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Evangelizar un mundo nuevo
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Evangelizar un mundo nuevo

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Muchos han animado e incitado a D. Gabino Díaz Merchán a que escribiera sus memorias. Las responsabilidades que ha tenido, los cargos que ha ocupado y las señas de identidad de la diócesis en la que ha sido pastor tantos años le llevaron a ser partícipe en acontecimientos de la vida y la historia de la Iglesia, y también de la política, españolas en la última y febril mitad del siglo xx. Podría hacerlo con mucha lucidez, aportando a los diversos acontecimientos de un tiempo tan convulso lumen cum pace, que ha sido la divisa de su enseña episcopal y que define muy bien su carácter y manera de ser obispo y pastor. Pero ha preferido dejar estas reflexiones con el vivo y preocupado deseo de que "ayuden a mejorar en la Iglesia un diálogo más esperanzador y a dar pasos acertados sobre la nueva evangelización", y que, destiladas, repensadas, oradas y convencidas, ofrece ahora en este libro como sencillo y entrañable testamento espiritual y pastoral, animando a proseguir con vigor y entusiasmo la misión evangelizadora de la Iglesia.
IdiomaEspañol
EditorialPPC Editorial
Fecha de lanzamiento23 feb 2018
ISBN9788428832083
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    Evangelizar un mundo nuevo - Gabino Díaz Merchán

    GABINO DÍAZ MERCHÁN,

    ARZOBISPO EMÉRITO DE OVIEDO

    EVANGELIZAR

    EN UN MUNDO NUEVO

    REFLEXIÓN PASTORAL SOBRE LA

    NUEVA EVANGELIZACIÓN EN ESPAÑA

    A los sacerdotes, religiosos, religiosas y seglares

    que trabajan ejemplarmente en la pastoral de evangelización.

    PRÓLOGO

    Mucho se ha escrito sobre la nueva evangelización desde que el santo papa Juan Pablo II acuñara esta expresión, primero en el santuario de la Santa Cruz de Nowa Huta, de su Polonia natal, en junio de 1979, donde la designó como «la evangelización del nuevo milenio», y, con más precisión, en el discurso a la Asamblea Latinoamericana del CELAM, en Puerto Príncipe, la capital de Haití, en marzo de 1983, donde la describió y definió con estas características: «Nueva en su ardor, en sus métodos, en su expresión». En las dos ocasiones alude a que esta «evangelización nueva» que la Iglesia necesita y tiene que emprender es fruto de la sementera del Concilio Vaticano II, por lo que ha de estar inspirada por el espíritu conciliar e incorporar sus enseñanzas, y que ha de tener en cuenta algo tan importante como «los signos de los tiempos».

    D. Gabino recibió la ordenación episcopal como obispo de Guadix-Baza el 23 de agosto de 1965, con la feliz coincidencia de que un mes después participaba como padre sinodal en la cuarta y última sesión de este Concilio. Es hoy uno de los muy pocos testigos presenciales vivos. Cuatro años más tarde fue nombrado arzobispo de Oviedo, archidiócesis que ha guiado como pastor durante treinta y dos largos e intensos años hasta su jubilación. Actualmente lleva quince como obispo emérito en el silencio de la casa sacerdotal de esta ciudad, dedicado a la oración y a la reflexión. Toda su vida ha estado impregnada del espíritu conciliar, experiencia eclesial extraordinaria que, como él mismo confiesa, iluminó, transformó y maduró su misión amplia de pastor.

    Tanto sus homilías, escritos, los distintos planes pastorales como arzobispo de Oviedo, como los documentos publicados por la Conferencia Episcopal Española durante los dos trienios que ostentó la presidencia de esta institución conciliar (1981-1987), escritos tan significativos para la situación de la Iglesia española en ese tiempo como fueron Los católicos en la vida pública, Testigos del Dios vivo y Los cristianos laicos, Iglesia en el mundo, están impregnados de esta necesidad de una «nueva evangelización» y apuntan o contienen diversas iniciativas para llevarla a cabo en esta época en que «la humanidad se encuentra en un nuevo período de su historia en el que profundos y rápidos cambios se extienden progresivamente a todo el universo».

