Bienvenidos a la edición cibernética de la Revista Ekuóreo, pionera de la difusión del minicuento en Colombia y Latinoamérica.
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domingo, 18 de febrero de 2024

361. Escritores franceses II

 
Papeles familiares
   Marguerite Yourcenar (1903-1987)

   En diciembre de 1948, recibí de Suiza, donde la había dejado durante la guerra, una maleta llena de papeles familiares y cartas de más de diez años de antigüedad. Me senté junto al fuego para acabar con esa especie de horrible inventario de cosas muertas; me pasé varias noches en soledad ocupada en eso. Deshacía atados de cartas; releía, antes de destruirlo, ese montón de correspondencia con personas olvidadas y que me habían olvidado, algunas vivas, otras muertas. Algunos de esos papeles databan de una generación anterior a la mía; los nombres mismos no me decían nada. Arrojaba mecánicamente al fuego ese intercambio de frases muertas con Marías, Franciscos y Pablos desaparecidos. Desplegué cuatro o cinco hojas dactilografiadas; el papel estaba amarillento. Leí el encabezamiento: “Querido Marco…”. Marco… ¿De qué amigo, de qué amante, de qué pariente lejano se trataba? No advertí de inmediato a quién se refería el nombre. Al cabo de unos instantes, recordé de pronto que ese Marco no era otro que Marco Aurelio, y supe que tenía en mis manos un fragmento del manuscrito perdido de las Memorias de Adriano. Desde ese momento, me propuse reescribir este libro, costara lo que costare.
(Cuadernos de notas a las Memorias de Adriano, 1951)

Marguerite Yourcenar (Foto: Bernhard De Grendel)

El mito de Sísifo
   Albert Camus (1913-1960)

   Cuando estaba a punto de morir, Sísifo quiso poner a prueba el amor de su esposa. Le ordenó que arrojara su cuerpo sin sepultura en medio de la plaza pública. Sísifo se encontró en los infiernos y allí, irritado por una obediencia tan contraria al amor humano, obtuvo de Plutón el permiso para volver a la tierra con objeto de castigar a su esposa. Pero cuando volvió a ver este mundo, a gustar del agua y el sol, de las piedras cálidas y el mar, ya no quiso volver a la sombra infernal. Los llamamientos, las iras y las advertencias no sirvieron para nada. Vivió muchos años más ante la curva del golfo, la mar brillante y las sonrisas de la tierra. Fue necesario un decreto de los dioses. Mercurio bajó a la tierra a coger al audaz por el cuello, le apartó de sus goces y le llevó por la fuerza a los infiernos, donde estaba ya preparada su roca. Habían pensado con algún fundamento que no hay castigo más terrible que el trabajo inútil y sin esperanza.
(El mito de Sísifo, 1942)


Visón
   Christiane Rochefort (1917-1998)

   Lo tendrás —le dice Julia—. Si comienzas a trabajarle desde ahora, podrás tenerlo para la Navidad próxima. Con la posición que tiene Philippe, no puede llevar mucho tiempo a su mujer sin visón: daría de qué hablar.
   —El visón me importa un comino, no lo quiero.
   —Vamos, no digas eso; no seas injusta. El visón está lleno de cualidades: es caliente, es ligero, es bonito, le va a todo el mundo y, además, es sólido. Y, en ciertos casos, puede durar más que el matrimonio.
(Celine y el matrimonio)


El bebé
   Pascal Quignard (1948)

