En la casa colindante con la de Doña Remigia, vivía Luis, completamente solo desde que, hace ya diez años, falleciera Manuela, su esposa.
Luís era invidente desde hacía 20 años. Jubilado de la ONCE, estaba bien económicamente y era autosuficiente para las tareas del hogar, a pesar de su invidencia.
Pese a ser un hombre tímido y algo huraño, tal vez debido a su escasa vida social, gozaba del respeto y la comprensión de las gentes de su entorno más próximo que procuraban hacerle la vida lo más llevadera posible.
Con Doña Remigia, tenía una relación que podríamos calificar de políticamente correcta. Se saludaban, conversaban a veces si se encontraban en la puerta de casa, incluso en las onomásticas y acontecimientos especiales, en una demostración de buena vecindad, se invitaban a comer en alguna de las dos casas.
Tan sólo una sombra enturbiaba esta relación de vecindad. Debido a su invidencia, Luís tenía perfectamente delimitados los espacios en su casa. Era condición indispensable para moverse en su hábitat doméstico sin miedo a tropezones, caidas, magulladuras y todas las lógicas consecuencias de su falta de visión.
Este hábitat era a menudo trastocado por las desenfrenadas incursiones que Robespierre, el gato de doña Remigia, efectuaba en sus dominios en busca de comida o usando su casa como casa de paso para sus incursiones amatorias.
Luís, hombre prudente, jamás le comentó a doña Remigia los desafueros de su gato, y fué acumulando un odio visceral contra el intruso.
Aquella tarde, dejó volar su imaginación a los tiempos en que poseedor de una completa y aguda visión, pateaba los campos con su escopeta en busca de perdices y en los que, a veces en la noche, ponía lazos corredizos para atrapar conejos, habiendo desarrollado una extraordinaria habilidad en este menester.
Recordó que, con motivo de su cumpleaños, había quedado en casa de doña Remigia, para compartir con ella un rico asado, y con cara extrañamente sonriente como si preparara alguna travesura, se dispuso a encender el horno, después de aderezar convenientemente una pieza que, por su forma y tamaño, parecía una espléndida liebre de campo.
A las once de la noche, una anciana y un invidente, en un acto de buena vecindad, daban cuenta del magnífico asado, regado con un buen vino que propiciaba una distendida conversación de sobremesa durante la cual doña Remigia se quejaba amárgamente de la desaparición de su gato, mientras Luís hacía esfuerzos por consolarla de tan lamentable pérdida.
Al filo de la medianoche, Luis abandonaba la casa de doña Remigia, después de tirar los huesos rechupeteados del magnífico asado, tras la alacena de ésta, sin haber abandonado en ningún momento la aviesa sonrisa que le acompañó desde el mismo momento en que comenzó los preparativos de esta magnífica velada.
En el fondo de su bolsillo, como recuerdo de la misma, un collar con un cascabel, un pequeño diamante y un nombre: Robespierre.
Nunca llegó a descubrirse al autor de la muerte de Robespierre. Sin embargo en casa de Luis, a veces, un agudo maullido es el preludio de arañazos en su cuerpo y de un espantoso caos en el mobiliario.
Pepe.
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