado encuentro.
Irritado porque Sebastián insiste en no hablarme, dispuesto a vengar
tan innoble afrenta, decido subirme a un avión a Nueva York y buscar a
Geoff, a quien conocí en Manhattan paseando por el Museo de Arte Mo-
derno, donde trabajaba como guía y repartidor de folletos informativos.
Desde entonces nos hicimos amigos. No nos hemos acostado, no toda-
vía, pero cuando hablamos por teléfono nos excitamos diciéndonos las
cosas que nos gustaría hacer cuando estemos juntos. Geoff no es de-
masiado guapo, es flaco y tiene una voz afeminada, lo que a veces me
disgusta, pero está siempre caliente y con ganas de hacer travesuras.
Dice que es bisexual y yo no sé si creerle, porque ahora todos dicen
que son bisexuales y nadie se acuesta con una mujer, aunque Geoff ju-
ra que tiene una amante en Manhattan, una cubana, Grettel, que estu-
dia arte y quiere ser pintora.
Geoff no me cree cuando le digo que me he acostado con varias mu-
jeres y sólo con un hombre, Sebastián. No me cree porque ya tengo
veintisiete años, cinco más que él, pero yo le digo que es verdad, que
no tendría por qué mentirle, que Sebastián es el único hombre que he
amado, sin contar por supuesto a mi urólogo, el doctor Ramírez, que
atiende al lado de la clínica Americana y me hace unos tactos rectales
tan delicados que ¡cómo podría no amarlo!
Por fin han terminado las clases de inglés. Junto con decenas de pos-
tulantes, he rendido el examen un sábado en la mañana y, para orgullo
de Sofía, que ha llamado a su madre a contárselo, he obtenido un pun-
taje bastante alto, lo que me deja en buenas condiciones para seguir
estudiando en la universidad, algo que a ella le entusiasma pero que a
mí me abruma. Ya no hay más excusas, ahora puedo escribir la novela.
Sofía insiste en que debo estudiar además de escribir, que puedo hacer
las dos cosas bien, pero yo le digo que eso es imposible, que si me de-
dico a estudiar me quedaré sin energías para escribir. No quiero estu-
diar nada, ni siquiera literatura. Sería una pérdida de tiempo. Prefiero
elegir libremente las novelas que me interesen de la biblioteca y no leer
por obligación las que me mande un profesor que sólo debe de pensar
en su jubilación y que leerá bostezando y soltando flatulencias las ta-
reas que yo le entregue a regañadientes. No seas tonto, aprovecha esta
oportunidad, métete a estudiar lo que quieras, tienes un puntaje buení-
simo, vas a disfrutarlo mucho y te va a servir para ser un mejor escri-
tor, te van a tomar más en serio como escritor, me anima Sofía, entre-
gándome los papeles y las aplicaciones que ha recogido en la universi-
dad, y en seguida me sugiere llenarlos para que no venza el plazo y
pueda ser admitido ya no como estudiante de inglés, sino de la Facultad
de Filosofía.
Pero yo me niego, aferrándome a un solo argumento: Quiero escribir
mi novela y si no la escribo ahora no la escribiré nunca, y si me pregun-
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tas qué me hace más ilusión, publicar una novela o graduarme en
Georgetown, sin duda prefiero publicar. Infatigable, Sofía sigue tratan-
do de convencerme. Ella sueña con reformar mi vida, adecentarme,
convertirme en un hombre serio, y para eso cree indispensable que
termine la universidad y me gradúe con honores. También le parece
bueno que escriba la novela, pero esto último le parece menos impor-
tante o en todo caso menos urgente. Yo discrepo: lo más urgente es
escribir. Si me dicen que me voy a morir en un año, no perdería mi
tiempo estudiando pendejadas en la universidad, me dedicaría exclusi-
vamente a escribir, le digo. ¡Pero no te vas a morir en un año, tienes
que planificar tu vida pensando que el futuro es largo, que vas a vivir
cincuenta años más!, se ríe ella. Esta vez, sin embargo, no doy mi bra-
zo a torcer y me niego a seguir estudiando. Además, la universidad es
muy cara, yo estoy viviendo de mis ahorros y no me parece prudente
dilapidarlos en unas clases que no me apetece llevar. Si escribo y llevo
una vida austera, puedo estar dos años, quizá tres, sin trabajar, vivien-
do en esta ciudad, leyendo sin costo alguno en la biblioteca, persi-
guiendo en secreto a los chicos guapos que tanto animan la vida del
campus, dándome, en suma, la vida que tanto soñé en Lima, cuando
me sentía un prisionero.
Nada excitante pasa en mi vida: escribo, miro a los niños del recreo,
escucho agitarse a los amantes vecinos, camino sin rumbo y ya con frío
porque se viene el invierno, busco con secreta desesperación a un chico
que me rescate de la trampa en que me he metido, y en las noches fin-
jo que amo a la mujer tan linda que me cocina y que duerme a mi lado.
Sofía me pregunta en la cama, después de hacer el amor, si todavía
pienso irme a vivir solo. No lo sé –digo–. Por ahora estoy bien así. No
hay apuro. No quiero mudarme ahora que estoy escribiendo. Ella se
alegra al ver que no estoy impaciente por marcharme. Me recuerda el
infierno que me espera en Lima si regreso derrotado, me anima a se-
guir viviendo con ella, me pide perdón por la escena histérica de la otra
noche. Adoro a esta mujer de piel tan suave, que huele tan rico y me
besa con un amor incondicional. Por ahora no quiero irme. Pero tengo
un plan secreto: a fin de año, cuando Sofía se vaya a Lima a pasar las
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Navidades, me quedaré en Georgetown, porque de ninguna manera
quiero ir a Lima a visitar a mis padres y cumplir la odiosa rutina navi-
deña y cantar villancicos con mamá y soportar las borracheras de papá,
y aprovecharé su ausencia para alquilar un departamento, mudar mis
pocas cosas y darle una sorpresa cuando vuelva. De ese modo, mi par-
tida será más leve, menos traumática. Me mudaré a fin de año.
Paciencia, sólo faltan unas semanas. Por ahora estoy bien así. Sólo
me iría antes si un chico se enamorase de mí, un chico como el vaquero
de los walkman amarillos que suele comer en Booeymonger, un chico
como cualquiera de esos dos que son pareja y viven juntos en una casa
preciosa, de revista, en la esquina de la 35 y la S, a media cuadra del
edificio, recordándome la felicidad que me estoy perdiendo, un chico in-
cluso como el flaco del departamento número 4, que se coge con vio-
lencia a su novia tetona que ya quisiera ser yo. Pero no se puede tener
todo: por ahora una mujer hermosa duerme a mi lado y no me quejo,
así está bien.
Al día siguiente, mientras Sofía asiste a una de sus clases en las que
se entretiene haciendo el geniograma de El Comercio que le envía su
madre por correo, me reúno con Don Futerman en el edificio, firmo el
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contrato y le entrego el cheque. Ahora me parece menos atractivo que
el día anterior; incluso lo encuentro pedante y me ofende cuando me
pregunta si nosotros, siendo peruanos, sabemos usar una lavadora y
una secadora de ropa. De todos modos, le miro las manos, que son bo-
nitas, y me turbo un poco cuando, nada más sellado el trato, me da un
abrazo y me pregunta si quiero que me lleve de regreso a mi departa-
mento. Sin pensarlo, digo que no, que prefiero caminar. Pero hace frío,
déjame llevarte, insiste. Yo, tal vez porque me avergüenza el edificio
tan viejo en que vivimos, insisto en que prefiero caminar, pero no se da
por vencido y casi me empuja adentro del coche.
Ahora estamos en su auto y él enciende la calefacción y maneja des-
pacio por la calle 35 y me pregunta cómo va la novela. Yo digo: Va
bien, gracias. Me gustaría leerla, dice, y me mira con una simpatía que
me confunde. Pero está en español, digo. Lástima –dice–, sólo hablo
inglés. Se hace un silencio. El auto avanza lentamente. Estaría bueno
tener un carro así para ir al supermercado y no muriéndome de frío con
una mochila en la espalda, pienso. Tu mujer es muy guapa, me sor-
prende. Gracias –digo–. Sí, es muy linda. ¿Tú tienes novia, sales con
alguien?, me atrevo. Algo nervioso, se acomoda la colita y dice: Sí,
tengo una amiga con la que me acuesto, pero no estoy enamorado. Me-
jor, pienso: quizá no estás enamorado porque no te gustan tanto las
mujeres. Sería bueno vernos algún día –digo, tímidamente–. No sé, ir al
cine o comer algo, lo que te provoque. Luego señalo el edificio y pido
que se detenga. Claro –dice–, llámame cuando quieras, y me da su tar-
jeta y apunta el número de su celular. ¿Aquí viven?, pregunta, mirando
el edificio. Sí, digo, avergonzado. En el edificio nuevo van a estar me-
jor, dice, sonriendo. Extiendo la mano pero él se acerca y me abraza, a
la vez que pasa su mano por mi cabeza y dice: No dejes de llamarme.
No, seguro, te llamo, digo.
Bajo del auto y lo veo alejarse. Es un tipo raro, pienso. Pero me gus-
ta, me cae bien. Ahora me echo en la cama y me agito pensando en él.
Cuando termino, me siento mal. No debo caer en estas tentaciones pe-
ligrosas, pienso. Me preparo algo rápido en la cocina –un batido de fru-
tas y un pan con queso derretido– y salgo a buscar un taxi. Camino
hasta la avenida Wisconsin, me subo al taxi y le pido al conductor con
turbante que baje el volumen de la radio –esa música sibilina me ener-
va– y me lleve al edificio de la Corte Federal, en el centro de la ciudad.
Llegamos en menos de diez minutos. No tardo en reservar una fecha
para nuestro casamiento –el primer día disponible, un miércoles a prin-
cipios de marzo–, pagar el costo del trámite, escuchar las instrucciones
generales y recibir un folleto con información sobre los pasos previos
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que debemos cumplir antes de la boda. La mujer afroamericana que me
atiende, una secretaria obesa y atenta, tal vez percibe una cierta ten-
sión en mis movimientos y me pregunta si realmente quiero casarme.
Sí, claro, ¿por qué?, contesto. Porque no parece contento, dice, con una
sonrisa amable. Estoy muy ilusionado, no se preocupe, miento, pero es
cierto, la sola idea de casarme en pocas semanas, ante un juez de
Washington, me llena de temor.
Salgo cabizbajo de aquel edificio grisáceo, lleno de recovecos y pasi-
llos, miro la fecha en el papel y pienso que todavía puedo cambiar de
opinión y cancelar la boda. Pero si lo hago, no podré sacar los papeles
para vivir en este país, me quedaré como turista, tendré que salir cada
cierto tiempo y seguiré atado al Perú. No te engañes, pienso, en el taxi
de regreso: esta boda es menos un acto de amor que un esfuerzo des-
esperado por liberarte para siempre de esa enfermedad contagiosa que
es el Perú. Apenas me case, seré menos libre en teoría, porque habré
unido mi vida a la de Sofía, pero podré vivir en Estados Unidos como
residente temporal, luego como residente definitivo y finalmente como
ciudadano, según me ha informado un abogado de confianza: Si te ca-
sas con Sofía, que es ciudadana, puedes hacerte ciudadano norteameri-
cano en cinco años. Tranquilo, Gabriel, me digo: te estás casando con
Sofía, pero divorciando del Perú, lo que parece un buen negocio. Ade-
más, de todos modos vas a estar amarrado a Sofía, porque tendrás un
bebé con ella. Si no te casas, perderás la oportunidad de escapar del
destino chato que el Perú reserva a sus atribulados habitantes. Es en-
tonces una decisión fría, racional, bien calculada.
Llego a la casa, me doy una ducha, pongo un disco de Clapton y me
relajo. Ha sido un día agitado aunque provechoso: ya tenemos un nue-
vo lugar donde vivir, más cómodo y aseado que este escondrijo, y una
fecha para el casamiento, el segundo miércoles de marzo. Una y otra
vez, me repito, caminando en círculos por la sala: Cásate y en cinco
años serás ciudadano, podrás divorciarte y vivir en este país el resto de
tu vida. Sofía es tu pasaporte a la felicidad: te hará padre y sacará de
esa cárcel que es tu país de origen. No debes sentirte abatido porque tu
vida toma ahora una bifurcación inesperada: la inteligencia consiste en
saber adaptarse a los cambios y ver en una adversidad una oportuni-
dad. cháchara barata, me desmiento. Sería más feliz con Sebastián en
Lima que casándome con Sofía en las Cortes de Washington para ser
US citizen. Ya es tarde. Ahora sólo queda ser fuerte, resistir y ejecutar
el plan.
