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El manuscrito perdido de El principito
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El manuscrito perdido de El principito
Libro electrónico306 páginas4 horas

El manuscrito perdido de El principito

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LO ESENCIAL ES INVISIBLE A LOS OJOS.

LOS MOTIVOS DE UN ASESINO, A VECES TAMBIÉN

 

Argentina, 1930. Doce años antes de escribir El principito, Antoine de Saint-Exupéry trabaja en la Patagonia como piloto de avión. Aprovecha cualquier momento libre en un hotel, aeródromo o incluso el aire para llenar con letra apretada su pequeña libreta.

 

Barcelona, 2023. Santiago Sotomayor, un investigador privado al borde de la quiebra, es contratado por una de las empresarias más importantes del país. Su hija Ariadna se marchó a la Patagonia argentina para estudiar un manuscrito inédito de Antoine de Saint-Exupéry. Iba a ser un viaje de tres meses, pero lleva allí casi un año. Su madre sospecha que la ha captado una secta. Sin embargo, cuando Sotomayor viaja a la Patagonia descubre que Ariadna tiene problemas mucho más graves.

 

UN MANUSCRITO QUE VALE MILLONES

UN HOMBRE TORTURADO Y ASESINADO

UNA CARRERA POR MEDIO MUNDO EN BUSCA DE LA VERDAD

 

Súmate a las decenas de miles de lectores que disfrutan de los thrillers de Cristian Perfumo.

 

«Cristian Perfumo nos trae la magia de la Patagonia envuelta en el misterio de unas sólidas y ágiles novelas policiacas que no dejan indiferente. Toda una revelación» - Jordi Sierra i Fabra

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento25 ene 2024
ISBN9798223476559
Autor

Cristian Perfumo

Cristian Perfumo lives in Spain and writes thrillers set in Patagonia, where he grew up. His first novel, The Sunken Secret, was inspired by a true story and has sold thousands of copies around the world. A successful self-published author, he has an established Kindle Direct Publishing following in Spanish-speaking countries. The Arrow Collector is his second novel published in English. Its original, Spanish version won the 2017 Amazon Annual Literary Award for Independent Spanish-Language Authors. Learn more about his work at www.cristianperfumo.com/en.

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    El manuscrito perdido de El principito - Cristian Perfumo

    EL MANUSCRITO PERDIDO DE EL PRINCIPITO

    CRISTIAN PERFUMO

    A Federico Axat

    PRÓLOGO

    Igual que un anciano centenario, el hotel Touring no solo ha visto morir a sus mayores, sino también a jóvenes llenos de vida. A su lado han cerrado, abierto y vuelto a cerrar zapaterías, librerías, quioscos, bares y tiendas de todo tipo y color. No hay comercio tan viejo como él en toda la ciudad de Trelew. Quizá en toda la Patagonia.

    La fachada agrietada también da fe del paso del tiempo. Y en sus entrañas hay recuerdos en forma de fotografías y libros de registro que abarcan más de un siglo. Si abriéramos el que corresponde a 1930, encontraríamos que, durante tres noches de agosto, el huésped de la habitación 104 se llamaba Antoine y era francés. En la columna dedicada a la profesión, figuraría «piloto de avión». Y, si pudiéramos viajar en el tiempo hacia ese crudo invierno e ingeniárnoslas para que Antoine nos permitiese sentarnos a su mesa, él dejaría a un lado la libreta en la que escribe frenéticamente y se entregaría a la conversación como si nos conociera de toda la vida.

    Nos contaría que lleva un año viviendo en Argentina y que trabaja para la Compañía General Aeropostal, un servicio de correo por avión de capitales franceses que opera en todo el mundo. Nos explicaría además que tiene a cargo la ruta de la Patagonia. Tres veces por semana se sube a su avión Laté 25 y recorre los dos mil cuatrocientos kilómetros que hay entre Buenos Aires y Río Gallegos, haciendo en total siete paradas.

    Trelew es una de ellas. Debía durar dos horas, pero se ha extendido a varios días. Al avión se le ha roto uno de los tensores del ala izquierda y no podrán repararlo hasta que llegue el repuesto de Buenos Aires.

    Si fuéramos una mujer, no nos costaría que el francés nos invitara a subir a su habitación. Nos sorprenderíamos al ver junto a la cama dos grandes bolsas de lona que desprenden un fuerte olor a combustible. Sin que se lo pidiéramos, nos explicaría que la correspondencia es sagrada.