   Muchos años después de que San Brice se convirtiera en obispo, una religiosa de Tours, que resultaba ser lavandera en su convento, dio a luz un hijo y señaló a San Brice como padre. La ciudad de Tours se reunió, rugió, recogió piedras, las arrojó contra San Brice. El pueblo gritaba:
   —Eres lujurioso. Mancillaste a una hermana lavandera. No podemos besar un dedo que se ha ensuciado. Devuélvenos el anillo.
   Brice respondió sencillamente:
   —Tráiganme al niño.
   Trajeron al niño, que sólo tenía treinta días. Estaba en brazos de su madre, a medias dormido. No lloraba.
   San Brice hizo que los dos fueran debajo de la bóveda, en el ábside.
   El obispo de Tours se inclinó hacia el niño y le preguntó delante de todos:
   —¿Acaso yo te engendré?
   El bebé abrió bien grandes sus ojos, pero no contestó.
   San Brice hizo su pregunta en latín:
   —¿An ego te genui?
   El niño, de treinta días, respondió entonces enseguida:
   —Non tu es pater meus (Tú no eres mi padre).
   Entonces el pueblo le preguntó al niño quién era su padre. Pero el niño dijo, también en latín, que si bien recordaba el rostro del hombre que estaba subido sobre su madre en el momento en que había sido concebido, ¿cómo conocería su nombre? Dijo además: No era exactamente su nombre lo que mi padre susurraba entonces en el oído de mi madre.
(Las sombras errantes, 2002)


Cheque humillante
   Régis Jauffret (1955)

   Es como mucha gente, odia la verdad. Me dijo que podía irme. Le pedí una indemnización por los dos años que perdí en su compañía. Me firmó un cheque humillante. Le pregunté si se burlaba de mí.
   Sí.
   Sonreía, sonreía demasiado. Me mantuve calmada. Le arranqué la chequera de las manos. Tiró su bolígrafo por la ventana, y se rió mientras yo buscaba desesperadamente otro en los cajones de su oficina.
   No estoy acostumbrada a las armas.
   En una caja había un revólver. Un revólver cromado. Sólo quería hacer ruido. Sí, tal vez también rasguñarlo. Aun así, era una mujer abusada. Tenía derecho a enfadarme. No le apunté a la cabeza, sólo quería una disculpa. Dinero también, pero creo que me lo merecía.
   —Puede condenarme a una pena de principio.
   Siempre y cuando pague su deuda conmigo. Cuando salga de la cárcel, tendré gastos. Nunca me compró un apartamento, apenas un coche pequeño.
   —Usted ve que reconozco mis errores.
   De todos modos, ni siquiera está muerto. Está en coma, pero es viejo. Cuando pierdes la juventud, te duermes poco a poco. Si hubiera tenido 20 años, habría resistido mejor. Le disparé al aire, así que tuvo que correr tras la bala, para atraparla en la mitad del cráneo. No soy psiquiatra, pero creo que estaba deprimido o loco. Nunca le perdonaré por convertirme en el instrumento de su fallido suicidio.
(Microfictions, 2007)


Señuelos
   Éric Chevillard (1964)

   Evidentemente, los altos funcionarios no nos dijeron nada y fue pensando en ello que descubrí la verdadera razón del tráfico aéreo y, sobre todo, por qué sigue intensificándose. El turismo y los negocios son sólo pretextos, señuelos. En realidad, la población humana se ha vuelto tan numerosa que el globo no puede contenerla toda y entonces debe haber varias decenas de miles de personas en el aire en todo momento.
(L’autofictif au petit pois, 2015)


Cortesía
   Leo Campion (1905-1992)

   Sabed comportaros en el mundo.
   Si se os ocurre deslizar la mano bajo las faldas de la vecina, con el fin de romper hielo, hacedlo con la suficiente discreción para que su marido no se dé cuenta. Hay gente que es susceptible y a la que esto podría molestar.
   Si, por casualidad, la dama pareciera encontrar un poco osada vuestra actitud, explicadle que sois tímido y que tratáis con ello de dominar vuestros complejos.
   Si vuestra mano se encuentra bajo las faldas de vuestra vecina con la mano de otro invitado, colaborad cortésmente con él, así como el rey Salomón os lo hubiera equitativamente aconsejado. Entre gentes bien educadas, siempre hay modo de arreglarse.
(El libro de la imaginación, 1970. Compila Edmundo Valadés)

domingo, 4 de febrero de 2024

360. Escritores franceses I

 
Este teatro podría llamarse The Mutual Death
   Alphonse Allais (1854-1905)

