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Mejores Cuentos de Isaac Asimov
Mejores Cuentos de Isaac Asimov
Mejores Cuentos de Isaac Asimov
Libro electrónico348 páginas5 horas

Mejores Cuentos de Isaac Asimov

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Información de este libro electrónico

Isaac Asimov es considerado por muchos como el mejor escritor de ciencia ficción del siglo XX y nos dejó más de 500 publicaciones, tanto de ficción como técnicas, muchas de las cuales son geniales y creativos cuentos. Este libro electrónico, al igual que en los otros volúmenes de la "Colección Mejores Cuentos", es una cuidadosa selección de los mejores cuentos de Isaac Asimov, lo que lo convierte definitivamente en una lectura imperdible, no solo para los amantes de la ciencia ficción, sino también para los fanáticos de los cuentos en general.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento25 sept 2023
ISBN9786558944492
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    Mejores Cuentos de Isaac Asimov - Isaac Asimov

    cover.jpg

    Isaac Asimov

    MEJORES CUENTOS

    Primera edición

    img1.jpg

    Isbn: 9786558844492

    Sumario

    PRESENTACIÓN

    Sobre el autor y su obra

    Al estilo marciano

    La bola de billar

    Versos luminosos

    Un extraño en el paraíso

    El chistoso

    Algún día

    Sensación de poder

    Mi nombre se escribe con S

    El niño feo

    Sally

    Esquirol

    Sueños de robot

    Punto de vista

    PRESENTACIÓN

    Sobre el autor y su obra

    img2.png

    Isaac Asimov

    Isaac Asimov fue un escritor estadounidense, considerado uno de los más importantes autores de ciencia ficción del siglo XX.

    Asimov nació en Petrovichi, Rusia, el 2 de enero de 1920. A los tres años, se mudó con su familia a los Estados Unidos, donde creció en el barrio de Brooklyn en Nueva York. En 1928, se naturalizó como ciudadano estadounidense. Su interés por la ciencia ficción comenzó cuando era niño. A los 14 años, publicó su primera historia en un periódico de la escuela. En 1935, comenzó sus estudios de Química en la Universidad de Columbia y los completó en 1939. En ese mismo año, vendió su primer cuento, Marooned off Vesta, a la revista Amazing Stories.

    Durante la Segunda Guerra Mundial, sirvió como químico en la Estación Experimental Naval Air en Filadelfia. En mayo de 1945, publicó el primer cuento de la saga Fundación en la revista Astounding Science Fiction. En 1948, completó su doctorado en Bioquímica en la Universidad de Columbia. Al año siguiente, se convirtió en profesor asistente de Bioquímica en la Escuela de Medicina de la Universidad de Boston.

    En 1950, Isaac Asimov publicó el libro Yo, Robot, que se convirtió en un clásico de la ciencia ficción. En una serie de nueve historias, el autor narra el desarrollo de los robots, desde sus inicios en su estado natural a mediados del siglo XX, hasta su perfección extrema, donde los robots gobiernan el mundo de los humanos en su propio interés. En 1954, comenzó a publicar libros de divulgación científica con Chemicals of Life.

    En 1958, Asimov dejó su puesto en la universidad para dedicarse por completo a su carrera de escritor.

    Su legado:

    Isaac Asimov publicó más de 260 libros, incluyendo alrededor de cincuenta novelas y más de doscientos libros de divulgación científica. Su nombre se hizo familiar tanto para científicos como para lectores de ciencia ficción, y su lenguaje sencillo abrió las puertas de los descubrimientos científicos a un público no especializado.

    Dentro de la serie de libros sobre robots, que comenzó con Yo, Robot, Asimov publicó cuatro novelas más: Las Cavernas de Acero (1954), Los Robots (1957), Los Robots del Amanecer (1983) y Los Robots y el Imperio (1985). En estas obras, el autor introdujo las tres leyes fundamentales de la robótica:

    Un robot no puede dañar a un ser humano ni, por inacción, permitir que un ser humano sufra daño.

