Bienvenidos a la edición cibernética de la Revista Ekuóreo, pionera de la difusión del minicuento en Colombia y Latinoamérica.
Comité de dirección: Guillermo Bustamante Zamudio, Harold Kremer, Henry Ficher.

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domingo, 21 de agosto de 2022

321. Ejecuciones IV

 

Tormento IX
   Luis Britto García (Venezuela)

   El preso, a quien se encierra en una celda con un letrero que dice se prohíbe tocar el botón, para observar cuánto tardará antes de enloquecer dudando si al tocar el botón se abrirá la puerta o sobrevendrá la ejecución fulminante o aparecerá simplemente un nuevo letrero que dirá se prohíbe apretar por segunda vez el botón.
(Rajatabla)


Ipso facto
   Luis Armando Abril Del Río (Colombia)

   El rey llamó al jefe de los verdugos, lo miró de arriba abajo con ese halo de suficiencia que le había dado su noble cuna y, reprimiendo un bostezo, simplemente le dijo:
   —¡A partir de este momento, a cualquiera que no haya acatado las leyes y muestre irrespeto por la voluntad del pueblo, se le cortara la cabeza!
   El verdugo llevaba años sirviendo a su soberano y sabía que una orden suya, fuera la que fuera, tenía que ser obedecida sin rechistar. Lo decapitó de inmediato.


Ley de fuga
   Carlos Bastidas Padilla (Colombia)

   Después de que la revolución fue vencida por las tropas del gobierno, Régulo Ortega regresó a Puerto Ventura a seguir luchando por la causa que él nunca quiso aceptar que se había perdido definitivamente en Palonegro, en donde había peleado al lado del general Vargas Santos; ni siquiera quiso admitirlo cuando de pronto se vio arrumbado en los sótanos de la cárcel municipal, sentenciado a sesenta años de prisión, por los delitos de sedición, asonada y otros suficientemente graves como para dejar cualquier pellejo deshecho en una cárcel del Estado.
   Los primeros treinta años los fue marcando en las paredes de su celda, con huequitos en donde guardaba los últimos trocitos de sus postreras esperanzas; después, se dedicó a tapar un hueco, cada año; y cuando había tapado veintinueve, y todavía le faltaban dos días, ocho horas y cincuenta segundos para cumplir su condena, el nuevo jefe de prisiones, temiendo una nueva revolución, decidió ser benévolo con el viejo prisionero; así pues, acompañado por un cabo, un dragoneante y media docena de policías, bajó al sótano y ordenó sacar al hombre.
   Sólo cuando lo hubieron depositado en media calle, para que se asoleara a la vista de todo el pueblo, pudieron percatarse de esas dos alas membranosas y transparentes que le habían nacido en su cuerpo desnudo, pequeñito, arrugado y pegado al suelo, y se llenaron de espanto cuando las vieron desplegarse, al ser doradas por el ardiente sol de enero.
   Dos días se estuvieron las gentes sentadas en la calle, con la esperanza morbosa de verlo levantar el vuelo; y cuando lo vieron elevarse sobre sus cabezas, y enrumbar al mar, los policías dispararon sus fusiles largamente preparados, y el viejo prisionero, dando chillidos y aletazos, se precipitó al mar. Las olas, que había alborotado con sus alas colosales, lo sepultaron para siempre en las profundidades del océano, cuando aún le faltaban siete horas y cincuenta segundos para cumplir su condena.
(Selección del cuento colombiano - Harold Kremer [comp.])

La descubrió en el metro
   Alejandra Díaz Ortiz (México)

   “Es imposible criatura tan bella. No puede existir tal perfección”, musitó en voz baja. Y no se equivocó. Al bajar la mirada, observó sus zapatos. Eran de confección barata, y con tres puntos de mal gusto. Además, el par de manoletinas gastadas delataban unas extremidades gibosas e inversamente desproporcionadas con el resto de su excelsa figura.
   Mientras la seguía por los pasillos hacia la salida del suburbano, decidió que los pies serían lo primero que le iba a cortar…
(No hay tres sin dos, 2014)


Depredador
   Miguel Ángel Caro (Chile)

