LA SIGNIFICACIÓN SOCIAL DE LOS ESPACIOS PÚBLICOS 1
Artículo publicado en el núm. 3 de la Colección Mediterráneo Económico: "Ciudades, arquitectura y espacio urbano".
Coordinado por Horacio Capel
ISBN: 84-95531-12-7 - ISSN: 1698-3726 - Depósito legal: AL - 16 - 2003
Edita: Caja Rural Intermediterrámea, Sdad. Coop. Cdto - Producido por: Instituto de Estudios Socioeconómicos de Cajamar
Emilio Martínez
La pena en esa ciudad
eran unos inmensos
edificios
blancos y ciegos y adentro
de cada uno de ellos había un hombre
para el que en esa ciudad
la pena era
unos inmensos edificios
blancos y ciegos
con un hombre adentro
para el cual la pena
en esa ciudad
era un edificio blanco
con un hombre adentro
blanco y ciego
Juan José Saer. La pena en esa ciudad.
(El arte de narrar. Poemas 1960-1987)
1. El malestar en la cultura urbana
De un tiempo a esta parte la literatura urbanística se ha hecho eco de la existencia de
cierto malestar ante el rumbo y cariz que ha tomado la configuración de nuestras ciudades, o lo
que queda de ellas. Compartido por quienes se enfrentan a la dinámica urbana actual desde la
reflexión y/o el ejercicio profesional y por aquellos que la sufren en su condición de habitantes,
este malestar podría interpretarse como un extrañamiento -cognitivo, práctico y afectivo- respecto a la ciudad determinado por la pérdida del control público preciso sobre los parámetros de la
actividad urbanística y, en correspondencia, por la no consideración de la ciudad como totalidad
social significante y proyecto convivencial.
Los procesos de suburbanización y ocupación de suelos periféricos a expensas de una
ciudad cuya estructura material, funcional y social apenas es ya aprehensible en términos sencillos, no han hecho sino acentuarse en los últimos años al hilo de una globalización que opera
como contexto, pretexto y motivo suficiente. En la sociedad-red (Castells, 1996) surge una nueva
espacialidad donde el espacio de los flujos predomina sobre el espacio de los lugares, alterando
la forma, la función y el significado de éstos. Qué duda cabe de que los lugares permanecen, que
1
Este trabajo se basa en la ponencia “Para una crítica de la urbanística disyuntiva”elaborada por el autor para el G.T de Sociología
Urbana del VII Congreso Español de Sociología de la FES (Salamanca, 2001).
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CIUDADES, ARQUITECTURA Y ESPACIO URBANO
la experiencia social se ata a ellos, articulando con más o menos éxito la cotidianidad; pero, con
todo, esos entornos hay que ordenarlos. La mundialización del liberalismo y sus exigencias de
desregulación, flexibilidad y liberalización de los mercados, apoyándose en los avances de las
tecnologías de la información y la comunicación, dan lugar a formas socioterritoriales de articulación tan compleja como inestable. Esto podemos observarlo en los procesos de suburbanización
sin ciudad, en la transformación de los centros urbanos forzada por las leyes de la competencia
interurbana y la demanda de conectividad global; en una creciente espacialización de las actividades que rompe la contigüidad e impone tiempos discontinuos en el desarrollo del trabajo, en la
vida cotidiana y en nuestra propia experiencia urbana; en la lógica diferencial y flexible de la
localización industrial, comercial y de los servicios; en la formación de enclaves residenciales
que responden a una ecología de la diferenciación social, de la inseguridad y del miedo; en el
aburguesamiento planificado de algunos sectores de nuestros centros históricos, afectados también por el simulacro “temático” en las actuaciones; y, por último, lo observamos en la ruptura de
la compacidad y la diversidad asociada tradicionalmente a la idea de ciudad, especialmente en el
área mediterránea. Mientras tanto, el resto urbano sobrevive en “metápolis” quién sabe si en un
movimiento de inercia o de coraje.
Todo ello tiende a limitar la experiencia urbana de la población (no como mero estar en,
sino como participar de), su posibilidad de integración e incluso la misma idea de ciudad como
referencia. Compromete asimismo al urbanismo y a la planificación urbana, sustrayéndoles su
vocación de servicio público y articulándolos como meras técnicas auxiliares de la “gestión del
mercado de suelo” (Roch, 2000).
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El poema de J.J. Saer con que hemos abierto esta reflexión expresa, con la fuerza de la
simplicidad y de la simetría paradójica, el malestar de las culturas de la ciudad. Malestar, primero, en la cultura urbanística al hilo de la ceguera de un urbanismo que, como en la alegoría
platónica, permaneció demasiado tiempo en el interior de la caverna tomando su percepción por
realidad: la ciudad siempre estuvo muy lejos de ser ese dispositivo funcional y monovalente que
la razón analítica había imaginado. En cualquier caso, el verdadero valor de este urbanismo
quedo esclarecido al apreciarse que constituía una fuerza más en el proceso de producción y
dominación del y en el espacio, una técnica superada ahora sin artificios por la racionalidad
formal empresarial.
Malestar, en segundo lugar, derivado de la involución de la praxis social, del desvarío de
una sociedad cegada que parece olvidar la ciudad como experiencia formativa y se refugia en el
hogar o en áreas clausuradas (malls, parques temáticos, calles privatizadas, gated communities).
Dos nuevos mitos que tienen algo de necesidad compensatoria y que expresan la frustración de
la experiencia social en las ciudades. Uno es el mito del hogar, vinculado al individualismo moderno, autosuficiente, centrado en células de socialización y refugio, soporte espacial de la
reclusión-exclusión feliz rodeado de sujetos supuestamente iguales -suposición volitiva más que
experimental. Otro es el forjado en las modernas fábricas de sueños (los media, la publicidad, la
Gran arquitectura, etcétera): se trata de los malls, de los parques temáticos; utopías y ucronías
LA SIGNIFICACIÓN SOCIAL DE LOS ESPACIOS PÚBLICOS / Emilio Martínez
aparentes donde todo empieza y acaba en un festín de consumo dirigido. Es el juego de la
simulación, el ocio programado, eficiente, sin riesgos y muy previsible que se postula como la
gran experiencia cultural de nuestra época.