    2. Un robot debe obedecer las órdenes dadas por seres humanos, excepto si estas órdenes entran en conflicto con la Primera Ley.

    3. Un robot debe proteger su propia existencia, siempre y cuando esta protección no entre en conflicto con la Primera ni con la Segunda Ley de la robótica.

    En 1976, Asimov escribió El Hombre Bicentenario, que fue adaptado al cine en 1999, protagonizado por Robin Williams, y recibió varios premios. En la década de 1980, Isaac Asimov editó Isaac Asimov's Science Fiction Magazine, una revista semanal dedicada a la publicación de cuentos de autores de ciencia ficción.

    Isaac Asimov falleció en Nueva York, Estados Unidos, el 6 de abril de 1992.

    MEJORES CUENTOS DE ISAAC ASIMOV

    Al estilo marciano

    Desde la puerta del corto corredor que separaba las dos cabinas de la ojiva espacial, Mario Esteban Rioz observó de mal talante a Ted Long ajustando los mandos del vídeo. Movía los controles a un lado y a otro. La imagen era pésima.

    Rioz sabía que seguiría siendo pésima. Estaban demasiado lejos de la Tierra y en mala posición respecto del Sol. Pero Long no tenía por qué saberlo. Rioz se quedó un segundo más en la puerta, con la cabeza gacha bajo el dintel y el cuerpo ladeado para pasar por la estrecha abertura. Luego, irrumpió como un corcho que salta de una botella.

    —¿Qué buscas? —preguntó.

    —Quería captar a Hilder.

    Rioz se apoyó en una esquina de la mesa. Cogió una lata cónica de leche. La punta saltó bajo la presión. Rioz la movió suavemente, esperando a que se entibiara.

    —¿Para qué?

    Se llevó el cono a la boca y bebió haciendo ruido.

    —Pensé que se oiría.

    —Creo que es un derroche de energía.

    Long lo miró con mal ceno.

    —Es habitual permitir el uso gratuito de los equipos de vídeo.

    —Dentro de lo razonable — replicó Rioz.

    Se miraron de hito en hito. Rioz tenía el cuerpo robusto y el rostro enjuto que constituían la marca distintiva de los chatarreros marcianos, esos pilotos que surcaban pacientemente el espacio entre la Tierra y Marte. Sus claros ojos azules resplandecían en un rostro pardo y arrugado, que a la vez se perfilaba oscuramente contra la sintopiel blanca que bordeaba el cuello vuelto de su cazadora espacial de cuerótico. Long era más pálido y más blando. Tenía los rasgos del terroso, como apodaban a los habitantes de la Tierra, aunque ningún marciano de segunda generación podía ser un terroso en el sentido en que lo eran los terrícolas. Tenía el cuello echado hacia atrás y mostraba el cabello oscuro y castaño.

    —¿Qué significa dentro de lo razonable?

    Rioz apretó los labios.

    —Considerando que en este viaje ni siquiera compensaremos los gastos, por lo que se ve, todo consumo de energía está fuera de lo razonable.

    —Si estamos perdiendo dinero, ¿no deberías volver a tu puesto? Es tu turno.

    Rioz grunó y se pasó el pulgar y el índice por la barba crecida del mentón. Se levantó y caminó hacia la puerta, y las botas, gruesas y blandas, acallaron el ruido de los pasos. Se detuvo para mirar el termostato y se volvió con un destello de furia.

    —Ya me parecía que hacía calor. ¿Dónde te crees que estás?

    —Cinco grados centígrados no es excesivo.

    —Tal vez no lo sea para ti. Pero estamos en el espacio, no en una oficina con calefacción en las minas de hierro. —Rioz puso el termostato al mínimo con un brusco movimiento del pulgar—. El Sol da calor suficiente.

    —La cocina no está del lado del Sol.

    —¡El calor se transmitirá, demonios!