    D. Gabino, que finalizó sus estudios sacerdotales con una tesis doctoral en eclesiología, que no solo le ayudó a ahondar más en este misterio del que dice el Concilio que «la Iglesia es en Cristo como un sacramento», sino que le impulsó a amarla mucho más profundamente, de tal manera que este amor a la Iglesia es una de sus virtudes más testimoniales y manifiestas a lo largo de su vida episcopal, sabe también –con el venerable Pablo VI– que «la Iglesia es para evangelizar», y «por ello se siente verdadera e íntimamente solidaria del género humano y de su historia». Así se ha esforzado en vivirla y guiarla este arzobispo bueno.

    Son muchos los que le animaron e incitaron a que escribiera sus memorias. Las responsabilidades que ha tenido, los cargos que ha ocupado y las señas de identidad de la diócesis en la que ha sido pastor tantos años le llevaron a ser partícipe en acontecimientos de la vida e historia de la Iglesia y también de la política españolas en la última y febril mitad del siglo XX. Podría hacerlo con mucha lucidez, aportando a los diversos acontecimientos de un tiempo tan convulso lumen cum pace, que ha sido la divisa de su enseña episcopal y que define muy bien su carácter y manera de ser obispo y pastor. Pero ha preferido dejarnos estas reflexiones con el vivo y preocupado deseo de que «ayuden a mejorar en la Iglesia un diálogo más esperanzador y a dar pasos acertados sobre la nueva evangelización», y que, destiladas, repensadas, oradas y convencidas, nos ofrece ahora en este libro como sencillo y entrañable testamento espiritual y pastoral, animándonos a proseguir con vigor y entusiasmo la misión evangelizadora de la Iglesia.

    En otro estilo, porque el del papa Francisco es muy peculiar y personal, vivo, imaginativo y con fuerza comunicativa, distinto, por cierto, al lenguaje magisterial en uso, el de D. Gabino, sobrio, mesurado y respetuoso, propio de un manchego injertado en Asturias, como él se define, leyendo estas páginas podrán anotarse las coincidencias y sintonía de criterios y orientaciones que se nos recomiendan en la Exhortación apostólica Evangelii gaudium. Nos invita, y con un grito nos insiste el papa, a que en estos tiempos áridos para el Evangelio en este Primer Mundo no nos dejemos robar la alegría del Evangelio y la esperanza. Aquí, este arzobispo nonagenario nos dice también con acento paternal que, si trabajamos unidos al Señor y a la Iglesia, renacerá en nosotros la alegría y la esperanza.

    Han transcurrido cincuenta años desde la clausura del Concilio, un tiempo que se ha mostrado difícil, discutido, resistente, disperso, indiferente, en el que la Iglesia de este Primer Mundo ha mantenido en este desconcierto un discreto y tímido nivel evangelizador con relación a la gracia recibida en ese magno evento eclesial. Del caudal de aquella fuente caudalosa bebimos solo a sorbos. Brota ahora con fuerza el deseo y la urgencia de renovación y de dar pasos más concretos y decididos en la nueva evangelización para un mundo nuevo y sorprendente, en el que hay que seguir anunciando el Evangelio «con nuevo ardor, nuevos métodos, nuevas expresiones».

    Don Gabino ha querido contribuir a esta nueva etapa poniendo por escrito con sencillez y humildad el amplio capital de su larga y reflexionada experiencia, a la que suma su oración en el silencio de su retiro, pero con el alma abierta a «los signos de los tiempos». Pensó primero ofrecerlo en las nuevas redes de comunicación, en las que él ha sido un adelantado y experto. Le hemos animado a presentarlas en un libro de papel, que transmite mejor el cariño y agradecimiento con el que ha sido pensado y escrito, y publicado por PPC, editorial de la que guarda tan buenos recuerdos de sus albores sacerdotales en su Toledo natal. La lectura pausada de estas páginas a mí me ha hecho mucho bien. Espero, querido lector, que a ti te suceda lo mismo.

    JAVIER GÓMEZ CUESTA

    INTRODUCCIÓN

    En la Iglesia sentimos la urgencia de emprender una nueva evangelización (NE), sobre todo en los países de antigua cristiandad. Muchos hermanos de nuestras comunidades cristianas tienen la impresión de pertenecer a una organización religiosa anquilosada, adherida al pasado e insensible a las nuevas demandas que presenta el mundo actual. Esta impresión se agudiza cuando se han hecho mucho más intensas las críticas a la Iglesia en sectores que se proclaman de vanguardia científica o cultural.