Bebo un té de melocotón cuando ella llega cansada de sus clases. La
recibo con un abrazo y anuncio la buena noticia: Nos casamos el miér-
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coles, 10 de marzo. ¿Cómo así? –pregunta, sorprendida. Le muestro el
papel de la Corte, con la fecha que he reservado–. Te adoro, eres tan
bueno, dice, abrazándome. Luego le enseño el contrato y digo con una
sonrisa impostada: y nos mudamos cuando quieras a The Summit. Nos
damos un abrazo y le digo que la amo. Más tarde, cuando duerme, me
levanto en silencio y marco el celular de Futerman. Tengo ganas de de-
cirle que soy bisexual, que me gustan los hombres, que necesito verlo.
Por suerte, no contesta. Me da la grabadora. No dejo un mensaje. Entro
al baño.
Las cosas han vuelto a una cierta normalidad. Sofía está más tranqui-
la, asistiendo a clases y permitiéndose antojos de embarazada, como ir
todas las tardes con su amiga Andrea al café Dean and Deluca y darse
un atracón de dulces. Yo he retomado mi rutina: escribir cuatro horas
diarias, encerrarme en el departamento, no ver a nadie ni atender el te-
léfono y salir a correr y hacer las compras. No falta mucho para la bo-
da, apenas tres semanas. Unos días después, nos mudaremos al nuevo
departamento que hemos alquilado y nos iremos a París. Peter ha re-
gresado a Lima para seguir dirigiendo sus negocios. Antes de despedir-
se, me ha dicho con su habitual frialdad: Tener un hijo con Sofía es lo
mejor que te podía pasar en la vida, te has sacado la lotería, sólo que
todavía no te das cuenta, cambia de cara, no lo tomes como una des-
gracia, sino como el premio mayor, y no la vayas a cagar de nuevo.
Creo que Peter me quiere a su manera, o al menos no me tiene aver-
sión como Bárbara, que, para mi contrariedad, ha decidido quedarse
con Isabel hasta nuestra boda, así aprovecha para hacer compras en
Washington, descansar de la violencia de Lima y ayudar a su hija en los
preparativos del casamiento. Yo he insistido con Sofía en que no quiero
ninguna celebración, sólo la ceremonia legal en la más absoluta intimi-
dad, pero bien pronto he comprendido que es una batalla perdida y que
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será inevitable una pequeña fiesta familiar organizada por Bárbara, en
el departamento de Isabel.
Isabel está encantada con la idea de tenerme como cuñado y yo, con-
tento de sentir su cariño tan noble y su complicidad juguetona. Francis-
co y su novia Belén han tomado el tren de regreso a Boston, lo que es
un alivio considerable, aunque prometen volver para la boda. También
vendrían Harry y Hillary, tíos de Sofía que viven en Saint Louis, Missou-
ri; su abuela Margaret, que Sofía adora, desde San José, Costa Rica, y
sus primos George y Brian, residentes en Miami. De mi familia no ven-
drá nadie, he sido claro con mi padre en decirle que no están invitados,
y él ha dejado de llamarme. Bárbara, sin embargo, insiste, con su habi-
tual capacidad para entrometerse en asuntos que no le competen, en
que debo invitar a mis padres a Washington, hospedarlos en el Four
Seasons y convidarlos a la fiesta del casamiento. Es curioso, pero ella
siempre habla bien de mi padre, dice que es un señor encantador, bo-
nachón, gracioso y zalamero con las mujeres, y yo pienso que debería
vivir un mes con él y aguantar sus borracheras a ver si sigue pensando
lo mismo.
Por fin nos hemos mudado al departamento que alquilamos a Don Fu-
terman, en la misma calle 35, pero más cerca de la universidad. Ha si-
do una tarea extenuante porque, para ahorrar un dinero, hemos hecho
la mudanza solos, en un camión U-Haul arrendado por el día y con la
solitaria ayuda de Juan, el empleado salvadoreño de la tienda de perió-
dicos, un muchacho callado y servicial que, a cambio de cien dólares,
pasó el domingo con nosotros, cargando los pocos muebles que tene-
mos. A pesar de que el departamento que dejamos era impresentable,
pues estaba lleno de cucarachas, el sótano de la lavandería parecía un
cuarto de torturas, los jadeos amorosos de los vecinos se filtraban por
las paredes y el piso de madera crujía de un modo inquietante, nos ha
dado pena marcharnos, tal vez porque allí hemos vivido un pedazo
memorable de nuestras vidas, un capítulo que probablemente no olvi-
daremos. Allí, entre las cajas plásticas de leche que sostenían el viejo
televisor, el colchón tirado en el piso, la mesa en que escribía y la ven-
tana que miraba al patio de los niños, quedó embarazada Sofía, escribí
con rabia, traté de escapar pero no pude, la torturé pidiéndole que
abortase, se cortó las venas, la encontré desangrándose, nos amamos y
nos odiamos, fui un miserable y rara vez un caballero.
Ahora nos vamos y todo será diferente y con suerte mejor. Los dados
están echados: el bebé nacerá, ya es tarde para dar un paso atrás, y
por eso nos casaremos en pocos días ante un juez, lo que me tiene muy
inquieto, y en seguida viajaremos a París de luna de miel, y a la vuelta
nos instalaremos en este departamento que está lleno de luz y es un lu-
jo comparado con el que hemos dejado, y ella seguirá estudiando las
cosas absurdas que estudia y yo escribiendo las cosas absurdas que es-
cribo y que ella prefiere no leer, a ver si algún día termino la maldita
novela que me está robando media vida, y unos meses después, si no
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hay contratiempos, nacerá el bebé en el hospital de Georgetown Uni-
versity. El departamento ha quedado muy bonito con los pocos muebles
que tenemos, no gracias a ellos, que carecen de refinamiento, sino a
que es tan lindo que luce bien aun con muebles feos. Tampoco son tan
feos nuestros muebles, son básicos, exentos de cualquier lujo –una me-
sa de trabajo, una cama, un sofá cama, una pequeña mesa de cocina,
además del televisor, el teléfono y el equipo de música–, pero Sofía in-
siste en que debemos comprar plantas para darle más vida al lugar y
un estante para colocar mis libros, que suelo apilar en desorden sobre
el piso. Yo dormiré en la sala, en el sofá cama donde tú dormías en el
otro depa –le digo a Sofía, apenas el muchacho salvadoreño se marcha,
dejándonos todo bastante limpio y ordenado–. Así tú puedes dormir
más cómoda en la cama y moverte todo lo que quieras sin despertar-
me. Sofía hace un gesto de contrariedad. Yo prefiero que duermas
conmigo en la cama, porque estamos comenzando una nueva etapa y
no me gusta que durmamos separados, pero si estás más cómodo así,
no hay problema, dice, con cierta tristeza.
Quiero dormir en el sofá porque no consigo dormir bien a su lado: me
molesta su presencia, su respiración, los ruidos más leves, los inevita-
bles movimientos que hace durante la noche. Además, si duermo en el
sofá me siento menos cautivo y puedo tocarme a escondidas pensando
en un hombre o despertar abruptamente de madrugada con una idea
para la novela, saltar a la computadora y escribirla, sin que ella se des-
pierte, me pregunte qué estoy escribiendo y me obligue a mentirle,
porque aquellas escenas suelen ser de una sensibilidad gay que a ella le
molesta. Mi mesa de trabajo, ya algo enclenque y paticoja, está frente
a la ventana que da a la calle, la vista apenas cubierta por las ramas
frondosas de un árbol añoso por el que a menudo corren las ardillas, y
al caer la tarde, la primera que pasamos juntos en este departamento,
se llena de una luz naranja pálida que anuncia la noche. Me quedo mi-
rando a la gente que pasa por la calle 35, gente agradable de contem-
plar, estudiantes y profesores, chicos que salen a correr, chicas que pa-
sean a sus perros, muchachos en bicicleta, y no extraño el patio de
juegos infantiles cuyos ruidos ya me tenían harto y a veces me obli-
gaban a escribir con tapones en los oídos. Prendamos la chimenea para
celebrar, dice Sofía, radiante de entusiasmo.
Aún no se le nota la barriga, apenas una leve hinchazón que cier-
tamente es menor que la de mi barriga, y parece satisfecha con la mu-
danza y nuestra inminente boda. Pero no tenemos leña, digo. No
importa, yo voy a comprarla, alega ella. Es domingo, ¿dónde vamos a
conseguir leña?, pregunto con mi habitual cansancio. En el súper, tonto,
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dice ella, optimista invencible. ¿Estás segura de que en el súper venden
leña?, desconfío. Segurísima. Tú quédate acá y yo voy y vengo en quin-
ce minutos y te prendo un fueguito riquísimo y nos calentamos los pies,
dice, muy amorosa.
Hace frío y no vendría mal encender la chimenea, pero me abruma
caminar hasta el supermercado y cargar la leña de regreso. El problema
con esta mujer es que tiene demasiada energía, pienso. Acabamos de
mudarnos, cargando mesas, cajas y colchones, ¡y ahora quiere traer
medio árbol partido en troncos! Tranquilo, Gabriel, no te exasperes, to-
do sea por el bebé y la vida matrimonial que se avecina. En vez de me-
terte en la ducha, acompaña a tu mujer al supermercado, carga los jo-
didos troncos y pon cara de felicidad cuando ella prenda la chimenea.
Bueno, vamos –me resigno–. Pero, eso sí, vamos en taxi y sólo com-
pramos poquita leña, que me duele la espalda de cargar, añado, en to-
no quejumbroso. Sofía me abraza y me besa y yo no la abrazo porque
estoy sudoroso y huelo peor que el salvadoreño que ya se fue.
Tomamos un taxi en la misma calle 35, vamos al Safeway de la Wis-
consin y compruebo que Sofía tiene razón: camina resueltamente, en-
cuentra las bolsas de leña, cargamos una entre ambos y no pesa tanto
pero de todos modos pongo cara de sufrimiento y ella me pide discul-
pas y se ríe de la cara de agonía que tengo al cargar estos pedazos de
madera con los que se ha encaprichado y que constituyen su más ex-
travagante antojo de embarazada. Lleno de amabilidad y ternura, cargo
la bolsa hasta el taxi porque tú no puedes hacer ningún esfuerzo físico,
puedes hacerle daño al baby, mi amor, y Sofía me mira con cariño re-
doblado porque nos hemos mudado a un departamento lindo y ahora
estoy complaciendo su arrebato de conseguir leña para prender la chi-
menea esta misma noche.
Llegando al edificio, cargo la bolsa hasta el segundo piso, resoplando
como un buey de carga, odiando a mi mujer que será pronto mi esposa,
es decir, odiándola más por eso, y dejo caer el atado de leña al lado de
la chimenea y me voy al baño a darme una ducha caliente para sacar-
me toda la suciedad que la mudanza me ha dejado encima. No te pre-
ocupes, que cuando salgas vas a encontrar la chimenea prendida y te
preparo una comidita rica, me dice ella.
No me masturbo en la ducha: simplemente me quedo de pie, inmóvil,
bajo el chorro de agua caliente, tratando de no pensar en nada, porque
todo lo que puedo pensar me resulta deprimente. De pronto, oigo un
sonido agudo, un pito que interrumpe bruscamente este pequeño mo-
mento de sosiego e intimidad y me hace salir corriendo de la ducha.
Salgo del baño con una toalla amarrada en la cintura y veo a Sofía agi-
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tándose en medio de una humareda en la sala, abriendo las ventanas,
tratando de echar el humo hacia afuera, mientras el pito sigue sonando
con una intensidad que me taladra la cabeza. Entonces le pregunto,
mojado y asustado, ¿qué diablos pasa?, y ella, riéndose, prendí la chi-
menea pero está cerrada y la casa se ha llenado de humo; ven, ayú-
dame a apagar el fuego. No entiendo de qué se ríe si la situación es bo-
chornosa y el pito enloquecedor. Me lleno de rabia y grito ¿qué coño
quieres que haga?, y ella ¡abre la puerta para que se vaya el humo y ti-
ra agua a la chimenea para que se apague el fuego! Corro y abro la
puerta y me encuentro cara a cara con una chica linda al otro lado del
angosto pasillo alfombrado, mirándome asustada. Por suerte la toalla se
mantiene anudada en mi cintura y no cae al suelo. Le digo en mi inglés
chapucero no se preocupe, prendimos la chimenea pero estaba cerrada
y la casa se nos ha llenado de humo, y ella hace un gesto de alivio y
otros vecinos se asoman al fondo del pasillo y yo, tosiendo, porque el
humo no cede y me irrita los ojos, pido disculpas a gritos y digo que no
se alarmen, que no es nada serio, pero igual una china con cara de pu-
ta sale corriendo histérica porque no me cree y seguramente piensa
que vamos a arder vivos.