    Se marchó, y Long lo siguió con la mirada antes de volver al vídeo. No subió el termostato.

    La imagen seguía vacilante, pero tendría que conformarse. Bajó una silla plegable de la pared. Se inclinó esperando al anuncio formal, la pausa momentánea antes de la lenta disolución del telón, y el foco alumbró a esa célebre figura barbada que crecía hasta cubrir la pantalla.

    La voz, imponente pese a las vibraciones y los gruñidos causados por las lluvias de electrones de treinta millones de kilómetros, comenzó:

    —¡Amigos! Conciudadanos de la Tierra...

    Rioz captó el parpadeo de la señal de la radio al entrar en la sala de pilotaje. Por un instante creyó que se trataba del radar y sintió que le sudaban las maños, pero era sólo efecto de su sentimiento de culpa. No tendría que haber dejado la sala de pilotaje durante su turno, aunque todos los chatarreros lo hacían. Pero la pesadilla de todos ellos era la posibilidad de un contacto durante esos cinco minutos en que uno se escapaba a tomar un café porque el espacio parecía estar despejado. Y en ocasiones la pesadilla se hacía realidad.

    Activó el multisensor. Era un derroche de energía, pero tal vez valiera la pena cerciorarse.

    El espacio estaba despejado, excepto por los distantes ecos de las naves vecinas de la línea de chatarreros.

    Encendió la radio y pudo ver la rubia cabeza y la larga nariz de Richard Swenson, copiloto de la nave más cercana en las inmediaciones de Marte.

    —Hola, Mario —saludó Swenson.

    —Hola. ¿Qué hay de nuevo?

    Hubo una pausa de un segundo y una fracción entre un saludo y otro, pues la velocidad de la radiación electromagnética no es infinita.

    —Qué día he tenido.

    —¿Ocurrió algo? —preguntó Rioz.

    —Tuve un contacto.

    —Me alegro por ti.

    —Claro, si lo hubiera cogido —rezongó Swenson.

    —¿Qué sucedió?

    —Demonios, que enfilé en dirección contraria.

    Rioz sabía que no era prudente reírse.

    —¿Por qué?

    —No fue culpa mía. El problema era que la cápsula se alejaba de la eclíptica. ¿Te imaginas la estupidez de un piloto que no sabe realizar la maniobra de liberación? ¿Cómo iba a saberlo? Calculé la distancia y me guie por eso. Supuse que su órbita estaba en la familia habitual de trayectorias. ¿Qué pensarías tú? Me lancé por lo que parecía una buena línea de intersección y a los cinco minutos advertí que la distancia seguía aumentando. Las señales de radar tardaban en regresar. Así que tomé las proyecciones angulares de la cosa y fue ya demasiado tarde para alcanzarla.

    —¿La cogió alguno de los otros chicos?

    —No. Está muy alejada de la eclíptica y continuará sin parar. Eso no me fastidia tanto, pues era sólo una cápsula interna; pero detesto contarte cuántas toneladas de propulsión desperdicié para cobrar velocidad y regresar a la estación. Tendrías que haber oído a Canute.

    Canute era el hermano y compañero de Richard Swenson.

    —Se enfadó, ¿eh?

    —¿Que si se enfadó? ¡Quería matarme! Pero, claro, hace cinco meses que estamos fuera y la atmósfera se está enrareciendo. Ya me entiendes.

    —Te entiendo.

    —¿Cómo te va, Mario?

    Rioz hizo un gesto desdeñoso.

    —Más o menos igual. Dos cápsulas en las dos últimas semanas y a cada una tuve que perseguirla durante seis horas.

    —¿Grandes?

    —¿Bromeas? Las podría haber arrastrado con la mano hasta Fobos. Es el peor viaje que he tenido.

    —¿Cuánto más piensas quedarte?

    —Si por mí fuera, podríamos irnos mañana. Hace sólo dos meses que estamos fuera y todo anda tan mal que me enseño con Long todo el tiempo.

