Función de repulsa
Por Luis Panini
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Un señor con un tumor en el cerebro mira su nuevo sombrero en el espejo de una tienda, una bebé es devorada por hormigas, un hombre voltea un urinario, otro transforma yeso en mierda de artista, refinados gastrónomos ofrecen animales en vía de extinción… Cada microcosmo, cada fragmento aparece ante nosotros en un equilibro inestable entre el detalle imperceptible y la exageración hiperbólica. Nos observamos, así, con sorpresa, en los espejos de las fantasmagorías, los fetichismos, el poder de la casualidad y de la crueldad, el horror, el cinismo, la humanidad precaria de estos textos escritos de manera impecable por Luis Panini, quien se confirma como uno de los escritores más interesantes de la literatura mexicana actual
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Función de repulsa - Luis Panini
2012).
Todo cabe en un ataúd sabiéndolo acomodar
El evento
La anciana introduce una llave en la cerradura de su departamento antes de emprender su acostumbrada visita semanal al supermercado. La llave gira en el interior del cerrojo hasta que el pestillo produce un sonido mecánico al encajarse en el muro. Levanta un canasto vacío del suelo y oprime un botón para llamar al ascensor. Sus puertas se abren en el piso que habita. El interior huele a orina seca y está decorado con graffiti de color negro y rojo; dibujos de genitales masculinos dominan la temática. Afuera, la gente camina aprisa cuando se asoman las primeras gotas de lluvia, gente sin rostro, automática. Un perro busca un lugar para resguardarse, le ladra a un automóvil que pasa junto a él y al cielo que los relámpagos hacen parpadear. Ella espera a que el hombre del semáforo se encienda antes de cruzar la avenida. Conoce el número de segundos en que la silueta permanecerá iluminada. Un tropezón, un calambre en la pantorrilla, significaría su violenta e irremediable muerte. Por eso acostumbra protegerse con la señal de la cruz antes de disponerse a cruzar, para que Dios remueva los obstáculos del asfalto que su visión cansada no le permite anticipar y para que sus débiles piernas no la traicionen con un espasmo en los músculos. Cuando la silueta se ilumina, baja con cuidado del cordón de la acera y con el mismo cuidado sube a la del lado opuesto. Una serie de tenderetes que ofrecen fragancias de moda y cintas piratas obligan al tráfico peatonal a convertirse en una masa apretada que trata de no aplastar la mercancía expuesta en el suelo. La puerta principal del supermercado se abre para recibirla y por allí consigue desgajarse de la multitud. Pero algo sucede dentro, algo que hace retumbar al edificio hasta sus cimientos y despedaza los cristales de la fachada principal y que luego la muchedumbre, confundida debido al portentoso estruendo, describe a los agentes de la policía como una fuerte explosión de gas natural, un terrorista suicida, la turbina que se le desprendió a un avión en pleno vuelo o un meteorito de malhadada trayectoria. Mientras paramédicos y samaritanos atienden y ayudan a los heridos, separan a los vivos de los muertos y embolsan lo que a primera vista puede reconocerse como restos humanos, en el interior del departamento de la anciana un canario enjaulado dormita. Hay tres o cuatro vasos de vidrio sucios en el fregadero que planeaba lavar antes de dormir. Un mantel de macramé, de incalculable valor sentimental, cubre la mesa del comedor. Sobre los burós de noche, junto a su cama, descansan un par de lámparas con flequillos de seda. En el recibidor se encuentran anclados a los muros una serie de anaqueles que decoró con su colección de figurillas de cerámica y porcelana: payasos de gesto melancólico ataviados con ropas de vagabundo.
Certeza matemática
El hombre sigue la ruta señalada en los letreros iluminados que cuelgan del plafón para encontrar el departamento de caballeros. Lleva puesto un traje blanco. La camisa, los zapatos, el cinturón y la corbata son del mismo color. Tiene un tumor maligno en la cabeza, del tamaño de un chícharo, alojado entre la glándula pituitaria y el hipotálamo. Se lo diagnosticaron hace un par de semanas, pero eligió no someterse al procedimiento quirúrgico recomendado por su oncólogo para extirpárselo. Le pronosticaron seis meses de vida, quizá ocho, pero podrían ser dos, no es fácil determinarlo, confesó el médico. En la sección de caballeros llama su atención un sombrero que decora la cabeza de un maniquí en el interior de un mostrador de cristal. Solicita a una de las empleadas que por favor se lo muestre. La señorita lo toma con delicadeza y se lo ofrece al hombre del tumor, quien se lo prueba con sumo cuidado, como si se tratara de una corona de espinas. El sombrero, estilo Fedora, es de fieltro de lana blanco y corona de forma triangular. Tiene un listón de seda, también blanco, que rodea el perímetro donde la corona y el ala se intersectan. El hombre, de pie frente a un espejo situado sobre el mostrador, ajusta la posición del sombrero hasta quedar satisfecho y decide comprarlo. Pide a la señorita que retire la etiqueta porque quiere dejárselo puesto. Si pudiera dibujarse una línea imaginaria entre la pared interior del sombrero y el tumor maligno, ésta sería de aproximadamente siete centímetros de longitud.
La imposibilidad física de la muerte en la mente de alguien vivo
Bebe un poco de té mientras hojea el diario. Nada lo excita en la sección destinada a las artes visuales. De hecho, nada ha conseguido entusiasmarlo en varios meses. Las temáticas frecuentadas ad nauseam, los estilos pictóricos estancados, las mismas obras de siempre. Hoy no ha despertado de buen humor y los artículos del diario matutino lo obligan a preguntarse si su galería de arte es igual de aburrida, si el apoyo económico ofrecido a docenas de artistas que en su momento consideró de talento prometedor no fraguó los resultados que anticipaba, si la escena artística de Londres se ha ido al caño. Cuántas veces no ha dedicado su tiempo a los jóvenes que se le acercan para persuadirlo, para que los represente, asegurándole que están a punto de revolucionar la historia del arte con una nueva pieza o proyecto, vanagloriándose y confiriéndole cualidades magistrales a sus propias creaciones artísticas que por lo general inflan con adjetivos de talla ostentosa para endulzarle el oído. La cita de hoy es a las once en punto, pero por más que lo intenta no logra recordar el rostro del muchacho veinteañero a quien hace algunos meses obsequió cincuenta mil libras para que hiciera lo que le viniera en gana con ellas, sin haber prestado demasiada atención mientras él relataba sus planes. No, después de haber sido decepcionado en numerosas ocasiones, ya no los escucha con la paciencia y el entusiasmo que antes lo gobernaban. Al verlo acercarse al punto convenido la tarde de ayer, el joven artista extiende la mano. Intercambian un par de frases prefabricadas por la norma social y el galerista lo interrumpe de manera tajante, le informa que no cuenta con demasiado tiempo para terminar con la tediosa conversación. El joven revela el título de su obra. A él esas palabras le caen como piedras en la cabeza, casi lo descalabran en lugar de despertarle la curiosidad. Al escuchar semejante pedantería, el galerista ya no está seguro si desea acompañar al joven hasta el estudio donde guarda la pieza que sus cincuenta mil libras han financiado. No está de humor para escuchar una diatriba pseudofilosófica sobre la vida y la muerte de parte de un individuo que ni siquiera llega a los treinta. El joven artista no agrega nada más ante el silencio sepulcral del hombre y permanece callado durante el resto del transcurso hacia la bodega en donde se encuentra la pieza. Abre la puerta y lo invita a pasar. En el centro del recinto lo sorprende un enorme tanque de cristal con