No obstante, en la reflexión urbanística actual se advierte un ejercicio de crítica y búsqueda de referentes. Ya antes del 45º Congreso Internacional de la International Federation for Housing
and Planning (Barcelona, 2001), donde se denunciaron las derivas de la planificación urbana
contemporánea, se podía advertir en toda una sucesión de publicaciones que una conciencia
crítica estaba cobrando forma. Desde entonces esta crítica ha crecido y se ha consolidado. El
objetivo principal consistiría en “recuperar la legitimidad social del planeamiento en su doble
dimensión de instrumento racionalizador de las políticas territoriales y como expresión del interés público” (Ezquiaga, 1998). Es decir, se trata de superar las dos tendencias presentes en la
conformación de los territorios urbanos, que en esta fase de desarrollo social y económico se
concretan, por un lado, en el despliegue de proyectos estrella de "ciudades" dentro de totalidades negadas (la Ciudad); y por otro, en la inercia urbano-administrativa.
Resulta significativo e ilustra la primera de las tendencias apuntadas que, al albur de la
actual mercadotecnia estratégica de las ciudades, en el marco de la competencia interurbana
por atraer inversiones, el interés de la política urbana se centre en el desarrollo de determinadas
áreas y/ o ejes de calidad. Esta operación nos remite de algún modo a los decorados de la
aldea de Potemkin: proyectos de pseudociudades que son, a la postre, actuaciones limitadas
cuya misión consiste en estructurar el tejido urbano en el sector elegido y animar enseguida el
mercado inmobiliario de tipo especulativo. De ahí la proliferación de planes estratégicos, palacios de congresos, hoteles y parques temáticos (nuevos o histórico-patrimoniales). Tanto mejor
si están firmados por los nuevos héroes de la arquitectura contemporánea; es parte de la operación. Apenas importa el contenido de la Ciudad, sino el continente; la apariencia es imperativa
en un tiempo en que todo se antoja simulacro. De esta forma, la renovación de la ciudad termina
por desplazar a los ciudadanos para dar cabida a turistas y consumidores. La otra línea de
actuación es la no-actuación, la inercia administrativa, el urbanismo normalizado y normalizador
basado en estereotipos y modelos apriorísticos. La política urbana apropiada para el resto
social de la ciudad.
En ambos casos se pone de manifiesto la deriva de la práctica urbanística, su absorción
por los automatismos de respuesta del mercado, y, en otro orden de cosas, la pérdida del
sentido político de la ciudad, reducida así a un mosaico de áreas diferenciadas y separadas.
Donde una vez hubo un pensamiento global sobre la ciudad ahora queda un paisaje de recortes,
fragmentos, realidades parciales y jerarquizadas. La ciudad como expresión de un cuerpo social,
político o cívico pierde terreno frente a su concepción utilitaria como instrumento de control
social, de desvertebración ciudadana, nodo económico y centro de dominación.
Hacer ciudad se convierte en consecuencia en un lema electoralista desmentido una y
otra vez por las políticas de urbanización de índole meramente especulativa, muchas veces al
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CIUDADES, ARQUITECTURA Y ESPACIO URBANO
servicio de las necesidades de agentes transnacionales y locales que cumplen para con las
ciudades el papel de los “amantes pasivos”, al modo descrito por Flaubert: dejándose querer
poniendo condiciones y eludiendo responsabilidades (Sennett, 2001). Si las instituciones locales pretendieran realmente hacer ciudad, asumiendo el protagonismo que les corresponde en
esta fase de desarrollo social, una de las tareas más urgentes vendría dada por una redefinición
nítida de la idea de ciudad a la que se aspira. Y, sin duda, esta definición quedaría muy lejos de
la “ciudad-logo”, de la promoción de una imagen de marca destinada a su proyección competitiva
en el mercado internacional. Se trata de atender a la ciudad como proyecto de coexistencia en la
diversidad. Es éste el sentido de nuestra reflexión sobre el significado cívico de los espacios
públicos, un ejercicio que quizá permita al urbanismo afrontar la crisis de la ciudad y de su idea,
cuando no la crisis de sus propios fundamentos disciplinares.
2. Los límites de la urbanística disyuntiva
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Frente al desdén con que los espacios públicos son tratados en las nuevas periferias (no
digamos en las viejas), y frente al acoso mercantilista a que somete el nuevo programa urbano a
ciertas áreas seleccionadas, una batería de trabajos (Beck, 2000; Davis, 2001; Delgado, 1999;
Harvey, 1999; Joseph, 1993; López de Lucio, 2000; Picon-Lefebvre, 1997, Queré, 1993; Tassin,
1992; VV.AA., 1996) ha puesto de manifiesto la significación de los espacios públicos en la
conformación material, política y sociológica de la ciudad. Estos trabajos no expresan únicamente una preocupación por el diseño, concepción residual, creación, tamaño y ordenamiento
en el conjunto urbano de acuerdo con su rol instrumental o morfológico (conectando lugares,
articulando y abriendo la ciudad a todos como el recurso colectivo que es). Representan también
un esfuerzo por recuperar el plano social de dichos espacios, concibiéndolos como soportes de
comunicación e interacción de grupos e individuos, atendiendo a su contribución al mantenimiento e impulso de la vida colectiva de la ciudad y a la formación de una identidad social porosa en
la experiencia del próximo desconocido. Quizá sea por eso que desde esta óptica se hable no
tanto de espacios urbanos -en un plano formal-, como de los espacios públicos de la ciudad. Se
trata de ese modo de atender no ya la mera localización, sino principalmente una pertenencia (un
dominio colectivo, pues ¿qué otra cosa es la ciudad y el espacio público sino un patrimonio
común, un bien de todos?), un conjunto de referencias y la promesa del encuentro social. O
dicho de otro modo, la promesa de la ciudad, pues en definitiva ésta es sobre todo ese punto de
concentración de la masa social donde las interacciones y transacciones se intensifican, se
hacen máximas (sea como nodo de un espacio de flujos, sea como lugar). Ese parece ser desde
luego el sentido histórico de la ciudad, lugar de encuentro, cruce, crisol de gentes que aspiran a
una vida en común. ¿Pervive o lo hará a duras penas ese sentido colectivo en nuestras ciudades
actuales? ¿De qué modo y en atención a qué se ha de intervenir?