    Hubo una pausa que se prolongó más que la demora electromagnética.

    —¿Cómo es Long? —preguntó Swenson.

    Rioz miró por encima del hombro. Oyó el parloteo del vídeo en la cocina.

    —No logro entenderlo. Una semana después de la partida me preguntó que por qué era chatarrero. Le respondí que para ganarme la vida. ¿Pero qué clase de pregunta es esa? ¿Por qué uno es chatarrero? De todas maneras, me dijo: No es así, Mario. Él me lo explicó, ¿te das cuenta? Me dijo: Eres chatarrero porque esto forma parte del estilo marciano.

    —¿Qué quiso decir?

    Rioz se encogió de hombros.

    —No se lo pregunté. Ahora está sentado allá, escuchando la ultra microonda de la Tierra. Está oyendo a un terroso llamado Hilder.

    —¿Hilder? Un político terroso, un miembro de la Asamblea o algo así, ¿verdad?

    —Eso es. Eso creo, al menos. Long siempre hace cosas así. Se trajo diez kilos de libros, todos sobre la Tierra. Un lastre.

    —Bueno, es tu compañero. Y, hablando de compañeros, creo que voy a volver al trabajo. Si me pierdo otro contacto alguien me asesinará.

    Desconectó y Rioz se reclinó. Observó la uniforme línea verde del sensor de pulsaciones. Probó con el multisensor un momento. El espacio aún estaba despejado.

    Se sentía un poco mejor. Una mala racha se soporta peor cuando los demás chatarreros recogen una cápsula tras otra; cuando las cápsulas descienden a los hornos de fundición de Fobos llevando la marca de todos, excepto la tuya. Además, había logrado desahogar parte de su rencor hacia Long.

    Formar equipo con Long había sido un error. Siempre era un error asociarse con un novato. Pensaban que buscabas la gloria; especialmente Long, con sus eternas teorías sobre Marte y el magnífico y flamante papel que le cabía en el progreso humano. Así hablaba Long: Progreso Humano, Estilo Marciano, Nueva Minoría Creadora. Y Rioz no quería cháchara, sólo un contacto y algunas cápsulas.

    Pero no tenía opción. Long era conocido en Marte y obtenía una buena paga como ingeniero de minas. Era amigo del comisionado Sankov y había estado en un par de misiones chatarreras. No se podía rechazar a un fulano sin probar suerte, aunque tuviera aspecto raro. ¿Por qué un ingeniero de minas, con un trabajo cómodo y un buen sueldo, quería andar dando vueltas por el espacio?

    Nunca le hacía esa pregunta a Long. Los chatarreros están obligados a convivir demasiado estrechamente y la curiosidad no es deseable. A veces ni siquiera es segura. Pero Long hablaba tanto que él mismo había respondido a la pregunta: Terna que venir aquí, Mario. El futuro de Marte no está en las minas, sino en el espacio, le dijo.

    Rioz se preguntó cómo sería hacer un viaje a solas. Todos decían que era imposible. Aun sin contar las oportunidades perdidas cuando hubiera que bajar la guardia para dormir o para atender otros asuntos, se sabía que un hombre solo en el espacio se deprimía muchísimo en muy poco tiempo.

    La presencia de un compañero permitía viajes de seis meses. Una tripulación fija sería mejor, pero ningún chatarrero ganaría suficiente dinero con una nave capaz de albergar una tripulación fija. ¡Consumiría un capital sólo con la propulsión!

    Y ni siquiera con dos resultaba precisamente divertido un viaje por el espacio. Habitualmente había que cambiar de compañero en cada viaje, y con algunos se aguantaba más tiempo que con otros. Como Richard y Canute Swenson. Trabajaban juntos cada cinco o seis viajes porque eran hermaños. Y aun así la tensión y el antagonismo crecían constantemente después de la primera semana.

    En fin. El espacio estaba despejado. Rioz se sentiría un poco mejor si regresaba a la cocina y se conciliaba con Long. Podría demostrarle que era un viejo veterano que se tomaba las irritaciones del espacio tal como venían.

