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Relatos de poder
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Libro electrónico366 páginas9 horas

Relatos de poder

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Las lecciones de brujería que aborda Carlos Castaneda conllevan sus postulados a la conclusión de que los misterios del conocimiento secreto se disipan en el acto mismo de cobrar concreción definitiva. Puede advertirse el paralelismo entre la iniciación guerrera que el autor ha cursado y la disciplina del Zen, en estos tres capítulos: "Un testigo de actos de poder", "El tonal y el nagual" y "La explicación de los brujos".
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento10 abr 2023
ISBN9786071676719
Autor

Carlos Castaneda

Born in 1925 in Peru, anthropologist Carlos Castaneda wrote a total of fifteen books, which sold eight million copies worldwide and were published in seventeen different languages. In his writing, Castaneda describes the teaching of don Juan, a Yaqui sorcerer and shaman. His works helped define the 1960's and usher in the New Age movement. Even after his death in 1998, his books continue to inspire and influence his many devoted fans.

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    Relatos de poder - Carlos Castaneda

    PRIMERAPARTE

    UN TESTIGO DE ACTOS

    DE PODER

    CITA CON EL CONOCIMIENTO

    LLEVABA yo varios meses sin ver a don Juan. Era el otoño de 1971. Tuve la certeza de que se encontraba en casa de don Genaro, en el México central, y realicé los preparativos necesarios para un viaje de seis o siete días. Al segundo día, obedeciendo a un impulso, me detuve al mediar la tarde en la casa de don Juan en Sonora. Estacioné el coche y caminé una corta distancia hasta la casa misma. Para mi sorpresa, lo encontré allí.

    —¡Don Juan! No esperaba hallarlo aquí —dije.

    Echó a reír, deleitado por mi asombro. Estaba sentado en un cajón de leche vacío, junto a la puerta delantera. Al parecer me aguardaba. Había un aire de hazaña cumplida en la desenvoltura con que me saludó. Quitándose el sombrero, lo agitó cómicamente en florido gesto. Se lo puso de nuevo y me hizo un saludo militar. Se hallaba reclinado en la pared, a horcajadas en el cajón como sobre una silla de montar.

    —Siéntate, siéntate —dijo en tono jovial—. Qué gusto me da que estés otra vez por aquí.

    —Ya me estaba yendo hasta Oaxaca a buscarlo, don Juan —dije—. Y luego habría tenido que regresar a Los Ángeles. El hallarlo aquí me ahorra días y días de manejar.

    —De todos modos me habrías encontrado —dijo él en tono misterioso—, pero digamos que me debes los seis días que hubieras tardado en llegar allá, días que deberías emplear en algo más interesante que andar correteando en tu carro.

    Había algo cautivante en la sonrisa de don Juan. Su calidez era contagiosa.

    —¿Y dónde están los instrumentos? —preguntó, haciendo un gesto de escribir a mano.

    Le dije que los había dejado en el coche; él respondió que sin ellos me veía extraño y me hizo ir a traerlos.

    —Acabo de escribir un libro —dije.

    Fijó en mí una mirada larga y peculiar que me dio comezón en la boca del estómago. Era como si empujase mi parte media con un objeto suave. Sentí que me iba a poner mal, pero entonces don Juan miró para otro lado y recobré mi primera sensación de bienestar.

    Quise hablar de mi libro, pero él indicó con un gesto que no quería oír nada sobre el tema. Sonrió. Desbordaba ligereza y encanto, e inmediatamente me envolvió en una larga conversación acerca de personas y de sucesos actuales. Al cabo de un buen rato logré por fin desviar la conversación hacia el tópico de mi interés. Empecé mencionando que, al revisar mis antiguas notas, me di cuenta de que él me había estado dando, desde el principio de nuestra asociación, una descripción detallada del mundo de los brujos. A la luz de lo que me dijo en aquellas etapas, comencé a poner en tela de juicio el papel de las plantas alucinógenas.