    Y si después de hacer el amor, mientras miramos al techo, le preguntáramos cómo se imagina su vida dentro de quince años, quién sabe qué nos diría. Siendo un gran piloto, quizá. Casado, quizá. Con hijos, quizá.

    Imagine lo que imagine, ese hombre es incapaz de visualizar lo que realmente pasará. Ignora que habrá otra guerra mundial y que morirá al servicio de su país. Ignora que su nombre será conocido en todo el planeta. Ignora que, apenas unos meses antes de que su avión sea derribado por los nazis frente a Marsella, publicará un libro para niños que se transformará en el más vendido y traducido del siglo XX.

    Durante esta noche fría en el hotel Touring, Antoine de Saint-Exupéry es un hombre más. Todavía faltan trece años para que publique El principito. Y catorce para que muera sin ver su éxito.

    1

    Tras dejar atrás las Torres Venecianas y la Fuente Mágica, encaré el último tramo de escaleras que subían la montaña de Montjuic. Al llegar a las gradas de cemento al pie del palacio que alberga el Museo Nacional de Arte de Cataluña, elegí sentarme lo más lejos posible de la mujer a la que llevaba una semana siguiendo. Me ubiqué entre una pareja de jubilados nórdicos y unas chicas asiáticas que se protegían del sol con sombreros anchos. Por algún motivo, aquella mañana no había ningún artista tocando música frente al museo ni vendedores ofreciendo cerveza-beer-agua-cocacola.

    Desde que había llegado a Barcelona, hacía más de veinte años, las vistas desde las escalinatas del museo eran mis favoritas de toda la ciudad. Y aunque ese día no estaba allí para admirar el paisaje, me permití despegar la mirada de mi objetivo durante unos segundos. Los edificios a nuestros pies se percibían nítidos a pesar de la distancia.

    Cuando volví a centrarme en la mujer, se había sentado en las gradas y soltaba el humo de un cigarrillo con displicencia. Aunque yo llevara siete días estudiando cada uno de sus movimientos, seguía sin poder creer que tuviera casi diez años más que yo. A base de ir al gimnasio tres veces por semana, su físico parecía detenido en los treinta a pesar de que su edad real era cincuenta y uno. Se llamaba Rebeca Lafont y todo lo que tenía de elegante lo tenía de poderosa.

    Según información pública, era dueña de la cadena de discotecas más grande de España. Según mis contactos en la policía, se sospechaba que estaba relacionaba con varias de las bandas de tráfico de drogas más importantes de Europa.

    Por la forma en que miraba la ciudad, la imaginé intentando resolver un dilema. A mí también me gustaban los sitios así para pensar. Y, últimamente, vaya si necesitaba pensar.

    Después de pasar media hora casi inmóvil, Rebeca Lafont se puso de pie. En vez de bajar hacia la plaza de España por donde había venido, caminó por un lateral del museo hasta unas escaleras maltrechas que descendían por la ladera de Montjuic atravesando una arboleda que con cada peldaño se volvía más sucia y descuidada. Me encontré siguiéndola por un campo minado de latas vacías, excrementos de perro y bolsitas pequeñas que habían contenido pastillas o cocaína. Barcelona es así. Puede ir de lo mejor a lo peor en ciento cincuenta metros.

    Fui tras ella con cautela. Tras dejar atrás una pequeña fuente que no había visto el agua desde las Olimpiadas del 92, se metió por un camino que se cerraba bajo laureles y madroños sin mantenimiento que proporcionaban refugio a pájaros, erizos y turistas apremiados por necesidades fisiológicas.

    Se detuvo a mirar algo en el teléfono. Con la cabeza inclinada, el vestido sin espalda reveló una piel por la que era muy difícil no volverse loco.

    Estábamos justo a mitad de camino entre la zona turística y el barrio obrero, en un verdadero punto ciego de la ciudad. Lo que pasara entre esos matorrales solo lo verían los pájaros. Y lo que los pájaros vieron aquel día fue el brazo de una persona cerrándose sobre el cuello de otra hasta impedirle respirar.

    Mi cuello.

    Pataleé, me retorcí e intenté morder cuanta carne de mi atacante se me puso al alcance. Sin embargo, pronto se sumó un segundo hombre que me agarró por los tobillos con la fuerza de un gorila. Entre los dos me bajaron por las escaleras en ruinas sin que yo pudiera apenas resistirme. Ni siquiera se habían molestado en encapucharse.