   Tres muchachas llegan puntuales a la dirección que les dio un hombre por teléfono. Debían bailar para un grupo de varones y darle una atención especial al futuro casado.
   La puerta de la casa estaba abierta. Por un pasillo frente a la entrada, llegaron directo a un patio con olor a grasa.
   La escena fue horrible. Los tipos estaban comiendo desaforados los restos de un asado a medio cocer; eran partes de cuerpo humano. Las muchachas se miraron de reojo e intentaron a correr, pero los hombres les bloquearon el paso y las rodearon; pero ellas sacaron las cuchillas que guardaban en sus carteras y los tajearon hasta que dejaron de respirar. Lo de comérselos fue por curiosidad culinaria y porque había carbón encendido.
(No todos son de Charly, 2016)


El buen decapitador
   Oswaldo Díaz Ruanova (México)

   Wang Lung fue modelo de verdugos. Su eficaz arte con la cimitarra floreció durante toda la dinastía Ming, al servicio de un emperador que lo aplicaba para sus odios irreprimibles contra hombres ingeniosos o inteligentes.
   El afán de perfección de Wang Lung se cumplió cuando pasaba la cumbre de los sesenta años. Al pie del patíbulo, después de cercenar y hacer rodar por el polvo a diecinueve cabezas, impulsadas por su inimitable juego de mandoble, su vieja ambición fue colmada con el vigésimo condenado, un mandarín, Kío, famoso por su ingenio y elegancia.
   En un silencio expectante, el noble joven empezó a subir los escalones del patíbulo, cuando el sable de Wang Lung relampagueó de pronto, a velocidad increíble. Kío ascendió los escalones restantes sin advertir lo ocurrido, por lo que al llegar ante su verdugo le dijo:
   —¡Oh, cruel Wang Lung! ¿Por qué prolongas mi agonía, cuando decapitaste a los demás con tan piadosa y amable rapidez?
   Al oír estas palabras, Wang Lung comprendió que la ambición de su vida y de su arte se había cumplido. Una leve sonrisa serena y luminosa se extendió por su rostro, y con exquisita cortesía, respondió así al decapitado:
   —Tenga la amabilidad de inclinar la cabeza.
(Revista Siempre!, 1961)


La silueta
   Harold Kremer (Colombia)

   Antes de recorrer el camino hacia la silla eléctrica, a Daniel se le concede un deseo. Le entregan la mitad de una vela y un fósforo. También pide que su celda quede en la oscuridad. Después de revisarla palmo a palmo, el carcelero se lo concede. Enciende la vela sobre el camastro de cemento. En el foco de luz, una silueta parecida a él brota en la pared. Daniel empieza a hablar. Sabe que apenas tiene una hora. “Quisiera”, dice, “volver a oler la tierra mojada por la lluvia; sentir el aroma del sexo de Carolina, la mujer que amé, la mujer a la que tuve que matar porque se empeñó en no pronunciar el nombre de un hombre”. Al fondo, desde la pared, la silueta empina la nariz y la celda se llena de aroma a tierra y sexo. Luego, Daniel salta a su infancia. “El día que mi padre me regaló un maromero que subía y bajaba por un hilo”, dice, “fue el más feliz de mi infancia”, y cuenta cómo era ese maromero. La silueta dibuja en la pared un hilo oscuro y empieza a subir y bajar. Luego habla del abandono de su madre, del primer beso, los partidos de basquetbol, las fiestas con los amigos, el trabajo, la soledad de la celda... A punto de agonizar la vela, habla del sacerdote que hace una semana viene todos los días a prepararlo para la muerte. “He leído la Biblia”, dice, “he discutido con él y he llegado a la conclusión de que la oscuridad es el fin del mundo, el fin de la vida, el fin de todo lo que existe”. La silueta, que está sentada con la Biblia en una mano y con la otra levantada, discutiendo con el sacerdote, se voltea a mirarlo. Tira el libro e intenta correr fuera del moribundo foco de luz.
   La vela se apaga.

domingo, 5 de mayo de 2019

235. Ejecuciones III


Lamento comunicarles…
   Flóbert Zapata Arias

   Por una cómica equivocación, a un condenado a muerte, a su propia celda, le llega la invitación a presenciar su propia ejecución. El condenado se disculpa en una carta en la que explica (aceptemos la más pura ironía) que tiene cosas más importantes que hacer ese día.
(La bestia danzante, 1995)


[Sin título]
   Luis Britto García

   Ya no condenan a muerte, sino a saber todo lo que pasará hasta la muerte.
(Colección minúscula. Ricardo Sumalavia [comp.])