   Como en todos los teatros, en el del señor Bigfun (gran empresario australiano) se representan dramas humanos y melodramas sobrehumanos. Pero hay un detalle que añade interés al espectáculo: las víctimas son verdaderas víctimas, y no transcurre una sola representación sin que haya al menos un crimen real o un suicidio de verdad.
   Lo más extraño de esta extraña empresa es que, desde la apertura de su teatro, el señor Bigfun nunca tuvo inconvenientes para encontrar víctimas voluntarias. Al principio se trató de pobres diablos que, para dejar un dinero a su familia indigente, no dudaban en sacrificar sus vidas. Después vinieron los desesperados de ambos sexos; amantes infelices, muchachas abandonadas, todos desempeñaron una mala actuación en la puesta en escena de su muerte.
   Finalmente, llegó el turno del esnobismo y mucha gente, sin una profunda razón, se ofreció para el papel de víctima por el mero placer de impactar al público. Pronto aparecieron los apostadores y hoy no resulta extraño ver en los bares de Melbourne o de Sydney a unos borrachos haciendo apuestas en las que está en juego su muerte violenta, pero estética, en el escenario del querido Bigfun.
   Pese a los enormes gastos (algunos de los macabros protagonistas cobran hasta un millón de libras), nuestro empresario ha amasado una fortuna considerable.
   Cuando la víctima voluntaria posee algo de talento y, sobre todo, una bella voz, el precio de las entradas no tiene límites.
(Pour cause de fin de bail, 1899)


El informe
   Jules Renard (1864-1910)

   —Dispense, amigo, ¿cuánto tiempo se necesita para ir de Corbigny a Saint-Révérien?
   El picapedrero levanta la cabeza y, apoyándose sobre su maza, me observa a través de la rejilla de sus gafas, sin contestar.
   Repito la pregunta. No responde.
   “Es un sordomudo”, pienso yo, y prosigo mi camino.
   Apenas he andado un centenar de pasos, cuando oigo la voz del picapedrero. Me llama y agita su maza. Vuelvo y me dice:
   —Necesitará usted dos horas.
   —¿Por qué no me lo ha dicho usted antes?
   —Caballero —me explica el picapedrero—, me pregunta usted cuánto tiempo se necesita para ir de Corbigny a Saint-Révérien. Tiene usted una mala manera de preguntar. Se necesita lo que se necesita. Eso depende del paso. ¿Conozco yo su paso? Por eso le he dejado marchar. Le he visto andar un rato. Después he calculado, y ahora ya lo sé y puedo contestarle: necesitará usted dos horas.
(La linterna sorda, 1893)




Electoral
   Marcel Proust (1871-1922)

   ¡Ese pobre general!, otra vez lo han derrotado en las elecciones.
   —¡Oh!, eso no es grave, no es más que la séptima vez —dijo el duque que, como había tenido que renunciar también a la política, se complacía bastante en los reveses electorales de los demás—. Se ha consolado queriendo hacerle otro chico a su mujer.
   —¡Cómo! ¿Vuelve a estar encinta esa pobre señora de Monserfeuil?
   —¡Pues claro! —respondió la duquesa—, ése es el único distrito en que no ha fracasado nunca el pobre general.




Historia del joven celoso
   Henri Pierre Cami (1884-1958)

   Había una vez un joven que estaba muy celoso de una muchacha bastante voluble.
   Un día le dijo:
   —Tus ojos miran a todo el mundo.
   Entonces, le arrancó los ojos.
   Después le dijo:
   —Con tus manos puedes hacer gestos de invitación.
   Y le cortó las manos.
   “Todavía puede hablar con otros”, pensó. Y le extirpó la lengua.
   Luego, para impedirle sonreír a los eventuales admiradores, le arrancó todos los dientes.
   Por último, le cortó las piernas. “De este modo se dijo estaré más tranquilo”.
   Solamente entonces pudo dejar sin vigilancia a la joven muchacha que amaba. “Ella es fea pensaba, pero al menos será mía hasta la muerte”.
   Un día volvió a la casa y no encontró a la muchacha: había desaparecido, raptada por un exhibidor de fenómenos.
(El libro de la imaginación, 1970. Compila Edmundo Valadés)