    Un minuto más tarde me habían metido en la parte de atrás de una furgoneta de alquiler. Me ataron de pies y manos sin pronunciar palabra. Después, uno me sostuvo con fuerza las pantorrillas mientras el otro me quitaba un zapato.

    —¿Qué hacen? —pregunté por enésima vez.

    Sus rostros permanecieron impasibles. Tendrían entre cuarenta y cincuenta años. Los tatuajes mal hechos y los agujeros en la dentadura hacían que fuera difícil estimarles la edad con más precisión.

    El más corpulento me mostró unas tijeras de podar oxidadas.

    —¿Para quién trabajas? —preguntó.

    Me mantuve en silencio.

    La herramienta se cerró con un chirrido desagradable a un palmo de mis ojos. Era vieja, muy vieja, y lo que un día había sido el filo ahora era un borde romo carcomido por el óxido.

    —¿Alguna vez has intentado cortar carne con un cuchillo desafilado? Queda destrozada.

    No supe si esperaba que respondiera, así que preferí callar.

    —¿Para quién trabajas? —insistió.

    Me tomé un segundo para decidir qué hacer. Sentí el metal frío en el dedo pequeño del pie. Si no hablaba, saldría de la furgoneta cojo para siempre. Pero, si lo hacía, el resultado podría ser mucho peor.

    —Te lo voy a preguntar solo una vez más.

    —No lo sé… —dije—. El encargo me llegó a través de un intermediario.

    Las tijeras se cerraron con un nuevo ruido metálico. Apreté los dientes, pero el dolor no llegó. Al bajar la vista, vi que mi captor las había retirado apenas unos centímetros antes de cerrarlas.

    A mi espalda, la puerta trasera se abrió y la furgoneta se bamboleó con el peso de un nuevo ocupante. El más delgado de los dos me agarró de los hombros y me giró para que pudiera ver quién acababa de entrar.

    De un par de zapatos Gucci con estampado de piel de reptil nacían, fuertes como dos robles, las piernas de Rebeca Lafont.

    La mujer me agarró del pelo y me obligó a mirarla a los ojos.

    —A partir de ahora —anunció—, con cada respuesta que no me guste, Fernando te arranca un dedo del pie. Y cuando se te acaben, seguimos con las manos. Así que tú decides con cuántos muñones sales de aquí.

    Tragué saliva y asentí con fuerza. Hacía una semana, los cien euros por día más gastos que había pactado con el cliente me habían parecido una pequeña fortuna. Ahora se me antojaban una miseria.

    —Me llamo Santiago Sotomayor. Soy investigador privado.

    —Eso ya lo sé. ¿Quién te contrató para que me siguieras?

    —Mateo Vélez.

    —¿Mi novio? —preguntó Lafont, con los ojos muy abiertos.

    Los secuestradores intercambiaron una mirada de desconcierto. Ante un gesto de la mujer, el tal Fernando cerró un poco las tijeras hasta rasgar la piel del dedo.

    —No, por favor. Es la verdad.

    —¿Puedes probarlo?

    —Tengo una cámara instalada en mi despacho.

    Rebeca Lafont me miró con el ceño fruncido y la boca estirada en una sonrisa.

    —¿En serio? ¿Mi novio? —volvió a decir, esta vez con más incredulidad aún.

    —Pasa mucho, señora Lafont. El ochenta por ciento de mis clientes son personas que desconfían de sus parejas.

    Ella asintió. La sonrisa, lejos de desaparecer, se hizo más grande. Después rio a carcajadas.

    —No tengo por qué mentirle —insistí.

    —Y yo que pensaba que era algo serio.

    Tras negar un par de veces con la cabeza, Lafont se bajó del vehículo.

    —¿Qué hacemos con él, jefa?

    —Lo que corresponde —respondió, y cerró la puerta.

    El de las tijeras se encogió de hombros y se llevó una mano detrás de la espalda.

    —Lo siento mucho, amigo —dijo con fingido pesar.

    —No, por favor. Yo no…

    No tuve tiempo de terminar la frase. La mano de mi captor ya había vuelto a ser visible y ahora empuñaba una pequeña cartera de cuero.

    —Perdone por los modales, señor Sotomayor —dijo, pasándose al usted y ofreciéndome un billete de doscientos euros—. Esperamos que esto sea suficiente para comprarse ropa nueva. La que lleva puesta ha quedado arruinada.

