La Favorita Del Inca - Colette Davenat PDF
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La Favorita Del Inca - Colette Davenat PDF
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Colette Davenat
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Título original: La Femme Choisie
Colette Davenat, 1995
Traducción: Clara Jiménez
Diseño de cubierta: Bert Hülpüsch, «Mama Ocllo, esposa del primer Inca», anónimo, siglo XVIII
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Prólogo
Pensó que tenía la piel muy clara para ser india. ¿Su edad? Cualquiera que fuese no
tenía importancia. La estructura del rostro fascinaba… ¡Los hombres debían de
haberse vuelto locos tratando de conmover aquellos ojos alargados, de provocar a
aquella boca! Maquinalmente, en el espíritu de Juan de Mendoza surgieron
reflexiones de otro tiempo, aquel en el que andaba consumiendo su juventud, un
tiempo que había creído enterrado bajo el arrepentimiento, los rezos y las
mortificaciones, y que surgía de pronto, con sus encantos venenosos, restituido por la
india.
El odio aturdió al jesuita. El odio, la repulsión que suscitaba en él toda evocación
de la mujer, que tal vez no era más que miedo de sí mismo y de sus debilidades de
hombre. Se enderezó. Lo habían enviado ante ella para establecer su culpabilidad y
para confundirla, y, en todo juicio, la cabeza debía permanecer fría.
—¿Doña Inés? —dijo—. Soy el padre Juan de Mendoza. Os ruego que excuséis
esta intrusión en vuestra morada. Una morada muy agradable, por cierto.
—Un antiguo palacio, como todas las casas y conventos que bordean la calle San
Agustín. Después del gran incendio de Cuzco, vuestros compatriotas conservaron los
muros de granito, a modo de cimientos, y construyeron encima estas fachadas
revocadas con yeso en tonos delicados, más de su gusto que nuestra maciza
arquitectura. ¿Habéis notado en el patio el perfume del jazmín y los claveles? Las
plantas vinieron de España. Cuando Su Excelencia el virrey me hace el honor de
cenar a mi mesa, dice que tiene la impresión de estar en Sevilla… Pero tomad
asiento, padre. ¿En qué puedo serviros?
—Habláis espléndidamente nuestra lengua, señora.
Ella sonrió.
—Os habrán dicho que mi difunto esposo era español.
Se lo habían dicho. Y le habían dicho mucho más.
El retrato que había trazado el padre general apestaba a infierno: «Destinada al
vicio desde la infancia, según las bestiales costumbres del antiguo Imperio inca;
figura casi legendaria de la rebelión indígena durante la Conquista; luego, convertida,
casada con un capitán español, íntima de los Pizarro, y, poco después, viuda… ésa es
la mujer. Un recorrido ambiguo que corrobora las acusaciones dirigidas contra ella, a
saber: favorecer en toda Cuzco la acción de los idólatras e incitar al sacrificio
humano, a los maleficios y a otras prácticas de hechicería que continúan proliferando
a pesar de nuestros esfuerzos.
»La tarea de desenmascarar estos actos no puede ser confiada más que a un
religioso ajeno a los asuntos del Perú. Las autoridades reales y eclesiásticas de este
país creen ciegamente en esta mujer. El oro empaña la vista, suaviza las conciencias y
altera las memorias. Su pasado se borra ante el maná que ella distribuye… Hábil,
perversa y demoníaca son los calificativos que se repiten más a menudo en las
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denuncias que conserva el Santo Padre, cuyos autores han pedido conservar el
anonimato hasta el final de nuestras investigaciones, pues temen por sus vidas… Pero
rumores y presunciones no son evidencia de nada, ¡sobre todo cuando la incriminada
goza de un innegable prestigio, tanto entre los suyos como entre los nuestros! De
manera que nos hacen falta pruebas o, en su defecto, la íntima convicción de un
espíritu formado, sereno e imparcial…».
—Señora —dijo Juan de Mendoza—, me han elogiado vuestra piedad y vuestra
generosidad de corazón. A ellas me dirijo. Nuestro padre general, Francisco de Borja,
antiguo virrey de Cataluña y pariente mío, me ha encargado una misión de particular
interés, especialmente para Su Santidad el Papa. Me atrevo, por lo tanto, a esperar
vuestra ayuda.
—Sin necesidad de saber más, padre, considerad esta ayuda conseguida. Abrazar
vuestra fe me ha enriquecido tanto…
—Nuestra ambición, señora, es llegar a conocer mejor la población del Perú: sus
costumbres, sus obligaciones y los instintos a los que obedecen. Ya hemos abierto
algunos colegios. Debido a la falta de formación de nuestros compañeros, la empresa
aún no ha dado el resultado esperado. De ahí la conclusión de que, antes de desbrozar
y construir, es imperativo ante todo explorar el terreno en profundidad.
—¿El terreno?
—Hablaba de la población, señora.
—¡Ah! Perdonadme… Continuad.
—En Lima, los padres me han proporcionado un intérprete. Mi propósito es
recorrer la región, aldea por aldea, y entablar relaciones con los habitantes. Para
eso…
—¡Entablar relaciones con los habitantes! Padre Juan, se nota que venís de
España. El Perú es otro mundo, un mundo de vencedores y vencidos, y los vencidos
no hablan con los vencedores. Los españoles nos han aportado los frutos de su
civilización, y algunos de nosotros los saboreamos, pero el pueblo… un pueblo
secreto, fuerte en el trabajo, sobre todo en los montes… Nuestro pueblo se aferra a
sus antiguas costumbres. ¡Qué queréis! Para él, los buenos tiempos eran aquellos en
que los españoles no estaban aquí. Hasta los jóvenes, que no los han conocido,
sueñan con ellos. ¿Y cómo luchar contra los sueños? En efecto, hoy el sueño
constituye para esa gente lo esencial de la existencia. Soñar con lo que fue.
—Soñar no es vivir. Vuestras palabras, señora, me estimulan aún más vivamente a
seguir adelante. Lo que les falta a esas infortunadas criaturas es florecer bajo la
mirada de Dios. Vos, que los conocéis, podéis serles de gran ayuda. ¿Sería pediros
demasiado que me introduzcáis en algunas aldeas de los alrededores? Vuestra
presencia acreditaría mi gestión, soltaría las lenguas.
Con una súbita animación que la descubrió diferente, más bella aún, pues el
mármol se volvió carne, ella dijo:
—¿Habéis probado ya la chicha? ¿No? Padre, si deseáis comprender a nuestro
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pueblo, es por ahí por donde debéis comenzar. ¡La chicha es la leche de nuestra
tierra, y la tierra, nuestra madre!
Se levantó, poniendo de manifiesto una elevada estatura. El vuelo de su manto
bordado en vivos colores palpitaba como las alas de un pájaro. Cojeaba ligeramente.
Al pasar ante un espejo, se detuvo. Juan de Mendoza sintió que lo observaba.
Después continuó hasta un aparador del que cogió dos vasos de oro; los llenó y se
volvió.
—No sacaréis nada de nuestra gente, no aprenderéis nada. El único modo de
saber qué tienen en la cabeza es conocer el pasado en el que sus pensamientos y sus
corazones permanecen anclados. Yo he vivido ese tiempo. Aceptad compartir mi cena
y os lo describiré… Seguramente os habrán comentado muchas cosas sobre mí, pero
¿os dijeron que nací en una aldea y que mis padres eran unos sencillos campesinos?
—Confieso que no. Y cuando se os ve, señora…
—Nunca hay que fiarse de lo que se ve. La verdad está en otra parte. Yo no
querría que os engañarais, padre Juan. En la época de la que voy a hablaros, para una
muchacha de origen modesto no había, y no lo hay tampoco ahora, más que un medio
de elevarse: la imagen que ofrece la mujer es su patrimonio. De ella depende cómo
administrarlo. Es ahí donde intervienen sus cualidades potenciales, sin las cuales esa
mujer existirá tan sólo como objeto, ¡y uno se cansa de los objetos, los tira, los
rompe! Así pues, la belleza no es un tema vulgar, licencioso o frívolo, tal como se
cree demasiado a menudo, y si tengo que mencionar la apariencia con que me ha
dotado la naturaleza, lo haré con toda humildad. Sólo me enorgullezco de lo que he
logrado gracias a mi voluntad.
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El día de mi nacimiento, un día de septiembre según vuestro calendario, toda nuestra
aldea, en traje de fiesta, sembraba las tierras del Inca. Mi madre, frente a mi padre,
echaba los preciosos granos de maíz en los surcos que él hacía con su taklla. Cuando
sintió las primeras contracciones, hizo señas a mi hermana para que continuara su
tarea y se encaminó a los pastos.
Si considero el espectáculo doloroso que ofrece una española en casos
semejantes, el Creador ha sido clemente con nosotras: parimos sin esfuerzo. Mi
madre cortó el cordón umbilical con las uñas, fue hacia el arroyo y se sumergió en él
para purificarse y lavarse, y también me bañó a mí. El agua que mana de los picos
andinos es helada, pero las costumbres lo quieren así, para que el recién nacido,
cuando recibe la vida, aprenda que aquí abajo todo se paga, y esto vale tanto para los
hijos del Inca como para la progenie de la gente común.
Como nací durante la siembra, me bautizaron provisionalmente con el nombre de
«Lluvia de Maíz», un nombre que debía atraerme las gracias de los poderes
benéficos.
Cuando tuve la edad suficiente, mi madre me sacó de la cuna en la que
permanecía atada (una caja ligera de tablas, montada sobre cuatro patas, de las cuales
eran más altas las de la cabecera), que transportaba siempre sobre la espalda para
tener las manos libres y poder dedicarse a sus ocupaciones, y me instalaba, aquí y
allá, en unos agujeros rellenos con trapos donde yo pataleaba a gusto y empezaba a
inspeccionar mi minúsculo reino con la mirada.
En el camino que lleva a Cuzco, padre Juan, seguramente habréis visto nuestros
magníficos campos en bancales, resaltados por los muros de contención, que parecen
escalones gigantescos tallados en las laderas de los montes. En esa altura ideal, en
esas mesetas de tierra rica transportada a cuestas, terrón a terrón, por nuestros
antepasados, cultivamos el maíz. Por encima, a media pendiente, está encaramada la
aldea.
La nuestra agrupaba a una treintena de jefes de familia. Nosotros ocupábamos una
casita idéntica a las que la rodeaban. Un techo de paja, muros de tierra mezclada con
piedras y manojos de hierba, y una sola abertura, la puerta, que, para conservar el
calor de los cuerpos, era tan baja que los adultos debían inclinarse para franquearla.
Las noches son heladas en esas alturas.
No esperéis que os describa el mobiliario. ¡La cantidad de muebles con que los
españoles llenan sus casas sigue asombrándome! ¿Por qué tantas camas, tantas mesas,
tantos asientos que ablandan el cuerpo y le quitan su dignidad natural, cuando a ras
del suelo se vive muy cómodamente, hasta lujosamente, cuando se cubre con lanas
sedosas o pieles de jaguar? En nuestra casa, como vos os debéis de imaginar, no
había nada de eso, sólo una desnudez sin adornos. Algunas hornacinas excavadas en
las paredes para guardar nuestros efectos y utensilios, el horno de arcilla para cocinar;
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el telar colgado de una clavija, las mantas con que nos envolvíamos para dormir… Y
tendría que haber mencionado en primer lugar nuestras conopa, tres piedras pulidas
como guijarros, con pepitas brillantes incrustadas, una de ellas con la forma de un ave
con las alas plegadas, que eran nuestros amuletos, las fuerzas bienhechoras de nuestro
hogar.
En esta única pieza, criábamos a los ruidosos cuy, los conejillos de Indias. Sus
deposiciones, el humo del horno, el hollín que ensuciaba las paredes y nuestros
propios olores, acumulándose día tras día, despedían un fuerte hedor que hubiera
provocado el desmayo de un extranjero. Para nosotros era acogedor y reconfortante.
En el espacio delimitado por nuestra casita y otras tres, guardábamos nuestro bien
más preciado: dos llamas. Las llamas, los aperos de labranza, la casita y su contenido
pertenecían a mi padre. En cambio, el pedazo de tierra que cada jefe de familia
recibía al casarse seguía perteneciendo a la comunidad.
En cuanto empecé a caminar, las miradas se posaron en mí. ¿Tenía yo conciencia
de mi aspecto agradable? Sin duda. Lo oía repetir tanto… Y entre nosotros se
acostumbra más extasiarse ante el volumen de una espiga de maíz o ante el color del
pelo de una llama que detenerse a admirar la hermosura de una niña.
Cuando tenía seis años, mis padres decidieron pedir consejo al padre de mi padre
acerca de mí. Vivía en lo alto del monte, en el límite entre la roca y la puna adonde se
lleva a pacer a las llamas. El padre de mi padre tenía el honor de cuidar la huaca
sagrada.
Cada comunidad o ayllu poseé su huaca, que es de algún modo el equivalente del
santo patrono que protege vuestras aldeas. Seguramente habréis oído hablar de
nuestras huacas. Vuestros pobres religiosos pierden el tiempo tratando de
encontrarlas. En cuanto a destruirlas… Habría que secar lagos, desplazar montañas y
talar árboles. Las huacas se hallan en todas partes en la naturaleza, y nosotros, la
gente de los Andes, estamos particularmente dotados para detectar su poder oculto.
Nuestra huaca era un gran peñasco plantado como centinela en el nacimiento del
manantial. La venerábamos: era el Markayok, el Gran Antepasado. Me enseñaron
que, antes de petrificarse, había engendrado a los primeros habitantes del ayllu. Éstos
se casaron entre sí, y la costumbre persistió. Ningún extranjero era admitido para
fundar un hogar… Así que todos, hombres, mujeres, niños, estábamos mezclados
como los cabellos de una misma cabeza, con la misma sangre subiendo por nuestras
raíces. Eso es un ayllu, una comunión de carne, una solidaridad indefectible. Y si vos,
padre Juan, no alcanzáis a captar ese estado espiritual, no comprenderéis jamás a
nuestro pueblo.
El padre de mi padre nos esperaba cerca de la huaca. Pieles de zorro lo cubrían
como una mata de pelo. Sólo mucho después, cuando preparaban sus despojos para
embalsamarlo, descubrí su delgadez. Tenía un rostro fuerte: los pómulos como dos
pomos de madera pulida y la mirada fulgurante. Me aterrorizaba y me maravillaba a
la vez. Cuando le llevaba una jarra de chicha, me regalaba siempre un canuto de
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pluma lleno de piojos. No nos faltaban los piojos, pero yo conservaba los suyos
piadosamente en su estuche. Habían engordado con su persona, y me parecían de una
clase distinta de aquellos contra los que mi madre se encarnizaba.
Después de haber cumplido nuestros deberes religiosos, cogió el conejillo de
Indias que había ordenado a mis padres que le llevaran. Sujetándolo por el cogote, le
abrió rápidamente el costado derecho con un trozo de sílex, le extrajo el corazón, los
pulmones y las vísceras, y elevándolos hacia el cielo se dedicó a estudiarlos. Yo aún
no había asistido a un sacrificio. La vista del conejillo de Indias inerte y de su suave
piel blanca y rojiza manchada de sangre, me dio ganas de vomitar. Era el más bonito
que teníamos y mi preferido. Recuerdo que un cóndor desplegaba su gran sombra por
encima de nosotros.
De pronto, el padre de mi padre me señaló con el dedo: «¡Será aclla!», gritó con
su voz formidable.
Mi padre lanzó un suspiro, tendió las palmas de las manos hacia la huaca y le
envió varios besos y unas cuantas pestañas que se había arrancado. Yo no tenía la
menor idea del significado de la palabra «aclla», pero sus reacciones me hicieron
pensar que se trataba de algo extraordinario. Vuelvo a ver aquella escena: la niña que
era yo, con su silueta menuda, cubierta por una mata de cabello negro; el puño contra
la boca rosada, como un capullo; una mirada seria, intrigada… y siento una gran
ternura y compasión por su ignorancia.
La noticia corrió. El curaca, jefe de nuestro ayllu, se empeñó en felicitar a mi
padre. Y me acarició la mejilla. Desde entonces me habitó el orgullo. Yo contemplaba
con conmiseración a las otras niñas que no tenían mi suerte. ¿Qué suerte?, diréis vos.
En la cabeza de mi madre aquello era casi tan vago como en la mía. Sin embargo, una
mañana, mientras recogíamos los excrementos de nuestras llamas, que una vez secos
utilizábamos como combustible, se enderezó bruscamente. «Si eres aclla, vivirás en
Cuzco, en el palacio del Inca», dijo. El estupor me hizo caer al suelo, lo que me
devolvió a una realidad menos encantadora.
El quinto mes del año celebramos el Aymoray, la fiesta del maíz. Después de
recoger nuestra parte de la cosecha (el Inca compartía con nuestro padre, el Sol, el
fruto de los dos tercios de las tierras comunales que cultivábamos), poníamos los
granos más grandes en cestos y los llevábamos al almacén.
Los extranjeros que hoy vienen al Perú para comerciar no pueden hacerse una
idea de la abundancia acumulada en esos inmensos almacenes que antaño jalonaban
los caminos imperiales y los alrededores de las ciudades: los españoles los han
transformado en posadas. El conjunto de mercancías, víveres, telas de lana y algodón,
sandalias, utensilios, etcétera, representaba el tributo debido al Inca por todos los
jefes de familia, y proveía a las necesidades del culto, al mantenimiento de los
funcionarios, al aprovisionamiento del ejército y a los gastos de la corte de Cuzco. En
caso de necesidad, las reservas de alimentos se distribuían entre las poblaciones. Por
lo tanto, trabajar para el Inca era una garantía contra el hambre, una seguridad que no
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existe en la mayor parte de los países, incluido el vuestro, padre Juan.
Con el grano guardado en el granero y una bella mazorca colocada con devoción
en cada una de nuestras casitas, comenzaba la fiesta. Los españoles reprochan a
nuestro pueblo el ser taciturno. Es verdad que, a la vista de un blanco, las bocas, las
orejas y los estómagos se cierran, pero ¡qué alegría tenían entonces nuestros
campesinos! Mi padre se distinguía como narrador. Conocía muchas palabras y el arte
de reunirlas en ramos, que lanzaba a la concurrencia deslumbrada. También era un
bailarín infatigable: ¡sólo la chicha podía debilitarle las piernas!
Mi hermana, Curi Coylor, que significa «Estrella de Oro», volvió a casa durante
el Aymoray. Se había casado en un «matrimonio de prueba» el año anterior. Como ya
intenté explicarle al obispo de Cuzco, esa costumbre me parece muy acertada, pues
nuestros hombres dan menos importancia a la virginidad que a un par de brazos
vigorosos que los ayuden en el campo, y se inclinan a pensar que una mujer ya
cortejada tiene más valor que otra.
Yo quería mucho a mi hermana aunque no nos parecíamos en nada. Al mirar a
nuestra madre, ya se veía lo que sería la figura de Curi Coylor cuando la rudeza de la
existencia le quitara su frescura y la redondez de las mejillas. Pero era risueña, de
carácter conciliador, y nuestra diferencia de edad (mis padres habían perdido dos
varones antes de mi nacimiento) me permitía tiranizarla. Tal vez ya lo hayáis
adivinado, padre Juan: las constantes llamadas a la humildad y a la obediencia, que
doblegan a las mujeres, a menudo se encontraban en conflicto con mi carácter.
El momento crucial se acercaba. Mis padres me habían anunciado que en
noviembre iría con ellos a Amancay, la capital de nuestra provincia, y desfilaría ante
el gobernador o su delegado, el huarmicuc, encargado de seleccionar entre las niñas
de ocho a diez años a aquellas cuyo físico fuera susceptible de agradar al Inca cuando
se desarrollara.
La promiscuidad en que vivíamos me había instruido acerca de las relaciones que
mantienen un hombre y una mujer, y esa educación se completaba con la observación
de las llamas y los conejillos de Indias. Pero me resultaba imposible asociar al Inca,
nuestro amo y dios, con un acto tan natural y animal. Convertirse en aclla, que
significa «mujer elegida», permanecía para mí en el dominio de lo abstracto y lo
maravilloso.
Entretanto, mi hermana se había casado. Un verdadero matrimonio esta vez. El
elegido, Huaman Supay, un joven trabajador, muy tímido, había alcanzado el límite
fijado por la ley para el celibato. Necesitaba una esposa para ser jefe de familia y
cumplir, como tal, sus obligaciones para con el Inca. Entre nosotros, el corazón no
tiene lugar en los esponsales. De manera que nada hacía suponer que aquella unión
engendraría una trágica historia de amor.
La víspera de la partida hacia Amancay tuve derecho a un aseo solemne. Mi
madre me lavó en el arroyo con un pan de jabón hecho con raíz de chuchau que
guardaba para las grandes ocasiones. Luego me examinó el cuerpo centímetro a
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centímetro. La menor anomalía, el defecto más mínimo, era sinónimo de eliminación.
Tras el examen se apartó de mí y suspiró. «Blanca como el huevo», dijo. Y
regresamos a casa.
Una cocción de hierbas hervía lentamente sobre el fuego. Mi madre me instaló de
espaldas al horno y sumergió mi cabellera en la olla, cuidando que la mixtura, que se
guía en ebullición, no me quemara el cráneo, y me obligó a permanecer así más de
una hora. ¡Ni un piojo escapó al suplicio!
Orgullosa, con el cabello brillando como la seda y la cabeza ardiendo, me
precipité a casa de Curi Coylor, mi hermana, que vivía al lado.
La casita, recientemente construida, todavía no tenía ese buen olor espeso que
engalanaba la nuestra. Encontré el hogar apagado, una jarra rota y los conejillos de
Indias muy a gusto sobre los hermosos trajes de fiesta que, según la costumbre, el
curaca había enviado a los novios el día de la boda. Espanté a los conejillos de Indias,
sacudí la ropa y la coloqué en una de las hornacinas. Uno de los principios que nos
inculcaban primero era el de la economía. He visto siempre a mi madre cuidar y
remendar nuestra vestimenta hasta que se agotaba su utilidad, que era cubrirnos
decentemente y protegernos de la intemperie.
La negligencia de mi hermana me consternó. Curi Coylor había cambiado mucho
desde que su marido había sido designado para alistarse en el ejército. ¡Responder a
la llamada del Inca y cumplir con el servicio militar era, sin embargo, el orgullo de un
jefe de familia! Mi padre no dejaba de repetírselo a Curi Coylor, subrayando sus
palabras con unos golpes en la cabeza que tenían por efecto redoblar sus lágrimas.
Por mi parte, aunque lamentando su estado de ánimo, yo admiraba la pena de mi
hermana. A mis ojos la realzaba como un adorno exótico: en nuestro ayllu, el amor
nunca había hecho llorar a nadie. Salí de la casita.
Tendría que haber vuelto para ayudar a mi madre. La había dejado atando unos
manojos de hierbas medicinales que se proponía cambiar en el mercado de Amancay
por un espejito de latón. Ese espejo, símbolo de una coquetería abandonada al
franquear el umbral del matrimonio, resumía sus más locas ambiciones: una de las
mujeres del curaca tenía uno…
Digo «una de las mujeres» porque la posición de nuestro curaca lo autorizaba a
tener dos. La cantidad de mujeres y de llamas, que podía alcanzar cifras
considerables, indicaba el rango que ocupaba un hombre en el Estado. Esta
costumbre sin duda os sorprende, padre Juan. Sorprende a todos los españoles, y esa
reacción me sorprende a mí. ¿Acaso ellos no tienen también concubinas? La
diferencia está en que poseer varias mujeres representaba un derecho honorífico para
nuestros señores, mientras que para vuestros compatriotas es un pecado. ¡Y dicen que
se peca mucho en vuestro país! Una religión, por santa que sea, no puede anular el
instinto. Entonces, ¿por qué condenar el acto carnal? ¡Pienso que eso no hace más
que añadir leña al fuego! Y en ese sentido nunca he ocultado mi modo de pensar al
obispo de Cuzco. Somos buenos amigos y tiene la indulgencia de escuchar y excusar
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mis palabras.
Volviendo a esa tarde fatal, decidí subir hasta los pastos y aumentar con algunos
puñados de hierbas la recolección de mi madre. La notaba triste. Si me hubieran
dicho que era tener que separarse de mí lo que le apenaba, no lo habría creído, ¡tan
escasas y protocolarias eran las palabras y los gestos entre nosotros!
Atravesé los campos situados por encima de la aldea. La tierra, desnuda y
abonada, descansaba esperando la llegada de diciembre, mes durante el cual
plantábamos las patatas y sembrábamos la quinua, que es una especie de arroz. Me
entretenía deshaciendo los terrones con la punta del pie cuando vi a mi padre. Estaba
bajando el monte. Estuve a punto de caerme de la emoción… Detrás iba Huaman
Supay, el marido de mi hermana, y ésta los seguía más lejos. Deduje que el Inca había
enviado a casa a Huaman Supay. Corrí hacia ellos.
Mi alegría se disipó rápidamente. No me atreví a interrogar a mi padre. Pasó ante
mí hollando la hierba como si quisiera aplastarla, seguido por Huaman Supay. Éste no
respondió a mi saludo, lo que acabó de desconcertarme, porque la cortesía se impone
entre nosotros en toda circunstancia. Curi Coylor se acercaba. Su rostro era el de una
muerta. Di un salto y le tiré de la falda.
—No podía vivir sin mí —dijo ella— y ha desertado. Llegó anoche, nos
escondimos en una gruta y padre nos descubrió… Nos amamos, ¿comprendes?
Comprendí simplemente que los amenazaba algo semejante a la sequía o a un
temblor de tierra.
—¿Van a castigarlo? —murmuré.
Curi Coylor me miró. Sus ojos eran como dos piedras.
—Padre va a llevarlo ante el curaca, el curaca lo llevará a Amancay, donde lo
juzgarán y lo ejecutarán. Es la ley.
—¿Lo ejecutarán…? —Nunca había oído aquella palabra.
—Lo colgarán de los pies, lo lapidarán o lo matarán a garrotazos. ¡Lo matarán!
¿Entiendes?
Si Huaman Supay iba a morir, ¿por qué ella no lloraba, por qué no se arañaba las
mejillas como hacen las mujeres cuando hay un duelo en su casa? Su voz sin matices
y su mirada seca me espantaban. Contemplé los techos de paja de nuestro ayllu.
Aquel paisaje, el único que yo conocía, más cálido para mi corazón que los brazos de
mi madre, de pronto me pareció hostil. Me detuve, sujetando a mi hermana por la
ropa.
—Huye —dije—. Huid los dos. Id a los montes…
Mi hermana bajó la cabeza.
—Es la ley —repitió—. Ha desobedecido y debe morir.
Entonces, bruscamente, no pude soportar más aquella resignación y fui yo quien
huyó.
Entendámonos bien, padre Juan. La idea de condenar a mi padre porque iba a
denunciar a su yerno ni se me vino a la mente y, aún hoy, apruebo su rigor. Mi padre
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era un buen padre, un hombre valiente. Cuando era más joven había combatido en el
ejército del Inca y, en recompensa por su conducta, al volver lo habían nombrado
pisca camayoc, es decir, jefe de cinco familias, que dependía del chunca camayoc,
que tenía a su cargo diez familias, y así sucesivamente, de decenas en centenas, de
centenas en millares, hasta el tucricoc, que controlaba cuarenta mil familias y era
generalmente el gobernador de su provincia. Esas cinco familias confiadas a mi padre
se encontraban bajo su entera responsabilidad. Él debía informar a su superior acerca
de los débiles, los anormales, los enfermos, los necesitados, los perezosos, los
incompetentes, los nacimientos, las muertes y, llegado el caso, los adulterios y los
crímenes. ¡Si no hubiera denunciado a su yerno, la cólera del Inca se habría abatido
en primer lugar sobre nosotros; probablemente incluso la aldea hubiera sido destruida
para extirpar la vergüenza hasta las raíces!
Evidentemente, en aquella época yo no conocía en detalle la organización de
nuestra sociedad, que permitía al Inca estar informado de las necesidades y
debilidades de cada uno de sus millones de súbditos, pero el sentido del deber que
teñíamos respecto de él me impregnaba ya… ¿Contra qué, contra quién se dirigía
entonces la rebeldía que me arrebataba? Lo único que sé es que, cegada por las
lágrimas, hipando, aturdida por la súbita aparición de la desgracia en mi breve
existencia, resbalé en la cresta de una roca, rodé por los pastos y me fracturé la pierna
derecha.
Nosotros tenemos la convicción de que la falta cometida por uno de los nuestros
recae sobre sus allegados, incluso sobre todo su ayllu. En los meses que siguieron,
Huaman Supay, a pesar de que había expiado su crimen en la horca, fue maldecido a
menudo. Se le atribuyeron las diarreas de los lactantes, la pérdida de una llama y
también la llegada de una gran bandada de loros procedentes de las tierras cálidas que
esquilmaron los sembrados y causaron otros males.
Personalmente, yo no dudaba que su deserción había atraído sobre mí la cólera
divina, y aquel bello amor que había conmovido mi corazón ya sólo me inspiraba
furia y repugnancia. Al principio, mi madre decía: «Te llevaremos a Amancay el año
que viene». Pero cuando nos dimos cuenta de que yo cojeaba, dijo: «Mostrarte al
huarmicuc era una idea del padre de tu padre y del curaca. Les hubiera enorgullecido
que una de las nuestras fuera aclla y sirviera en todo al Inca. A nosotros también.
Pero ¿qué aire se respira mejor que el del primer aliento? Te casarás. Cojear no
impide que una mujer procree y cumpla sus tareas».
Mi porvenir retomaba los límites fijados por mi nacimiento. De todos modos,
¿había llegado alguna vez mi mente a representarse un horizonte más soberano que la
áspera cresta de nuestros montes y riquezas más fabulosas que una buena cosecha?
En lo que se refiere al palacio del Inca… ¿quién hubiera podido describírmelo? No
era más que un punto centelleante en mi espíritu, parecido a la luz que irradian las
inaccesibles estrellas.
Así, yo no sufría por renunciar a esplendores que no podía imaginar sino,
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simplemente, por haber perdido mi importancia, por no ser más que lo que era: una
entre tantas y lisiada, por añadidura. Y me lo repetía a mí misma, sintiendo una
amarga satisfacción al exagerar mi infortunio, que se reducía, en realidad, a una leve
cojera.
Se sucedieron los meses (lunas, decimos nosotros). Los campos se cubrieron de
brotes nuevos y pronto nosotros, los niños, tuvimos mucho trabajo alejando a los
pájaros. Volvió el tiempo de las cosechas. Yo ayudaba a liberar las mazorcas de maíz
de su jubón de hojas, las desgranaba y clasificaba los granos. Después llegó el turno
de las patatas, la quinua, los guisantes, las judías… También buscaba raíces para
variar las sopas calientes, que componían nuestra comida diaria. Y recogía las flores
que servían para teñir las lanas procedentes de los rebaños del Inca. Los funcionarios
que repartían los fardos de lana en las aldeas volvían a recogerlos una vez que las
mujeres habían confeccionado los tejidos.
A finales de julio, terminábamos de enterrar en nuestra parcela el guano que nos
correspondía para hacer fructificar las próximas siembras, cuando el curaca mandó
llamar a mi padre. Le ordenó ir a Cuzco y traer de allí un aríbalo que él y otros
curacas destinarían al gobernador de nuestra provincia. Deseoso de distraerse en su
delicada misión con las necesidades cotidianas, mi padre consiguió que se nos
permitiera acompañarlo. Partimos en cuanto recibimos las autorizaciones
indispensables para todo desplazamiento. Ver Cuzco representaba un acontecimiento
único en la existencia de un campesino, y pocos podían jactarse de ello.
Para mí, aquel viaje fue fundamental. El orgullo devolvía a mi madre un poco de
su juventud, agrandaba sus ojos. Se había puesto su traje de fiesta. Una ancha faja
bordada con lana de vivos colores fruncía su túnica en la cintura, y los lados de su
lliclla, el chal de nuestras regiones, caían muy derechos, sujetos borde con borde
sobre el pecho con un alfiler de bronce. Como nosotros, iba descalza, pues reservaba
sus sandalias de piel de llama para la ciudad. A la espalda llevaba lo que
necesitaríamos durante el viaje: la provisión de harina de maíz, las habichuelas, la sal,
varios puñados de uchu (esos pequeños ajíes rojos que abrasan deliciosamente el
paladar) e incluso el recipiente con chicha, las calabazas que nos servían de vajilla y
los palitos para prender el fuego. En la mano izquierda cargaba el huso. Ni siquiera
durante la marcha nuestras mujeres permanecen inactivas.
Pronto llegamos a la Nan Cuna. Nuestro camino imperial asombró mucho a
vuestros compatriotas cuando lo vieron. Al no tener nada parecido, ni siquiera
aproximado, en su país, les resultaba difícil comprender que unos bárbaros hubieran
podido llevar a cabo semejante obra. Además, ahora descuidan su mantenimiento.
Los muretes se desploman por todas partes y ya no se cuidan las canalizaciones en los
lugares pantanosos. Antiguamente, cuando pasaba el cortejo del Inca, se habría
colgado a los inspectores encargados de la vigilancia de los caminos por el menor
yerbajo olvidado entre el empedrado, pero ¡Pachamcutin!, «el mundo cambia»,
decimos nosotros.
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En nuestro viaje, mis padres y yo nos alineábamos al borde de la calzada para
dejar paso a las literas, de las que yo no distinguía más que los doseles emplumados
por encima de la cabeza de los servidores, que las rodeaban como nubes de moscas.
Imaginar el goce de ir muellemente tendida y balanceada al ritmo de los porteadores
me daba languidez, y entonces avanzaba lentamente.
En una curva del camino de montaña, una de las literas se detuvo en un terraplén
dispuesto para que los viajeros pudieran apreciar los detalles del paisaje. De ella
descendió un hombre. Yo estaba abajo, en la pendiente, y lo distinguí con claridad.
Llevaba una vincha como tocado, su túnica estaba bordada de plumas verdes y
azules, colgantes de oro brillaban en sus orejas y sobre su pecho. Me encandilé
contemplando aquellos fuegos amarillos, pero lo que más me llamó la atención fue su
porte, ese aire inimitable que sólo se da en la riqueza y con el que todavía no me
había cruzado. Además, era hermoso, de tez clara, como la mía.
Mi padre dijo a mi madre: «¡Mira, un chachapuya! Uno de esos a los que
combatimos antes. Esos chachapuyas son feroces guerreros. Lo he reconocido por la
vincha, que es su signo distintivo. Seguramente es un gran curaca que va a Cuzco
para la fiesta del arado».
¡Un curaca, aquel príncipe! ¡Qué pobre aspecto tenía a su lado el nuestro, que
para mí, después del Inca invisible y omnipotente, había encarnado hasta aquel
momento el poder soberano! Me quedé atontada y pensativa al descubrir bruscamente
que había otros mundos fuera del nuestro. Al final del día llegamos al Apurimac.
Padre Juan, no voy a describiros los esplendores de nuestro río sagrado; vos
mismo lo habéis atravesado para venir a Cuzco. ¡Pero pensad en la impresión que
puede producir en una niña, que jamás ha cruzado más que un modesto arroyo, el
torrente de esa prodigiosa masa de agua lanzándose entre dos farallones! Su rugido
me aterró, me llenaba la cabeza hasta tal punto que casi habría olvidado acuclillarme
(es nuestra manera de arrodillarnos) ante la huaca que guardaba el puente. En
realidad, dos puentes. Uno, más espacioso, para la noble afluencia que nos precedía;
el otro, hacia el que nos dirigíamos con un equipo de obreros encargados de la
limpieza del camino, más estrecho. Aferrada a la capa de mi padre, yo temblaba
como un pajarito en el momento del primer vuelo. Me equivocaba. Sobre esas
delgadas pasarelas de cuerdas colgadas sobre el río a más de treinta metros, los
españoles consiguieron pasar incluso con su caballería. Es verdad que, al principio de
la Conquista, muchos las pasaron arrastrándose…
Cayó la noche. Divisamos los fuegos de un tampu. Un aroma a comida llegó
hasta donde estábamos y me cosquilleó la nariz. La carne era un alimento raro para
nosotros. Cuando el gobernador de nuestra provincia la hacía distribuir, la salábamos,
la secábamos al aire de los montes y la degustábamos sólo en ciertas ocasiones para
que nos durase hasta el próximo reparto.
