50 cartas a Dios
Por Varios autores
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Autores incluidos en esta antología: JACOB y WILHELM GRIMM E. T. A. HOFFMANN NATHANIEL HAWTHORNE HANS CHRISTIAN ANDERSEN FIÓDOR M. DOSTOIEVSKI CHARLES DICKENS THEODOR STORM BRET HARTE ZACHARIAS TOPELIUS ALPHONSE DAUDET ANTHONY TROLLOPE GUY DE MAUPASSANT AUGUST STRINDBERG NIKOLÁI S. LESKOV ROBERT LOUIS STEVENSON AMALIE SKRAM ANTÓN P. CHÉJOV THOMAS HARDY GUSTAV WIED SARAH ORNE JEWETT ARTHUR CONAN DOYLE LÉON BLOY WLADYSLAW REYMONT CLARÍN SAKI RAMÓN MARÍA DEL VALLE INCLÁN GRAZIA DELEDDA O. HENRY G. K. CHESTERTON JAMES JOYCE EMILIA PARDO BAZÁN DYLAN THOMAS RAY BRADBURY DINO BUZZATI TRUMAN CAPOTE PAUL AUSTER
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50 cartas a Dios - Varios autores
Presentación
La editorial PPC ha cumplido durante el año 2005 sus primeros cincuenta años de andadura. Durante este periplo, PPC ha pretendido llegar a popularizar el mensaje de Jesús de Nazaret en constante diálogo con la cultura de nuestro mundo. Empeño harto difícil en una realidad de transición global a la que asistimos en todos los órdenes de la vida, incluido el religioso. Una huella de esta conmemoración la encontrará el lector en el presente libro.
Escribir un libro sobre Dios es bien difícil; hablarle precisa de condiciones especiales para quien lo hace. En el presente volumen hemos recogido cincuenta cartas a Dios escritas desde posturas existenciales diversas. En él hacemos acopio del latido profundo de una mayoría de personas católicas, pero también de otras agnósticas, alguna atea, dos musulmanes y un budista. Es un libro que recoge las preguntas, dudas, convicciones y esperanzas que vive el ser humano del siglo xxi ante la realidad siempre misteriosa de Dios.
Hemos querido hacer un libro de carne y hueso, lejos de la especulación teológica o filosófica; lo que se escribe en primera persona se halla sometido a la prueba de la verdad de la realidad que cada cual es, por más que la quiera esconder o disimular. Es un libro realizado sin concesiones a la galería, un cara a cara con Aquel que nos salva, con Aquel ante quien dejamos de creer, ante Aquel que nos sobrepasa o al que sencillamente no llegamos.
Durante todo un año hemos estado preparando con mimo esta obra. Se trata de todo un proyecto compartido por muchas personas, las que finalmente escribieron y las que no. Hemos contactado con más de doscientas personas. Muchas de ellas, que finalmente no accedieron a la petición, sin embargo nos animaban en sus cartas o llamadas telefónicas, pues les parecía un proyecto sencillamente inédito y apasionante. Curiosamente, la negativa de determinadas personas a participar en este proyecto fue lo que nos alentó a continuarlo a través del aliento que nos transmitían.
Evidentemente, para aquellos cuya fe había ido desapareciendo con el tiempo, o para quien la palabra «Dios» les dice poco en este momento de sus vidas, la tarea era ardua. El género epistolar siempre da pie a que la imaginación, la fantasía y la creatividad complementen aquello que la razón se niega a admitir o a considerar. Por ello agradecemos el esfuerzo de todos, pero de un modo especial el cuidado, el respeto y la valentía de quienes han escrito su carta desde posturas lejanas a la fe. Ello nos hace pensar que el diálogo de la fe con la cultura no está tan alejado de las posibilidades de unos y otros. Las cuestiones últimas de la vida, de una u otra forma, laten en lo profundo de cada ser humano, y nuestra propia vulnerabilidad y grandeza nos hacen más iguales.
