5 Jotas
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Esta vez, al Charli le va a costar convencer al Banderines, ya que se trata de robar jamones. Pero, tras confirmar que el botín no es nada desdeñable, accede.
Para el atraco necesitarán un amplio elenco de expertos del crimen, así que mientras el Banderines planifica el golpe, el Charli irá pergeñando una banda de lo más pintoresca.
Un golpe no es fácil de planear y el resultado puede ser imprevisible, pero un atraco así solo podía concebirlo Paco Gómez Escribano, un autor que conoce mejor que nadie los barrios periféricos y las personas más denostadas por la sociedad.
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Cuando gritan los muertos Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificaciones
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5 Jotas - Paco Gómez Escribano
1
—¡Dame otra birra, Félix!
—Marchando, Charli.
El Félix regenta el bar desde hace más años de los que puede recordar. Lo montó con el dinero de un atraco. Atracó un banco con sus colegas y le salió bien. Lo decoró de una forma muy transgresora para aquellos tiempos: paredes y barra de maderas sustraídas de un almacén, fotos de grupos de rock y guitarras eléctricas que colgaban de las paredes, todo un museo dedicado a Fender, Gibson e Ibanez. El garito llevaba abierto más de treinta años y estructuralmente era idéntico al bar del principio. Pero el paso de los años había dejado su huella tanto en las paredes y elementos decorativos como en la cara del Félix, que había pasado de lucir melena heavy metal a no tener ni un pelo en la cabeza, algo que intentaba paliar con una barba de esas que no sabes si es hípster o yihadista, que bromas ya tenía que aguantar el barman por parte de los parroquianos, en su mayoría exyonquis que cambiaron la aguja por la botella. Siguen con sus tendencias suicidas, pero es un suicidio más lento, más llevadero, aunque seguramente el Estado habría preferido que la palmaran de un mal pico, mucho más rápido que una hepatitis alimentada de birra y copas a lo largo de décadas. Se habrían ahorrado un buen puñado de pensiones y mucho dinero en pruebas médicas y medicinas.
Parece como si en el bar hubieran puesto una bomba y el Félix se hubiera limitado a barrer y pasar el plumero. La decoración sigue siendo llamativa a pesar del paso del tiempo, pero, con todo, lo más pintoresco es otra cosa. Hace ya mucho tiempo, demasiado tiempo, un mal pico de caballo se llevó por delante a un colega del Félix, uno de los que lo acompañaron en el robo al banco. Tras el entierro, el Félix hizo que le confeccionaran una cinta de cuero negro de medio metro de larga con el nombre y los apellidos de su colega en letras doradas. Cuando la tuvo, la colgó en la pared, detrás de la barra, ocupando un lugar preferente dentro de toda la parafernalia rocanrolera. La gente en el barrio la fue palmando, bien de malos bucos, en tiroteos, de una mala puñalada, de sida, de cirrosis; en fin, de esas muertes que no pasan en otros sitios pero sí en el barrio. Los colegas de los muertos copiaron la idea del Félix, es decir, que por cada fiambre imprimían una cinta y se la llevaban al bar. Así que, aparte de las de los colegas muertos de uno de los bármanes más antiguos del barrio, allí se colgaban cintas de toda la gente que la había ido palmando por unas cosas o por otras. En la última auditoría realizada salieron ciento cincuenta y tres cintas, lo cual significaba que el censo del barrio había adelgazado un poco en las últimas décadas, y eso que allí no estaban todos los fiambres, ni mucho menos.
Pero no perdamos de vista al Charli, el tipo que acaba de pedir la enésima birra. Un hombre nacido en el barrio, casado, con críos y feliz o infelizmente divorciado, según se mire. Exyonqui, expolitoxicómano, afiliado a la botella, amigo de sus pocos amigos, buena gente, pero con un cerebro de mosquito, ha alternado sus años de existencia entre el barrio y algunas cárceles de la geografía española. Sin oficio conocido, desde bien joven le entró la vocación de apropiarse de bienes ajenos, de ahí su condición de expresidiario.
