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domingo, 30 de abril de 2023

El color verde. - I -

   El verde es el color más abundante y presente en la naturaleza. El mundo está aún lleno de vegetación, aunque en proporción menguante en muchos lugares. En algunas zonas, la superficie boscosa se recupera después de haber sido diezmada o extinguida, mientras que en otras avanza la destrucción, al menos la sustitución de la cubierta natural, que había alcanzado su clímax, por cultivos momentáneamente considerados como más rentables y necesarios. No es este el lugar adecuado para elucubrar acerca de las discutibles y diferentes ideas de lo que es el progreso.

   El caso es que el verde abunda casi tanto como el azul y los infinitos ocres y marrones, y mucho menos que el rojo, el amarillo, el blanco, el negro (la mezcla de todos los colores o la ausencia de luz) y toda la abrumadora presencia de matices, mezclas y tonos intermedios. Cabría esperar que esos verdes omnipresentes hubieran sido los primeros en aparecer a la hora de nombrar los colores, como de fabricarlos y utilizarlos. Dejamos aparte el hecho de que queremos ver verdes hasta donde no los hay, y menos puros. En un paisaje, en la naturaleza, abundan los tonos quebrados, las mezclas, los pardos, los grises, los terciarios, y lo más frecuente es que nuestro cerebro vea o interprete como verdes todo aquello que culturalmente hemos acordado que verde es o debe de ser. Y a menudo, como decimos, no lo es. Esto tiene una gran influencia en la pintura, ya de entrada incapaz de reproducir esa infinidad de tonos que la naturaleza ofrece. Hay quien directamente renuncia a los verdes y quien intenta inútilmente ajustarse lo más posible a la realidad a la hora e reproducirlos. Un imposible, un catálogo. Las transiciones no son bruscas, la variedad infinita y, al final, hay que optar por el resumen, por la armonía, por la reducción y el equilibrio. No conviene usar muchos distintos en una misma obra, y tampoco suele funcionar utilizarlos tal y como salen del tubo, siendo siempre mejor recurrir a las mezclas, a contaminar esos verdes elegidos con los demás colores con los que esos verdes deben de convivir en el cuadro.

   En la literatura antigua, en los primeros textos, no aparece el verde, no se nombra. Hasta el punto que hubo muchos investigadores y filósofos que llegaron a cuestionar la capacidad física de nuestros antepasados para percibirlos, resultando inverosímil que un color tan abundante no se nombrara. Primero porque se recurría, como seguimos haciendo hoy, a nombrar un color por alguna cosa que se presentara vestido con él. Para nosotros en normal decir color rosa, malva, violeta, naranja, musgo, miel, pistacho, amarillo mimosa, azul cielo, incluso otros menos unívocos y evidentes: color tierra, color vino, o color piel, que nos llevaría a otros complicados debates. Pero nos entendemos. Lo que no entendían esos analistas que dudaban de la vista y la percepción de los antiguos, es cómo podía Homero ponerle al mar un adjetivo que lo relacionara con el vino. ¿Es qué lo veían así, o es que carecían de palabra para nombrar precisamente el color más abundante? Para el rojo de la sangre o los rosados dedos de la aurora no tenían dudas, ni para el brillo del oro o la negrura de la noche.
    Nuestros antepasados de la prehistoria, los autores de las pinturas rupestres nunca utilizaron verde, ni azul, ni tantos otros colores, que sin duda veían. Se limitaban al negro del humo o del carbón, al rojo de la sangre o de algún mineral, a los variados ocres y tierras de las que tenían a mano, desde los más claros y amarillentos, hasta los marrones más oscuros y negruzcos y, muy ocasionalmente, del blanco. Ni verde, ni azul, Es decir, por lo que tenían a mano, que es lo que desde entonces se ha venido haciendo. Tintamos, pintamos y coloreamos con lo que podemos, con lo que tenemos y, a menudo, las palabras vienen después. Si acaso, pues las diferentes culturas del pasado y del presente han tenido siempre un trato difícil con los colores y sus nombres. Unos han necesitado muchas palabras para nombrar los distintos tipos de blanco, viviendo en un mundo helado, casi sin color, mientras que otros han vivido rodeados de verdes sin nombrarlos.
    Los pintores, tan interesados en los colores, debemos tener en cuenta que la búsqueda, el invento y la fabricación de pigmentos, una historia compleja y apasionante, no fue un proceso que nos tuviera demasiado en mente. Más bien eran las telas, el tintado de las fibras para ropas, alfombras y otros tejidos, los que han llevado a la humanidad a buscar colores en la naturaleza, a fabricarlos y a recorrer larguísimas distancias para su búsqueda y acarreo. Sólo la historia del lapislázuli y de su comercio ha dado para escribrir varios libros. Desde entonces el color se necesitaba preferentemente para las telas, la pintura de paredes, directamente o los papeles con los que se recubre, y para embellecer o diferenciar otros objeto. Y, desde hace tiempo, para dar color a plásticos y otros materiales. La pintura de coches es hoy un mercado muy influyente en cuanto a los colores y algunos desaparecen del mercado cuando pasan de moda y dejan de ser demandados por el público para sus vestidos, sus coches o sus paredes.
Lo cierto, y no es cosa exclusiva de este tema, es que dejamos a un lado, quitamos valor, incluso despreciamos, todo aquello que nos resulta difícil de controlar o imposible de explotar económicamente. El verde, como pigmento, es un color difícil. Abundantísimo, predominante en la naturaleza, es esquivo, volátil, perecedero. No es fácil obtener tintes consistentes y duraderos de las plantas, menos antes de controlar la química que hay detrás del mundo de los colores, de los mordentes, hasta llegar a la síntesis que permitió obtener tonos infinitos a partir del carbón, del petróleo o de las manipulaciones derivadas de los avances en la química orgánica. Era muy difícil obtener un pigmento verde fiable, permanente, asequible. Sólo algunas piedras lo podían ofrecer en aquellos tiempos: la malaquita, óxidos de hierro o de cobre. Eran difíciles de molturar, convertirlos en pigmentos a la altura de los disponibles para otros colores, incluso venenosos, pues el arsénico estaba presente en algunos deslumbrantes colores con que pintaron paredes, tintaron telas, fabricaron papeles pintados, lo que provocó no pocas intoxicaciones y muertes, unas ciertas, otras discutidas, empezando por la de Napoleón Bonaparte, que murió en una casa en la que abundaban las paredes enteladas con papeles tintados con verdes emanando vapores de arsénico.
   Lo que hoy es un conocimiento que se aprenden los párvulos en las escuelas, esto es, obtener verde mezclando azul y amarillo, fue un arcano que, conocido en la práctica, no se difundió hasta hace pocos siglos. Es más, por motivos legales, religiosos o gremiales, esta mezcla estuvo prohibida. Unos decían que lo que Dios hizo de un color así había que dejarlo. Lo azul, azul y lo amarillo, amarillo. Formar con ellos el verde, un color distinto, era torcerle la mano a la voluntad divina. En toros casos, las estrictas regulaciones de oficios y gremios, llevaba a que el tintorero que tintaba en azul no tuviera permiso para hacerlo en rojo. Con el amarillo ocurría igual. A veces eso respondía a la composición química de los diferentes tintes, cuya mezcla podía añadir peligros de intoxicación a la asumida pestilencia de los tintes al uso. Obtener telas verdes tintando primero de azul y luego de amarillo era un fraude, una ilegalidad
   Luego está el ya mentado asunto de la permanencia o la volatilidad de algunos pigmentos. Los amarillos usado en muchas mezclas desaparecían con el tiempo, se oxidaban, se volvían marrones, todos cada vez más negruzcos. Unas veces les pasaba a esas mezclas como a esos carteles electorales o de otro tipo pegados a los muros: la luz del sol se va comiendo los amarillos y quedan los azules. Al cabo de cien años todos calvos, cierto, pero también que al cabo de pocos meses todos azules. Si el amarillo se evapora o se oscurece, como ocurre, quiere decir que los tonos y matices de muchas carnes, flores y telas que hoy vemos en los cuadros de los museos no eran así cuando se pintaron. El problema se agrava cuando los pintores dejan de molerse sus propios pigmentos en el taller, fabricando sus mezclas y sus óleos o las mezclas para sus frescos y pasan a depender de una industria incipiente y experimental, comprando colores envasados, primero en tripas, luego en tubos, cuya permanencia resultó bastante problemática. Nunca veremos los girasoles del color en el que Van Gogh los pintó y sus contemporáneos lo pudieron haber visto, si hubieran querido, que fueron pocos.
   El verde esmeralda, también llamado viridiana, hoy no presenta problemas, no lleva arsénico, ni peligros de intoxicación o envenenamiento ni tampoco de futuras reacciones químicas con otros pigmentos con los que se mezcla. En los manuales antiguos de acuarela se previene de no mezclar nunca el verde esmeralda, uno de los más hermosos de los pocos de que disponían, con rojo. De hacerlo, pasado poco tiempo todo se iría ennegreciendo.