    Presentar el Evangelio en un mundo nuevo

    La sociedad ha evolucionado profundamente en pocos años y sigue transformándose a velocidad de vértigo. Apenas tenemos tiempo para pensar y clarificar los conceptos y realidades que cada día se presentan en la vida ordinaria. Los medios de comunicación, sobre todo la televisión, Internet y las redes sociales, influyen poderosamente para situarnos en un ambiente cultural muy distinto del que hemos vivido hasta hace poco, y en muchos aspectos abiertamente ajeno y hasta opuesto al sentido cristiano de la vida. La transmisión generacional de la fe resulta hoy muy difícil, sobre todo cuando, para muchos, su fe se limita a fórmulas, a costumbres y a modos de hablar que para ellos perdieron su auténtico significado.

    Es necesario, por ello, plantearse cómo presentar el Evangelio a los hombres y mujeres de nuestro tiempo, para que puedan percibir en él a Jesús y su mensaje de luz y de plena salvación, que culmina en la vida eterna. Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre, que vive resucitado junto al Padre, es quien nos revela en plenitud el designio amoroso de Dios para todos los hombres e ilumina las preguntas que se nos plantean constantemente hoy en la nueva cultura envolvente.

    Testimonio de una vida renovada en Cristo

    Evangelizar hoy, sin embargo, es mucho más que encontrar una nueva terminología para expresar la fe, haciéndola más inteligible. Requiere aportar el testimonio de un nuevo modo de vida. Cada cristiano y la Iglesia en su conjunto hemos de sentirnos constantemente llamados a convertirnos a la fe que anunciamos, para ser testigos «creíbles» de la vida nueva de Jesús con nuestra manera de vivir y actuar, y no solo con palabras.

    El Concilio Vaticano II (1962-1965), convocado a mediados del siglo XX por san Juan XXIII, se propuso cabalmente este mismo fin: promover el aggiornamento de la Iglesia para que el mundo contemporáneo pudiera percibir con claridad el mensaje del cristianismo. Los cincuenta años transcurridos desde la terminación del Concilio confirman lo acertado de aquella intuición del papa al convocarlo, y han permitido a la Iglesia avanzar en su propósito de comprender mejor la nueva cultura presente y cómo evangelizar a los hombres de hoy.

    Pero la empresa comenzada por el Vaticano II no ha logrado alcanzar todavía un nivel aceptable de realización. La recepción del Concilio en los años transcurridos no ha sido plenamente satisfactoria. No se logró aún que la Iglesia católica en su conjunto se orientara claramente en la dirección de la nueva evangelización que deseaba el Concilio.

    En países de tradición católica de siglos, como España, muchos siguen insensibles a las enseñanzas conciliares o discuten su interpretación, sin adherirse como es debido al magisterio oficial de la Iglesia. Mientras tanto, el cambio de nuestra sociedad sigue evolucionando con velocidad acelerada, adoptando pautas de vida cada vez más alejadas de la fe cristiana.

    El papa Benedicto XVI, insistiendo en las orientaciones de sus predecesores, exhortaba recientemente a las Iglesias de antigua fundación a emprender la nueva evangelización ¹. El problema es tan serio y tan real que el papa creyó necesario crear un nuevo Consejo Pontificio consagrado a este fin ² y convocar la XII Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos y la promulgación de un Año de la fe, que culminó su andadura en la fiesta de Cristo Rey del año 2013 ³.

    El nuevo Papa Francisco, elegido tras la renuncia de Benedicto XVI en el mes de febrero de 2013, ha retomado el tema de la NE como prioritario, y en su primera Exhortación pos-sinodal, Evangelii gaudium, ofrece orientaciones precisas para proseguir y acelerar el ritmo de la renovación eclesial promovida por el Vaticano II ⁴.

