El dios del rayo: De hirka Llamoq a san Pedro de Huancarpata
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El dios del rayo - Vidal Guerrero Támara
Vidal Guerrero Támara (Áncash, 1969)
Doctor en Educación, magíster en Investigación y licenciado en Lengua y Literatura. Ha tenido a su cargo las cátedras de Semiótica, Literatura Peruana, Pedagogía e Investigación Científica a nivel de pregrado y posgrado. Ejerce la jefatura de Grados de la Escuela de Posgrado de la Universidad Nacional Santiago Antúnez de Mayolo (UNASAM) y fue director de la Revista Académica UNASAM. Además, es autor de diversos artículos de investigación publicados en revistas nacionales e internacionales. Actualmente, se desempeña como docente en la UNASAM.
ORCID: 0000-0002-7777-5010
A mis padres, Naty y Guillermo, chakanas;
a mi esposa, Clara, mi cómplice;
a mis hijos, Dorian y Mabel, illas.
A los pobladores de San Pedro de Huancarpata.
"… a su salvo adoraban al Rayo, en quien representaban y consideraban tres personas, conviene a saber: Llíviac, del Rayo; Ñámoc, la de su padre; Uchu Llíviac, la del hijo, de quien fingen estos indios llachuases tener su origen y procedencia".
Rodrigo Hernández Príncipe
Presentación
Un mundo plural, dinámico, en el que el ser humano se comunica con los múltiples seres que lo habitan: montañas, aves, cataratas, árboles, lagunas, porque todos están vivos y tienen lenguaje. Un mundo unimismado que se interrelaciona con respecto al espacio en el que estos seres se ubican o se mueven, y en el que el tiempo es un eje conector de las diferentes pachas, ámbitos donde acaecen la memoria y la experiencia del hombre andino.
En este universo hay seres de poder; son puntos de referencia alrededor de los cuales se tejen los modos de orientación de los hombres, por ejemplo, los códigos éticos, los mecanismos de intercambio y de reciprocidad, los diferentes modos de producción. Junto con la Pachamama, la madre tierra, dadora y nutricia, Mama Rayguana, estos seres de poder son los hirkas, los apus, que, como divinidades polimorfas y en un largo mecanismo de resistencia a no perder la memoria, la comunidad andina los ha ido transformando, adecuando e introduciendo allí, donde el lugar del poder de la representación imponía al poblador quechua otras figuras, sean estos santos, apóstoles o vírgenes.
El dios del rayo. De hirka Llamoq a san Pedro de Huancarpata es una espléndida contribución a los estudios sobre cómo el poblador andino vive y construye su realidad. A través de sus planteamientos, nos adentramos en los densos significados de las deidades tutelares de la zona de Áncash, los hirkas y su presencia viva, actuante, en los tiempos contemporáneos; presencia tan notoria en las festividades patronales. Su autor nos demuestra que el hirka no ha perdido su sentido originario, más bien lo ha sumado a las formas y a los significados que imponía la hagiografía cristiana.
Vidal Guerrero Támara, reconocido investigador ancashino, en este libro se interesa por la racionalidad quechua, examinando sus aspectos relevantes; aspectos que se evidencian, por ejemplo, en las narrativas míticas que como él mismo señala tienen como función organizar la vida de las comunidades, la cosmovisión, la racionalidad, las relacionalidades y la lógica de su diario acontecer
(p. 16).
En efecto, las múltiples funciones de los mitos y de las figuras que en ellos aparecen, como Catequil, Libiac Cancharco, entre tantas otras divinidades, permiten la pervivencia de una identidad en la que los dioses no son abstractos ni lejanos: están en el aquí y ahora, en el Kay Pacha, manifestándose en las illas, las pakarinas. Así, se demuestra su presencia (por ejemplo, en las danzas) porque, a diferencia de las divinidades del panteón cristiano, los dioses quechua saben danzar y, cuando lo hacen, como el renovador Huatyacuri del Manuscrito de Huarochirí, el mundo se mueve con ellos.