El verdugo 
  Diego Muñoz Valenzuela 

   El verdugo, ansioso, afila su hacha brillante con ahínco, sonríe y espera. Pero algo debe vislumbrar en los ojos de quienes lo rodean, que petrifica su sonrisa y se llena de espanto. 
   El Heraldo se acerca al galope y lee el nombre del condenado, que es el verdugo. 
(Ángeles y verdugos)


Revancha
   Giraldus Cambrensis (c.1146-1223)

   El señor de Château-roux en Francia mantenía en su castillo a un hombre al que había castrado y cegado. Este hombre, a fuerza de prolongados hábitos, conocía de memoria los largos pasillos del castillo y los escalones que conducían a las torres. Aprovechando el hecho de que todos lo consideraban un inválido, puso en efecto su plan para vengarse. Subió a las habitaciones y tomó a su único hijo y heredero del gobernador del castillo, y lo llevó a lo alto de la torre, no sin antes pasar los pestillos de las puertas desde adentro, impidiendo el acceso a la escalera. Desde la almena de la torre llamó la atención de los que estaban abajo, y amenazó con lanzar al niño si no venía el gobernador de inmediato.
   El gobernador del castillo llegó corriendo y, aterrorizado, procuró por todos los medios el rescate de su hijo, pero recibió por respuesta que eso sólo podría llevarse a efecto por la misma mutilación de las partes bajas, tal como el señor del castillo había infligido en él. El gobernador, luego de suplicar en vano por clemencia, finalmente accedió, e hizo que le fuera propinado un fuerte golpe en el cuerpo; la gente que presenciaba la escena irrumpió en gritos y lamentos, como si se hubiera mutilado.
   El ciego le preguntó dónde había sentido el mayor dolor. Cuando el gobernador le respondió que “en los riñones”, dijo que era falso y amenazó con lanzar al niño. Al hombre se le propinó un segundo golpe, y aseguró que lo que más le había dolido había sido el corazón. El ciego expresó incredulidad y volvió a acercar al niño al borde de la almena. La tercera vez, sin embargo, el gobernador, para salvar a su hijo, realmente se castró; y cuando exclamó que el mayor dolor lo había sentido en los dientes, el ciego dijo: “Es cierto, como ha de ser creído un hombre que haya pasado por tal experiencia. Tú has vengado, en parte, mis heridas. He de enfrentar la muerte con mayor satisfacción, y tú no podrás ni concebir otro hijo, ni ser reconfortado por este acto”.
   A continuación, se precipitó desde lo alto de la torre con el niño, y al caer al suelo se rompieron las extremidades y murieron en el acto. El señor del castillo ordenó la construcción en el lugar, por el alma del niño, de un monasterio, que todavía está en pie, y se llama De Doloribus.
(Tomado de The Norton Anthology of Short Fiction, R. V. Cassill, 1978)