    La aplicación del Vaticano II

    Algunos cristianos más pesimistas consideran finiquitado ya el Concilio Vaticano II e insisten en la necesidad de convocar un nuevo Concilio ecuménico para alcanzar los resultados transformadores de la Iglesia que no se lograron después del último Concilio. No parece tan disparatada esta idea, teniendo en cuenta la velocidad de los cambios en la sociedad. Pero sinceramente creo que lo más urgente hoy en la Iglesia es asimilar con mayor profundidad y en su integridad las orientaciones del Vaticano II, y al mismo tiempo descubrir con discernimiento cristiano los signos de nuestro tiempo. Un Concilio preferentemente pastoral como el Vaticano II no logra su cometido solo por la publicación de sus documentos. Necesita que su recepción avance, ganando al mayor número de cristianos y a la Iglesia como comunidad, para reformarse en fidelidad con la voluntad del Señor y la sensibilidad de la sociedad presente.

    La tarea pendiente es descubrir lo que Dios espera de nosotros para llevar a cabo en esta nueva situación del mundo la evangelización, que Jesús encomendó a la Iglesia hasta que él vuelva. La ruta pastoral marcada por el Concilio Vaticano II sigue vigente y, en gran medida, pendiente de realización. Será necesario releer el Concilio en su integridad y asimilarlo, para llevarlo a la vida de los cristianos y de las comunidades eclesiales. Necesitamos examinar lo realizado de las orientaciones conciliares, reconocer lealmente las deficiencias del trecho recorrido y tomar conciencia de lo mucho que nos falta por recorrer para asimilarlo plenamente. Tendremos que corregir las desviaciones que se hayan podido introducir, encender las luces que se hayan apagado y, con la ayuda del Espíritu Santo, discernir la verdad del mensaje conciliar, separándolo de las interpretaciones acomodaticias o francamente equivocadas que hayan podido introducirse. Será igualmente necesario analizar constantemente la realidad cambiante de la sociedad humana, que sigue evolucionando en nuestros días con velocidad vertiginosa en una cultura alejada de Dios.

    Tarea apremiante de la Iglesia en España

    La necesidad de la NE afecta hoy a toda la Iglesia católica, pero se manifiesta más apremiante en naciones como España, donde la Iglesia atesora una tradición cristiana de muchos siglos con aciertos admirables de evangelización y también con un lastre de rutinas que chocan cada día más con la sociedad actual. En nuestra sociedad, muchas familias todavía siguen pidiendo el bautismo para sus niños, pero no pueden garantizar su formación cristiana. Exceptuando algunas familias que mantienen viva la fe cristiana, la mayoría de los «católicos» españoles manifiestan hoy, con hechos y con palabras, que no creen en algunas verdades básicas del cristianismo. Carecen de interés para actualizar su fe, apenas practican la religión que recibieron de sus mayores o la reducen a fórmulas de contenido meramente cultural.

    Los bautizados necesitamos renovar la fe en Jesucristo y oír con perseverancia su llamada a convertirnos. Necesitamos clarificar y reafirmar nuestra adhesión a la comunión católica. La Iglesia está obligada, por el mandato misionero de Cristo, a responder a las nuevas preguntas que se le presentan en nuestro mundo. El trabajo, la economía, la política, la movilidad de las personas y de las ideas de todo género en un mundo cada vez más globalizado sitúan a los creyentes ante situaciones nuevas que necesitan ser iluminadas con la luz del Evangelio y asumidas con discernimiento cristiano.

    España es hoy un campo abierto a todas las ideas y opiniones que circulan por el mundo. La duda sistemática sobre creencias y moral en la que muchos se instalan, dejando de lado la certeza de la fe, no puede aquietar sus conciencias cuando la evolución del mundo nos apremia a dar respuestas coherentes con nuestra fe a los graves y urgentes problemas que plantea hoy la sociedad. Los problemas del mundo son percibidos hoy más cercanos por los medios de comunicación.

    Nuestra responsabilidad es grande, porque sabemos por la fe y por la experiencia que, sin la referencia a Dios y a su Palabra, la ética se oscurece y se borran las bases de una convivencia pacífica; se conculcan los derechos de las personas y resulta imposible la construcción de una sociedad en paz y fraternidad, a la que todos aspiramos.