Este libro no solo es un estudio de las divinidades de la zona de Conchucos, sino que se concentra también en analizar las estrategias de pervivencia cultural del poblador andino como mecanismos de resistencia al proceso colonial de extirpación de idolatrías. Resultado de estas estrategias son los complejos fenómenos de transculturación que demuestran —y Vidal Guerrero incide en ellos— la continuidad y buena salud de las divinidades quechuas. Por ello, dice con propiedad el autor: La vigencia de las racionalidades andinas en pleno siglo xxi está presente en el hombre andino que ahora es un sujeto bicultural y que ha logrado insertarse en la vida moderna sin perder su capacidad de reproducir su cultura en contextos urbanos
(p. 33).
Un aspecto relevante de esta investigación es la convincente demostración que logra Vidal Guerrero sobre el poderoso dios del rayo, el hirka Llamoq, quien termina simbolizado ya no en san Santiago, asociado precisamente al rayo, al trueno, al relámpago, como ocurrió en otras regiones andinas, sino que en la zona de su estudio etnográfico, en San Pedro de Huancarpata, se transforma en san Pedro, entidad que articula al prehispánico Llamoq con el culto a la conocida figura del santoral cristiano.
Quiero destacar, entre los valiosos aportes de este libro al estudio de las divinidades prehispánicas ancashinas, y sus tránsitos coloniales y poscoloniales, uno en particular: su autor ha combinado el registro y el análisis minucioso de la bibliografía especializada con el también riguroso trabajo de campo. El resultado se instituye como un modelo para los estudiosos de la tradición oral andina y del testimonio quechua.
Manuel E. Larrú
Especialista en estudios andinos
Docente en la UNMSM
Prólogo
El libro El dios del rayo. De hirka Llamoq a san Pedro de Huancarpata, escrito por el estudioso Vidal Guerrero Támara, es producto de un esmerado trabajo de campo efectuado en la provincia de Huari (Áncash). En este lugar, de manera específica, comprobó la persistencia de una memoria sorprendente sobre las deidades montañas, que en la región son llamadas hirkas, espíritus tutelares cuyas historias revelan una cosmovisión tradicional a la que se enlazan ideas sobre el origen de los hombres y de sus respectivos pueblos, así como sobre la geografía sacralizada del entorno.
La labor realizada se relaciona directamente con observaciones y relatos que manifiestan una tradición, sostenida tanto por la oralidad como por la práctica social. Asimismo, hasta donde se advierte, estos recursos no constituyen expresión de conservadurismo y resistencia al cambio, sino una evidencia de la flexibilidad cultural. Esta permite que los pueblos sean capaces de procesar intuitiva y racionalmente las demandas objetivas de la realidad en cada tiempo, sin necesariamente renunciar a la propia identidad cultural. Por ello, el esfuerzo comprometido en este libro es una contribución a la revaloración de nuestro legado social ancestral.
Hoy, y en buena hora, ya no es posible sostener que los mitos sean producto de invención caprichosa y del vuelo llanamente imaginativo de la mente humana. Está claro que estos relatos responden a la necesidad de construir una imagen comprensible del mundo y de la sociedad, apelando al lenguaje simbólico, que tiene su propia racionalidad, una racionalidad que dentro de estructuras permanentes es capaz de subsumir situaciones nuevas que irrumpen a través del tiempo. De este modo, como lo advierte Mircea Eliade, los mitos de origen prolongan y completan la visión del cosmos con las contingencias que pudieron modificarla, enriquecerla y, eventualmente, empobrecerla.
Que las concepciones mitológicas no son estáticas se desprende de la búsqueda y cotejo acucioso efectuado por Vidal Guerrero, quien nos trae noticias sobre antiguas referencias, como la de Hernández Príncipe [1621], y sobre otros textos contemporáneos poco difundidos, entre los cuales destacan los de Márquez Zorrilla (1965), Huertas Asencios (1998), Sánchez Coello (2006), Macedo Salas (2010), Venturoli (2014). Esta labor posibilita articular fragmentos cambiantes de una misma memoria.
