Cuando se va uno de los seres que ha formado parte de nuestro paisaje vital, aunque no fuera
determinante, ni si quiera muy cercano, algo cambia y se transforma en nosotros.
Un bosque no deja de serlo, ni de conservar su esplendor o su decadencia por el
hecho de que desaparezca un sólo árbol. Sin embargo, el paisaje se modifica, ya no es el mismo que había antes de la
ausencia.
Sherwood Forest, Inglaterra |
Se nos mueren los cercanos, los propios,
los que nos han hecho crecer, o los iguales en tiempo vivido. Se van aquellos
con los que dibujamos los primeros trazos de nuestra vida. Y entonces, como nunca
antes, comprendemos que el bosque era una simple suma de árboles y que estamos
solos. Sujetos a la tierra por unas raíces, que son tan sólo las nuestras. Hemos
llegado hasta aquí gracias al paisaje que nos ha cuidado, mecido, alimentado y
aliviado. Nos hemos plantado fuerte gracias a él, nos hemos modelado a su
sombra y cobijo, pero estamos solos. A nuestro alrededor, el espacio se amplia
y deja ver los vacíos y, con ellos,
nuestra propia presencia se hace más evidente y fuera ya del alcance del
conjunto al que pertenecimos.