Mostrando entradas con la etiqueta Narración. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Narración. Mostrar todas las entradas

viernes, 1 de noviembre de 2013

TALARICO - Narración casi histórica

       Aunque hispanizó su nombre en Talarico, y así le llamábamos sus alumnos, debía de llamarse Talaric C. Roberts Jr., o algo así, porque era americano, de los Estados Unidos de América. Fue, durante un curso, mi surrealista profesor de inglés en la Escuela Universitaria de Magisterio. Era enorme, en todos los sentidos de la palabra. Una especie de inmenso oso polar con pelo a cepillo y gabardina de espía, del tamaño de una tienda de campaña. No me explico ni por qué llegó a Albacete —debió de ser mediante un intercambio o algo parecido—, ni cómo consiguió dar con nosotros, en estos inhóspitos páramos, dado que la Geografía no es uno de los puntos fuertes de la educación estadounidense.     Si no calculo mal, corría el año 1972. Yo tenía, pues, 18 años y el pelo muy largo, como siempre. De tratarse de un intercambio de docentes, al menos debimos enviar dos a Estados Unidos y, aún así, perderían en el cambio. En realidad, el asombro se debía a mi inexperiencia y falta de mundo en aquellos tiempos, pues en el gremio de los docentes, desde 1976 también mío, hay muchos personajes, como he sabido después, dignos de ser declarados de interés turístico y de aparecer en guías y rutas junto a los Toros de Guisando, la bicha de Balazote o el Acueducto de Segovia, tan merecedores de estudio, contemplación y análisis como tales monumentos. El hecho es que Talarico destacaba entre todo lo que yo, hasta el momento, había conocido.
    Por su nombre y aspecto, debía de descender de los godos, aunque pensando en sus ancestros europeos, más que a lomos de un caballo de su talla, si es que los hay, me lo imaginaba yo en la borda de un barco vikingo Guadalquivir arriba o en una ría gallega, asomando la gaita coronada por los cuernos del casco tras la barandilla, los ojos inyectados en sangre y espada en alto, rugiendo con su voz atronadora,  participando en alguna incursión a sangre y fuego.
    Si godos fueron sus ancestros, también se asombrarían de ver a su retoño, tan crecidito, volver a un territorio que ellos, como todos los pueblos del Mediterráneo y casi todos los del resto de Europa, habían invadido alguna vez hacía siglos. Y esta vez en son de paz, a enseñarnos inglés.
    En la Escuela de Magisterio, aunque todavía había dos puertas de acceso, una para niñas y otra para niños, ya nos dejaban subir juntos. De hecho, yo asistía a clase en un grupo mixto, el de inglés, el menos numeroso, pues los de francés formaban dos grupos, uno masculino, otro femenino, con unos 80 alumnos cada uno. Enseñanza personalizada, como nos enseñaban que debe ser.
    Como fue la primera vez que tan liberal agrupamiento era consentido, éramos la envidia de nuestros segregados compañeros y compañeras, que más parecían asistir a una sinagoga que a un centro universitario, que tal categoría adquirió en aquellos años,  dejando de llamarse "Escuela normal", denominación anfibológica y confusa que puede llevarnos a suponer que existían otras que no lo eran. De todas formas, si no recuerdo mal y tal vez para poner orden, entre el alumnado se encontraban en mi clase dos curas y dos monjas. Y se encontraban fácilmente, pues las monjas, un encanto, iban ataviadas por sus hábitos de dominicas, blancos y negros, como los inquisidores. Nosotros en trenca, con su capucha y sus alamares.
    Cuando digo que eran un encanto, no lo digo por agradar, ni en tono irónico, que sería impropio de mí, sino porque resultaron unas excelentes compañeras, inteligentes, risueñas, simpáticas, comprensivas y tolerantes. Tolerantes habían de ser cuando soportaban nuestros humos pues, aunque ahora parezca inverosímil, fue ese año cuando se nos permitió fumar en clase, cosa que hacíamos con liberalidad. Duró poco tanta amplitud de miras, pues eran tiempos confusos, y no me imagino ahora que un estudiante aflore de entre tales brumas en la pizarra para responder a las preguntas del profesor con un cigarrillo en la mano o la pipa en la boca, que también los había. ¡Qué bien olía el Amsterdamer! Aunque el contacto se ha perdido con muchos de estos compañeros y compañeras de clase, todavía conservo la amistad de Elia, una de las monjas, maestra ahora, como yo, en un colegio público.
    Había una inflación en España por aquel entonces del 7,363 %, moderada si se compara con la de Chile, en ese mismo año, del 163,378 %. En USA era del 3,406 %. Para comprar un dólar, había que poner 63,47 pesetas encima de la mesa. No era poco, pues con 215,16 pesetas también se podía comprar uno un barril de petróleo, que es lo que ahora pagamos por un litro de gasoil. El cambio debía de favorecer a Talarico, pues todo le parecía barato.