En el espacio de interés que estudia Vidal Guerrero, destaca justificadamente la Waka Llamoc, que actualmente es referida como el Jirka Llamoc, lugar que se considera habitado por un ancestro epónimo, abuelo deificado por la población originaria de Cajay, valle de Pushka-Huari, una potencia individualizada que posee su mito-historia particular. Considerado padre del rayo, y a veces el rayo mismo o alguna de sus personificaciones, se le vincula a algún tipo de acceso, sea al mundo subterráneo o al cielo, y, fundamentalmente, a la provisión de agua para el sostenimiento humano y de las actividades productivas básicas.
Llamoc, Llamog o Llamoq es, por consiguiente, un ancestro que desde tiempos primordiales se constituyó en animador y protector de su gente, así como en principal garante del ciclo productivo agropecuario. Esta deidad regional es, visiblemente, un modelo fundador o etiológico, conforme a la estructura de pensamiento en la cosmovisión andina.
Del corpus mitológico reunido, el autor desprende que en los campesinos se manifiesta una relación subterránea entre el hirka Llamoq y san Pedro, visible en sus coincidencias narrativas y parafernalia ritual. La imagen de san Pedro conservada en Huancarpata, que muchas veces habría sufrido intentos de ser sustraída por devotos de pueblos vecinos, se ha establecido como nexo entre los llakwash y los llactas, entre oriundos y advenedizos, fungiendo de intermediario al que se invoca para lograr los dones de la naturaleza y la vida saludable, tal como Llamoc, el cual extendió su prestigio en un amplio espacio regional que incluye a la localidad de Huari. San Pedro posee las llaves del cielo y Llamoq es el mediador tradicional entre mundos. Sobre esto, se nos adelanta la hipótesis de resemantización que soporta el desplazamiento, la sustitución, la superposición y, quizá, el encubrimiento de uno u otro personaje mitológico, fenómeno que este caso particular ilustra de manera convincente. Guerrero Támara dice ignorar las razones de una sustitución fallida de Llamoc por san Santiago, ya que en la hagiografía medieval del cristianismo este santo surca el cielo montado sobre un caballo y azotando a las nubes con su látigo, que los andinos identifican con el rayo. En su lugar, al parecer, operó la sustitución de Llamoq por san Pedro, que, en su rol de mediador, migró hasta el cactus wachuma (planta enteógena de propiedades alucinógenas) como un notable caso de hierofanía. La identificación del portero del cielo con el chamán o pongo (portero también en quechua), así como la planta maestra que abre el espíritu a otros mundos, justifica y explica a la vez por qué san Pedro, y no Santiago, trasmutó su identidad con Llamoq, el mediador tradicional.
Existen muchas razones para reconocer la originalidad y relevancia de este libro sobre la memoria y la cultura. Para empezar, se documenta la memoria social en un área regional de explícito interés, señalada como cuna de una muy antigua humanidad: los huari (wari), a quienes se les atribuye hallarse entre los primeros ocupantes del territorio andino. Por otra parte, subyace un enfoque construccionista que contempla la resignificación de elementos presentes en el imaginario colectivo; por lo que el autor del estudio ofrece, junto con un marco conceptual orientador, un recuento del proceso histórico de ruptura y recomposición ocurrido a partir del siglo xvi. Vidal Guerrero lleva adelante su examen de los archivos de la memoria a la luz de la dinámica cultural y los largos procesos de transculturación sobrevenidos con la invasión española. Por ello, encuentra ineludible tratar el impacto de las estrategias de evangelización, cuyas limitaciones motivaron continuas campañas de extirpación de idolatrías en el marco de los concilios limenses.
