Huida en la noche
Por Kay Thorpe
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Lucius solo había pretendido convertirla en su amante, pero, al descubrir que ella era virgen, tuvo que cambiar los planes. Sin embargo, no tenía el menor problema en cumplir con su deber moral... si eso significaba dormir con Gina noche tras noche.
Kay Thorpe
An avid reader from the time when words on paper began to make sense, Kay developed a lively imagination of her own, making up stories for the entertainment of her young friends. After leaving school, she tried a variety of jobs, including dental nursing, and a spell in the Women's Royal Airforce, from which she emerged knowing a whole lot more about life-if only as an observer. She married in 1960, but didn't begin thinking about trying her hand at writing for a living until she gave up work some four years later to have a baby. Having read Harlequin Mills & Boon novels herself, and having done some market research in the local library asking readers what it was they particularly liked about the books, she decided to aim for a particular market. She was fortunate to have her very first completed manuscript accepted-The Last of the Mallorys, published in 1968. Since then she has written over 70 books, which doesn't begin to compare with the output of some Harlequin Mills & Boon authors, but still leaves her wondering where all those words came from. She now lives on the outskirts of Chesterfield in Derbyshire along with husband, Tony, and a huge tabby cat called Mad Max-her one son having flown the coop. Some day she'll think about retiring, but not yet.
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Huida en la noche - Kay Thorpe
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2001 Kay Thorpe
© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.
Huida en la noche, n.º 1272 - noviembre 2014
Título original: The Italian Match
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Publicada en español en 2002
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-5591-5
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
Capítulo 1
ERA extraño pensar que aquel podía haber sido su hogar, reflexionó Gina contemplando el exuberante paisaje de la Toscana ante ella, mientras subía la cuesta. Por bello que fuera, no sentía nada hacia él. Gina se detuvo en la cuneta y abrió el mapa sobre el asiento del copiloto. Si sus cálculos eran correctos, aquella colección de tejados rojos con una torre de iglesia, a kilómetro y medio de distancia, más o menos, debía ser Vernici. El pueblo era más pequeño de lo que esperaba, pero encontraría alojamiento. No pensaba quedarse más que unos días. Cuanto más se acercaba a su destino, sin embargo, más dudas tenía en cuanto a lo acertado de su empresa. Veinticinco años era mucho tiempo. La familia Carandente podía haberse marchado, quizá ya no vivieran allí. Si era así, olvidaría el asunto de una vez por todas, se juró. De un modo u otro vería una parte de Europa hasta entonces desconocida para ella.
El pueblo, rodeado de olivares, tenía cierto aire medieval, reflexionó al llegar. Sus estrechas calles partían todas radialmente de una plaza central. De pronto un coche salió disparado a toda velocidad por una de ellas. Habría golpeado al de Gina, de no haberse apartado ella rápidamente. Solo había una dirección en la que avanzar, y era precisamente atravesando una barrera que protegía unas obras en la calzada, obras en la que el empedrado terminaba haciendo un extraño ángulo sobre el que Gina fue a golpear el vehículo metiendo la rueda delantera en un hoyo bastante profundo.
Sujeta por el cinturón de seguridad, solo sufrió la sacudida y el susto, pero fue suficiente como para que se quedara ahí sentada un buen rato. Los peatones que había por los alrededores no tardaron en acercarse a husmear, nada más oír el golpe y el ruido de los frenos.
Con sus escasos conocimientos de italiano, Gina apenas pudo comprender lo que decían. No le quedaba más remedio que comunicarse por gestos. Por fin un peatón abrió la puerta del copiloto y la ayudó a salir del coche. Gina, mientras tanto, trataba de hacerse comprender. La única palabra que pudo descifrar de lo que el transeúnte decía fue «taller».
—Si, grazie, signor —respondió agradecida, esperando que el hombre comprendiera y llamara a alguien que pudiera ayudarla.
El peatón que la había ayudado se marchó calle arriba. Gina dio la vuelta al vehículo para examinar los daños. El lateral delantero estaba destrozado. La rueda se había incrustado en la aleta debido al impacto, y esta, naturalmente, estaba muy abollada. Era un consuelo que el coche fuera italiano, porque así no le costaría encontrar piezas nuevas, si es que eran necesarias.