Doble agradecimiento a los autores, pues se han prestado a escribir cada cual su carta sin ningún tipo de compensación material o económica. Los derechos de autor de esta obra irán destinados a los proyectos de educación que la organización «Entreculturas» desarrolla en los pueblos del Sur.
Las cartas reflejan el sentir de personas conocidas y anónimas, de obispos, amas de casa, escritores, políticos, teólogos, filósofos, científicos... También hemos recogido las cartas de algunas de las personas que viven en los márgenes de nuestra sociedad y que, desde nuestra fe, son igualmente hijos del mismo Padre. Sin embargo, algunas de estas cartas guardan un anonimato que sigue mostrando la fuerza destructora de la sociedad excluyente en la que vivimos. Como colofón del libro hemos querido recoger un mensaje de Dios a la Humanidad a través de la sabiduría y sentido del humor de José Luis Cortés.
Muchas han sido las cartas y mensajes intercambiados durante este tiempo con los autores de la obra. Destacamos uno de ellos, el budista Kotarô Suzuki. La suya es la última de las cartas recibidas, y con ella viajaba un pequeño texto dirigido a la editorial. Tras agradecer poder participar en este proyecto, escribe: «El mundo atraviesa en este momento una época de grandes cambios. Si, en medio de esa situación, mis modestas líneas sirven siquiera un poco para utilidad de los lectores, no podrá haber para mí alegría mayor».
En efecto, en medio de cambios globales que afectan a nuestra vida cotidiana constituye para nosotros un verdadero lujo poder contar con la aportación enormemente valiosa de personas que, desde diversas posiciones vitales, se dirigen al Dios en el que creen, en el que dudan o al que ignoran.
Desde PPC creemos que Dios sigue en movimiento dinámico y nos recrea, continúa escribiendo derecho con renglones torcidos, se empeña en convocarnos para hacer de este mundo una familia que acoge, consuela y convive en paz.
En tus manos, amigo lector, tienes un libro para degustar poco a poco, sin prisas. Ojalá al finalizar su lectura quede el gusto de saborear un conjunto de valiosas experiencias de sentido y brote en ti el deseo de escribir tu propia carta a Dios; una carta que, con seguridad, encierra lo mejor de ti mismo.
Luis Aranguren Director de Ediciones
La carta imposible
Dolores Aleixandre, RSCJ Biblista
No estoy segura de ser capaz de escribirte una carta. ¿Cómo empezaría? ¿«Querido Dios»? No me gusta llamarte por ese nombre, el mismo con el que podría invocarse a Marduk, a Baal o a Zeus. Cuando Moisés te preguntó cómo debería llamarte, le contestaste con una evasiva: «Soy el que estará contigo» (Éxodo 3,14), que era como pedirle que dejara consumirse en el fuego de la zarza un deseo que escondía pretensiones de posesión, para mantenerse atento solamente a tu Presencia inasible e incontrolable. Por eso llevo tiempo tratando de que mis sentidos se dejen rozar por ella, segura de que, como decía Job, mi tronco seco, al olfatear el agua, reverdecerá (Job 14,8). Y por eso trato de respirar con atención por si, entre mil aromas, reconozco el que se derrama en tu Nombre (Cantar de los Cantares 1,2).
A veces, en alguien o en algo, me parece sentir tu contacto, y mi corazón atesora entonces con cuidado esos momentos fugaces de roce para que, cuando la voz de mis sombras intente convencerme de tu ausencia y mis ojos no sean capaces de reconocerte en medio de la oscuridad, esa memoria me alumbre en medio de la noche. Y así voy aprendiendo, torpe y lentamente, a no considerarte una ventaja ni una propiedad a mi disposición, sino a dejarte ser quien eres y a mostrarte cuando quieras.