En segundo lugar, me parece apropiado destacar la cuestión metodológica, sorteada con buen resultado a partir de una aproximación etnográfica de base, cuyos materiales fueron sometidos a un análisis simbólico no ortodoxo, en cuanto combinación de criterios antropológicos con otros provenientes de las teorías de la comunicación que inspiran procedimientos de análisis intra, inter y extratextual de las narraciones míticas. Estamos, entonces, ante un desarrollo interesante y, a la vez, provocador, que debe alimentar su discusión más amplia situada en el terreno de las estructuras simbólicas andinas. Guerrero asume que la tradición oral es la depositaria de toda la historia cultural de una nación, siendo muy consciente de las reinterpretaciones acontecidas bajo el peso de relaciones interétnicas prehispánicas y de estrategias sincréticas implementadas en el proceso evangelizador desde la llegada de los españoles, esta vez con el fin de liquidar las creencias y prácticas religiosas de los nativos de América.
Finalmente, pero no menos importante, es la implicancia significativa de la lectura del libro con respecto a las argumentaciones que se esgrimen desde la teoría, al abordar la evolución de la memoria social, en cuanto al juego dialéctico entre recuerdo y olvido, con todas las oscilaciones de cualquier mirada del pasado que no descuide la realidad del presente y su cauce al futuro. De esta manera, el investigador también transforma la memoria social al formular un nuevo sentido del pasado con la pretensión de acercarlo a la verdad científica, que siempre será relativa.
Una mirada contemporánea del pasado conlleva la exigencia de contextualización y, en este sentido, el estudio que se presenta comprende también el marco situacional geoecológico e histórico correspondiente. En este, a juicio del autor, se fueron plasmando alteridades e isotopías en un todo armónico e interactivo donde las relaciones con los vivos y los muertos, los dioses y los hombres o los animales y los hombres se manifiestan en un espacio sacro y sobresaturado de símbolos
(p. 49). No obstante, queda claro que la tradición oral, constantemente renovada, afronta nuevos riesgos de aniquilación en un presente abarrotado de contradiscursos de orden específicamente religioso, aunque también ideológico en general.
La hermenéutica empleada nos conduce por sendas interpretativas racionales, más allá de un saber objetivo y transparente. El análisis cualitativo de los materiales textuales reunidos nos devuelve una imagen transhistórica comprensible de lo que signos y códigos permiten apreciar. No se trata de una llana transcripción de narraciones de arbitraria y libre asimilación, sino de textos que se imbrican en un modelo de entendimiento de la realidad universal construido por los hombres de los Andes, en los que destacan principios de equilibrio, complementariedad, relacionalidad y reciprocidad.
Los invito a leer un libro no solo atractivo para los intereses intelectuales, sino apasionante para cualquier persona interesada en conocer mejor nuestro pasado y tirar del hilo para ampliar horizontes de comprensión humana.
Rodolfo Sánchez Garrafa
Investigador y doctor en Ciencias Sociales
Exdirector de Investigaciones del Instituto Nacional
de Información de Desarrollo (Inide)
Introducción
La historia de las sociedades andinas empieza a ser escrita tras la invasión española en el siglo xvi por los famosos cronistas, quienes plasmaron en sus textos una síntesis de esa visión fabulosa renacentista y la alucinante narrativa del pasado andino que se les ofrecía de primera mano, narrada por los propios indígenas. Entonces, el antiguo universo autóctono sagrado se vio violentado en la letra, demonizado, proscrito, atomizado para imponer el cristianismo y mostrar una supuesta supremacía que se ejerció mediante una violencia inenarrable, donde aparece la figura del extirpador de idolatrías, encargado de la persecución implacable a la religión andina. No obstante, esta nunca claudicó. Retrocedió, cedió y se invisibilizó estratégicamente porque las prácticas religiosas andinas se gestaron desde una visión holística y panteísta. Las deidades andinas están en el agua, en el cerro, el aire, el fuego, el río, la laguna, los animales y los hombres. Hay una relacionalidad y complementariedad que no tiene el cristianismo, pero los indígenas iniciaron un sistemático proceso de adaptaciones y transformaciones que convirtieron al panteón andino en una suerte de santos con ponchos, cristos peregrinos por valles andinos, ánimas y diablos que exorcizaron a ese cristianismo agresivo