    —¿Por qué me hizo usted tomar tantas veces esas plantas de poder? —pregunté.

    Rió y musitó, en voz muy suave:

    —Porque eres un idiota.

    Lo oí perfectamente, pero quise cerciorarme y fingí no haber entendido.

    —¿Cómo dijo? —inquirí.

    —Tú sabes lo que dije —replicó, y se puso en pie.

    Al pasar junto a mí me golpeó la cabeza con un dedo.

    —Eres un poco lento —dijo—. Y no había otra forma de sacudirte.

    —¿De modo que nada de eso era absolutamente necesario? —pregunté.

    —Lo era, en tu caso. Pero hay otros tipos de gente que no parecen necesitarlas.

    Se quedó parado junto a mí, la vista fija en la copa de los matorrales al lado izquierdo de su casa; luego volvió a sentarse y habló de Eligio, su otro aprendiz. Dijo que Eligio había tomado plantas psicotrópicas una sola vez desde el inicio del aprendizaje, pero no obstante se hallaba, quizás, incluso más adelantado que yo.

    —Tener sensibilidad es una condición natural de cierta gente —dijo—. Tú no la tienes. Pero tampoco yo. A fin de cuentas, la sensibilidad importa muy poco.

    —¿Qué es entonces lo que importa? —pregunté.

    Pareció buscar una respuesta adecuada.

    —Lo que importa es que un guerrero sea impecable —dijo al fin—. Pero eso es sólo una manera de decir las cosas, un modo de andarse por las ramas. Tú ya has terminado algunas tareas de brujería y creo que ya es hora de mencionar la fuente de todo lo que importa. Así pues, diré que lo importante para un guerrero es llegar a la totalidad de uno mismo.

    —¿Qué es la totalidad de uno mismo, don Juan?

    —Dije que nada más iba a mencionarla. Todavía quedan en tu vida muchos cabos sueltos que debes atar antes de que podamos hablar de la totalidad de uno mismo.

    Con eso puso fin a la conversación. Hizo un ademán para callarme. Al parecer, había algo o alguien en la cercanía. Ladeó la cabeza hacia un lado, como para escuchar. Pude ver el blanco de sus ojos mientras enfocaban los arbustos más allá de la casa, hacia la izquierda. Escuchó atentamente unos momentos y luego se puso en pie, se acercó y me susurró al oído que debíamos dejar la casa y salir a un paseo.

    —¿Algo anda mal? —pregunté, también en un susurro.

    —No. Nada anda mal —dijo—. Todo anda bastante bien.

    Me guió al chaparral desértico. Caminamos cosa de media hora y llegamos a una pequeña área circular libre de vegetación, un sitio de unos cuatro metros de diámetro donde el suelo rojizo estaba apisonado y perfectamente plano. No había, sin embargo, señas de que el espacio hubiera sido desmontado y aplanado con maquinaria. Don Juan se sentó en el centro, mirando al sureste. Señaló un sitio como a metro y medio de distancia y me pidió sentarme allí, dándole la cara.

    —¿Qué vamos a hacer aquí? —pregunté.

    —Tenemos una cita aquí esta noche —respondió.

    Escudriñó los alrededores con rápida mirada, girando sobre su eje hasta hallarse de nuevo mirando al sureste.

    Sus movimientos me alarmaron. Le pregunté con quién teníamos cita.

    —Con el conocimiento —repuso—. Digamos que el conocimiento anda merodeando por aquí.

    No me dio oportunidad de pensar en su críptica respuesta. Rápidamente cambió el tema y en tono jovial me instó a portarme con naturalidad, es decir, a tomar notas y hablar como hubiéramos hecho en su casa.