   Se usaron tierras verdes, poco intensas y brillantes, lo que ayudó poco a hacer atractivo y popular el color verde, aunque hubo épocas en las que estuvo de moda. Para un par de reyes de Francia fue su color preferido, proscrito por sus sucesores, porque no le faltaba al verde más que ser asociado a ciertas políticas, comportamientos y dinastías, que las cosas funcionan así, o peor.

   Los avances en química orgánica vinieron a solucionar los problemas anteriores. Permanencia, seguridad, variedad, hermosura y precio asequible, por fin llegaron a los verdes y las telas, los papeles pintados o los cuadros pudieron al fin incorporar al verde como un color más. Eso no quita para que siga siendo un color difícil de emplear por parte de los pintores. Vemos que algunos lo evitan y reemplazan por todos pardos más indefinidos y problemáticos, difíciles de casar y de incorporarlos al cuadro de una forma armoniosa y natural. A poco que nos descuidemos los verdes cantan, parecen ir por libre, resultan un añadido, algo discordante... Cada uno elegimos y buscamos nuestras soluciones. La mías es limitarme a pocos verdes, al menos a la vez. Con el esmeralda y las mezclas que podemos hacer con él, añadiendo amarillos, ocres, azules, rojos, es más que suficiente. Otras veces utilizo el sap green y el verde de jadeíta, también matizados con algunas mezclas. Pero nunca voy más allá.
    En una próxima entrada seguiremos hablando de los verdes, los pigmentos más usuales y sus mezclas más frecuentes y conocidas, algunas ya vendidas como si fuese un solo color, caso del sap green (el verde vejiga) o el verde de Hooker. Por hoy, lo dejaremos aquí.

viernes, 31 de marzo de 2023

Paleta. Colores e historias

    Durante un mes he procurado utilizar el verde esmeralda preferentemente en todas las acuarelas que he ido pintando. Cuando compras alguna caja de acuarelas, el fabricante suele incorporarlo junto a los colores que se consideran más utilizados y necesarios. A veces también se incluye el sap green, un verde más amigable, menos estruendoso y conflictivo.

    La verdad es que con esos dos colores puede ser suficiente pues, mediante mezclas y partiendo de ellos, puedes conseguir una gama de verdes con una variedad más que suficiente. El caso es que, sin  no te lo propones, los tubos del verde esmeralda pueden ser eternos, porque nunca encuentras un momento adecuado para emplearlo, especialmente solo.
    Sin embargo, estudiando acuarelas clásicas, resulta que es un pigmento muy utilizado, con unos buenos resultados, y nada hay en ellas de excesivamente chillón y pinturero. Justo al contrario. El secreto, pues, debe de consistir en eso, en las mezclas, en matizar ese pigmento tan intenso y provocativo.
    Hace unos años fui reuniendo libros en formato digital acerca de la acuarela, principalmente ingleses. Manuales, tutoriales, historias de la acuarela, descripción de los materiales y técnicas que utilizaban los pintores británicos que hicieron de la acuarela un arte nacional, catálogos de las principales marcas del momento donde mostraban sus productos y sus innovaciones. Muchas de ellas siguen siendo hoy en día las más populares, aunque otras han aparecido. Debates acerca de cuestiones variadas, como la utilización o la proscripción del blanco opaco, del que muchos hicieron un uso frecuente, preocupación acerca del desvanecimiento de no pocos colores por el efecto de la luz, algo que el tiempo ha demostrado cierto. Hoy se han ido sustituyendo muchos de esos pigmentos dudosos, incluso algunos directamente venenosos.
   Recupero muchos de esos libros y compro algunos más, éstos recientes y más especializados. Especialmente los de Pastoureau, que ha escrito libros monográficos acerca de la historia de los colores básicos: azul, negro, rojo, verde, amarillo... Analiza tanto el momento y lugar de su aparición como su procedencia, geográfica o física: de origen animal, vegetal o mineral, hasta llegar a la explosión de los pigmentos que la revolución química fue ofreciendo al mercado, desbancando no pocos de los antiguos pigmentos naturales. Es una historia de tintes y e tejidos, más que de cuadros, pues rara vez ha sido el llenar la paleta de los pintores el impulso para ponerse a investigar y a producir de forma industrial. Hoy ocurre lo mismo. Dejando aparte algunos pigmentos clásicos, casi siempre de origen natural, como el lapislázuli, las tierras y pocos más, la industria busca y produce colores para tintar telas, pintar paredes o coches o fabricar plásticos. Si algún pigmento sintético no encuentra demanda en esos sectores, nadie lo fabricaría para los pintores, en mercado para ellos residual.
   Ese es el peligro, al menos el mío. Uno se mete a hacer averiguaciones y no termina nunca. Me he visto enredado con la historia de los tejidos y los tintes, de los colores que se usaron desde la antigüedad, incluso desde la prehistoria, de sus características, sus problemas, sus anécdotas y su evolución. Lo que iba a ser una entrada acerca de los verdes, empezando por el verde esmeralda, se ha ido complicando y extendiendo y tengo material para varias entradas, que ya de por sí, o de por mí, van saliendo demasiado largas. De forma que iremos poco a poco intentando estructurar toda esa información e ir, de paso, ilustrando la historia con las acuarelas que voy haciendo para llevar a la práctica lo que voy leyendo, en principio teórico.
   Gran parte de lo que conocía, información en gran parte procedente de esos libros sobre acuarelistas británicos del siglo XIX en adelante, ya no es cierto ni útil. En ellos podíamos leer las recomendaciones que advertían de que evitáramos mezclar el verde esmeralda con algunos otros colores, como el rojo. Aunque conserven muchos de los nombres antiguos, su composición ya no es la misma. El verde esmeralda era venenoso, llevaba arsénico. Se usó mucho para los papeles pintados y forrar una habitación con papeles tintados de veneno, llevó a muchos disgustos, intoxicaciones y no pocas muertes, especialmente en ambientes húmedos. Igual ocurrió con el blanco de plomo. No digamos los problemas de los pintores que tenían la costumbre de chupar el pincel para sacarles punta. En inglés se dice "mad as hatter", estar loco como un sombrero. Viene la cosa de las graves intoxicaciones que producían los vapores de los productos químicos que utilizaban para, con calor y presión, dar formas a las telas de los sombreros. A algunos pintores les ocurrió algo parecido con sus colores y muchas historias hay al respecto.
   Por lo pronto, en esta entrada introductoria, se muestran algunas de las acuarelas pintadas durante el último mes, como decía intentando usar en ellas el verde esmeralda. Si no me lo propongo, me limito al verde de jadeíta, al perileno y al sap green, que son los que normalmente uso, aparte lógicamente de las mezclas con ellos o entre amarillos y azules. Dejo las explicaciones de las mezclas y las historias de cada pigmento para las entradas siguientes, que mucho estoy tardando en publicar mis averiguaciones y muy larga queda ya esta introducción










