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El cojo Chúster —un juguete roto del fútbol— acaba de salir de la cárcel después de comerse un "marrón" de cinco años por no delatar a su jefe y amigo Francisco. Consciente de que le debe una, Francisco lo acoge nada más salir en su primer permiso y le propone un trabajito rápido y suculento para ese mismo fin de semana. Lo que debía ser un viaje tranquilo entre Madrid y Barcelona, acabará por convertirse en la noche más salvaje, donde Chúster jugará contra la muerte el derby de su vida. Una "crook story" deliciosa, un caramelo envenenado de Ledesma y Mañas, dos reconocidos cronistas de la calle que se han juntado aquí para firmar una extraordinaria novela negra.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento21 feb 2022
ISBN9788418584275
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    En el descuento - Jordi Ledesma

    Viernes

    Correr como un negro para vivir como un blanco.

    SAMUEL ETO’O

    CAPÍTULO UNO

    Salir del trullo

    Viernes, 4 de octubre, 17.14.

    1

    Era muy callado, bastante esquivo. Habrá quien diga que hasta huraño. Pero buena gente, la verdad. Aquí nunca fue de listo ni de nada. Siempre a lo suyo, y aunque nadie sabía bien por qué, los puretas lo respetaban. De modo que así empezó todo, al pasar esa puerta, el fin de semana en el que el Chúster obtuvo su primer permiso, al cabo de cuatro años de haberse comido el marrón por no delatar a Francisco.

    Cuando volvió, era una puta leyenda.

    No puedo decir que a ninguno de nosotros le extrañase que, conforme salía, hubiese un taxi esperando en la calzada con las luces de emergencia puestas, a un lado de la rotonda justo delante del centro penitenciario: era un Toyota híbrido de última generación. Y el Chúster, que acababa de dejar atrás el edificio que lo había tenido a la sombra durante las últimas cuatro primaveras, salió con su paso siempre renqueante por la cojera crónica. La novedad era tal que hasta cupo en su cabeza la idea de encorvar la espalda para acariciar el suelo con las yemas de los dedos y santiguarse después.

    El Chúster era irrepetible, único.

    El sol rebotaba en su calva cuando escuchó el claxon del taxi: este sonó al menos dos veces. Al verlo, se puso la mano en la frente a modo de visera, y esperó lo peor. Se frotó la calva, meditando si acudir o no. Se alisó el bigote con el índice y el pulgar de su mano diestra antes de echarse el petate a la espalda y caminar hacia el vehículo arrastrando la pierna mala.

    De inicio, se le torció el gesto al comprobar que se trataba de Francisco. Lo vio ahí, en el asiento de atrás, sentado como en un trono sobre una tapicería de cuero impropia de un taxi común, pero nada en Francisco fue corriente, nunca.

    Hubo un segundo de silencio antes de que el Chúster subiera al auto, durante el cual apartó la vista para fijarla en el conductor, al que no conocía, un tipo enjuto y muy moreno, de nariz chata y minúscula, de expresión antipática, que llevaba el cogote cubierto por una beisbolera, con la bandera de Honduras, de la que escapaban unas greñas grasientas de pelo fino que le cubrían la nuca. El menda tenía ojos saltones recorridos por decenas de vasos sanguíneos, y le devolvió la mirada expectante. Tras aspirar con fuerza por una de las fosas de la nariz y tragar saliva, habló con voz narigona dejando ver la piñata ennegrecida.

    —Mis bendiciones, señor. Don Francisco cuenta maravillas de usted. ¿Quiere que abra el maletero, y deja la bolsa atrás?

    —¿Quién es este tío, Francisco?

    —Es Wilson, trabaja para mí. Venga, Chúster, mete eso aquí mismo y sube, no sea que estos hijos de puta se arrepientan y te devuelvan pa dentro. ¿Te imaginas, tío, que sale un picoleto y te vuelve a entalegar? Ja, ja. —El Cisco se rio a boca abierta. Una carraspera de fumador amplificó sus adentros poniendo al descubierto, más si cabe, toda la lobreguez de su entraña—. Dale, Wilson, vamos al Topless —dijo.

    —¿Entro por Castellana, don Francisco?

    —Eso es. Por el Norte. Y que Madrid reciba a este hombre como merece, ¡coño! —respondió eufórico el patrón. Y a continuación palmeó la entrepierna tiesa de Chúster—. Esa zurda, coño. ¿Qué me dices, rey? La primera vez que ves la calle después de años. Estarás contento. Este abogado es bueno, ya te dije. El otro era un cepo, hostias. Este me está saliendo por un pico…, sus muertos… Pero es bueno de cojones. Al hijo del jefe de los moldavos lo libró de haberse cargado a dos tíos en un restaurante, en Getafe, tronco, abarrotao el local. Cuatro tiros, pim-pam, pim-pam, delante de toda la basca. Y va este tío, y absuelto… ¿Qué pasa, socio?, ¿te molesta que haya venido a buscarte?

    —Ya hablamos el otro día, Cisco —dijo el Chúster, que seguía a la defensiva.

    —Bah, en el locutorio no hablamos una mierda, Chúster. Está lleno de micros y de putos espías con la oreja puesta que ni comunican ni na: están ahí pa saber lo que dices y qué tramas. Igual tú te has mamao un huevo de talego de esta. Pero yo sé bien lo que hay. El otro día no te dije nada, y de lo que dije, ni puto caso. ¿Cómo coño te iba a meter yo a currar en la fábrica de chapas, tronco? Que sigo siendo tu hermano el Cisco, coño. ¿El Chúster en un tajo vulgar?, ¿con esa zurda?, ¿con esos cates que mete? No. El Chúster conmigo en punta, de nueve. Te he buscado un currito bueno, de los que a ti te van. Algo muy fácil. Mejor que fácil, chupao.

