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Ransom, detective privado - La trilogía
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Libro electrónico154 páginas2 horas

Ransom, detective privado - La trilogía

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¡La saga completa de Ransom, detective privado!

Sigue las aventuras del detective privado Daniel Ransom en este pack que incluye los tres volúmenes de la saga:

Primera parte: Ojos letales

París, 1945. El detective privado Daniel Ransom es un extranjero en apuros. Acaba de aceptar un caso sobre una persona desaparecida que parece, en un principio, un simple caso más. Pero, pronto, el asunto adquiere un tinte mucho más serio, más… siniestro.

Cuando aparecen referencias extrañas y oscuras en la escena del crimen, Daniel empieza a escuchar rumores de la existencia de una nueva droga alucinógena que circula por las calles. Una droga que se vende más rápido que el opio y que, en numerosas ocasiones, condena a sus consumidores a pasar el resto de sus días en un psiquiátrico.

¿Podrá Daniel resolver el caso y encontrar a la persona desaparecida antes de que sea demasiado tarde?

Segunda parte: Rincones sombríos

Daniel Ransom, un novelista fallido y actualmente detective privado, ha tenido una mala semana. Tras la repentina muerte de Nicole Faure, la que un día fuera el amor de su vida, Daniel continúa a regañadientes con la investigación sobre la desaparición del hermano de Nicole. Solo espera resolverlo lo antes posible para poder huir de Francia sin mirar atrás.

Pero en el proceso, conocerá un diminuto pueblo a la merced de una nueva y terrible religión, a un taxista un tanto excéntrico, a un criminal de guerra obeso y a un gran número de personas que preferirían verlo muerto. Un día como cualquier otro.

Tercera parte: La muerte de todos

Las cosas no hacen más que empeorar para Daniel Ransom, detective privado. Tras la muerte de su cliente y la que un día fuera el amor de su vida, Daniel se ve envuelto en el horrible ritual de una nueva religión donde tantos los vivos como los muertos querrán acabar con su vida. Tendrá que evitar un sacrificio humano y descubrir la raíz de todos los males que acechan Francia tras la Segunda Guerra Mundial. No será una tarea fácil.

Pero sus pesquisas le llevarán a descubrir cosas que podrían resultar demasiado difíciles de soportar hasta para el detective más curtido del mundo.

Escrito para los fans de John Locke, Russel Blake y James Patterson. Una saga emocionante con personajes de lo más ingeniosos y escenas de gran intriga.

«Me encantan las historias dramáticas y de crímenes pero es mucho mejor cuando tienen algo más. Eso es lo que me gustó de este libro y por eso me gustaría leer más del autor. No sabía con exactitud lo que encontraría en esta historia cuando la empecé pero no me equivoqué al elegirla. Los diálogos son estupendos y el humor negro del libro crea una atmósfera única».

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento10 jun 2017
ISBN9781507130483
Ransom, detective privado - La trilogía

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    Ransom, detective privado - La trilogía - Luke Shephard

    Índice

    Ransom, detective privado

    Primera parte – Ojos letales

    I

    II

    III

    IV

    V

    VI

    VII

    VIII

    IX

    X

    XI

    Segunda parte – Rincones sombríos

    I

    II

    III

    IV

    V

    VI

    VII

    VIII

    IX

    Tercera parte – La muerte de todos

    I

    II

    III

    IV

    V

    VI

    VII

    VIII

    IX

    Ransom, detective privado

    La saga completa

    París, 1945. El detective privado Daniel Ransom es un extranjero en apuros. Acaba de aceptar un caso sobre una persona desaparecida que parece un simple caso más. Pero, pronto, el asunto adquiere un tinte mucho más serio, más... siniestro.

    Cuando aparecen referencias extrañas y oscuras en la escena del crimen, Daniel empieza a escuchar rumores de la existencia de una nueva droga alucinógena que circula por las calles. Una droga que se vende más rápido que el opio y que, en numerosas ocasiones, termina condenando a sus consumidores a pasar el resto de sus días en un psiquiátrico.

    ¿Podrá Daniel resolver el caso y encontrar a la persona desaparecida antes de que sea demasiado tarde?