    Acepté el billete. Las despensas de las dos casas que tengo a cargo se beneficiarían del dinero mucho más que mi ropero.

    —A cambio, le pedimos que no hable de este malentendido con nadie. Y, por favor, deje de trabajar para el señor Vélez de inmediato.

    Sin que nadie dijese una palabra más, me calcé, salí de la furgoneta y me alejé corriendo por las calles de Poble Sec como nunca había corrido en mis trece años de carrera.

    2

    Dicen que si un plan no funciona en papel es imposible que funcione en la vida real. Mi papel era una hoja de Excel, y mi plan, lo que tenía que ganar durante el próximo mes para pagar lo que le debía a Marcela, la cuidadora de mamá.

    Tomé un mate mientras revisaba los números por enésima vez. Se habían vuelto más rojos todavía desde hacía dos días, cuando el incidente con Rebeca Lafont me había hecho perder a mi único cliente rentable.

    Solo podía hacer frente a los gastos que se me venían si prescindía de la pequeña pocilga en la que vivía de alquiler en la rambla del Raval que usaba como casa y oficina. Pero sin un lugar donde atender a los escasos clientes que llegaban, sería el fin. Un granjero que se come la última vaca porque le da poca leche.

    De fondo, Soda Stereo cantaba «tarda en llegar, y al final hay recompensa». Quedaba bonito para una canción, pero cuando se lleva veinte años remando en dulce de leche es difícil no perder la esperanza.

    Sonó el timbre. En el interfono, una voz de mujer preguntó por el detective Santiago Sotomayor. No soy detective, sino investigador. Hay diferencias importantes a nivel legal y de titulación, pero si mis clientes quieren llamarme así, no voy a ser yo quien los corrija.

    Con movimientos mecánicos, escondí el mate y el termo en un cajón del escritorio y cambié a Soda Stereo por Joan Manuel Serrat. En el primer encuentro con un cliente intentaba no mostrar mi lado argentino. La gente desconfía de lo que no conoce.

    Abrí la puerta y maldije por no haber mirado antes por la mirilla. Apoyada en el umbral, con un vestido gris de ejecutiva ceñido al cuerpo, Rebeca Lafont me sonrió. En un acto reflejo, los ojos se me fueron por encima de su hombro.

    —No se preocupe, que vengo sola. Buenos días para usted también.

    Interpretó mi silencio como una invitación a entrar y sentarse en la silla frente a mi escritorio. Miró la hora en un reloj que valía más que todos los muebles de la oficina. Reparé en una vieja cicatriz en el mentón que no había notado hasta ahora. El maquillaje la disimulaba casi por completo.

    —Una vez más, permítame disculparme por lo del otro día, señor Sotomayor.

    —No habrá traído las tijeras de podar.

    La mujer se rio y sacó de su bolso una cigarrera de plata.

    —¿Le importa si fumo?

    —Preferiría que no lo hiciera, pero, si lo necesita, adelante.

    Lafont encendió un cigarrillo. No se podría decir que me tiró el humo a la cara, pero tampoco que apuntó para otro lado.

    —Quiero contratar sus servicios.

    Levanté la vista. Eso sí que no me lo esperaba.

    —Últimamente estoy con mucho trabajo.

    —Se nota. Por eso lo encuentro en su oficina un martes a las once de la mañana.

    Le sostuve la mirada. Necesitaba dinero, pero más aún necesitaba seguir viviendo. Y algo me decía que para eso era mejor tenerla lejos.

    —Al menos escúcheme antes de darme una respuesta.

    —Muy bien. Cuénteme.

    En parte me daba miedo llevarle la contraria y en parte no tenía nada mejor que hacer en todo el día que seguir lamentándome frente a mis finanzas.

    —Usted es argentino, ¿verdad?

    —Sí.

    —Pues habla como si fuera español.

    —Porque también soy español.

    —Para este trabajo, necesito a un argentino.

    Abrí el cajón del escritorio y saqué el termo. Cebé un mate y me lo tomé mirándola a los ojos.

    —Decime qué necesitás y vemos si puedo ayudarte —le dije con perfecta entonación porteña.

    Seguía sin intención de trabajar para ella, pero no pude resistirme a ver su reacción ante mi cambio de acento. En general, la gente se mostraba sorprendida y me preguntaba si en realidad yo era argentino o español, negándose a la posibilidad de que fuera ambas cosas. Estamos acostumbrados a que un objeto puede ir en una caja o en otra, pero nunca en dos a la vez.