El Charli mira su tercio de cerveza Mahou como si fuera un hermano al que hay que cuidar para que no se junte con malas compañías. Lo hace con ojos ovejunos, con sus cuatro pelos sudados y alborotados y la moral por los suelos. Que su exmujer entre por la puerta como si fuera una locomotora del Ave hace que abra los ojos de par en par, como si estuviera viendo una aparición. El tercio cae al suelo desde lo alto de la mesa, pero curiosamente no se rompe, para alivio del Félix.
—¡Tú, desgraciao! ¡Es la última vez que te lo digo! ¡Como sigas sin pagarme vas a parar al juzgao, y luego a la cárcel, que pa estar aquí siempre sentao yo no sé pa qué te sueltan!
—Oye, tía, podríamos hablar esto en otro sitio, a solas, y no aquí delante de tol mundo.
El Félix, que con ese instinto que te da el oficio de camarero intuye tormenta, aprieta las cejas contra los párpados superiores.
—¡Eh, aquí movidas no! —dice.
Los borrachos habituales dejan sus tertulias y fijan sus ojos en la discusión. Algo así los saca de la dinámica diaria y lo mismo hasta ven una pelea, que siempre entretiene y evade de la rutina.
—¡Aquí no va a haber ninguna movida! —grita la exmujer del Charli—. ¡Aquí lo único que hay es un puto ultimátum! Y no me vengas con remilgos —dice mirando al Charli—, porque tol barrio sabe que has sío un mal marido y un mal padre. ¡Vergüenza te tenía que dar, que estoy yo criando a tus hijos y pagando la hipoteca! ¡Ay, ay, ay…! ¡Que me vas a matar a disgustos! —apostilla llorando, algo que al Charli todavía le toca el corazón.
—Pero tía, joder, no llores —dice el Charli—. Yo te juro por mis muertos que en cuanto pueda…
A pesar de los llantos, su exmujer da la impresión de haberse enfrentado a todos los problemas de la vida y haber salido airosa de todos ellos.
—¡Ay, ay, ay…! ¡De pena me voy a morir! —Se seca las lágrimas y se suena la nariz con un trozo de papel de cocina que le ha dado el Félix con tal de que la escena acabe cuanto antes—. Ahora —dice con entereza—, antes de palmarla, tú vas pal trullo, ¿me oyes? Pa Triana que vas, ¡por mis muertos!
Después se marcha dejando a su exmarido con un palmo de narices. Los borrachos, una vez concluido el espectáculo, miran unos segundos a su compañero de birras para ver si reacciona. Y reacciona echándoles vistazos fugaces, como si fuera un tigre mirando un antílope.
—Una palabra, solo una puta palabra —dice—, y le arranco la cabeza al que la diga, ¿estamos?
Uno a uno, giran sus cabezas y no tardan ni cinco segundos en volver a lo suyo.
—Pero ¿tú has visto la mala puta? —le dice al Félix.
—Ya, ya, pero yo no te cuento mi vida a ti, ¿a que no?
—Joder, Félix, tío. ¿Cuánto llevo yo parando aquí?
—¡Demasiao tiempo, coño, demasiao tiempo! Tanto que ya deberías saber que las movidas de cada uno se las tiene que comer cada uno. ¿Tú te imaginas que cada cliente me montara un show?
—Bueno, tío, pos perdona…
—¡Ni perdona ni hostias, que cualquier día chapo esto y os vais a comprar las birras a los chinos! ¡Será posible…!
—Ponme otro tercio, tío.
Un tipo de mediana edad que forma parte de un grupo situado al final del bar pierde el equilibrio, o el sentido, puede que las dos cosas. Cae desde lo alto del taburete que ocupa. Su cogote desciende en picado hacia el suelo aterrizando estruendosamente y, por si fuera poco, el taburete se le viene encima.
—¡Vicente, Vicente! —grita uno de sus colegas.
