Se prohíbe la reproducción comercial de los textos presentados en la serie "El Autor de la Semana". Se autoriza la difusión a través de Internet de estos documentos, en otros sitios aparte de la Universidad de Chile, sólo con fines educativos y de difusión de la literatura, siempre que se indique la fuente, los detentores de los derechos, traducciones y cualquier otra información indicada en estas páginaas. La indicación de la fuente debe realizarse además con un link al sitio original y debe comunicarse al responsable de este sitio, Prof. Oscar E. Aguilera F.
[email protected] I D etrás de la Estación Central de Ferrocarriles, llamada Alameda, por estar a la entrada de esa avenida espaciosa que es orgullo de los santiaguinos, ha surgido un barrio sórdido, sin apoyo municipal. Sus calles se ven polvorientas en verano, cenagosas en invierno, cubiertas de harapos, desperdicios de comida, chancletas y ratas podridas. Mujeres de vida airada rondan por las esquinas al caer la tarde; temerosas, embozadas en sus mantas de color indeciso, evitando el encuentro con policías...Son miserables busconas, desgraciadas del último grado, que se hacen acompañar por obreros astrosos al burdel chino de la calle Maipú al otro lado de la Alameda. La mole gris de la Estación Central, grande y férrea estructura, es el astro alrededor del cual ha crecido y se desarrolla esa rumorosa barriada. Algún trabajo costó llevar el riel a la capital cerrada en sus murallas de granito, enemiga del mar. La influencia anglosajona, patente en la costa, no llega a Santiago, baluarte colonial, clerical y reaccionario, donde se conserva vivo el espíritu vanidoso y retrógado de los mandarines que en 1810 hicieron acto de sumisión a Dios y al rey contra el gran Rozas. Un político santiaguino se opuso al ferrocarril: "Ese sistema de locomoción traerá la ruina de los propietarios de carretas", decía en memorables sesiones: al sapiente Bello llamó "miserable aventurero", porque defendía el riel. A pesar de la oposición parlamentaria y los inconvenientes materiales, llegó la locomotora a despertar la Alameda apacible y franciscana, con sus acequias de pueblo. Los santiaguinos empezaron a transformarse; los primeros que fueron a ver el mar llevaron a la fonda colchones, frazadas y comestibles; en el tren iban comunicativos y desordenados como en los paseos en carreta. El que fue extrarradio desierto, triste en el día y peligroso en la noche, con cruces y velas al borde de los caminos marcando el sitio donde cayeron los asesinados, ha llegado a ser un barrio hirviente, lleno del ruido de las máquinas, los motores, la gritería de los pilluelos y vendedores ambulantes. Un poco de la vida de Europa, del ajetreo moderno, ha llegado con el riel desde Valparaíso a la capital amodorrada, catedralicia y apática. Actualmente la Estación Central es soberbia. Un reloj, colocado en el centro del triángulo que abarca todo el frente del edificio marca las horas con la impasible constancia de las cosas mecánicas, en tanto pasan bajo él palpitantes locomotoras, transpirando vapor, sudando por sus poros de metal, enviando hacia el cielo en penachos esponjados el humo turbulento y espeso que parece ser el alma del barrio. Innumerables postes contrahechos, negruzcos, del telégrafo y alumbrado se destacan por todas partes sin simetría, cual si espontáneamente brotaran del asfalto onduloso. Los potentes pitazos y el estrépito que sacude las casas al rodar de los trenes arrancan un eco a la serenidad bucólica de los viñedos, potreros y arboledas, que empiezan en la Quinta Normal y más allá, por la Avenida de los Pajaritos. En la plaza y en las callejuelas vecinas hay multitud de pensiones o fondas sospechosas, a dos pesos el rato, o tres pesos la noche, con criadas jóvenes y complacientes que por las tardes se destacan en las puertas, sonriendo a los transeúntes de manera extraña. Se adivina que el barrio es nuevo, de esos que brotan como setas en las ciudades de América; improvisado en una comunidad rural donde no hace más de tres años triunfaban las carreras a la chilena, con su alborotado colorido de chupallas y chamantos. Se siente el campo; se nota que el contacto con la parte verdadera de la capital es escaso; está marcado sospechosas y los parásitos y bichos nocturnos espiando el sueño pasado de la carne proletaria. En un arrabal bravío que se despereza en las mañanas al son de los pitazos de las locomotoras, las fábricas y la maestranza. Minutos después de llegar el expreso del puerto, al mediodía, se recoge y duerme un par de horas; la noche trae la remolienda que lo hace vibrar entero con toques de vihuela, zapateo de cueca, tamboreo y gritería destemplada. Desde el sábado al atardecer y todo el domingo es osado aventurarse por esos contornos donde flota la influencia asesina del licor. Los obreros pagan tributo a Baco, obedeciendo a un salvaje atavismo que les llama con fuerza ciega. Por todos lados se percibe el rumor de la orgía que arranca hombres y mujeres de sus hogares sórdidos donde se revuelcan los críos harapientos abandonados a su suerte. Por las casas de préstamos de tercer orden, esas ferias piojosas de los barrios bajos santiaguinos, hay aglomeración de mujeres lamentables que empeñan zapatos, faldas, hasta colchones, para dar un mendrugo a la prole que chilla en la mugre de la covacha. Cuando las luces del alba clarean ese cuadro dantesco donde muere un rumor de orgía pobre, los policías empiezan a descubrir, entre los montones de estiércol, hundidos en los baches, hombres destripados, caídos aquí y allá con un estertor de agonía aguardentosa, sin chaqueta ni zapatos en el charco de sangre que se convierte en barro. La chiquillería da la nota riente de esas calles, de cinco a quince años se les ve, cínicos y traviesos, jugando, vendiendo periódicos o llevando maletas pequeñas hasta los coches, saltando sin sombrero ni zapatos, se ponen negros, los pies se le endurecen y alargan-La estación les llama, les atrae con fuerza, conocen los nombres de las locomotoras, se saben de memoria el horario de los trenes que llegan regularmente, envueltos en su calina, como a decir que son la razón misma de esa vida febril y enérgica que transformó a la ciudad. Una tarde de mayo, a la hora del expreso, unos chiquillos esperaban a los viajeros junto a la puerta de arco que está a la izquierda de la estación; casi desnudos, empezaban a sentir en sus carnes la mordedura del primer frío que echaba el invierno sobre la ciudad. No eran las siete y ya el plafón del cielo se llenaba de sombras. Los chiquillos eran tres, igualmente sucios, de casposas pelambres, con pulseras de mugre en las piernas. Uno era débil y contrahecho, le llamaban Pata de Jaiva por tener los dedos de los pies abiertos y puntiagudos: otro, como de quince años, con costras en la cabeza, picado de viruelas, y por último un chico, bien proporcionado, de facciones regulares, pero con la expresión torva y todas las marcas del vicio precoz. Parecían hechos bíblicamente con material del arroyo, con estiércol podrido y barro. Estaban separados unos de otros, pero se entendían por medio de signos y silbidos. Un coche avanzó majestuoso por el asfalto; mostraba la soberbia y el estrépito de una biga romana. Cuando se detuvo, saltó el lacayo del pescante y ayudó a bajar a una dama gruesa, de gran rumbo y a un señorita insignificante, seca de expresión y de carnes.