La cuestión es más compleja de lo que parece a simple vista. Hace poco, Ulrich Beck
retomaba las palabras de Renate Schütz, para quien las ciudades, como producto social, “for-
LA SIGNIFICACIÓN SOCIAL DE LOS ESPACIOS PÚBLICOS / Emilio Martínez
man a la gente, hacen a los hombres”. En los términos expuestos por Beck, diríamos que “el
urbanismo y la política de la ciudad son, como el derecho o la genética humana, formas de
configuración social aplicada” (U. Beck, 2000: 115). En sus anotaciones sobre los “espacios de
utopía” David Harvey (1999) asumía una concepción similar (y se perciben en ella reminiscencias lefebvrianas) al afirmar que la forma en que construimos el espacio, la forma en que hacemos la ciudad, expresa mediata o inmediatamente las maneras de ser, pensar y obrar de una
sociedad, sus necesidades y sus anhelos. Esta forma (el producto) y el propio proceso de
construcción (el procedimiento adoptado) redundarían finalmente en el modo como nos construimos a nosotros mismos.
Llegados a este punto, cabe plantearse qué significa hacer ciudad. ¿Qué tipo de ciudad,
de hombres y de sociedad estamos construyendo? ¿Seguiremos considerando los espacios
públicos (calles, avenidas, plazas, jardines...) como el vacío que resta entre los edificios y las
parcelas? ¿Dejaremos que, desde esa concepción residual, sea únicamente la ingeniería de
tráfico la que se ocupe del diseño y seguimiento de nuestras calles en virtud del volumen de
tránsito por metro cuadrado y tiempo? ¿Dejaremos que algunos sectores sean privatizados como
parte de una operación de renovación urbana mercantilista? ¿Seguiremos aceptando esa máxima liberal de “construye como quieras, convive como puedas”, que invierte todo el sentido cívico
de la planificación urbana? ¿O acaso repararemos en el valor social, en la versatilidad que muestran los espacios colectivos para construir día a día la urbanidad, un ámbito moral específico,
abundando en la idea del urbanismo como organización física de la coexistencia?
La idea de ciudad como colectividad, alteridad y publicidad no es concebible al margen de
sus territorios ni de sus tiempos sociales. Esto se aprecia aún en aquellas áreas donde la
heterogeneidad y yuxtaposición de actividades constituye un valor (barrios populares, centros
urbanos e históricos...), y donde el “buen uso de la lentitud” -ese urbanismo moroso del que
habla Pierre Sansot- es todavía posible: callejear, divagar. Pero la lectura dominante del urbanismo a lo largo del siglo XX no ha apostado por la ciudad como totalidad significante práctica y
social, sino por una urbanística de la disyuntiva. Es lo que U. Beck llama, a partir de las anotaciones de Vasili Kandinsky, la ciudad del o (“o esto o aquello”), en la cual es preciso elegir entre
alternativas para una ordenación racional. La disyuntiva no sólo expresaría un dilema, sino sobre
todo la voluntad de separar, de provocar rupturas o “disyunciones” en el tejido social urbano de
acuerdo con la funcionalidad precisa. Un modelo distinto vendría constituido por la ciudad del y
(“esto y aquello”); pero no como simple agregación, sino como potencialidad y combinación
indeterminada. En suma, sería ésta una urbanística de la combinatoria que remite a las formas
de la simultaneidad y la aglomeración de la exposición lefebvriana, que le es sin duda próxima.
“En un lado está el empeño en separar, definir, buscar la univocidad, el dominio, la seguridad y el
control; en el otro imperan la variedad, la diferencia, la globalidad inabarcable, la búsqueda de la
relación, de la consistencia, el conocimiento del tercer interviniente, la afirmación de la
ambivalencia, la ironía” (Beck, 2000: 116). Parece ésta una apuesta inevitable si queremos afrontar la sostenibilidad, los efectos de la inmigración, las necesidades sociales y la solidaridad en
una sociedad donde se reducen las coberturas del estado del bienestar.
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CIUDADES, ARQUITECTURA Y ESPACIO URBANO
3. Metápolis y contracción de la ciudad
Conforme crece en extensión “metápolis”, más clara resulta la contracción de la ciudad.
Operan en esta dinámica potentes inhibidores de la versatilidad y el dinamismo de los espacios
públicos, proceso éste que debe interpretarse al hilo de que cada sociedad, cada época, produce
su espacio, tal como hemos expresado antes. Podemos distinguir muy esquemáticamente
inhibidores físicos (procedentes del diseño), inhibidores políticos y, por último, inhibidores sociales (culturales, económicos, familiares, etcétera).