    Lo que más presionaba mi mente en esos instantes era la vívida sensación que, seis meses antes, tuve de hablar con un coyote. Ese evento significaba que por vez primera fui capaz de visualizar o aprisionar, con mis cinco sentidos y en total sobriedad, la descripción mágica del mundo; una descripción en que la comunicación a través de palabras con los animales era asunto rutinario.

    —No vamos a ponernos a revivir ninguna experiencia de tal naturaleza —dijo don Juan al oír mi pregunta—. No es dable que le des tal atención a los hechos pasados. Podemos tocarlos, pero sólo como referencia.

    —¿Por qué motivo, don Juan?

    —Todavía no tienes suficiente poder personal para buscar la explicación de los brujos.

    —¡Entonces hay una explicación de brujos!

    —Claro. Los brujos son hombres. Somos criaturas del pensamiento. Buscamos aclaraciones.

    —Yo tenía la impresión de que mi gran falla era buscar explicaciones.

    —No. Tu falla es buscar explicaciones convenientes, explicaciones que se ajustan a ti y a tu mundo. Lo que no me gusta es que seas tan razonable. Un brujo también explica las cosas en su mundo, pero no es tan terco como tú.

    —¿Cómo puedo llegar a la explicación de los brujos?

    —Acumulando poder personal. El poder personal te hará deslizarte con gran facilidad y entrar en la explicación de los brujos. La explicación no es lo que tú llamarías una explicación; sin embargo, aunque no aclara el mundo ni sus misterios, los hace menos pavorosos. Ésa debería ser la esencia de una explicación, pero no es eso lo que tú buscas. Tú andas detrás del reflejo de ti y de tus ideas.

    Perdí el impulso de hacer preguntas. Pero su sonrisa me invitaba a seguir hablando. Otro asunto de gran importancia para mí era su amigo don Genaro y el extraordinario efecto que sus acciones habían surtido en mí. Cada vez que entraba en contacto con él, experimentaba distorsiones sensoriales de lo más extrañas.

    Don Juan rió cuando planteé mi pregunta.

    —Genaro es estupendo —dijo—. Pero no tiene sentido por ahora hablar de él ni de lo que te hace. Tampoco tienes suficiente poder personal para desenvolver ese tema. Espera a tenerlo, y entonces hablaremos.

    —¿Y si nunca lo tengo?

    —Si nunca lo tienes, nunca hablaremos.

    —Al paso que voy, ¿tendré alguna vez el suficiente? —pregunté.

    —De ti depende —respondió—. Yo te he dado toda la información necesaria. Ahora es responsabilidad tuya ganar suficiente poder personal para inclinar la balanza.

    —Habla usted en metáforas —dije—. Hábleme claro. Dígame exactamente qué debo hacer. Si ya me lo dijo, digamos que lo olvidé.

    Don Juan chasqueó la lengua y se acostó, con los brazos detrás de la cabeza.

    —Tú sabes exactamente lo que necesitas —dijo.

    Respondí que a veces creía saberlo, pero que la mayor parte del tiempo carecía de confianza en mí mismo.

    —Me temo que confundes las cosas —dijo—. La confianza de un guerrero no es la confianza del hombre común. El hombre común busca la certeza en los ojos del espectador y llama a eso confianza en sí mismo. El guerrero busca la impecabilidad en sus propios ojos y llama a eso humildad. El hombre común está enganchado a sus prójimos, mientras que el guerrero sólo depende de sí mismo. Andas en pos de lo imposible. Buscas la confianza del hombre común, cuando deberías buscar la humildad del guerrero. Hay una gran diferencia entre las dos. La confianza implica saber algo con certeza; la humildad implica ser impecable en los propios actos y sentimientos.

    —He tratado de vivir de acuerdo con sus consejos —dije—. Tal vez no sea yo lo mejor, pero soy lo mejor de mí mismo. ¿Es eso impecabilidad?

    —No. Debes ser aún mejor. Debes empujarte siempre más allá de tus límites.

    —Pero eso sería una locura, don Juan. Nadie puede hacer eso.

