Bienvenidos a la edición cibernética de la Revista Ekuóreo, pionera de la difusión del minicuento en Colombia y Latinoamérica.
Comité de dirección: Guillermo Bustamante Zamudio, Harold Kremer, Henry Ficher.

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domingo, 4 de agosto de 2024

373. Lucy Fabiola Tello (Cali, Colombia)

 


El huésped

   ¿Cuándo nos dimos cuenta de su presencia? No lo podemos precisar. Ninguno de nosotros recuerda quién lo vio por primera vez. El caso es que la certeza de su existencia nos atormentaba día y noche; luego, nos fuimos acostumbrando; y, ahora, lo sabemos alojado en el cuarto de san alejo, donde es uno más de los viejos y desechados trebejos de la casa. Allí permanece, grandes ojos bovinos, mirada triste, muy triste, y esa tristeza exacerba nuestra ira. No se mueve, pensativo, nos ignora y su silencio nos agobia con un peso insoportable y fatigoso. Se diría que no quiere imponernos su presencia, la que ocultamos a otros celosamente porque, ¿cómo explicar su súbita aparición?, ¿cómo explicar que lo ignoramos todo acerca de este pobre y precario ser? A pesar de nuestros esfuerzos por deshacernos de él, no lo hemos conseguido y su permanencia entre nosotros nos duele como una enfermedad. ¿Hasta cuándo debemos soportarlo? Explícitamente, no nos hemos puesto de acuerdo, todavía no lo decidimos. Por lo pronto, agotamos nuestros días cavando su fosa en un rincón del patio.


Metamorfosis

   La hoja del helecho, ennegrecida, achicharrada, se desprendió de la planta, voló por el aire y, barrida por los vientos, cayó al patio para, finalmente, venir a posarse en el piso del baño. Los días y la acción del agua le fueron dando una consistencia, un cuerpo. Poco a poco, fue adquiriendo una cola y una cabecita que se adornó con dos pequeños cuernos. Ahora le han salido garras y dientes y, cuando me meto bajo la ducha, viene hacia mis talones y trata de morderme; pero, como es tan pequeña, sólo logra producirme cosquillas. Debo tener más cuidado y destruirla: ¿cómo podría enfrentarla cuando amenaza convertirse en dragón?


Una hilada de ladrillos

   La niña miraba con desconcierto el cuerpo de su padre, tendido sobre el lecho, y pensaba que los muertos eran, por demás, tristes, inertes, patéticamente solitarios y fríos como témpanos. Se había hecho sus propias ideas acerca de la muerte, a pesar de sus pocos años. Había observado lo que la muerte producía en los cuerpos; lo había visto en su perro, que había sido atropellado por un auto; en una que otra torcaza caída sobre el suelo del jardín de su casa con las plumas pegadas a los huesos, sin poder elevarse; en las contorsiones de las mariposas antes de abatir sus alas.
   Para evitarle esta condición a su padre, le propuso ir a visitar a Dios y pedirle que lo librase de la muerte, de modo que pudiese levantarse de ese terrible lecho de enfermedad y disfrutar con ella los acostumbrados paseos de los domingos; pero él no atendió su propuesta y continuó muy enfermo, durante meses. Sin embargo, ella no dejó de pensar en la visita: podría ser que Dios se prestase a conceder favores. Pero, como no encontraba la forma de hacer esa visita, quiso o, mejor, se propuso soñar.
   Sucedió una noche cualquiera. Habiéndose levantado de su lecho, su padre la tomó de la mano, salieron de la casa y tomaron un taxi. Curiosamente, ella conducía. Manejó largo tiempo hasta llegar a una selva espesa y oscura donde el vehículo se esfumó, pero ella continuó con el timón en las manos, mientras su padre la seguía. Caminaron largos trechos, sintiendo el delicioso olor de la vegetación, hasta llegar a la tierra donde vivía Dios. Para hacer su petición, tenían que pasar una hilera de ladrillos extendida sobre el suelo de un inmenso claro. Los dos espacios, separados por los ladrillos, no tenían diferencia alguna. A este lado, estaban ellos dos, el suelo, un suelo como suelen ser todos los suelos, con sus piedrecillas y bastante seco, el aire, el cielo y sus nubes y su azul, los árboles, los animales, y la gente, que suele ir de aquí para allá. El otro lado, donde encontrarían a Dios, era exactamente igual. Aunque traspasaron la hilera de ladrillos, no pudieron encontrar a Dios. En ninguna parte de ese lado, estando Dios, estaba Dios.
   Su padre, muy cansado, volvió a su lecho y la niña escuchó la voz de su mamá que la llamaba: «¡Levántate!, ha muerto tu papá».


El señor de la noche ha perdido su poder

   Doscientos años atrás todo era diferente. Ha despertado a un tiempo atroz. Hay demasiada luz eléctrica y otras muchas clases de luces, muchas. Los humanos se complacen en pequeños objetos que emiten luz y ruido, extraños ruidos con los que hablan, ríen, gesticulan, a solas o junto a otros. Día y noche. Parecen locos. El día no les concierne, pero la noche… también la noche dedican a mirar esos extraños objetos de luz. La noche ha perdido su encanto romántico, precisamente por ello. Se está encegueciendo y perdiendo la facultad de moverse en la cómplice oscuridad. Es demasiado torpe y ahora que sabe dónde yace ella, la deseada, la anhelada, va a su encuentro. Le alegra saberla lejos de la ciudad, esperándolo, pero al campo también ha llegado la luz, sólo que hoy la electricidad ha fallado y él ha podido elevarse y volar, aunque inevitablemente tropieza y lacera su deseante cuerpo entre ramas y troncos, golpeándose con los postes de la electricidad. Sólo ella puede renovar su vigor. De sólo pensarla, de añorarla, tiembla su boca, chasquean sus dientes anticipando el placer. Alcanzarla se le antoja una eternidad. Por fin ha llegado, y aunque se estrella contra los vidrios de la ventana, logra con dificultad llegar al lecho. Al acercar sus labios al hermoso cuello, alarga los colmillos y todo él se estremece. Casi ha alcanzado el antiguo deseo de su vieja carne cuando de repente uno de esos atroces objetos se enciende sobre la almohada y un agudo chillido se escucha, ampliado por las vibraciones que lo penetran con un ruido como de madera que se quiebra y astilla. Sin tiempo de saber o sospechar que se disuelve, alcanza a percibir la luz temprana del día entrando por la ventana. La mujer despierta y grita. Ante su asombro, un polvillo húmedo y rojizo cae sobre ella, sobre las blancas sábanas. Pronto ella olvida su asombro porque ha de contestar el teléfono. Urge revisar el bello artesonado de madera que adorna el cielorraso. Quizá sea un gorgojo, un extraño bicho que da apariencia ensangrentada al serrín. Siente asco. No importa lo que sea, ha de darse prisa. Debe estar temprano en su lujosa oficina.


Viaje sin retorno

   ¿Estuviste allí? —preguntó el arqueólogo a su amigo, mientras recorrían el museo.
   Con sólo ver las osamentas recordé: Escapamos de Lagash en una larga fila que avanzaba penosamente por la tierra seca y agostada. Los ejércitos enemigos dejaron un yermo de color casi rosa bajo el sol abrasador. Nuestras túnicas se deshacían a jirones, se reventaban las tiras de cuero de las sandalias con el calor del suelo. Ese fue el inicio del fin. En las noches, el cielo era un joyel repleto de estrellas y el frío calaba los huesos. Sabíamos que moriríamos, pero continuábamos. Esqueléticos, hambrientos y sedientos caímos uno a uno, nadie sobrevivió. Las tormentas de arena sepultaron nuestros cuerpos. Las mismas tormentas de arena revelaron nuestros huesos tanto tiempo sepultos, los que ahora miramos en los estantes.
   —¿Me creerías si te digo que también estuve allí? —preguntó el arqueólogo a su amigo—. Nunca llegamos a Nippur.


