España/UK, 2006. 134m. C.
D.: Manuel Huerga P.: Jaume Roures G.: Lluís Arcarazo, basado en el libro de FransescEscribano I.: Daniel Brühl, Tristán Ulloa, Leonardo Sbaraglia, Leonor Watling
Cuando Álex de la Iglesia barajaba ideas y proyectos de cara a realizar su primer largometraje confeccionó una lista en la que se indicaban los lugares comunes de nuestro cine que quería evitar. Entre ellos estaba el tema de la guerra civil. Esta anécdota ejemplifica cómo la historia reciente de España (y sus derivados: la dictadura franquista o la transición) se ha convertido en un estigma de cara al público, tomando la forma de estereotipo de una industria cinematográfica anclada en el pasado (no tanto argumental como artísticamente). Es esta una de las (tantas) diferencias con el cine norteamericano, cuya habilidad para construir un espectáculo de cualquier tema le ha llevado incluso a acudir a los rincones más oscuros de su pasado como el magnicidio del presidente Kennedy, la guerra de Vietnam o el caso Watergate para sublimarlos a través del cine, pasando a formar parte de su mitología personal.
En este sentido, una película como Salvador (Puig Antich) destaca inevitablemente en el marco en el que nace al proponer una mirada al género histórico-político en el que la estética tiene tanta importancia como los hechos que se narran. Las primeras imágenes del film de Manuel Huerga establece unos patrones visuales reconocibles: los colores saturados, el montaje fragmentado a base de planos cortos, la cámara en perpetuo movimiento y el nerviosismo general de la puesta en escena supone un trabajo escenográfico no tanto moderno como coyuntural: la influencia de modelos como el Oliver Stone de J.F.K. Caso abierto o los trabajos de Paul Greengrass para sus dos entregas dedicadas al personaje de Jason Bourne son los modelos más evidentes de Salvador (Puig Antich).
Mientras que Stone conseguía conferir a su película una pátina documental que él mismo se encargaba de dinamitar para demostrar la inestabilidad del concepto de lo real y Greengrass reflejaba la memoria fraccionada de su protagonista, el trabajo de Huerga se nos revela menos meditado. La primera parte del film, en el que se nos cuenta las actividades del joven Salvador Puig Antich como militante del grupo anarquista MIL (Movimiento Ibérico de Liberación) en el seno de la España franquista durante los primeros años 70, nos es relatada por el propio protagonista y visualizada a base de flashbacks. De esta manera, parece justificarse el frenético estilo visual, pues las acciones son rememoradas por una persona orgullosa de esos acontecimientos, confiriéndoles un tono rápido y heroico, como seguramente los recuerda.
Pero el resultado de esta decisión no resulta tan acertado como su planteamiento desde el momento en el que dota a las imágenes una atmósfera irreal que choca frontalmente con las intenciones de la película. Los personajes pierden su condición individual para pasar a ser unos ideales andantes, símbolos que se mueven de manera borrosa en el interior de unos encuadres que nunca les deja el tiempo suficiente para respirar o expresarse por sí mismos. El esteticismo de Salvador (Puig Antich) acaba convirtiendose en una convención llevando a la película al terreno que, precisamente, intentaba evitar: el lugar común (véase el tiroteo con la policía en el intento de atraco al Banco Hispanoamericano de Barcelona acaecido el 2 de marzo de 1973, resuelto con los modos del cine de acción hollywoodense).
Y es este distanciamiento lo que hiere mortalmente a la película en su segunda parte en la cual asistimos al encarcelamiento de Salvador tras ser acusado de la muerte de un policía en el momento de su captura. Abandonado en su celda más como la sombra de un movimiento que como ser de carne y hueso, la estancia en prisión de Salvador lleva al film por un camino fijado (las conversaciones con su idealista abogado; los encuentros con la familia; la amistad con su carcelero) que desemboca en un único final posible que acaba de enseñar las cartas de Salvador (Puig Antich).
El largo clímax final se concentra en la útima noche de Salvador, horas antes de ser ejecutado por el escalofriante método del garrote vil. La dilatación de estas escenas busca pulsar las teclas más sentimentales de cara a emocionar a un espectador al que no se le niega ni momentos melodramáticos (las hermanas recordando los momentos felices del pasado), poéticos (la hermana pequeña derrumbándose en el suelo del patio del colegio en el momento en el que muere Salvador o el relato que le cuenta éste sobre su (im)posible futuro) sin renegar de falso suspense (los intentos de su abogado por conseguir el indulto) ni de simbolismos pueriles (los fallos eléctricos anunciando que la vida de su protagonista se va apagando).