viernes, 25 de mayo de 2018

Denia. Dibujos e historias.

   Unos días en Denia, ni la primera ni la última vez, espero. Como toda la costa de Alicante, un paraiso, cosa sabida. Menos conocido es que en las altas montañas del interior hay otros edenes más boscosos y agrestes, menos poblados y visitados. Es tierra de moriscos, como ya hemos resaltado en otras ocasiones, algo que se recuerda, celebra y lamenta en Denia, pues de su puerto salieron 42.000 hacia Orán en 1609, cuando se decretó su expulsión. Supongo que el puerto fue elegido por el marqués de Denia, don Francisco Gómez de Sandoval-Rojas y Borja, que también tenía el título de Duque de Lerma, y era el valido de Felipe III, de quien de niño fue menino, rey que decretó esa drástica y controvertida medida. Muchas aldeas y alquerías desaparecieron y en los valles y montañas del interior algunas poblaciones aún no han recuperado el número de habitantes del siglo XVI, aunque ahora abunden pálidos nórdicos.
    Me llevo provisión de plumas, cuadernos y acuarelas. También de libros, pues hay tiempo para leer sobre la larga historia de Denia y de otros pueblos cercanos, como Calpe, El Albir, Jávea o Altea, por donde también vamos a pasar, o acerca de las innumerables aldeas y lugares de nombre árabe, en parte ya abandonados, de las montañas del interior. La Vall de... Travadell, Ebo, Xaló, Guadalest, Gallinera, Tárbena, Pop, Laguar, entre otras. Tras la conquista se dividen en baronías, condados y marquesados varios, denominaciones que recuerdan que Jaime I adjudicó esas tierras a los nobles que le ayudaron a reconquistarlas. O a las órdenes militares, como el Maestrazgo, en Castellón, cedido al Gran Maestre de la Orden de Montesa. Les entrega las tierras de secano y los cerros, que las ciudades y huertas de regadío de los llanos se las quedó el rey por eso del que parte y reparte. 
  Todo está documentado en el Llibre del Repartiment, ese que Próspero de Bofarull i Mataró, a la sazón desleal custodio del Archivo de la Corona de Aragón, modificó, tachó y enmendó de manera burda en 1897 porque encontró entre la lista de conquistadores y pobladores menos catalanes de los que él quisiera haber hallado. Don Próspero suprimió en su edición facsímil del histórico volumen apellidos aragoneses, navarros y castellanos para darle más importancia numérica a los catalanes. Tuvo que eliminar al 66% de los pobladores. También desapareció el testamento de Jaime I, prueba de que sus repartos, títulos y fronteras tampoco le gustaron demasiado. Ya apuntaban maneras.
   Jaime I, rey de los reinos de Aragón, Mallorca y Valencia, conde de los condados de Barcelona y Urgell, era tambien señor de Montpellier, donde había nacido en 1208. Su madre encendió doce cirios, uno por apóstol, para ponerle el nombre del que más durara. Ganó el Apostol Santiago, y Jaime se llamó la criatura. Nos saltamos su biografía hasta que, sin lucha, se apodera de Valencia en 1238. En otras comunidades, en los románticos preámbulos de sus estatutos de autonomía, se intenta  retrotraer los orígenes del país a los tiempos de Noé, cuando no de Adán. Valencia es la única comunidad que establece su origen en el momento de la conquista de Jaime I, renunciando a varios miles de años de historia protagonizada por dudosa gent de fora. Igualmente hay quien llega a decir que antes de ese día redentor no se hablaba lengua alguna merecedora de ese nombre. Que Ausiàs March les perdone y la diosa Clío los confunda, si su confusión admite mejoras.
   Después del saqueo y antes del reparto, mandó purificar la Mezquita mayor de la ciudad para convertirla en catedral de Valencia, abradacabrante ceremonia que incluía meter perros en ella, algo que para cualquier musulmán la convertía en algo impuro e inmundo. Nombró obispo a Berenguer de Castellbisbal, aunque el Papa se negó a aceptarlo por unas riñas económicas entre Valencia, Toledo y Tarragona. De todas formas, malos sermones hubiera pronunciado el tal Berenguer, pues el rey, personaje colérico e impulsivo, había ordenado cortarle la lengua en la misma cámara real, al conocer la largura de un apéndice desvelador de secretos de alcoba recibidos del rey en confesión. El incidente provocó su excomunión, rápidamente levantada.
   Tras la conquista del reino de Valencia, los arabizados pobladores de las ciudades hubieron de abandonarlas, aunque no ofrecieran resistencia, algo que en el campo solo se imponía a los que no capitularan. Los nobles recibieron la tierra con población islámica incluída, en plena producción. De verduras y de rentas. No eran frecuentes los naranjos, algo que se extendió mucho después, incluso en el siglo XIX y XX, pero sí higueras, algarrobos, moreras y gusanos de la seda, cereales, muchas vides, olivos y almendros, pequeños huertos y frutales, incluso arroz donde abundaba el agua para el riego.
    Ni soy historiador ni pretendo serlo. Entre otras cosas, porque es la Historia profesión de riesgo, ahora como siempre, tal vez más, siendo actividad que antes te acarrea ser nombrado persona non grata que cronista de la villa. Sobre todo los que no se pliegan a apuntalar la fantasía interesada de encontrar lo que se desea encontrar, como don Próspero, volviendo a cubrir de tierra o de palabras lo que no cuadra, demostrando asi lo que previamente se inventó, sin dejar de apuntalar las tradiciones y leyendas que retrotraigan a Eneas la fundación de la aldea. Ahí tenéis triunfantes a Cucurull o a Bilbeny, aquejados de esclerosis facial pero sin tensiones de tesorería, mientras hay miles de yacimientos y legajos en inútil espera de fondos para que historiadores serios les quiten el polvo de los siglos.
   La gente lo tiene claro. Todo lo antiguo es moro. Y no es así, como sabemos. Muchas de las terrazas, esos abancalamientos de lomas y cerros, son de siglo XV y XVI, de origen mudéjar, extendidos en el XVIII por el incremento de la población. Incluso gran parte de la huerta de Valencia, gracias a la prolongacion de la Acequia Mayor, es de la época de Carlos III, no mora, cultivada desde Jaime I por cristianos, que se habían adueñado ya entonces de casi todos los regadíos. 
   Denia es demasiado antigua para serlo, de forma que se le atribuye un origen griego, de los focenses de Massilia, como Ampurias, no sin cierto fundamento por las referencias de geógrafos y viajeros de la antigüedad, como Estrabón. Sin embargo, reconocen honradamente hoy no haber encontrado ese templo de Artemisa que con tanto detalle se describía en obras antiguas, ni piedra alguna que pudiera tener ese noble origen. Sí restos de cerámica que, como en toda la costa, acreditan ese comercio antiguo en el Mediterráneo, ya inaugurado por los fenicios, que se sepa.
   Aunque se encuentran restos de asentamientos ibéricos previos, indudable es el origen romano de la ciudad y de su nombre, la Dianium latina, así como la presencia de Sertorio refugiado en el fortín que levantó en la Penya de l’Àguila, en el Montgó, enfrentado a Sila y a Pompeyo en las guerras civiles romanas, unos 80 años antes de Cristo. De hecho, gran parte de estas comarcas pasaron de ser romanas a árabes, pues la presencia y apoyo bizantinos les permitieron resistir contra los godos que sólamente unos 80 años antes del 711, consiguieron aparecer por aquí, dejando poca huella.