El sueño
   O. Henry

   Murray soñó un sueño.
   La sicología vacila cuando intenta explicar las aventuras de nuestro yo inmaterial en sus andanzas por la región del sueño, “gemelo de la muerte”. Este relato no quiere ser explicativo: se limitará a registrar el sueño de Murray.
   Una de las fases más enigmáticas de esa vigilia del sueño, es que acontecimientos que parecen abarcar meses o años ocurren en minutos o instantes.
   Murray aguardaba en su celda de condenado a muerte. Un foco eléctrico en el cielo raso del corredor iluminaba su mesa. En una hoja de papel blanco una hormiga corría de un lado para otro y Murray le bloqueaba el camino con un sobre. La electrocución tendría lugar a las nueve de la noche. Murray sonrió ante la agitación del más sabio de los insectos.
   En el pabellón había siete condenados a muerte. Desde que estaba allí, tres habían sido conducidos: uno, enloquecido y peleando como un lobo en la trampa; otro, no menos loco, ofrendando al cielo una hipócrita devoción; el tercero, un cobarde, se desmayó y tuvieron que amarrarlo a una tabla. Se preguntó cómo responderían por él su corazón, sus piernas y su cara; porque ésta era su noche. Pensó que ya serían casi las nueve.
   Del otro lado del corredor, en la celda de enfrente, estaba encerrado Carpani, el siciliano que había matado a su novia y a los dos agentes que fueron a arrestarlo. Muchas veces, de celda a celda, habían jugado a las damas, gritando cada uno la jugada a su contrincante invisible.
   La gran voz retumbante, de indestructible calidad musical, llamó:
   —Y, señor Murray, ¿cómo se siente? ¿Bien?
   —Muy bien, Carpani —dijo Murray serenamente, dejando que la hormiga se posara en el sobre y depositándola con suavidad en el piso de piedra.
   —Así me gusta, señor Murray. Hombres como nosotros tenemos que saber morir como hombres. La semana que viene es mi turno. Así me gusta. Recuerde, señor Murray, yo gané el último partido de damas. Quizá volvamos a jugar otra vez.
   La estoica broma de Carpani, seguida por una carcajada ensordecedora, más bien alentó a Murray; es verdad que a Carpani le quedaba todavía una semana de vida.
   Los encarcelados oyeron el ruido seco de los cerrojos al abrirse la puerta en el extremo del corredor. Tres hombres avanzaron hasta la celda de Murray y la abrieron. Dos eran guardias; el otro era Frank —no, eso era antes—, ahora se llamaba el reverendo Francisco Winston, amigo y vecino de sus años de miseria.
   —Logré que me dejaran reemplazar al capellán de la cárcel —dijo al estrechar la mano de Murray. En la mano izquierda tenía una pequeña Biblia entreabierta.
   Murray sonrió levemente y arregló unos libros y una lapicera en la mesa. Hubiera querido hablar, pero no sabía qué decir. Los presos llamaban a este pabellón de veintitrés metros de largo y nueve de ancho, Calle del Limbo. El guardián habitual de la Calle del Limbo, un hombre inmenso, rudo y bondadoso, sacó del bolsillo un porrón de whisky y se lo ofreció a Murray, diciendo:
   —Es costumbre, usted sabe. Todos lo toman para darse ánimo. No hay peligro de que se envicien.
   Murray bebió profundamente.
   —Así me gusta —dijo el guardián—. Un buen calmante y todo saldrá bien.
   Salieron al corredor y los siete condenados lo supieron. La Calle del Limbo es un mundo fuera del mundo y si le falta alguno de los sentidos, lo reemplaza con otro. Todos los condenados sabían que eran casi las nueve y que Murray iría a la silla a las nueve. Hay también, en las muchas Calles del Limbo, una jerarquía del crimen. El hombre que mata abiertamente, en la pasión de la pelea, menosprecia a la rata humana, a la araña y a la serpiente. Por eso, de los siete condenados, sólo tres gritaron sus adioses a Murray, cuando se alejó por el corredor, entre los centinelas: Carpani y Marvin, que al intentar una evasión había matado a un guardia, y Basset, el ladrón, que tuvo que matar porque un inspector, en un tren, no quiso levantar las manos. Los otros cuatro guardaban un humilde silencio.
   Murray se maravillaba de su propia serenidad y casi indiferencia. En el cuarto de las ejecuciones había unos veinte hombres, entre empleados de la cárcel, periodistas y curiosos que...
   Aquí, en medio de una frase, el sueño quedó interrumpido por la muerte de O. Henry. Sabemos, sin embargo, el final: Murray, acusado y convicto del asesinato de su querida, enfrenta su destino con inexplicable serenidad. Lo conducen a la silla eléctrica. Lo atan. De pronto, la cámara, los espectadores, los preparativos de la ejecución, le parecen irreales. Piensa que es víctima de un error espantoso. ¿Por qué lo han sujetado a esa silla? ¿Qué ha hecho? ¿Qué crimen ha cometido? Se despierta: a su lado están su mujer y su hijo. Comprende que el asesinato, el proceso, la sentencia de muerte, la silla eléctrica, son un sueño. Aún trémulo, besa en la frente a su mujer. En ese momento lo electrocutan.
   La ejecución interrumpe el sueño de Murray.
(Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares. Cuentos breves y extraordinarios)