Por otra parte, las cartas se escriben cuando hay separación o ruptura, pero ¿qué distancia puede haber entre nosotros, si cuando respiro eres Tú quien me estás dando anchura, dilatación y libertad? ¿Y cómo podría ponerme a «contarte cosas» como si las desconocieras, si la fe me dice que me muevo en Ti como un pececito en lo más hondo del océano o como la minúscula semilla que recibe de la tierra en la que está hundida nutrición y energía para seguir creciendo?
Llevo tiempo fascinada por aquel personaje de la parábola que sembró la semilla en su campo y luego dormía y se levantaba tranquilamente, mientras la tierra por sí misma producía el fruto (Marcos 4,26-29). Creo que no busco ahora más sabiduría que la que aprendo ahí: contar con mis ritmos entrecortados de ir o venir, de hablar o callar, de trabajar o descansar, de acertar o equivocarme, sabiendo que, por debajo de todo eso, me sostiene el cantus firmus de tu callada Presencia, que acompaña este caminar mío, tan vacilante e intermitente.
Sé que el secreto de vivir así está en la actitud sorprendente que aparece en el centro de la parábola: el crecimiento de la semilla se produce «sin que él sepa cómo», es decir, fuera del ámbito de su dominio o de su control. Y eso me invita a dejar de rondar el árbol de los saberes de verificación inmediata y a silenciar las ansiedades de mi búsqueda a la sombra de aquel otro árbol en el que reclinó la cabeza Aquel que supo poner confiadamente su vida entre tus manos.
Continúo dando vueltas a por qué me siento incapaz de escribirte: pienso que las cartas salen en busca de un destinatario, pero hace ya mucho que sé que eres Tú quien andas en mi busca y quien va dejando asomar la esquina blanca de sus sobres en las personas y lugares que transito cada día, todos esos que de Ti «me van mil gracias refiriendo...».
Y tampoco me siento capaz ya de escribirte para «recomendarte» a gente... Hace un tiempo tenía la costumbre de pedir por aquellos de quienes tocaba las heridas, pero ahora, cada vez que siento sobre las espaldas de mi amistad sus vidas rotas, ya no se me ocurre tratar de arrancarte a Ti algo que deseo para ellos, como si fueras un banquero endurecido y distante a quien se implora un donativo. Me he acostumbrado sencillamente a pronunciar sus nombres y a depositarlos con cuidado sobre tus hombros, para que, lo mismo que Benjamín, el más pequeño de los hijos de Jacob, «habiten en seguro» (Deuteronomio 33,12). Y junto con ellos abandono ahí mis perplejidades, mis dudas y las pequeñas o grandes preguntas sobre el misterio del sufrimiento, que, como raposillas, intentan roer la viña de la confianza que he puesto en Ti.
Pero para eso necesito aferrarme, cada vez con más terquedad y determinación, a ese alcázar «con abasto de pan y provisión de agua» (Isaías 33,16) que es Jesús: lo que sé de Ti me ha venido por él, y es su misma fe la que, como una roca debajo de mis pies, sostiene mi deseo de decirte «amén» y «gracias», ocurra lo que ocurra.
En comparación con su Evangelio, otras palabras o discursos saben cada vez menos decirme lo que quiero, y, en cambio, un misterioso radar me hace irte detectando en la espalda del mundo. Quizá era eso lo que querías revelarle a Moisés en el Sinaí, cuando le decías: «Ponte en la hendidura de la roca y te cubriré con mi palma hasta que haya pasado, y cuando retire la mano podrás ver mi espalda, pero mi rostro no lo verás» (Éxodo 33,22-23). Y sigue siendo ahí donde te muestras como origen de una energía vital y de una fuerza de resistencia que me asombran cada día.