   En clase de griego, mi profesor, don Jesús José, nos hablaba de la Hemeroscopeion griega (Ἡμεροσκόπειον) 'la que mira la mañana', "la centinela del alba', aunque antes sería Calpe o el Cabo de la Nao en Jávea quien la viera llegar. En realidad, lo que los romanos avizoraban, seguramente encaramados en los 753 metros del Montgó, era la llegada de los atunes para pescarlos en la almadraba y hacer salazones con sus lomos y otras mollas y la apreciada salsa del garum con sus raspas y despojos, puestos en salmuera junto a boquerones y caballas, todo bien fermentado en barriles al sol, para exportar el caldurriento y aromático destilado en ánforas, como el vino y el aceite. Para eso tallaron en la costa esas piscinas rectangulares que abundan por aquí, piscifactorías que en Calpe, Javea o en la Illeta de El Campello suelen llamar Baños de la Reina. Naturalmente, mora.
   En Denia, lo más visible desde todos los sitios es el castillo, inmenso, primero romano, luego moro, esta vez sí. Fue en el siglo XI la alcazaba de Muyahid al-Amiri al-Muwaffaq, rey de la Taifa de Denia que llegaba por un lado hasta la sierra de Segura, Almansa, Chinchilla, Alpera y Albacete incluídas, por otro hasta las Baleares. Luego, esa montaña fortificada fue usada como bancal de cepas de moscatel para hacer pasas en el siglo XIX, industria que trajo la prosperidad a Denia, Jávea y Gata de Gorgós, hasta que la filoxera arrambló con ese cultivo, muy extendido por la comarca, con sus secaderos, sus manufacturas y su comercio. La ley seca en Estados Unidos, vigente por aquel entonces, provocó que en California, no pudiendo hacer vino, hicieran pasas, acabando de apuntillar el negocio. En Denia, con muy buen criterio, cambiaron las pasas por la fabricación de juguetes y naranjas, que algo hay que hacer. De esa industria de momificar moscateles, ahora menos extendida, quedan los "riuraus", construcciones rectangulares porticadas para airear y secar a la sombra las pasas. También la "Festa de l'escaldà".
   Muchos ingleses se habían afincado aquí, dedicados a exportar las pasas, ingrediente imprescindible para que en Inglaterra hicieran sus plum-cakes. El jerez, tan de su gusto y como su nombre indica, se lo llevaban de Jerez. El esparto de Murcia, Albacete y Almería, dejando pelados los cerros, que así siguen, aunque ya en la roca viva; las piritas del Riotinto comprado a la I Republica, y cada cosa del sitio donde Dios, nuestro Señor, la puso.  Imagino que también hacían de recoveros de naranjas amargas para su "marmelade". Tanto es así que hasta tenían su propio cementerio, el Cementerio de los Ingleses, aunque luego fueron repatriados los restos. Para romantizar tan tétrico establecimiento, cuentan las leyendas que son los fantasmas de los naúfragos de La Guadalupe, fragata hundida en 1799, quienes pululan ectoplásmáticos entre las tumbas en las tibias noches dianenses. Aunque a este tipo de aparecidos nada se les resiste ni incomoda, la leyenda no explica en qué se entretuvieron y dónde se guarecieron hasta 1856, cuando se construyó ese cementerio. Hemos estado estos días durmiendo prácticamente al lado y fantasmas sólo los normales, lamento informar.
   Lo que es cierto es que en el mausoleo dedicado por la familia Rankin a Reginald, niño que murió el 6 de diciembre de 1866, se puede leer el poema de John Dos Passos How Fine To Die In Dénia (Qué bueno morir en Dénia), belleza que no discuto y opinión que no comparto, ni referido a Denia ni a ningún otro sitio.
"How fine to die in Denia
young in the ardent strength of sun,
calm in the burning blue of the sea..."
 