Regreso a la sala y veo que Sofía sigue riéndose y echando el humo
hacia afuera y la odio porque no entiendo de qué diablos se ríe. Lleno
una olla de agua y arrojo el agua sobre los rescoldos todavía humean-
tes de la chimenea que ella ha logrado apagar pero no del todo, y repito
la operación varias veces, soportando el chillido enloquecedor de la
alarma y temiendo que en cualquier momento aparezcan los bomberos.
Veo a Sofía moviéndose como una loca en la sala, agitando frenética-
mente los brazos como si estuviese tratando de atrapar a un fantasma
escurridizo, y sigo sin entender de qué se ríe, por qué la situación le pa-
rece cómica o risible, cuando a mí me resulta tan irritable. Por fin se di-
sipa el humo y la alarma calla y yo, con la toalla aún en la cintura y
medio mojado y congelado por el viento que se mete por las ventanas,
le digo gracias por joder mi primera noche acá, y ella, para mi desespe-
ración, se ríe todavía más y dice no te amargues la vida, me he sentido
una estúpida pero me he cagado de risa viendo cómo se llenaba de
humo la sala, y yo, furioso, me parece bien que te sientas una estúpi-
da, porque fue una gran estupidez que prendieras la chimenea sin ase-
gurarte de que estuviera abierta, y ella se ríe de que yo esté tan furioso
y eso me pone más molesto todavía y entonces estallo ¡deja de reírte,
carajo, que no es gracioso llenar la casa de humo!, y ella hace un gesto
leve y despreocupado como diciéndome ay, no seas exagerado, no es
para tanto, y yo ¡no es bueno tragar humo, me has intoxicado y seguro
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que le has hecho daño al baby, aunque, claro, ya estará acostumbrado
al humo, con todo lo que andas fumando a escondidas!, y entonces ella
se ríe de nuevo, no sé qué le pasa, qué ha fumado, de dónde provienen
esas sospechosas reservas de felicidad, y me dice ahora te preocupas
tanto por la salud del baby, qué bueno, cómo has cambiado.
Me enerva que se permita ser irónica conmigo. Me voy al cuarto a
vestirme y estoy poniéndome cualquier ropa y rumiando mi odio contra
ella por ser tan cretina de obstinarse en prender la chimenea este pri-
mer día en el departamento cuando de pronto suena una sirena, otro
pito agudo, más potente aún, que interrumpe de nuevo el silencio del
barrio y se instala con intermitencias en la puerta del edificio. Nada más
asomarme a la ventana, confirmo mis peores sospechas: es el carro de
bomberos, a los que seguramente ha llamado la china histérica que sa-
lió corriendo por el pasillo del segundo piso. Entonces acabo de vestir-
me de prisa y salgo corriendo a la sala, y Sofía está atacada de risa otra
vez y me dice ¡qué exagerados son los gringos, han llamado a los bom-
beros por este humito ridículo!, y yo no son exagerados, son responsa-
bles, casi quemas el edificio, es normal que vengan los bomberos, de-
berían venir unos enfermeros también y llevarte a un manicomio, ¡eres
una loca del carajo, no puedes estar tranquila, coño!, y me sorprendo
de estar tan furioso con ella, pero no puedo evitarlo.
Luego se asoman a la puerta del departamento, que sigue abierta,
dos bomberos uniformados y preguntan qué está pasando, y yo en mi
mejor inglés les explico que ha sido un accidente minúsculo, una torpe-
za absurda por la que les pido disculpas, que hemos encendido unas le-
ñas en la chimenea estando clausurado el ducto de aire, con lo cual la
casa se llenó de humo y las alarmas antiincendios se dispararon y,
comprensiblemente, algunos vecinos creyeron que estaban en peligro.
Los bomberos me preguntan si pueden pasar y yo desde luego asiento
y ahora pasan los dos tipos con sus botas de jebe y saludan a Sofía,
que les devuelve una mirada coqueta, sólo para fastidiarme, y les expli-
ca en su impecable inglés que ella tiene la culpa de todo, que no se le
ocurrió pensar que la chimenea podía estar bloqueada, pero es su pri-
mera noche en este departamento, al que acabamos de mudarnos, y
además está embarazada y nos vamos a casar en unos días y por eso
lo quería celebrar. Entonces los bomberos se enternecen y la felicitan,
nos felicitan, y ahora uno de ellos palmotea mi espalda y yo no sé de
qué me felicitan, tal vez por eso, en mi país dicen para cojudos, los
bomberos, y se despiden con cariño, y Sofía les dice espero que no ten-
gan que volver pronto, y ellos se ríen y ella suelta una risotada de pi-
rómana peligrosa.
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Cuando por fin se van, cierro la puerta, me siento en el sofá donde
dormiré esta noche, miro a Sofía y no lo puedo creer: ahora que los
bomberos le enseñaron a abrir el ducto que bloqueaba el humo, ¡va a
encender la chimenea a pesar de todo! En efecto, prende unos periódi-
cos viejos y cuando la leña empieza a crujir y a atizar el fuego, voltea,
me sonríe con amor a pesar de todo y dice no te molestes, that hap-
pens, lo mejor es reírse nomás. Yo trato de sonreír pero creo que me
sale una mueca patética, y ella me dice no te muevas, quédate ahí sen-
tado que te voy a preparar una comidita rica y vamos a comer con los
pies calentitos por la chimenea. La veo caminar contenta a la cocina y
no sé por qué estoy tan irritado, por qué todo me fastidia, el humo, los
bomberos, su coquetería con ellos, la absurda obstinación por prender
este fuego, creo que lo que me irrita es ella, vivir con ella, y por eso
cada pequeña cosa que hace o dice me pone de tan malhumor.
Ahora tengo los pies calientes, tomo una sopa de zanahorias, Sofía
me mira con amor y sonrío como si todo estuviera bien. Debería estar
satisfecho, porque el departamento está lindo y mi mujer embarazada y
nos vamos a casar en unos días, pero me siento un rehén y sólo puedo
pensar: en medio año seré libre otra vez. Pero ahora estoy atrapado y
tengo que tomar mi sopa de zanahorias como un niño bueno.
Mañana me voy a casar. No lo puedo creer. Yo, que soy gay, a pesar
mío, estoy a punto de casarme precipitadamente, bajo presión, casi co-
ntra mi voluntad, con una mujer a la que he dejado embarazada. No
me engaño: la boda me hace infeliz y, aunque trate de fingir lo contra-
rio, creo que se me nota. Podría servirme de consuelo que, gracias a mi
nuevo estatus de hombre casado, podré sacar un permiso para vivir en
este país, pero la verdad es que estoy abrumado por la ceremonia a la
que debo concurrir mañana, en un juzgado de Washington, acto en el
que voy a declarar que amo a una mujer, tanto que quiero casarme con
ella, cuando en realidad sólo la quiero como amiga, es decir, que voy a
mentir, a cometer perjurio, un gay más que se casa en circunstancias
desafortunadas. Al menos no vendrán mis padres ni mis hermanos, na-
die de mi familia. Ya sería demasiado. Sofía, con esa terquedad tan su-
ya, ha insistido en invitarlos, en que yo perdone a mis padres y les dé
la oportunidad de que, si así lo desean, se paguen el viaje y nos acom-
pañen en la boda, pero yo me he negado y la he amenazado: Si los in-
vitas y se aparecen de milagro acá, te juro que mando todo a la mierda
y no me caso contigo.
Tal vez en represalia, ha invitado a su familia, aun sabiendo cuánto
me molesta, porque sin duda prefiero que nos casemos solos ante el
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juez, con la menor cantidad de gente posible, es decir, con los dos tes-
tigos que manda la ley, que bien podrían ser su hermana Isabel y su
amiga Andrea. Pero no: vendrán Peter y Bárbara desde Lima; su tía
Hillary desde Saint Louis; su hermano Francisco y Belén desde Boston;
y, por supuesto, Isabel, que, junto con Hillary, hará de testigo. Estoy
furioso con Sofía porque me prometió que no invitaría a su madre des-
pués del incidente de la pastilla abortiva, pero, incapaz de un mínimo
acto de rebeldía, la niña buena del colegio de monjas ha cedido tras
hablar con Peter y se ha resignado a que Bárbara y él nos acompañen
mañana, cuando esa señora no lo merece, porque ha hecho todo lo po-
sible para que Sofía pierda al bebé y yo la abandone. No sé con qué ca-
ra miraré a Bárbara mañana. Sé que me odia y me desprecia, que no
me perdonará por haber rehusado cumplir su plan de abandonar a So-
fía, que me cree un calculador que ha embarazado a su hija sólo para
conseguir la residencia en Estados Unidos. Será espantoso casarme en
un ambiente tan hostil, rodeado de gente que espera borrarme cuanto
antes de la foto familiar.
Estoy muy nervioso. Me odio por haberme metido en una situación
así. No puedo escribir, he dormido mal los últimos días, ando de un
humor de perros. Sólo quiero cumplir el trámite de casarme y luego se-
guir con mi vida. ¿Por qué diablos tenías que invitar a la bruja de tu
mamá?, le grito a Sofía, cuando llega de clases con una sonrisa beatí-
fica que me enerva aún más. ¿Qué te pasa?, ¿por qué estás tan moles-
to?, me pregunta, al parecer sin entender lo mal que la estoy pasando.
Porque odio tener que casarme delante de tu mamá, que es una bruja y
me detesta, respondo. Gabriel, por favor, no hables así de mi mamá,
me corta ella. Gabriel, por favor, no hables así de mi mamá, la remedo
con un sonsonete burlón, y voy a sentarme a mi escritorio, donde sé
que no podré escribir nada, salvo más insultos contra su madre, que
tiene que venir desde Lima a estropearme la boda, como si no estuvie-
se ya bastante jodido sin ella. Sofía se encierra en el baño. Puede pasar
una hora allí. No sé bien qué hace –lee, habla por teléfono, se mete en
la bañera, resuelve el geniograma de El Comercio de Lima que le envía
su madre por correo–, pero lo usa como un refugio cuando me ve mal-
humorado.
Tengo que aprender una breve declaración en inglés, que debo recitar
mañana en la boda, de cara al juez, pero todavía no me sé una línea y
me dan escalofríos cuando la leo, así que la dejo a un lado y me digo
que algo improvisaré mañana, aunque Sofía me mire con indignación y
su madre me odie más, si cabe. Por fin Sofía sale del baño, se acerca a
mi escritorio y me pregunta con voz dulce: ¿Qué te vas a poner maña-
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na? No he pensado qué vestir, seguramente me pondré el único traje
que cuelga en el ropero que comparto con ella. No sé, supongo que uno
de tus vestidos, respondo, sólo por fastidiar, y ella sonríe mansamente,
no cae en la provocación y dice: ¿Qué tal si salimos un ratito a com-
prarte un lindo terno? Yo respondo enojado, sin saber por qué sigo tan
enfadado, pues en realidad ella no me ha hecho nada malo y tampoco
me obliga a casarme mañana, podría largarme, tomar un taxi, no vol-
ver, no verla más, reinventar mi vida en otra ciudad, en otro país, pero
sigo enojado con ella porque siento que casarme será un día muy triste,
un accidente del que me costará tiempo recuperarme. Por eso, molesto,
refunfuño: ¿Estás loca? No voy a gastar mi plata comprando un terno
que no necesito. Con el que tengo estoy más que bien. Ella sonríe tier-
na, comprensiva, cariñosa, todo lo cual me pone de peor humor, y me
dice: No es por nada, baby, pero ese terno ya está un poquito gastadi-
to, ¿no crees? Yo, sin ceder: Bueno, sí, ¿y qué? Es una simple boda ci-
vil, no un desfile de modas, ¿o quieres que trate de impresionar a tu
mamá y me disfrace de dandi? Entonces ella ríe de buena gana, se
sienta a mi lado y dice: No seas tonto, no me discutas por discutir, yo
te quiero y sólo estoy tratando de que te veas lindo mañana, déjame
que te compre un terno, porfa, no seas malito, es un regalo mío, tú no
tienes que gastar nada.
La miro con la escasa ternura que soy capaz de improvisar en este
momento de ofuscación y digo: No, gracias. Prefiero usar mi terno de
siempre, aunque me quede mal. No me importa que tu mamá se burle
de mí porque es un terno viejo y lo he usado mil noches en la televi-
sión. Si me pongo un terno nuevo, igual se va a burlar de mí, así que
para qué preocuparnos tanto. Sofía suspira, haciendo acopio de pa-
ciencia, y me aconseja: Deja de hablar tanto de mi mamá. No me escu-
chas siquiera. Te estoy ofreciendo un terno de regalo porque me da ilu-
sión que te veas guapo mañana. Aunque no te guste, nos vamos a ca-
sar y hay que hacerlo bien, ¿no te parece? –Yo me resigno a darle la
razón–. Ven, siéntate acá, te voy a hacer un masajito en la espalda pa-
ra que te pase la tensión, me dice. Obedezco porque sé que sus manos
presionando mi espalda me producen un placer que no me atrevo a
menospreciar.
