Hace unos años se abrieron un par de edificios en la empresa
en los que implantaron un sistema de reconocimiento facial para el acceso. Por
supuesto, no nos pidieron permiso para aprovecharse de nuestros caretos. Simplemente
cogieron la foto que habíamos dado para la tarjeta de identificación y la incluyeron
en el sistema.
Todo el mundo estaba encantado. Yo eché sapos y culebras por
la boca, pero no pude hacer nada. Ni siquiera
cuando
entró en vigor el RGPD (Reglamento General de Protección de Datos) y firmé
que no autorizaba el uso de mi fotografía pude conseguir que la retiraran. Cinco
años y medio desde que no les firmé la autorización, cinco desde que recibí las
amenazas veladas para que rectificara mi decisión.