Mejor ignorarlo

   Leía en la comodidad de su cama cuando escuchó los ruidos en la cocina. Algo de todos los días que empezó cuando su marido la hiciera renunciar al trabajo. El estruendo lo principiaban las tapas de las ollas, las histéricas tapas, se extendía a las puertas de las alacenas, abriéndose y cerrándose con un golpeteo insistente. Una noche, avanzada las horas, ve desfilar en silenciosa procesión el menaje de su cocina: platos, ollas, cacerolas, en fin, y salir por la ventana. Se preguntaba por la reacción de su marido cuando en la mañana no pudiese preparar el desayuno. Se precipitó fuera de casa en pijama, pero, sin tener a dónde ir a hora tan avanzada, regresó y se metió en la cama. Por fortuna, él aún no llegaba, ni llegó, y ella respiró aliviada. A la mañana siguiente, fue al mercado de pulgas a comprar un utensilio, así fuese un trasto cualquiera, que le permitiera cocinar. Cuál no sería su sorpresa al ver todo su equipo de cocina exhibido en el suelo, en perfectas condiciones y sin ser ofrecido. Fue sólo verlo para saber que debía irse, y lejos, muy lejos. Lejos, aún ignora y tampoco quiere saber por qué dentro de ella eclosionó aquel grito. Lo cierto es que no miraría hacia atrás.


Fue en Campodetorres

   Tomó su canoa para cruzar el río, pues había escuchado el cuerno que la llamaba, la inconfundible señal de que un niño estaba por nacer. Debía asistir a una madre en el parto, tal y como lo había hecho durante tantos años de ir y venir, campo traviesa o cruzando el río. En su oficio de partera, con alegría había visto nacer a muchos y ninguno había muerto. Un niño iba a nacer al otro lado, en Campodetorres, la vereda colindante con la finca de su yerno, al otro lado del río. De día o de noche, conociendo todos los caminos, llevaba su canoa río abajo, río arriba. Serían las once de la noche cuando tomó el remo. Bogaba la canoa mientras cantaba. 

   Que ya voy llegando. ¡Oooo…¡
   Que ya voy llegando.
   Con María y San José.
   Niño ejperame. ¡Eeee…!
   Que ya voy llegando.

   De pronto, tuvo una sensación de muerte, calor y frío que se alternaban tan rápido que la hicieron sudar copiosamente y, aunque el tiempo, suave y fresco, le permitía remar con facilidad para alcanzar la otra orilla, ella desfallecía… pero tenía que llegar.
   Al otro lado, un grupo de hombres la esperaba, entre ellos el padre del que nacería. Llegó vestida de blanco para distinguir su cuerpo negro de la noche. Anduvieron un largo trecho hasta alcanzar la vivienda, en las afueras de la aldea. El trabajo de parto duró casi tres horas, al término del cual los asistentes recibieron con arrullos al recién nacido. Toda la noche se bailó y se cantó. Tan alegres estaban que nadie vio cuando Ascensión, que así llamaba la partera, se marchó.
   Pero Ascensión no llegó nunca a casa. La encontraron muerta dentro de su canoa en el centro del río, lejos de la orilla. Lo cierto fue que su cuerpo nunca llegó a Campodetorres, llegó sí, su espíritu, asistió a la parturienta, cantó y bailó y regresó a su negro cuerpo para descansar. El lucero del alba había salido.

domingo, 20 de agosto de 2023

347. Extravíos - Microantología de cuentos breves nariñenses


Salvo el último, textos tomados del libro Extravíos, Antología de Cuentos Breves Nariñenses publicado por Editorial Avatares (Pasto, Nariño; 2020).


 


Muñeca Rusa
   Jonathan Alexander España Eraso

   Al ordenar los juguetes de mi infancia en el viejo ático, encontré, entre cajas, la muñeca que tanto miedo me causaba. Con estupor la levanté y, en sus ojos espejados, miré mi rostro encogido. Detrás de él, descubrí una pequeña silueta que me horrorizó. Una mujer estremecida, de rostro enjuto, se asomaba para perderse en el destello de mis ojos.


El soldado
   Juliana Muñoz Caratar

   El soldado atraviesa con paso cansino la ciudad. El tiempo se refleja triste en su espalda, pero su rostro lo ilumina todo. Los niños que pasan a su lado, contagiados por esa luz de júbilo, sonríen y lo vitorean. A causa de la algarabía que se forma en las calles, desde los balcones salen mujeres de blancos vestidos que llevan montoncitos de barro entre las manos. Ellas los besan y los lanzan hacia ese hombre, para que, a cada paso, lenta y esmeradamente, él reconstruya lo que la guerra le ha arrebatado.


Una carta al presidente de Europa
   Arturo Prado Lima

   La policía aeroportuaria del London City Airport divisó un paquete extraño en las ruedas de un avión procedente de Somalia. Después del atentado a las Torres Gemelas de New York, el hecho causó alarma y paralizó las actividades de la terminal internacional. Sin embargo, los robots desactivadores de bombas no detectaron riesgo alguno. Se trataba del cuerpo congelado de un niño negro que no se sabe cómo viajó ahí. Debajo de la camisa, en el sobaco, había una carta de recomendación de sus padres: «Señor presidente de Europa», decía la carta, «le recomendamos a nuestro hijo para que pueda trabajar y volver por nosotros». 



La página en blanco
   Karolina Urbano

   El relato que desapareció el 3 de marzo de 2015 está a punto de convertirse en una leyenda, gracias a los chismes que han inventado los cuentos de la p. 11 y siguientes. Ese día, los cuentos estaban ansiosos y llenos de expectativas cuando un nuevo lector abrió las páginas del libro. Era B, el editor de P, quien, después de analizar el libro, notó en cuestión de segundos que la p. 38 estaba en blanco y así lo hizo notar al librero. Los cuentos inmediatamente se horrorizaron, ¡uno de ellos había desaparecido! No era la primera vez que esto ocurría, pero nunca sabían por qué, eso era un misterio y las especulaciones no se hacían esperar. Algunos comentaban que había escapado por amor con un cuento inédito; otros, que se escondía bajo las faldas del cuento de la p. 32, de puro cobarde. El rumor más fuerte trataba de un gran complejo de inferioridad que sufría desde niño, por ser el peor relato del libro. Dicen que cada vez que alguien abría el libro empezaba a temblar y descansaba cuando los lectores con mucho esfuerzo llegaban hasta la p. 10. Entonces se sentía aliviado y agradecía su buena suerte. Dicen, también, que cuando sintió que B estaba a punto de leerlo, entró en pánico y huyó despavorido. Algunos escucharon ese mismo día que B, sin más, pidió otro libro. Nadie sabe lo que pasó de ahí en adelante.



La carreta
   Jorge Verdugo Ponce

   A veces, en mis sueños, viajo de una manera inusual: en una rechinante carreta, anacrónica, con costillares laterales y ruedas irregulares. Nunca puedo identificar al animal o persona que la hace avanzar. Sólo sé que se mueve y que yo voy en ella. Tampoco sé a dónde me conduce, ni si voy por mi voluntad. La luz no pertenece al día ni a la noche; es una media luz, de un azul lechoso, que se mueve con la carreta y, más allá del círculo restringido, siguen sombras espesas que ocultan cualquier objeto.
   Siento un profundo terror, aunque no pienso en escapar. De lejos, tal vez de la infancia, me llega la sensación de algo diabólico, pecaminoso, que se mezcla con deseos poderosos e indeterminados, al mismo tiempo buscados y prohibidos. 
   Este viaje jamás tiene punto de partida y final, de modo que tampoco sé si en realidad es un viaje.