    Necesario discernimiento en la Iglesia católica

    Desde que el papa san Juan Pablo II habló de la necesidad de una nueva evangelización ⁵ se pusieron en marcha en España muchas iniciativas y se han publicado no pocos documentos importantes sobre este tema. En la Iglesia que camina en España se habla con frecuencia de la NE ⁶. El esfuerzo pastoral ha sido notable y los documentos episcopales son muy frecuentes en los últimos años, pero los frutos aparentemente son pocos y cunde el desencanto y la insatisfacción de personas e instituciones.

    Esta situación conduce a la tristeza que experimentan algunos de creerlo todo perdido o, lo que me parece aún peor, a exaltar algunos hechos de restauración, interpretándolos como signos de una recuperación espiritual del terreno perdido en los últimos años.

    Solamente Dios puede valorar la calidad de la religiosidad de los católicos españoles en estos momentos, pero, a juzgar por los estudios sociológicos de expertos, el sentimiento más generalizado es pesimista. Prolifera la impresión de que la Iglesia en España declina. Disminuye el número de practicantes en los sacramentos y se han reducido mucho las vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada. Aumenta el número de los españoles que se declaran agnósticos o cristianos por libre, al margen de la autoridad eclesial. El relieve social de la Iglesia es cada día menor y cuestionado incluso por algunos que se califican de cultivados y responsables. Da la impresión de que nuestro ejemplar catolicismo se evapora y se está perdiendo la evangelización que recibimos de nuestros antepasados.

    ¿Qué camino habrá de seguir la Iglesia para evangelizar de nuevo en la actual sociedad? ¿Ha de buscar un puesto relevante en la sociedad para que sean aceptadas sus enseñanzas? ¿O, dejando la relevancia social, se debería considerar la evangelización como un asunto privado que solamente afecta a la conciencia de cada creyente?

    Necesidad de discernimiento eclesial

    Mi propósito es contribuir al discernimiento eclesial desde mis reflexiones personales. He dedicado muchos años al servicio de la evangelización, y a lo largo de ellos reflexioné constantemente sobre el apostolado de la Iglesia en España. A mi edad ya avanzada, y habiendo pasado por muy variados servicios pastorales, creo poder contemplar el panorama de la Iglesia en España con amplitud y serenidad, para ofrecer alguna luz desde la paz de mi retiro. No pretendo dar lecciones, y mucho menos ofrecer recetas pastorales para solucionar los problemas que hoy se presentan a los católicos y a la Iglesia en España. Venero a los prelados que dirigen la pastoral de la Iglesia. Solamente quisiera ayudar en este momento a cuantos se afanan por acertar en la dirección del cambio pastoral que promovió el Concilio Vaticano II.

    Amor a la Iglesia

    Jesús ha depositado en la Iglesia su mensaje de salvación y su mandato misionero, y en la Iglesia, como miembros de un mismo cuerpo, podemos vivir la fe, enriquecidos por la gran variedad de dones que el Espíritu Santo reparte entre los bautizados con magnificencia.

    Confieso que, a pesar de todos los defectos que puedan achacarse a la Iglesia a lo largo de sus veinte siglos de historia, y a pesar de los fallos que hoy mismo podamos tener los cristianos (a pesar también de mis fallos personales), prevalece en mí la certeza de vivir mi relación con la Iglesia como con una Madre y Maestra santa, a la que debo mi vida cristiana y la vocación apostólica, que llena mi vida de sacerdote y de obispo. Creo en la Iglesia real, en la que he vivido. Y en su comunión deseo vivir el tiempo que me reste de vida y morir en el gozo de ser cristiano por la gracia de nuestro Señor Jesucristo.

    La Iglesia real, a pesar de su debilidad manifiesta, es grande y poderosa a la luz de la fe, porque es comunión con Dios Padre, con Dios Hijo y con Dios Espíritu Santo; es comunión de todos los que aceptan a Cristo por la fe y tratan de vivir en el amor con todos los seres humanos, sean cuales fueren sus culturas, sus mentalidades, sus maneras de vivir y de actuar. En la Iglesia aprendí que todos somos hermanos, y que Dios nos llama a participar en la nueva vida que Cristo nos ha ganado con su muerte y su resurrección.