    Más de una vez, el mixto de inglés en pleno nos fuimos a La Cabaña, cafetería situada en el Altozano, a tomarnos un café con nuestro amado profesor. En santa procesión, iniciada a veces en fila de a uno sobre la línea central de la avenida de España —entonces llamada del Gobernador Rodríguez Acosta—, recorríamos el kilómetro largo que nos separaba del mencionado café. Aunque eran épocas rigurosas y de control estricto del movimiento y el pensar de los ciudadanos, entonces súbditos, ya en los últimos años del franquismo, ese rigor y ese control se centraba en evitar que nadie asomara la oreja ideológica más allá de lo permitido, que era poco. En lo demás, nadie se extrañaba de nada. Vivíamos sumidos en un caótico y creativo desmierde, si se me permite la expresión. No sé si ahora serían posibles tales enseñanzas peripatéticas, ni siquiera acogiéndose a los precedentes de Aristóteles o Teofrasto. Llegados a La Cabaña, invitábamos entre todos a Talarico a un café y él nos lo pagaba a todos los demás. Lo que de injusto y desequilibrado tenía esa rara forma de pagar a escote, no parecía importarle. 
    El padre de uno de mis compañeros debía de tener una agencia de viajes o algo así, porque él, algunos días, se llevaba a clase un autobús, que en aquellos tiempos se podía aparcar sin problemas en los solares y bancales que rodeaban nuestra escuela, ahora céntrico instituto rodeado de altos edificios. De forma que éramos una clase con autobús propio con el que nos acercaba o alejaba a  lugares diversos, entre ellos al campo de fútbol, donde se impartían las clases de educación física, pues nuestra escuela tenía capilla, pero carecía de gimnasio. Como era mixto el grupo, los unos usábamos los vestuarios del local, las otras se calzaban los pololos en los del visitante. Como no nos daba tiempo a ducharnos, luego olía el aula a zurrón de peregrino.
    De las clases de inglés, recuerdo haber llegado a tener alguna en el mencionado estadio Carlos Belmonte, cercano a nuestra escuela, sede del Albacete Balompié. Talarico de portero, tapando media portería y los demás lanzándole penaltis. Todo ello en inglés, como debe ser. Dentro del aula, en un segundo piso al que llegaba sin resuello y bramando contra la falta de ascensor, éramos nosotros quienes le enseñábamos castellano a él, que no andaba muy suelto. Ya nos debe haber perdonado, porque nuestras enseñanzas no hacían más que aumentar su desconcierto y confusión sobre géneros y subjuntivos. No se merecía la crueldad con que algunos compañeros le ilustraban: 
    —Se dice “el pared”, no “la pared”, le corregían. Él, nos miraba dubitativo y confuso por encima de sus gafas y tomaba nota en un pequeño bloc. 
    Como aún éramos maestros en ciernes, espero que no calaran en él tales doctrinas lingüísticas, que le habrían llevado a tener un uso peculiar de nuestro idioma. Además, al final nos aprobó a todos.
    De Talarico y de mi amigo José Ángel, me viene pronunciar “water”, “better” y demás como si fuera de Illinois. También de Hamed, (con acento en la e), o algo así, que nunca vi su nombre escrito, un amigo de unos años más tarde, militar americano que estuvo varios meses en Albacete instalando radares. Se alojaba en el Hotel "Los Llanos", de cuatro estrellas, sede de una discoteca que yo solía frecuentar, “Zodiac”, donde le conocí —también a las bailarinas brasileñas que actuaban en los Festivales de España— y donde acabé pinchando discos hasta la madrugada para sacar unas pelas y cuadrar el presupuesto. No recuerdo de qué, pero también entonces nos desternillábamos de la risa, sacándole, como ahora, punta a todo. Hemos disfrutado mucho de la lengua y me refiero a la de Cervantes y, a veces, a la de Shakespeare. Me proporcionaba Hamed cartones de Winston americano, traído de Torrejón. En aquella época, cuando aún no nos la cogíamos con papel de fumar,
podía decir, sin faltar, que mi amigo, un  americano de dos metros, era negro.     
    Será por la edad, pero aquellos días debían de tener más horas que los de hoy, porque sacaba tiempo para leer a Hermann Hesse, Borges, Quevedo o Teilhard de Chardin, ir a menudo de acampada a Riópar, La Toba o Yeste, tomarnos unos "manchaos" en el "2 de la Parra", estudiar lo suficiente para sacar los sobresalientes y matrículas de honor con que aplacar a mi padre , disipando su inquietud por mis pelos, mis costumbres y mis horarios, a la vez que estaba en un grupo de música, no recuerdo si “Distorxion” o los inicios de “Cristal”, ensayando varios días a la semana. Pero eso es otra historia.