   Toda la costa está llena de atalayas, de torres de vigilancia o refugio, como las hay en las huertas del interior, cerca de Alicante. Tres veces al día encencían una hoguera en lo alto de la torre para indicar que no había moros en la costa. Cuando sí los había, hacían que la fogata echara humo, que replicado de torre en torre, daba aviso al veedor general de la costa, en la atalaya del Grao de Valencia. También tocaban a rebato con la campana que tenían para avisar a la caballería de costa. 
    Desde el Rosellón hasta el reino de Granada se edificaron unas 250, de las que 200 permanecen en pie, algunas algo reumáticas, pero en pie. Sobre todo en tiempos de Felipe II se procuró reforzar las existentes y levantar muchas más, pues el Gran Turco acechaba, los piratas berberiscos no paraban de saquear las costas y capturar gentes que vender en Argel o en Trípoli y, en general, la morisma estaba levantisca, confabulando con la Gran Puerta, Francia y Argel, esperanzada en un desembarco masivo que, como en otras ocasiones, restaurara su dominio. En 1568 fue la rebelión de las Alpujarras, a la que siguió su deportación, muchos de ellos al reino de Valencia, donde llegaron a ser más de un tercio de la población. Solían tener muchos hijos, lo que contrastaba con los cristianos viejos, que aun de jóvenes eran monógamos o célibes, principalmente ubicados en unas ciudades plagadas de eclesiásticos, un 8% de los varones adultos. Frailes, monjas y demás clero, caracterizado por una bajísima tasa reproductiva.
   Estos peligros se conjuraron en gran parte tras la victoria de Lepanto, en 1571. Lo de los piratas de Argel, mucho menos, sólo hay que recordar que Cervantes anduvo cautivo por aquellos barrios norteafricanos desde septiembre de 1575 hasta octubre de 1580, no pudiendo "al llanto detener el freno", según contó. Tampoco hay que olvidar que, cuando fue rescatado, previo pago de 500 ducados por parte de los trinitarios, unos 20.000 euros al cambio, fue precisamente al puerto de Denia cuando, ya libre, regresó a España, besando su suelo como un Papa y como primera providencia.
   Los moriscos huían a Berbería en cuando podían, comunicándose desde las cimas costeras mediante hogueras  con las fustas y galeras berberiscas que de noche esperaban en las calas. El lugar más usado para iniciar esas señales fue la cumbre del Aitana, que eran respondidas desde los barcos. Así coordinaban la huida. De paso, para mostrar la firmeza y sinceridad de su impuesta y supuesta fe, los feligreses de la Vall d'Ebo se llevaron a su párroco cautivo a Argel, que tuvo que pagarse su propio rescate. O en 1534 a don Pedro Andrés de Roda, señor de un lugar cercano, con familia y criados, que nunca regresaron. A veces hacían tratos previamente. Los moriscos de Senija ofrecieron por el viaje al gobernador de Argel 3000 ducados y el saqueo de Benissa. Conocida la trama, el virrey de Valencia ordenó prender a los más ricos y emparentados de Senija y tenerlos presos en el castillo de Guadalest hasta que la flota del gobernador de Argel no hubiera abandonado esas costas. Llegaron a atacar Valencia en 1562, llevándose 463 cautivos que también vendieron como esclavos en Argel.
  Barbarroja y su lugarteniente Cachodiablo, Dragut y Salah Rais le tomaron el gusto y la medida a toda la costa, y ellos y sus seguidores en la industria no dejaron pueblo tranquilo durante siglos. En Calpe se llevaron prácticamente a toda la población en 1537, como había ocurrido en otros pueblos costeros, con especial predileción por Villajoyosa, aunque solía defenderse bien.
  Desde Túnez, Trípoli, Argel o Salé, estos piratas berberiscos tuvieron atemorizadas las costas mediterráneas y atlánticas, las españolas y las francesas, italianas y griegas, llegando a Portugal, Gran Bretaña, Irlanda, los países Bajos, incluso Islandia.  Del siglo XVI al XIX se calcula  que se vendieron en los mercados de esclavos norteafricanos de 800.000 a 1.250.000 hombres, mujeres y niños. A muchos hombres les respetaban la vida porque sin cabeza no tenían mucha aceptación en aquella época. Hoy algunos llegan a ministros y jefes de estado. Eso explica —lo del miedo, no lo de llegar a ministro—, que hasta el siglo XIX no se ubicaran los pueblos en los llanos o cerca de esas playas que tanto nos gustan hoy.
   Es tara nacional recrearse más en los fracasos que en los éxitos, en las derrotas que en las victorias, llegando a perdonar, incluso justificar —cuando no negar—, las invasiones sufridas, tanto como avergonzarse de las protagonizadas, cosa que nos diferencia de la pérfida Albión.  Nunca contamos que las más de las incursiones africanas fracasaron, que a menudo desde estos pueblos salìan barcos en su persecución, apresándolos y esclavizándolos, a veces extirpándoles la cabeza, sede de sus malas ideas, como tampoco que en España también hubo esclavos hasta el siglo XIX. También que se terminó atacando las bases de Argel desde donde salian los piratas. 
   Mucho se ha discutido, llorado y argumentado acerca de esa expulsión, lamentada por motivos humanitarios o económicos, casi siempre con ojos actuales. La tradición de sucesivas invasiones norteafricanas, los levantamientos de moriscos en zonas de montaña, la situación del Mediterráneo en aquella época, con el Gran Turco amenazando, la colaboración evidente de los moriscos con los piratas berberiscos, la lógica falsedad de una conversión impuesta, su aumento demográfico... Todo se puso en su contra. Fue una cuestión de estado, apoyada por la iglesia y demandada por la mayoría de la población, salvo los señores cuyas tierras cultivaban, con una mezcla de temor, envidia y rencor, siendo medida muy aplaudida por el resto de una Europa que siempre nos tuvo como barrera ante el Islam. Igual había ocurrido con los judíos en 1492, cuya expulsión provocó hasta un mensaje de felicitación y alegría por parte de la Sorbona.
   Decía Américo Castro: «El problema, como tantos otros de la vida española, era insoluble, y huelga discutir si los moriscos debieron o no ser lanzados fuera de su patria. Fueron, sin duda, un peligro político, y estaban en inteligencia con extranjeros enemigos de España, que comenzaba a sentirse débil». Felipe III no veía ya sino peligros en la estancia de los moriscos dentro de sus reinos, porque a los riesgos de orden interior se añadían, y así lo reitera, los de orden exterior: Los moriscos conspiraban con moros de allende, turcos y franceses, para acosar a un enemigo que creían débil y veían muy preocupado. Felipe III sabía de la conspiración morisca para invadir España como en tiempos de Don Rodrigo.
  
   Gregorio Marañón, en un libro póstumo publicado hace pocos años, "Expulsión y diáspora de los moriscos españoles", dice, entre otras muchas cosas, como es natural, que la expulsión "fue un mal, pero un mal necesario, porque era el único remedio de otro mal peor: la existencia y el auge dentro del Estado español de un pueblo extraño y hostil"

  Gil Grimau, considerando que los moriscos eran una minoría hispana, entre otras, afirma: «¿Por qué los moriscos tenían que abandonar sus particularidades diferenciales tajantemente —lengua, nombres de familia, recato, ropas, baños, fiestas— si otros pueblos de la Península o del Imperio los conservaban? [...] Los alegatos de Núñez Muley lo dicen bien claro. Son angustiosos y llenos de razón. El morisco —muchos de los moriscos— quiere ser español. Quiere seguir siéndolo, y conservar, lo mismo que los gallegos, los catalanes o los vascos, entre tantos otros españoles, un modo vernáculo de hablar y comportarse»

   Joseph Pérez, ha escrito que: «Los historiadores aún se preguntan por las razones que tuvo el duque de Lerma para expulsar a los moriscos. La única explicación posible es que trató de desviar la atención de los males que padecía España. Los moriscos, blanco del odio de clase y de raza, fueron sacrificados a los prejuicios populares, como si su expulsión sirviera para mitigar los efectos de la peste, el subdesarrollo, el parasitismo y la pobreza. No habían transcurrido muchos años cuando en España se alzaron voces lamentando una decisión que calificaron de inicua». 