    Se levantó y caminó tres pasos hasta llegar al corredor corto y angosto que unía las dos cabinas de la nave.

    Una vez más se quedó mirando desde la puerta. Long tenía clavada la vista en la pantalla fluctuante.

    —Subiré el termostato —grunó Rioz—. Está bien, podemos consumir esa energía.

    Long asintió con la cabeza.

    —Como quieras.

    Rioz avanzó un paso, indeciso. El espacio estaba despejado. ¿De qué servía sentarse a mirar una línea verde y en la que no aparecían señales?

    —¿De qué hablaba ese terroso? —preguntó.

    —La historia del viaje espacial. Cosas antiguas, pero lo hace bien. Usa todos los recursos: caricaturas de color, fotografías trucadas, fotos fijas de viejos filmes; todo.

    Como para ilustrar los comentarios de Long, la figura barbada se esfumó de la pantalla y fue reemplazada por el corte transversal de una nave espacial. La voz de Hilder continuó oyéndose, señalando rasgos de interés que aparecían en colores esquemáticos. El sistema de comunicaciones de la nave se perfiló en rojo mientras él lo describía y hablaba de las salas de almacenaje, del motor protónico de micropila, de los circuitos cibernéticos...

    Hilder reapareció en la pantalla.

    —Pero esto es sólo la ojiva de la nave. ¿Qué la impulsa? ¿Qué la aleja de la Tierra?

    Todo el mundo sabía qué impulsaba una nave, pero la voz de Hilder era como una droga. Hablaba de la propulsión espacial como si fuera un secreto, la máxima revelación. Hasta Rioz sintió cierta curiosidad, y eso que se había pasado la mayor parte de su vida a bordo de una nave.

    —Los científicos le dan distintos nombres —continuó Hilder—. La llaman ley de acción y reacción. Unas veces la llaman tercera ley de Newton. Otras veces la llaman conservación del impulso. Pero no tenemos que darle ningún nombre. Basta con usar el sentido común. Cuando nadamos, empujamos el agua hacia atrás y nos movemos hacia delante. Cuando caminamos, impulsamos el pie hacia atrás y nos movemos hacia delante. Cuando volamos en giromóvil, empujamos aire hacia atrás y nos movemos hacia delante. Nada se mueve hacia delante a menos que otra cosa se mueva hacia atrás. Es el viejo principio: No se obtiene algo a cambio de nada. Y ahora imaginemos una nave espacial de cien mil toneladas elevándose de la Tierra. Para ello, algo se tiene que mover hacia abajo. Como una nave espacial es muy pesada, hay que mover mucho material hacia abajo, tanto material que no se puede tener todo a bordo de la nave. Se debe construir un compartimento especial detrás de la nave para almacenarlo.

    Hilder desapareció de nuevo y la nave reapareció. Disminuyó de tamaño y un cono truncado le salió por la popa, en cuyo interior se veían unas letras brillantes y amarillas: Material de desecho.

    —Pero ahora —dijo Hilder—, el peso total de la nave es mucho mayor. Se necesita más propulsión.

    La nave disminuyó más aún y se le sumó otra sección más grande, y otra más inmensa todavía. La nave propiamente dicha, la ojiva, era un pequeño punto en la pantalla, un punto rojo y fulgurante.

    —¡Cuernos —exclamó Rioz—, esto es para párvulos!

    —No, para el público al que se dirige, Mario —replicó Long—. La Tierra no es Marte. Debe de haber miles de millones de terrícolas que jamás han visto una nave espacial ni tienen la menor idea de esto.