martes, 27 de septiembre de 2011

Los designios del Señor

Retomo mi narración del Convento de San Odón de la Muela, que
abandonada estaba en los últimos tiempos. Para ilustrar el capítulo, el primer mosaico
que Virginia y yo hicimos hace más de 30 años, con trozos de azulejo,
y más paciencia y tiempo libre que ahora.


l día siguiente de que el prior pasara a mejor vida, si cabe, la mermada y dolida comunidad celebró sus honras y exequias, ceremonias ya presididas por el prior Nicasio, dando a Gandolfo cristiana sepultura con tanta tristeza como devoción. En otros cenobios, con más posibles que el nuestro, se suele disponer de un pudridero en la cripta de la iglesia, lugar en el que permanecen los cadáveres hasta que de ellos no queda más que la canina. Es entonces ésta piadosamente confinada en un sarcófago o, al menos, dispuesta para formar pared con los huesos de otros monjes que allí reposan desde hace siglos.      
    Careciendo de cripta nuestra pequeña iglesia, para dar tierra a los difuntos había que apurar los escasos lugares del camposanto donde la pala podía ser hundida, pues más riscos que blanduras hay en la cima de la Muela.  Así pues, los tres novicios ayudaron a fray Genaro, encargado de la huerta, a cavar la fosa donde reposarían los restos de nuestro prior. En este enterramiento, dada la profundidad a la que se llegó, correspondió a Fray Gandolfo compañía romana. Si hubiera sido enterrado más superficialmente con visigodos habría caído. Un poco más arriba, acompañado de sarracenos hubiera esperado el Juicio Final.
   En una ocasión, según era memoria en el convento, animados por la poca dureza de la tierra en el lugar elegido, alcanzaron al excavar la fosa mayores honduras  de lo que era costumbre, teniendo que volver a rellenar parte del hoyo para no dejar al finado en compañía de lo que quedaba del antiguo dueño de unos brazos que, cuando vivos, a sus rodillas llegarían y de un calavero ceñudo y malcarado de enormes quijadas que espanto daba, amoldada sin duda su forma y hechura al mal genio y carácter que su usuario debió de tener cuando perseguía mamuts por estos valles. Al parecer, fue unánime la decisión de no volver a sepultar en sagrado aquel adefesio.
   Siendo de tan fácil defensa el encumbrado paraje donde el convento se asienta, pareciera haber sido lugar habitado desde el mismo momento de la creación. Con las mismas piedras con las que unos alzaran parapeto o muralla, otros edificaron torre y los siguientes castillo. Dispuestas de otra forma seguramente fueron mezquita antes que claustro e iglesia, figura que ahora muestran. ¡Quién sabe qué disposición y uso tendrán en el incierto futuro que les aguarda!
    Mientras silenciosos presenciaban la excavación los frailes del convento, Fray Adán, el más anciano de ellos, según él de casi la misma edad que sus muros, les recordaba con temblorosa voz cómo la elevación a prior del finado Gandolfo en 1746 había coincidido con el inicio del reinado de Fernando, el sexto de ese nombre, pues en un mismo día se produjo el fallecimiento del entonces prior de San Odón, fray Cirilo, y el del quinto Felipe que nos había gobernado, si es que tal palabra merece ser aquí empleada. Incluso afirmaba fray Adán que no era ésa la ocasión primera en que el rey de las Españas y el prior  de nuestro convento pedida tenían  la vez en los cielos para un mismo día. 
    Ilustrábales también el vetusto fraile acerca de cómo a lo largo de muchos años el rey Felipe solía sumirse  en intermitentes y largas demencias, retirado en el Palacio Real de la Granja de San Ildefonso, que él mismo mandó edificar para aliviar una depresión que ni la caza, tan de su gusto, ni los trinos de Farinelli, acarreado por Isabel Farnesio, lograban mitigar.