Los primeros se remontan a la lectura del entorno construido del movimiento moderno. El
lema lecorbuseriano “mort de la rue”, al pie de uno de sus apresurados bocetos, resume todo el
desprecio con que se observan esos escenarios. La geometría redentora pretendía acabar con la
mezcolanza de usos y tránsitos, con el caos de una ciudad que el movimiento funcionalista
concibe como herramienta de trabajo, un dispositivo funcional sometido a la disgregación analí-
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tica Desde esta concepción se proponen espacios y tiempos unívocos para funciones exclusivas
y excluyentes: máquinas para habitar; lugares de trabajo, de ocio y educación, y espacios de
circulación. ¿Qué sucede mientras tanto con la calle, el espacio público por antonomasia? Desaparece como universo de experiencia social al quedar reducido funcionalmente a mero soporte
de circulación, todo en aras de la uniformidad y del movimiento. El limitado papel asignado a las
calles muestra los trazos inequívocos de la concepción racional moderna acerca del sistema
urbano. La función del habitar se remite a edificios aislados erigidos sobre pilotes que liberan el
suelo y permiten su uso intensivo. Esta estética se corresponde con el cubismo analítico que
traduce un nuevo lenguaje acerca del espacio óptico: una estética monolítica en la que el observador gira alrededor del objeto en el espacio (homogéneo y no cualificado). Ya no es el observador quien, a través de su mirada, asume el protagonismo en el espacio, sino el propio objeto
contemplado. De ese modo, las calles carecerían de una nítida definición lateral -una de sus
condiciones- cuando los edificios no ofrecen superficies o fachadas privilegiadas. De ahí la sensación de pérdida y ajenitud, la desorientación espacial.
Además, puesto que el esquema es reductor y sólo considera una función, los entornos
residenciales carecen de dotaciones y comercio de proximidad que ofrezca la posibilidad de
articular una vida social en los espacios de encuentro. Éstos existen, pero están determinados
muy rígidamente en los sectores ad hoc, definiendo más un espacio institucional que un espacio
social abierto.
Cuando la "calle" pasa a integrarse en el seno de un edifico (como ocurre en la famosa
Unité d’habitation), encontramos que se omite su significación morfológica, pues deja de tener
un valor estructural para el conjunto de la ciudad, y pierde también toda significación sociológica
como lugar de encuentro al convertirse en un espacio no accesible, cerrado al otro y a lo fortuito.
No obstante, es sobre todo en su condición de canal articulador o de enlace cuando se resta
transfuncionalidad a la calle y ésta pasa a confundirse con un viario jerarquizado al servicio de la
ciudad-máquina y de los medios mecánicos de locomoción. La masiva utilización del automóvil
LA SIGNIFICACIÓN SOCIAL DE LOS ESPACIOS PÚBLICOS / Emilio Martínez
en un sistema urbano diseñado en zonas funcionales diferenciadas, que implica una separación
de los tiempos y de las actividades, y un incremento de las distancias a recorrer, contribuye muy
intensamente a esa pérdida del entramado social de la calle: los automóviles actúan como
envoltorios que restan capacidad de percepción sensorial a los sujetos (visual, acústica, táctil,
cinestésica), empobreciendo sus cualidades y su formación; caparazones que extienden el mundo
privado sobre el dominio público.
Con matices, variaciones puntuales y con bastante inercia, la ordenación de nuestras
ciudades sigue esos patrones básicos de la zonificación, de la disyuntiva, un modelo que se
impone por su doble interés, político y económico. Político, el de asentar bajo la apariencia de un
discurso técnico sobre la organización espacial el orden de la dominación social basado en la
atomización. Económico, pues esta lectura del espacio extiende el territorio urbano, abre el
camino al uso intensivo del suelo y estimula la especulación y la construcción industrializada de
viviendas-mercancías.
Pero no hay que exagerar los efectos del diseño: el modelo siempre es sancionado por la
planificación y la política de la ciudad. Por eso debemos detenernos también en cómo operan los
inhibidores prácticos de las políticas urbanas. Por ejemplo, como ha observado López de Lucio
(2000), las políticas sobre comercio, transporte y equipamientos: las decisiones tomadas acerca
de la organización espacial de las actividades económicas, del comercio y de las dotaciones de
proximidad, la distribución y límites (máximos y mínimos) de las densidades residenciales, los
patrones de continuidad-discontinuidad en la forma urbana, etcétera, pueden afectar e incluso
determinar la viabilidad de los espacios públicos.
Por supuesto, debemos ser conscientes de que operan inhibidores sociales: los cambios
experimentados por la propia sociedad que construye su espacio (el desarrollo tecnológico, la
privatización de la vida, los modelos culturales emulados en la residencia y en el ocio, las pautas
demográficas, educativas, la formación de malls, etcétera). Éstos parecen contribuir igualmente
a la contracción virtual de esos espacios y de la propia ciudad. El desarrollo tecnológico y la
modificación de la forma y escala de la ciudad son desde siempre hechos relacionados. La
evidencia de su conexión es mayor conforme el número, la velocidad, la complejidad y versatilidad de los medios de información y comunicación se han ido incrementado. Habitamos un medio
técnico en el cual las distancias no representan ya un obstáculo material para acceder a ciertos
lugares (centros de compra, trabajo, servicios de documentación, ocio) y a determinadas personas. Se impone poco a poco la virtualidad de un ciberespacio urbano, una telépolis que se antoja
versión superampliada de los "dominios urbanos ilocalizados" de Webber. Hoy, más que nunca,
es posible hablar de una comunidad sin proximidad (aunque en lo relativo a las ciudades, lo
contrario también es cierto). Pero a pesar de su magnitud, y fuera de los discursos utópicos o
distópicos sobre la realidad sociotecnológica, es posible que en todo esto haya una yuxtaposición de situaciones y no un desplazamiento. No hay que dejarse embaucar por la ilusión tecnológica. Para empezar, el ciberespacio está acotado: son precisos unos instrumentos y unos
rudimentos para acceder y moverse por él, de modo que en la “ciudad de la información” existen
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CIUDADES, ARQUITECTURA Y ESPACIO URBANO
guetos electrónicos (Davis, 2001). Además, superar la distancia no significa renunciar a la gestión de la proximidad y de los encuentros (práctica común entre los usuarios de teléfonos portátiles). Los medios de comunicación e información (prensa, radio, televisión, Internet...) han sustituido el rumor de la aldea por la opinión pública, la cohesión rígida del grupo familiar y local por
la cohesión compleja y flexible de un grupo más amplio que no tiene necesariamente una dimensión territorial. Pero en ningún caso se ignora que en la interacción cara a cara hay algo más que
información -comunicación y afectividad- y, sobre todo, que esta experiencia es todavía la forma
más extendida de socialización. Los espacios virtuales no desplazan a los espacios materiales,
y ambos deben ser ordenados de modo paralelo (Graham, 1998).