domingo, 8 de noviembre de 2015

144. Ejecuciones II


La sonrisa insinuada
   Flóbert Zapata Arias

   Para ejecutar a alguien allí, los procedimientos resultan imaginativos y benévolos. Al condenado, que no sabe que lo es, y cuyo proceso ha corrido por completo en silencio, le es suministrada una cápsula del tamaño de una cabeza de alfiler. La droga, camuflada en el pan, surte efectos extraordinarios en la percepción, sin que opere como alucinante, sino como facilitador de una especie de laberinto que desvía y cruza los estímulos y las definiciones. Libre también de toda sensación de dolor, el condenado acariciará el lomo de una tarántula, como si se tratase de un pollito o un conejo; colgará alrededor de su cuello un collar que, en realidad, es una serpiente; o se acostará sobre un tendido de cuchillos que tomará por las caricias de una ducha de agua tibia. Lo que se espera es que las mordeduras de la araña o de la serpiente, o las heridas de los cuchillos, o los efectos de otro instrumento cualquiera, resulten letales en medio de un estado de completa calma o de alegría. Para garantizar aún más la muerte dulce (así es conocida popularmente), el condenado, y esta es otra de las virtudes suavizante de la droga, hace el amor con la mujer que ha deseado toda su vida y, justo en el momento del orgasmo, expira. Por eso la sonrisa insinuada y el rictus de éxtasis en el rostro de quienes dejan la vida mediante este procedimiento.
(La bestia danzante. Manizales: Centro de escritores de Manizales, 1995)


Una historia quebrada
   Paul Valéry

   El rey ordenó: (Te condeno a morir, pero a morir como Xios y no como Tú) que Xios fuera llevado a un país enteramente distinto. Cambiado su nombre, artísticamente mutilados sus rasgos. La gente del país obligada a crearle un pasado, una familia, talentos muy diversos de los suyos.
   Si recordaba algo de su vida anterior, lo rebatían, le decían que estaba loco, etcétera...
   Le habían preparado una familia, mujer e hijos que se daban por suyos.
   En fin, todo le decía que era el que no era.
(J. L. Borges y A. Bioy Casares [ant.]. Cuentos breves y extraordinarios)



El verdugo
   Arthur Koestler 

   Cuenta la historia que había una vez un verdugo llamado Wang Lun, que vivía en el reino del segundo emperador de la dinastía Ming. Era famoso por su habilidad y rapidez al decapitar a sus víctimas, pero toda su vida había tenido una secreta aspiración jamás realizada todavía: cortar tan rápidamente el cuello de una persona que la cabeza quedara sobre el cuello, posada sobre él. Practicó y practicó y finalmente, en su año sesenta y seis, realizó su ambición.
   Era un atareado día de ejecuciones y él despachaba cada hombre con graciosa velocidad; las cabezas rodaban en el polvo. Llegó el duodécimo hombre, empezó a subir el patíbulo y Wang Lun, con un golpe de su espada, lo decapitó con tal celeridad que la víctima continuó subiendo. Cuando llegó arriba, se dirigió airadamente al verdugo:
   —¿Por qué prolongas mi agonía? —le preguntó—. ¡Habías sido tan misericordiosamente rápido con los otros!
   Fue el gran momento de Wang Lun; había coronado el trabajo de toda su vida. En su rostro apareció una serena sonrisa; se volvió hacia su víctima y le dijo:
   —Tenga la bondad de inclinar la cabeza, por favor.


Tormento I
   Luis Britto García

   Al preso a quien se insinuaba que en aquella prisión se aplicaba siempre la ley de fuga, y a quien luego se daba a entender, ambiguamente, que estaba libre, para que por una eternidad dudara si era infundado el terror que le impedía moverse, que le impedía franquear la puerta perennemente abierta.
(Rajatabla)


Aprender a morir
   Michel de Montaigne

   Con frecuencia, nuestros órganos judiciales envían a ejecutar a los criminales al lugar donde se cometió el crimen. Durante el camino, se pasea al reo por casas hermosas y se les ofrecen banquetes. ¿Acaso crees que son capaces de disfrutarlo? La intención final del viaje —que no dejan de tener ante los ojos— les altera y embota el gusto para todos estos placeres.
(Los ensayos)


La confesión
   Juan Carlos Céspedes A.

   El verdugo confesó al hacha su soledad, pero ésta estaba ocupada cortándole la cabeza.
(Muchas historias/pocas palabras)


El mayor tormento
   El falso Swendenborg

   Los demonios me contaron que hay un infierno para los sentimentales y los pedantes. Allí los abandonan en un interminable palacio, más vacío que lleno, y sin ventanas. Los condenados lo recorren como si buscarán algo y, ya se sabe, al rato empiezan a decir que el mayor tormento consiste no participar de la visión de Dios, que el dolor moral es más vivo que el físico, etcétera. Entonces los demonios los echan al mar de fuego, de donde nadie los sacará nunca.
(J. L. Borges y A. Bioy Casares [ant.]. Cuentos breves y  extraordinarios)