   Muy recomendable la lectura de unos artículos sobre el tema, parte de su eterna polémica con Américo Castro, publicados en La Vanguardia en los 90, remitidos desde Buenos Aires por don Claudio Sánchez-Albornoz,  presidente de la II República en el exilio, de la que había sido ministro.  Algunos aparecen en su libro "Confidencias", Austral, Espasa-Calpe, 1977:

También el libro de Gerardo Muñoz Lorente "La expulsión de los moriscos en la provincia de Alicante". 
  
   Me entero con estas lecturas y averiguaciones de que ese "al Ra'is", apellido de muchos piratas, no es tal, sino que significa patrón de barco.  De ahi deriva el apellido Arráez y sus variantes, que el diccionario de la Real Acaemia recoge como caudillo o capitán de barco árabe o morisco. "Arráeces" son también los jefes de las labores de la almadraba. En la lista de apellidos sefardíes que se publica como base para pedir la nacionalidad española, aparece Garrido. Ahora veo que Herráez me hace marino berberisco. En una feria medieval un calígrafo, hace un tiempo, me escribió con cálamo mi nombre en árabe: Yusuf. Resulto ser Yusuf ben Garrido Al-ra'is al-Albasití, algo que no sabía y además ignoraba. Ya puedo pedir la nacionalidad española. O la berberisca. O la israelí. No sé si sería bien visto que se publicara otra de los que quieren abandonarla.

   Los dibujos y acuarelas de esta entrada son los que se hicieron en el cuaderno, bajo el sol de mayo, observando a ratos a un cormorán buceando vertiginosamente tras algún pez, tomando un vino blanco de Jalón, fresco, de esas uvas moscatel de la zona, para regar algún trozo de salazón de la misma. Dentro de nuestra pobreza. como mi padre decía en similares trances, no se puede pedir más.
Embarco Moriscos en el Grao de Denia. De la serie: La expulsión de los moriscos
[1613] óleo sobre tela. 110 x 173 cm

Vicent Mestre

domingo, 13 de mayo de 2018

Alpera. El señorío de Verastegui.


   Mi buen amigo Rafa Soler Pozuelo ha publicado un libro. Un libro sobre Alpera, su pueblo, y podría decir que el mío. Hijos tiene dos, una hija y un hijo, buena gente como sus padres. Árboles ha plantado más, entre ellos un castaño de indias, un olivo y otro con las hojas de color borgoña que no sé de qué marca es. Los lileros, jazmines, papiros y bambúes de su patio no los cuento, aunque sí los dibujo. Las macetas tampoco, aunque algunas ya están en flor. Le faltaba el libro y aquí está, bien hermoso. Primera edición prácticamente agotada el mismo día de su presentación, lo que anuncia otra, ya en prensa. Los beneficios del libro van de forma íntegra a la Asociación de Alzheimer de Alpera.