    Primera parte – Ojos letales

    I

    Fue el otoño en París lo que me hizo enamorarme de esta ciudad. La forma en la que el gélido viento mueve espirales de colores, naranjas y rojos brillantes, de un lado a otro de los adoquines. La forma en la que se veían muchas gárgolas y otras esculturas públicas en aquella época del año. Estas estatuas te observaban posadas desde las alturas con majestuosidad. La primera vez que fui a la ciudad de la luz fue como estudiante en 1938. Mi padre, que vive en Estados Unidos, amasó una gran fortuna en su juventud tras heredar una de las editoriales más grandes del país en aquel momento. Y así fue cómo nació mi interés por profundizar en la literatura. Solo que, a diferencia de mi padre, yo quería escribir los libros, no publicarlos y Europa me pareció el mejor lugar para hacerlo. París, visto desde Los ojos de un muchacho como era yo entonces, se me había plantado en un pedestal proverbial de la mente como el centro floreciente del mundo de las artes y la literatura. Y así fue cómo, tras convencer a mis padres, conseguí que me pagaran un viaje a esta ciudad.

    Incluso entonces, ya se podían oír en el horizonte rumores de guerra, de que vendrían días grises. La gente hablaba de Hitler de dos formas. La mayoría lo alababa por su brillantez y su liderazgo político y, de hecho, poco después, conseguiría el título de hombre del año de la revista Time. Pero había otros, que cuchicheaban en callejuelas sombrías, con voces preocupadas sobre el futuro de Alemania y, a saber, el futuro de toda Europa.

    Pasé tres meses allí, en la ciudad de la luz. Con el dinero que mi padre me había dado, alquilé un apartamento desvencijado y me compré una máquina de escribir, que se encontraba en un pequeño y disparejo escritorio en mitad de la habitación. Cada día, salía a andar por las calles para admirar la belleza de los edificios, la energía de la gente y la poesía en las hojas que caían al suelo. Pasaba de largo por los escalones del majestuoso Hôtel de Ville, desde donde un día Charles de Gaulle pronunciaría su emotivo discurso y, en aquel lugar, intentaba inspirarme para escribir mi primer manuscrito. Sin embargo, pronto me abrumó la ciudad en toda su gloria, pues, durante los tres primeros meses que allí permanecí, creo que con suerte solo escribí diecisiete páginas.

    Y entonces, comenzó la guerra y no fue hasta después de la Liberación de París, en 1944, que, de repente, noté la llamada de los adoquines parisinos desde la otra orilla del océano. Habían transcurrido seis años y ya no era un joven embriagado por la lujuria y la ambición. Con treinta años y la determinación de seguir los pasos de mi padre tomando las riendas de la editorial en un futuro, decidí que, antes de que me atraparan en una industria de millones de dólares, me debía a mí mismo volver a la ciudad de la luz e intentar realizar mi sueño de ser un famoso literato una última vez.

    Fue después de que terminara la guerra cuando conseguí poner pie una vez más en la maravillosa ciudad, cuando Adolf Hitler ya se había quitado la vida. Habíamos ganado, por supuesto, pero todavía quedaba una atmósfera incómoda que recorría toda Europa como una espesa niebla. Ya habían quedado atrás los días de la brillantez bohemia que hicieron famosos a Hemingway y a Picasso. No, la brillantez de la que se había enamorado mi corazón romántico de niño se había ensombrecido y languidecía en aquellos días. El color había desaparecido de la faz de la Tierra y el «París era una fiesta», como algunos escritores lo describieron, ahora se me presentaba más bien como un lugar vacuo.

    Poco después de llegar, me di cuenta de que la edad de oro de la literatura parisina, y la mía, habían sido interrumpidas por la guerra y «el escritor en un aprieto» ya no se presentaba como un oficio idealizado. Así que monté una pequeña empresa para subsistir, una misión imposible para sobrevivir, al menos hasta que la vitalidad volviera a la ciudad y pudiera cumplir mi sueño. Me convertí en Daniel Ransom, detective privado. Era un extranjero al que miraban con desconfianza los parisinos y alguien célebre por tener una relación amorosa con una botella de whisky.

    Permítanme explicarles en este punto qué es exactamente lo que están leyendo. Ahora que las formalidades están fuera de cuestión y ya se ha planteado formalmente el contexto de la historia, me resulta más fácil esta tarea. Actualmente, el lugar donde me hallo, lugar desde donde estoy garabateando este texto en viejos papeles amarillentos, es un castillo en ruinas en el sur de Francia. No sé cómo se llama pero les puedo decir que se encuentra aproximadamente a unas tres horas al norte de un maldito pueblo pesquero, Coins Sombres, del que he huido. Tengo el francés un poco oxidado últimamente, pero parece que he conseguido escaparme de Coins Sombres, o Rincones sombríos, y he llegado a un lugar que parece sacado de una pesadilla.