    El Chúster ya se olía por dónde iban los tiros.

    —Paso, Cisco —murmuró con calma—. Yo paso de líos. En serio. El domingo tengo que volver a las ocho sí o sí. Y quiero estar tranquilo. Echar un polvo. Ver a mi hijo Martín. Y poco más, de verdad.

    —Un polvo, dice. Ya verás las pibitas que te esperan en el Topless. Como en los viejos tiempos.

    —Cisco, a las putas me las elijo yo…

    Francisco resopló al ver que Chúster giraba la cara. Al rato, también él apartó la vista y se produjo un mutismo incómodo durante el que ambos miraron el transcurrir del paisaje en el entorno de Meco. Atrás quedaban los barracones del centro penitenciario y Chúster volvió la cabeza unos segundos hasta que el horizonte y el relieve terrestre los hicieron invisibles. Luego se acomodó en el asiento, ya con la vista al frente.

    Su gestualidad corporal hizo chirriar el cuero del vehículo al frotar su chaqueta tejana con la tapicería del taxi, cuyo motor, al ir tomando velocidad, entró en modo gasolina y pasó a hacer ruido. En ese meneo melancólico, el Chúster se fijó en que sobre la bandeja trasera había un chaleco de cazador: la austríaca desfasada que llevaba Francisco cuando tenía frío, la misma de hacía cuatro años, y puede que hasta treinta, quizá ya la llevara aquella tarde de abril del año noventa y uno, en Sarrià…

    Pero todo eso quedaba ya muy lejos. Demasiado lejos.

    2

    El Chúster observó de reojo la facha de Cisco, que siempre que iba al Topless vestía traje —el de ese día, negro, amplio, caro—, y pensó que no le acababa de sentar bien. La camisa a rayas pretendía con dificultades minimizar la panza endurecida, abultada. El traje era de seda; los mocasines castellanos, marrones. Se había echado casi tanto perfume como gomina, y eso hizo que Chúster arrugara la nariz. Él, desde luego, nunca había usado perfume. Él iba limpio, no perfumado. «Hueles a puta», pensó.

    Francisco sintió la tensión de ser observado y también hizo un repaso juicioso por la anatomía de Chúster, del que, a pesar de la ausencia de pelo en la cabeza y de la pinta de drogodependiente que le daba el jersey gris de cuello de pato, la chaqueta vaquera, los pantalones también vaqueros aunque de tonalidad distinta, le pareció que tenía buen aspecto, que estaba en forma. Se fijó en las zapatillas, blancas, sin marca, y supo que venían del economato. Estaba claro que el Chúster no tenía un duro y que lo de la herencia de su vieja y toda esa mierda que le había contado dos semanas atrás, en el locutorio de Alcalá Meco, era mentira, una patraña con la que fingir que no necesitaba depender de él.

    —La próxima vez que salgas, que habrá más, te compramos un traje, coño.

    —Cisco, te he dicho que estoy bien.

    —Es llevar un coche, y ya. Sin movidas. Sin líos raros.

    —Que no.

    —¿Cómo que no?

    Francisco alzó la voz y golpeó el cabezal del asiento delantero. Wilson ni se inmutó: puso la vista en el retrovisor. Observó a ambos hombres, primero al uno, luego al otro, y siguió manejando, ajeno a lo que pasaba detrás.

    —No me jodas, Chúster. No me jodas, ¿me oyes? Coño ya, con lo que me he gastado en ti. Que sé que la trena es dura, tío. Pero yo he estado ahí cuidando de lo tuyo, ¿me entiendes? Porque al hijo ese que quieres ver, al Martín, lo he estado manteniendo yo. Y a la puta de su madre, también. No, no me mires así, socio, que será la madre de tu hijo y todo lo que quieras, pero Lurdes es una zorra de cuidado, y lo sabes. El chaval, en cambio, es buena gente. Y si sé que es buena gente es porque me he ocupado de él, coño, como si fuera hijo mío…, y eso también lo sabes. Así que no me jodas, rey, que en cuatro años no les ha faltado de nada. Y por eso mismo vas a hacer lo que te pido, ¿estamos? Por cierto, que mañana por la tarde tu Martín va convocado con el primer equipo, y lo he arreglado para que estés de vuelta a esa hora. El partido es a las siete y media. Tengo mano en el club. Si yo lo digo, sale titular. Y ahora alegra esa cara, joder. Con dieciséis años está jugando en Preferente. Y en serio te digo que es más bueno que tú a su edad.

    —Yo jugué en Primera.

    —Tú jugaste en Primera diez minutos.

    —Once.

    —Es un decir, hombre. Once, lo sé. Pero este chaval, Chúster, tu chaval, puede jugar en Primera cada día. Tienes que ver al Martín. Los vídeos que te he enviado al talego no son nada. Tienes que verlo en vivo, cómo se mueve. Siempre tuve dudas de que fuera hijo tuyo, pero, amigo, cuando corre es calcado a ti. Y ahora te necesita más que nunca. Con lo de su madre…

    Francisco había puesto el dedo en la llaga.

    —¿Qué le pasa a Lurdes? —dijo Chúster.

    —¿Que qué le pasa? Que lleva un año comiendo rabo negro, la muy hija de puta, y yo sin saberlo. Y a la vez trincando

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