    En la Muela unos monjes vivían el momento transidos de piadosa tristeza y resignación, otros inundados de triste y resignada piedad,  aún ignorantes de que en el castillo de Villaviciosa de Odón, con gran alivio para la corte, a la misma hora que fray Gandolfo, había fallecido el rey Fernando, nuestro señor en la tierra.
   Aunque alejados del mundo, las noticias, antes o después, al convento llegaban. Las malas portadas por piernas más ágiles que las buenas, llevando a los frailes a pensar que, dada la escasez de las últimas, de producirse, con seguridad se negaban, perezosas, a ascender el largo y trabajoso sendero hasta San Odón.
    Por ello, si bien el óbito regio no les era aún conocido, los monjes de San Odón de la Muela eran ya sabedores del mal estado de la salud de nuestro rey. Desde que murió su amada esposa, la reina Bárbara de Braganza, la melancolía se había adueñado de su real espíritu, cosa no rara en su estirpe, no resultando excepcional en la familia el padecer tristezas, manías y desvaríos. En el caso  de Fernando,  claro era que en su coronada testa se hallaba el fomento del mal que le aquejaba, que algunos atribuían a genialidad mientras que otros lo achacaban al espesamiento de los humores atrabiliares, no siendo estos medidos asertos otra cosa que sutiles equilibrios y cautelas verbales de quienes debían redactar los informes sobre la evolución de su estado mental. De no tratarse del rey, teniendo cierto interés los médicos de la corte que cuidaban de la cabeza de Fernando en mantener la suya propia sobre los hombros, vistos los síntomas, cualquiera hubiera dicho que estaba loco.
   Había, pues, trascendido por el reino la real manía de dar apresuradas caminatas en las que, como burro de noria, a veces durante veinte horas sin descanso, recorría Fernando las estancias de palacio, rodeando apresurado una y otra vez mesas, sillones y columnas, seguido en fila de a uno por los agotados miembros de la corte, como hacen las orugas de nuestros pinos. Nadie se atrevía ni a quitarle la razón ni a dársela cuando manifestaba que su muerte estaba próxima o que algún infortunio le iba a ocurrir de forma inminente, arrebatada por el morbo patológico su antigua dulzura de carácter. Una alimentación singularmente caprichosa e insana unida a lo que de sus locuras se sabía, no podían llevarle a buen puerto.
   Y tales fueron los designios de Dios, nuestro Señor, que fue servido de llamar a su compañía al rey y al prior en la nefasta fecha del 10 de agosto de 1759, día de San Lorenzo. Ambos abandonaron a un Odón en la tierra al partir hacia los cielos, Gandolfo al de La Muela, al de Villaviciosa el Rey Fernando, pues la de la guadaña a todos hace iguales.

domingo, 7 de agosto de 2011

Elecciones en San Odón de la Muela

alos comienzos tuvo el día, aunque era fecha esperada por los monjes de San Odón con tanta alegría como impaciencia. El 10 de agosto de 1759, día de san Lorenzo, sería celebrado, como en recuerdo del santo era costumbre hacer cada año en el cenobio, asando en la parrilla un par de cabras, si éstas se dejaban atrapar. 
    No siendo muy propio de un pacífico fraile el andar por los cerros con arcabuz,  los “doce apóstoles” en bandolera y pegando tiros, solían los hermanos colocar cepos y trampas  en el caracoleante camino que ascendía hasta el convento, aprovechando que la curiosidad  suele acercar a hombres y bestias a su perdición. Desde la instalación de la escalera, eran sus cercanías lugar muy visitado por muflones, cabras y venados, en especial con las últimas luces de la tarde, fisgoneando con natural recelo tan extraña estructura, disipados los iniciales temores por su tranquilizador olor a pino.