    —Muchas cosas que haces ahora te habrían parecido una locura hace diez años. Las cosas esas nunca cambiaron, pero sí cambió tu idea de ti mismo; lo que antes era imposible es ahora perfectamente posible, y a lo mejor el que logres cambiarte por completo es sólo cuestión de tiempo. En este asunto, el único camino posible para un guerrero es actuar directamente y sin reservas. Ya conoces el camino del guerrero lo suficiente para desenvolverte bastante bien; pero te salen al encuentro tus malas costumbres.

    Comprendí a qué se refería.

    —¿Cree usted que escribir es una de esas malas costumbres que debo cambiar? —pregunté—. ¿Debo destruir mi nuevo manuscrito?

    No contestó. Se puso en pie y se volvió a mirar el borde del matorral.

    Le conté que había recibido una cantidad de cartas en las que diversas personas me señalaban el error de escribir acerca de mi aprendizaje. Citaban como precedente el hecho de que los maestros de las doctrinas esotéricas orientales exigían discreción absoluta con respecto a sus enseñanzas.

    —Capaz si esos maestros tienen el vicio de ser maestros —dijo don Juan sin mirarme—. Yo no soy maestro. Yo soy solamente un guerrero. No sé en realidad qué es lo que uno siente como maestro.

    —Pero quizás estoy revelando cosas que no debería, don Juan.

    —No importa lo que uno revela ni lo que uno se guarda —dijo—. Todo cuanto hacemos, todo cuanto somos, descansa en nuestro poder personal. Si tenemos suficiente, una palabra que se nos diga podría ser suficiente para cambiar el curso de nuestra vida. Pero si no tenemos suficiente poder personal, se nos puede revelar la sabiduría más grande y esa revelación nos importaría un ajo.

    Luego bajó la voz como si me estuviera revelando un asunto confidencial.

    —Voy a decirte algo que a lo mejor es la mayor sabiduría a la que uno puede dar voz —dijo—. A ver qué haces con ella.

    ¿Sabes que en este mismo instante estás rodeado por la eternidad? ¿Y sabes que puedes usar esa eternidad, si así lo deseas?

    Tras una larga pausa, durante la cual un sutil movimiento de sus ojos me instaba a rendir alguna formulación, dije no entender de qué hablaba.

    —¡Allí! ¡La eternidad está allí! —dijo, señalando el horizonte.

    Luego apuntó hacia el cenit.

    —O allí, o quizá podamos decir que la eternidad es así.

    Extendió los brazos para señalar al este y al oeste.

    Nos miramos. Sus ojos contenían una pregunta.

    —¿Y qué me dices de esto? —inquirió, animándome a meditar sus palabras.

    No supe qué responder.

    —¿Sabes que puedes extenderte hasta el infinito en cualquiera de las direcciones que he señalado? —prosiguió—. ¿Sabes que un momento puede ser la eternidad? Esto no es una adivinanza; es un hecho, pero sólo si te montas en ese momento y lo usas para llevar la totalidad de ti mismo hasta el infinito, en cualquier dirección.

    Se me quedó mirando.

    —Antes no tenías este conocimiento —dijo, sonriendo—. Ahora es tuyo. Te lo he dado y, sin embargo, no importa nada, porque no tienes suficiente poder personal para utilizar mi revelación. Pero si lo tuvieras, sólo mis palabras serían el medio para que acorralaras toda tu totalidad, y sacaras la parte que manda, de estos límites que la contienen.

    Vino a mi lado y me tocó el pecho con los dedos; fue un golpe muy ligero.

    —Éstos son los límites de los que hablo —dijo—. Uno puede salir de ellos. Somos un sentimiento, un darse cuenta encajonado aquí.

    Me palmeó los hombros con las manos. Mi cuaderno y mi lápiz cayeron por tierra. Don Juan puso el pie sobre el cuaderno y me miró con fijeza; luego rió.

