La noche será negra y blanca
Por Socorro Venegas
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Socorro Venegas
Socorro Venegas (San Luis Potosí, 1972) es autora de los libros de cuentosLa risa de las azucenas, La muerte más blanca, Todas las islas (Premio Nacional de Cuento “Benemérito de América” 2002). Ha sido becaria del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes y del Centro Mexicano de Escritores, y escritora residente en el Writers Room de Nueva York. Cuentos suyos se han traducido al inglés y al francés. La noche será negra y blanca ganó el Premio Nacional de Novela para Ópera Prima “Carlos Fuentes” 2004.
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La noche será negra y blanca - Socorro Venegas
SOCORRO VENEGAS
La noche será negra y blanca
Ediciones Era
Primera edición en Biblioteca Era: 2009
ISBN: 978-607-445-021-7
Edición digital: 2011
eISBN: 978-607-445-089-7
DR © 2011, Ediciones Era, S.A. de C.V.
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A Marcelo y Efraín
Mis escritos trataban de ti, no hacía más que depositar en ellos las quejas que no podía hacerte directamente, apoyado en tu pecho.
Era una despedida de ti, dilatada expresamente.
Franz Kafka, Carta al padre
ĺndice
Principio
No me esperes esta tarde, le dijo a mi madre antes de desaparecer por más de diez años. Ella lo miró con sus grandes ojos mudos y pensó que de por sí nunca lo esperaba. Nunca desde el accidente de mi hermano.
Para mi padre beber se había convertido en algo más que un refugio: un hogar querido donde se culpaba a sus anchas por no haber evitado aquello. Pero no nos engañemos: él ya bebía, y mucho. Después sólo se entregó sin reservas al alcohol. Qué curioso que le avisara a mi madre que no lo esperara. Tal vez quiso insinuar que no lo esperara más en toda su vida y le pareció muy dramático, o tal vez no lo dijo así para que ella no fuera a decírmelo y yo intentara detenerlo. Tal vez él mismo ignoraba que no volvería esa tarde. La verdad es que yo no hubiera querido detenerlo. Estaba un poco más allá de la adolescencia y mi padre y el alcohol estorbaban. Dolían.
Mi madre no lo esperó esa tarde. Ni ninguna otra. No volvió a verlo. Pasaron esos años y otros, pero un día él me llamó por teléfono, y yo, que estaba hecha a la idea de que tampoco lo escucharía más, sentí pánico y amor por ese hombre perdido que no me pedía traerlo de vuelta al mundo, sino que yo fuera al suyo.
–Si vas a buscar a tu padre, llévale ropa. Que muera bien vestido.
Mamá esperó a servir el postre para asestar el golpe. Estuvo acechándome, sirvió la sopa, la carne, y con una sonrisa que no auguraba nada bueno, puso una rebanada de pastel de naranja frente a mí.
Y pensar que era yo quien iba a sorprenderla, a decirle que después de tantos años sin ninguna noticia de él, había llamado por teléfono y quería que fuera a verlo a Denver, donde ahora vivía. En esa breve conversación con mi padre creí que la insistencia en que yo hiciera el viaje sólo era una excusa para conseguir otra cosa, así que lo interrumpí de mala gana:
–Espérate, te mando dinero. ¿Es eso?
–No, Andrea, no es eso.
–¿Cómo crees que voy a ir hasta allá así como así, papá? Estás loco –colgué y me quedé mirando el aparato. Volví a levantar la bocina, furiosa:
–Y además, ¿cómo carajos llamas después de diez años de no saber de ti? ¿Por qué no me dices la verdad? ¿Qué hiciste ahora?
Del otro lado se extendía el infinito. Colgué de nuevo y esperé. Esperé y temí, pero el timbre no volvió a sonar.
Y mamá ya sabía.
Pelar una cebolla enseña al alma más que mil sermones y sesiones de psicoanálisis. No se trata de cocinar, de eso no sé nada. Pelar una cebolla es mi manía, mi superstición, mi ansiolítico.
Muy joven, mi padre había practicado el boxeo. Años después aún tenía buenos reflejos, pero el alcohol en su sangre no lo ayudaba y sus contrincantes, sus mismos compañeros de parranda, lo alcanzaban. Muchas veces el anuncio de que papá estaba por llegar a casa eran los gritos de los vecinos pidiendo que alguien llamara a la policía. Tengo trece años y no duermo profundamente si él no ha vuelto a casa. Me acuesto con un pie fuera de la cama, eso me mantiene alerta. Mi corazón se acelera. Salgo de casa, salgo mientras mamá me sigue con la mirada: ella misma me habría pedido que fuera por él. Pero antes ya he adivinado que papá es la causa de todo ese ruido. Se está peleando en la calle. ¡Desearía ser hombre para librarlo de su desastre! Para darles una paliza a esos que lo golpearon, que le rompieron la nariz y lo humillaron.
Su sangre entre mis dedos.
Me digo que siempre voy a estar ahí para ayudarlo a levantarse. Un extraño orgullo, en medio de las miradas de lástima de los curiosos. No hablo con nadie. Todo lo que tengo es esa arrogancia y el amor por mi padre. La necesidad de cuidarlo. Sí, digo para mí, siempre cuidaré de él.
A través del tiempo, ninguna promesa mía ha sido más dolorosa. E imposible de cumplir.
Cuando pasó lo de Gabriel, todos perdimos el norte. Pero sobre todo él, de quien esperamos en vano que nos sostuviera.
A veces llegaba, en la madrugada, con una herida en la cabeza o en otra parte del cuerpo. No me pasa nada, la sangre es muy escandalosa
, decía, para tranquilizarnos. Mi madre se ponía a temblar, no sabía qué hacer y acababa siendo yo quien maniobraba con el jabón, el agua oxigenada y el algodón para limpiar la herida. O para salir a buscar un taxi que nos llevara al hospital.
También podía sonar el timbre del teléfono; del otro lado una voz avisaba que estaba detenido en algún sector policiaco porque lo habían sorprendido orinando o bebiendo en la vía pública. O durmiendo en un parque.
Estaba expuesto, era carne viva. Un doliente. Un hombre tortura era mi padre.
Cuando sucedió lo de la cárcel yo tenía diecisiete años y pronto terminaría el bachillerato. Después de eso, él y yo, que de todos modos pendíamos de un hilito, nos separamos para siempre. Ya no se pudo. Nos volvimos extraños.
Lo encerraron por robarse una máquina de escribir. Lo hizo estando ebrio, pero él negaba todo: estaba convencido de que al no conservar recuerdos no existía el mundo del que le hablaban. Pero los testigos decían que había allanado una casa e intentado huir aferrando la herramienta de trabajo de una secretaria.
El día que salió del reclusorio, sólo yo esperaba en la puerta. Tras muchos días en que viví con vergüenza su encarcelamiento, en que lloré frente a la jueza para que lo liberara porque estaba segura de que él no había hecho nada malo… Lo que no esperé fue su equipaje absurdo: traía tres bolsas grandes llenas de cosas. Allá adentro hizo negocios, comenzó vendiendo su reloj y comprando baratijas que después volvía a vender a otros presos; las bolsas contenían toda clase de objetos, restos de naufragios, minucias arrebatadas de las manos de seres que se hundían abrazando sus