Por eso, cuando oigo a Eugenia, que en treinta años ha vivido ya mil vidas desgarradas, rezar en alto y decirte: «Dios mío..., Tú..., Usted me ha sacado siempre adelante...», siento que en ese «usted» está resonando la armonía del gregoriano, el esplendor del gótico y el fuego de los místicos. O cuando Raisa cuenta que llegó a Madrid embarazada de nueve meses y otro niño agarrado de su mano, y «como no conocía a nadie ni tenía a dónde ir, dormía en un banco del Retiro. Pero tuve suerte, porque era verano y porque además sentía que Dios estaba conmigo...».
¿Y sabes finalmente quién tiene la culpa de que no quiera escribirte? Pues precisamente Jesús y su manera de decirnos cómo entrar en relación contigo: «Cuando vayas a orar, entra en tu aposento y, cerrando la puerta, ora a tu Padre, que está en lo escondido. Y tu Padre, que mira en lo escondido, te recompensará» (Mateo 6,5-6).
Ignoro por qué ejercen sobre mí tanto poder de atracción ese espacio escondido en el que se entra y esa puerta que se cierra, pero consiguen que la mayor parte de las palabras me parezcan un bullicio vacío. Cuando me adentro en esa oscuridad en la que ya no soy observada por nadie de fuera y me quedo solo expuesta a tu mirada, la del único que ve lo escondido, sé que ya no necesito hacer ni decir nada que se parezca a hablarte o escribirte. Porque en ese lugar que me ancla en otro centro y me hace respirar otro aire, recibo la certeza de ser plenamente sabida y acogida, y eso aquieta y silencia mi corazón.
¿Crees que habré conseguido que entiendan por qué me resulta imposible escribirte una carta?
Escribirte de Ti
Carlos Amigo Vallejo Cardenal Arzobispo de Sevilla
Querido Dios, mi Señor:
Siempre tan deseado y tan cerca. Y, a la vez, pareces distante y alejado. Íntimo y casi en la mano, y tan grande y elevado que no se acierta a verte sin dejar nunca de mirarte. Se siente el frío de no encontrarte y los ardores que queman cuando se atisba tu presencia.
Como el misterio te rodea, y no es posible abarcarlo, las ansias se quedan cortas, y llega la tentación de pensar que no eres justo al darnos tanta sed y ponernos tan lejos la fuente que pueda saciarla.
Con tu claridad todo lo llenas de luz. ¿Por qué todavía parece que estamos en un espacio de sombras y de penumbras? ¿Qué muros tan opacos son los que se interponen para no ver luz tan fascinante? Si tu luz es la que nos hace ver la luz, déjate ver y sentir, abrazar y comprender.
Aquellos que con sinceridad te buscan han encontrado pronto la respuesta en el amor que te tenían, porque tú mismo se lo habías dado. El que persigue buenas razones de Ti, siempre las encuentra. Pero no han de ser las que el orgullo de la falsa inteligencia prefiere, sino las que se encuentran en lo que Tú has revelado.
¿Para qué huir de Ti? «¿Adónde iré lejos de tu aliento, adónde escaparé de tu mirada? Si escalo el cielo, allí estás tú; si me acuesto en el abismo, allí te encuentro; si vuelo hasta el margen de la aurora, si emigro hasta el confín del mar, allí me alcanzará tu izquierda, me agarrará tu derecha» (Salmo 138).
Si en todo se te puede encontrar es porque tú lo llenas todo, siendo distinto de todo. Mejor que huir de Ti, será lo más deseado estar contigo. Pues si el pecado es el mal deseo, ¿cómo no ha de ser virtud el desearte? Tu gozo es la alegría de aquellos que te buscan.
Se pone en tela de juicio tu honor, y se regatea contigo el acatamiento que mereces, al dejar que grite la duda o se vea la queja que sangra por unas heridas que no se comprenden o de unos deseos que no quedan cumplidos. Es el barro del que fuimos hechos, Señor, el que te deshonra, porque todavía no lo hemos moldeado con el agua y la sangre de la gracia que el Hijo nos mereciera.
Si Tú no nos hubieras dado ojos, ¿cómo íbamos