    Le pregunté si lo molestaba tomando notas. Dijo que no, en tono confortante, y apartó el pie.

    —Somos seres luminosos —dijo, meneando rítmicamente la cabeza—. Y para un ser luminoso lo único que importa es el poder personal. Pero si me preguntas qué cosa es el poder personal, debo decirte que mi explicación no lo explicará.

    Don Juan miró el horizonte occidental y dijo que todavía quedaban unas horas de luz diurna.

    —Tenemos que estarnos aquí mucho rato —explicó—. Así pues, o nos sentamos en silencio o hablamos. Para ti no es natural estar callado, de modo que sigamos hablando. Este lugar es un sitio de poder y debe acostumbrarse a nosotros antes de que caiga la noche. Debes quedarte sentado, lo más natural que puedas, sin miedo y sin impaciencia. Parece que es más fácil para ti estar tranquilo cuando escribes, así que escribe cuanto se te dé la gana.

    "Y ahora, a ver si me cuentas de tu soñar."

    La súbita transición me tomó desprevenido. Don Juan repitió su petición. Había mucho que decir al respecto. Soñar implicaba el cultivo de un poder peculiar sobre los propios sueños, hasta el punto en que las experiencias habidas en ellos y las vividas en las horas de vigilia adquirían la misma valencia pragmática. Los brujos alegaban que, bajo el impacto del soñar, los criterios ordinarios para diferenciar entre sueño y realidad se hacían inoperantes.

    La praxis del soñar era, para don Juan, un ejercicio que consistía en hallar las propias manos durante un sueño. En otras palabras, uno debía soñar deliberadamente que buscaba y hallaba sus manos en un sueño que consistía en soñar que uno alzaba las manos al nivel de los ojos.

    Después de años de intentos infructuosos, yo había logrado finalmente la tarea. Considerando retrospectivamente, se me evidenció que sólo pude alcanzar el éxito tras haber obtenido cierto grado de dominio sobre el mundo de mi vida cotidiana.

    Don Juan quiso saber los puntos salientes. Empecé a contarle que la dificultad de estructurar la orden de mirarme las manos parecía ser, muy a menudo, insuperable. Él me había advertido que la primera etapa de la faceta preparatoria, lo que él llamaba armar los sueños, consistía en un juego mortal que la mente jugaba consigo misma, y que cierta parte de mi ser iba a hacer todo lo posible por impedir el cumplimiento de mi tarea. Eso podía incluir, dijo don Juan, el arrojarme a una pérdida de significado, a la melancolía, o incluso a una depresión suicida. Sin embargo, no llegué tan lejos. Mi experiencia se quedó más bien en el lado ligero, cómico; no obstante, la frustración era igual. Cada vez que, en un sueño, estaba a punto de mirarme las manos, algo extraordinario sucedía; echaba yo a volar, o el sueño se volvía pesadilla, o simplemente se transformaba en una placentera experiencia de excitación corporal; todo lo contenido en el sueño se extendía mucho más allá de lo normal en lo referente a vividez y, por ello, resultaba absorbente en extremo. La intención original de observar mis manos siempre se olvidaba a la luz de la nueva situación.

    Una noche, inesperadamente, hallé mis manos en sueños. Soñaba recorrer una calle desconocida en una ciudad extranjera y de pronto alcé las manos y las puse frente a mi rostro. Fue como si algo en mí cediera para permitirme observar el dorso de mis manos.

    Las instrucciones de don Juan estipulaban que, apenas la percepción de mis manos empezara a disolverse o transformarse, yo debía trasladar la mirada a cualquier otro elemento en el ámbito del sueño. En aquella ocasión particular, la trasladé a un edificio en el extremo de la calle. Cuando la apariencia del edificio empezó a disiparse, presté atención a otros elementos ambientales. El resultado final fue la imagen, increíblemente clara, de una calle desierta en alguna ciudad extranjera.