    —Cuando el material que está dentro de la cápsula de mayor tamaño se consume, la cápsula se desprende y se aleja —continuó hablando Hilder. La cápsula del extremo se desprendió y giró como un trompo en la pantalla—. Luego, se va la segunda y, si es un viaje largo, se desecha la última. —La nave era sólo un punto rojo y las tres cápsulas giraban a la deriva, perdiéndose en el espacio—. Estas cápsulas representan cien mil toneladas de tungsteno, magnesio, aluminio y acero. Se han ido para siempre de la Tierra. Marte está rodeado de chatarreros que aguardan en las rutas espaciales. Esperan a las cápsulas desechadas, las recogen con redes, les estampan su marca y las despachan a Marte. La Tierra no recibe un solo céntimo por ellas. Se trata de material rescatado y pertenece a la nave que lo encuentra.

    —Arriesgamos nuestra inversión y nuestra vida —refunfuñó Rioz—. Si nosotros no lo recogemos, nadie lo hace. ¿Qué pierde la Tierra?

    —Sólo está hablando del coste que Marte, Venus y la Luna significan para la Tierra. Este es únicamente uno de los puntos.

    —Obtendrán su beneficio. Cada ano extraemos más hierro.

    —Y la mayor parte regresa a Marte. Según las cifras de Hilder, de los doscientos mil millones de dólares, invertidos por la Tierra en Marte, ha recibido cinco mil millones en hierro; de los quinientos mil millones en la Luna, poco más de veinticinco mil millones en magnesio, titanio y metales ligeros; y, de los cincuenta mil millones en Venus, no ha recibido nada. Y eso es lo que les interesa a los contribuyentes de la Tierra: el dinero de sus impuestos, a cambio de nada.

    La pantalla se llenó de imágenes de chatarreros en la rata de Marte: caricaturas de naves pequeñas y sonrientes, que extendían unos brazos delgados y fuertes para recoger las cápsulas vacías, estamparles el rótulo de Propiedad de Marte en letras relucientes y despacharlas a Fobos.

    Hilder apareció de nuevo.

    —Nos dicen que a la larga obtendremos nuestro beneficio. ¡A la larga! ¡Una vez que constituyan una empresa en marcha! No sabemos cuándo será. ¿Dentro de un siglo? ¿Mil años? ¿Un millón? A la larga. Confiemos en su palabra. Un día nos devolverán nuestros metales. Un día cultivarán sus alimentos, consumirán su energía, vivirán su vida.

    "Pero hay algo que nunca pueden devolvernos; ni en cien millones de años. ¡El agua!

    "Marte tiene apenas una lágrima de agua porque es demasiado pequeño. Venus no tiene agua porque es demasiado caliente. La Luna no tiene agua porque es demasiado caliente y demasiado pequeña. Así que la Tierra no sólo debe suministrar agua para que la gente del espacio beba y se lave, agua para sus industrias, agua para las granjas hidropónicas que afirman estar instalando; sino también agua para malgastarla por millones de toneladas.

    "¿Qué es la fuerza propulsora que usan las naves? ¿Qué arrojan hacia atrás cuando se impulsan adelante? Antes eran gases generados con explosivos. Resultaba muy costoso. Luego, se inventó la micropila protónica, una fuente energética barata y que puede calentar cualquier líquido hasta transformarlo en gas bajo una tremenda presión. ¿Cuál es el líquido más barato y abundante? El agua, por supuesto.

    "Cada nave espacial sale de la Tierra portando casi un millón de toneladas de agua. No kilos, sino toneladas, y eso sólo para llevarla por el espacio, para que pueda acelerar o desacelerar.

    "Nuestros ancestros consumieron el petróleo de forma frenética e imprudente. Destruyeron implacablemente el carbón. Los despreciamos y los condenamos por ello, pero al menos tenían una excusa, pues pensaban que aparecerían sustitutos cuando fuese necesario. Y tenían razón. Nosotros tenemos nuestras granjas de plancton y nuestras micropilas protónicas.

    "Pero no hay sustituto para el agua. ¡Ninguno! Nunca puede haberlo. Y cuando nuestros descendientes vean el desierto en que hemos transformado la Tierra ¿qué excusa hallarán para nosotros? Cuando se propaguen las sequías...

