USA, 2011. 88m. C.
D.: Kevin Smith P.: Jonathan Gordon G.: Kevin Smith I.: Michael Angarano, Kyle Gallner, John Goodman, Michael Parks
El 28 de febrero de 1993, el ATF (Departamento de Alcohol, Tabaco y Armas de Fuego) de Estados Unidos organizó una redada en el rancho que la secta conocida como los davidianos, liderada en ese momento por David Koresh (cuyo auténtico nombre era Vernom Howell), había ocupado en una zona rural cercana a Waco, Texas. Siguiendo las informaciones obtenidas, según las cuales en el interior del recinto se producían todo tipo de abusos sexuales con los niños pertenecientes al grupo y la acumulación de un arsenal de armas automáticas, los agentes federales se acercaron al rancho haciéndose pasar por un camión de ganado. Sin que nunca hayan quedado claro los motivo o por parte de qué grupo provino primero, una serie de disparos se sucedieron comenzando un enfrentamiento que duró 51 días, durante los cuales los davidianos respondieron con fuego desde su refugio fortificado a las fuerzas del FBI que tomaron el mando. Finalmente, éstas decidieron penetrar en el recinto el 19 de abril, derribando uno de los muros. Ya sea por mano de los propios miembros del grupo apocalíptico o por las granadas de gas inflamable utilizadas por el FBI, se declaró un incendio que arrasó el lugar poniendo final al asalto de forma sumamente trágica: el resultado del mismo fue un número de muertos que oscila entre 72 y 86 hombres, mujeres y niños, contando entre las víctimas el propio David Koresh.
Este es el escalofriante suceso real del que parte Kevin Smith para realizar con Red State una pavorosa radiografía de la facilidad con la cual el Mal está instaurado en nuestra apacible cotidianidad y cómo las máscaras más horrendas de Éste no son más que el reflejo distorsionado -y fácilmente acusable- de nuestra propia oscuridad. Porque para el director de Mallrats no hay distinción entre buenos y malos en el enfrentamiento entre el destacamento del ATF comandado por Joseph Keenan y la secta dirigida por Abin Cooper más allá de las etiquetas con las que se presenta cada uno. Así, las apocalípticas arengas con las que el segundo alienta a su grupo de seguidores, utilizando para ello agresivos pasajes bíblicos para dibujar un panorama desolador motivado por la permisividad sexual y moral de la época que les ha tocado vivir, tiene su contrapartida en las inhumanas órdenes que recibe Keenan por parte de sus superiores, una voz sin rostro que surge del teléfono móvil y que decide quien tiene derecho a vivir y quien no, de igual manera a los mensajes divinos de los que Cooper asegura ser transmisor.
Siguiendo la retórica religiosa, nadie en Red State está libre de culpa. Ni los jóvenes adolescentes que sólo piensan en aprovecharse de una mujer madura que malvive en un destartalado remolque para satisfacer sus apetitos sexuales y que, en el momento crítico, cada uno sólo será capaz de pensar en sí mismo, sustituyendo la lealtad por un atávico sentido de la supervivencia; ni la integrante del grupo de Cooper que hace uso de su supuesta fe para satisfacer su sed de venganza; ni el sheriff local que utiliza a la secta como diana con la que intentar ocultar sus oscuros secretos, incapaz de enfrentarse a su propia vergüenza. El horror forma parte de una pequeña localidad, un horror que se instala con inusitada y terrorífica cotidianidad incluso en los rincones más iluminados como pueda ser un aula de colegio o familiares como el salón de un hogar. En este sentido, uno de los momentos más escalofriantes de la película es aquel en el que Keena conversa con sus superiores utilizando un manos libres, preparando la misión, mientras desayuna con su mujer, haciendo que la sombra de la muerte cubra tan cotidiano momento. No es casualidad que Kevin Smith decida escoger uno de los numerosos cabos sueltos del suceso original -quien abrió primero fuego en el acoso en Waco- para acentuar su discurso: en Red State el infierno no son los otros, sino que lo construimos entre todos.
Es por ello que Kevin Smith salta de un bando a otro, deteniéndose tanto en las dudas de algunos de los federales ante las atroces órdenes recibidas como manifestando la preocupación de algunos miembros del grupo de Cooper por intentar salvar a los niños refugiados en el lugar, hermanados todos por un estilo documental, con una cámara rápida y casi omnisciente, que vacía de dramaturgia los sucesos narrados: no hay lugar para el drama o los sentimientos a la hora de mostrar las víctimas del choque. Rehenes y agentes del orden, jóvenes y adultos, víctimas y verdugos, todos caen abatidos por los disparos en planos fugaces y directos, casi anónimos, reducidos a su esencia básica: cuerpos destrozados en una espiral de violencia dirigida por una simbología tan abstracta como pueda ser la religión o la ley.
Todo el sentido de Red State puede reducirse a la imagen de esa joven ensangrentada, cuya desesperada obsesión por intentar sacar del lugar a los niños acaba llevándola a empuñar un arma para disparar a su propia madre; imagen enfrentada al comité al que evalúa a Keena en los últimos minutos del film y que, situados detrás de sus impolutos despachos, dictan con métodos no menos arbitrarios qué es el Bien y qué el Mal, quien merece vivir y quien morir. De la fisicidad de un rostro manchado de sangre y pólvora a la abstracción de un traje y corbata, Red State establece una delgada línea roja formada por la locura y la intransigencia, construida y sujetada por el ser humano.