    Don Juan me hizo contar otras experiencias en el soñar. Hablamos largo rato.

    Al acabar mi reporte, él se levantó y fue al matorral. Me incorporé también. Estaba nervioso. Era una sensación injustificada, pues nada había que invocara miedo o cuidado. Don Juan no tardó en volver. Advirtió mi agitación.

    —Sosiégate —dijo, mientras asía con suavidad mi brazo.

    Me hizo tomar asiento y me puso el cuaderno en el regazo. Me animó a escribir. Argumentaba que yo no debía inquietar el sitio de poder con innecesarios sentimientos de miedo o vacilación.

    —¿Por qué me pongo tan nervioso? —pregunté.

    —Es natural —dijo—. Algo en ti se ve amenazado por tus quehaceres en el soñar. Mientras no pensabas en ellos, anduviste bien. Pero ahora que me revelaste tus acciones estás a punto de desmayarte.

    "Cada guerrero tiene su propio modo de soñar. Todos son distintos. Lo único que tenemos en común es que algo en nosotros tiende trampas para obligarnos a abandonar la empresa. El remedio es persistir a pesar de todas las barreras y desilusiones."

    Luego me preguntó si era yo capaz de elegir temas para soñar. Dije no tener la menor idea de cómo hacerlo.

    —La explicación de los brujos acerca de cómo escoger un tema para soñar —dijo él— es que el guerrero escoge el tema manteniendo a fuerza una imagen en la mente mientras para su diálogo interior. En otras palabras, si es capaz de no hablar consigo mismo por un momento, y luego evoca la imagen o el pensamiento de lo que quiere soñar, aunque sólo sea por un instante, lo deseado vendrá a él. Estoy seguro de que esto es lo que has hecho, aunque sin darte cuenta.

    Hubo una larga pausa y después don Juan empezó a husmear el aire. Parecía limpiarse la nariz; exhaló por ella tres o cuatro veces, con gran fuerza. Los músculos de su abdomen se contraían en espasmos que él controlaba aspirando breves bocanadas de aire.

    —Ya no vamos a hablar más de soñar —dijo—. Podrías obsesionarte. Para lograr éxito en cualquier empresa se debe ir muy despacio, con mucho esfuerzo pero sin tensión ni obsesiones.

    Se puso en pie y caminó hasta el borde del matorral. Agachándose, escrutó el follaje. Parecía examinar algo en las hojas, sin acercarse a ellas demasiado.

    —¿Qué hace usted? —pregunté, incapaz de contener la curiosidad.

    Me encaró, sonriendo y alzando las cejas.

    —Los matorrales están llenos de cosas extrañas —dijo al sentarse de nuevo.

    De tan casual, su tono me asustó más que si hubiera lanzado un alarido súbito. Lápiz y cuaderno cayeron de mis manos. Me remedó entre risas y dijo que mis reacciones exageradas eran uno de los cabos sueltos que aún existían en mi vida.

    Quise hacer una observación, pero no me dejó hablar.

    —Todavía queda un poco de luz del día —dijo—. Hay otras cosas que deberíamos tocar antes de que caiga el crepúsculo.

    Añadió entonces que, juzgando por los resultados de mi soñar, yo debía de haber aprendido a interrumpir voluntariamente mi diálogo interno. Le dije que así era.

    En el principio de nuestra relación, don Juan había delineado otro procedimiento: caminar largos trechos sin enfocar los ojos en nada. Su recomendación había sido no mirar nada directamente sino, cruzando levemente los ojos, mantener una visión periférica de cuanto se presentaba a la vista. Recalcó, aunque entonces no entendí, que conservando los ojos sin enfocar en un punto justamente arriba del horizonte, era posible percibir, en forma simultánea, cada elemento en el panorama total de casi 180 grados frente a los ojos. Me aseguró que ese ejercicio era la única manera de suspender el diálogo interno. Solía pedir reportes sobre mi progreso, pero luego dejó de preguntar por él.