Mientras me masajea con precisión, pregunto, los ojos cerrados: ¿Tú
qué te vas a poner? Ella responde con orgullo: Un vestido que mi tía
Hillary me ha prestado. ¿Cómo así? –pregunto, sorprendido–. ¿No era
que tu tía estaba en Saint Louis? Sí, pero me lo mandó por UPS y me
quedó regio –dice. Me abandono al placer que sus dedos arrancan en
mi espalda y ella pregunta–: ¿Quieres que me pruebe el vestido de
225
Hillary que me voy a poner mañana? Yo, sedado por la fuerza de sus
manos, digo, más bien balbuceo: Sí, claro, si tú quieres. Sofía va a su
cuarto a ponerse el vestido y yo me quedo tirado en el sofá donde voy
a dormir esta noche, echando de menos a la persona con quien debería
casarme si la ley lo permitiese: Sebastián, el actor peruano, mi primer
amante. ¿En qué estaba pensando cuando lo dejé para jugar a ser un
hombre con esta chica que ahora se prueba radiante el vestido que lle-
vará mañana en nuestra boda? Si soy una persona inteligente –cosa
que a estas alturas dudo–, ¿no tendría que haberme dado cuenta de
que me gustan más los hombres y que, si bien puedo complacer a una
mujer en la cama, sólo puedo sentirme satisfecho si hago el amor con
un hombre?
Todo esto me recuerda que la vida es una suma de fracasos y decep-
ciones, y por eso mañana voy a casarme no con Sebastián, sino con
Sofía, que, ironías de la vida, fue su novia y, como yo, perdió su virgi-
nidad con él. Debería ser Sebastián el testigo de nuestra boda, pues, en
rigor, fue él quien lo atestiguó todo: cómo Sofía le dio su virginidad,
cómo yo le entregué la mía y cómo ella y yo nos enamoramos aquella
noche que él nos presentó en el Nirvana y lo dejamos abandonado. Lo
peor no es que él ya no me ama; lo peor es que, según he podido leer
en las revistas que llegan a la casa, anda de novio con otra chica, ya no
Luz María, a la que, por lo visto, hará sufrir como yo a Sofía. ¿No po-
demos los gays amarnos entre nosotros sin tratar de amar inútilmente
a las mujeres confundidas que se enamoran de nosotros sabiendo que
somos gays pero seguras de que dejaremos de serlo por amor a ellas?
Todo esto es un trágico error: Sofía debería casarse con Laurent en Pa-
rís –estoy seguro de que el francés debe de ser un tigre en la cama, no
sé cómo ella insiste en decirme que sus mejores orgasmos los ha tenido
conmigo–, y yo con Sebastián. Quiero llamarlo, oír su voz, desahogar-
me aunque sea por teléfono.
Esta noche, cuando Sofía duerma, lo llamaré. Iré a un teléfono de la
universidad y lo llamaré para decirle que me voy a casar y que me sien-
to desolado, triste, con ganas de patear algo, a alguien, porque en rea-
lidad yo quería estar con él y terminé empantanado en este amor hete-
rosexual que me está costando media vida. Lo más penoso es que yo
no sabía que estaba enamorado de Sebastián cuando nos acostábamos
furtivamente; yo sabía que me gustaba, que me reía con él, que era un
amante estupendo, pero no que tal vez era el amor de mi vida. Lo era,
pero fui un tonto y no me di cuenta. Nadie me gusta, me excita y me
enternece más que él. Siempre que me toco, pienso en un hombre, y
siempre que evoco a un hombre, termino pensando en él. Puedo dis-
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traerme con otros rostros, otros cuerpos, pero en el momento crucial de
acabar, en aquel instante en que me convierto en el gay que llevo
adentro y termino jadeando como un animal insaciable, pienso en Se-
bastián, sólo en él, y es su pecho el que lamo, sus tetillas las que beso
y sus brazos los que muerdo.
¿Qué tal?, me dice Sofía, trayéndome de vuelta a la realidad. Está de
pie frente a mí, con el vestido que usará mañana, y parece una prince-
sa atacada de melancolía porque se ha enamorado de un bisexual
torturado como yo. No merezco a esta mujer. Es, con mucha diferencia,
la más linda y buena que he conocido. Ninguna le podría ganar en
nobleza, ternura y generosidad. Cuando la veo desnuda en la cama,
bajo mis brazos, me quedo maravillado. Estás preciosa, ese vestido te
queda regio, digo. ¿En serio? –pregunta, halagada–. ¿No me veo
demasiado señorona? Yo me pongo de pie y la beso en la mejilla: No,
te ves lindísima, demasiado linda, no deberías casarte con un perdedor
como yo, deberías casarte con un tipo exitoso, con plata, que te lleve a
vivir a una casa preciosa. Ella me abraza y me dice: Yo no quiero eso.
Yo te quiero a ti. Nadie podría hacerme más feliz que tú. Yo pienso:
esta mujer es increíble, cómo puede decirme eso, he sido un canalla y,
sin embargo, dice que la hago feliz. Pruébate tu terno, no seas malo, a
ver cómo te queda, me pide, con una voz muy dulce que me obliga a
complacerla. Como quieras, digo. Porque si te queda bien, no importa
que esté viejo, pero si te queda medio mal, mejor te compro uno, ¿ya?,
insiste, amorosa.
Voy a su cuarto, cierro la puerta, abro el ropero y veo mi traje bien
escondido en una esquina, arrinconado por su ropa. Entonces descuelgo
un vestido, me desvisto, quedo desnudo, busco sus calzones, elijo uno
blanco y me lo pongo con dificultad porque he engordado, qué horror,
voy a parecer un vendedor de empanadas mañana en las cortes de
Washington. Bien apretado en su calzón, me embuto como puedo en un
vestido de flores, que me queda bien porque ella lo usa como vestido
de embarazada, y me miro al espejo y suelto una risa desgarrada de
chacal, una risa de hombre roto. Salgo de su cuarto y me presento así,
vestido de mujer, con sus calzones y su vestido de flores. Ella me mira
boquiabierta, pasmada, risueños sin embargo los ojillos vivarachos, y,
para mi sorpresa, en lugar de enfadarse, suelta una risa franca y dice:
Te ves graciosísimo, ¿quieres que yo me ponga tu terno y nos tomamos
una foto? Yo, aliviado porque no me odia en su vestido, pensando que
después de todo podríamos ser una buena pareja, le digo sí, claro,
pruébate mi terno. Entonces ella entra a su cuarto y poco después sale
en mi traje estragado pero aún gallardo, y nos miramos al espejo y nos
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vemos estupendos, yo muy dama, muy altiva, pero con un escozor de
puta agazapada recorriéndome la espalda, y ella muy novio, muy cir-
cunspecto, muy en su papel, y así, mirándonos al espejo, nos damos un
beso y entonces me erizo y le abro la bragueta que es mía y la toco,
pero no encuentro lo que quisiera y terminamos haciendo el amor, las
ropas confundidas, todo confundido, sobre el sofá cama donde me con-
fundo en las noches pensando en Sebastián.
Estoy muy contento y les agradezco a todos por este momento tan
feliz para mí. Nunca pensé que me casaría. Por momentos, me parece
irreal todo esto. Pero es un privilegio estar casado con una mujer tan
inteligente, tan buena y tan linda como Sofía. Gracias, Sofía, por que-
rerme a pesar de todo. Sé que no lo merezco, que tú mereces algo mu-
cho mejor, y no me atrevo a hacerte promesas, porque no soy bueno
239
para cumplirlas. Pero gracias por casarte conmigo. Lo tomo como un
honor, como una distinción. y sobre todo te agradezco por querer ser la
madre de nuestro hijo, a pesar de lo complicado que se ve el futuro.
Eres una gran mujer y vas a ser una gran mamá, y siempre te voy a
querer por eso y porque me has regalado este anillo tan bonito que no
pienso devolverte. Muchas gracias.
Todos aplauden y se ríen, Sofía, Isabel y la tía Hillary con especial ca-
riño, Bárbara y Francisco con el desgano previsible, y Peter de esa ma-
nera fría y distante con la que suele expresar sus sentimientos. Cuando
se hace un silencio, Isabel me advierte: No sales de esta casa si no me
devuelves el anillo, hijito. Todos reímos. Pido permiso para ir al baño,
pero Peter me contiene: Que hable Sofía. En seguida ella enrojece por-
que no le gusta hablar ante un grupo de personas aunque sean de su
propia familia. Resignada, encuentra valor en un trago más de vino y
dice simplemente: Éste es el día más feliz de mi vida. Gracias. Luego se
sienta, la aplaudimos, me pongo de pie, paso a su lado, la beso y voy al
baño.
Exhausto, me encierro en el baño de Isabel, me miro al espejo y veo
la tristeza escondida en mis ojos. Debería emborracharme. Doy una
meada rápida y al salir me encuentro con Isabel. ¿Estás cómodo, lo es-
tás pasando bien?, me pregunta, acercándose, tomándome del brazo.
Huele tan rico, es tan linda, los suyos son unos labios tan turbadores,
que hago un esfuerzo para guardar la compostura y no irme sobre ella.
Estoy feliz porque estás tú, le digo. Ella ha tomado unas copas y sonríe.
Qué bueno, quiero que la pases bien esta noche ¿ya?, me dice. Imposi-
ble, le digo, coqueto. ¿Porqué?, pregunta, siguiéndome el juego, casi
rozándome en la puerta del baño. Porque tendría que pasarla contigo,
digo, muy serio. Picarón, picarón, cuñadito picarón, me dice, haciéndo-
me cosquillas en la barriga. En serio, Isabel –le digo–. Todo esto es un
error. Sofía debería haberse casado con Fabrizio y yo contigo. Isabel
suelta una carcajada demasiado ruidosa y luego se cubre la boca con
una mano, como arrepintiéndose, no vaya a oír Sofía lo bien que la es-
tamos pasando a escondidas. No digas huevadas, estás borracho, dice.
No, no he tomado nada, digo. Bueno, voy a hacer pila, me dice, empu-
jándome levemente. ¿Puedo entrar contigo?, le digo. Ella me mira, co-
mo dudando, y dice: No seas loco, si llega Sofía y nos encuentra ence-
rrados en el baño, la cagada.
Amo a Isabel. Mejor me voy, me acobardo. Mejor, dice ella. Me acer-
co, le doy un beso en la mejilla y le digo: Te adoro, Isabel. Si pudiera,
me casaría contigo. Ella se deja besar encantada y dice: Too late. Lue-
240
go añade: Bueno, ándate, que me hago la pila. Me armo de valor y la
beso en la boca, un beso corto pero intenso. Ella me mira divertida y no
dice nada. Me voy de regreso a la mesa. ¿Todo bien?, me pregunta So-
fía. Todo bien, digo, y acaricio su pelo al pasar.
Me despierta el timbre del fax. Miro el reloj, son casi las diez. Oigo el
ronroneo del papel imprimiendo alguna noticia en el fax, me quito los
tapones de los oídos y el antifaz con que me protejo del chorro de luz
que cae como una catarata desde la claraboya sobre mi sofá y me
arrastro hasta el fax, al lado de mi escritorio. Sofía sigue durmiendo,
así que me muevo con cuidado para no hacer ruidos que pudieran des-
pertarla. Fax de mierda, olvidé desconectarlo antes de dormir, pienso,
malhumorado. Leo el logotipo del periódico: es Expreso, el segundo
más leído del Perú, después de El Comercio, el más serio y tradicional.
Cuando era joven trabajé en Expreso como reportero y columnista. Su
director, Manuel D’Ornellas, un gran periodista y un amigo muy queri-
do, fue como un maestro para mí. Cuando le dije que quería irme a vi-
vir al extranjero y ser un escritor, no dudó en animarme y decirme que
me tenía mucha fe como escritor. Manuel fue uno de los mejores ami-
242
gos de mi madre cuando ambos corrían olas en colchoneta en La Herra-
dura, la playa que por entonces reunía a la gente más bonita de la ciu-
dad (no era una playa muy grande, y no hacía falta que lo fuera, por-
que naturalmente había muy poca gente bonita). Reconozco en la pe-
queña pantalla del fax el número de teléfono desde el cual me envían
este recorte de la primera plana del diario Expreso de Lima: es, claro, el
de la oficina de mi padre, ¿quién más podía mandarme un fax a esta
hora de la mañana?