También la extensión territorial, las modificaciones en la organización familiar, la incorporación de la mujer al trabajo (desarrollando patrones espaciales muy complejos), la desespacialización de las actividades económicas a lo largo y ancho de las periferias urbanas, la aparición
de centros de consumo, ocio y deporte integrados, los usos del tiempo, los nuevos valores
sociales, el individualismo, etcétera, han contribuido a modificar la llamada "vida de calle". Esta
sociedad del riesgo y del miedo permanente, por ejemplo, ha retirado a los niños de las peligrosas calles en vez de asegurarles que podrán estar en ellas cuando y cuanto quieran. Dejados en
manos de esos “educadores” que son la televisión y el simulador de juegos, no pueden aprender
las sutilezas del intercambio social, los protocolos de la aproximación y de la retirada, los límites
y las posibilidades reales -no simulados- del actuar en y con el grupo de pares, con los figurantes
de cualquier escena metropolitana.
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Pese a todo lo anterior, observamos que esos espacios colectivos mantienen su vitalidad.
Conservan su gusto, tanto las calles cosmopolitas de las grandes ciudades como las calles de
barrio, de tono popular, que saben de memoria los pasos de sus usuarios cotidianos. En unas y
otras, según las ocasiones, la alteridad gestiona las distancias o la proximidad, articula universos de discurso diferentes, normas de conveniencia y presentación para los distintos escenarios
y personajes. La razón de su resistencia puede que estribe precisamente en el hecho de que los
espacios públicos representan por excelencia la significación cultural y social de la ciudad en
tanto que lugar de encuentro. Son los escenarios de la ciudadanía y de la socialidad.
4. Escenarios de ciudadanía, escenarios de socialidad
En un primer momento, la recepción de las aproximaciones de la filosofía política y moral
de Arendt y Habermas sobre el espacio público marcó la agenda de su aplicación por parte de
las teorías urbanas. Resultaba una empresa complicada por cuanto en su discurso se nos remite
al puro concepto político en el que prevalece la representación ideal de la democracia urbana.
Tanto Arendt como Habermas coincidían en el diagnóstico: decadencia de la esfera pública de la
política en la sociedad de masas, primado de lo social y auge de la subjetividad individual que no
cesa de propagarse por la esfera pública. Aunque el “espacio de aparición” se ve amenazado por
LA SIGNIFICACIÓN SOCIAL DE LOS ESPACIOS PÚBLICOS / Emilio Martínez
su deriva hacia la dispersión y el distanciamiento (Tassin, 1992: 17), todavía puja por ser una
mediación, un espacio de acceso y visibilidad de actores y acontecimientos, sometido al juicio
reflexivo de la ciudadanía. Para H. Lefebvre, por ejemplo, esta reivindicación asumiría la forma de
un derecho colectivo a la ciudad.
Consciente de la dificultad para salvar las distancias entre la noción política y la materialidad del espacio urbano, la teoría de la ciudad consideró después la posibilidad de aplicar las
aproximaciones sociológicas, dramatúrgicas y situacionistas sobre el espacio público como
espacio de relación. Resultaba sin duda más fácil perfilar la convergencia entre los procesos
sociales y las formas espaciales: juego de reciprocidades por el cual una instancia influye en la
dirección de la otra y recibe su reflejo. En estas aproximaciones, la “publicidad del espacio”
abandona parcialmente la construcción política y se asienta sobre la socialidad, como juego
dialéctico y condición del juicio crítico-reflexivo.
Los espacios públicos son, en consecuencia, tratados como escenarios de la socialidad,
esto es, espacios donde es posible entrar en relación con. La noción de socialidad remite al
encuentro, a la relación. Captar este universo de manera inmediata sólo parece posible reparando en la mirada. Como afirmaba Simmel (1917), no es la mirada un mero acto sensorial, sino
sobre todo un acto de comunicación, la mirada que toma y se da en el mismo relámpago: la
mirada de y en los espacios públicos. La forma más pura y sublime de reciprocidad, la consideró el alemán. En ese mismo sentido se expresaba Ortega y Gasset (1995: 99) cuando, admitiendo el mundo social como mundo atopadizo, habló de miradas mínimas y máximas, concedidas y saturadas del yo y el otro: "...miradas, actos que vienen de dentro como pocos. Vemos
a qué es lo que mira y cómo mira. No sólo viene de dentro, sino que notamos desde qué
profundidad mira".
Regresemos a la socialidad, forma lúdica y primaria de la socialización, ejercicio que
remite a la experiencia del Otro, a las copresencias, al encuentro. El carácter inmediato y directo
de la socialidad, aun bajo el maquillaje de la presentación estudiada, evoca un escenario de
ocasiones y encuentros desde los que construir la definición social del “yo” y del otro (alter). “El
yo se nutre de todo aquello que le altera”, afirmó G. Tarde; y en un sentido próximo el interaccionismo de G. H. Mead consideró que "el yo, como aquello que puede ser objeto para sí mismo, es
esencialmente una estructura social y surge a través de la experiencia social" (cf. Hannerz,
1986: 250). En los escenarios caracterizados por la inmediatez espacial y temporal, el otro se
me presenta como un tú que es un yo a su vez (como mostraron los estudios fenomenológicos
de Husserl y Schütz). En efecto, construimos al otro y nos reconstruimos en esa interacción que
puede ser directa (cara a cara) o indirecta, que puede fluir con distintos grados de intensidad e
intimidad, con unilateralidad o reciprocidad, desde un afuera desde el que se observa (donde el
cuerpo es pura expresividad) o a partir de un adentro desde el que se es copartícipe.