—Si es que no le tenemos que dejar que se ponga tan pedo, que ya tenemos tacos de más, coño —dice otro.
El primero de ellos lo zarandea. El segundo se pone a chillar al descubrir la sangre en el suelo. El Félix apunta con el sifón y le echa un chorro que le baña toda la cara y el pelo. Al cabo de un minuto, el tipo está diciendo incoherencias apuntando al techo con su dedo índice. Quince minutos después de que otro de sus colegas marque el 112, viene la ambulancia. Los médicos le toman el pulso y le hacen algunas pruebas básicas.
—Aparentemente, está bien —dice uno de los médicos—, si pasamos por alto la borrachera. Pero se ha dado un golpe muy fuerte. Hay que hacerle un escáner. ¿Alguien de aquí es familia?
—Tiene un hijo —dice el compañero que ha descubierto la sangre en el suelo—, pero siempre anda por ahí buscándose la vida.
—Bueno, nos lo llevamos al Provincial. Si localizan al hijo, le avisan.
—No se preocupe, ahora le llamo yo por el móvil.
Una vez que se llevan al cliente, el Félix esparce serrín por encima de la sangre. Al rato lo barre y vuelve con el cubo y la fregona.
—Me cago en mis muertos, joder —dice para sí mismo—. Es que un día chapo esto y le dan por culo a todos estos majaras.
El Charli sigue apurando el tercio. Limpia la superficie de la barra con un par de servilletas y después las tira al suelo. A continuación, le suena el móvil.
—¿Qué hay?
—Charli, tronco, ¿cómo te va?
—¿Quién eres, tío? Es que he perdido los contactos y…
—Joder, parece mentira que no me conozcas, colega. Soy el Ñapas.
—Coño, tío… Es que por teléfono pareces otro. ¿Qué tal, colega?
—Pos ya ves, tronco, aquí con la chatarra. Cuando salí del trullo, la chatarrería estaba llena de deudas. La puta de mi parienta, que le gusta gastar y lo de currar no es pa ella. Si hubiera tenido más luces, se habría casao con el príncipe Felipe, pero la mollera no le da pa más.
—Joder, pos lo siento, tío.
—Na, cosas que pasan. Oye, tronco…
—Dime.
—El caso es que me ha salido un trabajo. Ya sabes.
—¿Un curro?
—Sí, pero no de esos que te llaman del paro. ¿Te coscas?
—Sí, tío, sí. Pos yo estoy a dos velas.
—Pos mira, si puedes pasarte por mi chiringuito te lo cuento, que por teléfono no me mola. Yo no puedo hacerlo, lo mío sería una comisión. Y como me dijiste que tú ya habías currado de eso otras veces, he pensao en ti. Hay bacalao que te pasas.
—¿Mucho bacalao?
—Mejor te vienes pacá. En cuanto te chote la movida ya verás cómo lo chanelas.
—Dabuten, tío. ¿Te va bien ahora?
—Vente pacá y comemos.
—Nos vemos, tío.
El Charli paga lo que debe al Félix y se dispone a salir por la puerta, pero lo que ve lo deja clavado. De un coche fúnebre están sacando un ataúd y lo traen al bar, o al menos eso parece.
—Oye, Peri —le dice a uno de los tipos del bar—, ¿esto qué coño es?
—Pos que la ha espichao Manolín el Tablón. ¿No te has enterao?
—¿Manolín el Tablón? Pero, tío, si hace dos días estuve con él tomando una birra. ¡No me jodas!
—Pos sí, pa que veas.
—¿Y cuándo ha sido?
—Por lo visto, la ha palmao a las cinco de la mañana.
—¿Y por qué lo traen aquí?
Los operarios de la funeraria entran con el ataúd al bar. El Peri y el Charli se apartan.
—¿Dónde lo ponemos, jefe? —pregunta uno de ellos al Félix.
—Llevadlo hasta el fondo. ¡Eh, vosotros! —grita a los borrachos que ocupan el final de la barra—. ¡Poned dos mesas para que pongan el ataúd encima!