El cielo ganado
   Gabriel Cristián Taboada

   El día del Juicio Final, Dios juzga a todos y a cada uno de los hombres.
   Cuando llama a Manuel Cruz, le dice:
   —Hombre de poca fe. No creíste en mí. Por eso no entrarás en el Paraíso.
   —Oh, Señor —contesta Cruz—, es verdad que mi fe no ha sido mucha. Nunca he creído en Vos, pero siempre te he imaginado.
   Tras escucharlo, Dios responde:
   —Bien, hijo mío, entrarás en el cielo; mas no tendrás nunca la certeza de hallarte en él.
(J. L. Borges y A. Bioy Casares [ant.]. Cuentos breves y extraordinarios)

[Sin título]
   Hernando Urrutia Vásquez

   Aquel hombre sí anhelaba un poco de tierra, pero no la que le estaban echando encima.
(Textos cáusticos)


domingo, 18 de marzo de 2012

48. Ejecuciones


Cimitarra
   Ambrose Bierce

   Cuando el gran GichiKuktai era Mikado, condenó a la decapitación a Jijiji Ri, alto funcionario de la Corte. Poco después del momento señalado para la ceremonia, ¡cuál no sería la sorpresa de Su Majestad al ver que el hombre que debió morir diez minutos antes, se acercaba tranquilamente al trono!
   —¡Mil setecientos dragones! —exclamó el enfurecido monarca—. ¿No te condené a presentarte en la plaza del mercado, para que el verdugo público te cortara la cabeza a las tres? ¿Y no son ahora las tres y diez?
   —Hijo de mil ilustres deidades —respondió el ministro condenado—, todo lo que dices es tan cierto, que en comparación la verdad es mentira. Pero los soleados y vivificantes deseos de Vuestra Majestad han sido pestilentemente descuidados. Con alegría corrí y coloqué mi cuerpo indigno en la plaza del mercado. Apareció el verdugo con su desnuda cimitarra, ostentosamente la floreó en el aire y luego, dándome un suave toquecito en el cuello, se marchó, apedreado por la plebe, de quien siempre he sido un favorito. Vengo a reclamar que caiga la justicia sobre su deshonorable y traicionera cabeza.
   —¿A qué regimiento de verdugos pertenece ese miserable de negras entrañas?
   —Al gallardo Nueve mil Ochocientos Treinta y Siete. Lo conozco. Se llama SakkoSamshi.
   —Que lo traigan ante mí —dijo el Mikado a un ayudante, y media hora después el culpable estaba en su Presencia.
   —¡Oh, bastardo, hijo de un jorobado de tres patas sin pulgares! —rugió el soberano—. ¿Por qué has dado un suave toquecito al cuello que debiste tener el placer de cercenar?
   —Señor de las Cigüeñas y de los Cerezos —respondió, inmutable, el verdugo—, ordénale que se suene las narices con los dedos.
   Ordenólo el rey. Jijiji Ri sujetóse la nariz y resopló como un elefante. Todos esperaban ver cómo la cabeza cercenada saltaba con violencia, pero nada ocurrió. La ceremonia prosperó pacíficamente hasta su fin. Todos los ojos se volvieron entonces al verdugo, quien se había puesto tan blanco como las nieves que coronan el Fujiyama. Le temblaban las piernas y respiraba con un jadeo de terror.
   —¡Por mil leones de colas de bronce! —gritó— ¡Soy un espadachín arruinado y deshonrado! ¡Golpeé sin fuerza al villano, porque al florear la cimitarra la hice atravesar por accidente mi propio cuello! Padre de la Luna, renuncio a mi cargo.
   Dicho esto, agarró su coleta, levantó su cabeza y avanzando hacia el trono, la depositó humildemente a los pies del Mikado.