    En esta Iglesia florecieron santos en todos los tiempos, en su mayoría ocultos a la publicidad humana, y muchas veces incomprendidos en su tiempo. La Iglesia es santa y fuente de santidad, a pesar de las innegables imperfecciones, deficiencias y pecados, que muchos cristianos tuvieron y hoy podamos tener. La Iglesia está formada por hombres, pero al mismo tiempo es portadora de la gracia de Dios. Somos vasos frágiles y siempre desproporcionados con respecto a la santidad del poder divino que en la Iglesia se nos comunica (cf. 2 Cor 4,7).

    Forzosamente, en mis reflexiones se entremezclan datos de mi vida personal, aunque no pretendo convertir este escrito en mis confesiones. Algunas anécdotas de mi vida pueden explicar mejor lo que pienso sobre la nueva evangelización, y por eso a veces recurro a ellas con libertad. Algunas veces encontrará el lector repeticiones y un estilo desigual en este escrito elaborado a lo largo de los catorce años de mi jubilación episcopal. El estilo adoptado nunca tuvo pretensiones científicas ni literarias. No me propuse escribir un tratado de teología pastoral. Ya trabajan en este cometido pastoralistas de mayor solvencia, y yo sería incapaz de hacerlo. Solamente quisiera transmitir esta pequeña llama apostólica que arde en mi corazón desde el Vaticano II, en cuya cuarta y última etapa tuve el privilegio de participar.

    ¡Ojalá mis reflexiones ayuden a mejorar en la Iglesia un diálogo más esperanzador y vivo sobre este tema, y a dar pasos en el sentido acertado hacia la nueva evangelización!

    Oviedo, mayo de 2016

    ESPAÑA, ¿PAÍS DE MISIÓN?

    Años antes del Concilio Vaticano II sentían algunos cristianos en España la necesidad de una nueva evangelización. La publicación en Francia del libro de H. Godin e Y. Daniel ¹ sobre la necesidad de plantear la acción pastoral como misionera en aquel país provocó en España una viva reacción. Algunos consideraron el libro como una provocación exagerada, al menos para la España católica. Este planteamiento, decían, nada tiene que ver con el catolicismo español, que ha superado la amenaza marxista en la Guerra Civil y ahora goza de abundantes vocaciones para el sacerdocio y para la vida religiosa. Sin embargo, la descristianización de España era ya un fenómeno perceptible en la vida de la Iglesia. Y con el paso de los años se fue incrementando.

    Comenzaba a percibirse la descristianización

    Recuerdo de mis años de seminarista, allá por los años cuarenta, las conversaciones con el párroco de mi pueblo ². Hablábamos con frecuencia sobre la escasa participación de la mayoría de los feligreses en los sacramentos. Había un pequeño grupo de asiduos al culto, pero la inmensa mayoría carecía de instrucción religiosa y vivía al margen de las prácticas sacramentales, desvinculada de la parroquia. Un grupo reducido de jóvenes había recibido formación cristiana en la catequesis parroquial o en sus familias como preparación para la primera comunión. Algunos más afortunados habían sido alumnos del colegio teresiano, fundado a comienzos del siglo XX. Un pequeño grupo de jóvenes pertenecíamos a la Acción Católica y avanzábamos en nuestra formación religiosa por medio de los Círculos de Estudio, que dirigía el mismo párroco. Existían otras asociaciones religiosas de carácter cultual, como las cofradías, las Marías de los Sagrarios, la Adoración Nocturna y las Hijas de María. Unos pocos feligreses colaboraban en obras de caridad como las Conferencias de San Vicente de Paúl. El grupo más amplio de cristianos no pertenecía a ninguna asociación. Todo el pueblo recibía un empujón espiritual cuando se celebraban las Misiones Populares, a las que asistían muchos cristianos, preferentemente mayores. El resto de la población –casi la totalidad del pueblo bautizado en la infancia– no participaba en los cultos, a no ser que se tratara del culto a la Virgen de la Antigua o al Cristo de la Veracruz. Y, aun en estas fiestas, la mayoría mostraba su devoción tomando parte en las procesiones y romerías sin asistir a misa. Los practicantes de la religión pertenecían a la clase media o alta. El pueblo –los jornaleros y sus familias– participaba únicamente a la hora de bautizar, de casar o de enterrar. Eran cristianos de los tres coches, se decía entonces: el coche de los bebés en el bautizo, el de los novios en su boda y el de la funeraria para los difuntos.