Difunto con sombrero
   Mónica Viviana Mora

   He orado por ti.
   Casi no sé orar.
   Alberto Vélez Otálvaro

   Kamal no ha pronunciado palabra desde que su padre abandonó sus pasos en la cordillera.
   Guarda la última mirada del señor Alan, cuando su caracol dejó de oír la corriente y sus yemas de acariciar un gato amarillo.
   Con sus dos hermanos lo llevaron sobre los hombros, caminaron dos kilómetros cuesta arriba en busca de alivio para su partida.
   Vivía solo, saludaba al limonero antes de bajar al río y cosechaba los aguacates más cremosos y grandes que mi boca probó.
   Los parientes que visitaron su cuerpo callado dibujaron precipicios en su rostro. Lo velaron en su propia casa y le ofrendaron azúcar, arroz y gallinas en ollas de barro.
   La mejor forma de orar, decían, era cantando. Los requintos y las voces campesinas desfilaron con trajes negros.
   El café alentaba a los dolientes y las lágrimas corrían por las cucharas.
   Kamal levantó la cajita del tiempo y deslizó un sobre con rayas azules y rojas. Un sombrero y una carta eran todo su tesoro. Yo lo vi, en medio de las ceremonias del dolor, como el difunto abrazó las palabras.


Reflejo continuado
   R. Sebastián Pinchao H.

   Un hombre duerme; sueña con un espejo en el que, naturalmente, observa su reflejo. Por razones ajenas a su comprensión, quien despierta del sueño es el reflejo, no él. 
   Los sufrimientos del reflejo son terribles, pues si alguien se atreviese a tocarlo, encontraría una imagen hueca. Su verdadero, guardado en la contraparte del cristal, parece no encontrar solución. 
   Al espejo deben cortarle el cabello y las uñas cada mes. 
(Enviado por el autor a Ekuóreo)

domingo, 25 de junio de 2023

343. Minicuentos del Huila



La verdadera libertad
   Eduardo Tovar Murcia

   Se sintió embargado por una felicidad inefable. El delito que le imputaron le otorgaba veinte años de reclusión. No le importaba. Tenía todo lo necesario para una confortable estadía. El lugar no era más amplio que un baño familiar, pero era suficiente para ser feliz. Las paredes eran grisáceas, con el hollín visible en los ángulos de las esquinas y la mugre cubriéndolo todo. Un camastro y un neceser eran los pocos enseres con que contaba la celda. Recostado contra la pared se encontraba su mayor tesoro, la razón de su felicidad en condiciones tan precarias para el común de la gente.
   El día que ingresó, su única petición fue que le llevaran sus preciados libros. No era otra su razón de vivir. Leer durante todos esos años fue el mayor regalo que el Estado le pudo conceder: veinte años de lectura incesante. Dejar de ver a su familia no fue inconveniente: hace ya bastantes años había perdido contacto con ellos. Tampoco dejar de asistir a sus clases en la universidad, donde los estudiantes dormitaban encima de los pupitres, sin poner atención a lo que él decía. Además, de cierto modo, se podía entender que él hubiese violado la norma docente, en un sentido estrictamente académico, y con el ánimo de buscar la tranquilidad intelectual. Sólo se sentía dolorido por sus colegas quienes, durante el resto de sus días, tendrían que seguir allí afuera, incrustados en sus ocupaciones, sin la oportunidad de experimentar la verdadera libertad.


La fuga
   Betuel Bonilla Rojas

   Después de múltiples ruegos, el gendarme accedió a darle un lápiz con el único requisito de dibujar en el patio y devolverlo en la noche, pues las normas del Penal eran inapelables. En realidad, un lápiz no representaba mayor riesgo para los otros penados ni para el interno mismo. Así, durante muchos meses, el hombre dibujó el Penal, a pequeña escala, y el gendarme no vio en esto otra cosa que una especie de enfermedad, de amor delirante por el encierro, algo muy frecuente entre los que enfrentaban penas mayores. El hombre, en su dibujo, levantó muros, ubicó de forma estratégica las garitas de la guardia y reprodujo, metro a metro, cada pasillo y cada reja del reclusorio. El gendarme vigilaba con una risilla los avances del interno. Al final, como salido de la mano del mejor arquitecto del mundo, el reclusorio estaba listo. El gendarme, asomado por última vez al dibujo, hasta llegó a reconocerse en uno de esos minúsculos hombrecitos que portaban el uniforme azul.
   Esa noche, al ir a recoger el lápiz, el gendarme vio el dibujo adentro, solitario, en la celda del hombre. En aquel dibujo, algo que no había visto en la primera ocasión, la puerta mayor permanecía abierta, muy distinta a como sucedía en la realidad. Asombrado, el gendarme buscó por cada uno de los rincones de la celda, cerrada por él mismo minutos antes, pero el condenado ya no estaba.
(Segundo lugar del XX Concurso Departamental de Minicuento “Rodrigo Díaz Castañeda”, 2010).


La mejor actuación
   Jorge Enrique Alvarado

   Agoniza la vieja actriz y una procesión de espectros gravita por su habitación, entre familiares y amigos. Son los personajes que, representados a lo largo de su agitada y escandalosa carrera, le atormentan en su delirio final. Hisopo en mano, como espantando murciélagos, el cura procede a sus oficios. Agazapada en un rincón, desde hace rato la muerte mide el zarpazo final. De repente, de entre los esperpentos, irrumpe otra muerte, abalanzándose decidida sobre la moribunda. La muerte agazapada ve disputada su presa, iza su guadaña y arremete, obligándola en retirada. Pronto regresa a su víctima, quien ya se encuentra de pie recibiendo los aplausos. Tarde, comprende que ha sido engañada por un artificio de página teatral. Castañeando los dientes, la emponzoñada sale de escena, arrastrando su orgullo a las patadas. Entre tanto, la joven actriz, que saboreando su éxito se deja consentir por su público, ignora lo cerca que estuvo de su última actuación.
   Pero la muerte no pierde, aunque se equivoque. En un frío pasillo de la tras escena yace tendido el cuerpo sin vida de una muerte de reparto.


Ciclista en retiro
   José Heriberto Rayo

   Un hombre viejo deja la bici todoterreno frente a su casa. No es propiamente un ciclista, pero le gusta montar cada vez que le roba tiempo a la rutina. Entra y se refresca. Mientras tanto, un muchacho observa su gran oportunidad. En segundos, máquina y joven se vuelven uno solo.
   El hombre descubre el plagio y empieza veloz persecución en su auto. Rápidamente lo alcanza, lo mira y se maravilla de la fortaleza de su pedalear. Recuerda sus buenos tiempos y se imagina que es él quien le imprime tal velocidad a la bici.
   Ahora su temperamento cambia y por gusto continúa observándolo. Hace un guiño al plagiario y con una sonrisa cómplice regresa a su casa.


Petición
   Pastor Polanía

   —Qué quieres —preguntó Dios.
   —Que me salves —contesté.
   —Estás salvado.
   Con los ojos nublados y el cuerpo en decadencia, desmadejé mis brazos sobre un camino, que resultó de hormigas. Invadieron mi boca, ya sin aliento.


Búsqueda
   Carlos Parra Rojas

   Cansado de llevar una vida vacía, su cuerpo empezó a empequeñecer. Quiso buscarse, llenar su vacío. Pero, ya sin espíritu ni materia, no pudo encontrarse. Se esfumó en la maraña de su vacuidad.