El gesto de la muerte
   Jean Cocteau (1889-1963)

   Un joven jardinero persa dice a su príncipe:
   —¡Sálvame! Encontré a la Muerte esta mañana. Me hizo un gesto de amenaza. Esta noche, por milagro, quisiera estar en Ispahan.
   El bondadoso príncipe le presta sus caballos. Por la tarde, el príncipe encuentra a la Muerte y le pregunta:
   —Esta mañana ¿por qué hiciste a nuestro jardinero un gesto de amenaza?
   —No fue un gesto de amenaza —le responde— sino un gesto de sorpresa. Pues lo veía lejos de Ispahan esta mañana y debo tomarlo esta noche en Ispahan.


Habitación 35
   André Breton (1896-1966)

   Un señor se presenta en un hotel y pide una habitación. Le dan la 35. Al bajar, unos minutos después, y mientras devuelve la llave en la recepción, dice:
   —Perdone, tengo muy mala memoria. Si no tiene inconveniente, cada vez que vuelva, yo le diré mi nombre: “Señor Delouit”, y usted me repetirá el número de mi habitación.
   —Está bien, señor. 
   Poco después, se asoma a la oficina:
   —Señor Delouit.
   —Es la número 35.
   —Gracias.
   Un minuto más tarde, un hombre extraordinariamente agitado, con la ropa cubierta de barro, ensangrentado y casi sin aspecto humano, se dirige al conserje:
   —Señor Delouit.
   —¿Cómo que “Señor Delouit”? No se burle de mí. El señor Delouit acaba de subir.
   —Perdone, soy yo... Acabo de caerme por la ventana. ¿Cuál es el número de mi habitación, por favor?
(Nadja, 1928)


Los hivinizikis
   Henri Michaux (1899-1984)

   Los hivinizikis siempre están afuera. No pueden quedarse en casa. Si ven uno de ellos dentro de algún sitio, esa no es su casa. No hay duda: están en casa de un amigo. Todas las puertas están abiertas, todos están afuera.
   El hiviniziki vive en la calle. El hiviniziki vive a caballo. Podrá reventar tres en un solo día. Siempre montando, siempre galopando. Así es el hiviniziki.
   Este caballero, lanzado como una flecha, de pronto se detiene. La belleza de una joven transeúnte le ha sorprendido. De inmediato le jura amor eterno, apela a los padres, que no le prestan ninguna atención, toma a toda la calle por testigo de su amor, habla de cortarse el cuello si ella no le es concedida, y golpea a su criado para dar más peso a su afirmación. Entre tanto su mujer pasa por la calle, y con ella el recuerdo de que ya está casado. Y he ahí que decepcionado, pero no sosegado, se vuelve, sigue su carrera a galope tendido, se larga a casa de un amigo, donde encuentra a la mujer. “¡Ah, la vida!”, dice, y se echa a llorar. La mujer apenas le conoce. No obstante le consuela, se consuelan, él la abraza. “No me rechaces o voy a dar, por así decirlo, mi último suspiro”, suplica. La lanza sobre la cama como se echa un cubo a un pozo y entregado a su sed amorosa, olvida, olvida, pero de pronto se enardece, salta hacia la puerta, con el traje aún desabrochado y ella, deshecha en llanto, grita: “No me has dicho que te gustan mis ojos, no me has dicho nada”. El vacío que sucede al amor los empuja al distanciamiento. Entonces ella ordena que le enganchen los caballos y le preparen el coche: “¡Qué he hecho, qué he hecho! ¡Mis ojos, en otro tiempo tan hermosos, y no me ha dicho nada! Tengo que ir corriendo a la granja, de pronto el lobo se ha comido alguna oveja: tengo una corazonada”.
   Y volando su coche la lleva, pero no con sus ovejas, puesto que todo se lo ha jugado y perdido el marido esa misma mañana: la casa de campo, los campos, todo, excepto el lobo, que no ha sido apostado a los dados. Ella misma ha sido apostada... y perdida, y hela aquí que llega, rota, a casa de su nuevo dueño.
(En otros lugares, 1948)