Importunados más que ayudados por los transeúntes, bien dispuestos a echar una mano y dar un consejo, enseguida llegaron dos hombres que comenzaron a sacar el vehículo del hoyo con una grúa. Tardaron casi media hora en conseguirlo. El estado del coche era bastante peor de lo que había creído en un principio. La rueda estaba destrozada, la aleta hecha un guiñapo, y el capó necesitaría un montón de golpes y pintura para recuperar su estado inicial. La alegría y la sencillez con la que trabajaban los dos mecánicos, sin embargo, le inspiró confianza. Uno de ellos, que chapurreaba alguna que otra palabra en inglés, le indicó que sería necesario pedir una rueda y una aleta nuevas a Siena o quizá, incluso, a Florencia. Cuando Gina le preguntó cuánto tiempo les llevaría eso, el hombre extendió las manos en un gesto fácil de interpretar. Una semana, quizá. Era posible que algo más. ¿Quién podía saberlo? Aparte de eso, por supuesto, estaban las horas de trabajo en el taller. Otra semana más, pudiera ser. ¿El coste? El mecánico extendió las manos expresivamente una vez más. Costaría lo que costara, concluyó Gina, perdiendo las ganas de seguir preguntando nada.
Gina declinó el ofrecimiento de acompañarlos en la grúa, sentada en el estrecho espacio de la cabina entre ellos dos, y siguió al vehículo a pie por una calle lateral hasta el taller, donde su coche fue sencillamente aparcado en espera de que alguien le prestara la debida atención. Aquel era su único medio de transporte. Las piezas serían pedidas de inmediato, aseguró el mecánico más joven. Mientras tanto, él mismo podía procurarle un sitio en el que alojarse.
Gina observó cómo la miraba de arriba abajo, e inmediatamente declinó el ofrecimiento. Entonces pensó por primera vez en el vehículo que había causado el accidente. El conductor era una mujer joven, el coche, imponente, azul. Gina se los describió ambos al mecánico, aunque con pocas esperanzas. La respuesta, sin embargo, fue rápida.
—San Cotone —dijo el mecánico—. Tienes que ir a San Cotone, a tres kilómetros de aquí —añadió desempolvando un mapa—. Son muy ricos, oblígales a pagar.
Gina, desde luego, estaba dispuesta a intentarlo. Tenía seguro contra accidentes, pero las reclamaciones en suelo extranjero eran notoriamente difíciles de cobrar. Cuanto más pensaba en ello, más se enfurecía. Su empresa inicial, la razón por la que había viajado hasta Vernici, quedó temporalmente olvidada. Estaba atrapada en aquel pueblo remoto por culpa de una alocada adolescente que no tenía nada que hacer excepto conducir a toda velocidad, sin la menor consideración. Pero la pregunta era: ¿cómo llegar a aquel lugar?
—¿Taxi?, ¿autobús?
—En coche —repuso el mecánico.
—¿Y cómo diablos voy a...? —comenzó a decir Gina, interrumpiéndose de pronto al ver lo que él señalaba: un viejo Fiat que, obviamente, había visto mejores días. Dada su situación, sin embargo, no podía elegir. Si ese era el único vehículo disponible, se lo llevaría—. ¿Cuánto me va a cobrar?
El mecánico se encogió de hombros elocuentemente, sonriente, y por fin dijo:
—Ya pagarás después.
A pesar de su aspecto destartalado, el Fiat arrancó a la primera. Gina tomó de nuevo la carretera por la que había llegado y eligió después la desviación que le había indicado el mecánico.
Tras los olivos, un inmenso viñedo cultivado, según parecía, por todo un ejército de trabajadores. De pronto Gina relacionó la marca del vino de aquel lugar, Chianti, con el que solía tomar en casa. Los propietarios del viñedo debían ser ricos de verdad. Sin duda podían pagar el arreglo de su coche.
Tras la verja de hierro que daba paso a la propiedad, un camino en curva, rodeado de árboles y jardines, llevaba hasta una majestuosa villa de piedra. Gina se detuvo en el aparcamiento de grava que había frente a la fachada. No se dejaría impresionar. Alguien de esa familia la había sacado de la carretera, y su deber era reembolsarle el coste del taller.
Junto a la imponente puerta de dos hojas, embebida en la piedra, un tirador de estilo antiguo. Gina escuchó claramente el timbre, profundo y repetido. El hombre que abrió, ya mayor, iba vestido con camisa blanca y traje negro. Debía formar parte del personal de la casa. La miró brevemente, con desdén, y luego desvió la vista hacia el destartalado Fiat.
—Quiero ver al propietario —dijo Gina sin dejarlo hablar—. Padrone.
El hombre sacudió enfáticamente la cabeza, dijo algo ininteligible en italiano, y intentó cerrar. Gina sujetó la puerta con ambas manos e insistió:
—¡Padrone!