    Lo conocí al mismo llegar a Alpera, yo con veinticinco años, él tres o cuatro menos, suficiente diferencia entonces para que fuera mi alumno de prácticas como maestro, profesión que, con buen criterio, nunca ejerció. Hoy ya tenemos la misma edad y bastantes achaques y goteras, que esperamos vayan a mejor. Muchos amigos tuve y sigo teniendo allí y entre ellos él fue y sigue siendo el mejor de los amigos, un hermano. Como lo fue Joaqui, su mujer, durante los muchos años en que todos los días pasábamos gran parte del tiempo juntos, siempre esforzándonos en aumentar la prosperidad de la hostelería local, que en carroza habían de sacarnos el día de santa Marta. La vida, y cada vez más, te obliga a pasar páginas, a veces hasta el punto de no desear seguir leyendo más capítulos, como cuando Joaqui murió. Pero todos sobrevivimos agarrándonos como lapas a los buenos recuerdos, que muchos tenemos compartidos. Ya decía Discépolo en el tango eso de "Fiera venganza la del tiempo, que te hace ver deshecho cuanto uno amó". No tiene esto nada que ver con el libro, pero tenía que contarlo, que a estas alturas de la vida incluso las alegrías dejan a veces un poso amargo y triste.
    El coche va solo, que es ésta una ruta que con él y sus antecesores hemos recorrido cientos de veces. A lo largo de muchos años, viviendo en Alpera como maestro en sus escuelas, hemos tenido la ocasión y el placer de ver estos parajes mostrar todas sus caras. Una cara a veces seca, otras verde y jugosa, incluso inundada, que por aquí las aguas no saben adónde ir. Roja de ababoles o blanca de nieves, dorada de siembras o parda de encinas, no tan abundantes hoy como cuando los atravesaba la Vía Augusta, la A-31 del itinerario de Antonino que a veces traza, cuando no cimenta, la autovía de igual número en la relación, más actual, del Ministerio de Obras Públicas. A izquierda y derecha del camino pequeñas elevaciones, cerros redondeados o simples bultos de tierra que por aquí llaman morras, muchas de ellas, por no decir todas, con restos de poblados neolíticos, ibéricos o islámicos, en la cima o en las laderas. Comarca poblada desde antiguo, paso obligado, hay abrigos con pinturas de los ciervos que corrían por ella, y no escasean las hachas y puntas de sílex con que los cazaban, cerámicas, los posteriores bronces y hierros, canales y caminos, aljibes y santuarios. Los romanos y también los árabes prefirieron el llano, una vez pacificado el territorio, y los pobladores de las cimas fueron abandonando las alturas, sometidos o resignados, y todos fueron unos. Y ahí siguen.
   De todas formas, por aquí, como por muchos otros sitios de España, para el común, moro es todo lo que reluce y también mucho de lo que no. Muchas leyendas hubo y hay acerca de tesorillos enterrados, orzas llenas de relucientes y doradas doblas, de tíos con chilaba que en sueños se aparecen indicando dónde se ocultaron tales maravillas de las mil y una noches. Eso ha llevado a más de uno a deslomarse agujereando cerros y cinglas, cosa que más ha contribuido a airear la tierra y a llenarla de hoyos, que a sacarlos de pobres. No obstante, alguna se ha encontrado, aunque nunca donde se buscó o donde se había soñado.
     Algunos lugares, siempre fronterizos y nunca muy poblados, tal vez debieron ser abandonados por agotamiento de las fuentes y pequeños manantiales de la montaña, mientras que otros hubieron de serlo por haberse cegado acequias y cauces de desagüe, abandono que devolvió a algunos parajes,  trabajosamente mudados en huertas fértiles, su carácter de almarjales insalubres, que todo se junta. En todo este corredor hubo, como sus restos nos cuentan, cientos de asentamientos, lo que nos habla de agua, bosques, caza, zonas con cierta fertilidad, incluso pesca, hoy inconcebible. También hay que decir que la famosa ardilla nunca hubiera podido cruzar esta comarca saltando de rama en rama, que la península nunca fue el Amazonas ni la verde Francia. Aldeas, villas, posadas, alquerías, algunos poblados de tamaño no pequeño, en su época dorada poblaciones que se extendieron por varias hectáreas y siempre al lado de las antiguas calzadas y caminos, sentaron sus reales cerca de fuentes, arroyos y hondos que en tiempos albergaron pequeñas lagunas, tan frecuentes en esta comarca endorreica, drenadas ya desde antiguo por canales y azarbes o secas por una deforestación secular. Los sistemas de cultivo, las continuas y obligadas roturaciones, fueron también ayudando a un clima feroz, por seco, extremo y ventoso, a erosionar y agotar las tierras, como vemos por la mezquina vegetación que crece sobre la tierra polvorienta y reseca que cubre y casi esconde los numerosos yacimientos arqueológicos. Pero, tercas, las aguas resurgen cuando las lluvias abundan. Si nos remontamos aún más, algunos millones de años, por las frecuentes conchas y caracolas incrustradas en lo alto de sus cerros, sabremos que esto fue mar. También por la abundancia de salinas y aguas salobres. La sal siempre fue una de las riquezas de estos feudos.
   Los asentamientos y construcciones hoy enterrados, que asoman sus crestas en bancales y barbechos, responden casi todos a un carácter de zona de paso, más de ganados que de personas: vías, cañadas, posadas, corrales, refugios, aljibes, abrevaderos, con pequeños núcleos de población en las escasas zonas favorecidas por el agua.
     Alpera no tiene río, pero sí numerosas fuentes que riegan una vega hermosa, que algún año hemos visto cubierta de agua. Los almohades ya hicieron minas, acequias y azudes, caces y canales para domesticar las aguas, aunque no habría que descartar que ya antes se hubiera intentado darles cauce y sanear una comarca estancada, de almarjales llenos de juncos y carrizos. También de aves. Y de fiebres.
   Por La Laguna, alrededor del castillo de San Gregorio, podemos encontrar la primera ubicación de Alpera, de origen musulmán. De entre todas las etimologías propuestas, algunas bastante peregrinas, incluso frutales o melíferas, más razonable parece que su nombre derive de Al-Bahara (mar pequeño o laguna), o su diminutivo al-Buhayra, derivando a al-Behara o Al-Behera, como afirma, con más fuste, don Aurelio Pretel, muy citado en el libro. Quedó dentro de la Cora de Tudmir, tras el tratado de capitulación del visigodo Teodomiro de Oriola con los invasores, que evitó la habitual degollacina por parte de esos visitantes que ahora algunos dicen que nunca nos invadieron, recogido en el Pacto de Tudmir o Pacto de Orihuela, firmado el 5 de abril del 713. Luego, ya sin tantos miramientos, como muestra la destrucción por parte de Abderramán III de la ciudad trimilenaria, visigoda entonces, del Tolmo de Minateda, formó parte del Califato y más tarde del reino de Denia.   Cuando en 1242 pasa a poder de Castilla, ya encauzadas las aguas mediante acequias hacía tiempo por los almohades, la población islámica en parte se refugia en la Granada nazarí y, salvo algunos moriscos que quedan en el valle, desde entonces poco a poco la población se va trasladando a su actual emplazamiento,  lugar más llano y salubre. No obstante se leen constantemente medidas y contribuciones destinadas al mantenimiento del castillo. Entre los numerosos datos, documentos y hechos recogidos en el libro, resulta curioso que Alfonso X el Sabio fuera en Alpera, obviamente estando de paso, desde donde concediera un privilegio de libertad de portazgo de paso a Alicante, firmado aquí el 4 de julio de 1257. No era raro, dado que la corte durante mucho tiempo fue de acá para allá, como feriantes. De hecho Alfonso X el Sabio estaba en  Sevilla en 1264 cuando  cedió a Almansa los lugares de Alpera, Carcelén y Bonete, otorgándoles los fueros de Cuenca y Requena para repoblarlas con cristianos. El 13 de septiembre de 1266 cede Alpera a don Guillem de Rocafull y en 1276 cambia de opinión y el término de Almansa es cedido a su hermano el infante don Manuel, hijo de Fernando III el Santo y Doña Beatriz de Saboya. Se ponen los cimientos así del Marquesado de Villena.
   Gran parte de estas aguas continuamente disputadas habrían ido al Júcar si las hubieran dejado decidir, dejándose caer por el barranco del Malecón hacia el río Zarra, rumbo a Ayora, ya en el reino de Aragón. Si Aragón y Castilla hubieran llegado a otros acuerdos en el pacto de Cazorla en 1197, confirmado en el de Almizra en 1244, no les hubieran torcido la voluntad, y no habrían regado toda la zona por la que discurren hasta el pantano de Almansa, encauzadas por los almohades en acequias recuperadas por los castellanos del marqués de Villena, que reparte las aguas en cuestión entre Chinchilla y Almansa, encargando a esta última la construcción, más bien recuperación y mejora, de la acequia en 1338. En el libro se recogen textos que nos hablan de esas obras y de las continuos acuerdos, desacuerdos, incumplimientos y disputas entre Chinchilla, Alpera y Almansa, pulso mantenido durante siglos con la avarienta tenacidad de los regantes, que eso no cambia a lo largo de la historia.
   Como su título indica, el libro, en el que aparecen algunas de estas acuarelas, se centra en compendiar documentos, principalmente desde el siglo XIII, con especial atención a la vida de Alpera bajo el señorío de los Verastegui, iniciado bajo Felipe II, señores de la villa durante siglos, donde tenían su casa-fuerte, que aún sigue en pie y habitada. Desde hace algo más de un siglo por la familia de mi amigo Rafa, autor de libro.
 Hace un tiempo pinté el patio de la entrada al Palacio.
También la pintó Jesualdo Gallego Navajas (1878-1927), pintor alperino discípulo de Sorolla.
    Como muchas otras veces vamos hoy a comer a este caserón, al Palacio, como se conoce en Alpera, casa-fuerte de los Verastegui, que se edificaría poco después de la cesión del terreno por parte del concejo al nuevo señor de la villa, que la acababa de cambiar a Felipe II por las salinas de Ontalbilla, donde Iniesta, haciéndose cargo también de la deuda contraída por los arruinados habitantes de Alpera, comprándolos con su desesperado consentimiento en 1576. Se habían arruinado, por cierto, para comprar en 1566, al mismo rey que ahora les vende, su libertad respecto a Chinchilla. Pagaban entonces por su libertad jurisdiccional, que tierras, edificios, pastos y aguas ya habían sido compradas a Chinchilla por seis vecinos de Alpera en 1445. Para dejar de ser una aldea sometida a esa ciudad acastillada, tuvieron que pedir prestados al duque de Segorbe casi todos los 5000 ducados (17,5 kilos de oro fino) en que el rey tasó su independencia de la ciudad de Chinchilla, trato que no les libraba de pasar a depender de él. Teniendo en cuenta que por aquel entonces eran cien vecinos y que la mitad huyeron para no entrar en el reparto de esa carga, según mis cuentas salían a 100 ducados de oro de 23 ¾ quilates por barba, que el rey querría ducados de los Excelentes de Granada. Eso da 37.500 maravedíes por vecino. El 8 de octubre de 1571, Felipe II firma una pragmática fijando el precio de la fanega de trigo en 374 maravedíes. En Roma también había algunos que se vendían a sí mismos como esclavos para mejorar su condición.
   Los terrenos de este edificio antañón, enorme hoy, con sus patios y jardines, son menores que los que ocupaba inicialmente en el siglo XVI, un solar en la plaza de la iglesia cedido y escriturado el 14 de abril de 1567, que por aquel entonces no era el día de la República.
     Varias veces restaurado y reconstruido, el edificio actual es de los mismos años que la iglesia, de 1796. Por herencias, matrimonios o compra, tras algunos siglos de propiedad de los Verastegui, pasó al conde de Casal, que lo restaura en el siglo XIX. Fue después su dueño el hijo de los Vizcondes de San Germán, casado con Purificación Urrea y Pérez Ontiveros (1886-1966), cuya herencia aún colea en la prensa y en los tribunales. En 1910 lo adquirió la familia que lo habita desde hace más de un siglo, los antepasados inmediatos de mis amigos Rafa Soler y sus hermanos, entre los que se encuentra Don Federico Ochando y Chumillas, que fue Capitán General de la región militar de Valencia, senador electo por La Habana y por Albacete, vitalicio después, y en 1892 Gobernador General de Filipinas, cargo que se conocía como virrey. En 1896 estaba en la Guerra de Cuba.
    Federico Pozuelo Ochando, también de los Ochando de Casas Ibáñez, también Capitán General de Valencia, el abuelo de mis amigos, fue quien compró el Palacio. Y yo diciéndoles de tú. Después de comer, Rafa me cuenta la historia de esta casa al amor de la chimenea y yo dibujo el salón de la entrada mientras tomamos café.