El castigo
   Jacques Sternberg


José Luis Jaimes Guerrero
   Aquí los delitos son muchos pero el castigo es único, siempre idéntico.
   Se coloca al condenado ante un túnel interminable, entre los rieles de una vía férrea. A partir de ese momento el condenado sabe lo que le espera. Huye, porque no tiene más que esa oportunidad. Alucinación, porque el túnel no tiene fin.
   El condenado corre hasta perder el aliento y después la vida.
   Sin embargo, se puede afirmar que nunca tren alguno fue lanzado por esa vía.
(Revista El cuento)


Jesús y la mujer adúltera
   Juan el evangelista *

   Jesús se fue al monte de los Olivos. Y por la mañana volvió al templo, y todo el pueblo vino a él; y sentado él, les enseñaba. 
   Entonces los escribas y los fariseos le trajeron una mujer sorprendida en adulterio; y poniéndola en medio, le dijeron: Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en el acto mismo de adulterio. Y en la ley nos mandó Moisés apedrear a tales mujeres. Tú, pues, ¿qué dices? 
   Mas esto decían tentándole, para poder acusarle. Pero Jesús, inclinado hacia el suelo, escribía en tierra con el dedo. 
   Y como insistieran en preguntarle, se enderezó y les dijo: El que de vosotros esté sin pecado sea el primero en arrojar la piedra contra ella. 
   E inclinándose de nuevo hacia el suelo, siguió escribiendo en tierra. 
   Pero ellos, al oír esto, acusados por su conciencia, salían uno a uno, comenzando desde los más viejos hasta los postreros; y quedó solo Jesús, y la mujer que estaba en medio. 
   Enderezándose Jesús, y no viendo a nadie sino a la mujer, le dijo: Mujer, ¿dónde están los que te acusaban? ¿Ninguno te condenó? 
   Ella dijo: Ninguno, Señor. 
   Entonces Jesús le dijo: Ni yo te condeno; vete, y no peques más.


La muerte
   Kostas Axelos

José Luis Jaimes Guerrero
   Una vez un mandarín chino propuso esta medida al gobernador de una provincia, quien no tardó en adoptarla. En el momento en que la víctima debía posar la cabeza sobre el taco para que el verdugo se la pudiese cortar, un caballero engalanado llegaba al galope y exclamaba: ¡Deteneos! ¡El Sire ha concedido su gracia al condenado a muerte! En ese instante de euforia suprema, el verdugo cortaba la cabeza del feliz mortal.

(Axelos, Kostas [1962]. «Cuentos filo-sóficos (onto-teo-mito-gnoseo-psico-socio-tecno-escato-lógicos)». En: El lenguaje y los problemas del conocimiento. Buenos Aires: Rodolfo Alonso Editor, 1971)


Mediodía
   Harold Kremer

   La isla a mediodía es insoportable. El calor y la humedad de la celda calan los huesos. Todos los habitantes entramos en un sopor que dura hasta las tres de la tarde cuando ha descendido un poco el sol. Esa es la hora escogida por el alcaide para las ejecuciones. Desde mi ventana alcanzo a divisar parte del camino que recorren los condenados. Generalmente son dos los que avanzan, custodiados por diez guardianes. Aquí nadie se preocupa por eso y hasta los mismos condenados parece que facilitan la labor de los verdugos. Algunos dicen que son criminales peligrosos con más de cinco muertos encima. Llegan hasta los acantilados y allí los fusilan. Luego los tiran al mar para cebar los tiburones que rodean la isla. Cuando los guardianes regresan me siento otra vez a escribir. Sé que algún día vendrán a llevarme a pasear y que desde mi ventana me veré en dirección a los acantilados de la muerte y que otro recluso forjará la ilusión de que soy un criminal peligroso con más de cinco muertos encima.
(El combate. Cali: Deriva, 2004)


Anécdota antigua
   Anton Chéjov

   En tiempos de antaño, en Inglaterra, los criminales condenados a la pena de muerte gozaban del derecho a vender en vida sus cadáveres a los anatomistas y los fisiólogos. El dinero recibido de esta forma ellos se lo daban a sus familias o se lo bebían. Uno de ellos, atrapado en un crimen horrible, llamó a su lugar a un científico médico y, tras negociar con éste hasta el hartazgo, le vendió su propia persona por dos guineas. Pero, al recibir el dinero, de pronto el se empezó a carcajear…
   —¿De qué se ríe? —se asombró el médico.
   —¡Usted me compró a mí como un hombre que debe ser colgado —dijo el criminal, riéndose a carcajadas—, pero yo lo timé a usted! ¡Yo voy a ser quemado! ¡Ja, ja!
(Eduardo Berti. Los cuentos más breves del mundo. Madrid: Páginas de espuma, 2008)

* Críticos textuales aseguran que este pasaje no fue escrito por Juan, sino que fue interpolado en su evangelio siglos más tarde. Ver: Jesús y la mujer sorprendida en adulterio