Siempre portero
   Alcides Parra Rojas

   Nació con sangre futbolística. En el vientre de su madre había dado las primeras patadas y saltos emocionantes. Desde muy niño jugó descalzo en la calle de su barrio y en el patio de su escuela. Lo marcó futbolística y emocionalmente el mundial de 1970; tenía 10 años de edad. Hizo parte de diversos equipos y participó en muchos campeonatos intercolegiales y municipales. Se desempeñaba bien debajo de los tres palos: habilidad, agilidad, reflejos y un buen saque.
   Su mayor deseo era ser portero de la selección de su país, pero nunca salió de la provincia.
   Hoy a los 37 años, es portero en el Banco de Colombia.
(Cuentos, ensueños y relatos del alma, 1997)


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Los textos son sacados del libro de la imagen: Antología de minicuento: La tarde está como para contar cuentos. Selección, prólogo y notas de Betuel Bonilla Rojas. Colectivo Renata.

Huila es uno de los treinta y dos departamentos que junto con Bogotá, Distrito Capital, conforman la República de Colombia (wikipedia).

domingo, 22 de enero de 2023

332. Jaime Alberto Vélez III

 


 

El primero de febrero de 2023 se cumplen 20 años de la muerte de Jaime Alberto Vélez. Libros de minicuentos: Un coro de ranas (Universidad de Antioquia, 1999); El león vegetariano y otras historias (Alfaguara, 2000); y Bajo la piel del lobo (Ministerio de Cultura, 2002).







Fatum

   Cuando el envejecido gladiador comunicó su decisión de probar una vez más su arte, enfrentando a varios leones simultáneamente, el emperador recordó el presagio según el cual aquella sería la última gran hazaña que viera realizada por su atleta favorito. Y como siempre le había parecido justo que un hombre muriese en su ley, no trató de postergar el plazo, ni le alertó tampoco sobre los peligros que corría, sino que, obrando en consecuencia, se dispuso a seguir cada uno de los incidentes del arriesgado combate. Pero en el instante en que el gladiador venció al último de los leones, el emperador, tocado súbitamente por la muerte, se desplomó repitiendo las palabras del presagio según el cual aquella sería la última gran hazaña que viera realizada por su atleta favorito.
(Ekuóreo #20, 1982)


Un príncipe en el fango

   Una rana estaba convencida de que era un príncipe azul, al que ni siquiera le faltaba el beso que pudiera romper el encantamiento en que vivía. Manteniéndose a cierta distancia de los demás batracios, consideraba que la excesiva fealdad que la rodeaba buscaba como finalidad resaltar sus propios encantos y atributos. Y puesto que no había podido dejar de saltar (para caminar erguida como un verdadero príncipe), prefería mantenerse inmóvil en el fango, temerosa de que la dorada corona pudiera rodar de sus sienes debido a cualquier movimiento brusco que, por supuesto, cuidaba con tanto esmero de no ejecutar jamás.
(Un coro de ranas, 1999)


Otra vida

   Una boa instaló su vivienda al lado de un pozo donde vivía una gran familia de ranas. Cuando alguna de ellas salía a la superficie, la boa la atrapaba con facilidad.
   En el pozo, entretanto, las ranas juzgaban que si aquellas que salían no regresaban jamás, se debía sin duda a que afuera encontraban una vida mejor que la que ellas llevaban en esas mansas y oscuras aguas. Así que tomaron la decisión de establecer un riguroso y ordenado turno para salir.
(Un coro de ranas, 1999)


Biografía de una rana

   Decidida a encontrar el amor, una rana abandonó la inmóvil hoja de loto donde vivía, para buscar sin descanso a su pareja por ríos y manantiales, por lagos y estanques, por acequias y arroyuelos, por remolinos y remansos.
   Tiempo después, desengañada ya de su pareja, la rana se perdería sin descanso por remansos y remolinos, por arroyuelos y acequias, por estanques y lagos, por manantiales y ríos en busca del anhelado olvido, que obtendría al fin viviendo sobre una inmóvil hoja de loto.
(Un coro de ranas, 1999)


Un sueño

   Cansado de ejercer su limitado poder sobre algunos animales cercanos y de perseguir ovejas y de asustar a indefensos campesinos, un lobo anhela convertirse en león. El lobo está persuadido de que, con el poder del Rey de la Selva, tendrá al fin dominio sobre los animales cercanos y podrá perseguir ovejas y asustar a indefensos campesinos a su antojo.
(Bajo la piel del lobo, 2002)


El pequeño rey

   Un cachorro de león salió a pasear solo por primera vez. No había recorrido gran cosa cuando se encontró con un tigre.
   —¿Quién eres tú? —preguntó el tigre.
   —Soy el Rey de la Selva —respondió el cachorro.
   El tigre puso la garra derecha sobre la boca para esconder su risa.
   —¿Tú?
   —Sí, yo —dijo el cachorro, arrogante.
   —Bueno —replicó con malicia el tigre—, ¿cómo lo sabes? ¿Quién te nombró?
   —Muy fácil: mi padre es rey, mi abuelo era rey, mi bisabuelo era rey, mi tatarabuelo era rey… ¿Está claro?
   —¡Oh, qué afortunado soy! —exclamó el tigre elevando sus brazos al cielo—. El Rey de la Selva en persona…
   —Sí —repuso el cachorro mientras desviaba su mirada hacia las nubes más altas.
   Entonces, en voz baja, como si implorara, habló el tigre:
   —Por favor, permíteme un recuerdo de este encuentro. Pocas veces en la vida tiene un tigre la oportunidad de hablar con el Rey de la Selva en persona. Por favor, majestad.
   El cachorro de león fingió dudar.
   —Está bien —dijo luego—. ¿Qué deseas?
   —Un pelo de tu melena real, por supuesto —respondió el tigre.
   El tigre arrancó de un tirón un pelo, y una lágrima del rey cayó al piso.
   —¿Qué sucede aquí? —preguntó un zorro al escuchar el chillido del cachorro.
   El tigre explicó lo ocurrido.
   —Tienes toda la razón, tigre —reflexionó el zorro—, yo también quiero tener un recuerdo como el tuyo —y eligió el pelo más largo y dorado de la melena.
   El cachorro cerró los ojos. Después del zorro apareció otro animal e hizo lo mismo, y a continuación otro, y otro, y otro, y otro, y otro… hasta que el cachorro quedó completamente pelado y adolorido. Al llegar a casa dijo:
   —Papá: ¿habrá algo más duro que ser el Rey de la Selva?
(El león vegetariano y otras historias, 2000)


El día del águila

   Desde su nacimiento, el águila había vivido tranquila en la cumbre de una elevada montaña, donde nadie se atrevía a perturbar su grandeza y soledad. De vez en cuando, consciente de su importancia, descendía con vuelo majestuoso por la ladera del monte hasta el valle, sintiendo el respeto de las demás aves y el temor de reptiles y roedores. Como reprobaba los excesos propios de los vulgares, su vuelo era preciso, sobrio; su picotazo, silencioso, infalible. Luego, henchida, se refugiaba lo más pronto posible en su altivo trono. Jamás había variado su proceder. Pero un día —porque siempre llega un día— recibió la visita de un halcón. Molesta con el intruso, el águila dijo:
   —Habla tan rápido como vuelas.
   —Más rápida eres tú —respondió el halcón.
   —Gracias —susurró el águila.
   —Lo que ocurre —continuó el halcón— es que abajo en el valle hay alarma porque existe alguien más veloz que tú.
   —Imposible…
   —Y mucho más precisa que tú, además.
   —Imposible…
   —Y mucho más sobria que tú, además.
   —Imposible…
   —Y mucho más silenciosa que tú, además.
   —Imposible…
   —Y mucho más infalible que tú, además.
   —Imposible…
   —Y mucho más mortífera que tú, además.
   —Imposible…
   —Baja al valle y compruébalo por tus propios medios —concluyó altanero el halcón.
   Y, en efecto, como un ave cualquiera, al llegar al valle el águila tampoco vio venir la rápida, la precisa, la sobria, la silenciosa, la infalible, la mortífera flecha.
(El león vegetariano y otras historias, 2000)

domingo, 27 de noviembre de 2022

328. Caribe colombiano



Cuentos seleccionados de la Antología del cuento corto del Caribe colombiano (2008), realizada por Rubén Darío Otálvaro Sepúlveda.