No nos detuvimos en el tampu. Me enteré de que esos albergues públicos, que
jalonaban la Nan Cuna de sur a norte del Imperio, estaban reservados para personas
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de rango superior al nuestro. Devoré mi papilla de maíz y me dormí al borde del
camino, acurrucada contra mi madre.
Al cuarto día, por la mañana, llegamos a las puertas de Cuzco. Imitando a mis
padres, me postré en dirección al Sol y besé la tierra.
El artesano a quien el curaca había encargado el aríbalo vivía en los suburbios…
¿Que qué es un aríbalo? Un gran recipiente de perfil redondeado y acabado en punta,
que sirve para transportar líquidos. Está provisto de dos anillas laterales por las cuales
pasa una cuerda que permite sujetarlo a la espalda del porteador. El artesano nos
anunció que no estaría listo hasta el día siguiente. Como la gran Fiesta del Arado se
celebraba aquel mismo día, mi padre pidió al artesano que le indicara el camino para
dirigirse al sitio donde tendría lugar la ceremonia. Éste meneó la cabeza.
«¡Hombre del campo! ¡Entérate de que el seno de nuestra ciudad está prohibido a
quien no sea de utilidad para el servicio o la distracción del Inca y sus parientes! Mi
muchacho os va a conducir, a ti y a tu familia, hasta la colina de Sacsahuaman.
Contemplar, aun de lejos, a nuestro Capa Inca, el gran Huayna Capac, es un recuerdo
que adornará con flores toda vuestra vida… ¡Qué hermosa hija tienes! Es una lástima
que no viváis aquí: me la prestarías y yo la pintaría en mis vasijas».
Desde el cerro donde nos instaló el chico, dominábamos el valle rodeado por las
crestas oscuras de los montes que se encaballaban. En el medio se levantaba Cuzco, y
fue así como descubrí la ciudad entera, con tantos reflejos tornasolados que quedé
deslumbrada.
Cuzco ha cambiado mucho, padre Juan, desde que vuestros compatriotas
arrancaron las placas de oro que cubrían las fachadas de sus templos y sus palacios, y
desde que el gran incendio consumió la real cabellera de hilos de oro y plata,
mezclados con briznas de paja, que cubría sus techos. Pero si la hubierais visto como
yo la vi, antes de que vinieran los vuestros… ¡Una maravilla!
Entonces unos cantos atrajeron mi atención. Se elevaban desde las terrazas de
cultivo, situadas hacia abajo, y saludaban la aparición del Inca y su séquito…
¿Describiros mi impresión? ¡Yo estaba demasiado lejos, mi espíritu se hallaba
demasiado alterado y tendré cien ocasiones de pintaros mejor a Huayna Capac!
Mientras el Inca, con su taklla de oro, inauguraba la estación de labranza trazando
el primer surco a los sones alegres del haylli, mi interés, llevado por la curiosidad
natural de mi sexo, se detuvo en las mujeres que habían invadido el campo. Unas
ofrecían vasos de chicha; otras, acuclilladas ante el Inca y los príncipes de la familia
real dedicados al trabajo, rompían con sus manos desnudas los terrones que alzaban
las palas. Yo adelantaba sus gestos mentalmente: eran los mismos que mi madre, mi
hermana y yo realizábamos en la aldea. Sin embargo, ¡qué diferencia, qué gracia en
los movimientos de aquellas criaturas, con qué sedosa soltura se dibujaban sus
siluetas bajo las túnicas sujetas con joyas! Y si, a esa distancia, yo no podía distinguir
sus rasgos, adivinaba que igualaban la finura de sus adornos, de manera que de
pronto me sentí basta y grosera, como uno de esos cacharros que hacemos para
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nuestro uso comparado con los que había admirado en casa del artesano… ¡Pero
aquel hombre que creaba obras maestras me había encontrado lo suficientemente
hermosa para hacerme figurar en ellas! Lancé un gemido.
«¿Qué te pasa?», preguntó mi madre inclinándose. Su rostro me dio miedo: era el
mío, el que yo tendría más adelante. La rechacé.
Cuando regresamos al ayllu, fui a implorar a la huaca. Subía todas las tardes a
donde estaba y no dejaba de proveerme de presentes: una hebra de lana, una pluma de
ave, espinas de cactus (con las que elaborábamos agujas y las púas de nuestros
peines); en fin, todo lo que me parecía suficientemente precioso para enternecerla.
También le rezaba a la Pachamama.
Aquellos de los nuestros a quienes vuestros religiosos han convertido confunden
a menudo a la Virgen María y a la Pachamama. Esperan misericordia y protección de
las dos. Pero una, llevada al cielo por los ángeles, es la madre de Dios; mientras que
la otra, nuestra Pachamama, es la madre de la tierra. Y la tierra, tal vez lo hayáis
comprendido, padre Juan, es la fuente en la cual recogemos nuestra fuerza, la paz de
nuestra alma, lo mejor de nosotros mismos.
A riesgo de romperme el cuello, buscaba entre los desprendimientos guijarros que
elegía por su forma insólita o su hermoso color, y los hundía en el suelo, sabiendo
que la Pachamama se alegraría. Un día distinguí entre la hierba de la puna una de
esas borlas de lana roja que atábamos en la frente de las llamas para protegerlas de
los malos espíritus. La cogí y la enterré. ¡A la Pachamama le encanta el rojo! Luego,
temí el enojo de nuestra diosa: la Pachamama recompensa a los honestos, pero contra
los demás desencadena a los demonios que merodean en las alturas.
Pregunté a mi hermana: «¿No te parece que cojeo menos?». Curi Coylor me
contempló con el aire extraviado que tenía desde la ejecución de su marido. «Tal
vez… ¡Sí, es cierto!». Mentía. Le di la espalda. Su idiotez me exasperaba. ¿Se puede
vivir con el recuerdo de un miserable que había osado ofender al Inca y había
quebrantado el prodigioso destino de su cuñada?
Cuzco me obsesionaba.
Yo maduraba antes de tiempo y, adoptando sin sospecharlo los defectos de las
mujeres del Inca, de las que no había percibido más que las facetas brillantes, me
volví vanidosa y despreciativa. Esas inclinaciones, como sospecharéis, no tenían
cabida entre nosotros, y la reprobación de los míos me encerraba cada día un poco
más en la soledad.
Como último recurso, empecé en secreto un ayuno, como acostumbraban hacer
mis padres para purificarse en la víspera de las grandes fiestas religiosas. Durante
cinco días me las arreglé para no tomar más que un puñado de maíz crudo y agua. Al
quinto día, mi madre empezó la preparación del chuño, una especie de puré de patatas
cocido y secado en el hielo, al que lo exponíamos por la noche, que constituye, con el
maíz y la quinua, la reserva básica de la alimentación campesina.
Durante toda la mañana aplasté las patatas con los pies para sacarles el jugo. El
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esfuerzo consumió mis últimas fuerzas. Por la tarde, me escapé y trepé por en medio
de los pastos. Tenía vértigos, la pendiente se escabullía, me caí varias veces y, antes
de llegar a la huaca, me desplomé. Una mano ruda me aferró. Me encontré
suspendida entre el cielo y la tierra, como un conejillo de Indias, frente a la mirada
terrible del padre de mi padre.
No tuvo ninguna dificultad en hacerme confesar. Aunque no era más que un
anciano cuyo espacio se reducía al horizonte que su vista podía abarcar, el Creador lo
había dotado de sabiduría y clarividencia, virtudes acrecentadas por interminables
meditaciones, en el transcurso de las cuales su espíritu flotaba entre los vapores de la
chicha.
Cada vez que tengo un problema, recuerdo sus palabras. Lamentablemente,
traducidas del quechua al castellano, pierden su sabor.
—Hace dos lunas que te observo, pequeña —dijo—. Cuando nuestras mujeres
suplican a la Pachamama que nos envíe una buena cosecha, ¿crees que después de
rociar la tierra con chicha y depositar en ella buen maíz y plantas mágicas, que
después de las danzas y cantos destinados a agradar a nuestra diosa, se cruzan de
brazos? ¡Ciertamente, no! El trabajo viene a acrecentar el valor de sus ofrendas. ¿Qué
has hecho tú sino admirar tu piel clara y lamentarte? Los poderes benéficos, que están
por todas partes, conceden protección sólo a aquellos que saben mostrarse dignos de
ella. Si quieres algo, haz lo necesario para obtenerlo y podrás contar con la ayuda
divina… Tu madre ha empollado un pajarito demasiado hermoso; tú no has nacido
para permanecer aquí, pero la pobre se niega a reconocerlo. Los padres ven a sus
hijos en el espejo de su propia juventud… He predicho que serías aclla, ¡y lo serás!
Vuelve mañana. No olvides decir a tu madre que me cocine un guiso, y tráeme un
vaso de chicha.
Entonces empezó la tortura. Durante meses tuve la pierna inmovilizada, envuelta
en un emplasto de hierbas sujeto por unas tablas de madera. Cada semana, el padre de
mi padre deshacía su trabajo, me lavaba la pierna con orina y añadía a esos cuidados
los encantamientos apropiados; luego, me ponía un emplasto fresco y otra vez las
tablas. También me recomendaba ser humilde. Pero lo que la Pachamama leía en el
fondo de mi corazón no debía de contentarla: cuando él retiró las tablas yo seguía
cojeando.
La prueba, sin embargo, no había sido inútil. Aquella vez rechacé la derrota y
decidí ocuparme yo misma de mi maldita pierna. Al notar que llevaba todo el peso de
mi cuerpo sobre la cadera derecha, decidí que bastaba con hacer lo contrario.
Os he hablado mucho sobre el tema, así que no os diré lo que me costó rectificar
mi manera de caminar, pero adquirí una voluntad dura como el asta de una lanza y, en
noviembre, mis padres me llevaron a Amancay. El huarmicuc me retuvo. Dije adiós a
mi familia y entré en el aclla huasi.
Padre Juan, si lo deseáis, proseguiremos este relato después de cenar…
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2
Padre Juan de Mendoza En Cuzco, ciudad del Perú, 30 de septiembre de 1572.
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pamparuna vivían en el campo, aisladas como apestadas, y ninguna mujer les dirigía
la palabra so pena de que le cortaran el cabello en público y de ser repudiada por su
marido. En cuanto a los hombres… Ellos no se preocupan por la honestidad cuando
sus instintos bestiales son satisfechos. ¡Los que disfrutaban de las pamparuna eran
los primeros en lapidarlas con palabras!
Digo esto para mostraros lo mucho que se equivocaron los vuestros. No hay
convento en vuestro país donde se controle la castidad con más rigor que en los
Acllahuasi. Y no creáis que existe falta de respeto en esta comparación. En aquella
época, creíamos lo que creían nuestros padres y los padres de nuestros padres. Para
nosotras, entrar en el Acllahuasi era como empezar un noviciado con el fin supremo
de convertirnos en las esposas del Amante divino.
Quedé petrificada de admiración ante el Acllahuasi de Amancay. Unas murallas
formidables de bloques de granito defendían el acceso. Una vez franqueadas, se
atravesaba una explanada ricamente pavimentada. Luego, por unas nobles gradas, se
penetraba en el Acllahuasi propiamente dicho, un inmenso edificio que se abría sobre
salas adornadas con colgaduras y hornacinas, en las que brillaban estatuas y floreros
de oro y plata… ¡Contemplad eso con unos ojos habituados al decorado estrecho,
terroso y tiznado de humo de nuestra casita, y comprenderéis en qué estado de
estupor extasiado caminaba yo! Había galerías que separaban las salas de los talleres.
Al fondo, adosadas como los alvéolos de un panal, se alineaban nuestras celdas.
En el exterior, los lugares del culto se elevaban en medio de unos magníficos
jardines. ¡Una rareza más! ¡En nuestra aldea, utilizar la tierra para producir flores y
plantas de adorno habría sido un sacrilegio! Más lejos se extendían el parque de las
llamas, otras dependencias y campos de cultivo, y siempre, como línea de horizonte,
la mirada chocaba con las murallas, recordándonos nuestros límites.
Una superiora, parienta cercana del Inca, era la responsable del Acllahuasi. La
asistía un gobernador, también de sangre principesca, que dirigía la intendencia.
Sabios médicos cuidaban nuestra salud. También nos rodeaban las mamacuna, unas
viejas aclla cuyos encantos demasiado maduros ya no eran capaces de atraer el
interés del Inca y que encontraban en el Acllahuasi un retiro digno de su rango y unas
pupilas a quienes transmitir su experiencia y su saber.
Cuando llegamos, las otras jovencitas y yo, seleccionadas por el huarmicuc de la
provincia, fuimos sometidas a un examen destinado a verificar nuestra virginidad. Tal
vez ese detalle os parecerá escabroso, padre Juan, pero éramos diamantes en bruto,
destinadas a alegrar los sentidos del Inca una vez desembarazadas de nuestra escoria,
limpiadas y vueltas a limpiar. Era esencial controlar nuestra inocencia, del mismo
modo que, antes de tallar una esmeralda, el primer cuidado del lapidario es asegurarse
de la pureza de su agua.
¡Habéis querido conocer nuestras costumbres, tendréis que oírlo todo! A
continuación nos raparon, dejándonos sólo unos cortos mechones en la frente y las
sienes, que fueron trenzados por una mamacuna. Me consolé de la pérdida de lo que
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nosotras, las mujeres de esta tierra, consideramos el más regio de los adornos,
pensando que mi cabello habría crecido otra vez cuando compareciera ante el Inca.
Después nos vistieron. Si la presencia de un gran sacerdote del Sol no nos hubiera
tenido paralizadas, pues no habíamos tenido hasta entonces más que a nuestros
modestos adivinos de aldea como intermediarios ante los dioses, ponernos aquella
ropa nueva habría sido una fiesta. Escoltadas por una de las veteranas, encargada de
iniciarnos en nuestros deberes, nos retiramos, vestidas con una túnica de color
violáceo y un pequeño velo sobre nuestro cráneo afeitado.
Aunque había sirvientas que se ocupaban de atendernos, no supongáis que
nuestro tiempo transcurría entre charlas y juegos. ¡Teníamos tanto que aprender! Ante
todo, el ritual del culto, muy conciso en nuestros ayllu, donde los impulsos del
corazón suplen la ignorancia, y también la decoración de los altares y los cantos y las
danzas que presiden nuestras ceremonias religiosas ya hubiese bastado para ocupar
nuestros días y nuestras cabezas, pero la mamacuna de quien dependía nuestro grupo
tenía también por misión enseñarnos buenas maneras, el tejido, el bordado, la
fabricación de la chicha… ¡Qué grosera me parecía la chicha que hacía mi madre en
comparación con la rubia bebida, espumosa y fragante, que vertíamos en unos
enormes recipientes, donde el maíz, después de hervido, fermentaba suavemente!
Al cabo de un año, mis dedos habían adquirido habilidad suficiente para que
nuestra mamacuna me confiara el tejido de las chuspa, esas bolsitas que el Inca, su
parentela y algunos privilegiados llevaban siempre en bandolera y que contenían la
preciosa hoja de coca, reservada únicamente para su uso.
Un año más tarde, tuve el gran honor de ayudar en la confección de una túnica de
lana de vicuña encargada por la Coya, nuestra emperatriz. Recuerdo que la tela era de
un rosa herrumbre, y tan blanda, tan suave, que tocarla me proporcionaba exquisitas
sensaciones. Ese año me hice núbil. Me ofrecieron nuevas vestiduras y me dieron mi
nombre definitivo: «Azarpay», que en vuestra lengua puede traducirse como
«Modesta Ofrenda», aunque mis pensamientos se orientasen cada vez más hacia
orgullosas ambiciones.
Al principio, mis compañeras y yo estuvimos unidas por el proceso de
adaptación, la admiración y el temor. Pero a medida que nuestras formas se
desarrollaron y que la mujer se fue afirmando en nosotras, se establecieron
rivalidades.
Sabíamos, en efecto, que al término de los cuatro años que debíamos pasar en el
Acllahuasi, tendría lugar en Cuzco una segunda selección. Sólo las más bellas
formarían parte del lote del Inca. Y, evidentemente, cada una de nosotras se
consideraba la más bella y todas queríamos pertenecer al Hijo del Sol. Su imagen
deífica acompañaba hasta el menor de nuestros trabajos.
Cuando tejíamos, era imaginando la dicha de ser sus sirvientas y ataviarlo;
cuando revolvíamos la chicha, soñábamos con ser la que apagaría su sed, y cuando
cocinábamos sus platos favoritos bajo la dirección de la mamacuna, nos
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imaginábamos ante él, presentando los alimentos preparados por nuestras manos,
deseosas de ver la expresión de satisfacción que recompensaría nuestros esfuerzos.
En cuanto al placer supremo… En la ignorancia absoluta de lo que era el coito
sagrado (las mamacuna permanecían mudas sobre ese punto), nos agotábamos por la
noche construyendo en nuestras celdas las más extravagantes hipótesis.
Las mamacuna, que percibían la agitación de nuestra sangre, no cesaban de
recordarnos los castigos a los que nos expondríamos si teníamos la mala suerte de
sucumbir a la tentación que podían representar los jóvenes vigorosos (porteadores,
guardianes, jardineros, pastores) que compartían con nosotras la austeridad del
Acllahuasi… ¡Pobres muchachos trastornados por ese rebaño de jovencitas al alcance
de sus manos rudas, a las que no tenían ni siquiera el derecho de rozar con la mirada!
No obstante, a veces las exigencias de la naturaleza prevalecían sobre el temor.
Durante mi tercer año, Gualca, una niña encantadora que tocaba
maravillosamente el tamboril, se dejó seducir por uno de los pastores. Una sirvienta
los sorprendió en el parque de las llamas y los denunció. Todas asistimos a la
ejecución, incluso las enfermas, a las que, por orden de la superiora, transportaron al
lugar en litera.
El tiempo era hermoso, las aves atravesaban el cielo en vuelos oscuros y todavía
tengo en la nariz el olor agradable y fresco de la hierba que los jardineros habían
cortado antes de cavar el pozo. El amante de Gualca fue colgado ante sus ojos.
Luego, a ella la enterraron viva. El castigo estaba justificado, teníamos conciencia de
ello, pero los alaridos de la infortunada me tuvieron despierta largas noches y, más
aún, el silencio terrible que siguió a los gritos cuando la tierra llenó su boca.
En lo que a mí concernía, yo había penado y sufrido demasiado para entrar en el
Acllahuasi, ¡y ni el más seductor de los hombres hubiese logrado conmoverme! Sobre
todo porque mis probabilidades parecían aseguradas. Nuestra mamacuna, cuya
severidad se disipaba ante mi talento para tejer, repetía que yo sería la gloria de
Amancay.
La fecha de nuestra partida iba acercándose, y yo recuperaba mis antiguos
temores. A fuerza de disciplina, mi cojera se había vuelto imperceptible, pero yo
sabía en el fondo de mi corazón que estaba haciendo trampa. ¿Y se puede engañar al
dios viviente?
Hicimos nuestra entrada en Cuzco una semana antes del solsticio de verano,
durante el cual se celebraba el Intip Raymi, la Fiesta del Sol. De inmediato nos
encerraron en el muy ilustre Acllahuasi de la ciudad, en compañía de otras jovencitas
llegadas de los cuatro distritos del Imperio, con prohibición absoluta de acercarnos a
los apartamentos de las vírgenes del Sol.
Para que no cometáis el error de vuestros compatriotas, os hago notar, padre Juan,
que hay una gran diferencia entre las vírgenes del Sol y la categoría a la que yo
pertenecía. Las intipaclla o «mujeres elegidas del Sol» (démosles su verdadero
nombre) eran todas de noble extracción y permanecían enclaustradas hasta la
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muerte… Cuando graves acontecimientos lo exigían, no había ofrendas que
agradaran más a los dioses que aquellas beldades patricias.
La noche que precedió al Intip Raymi, intenté en vano conciliar el sueño, y me
levanté presa de gran desasosiego. ¡Había llegado el día! El humor del Inca decidiría
mi destino. En Amancay, yo imaginaba ese sino radiante como un cielo en la aurora.
Pero ahora se me aparecía brumoso, tormentoso y lleno de pájaros negros volando en
círculos.
Nos entregaron túnicas de lana blanca y anchos cinturones bordados, cuyo color
variaba según la provincia que representábamos. El mío era azul. Vi en eso un mal
presagio: el día en que me rompí la pierna tenía un hilo azul atado en la muñeca.
Desde entonces detesto el azul y desconfío de él. También nos distribuyeron unos
pequeños velos blancos muy finos y guirnaldas de flores para sujetarlos sobre
nuestros largos cabellos flotantes. Después, una multitud de sacerdotes invadió el
lugar, nos repartieron en grupos y nos empujaron hacia la salida.
El Acllahuasi se abría directamente sobre la Huacaypata, la Plaza de las
Ceremonias. Deslumbradas por la luminosidad, nos inmovilizamos en la inmensa
explanada para escuchar la arenga del gran sacerdote del Sol, el Villac Umu.
Yo traté de concentrar mi espíritu en aquella alta y majestuosa figura, coronada
por una tiara de oro terminada en un sol del mismo material, realzado con plumas,
pero no me pidáis que os repita sus palabras: aunque me fuera la vida en ello, no
podría. Un sudor frío me mojaba la nuca y los riñones y me temblaban las piernas.
Estábamos en ayunas desde la antevíspera. Mi rápido crecimiento no soportaba bien
aquel rigor. Al menos, ésa era la excusa que yo me daba para explicar el cobarde
abandono de mis fuerzas y el desorden de mi pobre cabeza.
Comenzamos a desfilar. Una a una, las jovencitas que precedían a nuestro grupo
se postraban ante unos altares construidos y decorados para la ocasión.
En el primero se alzaba el Punchao, enorme y magnífico disco de oro macizo que
simbolizaba a nuestro padre el Sol; en el otro, con reflejos suaves, el disco de plata de
la Luna, su esposa y hermana, y más lejos, sobre un palanquín de oro, la efigie
resplandeciente de Inti Illapa, señor del rayo, de la lluvia y del granizo, una de
nuestras divinidades más veneradas, comprenderéis por qué.
A continuación, las jovencitas se inclinaban ante los mallqui, que llevaban los
párpados laqueados de oro e iban suntuosamente vestidos, con la cabellera sembrada
de plumas y pedrería. Unos servidores abanicaban a los mallqui, otros sostenían unos
parasoles de plumas de loro multicolores sobre sus augustas cabezas… ¿Qué son los
mallqui? Los cuerpos de nuestros Incas difuntos, a los que el embalsamamiento
conserva la apariencia de la vida en la muerte. Se los había sacado de sus palacios,
donde cada uno continuaba reinando sobre una verdadera corte.
Mentiría si os dijera que la vista de aquellas reliquias sagradas nos inspiraba el
recogimiento que hubiéramos mentido en cualquier otro momento. No teníamos más
que un pensamiento: «¿Llamaré la atención del Inca?». ¡Nuestra existencia dependía
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de la respuesta! Y seguíamos con nerviosismo el avance de nuestras compañeras.
Cada una de ellas se detenía ante el Inca. Cuando él inclinaba la frente, ceñida con el
llautu y la mascapaycha, insignias de la omnipotencia, ¡cómo envidiábamos a la
elegida! El suplicio había terminado para ella. Imaginábamos su embriaguez, pero
también la decepción de las otras, y nuestra garganta contraída se cerraba un poco
más.
Ya nos acercábamos. Ahora podía distinguir con bastante nitidez la fisonomía del
gran Huayna Capac, duodécimo de la dinastía. Ya no era joven. Pero ¿se tiene edad
cuando se es Inca? Detrás del hombre-dios y de la Coya, su esposa-hermana, se
apretujaba la nobleza. Las bendiciones del Sol, derramadas sobre aquel cuadro de
jefes guerreros y dignatarios, encendían tantos fuegos de oro, tantos centelleos de
alhajas, que mirarlos fijamente hacía arder los ojos…
Sentí un golpe seco entre los omóplatos. Me sobresalté, me volví y encontré la
mirada pétrea de un sacerdote. «¡Baja los ojos, insolente! Y avanza». Absorta en mis
temores y mis reflexiones, había dejado, en efecto, que se formara un espacio entre la
jovencita que me precedía y yo. Apresuré el paso para alcanzarla.
La mano del sacerdote se cerró sobre mi brazo y me hizo volverme hacia él.
«Cojeas», dijo.
Protesté, aterrorizada.
El desfile se interrumpió. Un dignatario se acercó para informarse. El sacerdote
reiteró su acusación. Yo ya no podía dominarme. De todos modos, ¡qué tenía que
perder, si ya todo estaba perdido! Continué negando, resistiendo. Llegó otro
dignatario, escoltado por dos guardias que me aferraron, y me encontré tirada en el
suelo, ante los tronos de oro del Inca y de la Coya. Así me quedé, muda, rota.
El sentimiento de culpa, latente en mi corazón desde hacía años, reventó bajo el
choque de la emoción y me invadió, dejándome sin voluntad, indefensa. Era casi un
alivio. Ya no tenía que fingir, ya no luchaba, aceptaba la renuncia, el castigo, la
muerte… Y ya me sentía muerta, polvo en el polvo. Entonces recordé el suplicio de
Gualca y me embargó el espanto, el dolor invadió mi cuerpo y me enderecé.
Un golpe me envió de nuevo al suelo. La voz del Inca resonó, formidable:
«Levántate». Obedecí. La Coya se inclinó:
—La niña es de una gran belleza, mi todopoderoso señor. ¿Has notado la blancura
y la finura de la piel, la elegancia de los miembros? Si me permites expresarte mi
opinión, creo que si su defecto escapó a la mirada de las mamacuna, ¿no será acaso
por voluntad de los dioses, deseosos de ofrecerte esta maravilla marcada con una
señal particular, a fin de que no haya ninguna igual?
Aquella noche hubo un gran banquete, y alegre francachela y cantos en la
Huacaypata. Los ecos de la fiesta se colaban por las aberturas del Acllahuasi, adonde
me habían devuelto, y resonaban hasta en mi celda.
De nuestro grupo de Amancay, casi todas habían sido entregadas a dignatarios y
gobernadores de provincia. Aparte de mí, el Inca había retenido sólo a otra jovencita.
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Los primeros días, mi euforia fue tal que casi me debilité. Al cabo de una semana
aquella felicidad se agotó. Yo había creído lograr mi propósito. ¡Error! Quedaba por
franquear un gran obstáculo.
Lo comprendí al encontrar en los talleres del Acllahuasi a numerosas aclla ya no
demasiado jóvenes, con los rasgos marchitos, destinadas al olvido. Durante su
presentación habían gustado, pero fue una impresión efímera borrada enseguida. La
belleza tiene su monotonía. ¿Cómo podría retener la memoria del Inca los rostros, las
siluetas de cientos, de miles de mujeres seleccionadas por él? Ser seleccionada no
significaba ser elegida. Al contrario, ser seleccionada era para muchas la reclusión
perpetua. Aquella deducción me horrorizó. Caí en la melancolía, perdí hasta el gusto
de peinar mis cabellos, y las mamacuna de Cuzco me regañaban. Repetían que una
aclla debe estar lista en todo momento. El placer del Inca no tiene horario.
Los servidores fueron a buscarme en plena noche. Me sacudieron, me
sumergieron todavía atontada en un pilón recubierto de oro, me frotaron con esencia
perfumada, me pusieron una túnica blanca bordada, me desenredaron el pelo, lo
adornaron con una banda de oro, me envolví en mi lliclla y, tiritando en el frío de la
noche, dejé el Acllahuasi, sabiendo que ya no volvería a cruzar el umbral, pues toda
mujer que compartiera el lecho del Inca, aunque fuera sólo una vez, quedaba
destinada a su casa.
Una callejuela separaba el Acllahuasi del palacio de Huayna Capac. Bruscamente,
encontré el trayecto demasiado corto y me trastorné. ¿Sabría agradarle? ¡Me sentía
tan torpe, tan tonta! Los servidores me introdujeron en una sala centelleante de oro y
me abandonaron. Una colgadura se apartó. Me postré. Dos pies menudos, calzados
con sandalias de fina lana trenzada, se acercaron a mí con pasitos rápidos.
—Levántate, niña. —Estupefacta, reconocí a la Coya Rahua Ocllo—. He sido yo
quien te ha mandado llamar. Esta noche, el Inca está cansado, pero su poderosa
naturaleza reclama sosiego. Dos de sus mujeres han intentado satisfacerlo, y las ha
rechazado. Es tu oportunidad, pequeña… ¿Tienes miedo?
—¿Quién no temblaría ante el gran Huayna Capac, oh serenísima Coya?
—No dejes que se note. Apagarías la benevolencia de mi esposo. Su deseo se
diluye ante el temor que anuda los miembros, los llantos que afean y todas las
ridículas manifestaciones a las que las doncellas tienden a abandonarse. Si te duele
cuando su ullu te penetre, ¡sufre alegremente a fin de recoger toda su semilla y que él
tenga un goce perfecto! Y si sientes que su interés languidece…
Siguieron consejos que escuché, enrojecida. Entre nosotros, los hombres tienen
un lenguaje rudo y lo emplean con profusión, mientras que las mujeres están
obligadas a la más estricta decencia de expresiones… Pero ¿quién habría tenido la
audacia de comparar a la Coya con ninguna otra mujer? ¡Nada puede ensuciar la boca
de una diosa! Ese pensamiento devolvió mi adoración a su lugar.
La Coya dio una palmada. Apareció una enana.
—Ve —dijo la Coya.
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La enana me llevó en silencio, a pasitos, hasta los aposentos del Inca. Ante la
puerta velaban un jaguar y un puma con collares de oro incrustados de esmeraldas.
Gruñeron cuando me acerqué. La enana emitió una especie de silbido y se callaron.
Entré. Una antorcha iluminaba la habitación. En las noches de grandes fiestas, yo
había visto tan a menudo a mi padre y a los hombres de nuestro ayllu vencidos por la
chicha, que comprendí enseguida que Huayna Capac estaba ebrio. Eso me devolvió
la sangre fría. La situación me resultaba familiar y no necesitaba los consejos de la
Coya para resolverla. Me acerqué a la forma tendida al borde de la cama y, osando
poner las manos sobre el cuerpo de mi señor, conseguí mover su gran masa, estiré sus
piernas y lo cubrí.
La operación se describe en pocas palabras, pero creedme, padre Juan, ¡el
esfuerzo me empapó de sudor! Al menor gruñido que salía de su augusto pecho,
temblaba temiendo que el furor lo arrancara de su somnolencia y lo empujara a los
peores extremos.
Una vez hecho esto, no supe qué hacer. ¿Partir? ¡Partir así, partir sin que el Inca
hubiera marcado mi carne con su sello, partir entonces para volver al Acllahuasi…! Y
no habría segunda oportunidad, la Coya no me perdonaría haber decepcionado su
benevolencia. ¿Cómo disculparme ante ella? ¿Podía permitirme yo, criatura vulgar,
insinuar que la chicha tenía los mismos efectos sobre el Hijo del Sol que sobre el
campesino?
Contemplé a Huayna Capac. El sueño suavizaba los estragos del tiempo, alisaba
las arrugas. ¡Así, boca arriba, entre las mantas, era muy hermoso y mucho menos
impresionante! Movida por un súbito impulso, me tendí sobre una de las esteras,
decidida a esperar su despertar… Y deshecha de emoción, me dormí.
Por la mañana, al encontrarme al pie de su lecho y dueño de nuevas fuerzas, el
Inca me tomó. Yo estaba suave y húmeda, medio dormida, y tierna como un panecillo
fresco de maíz. Él pareció contento. A continuación llamó. El jaguar y el puma
saltaron dentro de la habitación y se dedicaron a olerme y lamerme. Disimulé mi
temor lo mejor que pude. El Inca reía.
Entró un dignatario, uno de sus hermanos seguido de su consejero íntimo. Al
verme, felicitó a Huayna Capac por haber prolongado la noche hasta la mañana como
un hombre joven. El buen humor del Inca se acentuó.
Después unas aclla invadieron la habitación. Desplegaron unas esteras de junco
trenzado en el suelo y las cubrieron con platos de oro en los que había toda clase de
ricos alimentos: pájaros asados, soberbios pescados, guisos de setas y frutas de las
tierras cálidas que me resultaban desconocidas. Luego trajeron un banquito de
madera recubierto de lana. El Inca se sentó. Ellas se dispusieron a servirlo. Él me
señaló con un gesto; con otro, las despidió. La mirada que me dirigieron al retirarse
me dio la medida del privilegio que se me otorgaba.
Bendiciendo en lo más íntimo de mi corazón a las buenas mamacuna de
Amancay, que me habían enseñado a servir hasta en los menores detalles, cogí una
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escudilla de oro, esperé que el Inca eligiera y, después de llenarla disponiendo el
pescado de la manera más atrayente, se la presenté y permanecí de pie ante él hasta
que la vació. La comida duró mucho tiempo. Yo admiraba el apetito del Divino. En
las aldeas, lo normal es la frugalidad. Yo también tenía hambre. Los aromas que
subían de los platos me retorcían el estómago. Al final de la comida, me autorizó a
tomar un huesecillo de pato salvaje, que roí con deleite.
La voluntad del Inca no tiene horario. Así que yo estaba siempre preparada para
satisfacerlo. Por la noche, la sirvienta (ahora tenía una sirvienta para mi uso personal)
velaba para despertarme y vestirme si Huayna Capac enviaba a buscarme. A veces, le
bastaba con contemplarme bailar al son del tamboril, lo que yo hacía bastante bien.
Cuando no estaba con el Inca, es decir, la mayor parte del tiempo, permanecía en
la habitación que me habían asignado y que se ennoblecía poco a poco con las
demostraciones de la satisfacción que yo proporcionaba a mi señor: una colgadura, un
jarrón, una manta de lana fina, un espejo de bronce y un cofrecito de madera en el
que guardaba otros regalos, como un broche de plata para cerrar mi lliclla y un ancho
brazalete adornado con flores de nácar y coral. La sirvienta me traía las comidas.
El Inca me había prohibido mezclarme con las otras aclla. Ignoro por qué, pero
aquel apartamiento, aquel círculo mágico que él trazaba a mi alrededor, me llenaba de
orgullo. La cabeza me daba vueltas. Cuando se es muy joven, el presente y el futuro
se confunden. Yo imaginaba mi existencia como una eternidad de días felices,
iluminados por un favor creciente, y la presencia de los cientos de mujeres
desdeñadas que poblaban el palacio no lograba enturbiar esa ingenua convicción.
Enloquecí de alegría cuando Huayna Capac me anunció que partía hacia Quito y
que me llevaba con él. La víspera de la partida, la Coya Rahua Ocllo me mandó
llamar. Vuestros compatriotas, padre Juan, se sintieron tremendamente extrañados al
enterarse de que, según la tradición, el Inca reinante tomaba por esposa a una de sus
hermanas legítimas. Sin embargo, ¿cómo asegurar la continuidad de los
descendientes del Sol si no era casando entre ellos a los únicos depositarios de sangre
pura y divina? Nosotros no veíamos en esas uniones más que necesidades que
escapaban a toda regla humana.
Como la mayor parte de las mujeres descendientes en línea directa del primer
Inca, Manco Capac, fundador de la dinastía, Rahua Ocllo (¿os lo había dicho?) era
muy bella. Su piel tenía la palidez nacarada de la Luna y su cabello tomaba la
sombría y profusa brillantez de la noche. Le gustaban las fiestas, se rodeaba de
enanas bufonas, era muy coqueta en su arreglo y tenía predilección por las
esmeraldas y los tonos vivos del arco iris. Eso era lo que yo sabía de ella, que no era
más que la apariencia, lo mismo que sus bondades para conmigo, y no tardaría en
descubrirlo.
Despidió a sus mujeres. Su aire severo me inquietaba. El humor de los príncipes
es la conciencia de los humildes. Me sentí culpable sin poder decir de qué.
—Niña —comenzó—, antes de que te vayas tenemos que hablar. Debes saber
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que, hace una treintena de años, el Inca, mi esposo, subió hacia el norte con su gran
ejército y conquistó el rico reino de Quito. En el Inca cohabitan el dios y el hombre.