Arranco la hoja que reproduce la portada del periódico y leo uno de
los titulares: «Gabriel Barrios se casó en Washington.» Veo una foto
mía, vieja y muy fea, en la que salgo haciendo una mueca grotesca en
la televisión y con el mismo traje que usé ayer en la boda, y un titular
más pequeño que dice: «Estrella de televisión contrajo matrimonio con
la peruana Sofía Edwards.» Me quedo perplejo. No puede ser verdad:
¿cómo diablos se ha enterado la gente de Expreso que me he casado
ayer, si no se lo he contado a nadie en Lima? Una llamarada me abrasa
el pecho, me sofoca la garganta y me recorre la espalda. Me siento
humillado, herido, avergonzado. Yo no quería hacer alarde de mi boda
porque siento que es un casamiento de emergencia, desesperado, pero
ahora todos en mi país sabrán que me he casado y creerán que soy el
hombre que no soy ni puedo ser, salvo Sebastián, que pensarán que
soy un farsante, un embustero y que me he casado con Sofía para aca-
llar el creciente rumor de que soy gay.
Mierda, digo, indignado, mientras veo aparecer una segunda hoja del
diario Expreso, esta vez una página interior, en la que aparece la noti-
cia de mi boda con Sofía. Incrédulo, leo el titular de la página seis, con-
fundido entre las noticias de actualidad: «Gabriel Barrios perdió su co-
diciada soltería en Washington, se casó con la estudiante peruana Sofía
Edwards.» Con esfuerzo, porque las letras son pequeñas y la copia del
fax algo defectuosa, alcanzo a leer:
Han pasado sólo tres días. Estoy de regreso en las oficinas de Inmi-
gración, ya no de madrugada, sino a media mañana, citado a las once
en punto junto con mi esposa Sofía para probar, ante quien correspon-
da, seguramente un oficial odioso y con mal aliento, que el trámite que
he iniciado no está basado en una mentira y que mi matrimonio es ver-
dadero, una desconfianza o recelo comprensible, puesto que muchos in-
migrantes se casan con ciudadanas norteamericanas con el único pro-
pósito de obtener el permiso de residencia, y yo, en honor a la verdad,
soy en parte –pero sólo en parte– uno de ellos, porque me he casado
con Sofía por estar embarazada y para no alejarme de nuestro bebé, y
por eso me será muy útil el permiso de residencia, pero en ningún caso
me hubiera casado sólo para conseguir el famoso green card, es decir,
que la verdadera razón de aquella boda es el amor a mi bebé –y por
extensión a su madre–, y no necesariamente a este país. En ningún ca-
so me hubiese casado con Sofía si no estuviera embarazada y creo que
ella lo sabe bien. Por eso acudimos a la cita con la conciencia tranquila,
sin sentir que estamos actuando de un modo tramposo o fraudulento.
Bajo ninguna circunstancia me hubiese casado con ella ni con nadie sólo
para burlar la ley y obtener el permiso que he solicitado hace tres días
y que ahora espero que me concedan sin más demora, dado que, mien-
tras no me lo otorguen, no podemos viajar fuera del país. Sofía está
tranquila, de buen humor.
En el camino, mientras yo conducía el auto de su hermana, la he vis-
to cantar suavemente un bolero de Luis Miguel, señal de que está con-
tenta, porque es muy raro que se atreva a canturrear cuando vamos
juntos en el auto, sólo lo hace si está segura de que no estoy crispado o
furioso, de que esa demostración de alegría no va a molestarme. En
efecto, no estoy crispado, si acaso sólo con Luis Miguel, que me parece
insoportablemente vanidoso, pero el auto de Isabel no tiene otro casete
y no nos queda sino repetir una vez más esos boleros cursis y quejum-
brosos. El sol es tan intenso que me enceguece y por eso no me saco
los anteojos oscuros. Ahora estamos sentados en una antesala, con un
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papel y un número impreso, a la espera de que en la pantalla electróni-
ca aparezca nuestro número y nos llamen a la entrevista. No hemos te-
nido que hacer una cola tan larga y cruel como la que padecí la otra
mañana bajo la lluvia.
De momento, todo va bien. Sofía no tiene dudas de que aprobaremos
el examen y me expedirán el permiso. Yo tengo mis reservas, y por eso
he traído no sólo el certificado de matrimonio, sino también una hoja
médica dando fe de que ella está embarazada, el contrato de alquiler
del departamento de Don Futerman, unas pocas fotos que Sofía y yo
nos tomamos en la playa de Miami antes del huracán y, aunque me
avergüence, las dos hojas del fax que reproducen la noticia que el dia-
rio Expreso de Lima publicó sobre nuestra boda. Con todos esos papeles
y retratos, creo tener suficientes pruebas para demostrar, más allá de
cualquier duda o sospecha razonable, que nuestro matrimonio es ver-
dadero y no una pura operación mercenaria para conseguir los papeles
que estoy solicitando. Será que la conciencia me traiciona –me he ca-
sado a regañadientes, odiando a ratos a la novia, echando de menos al
novio que abandoné–, pero me siento nervioso, inseguro, y no hago si-
no repasar con Sofía las posibles preguntas domésticas a que nos po-
drían someter con la intención de pillarnos en falta. Tranquilo, es una
estupidez, todo va a salir bien, me calma ella, que está linda, huele rico
y lleva unos zapatos preciosos, Manolo Blahnik, porque Sofía tiene una
debilidad por los zapatos de marca, no como yo, que calzo el mismo par
de zapatos arrugados todos los días.
De pronto, antes de lo que me esperaba, la pantalla electrónica salta
varios números sin que nadie los reclame y llega al nuestro. Entonces
nos ponemos de pie y nos acercamos a una mujer uniformada, que,
tras hojear mis papeles, confirma nuestra cita y nos conduce a la ofici-
na de otra mujer, más obesa y negra si cabe, quien nos recibe con poca
cordialidad y nos invita a sentarnos frente a su escritorio. Es una oficina
diminuta, atestada de papeles, en cuyas paredes cuelgan el retrato del
presidente Clinton, un decálogo para ser feliz –uno de cuyos puntos di-
ce: «Toma un vaso de leche con una galleta todas las tardes», y yo me
pregunto si habrá tontos que crean que eso da felicidad, porque a mí la
leche me produce desarreglos estomacales– y fotos de unas niñas ne-
gras, cachetonas, con el pelo amarrado en colitas, que podrían ser sus
hijas, aunque nunca se sabe.
La mujer, que lleva en el pecho un cintillo con su nombre impreso,
Ofelia, nos pregunta cuándo nos casamos, a qué nos dedicamos, hace
cuánto vivimos en Estados Unidos y por qué queremos que me den el
permiso de residencia. Sofía contesta casi siempre y yo apenas inter-
250
vengo con timidez porque mi inglés es bastante impresentable compa-
rado con el de ella, con el de Sofía, digo, porque el inglés de Ofelia pa-
rece creoley no entiendo gran cosa, parece que la señora tuviese atra-
cado un donut en la garganta porque pronuncia todo de una manera
que resulta indescifrable. Entonces Ofelia me pide que me retire un
momento porque quiere hacerle unas preguntas a Sofía, a quien yo,
poniéndome de pie, miro con una cierta agonía y todo el amor del que
soy capaz, como diciéndole no la cagues, por favor, contesta todo boni-
to, que no quiero tener que volver a Lima a pedir que me renueven la
visa de turista en el consulado, que la última vez que hice el trámite tu-
ve que hacer una cola peor que las de acá. Sofía me mira como dicién-
dome tranquilo, no soy tan tonta, a esta negra me la almuerzo con ket-
chup y mostaza, así que salgo, cierro la puerta según me ordena Ofelia
–bota el donut, gorda, pienso– y me siento a hojear una revista toda
manoseada, arrugada y olorosa, que debe de haber sido leída por miles
de orientales, africanos y latinoamericanos que han pasado por esta
misma sala. Espero que fumiguen las revistas de esta oficina, pienso, y
luego, a riesgo de contraer alguna enfermedad contagiosa, me abando-
no a leer la vida de los ricos y famosos sabiendo que nunca seré uno de
ellos.
No pasa mucho tiempo, apenas diez minutos, quizá menos, y aparece
Ofelia, tremenda morena con unos pechos que parecen misiles, y deja
libre a Sofía y me pide que la acompañe, no sin que Sofía, al pasar a mi
lado, me mire con una expresión sombría, inquietante, como advir-
tiéndome de que la señora es de cuidado y me va a querer joder. Ahora
estamos solos, Ofelia y yo, y está claro que ella, una importante masa
de lípidos embutida en su uniforme del servicio migratorio, será quien
decida mi suerte y diga si merezco o no ser residente en este país que
tantos donuts le ha dado. Si esta mujer de insaciable apetito va a deci-
dir mi futuro, vamos por mal camino, pienso. ¿Por qué se ha casado
con Sofía?, me pregunta, mirando un papel para no equivocarse con el
nombre de mi esposa. Porque estoy enamorado de ella –respondo, con
determinación, y en seguida añado–: y porque vamos a tener un hijo,
no vaya a ser que Sofía le haya dicho eso, que nos hemos casado sólo
por el embarazo. A mí no me vas a pillar con tus preguntas capciosas,
simia sobrealimentada, pienso, dándome fuerzas para salir airoso de la
emboscada burocrática. ¿Hace cuánto tiempo viven juntos?, pregunta,
mirándome a los ojos como si quisiera bañarme en azúcar en polvo y
tragarme entero con su bocaza de foca. Bueno, hace más o menos un
año, digo. Ella toma anotaciones y hace pequeñas muecas que no sé si
deberían preocuparme. ¿Dónde se conocieron?, ataca de nuevo, y yo no
251
lo dudo, no creo que Sofía se haya equivocado en este punto: En una
discoteca de Lima. En seguida, por las dudas, añado: Aunque el recorte
del periódico peruano que tiene allí enfrente dice que nos conocimos en
una academia de tenis de Lima, lo que no es verdad, ya sabe que los
periódicos a veces publican muchas cosas falsas. Ofelia sonríe y aprue-
ba el comentario, parece que le hizo gracia lo que dije, aunque sospe-
cho que cuando va a comprar al supermercado no vacila en adquirir los
tabloides escandalosos. ¿Qué le regaló a Sofía en su último cumplea-
ños? Ahora, sí me pilló la gorda. No me acuerdo bien. Sofía cumplió
años en abril, hace casi un año, y lo pasamos juntos –no sé si juntos, lo
dudo, quizá lo celebramos unas semanas después, cuando llegó de Li-
ma– en el departamento en Miami, el mismo que devastó el huracán.
¿No se acuerda? –pregunta Ofelia, como burlándose–. Porque ya vivían
juntos, ¿verdad?, me pone a prueba. Sí, ya vivíamos juntos en Miami –
digo–. No recuerdo con exactitud, pero creo que le regalé un disco y un
libro y un par de zapatos, digo, por si Sofía sólo mencionó una de esas
tres cosas. Ella hace un gesto de aprobación, lo que me da a entender,
aunque tampoco estoy seguro, de que acerté. No creo que Sofía haya
dicho que también le compré unos calzones en Victorias Secret, supon-
go que dijo zapatos o un libro para darse aires de intelectual. ¿De qué
color son las sábanas de la cama?, pregunta Ofelia, haciéndose la dis-
traída, y yo pienso gorda mamona, no te propases, no te metas en mi
cama, porque yo no duermo con Sofía y no creo que la ley nos obligue
a dormir juntos para probar que somos un matrimonio real, bien aveni-
do, y no uno ficticio y amañado. Grandísimo imbécil que soy, casi he
preguntado: ¿De mi cama? ¿O de la cama de Sofía? pero, a tiempo, he
caído en cuenta de que eso hubiera sido un error catastrófico, porque
debemos parecer la pareja más feliz del mundo, una que duerme junta,
cocina cantando, hace el amor tres veces al día y va al baño tomada de
la mano.