El ideal de Aquiles
   Paúl Brito Ramos

   Para garantizar su triunfo en la carrera contra la tortuga, Aquiles se dejó adoctrinar en una religión, según la cual la fe era la única capaz de completar una realidad infinitamente incompleta. Concentró toda su fe en alcanzar la meta antes, pero resultó que la tortuga era la elegida de Dios.


Scherezada
   Nora Carbonell

   En las noches de leyenda, Scherezada percibía el parpadeo de fuego que la observaba desde la ventana y los sonidos de búho que rondaban el palacio. Sólo ella conocía las señales del genio enamorado que le susurraba la palabra encantada, eslabón en el camino del indulto.


Una vez un gringo aventurero
   Álvaro Cepeda Samudio

   Una vez un gringo aventurero resolvió fundar un cine en un minúsculo y remoto pueblecito del corazón del África. La noticia rodó como un incendio por los alrededores. El día de la inauguración, todos los leones de la zona llegaron a la entrada de la tolda donde funcionaba el cine. Porque los leones se habían dicho:
   —Vamos, que a lo mejor la película es de la Metro y ahí salimos en todas.


Memorias de un asesino
   Juan Carlos Céspedes Acosta

   Me fui en silencio, haciéndoles creer que estaban vivos.



Alta fidelidad
   José Luis Díaz-Granados

   En el momento en que Aura María abrió sorpresivamente la puerta de su alcoba, se descubrió a sí misma en la cama, haciendo el amor con su marido.


Naufragio
   Walter Ernesto Fernández Emiliani

   Esta mañana de cielo gris, amortajada de brumas y olas tempestuosas, es el mismo espacio de días de sol y cielos topacios, de vapores anclados y trasatlánticos de donde partieron incontables amigos con rumbo incierto. Yo me quedé anclado al muelle, al silencio pueblerino de las calles del puerto, a mi casa solitaria frente al mar, viendo zarpar los barcos, que fue como partir mil veces.
   Ahora estoy aquí, asomado a la ventana, frente a la albufera que ha formado la franja de aluvión que separa las olas de la tierra firme. Hay algo irreal en esta quietud, en el agua estancada de un azul oscuro, casi un verdín esmeralda de algas que lame en silencio la orilla, en la atmósfera antigua de esta tarde, en este cielo sin luz que me invade a fondo con un sentimiento de pérdida que no logro entender. 
   Han vuelto a doblar las campanas con toque de difuntos y seguido han llamado a mi puerta. Al abrir, un extraño con cara de náufrago me ha extendido su mano y se ha identificado con mi nombre.


El cadáver
   Roberto Montes Mathieu

   El cuerpo desnudo de la mujer asesinada estaba tendido en la mesa del anfiteatro. Antes de proceder a la necropsia, el médico pasó la mano sobre el promontorio velludo y carnoso, y dirigiéndose a sus alumnos, dijo: “Es una lástima. Morir tan joven cuando tenía tanto que brindarle a la humanidad”.  El cadáver se ruborizó y cambió de posición.
    

domingo, 9 de enero de 2022

305. Minicuento vallecaucano I

 

La república de Colombia está divida en regiones (llamados ‘departamentos’). Uno de ellos es el Valle del Cauca, cuya capital es Santiago de Cali. En esta ciudad nació Ekuóreo y se impulsó la escritura de cuentos cortos en Colombia. 
A continuación, presentamos una primera muestra de autores vallecaucanos.
 
Louvre
   Julián A. Enríquez Quintero

   De noche, a solas, la Monalisa no sonríe.


Destinitos fatales II
   Andrés Caicedo

   Un empleado público se monta a las 2 del día en su bus de todos los días, paga, registra, y para su satisfacción queda un puesto por allá, se dirige al asiento vacío sin ver a nadie conocido, pero para qué conocidos a esta hora y con este calor, así que el empleado público en lo único que piensa es en el almuerzo que su mamá le tiene cuando llegue a casa, y en la siestecita de 5 minutos, en el sueñito que sueñe, y por pensar en eso ni se ha dado cuenta que este bus en el que se ha montado no para cada 4 cuadras ni para en ninguna parte, y cuando cae en la cuenta el hombrecito lo que hace es apretar las manos que le sudan pero nada más, o tal vez voltear a mirar a los pasajeros, todos hombres, una mujer en la última banca, vestida de negro, todos de piel oscura y por qué será que todos están así de flacos y por qué a todos se les ve el hambre en la cara, por qué, sobre todo el chofer, cuando voltea la cara y lo mira a él. Y da la señal. Entonces el bus para y todos se le van encima, y cuando al hombrecito le arrancan el primer pedazo de mejilla, piensa en lo que dirán sus compañeros de oficina cuando salga mañana en el periódico.
   Pero mañana no va a salir nada en el periódico.


La yerba
   Helcías Martán Góngora

   El taxidermista, forzado por las circunstancias a ejercer como embalsamador, cumplió devotamente su improvisado oficio. Tanta habilidad puso en la ejecución del lúgubre trabajo que, al extraer las vísceras del cuerpo adolescente, lo hizo con el mismo fervor profesional que lo poseía al disecar un jaguar o una garza. 
   Cumplida su piadosa misión, entregó el cadáver del muchacho indio a la anciana enigmática, que dejó de plañir y se apresuró a colocarlo en el ataúd. Si la madera crujió complacientemente bajo el peso de la carga mortal, solamente la vieja pudo escuchar el vegetal aviso. 
   Casi al amanecer, terminada la velación secreta, abordaron la chalupa, que debía conducirlos al puerto de origen. Mar afuera, el duelo se trocó en orgía pagana. 
   Cuando arribaron a la ensenada natal, sobre el muelle, frente al féretro, ejecutaron los deudos la más grosera danza. En el frenesí alucinado, no se cuidaron de la policía, que los supuso víctimas de la yerba maldita. 
   Días después, el taxidermista, asombrado, leyó en algún diario de la tarde que las autoridades aduaneras habían descubierto marihuana oculta dentro del cuerpo que él mismo había embalsamado, en su tienda de campaña, con tanto primor y reverencia.


La búsqueda
   Sandra Patricia Palacios

   Artemisa llevaba doce lunas enviando a su criada y a uno de sus súbditos a recorrer varias leguas según los requerimientos del día. Su padre que dormía al otro lado del castillo no imaginaba que, al entrar la noche, desfilaban los amantes por el cuarto de la princesa. 
   —¡Hoy quiero uno de tez oscura y bien fornido! —ordenaba el lunes.
   —¡Mejor tráiganme uno joven y rollizo! —gritaba colérica el martes.
   —¡Busquen uno flaco y muy alto de cabello claro! —decía el miércoles.
   Y día a día, iniciaba de nuevo la búsqueda desesperada del príncipe soñado que llenara el vacío que había en su corazón.
   Todos ellos caían rendidos a sus pies sin poder resistir a sus encantos y su belleza, haciendo hasta lo imposible por complacerla.
   Algunos, eran probados como amantes sin descanso hasta el amanecer, otros debían recitar o cantar. Muchas noches se les vio correr semidesnudos largas distancias alrededor del castillo mientras Artemisa miraba desde el balcón.
   La última noche de luna llena, la criada entró al dormitorio a consolar a la princesa que lloraba amargamente su soledad.
   Le soltó el moño del cabello, se lo cepilló, la mimó cariñosamente, la ayudó a desvestirse, y al sentir sus labios, por fin, Artemisa conoció el amor.