Por la cara que puso el hombre, era evidente que no iba a dejarla pasar. Solo le quedaba una opción. Gina se escabulló dentro de la casa pasando por delante de él antes de que pudiera hacer otro movimiento. Atravesó un vestíbulo de mármol y se dirigió, decidida, hacia una de las puertas que había allí. La abrió y entró. Nadie la echaría.
Por el otro lado, en la cerradura, había una llave. Gina la echó y apoyó la frente sobre la puerta para recuperar el aliento. Hacer aquel movimiento había sido una locura, pensó. Tras oír unos golpes en la puerta desde fuera, seguidos de lo que le pareció una pregunta, Gina se quedó helada. Otra voz masculina contestó, esta vez desde dentro, desde detrás de ella. Gina se dio la vuelta y vio una enorme habitación cubierta de librerías. En el extremo opuesto, un hombre sentado frente a una mesa de despacho inmensa.
—Buon pomeriggeo —dijo él.
—¿Parla inglese? —preguntó Gina esperanzada.
—Por supuesto —respondió él con fluidez—. Discúlpeme por mi torpeza. Por un momento me confundió el moreno de su cabello, creí que era de la misma sangre que yo. Pero no, jamás he conocido a ninguna italiana con ese tono azul de ojos tan vívido, ni con una piel tan fina y maravillosamente pálida como la suya.
Gina sintió que su pálida piel se ruborizaba ante la extravagancia de la observación.
—Soy yo quien debe disculparse por invadir su intimidad así —contestó ella—; era el único modo de entrar, con el guardia que hay en la puerta.
—Guido apenas habla inglés —sonrió ligeramente el hombre, disculpándola—, y es evidente que usted habla aún menos italiano. No es de extrañar que se produjera un malentendido. Quizá pueda usted explicarme a mí a qué ha venido.
Gina, que seguía con la espalda pegada a la puerta, dio un paso adelante y, viendo al hombre ponerse en pie, sintió un estremecimiento. No tendría más de treinta años, y su cuerpo, con una camisa color crema y un pantalón oscuro, parecía atlético y ágil.
—Necesito ver al cabeza de familia —afirmó ella.
—Soy yo, Lucius Carandente —contestó él inclinando levemente la cabeza.
Por un segundo, el shock le robó el habla y toda claridad de pensamiento. Gina lo miró con los ojos muy abiertos. Tenía que haber más de una familia apellidada Carandente en el lugar, se dijo. Era imposible que se tratara de la misma a la que ella estaba buscando.
Y, no obstante, ¿por qué no? ¿Qué razón tenía para suponer que los Carandente a los que buscaba eran de la clase trabajadora, en lugar de aristócratas?
—Parece usted sorprendida —comentó él enarcando las cejas, con una expresión de diversión.
—Esperaba a alguien mayor —respondió ella, incapaz de revelar nada más, de momento—. Al padre de una joven que conduce un coche azul.
—Donata —afirmó Lucius haciéndose cargo de inmediato—, mi hermana pequeña. ¿Qué ha hecho ahora?
—Ha provocado un accidente. Hace una hora, más o menos. En Vernici. Mi coche está en el taller, necesitará piezas nuevas. Además, me han dicho que tendrán que pedirlas a Siena o a Florencia, y eso llevará bastante tiempo... ¡por no hablar del coste, claro!
—¿Tiene usted seguro?
—¡Por supuesto que tengo seguro! —respondió Gina ofendida, con aspereza, creyendo que él trataba de evadirse del problema—. Pero no puedo esperar a que mi aseguradora le cobre el arreglo a la suya, eso llevaría más tiempo aún. De todos modos, es la compañía de seguros de su hermana la responsable del daño. ¡Eso si ella tiene seguro, claro! —exclamó guardando silencio, comprendiendo que había sido impertinente—. Lo siento, ese comentario no ha sido muy cortés.
—No, no lo ha sido, pero quizá lo merezca. Si tiene usted la amabilidad de abrir la puerta que ha cerrado antes con llave, para que pase Guido, yo me encargaré de todo.
Gina obedeció de mala gana, temiendo en parte que Lucius le ordenara al mayordomo sacarla de la casa de inmediato. El sirviente entró sin demora, dirigiendo la vista hacia su señor como si ella no existiera.
Lucius Carandente habló en italiano, rápidamente, despachando al anciano con un subito.
—Por favor, tome asiento —añadió luego dirigiéndose a Gina, señalando la silla más cercana.
Lucius no se sentó; permaneció de pie, apoyado