Los borrachos obedecen.
—Pos ya ves —continúa diciendo el Peri al Charli—. El nota vivía últimamente en un coche y no tenía ni un guil. Como tampoco tiene familia, en el bareto hemos hecho una colecta, pal ataúd y pal entierro. Bueno, que le van a pegar fuego, que sale más barato. Y como no hay pasta para llevarlo a un tanatorio, el Félix se ha ofrecido a tenerlo aquí, aunque ha tenido que mediar el cura porque hay una ley o no sé qué que no se puede, tío, pero al cura le han hecho caso. Que digo yo que ya lo podía haber metido en la iglesia, pero ha dicho que si lo incinerábamos, que nasti de plasti. Así que aquí está.
—¿Y de qué la ha palmao?
—Pos que al parecer le ha petao el hígado, tío.
Don Victoriano, el cura de la parroquia, entra detrás de los operarios, se planta frente al féretro y reza un padrenuestro. Después esparce agua bendita con un hisopo y se larga mascullando algo sobre la degeneración que hay en el bar.
—Pos fale —dice el Félix.
El Charli se acerca al ataúd y se le ocurre abrir la tapa para ver por última vez a su colega. Manolín el Tablón tiene la cara amarilla. Su piel parece de cera. Lleva una camiseta de Leño, una chupa raída de cuero negro, unos pantalones vaqueros sucios y unas deportivas blancas John Smith llenas de mugre, desabrochadas. Le han entrelazado las manos sobre el pecho.
—¡La madre que me parió! ¡Ya lo que me faltaba! ¿Quieres cerrar eso? ¡Que va a empezar a apestar a fiambre! —ladra el Félix.
El Charli cierra la tapa y luego se va hasta la barra.
—Oye, ¿y a ti qué te pasa hoy, tío? ¿Es que no has cagao?
—¡Mira…! ¡Mira, mira! Que todavía saco el bate de béisbol y hago una masacre. Me quería yo perder la mañana. El clero, el Samur y el puto ataúd. Ya solo me falta una redada de los maderos.
—Pos vale, tío, a mí como si te la machacas. Oyes, que me ha dicho el Peri que ha habido una colecta.
—Bueno, colecta, colecta… Más bien cada uno ha puesto lo que ha podido, que si no es por el cura y por mí…
—Vale, pues yo quiero poner algo también, que era mi colega.
El Charli busca en sus bolsillos y saca un billete arrugado de veinte euros. Se lo pasa al Félix. El camarero lo mira al trasluz mientras se pellizca la barbilla.
—Jooooder, tío, que el billete es legal.
—Por si acaso. —El Félix, después de dar el visto bueno al billete, lo arruga y se lo guarda en el bolsillo.
El Trompa, un crío que le hace recados al Félix a cambio de botellines y cigarros, entra por la puerta.
—Ahí va, Félix, recién hecha.
El chaval le da la cinta negra con el nombre y los apellidos del muerto grabados en dorado: «Manuel Flores Fajardo». Después de comprobar que está bien, se acerca a la pared de las cintas y la clava con una chincheta.
—Pues, hala, ya está, ya son ciento cincuenta y cuatro. A ver quién es el próximo que la palma.
El Charli rebusca en el bolsillo del pantalón y saca un billete de diez euros y unas monedas. Es lo último que le queda.
—Eh, Trompa —dice—. Ven pacá. Mira, te vas a la floristería y te pillas diez pavos de flores. Luego las traes y las pones en el ataúd. Las monedas son pa ti, pa que te tomes algo.
—Dabuten, Charli.
—Eh, pero diez pavos de flores, que luego le pregunto a la de la floristería.
—Que sí, coño, que sí. Joder, ni que yo fuera tangando a la peña.
El Trompa se pierde por la esquina de la calle. El Charli abandona el bar, se mete las manos en los bolsillos de los pantalones y da un gruñido.
—Joder —dice para sí—, ni un pavo que me ha quedao.