El hombre se enamoró de Pacha Duchicella, la hija del rey de ese país. Nuestro hijo,
el príncipe Huáscar, tenía cinco años cuando Pacha Duchicella dio, ella también, un
hijo a Huayna Capac. A ese bastardo lo llamaron Atahualpa. Mi esposo lo ha
preferido siempre a sus otros hijos. Hoy piensa dividir el Imperio entre Huáscar y
Atahualpa… Seguramente lo ignoras: el pueblo no sabe nada de lo que, por otra
parte, no tiene por qué saber, pero desde que reinan los incas el Imperio no ha sido
jamás dividido. Al contrario, agrandar sus posesiones ha sido siempre el cuidado
constante de nuestros soberanos. Por eso he pensado en ti para apartar a nuestro señor
de su proyecto… ¡No pongas esa cara de estúpida! Cuando una mujer es lo bastante
hábil para captar la atención del Inca más de un día, es capaz de mucho. No te pido
que influyas en el dios sino en el hombre. El hombre es vulnerable. ¡Cuando pienso
que, desde la primera estación de sus amores, Pacha Duchicella sigue a mi esposo a
todas partes! Los años no han sido benevolentes con ella, pronto no será más que una
vieja carroña maloliente, pero aún conserva poder sobre el Inca. Ella es quien lo ha
decidido a ir a Quito. Él tiene la intención de establecerse allí definitivamente
después de haber instaurado la sucesión del Imperio según su funesto designio.
¡Funesto es la palabra! En las últimas fiestas del Intip Raymi, cuando tú todavía
estabas en el Acllahuasi, un águila herida, perseguida por unos buitres, cayó ante la
litera del Inca. ¡Mal presagio! ¡Los dioses están encolerizados! Y la culpa es de esa
mujerzuela intrigante y de su bastardo. Hay que aniquilar sus pretensiones. ¡El
Imperio debe volver en su totalidad a Huáscar, mi hijo, el heredero legítimo, el que
no tiene más que una sangre, la nuestra! Cuando él reine, yo reinaré y no me olvidaré
de ti.
Más adelante, en otras circunstancias, yo recordaría esas palabras. Pero, por el
momento, contemplaba aterrada a la Coya, que quebrando su adorable imagen me
ofrecía la de una arpía poseída por los celos y el odio.
—¡Soy tan joven, tan joven…! ¿Qué puedo hacer? —murmuré.
—El aguijón de un insecto puede matar al que lo supera mil veces en tamaño y en
fuerza. Tu insignificancia es un triunfo. ¿El Inca desconfiaría de la palabrería de una
niña? ¡Destruye el amor del padre por el hijo poniendo en su corazón duda y
sospecha! ¡Inventa! Cuando estéis en Quito, feudo de Atahualpa, te resultará fácil.
Huayna Capac se complace en elogiar los méritos de su bastardo y en creer que ese
demonio lo ama por él y no por lo que espera cosechar… Pequeñas frases hábilmente
deslizadas (sobre todo si antes te ocupas de dejar al viejo agotado de placer) se
introducirán en él como un dulce veneno.
Me retorcí las manos.
—Serenísima Coya, cada uno da lo que tiene. Yo no sería capaz…
Los ojos de Rahua Ocllo se achicaron como los de un jaguar cuando eligen su
presa.
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—¡Es a mí a quien debes los privilegios de que disfrutas, miserable hija de los
campos! Sin mi intervención, si yo no hubiera desviado la irritación del Inca el día
del Intip Raymi, ¿dónde estarías? ¿Y por qué te salvé? ¿Acaso te lo preguntaste?
¿Para satisfacer a mi esposo? Eso se lo dejo a otras. ¿Por piedad hacia ti? La piedad
es uno de los sentimientos más comunes. Te salvé porque una jovencita tan astuta y
ambiciosa como para disimular durante cuatro años un defecto que la habría
descalificado me pareció digna de mi apoyo. Así que no me defraudes. Utiliza la
cabeza. Hoy como ayer, se trata de tus intereses. ¡Incluso a distancia puedo deshacer
lo que hice!
Ningún hombre blanco ha asistido jamás a los desplazamientos del Inca. Así que
me voy a esforzar, padre Juan, por describiros el que realizamos de Cuzco a Quito,
que fue el último de los tiempos felices de nuestro Imperio.
Imaginaos la partida. Abren el cortejo cinco mil guerreros armados con hondas;
después, otros dos mil, de sangre noble, y enseguida dos mil más, que constituyen la
guardia personal del Inca. Todos son hombres bellos y orgullosos. Van en formación.
Sus escudos de madera, de piel, de plumas, de oro o de plata, se funden en un
animado mosaico que marca cada hilera y alegra los ojos. Las corazas brillan y las
espadas subrayan con un trazo de oro la calidad de los jefes.
Una llama blanca marcha delante de la litera del Inca. Su paso es solemne. La
cubre una gualdrapa escarlata. De sus orejas penden racimos de alhajas de oro. La
litera es una obra de arte. Han intervenido en su construcción los mejores ebanistas,
tejedores, plumajeros, joyeros… Hecha de maderas preciosas, enriquecida con
láminas de oro, engalanada con ramos de esmeraldas y turquesas, está coronada con
dos graciosos arcos de oro de donde cuelgan las cortinas. Se puede admirar la tela
sedosa, bordada con hilos centelleantes, con el Sol y la Luna simbolizando los
orígenes divinos del Inca. Las cortinas tienen agujeros, lo que le permite ver sin ser
visto. Se apartan cuando él decide ofrecerse a la adoración de sus súbditos o
contemplar los diversos aspectos del paisaje. Ocho hombres de excepcional vigor
sostienen ese monumento. Es un honor supremo. Es también una gran
responsabilidad: el menor tropiezo es castigado con la muerte.
Detrás, unas literas más ligeras, alegradas por agradables cortinas cerradas,
transportan a las mujeres designadas para acompañar al Inca. En nuestro viaje se
contaban más de setecientas. Tranquilizaos, padre Juan. Huayna Capac no pensaba en
absoluto en grandes desenfrenos, ni siquiera en honrar a la décima parte: su edad ya
no se prestaba para ello. Pero, ya os lo he dicho, las mujeres eran demostración de
poder y de fortuna, y un soberano habría quedado como un gobernador de provincia
si hubiera llevado entre sus cosas sólo a una cincuentena.
Después de las mujeres, los dignatarios. En literas o en hamacas. El rango se
ostenta soberbiamente en las vestimentas. Las capas se drapean en los hombros, sus
pliegues se abren sobre unas cortas túnicas bordadas, con bordes de flecos o
pompones de plumas de guacamayo y loro, en vivos colores. Y el oro fluye.
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Trabajado en láminas, en perlas, en pepitas o en escamas, incrustado de plata, de
pedrería, de lapislázuli, de nácar o de cristal, se convierte en pectorales, brazaletes,
jarreteras, collares, pulseras, diademas, pendientes… Su centelleo es el de nuestro
padre el Sol, que aureola a aquellos de su misma sangre.
Siguen los magos, los adivinos, los médicos, y la ola ruidosa de los cantores,
bailarines, flautistas y tocadores de tambor y tamboril; los enanos y los jorobados
cuyas cabriolas y payasadas alegrarán nuestras fiestas, y el desfile majestuoso de los
jaguares y los pumas rodeados por los oriundos de las tierras cálidas, vestidos con
pieles y plumas, hábiles en capturarlos y amaestrarlos.
Y la servidumbre.
Aunque nos habíamos asegurado de encontrar en cada alto todo lo necesario para
nuestra comodidad, los criados y sirvientas se contaban por millares. Añadamos a los
porteadores y el rebaño de llamas, los hombres más cargados que los animales. Más
allá de cierto peso, la llama se niega a avanzar. ¡Si alguien se obstina, se tenderá en el
suelo y le lanzará a la cara un salivazo verdoso y maloliente! De modo que hay que
tener cuidado y no irritarla.
Los correos preceden siempre al Inca para anunciar su llegada. Inmediatamente,
las ciudades sacan sus adornos más preciosos. Se sacuden tapices, colgaduras, pieles
de jaguar. Se fabrican decoraciones de plumas. Las paredes se cubren con escamas de
oro y plata, y la población corre a cortar en los alrededores flores y ramas.
Al paso del cortejo, las aldeas se agitan como hormigueros. Se barre la calzada, se
arrancan las hierbas y el musgo del pavimento, se levantan arcos de ramas, se
arreglan los trajes de fiesta, se canta y se baila de alegría. Los niños otean sobre los
muretes de las terrazas de cultivo. Cuando asoma el cortejo, anunciado de lejos por el
mugido de los mullu, las grandes caracolas marinas cubiertas de nácar rosado, y por
los estandartes que despliegan sus perifollos en el cielo, los niños gritan. Hombres y
mujeres brotan de las aldeas y todos invaden los campos. Hasta los ancianos de
cabeza vacilante y los enfermos descubren que tienen piernas nuevas para correr ellos
también. ¡Divisar al dios viviente es una dicha que tal vez no se repita jamás y cuyo
recuerdo encantará el corazón hasta la muerte!
Una vez cruzado el Apurimac (yo reía sola en mi litera, recordando mis temores
de niña la primera vez que había puesto el pie en el puente colgante), pegué el ojo a
las aberturas practicadas en las cortinas y me dediqué a escrutar las pendientes de los
montes y las laderas de la Nan Cuna. ¿Estarían mi padre, mi madre, mi hermana entre
aquella multitud delirante que aclamaba a Huayna Capac? No los vi. Sin duda era
mejor así. ¿Para qué avivar lo que debe ser olvidado? No habría podido hablarles ni
hacerles una señal. Una aclla no tiene familia ni pasado. Nace a la vida el día en que
se abre al amor en el lecho del Inca. Además, cuando los padres conducen su hija al
Acllahuasi, saben que no tendrán ninguna noticia de ella y que no volverán a verla
jamás.
La presencia de vuestros compatriotas, padre Juan, ha trastornado nuestras reglas.
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Volví a ver a mis padres. Mucho, mucho tiempo después, y en la hora más cruel de
mi existencia.
Felizmente, el porvenir está en el espejo de los adivinos. El mío reflejaba, en
aquel momento, sólo el rostro de una mujer muy joven bellamente arreglada,
saboreando con voluptuosidad las novedades de su condición.
A medida que nos alejábamos de Cuzco, las amenazas de la Coya se diluían…
«Lo pensaré cuando lleguemos a Quito», me decía, despreocupándome debido a las
bondades que me prodigaba Huayna Capac.
Jamás he vuelto a cometer semejante error.
La Nan Cuna se compone de dos vías. La primera se lanza a través de la sierra,
cruza los torrentes, serpentea el flanco de los montes y talla su camino en la roca; la
segunda costea, indolente, el mar. Unas ramificaciones unen este doble trazado
colosal que surca el Imperio de sur a norte. Después de Amancay, cogimos un atajo y
bajamos al valle de Pisco. Ahora, la arena ha vuelto a posesionarse del suelo, pero
cuando nosotros llegamos, ¡qué abundancia de huertos y cómo crecía el algodón!
Los españoles exclamaron que era un prodigio cuando supieron que el agua,
irrigando desde esas extensiones costeras, era transportada a los montes andinos. Les
hemos enseñado las galerías subterráneas cavadas por nuestros obreros, los
acueductos, los canales, los depósitos, las esclusas… Hoy esos trabajos están
abandonados. Eso nos entristece, no lo comprendemos. ¿Es posible que en vuestro
país, tan civilizado, se desdeñe la ciencia y el ingenio de los hombres? ¡España debe
de ser muy rica!
Nos detuvimos una semana en Pachacamac, donde Huayna Capac consultó al
oráculo; luego, en Rimac, junto a Lima, que entonces era sólo un minúsculo caserío.
Fue en Rimac donde, bruscamente, caí en desgracia.
Taulichusco, el muy poderoso curaca de la provincia, había puesto su palacio a
disposición del Inca. Los días se deslizaban, añadiéndose los unos a los otros como
las perlas de un collar. Al no haber conocido aún ni las alegrías del corazón ni la
plenitud de los sentidos, yo consideraba que en la tierra no había felicidad
comparable a la mía.
Vivir a la sombra dorada del Divino, servirlo, recoger su goce, alojarme en sus
moradas principescas, alimentarme con los platos más delicados, las frutas más raras,
tener una colección maravillosa de lliclla, túnicas, cintas y tantos pares de sandalias
como lunas en un año… Sonreís, padre Juan, me juzgáis muy frívola. Pensad que
antes yo iba descalza y tenía por toda vestimenta la que llevaba puesta, ¡pensad en el
cambio que ese ascenso representaba! ¿Qué chiquilla de quince años no hubiera
sentido vértigo?
El palacio de Taulichusco era magnífico. Los muros, con un revestimiento de
conchas, brillaban como la plata y de lejos producían un efecto mágico. Las salas se
prolongaban en terrazas llenas de flores. Fiestas y banquetes se sucedían. Una noche,
después de otros entretenimientos, el curaca hizo venir a una joven virgen que
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bailaba y tocaba la flauta. No tenía un rostro notable, su cara era chata y su boca
gruesa, pero sí mucha audacia en los gestos y una pequeña silueta ágil y graciosa,
revelada diestramente por su túnica de gasa. Al terminar su exhibición, dejó la flauta
y parodió una especie de escena de amor con una serpiente. Yo nunca había visto
nada tan indecente.
El contraste entre aquel cuerpo infantil y sus abrazos obscenos parecía gustar
mucho a los hombres. Abrían mucho los ojos, y les brillaban. ¡No cabía duda de que
todos soñaban con hacer de serpiente! El Inca tenía los párpados semicerrados y
mascaba lentamente su bola de coca. Antes de que terminara el espectáculo, murmuró
algunas palabras a Taulichusco y se levantó. Pensé que sentía asco. Junto con las
otras aclla presentes, me apresuré a imitarlo. Con un fruncimiento de cejas nos
apartó. La chiquilla lo siguió.
Por la mañana, llamó para su desayuno. Lo encontramos muy alegre. La joven
yunga (así llamamos a los habitantes de la costa) estaba desnuda, beatíficamente
tendida en el lecho imperial, revolcándose entre las mantas de lana de vicuña
especialmente tejidas para el Inca y cuya inigualable suavidad él me había hecho
apreciar. La serpiente se enroscaba entre sus piernas, con la cabeza erguida. Huayna
Capac me ordenó ir en busca de una nodriza: la serpiente se alimentaba sólo de leche
de mujer. Obedecí con el corazón lleno de rabia.
Cuando remontamos hacia el norte, Nauca Paya, la yunga, partió con nosotros. El
clima de las orillas del mar inclina a la lascivia y a la intemperancia. Los hombres son
viciosos y las niñas tienen la reputación de nacer recalentadas por las brasas que se
incuban en el vientre de sus madres. Pronto sospeché que Taulichusco había iniciado
a la yunga en prácticas perversas con el propósito de atraerse el favor de Huayna
Capac. Yo crecía y empezaba a husmear la podredumbre. Pero aquel comienzo de
perspicacia no me servía para nada. Cuando la mirada del Inca se aparta, no hay
recurso que valga. ¡Mi única esperanza era que se cansara de compartir su placer con
una serpiente!
La continuación del viaje fue penosa. Sola en mi litera, erraba por los negros
paisajes que me ofrecían mis pensamientos. Por fin llegamos a Quito, y nos
instalamos en Tumipampa, la residencia del Inca. Los altos picos nevados erizaban la
lejanía. Unos jardines dibujaban los alrededores del palacio. Su esplendor atenuaba a
veces mi desolación.
De esos jardines, como de los de nuestros templos y de los otros palacios
imperiales, no queda nada de lo que constituía su magia. Para deleitar a los incas,
nuestros orfebres sabían utilizar como estuches los ambientes naturales, tan caros a
nuestros corazones, y combinar así los dones de la tierra con las suntuosidades del
arte.
En los jardines de Tumipampa crecían con profusión las flores de oro, y también
árboles, arbustos, matas cargadas de bayas y de frutas, todo esto asimismo de oro.
Cuando brillaba el sol, parecía un incendio: ¡millares de flechas centelleantes
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atravesaban las sombras! De oro eran también los animales que se encuentran al azar
en los caminos o que se posan en las ramas. Había también un campo de maíz, tan
fielmente reproducido por los orfebres que en las cuatro estaciones uno podía creerse
en la época bendita de la cosecha.
Cuando los españoles descubrieron ese oro, reaccionaron de un modo que nos
dejó estupefactos. Para nosotros, el oro sirve sólo para goce de los ojos, y por eso
estaba reservado a la élite. Vuestros compatriotas han visto solamente el valor
comercial que le atribuís y se apresuraron a fundir en lingotes flores, hojas, frutos,
árboles, maíz y la multitud de animales trepadores y voladores, insectos, conejos,
gatos salvajes, ardillas, pájaros y demás, dispuestos para alegrar los paseos de nuestro
señor. En resumen, ¡todas esas maravillas concebidas y cinceladas tan delicadamente
y con tanto amor en el precioso metal! Ahora éste circula despojado de su belleza,
anónimo, manipulado por manos sucias… La moneda es ciertamente el testimonio de
una sociedad más sabia e industriosa que la nuestra, pero confieso que todavía estoy
buscando las ventajas que proporciona. Nuestro comercio, basado en el trueque, era
un estímulo para el trabajo y la destreza. Me parece que el vuestro favorece codicias
sórdidas, hasta criminales. Me permití emitir esta opinión ante el virrey. Se rió.
¿Sabéis qué me respondió? «En todo indio, hasta en el más cultivado, hay un fondo
de barbarie». Yo también reí.
En Tumipampa volví a reunirme con las aclla. Era sólo una más en el rebaño, ¡y
cómo detestaba yo eso! Por orgullo, ante aquellas que había destronado en Cuzco y
cuya satisfacción adivinaba, me esforcé por esconder mis sentimientos. Pero de buena
gana hubiera dado mi pulsera de plata a un hechicero, si hubiese conocido uno, para
que le hiciera un encantamiento a la yunga y le plantara garras de lechuza en el
cuerpo.
¡Pero ved las ironías de la existencia! ¡Fueron los españoles los que me
desembarazaron de ella!
Su aparición en nuestro país, advertida en Tumbez, una ciudad al borde del mar, y
comunicada al Inca algunos días después de nuestra llegada, lo afectó grandemente.
Como nos interrogábamos acerca de su melancolía, me enteré de que, una quincena
de años antes, un adivino le había predicho la llegada de extranjeros de piel color
carne de pescado hervida, de pelo rojo o amarillo, poseedores de armas atronadoras,
más mortíferas que el rayo. El adivino había añadido que esa aparición precedería a la
muerte del Inca y al aniquilamiento de nuestro Imperio.
Aunque los hombres blancos partieron casi enseguida por el mar del que habían
llegado, Huayna Capac decidió reunir sin tardanza a sus hijos en Tumipampa para
disponer su sucesión. La yunga ya no entraba en sus aposentos, pero aquellas
noticias, que me habrían alegrado antes, ahora me dejaban indiferente. Me oprimían
horribles presentimientos.
Aunque el deseo del Inca se adormecía, le gustaba rodearse de mujeres cuya
belleza y modales lo habían seducido particularmente. Por grupos y en turnos,
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durante una semana, preparamos sus comidas, se las presentamos y lo acompañamos
adonde fuera, listas para abanicarlo, para llevarle los recipientes de oro y los vasos
llenos de chicha, para renovar la provisión de coca en su chuspa y para prodigarle
toda la atención que su bienestar requería y que la costumbre y nuestro celo de
adoradoras nos permitían prever.
Yo era precisamente una de las aclla asignadas a su servicio el día que llegó el
príncipe Huáscar, hijo de la Coya Rahua Ocllo. La escena permanece viva en mi
memoria: fue en aquella ocasión cuando mi destino se determinó definitivamente, y
mi corazón, que todavía era el de una niña, comenzó a latir como el de una mujer.
El tiempo era de una suavidad maravillosa. De los pequeños valles vecinos, que
abundaban alrededor de nosotros, subía un ruido de pájaros y el canto poderoso de los
jardineros. El cielo se volvía rosado, irisando las cimas nevadas.
El Inca meditaba, sentado en un largo banco de granito en una de las huairona del
palacio… ¿Qué son las huairona? Elegantes galerías cubiertas, siempre orientadas
hacia una amplia panorámica propicia a la contemplación y que, en caso de peligro,
podían también servir como puestos de vigilancia. Estábamos a sus pies. Recuerdo
que yo llevaba una túnica de color amarillo azafrán y, sobre los hombros, mi lliclla
preferida, blanca con rayas amarillas, rojas y negras. Una cinta de hilos de oro y plata
ceñía mi frente. Yo había bordado en el centro una flor de un rojo vivo.
De pronto, por el gran vano abierto de la huairona, divisamos la vanguardia de un
cortejo. Era tal su tamaño, que hasta que se iluminaron las antorchas no pudo el
príncipe Huáscar presentarse ante el Inca.
No tenía ni la prestancia de Huayna Capac ni la belleza de Kahua Ocllo. Lucía la
trenza de lana amarilla. Sin ese tocado, tradicional en el príncipe heredero, nada lo
habría señalado a las miradas. Junto a Huáscar estaba Atahualpa, el bastardo de la
princesa de Quito. Había ido a recibir a su medio hermano en los límites del reino de
sus antepasados, convertido en una provincia de nuestro Imperio. Lo cubría una
deslumbrante capa de plumas.
Aún no os he hablado de Atahualpa, padre Juan, aunque acudía a menudo al
palacio a visitar al Inca. El odio ha cerrado mi boca, y también la repugnancia que
siento, incluso después de tantos años, a evocar su fisonomía… una fisonomía
agradable, por otra parte, bien secundada por un habla espiritual y sedosa por la que,
lamentablemente, Huayna Capac se dejó atrapar. A pesar de la gran importancia que
habrían de tener en mi vida, dejemos por el momento a Huáscar y a Atahualpa.
Detrás de ellos había un joven. El tamaño de los discos de oro que colgaban de los
lóbulos de sus orejas atestiguaba su cercano parentesco con el Inca. Tenía los
pómulos anchos, la nariz arrogante y la boca fuerte.
Yo me había cruzado, durante el viaje y en la corte de Tumipampa, con hombres
jóvenes y hermosos, cuya virilidad me había emocionado un poco, pero aquél, tal vez
porque se adivinaba en él ese algo que distingue a los seres de excepción, ¡aquél me
quitó el aliento! He tenido otros amantes, padre Juan, pero Manco fue el único que
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me poseyó enteramente. Y ya me poseía cuando yo ignoraba hasta su nombre. Lo
supe cuando Huayna Capac lo interpeló. Yo bajé los ojos y hundí el nombre en el
fondo de mi memoria, sabiendo que no podría aportarme más que sufrimientos y
tormentos. ¡Desdicha a la mujer elegida que haya osado ofrecerse a otro y al hombre,
príncipe o pastor, que haya intentado seducirla!
Algunos días más tarde, en el curso de una solemne ceremonia, Huayna Capac
expresó su voluntad: el Imperio pertenecería a Huáscar, pero a éste le sería amputado
el reino de Quito, del que pensaba disponer en beneficio de Atahualpa.
Huáscar se inclinó y los dos hermanos se juraron eterna amistad ante su padre.
Las palabras no obligan a nada cuando se pronuncian bajo coacción.
El reparto decidido por el Inca me recordó las amenazas de la Coya. Pero ¿qué
hubiese podido hacer yo? ¡Una mujer no tiene más que su cuerpo para influir sobre el
espíritu de su dueño! ¿Y qué podría quitarme Rahua Ocllo que yo no hubiese ya
perdido? De todos modos, temía ser un escape para su furor cuando se enterase de la
noticia. Se rumoreaba que empleaba a menudo el veneno. Me decidí entonces a hacer
probar mi comida a un conejillo de Indias. Luego me absorbieron otras
preocupaciones y me olvidé.
Los malos presagios se multiplicaban. Un cometa verde apareció en el cielo. Un
rayo cayó sobre el palacio. Signo evidente: ¡los dioses apuntaban sobre nosotros un
dedo de fuego y nos enviaban sus maldiciones! Y los sacerdotes, los magos, no
cesaban de anunciar el fin cercano del Inca y de repetir que lo seguirían atroces
calamidades. Instruida ahora por las enseñanzas de vuestros compatriotas, sé que
pretender leer el porvenir en las entrañas humeantes de una llama es una necedad…
¡Qué digo! ¡Es un pecado! Pero sigo sin explicarme cómo nuestros magos lograron
describir con tanta precisión los horrores que nos acechaban. Después de la partida de
Huáscar y de Manco, Huayna Capac contrajo una fiebre maligna. Los médicos no
pudieron hacer nada. Para el Inca había llegado el momento de reunirse con su padre
el Sol, y él lo sabía.
Antes de morir, reunió a sus parientes, sus jefes guerreros y los principales
curaca, y les anunció que pronto aparecerían extranjeros, los mismos que se habían
divisado en Tumbez, que se apoderarían de nuestro país y que deberíamos
obedecerlos como lo indicaba la predicción, porque es más sabio someterse a
hombres superiores en todo que intentar combatirlos.
A menudo he resumido el discurso de Huayna Capac a los españoles (entre otros
a los hermanos Pizarro) y os digo, padre Juan, así como se lo he dicho a ellos, ¡que
esas palabras influyeron más sobre el abatimiento de nuestra nación que toda la
intrepidez y la valentía de los vuestros!
Siguiendo nuestras leyes, el fallecimiento se mantuvo en secreto hasta que los
gobernadores de las provincias hubieron hecho lo necesario para que la transmisión
de los poderes se hiciera en calma.
Tumipampa resonaba con nuestras lamentaciones. ¡Tratad de imaginar la tierra
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cubierta de tinieblas y tendréis una idea de lo que sentíamos! Numerosas aclla, en
señal de duelo y aflicción, sacrificaron sus hermosos cabellos. Con la vida del Inca,
su propia vida se detenía. La mía también. ¿Qué sería de nosotras?
Algunas recibirían legados de tierras y se retirarían con fortuna y honores. A otras
se les confiaría cuidar al Inca difunto en su palacio. Una función envidiada. Nosotras,
las más jóvenes, que no habíamos disfrutado más que brevemente del favor de
Huayna Capac, no podíamos esperar nada que no fuera ir a engrosar el número de
mujeres del nuevo Inca como sirvientas de éstas. Al no ser ya nuevas, ¿qué valor
tendríamos a sus ojos?
El corazón de Huayna Capac se quedó en Quito, como él lo había deseado. Los
despojos tomaron la dirección de Cuzco. Habíamos ayudado a embalsamarlo. Una
vez retiradas las vísceras, el cadáver fue sometido a la acción de sustancias
balsámicas, miel y resina, así como a otros ingredientes que los sacerdotes mantenían
en secreto. Luego se le doblaron las piernas, con las rodillas bajo el mentón, en la
posición fetal, que es la primera de nuestra existencia y que por eso debe ser la
última, para reintegrarnos a las profundidades de donde venimos. Siempre
procedíamos de esa manera con nuestros difuntos, fuera cual fuese su clase social.
A continuación envolvimos el cuerpo con tres mortajas blancas, después con una
gasa fina, y lo revestimos con el uncu, la túnica de plumas de loro amarillas, rojas,
verdes y azul turquesa, sembrada de escamas de oro. Y lloramos. ¡Ay! ¡Cómo
lloramos!
A pesar de la certeza de que la vida continúa en el más allá, era horrible ver
reducido, inerte, al dios que habíamos adorado y, peor aún, al hombre del que
conocíamos el gusto amoroso y las debilidades. Sólo el rostro nos lo recordaba.
Intacto, hermoso, rejuvenecido… Una gorguera de encaje, hecha de una gruesa tela
rígida, sostenía su majestuosidad, el bermellón coloreaba con aire de salud las orejas,
la frente, la nariz y las mejillas, rellenadas con trozos de calabaza. Y una fina lámina
de oro conservaría para siempre el brillo de la mirada que había posado sobre cada
una de nosotras.
Fue así, adornado con sus joyas más magníficas, tocado con el llautu y la
mascapaycha, como el pueblo, agolpado a lo largo de la Nan Cuna, vio por última
vez a su Inca, entre las cortinas de la litera.
Efectuamos el viaje, de unas quinientas leguas, a través de una niebla de lágrimas.
Las escenas de desolación se sucedían al paso del cortejo. Cuando nos acercamos a
Cuzco, dejaron de contarse los suicidios. Huayna Capac era muy querido. Tal vez,
también, con esa clarividencia oscura que tienen los humildes, la muchedumbre
sentía que con él desaparecía para siempre nuestra radiante paz.
Llegamos a Cuzco una noche. En cada plaza ardían fogatas funerarias, que
arrojaban reflejos rojizos a las fachadas de los palacios. Toda la familia del Inca
estaba reunida ante el Templo del Sol para recibir sus despojos. Cuando la litera se
detuvo, los cantos y las danzas acostumbrados en esas circunstancias alcanzaron una
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intensidad casi inaguantable.
Dirigiendo unas piernas que ya no sabían andar, nos reunimos atontadas,
titubeando, con las otras concubinas de Huayna Capac que se habían quedado en
Cuzco. Como no se habían macerado en lágrimas como nosotras, manifestaban mejor
su dolor. Pero los vasos de chicha y las hojas de coca que nos distribuyeron
enseguida los servidores reanimaron rápidamente nuestras fuerzas. Yo veía que mis
compañeras se arrancaban puñados de cabello, se arañaban el rostro, las oía gritar…
Y enseguida añadí mis gritos a los de ellas. La coca hacía su obra y la chicha la
activaba.
Pronto no sentí más fatiga. Estaba como fuera de mí misma, proyectándome en
largos gritos que se enroscaban alrededor de mi cuerpo como las correas de un látigo
y que enardecían mi sangre. Después me volví ligera, liberada del peso de mi carne,
de la pena, de las preocupaciones, maravillosamente ligera, maravillosamente lúcida.
Ante mí se abría un camino radiante. El Inca lo había trazado. Y yo lo oía a él, al
Divino, oía su voz, que me guiaba paso a paso hacia las fogatas ardientes, donde los
verdugos habían comenzado su trabajo y preparado el lazo que me estaba destinado.
Muchas otras mujeres ya habían obedecido a la voz. Se organizaba un ir y venir
piadoso. Se llevaban los cadáveres saludados por clamores. Se los tendería a los lados
del Inca durante la ceremonia mortuoria. Así, como en vida, tendría su corte de
mujeres junto a él. Luego, alegremente, ellas lo acompañarían hacia una eternidad de
días dorados. Era su elección. Era la mía. Me parecía tener alas, tal era mi ansia por
llegar a la dicha, y avancé.
Los reflejos púrpura de los braseros coloreaban los rostros con reflejos
sangrientos. Una leve peste subía de las flores y las hojas pisoteadas, y se mezclaba
con los olores de los cuerpos sudorosos. La batahola de los tambores golpeaba en mi
vientre. Yo jadeaba, acercándome poco a poco a los afectuosos verdugos que me
liberarían de una existencia de la que ya no sabía qué hacer y, cuando los
movimientos de la muchedumbre me lo permitían, concentraba mis miradas en ellos.
En medio del ancho círculo trazado por el respeto, los estranguladores iban de
una a otra de las mujeres acuclilladas que, al llegar su turno, se curvaban y levantaban
su cabellera con las dos manos. Y, con el gesto amoroso de los amantes cuando
prenden un collar en el cuello de su amada, los estranguladores les pasaban con
suavidad la cuerda de tripa de llama. Después apretaban. Las mujeres se desplomaban
sobre sí mismas. No quedaba de ellas más que un pequeño montón de telas recubierto
de cabellos. ¿Cuántas habían muerto? ¿Cuántas morirían? Cientos y cientos,
seguramente. Cuanto más grande había sido el reino del Inca, más trastornaba los
corazones el deseo de seguirlo en su gloria.
Aquel fervor, aquel delirio que nos llevaba al sacrificio, se iba haciendo más
lento. Esperábamos inmóviles y febriles. Éramos demasiadas. Hubo que ir en busca
de otro estrangulador, y después de otro, y de otro más. Sus rostros de bronce
brillaban como engrasados por las llamas. Eran hermosos. Siempre se seleccionaba a
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hombres hermosos para ese oficio, y entregar nuestro último suspiro entre sus manos
poderosas aumentaba la impaciencia.
La concurrencia consideraba un deber mantener nuestra tensión. Deslizaban vasos
de chicha en nuestras manos y todos rivalizaban en dar, con sus cantos y sus danzas,
más encanto a nuestros últimos instantes. Yo transpiraba. Lancé mi lliclla a la
multitud, distribuí mi broche, mis pendientes, mis pulseras… Mis compañeras me
imitaron. Se instauró el desorden. Lo que ocurrió entonces fue muy rápido.
Sentí que me cogían de las axilas, que me llevaban contra la corriente, y fui
absorbida por la sombra. No me resistí: me sentía tan débil como un despojo de
animal. Lo mismo que mis secuestradores quebraron mi éxtasis, me quitaron mi
fuerza. Ya nada me sostenía salvo su voluntad.
Una litera esperaba en una callejuela. Me empujaron adentro. Los porteadores
levantaron los largueros, yo me desplomé…
Padre Juan, lo siento. ¿Os lo he dicho ya? Dejo Cuzco mañana por la mañana.
Pero hubiera deseado… ¡Una vida parece tan corta! Mas cuando se la detalla, las
palabras se encadenan… No he hecho más que comenzar. Tendría que haber sido más
breve. ¡Es culpa vuestra también! ¿Lo creeréis? ¡Sois el primero a quien tengo deseos
de confiarme! Y casi no os he dicho nada, hay tanto que decir sobre mi pobre pueblo,
sobre vuestros compatriotas, los de aquí, esos que no conocéis… A menos que…
¿Me acompañaríais? Voy al valle de Yucay, el Valle Sagrado de los incas.
Acompañadme. Me sentiría muy dichosa. Además, es precisamente allí donde
prosigue mi historia. La reviviremos juntos.
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3
Padre Juan de Mendoza. En Cuzco, ciudad del Perú, 1 de octubre de 1572.
El alba deshace la noche. Por la ventana veo a los porteadores salir uno a uno,
pesadamente cargados, con la espalda horizontal. Anoche, como su conversación
prolongó la velada hasta una hora en la cual hubiera sido inconveniente presentarme
en el obispado, me convenció de aceptar su hospitalidad. También acepté tomar
parte en el viaje. No podía desear invitación más oportuna. ¡Bendito seas, Señor, que
seguramente la has inspirado!
El valle de Yucay, me ha dicho, no está más que a tres o cuatro leguas de Cuzco.
Me rogó que eligiera un caballo en sus caballerizas. Me he quedado con un soberbio
alazán tostado. Había recibido otro igual de mi padre cuando cumplí los quince
años… ¡Señor Dios mío! ¿Me curaré algún día de ese gusto que todavía me inclina,
a pesar mío, hacia los bienes terrenales? Tendría que haberme contentado con el
rocín que me prestaron los buenos padres de Lima. Pero ¿no hubiera sido una
torpeza rehusar?
¿Qué pensar de su amabilidad? Creo que practica el juego que le ha dado tan
buen resultado con las autoridades gubernamentales, a fin de incorporarme al coro
que canta sus alabanzas. ¡No olvidemos jamás que la duplicidad es femenina y que
las mentiras en una hermosa boca suenan claras como el cristal! Sin embargo, en lo
que concierne a su pasado, se expresa con una emoción, una sinceridad innegables.
Cuando lo evoca, se la ve tal como debía de ser: fascinante, ¡y tan inocente en el
pecado!
Esas muertes colectivas son abominables. Pero ¿no ofrecen una esperanza? Si
consiguiéramos volver esa fe ciega hacia Ti, Señor, ¡qué cosecha de almas!
Una preocupación me estropea un poco el día. Pedrillo, mi intérprete, a quien
anoche di permiso para ausentarse, no ha reaparecido. Sin embargo, hasta ahora no
tengo más que alabanzas acerca de él. Sin intérprete, heme aquí, entre estos indios,
privado del oído y de la palabra. De modo que, donde sea que vayamos, estaré
enteramente a merced de ella.
Se me ocurre algo. ¿Será que intenta aislarme? ¿Habrá sido ella quien ha
apartado a Pedrillo? Si ésta es como me dicen, se le puede atribuir cualquier
intención, hasta la más funesta. Pero ¿no me estoy sugestionando? Hay sólo un
medio para saber: proseguir, observar, escuchar…
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través de una de las aberturas practicadas en las cortinas. Mi corazón se ensanchó,
cálido y dulce en mi pecho.
