SÁBADO
Es raro ver a JOHNNY MARR, toda una leyenda, abriendo
una jornada festivalera a pleno sol. Y también, por qué no, ciertamente injusto
que su real presencia nos sea escatimada a cincuenta pírricos minutos. Supo a
poco. Su concierto fue uno de los de mayor calidad y virtuosismo del festival.
Un sonido apoteósico (cómo sonaba esa batería, por dios) y un repertorio
eminente que no dejó indiferente a nadie. Buena parte del mérito se debe a la
reproducción de los viejos temas de The Smiths, tan celebrados, tan exultantes,
tan precisamente ejecutados y tan legendarios. “Bigmouth Strikes Again”, “How
Soon Is Now?” y “There Is A Light
That Never Goes Out” fueron las elegidas, tres clásicos que todo el mundo
puede cantar, o al menos tararear. Y resulta del todo reconfortante (y
sorprendente quizá) escuchar un tema de The Smiths y no echar de menos a
Morrissey. Marr se basta para resucitar los hitos de su ex banda, porque tiene
voz de sobra, porque tiene un acompañamiento rotundo a sus espaldas, porque es
uno de los mejores guitarristas de todos los tiempos. No fueron los únicos
recuerdos; también tuvieron cabida rescates de Electronic, como la estupenda “Get The Message”. No hay tema malo de
este hombre; las nuevas, como “The
Tracers”, “Hi Hello” y “Walk Into The Sea” también resultaron
brillantes y poderosas. “Armatopia”
(homenajeando el exangüe sonido Manchester) y “Easy Money” animaron al respetable a ejercitar las gargantas con
sus melodías terriblemente adictivas. Lo dicho, supo a poco. Este as de las
seis cuerdas merece más cortesía y protagonismo.
Esperando el estreno en escena de CAT POWER soñábamos con encontrar al
mítico Jim White a la batería, como ya ocurriera en el pasado. No fue así,
desgraciadamente, aunque la baterista del momento también merece una medalla.
No es fácil el repertorio de Chan Marshall; no hay un solo hit en su
discografía, ni una sola melodía que se capte a la primera, que se adhiera a
las meninges sin remedio. Todo es etéreo y exclusivo, quizá no es lo que esperas,
quizá te pille a contrapié, quizá bosteces en algún momento. Hay que
comprenderlo: no es música divertida, ni alegre, ni condenadamente festivalera.
Es música selecta, elegante y oscura. Pero tiene muchos fieles, sí, esos
seguidores que no despegaron el pico ni pestañearon en toda la hora de recital.
Elegantísima en su vestido de terciopelo, volvió a sacar todo lo que lleva
dentro sin poder ocultar sus veleidades; imposible ignorar ese halo de
debilidad que la envuelve constantemente. Incómoda en muchas fases del
concierto con el sonido, siempre en el límite del derrumbe. Pero aguantó, se
vació y nos ofreció cosas como “Cross
Bones Styles” y “Manhattan” (los
momentos más rítmicos), como “The
Greatest” o “Good Woman”, amén de
algunas versiones de esas que solo ella sabe hacer, desvistiendo la canción
original y convirtiéndola en un esqueleto folk o soul a su medida. Aguas
calmadas en un maremágnum de rock sin fin.
Los siguientes en la lista eran PARQUET COURTS. Otro incomprensible
capricho del festival, pues esta banda debería haber estado en otro escenario
(más grande) con otras concesiones y otros honores. También supieron a muy
poco. Lo que ocurrió en este concierto fue un poco extraño, a la par que
entrañable; a la altura del segundo tema (“Dust”,
su mejor canción) el sonido se va, batería, teclados y micros se apagan, pero
ellos siguen y siguen, y se marcan una improvisación hasta que alguien (a
buenas horas, mangas verdes) se da cuenta de que algo no marcha y mete el
enchufe en la clavija correcta. Así, “Dust”
se convierte en diez minutos accidentados pero heroicos, con una ovación a
tanta sangre fría y profesionalidad. Impresionante. Incidente aparte, la banda
neoyorquina es febrilmente solvente y efectiva, no solo en sus momentos más
punk y saltarines (“Total Football”, “Almost Had to Start a Fight/In and Out of
Patience”, “Master of My Craft” o
“Borrowed Time”), sino también cuando
se ponen country (“Freebird II”) o
soul (“Before the Water Gets Too High”).