    Dije a don Juan que practiqué la técnica años enteros sin advertir cambio alguno, pero de todos modos no lo esperaba. Cierto día, sin embargo, me di cuenta, súbitamente, de que acababa de caminar durante unos diez minutos sin haberme dicho una sola palabra.

    Mencioné también que en esa ocasión cobré conciencia de que suspender el diálogo interno implicaba algo más que sólo reprimir las palabras que me decía a mí mismo. Todos mis procesos intelectuales se detuvieron, y me sentí como suspendido, flotando. Una sensación de pánico surgió de esa vivencia, y tuve que reanudar mi diálogo interno como antídoto.

    —Te he dicho que el diálogo interno es lo que nos hace arrastrar —dijo don Juan—. El mundo es así como es sólo porque hablamos con nosotros mismos acerca de que es así como es.

    Don Juan explicó que el pasaje al mundo de los brujos se franquea después de que el guerrero aprende a suspender el diálogo interno.

    —Cambiar nuestra idea del mundo es la clave de la brujería —dijo—. Y la única manera de lograrlo es parar el diálogo interno. Lo demás sólo es arreglo. Ahora estás en la posición de saber que nada de lo que has visto o hecho, con la excepción de parar el diálogo interno, habría podido de por sí cambiar nada en ti, o en tu idea del mundo. El asunto, por supuesto, es que ese cambio no sea un trastorno. Ahora entenderás por qué un maestro no presiona a su aprendiz. Eso nada más fomentaría obsesión y morbidez.

    Pidió detalles de otras experiencias que yo hubiera tenido al suspender el diálogo interno. Hice un recuento de cuanto pude recordar.

    Hablamos hasta que oscureció y ya no pude tomar notas cómodamente; debía atender la escritura y eso alteraba mi concentración. Don Juan se dio cuenta y se echó a reír. Señaló que yo había propiamente logrado otra tarea de brujo: escribir sin concentrarme. Apenas lo dijo, advertí que yo, en verdad, no prestaba atención al acto de tomar notas. Parecía ser una actividad separada con la cual yo no tenía que ver. Me sentí raro. Don Juan me pidió sentarme junto a él en el centro del círculo. Dijo que había demasiada oscuridad y que ya no me hallaba seguro sentado tan al filo del matorral. Un escalofrío ascendió por mi espalda; salté a su lado.

    Me hizo mirar al sureste y me pidió que interrumpiera mi diálogo interno y estuviera callado y sin pensamientos. Al principio fui incapaz y tuve un momento de impaciencia. Don Juan me dio la espalda y dijo que me apoyara en su hombro, y que una vez que aquietara mis pensamientos, debía mantener los ojos abiertos, mirando el matorral al sureste. En tono misterioso, agregó que me estaba planteando un problema, y que, de resolverlo, me hallaría preparado para otra faceta del mundo de los brujos.

    Planteé una débil pregunta acerca de la naturaleza del problema. Él rió suavemente. Esperé su respuesta, y de pronto algo en mí se desconectó. Me sentí suspendido. Como si mis orejas se hubieran destapado, miríadas de ruidos en el chaparral se hicieron audibles. Había tantos que no me era posible distinguirlos individualmente. Sentí que me quedaba dormido y entonces, de pronto, algo captó mi atención. No era algo que involucrara mis procesos mentales; no era una visión, ni un aspecto del ámbito, pero de algún modo mi percepción participaba. Estaba completamente despierto. Tenía los ojos enfocados en un sitio al borde del matorral, pero no miraba, ni pensaba, ni hablaba conmigo. Mis sentimientos eran claras sensaciones corpóreas; no requerían palabras. Sentía que me precipitaba hacia algo indefinido. Acaso se precipitaba lo que de ordinario habrían sido mis pensamientos; fuera como fuese, tuve la sensación de haber sido atrapado en un derrumbe y de que algo se desplomaba en avalancha, conmigo en la cima. Sentía la caída en el estómago. Algo me jalaba al chaparral. Discernía la masa oscura de las matas frente a mí. No era, sin embargo, una tiniebla indiferenciada como lo sería ordinariamente. Veía cada arbusto individual como si los mirara en un crepúsculo oscuro. Parecían moverse; la masa de su follaje semejaba faldas negras ondeando en mi dirección como si las agitara el viento, pero no había viento. Quedé absorto en sus hipnóticos movimientos; era un escarceo pulsante que parecía acercármelas más y más. Y entonces noté una silueta más clara, como superpuesta en las formas oscuras de las matas. Enfoqué los ojos en un sitio al lado de la silueta y pude percibir en ella un resplandor verdoso pálido. Luego la miré sin enfocar y tuve la certeza de que se trataba de un hombre oculto entre las matas.