    Long apagó el aparato.

    —Eso me molesta. El maldito tonto intenta. ¿Qué ocurre?

    Rioz se había levantado.

    —Debería estar vigilando las señales.

    —¡Al cuerno con las señales! —Pero Long se levantó y siguió a Rioz por el angosto corredor hasta la sala del piloto —. Si Hilder se sale con la suya, si tiene agallas para transformarlo en un tema político de interés... ¡Rayos!

    Él también lo había visto. El parpadeo de una cápsula de clase A corría detrás de la señal saliente, como un sabueso persiguiendo un conejo mecánico.

    —El espacio estaba despejado —balbuceó Rioz—. Te lo juro, estaba despejado. Por Dios, Ted, no te quedes paralizado. Trata de localizarlo visualmente.

    Rioz trabajó de prisa, con una eficiencia que era fruto de casi veinte años como chatarrero. En dos minutos calculó la distancia. Luego, recordando la experiencia de Swenson, midió el ángulo de declinación y la velocidad radial.

    —¡Uno coma siete seis radianes! —le gritó a Long—, ¡no puedes bik!

    Long contuvo el aliento mientras ajustaba el vernier.

    —Está a sólo medio radián del Sol. Recibirá luz por el costado.

    Incrementó la amplificación, buscando la única estrella que cambiaba de posición y crecía hasta alcanzar una forma que revelaba que no era una estrella.

    —Arrancaré de todos modos —dijo Rioz—. No podemos esperar.

    —Lo tengo. Lo tengo. —La amplificación aún era demasiado pequeña para darle una forma definida, pero el punto que Long observaba se iluminaba y se ensombrecía rítmicamente mientras la cápsula rotaba y recibía la luz del Sol en secciones transversales de diverso tamaño.

    —Mantenlo.

    El primer chorro de vapor brotó de la tobera, dejando largas estelas de microcristales de hielo que reflejaban vagamente los pálidos rayos del distante Sol. Se hicieron menos densos a unos ciento cincuenta kilómetros. Un chorro, otro y otro, mientras la nave abandonaba su trayectoria estable para adoptar un curso tangencial al de la cápsula.

    —¡Se mueve como un cometa en el perihelio! — gritó Rioz —. Esos malditos pilotos terrosos sueltan las cápsulas de ese modo a propósito. Me gustaría...

    Soltó un colérico juramento mientras seguía arrojando vapor, hasta que el acolchado hidráulico del asiento se hundió medio metro y Long ya no pudo asirse de la baranda.

    —Ten compasión —suplicó.

    Pero Rioz tenía la vista fija en el radar.

    —¡Si no puedes aguantarlo, quédate en Marte!

    Los chorros de vapor seguían tronando a lo lejos.

    La radio cobró vida. Long logró inclinarse por encima de lo que parecía melaza y activó el contacto. Era Swenson, y sus ojos echaban chispas.

    —¿Adónde vais? —protestó—. Estaréis en mi sector dentro de diez segundos.

    —Persigo una cápsula —respondió Rioz.

    —¿En mi sector?

    —Apareció en el mío y no estás en posición de atraparla. Apaga ese radio, Ted.

    La nave surcaba el espacio con un ruido atronador que sólo se oía dentro del casco. Luego, Rioz apagó los motores en etapas tan largas que Long se tambaleó. El repentino silencio fue más ensordecedor que el estruendo precedente.

    —Ya está —dijo Rioz—. Dame el telescopio.

    Ambos observaron. La cápsula era un cono truncado que giraba con lenta solemnidad entre las estrellas.

    —Es una cápsula de clase A, en efecto —confirmó Rioz con satisfacción.

    Una gigante entre las cápsulas, pensó. Les permitiría resarcirse.

    —Tenemos otra señal en el sensor —anunció Long—. Creo que es Swenson persiguiéndonos.

    Rioz miró de soslayo.

    —No nos cogerá.

    La cápsula se volvió aún mayor y llenó

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