Así debía de ser el eterno banquete al que son convidadas las aclla difuntas: una
extensión de verde, de un verde tan verde, tan vivo, que en ninguna parte había visto
algo similar, y aquel festín de flores, los cantos de mil arroyuelos brotando de todas
partes, aquella paz sobre la que se inclinaba la sombra violeta de los montes.
Tenía sed. Alegre, curiosa de saber qué néctar bebía la gente del más allá, llamé.
El paso de los porteadores se inmovilizó. Apareció un hombre que no tenía en
absoluto un aspecto celestial, pero eso no me desanimó.
—Quienquiera que seas —dije, alegremente—, ¿tendrías la bondad de darme de
beber?
El hombre se desembarazó del recipiente que llevaba a la espalda, llenó un vaso y
me lo tendió. Le di las gracias y bebí. No era más que agua, pero jamás una bebida
me había parecido tan delicada.
—¿Dónde estamos? —pregunté por el placer de oír mi felicidad confirmada por
la boca rugosa del hombre, que debía de ser un servidor cumpliendo con sus tareas,
pues cada uno de nosotros prosigue en la muerte la existencia que ha abandonado.
—En el valle de Yucay —contestó. Mi mente se bloqueó.
—¿En el valle de Yucay? —repetí—. Pero…
El hombre se inclinó.
—Pronto llegarás.
—¿Adónde? ¿Quién eres? ¿Adónde me llevas? —Grité. Todo se enredaba de
nuevo en mi cabeza.
—Te llevamos adonde nos ordenó que te lleváramos Huáscar Inca, el nuevo amo
de todos nosotros, ahora que el venerado Huayna Capac, su padre, no está.
Las cortinas bajaron y la litera volvió a partir. De pronto recordé… Esas manos
que me habían aferrado, arrancado al sacrificio… De un tirón, sin transición, recobré
mi ser de persona viviente. Creedme, padre Juan, no fue agradable en absoluto: ¡con
la vida, resurgían también las complicaciones!
¿Por qué Huáscar me había hecho raptar? ¿Habría ofendido sin querer en
Tumipampa al príncipe taciturno y desabrido que ahora era mi señor? Traté de
recordar. No tuve que pensar mucho para llegar de Huáscar a su madre, la Coya
Rahua Ocllo. Se decía que tenía absoluto poder sobre él y, ¿no me lo había dicho ella
misma?: «Cuando Huáscar reine, reinaré yo y no te olvidaré…». Yo había fallado en
mi cometido. Atahualpa había heredado el reino de Quito y la Coya no olvidaba, se
vengaba. Pero ¿qué planeaba? ¡Mi muerte, la elegida por mí, no le bastaba entonces!
Después de un tiempo que me pareció interminable, la litera se detuvo. Reuní
todo mi valor y levanté una de las cortinas. Estábamos en el flanco de una montaña,
dominando terrazas de cultivo, rojizas y amarillas, pues se acercaba la cosecha. Podía
oír los sonidos de los tamboriles golpeados por las mujeres y los niños. En nuestro
ayllu hacíamos lo mismo para espantar a los pájaros. Abajo divisé los campos de
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coca, cuyas hojas lustrosas formaban manchas de un verde, brillante, y las
ondulaciones plateadas de un río.
Aparté rápidamente la otra cortina. Mi mirada encontró los muros de un palacio
todo de granito blanco, tan brillante a la luz del mediodía que mis ojos, que habían
pasado largo tiempo holgazaneando en la penumbra, parpadearon y se llenaron de
lágrimas.
Padre Juan, es el palacio donde estamos, y voy a daros la explicación de ese
magnífico centelleo que os ha maravillado también a vos. Se debe simplemente al
mortero, una mezcla de plomo, plata y oro, vertido entre los bloques de piedra,
procedimiento empleado a menudo para los palacios de nuestros incas y también para
los templos y que, por otra parte, os lo hago notar a mi pesar, fue causa de la
destrucción de numerosos edificios por vuestros compatriotas.
Pero volvamos. Aparecieron los servidores. Uno de ellos se acercó a la litera.
—Tómate la molestia de entrar —me dijo.
Por un porche de espeso dintel esculpido con cabezas de pumas, penetré en esta
sala, donde nos encontramos. La veis completamente desnuda. Antaño estaba
enteramente tapizada hasta la altura de un hombre con láminas de oro, en las que
había representadas figuras en relieve de animales, pájaros o plantas… Cada lámina
era una pequeña obra maestra llena de risueña gracia. El suelo estaba cubierto con
pieles de jaguar, y las hornacinas que veis aparecían adornadas con jarrones y
estatuillas con incrustaciones de turquesas, coral y lapislázuli, cuyos destellos se
reflejaban en el oro de las paredes. Al entrar, aspiré el olor sutil de las vigas de
madera aromática aprisionado por las colgaduras.
—Te hemos preparado comida —dijo el servidor.
Me trajeron unos crustáceos que parecían tan excelentes como los que
degustamos en Rimac recién cogidos, perdices asadas, maíz tostado, aguacates y
piña. Desde la muerte de Huayna Capac yo me había alimentado sobre todo de
lágrimas. El apetito me volvió ante aquellos manjares y resolví no hacerme preguntas
que no cambiarían en nada mi situación y aprovechar el tiempo y los placeres que se
me brindaban. ¡A menudo, no depende más que de uno mismo convertir un instante o
bien en un delicado ramillete de sensaciones o bien en un haz de espinas! Así que
saboreé aquellos alimentos sin preocuparme por el veneno que podían contener. A
continuación tuve sueño y lo dije.
Atravesamos una galería con un amplio ventanal sobre el valle y después un patio
pavimentado, en medio del cual una fuente con cuello de oro murmuraba rodeada de
matas de chihaihua, que son unas flores amarillas parecidas a vuestros claveles de
España. Bajando algunos escalones, me encontré en un dormitorio. Dos sirvientas me
desvistieron, me tendí y me dormí.
Las sirvientas me despertaron a la luz de una antorcha.
—Debes prepararte —anunciaron.
Las seguí con indiferencia. Ya fuera por los efectos de la coca, que se
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prolongaban, alguna droga sutil echada en los alimentos o la emoción, me sentía
como una planta que espera pasivamente que la abonen, que la rieguen, que la corten.
Me llevaron al baño por un laberinto de escaleras. El agua, que salía de las fauces de
dos serpientes con escamas de oro y plata, que enlazaban sus anillos en la piedra,
saltaba y parecía fundirse en oro cuando tocaba la tina, enteramente forrada con el
precioso metal. La tina era lo suficientemente grande como para que varias personas
retozaran en ella. En las paredes laterales se abrían unas pequeñas hornacinas en las
que había unas estatuillas de llamas y vasijas que contenían aceites y ungüentos.
Me puse bajo el chorro. El agua, muy pura, muy fría, conductora de las fuerzas
benéficas que secretan nuestros montes, me purificó y disipó mi aturdimiento.
Recobré la razón. El día anterior estaba dispuesta a tender el cuello a los
estranguladores, vivía en la muerte, recibirla me resultaba dulce. Un momento antes
la aceptaba todavía. De pronto, me horrorizó. Escapé de las manos de las sirvientas,
me precipité por la escalera y, guiada por las antorchas, con las dos mujeres
perdiendo el aliento tras de mí, llegué al dormitorio.
Mi ropa había desaparecido, reemplazada por una túnica de hilos de plata y una
lliclla de fondo blanco, elegantemente rayada en rojo y negro. Me puse la túnica. Mis
cabellos goteaban agua. Las sirvientas, que me habían alcanzado, protestaban. Para
evitar que sus graznidos atrajeran al resto de la servidumbre, dejé que me arreglaran
el cabello mientras reflexionaba en los medios para huir. ¿Cómo? ¿Adónde? No lo
sabía…
De pronto, las sirvientas sofocaron una exclamación, dejaron los peines y se
postraron. Me volví, y yo también me arrojé al suelo.
—Levántate, Azarpay —dijo Huáscar.
El llautu y la mascapaycha le conferían una dimensión que no tenía en mi
memoria… Padre Juan, quizá sea tiempo de describiros los emblemas de la majestad
divina de nuestros Incas. El llautu es una trenza de cuatro colores, enrollada cuatro o
cinco veces alrededor de la cabeza, que forma una especie de diadema casi cuadrada
y sujeta sobre la frente un fleco corto y tupido de lana de vicuña roja, cuyas hebras
están apretadas en tubitos de oro. Este fleco se llama la mascapaycha. Por encima del
llautu, se yerguen, imperiales, dos plumas de corequenque, una blanca y una negra.
En nuestra época, se creía que en el cielo de la sierra no había más que una pareja de
estos pájaros, lo que aumentaba el carácter fabuloso del tocado.
Las sirvientas se habían eclipsado. Sentía la mirada de Huáscar sobre mí.
—Azarpay —dijo—, desde que te vi en Tumipampa, en mi cuerpo sólo hay
tormentos. Cálmalo.
Era mi señor, el Inca, el dios. Me quité la túnica y repetí con él lo que había hecho
con su padre.
Al día siguiente, Huáscar me llevó hasta el valle y allí me señaló los montes
unidos al palacio. Los muros de piedra, sosteniendo las tierras de cultivo, rayaban de
ocre las laderas. A media pendiente se divisaban las aldeas, de lejos no más grandes
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que las maquetas de arcilla que son para nuestros arquitectos lo mismo que los planos
para los vuestros.
Desde el valle subimos en literas hasta los jardines instalados por encima del
palacio. Allí vi por primera vez helechos arborescentes, a través de los cuales el cielo
se recorta como un encaje, y maravillosas orquídeas, daturas, flores papagayo…
También había pisonay, esos árboles grandes cargados de flores que caen en racimos
sangrantes, que Huáscar me hizo probar, porque son comestibles, y grandes macizos
de kantuta. La kantuta, como una campanilla de color rojo vivo, amarillo o violeta,
encaramada en ramilletes de tres o cuatro sobre una rama, es flor sagrada, reservada
al Inca.
Despidió a su escolta y fuimos hasta un cercado en el que chillaban unos
minúsculos monos burlones. Los pájaros estaban por todas partes: loritos verdes,
guacamayos multicolores, golondrinas, tórtolas y colibríes. Ignoro cómo es el
paraíso, pero aquel lugar se parecía mucho a las descripciones que hacen vuestros
monjes.
Seguimos a pie hasta los pastos, en cuyo borde comienza la roca. Yo respiraba
con deleite el aire de las cimas cercanas. Había olvidado su limpidez, el olor de las
hierbas y las piedras calcinadas por las heladas y el sol, y casi olvidaba interrogarme
acerca de la actitud del Inca hacia mí. Cuando su capricho estuviera satisfecho… ¡Ya
le había consagrado la noche entera! ¿Qué haría conmigo?
Juntos, contemplamos las alturas. Había rebaños de llamas pastando. Nos rodeaba
un silencio grandioso. Huáscar no parecía dispuesto a romperlo. No era alegre ni
expansivo, no había dicho diez frases desde la mañana. De pronto dijo, sin mirarme:
—Quiero saber todo de tu vida pasada, no me ocultes nada.
Yo no tenía nada que esconder, salvo la atracción que había sentido por Manco,
pero hubiera preferido ahogarme con una calabaza de pimientos a confesar esa
debilidad que mi corazón todavía tenía a veces dificultad en controlar. Cuando
terminé de hablar, Huáscar dirigió hacia mí su rostro chato, realzado por su nariz,
curvada como un pico.
—Al volver de Tumipampa, tu nombre cantaba en mis oídos, tu belleza iluminaba
cada uno de mis pensamientos. Sabía por mis adivinos que los días de mi padre
estaban contados y que pronto me pertenecerías. Anoche no me decepcionaste.
Cuando se bebe en tu copa, ¡oh, Azarpay!, se tiene cada vez más sed. Agradezco al
gran Huayna Capac que te eligiera para mí… Mañana vuelvo a Cuzco. Me esperarás.
Dispón de este palacio. Sus servidores ahora son tuyos.
Se agachó, recogió una brizna de hierba y me la tendió.
—La hierba se multiplica con las estaciones. Haré de tus alegrías la inmensa
preocupación de mis días. Pero no me engañes nunca ni con actos ni con palabras, o
verteré oro fundido en tus ojos mentirosos y te entregaré a mis pumas.
La pasión del Inca se hizo oficial cuando me llevó a Cuzco y, ante varios nobles
de su familia, me donó este palacio de Yucay y las tierras y montes que dependen de
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él. La Coya Rahua Ocllo estaba presente. Me demostró una amistad a la que yo
respondía con respeto, burlándome retrospectivamente de mis temores, pero tomando
sus mohínes por lo que eran. ¡No hay peor enemigo que el que nos sonríe, padre
Juan! Y yo sospechaba que ella no descansaría hasta haber aniquilado la inclinación
de su hijo, en lo que la ayudarían todas las mujeres del Inca.
Sin embargo, a pesar de la fuerza del adversario, que en la corte de Cuzco me
laceraría con sus garras, el amor de Huáscar crecía como un árbol pleno de savia. No
me negaba nada. Yo ni siquiera tenía que pedir. Algunas palabras lanzadas al viento
bastaban. Tuve una pareja de jaguares adiestrados que mandó buscar en las tierras
cálidas, en la otra ladera de nuestros montes. También una litera como la de la Coya,
su esposa-hermana, cofres y cofres de alhajas, ¡y para adornarme con todas las telas
preciosas que me regalaba hubiera sido necesario que cada luna durase un año!
Sin embargo, no creo haber sentido el arrebato que me habían procurado los
escasos regalos de Huayna Capac. Es verdad que yo era reina en mi palacio, pero el
Inca podía, de un día a otro, quitarme una corona que debía sólo a sus manos.
Madurada por la experiencia, ya sin aquella ingenua vanidad, ahora sabía que la
belleza se ve con los ojos del deseo, y que éste no es más que una frágil columna de
arcilla. Yo andaba por los dieciocho años. A esa edad, entre nosotros, las mujeres del
pueblo tienen la carga de una familia y su juventud ha quedado atrás. Y para una
aclla era ya mucha edad. ¡Tantos brotes nuevos abundaban en los Acllahuasi!
Si yo no consolidaba mi posición, la mirada del Inca se detendría pronto en otra.
Pero ¿cómo? ¿Una mujer puede ser otra cosa que un lindo cuerpo, una distracción?
¿Puede hacer algo más que halagar la naturaleza del hombre? Os lo confieso:
entonces pensaba que no, y me relegaba, como lo hacemos casi todas, al papel animal
que nos asigna la naturaleza. ¡Brazos, piernas y un vientre para la reproducción o el
placer! La existencia tiene sus singularidades. Fue gracias a Rahua Ocllo que
abandoné esos pensamientos, que son los mismos desde el alba de los tiempos.
Las prodigalidades de Huáscar, las pruebas evidentes de su favor, comenzaban a
desgastar las sonrisas. Ahora exigía que yo asistiera a todas las grandes festividades
religiosas. En el grupo de las mujeres, eso habría sido normal, pero yo ocupaba el
mismo rango que su madre y su esposa-hermana. Hubiera preferido un lugar más
discreto. Huáscar me lo negó. Deseaba imponer su amor a la faz del mundo y ¡quién
se hubiese opuesto a que atropellara la tradición! Él era el Inca, el dios.
La ornamentación que añadió a mis jardines de Yucay acabó de exacerbar el
disgusto. Yo había evocado casualmente los esplendores de Tumipampa, y unas
semanas después tuve la sorpresa de descubrir una floración de oro entre las kantuta y
las orquídeas, frutos de oro en los árboles, también oro reemplazando los manojos de
hierba que crecen en los huecos de los muros de piedra… Después de esto, sus
orfebres y sus joyeros se ocuparon de poblarlo con miríadas de mariposas y de
pájaros-mosca con alas incrustadas de pedrería, y pumas de oro con pupilas de
esmeralda montaron guardia junto con mis jaguares, en las escaleras que
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comunicaban las terrazas.
Tachaban de avaro a Huáscar, pero a mí me malcriaba extraordinariamente, tal
vez más que a cualquier otra favorita de los incas, aunque no tengo ninguna
referencia al respecto.
Sin embargo, mis enemigas se habrían sorprendido si hubieran sabido que, a
pesar de sus larguezas, yo no estaba satisfecha. ¡La existencia es vacía cuando no la
enriquece ningún sentimiento profundo, ninguna aspiración! Se quiere todo, todo se
consigue, y falta lo esencial. Cuando el Inca me llamaba a Cuzco yo debía ir a saludar
a la Coya Rahua Ocllo. Siempre tenía a sus enanas junto a ella y una corte brillante
compuesta de ñustas, que son las princesas de sangre real, y de palla, las concubinas
del Inca, elegidas entre su familia. Rahua Ocllo me ponía enseguida una labor entre
las manos, me mimaba. Eso era sólo para vigilarme mejor, descubrir el lugar
apropiado para golpear, ajustar el elástico de su honda. Le hubiese encantado beber
en mi cráneo recubierto de oro… ¡Sí, padre Juan! ¡Qué queréis! En aquella época
vuestros compatriotas todavía no nos habían enseñado que es elegante y civilizado
llorar a aquel a quien acabamos de matar, y nos entregábamos a entretenimientos de
ese tipo sobre los despojos de nuestros enemigos. En aquella situación, aquello estaba
fuera del alcance de Rahua Ocllo y ella se resignaba a destruirme sutilmente llevando
las conversaciones a un nivel que yo era incapaz de alcanzar. Bruscamente, ella se
interrumpía y me echaba una mirada ácida como el vinagre:
—¡Azarpay, no te quedes muda, da tu opinión! —Luego, reía—. ¡Mirad qué
criatura más tonta! Es verdad, Azarpay, que tus orígenes son una excusa. Una
campesina no tiene nada en la cabeza. Los piojos le comen todo.
Otras veces, adoptaba un aire compasivo:
—Tienes mala cara, Azarpay. De tanto servir, te gastas, y el Inca jamás ha
festejado en un recipiente usado.
Y otras reflexiones que la decencia me impide repetir. Abandoné Cuzco
humillada, amarilla de furia, soñando con respuestas imposibles… y es así como
comencé a medir la indigencia en que nos mantiene la ignorancia, por ricos que
seamos.
Cuando le hice saber a Huáscar mi deseo de instruirme, rió como si se tratara de
una broma. Yo insistí:
—Comprende, mi muy poderoso señor, que es para estar más cerca de ti y
honrarte.
—Una mujer no necesita más que ser hermosa, dulce fiel.
—¡Una llama macho no exige más de su hembra! —exclamé, furiosa.
Fue una de las raras ocasiones en que oí reír a Huáscar. Finalmente, después de
mucho importunarlo, cedió y rogó a los amauta que me recibieran.
Los amauta, que son nuestros sabios y filósofos, enseñaban en el yacía huaca,
colegio situado en el distrito de Huacapuma y reservado a los jóvenes príncipes y a
los hijos de los jefes de naciones conquistadas. El favor que se dignaban concederme
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para complacer al Inca era excepcional. Así que empecé chocando con múltiples
reticencias. Pero di pruebas de tanta deferencia y sumisión a mis maestros, me mostré
tan humilde, tan atenta, que poco a poco se olvidaron de sus prevenciones y
consintieron en inclinarse sobre mi pobre cerebro, que entonces era como una casita
con todas las ventanas tapiadas. En cuanto le llevaron un poco de claridad, me sentí
estupefacta, deslumbrada por las perspectivas que descubría, y no tuve más que un
deseo: derribar uno a uno todos los tabiques que me separaban de esa luz radiante
hacia la que tendía mi alma.
Cada semana, yo venía de Yucay y consagraba un día entero al estudio.
Aprendí a hablar el quechua, nuestra lengua, con la elegancia de la gente de la
corte. Profundicé mis conocimientos de religión, especialmente sobre Viracocha, el
dios creador que había dado a la Tierra su relieve y sus seres, una divinidad más bien
descuidada en los Acllahuasi, donde se prefería a Inti, el Sol. Me inicié en astronomía
y me volví bastante hábil en el manejo de los quipus, esos cordones con nudos, de
distintos tamaños y colores, que nos sirven de recordatorio para todo. Es difícil
cambiar las costumbres: la mayor parte de los iniciados que usan los quipus rechazan
todavía la escritura, inestimable vehículo del pensamiento que debemos a vuestros
compatriotas.
Lo que más me apasionó fue la historia de nuestro Imperio. Es una historia muy
hermosa, y no me resisto al placer de contaros los inicios. Comienza como una
leyenda. La tomaréis seguramente como tal, padre Juan, pero reflexionad. ¿No tiene
cada religión una parte de maravilloso? Hace alrededor de cuatrocientos años, este
país no era más que selva y maleza. Los indígenas que lo poblaban iban desnudos o
cubiertos con pieles de animales, vivían en las cavernas, no tenían dioses ni orden
moral y, cuando el hambre los empujaba, no titubeaban en comerse entre ellos.
Afligido por tanta barbarie, nuestro padre el Sol decidió enviarles uno de sus hijos
y una de sus hijas para que les enseñaran a construir casas, a desbrozar y cultivar la
tierra, a reunir rebaños, a hilar y tejer la lana; en suma, a vivir como manda el respeto
de uno mismo.
A su hijo Manco Capac, el Sol le confió una vara de oro, y le dijo que allí donde
la vara se hundiera sin esfuerzo, Manco Capac debía fundar la capital de su reino.
Cuando llegaron a nuestro mundo, cerca del lago Titicaca, Manco Capac y su
esposa-hermana, Mama Ocllo, caminaron durante largo tiempo. En cuanto
encontraban un valle agradable y despejado, trataban en vano de plantar la vara. Y un
día, de pronto, de un golpe, muy derecha, ésta se clavó en la tierra. Es el lugar exacto
donde más tarde fue edificado el Templo del Sol… Contentos de haber descubierto el
lugar, Manco Capac y Mama Ocllo partieron, cada uno por su lado, a llevar la palabra
verdadera. Los salvajes, al ver aparecer a esos hijos de dios, espléndidamente
adornados y nimbados por un brillo celestial, los adoraron y los siguieron. Cuando
hombres y mujeres estuvieron reunidos en cantidad suficiente, Manco Capac los
condujo al lugar donde brillaba la vara y construyeron alrededor una ciudad a la que
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llamó Cuzco, u ombligo, ¡lo que muestra la amplitud de sus ambiciones! Así se fundó
el Imperio de los incas, el Tahuantinsuyu, que los españoles han rebautizado Perú, un
nombre que nos es totalmente ajeno y que nos cuesta asimilar. ¡Cuando se habla del
Perú la mayor parte de los nuestros ni siquiera saben de qué se trata!
El reino de Manco Capac no tenía más que un puñado de alpendes. Sin embargo,
muy pronto, a menudo más por la persuasión que por la fuerza, el poder de sus
sucesores creció como el agua de una fuente, que se insinúa o se hincha según el
obstáculo y prosigue su curso obstinada hasta convertirse en arroyo o en río
caudaloso.
Una a una, las poblaciones vecinas se sometieron, reconociendo la superioridad
de nuestros ejércitos y de nuestras costumbres. Las que se negaban eran vencidas,
evitando todo daño superfluo para no arruinar las riquezas de la comarca. A veces se
deportaba a los habitantes, reemplazándolos por algunos de los nuestros, cuya misión
era apagar los focos de rebelión e implantar nuestras costumbres y nuestros métodos
en materia de riego, cultura y arquitectura. La política ejercida con las provincias
conquistadas era sabia: consistía en poner en valor los territorios, o sea que se
beneficiaban las poblaciones con nuestra experiencia y nuestra organización. El Inca
no les imponía nada que no exigiera de los suyos, a saber, practicar nuestro culto,
hablar nuestra lengua, observar nuestras leyes y entregar el tributo obligatorio para
cada jefe de familia. El hambre dejó de ser una angustia permanente. Los débiles
recibían protección, ropa, alimento, y había funcionarios que tenían por misión
vigilar la debida observación de nuestros principios, y que debían rendir cuenta de
sus actos ante los jueces…
Un ejemplo, padre Juan, para ilustrar lo que acabo de deciros. El robo era
castigado con la horca (para nosotros, apoderarse del bien ajeno, aunque sea una
calabaza de maíz, significa un acto más odioso que la muerte y otros crímenes). Sin
embargo, si un individuo robaba porque tenía hambre, no era a él a quien se
castigaba, sino a aquel bajo cuya responsabilidad se encontraba el individuo y que
habría debido impedir su gesto proveyéndolo de lo necesario. ¿No es notable esta
justicia? ¿Tenéis algo semejante en España? ¡Os lo pregunto porque aquí vuestros
compatriotas parecen fiarse más de su espada que de los tribunales para arreglar sus
diferencias!
Al cabo de dos años, los amauta se declararon satisfechos de mi instrucción.
Además, me quedé embarazada. Temía ser estéril y eso fue una gran alegría para mí.
Huáscar la compartió. Su amor se hacía cada vez más profundo. En cuanto a mí, la
veneración que iba unida al dios me había impedido durante largo tiempo estudiar al
hombre. Desde hacía poco, era más audaz. Osaba acercarme a la verdad y descubría
fallos en su carácter, cierta debilidad, indecisión, que a veces lo inclinaban a
afirmarse mediante grandes estallidos en los que no cabía la razón. Esas debilidades
eran, sin que él lo sospechara, lo mejor que me daba, lo más apropiado para
enternecer mi corazón.
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Animada por la nueva calidad de nuestras relaciones y por el niño que llevaba en
mi interior, me arriesgué un día a preguntarle cuándo se atrevería a imitar a sus
predecesores y a engrandecer el Imperio con algunas conquistas. Recuerdo que
estábamos en uno de los jardines; él, sentado en un banquito de oro, y yo a sus pies,
acariciando uno de mis jaguares. El sol sembraba de llamas rojizas el techo del
palacio, donde los hilos de oro recubrían la paja. El valle deslizaba bajo nuestros ojos
sus raudales de verdor y tres loros verdes nos observaban, encaramados en las ramas
bajas de un pisonay. Obtuve silencio por toda respuesta. Huáscar continuó mascando
su bola de coca, con la mirada opaca. Alrededor de dos lunas después, en el mismo
lugar, me dijo bruscamente:
—He decidido rechazar el reparto establecido por Huayna Capac. ¿Cómo podría
aplicar en semejante contexto la política de mis antepasados, que siempre fue la de
crecer? Azarpay, tú que ahora sabes tantas cosas, recorre conmigo, con el
pensamiento, los contornos de nuestro país. En el sur, poseemos la mitad de Chile,
pero más allá del río Maule están los guerreros araucanos, tan feroces y combativos
que ningún inca ha podido aventurarse más lejos. Al este, la jungla es una barrera
igualmente infranqueable. ¡Se debe haber nacido en ese desborde insensato de la
naturaleza, en ese pulular de fieras, de reptiles y de insectos venenosos, para
sobrevivir! El agua baña el oeste. Queda sólo el norte… El norte, sí, donde hay
hermosos territorios que conquistar. Pero, por la voluntad de nuestro padre, el reino
de Quito le ha tocado en suerte a Atahualpa, y la ruta de las conquistas se abre en sus
fronteras. ¡Para él, para ese intrigante, ese ambicioso que ya ha disminuido mi poder!
Esta situación debe terminar. Uno de mis dignatarios ha partido a Quito para lograrlo.
Consiento en dejar Quito a Atahualpa a condición de que el reino permanezca
integrado en el Imperio y de que ese bastardo abandone toda otra pretensión y venga
a Cuzco a prestar juramento de fidelidad como vasallo.
Mientras Huáscar me ofrecía ese discurso, el más largo que le había oído
pronunciar jamás, yo pensaba que los jefes de guerra de Huayna Capac se habían
quedado en Quito después de la muerte de éste, y que se los creía devotos de
Atahualpa, en quien reencontraban las cualidades belicosas del Inca difunto. Me
habría parecido más prudente hacer volver los ejércitos antes de tratar con dureza al
príncipe de Quito. Intenté expresar esa opinión con delicadeza, pero fui brutalmente
interrumpida. Por primera vez vi cólera en el semblante de Huáscar. Deduje que
estaba menos seguro de la sumisión de su medio hermano de lo que aparentaba. Dos
semanas más tarde, me anunció con tono alegre que había recibido por sus correos la
respuesta de Atahualpa. El príncipe de Quito convenía a su requerimiento con los
términos más afectuosos. Entonces comenzaron a organizarse grandes fiestas en
Cuzco. Si conocéis un poco nuestra historia, padre Juan, ya sabéis que jamás tuvieron
lugar.
Una noche, una tormenta terrible sacudió los montes. Yo había salido para
escrutar el cielo cuando el rayo cayó en una de las dependencias del palacio. Los
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sirvientes se habían reunido conmigo. Contemplábamos, aterrorizados, la furia de los
dioses encarnizándose sobre la paja del techo. Cuando el fuego estuvo extinguido,
hice tapar todos los orificios de la dependencia para que la maldición que entró con el
rayo no pudiera escaparse y alcanzarnos.
Al día siguiente fui al baño para purificarme. Delante iba una enana que el Inca
me había dado. La vi volver dando alaridos. Había un sapo en el pavimento. Un sapo,
un murciélago y muchas otras bestezuelas, según el lugar en que se las encuentre, son
signos colocados en nuestro camino que preceden la desgracia. Todos saben eso, pero
tal vez vos no lo sabíais, padre Juan, aunque los españoles son muy supersticiosos…
Mi difunto esposo se persignaba cuando veía un pájaro negro volando a su izquierda,
y si pisaba una araña sin querer todo su día se ensombrecía. ¡En cambio, pretendía
que asistir a una ejecución le proporcionaba suerte en el juego y lo ponía de excelente
humor!
Dos días después de la tormenta, resbalé en un escalón y tuve un aborto. Habría
sido un varón. Los dos meses siguientes los pasé arrastrándome, abatida, por el
palacio.
El dolor que me había causado la pérdida del niño no parecía haber aplacado a los
dioses. Yo seguía sintiendo su irritación. Un adivino respetado en todo el valle por su
piedad y su clarividencia vino a mi llamada para interrogar las entrañas de una llama.
El animal escapó de las manos que lo sujetaban cuando el adivino le abrió el costado.
Trajeron otra, un animal soberbio de pelo totalmente negro. De todos modos lo
sacrificaron… Al extraerle las entrañas, la tráquea se le rompió. El adivino se negó a
continuar. Esos presagios funestos bastaban.
En Cuzco progresaban los preparativos para el juramento de fidelidad de
Atahualpa. Huáscar, deseoso de dar una fastuosa repercusión a la ceremonia, espació
sus visitas al valle. Lo vi poco durante esos dos meses, y casi me alegré: no le hubiera
gustado mi rostro triste. Una noche, a fines de diciembre, apareció en mi habitación.
—Vístete.
Me levanté y obedecí. Ante el palacio faltaba la imponente escolta que lo
acompañaba en sus menores desplazamientos. Distinguí algunos guardias, dos literas
de modesta apariencia… Se dirigió hacia una y me hizo señas de que subiera con él.
Los porteadores me saludaron. Yo los conocía. Los cuatro pertenecían a la tribu de
los rucanas, en la cual, por privilegio, se reclutaba a los porteadores del Inca.
Salimos de Cuzco. La otra litera nos seguía. Frente al Inca permanecí callada. Su
llegada en plena noche, su silencio, me angustiaban. ¿Adónde íbamos? Cuando se
avanza así, en lo desconocido, con las cortinas cerradas, el tiempo no cuenta.
¿Cuántas horas avanzamos por la orilla del río? Su fragor era más intenso: en la
estación de las lluvias, la crecida de nuestros ríos andinos es formidable, en particular
la del Urubamba, que surca el valle de Yucay para deslizarse después en el relieve
caótico de la sierra.
De pronto, por el estremecimiento que agitaba la litera, comprendí que
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franqueábamos un puente. Huáscar me tocó.
—Mira, y recuerda lo que ves.
Eran las primeras palabras que pronunciaba desde que habíamos salido del
palacio. Abrió las cortinas. Miré. Estábamos en una garganta encajonada entre dos
declives boscosos. La litera se elevaba. Los porteadores avanzaban con la habilidad
de la experiencia a través de una selva espesa que, en algunos lugares, estaba cortada
por la roca de arriba abajo. Una rampa de escalones tallados en la piedra reemplazaba
ahora la senda. Debajo de nosotros se acentuaba el vacío. En el fondo de la garganta,
el Urubamba se retorcía como una enorme oruga presa de convulsiones. La segunda
litera había desaparecido.
De vez en cuando los porteadores se detenían. El Inca les dirigía algunas palabras
y continuaban el camino. Al llegar junto a un viejo fortín en ruinas depositaron la
litera en el suelo. Bajamos. Huáscar les distribuyó un puñado de hojas de coca para
que recuperaran las fuerzas y, dejándolos, seguimos la ascensión a pie. Él marchaba a
pasos rápidos.
Evidentemente, se orientaba en medio de aquella vegetación húmeda y densa,
abundante en olores de corrupción, donde los árboles emergían, brillantes, llenos de
largas barbas rojizas y perladas de agua, con las ramas entrelazadas unas a otras con
el abrazo lascivo de la vegetación, donde se acumulaban las lianas, las plantas
trepadoras, las orquídeas. Yo me apresuraba todo lo que podía, trabada por mi
vestimenta, inquieta, ignorando lo que él me reservaba.
Desembocamos por fin en un rincón de cielo maravillosamente azul, recortado en
la espesura. El agua de una cascada se extendía a nuestros pies como un espejo
esmeralda. Huáscar rodeó el paisaje y yo seguí sus pasos como un perrito. Se deslizó
bajo la cascada, frente al saliente rocoso sobre el cual el agua tomaba impulso.
Tanteando la pared, cubierta por una capa de plantas acuáticas, abrió un estrecho
pasaje y se deslizó en él. Lo imité y constaté que estábamos en una gruta. Un poco de
luz cayendo de no sé dónde me permitió distinguir a la derecha, en una hornacina,
unas antorchas y unos palitos, que utilizamos para encender el fuego. Huáscar cogió
una antorcha y me tendió dos palitos. La encendí con ellos.
Sosteniéndola, continuó hacia delante. La bóveda de la gruta estaba sólidamente
apuntalada, el suelo cubierto de arena seca, y su fuerte declive nos llevaba hacia
oscuras profundidades. Yo apenas respiraba. Estaba cada vez más asustada.
Bruscamente brilló una luz fantástica. Me tambaleé. Tanto y tanto oro llameaba al
fuego de la antorcha que, durante un instante, creí que nuestro padre el Sol me miraba
a los ojos. Huáscar dijo, lentamente:
—Mi nacimiento fue un orgullo para mi padre: era su primer hijo varón legítimo.
Por eso, dos años después, quiso adornar con una magnificencia particular las
ceremonias de mi destete. Tú sabes que, en esa circunstancia, una danza tradicional
reúne, sobre la gran plaza de Cuzco, a trescientos hombres alrededor del Inca.
Huayna Capac pensó entonces hacer cincelar por sus orfebres una inmensa cadena de
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oro que uniría a los bailarines entre ellos, en vez de unirse simplemente por las
manos.
—¡La cadena de Huáscar! —exclamé—. La que lleva tu nombre.
—Sería más exacto decir que ella me ha dado el suyo. (Pues huasca significa
cuerda o cadena). Esa cadena es el oro que ves. Ordené que la transportaran aquí,
trozo a trozo. Se precisaron para transportarla entera casi tantos hombres como los
bailarines que había en mi destete. Hoy nadie, salvo tú y yo, sabe dónde está.
—¿Y los porteadores?
—La boca de los muertos es muda.
—Pero ¿por qué esconderla aquí? ¿Su lugar no está en Cuzco, iluminando tu
palacio con su belleza?
Huáscar suspiró.
—Azarpay, Atahualpa me ha engañado. Se atreve a lo impensable: ¡se rebela
contra el Inca! Con el pretexto de honrarme llevando con él a Cuzco a una noble e
importante asistencia, dirige sus ejércitos contra nosotros. Las ropas de ceremonia
disimulan corazas y espadas, los sirvientes son otros tantos soldados, con hondas,
mazas y arcos. Esta afluencia le pareció sospechosa a los gobernadores de las
provincias y me alertaron. ¡El bastardo muestra al fin su astuta naturaleza! Tengo que
aplastarlo. Si él triunfara, si se apoderara de Cuzco… La vida no es más que un
préstamo, acepto perderla, pero ¡me niego a que Atahualpa ponga la mano en esta
cadena, símbolo del amor que Huayna Capac tuvo por mí antes de volverlo hacia ese
perro maldito! Si muero, la cadena y todo lo que hay aquí, alhajas, jarrones, objetos
preciosos, te pertenecerán. Ahora jura no desprenderte jamás de esta cadena…
¡Azarpay! ¿Me entiendes? ¡Jura!