    Mientras garabateo este texto, puedo escucharles golpear la puerta principal y, dentro de poco, sé que la romperán con sus lanzas y porras. Alexander Faure yace en el suelo, a mi lado, la causa de su muerte sigue siendo desconocida, y en varios puntos de la sala hay restos de un cargamento de esa maldita droga. Parece que me encuentro en la habitación principal del castillo y, aunque he bloqueado las puertas, no conservo la esperanza de que mantengan a los pueblerinos a raya durante mucho tiempo.

    Puede que este texto nunca vea la luz del mundo exterior y si lo hace, les pido de todo corazón que se den media vuelta ahora mismo. No dejen que otra palabra les entre por Los ojos, pues ésta es una historia que, sin ningún lugar a dudas, le conducirá a la locura. Dado que el buen juicio y la cordura me abandonaron hace semanas, no puedo estar seguro en este momento de que lo que estoy presenciando sea real o alucinaciones fruto de una imaginación pérfida y retorcida.

    Por lo tanto, éstas han de ser mis memorias (y mucho más). Escribo lo siguiente para gentes lo suficiente dementes como para leerlo. Pero, les ruego que no hagan caso omiso de mis avisos: no traten de encontrarme, pues el lugar al que me dirijo, lo ignoro. No traten de entender lo que he visto, pues no atiende a ninguna lógica. Por amor a Dios, si alguna vez pasan cerca de Coins Sombres, no se paren a hacer una visita, ni siquiera un minuto. Den media vuelta y huyan en dirección contraria antes de que sus gentes se den cuenta de que en algún momento pisaron este pueblo. Abandonen la esperanza y vivan el resto de sus días en la ignorancia. «La Mort de Tous». Pues esta historia solo lleva a la muerte de todos...

    II

    Eran las once y media cuando llegué a mi oficina la mañana en la que Nicole Faure vino a contratarme para encontrar a su hermano. Caía un fuerte chaparrón otoñal. Los vehículos a motor se amontonaban en las calles y los vendedores ambulantes ya estaban en sus puestos intentando sobrevivir en pleno bullicio de la ajetreada cultura parisina. Hice una parada en una pequeña cafetería al final de la calle y compré un café antes de arrastrarme hasta mi diminuta oficina.

    Detrás de un pequeño estanco, había una tienda destartalada y abandonada que un día perteneciera a un relojero. Cuando la descubrí, estaba en un estado lamentable así que la conseguí por poquísimo dinero y la transformé en cuestión de unas semanas en mi centro de operaciones desde donde podría dirigir la atención al público de mi agencia de detective. Mi secretaria, Denise Faucon, ya había llegado y se había instalado en su rincón por excelencia, envuelta en un cálido jersey de lana rosa muy bonito que debía haber adquirido en uno de esos mercadillos nocturnos a los que le apasionaba ir.

    — Buenos días, Denise —la saludé.

    Pasé por su lado y colgué el abrigo y el sombrero junto a la puerta de mi despacho.

    — Buenos días, monsieur Ransom. Tiene a un cliente esperando en el despacho —señaló el despacho y se me acercó para susurrarme algo al oído—. La señora dice que le conoce.

    Intrigado, entré y me encontré con una mujer cuya cara me resultaba familiar. Tenía el pelo negro, oscuro, y estaba sentada en la silla que había frente a mi escritorio. Su atuendo delataba su patrimonio. Venía de una familia adinerada. Quizá de alguna familia francesa que en algún momento sirvió a la realeza. Se levantó cuando entré y le sonreí. Le indiqué que no hacía falta que se levantara, antes de sentarme yo mismo. No fue hasta después de sentarme cuando me di cuenta de que la mujer que estaba frente a mí era nada más y nada menos que Nicole Faure. Los años le habían pasado factura, pero seguía siendo tan bella como la recordaba. En mis días de mozalbete, recién llegado a París, Nicole había sido la mujer de mis sueños. Y la mujer que perdí.

    — ¡Válgame Dios! —exclamé—. ¡Nicole! Cuánto tiempo.

    Ella me sonrió y sus labios formaron esa curva tan precisa de la que me había enamorado perdidamente antes de la guerra. Fue mi musa para esas diecisiete páginas que escribí. De la primera, a la última. Un intento fútil de historia sobre un amor no correspondido, si no recuerdo mal, y Nicole Faure fue la culpable.

    — Danny, me alegro tanto de verte. Mira lo que nos han hecho los años. ¡Ya somos los dos unos viejos!

    — Viejos, pero jóvenes de corazón, querida. ¿En qué puedo ayudarte, Nicole? Me temo que

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