Nos encantan, y sobre todo nos encanta Austin Brown, con ese peinado entre Joey
Ramone y Roger McGuinn. Entre efluvios psicodélicos y mientras suena “She´s Rolling” decidimos ahuecar, muy a
nuestro pesar, y quedarnos con la duda de si tocarán o no la bombástica “Wide Awake!”.
Pero es que claro, en otro
escenario están tocando MOGWAI. Y ya
es extraño que nuestros escoceses favoritos toquen en un festival y no estemos
allí rindiendo pleitesía. La elección a veces es inevitable (y dura). Sin
embargo, aún hay tiempo de echarles un vistazo y asistir a la recta final. Nos
recibe Mogwai y nos recibe Satán, vomitando vatios por todo el barrio de
Valdebebas. Y lo primero que llama la atención es que Martin Bulloch ha vuelto
a tomar las baquetas tras su larga ausencia por enfermedad; toda una alegría.
Deleitan con “Remurdered” y “Old Poisons” (un poco de electro, un
poco de hardcore), ya archisabidas de memoria. Y aun así, qué tendrán, no
importan las repeticiones, vuelven a hacerlo: vuelven a tejer esa tela de araña
de ruido y flash de la que es imposible escapar. La pena es que acaben con “We´re No Here” de nuevo, tan poco amable
y tan dura de roer.
Llegaba la hora de THE CURE. Reconozcámoslo: no vinimos a
este festival por hacernos los valientes o los chulos, vinimos por The Cure.
Así de claro. Y mereció la pena gastarse el dinero, los malabarismos para
encontrar un entretenimiento musical a medida, el calor sofocante. Mereció la
pena venir a este festival solo por verlos a ellos. Porque sus casi dos horas y
media de concierto rozaron la más absoluta perfección. La hubieran alcanzado
del todo si: primero, no hubieran cavado tan profundo en la historia mediado el
concierto, rescatando unas “Primary”,
“Shake Dog Shake” o “39” que dejaron fríos a muchos; segundo,
si “Disintegration” no se hubiera
visto envuelta en imprecisiones de sonido que desconcertaron y cabrearon de lo
lindo a Roger O´Donnell y Simon Gallup, respectivamente. El resto, auténtica
magia. Leía en alguna crónica postrera que se echaron de menos hits conocidos
en la primera parte, afirmación que es absolutamente imprecisa. Las grandes canciones
estuvieron presentes desde el primer minuto y citemos: “Plainsong”, “Pictures of You”,
“High”, “Lovesong”, “Last Dance”, “Fascination Street”, “Never Enough”, “Push”, “In Between Days”,
“Just Like Heaven”, “A Night Like This”, “Play for Today”. ¿No son todas ellas temas proverbiales en su discografía? Sin embargo,
hubo momentos menos célebres que se transformaron en emociones líquidas, en
puro fuego, en simple apología. Fue el caso de “Burn” (incluida en la banda sonora de “The Crow” de 1994), rotunda y machacante hasta los cimientos; o de
la bellísima “From The Edge of The Deep
Green Sea”, que parecía que nunca acabaría, que no queríamos que se acabara
nunca; o por supuesto, “A Forest”,
con su trote de bajos lúgubre y majestuoso. Estaba claro que habría unos bises
como dios manda, bises que empezaron con una “Lullaby” que en vivo sigue luciendo una musculatura culturista.
Tras ella, “The Caterpillar” y “The Walk” hacían temer otra incursión en
los archivos más ocultos del pleistoceno, pero no. “Friday I´m In Love”, “Close
to Me”, “Why Can´t I Be You?” y “Boys Don´t Cry” consiguieron alegrar la
noche a los curiosos, a los oyentes ocasionales, a los que pasaban por allí.
También a los entusiastas y afliliados, faltaría más. Emocionado estaba Robert
Smith (su voz se conserva impecable, prístina) al final del concierto y no es
para menos. Ya no es solo la sensación de gozo del aplauso recibido, sino
también ese orgullo de grandeza y prosperidad que debe correrte por las venas
cuando, después de cuarenta años, sigues siendo feliz con lo que haces. The
Cure son historia viva del rock. Un pasado hecho presente para gracia y delirio
de todos.