Juré y besé el suelo para dar más fuerza a mi juramento. Ante mis ojos llenos de
lágrimas, el oro se convirtió en fuego líquido. Huáscar me estrechó contra sí y luego
me apartó.
—Este es mi adiós. Vuelvo a Cuzco a reclutar un ejército.
—¡Adiós! Pero no, dulce señor. ¿Acaso no es costumbre que el Inca lleve al
combate a sus mujeres favoritas?
—Llevaré mujeres. Los soldados no comprenderían que me presentara al combate
sin mis mujeres. ¡Pero tú, mi paloma, mi rama verde, tú no!
Entonces supe que quería preservarme de lo peor. En aquel minuto supe que él iba
a morir y que él también lo sabía. Salimos, reencontrando el fragor estrepitoso del
agua. La selva nos rodeaba. Recuerdo haber deseado que estrechara su abrazo y nos
acogiera para siempre.
Los porteadores esperaban cerca del fortín. Hasta el río, Huáscar me señaló los
puntos de referencia que me permitirían volver a la cascada. Mientras mi memoria los
registraba maquinalmente, repetía: «Esto no será necesario, la justicia de los dioses
no puede más que favorecer al Inca». Él no se tomó ni siquiera el trabajo de
responder.
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Volvimos a cruzar el puente. Su estrecha pasarela se movía. A través de la
barandilla hecha de cuerdas de fibras de pita unidas por ataduras retorcidas, se veían
las aguas del Urubamba arrojarse contra las rocas como espoleadas por una furia
loca, dejando enormes chorros de espuma, mezclando sus oleadas glaucas que el
légamo manchaba de herrumbre. Los porteadores se inmovilizaron en la otra orilla.
Huáscar me ordenó bajar de la litera.
Fue hacia el puente, contempló el Urubamba, llamó a los porteadores, les habló
señalando el agua rugiente con el dedo. Los porteadores fueron hacia la litera, la
tomaron por los largueros y, yendo hasta el puente, la precipitaron al vacío. Un
torbellino la atrapó, la tragó y devolvió algunos trozos de madera. La corriente los
arrastró. Yo miraba sin comprender.
Luego, el mayor de los porteadores se postró ante Huáscar con las palmas abiertas
y extendidas, se levantó, inspeccionó el lugar con la mirada, se dirigió hacia una
plataforma rocosa cortada a pico sobre el río, se acuclilló, lanzó algunos besos al
Urubamba, añadió unas pestañas que se arrancó, que es nuestra manera de saludar a
las divinidades… y saltó. Sus compañeros lo imitaron uno a uno con el mismo
ceremonial, la misma resolución. Huáscar ya se alejaba. Dominando mi estupor, corrí
a alcanzarlo. Él se volvió:
—Ya te lo dije: la boca de los muertos es muda. No lo olvides, deberás hacer lo
mismo cuando vuelvas aquí.
Ya sé, padre Juan, estáis horrorizado. ¡Barbarie!, grita vuestro corazón. Pero,
cuando Dios y sus santos lo mandan, ¿no vais al martirio como quien va a una fiesta?
Por lo menos, así me lo han afirmado… Para nosotros, el Inca era el dios. ¿Vivir más
o menos tiempo, acaso importa? Lo que cuenta es asegurarse una infinidad de días
felices, retirarse en perfecta comunión con las creencias y la conciencia.
Supongo que, sobre este punto, no me contradiréis. Esos porteadores partieron
serenos: habían cumplido su misión en la Tierra, que era morir para que el tesoro del
Inca conservara su misterio. Yo habría hecho lo mismo si Huáscar me lo hubiera
pedido.
A una media legua, la otra litera y los otros porteadores esperaban. El crepúsculo
había llegado de golpe. Entre los montes de un pardo violáceo, el valle se abría casi
negro. Hicimos la vuelta mucho más rápida que la ida: los porteadores estaban
frescos, habían tenido el día entero para descansar. Huáscar me dejó ante el palacio y
se marchó. No hubo efusiones. Todo estaba dicho.
Por la noche, incapaz de dormir, me levanté. Confeccioné una maqueta grosera
con arcilla y tracé encima el camino que llevaba a la gruta. Luego guardé la maqueta
en un escondrijo.
El mes siguiente, muy cerca de Cuzco, tuvo lugar el enfrentamiento. Las tropas
de Atahualpa, conducidas por los grandes capitanes de Huayna Capac, vencieron
fácilmente al ejército poco aguerrido reunido apresuradamente por Huáscar. La
sangre cayó como lluvia sobre la hierba de la llanura. Para completar el desastre, el
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Inca fue capturado.
Esas espantosas noticias me fueron comunicadas por Manco. Si no he vuelto a
hablaros de Manco hasta ahora, padre Juan, es porque durante el período en que
pertenecí a Huáscar, rechacé esa pasión culpable y me esforcé por mantener a Manco
lejos de mis pensamientos. De todos modos nos encontrábamos a menudo.
Manco era, en efecto, el hijo de Huayna Capac y de la tercera Coya, Mama
Runtu, o sea el medio hermano legítimo de Huáscar, y tenía derecho a participar en
todas las fiestas y ceremonias religiosas. Una dulce calidez me inundaba cuando
distinguía su alta silueta, su hermoso perfil rudo. Nuestras miradas se habían cruzado
una o dos veces y sorprendí en sus ojos lo que yo conseguía disimular en los míos…
Cuando Manco apareció en el palacio para anunciarme la derrota de los nuestros y la
captura de Huáscar, al principio sólo podía pensar en la desgracia.
Sin embargo, la cortesía era como una segunda respiración entre nosotros y le
ofrecí chicha. Él declinó la invitación.
—Vine sólo a avisarte, Azarpay. Coge lo más precioso que tengas, y a tus
sirvientes, y huye. Ésta es noche de festejos para el enemigo, lo que te deja tiempo
hasta la mañana. Ve a Cuzco. El ejército de Atahualpa está a menos de tres leguas,
pero presumo que, a pesar de la indecencia del príncipe de Quito, no osará profanar
nuestra ciudad sagrada. La omnipotencia divina lo detendrá. Aquí estarías a merced
de sus soldados. Adiós. Voy a los montes a reagrupar a los nuestros y continuar la
lucha.
—¿No vuelves a Cuzco?
Manco rió irónicamente.
—¡En Cuzco quedan solamente los sacerdotes, las mujeres, los niños y los
ancianos! Todos los de nuestra sangre en edad de combatir han muerto en el combate
o hacen como yo… Huáscar fue descuidado. ¡Tener fe en la palabra de ese bastardo!
Hace tiempo que debió haber ordenado regresar a los ejércitos que permanecían en
Quito. ¡En cambio, permitió que se estableciera entre Atahualpa y los capitanes de
nuestro padre una connivencia que hoy nos asesina!
Oír que Manco formulaba en voz alta esas críticas contra el Inca me hizo medir
plenamente la situación en que nos encontrábamos. Suspiré.
—Intenté ponerlo en guardia. Hay que ser fuerte para imponer la propia ley. El
Inca se negó a escucharme.
Manco me miró atentamente.
—Me habían dicho que tu sabiduría iguala tu belleza, Azarpay.
El tono en que lo dijo me penetró totalmente. Me puse a temblar. La sala, esta
misma, nos encerraba en sus paredes de oro, nos aprisionaba en su silencio mágico.
Nos hablábamos por primera vez. Por primera vez, y quizá la última, estábamos
solos, él y yo. Mi corazón se extravió. Me olvidé de Huáscar, de Atahualpa, de la
catástrofe, del peligro, del pudor, de la dignidad. Avancé.
—Voy contigo —dije—, te amo.
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El rostro de Manco se convirtió en una máscara impenetrable.
—Perteneces al Inca.
—Te amo —repetí—. Te amo desde que te vi en Tumipampa. Y tú… tú… ¿Por
qué viniste hasta aquí? Podías enviarme un mensajero. Viniste porque…
—He venido a prevenir a la mujer del Inca de los peligros que la amenazan, hice
lo que él no ha podido hacer. ¿Debo recordarte que está prisionero, herido tal vez? A
eso deben limitarse nuestros pensamientos. ¿Quieres que nosotros también lo
traicionemos? ¡Si yo te llevara conmigo ahora, no te alcanzarían los días para
lamentarlo!
Y salió, abandonándome al sufrimiento y la vergüenza. Afuera, la noche se
poblaba de exclamaciones, de agitación y de pasos. Luego, Manco y su escolta se
alejaron. Yo me había dejado caer sobre una estera, palpitante, destruida,
mordiéndome los labios para contener mis gritos. Los alaridos de los sirvientes
lamentándose a través del palacio me devolvieron a la realidad del momento. Al
recobrar el espíritu, me dominó la cólera, detestaba a Manco… ¡Ah, cómo lo
detestaba en ese instante! Más aún porque su actitud subrayaba mi desatino, pero
detestarlo me devolvía la fuerza.
Cuando me enderecé, era de nuevo yo misma, aquella a quien su padre, de muy
niña, le había dicho: «¡Aferra la desdicha y los dioses te ayudarán a retorcerle el
pescuezo!».
Empecé por enviar un hombre a los pastos en busca del jefe de los pastores;
luego, reuní a los domésticos en una vasta dependencia en la que se preparaba la
chicha y les ordené cantar y bailar para ahuyentar a los demonios y atraer sobre
nosotros la benevolencia celestial. Después de haberme desembarazado así de ellos,
ordené a Marca Vichay que me siguiera.
Marca Vichay había sido guardia del Inca antes que éste me lo ofreciera. Era un
joven espléndido, de hermoso cuerpo y con esa cabeza fina y viva que tienen a
menudo los cañaris, una gran tribu al sur de Quito. Desde que estaba a mi servicio yo
no tenía más que elogios para él. Además, sabía que estaba prendado de mí (una
mujer adivina esas cosas, incluso bajo el respeto), y eso me parecía una garantía
suplementaria para la tarea que quería confiarle, al ser incapaz de realizarla sola.
Trabajamos rápido y bien, sin una palabra superflua. Las estatuas, los floreros, la
vajilla, los utensilios de cocina, en resumen, todo lo que era de oro, y también las
colgaduras de piel y de plumas, las mantas de lana de vicuña, de inestimable valor,
las pieles de jaguar, los tapices preciosos, se guardaron en la sala secreta que Huáscar
había hecho preparar bajo el palacio cuando éste fue construido. Añadí mis cofres de
alhajas y mis más ricos atavíos.
La luna llena comenzaba a diluirse en el alba cuando Marca Vichay fue a los
jardines a arrancar las flores de oro. Tuvo que interrumpirse al ver al jefe de los
pastores que bajaba de los pastos. Cerramos entonces la entrada de la sala secreta,
perfectamente disimulada en mi cuarto detrás de los adornos de piedra, y lo dejamos
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todo como estaba. Describí la situación al jefe de pastores, le ordené llevar mis
rebaños de llamas a lo más alto de los montes y que permaneciera allí hasta que yo en
persona anulara esas instrucciones. Se fue.
—Marca Vichay —dije—, debería matarte para que tu boca no me traicione. Así
que sé digno de la gracia que te otorgo y de la confianza con la que te honro. Cuida el
palacio lo mejor que puedas. Si vienen los soldados de Atahualpa, no intentes resistir.
Que cojan lo que no pudimos esconder, pero no reveles jamás la ubicación de la sala
secreta. Con tu vida, que me pertenece, responderás de tu lealtad. Ahora elige algunos
sirvientes entre los que te parezcan más seguros. Los otros me acompañan, pues parto
hacia Cuzco… No olvides avisar a las aldeas. Si aparece el enemigo, que ganen los
montes. Una casa se vuelve a construir, la tierra se siembra de nuevo, pero no
devuelve la sangre que ha bebido.
Mi enana me ayudó a vestirme. Conservé sobre mí las alhajas que tenía cuando
llegó Manco y llevé pocas vestimentas. O volvería en pocos días o no las necesitaría
ya. Me proveí igualmente de hojas de coca. ¡Entonces ignoraba cómo me ayudaría
esa precaución!
Las mañanas son magníficas en nuestro valle. Cuando dejé el palacio con mi
contingente de plañideras y de criados soñolientos, la aurora se elevaba rozando el
granito blanco con sus dedos rosados. Ante la puerta, encuadrado por mis jaguares
que tiraban de sus cadenas de oro, estaba Marca Vichay. Ni siquiera en medio de
aquellos trastornos había olvidado poner sobre sus cabellos, que llevaba largos y
sujetos en un rodete, a la manera de los cañaris, el tocado tradicional de su provincia,
una especie de corona ligera de madera adornada con trenzas de lana verdes, rojas y
azules. Bajé las cortinas sobre esa imagen y por fin, por fin, me autoricé a verter
lágrimas y a pensar con el corazón.
En los alrededores de Cuzco me encontré con el pánico. Las viviendas, que los
jefes de las provincias conquistadas estaban obligados a construir, estaban en
desorden. Llegados en diciembre para asistir a una gran caza organizada por el Inca,
ahora huían. Sirvientes hoscos entraban y salían de las puertas, hileras de porteadores
paralizaban las calles. Comprobé las deserciones cómodamente al reconocer al pasar
los bonetes de lana de vivos colores de los collas, el turbante negro de los huancas, la
vincha de los chachapuyas… No continúo, vos no sabéis nada de esas poblaciones,
pero verlos desbandarse así me trastornó. ¡Tenía la impresión de que la unión del
Imperio, tan cara a nuestros incas, estaba rompiéndose en trozos como un vulgar
plato de barro cocido!
El contraste entre la efervescencia de los alrededores y el silencio que dominaba
la ciudad propiamente dicha me asustó más.
En el palacio del Inca, su madre, su esposa-hermana, sus concubinas, las
princesas de su linaje, todas estaban reunidas en la inmensa sala que los días de fiesta,
cuando llovía, servía para los entretenimientos y las danzas. Había allí tal vez dos mil
mujeres. Fui a colocarme modestamente entre las aclla, pero Rahua Ocllo me llamó.
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—Has venido, está bien —dijo.
Desde que los amauta me habían instruido, me dispensaba cierta consideración.
—¿Hay noticias del Inca? —pregunté.
—Ninguna. Y sin mi hijo, nuestro señor, ¿qué somos nosotras? —Rahua Ocllo se
retorcía las manos. La autoridad y la gracia que afirmaban sus carnes estaban como
derretidas. Una mujer vieja con la cara ajada.
—¿Qué se ha preparado para la defensa de Cuzco? —pregunté aún.
—¿Qué pueden hacer las mujeres, los niños, los viejos? ¡Sólo los dioses saben lo
que nos reserva Atahualpa! Reza, hija mía. Es nuestro único recurso.
Me permití sugerir que armar a los miles de sirvientes varones, aunque sólo fuera
con hondas, que todo niño sabía manejar, valía más que esperar pasivamente una
suerte incierta. La idea fue rechazada.
—Resistir provocaría represalias —comentó Rahua Ocllo—. Atahualpa es un
canalla, una bestia maloliente que merece ser ahorcado con sus propias tripas, pero no
permitirá que toquen a las mujeres del Inca y de sus parientes… ¿Acaso su interés no
es conservarlas intactas? —Esta última reflexión presentaba a nuestra imaginación, al
menos para las más jóvenes, la perspectiva de ocupar el lecho del vencedor o de sus
allegados, y no era en absoluto reconfortante.
De modo que esperamos el día siguiente, acuclilladas hombro contra hombro, con
los sollozos de unas alimentando el terror mudo de las otras. Las sirvientas trajeron
alimentos. Las echamos. Por la mañana, en la cima del monte que domina las terrazas
de Collcampata, apareció la vanguardia de Quizquiz y de Chalicuchima, los grandes
capitanes de Huayna Capac, alineados bajo el estandarte de Atahualpa. Las plazas y
las callejuelas se vaciaron de los raros transeúntes. Las sirvientas corrían por el
palacio, gritando y arañándose las mejillas como si los soldados ya estuvieran
violándolas (esas prácticas no tienen lugar entre nosotros, pero ¿cómo no esperar los
peores malos tratos en una guerra fratricida donde ni siquiera la divinidad del Inca era
respetada?).
El enemigo, sin embargo, se contentó con observarnos desde las crestas. Por la
tarde, unos enviados de Atahualpa descendieron la colina y se dirigieron a los viejos
príncipes, llevando un mensaje tranquilizador: su señor conjuraba a la nobleza de
sangre inca, que había huido, a volver a Cuzco para establecer de manera definitiva
las relaciones entre el Imperio y el reino de Quito, y restablecer entre el Inca y él el
afecto que deben tenerse dos hermanos. Con la misma rapidez con que antes nos
habíamos desesperado, nos maravillamos y alegramos. El alivio estuvo a la altura de
la angustia. Cuzco respiró. ¡Sea! Se abandonaría Quito a Atahualpa, pero ¿ésa no era
la voluntad del venerado Huayna Capac? ¡Por poco se habría tratado de idiota a ese
vencedor que se contentaba con lo que había recibido por herencia, cuando podía
exigir mucho más! La gente de Cuzco reencontraba con deleite el sentimiento de su
superioridad.
«¡Una vez que regresara el Inca, se comerían al bastardo crudo y sin pimienta!».
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Esta frase, pronunciada por un viejo primo de Huáscar, circulaba por toda la ciudad y,
después de haber llorado de miedo, se lloraba de alivio. Expresar reservas habría sido
inconveniente, dado el optimismo reinante. Sin embargo, yo tenía un oscuro
presentimiento. Si Inti, nuestro padre el Sol, al que habíamos dado a beber chicha y
nutrido de vírgenes, de niños, de soberbias llamas, del maíz más tierno, al que
habíamos alojado en templos de oro y acariciado por nuestra adoración, había
abandonado a su propio hijo, el Inca, ¡es que debíamos de ser muy culpables!
¿Habíamos pagado lo suficiente, sufrido bastante, para que los demonios se
dispersaran y que la fuerza benéfica de los dioses retornara todopoderosa a
restablecer el orden moral sin el cual no somos nada…?
Uno a uno, los príncipes incas llegaron de las provincias vecinas o de las alturas
en las que se habían refugiado. Pronto, con excepción de Manco y algunos otros,
estuvieron todos en la ciudad. No faltaban más que Huáscar y Atahualpa para que se
reuniera el Gran Consejo.
Del mismo modo, cuando los sirvientes acudieron a advertirnos que los ejércitos
enemigos descendían de los montes, los contemplamos sin desconfianza cubrir las
pendientes como colonias de insectos. Al avanzar, los insectos comenzaron a tomar
formas humanas. Los caparazones se convirtieron en cascos, corazas, escudos, se
inflaron con túnicas rellenas de algodón, con mantos bordados cuyos pliegues
revoloteaban como alas, se mancharon con ondulantes pieles de jaguar… Aquel
hormigueo de cabezas, de brazos, de piernas, de colores, de plumas, de piel, de cobre,
de oro y de plata llegó hasta nuestros muros, franqueó nuestras puertas abiertas de par
en par, se distribuyó por las callejuelas y las plazas, invadió los palacios y trajo el
horror.
Los príncipes incas, atraídos y rodeados por las falaces promesas de Atahualpa,
fueron apresados, degollados, estrangulados, colgados, ahogados y lapidados, hasta el
último de ellos, incluso los ancianos que no se habían movido de Cuzco. Y como la
sed que da la sangre no se apaga más que con sangre, los verdugos posaron sus
manos recientemente enrojecidas sobre nosotras, las mujeres. Sin distinción de
rangos, nos hicieron salir de los palacios, así como a los niños, y nos llevaron a
Yahuarpampa, una gran llanura situada a media legua de Cuzco.
Alrededor del lamentable rebaño que formábamos, enloquecidas por tantas
muertes, de las cuales muchas se habían ejecutado en nuestra presencia, el enemigo
trazó un triple cerco. El primero estaba formado por las tiendas de los guerreros, el
segundo y el tercero por cordones de centinelas que se turnaban, disposición que
eliminaba toda idea de evasión que pudiéramos tener.
Encerradas en aquel lugar, éramos tratadas peor que criminales. Pero alimentarse
de un puñado de maíz y hierba cruda, cocerse al sol de la mañana, aguantar la lluvia
del mediodía, tiritar por las noches (en Cuzco son extremos los cambios de tiempo y
de temperatura en un día), acuclillarnos en nuestro fango, soportar privaciones y
humillaciones, todavía era vivir, y si muchas llamaban a la muerte, era sólo para
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escapar a la que nos esperaba.
Cada mañana, los soldados venían en busca de cierto número de mujeres y, ante
un grupo de capitanes, al alcance de nuestros ojos, procedían a ejecutarlas. Las
víctimas eran colgadas de sus largos cabellos, de las axilas o de los pies en altas
ramas y en las puertas de las fortificaciones. Se ponían a los niños en los brazos de
las madres y, cuando las desdichadas ya no tenían fuerzas para estrechar contra ellas a
los pequeños, éstos caían y se destrozaban contra el suelo. Abrían el vientre de las
mujeres encintas, arrancaban el fruto… Veo que os estremecéis, padre Juan. ¡Es
curioso cómo los hombres blancos se escandalizan por las atrocidades que se
cometen en nuestros países pero aceptan aquellas de las que son testigos en los suyos
donde, me han dicho, también pasan cosas terribles! No es necesario tener
imaginación para hacerse una idea de lo que sentíamos.
Si resistí algo más fue gracias a la presencia de ánimo de Qhora, mi enana, que
fue a buscar entre mis efectos mi bolsa de coca antes que los soldados nos arrastraran
fuera del palacio.
Esa bolsa de coca, una chuspa como las que yo había tejido y bordado por
decenas en el Acllahuasi de Amancay, era de Huáscar. Él me la había regalado.
Estábamos sin noticias de él. Cuando lo recordaba, mi corazón se oprimía. Y cuando
pensaba en Manco, bendecía a los dioses por haberlo protegido. No lo hacía a
menudo. Cuando tenemos la cabeza anegada de sufrimiento y alaridos, los ausentes
nos abandonan. Se vive sólo por vivir, mezquinamente, por instinto, como los
animales. Y como los animales, compartimos el aliento con aquellos que están atados
a la misma cadena. El azar me había llevado junto a dos jóvenes aclla, oriundas de la
provincia de los chachapuyas. Tenían una quince y la otra dieciséis años, rostros
encantadores, y las dos llevaban un hijo de Huáscar. Sus embarazos llegaban a
término. Las escenas que presenciábamos las habían llevado a una desesperación
rayana en la locura. Yo les tenía afecto y las calmaba lo mejor que podía con mis
hojas de coca… ¡No era lo más indicado! Si la coca es muy eficaz contra los vómitos
y las hemorragias, si tomada en infusión detiene la diarrea, si cura las llagas y los
huesos rotos cuando se la pulveriza, los médicos no la han recomendado jamás a una
mujer encinta. Pero ¿qué importancia tenía si los hijos de esas aclla nacían deformes,
idiotas o muertos? Estaban condenados, de todos modos, y ellas también. Masticar
coca era robarles un momento de felicidad a nuestros verdugos.
La lista de los ejecutados se alargaba. La Coya, numerosas princesas y
concubinas de sangre inca… ¡Y en cada muerte vivíamos la nuestra! De noche
dormíamos abrazadas, las dos aclla, mi enana y yo, tratando de luchar contra el frío
con el pobre calor que quedaba en nuestros cuerpos. Una de esas noches de frío
intenso, tan frecuentes en la estación, dio a luz la más joven. Era un varón. Rasgué un
paño de mi lliclla y lo envolvimos en él para ahogar sus gritos. La madre había
decidido ocultar el nacimiento. «Cuando me llamen para colgarme, Azarpay,
prométeme…». Enjugué sus ojos llenos de lágrimas, le deslicé en la boca mis últimas
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hojas de coca que quedaban en el fondo de la bolsa y le prometí todo lo que quiso,
hasta matar al niño cuando fuera mi turno. No tuve que hacerlo. Al día siguiente, los
soldados vinieron por mí.
Un impulso de orgullo me había llevado a arreglar mi cabello y anudar el cinturón
de mi vestido bordado de perlas, suntuosidad ridícula. Una túnica de buena lana
áspera me hubiese convenido más, pero era con ese atavío que los soldados me
habían sorprendido en el palacio del Inca. Tenía también mi collar de esmeraldas, el
mismo que llevo ahora.
Mentiría si os dijera que iba serena al suplicio. Morir en vano, sin un motivo
válido, no exalta la valentía. Cuanto más, un furor sordo me ayudaba a poner un pie
delante del otro y a mantenerme erguida. Los soldados nos conducían, a mí y a un
lote de concubinas pertenecientes a un tío de Huáscar, ante tres jefes que reían
ruidosamente y bebían chicha. A un lado se elevaba un aliso, que es un árbol de
nuestra región del que se saca madera para la construcción. En las ramas, como
enormes flores de datura, doblando sus corolas marchitas, había mujeres. Las
cabelleras y los brazos barrían el vacío, las faldas dadas la vuelta cubrían los rostros.
Estaban colgadas por los tobillos. Algunas habían dejado de sufrir, otras gemían con
gritos ahogados bajo las faldas. ¡Pero lo peor, lo peor, lo que me puso fuera de mí, fue
la indecencia a la que las libraban los horrores del suplicio! Y nosotras seríamos
pronto esas mujeres que se nos mostraban medio desnudas, convulsionadas,
mancilladas, obscenas, grotescas, luchando tontamente contra una muerte cuya
indignidad fue más fuerte que mi resignación.
Oí que una voz cubría los lamentos de las víctimas, una voz estridente, terrible,
que parecía brotar de las entrañas de la tierra, vomitando groserías e insultos y, al ver
retroceder a mis compañeras, supe que era yo quien los profería. Mi memoria las
deslizaba entre mis labios. Esas palabras, las que lanzan los hombres del pueblo las
noches de gran juerga o los días de cólera, las había oído en boca de mi padre y de
mis tíos. Y volvía a ver de pronto a mi padre, a mis tíos, a mi madre, a mi hermana, a
los seres que se habían borrado de mi existencia y que llegaban a asistirme a la hora
del fin.
Los soldados intentaron arrastrarme. Yo resistí, me debatí y seguí gritando. Uno
de los jefes interrumpió sus bromas y se acercó con los ojos fijos en mi collar.
—Sólo las coyas poseen esmeraldas de ese tamaño —dijo—, pero las coyas no
tienen tu lenguaje.
—Las esmeraldas me las dio el Inca, y ese lenguaje es el de los hombres de mi
ayllu.
Sus ojos subieron hasta mi rostro.
—¿Quién eres?
—Azarpay. Pertenezco a Huáscar Inca, tu señor.
—No tengo otro señor que el glorioso Atahualpa… ¿Azarpay, dices? ¡Azarpay…!
¿No serás esa cuya belleza celebran de Arequipa a Quito, la que ha vuelto loco de
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amor a Huáscar y cuyo nombre propagan los sanadores de aldea en aldea? ¿No serás
Azarpay, la hermosa coja?
—De mi belleza te hago juez, aunque ha sufrido mucho por vuestros tratamientos
—dije—. En cuanto a mi cojera… ¡ordena a esos animales hediondos que me suelten
y te lo demostraré! —Reí irónicamente.
Gracias a un hombre que reía y bebía chicha mientras a algunos pasos de él unas
mujeres agonizaban entre espantosos tormentos, yo había recobrado mi personalidad.
Era de nuevo Azarpay, la que mi voluntad había formado. Incluso si eso no cambiaba
en nada la situación, por lo menos encontraba bastantes fuerzas en el orgullo para
disfrutar de un último placer, ¡el de hacer frente a ese infame! Habría continuado con
gusto, pero ya no me escuchaba, estaba interrogando a mis compañeras de desdicha.
Cuando ellas le confirmaron que yo era Azarpay, la favorita del Inca, les volvió la
espalda y se puso a discutir con los otros dos jefes. Los soldados esperaban. Mis
compañeras esperaban. Yo esperaba. El sol de la mañana calentaba. Las moribundas
colgadas del árbol tenían estertores.
Yo tenía fuego en la garganta. Miraba los vasos de chicha. ¡Un vaso de chicha…!
Mi furor me abandonaba, así como todo mi interés por mi suerte y la de las otras. No
me preocupaba más que por esa sed, esa necesidad… ¡Un vaso de chicha! No me
creeréis, padre Juan, pero os lo juro, es verdad, la razón se pierde en tales casos, ¡yo
pensaba sólo en chicha! El hombre hizo una seña, los soldados se apartaron y yo me
adelanté.
—Tal vez divierta a nuestro señor Atahualpa llevar a Huáscar a su hermosa
Azarpay encadenada como una hembra de puma —dijo en tono jovial—. ¿O tal vez
él tenga una idea mejor? ¡Nuestro señor Atahualpa tiene un cerebro tan fecundo! Le
enviamos algunos presentes. Partirás con la caravana.
—Quiero chicha —declaré—, y a mi enana, y una túnica y una lliclla limpias.
—¡Quieres, quieres…!
La caravana era grandiosa. El enemigo debía de temer un posible ataque de los
partidarios del Inca. A veces, yo soñaba que Manco bajaba de las pendientes y acudía
a liberarme, pero no era más que un pensamiento fugaz. El sueño era estar aún con
vida, llenar los ojos con todo aquello a lo que había dicho adiós: la hierba, las flores,
las rocas, el cielo…
Los soldados rodeaban a los porteadores cargados de presentes para Atahualpa:
estandartes robados a nuestras tropas, espadas y corazas de oro recogidos en el campo
de batalla, y varios cascos magníficos: máscaras de jaguar adornadas con piedras
preciosas, esféricas cabezas de aves de presa reconstituidas con plumas brillantes de
tonos muy vivos… y también conducían a los antiguos propietarios de esos cascos,
dos tíos y cuatro primos de Huáscar, que desfilaban tendidos en sus literas, con sus
manos blandas y muertas, que los movimientos de los porteadores agitaban,
golpeando el vientre relleno de cenizas y paja, a la manera de los tamborileros. Uno
de ellos, el príncipe Huaman Poma, había recibido una flecha en plena frente y la
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carne se había abierto al retirarla. Los otros rostros estaban intactos, coloreados de
bermellón, muy majestuosos, muy bellos.
Ya sé, ya sé, padre Juan, vais a indignaros nuevamente. ¡A cada uno sus
costumbres! ¿Acaso en Europa no recompensan a los soldados abriéndoles de par en
par las puertas de las ciudades sitiadas y conquistadas, acaso no se les permite robar,
violar, matar hasta que, ebrios de sangre, de vino, de mujeres y de rapiñas, se
consideran pagados? Y esto os parece muy civilizado, ¿lo admitís, hombre de Dios?
Nuestros Incas no lo admitían. Masacrar y saquear no cuadraban con su política
de anexión. En cambio, ¿qué más agradable para un valiente ejército que desfilar,
precedido de los despojos de los jefes vencidos, golpeando el tambor o tocando una
flauta de hueso; qué más estimulante para el orgullo de un pueblo que ese
espectáculo? ¿Y no es más justo acusar a los que deciden en lugar de aquellos que
soportan? Hasta el momento, desfilar con el tambor era algo reservado a los
enemigos del Inca. Ver a miembros de su linaje en tan grotesca situación me
horrorizaba como un sacrilegio, pero estaba viva y con eso ya me bastaba.
Seguimos por el camino de Amancay. Yo había perdido la costumbre de caminar,
estaba agotada por las privaciones y los tormentos y Qhora, mi pobre enana, no
estaba mucho mejor. Después de franquear el Apurimac bajo una lluvia torrencial, a
gatas, pues el agua volvía resbaladizas las tablas que formaban el suelo del puente,
decidí no ir más lejos. Hacer a pie a través de la sierra un viaje de doscientas leguas
(la distancia de Cuzco a Cajamarca, donde se encontraba Atahualpa) estaba más allá
de mis fuerzas.
Me detuve y me acuclillé. Los soldados me ordenaron avanzar y me empujaron
con el pie. Yo permanecí allí, como un tocón. Se acercó un jefe. Era gordo, inflado de
buen maíz, la piel oscura, con una cicatriz que le levantaba el labio como un perro
listo para morder. Lo miré con la ferocidad que nos atribuís. Sin razón. En tiempos de
paz somos gente dulce, tenemos el corazón en armonía con los pacientes trabajos de
la naturaleza.
—Quiero una litera.
—¡Quieres!
—¿Ignoras quién soy? Azarpay, la favorita de Huáscar Inca. Tú sirves a otro, pero
¿hiciste una buena elección, estás seguro de lo que ocurrirá mañana? ¡Cuando los
dioses conduzcan al Hijo del Sol a su trono y él sepa que te atreviste a tratarme como
una sirvienta, te hará cortar en pedazos y arrojará tu corazón y tus tripas a sus boas!
Cuídame y cuidarás tu porvenir.
Después de algunos intercambios de palabras en el mismo tono, conseguí mi
litera. No sabré jamás si fueron mis amenazas o el temor de no poder presentar más
que mi cadáver a Atahualpa lo que lo volvió conciliador. Hice subir a Qhora
conmigo. No pesaba más que un niño. Los porteadores no dijeron nada. Les di un
brazalete de huairuro que tenía en la muñeca. Los granos de huairuro, una especie de
poroto abigarrado rojo y negro, son un amuleto muy eficaz. Se dividieron el brazalete
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entre los cuatro. No eran hombres malvados.
Cuando llegamos a las puertas de Cajamarca, una ciudad a medio camino entre
Cuzco y Quito, yo había recuperado carne sobre el esqueleto y claridad en mi cabeza.
La ansiedad que me atenazaba había aumentado. La miseria física, ya os lo he dicho,
coarta el espíritu y lo limita a los imperativos del cuerpo. Por eso presté escasa
atención a los rumores que circulaban en la caravana, según los cuales unos hombres
de piel blanca habían desembarcado otra vez en Tumbez, sobre la costa. Hubiese
debido recordar la predicción hecha a Huayna Capac, pero mi suerte me absorbía e
ignoraba cuán íntimamente estaría ligada en el futuro a la de esos extranjeros…
¡vuestros compatriotas, padre Juan!
El paisaje de Cajamarca es un cuadro pintado por las manos divinas. A la derecha,
la sierra con sus campos de nieve y sus picos helados recortándose contra el cielo de
un azul violento; a la izquierda, colinas de hierbas duras y arbustos, jardines floridos,
vergeles descendiendo suavemente hacia la ciudad que despliega sus techos de paja,
sus muros ocres y sus templos de piedra en medio del verde de los cultivos y de los
hermosos prados, donde pacen perezosamente llamas y alpacas.
Antes de llegar a Cajamarca, altas columnas de vapor señalan las fuentes calientes
de Pultamarca, una de las termas preferidas de nuestros incas. Era allí donde
Atahualpa, viniendo de Quito, había esperado el resultado de sus maniobras; era allí
hacia donde íbamos. Alrededor, en la pendiente, se elevaban por millares las blancas
tiendas de su ejército.
Nos interceptaron unos guerreros. Dejando que los soldados montaran las carpas,
los capitanes de la caravana reunieron los presentes destinados a Atahualpa, entre los
cuales figuraba yo, y nos dirigimos a Pultamarca. Mi enana, que iba a mi lado con
pasitos cortos y rápidos, suspiraba:
—Tengo miedo, ama. ¿Qué muerte nos reservará ese monstruo?
—No debes temer —la tranquilicé—. Una enana siempre tiene un lugar en la
corte de un príncipe, aunque él sea un monstruo.
Lo dije con rudeza para que no siguiera hablando, porque yo me hacía la misma
pregunta. Antes de llegar al palacio, los capitanes se descalzaron y los servidores
sujetaron una pesada carga sobre sus suntuosos mantos. Yo seguía esos preparativos
con una mirada de desdicha. En efecto, es descalzo, la espalda curvada y los ojos
bajos como se aborda al Inca… ¡Y los capitanes se presentaron así ante Atahualpa
que, sin embargo, no tenía más títulos que los de traidor y rebelde!
El Bastardo estaba sentado en los jardines sobre un pequeño trono de oro. Sus
mujeres se afanaban recogiendo los restos de su comida. Frente a él, numerosos
dignatarios, a los que reconocí por haberlos visto en Tumipampa, estaban acuclillados
en semicírculo. Se apartaron para dejar pasar a los capitanes, detrás de los cuales
llegaban los presentes.