Empieza a caminar, enciende un cigarro, se sienta en un banco del parque y se queda pensando en cómo va a ir a ver al Ñapas.
—Qué puta mierda de vida, coño. Qué puta mierda de vida —dice mientras se mira los zapatos. Le hacen falta otros.
2
El Pestañas es uno de esos tipos pertenecientes a una generación que se dejó fascinar por los primeros ordenadores personales. Empezó programando un Sinclair ZX Spectrum de 16 kilobytes de memoria RAM y continuó haciendo sus pinitos informáticos con un Commodore de 64 kas, todo un avance para aquellos tiempos. Mientras los demás críos del barrio jugaban al fútbol, al rescate, a las chapas o a las bolas, el Pestañas se dejaba los ojos en primitivas pantallas que hoy en día estarían prohibidas por ley. Los niños de su clase empezaron a leer tebeos y novelas del Oeste, pero él prefería programar sus maquinitas, pasando a ser el niño raro de la clase y del barrio.
El Pestañas siguió obviando todas las etapas vitales que pasa una persona normal, aunque hablar de personas normales en el barrio pueda resultar ser un tinglado demasiado complejo para analizar de un simple vistazo. Sus compañeros —decir amigos sería una exageración— descubrieron la cerveza, los porros y las chicas. Él averiguó que aparte del lenguaje máquina y el lenguaje Basic existían también el Fortran y el Cobol. Dedujo también, mucho más tarde, que la arquitectura Von Newman era solo una posibilidad, que MS-DOS no era el único sistema operativo, ni siquiera el mejor. Y cuando el resto de chavales sobrevivieron a la heroína y algunos incluso se casaron y tuvieron hijos alcanzando así algo parecido a la madurez, llegó Internet, algo que le abrió un nuevo mundo lleno de posibilidades. Mientras los demás veían una pantalla de ordenador, podríamos decir sin exagerar que el Pestañas tenía una percepción muy parecida a la que tenían los personajes de Matrix cuando miraban el ordenador: códigos, códigos, códigos… Mientras las personas normales soñaban cosas normales o surrealistas, él soñaba con números binarios. Actualmente, es capaz de entrar en cualquier servidor en menos de dos minutos y vulnerar cualquier sistema de seguridad. Solo es cuestión de tiempo.
Su habitación es un caos de cepeús, pantallas y cables. Hay bolsas por el suelo con restos de comida china, de pizzas y latas de Coca-Cola arrugadas y vacías. En este momento trabaja en descifrar unos algoritmos encriptados con funciones pseudoaleatorias. Lo interrumpe el zumbador del portero automático. No le hace caso. ¿Quién podrá ser? Lo de siempre: cartero comercial, cartero de correos, un vecino gilipollas que se ha confundido… Si se levanta es porque está esperando un pedido de Amazon. Obviamente, ni siquiera sale de casa para comprar cualquier cosa, la pide por Internet. Así que aparca el descifrado y se levanta.
—Joder —dice—. ¿Quién coño será?
Sale de la habitación procurando no pisar los desperdicios, avanza por el pasillo en el que se almacenan más porquerías y algunos libros antiguos de informática y contesta.
—¿Quién cojones eres?
—Joder, Pestañas, qué formas de contestar.
—Ya, pero ¿quién coño eres?
—Pues, joder, tu primo el Charli. Parece mentira que no me conozcas.
El Pestañas no contesta. Pulsa el botón de apertura de puerta del portal, deja la puerta entreabierta y regresa hasta su silla para seguir desencriptando sus cosas.
El Charli cierra la puerta y avanza por el pasillo sorteando obstáculos hasta llegar a la habitación donde está su primo.
—Joder, Pestañas, tío, no sé cómo puedes vivir así.
—¿Qué tal, Charli? —dice sin despegar los ojos de la pantalla—. Oye, ¿tú no te cansas de decir la misma frase siempre que vienes por aquí?
—Bueno, no te chines, tío, era solo por decir algo.
—…
—¿No tienes una birra?