    Parecido panorama religioso presentaban entonces los demás pueblos toledanos de la comarca. En ellos la formación religiosa de los cristianos adultos era casi nula. Vivíamos un cristianismo recibido de la tradición que apenas nos estimulaba a conocer a fondo nuestra religión y carecíamos de compromiso social. Los seglares justificaban su ignorancia religiosa con la frase del catecismo de Astete: «Doctores tiene la Iglesia que le sabrán responder». Esos doctores eran normalmente los sacerdotes, los religiosos y las religiosas, a los que exclusivamente se les consideraba gente de Iglesia o Iglesia sin más.

    Existía una especie de barrera social que hacía parecer normal que un amplio sector de la población cristiana se mantuviera lejos de las prácticas religiosas. Entre los practicantes predominaban las mujeres y los niños; y por ello era frecuente considerar la religión como «cosa de mujeres y de niños». Cuando los niños llegaban a jóvenes, era difícil mantenerlos vinculados a la parroquia. Ese difícil tránsito religioso de una edad a otra se advertía incluso en la Acción Católica. Los jóvenes raramente daban el paso a la rama de adultos dentro de la misma organización. Al hacerse adultos, casi todos descuidaban su vida religiosa, porque así se comportaban los demás adultos. Era corriente que hasta los cristianos más religiosos sufrieran un fuerte enfriamiento espiritual cuando se casaban o adquirían responsabilidades en el trabajo o en la sociedad.

    En los tiempos fuertes de la liturgia, como el Adviento o la Cuaresma, se organizaban misiones populares, charlas abiertas de formación, conferencias y ejercicios espirituales, dirigidos a preparar a los fieles para confesarse y comulgar en la Pascua. Se valoraban positivamente estos actos como piezas importantes de la pastoral. Los participantes eran escasos, pero salían muy animados a vivir más cristianamente. Sin embargo, el fervor les duraba poco, y las parroquias volvían pronto a su rutina de siempre.

    Pastoral de conservación

    En los años de mi apostolado sacerdotal en Toledo (1952-1965) fui consiliario diocesano de Hombres de Acción Católica y participé intensamente en el movimiento de Posgraduados de Acción Católica y en los Cursillos de Cristiandad para hombres ³. Los cursillistas, «hombres de pelo en pecho», en su mayoría de fe adormecida e inoperante, experimentaban en los cursillos un fuerte impulso religioso que causaba sensación en sus familias y en los pueblos. El impulso de conversión era fuerte, pero la formación religiosa de los cursillistas seguía siendo escasa. Fallaba la perseverancia. A mi juicio, el efecto de los cursillos era mayor en los cristianos con mejor formación cristiana, aunque produjera mayor impacto en la gente la conversión de los más alejados. Su perseverancia dependía de su fidelidad a los medios de formación que les ofrecía el poscursillo, especialmente en las reuniones de grupos.

    Aprecio en gran medida el trabajo pastoral desarrollado entonces por la Acción Católica especializada en los movimientos apostólicos y en otras obras de apostolado, como las Congregaciones Marianas, los ejercicios espirituales ignacianos, las Misiones Populares, la Obra Apostólica Familiar, la JOC y la HOAC, que florecieron con frutos apreciables. Sin embargo, los resultados pastorales obtenidos no acababan de satisfacer, porque sus frutos eran casi siempre efímeros y apenas tenían efectividad en la vida social.

    El apostolado de los católicos estaba en aquellos años arropado por las leyes del régimen político de la posguerra, que se definía como católico, pero el ambiente popular permanecía reacio a las prácticas religiosas, y lo normal era que el ambiente influyera en el abandono de las prácticas religiosas. Era frecuente entre los no practicantes tachar a los practicantes de «fariseos» y de «meapilas». Las prácticas religiosas, como dije antes, parecían reservadas a las mujeres y a los niños. Ni las personas tradicionalmente «de orden» ni los «ricos» y «socialmente poderosos» se comprometían como miembros activos de la Iglesia. Aunque algunos la ayudaran con donativos, la mayoría de los que practicaban eran personas humildes con más voluntad que recursos.