Los infortunados parientes de Huáscar, convertidos en tambores, obtuvieron un
gran éxito.
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Atahualpa no tenía ya ningún parecido con el príncipe sumiso y encantador que
yo recordaba. Ahora era un soberano. Además, lucía el llautu y la mascapaycha
como si ya hubiera reemplazado a Huáscar. Mi enana murmuró:
—Adelántate, ama.
Me adelanté. Me gustaría poder decir que mi porte era altanero, mi aire soberbio
de desprecio, pero el heroísmo no es más que una tontería cuando no lleva a nada y
nosotras, las mujeres, sabemos muy bien contener nuestros sentimientos bajo la
humildad que (según los hombres) nos favorece.
—¡Azarpay! —dijo Atahualpa—. Eres bienvenida. ¡Verte me alegra, igual que
alegró a mi padre, el gran Huayna Capac y a mi hermano Huáscar, que no es tan
grande y ahora incluso muy pequeño!
Rió. Sus dientes marcaron de un trazo blanco su rostro que, no sé si os lo he
dicho, era muy bello. Permanecí callada. Una de sus mujeres le ofreció chicha. Cogió
el vaso de oro, se mojó dos dedos en él, levantó la cabeza con veneración en
dirección al Sol y, de un papirotazo, envió al astro la gota que perlaba su dedo
acompañándola con besos… Mi estómago se contrajo un poco más. Ésos eran los
gestos con los cuales nuestros Incas tenían la costumbre de marcar el final de sus
comidas y el comienzo de las libaciones. Habréis notado que no bebemos mientras
comemos. Dio unas palmadas. Acudieron otras mujeres. Jóvenes, sonrientes, hacían
tintinear alegremente sus múltiples brazaletes.
—Azarpay —dijo Atahualpa—, te confío a mis mujeres. Tenemos prisa por
contemplar tu belleza en su cenit.
Seguí a las mujeres. Entramos en el palacio. Era pequeño y no tenía más que
cuatro habitaciones, pero distribuidas alrededor de un patio con un enorme y
maravilloso estanque alimentado por una doble canalización de oro, de donde se
derramaba el agua caliente y la fría de las fuentes de Pultamarca. Los muros del
palacio, del patio y de las habitaciones estaban recubiertos de una capa brillante que,
según mis recuerdos, tenía el brillo y el oriente de las perlas… Comparación que no
habría podido hacer en esa época: nuestros incas prohibían su explotación, pues
juzgaban la pesca de perlas demasiado dura y peligrosa para el pueblo. Como
vuestros compatriotas no tienen esas preocupaciones, parece que las perlas se venden
actualmente en Sevilla por bolsas, como los granos, y aquí ¡las prostitutas las cosen
en sus prendas interiores!
Las mujeres me desvistieron con mucha gentileza y respeto. Aunque yo tenía
otras preocupaciones, me mostré igualmente afable. Una mujer no elige a su dueño.
Luego, me invitaron a bajar al estanque. Se llegaba por escalones de piedra. El baño,
tibio, me distendió. Mi cuerpo encontraba con voluptuosidad las sensaciones de
bienestar a las que estaba acostumbrado. Confieso haber considerado con menos
repugnancia que anteriormente la perspectiva de acostarme en el lecho de Atahualpa:
era a lo que yo atribuía aquellas atenciones.
Al salir del agua las mujeres me secaron, perfumaron mis cabellos con flor de
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canela y la sujetaron en la frente con una banda de oro. Luego me pusieron una
sedosa túnica de algodón blanco, fruncida por un cinturón bordado de rojo, ocre
amarronado y oro, después una lliclla de gasa, que sujetaron con un broche, todo
subrayado con grititos que me cosquillearon agradablemente. No hay espejo más
franco para una mujer que los ojos de otras mujeres. Su admiración era un bálsamo
sobre las humillaciones sufridas en el campo de Yahuarpampa. Cantando me llevaron
a los jardines y fueron a acuclillarse entre sus compañeras. Siempre evoco con
nostalgia esos cuadros de mujeres-flor, inseparables de la imagen que nos hacemos de
los incas y de los príncipes. Frente a la rigidez orgullosa de lo sagrado, encarnan la
poesía, el sentimentalismo, las pasiones; todos esos movimientos del alma que
agitaban secretamente a nuestros soberanos. Los españoles se han negado a
comprenderlo… o no han podido.
Atahualpa me señaló un tocón de árbol. Fui a sentarme. Qhora, mi enana, no se
apartaba de mí. Tenía el rostro gris y moqueaba.
—Deja de lloriquear —dije—. No tiene aire de mala disposición.
La voz de Atahualpa se elevó:
—Azarpay, cuando me anunciaron tu llegada me pregunté qué haría contigo. Eres
bella, esta noble concurrencia está convencida de ello, pero ya no eres nueva. Ocupar
el lugar de un triste vencido no sería un honor para nuestros señores. Yo me sentía
confuso. Luego se me ocurrió que si nunca se ofrece carne de caza algo pasada a
quien no consume más que carne fresca, esa misma caza será suculenta para quien se
conforma con caldo de quinua y raíces. En resumen, elegí a diez de mis soldados…
Míralos, Azarpay, ahí, a tu derecha, casi frente a ti… De acuerdo, son rústicos, sin
elegancia, llenos de sudor, pero vigorosos, bien formados… No podrás quejarte de
sus asaltos.
Un silencio total recibió esa declaración. Me enderecé, temblorosa.
—¡No puedes hacer eso! —exclamé—. Soy una incap aclla. Ningún hombre, con
excepción del Inca, tiene derecho a tocarme. ¡Tú lo sabes, todos los señores lo saben!
—¡Cállate, mujer! El Imperio me pertenece, Huáscar me pertenece, tú me
perteneces, y dispondré de ti como me parezca.
—Mátame —dije—. Mátame, te lo ruego, pero no cometas esa ignominia.
Atahualpa rió.
—¿Matarte? ¿Cuando todavía puedes servir, cuando tu cuerpo puede ser el lecho
real sobre el cual se tenderá uno de mis valientes guerreros? Míralos estremecerse…
¡Míralos, te digo! ¿Tendrías el coraje de decepcionarlos?
—¡Los dioses te castigarán! Por la sangre derramada, por tu felonía, por…
Volvió a reír.
—Los dioses aman la sangre, y en su sabiduría saben que seré mejor Inca que mi
hermano. Si no, ¿habrían permitido que yo triunfara? ¡Las bendiciones de Inti y de
Viracocha están sobre mí! Eres astuta, Azarpay, pero no me harás encolerizar, no te
mataré, vivirás mujer de soldado… De todos modos, el que te tendrá deberá ganarte
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primero. Estos diez hombres…, ¡míralos!, estos diez hombres son los mejores
corredores de nuestro ejército. Van a correr hasta Cajamarca. El primero que regrese
te recibirá en recompensa. He hablado. ¡Que la carrera comience!
Oí pasos a mi alrededor, órdenes. Yo no veía nada, en mí no había más que odio y
vergüenza.
Tal vez, padre Juan, no habéis notado en la condición de incap aclla nada más
que el lado superficial, licencioso, que vuestros compatriotas dan a esa institución.
Permitidme insistir sobre su carácter sagrado. Dar por sabido que el hecho de
apoderarse de una mujer marcada por el Inca era peor que una violación: es una
profanación del orden moral y divino que, hasta ese día, nos había gobernado.
Detrás de mí, Qhora sollozaba… Bruscamente, estallaron unas exclamaciones.
—¡Ama, ama!
El tono de Qhora era tan vivo, tan apremiante, que abrí los ojos. Se habían
levantado los dignatarios y las mujeres. Todos, hasta el grupo de soldados
interrumpidos en su impulso, todos estaban petrificados y habían vuelto la cabeza
hacia la misma dirección. Yo también volví la cabeza y distinguí, más allá de las
tiendas del ejército, de los cultivos y los prados, una especie de relámpago blanco que
crecía, que se estiraba, como un trazo de luz incandescente. Durante un momento
pensé que era Inti Illapa, el dios rayo, que venía a hacer justicia, a aniquilar al
Bastardo. Pero cuando la deslumbrante luz se acercó, la vi dividirse… Una a una,
sobre la línea del horizonte, se desprendieron siluetas cuya forma humana parecía
moldeada en el metal, y que avanzaban encaramadas en fantásticos animales de
cuatro patas.
La magia de esa aparición nos soldó súbitamente unos a otros. Con el mismo
estupor, con el mismo temor, mudos, contemplamos esos seres surgidos de ninguna
parte, que no se parecían a nada que conociéramos, coger lentamente el camino que
sube a Cajamarca. Ésa fue la primera impresión que tuve de los españoles, padre
Juan. ¡Inútil precisaros que el halo sobrenatural que los nimbaba se borró muy
pronto!
Mañana al alba, ¿os lo dije?, salimos para Ollantaytambo. Un lugar soberbio, al
pie de las grandes montañas. Os gustará. En realidad, padre Juan, os hablo sin cesar
de nuestras mujeres y falto al deber más elemental de una anfitriona… ¡Por Dios!
¡No adoptéis ese aire! Si os he ofendido, os ruego que me perdonéis. ¿Qué más
natural que proponeros una compañera para alegrar vuestras noches? ¡Aquí, vuestros
monjes copian a nuestros señores y han tenido más concubinas que días en una luna!
Por eso me había imaginado que los principios que rigen las costumbres de vuestros
religiosos no tenían vigencia más que en vuestros países. Sobre todo porque un
hombre tan seductor… ¡Vamos! ¿Qué he dicho ahora? ¿Es un pecado ser joven y
hermoso, es que no puedo decíroslo?
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Padre Juan de Mendoza. Valle de Yucay, 5 de octubre de 1572.
¡Cuánta sangre, cuántas crueldades! Tengo prisa, Señor, por oír la continuación
de su relato y porque aparezca la Verdadera Cruz trayendo Vuestra misericordia a
este desdichado país.
Aunque ella me haya asegurado haber dejado instrucciones para que Pedrillo, mi
intérprete, se reúna con nosotros, sigo sin noticias de él. Tengo un mal
presentimiento. Anoche soñé que Pedrillo se balanceaba en una rama, abierto como
una granada demasiado madura, y que yo lo miraba mientras una espada de oro me
cortaba el costado. Era ella, Azarpay, quien empuñaba la espada… ¡Azarpay!
¡Hermoso nombre! Tal vez debería volver a Cuzco y averiguar qué le ha pasado a
Pedrillo. Pero una de dos, o desertó o le ocurrió algo malo. En ambos casos no
puedo hacer nada.
¿Adónde me lleva? ¡Qué importa! Yo la sigo. Ella y su cohorte de indios con
rostros de madera… Si quiero intentar descubrir su verdadero rostro, deberé
aventurarme más.
Estos pocos días me han hecho reflexionar. Destruir la existencia de esta mujer
basándome en denuncias tal vez engañosas, en una simple apreciación y en el
principio de que más vale eliminar un inocente que arriesgarse a dejar que un
criminal continúe actuando, me es imposible. El rigor, la honestidad, me obligan a
profundizar mis investigaciones hasta que ella se traicione.
El comienzo de su relato se refería sólo a los suyos. Ahora van a comenzar sus
relaciones con los españoles. Cada vez más, tengo la impresión de que no aprecia en
absoluto a nuestros compatriotas y que disfruta haciéndomelo saber. Esto no
concuerda con la infernal hipocresía de que la acusan. ¿Por qué ese
comportamiento? ¿Será, a medias palabras, una advertencia, una amenaza? Sin
embargo, mi compañía parece serle agradable… Me desconcierto. Y esta
desorientación absoluta lleva la confusión a mi cabeza. ¡Señor Dios mío, no me
abandonéis! Sin Vos, no soy más que un hombre.
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jefe, se dignó apartar el velo que dos de sus mujeres mantenían tendido ante él para
sustraerlo a toda curiosidad impía. Salió de su mutismo, ofreció chicha en vasos de
oro y consintió en ir al día siguiente a Cajamarca, donde los extranjeros habían
establecido sus cuarteles.
Los jinetes se llamaban Hernando Pizarro y Bartolomé Villalcázar. Pudimos
constatar de cerca que parecían hechos como nosotros, de carne y hueso, y que
estaban dotados de palabra, aunque no comprendíamos lo que decían si no era por
medio del intérprete. Estaban vestidos suntuosamente.
De todos modos, más que sus trajes de seda y brocado, más que su tez pálida, su
barba rizada, sus rasgos hermosos, pero desabridos en mi parecer comparados con las
líneas tan vigorosamente acentuadas que presentan los rostros de nuestros hombres,
lo que captó mi atención fue la mirada del segundo jinete, el llamado Villalcázar, una
mirada que, por otra parte, él dejaba deslizar con descaro sobre las mujeres, entre las
que yo estaba. Esa mirada tenía el azul de ciertas flores y la clara transparencia del
agua. ¡Jamás me habría imaginado que los ojos pudieran ser de otro color que negros
o castaños! Aquella originalidad me maravilló. Habría debido acordarme de que el
azul me era nefasto…
Pasé la noche con Qhora en el aposento de las mujeres, decidida a escaparme en
cuanto se presentara la oportunidad. La llegada de los extranjeros había postergado la
sentencia de Atahualpa, pero no era más que un compás de espera, y prefería los
azares de la huida a lo que me aguardaba.
Desde el alba, los fuegos del ejército iluminaron alegremente los prados. Cuando
los hombres hubieron comido, empezaron los preparativos. Hacia el final de la
mañana resonaron los tambores, las caracolas lanzaron sus mugidos hacia el cielo,
que se anunciaba hermoso, y el cortejo que llevaba a Atahualpa a Cajamarca se puso
en movimiento.
A la cabeza marchaban centenares de sirvientes vestidos de rojo y blanco, plebe
que tenía por misión limpiar el camino del menor guijarro, brizna de hierba o trozo de
paja, a fin de abrir un camino real a las literas. Detrás, caracoleaban cantantes y
bailarines, y después venían, espléndidamente adornados de oro y plata, los
dignatarios de Quito y los de las provincias que se habían aliado con el Bastardo.
Éstos precedían a la guardia personal de Atahualpa: varios miles de jóvenes nobles
con vestimenta azul.
Os he descrito la litera de Huayna Capac. La de Atahualpa no le iba a la zaga: una
caja de oro y pedrería. Antes de que se cerraran las cortinas y mientras algunas de sus
mujeres arreglaban amorosamente los pliegues de su atavío, pudimos admirar a aquel
que pretendía ser Inca. Reconozco que Atahualpa poseía la majestad que se requería,
pero ¡cuánto odio había en mi corazón! A continuación iban otras dos literas
transportando a príncipes de la costa a los que había otorgado el privilegio de ir tras
la suya. Detrás marchaba el grueso del ejército, impaciente, alegre, punteado de oro.
Yo estaba con las princesas de Quito. Ninguna mujer de alcurnia podía aprobar la
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actitud de su señor para conmigo y se esforzaban por hacérmela olvidar con su
amabilidad, invitándome a seguir el cortejo en su compañía. Aunque nos habían
hecho a un lado, estábamos al corriente de lo que se tramaba. Sabíamos que, debajo
de sus trajes de ceremonia, los guerreros disimulaban petos de algodón acolchados,
bolsas con piedras y hondas; sabíamos que de las pértigas, decoradas con trenzas,
flecos, pompones de lana y plumas, colgaban nudos corredizos, y que en los puntos
estratégicos habían sido emplazados hombres para capturar a los extranjeros que
lograran escapar. Nuestros espías habían averiguado que eran ciento setenta y seis, ni
uno más, y que, ante nuestros ojos, habían desfilado alrededor de treinta mil
guerreros. En suma, sabíamos que, dado su número, esos seres de piel blanca no
tenían ninguna oportunidad. Por otra parte, Atahualpa lo había dicho la víspera,
riéndose de los temores de su entorno: «No son más que hombres. ¡Contadlos,
contadnos! Hubiera podido hacerlos suprimir cuando desembarcaron en nuestras
costas, pero tengo curiosidad por verlos de cerca, y quiero sus animales vivos». ¡Cada
uno de nosotros habría apostado el lugar que tenía reservado en los verdes
bosquecillos del reposo eterno a que Atahualpa conseguiría esos animales!
Al despuntar la tarde, un correo enviado a las princesas nos informó de que los
españoles, transidos de terror, se habían encerrado en las casas que daban sobre la
gran plaza por la que se penetra en Cajamarca. Eso no nos asombró. ¿Cómo no
habrían de estar asustados los hombres blancos ante ese grandioso despliegue de
fuerzas, que avanzaba con una lentitud calculada para quebrar las valentías, incluso si
el encuentro tenía oficialmente un carácter amistoso?
El día terminaba cuando las princesas recibieron un nuevo mensaje: Atahualpa
había decidido montar su campamento bajo las murallas de Cajamarca y posponer la
entrevista para el día siguiente. Intercambié una mirada consternada con Qhora, mi
enana.
—Cuando los extranjeros hayan sido aniquilados —le había dicho—, aprovecharé
el regocijo y las juergas que seguirán para escaparme.
—Tendremos que ganar los montes enseguida —murmuró Qhora, acomodada
entre mis faldas.
—¿Tendremos? Tú te quedas aquí.
—Voy contigo.
—Me molestarías.
—Trepar no es una cuestión de tamaño. Mi pie es tan ágil como el de la llama…
¿Y quién encendería tu fuego, quién se ocuparía de tu alimento?
—Cuando era niña, en mi ayllu…
—Ya no lo eres, y durante demasiado tiempo te acostumbraste a no hacer nada:
tus manos se han vuelto ignorantes.
—¡Cómo te atreves!
Ella sonrió.
—No te librarás de mí.
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¡Sentir de lejos el aire de la libertad ya es una fiesta, pero una nueva coyuntura
posponía, tal vez para siempre, nuestros proyectos! De todos modos, un poco más
tarde, llegó un tercer mensaje que devolvió el impulso a mi corazón: Atahualpa,
cediendo a las peticiones de los extranjeros, se había decidido finalmente a hacer su
entrada en Cajamarca. Aunque el cortejo hubiera tardado desde el mediodía hasta la
puesta del Sol en efectuar el recorrido, Cajamarca no está más que a media legua de
las termas de Pultamarca. Entre esos dos puntos, el terreno se ahonda y, como el
camino sube para alcanzar la ciudad, nos encontrábamos casi al mismo nivel que
ellos. Así que vimos, poco después, la litera de Atahualpa, precedida de una parte del
cortejo, franquear la muralla sobre los hombros de los porteadores, y a los guerreros
que se apretujaban detrás.
El viento había cambiado y ahora venía del norte, inflado con grandes nubes,
enviándonos el sonido agridulce de las flautas sobre un fondo de tambores. De pronto
cesó la música. Pasaron algunos minutos. Esperamos. Entonces la tierra y el cielo
parecieron confundirse en un abominable estruendo. Cerramos los ojos y nos
apretamos unas contra otras. ¡Ni siquiera en lo más fuerte de su furor, jamás Inti
Illapa nos había enviado un trueno tan poderoso! El ruido se detuvo. Abrimos los
ojos. El horizonte, la ciudad, el campo, seguían en el mismo lugar. Un trazado de
sombras se inscribía en el crepúsculo. Sin poder encontrar explicación a lo ocurrido,
empezábamos a serenarnos un poco cuando, de pronto, la muralla de Cajamarca se
desplomó como pulverizada por el puño de un gigante y, desde el hueco abierto, se
desbordó un torrente humano que empezó a bajar la pendiente…
Los españoles llegaron a Pultamarca antes de que hubiéramos comprendido lo
que pasaba. Las nubes se habían roto. Bajo una lluvia torrencial, a todo galope,
anunciados por el ruido ensordecedor de los cascabeles que adornaban el pecho y las
patas de los caballos, invadieron los jardines, rodearon el palacio y atravesaron a los
guardianes con sus lanzas. En la dependencia donde nos habíamos refugiado, varias
concubinas de Atahualpa, perdiendo la cabeza, quisieron huir. Las princesas de Quito
les ordenaron que no se movieran. Esa dignidad las salvó. Si no, seguramente
hubiesen sufrido la violencia que los españoles ejercieron sobre las sirvientas y las
mujeres de los guerreros, que se encontraban fuera. El palacio, lo supimos después,
fue asaltado en un santiamén.
Al final se interesaron por nosotras, que nos preguntábamos si volveríamos a ver
la luz del día. Aún no comprendíamos por qué los españoles actuaban como
vencedores, cuando según toda lógica estaban condenados al papel de vencidos, pero
sospechábamos que no debían de albergar buenas intenciones en cuanto a nosotras.
Fueron correctos. Impresionados por nuestra actitud y la magnificencia de nuestros
atavíos, refrenaron su naturaleza, contentándose con apostar soldados ante las grietas.
Por la mañana nos llevaron a Cajamarca. El trayecto hasta la ciudad terminó de
arrebatar a las mujeres la ínfima esperanza a la que se aferraban. Los prados, los
jardines, los contrafuertes de la ciudad no eran más que un vasto campo de muertos,
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todos guerreros. Mentiría si os dijera que compartía el dolor de las otras mujeres,
pero el espectáculo me hacía temer inmensamente por mi propia suerte. Qhora
resumió la situación con una frase:
—¡Hemos caído de las manos de un monstruo en las garras de los demonios!
En la gran plaza de Cajamarca, los únicos que estaban de pie eran los españoles
ocupados en trasladar cadáveres. Interrumpieron su trabajo para observarnos mientras
éramos conducidas a uno de los edificios. Después de lo que habíamos visto, ninguna
de nosotras creía que Atahualpa estuviera con vida. Así que, cuando lo vieron,
olvidando su reserva, sus mujeres se abalanzaron hacia él, mezclando lágrimas de
alegría a sus llantos, empujándose para postrarse ante él, tocarlo, besar sus manos y
sus pies. Sabéis lo que pienso del Bastardo de Quito, padre Juan, pero una cosa es
cierta: los suyos lo amaban hasta la adoración.
Los españoles presentes asistían estupefactos a ese delirio de efusiones. Yo me
quedé con Qhora en el umbral. Ver con mis propios ojos a Atahualpa evidentemente
prisionero, pero sano y salvo y tratado con honores, me produjo una conmoción.
Cuando hube puesto un poco de orden en mis reflexiones, llamé al intérprete, el
mismo que había venido la víspera a Pultamarca con los dos jinetes. De momento,
como no lo necesitaban, esperaba que las mujeres se calmaran. Me dirigí a él
empleando ese tono altanero que tenemos en Cuzco y que no importa qué indígena,
aunque sea simple de espíritu, es capaz de reconocer.
—Llévame ante el jefe de los extranjeros —dije—. Yo no pertenezco a
Atahualpa. Al contrario, tengo mucho que quejarme de él. Me llamo Azarpay y soy la
favorita de Huáscar Inca, tu señor.
Y no pudiendo permanecer más en la ignorancia, y deseando informarme antes de
enfrentarme a aquel que había logrado capturar al Bastardo de Quito al frente de su
gran ejército, añadí:
—¿Qué ha pasado?
El intérprete, nativo de una isla cercana a la costa, se expresaba muy mal en
nuestra lengua. De modo que, en parte, gracias a las historias de vuestros
compatriotas logré reconstruir el suceso. Vos lo conocéis. ¡Quién no lo conoce en
España, adonde, desde entonces, afluyen nuestras riquezas! Pero las narraciones a
veces fantasean, y tal vez os agrade revivir con toda exactitud la hazaña de Francisco
Pizarro, sobre todo porque después no tendré elogios que haceros de él.
Plantear el decorado es importante, porque la disposición de los lugares
proporcionó a Pizarro su plan de ataque. Imaginaos una vasta explanada de tierra
ocre. Edificios de ladrillos crudos la bordean por tres lados. Un largo muro de tierra
delimita el cuarto lado, dominando el campo y abriéndose en dos puertas que dan
acceso a la ciudad. En una de las esquinas del muro se yergue una torre algo más alta.
Cuando Atahualpa penetra en la plaza de Cajamarca, ignora que en algunos
minutos su destino estará sellado. Pizarro ha sopesado los riesgos. Es veterano de las
conquistas, tiene casi sesenta años, le ha llegado el momento de recoger la gloria y la
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fortuna; sabe que ese país, al que le ha costado años de existencia y de sufrimientos
acceder, es el más grande, el más rico, y que ningún conquistador ha posado jamás la
bota sobre él. Sabe también que, si no toma la delantera, la muerte será el precio de
su ambición. En ese caso, la única salida es atreverse a lo impensable, a lo imposible.
Volvamos a Atahualpa. Desde lo alto de su litera domina la plaza, donde
hormiguean servidores, músicos, bailarines, guerreros, mientras espera recibir el
homenaje de los españoles. Pero en esa masa ruidosa, deslumbrante de colores, no
aparece ninguno de vuestros compatriotas. Mientras él se impacienta y se ofende, de
pronto un religioso sale de uno de los edificios y se acerca a la litera seguido del
intérprete. Su hábito de lana rústica cruza las filas, su aire devoto impone silencio. El
religioso tiene una Biblia en la mano. Comienza a arengar a Atahualpa, hablando de
Dios y de Su Majestad de España, según vuestras costumbres, pero Atahualpa, que no
reconoce otro poder más que el suyo, se irrita más. El religioso insiste. «Todo está
escrito en la Biblia», dice, y le tiende el santo libro a Atahualpa, que lo abre y lo
hojea. Es evidente que esos signos no le dicen nada. Con cólera y desprecio lo arroja
al suelo. El religioso lo recoge y vuelve corriendo a informar a Pizarro.
La decisión ya estaba tomada, pero provocar la hostilidad de Atahualpa, llevarlo a
un gesto sacrílego, aportan un piadoso sostén a las conciencias. Pizarro da la señal.
Inmediatamente, de todos los edificios, de todas las aberturas, brotan los jinetes
españoles. Lanzan su salvaje grito de guerra, surcan la multitud con sus monturas,
descargan mosquetes y arcabuces y, mientras tanto, los cañones encaramados a la
torre empiezan a tronar.
Ese estrépito infernal, esas armas que escupen el rayo y la muerte a distancia;
esos caballos, animales fantásticos y monstruosos para quien no ha estado jamás
cerca; esos clamores de los que las orejas no entienden el significado, el olor acre de
la pólvora, es demasiado, muchas cosas desconocidas a la vez. El espíritu de los
hombres de mi raza se tambalea y el terror se apodera de ellos. Contra eso, la razón y
la disciplina son impotentes. Son decenas de miles. Aplastar a los españoles bajo el
peso del número sería fácil. No se les ocurre, sólo piensan en huir. Su voluntad se ve
reducida al instinto y, como un rebaño de animales enloquecidos, se precipitan sobre
la muralla. La presión es tan fuerte que las piedras y los adobes con los que ha sido
construida se desploman, enterrando a muchos de ellos.
Sólo los jóvenes nobles de la guardia personal de Atahualpa y los porteadores de
la litera permanecen en sus puestos. Tuvieron que matarlos uno a uno, y los guardias
reemplazan a los porteadores a medida que éstos caen, hasta que al fin la litera cayó a
tierra y Pizarro, que se reservó esa tarea, arrancó a Atahualpa de su estuche de oro,
turquesas y esmeraldas. Os lo he dicho ya, Pizarro tiene un largo pasado detrás.
Conoce la mentalidad de nuestros pueblos: entre nosotros, cuando se posee la cabeza
que gobierna, se es dueño del cuerpo entero. Por lo tanto, su único objetivo ha sido
Atahualpa. Y como siente que todavía puede necesitarlo, lo quiere vivo.
En el cortejo hubo cinco mil muertos, unos descuartizados, otros pisoteados o
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asfixiados en medio del pánico. Todos los españoles resultaron ilesos. Treinta
minutos le bastaron a Pizarro para apropiarse de nuestro país… ¡Treinta minutos en
ese 16 de noviembre de 1532, para que el Imperio de los incas y el honor de un
pueblo de diez millones de habitantes le cayeran en las manos! Evidentemente, yo
estaba lejos de imaginarlo.
Durante los primeros meses fui tratada con miramientos. Pizarro me concedió una
vivienda en Cajamarca, sirvientas y todo lo necesario. Esas disposiciones
corroboraron los desagravios que me había dispensado en nuestra primera entrevista,
y me complací en ver en ello una manifestación de la voluntad divina. Pensé que esos
extranjeros que, a pesar de la debilidad de sus efectivos, habían triunfado tan
fácilmente sobre Atahualpa, nos habían sido enviados para reponer el orden en el
Imperio y al Inca en su trono… ¿Acaso no lo simulaban ellos mismos? En resumen,
durante un tiempo, para mí y para todos los partidarios de Huáscar, fueron los
salvadores. Algunos hasta llegaron a considerarlos dioses.
Al no poder acostumbrarme al ocio, manifesté el deseo de instruirme en su
lengua. Pizarro me envió a su joven primo Pedro a quien, en pago, yo enseñé el
quechua. Hice rápidos progresos, movida por el deseo de poder servir de intérprete a
Huáscar cuando los españoles lo liberasen, ¡lo que prueba que las crueldades de la
vida todavía no habían agotado mi ingenuidad! Mientras tanto, en lugar de proseguir
su camino hacia Cuzco, vuestros compatriotas se incrustaban en Cajamarca. Y, a
medida que las lunas se desgranaban en las noches, yo me inquietaba cada vez más,
constatando las amables relaciones que Atahualpa había entablado con sus carceleros
y temiendo lo peor de su inteligencia y su duplicidad. Además, él había captado la
capacidad de sus vencedores y, para satisfacerla, les había prometido un rescate
colosal de oro… Colosal a los ojos de los vuestros, a quienes el oro les puede
proporcionar todo, incluso lo que deberían sólo merecer, pero para nosotros, que
teníamos tanto y que no le dábamos más que un valor decorativo, en realidad era muy
poco. ¡El oro… y las mujeres!
¿Hay mujeres hermosas entre vosotros, padre Juan? Os hago la pregunta porque,
con excepción de algunas prostitutas, las damas que vienen aquí a reunirse con sus
esposos, tal como la Corona de España les ordena, no tienen nada que pueda
emocionar a un hombre. Es verdad que su tez y su humor se vuelven rancios al
descubrir la alegre licencia en que se revuelcan sus cónyuges.
En suma, Atahualpa también había olfateado esa sed de mujeres. Numerosas
princesas de Quito y concubinas abandonaron su lecho a su orden para adornar los de
Pizarro, sus cuatro hermanos y otros españoles. Los menos favorecidos se
contentaron con las sobras que recogían en los caminos, pero creedme, toda vuestra
gente fue provista. Durante ese período fui respetada. El mismo Pizarro se encargó de
sermonear a Villalcázar cuando me quejé de sus asiduidades… Villalcázar… ¿Os
acordáis? Uno de los dos jinetes que llegaron en embajada a Pultamarca. Aunque
tenía a una hermana de Atahualpa y algunas otras mujeres, lo encontraba en mi
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camino cada vez que me presentaba en casa de Pizarro o que salía de la mía. Sus
cumplidos, su insistencia me ofendían; aquí no teníamos esas costumbres. Villalcázar
fingía no darse cuenta. Tal vez tomaba mi frialdad por coquetería. Era uno de esos
hombres hermosos y dominantes que no conciben el fracaso y tampoco lo
experimentan. ¡Era hermoso de verdad! En lo mejor de la edad, una estatura
magnífica, la cabeza orgullosa, mandíbula salvaje (pero, acaso cierta ferocidad, ¿no
añade encanto al macho?), la barba sedosa de un negro intenso y esos ojos tan azules
de los que os he hablado.
En febrero tuve una gran alegría. La llegada del Inca, prisionero de los generales
de Atahualpa en alguna parte de la región de Cuzco, fue anunciada para muy pronto.
Mi gratitud hacia los españoles se acrecentó. La pesadilla parecía a punto de terminar
y me regocijaba pensando en la angustia que debía de atormentar a Atahualpa.
Esos días de espera, durante los cuales viví flotando en las nubes triunfales que
acompañarían el regreso de Huáscar, fueron el último presente que me hicieron. Una
tarde, a la hora fresca en que la lluvia viene a calmar los locos ardores de la mañana,
estaba recibiendo mi clase de castellano cuando Qhora, que utilizaba de maravilla su
tamaño para colarse por todas partes y hacer soltar las lenguas, irrumpió en la pieza.
Se precipitó a mis pies y me abrazó las piernas con sus pequeños brazos. Estaba
sollozando.
—¡Ama, ama! ¡El Inca ha muerto!
La rechacé. ¿Huáscar muerto? Imposible. Algún signo me habría avisado de ello.
—¡Mientes! —exclamé.
Pedro, el primo de Pizarro, se levantó.
—Señora, continuaremos cuando estéis dispuesta.
Se dirigió hacia la puerta. Su nuca estaba rígida y su paso era presuroso. Grité:
—¡Entonces es verdad! ¡Lo sabíais!
Se volvió y me miró con precaución. Era un joven gentil, de pensamientos más
delicados y mejor educación que el resto de su familia.
—La noticia nos fue comunicada por la noche. El príncipe Huáscar fue ahogado
por orden de los generales de Atahualpa. Creed que lo lamento, señora. Lo
lamentamos todos.
—¡Ahogado! —repetí con horror.
Me puse a temblar. De pronto tenía frío, un frío que me penetraba hasta los
huesos… ¡Ahogado! ¡Entonces los dioses no me dejarían siquiera el consuelo de
imaginarlo disfrutando de una apacible y nueva existencia! Sabed que, en efecto,
padre Juan, según nuestras creencias, la pena es eterna para los ahogados y para los
que perecen en la hoguera…
Villalcázar guardó las formas. Me concedió tres días de duelo. Al cuarto,
apareció.
—Señora, ahora estáis sola. He solicitado a Francisco Pizarro, nuestro capitán
general, el honor de protegeros. Me lo ha concedido. Desde ahora viviréis en mi casa.
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Os conduciré allí. Por favor, disponed que reúnan vuestros efectos.
Era decirme, en palabras cuidadosamente elegidas, que al no estar ya el Inca, yo
no era nada más que un objeto de placer. ¿Acaso tenía la posibilidad de rebelarme?
¡Tomaría por la fuerza lo que yo me negara a darle de buen grado!
Considerando que discutir una causa ya decidida era rebajarme inútilmente, hice
lo que las mujeres de mi país hacían en esa época y hacen todavía cuando despiertan
el interés de un español: llamé a Qhora, la envié a buscar mi vacía bolsa de coca y un
peine, que era todo lo que poseía realmente en aquella casa, aparte de las alhajas y
vestimentas que llevaba puestas, y seguí a Villalcázar. Su casa había sido de un
notable de Cajamarca. Se abría sobre un patio. El agua de una fuente gorgoteaba.
Varias mujeres se dejaron ver y se eclipsaron. Atravesamos una sala con hornacinas
adornadas con rica alfarería. Recuerdo que había un florero muy hermoso que
representaba un loro en tonos castaños y ocres, picoteando una espiga de maíz. Lo
recuerdo porque obligué a mi espíritu a aferrarse a los detalles para que no fuera más
lejos. Ante una puerta cerrada por una cortina de piel de llama sujeta por un marco de
madera, Villalcázar se volvió.
—¡Tú, enana, fuera!
Ordené a Qhora que se reuniera con las sirvientas. Villalcázar apartó la cortina,
me empujó al interior de una habitación de la que no vi nada porque inmediatamente
estuvo sobre mí. Me abrazó y me arrancó la banda de oro que tenía en la frente,
hundió las manos en mi cabellera y, levantando el rostro que yo mantenía bajo, me
besó en la boca. ¡Un beso tan violento como un puñado de pimientos! Luego me
soltó.
—Desnúdate —dijo—. Hace demasiados meses que espero.
Y comprendí que el tiempo de las buenas maneras había pasado.
Villalcázar tenía la impaciencia de un niño y la voracidad de un ogro. En él todo
era desmesura, palabras, gestos, apetitos, deseos… Al día siguiente decidió que las
concubinas que le había dado Atahualpa me servirían.
—No es posible —dije—. No les haré esa afrenta. ¿Qué soy ahora más que ellas?
—¡Harás lo que te digo o las echaré!
—¿Crees que lo sentirán?