—No, ya sabes que yo no bebo.
—…
—Hay…, hay…, sí, una botella de vodka. Me parece que la trajiste tú una noche.
—Hostias, pos no me acuerdo, tío. Debió de ser hace tiempo.
—Si no me falla la memoria —dice el Pestañas, mirando la pantalla—, hace tres años y medio o así. Si eso caduca ya no estará bueno.
—Qué va a caducar, estará más bueno.
—Pues debajo del fregadero la tienes.
—Bueno, a falta de birra me vale. ¿Te traigo algo?
—Coca-Cola.
El Charli regresa al cabo de un par de minutos con un bote de Coca-Cola y un vaso, de los de caña, lleno hasta el borde de vodka.
—¿Y qué haces, tío? No veas qué movidas más raras hay en la pantalla, ¿no?
—Bueno, ya sabes, es a lo que me dedico.
—No, si ya. Si yo ya flipaba contigo cuando eras un crío. Y tus viejos, que en paz descansen.
—Cada uno es cada uno, Charli. Tú flipas conmigo, yo flipo con la mayoría de la peña.
El Charli apura medio vaso. Al segundo trago, el vodka desaparece.
—Tío, tengo que ir a ver a un colega. He venido pa ver si me puedes dejar el buga. Es que está un poco lejos, y no hay bus ni metro.
—Claro, tío.
El Pestañas se levanta, abre un cajón y localiza las llaves del coche debajo de unos calzoncillos y unas camisetas.
—Te lo devuelvo esta misma tarde.
—Ya sabes que yo apenas salgo, úsalo todo lo que quieras. Tiene caldo.
—Dabuten, primo. Luego te veo. Ah, y a ver si sales un poco, tío, que aquí te vas a apolillar.
—Vale. Chao —dice el Pestañas, levantando la mano derecha pero sin quitar la vista de la pantalla del ordenador. El gesto lo aprendió de Pulp Fiction, del personaje Marsellus Wallace. Le mola.
—Hasta luego, tío.
El Pestañas ha estudiado hasta el bachillerato. Nunca ha trabajado. No le ha hecho falta. Es un jáquer. Y lo que es más importante: no está fichado.
3
Si alguien hubiera tenido que apostar por unas piernas, sin duda lo habría hecho por aquellas. Eran largas, estaban envueltas en medias negras de rejilla y desembocaban en unas botas de tacón fino que cubrían los tobillos. Parecían haber sido diseñadas para ser mostradas en un cabaré, en constante y perfecto movimiento. Descendían desde un taburete alto, la una cruzada sobre la otra, que, a su vez, se apoyaba en el reposapiés circular. Solo había un problema: seguramente, el apostante se habría sentido frustrado después de realizar la apuesta, ya que las piernas pertenecían a un tipo que fumaba como un carretero y trasegaba whisky a sorbos mientras observaba el paisaje urbano por la ventana. No solo lucía medias y botas femeninas, sino que llevaba puesta una minifalda vaquera de un tono gris desteñido. Por lo demás, de cintura para arriba, la cosa cambiaba. A nadie se le ocurriría pensar que el tipo, el Banderines, no era un hombre. El tocadiscos escupía las notas y lamentos de un blues a bajo volumen.
El Banderines intenta alejar de su cabeza pensamientos del pasado y reflexiones que tienen que ver con el presente, pero no lo consigue. Ni siquiera logra ahuyentar sus fantasmas llenando el vaso de whisky cada vez que se vacía. Consigue aislarse solo momentáneamente mirando la calle, viendo lo que ocurre esa mañana en la plaza de Antón Martín, que no es poca cosa. Entre las señoras que van a comprar al mercado y a las tiendas colindantes de la calle Santa Isabel se mezclan turistas, descuideros, camellos, jipis, hípsteres y hasta alguna prostituta madrugadora teniendo en cuenta que son las doce de la mañana. El Banderines sonríe ante la escena cotidiana. Un hombre bajito, muy bien vestido y con un periódico en la