    Cuando los frailes tramperos bajaron al alba a ver si el ramoneo crepuscular había llevado a algún animal a caer en alguno de los cepos, encontraron que la suerte había sido diversa. Si bien descubrieron con regocijo que dos hermosas cabras habían quedado atrapadas, una en un cepo, otra en un lazo, asegurando así el festín de la congregación, menos gozo y entusiasmo les produjo ver que, o era nueva costumbre de estos locos tiempos que cabras y ciervos vistieran hábitos, o aquello que tras unas matas bullía con más desesperación que vigor, menguadas las fuerzas por una eterna noche de pelea con el cepo, no era cabra, sino hermano en la fe.

    No es menester recrearse en reproducir las atroces e impías palabras con que el fraile atrapado mostraba su dolor y su disgusto, no exento de rencor,  pues una larga noche de batalla en la penumbra contra un cepo parece ser que es trance que reaviva el recuerdo de vocablos que el recato y la piedad propios de un religioso suelen mantener en una conveniente reserva. Profería con voz ronca blasfemias y poco cristianas menciones a los más remotos ancestros de quienes habían colocado las trampas, al prior Gandolfo, a San Lorenzo y hasta al mismo Papa de Roma, santos varones que poco o nada tenían que ver con su poca fortuna al elegir ocasión para, sin anunciarse, visitar nuestro convento en horas en que uno no ve dónde pone el pie. El Señor le perdone por su mala lengua.

    Liberadas de las ataduras que las retenían, fueron, no sin trabajo y oposición, subidas las tres piezas al convento. Dos fueron conducidas a las cocinas, la tercera, rezongante y no menos hostil que las otras, a la enfermería. La resignación de las cabras debería servir de ejemplo al hermano atrapado, pues no pocas veces las bestias nos dan lección de buenas maneras y nos muestran la humildad y mansedumbre con que la adversidad debiera ser enfrentada. Era el fraile visitante gente de dura cerviz, además de carente de sentido del  humor, mostrándose incapaz de digerir las risas de los frailes al conocer que se llamaba fray Caprasio, nombre que recibió al tomar los hábitos, en recuerdo de quien, junto a San Honorato, se retiró a la isla de Lèrins, en la Provenza francesa, a vivir su fe en soledad.

    Tal y como los primeros cristianos celebraban el ágape para estrechar lazos entre los miembros de la comunidad, así se festejaban el día de San Lorenzo y otras efemérides en la nuestra. Cosa probada es que la unión de las almas en no pocas ocasiones se inicia en los estómagos, alrededor de viandas y manjares. Que, vacías las jarras y las fuentes,  los compartidos yantares y libaciones dejan un poso de cohesión y  de concordia, adormeciendo tanto los cuerpos como los rencores y rencillas que la vida en comunidad ocasiona en nuestras débiles naturalezas. Sabiamente se establece tal práctica incluso en las más estrictas reglas monásticas que, si bien mantienen silentes y apartados entre sí a sus miembros para el trabajo y el descanso, los juntan para comer y para orar. Baste recordar que nuestra Santa Iglesia instituyó el reunirse para comer y beber en comunión como uno de sus sacramentos.

    Falta andaba nuestra congregación de esta unidad y concordia. Si bien la disputa sobre los humos no fue su origen, sin duda acrecentó las desavenencias y la desunión. La avanzada edad del hermano Gandolfo, cuya mala salud hacía prever que pronto sería necesario elegir nuevo prior, no hizo más que acentuar la división entre los frailes de San Odón. Lo que en principio no fue otra cosa que pequeñas diferencias, matices y opiniones dispares acerca de los más nimios aspectos de la vida en el convento, pues lo sustancial establecido quedaba en nuestras constituciones, acordes con la Regla de san Benito, terminó derivando en irreconciliables posturas para resolver los graves problemas que, a veces, la mera necesidad de diferenciarse del contrario, habían ido creando. Así ambos bandos hacían peregrinas promesas, no pocas veces absurdas e irrealizables, que mejorarían la vida y la economía del convento, de contar su candidato con la confianza de los frailes cuando éstos fueran llamados a capítulo para elegir nuevo prior.

   Las facciones aspirantes a suceder a fray Gandolfo en el priorato estaban encabezadas por los hermanos Casiano y Nicasio. Si bien la modestia y la humildad son virtudes que, en mejores tiempos que los actuales, habrían impulsado a la congregación a elevar a la dignidad de prior a quien, en su momento, sucediera al finado, claro estaba que no iba a ser así en esa ocasión, pues no eran éstas cualidades que adornaran a ninguno de los dos aspirantes.