Supongo que debo contestar por el color de las sábanas de Sofía,
pienso. Acá me puedo equivocar. Porque me estoy demorando un par
de segundos más de los que debería y ella ya me mira con cierta suspi-
cacia y por eso, para distraerla, digo: La verdad, no soy muy atento a
esos detalles, rara vez ordeno la cama yo, pero ella sonríe por com-
promiso y abre mucho los ojos a la espera de mi respuesta. Celestes –
digo, porque creo que las de Sofía son de ese color–, aunque a veces
las cambiamos por blancas o marrones, añado, balbuceando, porque las
mías, creo, no estoy seguro, son de esos colores, pero es Sofía quien
las lava y extiende en la cama. Bueno, ¿son celestes, blancas o marro-
nes?, insiste Ofelia, burlona, con una saña que no encuentro justificada,
252
salvo que le moleste que yo no sea tan gordo como ella. Sonrío man-
samente, ocultando el encono que tan voluminosa señora despierta en
mí, y digo: Celestes, ahora mismo, celestes, porque estoy casi seguro
de que así son las sábanas en las que ha dormido Sofía anoche, espero
que ella no haya contestado pensando en mi sofá. Pero Ofelia ha pre-
guntado por nuestra cama, y Sofía no podría pensar que el sofá es
nuestra cama, sino la mía. Celestes, repite ella, desconfiada, como
haciendo notar mi error. Celestes, sí –digo–. Celestes o blancas, ya no
estoy seguro, añado como disculpándome. Ofelia me mira con su jeta
protuberante y sus ojos caídos y dispara una vez más, sin piedad: ¿De
qué color es el horno? Ahora sí que me jodí, pienso. ¿El horno de mi-
croondas?, pregunto, nervioso. El horno, responde, secamente. Bueno,
a ver –digo, ganando tiempo–. La verdad, yo no soy de cocinar, no en-
tro mucho a la cocina, yo soy un escritor, estoy escribiendo una novela,
así que no me fijo mucho en esos detalles, explico, pero ella me mira
sin ninguna simpatía y dice: Bueno, si es escritor, debería ser observa-
dor, prestar atención a los detalles. Yo digo entonces: El horno, el hor-
no, creo que el horno de microondas tiene la puerta blanca, y creo que
el horno grande de la cocina tiene la puerta negra, pero también podría
ser marrón, marrón oscura, en todo caso, es de color oscuro, digo, y
siento que no debería estar equivocado. ¿Me está diciendo que el horno
es blanco, negro o marrón?, me pregunta Ofelia, ya abiertamente odio-
sa, dándoselas de lista. Gorda malparida, te estoy diciendo que el mi-
croondas es blanco y el otro oscuro, ¿no te basta con eso?, pienso, y
sigo odiándola: ¿de qué color eres tú? ¿Negro, moreno, aceitunado,
prieto, marrón oscuro? Escondo mi rabia y digo tranquilo: Bueno, creo
que no me dejé entender bien. El horno grande es negro, estoy casi se-
guro, y el chiquito de microondas es blanco. Blanco o crema, añado,
dudando, porque quizá Sofía, tan minuciosa para la decoración, dijo
crema y nos jodimos y no me dan la residencia porque ella dijo crema y
yo blanco. Bueno, eso es todo –dice la mujer, y yo me levanto y espero
a que diga algo–. Ya se puede ir, mucha suerte en su matrimonio, me
dice. Pero yo no me voy. ¿Y cuál es el siguiente paso?, pregunto. El si-
guiente paso es que le diremos por correo si califica o no para ser resi-
dente temporario, me informa. ¿Por correo?, pregunto. Así es, recibirá
nuestra respuesta por correo, afirma. ¿Sabe más o menos cuándo?, in-
sisto, sabiendo que va a odiarme más. Pronto –dice ella–. Muy pronto.
¿Como en una semana o un mes?, pregunto. Como en una semana, se
resigna a confesar. Muchas gracias, encantado, digo, y salgo de su ofi-
cina.
Sofía me toma del brazo, me mira con curiosidad y, mientras nos ale-
253
jamos buscando el ascensor, me pregunta: ¿Qué dijiste, qué dijiste? y
yo: ¿Te preguntó por las sábanas y el horno? y ella: Sí, claro, ¿qué di-
jiste? Creo que la cagué, digo, sombrío. ¿Por qué?, ¿no sabías?, se im-
pacienta ella, sonriendo de todos modos porque la escena le parece di-
vertida. Dije que las sábanas son celestes y que el horno es negro. So-
fía suelta una carcajada en la puerta del ascensor. ¡Yo dije que las sá-
banas son blancas!, dice, riendo. ¡Pero las tuyas son celestes!, digo. Sí,
pero yo pensé que tú ibas a responder por tus sábanas, que son blan-
cas. La cagamos –digo–. Creo que me van a deportar. De todos modos,
yo dije celestes o blancas, que no recordaba bien. Ella sigue riéndose:
¿Y el horno, dijiste negro? Yo: Sí, claro, es negro, ¿no? ¡No es negro, es
marrón, marrón oscuro!, dice ella. Está todo mal, nos vamos a la mier-
da, me río. ¿Nunca has visto la puerta del horno?, pregunta risueña,
cuando salimos del ascensor y caminamos hacia la puerta del edificio,
entre guardias de seguridad y gentes de todas nacionalidades. No, creo
que nunca –digo, y luego le pregunto–: ¿Dijiste que nos conocimos en
una discoteca, no? Ella me mira muy seria y dice: Ahora sí estamos jo-
didos. ¿Por qué?, me preocupo. Porque dije que fue en una academia
de tenis, responde. ¡Estás loca, ya pareces mi mamá, nunca hemos ido
a una academia de tenis! –me exalto, y añado–: Nos conocimos en el
Nirvana, nos presentó Sebastián, nos acostamos esa noche, ¿no te
acuerdas? Ella me mira coqueta y dice: Bueno, sí, pero no podía con-
tradecir al periódico que le has dejado. –Advierto por su sonrisa picara
que me está tomando el pelo y respiro aliviado–. Mentira, tonto –me
calma–. Dije que te conocí en una discoteca y que esa misma noche me
acosté contigo y que las sábanas eran blancas y olían como si no las
hubieses lavado en un año. Nos reímos.
Caminamos buscando el auto de Isabel. ¿Y ahora qué?, pregunta ella.
A esperar el correo, respondo. ¿Y si no te la dan?, pregunta, juguetona.
Nos vamos a París y nos quedamos allá –digo–. Porque a Lima no vuel-
vo ni a palos. Entramos al auto. Hace frío. Enciendo la calefacción. A
ver, ¿de qué color es mi cepillo de dientes?, pregunta ella. Me río. No sé
qué contestar, pero sí que la amo a pesar de todo.
Sofía anda ya con una barriga notoria y siente los malestares propios
del embarazo, pero a pesar de eso parece entusiasmada cuando vamos
en taxi al aeropuerto Dulles, en las afueras de la ciudad, allí donde le
rogué que no se fuera a vivir con Laurent y ella no pudo viajar porque
el avión sufrió un desperfecto mecánico. Estoy contento porque, en
medio de tantas tribulaciones, he terminado el primer borrador de mi
novela, que ahora llevo impreso conmigo, con la intención de corregirlo
durante la luna de miel, que no sé por qué la llaman así, pero es un
nombre espantosamente cursi para designar al período de sexo, ocio y
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turismo que suele seguir al acto de casarse.
La primera clase de British Airways es de un lujo mayor del que ima-
giné. Nunca he viajado tan cómodo y bien atendido, nunca amé tanto a
Sofía, nunca me sentí tan cómodo de pertenecer a la familia de Peter,
el magnate que nos ha concedido estos privilegios. Entre las películas
en pantalla privada, las comidas exquisitas y las sonrisas de las azafa-
tas, el vuelo a Londres se nos hace más bien corto, tanto que cuando
llegamos no me quiero bajar del avión, quiero que me sigan cuidando
tan minuciosamente.
En Londres me siento un bárbaro, un ignorante. Comprendo que he
nacido en las cloacas del mundo, en los arenales más paupérrimos, y
que siempre seré un salvaje por mucho que intente refinar mi acento
inglés. El hotel es tan caro que no me provoca salir de la habitación.
Sofía me ruega que la acompañe a los museos, pero yo sólo quiero
dormir y caminar por los alrededores del hotel. Procuro concentrarme
en unas pocas cosas: dormir ocho horas consecutivas, no importa si du-
rante el día; ponerme a buen recaudo del humo de los fumadores, que
están por todas partes, y caminar por los parques más bonitos, a ver si
trabo amistad con algún chico guapo. Esto último es más difícil, porque
Sofía suele acompañarme, así que me dedico a dormir y a ver la televi-
sión, una manera sosegada de conocer la ciudad.
Unos días después, llegamos a París. Sofía luce radiante, eufórica. Ha
vivido un par de años acá, cuando era novia de Laurent. Habla el idio-
ma perfectamente y se mueve por la ciudad como si todavía viviera
aquí. Yo no hablo francés, ni siquiera las palabras que ella me enseñó
en una autopista a Washington, así que ella oficia de traductora y lo
hace muy a gusto. En la portería del edificio, una mujer nos entrega las
llaves del departamento de Isabel, que está en el último piso. Subimos
por la escalera, yo cargando las dos maletas porque mi esposa está
embarazada y no puede llevar la suya, ya bastante tiene con cargar al
bebé, que debe de pesar casi como una maleta.
La buhardilla, siendo pequeña y austera, es muy acogedora. Nos da-
mos un baño de tina en una bañera muy antigua como aquellas que se
ven en las películas, nos echamos en la cama y hacemos el amor. Es-
tamos en París de luna de miel, en una buhardilla coqueta, amándonos
en la cama de Isabel. Debería estar todo bien, pero yo le pregunto a
Sofía, mientras hacemos el amor, si piensa ver a Laurent, y ella se eno-
ja, interrumpe el lance amoroso y se aleja de mí. Deberías verlo –le di-
go–, no sé por qué te molestas. No quiero que me hables de Laurent –
me dice, muy seria–. No voy a verlo y no quiero que me digas que debo
verlo. Me sorprende la dureza de su actitud. Lo más normal sería que lo
257
vieras –digo–. No te digo que quiero que te acuestes con él, obviamen-
te prefiero que no te acuestes con él, pero me parece raro que, estando
acá, y habiendo sido tu novio tanto tiempo, no quieras verlo. Sofía me
grita al tiempo que se viste: ¡Basta! ¡Ya te dije que no voy a verlo! ¡No
sigas! Luego se va dando un portazo.
No sé por qué le molesta tanto que le hable de Laurent. Me gustaría
conocerlo. He visto sus fotos y me parece guapo. Ahora estoy desnudo
y huelo estas sábanas buscando el olor de Isabel, pero no lo encuentro
porque en realidad no sé cómo huele en la cama. Me toco pensando en
ella y en Laurent, mientras mi esposa, de luna de miel, camina enojada
por las calles de esta ciudad.
Quiero conocer a Laurent. Estoy cansado de París, o tal vez sería más
exacto decir que estoy cansado en París. Sofía, incansable, me lleva en
metro a todas partes, a pesar de que detesto bajar al metro porque
mucha gente apesta y comienza a hacer calor, lo que agrava las cosas.
Ya fuimos a los lugares turísticos más obvios y nos hicimos fotos o, en
realidad, Sofía me las hizo a mí, no sé por qué está empeñada en
hacerme tantas fotos. Sí, París es una ciudad hermosa, pero sus habi-
tantes por lo general son rudos, poco amables y me tratan como si fue-
ra un apestado sólo porque no hablo el idioma y pretendo comunicarme
en inglés, lo que genera una resistencia inmediata. A pesar del embara-
zo, Sofía quiere verlo todo, los museos, las plazas, los cafés famosos,
las obras de teatro, y ya no me quedan fuerzas para arrastrarme de un
lado a otro, sólo quiero quedarme en la cama. Lo que más me interesa
de París son sus hombres guapos, que por suerte abundan y miran oca-
sionalmente con intensidad, recordándome la vida que el destino parece
negarme. Si no estuviera con Sofía, me acercaría a hablarles, les pedi-
ría el teléfono, trataría de llevarlos a mi cama. Ella no es tonta y advier-
te cómo miro a esos chicos lindos, el silencio incómodo que se instala
cuando, sin tratar de disimularlo, sigo con ojos inquietos el andar ca-
dencioso de algún joven. No creo que a Sofía le molestara que yo fuese
un gay desbocado, si sólo fuésemos amigos; lo que le molesta es que
va a tener un hijo conmigo y sigo sin dar señales de que pueda o quiera
cambiar mi pasión por los muchachos. Ella, de puro bondadosa, me
propone un día ir a Queen, la discoteca gay más grande y de moda, en
los Campos Elíseos, que ella conoce porque fue con Laurent cuando
eran novios. Me sorprende que me lo diga con tanta naturalidad, mien-
tras comemos un baguette con queso brie en la buhardilla de Isabel.
Acepto encantado.
Esa noche vamos a Queen, que más que una discoteca parece un co-
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liseo, pues es muy grande y está atestada de gente joven embriagán-
dose, fumando y bailando, cuando no besándose o tocándose con des-
caro, en medio de las sombras y las luces giratorias que me dan dolor
de cabeza. No la pasamos bien porque el humo nos molesta, más a mí
que a ella, naturalmente, pues Sofía fuma o solía hacerlo. No puedo se-
ducir a un chico dado que estoy con ella y me siento vigilado. Por eso
vamos arriba, a un entrepiso para los curiosos, a mirar a la muchedum-
bre compacta que se mueve allá abajo en la pista de baile como un
hormiguero lujurioso, donde me gustaría perderme, abandonarme,
rozarme con otros cuerpos, pero no puedo porque Sofía me dice que se
siente mal, que tiene náuseas, así que salimos de prisa de este templo
hedonista y volvemos en taxi a casa, molestos y en silencio, ella porque
cree que no debería haberme llevado a Queen y así me lo ha dicho al
salir, y yo porque pienso que no debería haberme acompañado, pues he
sufrido viendo tantos hombres bellos y sintiéndome prisionero de Sofía.