Matrimonio
   Janet Marcela Ramírez

   Ambos temían por sus vidas. Ella levantó suavemente la taza de café y bebió hasta el final. Lo miró cuando le dijo, con una sonrisa extraña, que se iba a dormir. Al rato fue por el cuchillo, se acercó a la cama y lo apuñaló.
   El moría lentamente y aun así en su rostro seguía la sonrisa: sabía que el veneno en el café también la iba a matar.


Una casa en La Candelaria
   Johann Rodríguez-Bravo

   Sebastián Pineda me contó que en La Candelaria, en Bogotá, había una casa en la cual, en una de sus paredes, un orificio dejaba ver el pasado. Después de averiguar y preguntar con algunas personas, di con la casa. Me recibió una anciana que arrastraba con ritmo la suela de sus chanclas; sonreía. Le dije directamente lo que me interesaba; ella me invitó a pasar y dijo que lo hacía porque podía adivinar la intención de las personas con sólo mirar a los ojos. Me señaló una habitación oscura al final de un pasillo. “Siga”, dijo. En el cuarto no había nada, salvo un pequeño hilo de luz que se proyectaba desde un hoyuelo en la parte inferior de una pared. Me acerqué con nervios y me arrodillé para poner mi ojo en el hueco. Al principio, la luz me encandiló y sólo pude ver dos hombres caminando, pero al arrugar el entrecejo para enfocar, vi a Sebastián Pineda junto a mí, hablando de que, en La Candelaria, en Bogotá, había una casa en la cual, en una de sus paredes, un orificio dejaba ver el pasado.


Juegos
   Rodolfo Villa Valencia

   Papá me espera en la entrada del cementerio. Allí nos encontramos y recorremos todo el campo santo. Después de un prolongado rato de caminata, nos sentamos a conversar en una vieja banca de madera que está al pie de la capilla. Desde allí vemos al vigilante venir y decidimos jugar un rato con él: susurramos su nombre, arrebatamos su linterna, tiramos algunas piedras sobre el tejado del templo. El hombre se asusta y se va de nuevo a su caseta. Nosotros nos miramos y reímos, como lo hacíamos en aquellos tiempos en que estábamos vivos.
    

domingo, 22 de mayo de 2011

16. Escritores colombianos



Henry González Martínez es profesor investigador en literatura de la Universidad Pedagógica Nacional de Colombia. Licenciado en Español y Literatura (UPN); Maestría en Literatura Hispanoamericana (Instituto Caro y Cuervo). Doctor en Literatura (UNAM-México). Autor y coautor de artículos y libros relacionados con la didáctica del minicuento. Coordina el Grupo de Investigación HIMINI, especializado en la producción de software educativo y en la exploración de nuevas didácticas para el aprendizaje de la literatura, especialmente del minicuento.




El muerto
   Luis Vidales


   Tomó el diario. Leyó: “El señor N-N descansó en la paz del Señor”. Se tomó el pulso. Nada. Se palpó el pecho. Estaba frío. Sintió una absoluta indiferencia. Tiró el diario y volvió a meterse en la cama, más, pero muchísimo más indiferente que nunca.
Suenan timbres [1926]. Bogotá: Colcultura, 1976.




Desde que compró la cerbatana ya Juana no se aburre los domingos
   Álvaro Cepeda Samudio


   Antes los domingos de Juana eran tremendos. 
   La cerbatana la había descubierto hacía varios meses en una tienda extrañísima de la Calle de las Vacas, donde venden repuestos usados, tuercas, grifos rotos, resortes inmensos, relojes desbaratados, pedazos de tubería, tapas para todo y, colgada contra una pared, casi a la altura del techo, Juana vio un día la cerbatana. 
   Los domingos por la tarde y cuando ya no puede con el aburrimiento Juana se sienta en el balcón. Vive en una casa alta y desde todas partes se ve el campo de fútbol del estadio que queda exactamente enfrente. En el piso de abajo está “El Pez que Fuma”. Hacía atrás no se puede mirar, pues las veinte botellas gigantescas del inmenso aviso de Cerveza Águila lo cubren todo. Así la sola vista que tiene es el Estadio Municipal. Juana sigue sentándose todos los domingos en la tarde en el balcón, frente al campo de fútbol, pero ya no se aburre. Con su cerbatana y una caja llena de dardos, que ella misma fabrica durante la semana con taquitos de madera y puntas afiladísimas de agujas de coser número 50 y que luego envenena cuidadosamente, Juana se distrae matando tres o cuatro jugadores todos los domingos. La cosa, si se piensa bien, puede resultar realmente divertida. Juana no sigue un patrón fijo para su distracción de las tardes del domingo.
   Algunos domingos se le acaban los dardos durante el primer período de juego; porque hay que advertir que aunque Juana ha adquirido ya bastante práctica en el manejo de la cerbatana, son más las veces que falla que las que acierta. Otros le alcanzan hasta para apuntar a alguien del público que se amontona en las graderías, pero esto ya es más difícil. En lo que sí procura ser constante es en apuntar siempre al jugador que avanza corriendo con el balón. Lo sigue con la vista y en el momento preciso sopla su dardo: el jugador cae con gran desorden, el balón sigue rodando, se suspende el juego unos minutos mientras sacan con gran aspaviento el cuerpo tendido sobre el campo, pues el equipo contrario protesta porque estorba la continuación del encuentro; la acción se reanuda y Juana se prepara para el próximo dardo.
   Juana ha notado que cada domingo hay menos jugadores en los equipos. De todas maneras, desde que compró la cerbatana ya Juana no se aburre los domingos.
Los cuentos de Juana. Barranquilla: ACO, 1972.



Los gigantes
   Celso Román


   Usando yuntas de elefantes para arar la tierra y empujando con los hombros enormes rocas, de dos en dos y de tres en tres, los gigantes sembraron la selva, levantaron las cordilleras y cavaron los canales para los grandes ríos.
   Les gustaba sentarse al atardecer para contemplar sus selvas floreciendo y empujaban, soplando, inmensas masas de nubes para que jamás les faltara la lluvia. Amasaban colinas ondulándolas con las palmas de sus manos y hacían lagos con islas llenas de árboles. A los gigantes les gustaba su mundo y lo cuidaban con cariño.
   Después de comprobar que había quedado bien hecho y que podía marchar solo, se dieron cuenta de que también el tiempo había pasado por ellos, dejándolos viejos y cansados; se acostaron entonces a dormir su sueño de siglos.
   Sus cuerpos enormes se llenaron de selvas cuando germinaron las semillas que llevaban en los bolsillos y reverdeció el algodón de sus camisas y echaron raíces las hebras de lino de sus pañuelos, las flores traídas por los pájaros se les enredaban en las barbas dormidas y muy pronto sus cuerpos se volvieron junglas espesas, con lianas y con tigres.
   Duermen un largo sueño los gigantes y sobre ellos y su amado mundo los hombres cortan los árboles, cavan galerías y les roban los rubíes del corazón, los diamantes de su mirada, las esmeraldas de su esperanza, el lapislázuli, las aguamarinas y el jade de sus sueños.
   Los hombres no saben que así despertarán a los gigantes y verán sus lágrimas y sufrirán su ira, pues desperezándose en medio de terribles terremotos, castigarán a quienes destruyeron el jardín que levantaron con tanto amor, tantas manos y tanto corazón.
Español Comunicativo 7. Hilda Mercedes Ortiz y Henry González. Bogotá: Norma, 1988.