La sangre subió a su rostro y me obsequió con una cólera a la que asistí asustada,
ya que nuestros señores muy rara vez se dejaban llevar hasta tales extremos. Entre
nosotros, un simple fruncimiento de cejas o una palabra seria bastaban. Con un
montón de gesticulaciones apoyadas por groserías de las que sólo comprendí la
entonación, porque ése no era el lenguaje que me enseñaba Pedro Pizarro, Villalcázar
me explicó que ahora yo tenía un nuevo dueño y que, en dieciocho años de conquista
en países vecinos al nuestro, jamás una india había logrado hacerle frente. La manera
en que pronunció la palabra me golpeó el corazón. Lo miré a la cara.
—Haz lo que quieras —dije—. Pero no pretendas cambiarme. Y si no te
conviene, mátame. Me harás un favor.
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Le lanzaba esa frase cada vez que chocábamos, es decir, continuamente. Yo
pensaba mucho en la muerte. Al ser humano le hace falta un fin, un sentimiento, algo
a lo que el alma se aferre. Alrededor, todo se hundía… Huáscar… el Imperio… mi
honor… Por eso provocaba a Villalcázar con la esperanza de que hiciera el gesto que
me liberaría. Pero poco a poco, le cogí gusto al juego. Sin nada que perder (y él lo
sentía), descubrí que tenía un poder malsano. Esa guerra permanente que yo atizaba
entre nosotros fue lo que me mantuvo con vida. Esa guerra y…
Voy a confiaros un secreto, padre Juan. Sin duda, con vuestro espíritu formado en
un mundo tan diferente del nuestro, imagináis que yo odiaba a Villalcázar porque me
había forzado. Os engañáis. Entre nosotros, la ley del macho marca a las mujeres
cuando todavía son niñas. Villalcázar no hacía más que aplicarla. En el fondo, muy en
el fondo de mí, yo lo aceptaba: los hombres son así. En cuanto a hablar de
profanación… Villalcázar ignoraba nuestras instituciones. Para él, una incap aclla no
representaba más que una imagen que, por el contrario, incitaba sus actos. «¡Puta de
Inca!», aullaba en el punto más alto de su furor. Jamás intenté explicarle la clase de
mujer que era yo; su opinión me resultaba indiferente.
Además del hecho de que ahora percibía en los españoles ambiciones que
sobrepasaban, ¡y cuánto!, las que les habíamos adjudicado al principio, si yo odiaba a
Villalcázar era por otro motivo. No se lo he dicho jamás a nadie… En cierta manera
es una confesión, padre Juan, pero en vuestra religión, ¿no deben confesarse
igualmente los pecados de la carne? Es la siguiente. Seré breve. Los dioses vivientes
me habían tendido en su lecho y yo experimentaba un gran orgullo, sin pensar que
una mujer podría sentir otra cosa. ¡Pero con Villalcázar, un simple mortal, un
extranjero de quien todo me separaba, raza, costumbres, creencias, educación, con él,
a quien no me interesaba satisfacer y cuyos abrazos me humillaban, con él…! Haber
logrado hacer de mi cuerpo miserable su cómplice, eso no, eso no se lo perdoné
jamás.
En abril, los españoles recibieron refuerzos. Diego de Almagro, el socio de
Pizarro en esa expedición, feo y tuerto, llegó a Cajamarca con doscientos soldados,
de los cuales cincuenta iban a caballo. Entre ellos se encontraba un primo de
Villalcázar, Martín de Salvedra. Villalcázar lo trajo a la casa y declaró que viviría con
nosotros.
—Si quieres indias, muchacho, no te preocupes. ¡Son calientes como el pan
recién salido del horno! Pero ésta no —aclaró señalándome—. Era la favorita del
Inca… Huáscar, el que murió ahogado. Me costó su peso en oro. Uno de los
hermanos Pizarro la quería, pero el oro, amigo mío… ¡Los Pizarro saben contar!
Martín de Salvedra cruzó su mirada con la mía y enrojeció. No se parecía en nada
a Villalcázar. Unos veinte años, la silueta huesuda, un rostro de líneas todavía
indecisas. Entre la barba y el bigote, de un rubio pálido, la sonrisa se esbozaba, se
escondía. Los ojos castaños tenían una expresión dulce y perpleja. Estaba vestido
pobremente.
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En las semanas que siguieron, comprendí que, a pesar de los aparatosos abrazos
que habían acogido la llegada de Almagro, la armonía no reinaba entre éste y Pizarro.
El objeto de la discordia era el rescate de Atahualpa, ya reunido.
—¡Si Almagro cree que, sin haber sudado una gota, no tiene más que presentarse
para coger lo que tenemos nosotros, puede arrancarse el ojo que le queda! —
exclamaba Villalcázar—. Ese oro lo ganamos nosotros y nos lo quedamos nosotros.
¡Me habría gustado verlos! Treinta mil de esos indios, y nosotros… ¡Teníamos las
tripas a punto de aflojar! ¡Y lo digo en voz alta, porque jamás hombres de valor han
arriesgado su vida como nosotros la arriesgamos ese día! Entonces Almagro… ¡que
se arregle con su viruela!
—Había un contrato —se obstinaba Martín de Salvedra—. Francisco Pizarro ha
jurado respetarlo sobre los Evangelios. Y sería muy deshonesto de su parte hacernos a
un lado en el reparto con el pretexto de que no estábamos aquí. No hablo por mí…
¿Quién soy yo para reclamar? Pero hace tantos años que empezó este asunto que
Almagro ha dejado su salud en él. ¿Crees que estuvo inactivo en Panamá? En una
expedición, la retaguardia es tan importante como la vanguardia. Almagro se ocupó
de reforzar los efectivos, de luchar contra los acreedores, de levantar las hipotecas, de
encontrar nuevos fondos… Sin fondos, el valor no es nada.
—¡Papeleo, papeleo! Sólo para eso sirve el tuerto.
—Por iletrado que sea, Francisco Pizarro no se arregla mal con los escritos
cuando se trata de hacer figurar su nombre en grandes letras y en el mejor lugar.
Cuando hace cuatro años fue a España a solicitar el consentimiento del Rey, se hizo
otorgar tierras por descubrir, títulos de gobernador vitalicio, de capitán general…
Villalcázar rió burlonamente.
—Fue Su Majestad quien decidió. Si Almagro no estaba contento, no tenía más
que apartarse. Por otra parte, estuvo a punto de hacerlo. No lo hizo y se equivocó.
Cuando se va al festín por la puerta de servicio, es seguro que no se recogerán más
que las migas. Te convendría pasarte a nuestro campo, muchacho. ¡Es increíble el oro
que hay en este país, y no les sirve para nada!
Villalcázar hablaba tranquilamente en mi presencia. Primero, porque no concedía
a una india más cerebro que a uno de los taburetes que encargaba al carpintero del
ejército y con los cuales llenaba la casa; después, porque no sospechaba en absoluto,
y yo me ocupaba de ello, los progresos que yo había hecho en vuestra lengua.
Sin embargo, no fue por él sino por Qhora, la tarde del 29 de abril, que me enteré
de la noticia acerca de Atahualpa: un tribunal reunido apresuradamente acababa de
condenar a muerte al Bastardo de Quito. La ejecución era inminente.
Me precipité afuera. Una multitud espesa, muda, se dirigía hacia la gran plaza.
Allá fui. Llovía. Enseguida trajeron al prisionero. A pesar de las cadenas con que lo
habían cargado, la cabeza estaba erguida, el porte era majestuoso. Me sentí orgullosa.
A la vista de su señor, la multitud estalló en gritos de dolor. Muchas mujeres cayeron
exánimes al suelo. Allí se las dejó. Era caritativo ahorrarles los detalles del suplicio.
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Sentimientos contradictorios se disputaban mi corazón mientras contemplaba
cómo agarrotaban a Atahualpa. Es verdad, yo deseaba su muerte, pero no ésa. Su vida
nos pertenecía a nosotros, los de su raza, era su parentela inca la que debía decidir su
castigo. ¿Con qué título se erigían en jueces los españoles? ¿Qué mal les había hecho
el hijo querido de Huayna Capac, excepto enriquecerlos prodigiosamente…? Y de
pronto supe que, después de haber cometido conscientemente ese crimen sobre una
persona de la realeza, nada los detendría.
Al día siguiente, Villalcázar se endosó su jubón de terciopelo negro y, con ese
rostro de duelo que vuestros compatriotas adoptan a voluntad, se dirigió a la iglesia
de San Francisco, recientemente construida, para asistir al entierro de Atahualpa, al
que habían bautizado in extremis bajo la amenaza de quemarlo vivo. ¡Apreciad, padre
Juan, el valor de esa conversión! ¿No contestáis? Tenéis razón, el silencio os honra.
Por la tarde oí que Martín de Salvedra le decía a Villalcázar:
—Tendríamos que haberlo enviado a España y que Su Majestad decidiera. No
estábamos calificados para juzgar a un hombre de su rango… ¿Y bajo qué
acusaciones? ¿La muerte de su hermano, Huáscar, ordenada a distancia? ¡Se
murmura que Pizarro la indujo! En cuanto al llamado complot que urdía contra
nosotros, no es más que un invento.
Villalcázar rió.
—¡Tú y tu moral! ¿Se conserva con vida a un príncipe que no hace más que
repetir: «Bajo este cielo, sin mi voluntad, no vuela ningún pájaro»? Era demasiado
poderoso y no lo disimulaba lo bastante, eso lo mató. No busques otro motivo. ¡Los
principios no tienen lugar en los asuntos importantes, muchacho!
En septiembre partimos de Cajamarca hacia Cuzco. Cuando, dos meses más
tarde, llegamos a Jauja, que linda con la región de Amancay, yo estaba decidida a
huir y ganar los montes. Amancay era mi provincia, estaría entre los míos y contaba
con que me ayudarían a encontrar a Manco… si todavía estaba con vida. Ya no
soportaba las caras hipócritas de vuestros compatriotas ni las maneras posesivas de
Villalcázar. Me sentía humillada, sucia, indigna. ¡Lamentablemente, cuanto más
encono le mostraba, más grande era su interés!
La noche misma de nuestra llegada tuvimos una pelea. Me llevó a la habitación,
abrió un gran cofre de madera y dijo:
—Elige.
En el cofre había alhajas de oro, sacadas no sé de dónde ni de quién. Retrocedí.
—No, gracias.
—¿Cómo que no? ¿Qué mujer rechazaría una joya?
—Seguramente no las que estás acostumbrado a frecuentar.
—¿Qué quiere decir eso?
—Yo he tenido las alhajas más hermosas que se hayan forjado en nuestro
imperio…
—¿Dónde están?
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Pensé en mi blanco palacio de Yucay y volví a verme bajando a la sala secreta
con Marca Vichay, pensé en esas maravillas que dormían bajo tierra mientras yo
andaba por los caminos como una mujer de soldados. Suspiré y dije, esperando que
fuera mentira:
—Las tropas de Atahualpa me lo robaron todo.
—Si te lo robaron todo, ya no tienes nada.
Toqué mi collar de esmeraldas.
—Me queda esto. No quiero esas baratijas usadas, dáselas a tus mujeres.
Sus mandíbulas se crisparon tan violentamente que oí crujir sus dientes.
—¡Sabes muy bien que las he despedido!
—Hiciste mal: eran hermosas y más amables que yo.
—¡Te destrozaré! —aulló—. ¿Qué te crees? No eres más que una puta india, una
puta del Inca, y las indias…
—Ya sé. ¡Las adiestras y se arrastran a tus pies! No quiero humillarte, pero eso no
es difícil. En nuestros países, la sumisión es inherente a nuestro sexo. Sólo que yo no
soy así. ¡Yo me inclino sólo ante el Inca! Entonces, puta por puta, busca otras, las
putas no faltan desde que vosotros estáis aquí, y déjame ir.
—¡Jamás! ¡Te tengo y te conservaré! Y no intentes escapar. A donde quiera que
vayas o donde estés, te encontraré y te haré desollar a latigazos como una perra.
¡Después de eso, ningún hombre te querrá, así sea el último de los pordioseros!
Sonreí.
—Algún día te mataré —dije.
Villalcázar lanzó un rugido, cogió el cofre de madera, lo levantó por encima de su
cabeza y me lo arrojó. Las alhajas se desparramaron por el suelo.
—Recógelas —ordenó.
No me moví. De pronto rió. Sus ojos azules chispeaban.
—¡Aparte de mí, nunca encontré a nadie con tal mal carácter!
Y vino hacia mí.
La casa donde Villalcázar se había instalado quedaba detrás del palacio del
gobernador, ocupado temporalmente por el Inca. Al día siguiente crucé la calle… Sí,
padre Juan, ¿no os lo dije? Teníamos un nuevo Inca: Tupac Huallpa, un medio
hermano legítimo de Huáscar y de Manco. Elección de Pizarro.
Así que crucé la calle para ir a saludar a una mujer de Tupac Huallpa a quien yo
conocía, cuando un hombre me abordó. Una banda roja sujetaba sus cabellos, largos
como los llevan los nativos de Jauja. Llevaba una túnica blanca y una capa de lana
marrón. Sin embargo, noté inmediatamente que la vestimenta no concordaba con la
audacia del rostro.
—¿Señora Azarpay? —dijo.
Mi corazón aceleró sus latidos.
—Soy yo.
Asegurándose de que la calle estuviera desierta, apartó su capa y me mostró una
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trenza de preciosa lana de vicuña enroscada varias veces alrededor de su hombro.
—¿Reconoces este llautu? Manco lo llevaba la noche que fue a tu palacio de
Yucay a advertirte de nuestra derrota. Me ha dicho que lo reconocerías.
—¡Manco! ¿Es Manco quién te envía?
—Sí.
Las palabras no vienen con presteza a los labios cuando se trata de traducir la
emoción, pero lo que recuerdo, padre Juan, es que súbitamente me sentí cálida por
dentro. ¡Como si el Sol, de golpe, me hubiera entrado en el cuerpo!
—¿Dónde está? —pregunté.
—Pronto lo verás.
—¿Me conducirás hacia él?
Me miró con severidad.
—Estás aquí, con los extranjeros… No hagas tantas preguntas y escúchame.
Manco te ordena librarlo de Tupac Huallpa. ¡Es un cobarde, un traidor! No contento
con refugiarse como una mujer a la sombra de los hombres blancos, no ha tenido
nada más urgente que hacer que aceptar el título de Inca, que por derecho le
corresponde a Manco. Tupac Huallpa nos deshonra. Debe morir.
Yo me repetía: «Manco vive, Manco vive». Veía cómo el horizonte se iluminaba,
en mi corazón era fiesta, y ese hombre me hablaba de suprimir a Tupac Huallpa, me
ordenaba matar… ¡A mí, que carecía de medios, que nunca había levantado la mano
contra alguien, así fuera una sirvienta! ¿Cómo asumir esa responsabilidad, ser digna
de la confianza que Manco me demostraba? El temor de decepcionarlo me hacía
temblar.
—Jamás he reconocido a Tupac Huallpa como Inca —dije—. Los extranjeros le
ofrecieron el Imperio para apoderarse de él más fácilmente. Pero ¿cómo quería
Manco…? No soy más que una mujer.
—¡Cuya fama y saber son grandes, Azarpay! Introdúcete en el palacio. Recibirte
será un privilegio para las concubinas de Tupac Huallpa. En cuanto al resto, los
dioses te guiarán.
Buscó de nuevo bajo su capa y me puso en la mano una redoma de oro, no más
alta que el pulgar, cerrada por una turquesa cubierta de paja retorcida.
—Este veneno actúa un cuarto de luna después de haber sido absorbido.
Arréglatelas para verterlo en su chicha. Adiós.
—¡Espera! Tengo tantas cosas que decirle a Manco… ¿Cuándo lo veré?
—Depende sólo de ti. Mata a Tupac Huallpa y verás a Manco.
Cuando Villalcázar estaba en casa, exigía tenerme siempre a la vista. Felizmente
sus funciones lo acaparaban la mayor parte del tiempo, y tuve sobradas ocasiones de
ir al palacio. El descuido de esa corte constituida a toda prisa favorecía mi proyecto.
Por medio de Illa, «Rayo de Luz», una antigua compañera del Acllahuasi de
Amancay, pronto conocí todos los recovecos del palacio, e incluso los aposentos del
Inca.
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Illa era bonita: piel ambarina, cuerpo delicado, manos pequeñas que revoloteaban
como alas de tórtola y que acompañaban los movimientos graciosos de su larga
cabellera lustrosa. Cuando tuvo lugar nuestra presentación en Cuzco, Huayna Capac
se la obsequió a su hijo Tupac Huallpa. Al presente, yo ya no era nada e Illa era una
de las mujeres del príncipe reinante. Esa situación invertida aumentaba seguramente
el placer de nuestro reencuentro. Halagándola un poco, no tuve ninguna dificultad en
sonsacarle los informes que necesitaba. Elegí una noche en que Villalcázar cenaba en
casa de Pizarro.
Cuando la gente de la casa estuvo dormida, pasé por encima de Qhora, que
roncaba ruidosamente en su manta en el umbral de mi puerta, cogí la lliclla de una
sirvienta y salí. Los dos guardias, apostados en la entrada lateral del palacio que daba
a la calle, continuaron conversando mientras yo franqueaba el muro, con pasos
silenciosos, como convenía. Me recibieron sonidos de flautas y tamboriles que venían
del jardín. Entre nosotros, a esa hora, después de una colación ligera, los príncipes
acostumbran beber chicha mientras contemplan algún entretenimiento con sus
mujeres y sus dignatarios. Una galería cerrada por espesas colgaduras conducía a la
habitación del Inca. El olor de madera de mulli, quemándose en los braseros
dispuestos de trecho en trecho, me recordó la primera noche que me llevaron ante
Huayna Capac. También aquella noche tenía la boca seca y el estómago contraído,
pero aquel día me parecía insignificante el temor que había sentido entonces.
Levanté las colgaduras de la habitación. Era el momento crucial. Bastaba con que
el humor de Tupac Huallpa interrumpiera los cantos y las danzas… Sorprendida en
ese lugar donde sólo sus mujeres eran admitidas, no tendría más que un recurso:
tomar el veneno que le destinaba. Ardía una antorcha. Fui hasta la hornacina donde
las mujeres depositaban cada noche el vaso de chicha que Tupac Huallpa vaciaría
después de recrearse con una de ellas. Vertí el veneno en el vaso, volví a la galería
que desembocaba en un patio florido, lo atravesé, me mezclé con la servidumbre, una
fauna reclutada en diversas provincias, que se encontraba inactiva, soñolienta,
esperando que el Inca se acostara.
En la entrada estaban los mismos guardias.
Juzgué preferible que no me vieran volver a la casa de Villalcázar y continué por
la calle bordeada de un lado por la muralla del palacio y sus dependencias, y del otro
por casas de dignatarios que alternaban con patios. Anduve así casi un cuarto de
legua. Al fin, encontré a la derecha una callejuela en la que me interné, pensando
volver a casa por detrás… Pero de callejuela en callejuela, en la oscuridad de la
noche, me perdí.
Cuando, después de mil vueltas, llegué por fin a la casa de Villalcázar, él estaba
allí. Me aferró.
—¿Dónde estabas?
Su voz baja, enronquecida por el vino, me asustó más que sus gritos habituales.
—Déjame —dije.
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—¿Dónde estabas? —repitió por segunda vez.
—Necesitaba tomar el aire y salí a pasear.
—¿A estas horas? ¿Por quién me tomas? ¡Estabas con un hombre!
—Si me dejaras hablar… Estuve caminando y me perdí. Me ahogo en esta casa.
¡Piensa que estoy acostumbrada a horizontes más amplios que estos muros entre los
que me aíslas!
—¡Perra! ¡Necesitas tener encima piel oscura, es eso!
Profiriendo horrores que resulta imposible repetir, me sacudía como para hacer
brotar la verdad de debajo de mi vestimenta. La pequeña redoma de oro que había
contenido el veneno y que yo llevaba en cinturón, rodó por el suelo. Villalcázar
interrumpió su interrogatorio, me dejó, recogió la redoma y la examinó.
—¿Qué es esto? ¿Una alhaja? ¿Un regalo de tu amante? Rechazas los míos y
aceptas…
—Devuélveme eso, es un amuleto que me había dado Huáscar, el Inca.
—¡Mientes!
Aterrorizada, le arranqué la redoma de las manos.
—¡Deja de decir tonterías! ¿Un amante? ¡Ni hablar! ¡Conocerte me ha asqueado
para siempre de los hombres!
No sé cuántos golpes me asestó. «¡Te voy a matar!», gritaba, y creo que, sin
quererlo realmente, lo habría hecho si no hubiera aparecido su primo Martín de
Salvedra. Los dedos de Villalcázar soltaron mi garganta y lo vi desaparecer. Es todo
lo que recuerdo. Cuando recobré la conciencia, estaba apoyada en un cofre, una mano
me pasaba una toalla mojada en la frente, y me encontré con la mirada oscura y
ansiosa del muchacho.
—¿Cómo estáis?
Me toqué la garganta.
—Tengo la impresión de que un gato salvaje me ha saltado al cuello.
—¿No tenéis nada roto?
—Ayudadme a levantarme y os lo diré.
Me puso de pie con precaución. Mis brazos y mis piernas funcionaban, pero me
dolía todo. Busqué con los ojos la redoma de Manco, alarmada ante la idea de que
Villalcázar se la hubiera llevado. Brillaba en el suelo como un punto de oro.
—Por favor, Martín —pedí.
Se agachó y me la tendió. Tener la redoma en mi mano me tranquilizó. Una
bocanada de orgullo me ensanchó el corazón. Martín me observaba.
—Si no hubiera sido por vos me habría estrangulado —dije—. ¿Es siempre tan
«delicado» con las mujeres?
—No. En general, las mujeres… Creo que está enamorado de vos.
—¡Encantadora manera de manifestarlo!
—¿Acaso lo sabe él mismo? Para ese tipo de hombre, el amor es una debilidad,
casi una enfermedad.
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—¿Y para vos?
Enrojeció.
—¡Oh, yo! Yo vengo de España. Allí sólo hay mujeres con las que uno se casa o
las que tienen mala conducta. Soy demasiado pobre para pensar en casarme y las
otras no me atraen… Pero hablo demasiado… Debéis acostaros, descansar. Con
vuestro permiso…
Me llevó a mi habitación. Era más robusto de lo que parecía. Me tendió sobre las
mantas, vertió agua en un vaso y me dio de beber.
—Llamaré a vuestra enana, sabrá atenderos mejor que yo… —Una sonrisa rozó
su bigote rubio—. ¡Nunca he tenido ocasión de ocuparme de una mujer!
—Lo hacéis muy bien. Gracias. Muchas gracias, Martín.
Lo seguí con los ojos. Era la primera vez que un hombre me demostraba bondad
sin esperar nada a cambio.
Al día siguiente, Villalcázar partió a combatir a los guerreros que habían cortado
los puentes sobre el Apurimac, y cuya actividad amenazaba la triunfal marcha de
Pizarro. Cuando volvió, juzgué prudente suavizar mis maneras. Eso lo satisfizo. Para
Villalcázar, el amor propio estaba por encima de todo. Sin duda pensó que un
correctivo era la manera de encaminarme hacia la sumisión.
Tal como había previsto el enviado de Manco, Tupac Huallpa sucumbió una
semana después de haber tomado el veneno. Sus exequias suscitaron poca emoción.
Era uno de esos seres a los que una ocasión concreta extrae de la insignificancia por
un breve instante, y a los que después los acontecimientos les pasan por encima y los
pulverizan sin que de ellos quede más traza que un nombre. Unos días después,
Villalcázar se puso el magnífico atavío de brocado que le había visto en Pultamarca.
Le pregunté las razones de ese despliegue de elegancia.
—¿Te interesas finalmente por lo que hago? El príncipe Manco se ha puesto en
contacto con nosotros. Reivindica el trono en su calidad de heredero legítimo. Voy a
juzgar la lealtad del muchacho y a preparar la entrevista con Pizarro que solicita.
Debemos pensar en reemplazar rápidamente al Inca para restablecer la unión del
Imperio.
El encuentro tuvo lugar cerca de Cuzco. Los españoles montaron sus tiendas
sobre la extensión poblada de hierba de una meseta. Manco se presentó al día
siguiente, al claro sol de la mañana. A decir verdad, su cortejo carecía de aparato: una
simple litera de madera y, detrás, los guerreros con ropa raída y algunas mujeres…
¡Qué importaba! Él estaba allí, todo me era devuelto, y yo intentaba recobrar el
aliento, ebria de un exceso de alegría que apenas tenía fuerzas para soportar. Me
encontraba a algunos pasos de Pizarro, pues éste había pedido a Villalcázar que me
llevara con él porque sabía que yo me manejaba mejor con el castellano que el
intérprete. El viejo capitán español de origen oscuro (se decía que era bastardo de una
criada de granja y un gentilhombre) y el joven príncipe de ascendencia divina se
intercambiaron grandes abrazos. Una pregunta, padre Juan: ¿es propio de vuestras
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costumbres abrazar a aquel a quien se tiene la intención de aniquilar?
Después de numerosas palabras destinadas a tranquilizar a Manco en relación con
sus futuros poderes, Pizarro lo abrazó de nuevo, indicando el final de la entrevista.
Me sentí casi aliviada. Mi corazón se agotaba al sentir a Manco tan cerca y tan
distante. Entonces él, que ni siquiera había parecido notar mi presencia, aunque yo
había rectificado varias veces la traducción del intérprete, se dirigió a mí.
—En tu calidad de incap aclla del venerado Huayna Capac, mi padre, y de
Huáscar Inca, mi hermano, yo, Manco, su heredero, te reclamo. Díselo al anciano.
Dile también que tus conocimientos de su lengua ayudarán a estrechar nuestros lazos
de amistad.
Villalcázar estaba en primera fila con los hermanos Pizarro. Lo vi enrojecer,
ponerse rígido y, con las mandíbulas tensas hasta el hueso, llevar la mano a su espada
y avanzar. Pizarro volvió la cabeza. Ignoro qué promesas o qué amenazas contenía su
mirada: Villalcázar retrocedió.
—Señora Azarpay —contestó Pizarro—, decid al príncipe Manco que accedemos
con placer a su petición.
Así fue como volví a encontrarme entre los míos.
El campamento, encaramado en las alturas, consistía en algunas chozas redondas
montadas sobre la hierba y apuntaladas con piedras. Había otras mujeres trajinando
ante el fuego, algunas jóvenes y bonitas, que dejaron lo que estaban haciendo y
acudieron alegremente a recibirnos. Manco, sin concederles más atención que a los
arbustos espinosos que formaban una especie de muralla natural alrededor del campo,
me llevó a su choza. Un estandarte deshilachado, clavado en el techo, la señalaba.
Yo me sentía tan emocionada que estuve a punto de golpearme la frente al
franquear la entrada, estrecha y baja. Manco se volvió.
—Así es como vivo. Pero pronto tendremos un palacio y sirvientes.
Se sirvió un vaso de chicha. Cuando bebía tenía algo de la avidez de Villalcázar.
Lo encontré muy cambiado. Su cuerpo había perdido la esbeltez juvenil y ganado en
poder: era macizo y musculado. Y el rostro de aristas agudas, de expresión secreta y
atormentada, no era el que yo recordaba. De pronto me di cuenta de que había
alimentado mis sueños con un hombre del que no sabía nada. Mi confusión se
acentuó. Tenía la boca seca, la espalda húmeda, ganas de llorar y me dolía la cabeza
de hurgar en los pensamientos que me asaltaban desde que nos separamos de Pizarro.
Examiné el interior de la choza. Estaba limpia, barrida, con las mantas
cuidadosamente dobladas. De una clavija pendían unas vestimentas. En el suelo había
un soberbio escudo bordeado de oro y la maza de combate. El aire olía a ciertas
plantas aromáticas de nuestros montes. ¿Cuál de las mujeres había introducido
aquellas ramitas secas en los agujeros de la pared? Manco dio los tres pasos que lo
separaban de mí.
—Tienes que contarme cosas, Azarpay… Quiero saber todo de esos extranjeros.
El anciano parece sincero. Necesito su apoyo para reducir a los guerreros de
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Atahualpa que infestan nuestras provincias… ¡Y si sólo se tratara de
desembarazarnos de ese perro maldito…! Dicen que a los extranjeros les gusta el oro.
Se lo daré. Partirán con los barcos llenos.
—No partirán —dije yo—. Su intención es apropiarse del Imperio.
Manco frunció las cejas.
—En ese caso, ¿por qué quieren aliarse conmigo?
—Te necesitan, así como tú los necesitas a ellos. Para pacificar y unir las
provincias. Cuando ya no les seas útil… Mataron a Atahualpa, te matarán a ti.
Estiró la mano y tocó mi lliclla.
—Han pasado dos años. Te amo, Azarpay. ¿Y tú, me quieres, tus sentimientos son
los mismos?
Las lágrimas que había retenido hasta entonces empezaron a deslizarse por mi
cara. Bajé la cabeza.
—Señor, no puedo pertenecerte. Han pasado muchas cosas. Un hombre… uno de
esos capitanes extranjeros me ha tendido en su lecho. Ya no soy digna de ti.
—¿Tú querías a ese hombre?
Mi llanto redobló.
—Nunca he querido a nadie más que a ti. El gran Huayna Capac y Huáscar me
han rendido honor, pero la flor del amor, tú, sólo tú la has hecho crecer en mi
corazón.
—Ya sé lo de ese hombre —dijo Manco.
—¿Lo sabes?
—Lo conozco todo de ti. Introducir espías entre los extranjeros es fácil: para
ellos, todos nosotros nos parecemos… Azarpay, nuestras creencias dominan nuestros
actos. Esto es puro, aquello es vil… ¡Y cuando transgredimos las leyes, maldición
para nosotros y para los nuestros! Pero ¿es que pueden aplicarse en los momentos
excepcionales en que vivimos? Por ejemplo, si monto uno de esos espléndidos
animales que poseen los extranjeros, ¿cómo adivinar si hago bien o mal, si voy a
atraer lluvia o sequía sobre nuestros campos? Esos animales no se mencionan en
nuestras reglas; los hombres blancos, tampoco. Es como si ocuparan un lugar tan
aparte que nuestras instituciones no los han tenido en cuenta. ¿Debemos ser más
rigurosos que ellas? He reflexionado y yo, Manco, digo que no. Ese hombre no ha
sido más que una borrasca de granizo en la tormenta. Olvídalo y desde ahora no
quieras nada más que lo que yo quiero.
Padre Juan, ¿habéis amado con amor verdadero? ¡No os enojéis, os lo ruego! Mi
pregunta no tiene nada de inconveniente. Antes de consagraros a Dios habéis sido
hombre, ¿verdad? Os debo una confesión: cuando me anunciaron vuestra llegada, me
informé, siempre es una precaución situar a las personas. Y me dijeron, entre una
oleada de elogios, que a ejemplo del santo fundador de vuestra orden, Ignacio de
Loyola, si recuerdo bien, habéis tenido una primera juventud escandalosa. Según mi
informante, erais como todos los demonios de la tierra cuando decidíais poseer a una
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mujer.
¿Quién me lo ha dicho? ¡Padre Juan! ¿Es a vos a quien debo explicarlo? La
compañía de Jesús es muy envidiada. No todos los religiosos tienen esa inteligencia
sutil, ese saber, la admirable flexibilidad de espíritu, la audacia que caracterizan a
vuestra orden… No tuve más que dirigirme al obispado. Mis limosnas me
proporcionan algunas amistades. Han estado encantados… ¡Incluso tengo la
impresión de que vuestra presencia molesta y de que se alegrarían enormemente de
desembarazarse de vos!
Lamentaría que mis palabras os molestaran. Me parece, al contrario, una prueba
de la amistad, de la confianza que caracterizan nuestras conversaciones… ¡Y pensad
que pongo mi existencia al desnudo ante vos! ¿Eso no me da algunos derechos?
Sabed que si nuestras relaciones no hubieran sido lo que son, os habría abandonado
desde Cuzco a vuestras investigaciones. Durante mucho tiempo no hice más que lo
que gustaba a los hombres, ahora hago sólo lo que me place… y me placería mucho
que me acompañarais en los montes.
De todos modos, debo preveniros. La subida es difícil, las diferencias de
temperatura y la altura ocasionan a veces graves malestares a quien no está habituado
y, si os decidís, deberéis ir hasta el final del camino. Un hombre blanco es incapaz de
resistir en esos relieves… También abundan las víboras, en concreto una especie
particularmente venenosa y traicionera. Toma el color del medio en que se mueve, se
disimula bajo los helechos y la roca y, en el momento en que menos lo esperáis, se
estira, salta y os da el beso mortal…
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Padre Juan de Mendoza. Ollantaytambo, 9 de octubre de 1572.
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¡Demasiado y no lo bastante! Sólo ha entreabierto la puerta. De la conquista de
estas tierras, no conocemos más que la versión de aquellos que las tomaron… ¿Qué
le hemos hecho a este pueblo, qué le hemos hecho a ella?
Para condenar o absolver hace falta poseer todos los elementos. Es así como ella
me seduce y me arrastra. Ahora, estoy casi seguro, sabe con qué fin he venido a
Cuzco. La habrán informado. Y este juego la divierte. ¿Hasta dónde llegará?
Inspírame, Señor. En todo carácter fuerte hay alguna debilidad. Si yo lograra
descubrir la suya, tal vez aún sería tiempo de ganar para Ti esta alma.
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menor idea del alcance de su gesto! Luego, Pizarro y Manco Inca bebieron en la
misma copa de oro y se besaron. Las trompetas sonaban a todo volumen, la alegría
era extrema, pero yo rabiaba.
Con el alma deshecha asistí a los festejos tradicionales que siguieron, que esta vez
se desarrollaron en presencia de los incas difuntos y del disco de oro de Inti, nuestro
padre el Sol, que había escapado a la codicia de los soldados. Hubo mucha música,
cantos y danzas, en los que participé porque Manco me lo había pedido. Villalcázar
se pavoneaba en primera fila con los hermanos Pizarro. El cabello brillante, un
sombrero de terciopelo negro y una capa de satén blanco sobre su cota de malla… No
me quitaba los ojos de encima. Aunque me esforzaba por ignorarlo, lo sentía
pegándoseme en la piel. La velada terminó a la luz de las antorchas con un banquete
en el que se sirvió tanto vino de La Mancha como chicha.
Cuando estuvimos solos en la habitación, Manco se arrancó la ropa con furor.
—¡Voy a romper la nuca a los Pizarro! —exclamó. Guardé su manto, que había
recogido, y me arrojé contra él. Me cogió el rostro entre las manos.
—Al principio creí en ellos… Habían derribado a Atahualpa. Ese perro maldito
me parecía la peor amenaza. ¡Qué ciego estaba! ¡La peor amenaza son ellos! Lo he
comprendido después del pillaje de Cuzco… ¡Hombres sin fe ni palabra! Tenías
razón cuando lo decías, pero una mujer… Pensé que las mujeres prestan demasiada
atención a sus agravios personales… ¡Habría debido recordar que no eres una mujer
común! Si los dejamos, nos robarán todo, todo lo que tiene valor para nosotros.
¡Quieren nuestro oro, pero también nuestras tierras y, pronto, querrán imponernos a
su dios, sus costumbres, seremos menos que llamas, sólo útiles para transportar las
cargas que nos atarán a la espalda!
—¿Qué vas a hacer?
—Fingir, esperar. Cuando se es débil, no hay más que una fuerza: la paciencia.
Someterse en apariencia, adormecer la desconfianza del enemigo, hacerse gusano
para que él se crea jaguar. ¿Por qué crees que he aceptado rendir homenaje a su rey,
que he permitido que Pizarro tocara con sus manos impuras el llautu imperial? Por el
momento, están todos aquí: ellos, sus armas de fuego, sus caballos. Pero cuando se
dispersen estaremos listos. ¡Incluso si muchos de los nuestros deben perecer, somos
tan numerosos y ellos son tan pocos, que los exterminaremos uno a uno hasta el
último, y yo, Manco, reinaré!
¡Qué hermoso y joven era, de pronto! Aquella noche tuvimos el mejor momento
de nuestros amores.
Algunos días más tarde, Manco reclutó con su nombre un ejército de cinco mil
hombres y partió con Pizarro y un grupo importante de jinetes a combatir a las
últimas facciones fieles a la familia de Atahualpa, que rondaban alrededor de Cuzco
después de haber huido al acercarse los españoles. Durante su ausencia, cuando me
proponía enviar a un servidor al valle de Yucay, porque no era conveniente para una
mujer, aunque fuera escoltada, aventurarse por los caminos, Marca Vichay me dio la
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sorpresa de venir a Cuzco.
