Los grandes cazadores de brujas fueron individuos fanatizados. Personajes como Nicolas Rémy, Matthew Hopkins, Pierre de Lancre o, siglos antes, Bernardo Gui, ocupan un lugar de honor en el panteón de los depravados y en el libro sagrado de la ignominia. Fueron los responsables de una despiadada caza de brujas que se llevó a cabo en los países del orbe católico, pero con más ahínco y fanatismo en aquellos que seguían las doctrinas luteranas y calvinistas, como Suiza, Alemania o Francia.
Estos grandes «cazadores» fueron individuos por lo general solitarios y excesivos, cuya única meta era hacer la «justicia de Dios» a golpe de metal, con sangre y fuego purificadores. Sin embargo, la mayoría de estos inquisidores y autores de los textos conocidos como «Martillos de Brujas» no solo operaron por cuenta propia, muchos de ellos cumplían con la legislación civil que había sido decretada o recibido el visto bueno de uno u otro rey, pues también las monarquías de distintos países fueron azote de herejes y brujas, temerosas de que estas pudieran frustrar la progresión natural de su dinastía de tintes sagrados.
La mayoría de los reyes tenían preocupaciones mayores que la brujomanía, pero a medida que la persecución se hizo más latente en el viejo continente, algunos soberanos se encargaron personalmente de instigar el acecho a esas mujeres que –pensaban–rendían culto a Satanás y podían derrocar una monarquía legítima por el poder invisible de letanías sacrílegas entonadas a coro en torno al resplandor infernal de una gran hoguera. Por ejemplo, el rey Jacobo I de Inglaterra estuvo tan obsesionado por el acecho de las hechiceras que llegó a escribir su propio «Martillo» al estilo de las obras imperantes al otro lado del canal de la Mancha en aquel tiempo de superstición sin freno y miedo a lo oculto, un personaje controvertido del que nos ocuparemos en el siguiente reportaje de estas «Historias del Año/Cero».