    Ella, en cambio, apenas hizo una mueca de reconocimiento.

    En un teléfono de última generación me mostró la foto de una mujer joven posando frente a unas montañas grises y afiladas. Por encima de la bufanda asomaba una sonrisa preciosa. Las enormes formaciones de granito que emergían detrás de ella parecían la boca de un tiburón gigante.

    —Es mi hija. Se llama Ariadna. Esta foto es en la cordillera de los Andes, en la Patagonia argentina.

    Observé más de cerca la imagen. La sonrisa y la forma de los ojos eran idénticas a las de su madre. Sin embargo, Ariadna no había heredado la piel color oliva ni los ojos negros, y por lo tanto tampoco la etiqueta de morenaza mediterránea.

    La hija de Rebeca Lafont tenía una belleza de más al norte. Quizá celta. Quizá nórdica.

    El pelo no era lacio como el de su madre, sino que caía con ondulaciones suaves y bien definidas. Tenía un tono rojizo que me recordaba a la olla de cobre que mi abuelo usaba para hacer garrapiñadas.

    Hice zoom sobre la cara. Una sutil franja de pecas le cruzaba la nariz y los pómulos, subrayando los intensos ojos azules. Pero no el azul frío del hielo o del acero, sino el de un mar cálido en el cual era imposible no querer zambullirse.

    La fotografía me dio dos certezas. La primera era que, a pesar de las diferencias físicas, Ariadna Lafont había heredado la belleza magnética de su madre. Y la segunda, que rondaba los treinta y cinco años, por lo tanto Rebeca la había tenido cuando era adolescente.

    —Ariadna está terminando su doctorado en Historia en la Universidad Autónoma de Barcelona. Viajó a la Patagonia para acabar su tesis sobre Antoine de Saint-Exupéry.

    —¿El autor de El principito?

    —Ese mismo. Siempre ha estado obsesionada con él. Desde pequeña, Saint-Exupéry es su mundo. Y resulta que el hombre vivió un tiempo en Argentina.

    —No lo sabía.

    —Yo tampoco.

    —¿Le ha pasado algo a su hija?

    La mujer volvió a mirar la foto en el teléfono.

    —Es lo que quiero que descubra. Se fue para tres meses, pero lleva allí casi un año.

    —¿Tienen contacto?

    —Sí, me llama todas las semanas.

    —No sé si entiendo.

    —Necesito que averigüe lo que Ariadna no me cuenta. Pasa algo. Lo sé porque soy su madre.

    —¿Cree que está en peligro?

    —Podría estarlo.

    La mujer le dio una larga calada al cigarrillo.

    —Creo que se ha metido en una secta. A los dos meses de llegar a Argentina, dejó el hotel donde se hospedaba y se fue a vivir con un hombre.

    —Hay amores que van muy rápido —sugerí.

    Me arrebató el teléfono con un gesto reprobatorio y me mostró otra foto en la que su hija posaba junto a un hombre mayor, también de ojos azules, al que ya casi no le quedaba pelo en la cabeza.

    —Se llama Cipriano Lloyd y tiene setenta y cinco años. Casi podría ser su abuelo. Y lo que más me preocupa es que viven juntos en un campo alejado de todo.

    Yo, como la mayoría de los porteños, desconocía por completo la zona. Casi todo lo que sabía sobre la Patagonia era por unas novelas de misterio a las que me había aficionado hacía poco. Al parecer, en esos campos había casas cuyo vecino más próximo podía estar a quince o veinte kilómetros.

    —Me gustaría contratarlo para que viaje allí y se entere de por qué mi hija está viviendo con un viejo en medio de la nada. El pueblo más cercano se llama Gaiman, y aunque no tengo la dirección exacta de Lloyd, no creo que le cueste averiguarla.

    —Señora Lafont, ¿por qué quiere contratarme justamente a mí? Después de todo, no hice un gran trabajo para su novio.

    —Cualquiera hubiera confesado en esa situación, Sotomayor. Y si lo descubrí siguiéndome fue por una enorme casualidad.

    —¿Cuál, si se puede saber?

    —Una de mis empleadas desayuna en la misma cafetería que usted.

    Fingí hacer memoria, pero sabía perfectamente de quién me hablaba.

    —¿Una rubia, muy alta, con un cuerpo despampanante?

    —Correcto. Se

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