    En estos tiempos en que se ostentan títulos y másteres falsos como moneda de cuero, mi amigo Rafa, matiza en la presentación del libro por parte de Cesárea, alcaldesa y exalumna mía, que él no es investigador ni historiador, sino paciente recopilador de textos, referencias y noticias sobre la historia de su pueblo, que no es poco. No se limita a rastrear y reunir fragmentos seleccionados de publicaciones que aportan datos sobre la historia de Alpera, lo que no sería tarea menor. Lo más valioso y arduo ha sido el trabajo de desentrañar qué se dice en esos legajos antiguos, muchos no editados, publicados ni conocidos, actas del concejo del siglo XVII, testamentos, acuerdos, ordenanzas, escritas con esas enrevesadas grafías que hasta a un farmacéutico costaría descifrar. Cuando te acostumbras a los trazos y abreviaturas de un secretario o escribano, cambia, y con él la escritura, y empiezas de nuevo. Hay que estudiar paleografía, al menos sus rudimentos para esas épocas, si quieres sacar algo en claro.

 Lee la alcaldesa en el acto de presentación de esta obra, lo que me honra, el texto que escribí para las solapas del libro de mi buen amigo. Creo procedente, aunque largo, reproducirlas aquí:
    "Hay infinidad de libros de Historia. Es fácil encontrar en alguno de ellos información sobre lugares, personajes o sucesos lejanos a nosotros en el espacio o en el tiempo. Más difícil es que alguna de estas obras nos informe con cierto detalle acerca de lo que sucedió en la esquina de nuestra casa hace pocos siglos, incluso decenios. También abundan pequeñas historias locales más cercanas a la fábula o al ejercicio literario que al registro veraz de lo que ocurrió.
   Alpera, situada en el Corredor de Almansa, ha visto pasar a lo largo de la historia a muchas gentes siguiendo antiguas rutas que unen en nuestra península la meseta con la costa o el norte con el sur. Unas han pasado de largo, a veces tras estancias breves en términos históricos. Y otras se han quedado, han vivido aquí, y aquí siguen sus descendientes. Todas ellas han dejado su rastro, en forma de pinturas o grabados, enterramientos o murallas, acequias, costumbres o palabras. También nombres propios presentes en la toponimia y apellidos actuales que hace siglos ya aparecían en las actas municipales como vecinos de nuestro pueblo.
    Así encontramos evidencias de una población ininterrumpida desde la prehistoria, primeros rastros de una cultura cuyos trazos ágiles y expresivos en los abrigos rocosos cercanos a sus lugares de caza han colocado a Alpera en el mapa, haciéndola conocida en todo el mundo. Iberos, romanos, visigodos o árabes, entre otros, han vivido en estas tierras de forma permanente, como demuestran los abundantes yacimientos arqueológicos. Nosotros somos sus descendientes. Muchos otros pasaron de largo,  y podemos imaginar el lejano trasiego de tropas romanas y cartaginesas en disputa del territorio o a comerciantes que desde la costa se internaban a vender sus productos. Dado lo agitado de nuestra historia, eso ha venido ocurriendo con distintos uniformes y mercancías.
   De estos hechos, compartidos con el resto de los españoles, podemos encontrar abundante bibliografía donde se nos hable de ellos, interesantes pues todo lo que nos fue común afectó y  afecta a nuestro presente.
   Tenemos en las manos algo distinto. No existiendo una obra que narre una Historia formal de Alpera, sería necesario consultar innumerables fuentes y publicaciones, referencias dispersas en obras más generales, actas, registros, noticias de prensa, archivos lejanos complejos de transcribir o libros antiguos difíciles de encontrar. Esta obra de Rafael Soler Pozuelo reúne infinidad de esos textos dispersos,  ofreciendo su conjunto una visión que resultaría complicado y trabajoso alcanzar, siendo necesaria una paciencia y un tiempo que él no ha regateado para ofrecérnosla. Viva, con la frescura de lo escrito en el momento en que cada cosa ocurrió, con el lenguaje, incluso la caligrafía y la mentalidad de cada época.
   Queda darle las gracias por el trabajo y disfrutar con su lectura atenta y no pocas veces divertida".
Tronco en el Molino de San Gregorio.
Palacete de los Verastegui en San Gregorio
En el libro aparecen algunas de las acuarelas de mi exposición en Alpera en agosto de 2015