   Como dicha elección estaba en manos de quienes, por el momento, no se habían decantado por ninguno de los pretendientes al cargo, pues los que ya habían tomado incondicional partido por Nicasio o por Casiano eran refractarios a toda posibilidad de crítica a su elegido, eran los indecisos asediados en todo momento con las promesas cercanas al desvarío con que ambos candidatos o sus secuaces les regalaban los oídos una vez calientes los ánimos y las lenguas.  Así, al más iletrado de los hermanos se le prometía el cargo de bibliotecario, o se aseguraba a los que hacían las más duras labores en sembrados y huertas que legos vendrían de fuera del convento a doblar sus espaldas en los bancales, sin explicar de dónde saldrían los dineros con que pagarles. Como, una vez elegido el prior del convento, pocas explicaciones y responsabilidades se le podrían exigir por su forma de gobernarlo, nada ponía tasa a sus promesas.

    Pero todo eso quedó en el aire cuando éste se pobló de aromas de cabra asada. El olor del ajo, el romero y el laurel fueron invadiendo todos los espacios del cenobio. No hizo falta campana para llamar a sus frailes al refectorio y cuando esta sonó ya casi todos ellos estaban sentados en sus sitios relamiéndose, cuchillo en mano. A duras penas fueron capaces de esperar a que, renqueante, fray Gandolfo llegara a su lugar, bendijera los alimentos y tomara trabajosamente asiento. Ayudados por el pan recién horneado y las jarras rebosantes de vino de las bodegas del convento, fueron dando cuenta del festín, en el que no faltaron olivas, lechugas ni pepinos y tomates de la huerta, aderezados con la sal de Pinilla y el buen aceite de las almazaras de Bienservida. Siendo agosto no faltaron frutas frescas para el postre y siendo fiesta tampoco faltó el aguardiente de hierbas elaborado en el convento, que para fines medicinales se reservaba los días de diario.

    Los salmos que alegres cantaron al final de la comida, fueron dando paso a otros sones y cánticos profanos que, de visitantes y lugareños, los frailes habían retenido en la memoria. Acompañados con palmas más fuertes y numerosas según iba bajando el nivel de las frascas de orujo, al principio sólo los tres novicios, luego todos los que aún podían tenerse en pie, abandonaron sus asientos para, arremangados los hábitos, saltar y bailar en el pasillo que quedaba entre las dos filas de bancos en que se sentaban los monjes, a la izquierda los de Nicasio, a la derecha los de Casiano.

    Desde la mesa que elevada presidía el refectorio, fray Gandolfo, con los ojos semicerrados, condescendiente asistía a la escena, si bien no muy edificante, tampoco merecedora de veda por tan inocentes desahogos y esparcimientos que rompían la habitual austeridad de la vida cenobial.

    Una especie de inhumano ronquido que emitió fray Gandolfo, las cejas huyendo hacia lo más alto de la frente, los ojos fuera de las órbitas, mientras su faz adoptaba un color más y más rojo, hizo que quienes le acompañaban a la mesa se levantaran violentamente cayendo algunas de sus sillas al suelo con gran estrépito. Cánticos y palmas fueron reemplazados por un expectante y sepulcral silencio, todos en suspenso mirando al prior. Por fin la cabeza de Fray Gandolfo se desplomó sobre la mesa del refectorio quedando extendido su brazo. En su mano, que iba a llevar una oliva de premonitorio color negro a la boca, quedó enhiesto el dedo del centro, la palma hacia arriba y recogidos los demás. Todos los ojos siguieron el recorrido de la oliva que, botando, fue a detenerse a los pies de Fray Nicasio, a quien también señalaba el dedo extendido.

    Siendo menos piadosa otra posible interpretación del enhiesto dedo, que luego todos afirmaban que era el índice, fue casi unánime el entendimiento de que éste apuntaba a quien debía sucederle. Resultó un trámite el capítulo en el que se eligió nuevo prior, no siendo necesaria votación, sino que, aclamado, fue Nicasio confirmado como sucesor de fray Gandolfo.

    Parece ser que tal procedimiento de elegir candidato fue manera que cuajó, siendo en el futuro adoptada por otras congregaciones, tanto religiosas como laicas.