Es entonces cuando comprendo que quiero ver a Laurent. Se lo digo
llegando a casa y ella se enoja. Sólo quiero conocerlo, sería bueno invi-
tarlo a cenar y salir los tres una noche, insisto, pero Sofía se va a la
cama y no me dice nada. Está claro que, si quiero conocer a Laurent,
que fue su novio antes de que ella me conociera, deberé hacerlo solo, y
creo que esto es lo que haré, aunque a ella le moleste.
Cuando Sofía duerme, me levanto sin hacer ruido, busco su agenda y
encuentro los números de Laurent, que apunto en un papel que a con-
tinuación escondo. Al día siguiente le digo a Sofía que no me siento
bien y le doy mi tarjeta de crédito para que vaya a comprar ropa, algo
que la pone de muy buen humor. Confío en que no compre en exceso
porque mis ahorros han diezmado, teniendo en cuenta que hace más de
un año que vivo de ellos y no vivo mal, aunque sí con austeridad. Ape-
nas Sofía se va, llamo al consultorio de Laurent, que es dentista y, se-
gún ella, bastante exitoso. Me contesta una mujer en francés a la que
yo hablo en inglés. Por suerte, ella me comprende. Poco después, Lau-
rent se pone al teléfono. Parece sorprendido, sin saber bien quién soy.
Tengo que explicarle dos veces que soy el esposo de Sofía Edwards y
que estamos de luna de miel en esta ciudad. Alarmado, me pregunta si
Sofía está bien. Yo le digo que sí, que está muy bien, pero que ella no
quiere verlo por el momento –uso esas palabras, por el momento, para
ser amable–, y que yo sí quisiera verlo a solas, sin que ella se entere,
para decirle unas pocas cosas que considero importantes, sobre todo si
todavía se preocupa por ella, lo que parece obvio, a juzgar por sus fre-
cuentes cartas y llamadas telefónicas. Con una voz distante y poco
amable, que no sé si atribuir al carácter natural de los habitantes de es-
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ta ciudad o a cierta animadversión que tal vez siente por mí, acepta re-
unirse conmigo al salir del trabajo, en el café de la Paix, al lado de la
Ópera Garnier, cuyo nombre tiene que repetir tres veces para que yo
pueda anotarlo correctamente. Luego, en una señal de cortesía, me de-
ja su número de celular y dice que no dude en llamarlo si tengo algún
inconveniente. Antes de cortar, me pregunta nuevamente si Sofía está
bien y le digo que sí, que no se preocupe, que ya le contaré esta tarde
en el café. No le pido una cita porque ya sería demasiado, aunque bue-
na falta me hace pasar por el dentista y blanquearme los dientes, como
me sugirió Bárbara nada más conocerme.
Cuelgo el teléfono y me alegro de haberlo llamado. Fue un acto de
audacia pero valió la pena. Si Sofía se llega a enterar de que he hecho
una cita con su ex novio francés, no me lo perdonará, y por eso haré mi
mejor esfuerzo para que no lo sepa, claro que ahora dependo de que él
sea discreto y leal, lo que es bastante improbable, porque seguramente
me detesta, dado que ella lo dejó para estar conmigo. Trataré de caerle
bien a Laurent, que por fotos parece guapo y presumido, como casi to-
dos los franceses que veo por la calle.
Paso la mañana tratando de dormir un poco más, lo que resulta difícil
por los ruidos de la calle, y Sofía regresa con bolsas de ropa y se prue-
ba los vestidos, los zapatos y la cartera que ha comprado, y luego me
llena de besos y caricias, y yo siento que me ama mucho más cuando le
presto mi tarjeta de crédito y mucho menos cuando me acompaña a
una discoteca gay. A la tarde, me invento que tengo que visitar a una
editorial francesa, Gallimard, a ver si tienen interés en publicarme, y
ella se pone suspicaz y sugiere acompañarme, pero yo le digo que pre-
fiero ir solo y que no le conviene agitarse por el embarazo. Ella asiente
de mala gana, tal vez pensando que anoche, en el baño de Queen, hice
una cita secreta con algún chico, y dice a regañadientes que aprovecha-
rá para darse un baño de tina y descansar, y yo pienso que ojalá no lla-
me a Laurent cuando yo vaya a verlo al café de la Paix, en la plaza de
la Ópera.
Me visto con la mejor ropa que tengo en la maleta, un saco azul, un
pantalón marrón claro y unos zapatos cómodos de suela engomada, no
demasiado abrigado porque el invierno ya pasó y comienza a sentirse el
primer calor del verano, y me despido de ella con cariño, para que no
sospeche nada, prometiéndole que estaré de vuelta en un par de horas
para salir a cenar. Insisto en rogarle que duerma una siesta, pero ella
nunca lo hace porque dice que le malogra el humor y que la deja in-
somne, y antes de irme me dice que me quiere, que me cuide, que ella
y el bebito –por suerte, no dijo la criaturita– estarán esperándome. Ba-
260
jo la escalera sintiéndome un traidor de poca monta –no es por lujuria o
por calentura que deseo conocer a Laurent, es tan sólo por curiosidad–
y tomo un taxi y le pido al conductor en mi mal inglés que me lleve al
café donde en unos minutos debo encontrarme con el hombre que, sos-
pecho, mejor ha amado a Sofía en la cama.
Llego al café de la Paix, me paseo entre las pequeñas mesas circula-
res y la espesa nube de humo que se ha instalado sobre ellas, y com-
pruebo que Laurent aún no ha llegado, así que me siento a una mesa
en la calle para no intoxicarme con el humo del tabaco y pido un jugo
de naranja, pero el camarero se ríe en mi cara, porque no sirven esas
bebidas saludables, y me sugiere una coca-cola o un café y yo, para no
discutir, pido las dos cosas, que en realidad no tomo ni debería tomar,
pues me ponen muy nervioso y ya bastante nervioso estoy esperando a
Laurent.
Diez minutos más tarde, cuando ya he tomado la coca-cola y el café,
lo veo llegar agitado. Lo reconozco en seguida porque no ha envejecido
ni engordado desde las últimas fotos que le mandó a Sofía y yo alcancé
a fisgonear. Tampoco ha cambiado su corte de pelo, que es más bien
largo y tirado hacia atrás, aunque un mechón rubio cae sobre su frente,
lo que le queda muy bien, claro que no se lo diré. Me pongo de pie, le
doy la mano y me saluda fríamente aunque con un esbozo de sonrisa.
Parece un hombre tímido, lo que me sorprende, y también más guapo
de lo que las fotos revelaban, lo que me sorprende más, porque nunca
entenderé por qué Sofía lo dejó por mí. Es alto, arrogante, de brazos
largos y manos bonitas, con cara de águila, ligeramente narigón y pe-
queña la boca, y sus ojos son los de un hombre duro, desconfiado, qui-
zá tacaño, alguien que puede ser muy mezquino o muy generoso, pero
diría que más a menudo mezquino.
Es un hombre atractivo a no dudarlo, aunque él no parece sentirse
así, y está vestido de un modo descuidado. A primera vista no parece
afeminado como pueden ser los hombres en París sin que por eso sean
gays. Le hablo en inglés y me dice que no tiene dificultades en hablar-
me en ese idioma y le agradezco por haber venido. Me pregunta por
Sofía, le digo que está muy bien, muy ilusionada con su embarazo. Me
pregunta cuándo nacerá el bebé y digo que en pocos meses. Me pre-
gunta, no con amabilidad, sino con rigurosa corrección, si ya sabemos
el sexo del bebé y le digo que no, que preferimos saberlo cuando nazca.
No me lo pregunta, pero le digo que Sofía prefiere que sea mujer y yo
ciertamente también. Me pregunta por qué Sofía no quiere verlo y yo
me tomo un momento para responder. Llamo al mozo, le sugiero a Lau-
rent que pida algo y él pide una cerveza y un bocadillo y yo una coca-
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cola más. Cuando se va el camarero, le digo que estoy seguro de que
Sofía todavía lo quiere pero que evita llamarlo o verlo tal vez porque
piensa que, al estar casada conmigo y llevar en el vientre un bebé del
que soy padre, sería desleal, inconveniente o peligroso reunirse con él.
Ella es una mujer muy tradicional, muy a la antigua, y no creo que no
quiera verte por falta de interés o de cariño, sino porque debe de pen-
sar que estaría mal y que quizá terminaría metiéndose en un problema,
digo, y él me escucha con una mirada intensa que no sé si esconde
simpatía, encono o nada, lo más probable es que nada.
Me pregunta si Sofía sabe que lo he llamado y nos hemos reunido y le
digo que no, que he preferido no decírselo, y él hace un gesto adusto,
como desaprobando mi actitud, pero yo no me dejo intimidar por sus
modales ásperos y le digo que conozco bien a Sofía y sé que no me
hubiera permitido verlo a solas, pues le pedí varias veces que lo llama-
se para reunimos los tres y ella rechazó indignada la idea, y que por
eso no me quedó más remedio que llamarlo a escondidas, porque tengo
algo importante que decirle. ¿Qué?, pregunta secamente, interrumpién-
dome. Entonces me pongo un poco nervioso y digo sin mirarlo a los
ojos, bebiendo más coca-cola, adelgazando la voz a extremos algo
afectados, pero sin perder, creo, el aplomo y la compostura: Quiero que
sepas algo. Yo no sé si tú todavía amas a Sofía y quieres estar con ella,
pero supongo que sí, porque la sigues llamando y le escribes con fre-
cuencia. Si es así, si te gustaría volver con ella, quiero que sepas que
yo me he casado con ella y soy el padre de su bebé, pero no puedo ser
su pareja.
¿Por qué? –me pregunta, con brusquedad–. ¡Pero te has casado con
ella! –observa, como si hiciera falta–. ¿No la amas? Yo trato de recupe-
rar el aliento: La quiero mucho, siempre la voy a querer, pero no puedo
ser su pareja porque soy bisexual, me gustan los hombres. Laurent ar-
quea levemente las cejas, hace un gesto de sorpresa y no sé si también
de disgusto, creo que sólo de sorpresa, y no me deja continuar, pues
pregunta: ¿Pero ella lo sabe? Yo afirmo: Claro que lo sabe. Siempre lo
supo. Ella ha decidido tener un hijo conmigo y casarse aun sabiendo
que yo soy bisexual y no puedo ser su pareja. Eso es muy admirable,
por supuesto, y me hace quererla mucho más, pero es bueno que sepas
que yo, tarde o temprano, voy a dejarla, y quiero que ella sea feliz, y si
tú la amas de verdad, cosa que yo no puedo, porque aunque quisiera
no puedo –y créeme que he tratado–, entonces yo no tengo ningún in-
conveniente en que, cuando nazca el bebé, que será pronto, tú trates
de volver con ella, si quieres, por supuesto. No quiero meterme en tu
vida ni en tus planes amorosos, Laurent, sólo quiero ser honesto y de-
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cirte que cuando nazca el bebé yo dejaré de vivir con Sofía y que tal
vez sería bueno que tú entonces la busques, porque ella todo este
tiempo ha pensando en venirse a París a vivir contigo, lo que me hace
pensar que todavía te quiere.
Laurent se queda en silencio, bebe su cerveza con aire ausente, no
me mira o lo hace con frialdad, y pasa una mano nerviosa por su cabe-
llera rubia. Gracias por decirme todo esto –me dice, de un modo distan-
te y desconfiado–. Me sorprende. No lo sabía. Pensé que estaban ena-
morados, aunque sabía que tenían problemas y que peleaban mucho. –
Después de un silencio que no me atrevo a romper, me pregunta–: ¿Tú
crees que todavía me ama? Yo no vacilo en responder: Sí. Creo que sí.
Pero no quiere verte porque está embarazada y acabamos de casarnos
y, recuerda, hemos venido de luna de miel. ¿Crees que debo llamarla?,
me pregunta, y entonces parece un hombre menos arrogante de lo que
lucía al llegar al café. No, no la llames y, por favor, no le digas que nos
hemos visto, porque no me lo perdonaría –insisto–. Pero no dejes de
llamarla a Washington o mandarle cartas, y recuerda que en pocos me-
ses, cuando nazca el bebé, yo me iré, y si tú quieres volver con ella,
entonces sería un buen momento para que vayas a visitarla y veas si la
convences de volver contigo.