¿Os acordáis, padre Juan, de Marca Vichay, aquel servidor cañari a quien yo
había confiado la guardia de mi palacio y de mis bienes? Tenía buen aspecto, esa piel
de seda que poseen algunos de nuestros jóvenes; llevaba el rodete sujeto con un aro
de madera y sus trenzas de lana que le caían sobre la nuca. Tal era su apariencia que,
con ese toque de arrogancia que le confería la autoridad con que yo lo había
investido, se habría creído que era un hijo de príncipe. Se postró, besó el borde de mi
túnica y estuve a punto de llorar, de tanta que era mi alegría al verlo… Además…
Qué queréis, padre Juan, cada uno tiene sus defectos. ¡Necesito adoración!
Las noticias que me traía no eran buenas. Las tropas de Atahualpa habían
respetado mi palacio, pero ahora lo ocupaban los españoles. Naturalmente habían
segado el oro de los jardines, habían arrancado las placas de las paredes, roto mi
baño, quitado el sello del fondo de la tina, demolido en parte las terrazas y masacrado
los canteros para desenterrar las canalizaciones, que eran igualmente de oro. También
habían matado a mis jaguares.
—¿Y qué más? —pregunté.
Una risa maliciosa sacudió a Marca Vichay y eso me hizo bien. Ya nadie reía en
Cuzco. Sin embargo, antes de la llegada de los españoles éramos alegres. Recuerdo
que, incluso en Yahuarpampa, las cabriolas y las payasadas de Qhora lograban a
veces deshacer el ceño fruncido de mis compañeras de desdicha. Pero ahora vivíamos
como ahogados. Los alargados ojos brillantes de Marca Vichay, escondidos por sus
fuertes pómulos, me observaban. De pronto, triunfante, me anunció que mis rebaños
de llamas se multiplicaban apaciblemente en las alturas.
—Los extranjeros son tan tontos que ni siquiera se les ocurre subir hasta la roca.
¡Sólo el oro y las mujeres los hacen moverse!
—Precisamente, Marca Vichay, el oro… ¿El oro en la cámara secreta?
—En su sitio, señora Azarpay.
—¿No se sorprendieron al ver el palacio vacío, no te han molestado, no han
intentado hacerte hablar?
Marca Vichay se abrió la capa y se subió la camisa. Su pecho y su espalda estaban
marcados con estrías violáceas.
—¿Te han azotado?
—Y se disponían a quemarme los pies. Lo hacen siempre.
—En Cuzco también. ¿Por qué te perdonaron?
—Llegaron otros. Uno de ellos comprendía algunas palabras de nuestra lengua.
Logré explicarle que mis amos se habían llevado el oro por temor a los guerreros de
Atahualpa y que en el palacio no quedaban más tesoros que algunas sirvientas
jóvenes y bonitas, que estaban a su disposición si les gustaban las mujeres. ¡Eso sí!
¡Las mujeres les gustan! Desde entonces, los sirvo lo mejor posible ¡y no piensan más
que en comer, beber y fornicar!
—Continúa así. ¡Ojalá revienten! —exclamé.
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—¿Cuándo vendrás? —preguntó Marca Vichay.
—Pronto, muy pronto. El Inca hará que se marchen.
Cuando Manco volvió, victorioso sobre Quizquiz, el último gran capitán de
Atahualpa, le relaté la visita de Marca Vichay. Decidió entonces avisar a Pizarro.
—No te devolverán tu palacio, no devuelven nada. Pero Pizarro se sorprendería si
no reclamaras su devolución.
¡Quién de nosotros pensaría aún en besar la tierra cuando divisamos Cuzco! Ya
no había ciudad sagrada, cualquier indígena podía tener acceso a ella. Las plazas eran
ahora lugares de mercado y atraían a toda una multitud de gente, llegada de otras
partes, a la que su complicidad con los vencedores despojaba de todo respeto.
Nuestras calles, cuyo pavimento no había conocido jamás otra cosa que el pulimento
de los pies desnudos o de las sandalias y el paso aterciopelado de las llamas,
resonaban ahora continuamente con el estruendo de los caballos. Las calzadas, antes
tan limpias, no eran más que un lodazal maloliente… Los jinetes no dudaban en
utilizar las calzadas y también las aceras. ¡Tanto peor para el transeúnte; el mal menor
que podía ocurrirle era quedar salpicado hasta la frente! Ir en litera de un lugar a otro
se convertía en una expedición. Los porteadores se arriesgaban a regañadientes. Y los
palacios de nuestros Incas difuntos, más o menos transformados en establos,
abrigaban a vuestros compatriotas, sus diversiones y sus querellas. Allí jugaban día y
noche. El oro ya no brillaba en nuestras fachadas; saltaba de mano en mano al
capricho de las tabas.
Sin embargo, Pizarro no se dormía sobre los laureles. El anciano actuaba. Echaba
sus redes sobre Cuzco, aprisionándola entre las mallas de una administración rígida.
Se había elegido un gobierno municipal que dirigían dos de sus hermanos, Juan y
Gonzalo. Todo pasaba por ellos. Como primeros signos de la supremacía española, se
habían apresurado a mandar levantar cadalsos sobre la Huacaypata, y bautizaron
como «Iglesia de Santo Domingo» nuestro Templo del Sol. ¡El patíbulo y la cruz!
En resumen, sólo éramos tolerados en aquella ciudad construida con el sudor de
nuestros antepasados y que los Hijos del Sol siempre habían iluminado con su divina
sabiduría desde su fundación. Pero ¿dónde estaba el Sol, dónde estaban los dioses?,
se lamentaban los habitantes. Muchos comenzaban a pensar que nos habían
abandonado para castigar la inercia de Manco. Y los príncipes que habían acogido
favorablemente su asunción no dudaban en reprochárselo. Manco recibía impasible
los sermones, limitándose a repetir: «Sin los españoles, el Imperio tendría por dueño
al Bastardo de Quito, y vosotros no viviríais para asistir a su triunfo». Yo sufría por
él.
Un día se presentó un funcionario enviado por los hermanos Pizarro. En respuesta
a mi demanda concerniente a mi propiedad, venía a avisarme de que los bienes de los
Incas difuntos pertenecían ahora a la Corona de España, lo que incluía la casi
totalidad del valle de Yucay, del que Huayna Capac y Huáscar habían sido los
grandes propietarios.
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—Eso no se aplica ni a mi palacio ni a mis tierras —observé—. Ya no pertenecían
a Huáscar Inca, me los había donado.
El hombre, flaco, vestido de negro, con el rostro devorado por el pelo a tal punto
que, cuando hablaba, se tenía la impresión de que mascaba su barba junto con su
bigote, clavó en mí sus ojos pequeños, alojados bajo unas enormes cejas.
—¿Tenéis el acta de propiedad?
—¿Qué es eso?
—Los documentos, señora. Los documentos que prueban esa donación.
Me erguí.
—¡Bien, señor! Presumo que no ignoráis que nosotros jamás hemos utilizado la
escritura. Entre nosotros, todo es consignado en los quipus. No hay ningún papel.
Pero puedo citaros a varios príncipes que estaban presentes en calidad de testigos
cuando Huáscar me ofreció esa propiedad y que os confirmarán…
—Dudo de que eso baste, señora. Los testimonios se compran.
—¡Señor!
—No lo toméis a mal. Para establecer vuestros derechos, es la regla, es necesario
un acta oficial. Comprended que debemos justificar vuestras pretensiones ante los
oficiales reales que velan por los intereses de Su Majestad, el Rey de España, en este
país…
Lo interrumpí, incapaz de escuchar más.
—Me dirigiré directamente al gobernador (así llamaban entonces a Francisco
Pizarro).
El hombre se inclinó.
—Como gustéis, señora.
Dejé estallar ante Manco el furor que había contenido. Él me acarició el cabello.
—Los que ocupan tu palacio son los hombres de Gonzalo, el hermano de Pizarro.
Domínate. Yo te había prevenido: lo que tienen, lo conservan, y lo que aún no tienen,
piensan conseguirlo.
Me aparté.
—¿Cómo puedes permanecer tan tranquilo? ¡Yo no puedo más! ¡Al robarme, es a
ti a quien roban, al Inca! ¿Cuánto tiempo más debemos soportar…?
—Pizarro deja Cuzco. Va a la costa, a Lima, a fundar una gran ciudad… ¿Lo
oyes? ¡Se va! Pronto podré actuar. Mientras espero, continúo, la mascarada
continúa… He dado la orden de organizar una gran caza en honor de la partida de
Pizarro. Lo verás. Háblale de tu propiedad. Podría encontrar sospechoso que no lo
hicieras. Pero hazlo sin rebeldía, con humildad. No tienes más que pensar… ¿En qué
te imaginas que pienso cuando trago sus insultos y sonrío?
Veinte mil hombres de nuestras aldeas habían sido convocados para preparar la
caza imperial o chako. La operación consistía en describir un ancho círculo de veinte
a treinta leguas de diámetro, delimitado por las fronteras naturales que son ríos y
escarpas. Luego, bajando a través de los montes y lanzando gritos terribles, los
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hombres empujaban a los animales, cerrando cada vez más el círculo hasta llevarlos y
encerrarlos mediante sus hileras compactas en el terreno elegido para ese propósito,
que era el centro del círculo.
Manco llegó en el alazán que le había dado Pizarro, en compañía de éste y de su
asociado, Almagro el Tuerto. Después de los dignatarios íbamos nosotras, las
mujeres, en nuestras nuevas literas, lenta procesión alrededor de la cual piafaban las
cabalgaduras de los jinetes españoles, mezclados con numerosos soldados a pie y
armados. De vez en cuando, uno de los soldados apartaba la cortina de una litera…
¡Qué lejana parecía la época en que ese gesto habría costado la vida al audaz que se
hubiera arriesgado a hacerlo! Ahora, hasta cuando estábamos con el Inca, se
permitían escrutarnos abiertamente.
Una pregunta, padre Juan. ¿Es una cortesía en España levantar con la mirada la
falda de las mujeres? ¿No? ¡Entonces, cambiar de país modifica las costumbres! No
frunzáis las cejas. Yo, como vos, estoy convencida de que hay españoles que respetan
nuestro sexo, pero ¿dónde están? ¡Bien, más vale volver a la caza, todavía no estáis
listo para oír todas las verdades!
Los porteadores nos depositaron en lo alto de una colina que bajaba en pendiente
suave hacia el campo de caza, un amplio espacio de hierba densa. Sin contar los
pumas, los osos, los ocelotes y los zorros, caídos igualmente en la trampa y que los
hombres ya habían suprimido, así como gatos monteses y otras fieras, había,
contenidos por la barrera que formaban los ojeadores, entre veinte y treinta mil
animales: corzos, gamuzas, ciervos, vicuñas, guanacos… El ondear de aquellos
pelajes satinados o lanosos, agitados por remolinos asustados en los que se mezclaban
y se acaballaban los ocres, los rojizos, los castaños casi negros con una punta de
blanco aquí y allá, es un espectáculo que guardo piadosamente en mi memoria. No lo
hemos vuelto a ver y no lo veremos más. La caza de Manco fue la última. Vuestros
compatriotas prefieren matar ellos mismos a troche y moche, y la preservación de las
especies (tampoco la humana) no les preocupa.
Bajé de mi litera. Qhora se apresuró a arreglar mi cabellera y los pliegues de mi
lliclla tejida en un algodón sedoso, bordada con grandes flores de lana multicolor,
regalo de un gran curaca de la costa. Aunque hubiese ido allí a cumplir mis funciones
de intérprete junto a Manco, sentía los ojos de sus otras mujeres, que me seguían. La
mayor parte eran princesitas de sangre inca, reunidas para la asunción de Manco. Su
educación se había visto perjudicada por los acontecimientos y soportaban mal que
yo ocupara el primer lugar y el lecho del Inca cada noche. Las mentalidades se
degradaban. Faltaba la mano firme de las mayores que habían perecido en
Yahuarpampa. Hasta la Coya era una jovencita… Y pensaba que me correspondía
sugerir a Manco que honrara más a menudo a algunas, para calmar los humores y
devolver a nuestra corte los modales y la decencia de antaño, cuando una gran
sombra me cerró el camino. Villalcázar estaba tan cerca que sentí su olor: metal, piel,
ámbar…
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—Permitidme… —dije.
—¿Me tratas de vos ahora? No tienes buena cara. ¿El indio no se ocupa de ti?
—Olvidáis que habláis del Inca… Dejadme pasar.
—No olvido nada, quédate tranquila. Ni la manera en que me abandonaste ni tu
gusto por… ¿Tu semental te satisface, por lo menos?
—¡Dejadme pasar o grito! ¿Qué buscáis, un escándalo? No creo que el
gobernador lo apreciara.
Miró por encima de mi hombro y dijo con otro tono:
—Precisamente ahí está su hermano. Quería hablarte.
Me volví. No había ningún parecido entre Francisco Pizarro y Gonzalo. Por otra
parte, no eran más que medio hermanos, ambos bastardos de madres distintas, lo que
explicaba la gran diferencia de edades. Gonzalo debía de tener la mía, una veintena
de años. Era fornido, de cuello macizo y cabeza cuadrada. Añadid la expresión
agresiva que no abandonaba sus ojos negros y hermosos más que para inflar la boca
ancha, de fuertes dientes, y tendréis el retrato de Gonzalo Pizarro, esbozado a grandes
rasgos. También recuerdo que se tocaba constantemente la barba, acariciándola,
rascándola, pellizcándola o peinándola con sus dedos separados.
—Señora —dijo, sin levantarse siquiera el sombrero.
—Señor.
—He oído decir que presentáis reivindicaciones acerca de una propiedad situada
en el valle de Yucay.
—Exactamente. Esa propiedad es mía.
—Señora, las cosas son de quien las tiene.
—¡Un punto de vista, señor, que puede estimular muchas vocaciones! Como ya
he dicho a vuestro funcionario, ese bien me viene de Huáscar Inca, y tengo testigos
suficientes para probarlo.
—Un consejo, señora: no insistáis. Los españoles no damos fe más que a los
documentos y terminaríais por contrariarnos. Creo que no habéis tenido motivos de
queja de nosotros. Os hemos recogido, nos hemos preocupado por vuestro bienestar,
os hemos concedido, para defender vuestro honor, al mejor y más valiente de los
hombres, mi amigo Villalcázar, aquí presente… No nos lo hagáis lamentar. Debéis
permanecer con nosotros. No se puede pacer hierba salvaje y estar al mismo tiempo
al abrigo de la intemperie.
Villalcázar sonreía. Recordé las recomendaciones de Manco, tragué mi rabia y
dije cortésmente:
—Os ruego que me excuséis, señores. No se hace esperar al Inca.
En la otra ladera de la colina, se escalonaban por orden de precedencia nuestros
príncipes y nuestros dignatarios. Se habían dispuesto asientos para Pizarro y Almagro
el Tuerto, y un banquito recubierto de lana para Manco. Las princesas, que se habían
reunido con él mientras yo hablaba con Villalcázar y Gonzalo, estaban acuclilladas a
sus pies, desplegando sus túnicas orladas y con cinturones bordados de plumas de
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colibrí. Lucían colgantes de nácar, de coral o de lapislázuli en las orejas, y collares y
brazaletes de habas, amuletos en rojo y negro. Ya nadie llevaba oro. En cuanto a mí,
me obstinaba en llevar mi collar de esmeraldas; las piedras preciosas interesaban a
nuestros vencedores sólo en función del peso del metal en que estaban engarzadas.
Ante la invitación del gobernador, empecé a comentarle el desarrollo de la caza
tal como se practica entre nosotros. Empezaba la selección. Se procedía siempre de la
misma manera. Las hembras de los ciervos, las gamuzas y los corzos en edad de tener
hijos se soltaban inmediatamente, así como los machos más hermosos. La carne de
los otros se distribuiría a la población de la provincia. ¡Qué fiesta en nuestro ayllu
cuando la recibíamos! No teníamos otras posibilidades de comer carne; la caza estaba
prohibida bajo pena de muerte al hombre común. Pizarro interrumpió mis
explicaciones.
—En nuestras comarcas, también, la carne de caza está reservada para la mesa de
los señores.
—En la mesa del Inca no se sirven más que aves, Vuestra Señoría. Esta ley está
hecha para disuadir a los que podrían ser tentados por la holgazanería.
—No veo la relación.
—¡Que Vuestra Señoría se digne reflexionar! El hombre que puede disponer a
voluntad de un alimento apetitoso, variado y, además, fácil de conseguir, ¿pondría la
misma voluntad para cuidar su campo y los del Inca? Y si la tierra permanece yerma,
¿dé dónde se sacará el tributo, tan preciado en caso de escasez? Nuestra sociedad
siempre ha funcionado así. El trabajo de cada uno aprovecha a todos y el esfuerzo de
todos contribuye al bienestar de cada uno. Por eso aquí la pereza es considerada un
crimen: daña el interés general.
Pizarro sonrió, lo que era excepcional.
—El principio me parece excelente. Un pueblo dedicado al trabajo es también una
riqueza… ¿Habéis nacido en una aldea, señora Azarpay? No lo parece. Las mujeres
no tienen en general vuestra finura y vuestra belleza.
Juzgué que era el momento oportuno.
—Creo que el Inca os ha informado, Vuestra Señoría, de mi deseo de recuperar
una propiedad mía en el valle de Yucay. Vuestra Señoría lo puede todo. ¿Podríais…?
Debajo del ancho sombrero de fieltro negro que no se quitaba jamás, el rostro
largo y delgado del anciano se retrajo.
—Lo siento. Este tipo de problemas no me incumbe. Dirigíos a mis hermanos.
—Precisamente…
—Lo siento.
Del campo de caza subían grandes gritos, saludando la esquila de las vicuñas y
los guanacos que a continuación se dejarían en libertad. Esos animales no se
domestican. Nos gustaba contemplar esa fase de la caza, a la que dábamos mucha
importancia y que nos causaba orgullo. Aquellos vellones opulentos, sedosos o
ásperos, peinados al viento de las cimas y alimentados con la hierba de la puna, eran
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convertidos por los dedos sabios de nuestras mujeres en la lana que nos vestía, las
mantas que nos protegían del frío, las sandalias que nos calzaban, los adornos que nos
diferenciaban; en resumen, en una de las bases esenciales de nuestra civilización, un
don de nuestra Madre la Tierra, y como tal los recibíamos.
Vuestros compatriotas no tienen la misma percepción de las cosas. Explotan a los
hombres hasta los huesos, la naturaleza hasta la piedra, y pretenden ser los amos…
—¡Una caza en la que no se participa no es una caza! —declaró Pizarro
bruscamente—. Decid al Inca que debo volver a Cuzco.
Se levantó y reclamó su montura. Hubo un movimiento en su séquito. Detrás de
mí oí una voz que susurraba:
—Apostaste por el indio y te equivocaste. Yo no renuncio jamás.
Para mi alivio, Villalcázar partió hacia Lima con Pizarro. Su violencia tenaz me
asustaba. Oscuramente, yo presentía que algún día los demonios que lo poseían me
harían una jugada fatal.
Mientras tanto, Almagro el Tuerto gobernaba Cuzco. El socio de Pizarro no tenía
ni la prestancia ni el aspecto grave de éste. De fisonomía ingrata, era pequeño, vivo,
jovial y cálido. Entre él y Manco nació una especie de amistad. Venía a menudo al
palacio. Lo acompañaba Martín de Salvedra, el primo de Villalcázar. Yo aprovechaba
para mejorar mi castellano. Conversar con un hombre, aunque fuera en público,
hubiese sido impensable para una incap aclla en los tiempos antiguos, pero vivíamos
una época trastornada en la que nada estaba en su lugar. Y Manco me alentaba. Decía
que cuanto más frecuentáramos a vuestros compatriotas, más sabríamos sobre ellos…
¡aunque Martín fuera lo contrario de todo lo que España nos había enviado! Me
gustaba encontrarme con él. A veces, sin embargo, me irritaba al empecinarse en
defender a Villalcázar.
—No es malo por naturaleza, sólo reacciona a su manera. La existencia, la que ha
llevado en estos países, le ha enseñado que todo se obtenía por la fuerza. Sois su
primer fracaso y no lo soporta. Está loco por vos… ¿Admitiréis, de todos modos, que
cualquier hombre, sin ofenderos, puede estar enamorado de vos? ¡Pues bien, él lo
está! Pero tranquilizaos. Bajo las maneras que le conocéis, disimula una inteligencia
aguda. Sabe que a Pizarro le interesa conservar buenas relaciones con el Inca y no
intentará nada.
Un día, Martín me dijo:
—Voy a dejaros. Almagro ha puesto sus ambiciones en esta ciudad de Cuzco,
pero Pizarro le niega los derechos que considera que tiene sobre ella. ¡Mala fe, malos
pretextos! Los Pizarro son así. Almagro entonces ha decidido ir a conquistar Chile.
Ya se han presentado quinientos voluntarios. Soy uno de ellos.
—Martín —objeté—, ¿sabéis bien lo que hacéis? ¿Por qué no volvéis a España?
Vuestro lugar no está entre esa gente.
—Almagro ha sido bueno conmigo. Chile es el único medio de asegurar el
porvenir de su hijo. Vos lo habéis visto, es un mestizo. Almagro lo tuvo de una india,
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en Panamá. Le debo eso.
—¿Tenéis familia en España?
—Una hermana mayor.
—¿Está casada?
—Sí.
—¿Tiene hijos? ¿Es feliz?
—No a las dos preguntas.
—¿Y vuestro cuñado?
—La abandonó por el Nuevo Mundo. Dejemos eso, por favor, es un tema penoso.
Para volver… ¿Qué haría yo en España? Pero todavía tenemos una pequeña tierra…
¡Oh! Soy consciente de que no tengo las facultades de Villalcázar, me enredo en
demasiadas consideraciones, maniobrar no es mi fuerte y me haría falta tener más
salud. ¡Pero vuestro país es tan hermoso, y ese espíritu de camaradería…! Los
soldados de Almagro no son los de Pizarro. Los jefes hacen a los hombres. Almagro
es muy querido, no tiene un alma codiciosa, comparte todo con nosotros, es un honor
servir a ese corazón generoso… Y para ser franco, no me veo en absoluto recorriendo
mi magro campo de olivos, dormitando al sol y malcomiendo el año entero el cerdo
que habría sacrificado en Navidad, como hacen los pequeños propietarios entre
nosotros. ¡Falta de modestia, ya lo creo! Mi sueño sería adquirir una propiedad en
este país. No muy grande, abierta hacia el buen aire de los montes. Creo poder
entenderme con los vuestros, tenemos mucho que aportarnos mutuamente.
—Os echaré de menos, Martín.
Notaréis, padre Juan, que soy receptiva a la amistad. Lamentablemente, los
españoles no me han dado ocasión de demostrarlo. Martín fue algo dulce en mi vida.
Volveremos a encontrarlo.
Con Almagro en ruta hacia Chile y Pizarro en Lima, comenzó el reinado de Juan
y Gonzalo, los hermanos del gobernador. Juan y Gonzalo no se descubrían más que
ante Dios y ante el oro. A mi parecer, esas dos divinidades eran solamente una en su
espíritu. Por los indígenas de ciertas tribus que nuestros incas habían conquistado,
Juan y Gonzalo sabían que a la muerte de Huáscar y de Atahualpa se habían
escondido numerosos tesoros. La idea de que vivían rodeados de montones de oro de
los que no podían echar mano exasperaba su glotonería y los volvía tan rabiosos
como pumas en luna llena.
Sin anunciarse, sin motivo, uno u otro aparecían en el palacio, maltrataban a los
servidores, irrumpían en los aposentos de Manco… Ya no se molestaban con
fórmulas ni reverencias hipócritas, nos escupían su pensamiento crudo: ¿el Inca? Un
fantoche, una cáscara vacía, un rey de paja, bueno sólo para proveerlos de oro… ¡El
oro! ¡La palabra está dicha! Choca con el mutismo de Manco, les vuelve a la cara, se
enojan, se mesan la barba, patalean, gritan, amenazan, sus ojos están rojos, su piel
violeta… Cuando vuelven la espalda, Manco cruje como el hielo y maldice. Soy yo,
ahora, quien debo exhortarlo a la calma.
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Como la situación se hacía intolerable y hasta peligrosa para su vida, Manco
resolvió huir. Además, mantener esa actitud equívoca lo alejaba de su familia, que
también estaba expuesta a las peores vejaciones. Convocó a nobles y a dignatarios y
les reveló sus designios: hacer estallar la revuelta que se incubaba en todo el Imperio
y atacar en una acción simultánea que impediría al enemigo reagruparse eficazmente.
Por el momento, su intención era reunirse con el gran sacerdote del Sol (hermano
suyo y de Huáscar), que había partido con Almagro bajo el pretexto de facilitar los
contactos de éste con las poblaciones del Sur, en realidad para reclutar allí hombres y
volver a liberar Cuzco.
Un atardecer, Manco se fue por una puertecita, a pie, vestido como un simple
campesino y con el gorro de lana de los collas, una tribu que vive cerca del lago
Titicaca. Su cabello corto, a un dedo del cráneo, como lo está únicamente el cabello
del Inca, hubiera podido traicionarlo. ¡Además, era mejor estar fuera de Cuzco en
aquella época! Al día siguiente por la mañana, sus mujeres debíamos mezclarnos con
la afluencia de gente que, después de la llegada de vuestros compatriotas, estropea la
serena majestad de nuestra ciudad; debíamos pasar la muralla en grupos de a cuatro o
cinco, reunirnos enseguida y encontrarnos con él en un lugar convenido en la ruta del
Sur.
La velada transcurrió en preparativos. Qhora, mi enana, se había procurado ropas
de campesina. Probárselas divirtió a las princesitas y secó sus lágrimas. Les enseñé
cómo sujetar sobre la espalda el recipiente de chicha y calzar en un pliegue del lliclla
las cargas previstas para conferir un poco de modestia a sus siluetas. ¡La huida se
convertía en fiesta! Por mi parte, estaba impaciente por volver a ver a Manco. Dirigir
a aquellas jovencitas que nunca habían tenido otras responsabilidades que llevar
sobre los hombros su ligera cabeza me angustiaba.
Fuimos a acostarnos. Aquellos atavíos me habían devuelto a mi primera infancia
y trataba de reconstruir el rostro de mi madre con jirones de recuerdos, cuando se oyó
un gran ruido. Oí gritar a Qhora, una antorcha agujereó con su fuego amarillo lo
oscuridad de la habitación y, antes de que hubiera entendido de qué se trataba, un
montón de soldados españoles rodeó mi lecho.
—Vístete —dijo uno de ellos.
Protesté. Por pura fórmula. Mi corazón aterrado ya me había susurrado la
explicación de esa intrusión: ¡Manco! Manco, apresado, muerto tal vez, a menos que
su huida no se hubiera advertido… No veía cómo habría sido posible, pero me aferré
a esa idea.
—No hagas preguntas y vístete —repetía el español. Como se negó a dejarme
sola, lo hice ante ellos. Otros soldados habían reunido a las princesas en una sala del
palacio.
¡Qué doloroso espectáculo, padre Juan, ver a hombres encarnizándose con
criaturas! Las pobrecitas, con los ojos hinchados de sueño y de llanto, se lanzaron
hacia mí. Ese movimiento de confianza, el primero, me ayudó a mantener una calma
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que estaba lejos de sentir. Acudieron los sirvientes. Les ordené que no se
interpusieran: no habría servido de nada.
Qhora se aferraba a mi falda. Le di unos golpecitos en los dedos: «¡No seas tonta,
quédate ahí; no adelantarás nada con morir!». Se hacía la sorda. ¡Era obstinada como
una llama! Un soldado se dio cuenta, la atrapó por la nuca y la dejó entre las
sirvientas. En tres piruetas, Qhora volvió a pegarse a mí y dedicó una mueca al
soldado. Éste se encogió de hombros y los otros rieron.
Salimos del palacio remontando la ciudad alta hacia las terrazas de Collcampata.
Aquella marcha siniestra, que las antorchas de copal proyectaban en sombras sobre
las fachadas, me recordó la noche en que los guerreros de Atahualpa nos habían
conducido hacia Yahuarpampa a mí, a la Coya Rahua Ocllo y a tantas mujeres cuyos
huesos se mezclaron con la tierra. Ahora sabía que en ciertas circunstancias los
hombres se exceden tanto en la crueldad como en la valentía, así que no me hacía
ilusiones acerca de la suerte que nos esperaba.
Ante el palacio donde una de las princesas, Inkill Chumpi, «Cintura Florida»,
vivía antes de ser ofrecida a Manco, se elevaron gritos. Nos detuvimos. Un español
atravesó las filas: «Es una de las mujeres. Un verdadero demonio. Hazla callar, si
no…».
Lo seguí. Inkill Chumpi rodaba por el suelo. Sollozaba, se arañaba las mejillas y
se tiraba del cabello. Quien no conoce las manifestaciones que la desesperación
inspira a nuestras mujeres habría podido creerla habitada por poderes maléficos. Por
otra parte, los soldados formaban un círculo sin atreverse a acercarse. Me arrodillé.
—¿Quieres que los extranjeros te tomen por una cobarde, a ti, la nieta del gran
Huayna Capac? ¿Quieres que entren en tu palacio y se lleven a tus hermanos y
hermanas?
—Dicen que violan a las mujeres, van a matarnos, tengo miedo —gimió Inkill
Chumpi.
Tenía unas largas pestañas espesas, las mejillas muy redondas, la boca roja como
una flor de kantuta y contaba catorce primaveras. Alisé sus cabellos y arreglé su
banda.
—¿Tienes miedo? El miedo no es la muerte. Yo he tenido miedo muy a menudo y
estoy viva, ¿verdad? Piensa en el Inca. Si te viera así, se avergonzaría de ti.
La cogí, le pasé un brazo alrededor de los hombros y continuamos. ¡Pobre Inkill
Chumpi! ¡Nunca supo cuánta fuerza me había dado su debilidad!
Por encima de Collcampata se eleva la fortaleza de Sacsahuaman. Cuando
entramos en la pendiente comprendí que era allí adonde nos llevaban los soldados. El
cielo estaba opaco, sin una estrella; la luna se escondía. Yo tenía un guijarro en mi
sandalia que me lastimaba. Mi pierna, la mala, me tiraba.
Franqueamos la triple muralla por las estrechas aberturas practicadas en los
muros. Aunque los Incas tenían una residencia en una de las tres torres levantadas en
la inmensa explanada que formaba el corazón de la fortaleza, yo nunca había subido a
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Sacsahuaman. De lejos, su aspecto es prodigioso. De cerca aplasta, uno se siente
polvo. Pensad, padre Juan, que para subir por la colina algunos bloques de granito
que se utilizaron en su construcción, se necesitaron hasta veinte mil hombres para
cada uno. ¡Pensad también en lo que podían sentir unas desdichadas criaturas
arrancadas al sueño en plena noche y brutalmente trasplantadas a ese glacial universo
de piedras, construido a escala de gigantes!
Siempre empujándonos e injuriándonos, los soldados nos hicieron entrar en uno
de los edificios y bajar unos escalones. Después penetramos en un subterráneo, al
final del cual había otros escalones. A medida que nos hundíamos en las
profundidades, el frío se intensificaba. Una humedad viscosa rezumaba de las paredes
y se fundía en charcos que espejeaban a la luz de las antorchas. ¡Era la única nota
alegre! Yo tiritaba y pensaba: ¡Manco! ¡Manco! Su nombre me llenaba la cabeza,
lúgubre como el canto de las caracolas marinas cuando anuncian la muerte. Y,
bruscamente, los soldados nos empujaron a una sala y lo vi, vi a Manco.
Estaba sentado en el suelo y tenía el cuello encerrado en un collar de metal, sujeto
al muro por una cadena, y los miembros cargados de hierros.
Durante días no nos dieron para comer más que un poco de maíz y unas hierbas
crudas. No teníamos ni luz ni mantas, agua apenas suficiente para calmar la sed, ¡y os
dejo imaginar en qué cloaca estábamos sumidas! Sin embargo, el amor hace brotar
flores no importa dónde. Prodigar nuestros cuidados a Manco era una dicha.
Para aliviar su carne mortificada, desgarramos pliegues de nuestras lliclla y las
deslizamos bajo las cadenas, le dábamos de comer y beber a oscuras, arrastrándonos
como animales, y cuando terminábamos esos pobres cuidados, nos agrupábamos
alrededor de él, formando un refugio contra el frío. Él era nuestro hijo, nuestro padre,
nuestro amante, nuestro dios. Jamás un Inca, en la cima de su magnificencia, había
sido amado con un amor tan puro, tan intenso, como Manco lo fue en esos momentos
cuyo horror nos unía unas a otras, eliminando todos los malos pensamientos que
germinan tan fácilmente en el corazón de las mujeres.
Nos informó de que había sido reconocido y denunciado por un indígena de una
de las tribus conquistadas, al salir de Cuzco. No se lamentaba. Repetía: «No hemos
expiado nuestras faltas lo suficiente. Aceptemos la prueba, nuestro padre el Sol nos
ayudará». Una mañana (al menos eso creí yo, porque todavía no nos habían llevado
nuestra ración de comida), aparecieron Juan y Gonzalo Pizarro.
—¡Te limpiamos el camino, te pusimos sobre el trono de tus antepasados y tú,
perro, huyes para apuñalarnos por la espalda! ¿La gratitud no existe, entonces, en
vuestros cerebros de salvajes? Hemos sido demasiado pacientes. ¡Con seres de
vuestra especie no hay más que el látigo, el hierro y la fuerza! O nos entregas
vuestros tesoros o violaremos a tus mujeres una a una ante ti, y después te
mataremos.
Manco movió los labios. Hablaba tan bajo que me costó captar sus palabras.
—Los guerreros de Atahualpa saquearon Cuzco, y lo que ellos no pudieron
El alto que hicimos en Ollantaytambo, padre Juan, era en cierta forma un peregrinaje.
Después del incendio de Cuzco, Manco estableció su cuartel general en la fortaleza
cuya construcción habéis admirado tanto. Los sacerdotes y las vírgenes del Sol tenían
allí sus aposentos reservados. Nosotras, las mujeres, vivíamos en el palacio de abajo.
Casi todas las noches, cuando Manco estaba presente, yo subía la elevación de
terrazas que unía los dos edificios y me reunía con él. ¡Tiempo tejido con hilos de oro
que ilumina mi memoria!
Después de beber, hablábamos largamente, discutíamos acerca de lo que se había
hecho, de lo que se hacía, de lo que se debía hacer… ¡Nuestros corazones nos lo
decían, el hecho era cierto: los españoles servirían pronto de abono a nuestra tierra y
la exquisita paz renacería de la guerra! Por cierto, Hernando Pizarro recuperó
Sacsahuaman, pero su hermano Juan, el maldito, murió, con el cráneo reventado por
una piedra durante la batalla. ¡Un Pizarro menos! Hubo celebraciones, la chicha
corrió en arroyuelos… Por cierto, el enemigo muestra una tenacidad que nos
Creo habéroslo dicho, padre Juan: cuando una jovencita entraba en el Acllahuasi,
estaba perdida para los suyos. AL cambiar de nombre en la pubertad e ir después a
ejercer sus funciones de incap aclla en la corte de Cuzco o a aumentar el número de
concubinas de algún señor, ¿cómo habrían podido sus padres encontrar su rastro? Por
otra parte, tampoco pensaban hacerlo. La niña pertenecía en adelante a otro universo,
maravilloso, mágico, que les estaba prohibido.
Por lo tanto, mi ayllu no había establecido ninguna relación entre la pequeña
«Lluvia de Maíz», que se había ido a Amancay tantos años antes, y Azarpay, la mujer
en que me había convertido, cuyos amores con Huáscar y Manco eran celebrados por
los sanadores itinerantes hasta en las menores aldeas hundidas en los pliegues de la
sierra… Si revelé la verdad a nuestro curaca sólo fue para asegurar a Zara, en la
medida de lo posible, unos funerales dignos de la hija del Inca. El dolor ahogaba mi
orgullo.
El curaca no opinaba lo mismo. Cuando le manifesté la intención de reintegrarme
a la casa familiar, se indignó. Mis progenitores no eran más que instrumentos. El
FIN.