    Me hallaba, en ese momento, en un estado muy peculiar de conciencia. Tenía conocimiento del entorno y de los procesos mentales que el entorno engendraba en mí, pero no pensaba como pienso de ordinario. Por ejemplo, al darme cuenta de que la silueta superpuesta en las matas era un hombre, rememoré otra ocasión en el desierto; en aquel entonces, mientras don Genaro y yo caminábamos, de noche, por el chaparral, noté que un hombre se ocultaba entre los arbustos, detrás de nosotros, pero lo perdí de vista apenas traté de explicar racionalmente el fenómeno. Esta vez, sin embargo, sentí llevar la ventaja y me rehusé a explicar o pensar en absoluto. Durante un momento tuve la impresión de que podía retener al hombre y forzarlo a permanecer donde se hallaba. Entonces experimenté un extraño dolor en la boca del estómago. Algo pareció desgarrarse dentro de mí y ya no pude conservar en tensión los músculos de mi abdomen. En el preciso instante en que cedí, la forma oscura de un enorme pájaro, o alguna clase de animal volador, brotó del matorral y se me echó encima. Fue como si la figura del hombre se hubiese transformado en la de un ave. Tuve la clara percepción consciente del miedo. Di una boqueada, y luego un fuerte grito, y caí de espaldas.

    Don Juan me ayudó a incorporarme. Su rostro estaba muy cerca del mío. Reía.

    —¿Qué fue eso? —vociferé.

    Me silenció, cubriéndome la boca con la mano. Acercó los labios a mi oído y susurró que debíamos abandonar el sitio en forma tranquila y sosegada, como si nada hubiera ocurrido.

    Caminamos lado a lado. Su paso era sereno y parejo. Un par de veces volvió rápidamente la cabeza. Lo imité, y en las dos ocasiones pude ver una masa oscura que parecía seguirnos. Oí a mis espaldas un chillido escalofriante. Experimenté un momento de terror puro; un movimiento ondulatorio recorrió en espasmos los músculos de mi estómago, creciendo en intensidad hasta que, sencillamente, forzó a mi cuerpo a correr.

    Para hablar de mi reacción es imprescindible usar la terminología de don Juan; así puedo decir que mi cuerpo, a causa del susto experimentado, fue capaz de ejecutar lo que él llamaba la marcha de poder, una técnica que me había enseñado años antes para correr en la oscuridad sin tropezar ni lastimarse en forma alguna.

    No tuve conciencia clara de qué había hecho ni de cómo lo hice. De pronto me hallé nuevamente en la casa de don Juan. Al parecer él había corrido también, y llegamos al mismo tiempo. Encendió su lámpara de kerosén, la colgó de una viga en el techo y, con toda naturalidad, me invitó a tomar asiento y relajarme.

    Troté marcando el paso durante un rato, hasta que mi nerviosismo se redujo a proporciones manejables. Luego me senté. Enfáticamente, me ordenó actuar como si nada hubiera pasado y

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