Laurent me dice que le parece una buena idea y que no me preocupe,
que no le dirá nada a Sofía. ¿Puedo confiar en ti?, le pregunto, y él me
mira con severidad y dice: Sí, claro, soy un hombre de palabra. Enton-
ces pide la cuenta y, para mi sorpresa, paga sin dejarme cancelar si-
quiera mi parte. Luego se pone de pie y me da la mano con más calidez
que cuando llegó. Antes de irse, me pregunta: Si crees que todavía me
quiere, ¿por qué crees que me dejó? Yo me quedo en silencio, medi-
tando mi respuesta, y digo: No lo sé. Quizá se enamoró de mí, pero
nunca dejó de quererte. Mi explicación no le parece satisfactoria a juz-
gar por el mohín de disgusto que hace. Adiós, me dice. Adiós, buena
suerte, le digo.
Me quedo pensando: creo que te dejó porque eres dentista y a ella
eso le aburría y le daba asco. También porque eres un sexómano y ella
estaba harta de hacer el amor contigo, sobre todo cuando te pedía que
no lo hicieran y tú la forzabas. Laurent se va con aire ausente. Tarde o
temprano, Sofía volverá con él, me digo. Me voy del café con una pena
que no entiendo y tal vez debería atribuir al cansancio, porque ahora
estoy llorando, llorando por Sofía, porque la amo, quizá más que Lau-
rent, y sin embargo sé que no podré vivir con ella mucho tiempo más.
No tiene sentido llorar en París de luna de miel, pero a mí me pasan
siempre estas cosas absurdas, sin sentido.
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Hemos llegado a Madrid con buen tiempo, el sol tibio que trae la pri-
mavera, y viniendo de París ha sido como llegar al paraíso. Nos aloja-
mos en un hotel pequeño, más bien modesto, sin ningún refinamiento,
a dos cuadras de la Castellana, que me ha recomendado un amigo muy
querido, Carlos Alberto Montaner, uno de los tipos más inteligentes y
generosos que conozco. Le digo a Sofía que, cuando termine su maes-
tría y nazca el bebé, deberíamos mudarnos a Madrid, pero ella, que es-
tá muy cansada y ni siquiera tiene fuerzas para salir a caminar, se en-
fada, pierde la paciencia, me dice que soy un tonto y que no tiene sen-
tido mudarnos sin un trabajo, sin los papeles en regla y menos ahora,
cuando acaban de darme la residencia en Estados Unidos, lo que me
obliga a seguir viviendo allá al menos unos años. Yo le digo que un es-
critor debería estar donde mejor pueda escribir, en el lugar que le
resulte más propicio para hacer su trabajo, y que no sería tan difícil en-
contrar un trabajo como periodista en Madrid, incluso Carlos Alberto me
ha ofrecido un empleo en su editorial, que más parece una fundación
benéfica, porque el gran Montaner socorre a todas las almas en pena
que llegan a esta ciudad, dándoles trabajo, aliento, consejo, amistad y
hasta casa.
Sofía se agita, abre la ventana con vistas a un viejo museo y me dice
que no cuente con ella para venirnos a Madrid, que no tiene fuerzas pa-
ra más aventuras, que si me voy de Washington y la dejo sola con el
bebé, se irá a Lima porque allá se siente más querida y protegida por
su familia y sus amigos. Yo la calmo y digo que no vale la pena discutir
por una idea tan incierta, pero me quedo pensando que sería fantástico
que ella viviera con Laurent y nuestro hijo en París, y yo solo –o con un
amante o muchos– en España, ganándome la vida como escritor. Pero
esto último es harto improbable y depende de que alguna editorial quie-
ra publicar mi novela, que es tan excesiva y deshilvanada que ni si-
quiera sé si llamarla así. Aunque parezca un sueño insensato, aspiro a
que se publique aquí, en Madrid o en Barcelona, y no en Lima, donde
muy pocos leen y nadie me tomará en serio como escritor. Por eso me
reúno con un viejo amigo, Álvaro Vargas Llosa, el hijo mayor del escri-
tor, y le pido que lea el manuscrito y me oriente en el mundo editorial
español, que él conoce mejor que yo, o dicho de un modo más exacto,
que él conoce y yo no.
Álvaro, amigo de los buenos, siempre leal y combativo, se toma el
trabajo de leer el manuscrito, que es un mamotreto infumable, y me di-
ce que le ha gustado mucho, tanto que se lo ha pasado a su padre, uno
de los escritores que más admiro, y yo no sé cómo agradecerle ese
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gesto de generosidad que siento no merecer. Mario, el padre de Álvaro,
uno de mis grandes héroes literarios, a quien admiro no sólo como
creador de ficciones, sino como agitador intelectual, como un pensador
que no teme ir a contracorriente y desafiar los tópicos, sobrevive a la
lectura de mi novela y me cita en el hotel Palace para darme sus impre-
siones y sus sugerencias, todo lo cual me abruma bastante y me alegra
más, lo mismo que a Sofía, que de pronto comprende con algún temor
que esa cosa rara que he venido escribiendo hace tiempo –y que ha leí-
do de lejos, como si pudiera hacerle daño– podría ser publicada, lo que
provocaría un seguro revuelo en nuestro país, donde se me tiene como
una joven promesa –de algo, no se sabe bien de qué– y no como el bi-
sexual frustrado que delata inequívocamente la novela.
Esa tarde camino por la Castellana con mi novela bajo el brazo, sete-
cientas páginas impresas y anilladas en el Kinkos de la calle M de Geor-
getown, tan aterrado como orgulloso de que Vargas Llosa me haya leí-
do –pobre, debe de odiarme– y se dé el tiempo de recibirme para de-
cirme qué le pareció ese libelo gay que he perpetrado,
convenientemente agazapado tras la ficción. Mario sale del ascensor
angosto del Palace como el caballero espléndido que es, me da la mano
con la amabilidad que siempre le he conocido y me lleva a los sillones
del amplio vestíbulo, bajo esa cúpula de cristal que es una joya y no
muy cerca del pianista, que tal vez debería tomarse un descanso. Lo
interrumpe brevemente Octavio Paz, que lo saluda con aprecio y parece
un hombre fatigado. Nada más sentarnos, Mario dice con esa pasión
tan suya que ha leído la novela y le ha gustado, pero que hay cosas que
podrían estar mejores y debería corregir, por ejemplo, el punto de vista
del narrador, que a veces salta indebidamente, rompiendo la coherencia
del relato, o la profusión de adjetivos, que habría que podar, o la
extensión de la historia, algo desmesurada, o incluso la manera como
he articulado los distintos capítulos. Yo lo escucho con mucha atención
y tomo nota de sus observaciones, que son todas muy sensatas además
de generosas, porque sospecho que recibe decenas, centenares de
manuscritos de aspirantes a escritores que lo acosan sin cesar y lo
flagelan pidiéndole que los lea, que les dé una opinión, que los ayude a
abrirse paso en el espinoso mundo editorial.
Sin que yo se lo pida, y en una demostración de su gran nobleza, Ma-
rio se ofrece a ayudarme a publicar mi novela en una editorial española
y dice que hablará con Beatriz de Moura, de Tusquets, y con Pere Gim-
ferrer, de Seix Barral, y yo no hago sino agradecerle y decirle que no
olvidaré ese gesto suyo tan generoso. Luego, por si fuera poco, nos in-
vita a cenar a Sofía y a mí, junto con su esposa Patricia y con Álvaro y
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su mujer, Susana, en el casco viejo de la ciudad. Yo siento que todo es-
to es como un sueño hecho realidad y que con suerte publicaré la nove-
la en alguna editorial española gracias al empeño que Mario y Álvaro
han puesto en ayudarme. Sofía, con una barriga que ya se le nota, son-
ríe encantada a mi lado y conversa con Patricia, que es un amor, y me
susurra al oído: Tienes suerte, desgraciado, te has conseguido al mejor
padrino del mundo. Yo pienso que es verdad, que no podría estar en
mejores manos y que la ayuda de Mario y de Álvaro es inestimable y
me deja en deuda con ellos.
Mi familia no es la gente que arbitrariamente me impuso la naturale-
za, sino las personas que me quieren bien y me hacen feliz, que no
siempre son las mismas que llevan mi sangre, y por eso me siento en
familia esta noche con los Vargas Llosa en un restaurante lleno de
humo en Madrid, como me siento en familia con Carlos Alberto y Linda
Montaner y su hija Gina, una escritora bella y fascinante de la que es-
toy enamorado sin que ella lo sepa. Mario paga la cuenta de este ban-
quete desmesurado, se despide con cariño y se marcha con Patricia, su
mujer, en un taxi de vuelta al hotel Palace. Sofía está contenta, orgullo-
sa de mí, tal vez porque siente que sé portarme como un hombre cuan-
do las circunstancias lo exigen. Por eso me toma del brazo mientras
caminamos sin saber adonde ir, disfrutando de esta noche en Madrid.
Cuando llegamos al hotel –hemos tomado un taxi a mitad de camino
porque Sofía se cansó–, nos quitamos la ropa, nos damos un baño jun-
tos –me encanta que ella me enjabone y me cepille la espalda con re-
ciedumbre– y luego hacemos el amor en una cama angosta, en la que
no conviene moverse mucho porque podría caer de bruces al suelo, un
suelo que, sospecho, no es limpiado a diario y con aspiradora, como
limpia Sofía, tan hacendosa –hacendosa incluso cuando hacemos el
amor–, el piso de nuestro departamento en la calle 35, en Georgetown.
Cuando terminamos, me visto y digo que necesito salir a tomar aire
fresco, pues ha sido una noche hermosa y quiero prolongarla un poco
más. Te acompaño, me dice, sonriendo. Creo que, a pesar de todo, So-
fía es feliz conmigo; creo que, a pesar de ser muy gay en ocasiones, he
aprendido a hacerle el amor y a complacerla como merece. Se pone un
vestido holgado, que no esconde su barriga abultada, y calza unos za-
patos chatos para mi felicidad, porque odio cuando se pone tacos altos.
Salimos a la calle, caminamos hacia Serrano, una brisa nos despeina y
nos detenemos frente a la librería Crisol, mirando las novedades ilumi-
nadas en la vitrina, entre ellas una del gran Vargas Llosa, y yo, en un
arrebato, le digo a Sofía te prometo que algún día volveremos a esta li-
brería y verás un libro mío en esta vitrina, y ella se ríe, me abraza con
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todo el amor que siente por mí, me besa en la mejilla y dice: Sí, claro,
sueña nomás, tontito, y yo la miro con ojos risueños y le digo te apues-
to mis cojones que algún día venderán un libro mío acá, y ella vuelve a
reír y me dice no me apuestes tus cojones, porque te vas a quedar sin
huevos, y si te quedas sin huevos yo me voy con otro, y yo, terco, or-
gulloso, digo ya verás, mi amor, ya verás, y ella me recuerda, amorosa,
sólo espero que ese libro, si algún día lo publicas, esté dedicado a esta
criaturita, y lo dice tocándose la barriga, y yo la amo y amo a mi bebé a
pesar de que Sofía insiste en decirle criaturita y juro, por el poco honor
que me queda, que algún día exhibirán mi libro en esa vitrina tan linda
que admiramos esta noche como dos tercermundistas recién llegados
de la barbarie.
Más tarde se llevan a María Gracia y Sofía se queda dormida. Las en-
fermeras me dicen que puedo irme a casa, que Sofía dormirá unas
horas porque está sedada y cuando despierte traerán a María Gracia.
Beso a Sofía en la frente y camino de regreso a casa. Cruzando los jar-
dines de la universidad, me siento un hombre distinto, más libre y feliz,
lleno de un amor que no conocía. Siento que he nacido con mi hija, que
soy su hermano, y que juntos aprenderemos a amarnos, que ella me
enseñará más cosas de las que yo pueda enseñarle y que me educará
en el amor. Nunca me he sentido tan feliz. Lloro por eso. Amo a Sofía
por darme esta lección, por hacerme padre a pesar de mi cobardía y mi
egoísmo, por enseñarme el amor incondicional. No sé si seguiré vivien-
do con ella mucho tiempo más, pero estoy seguro de que esta niña,
María Gracia, hará mi vida mejor. Nunca me había sentido tan tranqui-
lo, liberado de rencores y amarguras.
Camino por estos jardines hermosos, respirando el aire fresco de la
tarde y dando gracias por este día, el más feliz de mi vida. Al llegar a
casa, encuentro un fax que ha llegado de España. Es una carta con el
sello de Seix Barral, en la que Pere Gimferrer, legendario poeta catalán
y director de la editorial, me anuncia que ha leído mi novela, que está
muy impresionado y que quiere publicarla. Me emociono y siento que es
el primero de los muchos milagros que María Gracia ha venido a hacer
en mi vida. Ahora soy padre y van a publicar mi novela en España. Es el
día más memorable. Por eso estoy llorando en la cocina. Todo te lo de-
bo a ti, María Gracia, amor de mi vida.
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