Sin duda hay un componente lúdico en esa reconstrucción permanente e inacabada. La
socialidad remite no a identidades definitivas, sino a identificaciones fragmentarias, siempre
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CIUDADES, ARQUITECTURA Y ESPACIO URBANO
haciéndose y deshaciéndose. De ahí su interés por parte de la sociología dramatúrgica y circunstancial, atenta a los cambios sucesivos entre escenas, desde el polo de la permanencia (el
espacio del hogar: lo habitual, lo habitable) hasta el polo del fluir o de la inestabilidad (el espacio
de la calle: lo inhabitual, lo inhabitable).
En buena lógica la ciudad es el escenario del theatrum mundi. Los papeles que representamos son a veces engañosos, haciendo del escenario público un marco de representaciones
mudables y no del todo auténticas. Pero este espacio no exige tanto autenticidad como credibilidad. Las analogías entre la ciudad y el teatro se antojan acertadas. En el espacio de las calles,
donde uno es visto y es espectador a la vez, también se actúa: el individuo ha de hacer creíble
sus papeles ante los desconocidos, juega con las apariencias, maneja las presentaciones,
interactúa en un escenario sin argumento. Pero es ahí donde la sociedad y sus miembros se
renuevan constantemente.
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Lefebvre apuntaba en La revolución urbana (1972: 25) que “es en la calle donde tiene lugar
el movimiento, de catálisis, sin los que no se da vida humana, sino separación y segregación
(...). Cuando se han suprimido las calles (...) sus consecuencias no han tardado en manifestarse: desaparición de la vida, limitación de la ‘ciudad’ al papel de dormitorio, aberrante funcionalización
de la existencia. La calle cumple una serie de funciones que Le Corbusier desdeña: función
informativa, función simbólica y función de esparcimiento. Se juega y se aprende. En la calle hay
desorden, es cierto, pero (...) es un desorden vivo, que informa y sorprende”. El espacio público
de la calle no es pues un simple residuo ni sólo un plano de dos dimensiones, un enlace entre un
origen y un destino; posee una dimensión social a menudo ignorada. Todo tipo de grupos, clases, actividades y usos -cotidianos y/o periódicos- se despliegan perfilando un ámbito de movimiento y de movilidad sin desplazamiento. Uno ve y puede ser visto, convertirse en un intruso o
ser un discreto partícipe de su definición social. En ciertos casos, por ejemplo, la cohesión del
grupo, la aprobación de los sujetos pueden pasar por la exposición pública: calle arriba y calle
abajo, un día de fiesta y de presentación obligada, con sus tempos y normas de presentación
para cada segmento de población. Las calles mayores de algunas pequeñas capitales de provincia constituyen una institución social: un pequeño universo donde se ofrece la identidad del
grupo, los repertorios de conductas apropiados, integrando y jerarquizando a los miembros.
Hoy por hoy, sin embargo, la concepción dominante sigue siendo la bidimensional, haciendo de la calle un enlace y no tanto una estancia. Hay razones para esto: los movimientos
origen-destino son privilegiados en una sociedad formalmente racional donde todo ha de responder a una finalidad. Nada de movimientos caóticos y arbitrarios, sin rumbo ni objeto, menos aún
detenerse, romper con la dinámica conformista del grupo, o más grave, dudar, reflexionar. La
armonía geométrica de la línea recta es sociófuga.
No se trata de desatender lo circulatorio, la diferenciación y jerarquización de los movimientos y usuarios (esto es, la separación entre el tránsito peatonal y el de los vehículos). Pero
no hay razón para privilegiar sólo el plano instrumental de la movilidad y de la velocidad, ni para
LA SIGNIFICACIÓN SOCIAL DE LOS ESPACIOS PÚBLICOS / Emilio Martínez
reducir la gestión y creación del espacio público (calles, avenidas) a la evaluación de la capacidad física de vehículos y peatones por superficie y tiempo. En tanto que reflejo de una realidad
social precisa, la etimología proporciona pistas muy interesantes sobre la multifuncionalidad de
estos entornos. Hay una noción de superficie y movimiento en las raíces latinas de los términos
que designan a las calles; pero son mucho más reveladores nuestras "carrera" y "corredera" -de
escaso o nulo uso en la actualidad-, derivadas del latín "cúrrere" que a su vez nos remite a las
voces muy significativas de lo que resulta en realidad la calle: correr, concurrir, ocurrir, recorrer,
transcurrir, recurrir, discurrir, etcétera. La consideración de “espacios de tránsito” es más rica
que lo sugerido por la mera circulación y la velocidad: en el espacio público el transeúnte está en
suspenso, en tránsito, en transición, en trance (Delgado, 1999), participa de un juego entre seres
y situaciones liminales reconocibles en el margen, siempre haciéndose en un tiempo irreversible
(pero tiempo más sinuoso y rico que la lectura lineal de la velocidad).