Brian Dettmer -- Post Gear


El hombre y el cine
   Andrés Caicedo 


   A un hombrecito le gusta el cine y llega y funda un cine club y lo primero que hace es programar un ciclo larguísimo de películas de vampiros, desde Murnau y Dreyer hasta Fisher y este film que vio hace poco de Dan Curtis. Al principio hay mucha acogida y todo, el teatro se llena. Pero semana tras semana va bajando la audiencia. Como se sabe, el público cineclubista está compuesto en su mayoría por gente despistada que acude a ver acá «el cine de calidad» que no puede ver en los teatros cuando éstos sólo exhiben vaqueros y espías; imbéciles que abuchean una película de John Ford con John Wayne «porque el ejército de EE. UU. siempre mata muchos indios», que le dicen imbécil a Jerry Lewis. Esa gente cómo le va a coger la onda a los vampiros, no falta por allí uno que insulte al hombrecito del cine club por estar exhibiendo cosas de éstas cuando los estudiantes luchan en las calles, gente que únicamente sueña de noche y que siempre duerme bien y al otro día se despiertan y pueden hablar de amor, de papitas, de viajes, de política y cuando llegue la noche se ponen a soñar de lo mismo que han hablado durante todo el día. Pues bien, el hombrecito de nuestra historia comenzó a perder grandes cantidades de dinero, porque ya al final no iban más de l0 personas a sus películas de vampiros, 9, 8, 7, 6, 5, los últimos 4 empezaron a conversar, a contarse recuerdos, pasó el tiempo y uno de ellos se mudó a otra ciudad, otro amaneció un día muerto, uno se graduó de arquitecto y nunca más se lo volvió a ver por estas tierras.
   El hecho es que el sábado 29 de septiembre de l97l el hombrecito encontró, al ir a introducir el último film del ciclo, que no había más que un espectador en la sala, allá detrás, en un rincón, mitad luz y mitad sombra.
   El hombrecito iba a empezar a hablar de la película que amaba tanto, pero el Conde se paró de su butaca y le sonrió, y el hombrecito tuvo que bajar los ojos.
Calicalabozo (1971). Bogotá: Norma, 1999.




Sangre para un sueño
   Manuel Mejía Vallejo


   Soñé que atravesaba la selva —nos dijo un día su cansancio y sacudió briznas de hojas, ramujos y musgo que se le pegaron en la travesía. Su jadeo era de rachas vegetales, como si arrancara una raíz fresca y honda.
   Después lo perdimos de vista.
   —“Debió regresar a su sueño” —pensé, recordando que en esa ocasión traía roto el vestido y tuvieron que extraerle espinas y astillas de árboles inusitados, de palmas y árboles inusitados.
   Pero una mañana volvió. Pudimos entenderle que estuvo soñando con una puñalada.
   —Aquí, miren.
   Se desgonzaba su fuerza cuando preguntamos qué le había ocurrido. Logró apoyarse en un brazo y levantar la cabeza, pero volvió a caer. Sin tiempo de responder si la sangre era también parte de su sueño.
Las Noches de la Vigilia. Bogotá: Instituto Colombiano de Cultura, 1975.




El secreto del doble
   Nicolás Suescún


   Una escena común: dos hombres, el uno frente al otro, hablan sobre sus cosas. Reavivan una hoguera que no alcanza a calentar sus manos heladas. El humo, sin embargo, hace brotar lágrimas de sus ojos. La pieza se llena de niebla y, aunque sólo los separa la mesa, ya no alcanzan a verse. Ni siquiera a divisar el brillo de sus ojos.
   Sus voces, cada vez más roncas, se oyen como a través de un largo túnel. Dice algo uno y el otro repite, igual a un eco. Después, ambos, cada cual por su lado, empiezan a olvidar la presencia del otro. Perciben que la hoguera se ha apagado. Que no hay humo ni niebla, que no están en el desierto de Gobi sino en la pieza de uno de ellos, iluminada por un desnudo y amarillento bombillo.
Miran, entonces, y no ven nada. El amigo se ha marchado, concluyen, sin despedirse. Estas cosas, claro, se le pueden permitir a los amigos.
   Se incorporan, van a la cocina y se hacen un café. Se lo toman antes de que se enfrié, el uno con azúcar —dos cucharaditas—, el otro amargo. Dejan las tazas sobre la mesa.
   Ahora uno lee un periódico mientras el otro hojea un libro, hasta que, de golpe, vuelven a hablar al mismo tiempo. Y el fuego crece otra vez. Pero sus manos siguen heladas.
El Extraño y otros cuentos. Bogotá: Carlos Valencia Editores, 1980.


La mujer
   Triunfo Arciniegas


   La mujer del comeclavos no se lamenta del oficio de su marido, al fin y al cabo de algo tienen que vivir, sino de su insistencia en penetrar cada noche sus heridas. Durante el amor, los clavos tragados asoman por toda la piel del hombre y se acomodan en los orificios antiguos y recientes del cuerpo de la mujer, que debe recibirlos entre gemidos, y entregárselos temprano, con un beso, cuando el hombre sale al trabajo.
Revista elmalpensante. N° 21, Bogotá, marzo-abril de 2000.

domingo, 17 de abril de 2011

11. Diluvios II (Colombia)


Sínodo
   Guillermo Bustamante Zamudio

   Yavé dio la orden a Noé. Pero otros dioses se mostraron en desacuerdo con el alcance de la medida: 
   —Castiga a tus criaturas, si así lo consideras. Pero la pena no puede perjudicar a nuestros seguidores —dijo uno.
   —No intentes ir más allá de los que creen en ti o de quienes se declaran increyentes en relación contigo —acotó otro—. Nuestros prosélitos practican ritos distintos, tienen otros estilos de pecar y de creer.
   Yavé era todopoderoso, pero esa cualidad la poseían todos los dioses, y la usaban para disuadirse unos a otros. No valía la pena disputar, entre otras porque no era necesario modificar las órdenes a Noé, ni el aparente alcance de sus decisiones punitivas. Cada pueblo se supone único, y cree que su dios no tiene par. De tal forma, hizo llover e inundar la tierra hasta donde iba el campo visual de ese pueblo eterno pero efímero, universal pero localizado.
   Más allá reinaba la voluntad de otras divinidades.
Oficios de Noé. Bogotá: Común presencia, 2005.


Fábula 1
   Flor Mendieta

   El pececillo, aburrido porque nunca le sucedía nada emocionante, decidió salir a la superficie de la tierra. En aquel instante sobrevino el diluvio universal.


Noé
   Pablo Montoya

   Cansado, vuelvo a recorrer el arca. Los míos se han desmoronado en una descreencia donde no hay fondo alguno. Ya no preguntan por el fin de esta líquida travesía. El silencio instalado entre nosotros ni siquiera lo rompen los animales. Sólo me resta evocar las tierras, y los rebaños que cuidaba, y no estas especies diezmadas por el hambre y el encierro. Movido por la orden, y no por la esperanza, miro la última paloma. Dudo que pueda volar un palmo más allá de mis brazos. La tomo. La suelto para verla caer en la bruma tramada por el agua. Por qué, me pregunto, esta necedad de ir sin conocer el rumbo, y no mejor desaparecer, y olvidar el mandato de la sobrevivencia.
Viajeros. Medellín: Universidad de Antioquia, 1999.



