Réquiem por Tijuana
Por Néstor Robles
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En este universo, la ficción se confunde con la vida: la literatura imita a una realidad terrorífica y sobrenatural: la única que parece poder explicar la violencia y la locura desenfrenadas y sin sentido de la que los habitantes de esta ciudad son víctimas y victimarios.
"Réquiem por Tijuana" es la muerte y la transformación, la transición hacia el mundo de las bestias. Y, de fondo, es la música —Dylan, Grateful Dead, Lennon, Townshend, Young— que seguirá aún después de que desaparezcamos, como una amarga balada: el eco de nuestra violenta extinción.
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Réquiem por Tijuana - Néstor Robles
Walk me out in the morning dew, my honey,
Walk me out in the morning dew, today.
I'll walk you out in the morning dew, my honey,
I guess it doesn't really matter anyway.
BONNIE DOBSON/TIM ROSE
Morning Dew
¿Girarán en realidad las otras ciudades, los otros países, el mundo, el sol, los planetas, alrededor de Tijuana?
L. H. CROSTHWAITE
Por qué Tijuana es el centro del universo
1
Voraz
ASESINO ANÓNIMO
Puede llamarme N. Soy un asesino, un natural born killer, ¿no?, como la película: de nacimiento. Eso sí, uno de verdad. Desde que nací he sido un niño prodigio: siempre me adelanto a las cosas. ¿Quién sabe? Uno siempre se quiere adelantar. Como una morrita con la que salía: íbamos al cine y siempre quería adivinar quién se iba a morir, quién iba a vivir, quién era el asesino. Digo, está bien, ¿no?, uno se pregunta lo mismo, es lo divertido de las historias: siempre quieres saber quién muere, quién vive, quién mata. Pero esta morra lo decía en voz alta y se reía de los detalles importantes. Cómo me cagan esos que van al cine a burlarse y decir las pendejadas que piensan en voz alta. Total. Me salí de la sala porque, lo peor, adivinó todo. En cuanto salieron los créditos y vino el obligado «Te lo dije», seguido de una risa de sabelotodo, la dejé. Me estropeó la película, pues. Pero ella no fue mi primera víctima, no, a ella no la maté.
La primera fue mi jefa. Como me quise adelantar, le compliqué el parto. Entonces le dijeron que nada más uno se salvaría. Mamá no dudó en elegirme. Tenía 26. Quería que yo viviera. A veces pienso que mejor me hubiera dejado morir a mí, pero luego me pongo a chillar porque pienso así y trato de imaginar por qué, qué chingados tiene de extraordinario estar vivo. Lloro cuando me acuerdo de ella, ustedes me disculparán. Pero es que deben saber que tengo una memoria fotográfica: me acuerdo de su rostro hinchado cuando nací, su sonrisa antes de que cerrara los ojos, también cuando vi a mi papá llorar, con esa mirada de coraje que nunca perdió. Porque, muy a su pesar, tengo la misma cara de mi madre. Si me pusieran una peluca no sabrían distinguir si soy vieja o bato. Y cómo me ha hecho sufrir esto, carajo. Empezando por mi jefe, mi segunda víctima.
¿Ya les dije que tengo buena memoria? Pues ojalá me crean cuando les cuente que desde la cuna mi papá me maldecía: Pinche mocoso, me decía llorando con botella de vino en mano, ojalá te mueras. Me descuidaba. Cuando estaba aprendiendo a caminar me tumbaba a propósito. Dejaba pasar mis horas de comida. Yo creo que le daba lástima o le enfadaban mis gritos. Le faltó valentía para matarme. Una de las pocas veces que lo intentó con una almohada, apretándola contra mi rostro, me desmayé. Pensó que me había muerto. Lloró gritando el nombre de mamá: «Perdóname, Gracia, perdóname». Desperté.
Sentía su odio y su coraje. Por eso, cuando iba a cumplir 21, decidí matarlo. Esperé a que se durmiera y le apreté en su cara la misma almohada con todas mis fuerzas. Pataleó como robot descompuesto. No pensé más que en correr. Tomé mis ahorros que guardaba en una caja de zapatos debajo de la cama y salí a la estación de camiones para tomar el primero a la frontera. Tomé un mapa. Como me gusta la playa, decidí llegar a California, que estaba más cerca, y era cuestión de tiempo que decidiera cruzar a Tijuana. Apenas me alcanzó para el pasaje.
Al principio experimenté el remordimiento, sí. Pero cuando ya en el camión miraba todo el desierto pasar por la ventanilla, pensé mucho y llegué a la conclusión de que todos somos asesinos, ¿no? Directa o indirectamente. Digo, nosotros lo somos por necesidad, ¿no? Tenemos que matar para comer, para sobrevivir. Algunos por gusto, supongo, pero lo que quiero decir es que todos hemos matado. ¿Quién, sin fijarse, no ha pasado por el camino de unas hormigas y las apachurra? Está quitando una vida y nunca se enteró. Además, cuando a alguien le toca, le toca. Como la persona que recoge un perro que está a media calle. Lo alimenta, lo lleva al veterinario y lo adopta. Un día se va a trabajar y cuando regresa ahí está el perro en la calle frente a su casa, con las tripas de fuera, los ojos abiertos, viéndolo como quien piensa «Ni modo, ya me tocaba».