La accesibilidad y participación de todos en ese acaecer es una condición ineludible del
espacio público. Sin accesibilidad no es posible plantear su valor moral para con la socialización
del individuo en el seno del grupo. Así, el espacio público es reconocible por una función social
de tipo instrumental: proporciona enlaces materiales y simbólicos para el tránsito en sentido
amplio. Pero también, sobre todo, de tipo expresivo: no son sólo espacios de información, sino
también de comunicación, que puede ser verbal y no-verbal, intencional o inintencional –una se
da, otra se emite-, focalizada o no focalizada. Cumple además con una función de tipo lúdico y
simbólico. La desatención cortés, la gestión de la indiferencia es un arte del urbanita que responde, no obstante, a regulaciones sociales, como el ritmo y la distancia en la marcha; traduce en
definitiva un orden social de interacciones entre próximos desconocidos. ¿Acaso no hay
interacciones significativas entre seres anónimos? ¿Acaso no existe un arte en el manejo de las
miradas, en la conductas de evitación o en las de roce? La accesibilidad del Otro en general (con
sus diferencias, sus desiguales capacidades) y de uno en particular contribuye a esa construcción social de la civilidad. El movimiento y la movilidad sin desplazamiento (cultural) de los
individuos, de las cosas, de los estímulos y mensajes en los espacios públicos transforman a la
muchedumbre en un gran ojo que aprende, da y toma, que se cultiva con la diversidad. De ahí el
valor pedagógico de esos espacios de contraste: la segregación urbana, la reclusión en las
unidades vecinales supone en definitiva una pérdida de experiencias y copresencias: favorece
una socialidad interna de alcance restringido (el ambiente local, el hogar, los parroquianos) pero,
por el contrario, puede cerrar un mundo constituido en y por las distancias emancipadoras
(socialidad externa). El habitante de la ciudad poseería así una identidad fragmentaria, un yo
cosmopolita y poroso, mal que les pese a los reduccionismos unidimensionales y esencialistas.
El contacto con la diversidad y su recreación a cada instante, la presencia del otro y la experiencia en común se antojan mecanismos óptimos de lucha contra la normalización y sus partidarios. Ahí descansa la crítica sociológica a esa tendencia observada de construir no tanto ciudades en cuanto ámbitos de experiencia, formación y libertad (trascendental y funcional), sino
como instituciones totales: dispositivos panópticos de control externo e interno. Lo que desde
esa concepción se denominan muy generosamente “espacios públicos” no son sino simples
contenedores de agregados, "espacios de fuga", "espacios disuasorios" -a la manera de esas
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CIUDADES, ARQUITECTURA Y ESPACIO URBANO
plazas duras y vacías que para nada invitan a detenerse, sino a pasar lo más rápido posible por
ellas- o “espacios de control”: cámaras del Ojo único que domina la marcha del grupo.
5. Los espacios de consumo y la socialización perversa
Reparemos un momento en lo que, al parecer, se considera una nueva modalidad de
espacio de encuentro. Justificada en una demanda social algo abstracta, en la inseguridad ciudadana, en los requerimientos de los nuevos estilos de vida urbanos, en la estrategia de consumo de las grandes firmas y en ese interés apenas disimulado por la desvertebración de la ciudadanía bajo la urbanística disyuntiva, surge una nueva estructura que se propone como estancia
pública moderna: se trata de los malls, algo más que equipamientos comerciales.
126
Desde el punto de vista de las relaciones sociales y la formación cívica, los entornos
dispersos carecen de espacios públicos de encuentro, calles y plazas donde conformar no ya
una comunidad (en parte desterritorializada en virtud de las tecnologías de comunicación e información), pero sí al menos un conjunto de referencias. El mall periférico se postula como el ágora
que aliviará la carencia de equipamientos comerciales y ofrecerá simultáneamente un lugar para
el encuentro social. Sobre la estructura urbana dan lugar a una nueva centralidad, a una nueva
morfogenética urbana al hilo de la desaparición de la ciudad como urbs et civitas y su sustitución por la aglomeración difusa y la segmentación social. Pudiera decirse que su presencia
supone una inversión del proceso de producción del espacio y de la localización comercial. No
sólo los nuevos espacios comerciales actúan en calidad de elementos de difusión urbana al
buscar un emplazamiento excéntrico, sino que van más lejos: crean en torno suyo la aglomeración. Surgidos en medio de la nada, se adelantan a la población, a sus necesidades y aspiraciones, articulan, nucleándolo, todo un territorio.
En consecuencia, estamos ante una operación más compleja de doble inversión: inversión en el orden urbano (el suelo como mercancía, en definitiva) e inversión del orden urbano (de
la ciudad como referencia real, historia y cultura). En el primer caso, porque lejos de ser únicamente un desarrollo de la actividad comercial, el mall es una excrecencia del capital inmobiliario
y especulativo. Las grandes agencias inmobiliarias se sirven de estos equipamientos para dinamizar y revalorizar determinados sectores urbanos, de nueva creación o de renovación (plusvalías de reconversión en cualquier caso). En lo referente a la inversión del orden urbano, aquí ya no
se trata únicamente de que el mall pueda nuclear y satelizar a la aglomeración, sino que además
absorbe la ciudad, la niega como totalidad significante, la parasita, la reproduce a su antojo y
reconstruye a escala. Absorbe sus funciones dispersas y ofrece sus decorados descontextualizados con la intención de garantizar una experiencia urbana agradable y segura (no deja de ser
significativo que se simulen las formas arquitectónicas tradicionales que ya tienen presencia en
la ciudad real). De la simple especulación se pasa al juego especular pleno de referencias cruza-
LA SIGNIFICACIÓN SOCIAL DE LOS ESPACIOS PÚBLICOS / Emilio Martínez
das y antojadizas. Como en la tela de Magritte, Eloge de la Dialectique (1936), el dentro se
confunde con el afuera. Pero en este juego, la ciudad pierde y se pierde.
