EL ÚLTIMO LIBRO
Mientras avanzaba por el camino de tierra que llevaba a la casa de verano de Henry Grey, me recordé que me habían hecho una invitación personal. Hombres en camisas de lino arrugadas y pantalones flojos, así como mujeres de faldas y vestidos vaporosos daban vueltas por el pasto descuidado frente a la casa estilo colonial de Nueva Inglaterra. Desde el océano, a pocas hondonadas de distancia, llegaba un viento suave, pero constante, que hacía flotar las servilletas como plumas.
Miré mis alpargatas y deseé haberme puesto tacones. Escuché que una mujer decía: «El ego de ese hombre es tan grande como su lienzo». Más lejos, detrás de ella, oí la voz atronadora de un hombre: «Lo que debí decir era “Edna St. Vincent Millay”. ¿Y qué dije? “¡Edna St. Vincent Mulcahy!”». El que hablaba y quienes lo escuchaban estallaron en carcajadas. Avancé unos pasos hacia la multitud. Un hombre elegante con un mechón de pelo blanco agitaba su copa y le decía a su acompañante: «Yo sabía que Bob Gottlieb iba a abrir paso al cambio, pero tenía la esperanza de que fuera algo más trascendente que permitir la publicación de la palabra joder en The New Yorker».
Los invitados se comportaban justo como imaginé que lo harían. Era la élite veraniega de Truro, los escritores, editores, poetas y artistas que dejaban sus departamentos en Manhattan y Boston cerca del Día de los Caídos y se quedaban en Cape Cod hasta septiembre.
Estás leyendo una previsualización, suscríbete para leer más.
Comienza tus 30 días gratuitos