Eso pensé durante el camino. Hasta que llegué a Tijuana. Primero estaba preocupado porque me iban a detener en la aduana, pero pasé sin complicaciones. Caminé hambriento por la Revolución. Todos me causaban gracia con sus miradas despectivas. Los imaginaba desnudos, porque si les quitas la ropa no son nada, pura piel con pelos que se erizan con el frío. Eso es lo que somos. Usted, doctor, se cree mucho porque nos analiza siempre con su trajecito, su corbatita y toda la madre pero, ¿a ver?, quíteselo. ¿Ya me entiende? Se vería ridículo terapeándonos con los huevos al aire, ¿no? A eso me refiero.
Pero bueno, le decía que llegué y recorrí todo el centro, para reconocerlo y no perderme. Terminé entrando a una cantina. Era martes, me acuerdo, y el lugar estaba vacío, salvo por un bulto acomodado en una mesa de la esquina; tarro gigante de cerveza en mano. Me senté en la barra y pedí una media. Nada más escuchó la corcholata volar y chocar contra el cesto de basura, el bulto levantó la cabeza. Me vio y me gritó: Compa, ¿por qué no me acompañas? A nadie le gusta tomar solo. A mí sí, pero igual fui a brindar con él mi nueva vida en la ciudad.
Nos saludamos y, sin preámbulo, como si fuera un conocido de años, me dijo que ya sabía cómo hacerse millonario: había realizado un estudio minucioso de los ganadores de la lotería en la última década. Según él, los números, el azar y la estadística son cíclicos y estaba seguro de que iba a descubrir al ganador de ese año. Buscaba a alguien de confianza que supiera programar algún software para que nada más ingresara los dígitos y el análisis fuera automático. Lo decía todo con mucha pasión, convencido de que iba a funcionar. ¿Quién sabe? Chance y sí. ¿Tú le sabes a la programación?, me preguntó. Pues no, no le sé. Mmmta madre, dijo decepcionado. Hubo un largo silencio. Las botellas se empezaron a juntar sobre la mesa. En la rocola sonaba alguna canción de rock psicodélico.
¿Sabes que hoy mi mamá cumpliría setenta años si estuviera viva?, me dijo el bulto y empezó a llorar, a gemir de dolor. ¿Qué le pasó?, le pregunté. Cáncer. Siempre es el pinche cáncer, ¿no? Me acordé de mi madre, Gracia. Le dije que la mía también estaba muerta, que lo entendía. ¿Y por qué estás así como si nada?, me dijo sacado de onda. No entendía a qué se refería con eso de «estar así como si nada». ¿No la querías?, preguntó el imbécil. Fue una patada en los huevos. No, le contesté, no la quiero. No la conozco. Trato de olvidarla. ¿Y eso, mano?, me dijo, tocándome en el hombro, ¿Te trataba tan mal? No, amigo, no me trató mal. Al contrario. ¿Entonces?, preguntó. Me amaba, aunque a veces dudo qué tanto. Este cuate estaba intrigado.
Cuando le dije: Yo la maté, se me quedó viendo con unos ojos de odio. Se terminó su caguama y se fue. Ahí me dejó. Salí detrás de él. Compa, le grité, ¿por qué me deja ahí bebiendo solo cuando yo le di mi compañía sin conocerlo? No me cae bien la gente que se quiere pasar de lista conmigo. No me estoy pasando de listo. Es la verdad. Se murió cuando nací. Fue mi culpa. Entonces no la mataste tú, fue un accidente. No, yo la maté, insistí, si no hubiera nacido estuviera viva. Estás mal, chavo, ven, déjame invitarte otro tarrito, necesitas beber un poco más para que entres en razón. Como no tenía nada mejor qué hacer, entré con él de regreso a la solitaria cantina. Discutimos hasta que nos cantó el gallo. Le dije que acababa de llegar a la ciudad y necesitaba un trabajo. Mira, yo tengo un amigo que trabaja en el Mercado Hidalgo. Ayuda a descargar la mercancía, el pinche Lázaro seguro que te echa la mano. Nos despedimos. Me dijo que no era un asesino, que sabía reconocer a uno de lejos. Sonreí y le deseé suerte con lo de la lotería. Si te la ganas te acuerdas de mí, ¡eh! Se soltó a carcajadas hasta que vació todo el estómago ahí, en plena calle.
El Lázaro es un pinche tecato que se la pasa trabajando para su vicio. Eso sí, nada más de noche. Fue él quien me introdujo a este fascinante mundo bajo. Hasta eso, es muy generoso, el loco. Cuando lo conocí me convidó, fue la primera vez que probé el foco. Puta, qué mal viaje me aventé, o eso pensé en el momento, pero me vienen flashazos: el Lázaro ahí en la esquina, cogiéndose a una morra que luego se comió. Ya sé, qué fumada. El Lázaro me habló de su otro trabajo: como a usted, supongo, le pagaban por matar. Yo le dije que yo ya tenía experiencia en eso. Se cagó de la risa. Nadie me cree cuando lo digo. Le di un puñetazo en la nariz. O intenté, porque nunca me había peleado con nadie y no sabía golpear. Le di quedito. Y, ¡mocos!, que me regresa el putazo en la jeta y salí volando por allá. Aplíquese, putito, me dijo, tiene que ponerse al tiro. Esos pinches golpecitos de maricón no sirven. ¿Eres puto? Sí, eres puto, pareces puto. Estás bien bonito, me dijo. Es por mi mamá, nos parecemos. Pues qué pinche cuero ha de ser tu jefa, cabrón, ¿dónde la dejaste? Se murió, le dije, yo la maté. No mames, qué desperdicio, ¿cómo? Naciendo. Lázaro fue el primero en no burlarse. Nunca he sabido por qué. Ni le pregunté. Ni modo, fue lo que dijo: En esta vida matas o