    El ideal perseguido entonces en la pastoral era lograr que los bautizados practicaran los sacramentos y se mostraran como católicos, sin miedo a ser señalados como tales. Cada vez se fue haciendo más evidente entre los cristianos mejor formados e iniciados en alguna asociación apostólica que, para ser consecuentes con su condición cristiana, tenían que dar ejemplo, comprometiéndose en la promoción de la justicia social y en el desarrollo de la sociedad por el efectivo reconocimiento de los derechos humanos en la vida social y política.

    El magisterio de Pío XII había sido muy clarificador en este sentido. La inquietud apostólica en el campo social fue especialmente patente en la Acción Católica especializada, en la HOAC, y en la JOC, pujantes ya ⁴ en los años anteriores al Concilio Vaticano II ⁵. Por esta causa, los políticos del régimen –de muy variadas tendencias e ideologías, aunque siempre fieles al régimen autoritario del general Franco– solían tachar a la Acción Católica de subversiva y enemiga del orden establecido. Los más benignos la consideraban imprudente y difícilmente justificable como apostolado por mezclar la religión con los problemas sociales y políticos de nuestra sociedad.

    Era evidente que la Iglesia en España necesitaba una profunda renovación que diera más formación cristiana a los bautizados y provocara su conversión personal. La Iglesia toda necesitaba acercarse más a la sociedad y adaptar su acción pastoral a los nuevos tiempos que se avecinaban, con los cambios esperados en la sociedad cuando Franco dejara el poder ⁶.

    El Concilio Vaticano II, un concilio para la renovación

    Cuando el papa san Juan XXIII, en la fiesta de San Pablo de 1959, declaró su intención de celebrar un concilio ecuménico, algunos políticos del régimen franquista afirmaron que el Concilio era inútil para España, porque ya gozábamos de una legislación cristiana ejemplar. La mayor parte de los cristianos recibió la noticia con indiferencia, y algunos más ilustrados pensaron que no tendría éxito por convocarlo un papa anciano, de transición, y sin el apoyo entusiasta de la misma Curia vaticana.

    Pero los cristianos más comprometidos en el apostolado recibimos la noticia con gran alegría y esperanza. Se anunciaba un Concilio con el propósito de buscar nuevos caminos para la acción pastoral de la Iglesia católica. Un viento de esperanza sopló por el mundo cristiano, teñido de un cierto temor al fracaso, a que la Iglesia no fuera ya capaz de evangelizar en el mundo moderno. En España, muchos cristianos interpretamos este hecho como la apertura de una puerta providencial para ayudar a romper nuestro aislamiento y para orientarnos en el cambio social y político que España estaba necesitando.

    La profética intuición de san Juan XXIII

    El papa convocaba el Concilio Vaticano II movido por el Espíritu Santo, en busca de una renovación que abriera las ventanas de la Iglesia al servicio de la evangelización del mundo contemporáneo. El papa que hoy veneramos como santo ponía su mirada en la Iglesia católica extendida por el mundo.

    La Iglesia –decía el Sumo Pontífice– ve en nuestros días que la convivencia de los hombres, gravemente perturbada, tiende a un gran cambio. Y cuando la comunidad de los hombres es llevada a un nuevo orden, la Iglesia tiene ante sí una tarea inmensa, tal como hemos aprendido que sucedió en las épocas más trágicas de la historia. Hoy se exige a la Iglesia que inyecte la virtud perenne, vital, divina, del Evangelio en las venas de esta comunidad humana actual, que se gloría de los descubrimientos recientemente realizados en los campos técnico y científico, pero que sufre también los daños de un ordenamiento social que algunos han intentado restablecer prescindiendo de Dios ⁷.

    El papa era optimista, porque se apoyaba en la fe, en el Dios bueno y salvador del género humano, que nos exhorta a reconocer los signos de los tiempos y a descubrir en ellos, a pesar de tinieblas tan sombrías, «numerosos indicios que parecen auspiciar un tiempo mejor para la humanidad y para la Iglesia» .

    Desde esta situación, san Juan XXIII deseaba que la Iglesia profundizara en el tesoro del depósito de la fe, recibido de Dios, que promoviera el ecumenismo progresando en la unión con los hermanos cristianos separados y se abriera a los nuevos tiempos para anunciar valientemente el Evangelio a

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