El mismo día que Salvador, Heinz Chez -cuyo nombre real era Georg Michael Welze- encontró la muerte sólo diez minutos más tarde en Tarragona por el mismo método, acusado del asesinato del guardia civil Antonio Torralbo el 19 de diciembre de 1972. Fueron los dos últimos presos ejecutados con el garrote vil, un dato que Salvador (Puig Antich) obvia, demostrando que sus intenciones no son tanto el retratar los estertores de un régimen monstruoso y degradante como el construir una hagiografía con la que transmutar a un joven asesinado por un poder degradado en un estandarte.
En este sentido, una película como Salvador (Puig Antich) destaca inevitablemente en el marco en el que nace al proponer una mirada al género histórico-político en el que la estética tiene tanta importancia como los hechos que se narran. Las primeras imágenes del film de Manuel Huerga establece unos patrones visuales reconocibles: los colores saturados, el montaje fragmentado a base de planos cortos, la cámara en perpetuo movimiento y el nerviosismo general de la puesta en escena supone un trabajo escenográfico no tanto moderno como coyuntural: la influencia de modelos como el Oliver Stone de J.F.K. Caso abierto o los trabajos de Paul Greengrass para sus dos entregas dedicadas al personaje de Jason Bourne son los modelos más evidentes de Salvador (Puig Antich).
Mientras que Stone conseguía conferir a su película una pátina documental que él mismo se encargaba de dinamitar para demostrar la inestabilidad del concepto de lo real y Greengrass reflejaba la memoria fraccionada de su protagonista, el trabajo de Huerga se nos revela menos meditado. La primera parte del film, en el que se nos cuenta las actividades del joven Salvador Puig Antich como militante del grupo anarquista MIL (Movimiento Ibérico de Liberación) en el seno de la España franquista durante los primeros años 70, nos es relatada por el propio protagonista y visualizada a base de flashbacks. De esta manera, parece justificarse el frenético estilo visual, pues las acciones son rememoradas por una persona orgullosa de esos acontecimientos, confiriéndoles un tono rápido y heroico, como seguramente los recuerda.
Pero el resultado de esta decisión no resulta tan acertado como su planteamiento desde el momento en el que dota a las imágenes una atmósfera irreal que choca frontalmente con las intenciones de la película. Los personajes pierden su condición individual para pasar a ser unos ideales andantes, símbolos que se mueven de manera borrosa en el interior de unos encuadres que nunca les deja el tiempo suficiente para respirar o expresarse por sí mismos. El esteticismo de Salvador (Puig Antich) acaba convirtiendose en una convención llevando a la película al terreno que, precisamente, intentaba evitar: el lugar común (véase el tiroteo con la policía en el intento de atraco al Banco Hispanoamericano de Barcelona acaecido el 2 de marzo de 1973, resuelto con los modos del cine de acción hollywoodense).
Y es este distanciamiento lo que hiere mortalmente a la película en su segunda parte en la cual asistimos al encarcelamiento de Salvador tras ser acusado de la muerte de un policía en el momento de su captura. Abandonado en su celda más como la sombra de un movimiento que como ser de carne y hueso, la estancia en prisión de Salvador lleva al film por un camino fijado (las conversaciones con su idealista abogado; los encuentros con la familia; la amistad con su carcelero) que desemboca en un único final posible que acaba de enseñar las cartas de Salvador (Puig Antich).
El largo clímax final se concentra en la útima noche de Salvador, horas antes de ser ejecutado por el escalofriante método del garrote vil. La dilatación de estas escenas busca pulsar las teclas más sentimentales de cara a emocionar a un espectador al que no se le niega ni momentos melodramáticos (las hermanas recordando los momentos felices del pasado), poéticos (la hermana pequeña derrumbándose en el suelo del patio del colegio en el momento en el que muere Salvador o el relato que le cuenta éste sobre su (im)posible futuro) sin renegar de falso suspense (los intentos de su abogado por conseguir el indulto) ni de simbolismos pueriles (los fallos eléctricos anunciando que la vida de su protagonista se va apagando).
El mismo día que Salvador, Heinz Chez -cuyo nombre real era Georg Michael Welze- encontró la muerte sólo diez minutos más tarde en Tarragona por el mismo método, acusado del asesinato del guardia civil Antonio Torralbo el 19 de diciembre de 1972. Fueron los dos últimos presos ejecutados con el garrote vil, un dato que Salvador (Puig Antich) obvia, demostrando que sus intenciones no son tanto el retratar los estertores de un régimen monstruoso y degradante como el construir una hagiografía con la que transmutar a un joven asesinado por un poder degradado en un estandarte.