Arbóreo
   Henry Ficher

   Los árboles nada debían a una divinidad que había resuelto que la sangre es vida, no la savia. Cuando Yahvé ordenó a Noé que construyera el arca y decretó el fin de toda la carne, la arbórea sabiduría ya tenía previsto qué hacer en caso de omisión. Días antes del diluvio, las semillas de toda la vegetación terrestre se depositaron en un tronco hueco, de proporciones bíblicas, en cuyo cálido interior sobrevivieron la catástrofe. Al bajar las aguas, salió del tronco una semilla aerófila, de una especie parecida a la amapola, pero se quedó volando en el viento y no retornó. Tiempo después, del tronco surgió otra semilla, pero el suelo todavía estaba empantanado y no germinó. Finalmente, el tronco encalló en un promontorio y muchas semillas se esparcieron y echaron raíces. Fue ahí donde creció, siglos después, el árbol sagrado del Bodhi, bajo el cual Sidarta Gautama despertó de sus meditaciones como el iluminado, el Buda.


Hermano
   Jairo Aníbal Niño

   Un tigre y su tigresa fueron escogidos por Noé para ocupar un lugar en el arca. El tigre rogó a Noé que lo dejara llevar a su hermano. Noé dijo que era imposible porque Dios lo había prohibido. Cuando el arca navegaba en las enfurecidas ondas, el tigre en la cubierta parecía sonreir. Ni Dios ni Noé supieron nunca que el tigre, para poder llevar a su hermano, lo había devorado un día antes de entrar en el arca.
Puro pueblo. Bogotá: Carlos Valencia, 1977.



Génesis
   Jaime Alberto Vélez

   Sobre la ardiente tierra endurecida por el sol, un coro de ranas cantaba sin descanso para pedir agua. No lejos de allí, otro coro hacía lo mismo, y más allá otro, y otro, y otro..., de suerte que en toda la Tierra no se oía más que la voz de un gran coro enérgico, empeñado en que lloviera.
   Entonces ocurrió lo imprevisto: durante cuarenta días y cuarenta noches llovió sin descanso, con tanta intensidad y profusión, que el nivel del agua superó la cumbre de la montaña más alta.
   Arrepentidas por el exceso en sus plegarias, desde aquel día las ranas cantan con prudencia, a intervalos, no vaya a suceder que sus deseos se vean de nuevo cumplidos.
Un coro de ranas. Medellín: Universidad de Antioquia, 1999.

domingo, 3 de abril de 2011

9. El minicuento colombiano en México II


Potra de nácar
   Eduardo Serrano Orejuela

   La mujer más hermosa del mundo pasó a mi lado y yo le recité en homenaje:
   —Ni nardos ni caracolas tienen el cutis tan fino, ni los cristales con luna relumbran con ese brillo.
   Se volvió hacia mí, me examinó de abajo arriba como si no creyera en mi existencia y, sin que le temblara la voz, me dijo:
   —Pero ni esta noche, ni nunca, correrás el mejor de los caminos, montado en esta potra de nácar, sin bridas y sin estribos.
   Estupefacto, la vi alejarse para siempre, su negra cabellera flotando en el luminoso viento de la tarde. Desde entonces he renunciado a los piropos eruditos. La luz del entendimien­to me hace ser muy comedido.




Rencor
   Rodrigo Parra Sandoval


   Me casé a los diecisiete años con un hombre al que no amaba. Me casé con él por rencor con mi padre. Mi padre nunca me dio un beso en la mejilla. Mi padre nunca me acarició. En cambio, sabía con precisión cómo es en realidad el mundo, cómo debe ser. Por eso, lloré durante la noche anterior a mi boda. Lloré durante la boda. Lloré durante la noche de mi boda. He estado estos veinte años llorando y haciendo el amor con un hombre al que no quiero. Durante veinte años he estado mostrándole rencor a mi padre. Pero mi padre no se ha dado cuenta. Por eso llegué a la costumbre de los viajes dominicales al aeropuerto. Todos los domingos vamos al aeropuerto mi marido, la niña y yo. Nos paramos en el extremo de la pista y esperamos a que salga un jet. Entonces saco la cabeza por la ventanilla y grito. Grito hasta que se me acaba la voz. Grito este grito de veinte años de rencor. Hasta que sale lo que tengo adentro. Luego nos vamos a casa y nuevamente encuentro fuerzas para esperar el próximo domingo sin matar a nadie.


Ajedrez
   Luz Marina “Nana” Rodríguez Romero


   Se dice que el juego del ajedrez originariamente era una técnica de adivinación que interpretaba el resultado de la batalla entre las fuerzas eternas del Ying y del Yang.
   Más tarde en Praga, con la humedad de un sótano como testigo, un hombre de ojos tristes vislumbró el ajedrez como un castillo habitado por reyes, damas, caballo y alfiles invisibles, custodiados por peones sonámbulos y torres que no duermen. Mientras en Buenos Aires, con fervor, un hombre de ojos que miran al infinito, poetizó que Dios mueve al jugador, y éste a la pieza… Ahora yo, solitaria, en el silencio de una ciudad sumergida, sobre mi cuadrícula de luces y de sombras, veo cómo el caballo traza una ele movido por mi mano, y relincha como una señal de la escritura de Dios, deseoso de que, algún día, esta secreta partida pueda finalizar en tablas.



El cadáver del pueblo
   Guillermo Velásquez Forero

   —¡Yo no soy un hombre, yo soy un pueblo! —reveló el gran Caudillo popular en la plaza de Bolívar, sublevada por multitudes armadas de indignación y de silencio.
   La oligarquía liberal­conservadora, que cabalgaba en la bestia apocalíptica del poder, quedó sobrecogida de asombro por esa inaudita manifestación; y aprovechó esa maravillosa oportunidad para cometer un genocidio en un solo hombre. Y enseguida pagó un sicario y lo mandó matar. Por su suerte, el matón fue felizmente linchado y arrastrado por las calles como un perro, por las multitudes, y así el magnicidio fue perfecto y todos quedaron bien muertos.
   Pero el cadáver del pueblo todavía respira, y es capaz de elegir y reelegir a sus verdugos.




Encuentro casual en el limbo
   Felipe Ardila


   El aire pesado huele a vaho ebrio. La puerta de la taberna trasboca dos hombres que se lanzan mutuos insultos. Los curiosos comienzan a dibujar un círculo. A medida que sube el calor de la disputa, el redondel se estrecha en torno a ellos. Vociferan. Se lían a puñetazos. Un mimo asegura una apuesta con un estudiante de arquitectura: gana el moreno. Uno de los hombres cae, con la boca rota, sobre el pavimento. Del círculo arrojan un cuchillo que resplandece como un pez en el aire, antes de caer a las manos de quien está de pie. El otro espera en el piso, indefenso. El hombre armado mira al círculo.
   Escapa una apuesta más, entre un actor de teatro y un travesti: mínimo, tres puñaladas.
   Levanta el cuchillo con las dos manos y, con todas sus fuerzas, hace que la hoja acerada penetre la carne dura y sucia del asfalto. Luego ofrece su mano. Lo levanta. Dos miradas desprecian la multitud y luego se pierden lentamente en la larga línea de la calle.




6
   Álvaro Mutis

   Cada vez que sale el rey de copas hay que tornar a los hornos, para  alimentarlos con el bagazo que mantiene constante el calor de las pailas. Cada vez que sale el as de oros, la miel comienza a danzar a borbotones y a despedir un aroma inconfundible que reúne, en su dulcísima materia, las más secretas esencias del monte y el fresco y tranquilo vapor de las acequias. ¡La miel está lista! El milagro de su alegre presencia se anuncia con el as de espadas. Pero si es el as de bastos el que sale, entonces uno de los paileros ha de morir cubierto por la miel que lo consume, como un bronce líquido y voraz vertido en la blanda cera del espanto. En la madrugada de los cañaverales, se reparten las cartas en medio del alto canto de los grillos y el escándalo de las aguas que caen sobre la rueda que mueve el trapiche.