Si en la perspectiva urbanística o territorial el centro lúdico-consuntivo cerrado se presenta
como un modelo de anticipación dirigida (como diríamos a partir de Baudrillard), también asume
una función similar en lo relativo a la socialidad, pues permite o estimula la aparición de un
universo limitado de relaciones y ejerce una orientación (sutil, sin duda) en lo relativo a la transmisión de determinados valores y repertorios de conducta. Colmado de elementos urbanos, de
tiendas y escaparates, con iluminación permanente y regulación térmica continua, con sus cafés y restaurantes, sus servicios lúdicos, su música ambiental de ritmos estudiados para cada
ocasión, el mall deviene espacio y tiempo, lugar y ocasión, para el encuentro social en una
ciudad que huye de sí misma. Un lugar de cita, de compra y de ocio en un recinto seguro con la
aparente diversidad de usos, actividades y públicos, como en cualquiera de nuestras calles
tradicionales. Pero es dudoso que podamos afirmar con rotundidad que estos entornos sean en
sentido pleno, espacios públicos. Claro que el mall hace posible el encuentro en las actuales
condiciones del crecimiento urbano, pero también es evidente que introduce determinaciones y
límites al juego social. Por supuesto, no cumplen ese papel morfológico-instrumental que abre
sectorialmente los paisajes urbanos, que conecta lugares, actividades y gentes: su orden es
circular y autorreferencial, todo empieza y acaba en sí mismo. Tampoco es un “lugar público” en
la medida que carece del atributo necesario: la accesibilidad de todos, no sólo del consumidor, al
parecer único actor entre sus muros. El espacio del mall se postula público, pero su dominio y su
gestión son privados. En tanto que carece de los extraños y de otros figurantes cualesquiera de
no importa qué escena metropolitana, la socialidad del mall está filtrada y es restringida. No hay
intercambio pleno, estimulación social y cultural, movilidad sin desplazamiento, referencias e
interacciones múltiples. Tampoco otra actividad es posible sino adquirir cosas (y con ellas las
identidades expuestas, las identidades permitidas) en sus diferentes gamas y capacidades. Si
el espacio público comunica e informa, éste más bien deforma: socializa casi exclusivamente en
el consumo y como un panóptico eficaz -y aquí residen las claves de la perversión del sensualismo
primitivo que informa su determinismo ambiental y arquitectónico- que recrea seres acríticos,
asépticos e indiferentes. Por eso puede ser considerado (cf. Harvey, 1999) como una versión
perfeccionada, si esto es posible, de lo que Louis Marin llamó las utopías degeneradas.
6. Planificación de la ciudad y planificación para la ciudad
Asumido que la ciudad son los Otros (Chalas, 1996), podemos considerar que ésta se
perfila como una agencia del proceso de socialización de los individuos. El aprendizaje e
interiorización de los elementos socioculturales del medio (valores, normas, competencias, recursos lingüísticos, cognitivos, tecnológicos, actitudinales, etcétera) no acaba en las agencias
formales o en los dispositivos institucionales desplegados para la normalización social (grupo
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CIUDADES, ARQUITECTURA Y ESPACIO URBANO
doméstico y escuela). En un sentido más amplio, el estudio de la socialización nos obliga a
considerar también las diversas interacciones que se establecen entre los individuos en los
espacios públicos. Efímeras o perdurables, instituidas o de creación, estas interacciones son
portadoras de influencias mutuas entre los actores y, por tanto, son portadoras de formas sociales (de sociedad, si se prefiere). La vida urbana representa en consecuencia un foco de socialización que actúa en otra escala de registros. Es por completo un lugar dominado por la movilidad
(residencial, laboral, cultural, etcétera), por esa movilidad sin desplazamiento que se inscribe en
la tradición de Simmel y Park: densidad y diversidad de estimulaciones, grupos de referencia y
contactos heterogéneos. En algunos casos esta movilidad puede ser vista como fuente de desestabilización y de incertidumbre, también de conflicto, pero igualmente de socialización en la
complejidad de la vida urbana moderna. Dicho de otra forma, la perspectiva urbana debe integrar
la dimensión urbana de nuestra existencia, la socialización que se desarrolla en la efervescencia
social de la vida en la ciudad: el aprendizaje social en la vecindad, en la gran calle, en los
contactos efímeros, en las interacciones frágiles que tienen lugar en los espacios públicos. De
ahí la distinción a la que antes aludíamos de acuerdo con el análisis de Forsé: la “sociabilidad
interna” ligada al hogar -entendido éste no como lugar sino como constelación de valores y
normas- y la “sociabilidad externa” en la que se manifiestan las distancias emancipadoras, el
pensamiento abstracto, el juicio crítico y los valores universales.
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Esto debería llevar a replantear el sentido y el alcance de la planificación de nuestras
ciudades. La urbanística disyuntiva ignora la ciudad que dice ordenar, sólo pretende someterla e
imponer un orden y un equilibrio relativo entre las partes del sistema urbano, abundando en esa
cartografía de usos y aprovechamientos, favoreciendo la segregación y la exclusión de actividades y grupos sociales. El interés mercantilista de este planteamiento opera en detrimento de la
ciudadanía, que ya no se percibe como totalidad dinámica, como individuos y grupos que comparten un lugar y un tiempo. La planificación debería orientarse hacia y para la ciudad: recuperar
su impulso cívico original, su dimensión como servicio social que persigue el desarrollo del
conjunto en vez de su sometimiento. Pero apostar por una orientación social y sostenible implica
también aceptar un modelo de contraste frente al modelo de privación (en términos goffmanianos),
y ante todo, huir de esa simplificación de la que ha sido objeto el espacio público: residuo o
enlace. Lejos de esa estrechez, la consideración correcta es la de patrimonio colectivo: bien
social, moral, cultural y económico, espacio de acción y vinculación social, y ámbito del derecho
público (el derecho de mirar, hablar, oír, contactar, ir, venir y detenerse a placer). No estaría de
más que el urbanista se dejara llevar por el espacio público, y a la divagación y el callejeo uniera
una actitud más receptiva, sin tratar de imponer a toda costa su punto de vista, pues -como
podríamos apuntar a partir de las anotaciones de Joseph (1993)- ¿quién ignora que en el espacio
público uno está rodeado y no enfrente?
LA SIGNIFICACIÓN SOCIAL DE LOS ESPACIOS PÚBLICOS / Emilio Martínez
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